William Faulkner: Me niego a aceptar el fin del hombre. Discuros de aceptación del Nobel de literatura, 1949. Discurso.

Una rosa para EmilyPienso que este premio no se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el trabajo de una vida en el sudor y la agonía del espíritu humano, no por la gloria, y menos que nada por la ganancia, sino por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Así que este premio sólo se me confía.

No será difícil encontrar un destino a su parte monetaria que sea adecuado al propósito y significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este momento como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia, entre los cuales se encuentra ya aquel que ocupará el lugar que ahora ocupo yo.

Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto tiempo que incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Sólo existe la pregunta: ¿Cuándo me barreran? Por este motivo, el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir; sólo eso merece el sudor y la agonía. Él debe aprenderlo otra vez.

Debe enseñarse así mismo que tener miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar el miedo para siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón; las viejas verdades universales sin las cuales una historia es efímera y está condenada a morir: amor y honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras no haga eso, trabajo bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni compasión. Sus aflicciones no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas. Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si asistiera al fin del hombre y lo contemplara.

Me rehuso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de éstas cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado. No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer.

Julio Ramón Ribeyro: Los merengues. Cuento

foto-ribeyro19Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató, asombrado que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
—¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, lagunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, sitenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
—¡Empara!— dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
—¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otro parroquianos.
—¿No ha oído? – insistió Perico excitándose— ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
—¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
—¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
—¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
—Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
—Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
—Déme los merengues— pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
—¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente
—Despácheme antes.
—¿Quién te ha encargado que compres esto?
—Mi mamá.
—Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
—¡Déme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
—¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
—¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

Julio Ramón Ribeyro: Espumante en el sótano. Cuento

Julio-Ramón-Ribeyro-600x300Aníbal se detuvo un momento ante la fachada del Ministerio de Educación y contempló, conmovido, los veintidós pisos de ese edificio de concreto y vidrio. Los ómnibus que pasaban rugiendo por la avenida Abancay le impidieron hacer la menos invocación nostálgica y, limitándose a emitir un suspiro, penetró rápidamente por la puerta principal.
A pesar de ser las nueve y media de la mañana, el gran hall de la entrada estaba atestado de gente que hacía cola delante de los ascensores. Aníbal cruzó el tumulto, tomó un pasadizo lateral, y en lugar de coger alguna de las escaleras que daban a las luminosas oficinas de los altos, desapareció por una especie de escotilla que comunicaba al sótano.
—¡Ya llegó el hombre! – exclamó, entrando en una habitación cuadrangular, donde tres empleados se dedicaban a clasificar documentos. Pero ni Rojas ni Pinilla ni Calmet levantaron la cara.
—¿Sabes lo que es el occipucio? – Preguntaba Rojas.
—¿Occipucio? Tu madre, por si acaso – Respondió Calmet.
—Gentuza – dijo Aníbal —. No saben ni saludar.
Solo en ese momento sus tres colegas se percataron que Aníbal Hernández llevaba un termo azul cruzado, un paquete en la mano derecha y dos botellas envueltas en papel celofán, apretadas contra el corazón.
—Mira, se nos vuelve a casar el viejo – dijo Pinilla.
—Yo diría que es su santo – agregó Rojas.
—Nada de eso – protestó Aníbal —. Óiganlo bien: hoy, primero de abril, cumplo veinticinco años en el Ministerio.
—¿Veinticinco años? Ya debes ir pensando en jubilarte – dijo Calmet —. Pero la jubilación completa. La del cajón con cuatro cintas.
—Más respeto – dijo Aníbal —.Mi padre me enseñó a entrar en palacio y en choza. Tengo boca para todo gentuza.
La puerta se abrió en ese momento y por las escaleras descendió un hombre canoso, con anteojos.
—¿Están listas las copias? El secretario del Ministerio las necesita para las diez.
—Buenos días, señor Gómez – dijeron los empleados —. Allí se las hemos dejado al señor Hernández para que las empareje.
Aníbal se acercó al recién llegado, haciéndole una reverencia.
—Señor Gómez, sería para mí un honor que usted se dignase hacerse presente…
—¿Y las copias?
—Justamente, las copias, pero sucede que hoy hace exactamente veinticinco años que…
—Vea, Hernández, hágame antes esas copias y después hablaremos.
Sin decir más, se retiró. Aníbal quedó mirando la puerta mientras sus tres compañeros se echaban a reír.
—¿Es verdad entonces? – preguntó Calmet.
—Es un trabajo urgente, viejo – intervino Pinilla.
—¿Y cuándo le he corrido yo al trabajo? – se quejó Aníbal —. Si hoy me he retrasado es por ir a comprar las empanadas y el champán. Todo para invitar a los amigos. Y no sigas hablando que te pongo la pata de chalina.
Empujando una puerta con el pie, penetró en la habitación contigua, minúsculo reducto donde apenas cabia una mesa en la cual dejó sus paquetes, junto a la guillotina para cortar papel. La luz penetraba por una alta ventana que daba a la avenida Abancay. Por ella se veían durante el día, zapatos, bastas de pantalón, de vez en cuando algún perro que se detenía ante el tragaluz como para espiar el interior y terminaba por levantar una pata para mear con dignidad.
—Siempre lo he dicho – rezongó —. En palacio y en choza. Pero eso sí, el que me busca me encuentra.
Quitándose el saco, lo colgó cuidadosamente en un gancho y se puso un mandil negro. En la mesa había ya un alto de copias fotostáticas. Acecándose a la guillotina, empezó su trabajo de verdugo. Al poco rato Pinilla asomó.
—Dame las cincuenta primeras para llevárselas al jefe.
—Yo se las voy a llevar – dijo Aníbal —. Y oye bien lo que te voy a decir: cuando tú y los otros eran niños de teta, yo trabajaba ya en el Ministerio. Pero no en este edificio, era
una casa vieja del centro. En esa época…
—Ya sé, ya sé, las copias.
—No sabes. Y si lo sabes. Es bueno que te lo repita. En esa época yo era jefe del
servicio de Almacenamiento.
—¿Han oído? – preguntó Pinilla volviéndose hacia sus dos colegas.
—Si – contestó Calmet —. Era jefe del Servicio de Almacenamiento. Pero cambió el gobierno y tuvo que cambiar de piso. De arriba a abajo. Mira, aquí hay cien papeles más para cortar, en el orden en el que están.
—Oye tú, Calmet, hijo de la gran… bretaña. Tú tienes sólo dos años aquí. Estudiaste para abogado, ¿verdad? Para aboasto no seria. Pues te voy a decir algo más: Gómez, nuestro jefe, entró junto conmigo. Claro, ahora ha trepado. Ahora es un señor, ¿no?.
—Las copias y menos labia.
Aníbal cogió las copias emparejadas y se dirigió hacia la escalera.
—Y todavía hay una cosa: el Director de Educación Secundaria, don Paúl Escobedo, ¿lo conocen? Seguramente ni le han visto el peinado. Don Paúl Escobedo vendrá a tomar una copa conmigo. Ahora lo voy a invitar, lo mismo que a Gómez.
—¿Y porqué no al ministro?— preguntó Rojas pero ya Aníbal se lanzaba por las escaleras para llevar las copias a su jefe.
Gómez lo recibió serio:
—Esas copias me urgen, Aníbal. No quise decírtelo delante de tus compañeros pero tengo la impresión que hoy llegaste con bastante retraso.
—Señor Gómez, he traído unas botellitas para festejar mis veinticinco años de servicio. Espero que no me va a desairar. Allá las he dejado en el sótano. ¡Ya tenemos veinticinco años aquí!
—Es verdad – dijo Gómez.
—Irán todos los muchachos del servicio de fotografías, los miembros de la Asociación de Empleados y don Paúl Escobedo.
—¿Escobedo? – preguntó Gómez —. ¿El director?
—Hace diez años trabajamos juntos en la Mesa de Partes. Después él ascendió. Tú estabas en provincia en esa época.
—Está bien, iré. ¿A qué hora?
—A golpe de doce, para no interrumpir el servicio.
En lugar de bajar a su oficina, Aníbal aprovechó que un ascensor se detenía para colarse.
—Al veintavo, García – dijo al ascensorista y acercándose a su oído agregó —: Vente a la oficina de copias fotostáticas a mediodía. Cumplo veinticinco años de servicio. Habrá champán.
En la puerta del despacho del director Escobedo, un ujier lo detuvo.
—¿Tiene cita?
—¿No me ve con mandil? Es por un asunto de servicio.
Pero salvado este primer escollo, tropezó con una secretaria que se limitó a señalarle la sala de espera atestada.
—Hay once personas antes que usted.
Aníbal vacilaba entre irse o esperar, cuando la puerta del director se abrió y don Paúl
Escobedo asomó conversando con un señor, al que acompañó hasta el pasillo.
—Por supuesto, señor diputado – dijo, retornando a su despacho.
Aníbal lo interceptó.
—Paúl un asintió.
—Pero bueno, Hernández, ¿qué se te ofrece?
—Fíjate, Paúl, una cosita de nada.
—Espera, ven por acá.
El director lo condujo hasta el pasillo.
—Tú sabes. Mis obligaciones…
Aníbal le repitió el discurso que había repetido ante el señor Gómez.
—¡En los líos que me metes, caramba!
—No me dejes plantado, Paúl, acuérdate de las viejas épocas.
—Iré, pero eso sí, sólo un minuto. Tenemos una reunión de directores, luego un almuerzo.
Aníbal agradeció y salió disparado hacia su oficina. Allí sus tres colegas lo esperaban coléricos.
—¿Así que en la esquina, tomándose un cordial? ¿Sabes que han mandado tres veces por las copias?
—Toquen esta mano – dijo Aníbal —. Huélanla, denle una lamidita, zambos. Me la ha apretado en director. ¡Ah, pobres diablos! No saben ustedes con quién trabajan.
Poco antes del medio día, después de haber emparejado quinientas copias, Aníbal se dio cuenta que no tenía copas. Cambiando su mandil por su saco cruzado, corrió a la calle. En la chingana de la esquina se tomó una leche con coñac y le explicó su problema al
patrón.
—Tranquilo, don Aníbal. Un amigo es un amigo. ¿Cuántas necesita?
Con veinticuatro copas en una caja de cartón, volvió a la oficina. Allí encontró al ascensorista y a tres empleados de la Asociación. Sus colegas, después de poner un poco de orden, habían retirado de una mesa todos los implementos de trabajo para que sirviera de buffet.
Aníbal dispuso encima de ella las empanadas, las copas y las botellas de champán, mientras por las escaleras seguían llegando invitados. Pronto la habitación estuvo repleta de gente. Como no había suficientes ceniceros echaban la ceniza al suelo. Aníbal notó que los presentes miraban con insistencia las botellas.
—Hace calor – decía alguien.
Como las alusiones se hacían cada vez más clamorosas, no le quedó más remedio que descorchar su primera botella, sin esperar la llegada de sus superiores.
—Aníbal se ha rajado con su champán – decía Pinilla.
—Ojalá que todos los días cumpla bordas de plata.
Aníbal pasó las empanadas en un portapapeles, pero a mitad de su recorrido las empanadas se acabaron.
—Excusas – dijo —. Uno siempre se queda corto.
Por atrás alguien murmuró:
—Deben ser de la semana pasada. Ya me reventé el hígado.
Temiendo que su segunda botella de champán se terminara, Aníbal sirvió apenas undedo en cada copa. Éstas no alzanzaban.
—Tomaremos por turnos – dijo Aníbal —. Democráticamente. ¿Nadie tiene miedo al contagio?
—¿Para eso me han hecho venir? – volvió a escucharse al fondo.
Aníbal trató de identificar al bromista, pero sólo vio un centenar de rostros amables que
sonreían.
—¿Qué esperamos para hacer el primer bindris? – preguntó Calmet —. Esto se me va a evaporar.
Pero en ese momento el grupo se hendió para dejar paso al señor Gómez. Aníbal se
precipitó hacia él para recibirlo y ofrecerle una copa más generosa.
—¿No ha venido el director Escobedo? – le preguntó en voz baja.
—Ya no tarda – dijo Aníbal —. De todos modos haremos el primer brindis.
Después de carraspear varias veces logró imponer un poco de silencio a su alrededor.
—Señores – dijo —. Les agradezco que hayan venido, que se hayan dignado realzar
su presencia en este modesto agapé. Levanto esta copa y les digo a todos los presentes: prosperidad y salud.
Los salud que respondieron en coro ahogaron el comentario del bromista:
—¿Y con qué brindo? ¿Quieren que me chupe el dedo?
Aníbal se apresuró a llenar las copas vacías que se acumulaban en la mesa y las repartió entre sus invitados. Al hacerlo, notó que estos se hallaban un poco cohibidos por la presencia del señor Gómez; no se atrevían a entablar una conversación general y preferían hacerlo por parejas, de modo que su reunión corría el riesgo de convertirse en una yuxtaposición de diálogos privados, sin armonía ni comunicación entre sí. Para relajar la atmósfera, empezó a relatar una historia graciosa que le había ocurrido hacía quince años, cuando el señor Gómez y él trabajaban juntos en el servicio de mensajeros. Pero para asombro suyo Gómez le interrumpió:
—Debe de ser un error, señor Hernández, en esa época yo era secretario de la biblioteca.
Algunos de los presentes rieron y otros, defraudados por la pobreza del trago, se aprestaron a retirarse con disimulo, cuando por las escaleras apareció el director Paúl Escobedo.
—¡Pero esto parece una asamblea de conspiradores! – exclamó, al encontrarse en el estrecho reducto —. Se diría que están tramando echar abajo el ministerio. ¿Qué tal, Aníbal? Vamos durando viejo. Es increíble que haya pasado, ¿cuánto dijiste?, casi un cuarto de siglo desde que entramos a trabajar. ¿Ustedes saben que el señor Hernández y yo fuimos colegas en la Mesa de Partes?.
Aníbal destapó de inmediato su segunda botella, mientras el señor Gómez, rectificando un desfallecimiento de su memoria decía:
—Ahora que me acuerdo, es cierto lo que decía antes, Aníbal, cuando estuvimos en el servicio de mensajeros…
Aníbal llenó las copas de sus dos superiores, se sirvió para sí una hasta el borde y abandonó la botella al resto de los presentes.
—¡Ha servirse muchachos! Como en su casa.
Los empleados se acercaron rápidamente a la mesa, formando un tumulto, y se repartieron el champán que quedaba entre bromas y disputas. Mientras Aníbal avanzaba hacia sus dos jefes con su copa en la mano se dio cuenta que al fin la reunión cuajaba. El director Escobedo se dirigía familiarmente a sus subalternos, tuteándolos, dándoles palmaditas en la espalda, mientras Gómez pugnaba por entablar con su jefe una conversación elevada.
—Sin duda esto es un poco estrecho – decía —. Yo he elevado un memorándum al señor ministro en el que hablo del espacio vital.
—Lo que sucede es que faltó previsión – respondió Escobedo —. Una participación como la nuestra necesita duplicar su presupuesto. Veremos si este año podemos hacer algo.
—¡Viva el señor director! – Exclamó Aníbal, sin poderse contener.
Después de un momento de vacilación, los empleados respondieron en coro:
—¡Viva!
—¡Viva nuestro ministro!
Los vivas se repitieron.
—¡Viva la Asociación de Empleados y su justa lucha por sus mejoras materiales! – gritó alguien a quien, por suerte, le había tocado tres ruedas de champán. Pero su arenga no encontró eco y las pocas respuestas que se articularon quedaron coaguladas en una mueca en la boca de sus gestores.
—¿Me permiten unas breves palabras? – dijo Aníbal, sorbiendo el corcho de su champán — . No se trata de un discurso. Yo he sido siempre un mal orador. Sólo unas palabras emocionadas de un hombre humilde.
En el silencio que se hizo, alguien decía en el fondo de la pieza:
—¿Champán? ¡Esto es un infame espumante!
Aníbal no oyó esto, pero sí al director Escobedo, que se apresuró a intervenir.
—Nos agradaría mucho, Aníbal. Pero esto no es una ceremonia oficial. Estamos reunidos entre amigos sólo para beber una copa de champán en tu honor.
—Solo dos palabras –insistió Aníbal —. Con el permiso de ustedes, quiero decirles algo que llevo aquí en el corazón; quiero decirles que tengo el orgullo, la honra, mejor dicho, el honor imperecedero, de haber trabajado veinticinco años aquí… Mi querida esposa, en paz descanse, quiero decir la primera, pues mis colegas saben que enviudé y contraje segundas nupcias, mi querida esposa siempre me dijo: Aníbal, lo más seguro es el ministerio. De allí no te muevas. Pase lo que pase. Con terremoto, con revolución. No ganarás mucho, pero al fin de mes tendrás tu paga fija, con que, con que…
—Con que hacer un sancochado.— dijo alguien.
—Eso – convino Aníbal —. Un sancochado. Yo le hice caso y me quedé, para felicidad mía. Mi trabajo lo he hecho siempre con toda voluntad, con todo cariño. Yo he servido a mi patria desde aquí. Yo no he tenido luces para ser un ingeniero, un ministro, un señorón de negocios, pero en mi oficina he tratado de dejar bien el nombre del país.
—¡Bravo! – gritó Calmet.
—Es cierto que en una época estuve mejor. Fue durante el gobierno de nuestro ilustre presidente José Luis Bustamante, cuando era jefe del servicio del almacenamiento. Pero no e puedo quejar. Perdí mi rango, pero no perdí mi puesto. Además, ¿qué mayor recompensa para mí que contar ahora con la presencia del director don Paúl Escobedo y de nuestro jefe, señor Gómez?
Algunos empleados aplaudieron.
—No es para tanto – intervino Aníbal —. Aún no he terminado. Yo decía, ¿qué mayor orgullo para mí que contar con la presencia de tan notorios caballeros?. Pero no quiero tampoco dejar pasar la ocasión de recordar en estos momentos de emoción a tan buenos compañeros aquí presentes, como Aquilino Calmet, Juan Rojas, y Eusebio Pinilla, y a tantos otros que cambiaron de trabajo o pasaron por a mejor vida. A todos ellos va mi humilde, mi amistosa palabra.
—Fíjate, Aníbal – intervino nuevamente Escobedo mirando su reloj —. Me vas a disculpar…
—Ahora termino— prosiguió Aníbal —. A todos va mi humilde, mi amistosa palabra. Por eso es que, emocionado, levanto mi copa y digo: ése ha sido uno de los más bello días de mi vida. Aníbal Hernández, un hombre honrado, padre de seis hijos, se lo dice con toda sinceridad. Si tuviera que trabajar veinte años más acá, lo haría con gusto. Si volviera a nacer, también. Si Cristo recibiera en el Paraíso a un pobre pecador como yo y le preguntara, ¿qué quieres hacer?, yo le diría: trabajar en el servicio de copias del Ministerio de Educación. ¡Salud, compañeros!
Aníbal levantó su copa entre los aplausos de los concurrentes. Fatalmente, a nadie le quedaba champán y todos se limitaron a hacer un brindis simbólico.
—Muy bien, Aníbal; mis felicitaciones otra vez. Pero ahora me disculpas. Como te dije, tengo una serie de cosas por hacer.
Saludando en bloque al resto de los empleados, se retiró deprisa, seguido de cerca por el señor Gómez. El resto fue desfilando ante Aníbal para estrecharle la mano y despedirse. En pocos segundos el sótano quedó vacío.
Aníbal miró su reloj, comprobó que eran las doce y media y se precipitó a su reducto para pasarse por los zapatos una franela que guardaba en su armario. Su mujer le había dicho que no se demorara, pues le iba a preparar un buen almuerzo. Sería conveniente pasar por una bodega para llevar una botella de vino.
Cuando se lanzaba por las escaleras, se detuvo en seco. En lo alto de ellas estaba el señor Gómez, inmóvil, con las manos en los bolsillos.
—Todo está muy bien, Aníbal, pero esto no puede quedar así. Estarás de acuerdo en que la oficina parece un chiquero. ¿Me haces el favor?.
Sacando una mano del bolsillo, hizo un gesto circular, como quien pasa un estropajo, y dando media vuelta desapareció.
Aníbal, nuevamente solo, observó con atención su contorno: el suelo estaba lleno de colillas, de pedazos de empanada, de manchas de champán, de palitos de fósforos quemados, de fragmentos de una copa rota. Nada estaba en su sitio. No era solamente un sótano miserable y oscuro, sino – ahora lo notaba— una especie de celda, un lugar de expiación.
—¡Pero mi mujer me espera con el almuerzo! –se quejó en alta voz, mirando a lo alto de las escaleras. El señor Gómez había desaparecido. Quitándose el saco, se levantó las mangas de la camisa, se puso en cuatro pies y con una hoja de periódico comenzó a recoger la basura, gateando por debajo las mesas, sudando, diciéndose que si no fuera una caballero les pondría a todos la pata de chalina.

(París, 1967)

Julio Ramón Ribeyro: El profesor suplente. Cuento

julio_ramon_ribeyro_gaHacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
—¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
—Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
—No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición – que le recordó a los jurados de su infancia – fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
—Por favor – decía — ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
—¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! – Balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

(Amberes, 1975)

Julio Ramón Ribeyro: La insignia. Cuento

Julio Ramón Ribeyro 8Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: «Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo».
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: «Aquí tenemos libros de Feifer». Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: «Feifer estuvo en Pilsen». Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: «Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga». Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
—Es usted nuevo, ¿verdad? —me interrogó, un poco desconfiado.
—Sí —respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia—. Tengo poco tiempo.
—¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
—Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
—¿Quién? ¿Martín?
—Sí, Martín.
—¡Ah, es un colaborador nuestro!
—Yo soy un viejo cliente suyo.
—¿Y de qué hablaron?
—Bueno… de Feifer.
—¿Qué le dijo?
—Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía —¿No lo sabía?
—No —repliqué con la mayor tranquilidad.
—¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
—Eso también me lo dijo.
—¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
—En efecto —confirmé— Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
—Tráigame en la próxima semana —dijo— una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
—¡Admirable! —exclamó— Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. «Ha ascendido usted un grado», me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)

Julio Ramón Ribeyro: Interior «L». Cuento

JRREl colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.
—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamenre preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.
—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente —y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.
—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.
—¿Y esa tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.
—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco?
Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida.
Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa.
Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.
—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y…
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya.
Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en que la
solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.
Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú… ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud te pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.
Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!…
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.
Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.
Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho
calor. Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación.
El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareciócon el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo.
El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarte estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.
—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras canto la chica puede necesitar algo.
De modo que lo mejor es que usted acepte esto… —y se llevó la mano a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces.
Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «…el juez se entenderá con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo.
Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El
recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo:
«¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.
El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.
Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras
sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco.
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse… ¿era imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:
—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.
Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)

Julio Ramón Ribeyro: Mar adentro. Cuento

imagen-ribeyroDesde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.
—¿Faltará mucho para amanecer?
Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar negra.
Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él, precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:
—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la barraca, agitando la sartén del pescado.
Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus compañeros.
—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa sorda.
Más tarde habló otra vez:
—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—. Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.
Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además, estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.
—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.
Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.
—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—. Échate un trago y pásamela.
Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.
Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar. Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.
Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado. —Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo su salario.
El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento. ¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido. Para cerciorarse, aventuró una pregunta.
—¿Sigues jugando a los dados?
Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una respuesta.
—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—: Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su asiento como si buscara algo. Por
último se recostó en la proa y comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar. Quiero silbar también… —Y sus silbidos viajaban hacia la costa, detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.
Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada. Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.
—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva voz. —Estuve toda la noche —replicó Janampa.
Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué importancia tendría recordarlo?
—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se gozara en su secreto.
Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo el cordón de sábanas flotantes.
—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de pescador y soy soltero.
Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:
—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto antes.
La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de barriada vanidoso y violento.
—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el caldo… Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.
Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo, que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se dedicaba a la pesca.
—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.
Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo desde atrás, lo golpeó como una pedrada.
—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?
Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la orilla:
—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en cuando cae bien. Se toma el fresco…
La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado. Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto, con las manos aferradas a los remos inmóviles.
—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano… —empezó Janampa— y no apagaban el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta… —replicó Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.
Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio, que miraba hacia atrás.
—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos. ¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.
A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces caminando por la orilla.
—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.
Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.
—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando… Ya, sin embargo, todo se ha arreglado…
Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto. Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma. La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era casi como una mano tercamente apoyada en él.
—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos de Janampa y los vio aproximarse decididamente.
Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del pescado.
¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar… Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»…
—Ya me tienes aquí… —murmuró y quiso añadir algo más, hacer alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer…
Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.
—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.
Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde, pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas… Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado…
—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.
Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la hora de la puñalada.

(París, 1954)

Julio Ramón Ribeyro: La solución. Cuento

20080918060044—Bueno, Armando, vamos a ver, ¿qué estás escribiendo ahora?
La temida pregunta terminó por llegar. Ya habían acabado de cenar y estaban ahora en el salón de la residencia barranquina, tomando el café. Por la ventana entreabierta se veían los faroles del malecón y la niebla invernal que subía de los acantilados.
—No te hagas el desentendido —insistió Oscar— Ya sé que a los escritores no les gusta a veces hablar de lo que están haciendo. Pero nosotros somos de confianza. Danos esa primicia.
Armando carraspeó, miró a Berta como diciéndole qué pesados son nuestros amigos, pero finalmente encendió un cigarrillo y se decidió a responder.
—Estoy escribiendo un relato sobre la infidelidad. Como verán ustedes, el tema no es muy original. ¡Se ha escrito tanto sobre la infidelidad! Acuérdense de Rojo y Negro, Madame Bovary, Ana Karenina, para citar sólo obras maestras… Pero, precisamente, yo me siento atraído por lo que no es original, por lo ordinario, por lo trillado… Al respecto he interpretado a mi manera una frase de Claude Monet: el tema es para mí indiferente; lo importante son las relaciones entre el tema y yo.. Berta, por favor, ¿por qué no cierras la ventana? ¡Se nos está metiendo la neblina!
—Como preámbuló no está mal —dijo Carlos— Vamos ahora al grano.
—A eso voy. Se trata de un hombre que sospecha de pronto que su mujer lo engaña. Digo de pronto pues en veinte o más años de casados nunca le había pasado esta idea por la cabeza. El hombre, que para el caso llamaremos Pedro o Juan, como ustedes quieran, había tenido siempre una confianza ciega en su mujer y como adamás era un hombre liberal, moderno, le permitía tener lo que se llama su «propia vida», sin pedirle jamás cuentas de nada.
—El marido ideal —dijo Irma— ¿Me escuchas Oscar?
—En cierto sentido sí —prosiguió Armando— El marido ideal… Bueno, como decía, Pedro, lo llamaremos así, comienza a dudar de la fidelidad de su mujer. No voy a entrar en detalles sobre las causas de esta duda. Lo cierto es que cuando esto ocurre siente que el mundo se le viene abajo. No solo porque él le había sido siempre fiel, salvo aventurillas sin consecuencia, sino porque quería profundamente a su mujer. Sin la pasión de la juventud, claro, pero quizás en forma más perdurable, como pueden ser la comprensión, el respeto, la tolerancia; todas esas pequeñas atanciones y concesiones que nacen de la rutina y en las que se funda la convivencia conyugal.
—Eso de la rutina no me gusta —dijo Carlos— La rutina es la negación del amor.
—Es posible —dijo Armando— Aunque esa me parece una frase como cualquier otra. Pero déjame continuar. Como decía, Pedro sospecha que su mujer lo engaña. Pero como se trata sólo de una sopecha, tanto más angustiosa cuanto incierta, decide buscar pruebas. Y mientras busca las pruebas de esta infidelidad descubre una segunda infidelidad, más grave todavía, pues databa de más tiempo y era más apasionada.
—¿Qué pruebas eran? —preguntó Oscar— Sobre este asunto de la infidelidad las pruebas son difíciles de producir.
—Digamos cartas o fotos o testimonios de personas de absoluta buena fe. Pero esto es secundario por ahora. Lo cierto es que Pedro se hunde un grado más en la desesperación, pues ya no se trata de uno sino de dos amantes: el más reciente, del cual tiene saspechas y el más antiguo, del cual cree tener pruebas. Pero el asunto no termina allí. Al seguir investigando sobre la frecuencia, la gravedad, las circunstancias de este segundo engaño, descubre la presencia de un tercer amante y al tratar de averiguar algo más sobre este tercero aparece un cuarto…
—Una Mesalina, quieres decir —intervino Carlos— ¿Cuántos tenía al fin?
—Para los efectos del relato me bastan cuatro. Es la cifra apropiada. Aumentarla habría sido posible, pero me hubiera traído problemas de composición. Bueno, la mujer de Pedro tenía pues cuatro amantes. Y simultáneamente además, lo que no debe extrañar pues los cuatro eran muy diferentes entre sí (uno bastante menor que ella, otro mayor, uno muy culto y fino, otro más bien ignorante, etc.) de modo que satisfacían diversas apetencias de su carne y de su espíritu.
—¿Y qué hace Pedro? —preguntó Amalia.
—A eso voy. Imaginarán ustedes el horrible estado de angustia, de rabia, de celos en que esta situación lo pone. Muchas páginas del relato estarán dedicadas al análisis y descripción de su estado de ánimo. Pero esto se los ahorro. Solo diré que, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad y sobre todo a su sentido exacerbado del decoro, no deja traslucir sus sentimientos y se limita a buscar solo, sin confiarse a nadie, la solución de su problema.
—Eso es lo que queremos saber —dijo Oscar— ¿Qué demonios hace?
—Para ser justo, yo tampoco lo sé. El relato no está terminado. Pienso que Pedro se plantea una serie de alternativas, pero no sé aún cuál es la que va a elegir… Por favor, Berta, ¿me sirves otro café?… Pero se dice, en todo caso, que cuando surge un obstáculo en nuestra vida hay que eliminarlo; para restablecer la situación original. ¡Pero, claro, no se trata de un obstáculo sino de cuatro! Si solo existiera un amante no vacilaría en matarlo…
—¿Un crimen? —preguntó Irma— ¿Pedro sería capaz de eso?
—Un crimen, sí. Pero un crimen pasional. Ustedes saben que la legislación penal de todo el mundo contiene disposiciones que atenúan la pena en caso de crimen pasional. Sobre todo si un buen abogado demuestra que el agente del crimen lo cometió en estado de pasión violenta. Digamos que Pedro está dispuesto a correr los riesgos del asesinato, sabiendo que dadas las circunstancias la pena no sería muy grave. Pero, como comprenderán, matar a uno de los amantes no resolvería nada, pues quedarían los otros tres. Y matar a los cuatro sería ya un delito muy grave, una verdadera masacre, que le costaría la pena capital. En consecuencia, Pedro descarta la idea del crimen.
—De los crímenes —dijo Irma.
—Justo, de los crímenes. Pero, entonces, se le ocurre una idea genial: enfrentar a los amantes, de modo que sean ellos quienes se eliminen. La idea la concibe así: puesto que son cuatro —y comprenderán ahora por qué ese número me convenía— haré una especie de eliminatorias, como en un torneo deportivo. Enfrentar a dos contra dos y luego a los dos ganadores, de modo que por lo menos tres queden eliminados…
—Eso me parece ya novelesco —dijo Carlos —¿Cómo diablos hace? En la práctica no creo que funcione.
—Pero estamos justamente en el mundo de la literatura, es decir, de la probabilidad. Todo reside en que el lector crea lo que le cuento. Y este es asunto mío. Bueno, Pedro divide a los amantes en el Uno y el Dos y en el Tres y el Cuatro. Mediante cartas anónimas o llamadas telefónicas u otros medios revela al Uno la existencia del Dos y al Tres la existencia del Cuatro. Todo ello mediante una estrategia gradual y una técnica de la perfidia que le permiten despertar en el agente escogido no solo los celos más atroces sino un violento deseo de aniquilar al rival. Me olvidaba decirles que los amantes de Rosa, así llamaremos a la mujer, estaban ferozmente enamorados de ella, se creían los únicos depositarios de su amor y por lo tanto la revelación de la existencia de competidores los ofusca tanto como a Pedro mismo.
—Eso sí es posible —dijo Carlos— Un amante debe tener más celos de otro amante que el mismo marido.
—Para resumir —prosiguió Armando— Pedro lleva tan bien el asunto que el amante Uno mata al Dos y el Tres al Cuatro. Quedan en consecuencia solo dos. Y con estos procede de la misma manera, de modo que el amante Uno mata al Tres. Y al sobreviviente de esta matanza lo mata el propio Pedro, es decir, que comete directamente un solo crimen y como se trata de uno solo y de origen pasional goza de un veredicto benévolo. Y al mismo tiempo logra lo que se había propuesto o sea eliminar los obstáculos que contrariaban su amor.
—Me parece ingenioso —dijo Oscar— Pero insisto en que en la práctica no funcionaría. Suponte que el amante Uno no logre matar al Dos, que simplemente lo hiera. O que el amante Tres, por más que esté enamorado de Rosa, sea incapaz de cometer un crimen.
—Tienes razón —dijo Armando— Y por eso es que Pedro renuncia a esta solución. Eso de enfrentar a los amantes con el fin de que se exterminen no es viable, ni en la realidad ni en la literatura.
—¿Qué hace entonces? —preguntó Berta.
—Bueno, yo mismo no lo sé… Ya les he dicho que el relato no está terminado. Por eso mismo se los cuento. ¿No se les ocurre nada a ustedes?
—Sí —dijo Berta— Divorciarse. ¡Nada más simple!
—Había pensado en eso. Pero, ¿qué resolvería el divorcio? Sería un escándalo inútil, pues mal que bien un divorcio es siempre escandaloso, más aún en una ciudad como esta que, en muchos aspectos, sigue siendo provinciana. No, el divorcio dejaría intacto el problema de la existencia de los amantes y del sufrimiento de Pedro. Y ni siquiera aplacaría su deseo de venganza. El divorcio no sería la buena solución. Pienso más bien en otra: Pedro expulsa a Rosa de la casa, luego de demostrarle e increparle su traición. La pone en la calle brutalmente, con todos sus bártulos o sin ellos. Sería una solución varonil y moralmente justificada.
—Lo mismo pienso yo —dijo Oscar— Una solución de macho. ¡Puesto que me has engañado, toma! Ahora te las arreglas como puedas.
—El asunto no es tan simple —continuó Armando— Y creo que Pedro tampoco elegiría esta solución. La razón principal es que expulsar a su mujer le sería prácticamente insoportable, puesto que lo que él desea es retenerla. Expulsarla sería hacerla aún más dependiente de sus amantes, arrojarla a sus brazos y alejarla más de sí. No, la expulsión del hogar, si bien posible, no resuelve nada. Pedro piensa que lo más sensato sería más bien lo contrario.
—¿Qué entiendes tú por contrario? —preguntó Irma.
—Irse de la casa. Desaparecer. No dejar rastros. Dejar sólo una carta o no dejar nada. Su mujer comprendería las razones de esa desaparición. Irse y emprender en un país lejano una nueva vida, una vida diferente, otro trabajo, otros amigos, otra mujer, sin dar jamás cuenta de su persona. Y ello aún suponiendo que Pedro y Rosa tengan hijos, aunque mejor sería que no los tuvieran, pues complicaría demasiado la historia. Pero Pedro se iría, abandonando incluso a sus supuestos hijos, pues la pasión amorosa está por encima de la pasión paternal.
—Bueno, Pedro se va, ¿y qué? —preguntó Berta.
—Pedro no se va, Berta, no se va. Porque irse tampoco es la buena solución. ¿Qué ganaría con irse? Nada. Perdería más bien todo. Sería un buen recurso si Rosa dependiera económicamente de Pedro, pues tendría al menos ese motivo para sufrir su ausencia, pero había olvidado decirles que ella tenía fortuna personal (padres ricos, bienes de familia, lo que sea), de modo que podría muy bien prescindir de él. Aparte de ello, Pedro ya no es un mozo y le sería difícil emprender una nueva vida en un país nuevo. Obviamente, la fuga beneficiaría solo a su mujer, la que se vería desembarazada de Pedro, estrecharía sus relaciones con sus amantes y podría tener todos los otros que le viniera en gana. Pero la razón principal es que Pedro, así lograra instalarse y prosperar en una ciudad lejana y como se dice «rehacer su vida», viviría siempre atormentado por el recuerdo de su mujer infiel y por el gozo que seguiría procurando y obteniendo del comercio con sus amantes.
—Es verdad —dijo Amalia— Eso de desaparecer, me parece un disparate.
—Pero este recurso de la fuga tiene una variante —empalmó Armando— Una variante que me seduce. Digamos que Pedro no desaparece sin dejar rastros, sino que simplemente se muda a otra casa luego de una serena explicación con su mujer y una separación amigable. ¿Qué puede pasar entonces? Algo que me parece posible, al menos teóricamente. Pero esto requiere cierto desarrollo. ¿Me permiten? Yo pienso que los amantes son raramente superiores a los maridos, no sólo intelectual o moral o humanamente sino hasta sexualmente hablando. Lo que sucede es que las relaciones del marido con la mujer están contaminadas, viciadas y desvalorizadas por lo cotidiano. En ellas interfieren cientos de problemas que nacen de la vida conyugal y que son motivo de constantes discrepancias, desde la forma de educar a los hijos, cuando los hay, hasta las cuentas por pagar, los muebles que es necesario renovar, lo que se debe cenar en la noche…
—Las visitas que es necesario hacer o recibir —añadió Oscar.
—Exacto. Estos problemas no existen en las relaciones entre la mujer y el amante, pues sus relaciones se dan exclusivamente en el plano del erotismo. La mujer y el amante se encuentran sólo para hacer el amor, con exclusión de toda otra preocupación. El marido y la mujer, en cambio, llevan a casa y confrontan a cada momento la carga de su vida en común, lo que impide o dificulta el contacto amoroso. Por ello digo que si el marido se va de la casa, desaparecerían las barreras que se interponen entre él y su mujer, lo que dejaría el campo libre para una relación placentera. En fin, lo que quiero decir es que la separación amigable tendría para Pedro la ventaja de endosar a los amantes los problemas cotidianos, con todo lo que esto trae de perturbador y de destructor de la pasión amorosa. Pedro, al alejarse de su mujer, se acercaría en realidad a ella, pues los amantes terminarían por asumir el papel del marido y él el de amante. Al convivir más estrechamente con los amantes, gracias a la partida de Pedro, y al ver a este solo ocasionalmente, la situación se invertiría y en adelante irían a los amantes las espinas y al marido las rosas. Es decir, Rosa donde Pedro.
—Todo eso me parece muy elocuente y bien dicho —intervino Oscar— Invertir los papeles, gracias a una retirada estratégica. ¡No esta mal! ¿Qué les parece a ustedes? A mi juicio es el mejor recurso.
—Pero no lo es —dijo Armando— Y créanme que me molesta que no lo sea. Un autor, por más frío y objetivo que quiera ser, tiene siempre sus preferencias. ¡Ah, sería maravilloso que las cosas pudieran ocurrir así! Preservar la condición de marido y ser al mismo tiempo el amante. Pero en esta solución hay una o varias fallas. La principal, en todo caso, es que Rosa ya está probablemente cansada de Pedro y no puede soportarlo ni de cerca ni de lejos, ni como marido ni como amante. Todo lo que se relaciona con él está impregnado de las escorias de su vida en común de modo que, por más que no vivieran juntos, le bastaría verlo para que resurgieran en su espíritu todos los fantasmas de su experiencia doméstica. El esposo arrastra consigo la carga de su pasado marital. Lo que le impedirá siempre acercarse a su mujer como un desconocido.
—En definitiva —dijo Carlos— veo que las posibilidades de Pedro se agotan…
—No, hay todavía otra posibilidad. Simplemente no hacer nada, aceptar la situación y continuar su vida con Rosa como si nada hubiera ocurrido. Esta solución me parece inteligente y además elegante. Revelaría comprensión, realismo, sentido de las conveniencias, incluso cierta nobleza, cierta sabiduría. Es decir, Pedro aceptaría tener en la cabeza un par, o mejor dicho, cuatro pares de magníficos cachos y pasar a formar parte resignadamente de la corporación de los cornudos que, como es sabido, es una corporación infinita.
—¡Hum! —dijo Carlos— No estoy de acuerdo con eso. Claro, revela amplitud de espíritu, ausencia de prejuicios, como dices, pero creo que sería poco digno, humillante. Yo al menos no lo aguantaría.
—Yo tampoco —dijo Oscar— Y atención, Amalia. Llegado el caso, que sirva de advertencia.
—¡Oh, qué maridos tenemos! —dijo Amalia— Unos verdaderos falócratas.
—Pero esta alternativa tiene sus ventajas —insistió Armando— La principal es que, al aceptar la situación, Pedro mantendría a su mujer a su lado. Una mujer que lo engaña, es cierto, y que carnal y espiritualmente pertenece a otros, pero que al fin está allí, a su alcance y de la cual puede recibir esporádicamente un gesto errante de cariño. Conservaría no su cuerpo ni su alma, pero sí su presencia. Y esto me parece una maravillosa prueba de amor, de parte de él, una prueba digna de quitarse el sombrero.
—Sombrero que no podría calarse Pedro en su adornadísima cabeza —dijo Oscar— No, evidentemente, no me parece bien eso de aceptar la situación. Consentir, en este caso, es disminuirse como hombre, como marido.
—Es posible —dijo Armando— Pero sigo pensando que sería una solución ponderada y que requiere cierta grandeza de alma. Es preferible quizás ser infeliz al lado de la mujer querida que dichoso lejos de ella… Pero en fin, digamos que tampoco es el buen recurso.
—No puede matar a los amantes… —dijo Carlos— No puede echar a la mujer de la casa, no puede tampoco desaparecer, ni divorciarse, ni acomodarse a la situación. ¿Qué le queda entonces? Hay que reconocer que tu personaje se encuentra metido en menudo lío.
—Hay todavía otro recurso —dijo Armando— Un recurso directo, limpio: suicidarse.
Irma, Amalia y Berta protestaron al unísono.
—¡Ah, no! —dijo Irma— ¡Nada de suicidios! ¡Pobre Pedro! La verdad es que me cae simpático. ¿Y a ti, Berta? Tú que tienes influencia sobre Armando, convéncelo para que no lo mate.
—No creo que lo mate —dijo Berta —El relato se convertiría en un vulgar melodrama. Y además Pedro es demasiado inteligente para suicidarse.
—No sé si será inteligente o no —dijo Oscar— Después de todo es una suposición tuya. Pero la situación es tan enredada que lo mejor sería pegarse un tiro. ¿No crees, Armando?
—¿Un tiro? —repitió Armando— Sí, un tiro… Pero, ¿qué resolvería esto? Nada. No, no creo que el suicidio sea lo indicado. Y no porque se trate de un desenlace melodramático, como dice Berta. A mí me encanta el melodrama y pienso que nuestra vida está hecha de sucesivos melodramas. Lo que ocurre es que esta solución sería tan mala como la de desaparecer sin dejar rastros. Con el agravante de que se trataría de una desaparición sin posibilidad de regreso. Si Pedro se va de la casa le queda la esperanza del retorno y hasta de la reconciliación. ¡Pero si se suicida!
—Es verdad —dijo Carlos— Yo prefiero tener siempre en el bolsillo mi ticket de regreso. Pero tampoco es una solución absurda. Si Pedro se suicida se borra del mundo, borra también a Rosa, a sus amantes, es decir, borra su problema. Lo que es una manera de resolverlo.
—No te falta razón —dijo Armando— Y voy a reconsiderar esta hipótesis. Aunque entre resolver un problema y eludirlo hay una gran diferencia. Y además ¡quién sabe! ¡A lo mejor el dolor de Pedro es tan grande que lo perseguiría más allá de la muerte!
—En buena cuenta tu personaje está fregado —bostezó Oscar— Veo que no has encontrado una solución a tu historia. Pero nuestra historia es que ya pasó la medianoche y que mañana trabajamos. Y nosotros sí tenemos una solución: irnos al tiro.
—Espera —dijo Armando— Me había olvidado de otra posibilidad…
—¿Todavía hay otra? —preguntó Berta.
—Y una de las más importantes. En realidad debería haberla mencionado al comienzo. También es posible que Pedro llegue a la conclusión de que Rosa no le es infiel, que todas las pruebas que ha reunido son falsas. Ustedes saben bien, tratándose de un asunto como este la única prueba plena es el flagrante delito. Todo lo demás, cartas, fotos, testimonios, son recusables. Puede haber error de interpretación, puede tratarse de documentos apócrifos o falsificados, de testimonios malévolos, en fin, de circunstancias que se prestan a una acusación sin fundamento. Y la verdad es que Pedro no tiene la prueba plena.
—¡Acabáramos! —dijo Oscar— Debías haber empezado por allí. Nos has tenido dándole vueltas a un problema que en realidad no existía. ¿Nos vamos, Irma?
—¿No quieren un coñac, una menta? —preguntó Berta.
—Gracias —dijo Carlos— La historia de Armando nos ha divertido, pero Oscar tiene razón, ya es tarde. De todos modos, Armando, espero que cuando nos reunamos la próxima vez hayas terminado tu relato y nos lo puedas leer.
—¡Oh! —dijo Armando— Los relatos que más nos interesan son por lo general aquellos que nunca podemos concluir… Pero esta vez haré un esfuerzo para terminarlo. Y con la buena solución.
—¿Nos traes nuestras cosas, Berta? —dijo Amalia.
—Yo se las traigo —dijo Armando— Pónganse de acuerdo con Berta para la próxima reunión.
Armando se retiró hacia el interior, mientras Berta y las dos parejas se despedían. ¿Dónde sería la próxima cena? ¿Donde Oscar? ¿Donde Carlos? ¿Dentro de quince días? ¿Dentro de un mes? Un ruido seco, perentorio, llegó del fondo de la casa. Quedaron paralizados.
—Se diría un tiro— dijo Oscar.
Berta fue la primera en precipitarse por el corredor, justo cuando Armando reaparecía
llevando un bolso, una bufanda, un abrigo. Estaba pálido.
—¡Curioso! —dijo— Estas son las coincidencias que a uno lo desconciertan. Al buscar una pastilla en mi mesa de noche desplacé mi revólver y no sé cómo salió un tiro. Atravesó el cajón de la mesa y rebotó contra la pared.
—¡Buen susto nos has dado! —dijo Oscar— Es así como ocurren los accidentes. Es por eso que yo jamás tengo armas a la mano. Pon un poco más de atención otra vez.
—¡Va! —dijo Armando— Tampoco hay que exagerar. Después de todo no ha pasado nada. Los acompaño hasta la puerta.
El malecón seguía brumoso. Armando esperó que los autos arrancaran y entrando a la casa corrió el picaporte y regresó a la sala. Berta llevaba a la cocina los ceniceros sucios.
—Ya mañana la muchacha pondrá orden aquí. Estoy muy cansada ahora.
—Yo en cambio no tengo sueño. La conversación me ha dado nuevas ideas. Voy a trabajar un momento en mi relato. No me has dicho qué te pareció…
—Por favor, Armando, te digo que estoy cansada. Mañana hablaremos de eso.
Berta se retiró y Armando se dirigió a su escritorio. Largo rato estuvo revisando su manuscrito, tarjando, añadiendo, corrigiendo. Al fin apagó la luz y pasó al dormitorio. Berta dormida de lado, su lámpara del velador encendida. Armando observó sus rubios cabellos extendidos sobre la almohada, su perfil, su delicioso cuello, sus formas que respiraban bajo el edredón. Abriendo el cajón de su mesa de noche sacó su revólver y estirando el brazo le disparó un tiro en la nuca.

Julio Ramón Ribeyro: La molicie. Cuento

20070904-escritor_peruano_Julio_Ramon_RibeyroMi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.
Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.
A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.
A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.
A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta— habían perecido estrepitosamente.
La poca gente que disponía de recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.
Las siete de la noche era la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brlllaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.
Al promediar la estación la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fué la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba —pilas de carbón vegetal, víveres malolientes— fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?), la cuenta de los días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Eramos fardos de materia viva, desposeidos de toda humanidad.
¿Cuanto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no podria decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca— la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.
Madrid, 1953

 

Gabriel García Márquez: Me alquilo para soñar. Cuento

4jm2QnuIRsIA las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
— Lo que ese sueño significa — dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem- plar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡bogavante, y me dijo en voz muy baja:
alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
— Sólo la poesía es clarividente — dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.
— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.
— ¿Ya está escrito?
— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebrade la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y unaenorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?
— Nada — me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

Gabriel García Márquez: Buen viaje, Señor Presidente. Cuento

1.-gabriel-garcia-marquez-610x430ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
— Señor presidente — murmuró.
— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
— No me dirá que es médico — le dijo el presidente.
— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
— ¿De dónde es usted?
— Del Caribe.
— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
— Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
— Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
— Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
— ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero.
— Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
— Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no
parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
— ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón.
— No — dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
— Para esos — dijo— tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
— No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono.
— En realidad, tengo prohibido todo.
— También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
— ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto escolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró.
«Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
— Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
— Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
— ¡Era una criatura!
— Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
— Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted — dijo.
— Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
— ¿Y luego?
— ¿Quién lo puede saber más que usted? — dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
— Lo que no me explico — dijo— es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no- che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
— Me alegro que lo haya hecho — dijo el presidente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
— No es justo.
— ¿Por qué? — preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
— Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina— dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
— Sin embargo — dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
— Sus probabilidades de salir bien son muy altas— dijo Homero. El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
— ¡Ah caray! — exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
— En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias — dijo Homero.
— Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
— En todo caso, usted no moriría en vano — dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad. El presidente fingió un asombro cómico.
— Gracias por prevenirme — dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
— Había decidido no preocuparme por mi cadáver, — dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
— Será inútil — bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
— Ha sido un placer — concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
— ¿Y por qué no antes? — dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas.
— Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto — dijo él—. Dígame cuándo.
— El jueves es mi día libre — dijo Homero.
— Perfecto — dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
— Yo pasaré a recogerlo — dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l’Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
— Correcto, — dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
— Claro, señor — dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios.
En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la re- sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem.
«No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
— ¡Entonces no hay nada que hacer! — exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
— A lo mejor es pobre de verdad — dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
— Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa es ser pendejo — dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
— No más eso nos faltaba, — gritó Lazara— que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare- ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
— ¿Qué día nació usted?
— Once de marzo.
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d’un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo — dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.
— Sáyago,— dijo Homero.
— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le preguntó. Homero, alarmado, intervino:
— Son mentiras.
— Son mentiras y no lo son — dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
— ¡Ah, caray! — dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
— La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia.
— Ese es el presidente mejor tumbado del mundo — dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
— Y todo eso — concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
— ¿Qué puede ganar con eso? — dijo Homero.
— Nada — dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
— ¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
— Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante — le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos:
varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
— Es todo lo que me queda en la vida — dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
— No creo que alguien tenga facturas de cosas así — dijo. Homero fue inflexible.
— En ese caso — reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara. Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
— No seas bruto, negro — dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
— Carajo — dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
— ¿Y por qué no? — dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
— Por tacaño — dijo Lazara.
— O por pobre — dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
— ¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.
— Me lo imagino — dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.
— ¿Cómo lo sabe?
— Por el modo de ser — dijo Lazara. Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
— ¿De dónde viene todo esto?
— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
— Ocurre a menudo, señora.
— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
— ¿También esto? — preguntó el joyero.
— Todo — dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
— Ya vendimos uno — dijo el presidente.
— Si, pero no por el reloj sino por el oro.
— También este es de oro — dijo el presidente.
— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
— Además — dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d’Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
— Carajo — dijo.
— ¿Qué?
_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea- lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poetaAimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial.

Junio 1979

Charles Bukowski: Quince centímetros. Cuento

88-SOLOBUKOWSKILos primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.

—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.

—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.

Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.

—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?

—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.

—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.

—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.

—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.

—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.

—¿Cómo lo sabes? .

—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.

—¿Qué les pasó?

—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente… podías verles irse, desvanecerse. ..

—¿Qué quieres decir?

—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.

Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.

—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.

—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?

—Lo sé —dijo ella.

—No me dijo mucho.

—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.

—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.

—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.

Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.

Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:

—¡Quítate esa maldita ropa!

—¿Cómo dices, querida?

—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!

No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!

—¿Cómo dices, querida?

—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!

—Pero querida, qué te pasa… ¿Estás en plan de bronca esta noche?

—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!

Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.

—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células…

Me atizó otra vez, varias veces.

—¡Ay! ¡Que duele, querida!

—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!

—¿Yo mismo?

—¡Sí, venga, condenado!

Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.

—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.

Yo supuse que era amor y decidí cooperar… Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.

—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!

—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.

—¿Qué conseguiremos?

—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.

-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.

—Ya lo verás, ya.

Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.

—¿Te pegaste hoy en los lomos?

—¡Si, mierda, sí!

—¿Cuántas veces?

—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.

Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no…

La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.

Una noche di en la báscula los setenta kilos.

—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!

Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.

—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.

—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?

Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:

—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.

—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.

—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.

Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban… y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.

Una noche me subí a la báscula.

Sesenta kilos.

—Oye Sara, ven.

—Sí, querido…

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué?

—Parece que estoy encogiendo.

—¿Encogiendo?

—Sí, encogiendo.

—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!

Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.

—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.

Trazó la raya.

Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.

—Sí, niño bobo.

.—Vamos, traza la raya.

Trazó la raya.

Me volví.

—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!

—Niño bobo…

Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.

Me subí en la silla que había frente a su mesa.

—¿Henry Markson Jones II?

—Sí señor, dígame.

—¿Es usted Henry Markson Jones II?

—Claro señor.

—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto… quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero…

—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.

—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.

Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así…

Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.

Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.

—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!

Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.

—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!

—¡No soy un pato, soy un hombre!

—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!

Y me cogía y me besaba con sus labios rojos…

Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:

—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!

En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.

Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.

Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:

sí, no soy más que un mosquito,

no hay problema mientras no me pongo caliente,

entonces no tengo dónde meterla,

salvo en una maldita cabeza de alfiler.

Sara aplaudía y se reía.

si quieres ser almirante de la marina de la reina 

no tienes más que hacerte del servicio secreto, 

conseguir quince centímetros de altura 

y cuando la reina vaya a mear 

atisbar en su chorreante coñito…

Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo…

Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.

—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.

—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.

—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.

—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.

—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?

—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.

Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro… había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.

Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.

De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.

—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.

Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí… una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré… El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.

Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.

—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo!  —me dijo.

Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo… me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo… estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.

Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.

Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.

Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo… lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.

Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.

Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.

Entonces quedó inmóvil. Escuché.

Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno…

Se paró.

Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude… peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.

Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.

No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.

El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.

Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.

—¿Oiga, qué demonios es eso?

—¿Qué —preguntó una cliente.

—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.

Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.

—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.

Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.

La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.

Isaac Asimov: Rima ligera. Cuento

asimov (2)La ultima persona en quien se podía pensar como asesina, Mrs. Alvis Lardner. Viuda del gran mártir astronauta, era filantropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, un genio. Pero, sobre todo, era el ser humano más dulce y bueno que pudiera imaginarse. Su marido, William J. Lardner, murió, como todos Sabemos, por los efectos de la radiación de una bengala solar, después de haber permanecido deliberadamente en el espacio para que una nave de pasajeros llegara sana y salva a la Estación Espacial 5. Mrs. Lardner recibió por ello una pensión generosa que supo invertir bien y prudentemente. Había pasado ya la juventud y era muy rica. Su casa era un verdadero museo. Contenía una pequeña pero extremadamente selecta colección de objetos extraordinariamente bellos. Había conseguido muestras de una docena de culturas diferentes: objetos tachonados de joyas hechos para servir a la aristocracia de esas culturas. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera con pedrería fabricados en América, una daga incrustada de piedras preciosas procedente de Camboya, un par de gafas italianas con pedrería, y así sucesivamente. Todo estaba expuesto para ser contemplado. Nada estaba asegurado y no había medidas especiales de seguridad. No era necesario ningún convencionalismo, porque Mrs. Lardner tenía gran número de robots a su servicio y se podía confiar en todos para guardar hasta el último objeto con imperturbable concentración, irreprochable honradez e irrevocable eficacia. Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y no se supo nunca de ningún intento de robo. Además, había sus esculturas de luz. De qué modo Mrs. Lardner había descubierto su propio genio en este arte, ningún invitado a ninguna de sus generosas recepciones podía adivinarlo. Sin embargo, en cada ocasión en que su casa se abría a los invitados, una nueva sinfonía de luz brillaba por todas las estancias, curvas tridimensionales y sólidos en colores mezclados, puros o fundidos en efectos cristalinos que bañaban a los invitados en una pura maravilla, consiguiendo siempre ajustarse de tal modo que volvían el cabello de Mrs. Lardner de un blanco azulado y dejaban su rostro sin arrugas y dulcemente bello. Los invitados acudían más que nada por sus esculturas de luz. Nunca se repetían dos veces seguidas y nunca dejaban de explorar nuevas y experimentales muestras de arte. Mucha gente que podía permitirse el lujo de tener máquinas de luz, preparaba esculturas como diversión, pero nadie podía acercarse a la experta perfección de Mrs. Lardner. Ni siquiera aquellos que se consideraban artistas profesionales. Ella misma se mostraba encantadoramente modesta al respecto:

— No, no -solía protestar cuando alguien hacia comparaciones líricas-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Es excesivo. Como mucho diría que es una mera «rima ligera».

Y todo el mundo sonreía a su dulce ingenio. Aunque se lo solían pedir, nunca quiso crear esculturas de luz para nadie, sólo para sus propias recepciones.

— Seria comercializarlo -se excusaba. No oponía ninguna objeción, no obstante, a la preparación de complicados hologramas de sus esculturas para que quedaran permanentemente y se reprodujeran en museos de todo el mundo. Tampoco cobraba nunca por ningún uso que pudiera hacerse de sus esculturas de luz.

— No podría pedir ni un penique -dijo extendiendo los brazos-. Es gratis para todos. Al fin y al cabo, ya no voy a utilizarlas más. Y era cierto. Nunca utilizaba la misma escultura de luz dos veces seguidas. Cuando se tomaron los hologramas, fue la imagen viva de la cooperación, vigilando amablemente cada paso, siempre dispuesta a ordenar a sus criados robots que ayudaran.

— Por favor, Courtney -solía decirles-, ¿quieres ser tan amable y preparar la escalera? Era su modo de comportarse. Siempre se dirigía a sus robots con la mayor cortesía. Una vez, hacia años, casi le llamó al orden un funcionario del Departamento de Robots y Hombres Mecánicos.

— No puede hacerlo así -le dijo severamente-, interfiere su eficacia. Están construidos para obedecer órdenes, y cuanto más claramente dé esas órdenes, con mayor eficiencia las obedecerán. Cuando se dirige a ellos con elaborada cortesía, es difícil que comprendan que se les está dando una orden. Reaccionan más despacio. Mrs. Lardner alzó su aristocrática cabeza.

— No les pido rapidez y eficiencia, sino buena voluntad. Mis robots me aman. El funcionario del Gobierno pudo haberle explicado que los robots no pueden amar, sin embargo se quedó mudo bajo su mirada dulce pero dolida. Era notorio que Mrs. Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para reajustarlo. Sus cerebros positrónicos son tremendamente complejos y una de cada diez veces el ajuste no es perfecto al abandonar la fábrica. A veces, el error no se descubre hasta mucho tiempo después, pero cuando ocurre, «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», realiza gratis el ajuste. Mrs. Lardner movió la cabeza y explicó:

— Una vez que un robot entra en mi casa y cumple con sus obligaciones, hay que tolerarle cualquier excentricidad menor. No quiero que se les manipule. Lo peor era tratar de explicarle que un robot no era más que una máquina. Se revolvía envarada:

— Nada que sea tan inteligente como un robot, puede ser considerado como una máquina. Les trato como a personas. Y ahí quedó la cosa. Mantuvo incluso a Max, que era prácticamente un inútil. A duras penas entendía lo que se esperaba de él. Pero Mrs. Lardner lo solía negar insistentemente y aseguraba con firmeza:

— Nada de eso. Puede recoger los abrigos y sombreros y guardarlos realmente bien. Puede sostener objetos para mi. Puede hacer mil cosas.

— Pero, ¿por qué no le manda reajustar? -preguntó una vez un amigo.

— No podría. Él es así. Le quiero mucho, ¿sabes? Después de todo, un cerebro positrónico es tan complejo que nunca se puede saber por dónde falla. Si le devolviéramos una perfecta normalidad, ya no habría forma de devolverle la simpatía que tiene ahora. Me niego a perderla.

— Pero, si está mal ajustado -insistió el amigo, mirando nerviosamente a Max-, ¿no puede resultar peligroso?

— Jamás. -Y Mrs. Lardner se echó a reír-. Hace años que le tengo. Es completamente inofensivo y encantador. La verdad es que tenía el mismo aspecto que los demás, era suave, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo. Pero para la dulce Mrs. Lardner todos eran individuales, todos afectuosos, todos dignos de cariño. Ése era el tipo de mujer que era. ¿Cómo pudo asesinar? La última persona que hubiera creído que iba a ser asesinada, era el propio John Semper Travis. Introvertido y afectuoso, estaba en el mundo, pero no pertenecía a él. Tenía aquel peculiar don matemático que hacía posible que su mente tejiera la complicada tapicería de la infinita variedad de sendas cerebrales positrónicas de la mente de un robot. Era ingeniero jefe de «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», un admirador entusiasta de la escultura de luz. Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de matemáticas empleadas en tejer las sendas cerebrales positrónicas podían modificarse para servir como guía en la producción de esculturas de luz. Sus intentos para poner la teoría en práctica habían sido un doloroso fracaso. Les esculturas que logró producir siguiendo sus principios matemáticos, fueron pesadas, mecánicas y nada interesantes. Era el único motivo para sentirse desgraciado en su vida tranquila, introvertida y segura, pero para él era un motivo más que suficiente para sufrir. Sabía que sus teorías eran ciertas, pero no podía ponerlas en práctica. Si no era capaz de producir una gran pieza de escultura de luz.. Naturalmente, estaba enterado de las esculturas de luz de Mrs. Lardner. Se la tenía universalmente por un genio. Travis sabía que no podía comprender ni el más simple aspecto de la matemática robótica. Había estado en correspondencia con ella, pero se negaba insistentemente a explicarle su método y él llegó a preguntarse si tendría alguno. ¿No sería simple intuición? Pero incluso la intuición puede reducirse a matemáticas. Finalmente consiguió recibir una invitación a una de sus fiestas. Sencillamente, tenía que verla.

Mr. Travis llegó bastante tarde. Había hecho un último intento por conseguir una escultura de luz y había fracasado lamentablemente. Saludó a Mrs. Lardner con una especie de respeto desconcertado y dijo:

— Muy peculiar el robot que recogió mi abrigo y mi sombrero.

— Es Max -respondió Mrs. Lardner.

— Está totalmente desajustado y es un modelo muy antiguo. ¿Por qué no lo ha devuelto a la fábrica?

— Oh, no. Seria mucha molestia.

— En absoluto, Mrs. Lardner. Le sorprendería lo fácil que ha sido. Como trabajo en «U.S. Robots», me he tomado la libertad de ajustárselo yo mismo. No tardé nada y encontrará que ahora funciona perfectamente. Un extraño cambio se reflejó en el rostro de Mrs. Lardner. Por primera vez en su vida plácida la furia encontró un lugar en su rostro, era como si sus facciones no supieran cómo disponerse.

— ¿Le ha ajustado? -gritó-. Pero si era él el que creaba mis esculturas de luz. Era su desajuste, su desajuste que nunca podrá devolverle el que…, que… El rostro de Travis también estaba desencajado: murmuró: ¿Quiere decir que si hubiera estudiado sus sendas cerebrales positrónicas con su desajuste único, hubiera podido aprender… Se echó sobre él, con la daga levantada, demasiado de prisa para que nadie pudiera detenerla, y él ni siquiera trató de esquivarla. Alguien comentó que no la había esquivado. Como si quisiera morir…

Isaac Asimov: ¿Le importa a una abeja?. Cuento

Asimov (1)La nave comenzó por ser un esqueleto metálico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro. Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave. Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:

— Allí está. Ése es el hombre.

— ¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.

— El individuo del mono verde con una llave inglesa.

— Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?

— Quiero saber lo que hace. Es un idiota. Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula. Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.

— ¿Ha estado usted molestándole?

— ¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.

— ¿Y en qué sentido le molesta Kane?

— Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna. Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:

— ¿Por qué se marcha?

— Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.

— Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas…

— Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.

— Ya lo sé.

— Entonces, ¿por qué lo conservan? Hammer contestó con inesperada violencia:

— Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.

— ¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?

— Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.

— Está bromeando.

— En absoluto. Ahora déjeme en paz. Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano. Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa…, llevar la llave inglesa. Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver. El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano. A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día. Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro. Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente. Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado. Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle..Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na… Estaba equivocado. Un hombre. Éste le preguntó vivamente:

— ¿Qué estás haciendo aquí? Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó. Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta. En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre. Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible. Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto. Kane se lo había arreglado solo. Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho. Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba…, pasar junto a él. Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija. Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico. No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela? Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes. El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada. Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada. Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas. Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas. Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración. Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad. Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes. No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado. Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía» realmente. No encontraba la palabra adecuada. Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones. Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían. ¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún. ¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida? El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él. Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha. El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas. Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista. Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.

— Hogar —murmuró. ¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació? El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado de ser larva y era adulto. El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta. Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación. ¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?

Isaac Asimov: El chistoso. Cuento

Portrait of Isaac AsimovNoel Meyerhof consultó la lista que había preparado y eligió lo que debía pasar primero. Como siempre, confiaba sobre todo en la intuición. La máquina que tenía delante le hacía sentirse pequeño, y eso que sólo se veía una mínima parte. Pero no importaba. Le habló con la confianza indiferente del que sabe que es el amo.

— Johnson -empezó a decir-, llegó inesperadamente a su casa después de un viaje de negocios y encontró a su mujer en brazos de su mejor amigo. Dio un paso atrás y exclamó: ¡Max! Estoy casado con esta dama, así que no tengo más remedio. Pero, ¿tú por qué precisamente? Y Meyerhof pensó: «Está bien, dejemos que se le baje a las tripas y lo digiera un poco.» Una voz detrás de él exclamó:

— ¡Eh! Meyerhof borró el sonido de esta exclamación y puso el circuito en neutral. Se volvió y protestó:

— Estoy trabajando. ¿No sabes llamar? No sonrió como tenía por costumbre a Timothy Whistler, un jefe analista con el que trataba muy a menudo. Mostró su disgusto como se lo hubiera mostrado a cualquier desconocido que le interrumpiera, arrugando su flaco rostro con una distorsión que parecía llegarle al cabello desordenándoselo caprichosamente. Whistler se encogió de hombros. Llevaba su bata blanca de laboratorio presionando con los puños los bolsillos y arrugándola de arriba abajo.

— Llamé. No me contestó. No estaba puesta la señal de «ocupado». Meyerhof gruñó. No, no estaba puesta. Había estado pensando intensamente en su nuevo proyecto y se le olvidaron los pequeños detalles. Tampoco podía censurarse por ello. Lo que estaba haciendo era importante. Ignoraba por qué lo consideraba así, claro. Los Grandes Maestros pocas veces lo sabían. Eso era lo que les hacía ser Grandes Maestros, estar más allá de la razón. De lo contrario, ¿cómo podía la mente humana estar a la altura de ese pedazo de razón sólida que los hombres llamaban «Multivac», la computadora más compleja jamás construida?

— Estoy trabajando -repitió Meyerhof-. ¿Se le ocurre algo muy importante?

— Nada que no pueda esperar. Hay unos pocos baches en la respuesta sobre el hiperespacial. -Whistler cambió de tema y su rostro reflejó cierta incertidumbre-. ¿Trabajando?

— Sí. ¿Qué pasa?

— Estaba contando uno de sus chistes, ¿verdad?

— ¿Y bien? Whistler sonrió forzadamente:

— ¡No me diga que le estaba contando un chiste a «Multivac»! Meyerhof se turbó.

— ¿Y por qué no?

— ¿Se lo contaba?

— Sí.

— ¿Por qué? Meyerhof se le quedó mirando:

— No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.

— Santo Dios, claro que no. Sentía curiosidad, nada más… Pero si está trabajando, le dejo. -Y volvió a mirar a su alrededor, confuso.

— Hágalo -dijo Meyerhof. Sus ojos le siguieron hasta que salió y luego activó la señal de «ocupado», con un brusco empujón de su dedo. Recorrió la estancia de arriba abajo, para volver a recobrar el hilo. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Esto le pasaba por no mantener a todos, técnicos, analistas y mecánicos a raya, por no guardar las debidas distancias sociales, por tratarles como si ellos también fueran artistas creadores. Por eso se tomaban esas libertades. Pensó, sombrío, que ni siquiera sabían contar chistes decentemente. Al instante volvió a lo que estaba haciendo. Se sentó de nuevo. ¡Al diablo con todos ellos! Volvió a poner en marcha el circuito apropiado de «Multivac» y habló:

— El camarero de un barco se paró ante la borda de la nave en un trayecto especialmente malo y miró, compadecido, al hombre que echado sobre la barandilla y con la mirada clavada en la profundidad, reflejaba el horror del mareo. Con amabilidad, el camarero se dirigió al hombre, le dio unas palmaditas en la espalda y murmuró: «Ánimo, señor. Ya sé que se encuentra muy mal, pero sepa que nadie se muere de un mareo». El afligido caballero alzó su rostro verde y desencajado hacia el que le consolaba y logró decirle con voz enronquecida: «No me diga esto, hombre. Por el amor de Dios, no me diga esto. Solamente la esperanza de morir me mantiene con vida…» Timothy Whistler, un poco preocupado, sonrió y saludó con la cabeza al pasar ante el pupitre de la secretaria. Ella le devolvió la sonrisa. «He aquí -pensó-, un objeto arcaico del Siglo XX en este mundo regido por computadoras: una secretaria humana.» Pero, tal vez era natural que semejante institución sobreviviera en la propia ciudadela de las computadoras; en la gigantesca corporación mundial que manejaba a «Multivac». Con «Multivac» llenando los horizontes, unas computadoras inferiores dedicadas a trabajos de rutina serían de mal gusto. Whistler entró en el despacho de Abram Trask. El delegado del Gobierno cesó en su cuidadosa tarea de encender la pipa. Sus ojos oscuros parpadearon en dirección a Whistler y su nariz ganchuda resaltó prominente sobre el rectángulo de la ventana que estaba detrás de él.

— ¡Ah!, hola, Whistler, siéntese. Siéntese. Whistler obedeció:

— Creo que tenemos un problema, Trask. Trask esbozó una sonrisa:

— Confío en que no sea técnico. Yo no soy más que un inocente político. -Ésta era una de sus frases favoritas.

— Tiene que ver con Meyerhof. Trask se sentó inmediatamente y pareció muy preocupado:

— ¿Está seguro?

— Razonablemente seguro. Whistler comprendía la preocupación de Trask. Trask era el delegado del Gobierno encargado de la División de Computadoras y Automatismo del departamento del Interior. Tenía que solucionar asuntos de politica relacionada con los satélites humanos de «Multivac», lo mismo que esos satélites técnicamente entrenados trataban con la propia «Multivac». Un Gran Maestro era mucho más que un satélite. Más, incluso, que un mero ser humano. Al principio de la historia de «Multivac» se hizo patente que el embotellamiento era un procedimiento cuestionable. «Multivac» podía solucionar el problema de la humanidad, todos los problemas, si se le hacían preguntas específicas. Pero a medida que se acumulaban los conocimientos, cada vez a mayor velocidad, se hacía infinitamente más difícil poder localizar esas preguntas específicas. La razón sola no servía. Lo que hacía falta era un tipo único de intuición, la misma facultad mental (sólo que más intensa) que crea un gran maestro de ajedrez. La mente que se necesitaba era la que se ve a través del entramado del juego de ajedrez hasta encontrar la mejor jugada y hacerla en cuestión de minutos. Trask se movió, inquieto:

— ¿Qué ha estado haciendo Meyerhof? -preguntó.

— Ha introducido una serie de preguntas que encuentro inquietantes.

— Bueno, Whistler, ¿eso es todo? No puede impedir que un Gran Maestro inicie la serie de preguntas que se le antoje. Ni usted ni yo estamos preparados para juzgar el valor de las preguntas. Ya lo sabe. Sé que lo sabe de sobra.

— Lo sé, naturalmente. Pero también conozco a Meyerhof. ¿Le conoce usted realmente?

— Santo Dios, no. ¿Conoce alguien realmente a un Gran Maestro?

— No adopte esa actitud, Trask. Son humanos y hay que compadecerles. ¿Ha pensado alguna vez lo que significa ser Gran Maestro, saber que sólo hay doce en el mundo, que sólo llegan uno o dos por generación, que el mundo depende de ellos, que tienen a sus órdenes mil matemáticos, lógicos, psicólogos y físicos? Trask se encogió de hombros y murmuró:

— Santo Dios, me sentiría el rey del mundo.

— Me parece que no -dijo el jefe analista, impaciente-. No se sienten reyes de nada. No tienen a un igual con quien hablar, ni sensación de pertenecer a este mundo. Meyerhof no pierde la ocasión de reunirse con los muchachos. Naturalmente, no está casado, no bebe, no se mueve socialmente con naturalidad…, se obliga a estar entre la gente porque debe hacerlo. ¿Y sabe lo que hace cuando se reúne con nosotros, que es por lo menos una vez por semana?

— No tengo la menor idea -dijo el hombre del Gobierno-. Para mí todo esto es nuevo.

— Es un chistoso.

— ¿Un qué?

— Cuenta chistes. Buenos chistes. Es extraordinario. Puede elegir cualquier historia, vieja o aburrida, y hacerla buena. Es el modo de contarla. Tiene olfato.

— Ya veo. Bien.

— No, mal. Estos chistes son muy importantes para él. -Whistler apoyó los codos en la mesa de Trask, se mordió una uña y miró al cielo-. Es diferente y él sabe que es diferente. Los chistes son la única forma de pensar que puede hacer que el resto de nosotros, pobres empleados vulgares, le aceptemos. Nos reimos, nos desternillamos, le golpeamos la espalda y llegamos a olvidar que es un Gran Maestro. Es lo único que le une al resto de nosotros.

— Todo esto es muy interesante. Ignoraba que fuera usted tan buen psicólogo. Bien, pero, ¿a dónde nos lleva todo esto?

— A una cosa. ¿Qué cree que ocurrirá si a Meyerhof se le acaban los chistes?

— ¿Qué? -El hombre del Gobierno se quedó mirándole.

— Si empieza a repetirse. Si su público empieza a reírse con menos fuerza o deja de reírse del todo. Su único lazo con nosotros es nuestra aprobación. Sin ella, estaría solo, ¿y qué le pasaría entonces? Después de todo, Meyerhof es uno de esa docena de hombres de los que la Humanidad no puede prescindir. No podemos dejar que le ocurra nada. Y no me refiero sólo a cosas físicas. No podemos siquiera dejar que se sienta desgraciado. ¿Quién sabe cómo podría esto afectar su intuición?

— Bien, ¿ha empezado a repetirse?

— Que yo sepa, no, pero creo que él cree que sí.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque le he oído contarle chistes a «Multivac».

— ¡Oh, no!

— Accidentalmente, entré en su despacho y me echó. Estaba fuera de sí. Generalmente está de buen humor y considero una mala señal que le molestara tanto mi intromisión. Pero estaba contando un chiste a «Multivac», y estoy convencido de que era uno de una serie.

— Pero, ¿por qué? Whistler alzó los hombros y se pasó la mano con rabia por la barbilla.

— Lo he estado pensando. Creo que está tratando de crear una reserva de chistes en la memoria de «Multivac». a fin de lograr nuevas variaciones. ¿Sabe a lo que me refiero? Está pensando en un chistoso mecánico para poder disponer de un número infinito de chistes sin temor a que se le terminen.

— ¡Dios Santo!

— Objetivamente, puede que no haya nada malo en ello, pero me parece una mala señal que un Gran Maestro empiece a utilizar a «Multivac» para sus problemas personales. Cualquier Gran Maestro que tenga cierta inestabilidad mental, debería ser vigilado. Meyerhof puede estar acercandose a un limite más allá del cual podemos perder a un Gran Maestro.

— ¿Qué me sugiere que haga? -preguntó Trask, desconcertado.

— Compruebe lo que le he dicho. Estoy cerca de él para juzgarle bien, y juzgar a los humanos no es mi talento especial. Usted es un político, queda más en su esfera.

— Juzgar a humanos, quizá, pero no a Grandes Maestros.

— También son humanos. Además, ¿quién puede hacerlo sino usted? Los dedos de la mano de Trask golpearon la mesa en rápida sucesión una y otra vez como un redoble de tambor.

— Supongo que tendré que hacerlo -aceptó, resignado. Meyerhof dijo a «Multivac»:

— El ardiente enamorado recogió un ramo de flores silvestres para su amada. De pronto le desconcertó encontrarse en el mismo campo con un toro de aspecto poco amistoso que le miraba fijamente, escarbando el suelo en tono amenazador. El joven, al descubrir al granjero al otro lado de la valla le gritó: «¡Eh!, ¿es de fiar este toro?» El granjero estudió la situación con aire crítico y gritó: «Es totalmente de fiar. -Volvió a escupir y añadió-: Pero no puedo decir lo mismo de usted.» Meyerhof se disponía a pasar al siguiente cuando le llegó una llamada. No era realmente una llamada. Nadie podía llamar a un

Gran Maestro. Era un mensaje de Trask, el Jefe de División, diciendo que le complacería ver al Gran Maestro Meyerhof, si el Gran Maestro Meyerhof disponía de tiempo. Meyerhof podía tranquilamente tirar el mensaje y continuar con lo que estaba haciendo. No estaba sujeto a disciplina. Pero, por el contrario, si lo hacía, seguirían molestándole… ¡Oh!, muy respetuosamente, eso sí, pero seguirían molestándole. Así que neutralizó los circuitos pertinentes de «Multivac» y los bloqueó. Marcó la señal de congelación en su despacho para que nadie se atreviera a entrar en su ausencia y se dirigió al despacho de Trask. Trask carraspeó y se sintió un poco intimidado por el aspecto apático del Gran Maestro.

— No hemos tenido ocasión de conocernos -dijo obsequioso-, y lo lamento.

— Yo me presenté a usted -protestó Meyerhof. Trask se preguntó qué habría tras aquellos ojos vivaces y salvajes. Le resultaba difícil imaginar a Meyerhof con su rostro delgado, su cabello oscuro y liso, su aire tenso, relajarse tanto como para contar chistes:

— Presentarse no es un intercambio social -le dijo-. Yo… Me han dado a entender que posee usted un magnífico cúmulo de anécdotas.

— Soy un chistoso, señor. Por lo menos ésta es la palabra que utiliza la gente. Un chistoso.

— Conmigo no han utilizado esa palabra, Gran Maestro. Me han dicho…

— ¡Al diablo con ellos! No me importa lo que le hayan dicho. Oiga, Trask, ¿quiere oír un chiste? -se echó hacia delante por encima de la mesa y entornó los ojos.

— Por supuesto, me encantaría -contestó Trask esforzándose por parecer encantado.

— Bien, ahí va el chiste: Mrs. Jones se quedó mirando la tarjetita con el horóscopo que salió de la báscula al echar su marido un penique. Observó: «Fíjate, George, aquí dice que eres tierno, inteligente, previsor, trabajador y atractivo para las mujeres. -Después, dio la vuelta a la tarjeta y añadió-: Y también se han equivocado en el peso.» Trask se rió. Era prácticamente imposible dejar de hacerlo. Aunque lo dicho era una bobada, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había encontrado el tono justo en la voz para expresar el desdén de la mujer y la inteligencia con que había modificado la expresión para que correspondiera al tono de voz, provocó una risa irreprimible en el político. Meyerhof preguntó, agresivo:

— ¿Por qué lo encuentra gracioso? Trask se dominó:

— Perdóneme.

— Le he preguntado que por qué lo encontraba gracioso. ¿Por qué se ha reído?

— Pues… -Trask trató de parecer razonable-. Porque el final sitúa todo lo anterior bajo una nueva luz. Lo inesperado…

— El caso es -cortó Meyerhof- que he retratado a un marido humillado por su esposa; un matrimonio que es un desastre, que la esposa está convencida de que el marido carece de personalidad. Pero usted se ríe. Si fuera usted el marido, ¿lo encontraría divertido? Esperó un instante, reflexionó y añadió:

— Veamos este otro, Trask: Abner estaba sentado junto a la cama de su mujer enferma llorando desconsoladamente, cuando ella, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó apoyándose en un codo: «Abner -le dijo-, no puedo presentarme ante mi Creador sin confesar mi falta.»«Ahora, no -murmuró el desconsolado esposo. Ahora, no, amor mio. Échate y descansa.» «No puedo, -exclamó-. debo contártelo o mi

alma no encontrará reposo. Te he sido infiel. Abner, en esta misma casa, hace menos de un mes…» «Calla, querida, -la tranquilizó Abner. Lo sé todo. ¿Por qué si no te iba a envenenar?» Trask trató desesperadamente de mantener la ecuanimidad, pero no lo consiguió del todo. Contuvo, apenas, el inicio de una risa. Meyerhof le increpó:

— Así que esto también es divertido. Adulterio. Asesinato. Muy gracioso.

— Bueno, se han escrito libros analizando el humor -protestó Trask.

— Muy cierto, y he leído muchos de ellos. Y lo que es más importante, se los he leído a «Multivac». Pero la gente que escribe los libros sigue aún haciendo conjeturas. Algunos dicen que nos reímos porque nos sentimos superiores a la gente del chiste. Otros dicen que es debido a la incongruencia, o al súbito alivio de la tensión, o a la inesperada reinterpretación de los hechos. ¿Hay alguna razón simple? Diferentes personas se ríen de diferentes chistes. Ningún chiste es universal. Hay ciertas personas que no se ríen nunca de ningún chiste. Sin embargo, lo que puede que sea más importante es que el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

— Ya lo entiendo -dijo Trask de pronto-. Está tratando de analizar el humor. Es la razón por la que transmite chistes a «Multivac».

— ¿Quién le ha dicho que lo hago? Déjelo, ha sido Whistler, ahora me acuerdo. Me sorprendió haciéndolo. Bien, ¿qué hay de malo en ello?

— Nada en absoluto.

— ¿No discute mi derecho a añadir lo que me parezca al fondo general de conocimientos de «Multivac», o a hacerle las preguntas que crea pertinentes?

— No, no -se apresuró a responder Trask-. La verdad es que no me cabe la menor duda de que esto abrirá un camino para nuevos análisis de gran interés para los psicólogos.

— ¡Humm! Quizá. De todos modos, hay algo que me obsesiona y que es más importante que un análisis general del humor. Tengo que formularle una pregunta específica. En realidad son dos.

— ¿Oh? ¿Y de qué se trata? -Trask se preguntó si querría contestarle. Si decidía en contra, no habría modo de obligarle a hacerlo. Pero Meyerhof respondió:

— La primera es: ¿De dónde proceden todos esos chistes?

— ¿Qué?

— ¿Quién los inventa? ¡Oiga! Hace alrededor de un mes, pasé la noche intercambiando chistes. Como de costumbre, los conté casi todos y, como de costumbre, los imbéciles se rieron. Puede que creyeran que eran realmente divertidos o lo hicieron para contentarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de golpearme la espalda diciendo: «Meyerhof, conoce más chistes que cualquier persona que yo conozca». Seguro que tendría razón, pero me hizo pensar. No sé cuántos, cientos, o quizá miles, de chistes he contado en un momento u otro de mi vida, pero lo que es cierto es que nunca he inventado ninguno. Ni uno solo. Me he limitado a repetirlos. Mi única contribución fue contarlos. Para empezar, o los había leído o me los habían contado. Y la fuente de mi lectura o de lo que oí, tampoco los había creado. Jamás he conocido a nadie que me confesara que había creado un chiste. Dicen siempre: «El otro día oí uno muy bueno», o bien «¿ha oído alguno bueno, ultimamente?». ¡Todos los chistes son viejos! Por eso tienen siempre un fondo social. Todavía hablan del mareo, por ejemplo, cuando ahora esto puede evitarse fácilmente y no se sufre. O hablan de máquinas que dan tarjetitas con el horóscopo, como en el chiste que le he contado, cuando esas básculas sólo se encuentran en los anticuarios. Así pues, ¿quién inventa los chistes?

— ¿Es eso lo que trata de averiguar? -preguntó Trask y tuvo en la punta de la lengua añadir: ¿Y qué más da? Pero supo aguantarse. Las preguntas de un Gran Maestro son siempre pertinentes y específicas.

— Claro que es lo que trato de averiguar. Enfóquelo así. No es porque los chistes sean viejos. Deben serlo para que se disfruten. Es esencial que un chiste no sea original. Hay una variedad de humor que es, o puede ser, original y es el juego de palabras. Los he oído que se habían hecho sobre la marcha. Yo mismo he hecho algunos. Pero nadie se ríe con ellos. No debe hacerse. Se gruñe o se gime. Cuanto mejor el juego, mayor el gruñido. El humor original no provoca risas. ¿Por qué?

— Le juro que no lo sé.

— Está bien. Busquémoslo. Habiendo dado a «Multivac» toda la información que creí aconsejable sobre el tópico general del humor, estoy ahora alimentándole con chistes seleccionados.

— ¿Seleccionados? ¿Cómo? -preguntó Trask, intrigado.

— No lo sé. Los que parecieron mejores. Soy Gran Maestro, ¿sabe?

— ¡Oh, de acuerdo! ¡De acuerdo!

— A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera petición a «Multivac» será que me busque el origen de los chistes si puede. Puesto que Whistler se ha metido en esto y ha creído oportuno informarle a usted, mándemelo a Análisis pasado mañana. Creo que tendrá algún trabajo que hacer.

— De acuerdo. ¿Podré asistir yo también? Meyerhof se encogió de hombros. La presencia de Trask le dejaba absolutamente Indiferente. Meyerhof había seleccionado el último de una serie de chistes con especial cuidado. En qué consistía el cuidado no hubiera podido decirlo, pero había barajado en su mente una docena de posibilidades. Una y otra vez les había puesto a prueba en busca de alguna cualidad de intención. Dijo:

— Ug, el hombre de las cavernas observó que su compañera corría hacia él llorando, con su faldita de piel de leopardo en desorden. «Ug, gritó enloquecida, haz algo, rápido. Un tigre de dientes afilados ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo!» Ug, gruñó, recogió su pulida maza de hueso de búfalo y añadió: «¿Por qué quieres que haga algo? ¿A quién le importa lo que le ocurra a un tigre de dientes afilados?» Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas y se recostó cerrando los ojos. Había terminado.

— No vi absolutamente nada malo -dijo Trask a Whistler-. Me dijo lo que estaba haciendo sin dificultad, y lo encontré raro pero legítimo.

— Lo que decía que estaba haciendo -insistió Whistler.

— Incluso así, no puedo parar a un Gran Maestro basandome sólo en una opinión. Me pareció peculiar, pero resulta que todos los Grandes Maestros son algo peculiares. No me pareció loco.

— ¿Utilizar «Multivac» para encontrar el origen de los chistes -murmuró el jefe analista, descontento-, no es estar loco?

— ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Trask, irritado- La ciencia ha avanzado hasta el punto en que sólo las preguntas específicas que quedan son las ridículas. Las sensatas ya han sido pensadas, preguntadas y contestadas hace tiempo.

— Es inútil. Estoy preocupado.

— Quizá, pero no se puede hacer nada, Whistler. Veamos a Meyerhof y usted podrá hacer los análisis necesarios de la respuesta de «Multivac», si la hubiera. En cuanto a mí, mi único trabajo es formular expedientes. Por Dios, ni siquiera sé lo que un jefe analista como usted puede hacer, excepto analizar, y eso no me aclara nada.

— Pues es muy sencillo -aclaró Whistler-, un Gran Maestro como Meyerhof hace preguntas y «Multivac» automáticamente las formula en varias operaciones. La maquinaria necesaria para convertir palabras en símbolos es lo que forman la masa de «Multivac». «Multivac» da la respuesta mediante operaciones, pero no las traduce en palabras, salvo en los casos más simples y de rutina. Si estuviera diseñada para solucionar el problema general de las traducciones, tendría que ser por lo menos cuatro veces mayor.

— Comprendo. Entonces, ¿su trabajo es traducir dichos símbolos en palabras?

— El mío y el de otros analistas. Utilizamos computadoras más pequeñas y especialmente diseñadas cuando se considera necesario -Whistler sonrió-. Igual que las sacerdotisas de Delfos en la antigua Grecia. Las respuestas de «Multivac» son oscuras como las de un oráculo. Pero tenemos traductores. Habían llegado. Meyerhof esperaba. Whistler preguntó:

— ¿Qué circuitos ha utilizado, Gran Maestro? Meyerhof se lo dijo y Whistler se puso a trabajar. Trask intentó seguir el proceso, pero para él nada tenía sentido. El delegado del Gobierno contemplaba cómo giraba una cinta con multitud de puntos tan interminable como incomprensible. El Gran Maestro Meyerhof esperaba, indiferente, mientras Whistler vigilaba la cinta a medida que iba emergiendo. El analista se había puesto auriculares y una boquilla y murmuraba instrucciones a intervalos que, en algún lugar lejano, servían de guía a unos ayudantes mediante contorsiones electrónicas en otras computadoras. En ocasiones, Whistler escuchaba, después marcaba combinaciones en un teclado complejo marcado con símbolos que vagamente parecían matemáticos, pero que no lo eran. Transcurrió bastante más de una hora. Las arrugas en el rostro de Whistler se hicieron más profundas. Una vez terminado, levantó la cabeza y miró a los otros dos.

— Esto es increíb… -y volvió a su trabajo. Finalmente, dijo con voz ronca:

— No puedo darle la respuesta oficial. -Tenía los ojos ribeteados de rojo-. La respuesta oficial está esperando un análisis completo. ¿Quiere la respuesta oficiosa?

— Adelante -musitó Meyerhof y Trask movió la cabeza. Whistler dirigió una mirada de perro apaleado a Meyerhof:

— A preguntas tontas… -empezó, luego, de mala gana, concluyó-: «Multivac» dice, «origen extraterrestre».

— ¿Qué está diciendo? -preguntó Trask.

— ¿Es que no me han oído? Los chistes que nos hacen reír no fueron inventados por ningún hombre. «Multivac» ha analizado todos los datos entregados y la única respuesta que encaja con los datos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes, todos los chistes, y los introdujo en mentes humanas seleccionadas en momentos y lugares elegidos, de modo que ningún hombre es consciente de haber inventado uno. Todos los chistes subsiguientes son variaciones menores y adaptaciones de los originales. Meyerhof interrumpió, con el rostro sofocado por el triunfo que sólo un Gran Maestro puede conocer, cuando de nuevo ha formulado la pregunta acertada.

— Todos los escritores de comedias trabajan transformando viejas bromas para nuevos propósitos. Es bien conocido. La respuesta es la que corresponde.

— Pero, ¿por qué? -preguntó Trask- ¿Quien inventó los chistes?

— «Multivac» dice -explicó Whistler- que el único propósito con el que encajan todos los datos, es que los chistes estaban dedicados al estudio de la psicología humana. Estudiamos la psicología del ratón haciéndole pasar por laberintos. Los ratones no saben por qué ni lo sabrían aunque se dieran cuenta de lo que estaban haciendo, cosa que no saben. Esas inteligencias exteriores estudian la psicología del hombre, anotando las reacciones individuales a anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Cada hombre reacciona de manera diferente…, presumiblemente esas inteligencias son para nosotros lo que nosotros somos para los ratones. -Y se estremeció. Trask con los ojos fijos, musitó:

— El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Parecería que el sentido del humor se nos ha impuesto desde fuera. Meyerhof, excitadísimo, añadió:

— Y para el posible humor creado desde dentro, no tenemos risas. Me refiero a los juegos de palabras.

— Presumiblemente, los extraterrestres cancelan las reacciones al humor espontáneo para evitar confusiones. Trask, súbitamente angustiado, preguntó:

— Pero, en nombre de Dios, ¿alguno de los dos cree esto? El analista jefe le miró fríamente.

— Lo dice «Multivac». Es todo lo que sabemos hasta ahora. Ha señalado los verdaderos chistosos del universo, y si queremos saber más, habrá que seguir con la investigación. ­Y en voz baja añadió-: Si alguien se atreve a hacerlo. El Gran Maestro Meyerhof exclamó de pronto:

— Yo formulé dos preguntas, ¿saben? Hasta ahora sólo se me ha contestado a la primera. Creo que «Multivac» tiene suficientes datos para responder a la segunda. Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre medio destrozado.

— Cuando un Gran Maestro cree que hay suficientes datos, debo creerlo. ¿Cuál es su segunda pregunta?

— Pregunté: ¿Cuál será el efecto sobre la raza humana al descubrir la respuesta a mi primera pregunta?

— ¿Por qué le preguntó esto? -exigió Trask.

— Sólo por la sensación de que tenía que hacerlo -respondió Meyerhof.

— Loco -exclamó Trask-. Todo esto es de locos. -Y dio la vuelta. Incluso él percibía con qué intensidad él y Whistler habían cambiado de bando. Ahora era Trask el que alegaba locura. Trask cerró los ojos. Podía hablar de locura todo lo que quisiera, pero ningún hombre en cincuenta años había puesto en duda la combinación de un Gran Maestro y «Multivac», y descubierto la confirmación de sus dudas. Whistler trabajaba silenciosamente, con los dientes apretados. Volvió a colocar a «Multivac» y a sus máquinas subsidiarias sobre las pistas anteriores. Transcurrió una hora más y rió destemplado:

— ¡Una pesadilla desatada!

— ¿Cuál es la respuesta? -preguntó Meyerhof-. Quiero las observaciones de «Multivac», no las de usted.

— Está bien. Aquí las tiene. «Multivac» declara que, incluso si un humano descubre una sola vez la verdad de este método de análisis psicológico de la mente humana, resultará inútil como técnica objetiva por parte de las fuerzas extraterrestres que ahora la utilizan.

— ¿Quiere decir que ya no se entregarán más chistes a la Humanidad? -preguntó Trask con voz débil-. ¿O qué quiere decir?

— Se han terminado los chistes -dijo Whistler-, ¡ahora! «Multivac» dice, ¡ahora! Habrá que Introducir una nueva técnica. Se miraron unos a otros. Los minutos pasaron. Meyerhof dijo despacio:

— «Multivac» tiene razón.

— Lo sé -aceptó whistler, desencajado. Incluso Trask murmuró:

— Si. Así debe ser. Fue Meyerhof el que puso el dedo en la llaga, Meyerhof, el perfecto chistoso, anunció:

— Se acabó, ¿saben? Todo ha terminado. Llevo cinco minutos esforzándome y no puedo acordarme de un solo chiste, ni uno. Y si lo leyera en un libro ya no reiría. Lo sé.

— El don del humor ha desaparecido -dijo Trask asustado-. Nadie volverá jamás a reírse. Y siguieron allí, mirándose, sintiendo que el mundo se encogía a las dimensiones de una ratonera experimental…, retirado el laberinto, pero con algo a punto de colocar en su sitio.

Isaac Asimov: El sistema marciano. Cuento

4403111223_5aac04c5afDesde la puerta que daba al corto pasillo situado entre las dos únicas habitaciones del departamento de viajeros de la nave espacial, Mario Esteban Rioz miraba con acritud cómo Ted Long ajustaba con dificultad los diales del vídeo. Long buscaba primero en la dirección de las agujas del reloj, después por el centro. La imagen era borrosa. Rioz sabía que permanecería borrosa. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto al sol. Pero, claro, no podía esperar que Long lo supiera. Rioz siguió de pie un rato más, con la cabeza inclinada para cruzar el umbral y el cuerpo ladeado para encajar en la estrecha abertura. De pronto entró en la cocina como un corcho salido de una botella.

— ¿Qué buscas? -preguntó.

— Trataba de encontrar a Hilder -respondió Long. Rioz apoyó el trasero en la esquina de una mesa, cogió de la estantería que tenía encima de la cabeza un envase cónico de leche cerrado a presión, lo abrió y lo hizo girar despacio en espera de que se calentara.

— ¿Para qué? -levantó el cono y se puso a chupar la leche ruidosamente.

— Pensé que podría oírle.

— Me parece que es malgastar energía. Long le miró, ceñudo:

— Es costumbre permitir el uso libre de las instalaciones personales de vídeo.

— Dentro de unos límites razonables -replicó Rioz. Sus ojos se encontraron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo enjuto, el rostro avejentado, las mejillas hundidas (un rostro así casi era el distintivo de los basureros marcianos, los espaciales que pacientemente recorrían las rutas entre la Tierra y Marte), los ojos de un azul desvaído resaltando en la cara morena y arrugada que destacaba sobre la piel blanca sintética de su chaqueta espacial. Long era más pálido y más blando. En él había alguna de las marcas del terrícola, aunque ningún marciano de la segunda generación podía ser terrícola, en el sentido que lo eran los de la Tierra. Llevaba el cuello abierto y su cabello castaño oscuro sin peinar.

— ¿Por qué dices que dentro de unos límites razonables? -preguntó Long. Los labios delgados de Rioz parecieron más finos aún. Explicó:

— Teniendo en cuenta que en este viaje no vamos a cubrir gastos, por lo que se ve, cualquier gasto de energía está fuera de razón.

— Si estamos perdiendo dinero -dijo Long-, ¿no sería mejor que volvieras a tu puesto? Es tu guardia. Rioz refuntuñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba que le cubría la barbilla. Se puso en pie y fue hacia la puerta con sus botas pesadas pero silenciosas apagando el ruido de sus pisadas. Se paró a mirar el termostato y se volvió, furioso:

— Ya decía yo que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?

— Cuarenta grados no es excesivo, protestó Long.

— Para ti no lo será, quizá. Pero esto es el espacio, no un despacho calentito en las minas de hierro. -Rioz bajó el control del termostato al mínimo con un rápido empujón del pulgar-. El sol calienta bastante.

— La cocina no está de cara al sol.

— Pero llegará hasta ella, maldita sea. Rioz traspasó la puerta y Long se le quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a su vídeo. No tocó el termostato para nada. La imagen seguía muy borrosa, pero tenía que conformarse. Long desplegó una silla de la pared. Se inclinó hacia delante en espera del comunicado real, la pausa momentánea antes de la lenta disolución de la cortina, el reflector poniendo de relieve la conocida figura barbuda que fue creciendo hasta que llenó por completo la pantalla. La voz impresionante pese a los fallos y ruidos provocados por las tormentas de electrones a treinta millones de kilómetros, empezó:

— ¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra… Rioz captó el destello de la señal de radio al entrar en la cabina del piloto. Por un momento posó las palmas de sus manos húmedas y pegajosas porque le pareció que se trataba de un pip-pip del radar; pero no era sino su culpabilidad asomando la cabeza. No debía haber abandonado la cabina estando de guardia, aunque todos los basureros lo hacían. No obstante, era una pesadilla la idea de que en esos cinco minutos, en los que uno salía para tomar un café, apareciera algo cuando el espacio parecía completamente desierto. La pesadilla resultaba realidad en muchos casos. Rioz conectó el multiescáner. Era malgastar energía, pero mientras lo pensaba, era mejor asegurarse de que no había nada. El espacio estaba vacío, sólo el eco distante de las naves del grupo de basureros. Conectó el circuito de radio y la cabeza rubia y nariguda de Richard Swenson, copiloto de la nave más próxima del lado de Marte, llenó la pantalla.

— Hola, Mario -saludó Swenson.

— Hola. ¿Alguna novedad? Transcurrió una pausa entre esto y el siguiente comentario de Swenson, puesto que la velocidad de la radiación electromagnética no es lnfinita.

— ¡Qué día he tenido!

— ¿Te ha ocurrido algo? -preguntó Rioz.

— He tenido un encuentro.

— Estupendo.

— Sí, si hubiera podido pararlo -observó Swenson, molesto.

— Pues, ¿qué ocurrió?

— Maldita sea, lo lancé en dirección equivocada. Rioz sabia que era mejor no reírse, se limitó a preguntar:

— Pero, ¿cómo lo hiciste?

— No fue culpa mía. El problema estuvo en que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Puedes imaginar la idiotez de un piloto que no puede manejar decentemente el mecanismo de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Conseguí la distancia de la cápsula y no hice más. Supuse que su órbita estaba en la trayectoria habitual. ¿Qué hubieras pensado tú? Inicié entonces lo que creía era una buena línea de intersección y tardé cinco minutos en darme cuenta de que la distancia seguía aumentando. Así que entonces tomé las proyecciones angulares del objeto, pero era demasiado tarde para alcanzarlo.

— ¿Alguno de los otros muchachos puede conseguirlo?

— No. Se ha salido de la eclíptica y seguirá flotando para siempre. Y esto no es lo que me preocupa. No era más que una cápsula interior, pero me horroriza decirte cuántas toneladas de propulsión he desperdiciado al aumentar la velocidad y volver al punto de estacionamiento. Hubieras debido oír a Canute. Canute era el hermano y socio de Richard Swenson.

— Loco, ¿eh? -dijo Rioz.

— ¿Loco? ¡Pensé que me mataba! Pero claro, llevamos ya cinco meses fuera y estamos hartos. Ya sabes.

— Lo sé.

— ¿Cómo te va a ti, Mario? Rioz hizo el gesto de escupir.

— Como esto en este viaje. Dos cápsulas en las últimas dos semanas y cada una me costó seis horas de caza.

— ¿Grandes?

— ¿Te burlas? Podía haberlas lanzado a Fobos con la mano. Este es el peor viaje que he tenido.

— ¿Cuánto más piensas quedarte?

— Por mí, podemos irnos mañana. Llevamos solamente dos meses y la cosa anda tan mal que me meto con Long continuamente. Hubo una pausa por encima del retraso electromagnético. Swenson preguntó:

— En todo caso, ¿cómo es? Me refiero a Long. Rioz miró por encima del hombro. Podía oír el murmullo apagado y crepitante del vídeo de la cocina.

— No logro entenderle. Una semana después de iniciar el viaje, va y me dice: «Mario, ¿por qué eres basurero?» Yo le miré y le contesté: «Para ganarme la vida. ¿Qué crees tú?» Quiero decir qué clase de pregunta idiota es ésa. ¿por qué somos basureros? Pero entonces va y me dice: «No es por eso, Mario.» Y me lo dice a mí, ¿qué te parece? Y sigue diciendo: «Eres un basurero porque esto es parte del sistema marciano.»

— ¿Y qué quería decir con eso? -preguntó Swenson. Rioz se encogió de hombros.

— No se lo pregunté. Ahora mismo está sentado por ahí escuchando las microondas procedentes de la Tierra. Escucha a un tal Hilder.

— ¿Hilder? Un político terricola, un asambleísta o algo parecido, ¿no?

— Eso mismo. Por lo menos creo que es ése. Long hace siempre cosas así. Se trajo a bordo unos siete kilos de peso en libros, y todos sobre la Tierra. Un verdadero peso muerto.

— Bueno, es tu socio. Y hablando de socios, me vuelvo al trabajo. Si se me escapa otro encuentro, habrá más que palabras. Se desvaneció y Rioz se echó atrás. Vigiló la línea verde regular que era el pulso del escáner. Probó un momento el multiescáner. El espacio seguía despejado. Se sintió un poco mejor. Una mala racha es siempre peor si los basureros que están a tu alrededor cazan cápsula tras cápsula; o si las que bajan girando hasta las fundiciones de chatarra de Fobos llevan grabada la marca de todos menos la tuya. Y claro, había descargado su malhumor y resentimiento en Long. Fue un error asociarse con Long. Era siempre un error asociarse con un novato. Pensaban que lo que uno deseaba era conversación, especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y su gran papel, su nuevo gran papel en el progreso humano. Así fue como lo dijo: progreso humano; el Sistema marciano; las Nuevas Minorías Creadoras. Lo que Rioz no quería era hablar, sino una captura, algunas cápsulas que pudiera marcar como propias. Y realmente no tenía por qué quejarse. Long era sobradamente conocido en Marte y se ganaba un buen sueldo como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sandok y había tomado parte en una o dos misiones de recogida de cápsulas. No se puede rechazar de golpe y sin probarlo, a un individuo aunque parezca raro. ¿Por qué un ingeniero de minas con un trabajo cómodo y un buen sueldo tenía tanto empeño en fisgar por el espacio? Rioz nunca se lo preguntó a Long. Los socios basureros se ven obligados a estar demasiado juntos para hacer deseable la curiosidad, o incluso para que resulte segura. Pero Long hablaba tanto que contestó la pregunta.

— Tuve que venir al espacio, Mario -explicó-. El futuro de Marte no está en las minas, está en el espacio. Rioz se preguntó qué tal resultaría un viaje a solas. Todo el mundo decía que era imposible. Incluso descontando las oportunidades perdidas cuando un hombre tenía que dejar la guardia para dormir u ocuparse de otras cosas, era sobradamente sabido que un hombre solo en el espacio sufría inaguantables depresiones en un tiempo relativamente corto. Llevarse a un socio hacia posible el viaje de seis meses. Una tripulación normal sería preferible, pero ningún basurero ganaría dinero en una nave lo suficientemente grande para tal tripulación. Sin contar el capital que se iría en propulsión. Incluso dos no era muy divertido en el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje y con unos se podía alargar más el viaje que con otros. Miren sino a Richard y Canute Swenson. Se asociaban cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y, sin embargo, cuando estaban juntos, era una tensión constante siempre en aumento y con un claro antagonismo después de la primera semana. En fin. El espacio estaba vacío. Rioz pensó que se sentiría mejor si volvía a la cocina y hacía las paces con Long. Sería mejor demostrar que era un veterano del espacio que sabía superar las irritaciones espaciales cuando surgían. Se levantó, y anduvo los tres pasos necesarios para llegar al corto pasillo que unía las dos habitaciones de la nave. Una vez más Rioz se quedó en el umbral, mirando. Long estaba absorto en la borrosa pantalla. Rioz dijo con cierta aspereza:

— Estoy subiendo el termostato. Está bien, creo que disponemos de energía suficiente.

— Como quieras -asintió Long. Rioz dio un paso adelante. El espacio estaba vacío, así que al diablo con estar allí sentado mirando a una línea verde y vacía, sin sonido. Preguntó:

— ¿De qué hablaba el terrícola?

— Sobre todo de la historia de los viajes espaciales. Tema viejo, pero lo está haciendo bien. Da toda clase de información: películas en color, fotografías, fotos fijas de antiguas películas, todo. Como si quisiera ilustrar las palabras de Long, el barbudo desapareció de la pantalla y ésta quedó ocupada por una sección de una nave espacial. La voz de Hilder continuó indicando puntos de interés que aparecían en esquemas de color. El sistema de comunicaciones de la nave se iba señalando en rojo mientras lo explicaba, los almacenes, la dirección de protones micropilas, los circuitos de cibernética… Después Hilder volvió a salir en la pantalla, añadiendo:

— Pero esto es solamente la parte viajera de la nave. ¿Oué la mueve? ¿Qué la despega de la Tierra? Todo el mundo sabía lo que movía una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hacía que la propulsión de una nave sonara como el secreto del tiempo, como la revelación final. Incluso Rioz sintió un estremecimiento, pese a haber pasado la mayor parte de su vida embarcado. Hilder siguió diciendo:

— Los científicos le dan diferentes nombres. Lo llaman Ley de acción y reacción. A veces la llaman la tercera ley de Newton. A veces, Conservación del impulso, pero nosotros no tenemos que llamarlo de ningún modo. Debemos utilizar solamente nuestro sentido común. Cuando nadamos, proyectamos el agua hacia atrás y a nosotros hacia delante. Cuando andamos, empujamos el suelo y adelantamos. Cuando lanzamos un aparato volador, empujamos el aire hacia atrás y adelantamos. »Nada puede moverse hacia delante a menos que algo se mueva hacia atrás. Es el viejo principio de «No puedes conseguir algo a cambio de nada.» «Ahora imaginad una nave que pese cien mil toneladas despegando de la Tierra. Para hacerlo, algo tiene que mo erse hacia abajo. Como una nave espacial es extremadamente pesada, una enorme cantidad de materia debe moverse hacia abajo. Tanta materia, que no hay lugar para guardarla a bordo. Debe construirse un compartimiento especial en la parte trasera de la nave para contenerla. Otra vez desapareció la cabeza de Hilder y volvió la nave. La imagen se encogió y en la parte trasera apareció un cono truncado. Unas palabras, en amarillo intenso, se leían dentro: MATERIA PARA ELIMINAR.

— Pero ahora -siguió diciendo Hilder- el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita aún más y más propulsión. La nave se encogió más para añadir otra cápsula, y otra más inmensa. La nave en sí, la parte dedicada al viaje, era un pequeño punto en la pantalla, un resplandeciente punto rojo.

— ¡Por Dios, esto es infantil! -exclamó Rioz.

— No para los que están hablando, Mario. La Tierra no es Marte. Debe haber miles de millones de personas en la Tierra que ni siquiera han visto una nave espacial en su vida y lo ignoran todo sobre ellas. Hilder seguía explicando:

— Cuando el material que está dentro de la gran cápsula se ha terminado, la cápsula se desprende. Desechada. La cápsula exterior se soltó y bailó en la pantalla.

— Después se desprende la segunda -dijo Hilder- y después, si el viaje es largo, la última también es expulsada. Ahora la nave era solamente un punto rojo, con tres cápsulas flotando, moviéndose, perdidas en el espacio.

— Estas cápsulas -explicó Hilder- representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Han desaparecido de la Tierra para siempre. Marte está rodeado por naves de basureros, a lo largo de las rutas de los viajes espaciales, esperando cápsulas desprendidas, para cazarlas con redes o cables y ponerles su marca y destinarlas a Marte. Ni un centavo de su valor llega a la Tierra. Son «rescate». Pertenecen a la nave que las encuentra. Rioz objetó:

— Arriesgamos nuestra inversión y nuestras vidas. Si no las recogemos nosotros, no son para nadie. ¿Qué significa esta pérdida para la Tierra?

— Mira -dijo Long-, no ha estado hablando más que de la sangría que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta es sólo una muestra más.

— Tiene su compensación. Cada año sacamos más hierro de las minas.

— Y gran parte de él revierte en Marte. Si se pueden creer sus números, la Tierra ha invertido doscientos mil millones de dólares en Marte y recibido a cambio unos cinco mil millones de dólares en hierro. Ha metido quinientos mil millones de dólares en la Luna y ha recibido poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y otros metales ligeros. Ha colocado cincuenta mil millones de dólares en Venus sin recibir nada a cambio. Y esto es en lo que los contribuyentes de la Tierra están realmente interesados…, dinero de impuestos que sale, nada que entra. Mientras hablaba, la pantalla se llenó de diagramas de los basureros camino de Marte; pequeñas y risibles caricaturas de naves, tendiendo unos brazos como cables que trataban de agarrar las cápsulas vacías, flotando, apoderándose finalmente de ellas, sujetándolas y poniéndoles PROPIEDAD DE MARTE en letras brillantes y haciendo que luego bajaran a Fobos. Después Hilder apareció otra vez:

— Nos dicen que con el tiempo nos lo devolverán todo. ¡Con el tiempo! ¡Una vez que el negocio rinda! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de cien años? ¿De mil años? ¿De un millón de años? «Con el tiempo.» Tomémosles la palabra. Algún día nos devolverán todos nuestros metales. Algún día cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas. »Pero hay algo que nunca podrán devolvernos. Ni en cien millones de años. ¡El agua! Marte tiene solamente un chorrito de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene nada de agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene nada de agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra debe proporcionar no solamente agua para beber y agua para lavar a los espaciales, sino también agua para sus industrias y para los cultivos hidropónicos que pretenden montar…, agua incluso para desperdiciar, en millones de toneladas de agua. »¿Cuál es la energía propulsiva que utilizan las naves espaciales? ¿Qué van dejando tras ellas para poder avanzar? En tiempos fueron gases generados por explosivos. Resultaba muy caro. Después se inventó el protón micropila, una fuente de energía barata que podría calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas a tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante disponible? Pues, el agua, naturalmente. »Cada nave espacial abandona la Tierra llevando casi un millón de toneladas, no kilos, no, toneladas…, de agua, con el único propósito de llegar al espacio y allí acelerar o disminuir la velocidad. »Nuestros antepasados quemaron el petróleo de la Tierra locamente y con maldad. Destruyeron su carbón imprudentemente. Les despreciamos y condenamos por eso, pero por lo menos tenían una excusa: pensaban que cuando se les agotara, encontrarían un sustituto. Y tenían razón. Tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas de protón. »Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Ni puede haberlo jamás. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos convertido la Tierra, ¿qué excusa encontrarán para nosotros? Cuando llegue la sequía y aumente… Long se inclinó hacia delante y apagó.

— Esto me molesta. Este maldito imbécil dice deliberadamente…, ¿qué te pasa? Rioz se había levantado, preocupado:

— Debería estar vigilando los pips.

— Al diablo con los pips -dijo Long levantándose también y yendo detrás de Rioz por el estrecho pasillo hasta detenerse en la cabina-. Si Hilder sigue con esto, si tiene la valentía de hacer de ello su programa…, uau! También lo vio. El pip era una clase A precipitándose tras la señal como un galgo tras la liebre mecánica. Rioz balbuceaba:

— El espacio estaba vacío, te lo aseguro, ¡vacío! En Nombre de Marte, Ted, no te quedes pasmado. Mira si puedes descubrirlo visualmente. Rioz manipulaba rápidamente y con una eficiencia que era el resultado de veinte años de recoger cápsulas. Tuvo la distancia en dos minutos. Pero, recordando su experiencia de basurero, midió el ángulo de inclinación y también la velocidad radial. Gritó a Long:

— Una vez punto siete seis radianes. No puedes dejar de verlo, hombre. Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

— Está solamente a medio radián del otro lado del sol. Solamente la iluminará de refilón. Aumentó el magnificador tan rápidamente como se atrevió en busca de la «estrella» que cambiaba de posición y al aumentar mostró tener una forma, revelando que no era una estrella.

— Voy a empezar, de todos modos -dijo Rioz-. No podemos esperar.

— Ya la tengo. Ya la tengo. -A pesar de la magnificación era todavía demasiado pequeña para tener forma definida, pero el punto que Long vigilaba brillaba y se apagaba rítmicamente a medida que la cápsula giraba sobre sí misma y captaba la luz del sol en espacios de tiempo diferentes.

— Aguanta. El primero de varios chorros de vapor salió de las aberturas apropiadas, dejando largos rastros de microcristales de hielo que brillaban suavemente a los pálidos rayos del lejano sol. Disminuyeron durante ciento cincuenta kilómetros o más. Un chorro, luego otro, luego otro más a medida que la nave basurera salía de su trayectoria estable y seguía una ruta tangencial con la de la cápsula.

— ¡Se mueve como un cometa en su perihelio! -gritó Rioz-. Esos malditos pilotos terrícolas sueltan las cápsulas de esta forma a propósito. Me gustaría… Maldijo, airado, mientras iba soltando vapor y más vapor, impaciente, hasta que el relleno hidráulico de su sillón se aplastó más de un palmo y Long se encontraba incapaz de mantenerse sujeto a la barra de protección.

— Ten compasión -suplicó. Pero Rioz sólo tenía ojos para los pips.

— Si no puedes aguantarlo, hombre, haberte quedado en Marte. -Los chorros de vapor retumbaban a distancia. La radio despertó de pronto. Long consiguió inclinarse hacia delante a través de lo que parecía pasta y puso el contacto. Era Swenson con los ojos desorbitados que furioso les gritaba:

— ¿Dónde demonios creéis que vais? Dentro de diez segundos entraréis en mi sector.

— Persigo una cápsula -le soltó Rioz.

— ¿En mi sector?

— Empezó en el mio y tú no estás en posición de alcanzarla. Apaga esa radio, Ted. La nave atronó el espacio, un trueno que sólo podía oírse dentro del casco. Y entonces Rioz cortó el motor por etapas lo suficientemente separadas para que Long diera tumbos hacia delante. El súbito silencio fue más ensordecedor que el estruendo que le había precedido. Rioz dijo:

— Está bien. Veamos la situación. Miraron ambos. La cápsula era ahora un cono truncado bien definido, dando solemnemente tumbos al pasar por entre las estrellas.

— Decididamente es una cápsula de clase A -afirmó Rioz, satisfecho. «Un gigante entre cápsulas», pensó. Les devolvería la tranquilidad económica. Long observó entonces:

— Tenemos otro pip en el escáner. Creo que es Swenson persiguiéndonos. Rioz apenas le miró:

— No nos alcanzará. La cápsula se hizo aún mayor y llenó toda la pantalla. Las manos de Rioz estaban crispadas sobre la palanca del harpón. Esperó, ajustó microscópicamente el ángulo por dos veces y largó la longitud de que disponía. Luego, de un tirón, soltó el mecanismo. Por un instante no ocurrió nada. Después un cable metálico culebreó por la pantalla, moviéndose hacia la cápsula como una cobra a punto de morder. Estableció contacto, pero no se afianzó. De haberlo hecho se hubiera partido al instante como un hilo de telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotacional equivalente a millares de toneladas- Lo que hizo el cable fue establecer un potente campo magnético que actuaba como freno sobre la cápsula. Uno y otro cable fueron disparados. Rioz los proyectó fuera con un excesivo gasto de energía.

— ¡Será mía! ¡Por Marte, que la cogeré! Con unas dos docenas de cables tendidos entre nave y cápsula, tuvo que desistir. La energía rotacional de la cápsula, convertida por el roce en calor, había aumentado su temperatura hasta el extremo de que su radiación era captada por los contadores de la nave. Long se ofreció:

— ¿Quieres que vaya a ponerle nuestra marca?

— De acuerdo. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Es mi turno de guardia.

— No me importa. Long se metió en su traje espacial y se acercó a la escotilla. Que era novato en el juego quedaba demostrado por las pocas veces que se había puesto el traje para salir al espacio. Esta era la quinta vez. Salió sujeto al cable más cercano, percibiendo la vibración del cable a través del metal de su guante. Gravó al fuego su número de serie en el metal liso de la cápsula. Nada podía oxidar el acero en el gran vacío del espacio. Simplemente se fundía y vaporizaba, condensándose a unos palmos de distancia del rayo energético, transformando la superficie que tocaba en un color gris polvoriento y opaco. Long regresó a la nave. Una vez dentro, se quitó el casco, blanco y cubierto de escarcha formada nada más entrar. Lo primero que oyó fue la voz de Swenson saliendo del aparato de radio, casi irreconocible por la rabia:

— …directamente al Comisionado. ¡Maldita sea!, ¡este juego tiene sus reglas! Rioz, sentado, imperturbable, replicó:

— Mira, entró en mi sector. Tardé en descubrirla y la perseguí hasta el tuyo.

— Tú no la hubieras alcanzado sin pasar antes por Marte. No hay más…, ¿ya has vuelto, Long? Cortó el contacto. El botón de señal insistió enfurecido, pero no le hizo caso.

— ¿Va a ir al Comisionado? -preguntó Long.

— No lo creas. Se pone así porque rompe la monotonía. Pero no lo dice en serio. Sabe que la cápsula es nuestra.

— ¿Y qué te ha parecido este pedazo de captura, Ted?

— Muy buena.

— ¿Muy buena? ¡Impresionante! Espera. Voy a mandarla abajo. Los chorros laterales soltaron su vapor y la nave inició un giro lento alrededor de la cápsula. Ésta giró también. En treinta minutos eran como una gigantesca peonza rodando en el vacío. Long comprobó en el Ephemeris la posición de Deimos. En un momento precisamente calculado, los cables liberaron su campo magnético y la cápsula marchó tangencialmente en una trayectoria que, en uno o dos días, la dejaría a distancia de recuperación de los depósitos de cápsulas del satélite de Marte. Rioz contempló su desaparición. Se sentía feliz. Se volvió a Long.

— Ha sido un gran día para nosotros.

— ¿Qué me dices del discurso de Hilder? -preguntó Long.

— ¿Qué? ¿Quién? Oh, ése. Óyeme, si tuviera que preocuparme por todo lo que dice un maldito terrícola, no podría dormir. Olvídalo.

— No creo que debamos olvidarlo.

— Estás loco. No me des la lata con eso, ¿quieres? Vete a dormir. Ted Long encontró excitante el ancho y alto de la calle principal de la ciudad. Hacía dos meses que el Comisionado había declarado una moratoria en las recuperaciones y había retirado a todas las naves del espacio, pero esta sensación de panorama ampliado no dejaba de excitar a Long. Incluso el pensamiento de que la moratoria se había establecido por causa de una decisión del planeta Tierra de prohibir con renovada insistencia el gasto de agua, decidiendo una ración límite para los basureros, no bastó para mermar su entusiasmo. El techo de la avenida estaba pintado de azul luminoso, imitando quizá de forma anticuada el cielo de la Tierra. Ted no estaba seguro. Las paredes estaban iluminadas por los escaparates de las tiendas abiertas. A distancia, por encima del barullo del tráfico y del ruido de la gente que le adelantaba, podía oír el estruendo intermitente a medida que se perforaban nuevos canales en la corteza de Marte. Recordaba este estruendo de toda su vida. El suelo que pisaba había formado parte, cuando él nació, de una gran roca sólida e intacta. La ciudad iba creciendo y seguiría creciendo…, sólo si la Tierra se lo permitía. Torció en un cruce de calles más estrechas, menos brillantemente iluminadas, porque las tiendas cedían el lugar a casas de apartamentos, cada una con su hilera de luces en la fachada principal. A los transeúntes, compradores y tráfico les sustituían paseantes individuales y muchachos chillones que no habían acudido a los requerimientos maternos para ir a cenar. En el último instante, Long recordó los modales sociales y se detuvo en una aguadería de la esquina. Entregó su cantimplora:

— Llénela. La encargada desenroscó el tapón, echó una mirada al interior, la sacudió un poco y rió alegremente:

— ¡No queda mucha!

— No -asintió Long. La encargada la llenó sosteniendo la boca de la cantimplora pegada a la manguera para evitar que se perdiera una sola gota. El marcador de volumen avisó. Volvió a enroscar el tapón. Long entregó las monedas y recogió la cantimplora. Ahora iba golpeándole alegremente la cadera con agradable pesadez. Visitar una familia sin llevarles una cantimplora llena era algo que no se hacía. Entre chicos no importaba; bueno, no importaba demasiado. Entró en el portal del número 27, subió un corto tramo de escalera y se paró con el dedo en el timbre. Podía oírse claramente el rumor de voces. Una era voz de mujer, algo estridente:

— A ti te parece muy bien traer a tus amigos basureros a casa, ¿no es verdad? Y figura que yo debo estar agradecida a que pases dos meses en casa, por año. ¡Oh, y que puedas estar uno o dos días conmigo, ya basta! Después, otra vez con los basureros.

— Ahora llevo mucho tiempo en casa -dijo una voz masculina- y se trata del trabajo. ¡Oh, por el amor de Marte, cállate ya, Dora! No tardarán en llegar. Long decidió esperar un momento antes de apretar el botón. Así les daría la oportunidad de encontrar una disculpa para disimular.

— ¿Y qué me importa que estén al llegar? -replicó Dora-. Que me oigan. Casi preferiría que el Comisionado mantuviera la moratoria eternamente. ¿Me has oído bien?

— ¿Y con qué viviríamos? -replicó, airada, la voz masculina-. A ver si me lo dices tú.

— Sí, te lo diré. Puedes ganarte honrada y decentemente la vida aquí mismo, en Marte, igual que los demás. Soy la única de esta casa que es «viuda» de basurero. Y eso es lo que soy… una viuda. Peor que una viuda, porque si fuera viuda tendría por lo menos la oportunidad de casarme con alguien…, ¿qué has dicho?

— Nada. Nada en absoluto.

— ¡Oh, ya sé lo que has dicho. Ahora bien, óyeme, Dick Swenson…

— Sólo he dicho -exclamó Swenson- que ahora sé por qué los basureros no suelen casarse.

— Tampoco debiste hacerlo tú. Estoy más que harta de que todo el vecindario me compadezca, y sonría, y me pregunte cuándo vuelves a casa. Los demás pueden ser ingenieros de minas, administradores e incluso perforadores de túneles. Por lo menos las esposas de los tuneleros tienen una vida familiar decente y sus hijos no se crían como vagabundos. Es como si Peter no tuviera padre… Una vocecita de muchacho se filtró por la puerta. Sonaba más alejada, como si estuviera en otra habitación.

— Eh, mamá, ¿qué es un vagabundo? La voz de Dora levantó un poco el tono:

— ¡Peter! No te distraigas de tus deberes. Swenson dijo en voz baja:

— No está bien hablar así delante del niño. ¿Qué clase de ideas tendrá sobre mí?

— Entonces, quédate en casa y enséñale buenas ideas. La voz de Peter volvió a oírse:

— Eh, mamá, cuando sea mayor voy a ser basurero. Se oyeron pasos rápidos. Hubo una pausa momentánea y de pronto unos chillidos:

— ¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho yo? -Y luego un silencio pesado. Long aprovechó la oportunidad. Apretó el botón vigorosamente. Swenson abrió la puerta, alisándose el cabello con ambas manos.

— Hola, Ted -dijo a media voz. Y en voz más alta-: Ha llegado Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?

— No tardará en llegar -respondió Long. Dora salió apresuradamente de la otra habitación; era una mujer bajita, morena, con una nariz pinzada y el cabello, que empezaba a encanecer, peinado dejando la frente descubierta.

— Hola, Ted. ¿Has comido?

— Sí, muy bien, gracias. No les interrumpo, ¿verdad?

— En absoluto. Hace tiempo que terminamos. ¿Querrás un café?

— Creo que sí. -Ted desenganchó la cantimplora y se la tendió.

— ¡Oh, cielos, de ninguna manera! Tenemos mucha agua.

— Insisto.

— Entonces, bien. Volvió a la cocina. Por la puerta de muelles pudo ver un montón de platos puestos en «Secoterg», el «limpiavajillas sin agua que empapa y absorbe la grasa y suciedad en un santiamén. Un chorrito de agua aclara medio metro cuadrado de superficie de vajilla y la deja limpísima. Compre Secoterg», «Secoterg» limpia bien, devuelve el brillo a tus platos y no malgasta agua… » La canción empezó a sonar en su cabeza y Long la aplastó hablando. Se le ocurrió decir:

— ¿Cómo está Peter?

— Bien, bien, el chico está en cuarto grado. Como sabes, no le veo mucho, pues verás, cuando volví la última vez, me miró y me dijo… Y la conversación siguió por estos derroteros. No estuvo mal en cuanto a gracias de niños listos contadas por sus padres. Volvió a oírse el timbre y entró Mario Rioz, ceñudo y sofocado. Swenson se le acercó al instante:

— Oye, no digas nada sobre recogida de cápsulas. Dora recuerda todavía aquella vez que te apoderaste de una clase A en mi territorio y en este momento está de muy mal humor.

— ¿Y quién demonios quiere hablar de cápsulas? -Rioz se quitó la chaqueta forrada de piel, la echó sobre el respaldo del sillón y se sentó. Dora salió por la puerta de la cocina, miró al recién llegado con una sonrisa sintética, y saludó:

— Hola, Mario. Tú también querrás café, ¿verdad?

— Sí -contestó, buscando maquinalmente su cantimplora.

— Gasta un poco más de mí agua, Dora -se apresuró a ofrecer Long-. Me la deberá.

— Eso -dijo Rioz.

— ¿Qué ocurre, Mario?

— Venga -masculló Rioz-. Dime que ya me lo habías dicho. Hace un año, cuando Hilder hizo aquel discurso, me lo dijiste. Dilo. Long se encogió de hombros. Rioz prosiguió:

— Han establecido la cuota. Salió en el noticiario hace quince minutos.

— ¿Y bien?

— Cincuenta toneladas de agua por viaje.

— ¿Qué? -gritó Swenson, rabioso-. No puedes despegar de Marte con cincuenta toneladas.

— Pues ésta es la cifra. Es una acción deliberada: acabar con los basureros. Dora llegó con el café y lo repartió.

— ¿Qué es eso de acabar con los basureros? -se sentó con firmeza y Swenson pareció perdido.

— Al parecer -explicó Long-, nos están racionando el agua a cincuenta toneladas y esto significa que no podremos hacer más salidas.

— Bueno, ¿y qué? -Dora sorbió su café y sonrió feliz-. Si queréis mi opinión, diré que está bien. Ya es hora de que todos vosotros os busquéis un trabajo bueno y fijo aquí, en Marte. Lo digo en serio. No es vida eso de andar todo el tiempo por el espacio…

— Por favor, Dora -rogó Swenson. Rioz se sobresaltó; Dora levantó las cejas:

— Solamente os doy mi opinión.

— Por favor, puede decir lo que le parezca -cortó Long-, pero a mí también me gustaría decir algo. Cincuenta mil no es más que un detalle. Sabemos que la Tierra, o por lo menos el partido de Hilder, quiere sacar capital político de una campaña en favor de la economía del agua así que estamos en mala situación. Tenemos que conseguir agua de alguna forma o nos aislarán del todo, ¿entendéis?

— Claro -asintió Swenson.

— Pero la cuestión es, cómo hacerlo, ¿verdad?

— Si solamente se tratara de conseguir agua -terció Rioz en un súbito torrente de palabras- cabría hacer una cosa y lo sabéis. Si los terrícolas no nos dan agua, cogerla. El agua no es sólo suya porque sus padres y abuelos fueron demasiado cobardones para abandonar su rico planeta. El agua pertenece a la gente, esté donde esté. Nosotros somos gente y el agua también es nuestra. Tenemos derecho.

— ¿Cómo te propones apoderarte de ella? -preguntó Long.

— ¡Fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. No pueden establecer guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos bajar por el lado oscuro del planeta siempre que queramos, llenar nuestras cápsulas e irnos. ¿Cómo pueden impedírnoslo?

— De varias maneras, Mario. ¿Cómo descubres cápsulas en el espacio a distancia de centenares de miles de kilómetros? Tan sólo una cápsula metálica en todo ese espacio. ¿Cómo? Por radar. ¿Crees que no tienen radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra llega a enterarse de que les estamos robando el agua, no será sencillo para ellos montar una red de radares que señalen a las naves que llegan del espacio? Dora, indignada, interrumpió:

— Voy a decirte una cosa, Mario Rioz. Mi marido no va a formar parte de ningún grupo que vaya a buscar agua para mantener su recogida de basuras.

— No se trata solamente de la recogida de cápsulas -insistió Mario-. Después del agua, nos quitarán todo lo demás. Tenemos que pararles los pies ahora.

— Pero, tampoco necesitamos su agua -siguió protestando Dora-. No somos ni Venus ni Luna. Sacamos suficiente agua de los casquetes polares para nuestras necesidades. Incluso en este apartamento tenemos entrada de agua. En esta manzana, lo tienen todos los apartamentos.

— El agua para uso doméstico es el gasto menor -siguió explicando Long-. Las minas necesitan agua. ¿Y qué me dices de los depósitos de agua de los cultivos hidropónicos?

— Tienes razón -dijo Swenson-. ¿Qué hay de los depósitos hidropónicos, Dora? Necesitan mucha agua y ya va siendo hora de que cultivemos nuestras verduras en lugar de vivir de los condensados que nos envían de la Tierra.

— Oídle bien -exclamó Dora despectiva-. ¿Qué sabe él de comida fresca? Nunca la has comido.

— He comido más de lo que crees. ¿Recuerdas aquellas zanahorias que recogí una vez?

— Bueno, ¿y qué tiene de maravilloso? Si me preguntas te diré que la protocomida asada es mucho mejor. Y también más sana. Al parecer ahora está de moda hablar de verdura fresca porque así aumentan los impuestos sobre los cultivos hidropónicos. Además, todo esto terminará.

— No lo creo -dijo Long-. En todo caso, no por sí solo. Hilder será, probablemente, el nuevo Coordinador y las cosas se pondrán realmente mal. Si también nos racionan el envío de alimentos…

— ¿Qué vamos a hacer, pues? -gritó Rioz-. Sigo diciendo que debemos ir a cogerla. ¡Llevarnos el agua!

— Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que lo que estás sugiriendo es el sistema de la Tierra y de los terrícolas? Tratas de agarrarte al cordón umbilical que une a la Tierra con Marte. ¿No puedes olvidarte de él? ¿No puedes enfocarlo según el sistema marciano?

— No, supongo que no. A ver si me lo explicas.

— Lo haré si me escuchas. Cuando pensamos en el Sistema Solar, ¿en qué pensamos?

En Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí tienes… siete cuerpos, y nada más. Pero esto no representa un uno por cierto del Sistema Solar. Nosotros, marcianos, estamos al borde del otro noventa y nueve por ciento. Allá, más lejos que el Sol, hay increíbles cantidades de agua. Los demás se le quedaron mirando. Swenson titubeó:

— ¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno?

— No específicamente a ésas, pero admito que es agua. Una capa de mil seiscientos kilómetros de grosor de agua, es mucha agua.

— Pero está todo ello recubierto de capas de amoníaco… o cosa parecida, ¿no es verdad? -preguntó Swenson-. Además no podemos bajar a los planetas mayores.

— Ya lo sé -dijo Long- pero no he dicho que ésta sea la respuesta. Los planetas mayores no son los únicos objetos que hay allí. ¿Qué me dices de los asteroides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y que es poco más que una masa de hielo. Una de las lunas de Saturno es casi todo hielo. ¿Qué os parece?

— ¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? -preguntó Rioz.

— Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

— Claro que sé que has estado, pero todavía hablas como un terrícola. ¿Has pensado en las distancias involucradas? Normalmente un asteroide está a, como poco, treinta millones de kilómetros. Es dos veces el trayecto de Venus a Marte y sabes que casi ninguna gran nave lo hace en un salto. Generalmente paran en la Tierra o en la Luna. Después de todo, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre aguante en el espacio?

— No lo sé. ¿Cuál es tu límite?

— Tú lo conoces de sobra. No tienes que preguntarme. Son seis meses. Está en todos los manuales. Después de seis meses si aún sigues en el espacio eres carne de psicoterapia. ¿No es así, Dick? Swenson movió afirmativamente la cabeza.

— Y esto sólo en cuanto a asteroides -prosiguió Rioz-. De Marte a Júpiter hay setencientos veinte millones de kilómetros, y a Saturno mil trescientos millones. ¿Cómo puede alguien cubrir estas distancias? Suponte que alcanzas la máxima velocidad o, para que quede más claro, que consigues unos trescientos mil kilómetros por hora, en teoría, pero ¿de dónde sacarías el agua para hacerlo?

— ¡Caramba! -exclamó una vocecita perteneciente al poseedor de unos ojos redondos y una nariz respingona-. ¡Saturno! Dora giró en redondo:

— Peter, vuelve inmediatamente a tu habitación.

— ¡Oh, mamá!

— Nada de ¡oh, mamá! -y empezó a levantarse de su silla; Peter desapareció. Swenson sugirió:

— Oye, Dora, ¿por qué no vas a hacerle un ratito de compañía? Es difícil que se concentre en sus deberes si estamos todos aquí hablando. Dora se mostró obstinada y no se movió.

— Me quedaré aquí sentada hasta que averigüe lo que piensa Ted Long. Y desde ahora ya os puedo decir que no me gusta nada. Bueno, olvidemos a Júpiter y Saturno -dijo Swenson nervioso-. Estoy seguro de que Ted no los tiene en cuenta. Pero, ¿qué hay de Vesta? Podríamos hacerlo en diez o doce semanas de ida y otras tantas de vuelta. Y trescientos kilómetros de diámetro. ¡Representan siete millones novecientos mil kilómetros cúbicos de hielo!

— ¿Y qué? -objetó Rioz-. ¿Y qué hacemos en Vesta? ¿Cortar el hielo? ¿Montar maquinaria de minas? Oye, ya sabes cuánto tiempo nos llevaría.

— Estoy hablando de Saturno, no de Vesta -dijo Long. Rioz se dirigió a un público invisible.

— ¡Le hablo de mil cien millones de kilómetros, y sigue hablando!

— Está bien -le cortó Long-, supongamos que me explicas cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario.

— Lo sabe todo el mundo, maldita sea.

— Porque está en el Manual de Vuelo Espacial. Son datos recopilados por científicos de la Tierra, de sus experiencias con pilotos de la Tierra y espaciales. Aún piensas al estilo terrícola. No quieres pensar por el sistema marciano.

— Un marciano puede ser un marciano, pero sigue siendo un hombre.

— Pero, ¿cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado fuera más de seis meses sin que os ocurriera nada?.

— Esto es distinto.

— ¿Por que sois marcianos? ¿Porque sois basureros profesionales?

— No, porque no se trata de un gran vuelo. Podemos regresar a Marte cuando queramos.

— Pero, no queréis. Es lo que quiero decir. Los de la Tierra tienen naves enormes con filmotecas, con una tripulación de quince hombres, más los pasajeros. Así y todo, sólo pueden quedarse fuera seis meses como máximo. Los basureros marcianos tienen una nave con dos cabinas y sólo un socio. Pero somos capaces de aguantar más de seis meses.

— Y supongo que queréis vivir en una nave por más de un año -rezongó Dora- para ir a Saturno.

— ¿Y por qué no, Dora? -preguntó Long-. Podemos hacerlo. ¿No te das cuenta de que realmente podemos? Los de la Tierra, no. Tienen un mundo de verdad. Tienen un cielo abierto y comida fresca, y todo el agua y el aire que quieren. Meterse en una nave es para ellos un cambio terrible. Por esta razón, más de seis meses es demasiado para ellos. Los marcianos somos diferentes. Llevamos viviendo en una nave toda nuestra vida. »Porque eso es lo que es Marte… una nave. Sólo una gran nave. De seis mil ochocientos kilómetros de diámetro y un cuartito en el centro ocupado por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire en conserva, bebemos agua en conserva, que repurificamos una y otra vez. Comemos las mismas raciones que se comen en una nave. Cuando entramos a bordo, es lo mismo que hemos conocido toda nuestra vida. Podremos soportarlo por más de un año si es preciso.

— ¿También Dick? -insistió Dora.

— Podemos hacerlo todos.

— Pues Dick no puede. Todo eso está muy bien para ti, Ted Long, y ese robacápsulas de Mario de querer estar fuera un año. Tú no estás casado, Dick lo está. Tiene una mujer y tiene un hijo, y con eso le basta. Puede perfectamente encontrar un trabajo aquí en el propio Marte. Pero, cielos, os imagináis que llegáis a Saturno y no hay agua, ¿cómo volveréis? Incluso si os quedara agua, no tendríais comida. Es lo más ridículo que he oído.

— No. Ahora, escúchame bien -insistió Long-. Lo tengo muy pensado. He hablado con el Comisionado Sankov y nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Y yo solo no puedo conseguirlos. Los hombres no querrán escucharme. Soy nuevo. Vosotros dos, en cambio, sois conocidos y respetados. Sois veteranos. Si me ayudáis, aunque decidierais no ir, si me ayudáis a convencer a los demás, a conseguir voluntarios…

— Primero -barbotó Rioz- tendrás que explicarnos bastantes más cosas. Una vez lleguemos a Saturno, ¿dónde estará el agua?

— Ahí está lo bonito del caso. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando a su alrededor, en el espacio, no hay más que recogerla. Cuando Hamish Sankov llegó a Marte, no existía lo que se dice un marciano nativo. Ahora hay más de doscientos niños cuyos abuelos han nacido ya en Marte… Son nativos de la tercera generación. Cuando llegó, adolescente, Marte era apenas algo más que un montón de naves aparcadas y conectadas entre sí por túneles subterráneos. A lo largo de los años vio crecer y extenderse rápidamente edificios, proyectando tuberías a la pobre e irrespirable atmósfera. Había visto inmensos almacenes que podían acomodar naves con sus cargas. Había visto cómo las minas salían de la nada hasta ser un gran corte en la corteza de Marte, mientras la población crecía de cincuenta a cincuenta mil. Todos esos lejanos recuerdos le hacían sentirse viejo… ésos y los recuerdos aún más borrosos que le traía ese terrícola que tenía delante. Su visitante tenía consigo restos casi olvidados de antiguos recuerdos de un mundo tibio y suave, bondadoso y tierno para la humanidad como las entrañas de una madre. El terrícola parecía recién salido de aquellas entrañas. No era ni alto, ni muy flaco; simplemente lleno de carnes. Cabello oscuro, un poco ondulado, un bigotito y la piel limpiamente rasurada. Sus ropas, de estilo adecuado, estaban tan aseadas y limpias como podían estarlo por el plastek. La ropa de Sankov era de fabricación marciana útil e impecable, pero pasada de moda. Su rostro era anguloso y arrugado, el cabello de un blanco puro, y su nuez pronunciada subía y bajaba cuando hablaba. El terrícola era Myron Digby, miembro del Congreso General de la Tierra. Sankov era Comisionado marciano.

— Todo esto es muy duro para nosotros, señor -observó Sankov.

— Para la mayoría de nosotros también es duro, Comisionado.

— No sé. Honradamente no puedo decir que entienda el modo de hacer de la Tierra, por más que haya nacido allí.

— Marte es un lugar difícil para vivir, Congresista, y debe comprenderlo. Hacen falta naves muy espaciosas para traernos la comida, el agua y la materia prima para poder sobrevivir. No queda mucho espacio para libros ni para películas, aunque sean noticiarios. Incluso los programas de vídeo no llegan a Marte, sólo durante un mes cuando la Tierra está en conjunción y aun entonces a nadie le sobra tiempo para mirarlos. »Mi oficina recibe una película semanal que es el resumen de la Prensa planetaria. En general me falta tiempo para dedicarle. Puede que nos tache usted de provincianos y tendrá razón. Cuando sucede algo como esto, lo único que cabe hacer es mirarnos desesperados.

— No querrá decirme que su gente -dijo Digby lentamente- no se ha enterado de la campaña de Hilder contra el despilfarro de agua.

— No, no puedo decirlo. Hay un joven basurero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio. -Sankov se rascó, pensativo, un lado del cuello-, que tiene como pasatiempo leer la historia de la Tierra y cosas parecidas. Capta programas de vídeo cuando está en el espacio y oye a ese tal Hilder. Por lo que puedo decir, aquélla fue la primera comunicación que hizo Hilder sobre los despilfarradores de agua. »El joven vino a verme para contármelo. Naturalmente, no lo tomé demasiado en serio. Estuve al tanto de las películas de la Prensa planetaria a partir de entonces, pero no se mencionaba mucho a Hilder, y lo que se decía lo presentaba como un personaje extraño.

— En efecto, Comisionado, todo parecía una broma cuando empezó. Sankov estiró sus largas piernas junto al escritorio y las cruzó por el tobillo.

— A mí todavía me parece una broma. ¿Qué discute? ¿Que gastamos agua? ¿Se ha preocupado de mirar los números? Los tengo aquí. Me los hice traer cuando llegó ese Comité.

— Parece ser que la Tierra tiene mil trescientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos y cada kilómetro cúbico pesa mil toneladas. Eso es mucha agua. Nosotros usamos parte de esta cantidad en vuelos espaciales. Gran parte del impulso está dentro del campo de gravedad de la Tierra y esto significa que el agua que desprendernos al despegar vuelve a los océanos. Hilder no lo tiene en cuenta. Cuando dice que se gasta cerca de un millón de toneladas de agua por vuelo, es un embustero. Es menos de cien mil toneladas. »Supongamos por un momento que tenemos cincuenta mil vuelos por año. No es así, claro; ni siquiera mil quinientos. Pero digamos que son cincuenta mil. Imagino que con el tiempo habrá una expansión considerable. Con cincuenta mil vuelos, se perdería una milla cúbica de agua en el espacio cada año. Esto significa que en un millón de años, la Tierra perdería un cuarto del uno por ciento de toda su agua. Digby extendió las manos, palmas arriba, y las dejó caer de nuevo.

— Comisionado, los Aliados interplanetarios utilizaron este tipo de números en su campaña contra Hilder, pero es imposible combatir un levantamiento tremendo y emocional, con la frialdad de las matemáticas. Este hombre, me refiero a Hilder, ha inventado el nombre de «despilfarradores». Poco a poco ha ido transformando este nombre en una gigantesca conspiración, una pandilla de aprovechados y brutales desalmados que violan la Tierra en beneficio propio e inmediato. »Ha acusado al Gobierno de estar de acuerdo con ellos, al Congreso de ser dominado por ellos, a la Prensa de estar pagada por ellos. Desgraciadamente, nada de esto parece una ridiculez al hombre medio. Sabe de sobra lo que unos egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra. Saben lo que ocurrió con el petróleo de la Tierra durante la época de los desastres, por ejemplo, y la forma en que se arruinó el suelo.

— Cuando un granjero sufre la sequía, le tiene sin cuidado que el agua perdida en un vuelo espacial sea o no una gota en la niebla comparada con el exceso de agua de la Tierra. Hilder le ha proporcionado un motivo al que culpar y éste es el mayor consuelo en caso de desastre. Hilder no va a renunciar a esto por más cifras que se le den.

— Eso es lo que me desconcierta -objetó Sankov-. Quizá porque ya no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero tengo entendido que no existen granjeros víctimas de la sequía. Por lo que he deducido de los resúmenes de noticias, los seguidores de Hilder son minoría. ¿Por qué razón la Tierra se alía con ellos, los granjeros. y algunos chiflados que le apoyan?

— Porque, Comisionado, existe lo que se llama seres humanos preocupados. La industria del acero ve que una era de vuelos espaciales pesará enormemente sobre las aleaciones ligeras no ferrosas. Los diversos sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cualquier terrícola que no puede conseguir aluminio para conseguir un prefabricado está seguro de que no lo consigue porque el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los despilfarradores porque no puede conseguir una concesión del Gobierno para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno va a investigación de cohetes y medicina del espacio y está resentido.

— Con esto veo que no hay gran diferencia entre la gente de la Tierra y los de Marte. Pero, ¿qué opina el Congreso General? ¿Por qué tienen que seguirle la corriente a Hilder?

— La política es algo difícil de explicar -replicó Digby sonriendo con acritud-. Hilder introdujo la disposición de montar un comité que investigara el abuso de vuelos espaciales. Las tres cuartas partes, o algo más, del Congreso estaban en contra de tal investigación por considerarla una intolerable e inútil ampliación de la burocracia, lo que es cierto. Pero, ¿cómo podía un legislador estar en contra de la simple investigación de un abuso? Podría parecer como si tuviera algo que temer o que ocultar. Parecería como si él mismo se beneficiara del despilfarro. Hilder no tiene el menor miedo a expresar estas acusaciones, y sean o no verdad, serían un poderoso factor para los votantes en las próximas elecciones. Y la disposición se hizo ley. »Luego vino la cuestión de nombrar a los componentes del comité. Los que estaban en contra de Hilder rehusaron participar, porque eso hubiera significado tomar decisiones que continuamente resultarían embarazosas. Permaneciendo al margen serian menos blanco de los ataques de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro del comité que es abiertamente contrario a Hilder y puede costarme la reelección.

— Lo lamentaré, señor. Parece como si Marte no tuviera tantos amigos como creíamos. No nos gustaría perder ni uno. Pero si Hilder gana, ¿qué se propone hacer?

— Yo diría que está claro -dijo Digby-. Quiere ser el nuevo Coordinador Global.

— ¿Cree usted que lo conseguirá?

— Si no hay nada que le detenga, sí.

— Y entonces, ¿qué? ¿Abandonará su campaña contra el «despilfarro»?

— No sabría decirlo. Ignoro si ha hecho planes para después de su coordinación. Sin embargo, si quiere mi opinión, no creo que pueda abandonar su campaña y conservar su popularidad. Se le ha desbordado. Sankov volvió a rascarse el cuello.

— Está bien. En este caso voy a pedirle consejo. ¿Qué podemos hacer los de Marte? Conoce usted la Tierra. Conoce la situación. Nosotros, no. Díganos qué debemos hacer. Digby se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró hacia las cúpulas bajas de los otros edificios, a la llanura roja y rocosa completamente desolada que se extendía en medio, al cielo púrpura y a un sol reducido. Sin volverse, preguntó:

— ¿Les gusta a ustedes realmente Marte?

— La mayoría de nosotros no conoce ningún otro mundo, señor. Me parece que la Tierra les resultaría peculiar e incómoda.

— Pero, ¿no se acostumbrarían los marcianos? La Tierra no es difícil de aceptar después de todo. ¿No le gustaría a su gente aprender a disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted mismo vivió en la Tierra. Debe recordar lo que era.

— Me acuerdo en cierto modo. Pero no me parece fácil de explicar. La Tierra está ahí. Encaja con la gente y la gente con ella. La gente acepta la Tierra tal como la encuentra. Marte es diferente. Es descarnado y no encaja con la gente. Ésta tiene que sacarle el mejor partido. Tiene que edificar un mundo y no aceptar lo que encuentra. Marte no es aún gran cosa, pero estamos edificando, y cuando terminemos vamos a tener exactamente lo que queremos. Es una experiencia excitante saber que se está edificando un mundo. Después de esto, la Tierra resultaría aburrida. El Congresista objetó:

— No puedo creer que el marciano ordinario sea tan filósofo que se conforme con vivir esta horrible y dura vida en aras de un futuro que debe estar a cientos de generaciones de distancia.

— No, no es exactamente así. -Sankov cruzó el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda y se lo sujetó mientras hablaba-. Como le he dicho, los marcianos son parecidos a los terrícolas, lo que significa que son seres humanos, y los seres humanos son poco dados a la filosofía. De todos modos, es importante vivir en un mundo que va creciendo, lo vea usted o no. »Cuando llegué a Marte por primera vez, mi padre solía enviarme cartas. Era contable, y nunca dejó de ser un contable. La Tierra no era muy diferente cuando murió de lo que era cuando nació. Nunca vio ocurrir nada. Cada día era como cualquier otro día, y vivir era sólo una forma de pasar el tiempo hasta la muerte. »En Marte es distinto. Cada día hay algo nuevo, la ciudad es mayor, el sistema de ventilación da un paso adelante, las conducciones de agua de los polos se perfeccionan. Ahora mismo nos proponemos montar una asociación de noticiarios filmados por nosotros. Vamos a llamarles Prensa de Marte. Si no ha vivido cuando las cosas van creciendo a su alrededor, jamás comprenderá lo maravilloso que es y lo que se siente. »No, Congresista, Marte es difícil y duro, la Tierra es mucho más cómoda, pero me parece que si se llevara a nuestros muchachos a la Tierra serían desgraciados. Probablemente la mayoría no sería capaz de comprenderlo, pero se sentirían perdidos, perdidos e inútiles. Me parece que muchos de ellos no se adaptarían jamás. Digby se apartó de la ventana y en la piel lisa y sonrosada de la frente se le formó una arruga:

— En tal caso, Comisionado, lo siento por usted. Por todos ustedes.

— ¿Por qué?

— Porque no creo que haya nada que pueda hacer su gente en Marte. O en todo caso, los de Venus o la Luna. No ocurrirá ahora; tal vez no ocurra en un año ni en dos, ni incluso en cinco. Pero a no tardar tendrán que volver todos a la Tierra, a menos que… Las blancas cejas de Sankov parecieron cubrir sus ojos:

— ¿Qué?

— A menos que puedan encontrar otra fuente de agua que no sea la Tierra.

— Y no parece probable, ¿verdad? -preguntó Sankov, abrumado.

— Poco probable.

— Y salvo eso, ¿no ve más oportunidad?

— Ninguna en absoluto. Después de decirlo, Digby se fue, y Sankov se quedó un momento con la mirada perdida antes de marcar un número de la línea de comunicación local.

— Tenias razón, hijo. No pueden hacer nada. Incluso los que nos comprenden, no ven ninguna salida. ¿Cómo lo adivinaste tú?

— Comisionado -respondió Long-, cuando se ha leído todo sobre la época del desastre, especialmente sobre el siglo veinte, nada político puede ser una sorpresa.

— Bien, puede que sí. En todo caso, hijo, el congresista Digby lo lamenta por nosotros, lo siente horrores, podríamos decir, pero nada más. Dice que tendremos que abandonar Marte o ir a buscar el agua a otra parte. Sólo que piensa que no podemos encontrarla en ningún otro sitio.

— Pero usted sabe que sí podemos, Comisionado. Sé que podemos, hijo. Pero el riesgo es terrible.

— Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo es cosa nuestra.

— ¿Y cómo va eso?

— No va mal. Algunos de los muchachos están ya de mi parte. Convencí a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.

— Ahí está el problema… Los voluntarios son los mejores hombres que tenemos. Me horroriza permitirlo.

— Si volvemos, habrá valido la pena.

— Si. Es palabra importante, hijo. Y muy importante lo que tratamos de hacer.

— Bien, di mi palabra de que si no conseguíamos ayuda de la Tierra, procuraré que el depósito de agua de Fobos os entregue toda la que necesitéis. ¡Buena suerte!

A ochocientos mil kilómetros de Saturno. Mario Rioz estaba recostado en nada, dormir era delicioso. Despertó lentamente de su sueño y, por unos instantes, solo dentro de su traje espacial, se entretuvo contando las estrellas y trazando líneas de unas a otras. En un principio, a medida que corrían las semanas, era como volver a ser basureros, salvo por la corrosiva sensación de que cada minuto significaba un número adicional de millares de kilómetros lejos de toda la humanidad. Eso lo empeoraba. Habían apuntado alto para poder salir de la eclíptica mientras cruzaban el cinturón de asteroides. Con ello se había gastado mucha agua y probablemente había sido innecesario. Aunque decenas de miles de pequeños mundos aparecían tan espesos como insectos en proyección bidimensional sobre una placa fotográfica, están, sin embargo, tan desparramados por los cuatrillones de kilómetros cúbicos que formaban su órbita conglomerada, que solamente la más ridícula de las coincidencias podría provocar una colisión. No obstante, traspasaron el cinturón, pero alguien calculó las posibilidades de colisión con un fragmento de materia lo bastante grande como para producir algún daño. La estimación era tan baja, tan verdaderamente baja, que era casi imposible que acaeciera encontrarse con un «objeto flotante en el espacio». Los días eran largos y muchos, el espacio estaba vacío, solamente se necesitaba a un hombre en los controles en todo momento. La idea era nueva. Primero, fue alguien especialmente atrevido el que se aventuró a estar fuera unos quince minutos. Luego otro probó media hora. Por fin, antes de que los asteroides quedaran completamente atrás, cada nave regularmente tenía a su miembro libre de guardia suspendido de un cable en el espacio. Era bastante fácil. Para empezar, uno de los cables destinados a operaciones a la conclusión del viaje, estaba magnéticamente sujeto por ambos extremos, por uno al casco de la nave, y por el otro al traje espacial. Luego se salía por la escotilla al casco y allí se amarraba el otro cable. Descansaba un instante, agarrado a la piel metálica de la nave por los electromagnetos de las botas. Después se neutralizaban éstas y se hacía un ligerísimo esfuerzo muscular. Lenta, lentamente, con increíble lentitud, se desprendía de la nave. Aún más despacio, la masa mayor, la nave, se movía a poca distancia y hacia abajo. Uno flotaba de forma increíble, sin peso, en un negro sólido y tachonado. Cuando la nave se había alejado lo bastante, con la mano enguantada que mantenía asido el cable se apretaba ligeramente. Si se apretaba demasiado, uno se desplazaría hacia la nave y ésta hacia uno. Apretar con demasiada fuerza y la fricción le detendría, porque su moción sería equivalente a la de la nave y parecería tan inmóvil por debajo como si estuviera pintada sobre un imaginario telón de fondo, mientras que el cable colgaría enrollado entre los dos porque no tendría motivo para estar tirante. Para el ojo desnudo era media nave. Una mitad estaba iluminada por la luz del débil sol que brillaba aun demasiado para poder mirarle directamente sin la reforzada protección de la visera polarizada del traje espacial. La otra mitad era negra sobre negro y por tanto invisible.

El espacio envolvía, como un sueño. El traje espacial era tibio, renovaba el aire automáticamente, llevaba comida y bebida en recipientes especiales de los que se podía tomar con el mínimo movimiento de cabeza, y se ocupaba debidamente de los desperdicios. Por encima de todo, y más que cualquier otra cosa, estaba la deliciosa euforia de la ingravidez. Nunca hasta entonces se había sentido uno tan bien. Los días habían dejado de ser demasiado largos, ya no eran tan largos y faltaban días. Habían pasado la órbita de Júpiter en un punto cercano a los treinta grados de su posición actual. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, salvo el guisante blanco y resplandeciente del Sol. Algunos de los basureros insistieron en que podían considerar a Júpiter por su resplandor como una pequeña esfera con un lado comido del todo por las sombras de la noche. Después, pasado un período de varios meses, se desvaneció mientras otro punto de luz crecía hasta que fue más brillante que Júpiter. Era Saturno, primero como un punto y luego como una mancha ovalada y respladeciente. (-¿Por qué ovalada? -preguntó alguien y poco después otro contestó-: Por los anillos, naturalmente.) Todos salían a flotar en el espacio, en cualquier momento, contemplando incesantemente a Saturno. («Oye, fresco, vuelve a la nave, maldita sea. Estás de guardia.» «¿Quién está de guardia? Según mi reloj todavía me quedan quince minutos.» «Pues vuelve a poner en hora tu reloj. Además, ayer te di veinte minutos.» «Tú no darías ni dos minutos a tu abuela.» «Vuelve de una vez, maldición, o saldré ahora mismo.» «Está bien, ya vuelvo. ¡Santo Dios!, ¡cuánto ruido por un cochino minuto!» Pero en el espacio ninguna pelea era grave. Era demasiado bueno.) Saturno fue creciendo hasta que al fin rivalizó y después sobrepasó al Sol en brillantez; los anillos, situados en un amplio ángulo con su trayectoria de acercamiento, él pasó imponente junto al planeta que sólo tenía eclipsada una pequeña parte. Después, a medida que se acercaban, creció la amplitud de los anillos, para estrecharse a medida que el ángulo de aproximación iba decreciendo constantemente. Las lunas mayores aparecieron por los alrededores de aquel cielo como serenas luciérnagas. Mario Rioz se alegraba de estar despierto y poder seguir contemplando el espectáculo. Saturno llenaba medio cielo, con estrías color naranja, con las sombras de la noche reduciéndolo por la derecha casi en una tercera parte. Dos pequeños puntos redondos en aquel resplandor eran la sombra de dos de sus lunas. A la izquierda y detrás de él (podía mirar por encima del hombro izquierdo para ver, y al hacerlo, el resto de su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia la derecha para mantener el impulso angular) estaba el diamante blanco del Sol. Pero más que otra cosa, le gustaba contemplar los anillos. A la izquierda salía, por detrás de Saturno, una triple banda apretada, de luces anaranjadas. Por la noche, su principio quedaba oculto en las sombras nocturnas, pero los anillos se mostraban más cerca y más anchos. Se ensanchaban al acercarse, como la boca de una trompeta, pero también resultaban más borrosos al llegar, hasta que llenaban el cielo y se perdían. Desde donde estaba la flota de basureros, precisamente dentro del borde exterior del último anillo, éstos se rompian y asumían su verdadera identidad de agrupación de fragmentos sólidos más que la banda de luz sólida que parecían. Por debajo de él, o mejor dicho en la dirección que señalaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, había uno de los fragmentos del anillo. Tenía el aspecto de una gran mancha irregular que afeaba la simetría del espacio, tres cuartos iluminada y partida como con un cuchillo por la sombra de la noche. Otros fragmentos estaban más lejos reluciendo como polvo de estrellas, más apagados y amontonados hasta que al seguirlos, volvían a parecer anillos. Los fragmentos estaban inmóviles, pero era solamente porque las naves habían tomado una órbita cerca de Saturno equivalente a la del borde exterior de los anillos. El día anterior, recordó Rioz, había estado en el fragmento más cercano trabajando junto a una veintena de compañeros para darle la forma deseada. Mañana volvería a hacerlo. Hoy…, hoy flotaba en el espacio.

– ¿Mario? -la voz que sonaba en sus auriculares era inquisitiva. De momento a Rioz le embargó el hastío. Maldición, no estaba de humor para compañía.

– Al habla -respondió.

– Estaba seguro de haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Eres tú, Ted?

– El mismo.

– ¿Ocurre algo con el fragmento?

– Nada. He salido a flotar.

– ¿Tú también?

– De vez en cuando me apetece. Precioso, ¿verdad?

– Muy bueno -asintió Rioz.

– Sabes que he leído en libros de la Tierra…

– De terrícolas querrás decir. -Rioz bostezó y en aquellas circunstancias le resultó difícil emplear la expresión con la apropiada carga de resentimiento.

-… descripciones, a veces, de gente echada en la hierba -prosiguió long-, ya sabes, esa cosa verde que es como tiras finas de papel y que allí les cubre todo el suelo, que contempla el cielo azul salpicado de nubes. ¿Viste alguna vez películas con eso?

– Claro. Pero no me dijeron nada. Daban sensación de frío.

– Pero supongo que no lo será. Después de todo, la Tierra está muy cerca del Sol y dicen que su atmósfera es lo bastante espesa para retener el calor. Debo confesar que, personalmente, me molestaría encontrarme bajo cielo abierto y con sólo la ropa puesta. Pero me imagino que les gusta.

– ¡Los terrícolas están locos!

– Hablan de árboles, de grandes ramas oscuras, de vientos, ya sabes, movimientos del aire.

– Querrás decir corrientes. También pueden quedárselas.

– No importa. El caso es que lo describen maravillosamente, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado: ¿Cómo será en realidad? ¿Lo experimentaré alguna vez o es algo que solamente los de la Tierra pueden sentir? Muchas veces me ha parecido que me estaba perdiendo algo vital. Ahora sé cómo debe ser. Es esto. Completa paz en medio de un universo empapado en belleza.

– No les gustaría -opinó Rioz-. Me refiero a los terrícolas. Están tan acostumbrados a su repugnante y pequeño mundo que no sabrían apreciar lo que es flotar contemplando a Saturno… -Sacudió ligeramente su cuerpo y empezó a balancearse de un lado a otro en su centro de masa, lenta y dulcemente.

– Sí, también lo creo yo. Son esclavos de su planeta. Incluso si vienen a Marte, serán solamente sus hijos los que se sientan libres. Algún día habrá naves estelares grandes, inmensas, que podrán llevar a millares de personas y mantener su autosuficiente equilibrio por decenas de años, tal vez por siglos. La humanidad se extenderá por toda la Galaxia. Pero la gente tendrá que vivir su vida a bordo hasta que se desarrollen nuevos métodos de viajes interestelares, lo mismo ocurrirá con los marcianos, no terrícolas, en dirección al planeta, que serán los que colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el sistema marciano. Pero Rioz no le contestó. Se había vuelto a quedar dormido, meciéndose, balanceándose dulcemente, a cerca de un millón de kilómetros por encima de Saturno. El equipo de trabajo en el fragmento de anillo era la cruz de la moneda. La ingravidez, la paz e intimidad de la flotación en el espacio cedía el puesto a algo que no era ni paz ni intimidad. Incluso la ingravidez, que continuaba, resultaba más un purgatorio que un paraíso bajo las nuevas condiciones. Traten de manipular un proyector de calor de tipo habitualmente intransportable. Podía levantarse pese a me ir casi dos metros de altura y otros tantos de anchura, y ser casi de metal sólido, porque pesaba menos de un gramo. Pero su inercia era exactamente lo que había sido siempre, lo cual significaba que si no se colocaba muy despacio en posición correcta, continuaría moviéndose y llevándote consigo. Entonces tendrías que cruzar el campo de gravedad artificial en tu traje espacial y bajar de golpe. Keralski había cruzado el campo un poco alto, y bajó brutalmente, junto al proyector en un ángulo peligroso. Su tobillo aplastado había sido el primer accidente de la expedición. Rioz maldecía profusamente y sin parar. Continuaba con la costumbre de pasarse el dorso de la mano por la frente y secar el sudor acumulado. Las pocas veces que había sucumbido al impulso, el metal y la silicona chocaban con un ruido que atronó el interior de su traje, sin que sirviera para nada. Los secadores del interior del traje estaban aspirando al máximo y, naturalmente, recuperando el agua y devolviendo líquido ionizado, conteniendo una cuidadosa proporción de sal en el recipiente apropiado. Rioz gritó:

— Maldita sea, Dick, espera hasta que te dé la orden, ¿quieres? Y la voz de Swenson resonó en sus oídos:

— Bien, ¿y cuánto tiempo se supone que voy a estar aqui sentado?

— Hasta que te avise -respondió Rioz. Reforzó la gravedad artificial y levantó un poco el proyector. Liberó la suficiente seudogravedad hasta que se aseguró de que el proyector se mantendría unos minutos en su sitio, aunque le retirara el soporte del todo. De un puntapié quitó el cable de en medio (llegaba más allá del cercano «horizonte» a una fuente de energía invisible desde allí) y apretó el botón. El material de que se componía el fragmento burbujeó y se desvaneció bajo el contacto. Una sección del labio de la tremenda cavidad que ya habían abierto en la materia se fundió y desapareció la irregularidad de su contorno. — Prueba ahora -ordenó Rioz. Swenson se encontraba en la nave que se mantenía sobre la cabeza de Rioz. Swenson gritó:

— ¿Todo despejado?

— Te he dicho que empieces. Lo que salió de una abertura en la proa de la nave fue un débil chorro de vapor. La nave bajó hacia el fragmento de anillo. Otro chorro compensó la tendencia a moverse hacia un lado. Pudo acercarse directamente. Un tercer chorro en la popa disminuyó considerablemente su velocidad. Rioz observaba, tenso.

— Sigue acercándola. Lo conseguirás. Lo conseguirás. La popa de la nave entró en el boquete, llenándolo casi. Los panzudos costados se acercaron más y más al borde. Hubo una vibración chirriante al dejar de moverse la nave. A Swenson le llegó el turno de maldecir:

— No encaja -barbotó. Rioz lanzó el proyector contra tierra en un ataque de rabia y salió debatiéndose en el espacio. El proyector levantó una nube de polvo blanco y cristalino a su alrededor y cuando Rioz bajó a su vez por seudogravedad ocurrió lo mismo. Protestó:

— Te metiste al bies, estúpido terrícola.

— Entré nivelado, granjero de míerda. Unos chorros laterales disparados hacia atrás funcionaron con más fuerza que antes y Rioz confió en tener tiempo de apartarse. La nave salió del pozo y se disparó al espacio ochocientos metros antes de que los chorros delanteros pudieran pararla.

— Partiremos media docena de placas si volvemos a hacer esto -observó Swenson, tenso-. Métela bien, ¿quieres?

— La meteré perfectamente. No te preocupes. Procura tu entrar bien. Rioz saltó hacia arriba y se permitió subir doscientos cincuenta metros más a fin de tener una visión general de la cavidad. Las marcas que había dejado la nave eran claramente visibles. Se concentraban en un punto a mitad de camino del fondo del pozo. Tendría que eliminarlas. Empezó a fundirlas con el soplete. Media hora después la nave encajaba perfectamente en su cavidad y Swenson, con su traje espacial puesto, salió para reunirse con Rioz. Swenson dijo:

— Si quieres entrar y quitarte el traje, ya me ocuparé yo de la escarcha.

— No importa. Prefiero estar aquí, sentado, y contemplar Saturno. Se sentó en el borde del pozo. Quedaba un espacio de dos metros entre él y la nave. En ciertos puntos del círculo había sólo medio metro; en otros simplemente unos centímetros. No se podía esperar un encaje mejor hecho a mano. El ajuste final se haría fundiendo poco a poco el hielo al vapor y dejando que se helara de nuevo dentro de la cavidad entre el borde y la nave. Saturno se movió visiblemente a través del cielo, desapareciendo su enorme masa más allá del horizonte.

— ¿Cuántas naves quedan por colocar? -preguntó Rioz.

— Lo último que oí eran once. Nosotros ya estamos dentro, de modo que ahora quedarán diez. De las que ya están colocadas, siete ya se han congelado. Dos o tres están desmanteladas.

— Vamos bien.

— Hay mucho que hacer aún. No te olvides de los chorros principales del otro extremo, de los cables y de las líneas de energía. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Cuando salimos no me importaba demasiado, pero ahora mismo, sentado en los controles me iba diciendo: «No lo conseguiremos. Nos quedaremos sentados aquí y pasaremos hambre y moriremos con solo Saturno sobre nuestras cabezas.» Y me pongo a pensar.. No llegó a explicar lo que pensaba. Simplemente siguió sentado.

— Piensas demasiado -le increpó Rioz.

— Contigo es distinto dijo Swenson-. No dejo de pensar en Peter… y en Dora…

— ¿Para qué? Dijo que podías irte, ¿verdad? El Comisionado le hizo un discurso sobre patriotismo y cómo serías un héroe y con el futuro resuelto a tu regreso, y dijo que podías ir. No te escabulliste como hizo Adams.

— Adams es diferente. A su mujer debían haberla asesinado cuando nació. Algunas mujeres pueden suponer un infierno para el hombre, ¿no crees? No quería que fuera…, pero probablemente preferiría que no regresara, si consigues una buena pensión.

— Entonces, ¿por qué te quejas? Dora quiere que vuelvas, ¿no?

— ¡Nunca la he tratado bien! -suspiró Swenson.

— Le entregas tu paga, me parece. Yo no lo haría por ninguna mujer. Dinero contra valor recibido, ni un céntimo más.

— El dinero no lo es todo. Es algo que he pensado aquí. A una mujer le gusta la compañía. Un niño necesita a su padre. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?

— Preparándote para volver a casa.

— Ah, tú no lo entiendes.

Ted Long se movió por encima de la surcada superficie del fragmento de anillo con sus ánimos tan congelados como el suelo que pisaba. Desde Marte todo parecía perfectamente lógico, pero estaban en Marte. Lo había planeado cuidadosamente en su mente y por etapas razonabIes. Todavía recordaba exactamente cómo fue. No era necesaria una tonelada de agua para mover una nave. No se trataba de masa igual a masa, sino el tiempo de velocidad de la masa es igual a tiempo de velocidad de masa. En otras palabras, no importaba que desprendieras una tonelada de agua a más de un kilómetro por segundo, o unos cincuenta litros de agua a treinta kilómetros por segundo, obtenías la misma velocidad final de la nave. Esto significaba que los orificios de chorro tenían que ser más pequeños y el vapor más caliente. Pero aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecho fuera el agujero, más energía se perdía en fricción y en turbulencia. Cuanto más caliente fuera el vapor, más refractario debía ser el agujero y más breve su duración. El límite, en esta dirección, era rápidamente alcanzado. Así que, puesto que un determinado peso de agua podía mover considerablemente más que su propio peso en condiciones de agujeros pequeños, la nave debía ser grande. Cuanto más grande sea el espacio para almacenar el agua, mayor será la sección de viaje, incluso en proporción. Así que empezaron a hacer naves más pesadas y mayores. Pero entonces, cuanto mayor era el casco, más fuertes los refuerzos y más difíciles las soldaduras, más precisa y más exigente había de ser la ingeniería. De momento, el límite en aquella dirección también se había alcanzado. Y finalmente había dado con lo que él consideraba el fallo básico: la concepción inquebrantable y original de que el combustible tenía que ir dentro de la nave; el metal tenía que trabajarse para que envolviera mil millones de toneladas de agua. ¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y al hielo podía dársele forma. Se le podían hacer agujeros. Se le podían introducir cabinas y reactores. Con cables podían sujetarse las cabinas y los reactores gracias a la influencia de los campos magnéticos de fuerza que actuarían como agarraderas y cierres. Long percibió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la cabeza del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de las vainas perforadas en la materia, y el fragmento se estremecía bajo los continuos impactos. El hielo no tenía que ser recortado. Había auténticos trozos en los anillos de Saturno. Los anillos eran realmente eso…, piezas de hielo casi puro girando alrededor de Saturno. Así lo establecía la espectroscopia y así había resultado ser. Ahora se encontraba encima de una de esas piezas, de una longitud superior a los tres kilómetros y de casi un kilómetro y medio de espesor. Representaba aproximadamente quinientos millones de toneladas de agua, en una sola pieza, y él estaba de pie encima de ella. Pero ahora se encontraba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca había dicho a los hombres lo de prisa que esperaba transformar el fragmento en una nave, pero en su corazón imaginaba que serían dos días. Hacía ya una semana y no se atrevía a calcular el tiempo que quedaba. Ya ni siquiera confiaba en que el trabajo pudiera hacerse. ¿Serían capaces de controlar los chorros con la suficiente delicadeza mediante conductos lanzados a través de tres kilómetros de hielo que servirían para manipular la salida de la gravedad de Saturno? El agua potable estaba bajando, aunque siempre podían destilar algo más de hielo. Y los víveres tampoco valían gran cosa. Se detuvo, miró al cielo, forzando la vista. ¿Estaba creciendo el objeto? Debería medir su distancia. A decir verdad, le faltaba ánimo para añadir este problema a los otros. Su mente volvió a la inmediatez, mucho más importante. Por lo menos, la moral estaba alta. Los hombres parecían disfrutar estando cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos en llegar tan lejos, los primeros en pasar los asteroides, los primeros en ver Júpiter como una pequeña piedra brillante a simple vista, los primeros en ver Saturno tal cual era. No creía que cincuenta cazadores de cápsulas, prácticos y endurecidos, dedicaran tiempo a experimentar esa emoción. Pero sí lo hicieron. Y estaban orgullosos de ello. Dos hombres y una nave medio enterrada pasaron por su horizonte móvil mientras caminaba. Les llamó:

– ¡Eh, vosotros!

– ¿Eres tú, Ted? -contestó Rioz.

– El mismo. ¿Es Dick el que está contigo?

– Claro. Ven, siéntate. Estábamos preparándonos para envolvernos en el hielo y buscábamos una excusa para retrasarlo.

– Yo no -dijo Swenson-. ¿Cuándo crees que nos iremos, Ted?

– Tan pronto como terminemos. Pero no es una respuesta, ¿verdad?

– Me figuro que no hay otra respuesta -comentó Swenson, deprimido. Long miró hacia arriba, contemplando la mancha bríllante e irregular del cielo. Rioz siguió su mirada:

– ¿Qué pasa? Long tardó en contestar. El cielo estaba completamente negro y los fragmentos de anillo resaltaban como polvo anaranjado. Saturno estaba a más de tres cuartos por debajo del horizonte y los anillos iban con él. A menos de un kilómetro de distancia una nave saltó más allá del borde helado del planetoide hacia el cielo, quedó iluminada por la luz naranja de Saturno y volvió a bajar. El suelo tembló ligeramente.

– ¿Te preocupa algo respecto de la Sombra? -preguntó Rioz. Lo llamaban así. Era el fragmento más cercano de los anillos, considerando que se encontraban en la cara externa de éstos, donde las piezas estaban más esparcidas. Se encontraba, quizás, a unos treinta kilómetros de distancia, como una montaña escarpada, de forma claramente visible.

– ¿Cómo lo ves tú? -preguntó Long.

– Bien, supongo -respondió Rioz-. No veo nada extraño.

– ¿No te parece que está volviéndose mayor?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Te lo parece o no? -insistió Long. Rioz y Swenson lo miraron, pensativos.

– Sí que parece mayor -observó Swenson.

– Nos estás metiendo la idea en la cabeza -protestó Rioz-. Si fuera mayor es que estaría más cerca.

– ¿Y te parece imposible?

– Estas cosas son de órbita estable.

– Lo eran cuando llegamos -explicó Long-. ¿Has notado eso? El suelo había vuelto a temblar. Long dijo:

– Llevamos ya una semana volando esta cosa. Primero veinticinco naves se posaron en ella, lo que hizo que su impulso variara, claro que no mucho. Después hemos estado derritiendo partes de ella y nuestras naves han entrado y salido violentamente… y siempre en el mismo extremo. En una semana podemos haber cambiado algo su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra pueden converger.

– Tiene mucho espacio para pasarnos. -Rioz lo contempló, pensativo-. Además, si ni siquiera podemos estar seguros de que se ha hecho mayor, ¿a qué velocidad puede moverse? Con relación a nosotros, quiero decir.

– No tiene que moverse rápido. Su impulso es el mismo que el nuestro, así que, por más ligeramente que nos roce nos echará completamente fuera de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, a donde no queremos ir. A decir verdad, el hielo tiene una fuerza de tensión muy baja, de modo que ambos planetoides pueden hacerse migas. Swenson se puso en pie.

– Maldición, si puedo decirte que una cápsula se está moviendo a mil seiscientos kilómetros de distancia, puedo decirte también lo que hace una montaña a treinta kilometros. -Dio la vuelta y se fue hacia la nave. Long no le detuvo. Rioz comentó:

– Es un tipo muy nervioso. El planetoide vecino se alzó en el cenit, pasó por encima y empezó a hundirse. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a la porción tras la que Saturno había desaparecido estalló en una llamarada naranja cuando su masa empezó a elevarse de nuevo. Rioz llamó a Swenson por radio:

– Eh, Dick. ¿te has muerto?

– Estoy haciendo unas comprobaciones -respondió con voz apagada.

– ¿Se mueve? -preguntó Long.

– Sí.

– ¿Hacia nosotros? Una pausa. La voz de Swenson parecía enferma:

– Directo a la nariz, Ted. La intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.

– ¡Estás loco! -exclamó Rioz.

– Lo he comprobado cuatro veces -insistió Swenson. Long, abrumado, pensó: «¿Y qué vamos a hacer ahora?»

Algunos de los hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; su geometría tenía que ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara la máxima fuerza. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado. Los cables se hubieran alineado automáticamente tan pronto como se pusieran en marcha. Aquí era diferente. Había que trazar un surco a lo largo de la superficie del planetoide y dentro encajar el cable. Si no lo extendían dentro de los pocos minutos de arco en la dirección calculada, la presión se aplicaría al planetoide entero, con la consiguiente pérdida de energía, y no podían permitirse la menor pérdida. Habría que volver a trazar los surcos, trasladar los cables y congelarlo todo en la nueva posición. Los hombres agotados obedecían por rutina, y de pronto les llegó una orden:

— ¡Todo el mundo a los chorros! No podía decirse de los basureros que fueran del tipo que acepta tranquilamente la disciplina. Se trataba de un grupo que protestando, murmurando y gruñendo desmontaba los tubos de chorros de las naves que aún seguían intactos, llevándolos al extremo de popa del planetoide, encajándolos en posición y sujetándolos a lo largo de la superficie. Llevaban casi veinticuatro horas antes de que uno de ellos levantara la vista al cielo y exclamara:

— ¡Diablos! -A lo que siguió algo irrepetible. Su vecino miró y dijo:

— ¡Que me aspen! Una vez lo vieron unos, lo vieron todos. Era lo más asombroso del mundo.

— ¡Mirad la Sombra! Se extendía a través del cielo como una herida infectada. Los hombres miraban, encontrando que había doblado su tamaño, preguntándose por qué no lo habrían observado antes. El trabajo cesó virtualmente. Fueron en busca de Ted Long.

— No podemos irnos -les dijo-. No tenemos bastante combustible para volver a Marte y carecemos de equipo para capturar otro planetoide. De modo que tenemos que quedarnos. Ahora la Sombra se acerca a nosotros porque nuestras explosiones nos han echado de nuestra órbita. Debemos volver a modificarla con más explosiones. Como no podemos tocar la parte delantera sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probemos otro sistema. Volvieron a trabajar en los tubos de chorro con una furiosa energía que recibía impulso cada media hora cuando la Sombra volvía a alzarse sobre el horizonte, mayor y más ominosa que antes. Long no estaba seguro de que funcionara, aunque los chorros respondieran a los controles lejanos, y la provisión de agua fuera la adecuada. Esta provisión, dependía de una cámara de aprovisionamiento que se abría directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores de calor incorporados que enviaban directamente el líquido propulsor a las células de conducción. Todavía no había seguridad de que el cuerpo del planetoide, sin una funda de cables magnéticos, se mantuviera unido bajo la enorme presión disruptiva.

— ¡Listos! -Llegó la señal al receptor de Long. Long respondió:

— ¡Listo! -Y puso el contacto. La vibración se hizo notar por todas partes. El campo estrellado, en el visor, también tembló. Por el retrovisor se vio una espuma brillante y distante hecha de cristales de hielo en movimiento.

— ¡Soplan! -Fue un grito unánime. Y siguió soplando. Long no se atrevió a parar. Durante seis horas sopló, silbó, burbujeó, llenando el espacio de vapor; el cuerpo del planetoide se volvió vapor y salió disparado. La Sombra se acercó hasta que los hombres no hicieron sino mirar aquella montaña en el cielo, sobrepasando al propio Saturno en espectacularidad. Todos sus valles y gargantas eran claras arrugas en su rostro. Pero cuando cruzó la órbita del planetoide, lo hizo a más de medio metro por detrás de su actual posición. Los chorros de vapor cesaron.

Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos. No había comido en dos días. Pero ahora sí podía comer. No había otro planetoide lo bastante cercano para interrumpiríes, aunque iniciara una aproximación en aquel momento. De vuelta a la superficie del planetoide, Swenson Co mentó:

— Durante todo el tiempo que miré aquella maldita roca echándosenos encima, me iba diciendo: «No puede ocurrir. No podemos permitir que ocurra.»

— ¡Diablos! -dijo Rioz-, estábamos todos nerviosos. ¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también me sentía un poco alterado.

— Pero no es eso. No era precisamente… morir, ¿sabes? Estaba pensando…, ya sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo…, pensaba que Dora me advirtió que moriría, y que nunca dejó de hablarme de lo mismo. ¿No te parece una actitud idiota en un momento como éste?

— Óyeme, tú quisiste casarte, así que te casaste. ¿Por qué vienes a contarme tus problemas?

La flotilla, soldada en una sola unidad, regresaba de su importante viaje de Saturno a Marte. Cada día era como un destello surcando un espacio que antes tardó nueve días en recorrer. Ted Long había puesto a toda la tripulación en estado de emergencia. Con veinticinco naves incrustadas en el planetoide sacado de los anillos de Saturno e incapaces de moverse o maniobrar independientemente, la coordinación de sus fuentes de energía en chorros unificados era un problema delicadísimo. La sacudida que tuvo lugar el primer día de viaje casi les sacó de su piel. Esto por lo menos se arregló a medida que la velocidad fue aumentando bajo el empuje regular de la parte trasera. Pasaron de ciento sesenta kilómetros por hora al final del segundo día, y fueron subiendo firmemente hasta el millón y medio de kilómetros y más. La nave de Long, que formaba la proa aguzada de la flota congelada, era la única que poseía una visión quintupíe del espacio. Era una posición incómoda dadas las circunstancias. Long se encontró vigilando, tenso, imaginando que las estrellas empezarían a quedarse lentamente rezagadas, a medida que las pasase, debido a la tremenda velocidad de desplazamiento de la multinave. Pero no era así, naturalmente. Permanecieron sujetas al negro fondo, despreciando, desde su distancia y con paciente inmovilidad, cualquier velocidad que un mero hombre pudiera conseguir. Los hombres empezaron a quejarse después de los primeros días. No sólo porque se les privaba de flotar en el espacio. Se sentían agobiados por la gravedad artificial, mayor que la ordinaria, de las naves, y por los efectos de la feroz aceleración en la que vivían. El propio Long estaba muerto de cansancio por la incesante presión contra los almohadones hidráulicos. Empezaron a cortar los chorros una hora de cada veinticuatro y Long se inquietaba. Hacía más de un año que vio por última vez Marte, encogiéndose, por una ventana de observación de esta misma nave, que había sido una entidad independiente. ¿Qué había ocurrido desde entonces? ¿Seguía la colonia allí? Algo parecido al pánico crecía en Long, que enviaba llamadas de tanteo por radio todos los días a Marte, con la energía combinada de veinticinco naves. Pero no había respuesta. Tampoco esperaba ninguna. Marte y Saturno se hallaban ahora en lados opuestos del Sol, y hasta que pudiera subir lo bastante por encima de la eclíptica para tener al Sol más allá de la línea que le conectaba con Marte, la interferencia solar impediría que pasara cualquier señal. Muy por encima del borde exterior del cinturón de asteroides alcanzaron la máxima velocidad. Con breves chorros de energía, primero por los tubos de un lado, luego por los del otro, la enorme nave giró en sentido inverso. La composición de chorros de popa empezaron de nuevo su potente rugido, pero ahora el resultado era de desaceleración. Pasaron a ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, girando hacia abajo para interceptar la órbita de Marte. A una semana de distancia de Marte se oyeron por primera vez señales de respuesta. Llegaron fragmentadas, distorsionadas por el éter e incomprensibles, pero procedían de Marte. Tierra y Venus se encontraban en ángulos suficientemente diferentes para que no quedara la menor duda. Long se relajó. En todo caso, seguía habiendo humanos en Marte. A dos días de distancia, las señales eran fuertes y claras y Sankov se encontraba al otro extremo. Le dijo:

– Hola, hijo. Aquí son las tres de la mañana. Parece como si la gente no tuviera la menor consideración por un anciano. Me han arrancado de la cama.

– Lo siento, señor.

– No lo sientas. Cumplías órdenes. Me asusta preguntar, hijo: ¿hay alguien herido? ¿Tal vez muerto?

– No ha habido bajas, señor. Ni una.

– ¿Y… y el agua? ¿Queda algo? Long se esforzó por parecer indiferente:

– Bastante.

– En este caso, llegad tan rápido como podáis. De todas formas no os arriesguéis.

– Entonces, hay problemas.

– Bastante fastidiosos. ¿Cuánto tardaréis en bajar?

– Dos días. ¿Puede aguantar hasta entonces?

– Aguantaré. Cuarenta horas más tarde Marte era como una bola color fuego que llenaba las portillas. Se encontraban ya en la espiral final del aterrizaje en el planeta.

– Despacio -se dijo Long-. Despacio. En sus condiciones, incluso la débil atmósfera de Marte podía causar daños tremendos si bajaban demasiado de prisa. Desde el momento en que emergieron muy por encima de la eclíptica, su espiral pasó de Norte a Sur. Vieron a sus pies el paso fugaz de un blanco casquete polar, luego el más pequeño del hemisferio de verano, otra vez el grande, luego el pequeño, y todo a intervalos cada vez más largos. El planeta se iba acercando, el paisaje empezó a mostrarse con detalles.

– ¡Preparados para aterrizar! -gritó Long.

Sankov hizo un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo, lo que le resultaba difícil si se considera lo justo a tiempo que los muchachos habían llegado. Pero, bueno, todo había salido bien. Hasta hacía pocos días no estaba seguro de que sobrevivieran. Parecía más probable, casi inevitable, que no fueran sino cadáveres congelados en alguna parte de la extensión no hollada de Marte a Saturno, transformados en nuevos planetoides que en tiempos fueron seres vivos, El Comité había estado atosigándole por espacio de semanas antes de que llegaran las noticias. Habían insistido en que firmara para guardar las apariencias. Parecería un acuerdo, voluntaria y mutuamente alcanzado. Pero Sankov sabía de sobra que, dada la obstinación de ellos, actuarían unilateralmente y al cuerno con las apariencias. Parecía casi obvio que la elección de Hilder era segura y aprovecharían la oportunidad de provocar una reacción de simpatía por Marte. Así que prolongó las negociaciones, haciéndoles creer siempre en la posibilidad de rendirse. Y entonces oyó a Long y cerró rápidamente el trato. Extendieron los papeles ante él e hizo unas declaraciones a los reporteros presentes. Dijo:

— La importación total de agua de la Tierra es de veinte millones de toneladas al año, que va disminuyendo a medida que desarrollamos nuestro propio sistema de canalización. Si firmo este documento aceptando un embargo, nuestra industria se verá paralizada y detenida cualquier posibilidad de expansión. Me parece imposible que esto sea lo que quiere la Tierra, ¿no es eso? Sus ojos se encontraron y vieron en los del anciano un brillo duro. El congresista Digby ya había sido remplazado y todos estaban unánimemente en contra de él. El presidente del Comité señaló con impaciencia:

— Todo eso ya nos lo ha dicho antes.

— Lo sé, pero en este momento me dispongo a firmar y quiero tenerlo bien claro en mi cabeza. Quiero saber si la Tierra está determinada a terminar con nosotros aquí.

— Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irremplazable caudal de agua, nada más.

— La Tierra dispone de un quintillón y medio de toneladas de agua.

— No podemos repartir más agua -insistió el presidente del Comité. Y Sankov había firmado. Había sido la nota final que deseaba. La Tierra poseía un quintillón y medio de toneladas de agua, y no podía ceder nada. Ahora, un día y medio después, el Comité y los reporteros esperaban bajo la cúpula del espaciopuerto. A través de gruesas y convexas ventanas, podían ver la extensión vacía del espaciopuerto de Marte. El presidente del Comité preguntó molesto:

— ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? Y, si no le importa decírmelo, ¿qué es lo que esperamos? Sankov replicó:

— Algunos de nuestros muchachos han estado en el espacio, más allá de los asteroides. El presidente del Comité se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado:

— ¿Y regresan?

— En efecto. El presidente se encogió de hombros y alzó las cejas en dirección de los reporteros. En una estancia contigua más pequeña, un grupo de mujeres y niños se arracimaban junto a las ventanas. Sankov dio unos pasos atrás para mirarles. Cuánto hubiera preferido estar con ellos, tomar parte en su tensión y alegría. Él, como ellos, había esperado más de un año. Él, como ellos, había pensado una y más veces que los hombres debían haber muerto.

— ¿Ven aquello? -señaló Sankov.

— ¡Eh! -exclamó un reportero-. ¡Si es una nave! Un griterío confuso salió de la estancia contigua. No era tanto una nave como un punto brillante oscurecido por una nube blanca que se movía. La nube se hizo mayor y empezó a tener forma. Era una doble mancha recortada contra el cielo, con los extremos inferiores sobresaliendo y mirando hacia arriba. Al acercarse mas, el punto brillante del extremo superior adoptó una forma toscamente cilíndrica. Era tosca y rugosa, pero donde le daba la luz solar resplandecía. El cilindro descendió a tierra con la ponderada lentitud propia de las naves espaciales. Se mantuvo suspendido por los chorros de vapor y descansó al fin sobre la ingente cantidad de toneladas de materia dejándose caer como un hombre agotado en su sillón. Al hacerlo se hizo un silencio total en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños en una habitación, los políticos y reporteros en la otra, se quedaron helados con las cabezas dirigidas incrédulamente hacia arriba. Las ruedas de aterrizaje del cilindro, saliendo hasta más allá por debajo de los dos últimos tubos, tocaron tierra y se hundieron en la gravilla de la pista. Después la nave se quedó inmóvil y cesó la acción de los chorros. Pero en la cúpula continuó el silencio por mucho tiempo. Los hombres empezaron a descolgarse poco a poco por los lados de la inmensa nave, desde una distancia de tres kilómetros hasta el suelo, con pinchos en las suelas de sus zapatos y hachas de hielo en las manos. Eran como hormigas sobre la cegadora superficie. Uno de los reporteros logró articular:

— ¿Y eso qué es?

— Esto -explicó Sankov- resulta que es un trozo de materia que pasó su vida girando alrededor de Saturno como parte de uno de sus anillos. Nuestros muchachos la dotaron con cabina de mando y chorros y la trajeron a casa. Lo que ocurre es que los fragmentos de anillos de Saturno son de hielo. -Continuó hablando en medio de un silencio sepulcral-: Esa cosa que parece una nave no es más que una montaña de agua endurecida. Si llegara a la Tierra así, acabaría en un charco y tal vez se rompería por su propio peso. Marte es más frío, tiene menos gravedad y no corremos ese peligro. »Naturaimente, una vez tengamos esta cosa organizada, podremos establecer estaciones de agua en las lunas de Saturno y Júpiter y en los asteroides. Podremos trocear los anillos de Saturno y recoger los trozos y enviarlos a las distintas estaciones. Nuestros basureros son magníficos en este trabajo. »Tendremos toda el agua que necesitemos. Este trozo que ven aquí es poco menos de dos kilómetros cúbicos. Más o menos lo que la Tierra nos mandaría en doscientos años. Los muchachos gastaron bastante para su regreso de Saturno. Lo hicieron en cinco semanas según me dijeron, y han gastado unos cien millones de toneladas. Pero, ¡por Marte!, que no hizo la menor mella en toda esta montaña. Tomen buena nota, muchachos. -Y se volvió hacia los reporteros. Era indudable que tomaban buena nota. Y añadió-: Apunten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Solamente dispone de un quintillón y medio de toneladas. No pueden desprenderse ni de una sola tonelada para darnos. Escriban que nosotros, los de Marte, estamos preocupados por la Tierra y no queremos que les ocurra nada a sus habitantes. Escriban que venderemos agua a la Tierra. Escriban que les cederemos lotes de un millón de toneladas a un precio razonable. Escriban que dentro de diez años, calculamos poder vender lotes de dos kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, ya que Marte puede venderles toda el agua que quieran y necesiten. El presidente del Comité estaba más allá de lo que se decía; estaba sintiendo que el futuro se le echaba encima. Distinguía vagamente a los reporteros riéndose mientras escribian furiosamente. ¡Riéndose! Oía las risas transformándose en carcajadas al llegar a la Tierra al ver cómo Marte devolvía tan limpiamente el mensaje a los antidespilfarradores. Podía oír las carcajadas atronando desde todos los continentes al circular la noticia del fiasco. Y podía ver el abismo, profundo y negro como el espacio, en el que se hundirían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los que en la Tierra se oponían a los vuelos espaciales, incluyendo los suyos, naturalmente. En la habitación vecina, Dora Swenson gritó de alegría y Peter, que había crecido tres centímetros, daba saltos diciendo:

— ¡Papá! ¡Papá! Richard Swenson acababa de saltar junto a una de las ruedas del extremo, con el rostro claramente visible a través de la silicona del casco, y se dirigía hacia la cúpula.

— ¿Habéis visto alguna vez a un hombre con aspecto más feliz? -preguntó Ted Long-, quizás haya algo bueno en eso del matrimonio.

— Lo que pasa es que has estado en el espacio demasiado tiempo -dijo Rioz. ¡Éste era el día! ¡El día de las elecciones!

Horacio Quiroga: El infierno artificial. Cuento

cultura__Muestra Horacio Quiroga (1).JPG_595Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.

No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

…¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?…

-¡Por las fisuras craneanas!… ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?

El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

-Y eso, así… ¿la cocaína? -murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!… Sí, es por la cocaína… ¿Y usted? Yo conozco ese olor… ¿cloroformo?

-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también… Me mataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos… Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.

-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.

Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

-Usted se mataría… ¡Linda cosa! Yo también me maté… ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta… Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina… ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no… en fin… ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos…

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.

-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.

-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

-Prueba sulfonal, cualquier cosa… Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio…¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!… Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!

Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína… Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

-Sí -prosiguió la voz- es el principio… Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.

La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico…

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!

Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.

Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años… y con esa hermosura!

Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.

-Sí… -murmuré.

-No, no… -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.

Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.

¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!

Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.

-Matémonos -le dije.

Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:

-Matémonos -murmuró.

Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.

-Aquí no -agregó.

Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados…

La voz se quebró de golpe.

-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!

Alfred Bester: El infierno es eterno. Cuento

bester_alfredI

Eran seis y lo habían probado todo.

Habían comenzado con bebidas y bebido hasta que habían agotado el sentido del gusto. Vinos: Amontillado, Beaune, Kirshwasser, Bordeaux, Hock, Burgundy, Medoc y Chambertin; whisky: escocés, irlandés, usquebaugh y Schnapps; brandy, gin y ron. Bebieron separada y juntamente;  mezclaron los alcoholes acéticos  y  los  sabores  en estupendos   ponches,   en   miles   de   sinfonías   de   gusto;   experimentaron,   crearon, inventaron, destruyeron… y finalmente se aburrieron.

Siguieron con las drogas. Las suaves primero, las más potentes luego. Desecado y moreno opio parecido al regaliz, tostado y enrollado en bolitas para fumar en largas pipas de marfil; espeso ajenjo verde sorbido amargo y fuerte, sin azúcar o agua; heroína y cocaína en crujientes cristales de nieve; marihuana enrollada libremente en cigarrillos de papel marrón; hachís dentro de blanca leche cuajada o tabletas de aceite de marihuana, que mascaban y teñían sus labios de color canela oscuro… y otra vez se aburrieron.

La búsqueda de sensaciones se hizo frenética y con muchos de sus sentidos ya disipados. Alargaron sus fiestas y las transformaron en festivales de horror. Danzarines exóticos y esotéricos seres semihumanos se agolparon en el amplio y estrecho salón y lo llenaron  con  sus  increíbles  actuaciones.  Dolor,  miedo,  deseo,  amor  y  odio  fueron apartados y exhibidos hasta en sus mínimos y estremecedores detalles, tal como se hace con muchos especímenes de laboratorio.

El  empalagoso  olor  del  perfume  se  mezcló  con  el  agudo  sudor  de  los  cuerpos excitados; los gritos de angustia de los seres torturados simplemente interrumpían su rápida e incesante charla… y algunas veces esto, también, cansaba. Redujeron sus fiestas a los seis originales y volvieron cada semana a sentarse, aburridos y aún hambrientos por nuevas sensaciones. Ahora, lánguidamente y sin ningún entusiasmo, están  jugando  con  lo  oculto;  han  convertido  al  salón  de  fiestas  en  una  cámara  de nigromante.

De repente, uno hubiera pensado que era un refugio para bombardeos. El salón era amplio y cuadrado, las paredes tenían un recubrimiento insonoro que imitaba la fibra de la madera, el cielorraso era de vigas bajas. A la derecha había una puerta embutida, muy pesada y asegurada con una enorme cerradura de hierro forjado. No había ventanas, pero las hendeduras de los respiraderos habían sido moldeadas como las ranuras de un monasterio gótico. Lady Sutton las había cubierto con vitrales y colocado pequeñas lamparillas eléctricas tras ellos. Así arrojaban una lluvia de tenebrosos colores por el salón.

El suelo era de nogal antiguo, muy lustrado y brillante como el metal. Sobre él estaban esparcidas un buen número de deslumbrantes alfombras orientales. Un diván enorme, cubierto con batik indio, corría contra la pared a todo lo ancho del refugio. Sobre él había hileras de estantes con libros, y enfrente una larga mesa de caballete con los restos de un banquete. El resto del refugio estaba amueblado con amplias y seductoras sillas, de aspecto blando, acolchado e invitador.

Durante siglos este había sido el mas profundo de los calabozos del Castillo Sutton, a decenas de metros bajo la tierra. Ahora… secado, calentado, con respiraderos y amueblado, era el escenario de las sensacionales fiestas de Lady Sutton. Más aún… era el lugar de reunión oficial de la Sociedad de los Seis. Los Seis Decadentes, tal como se denominaban ellos mismos.

—Somos los últimos descendientes espirituales de Nerón… los últimos de aristócratas gloriosamente diabólicos — diría Lady Sutton—. Hemos nacido algunos siglos demasiado tarde, amigos. En un mundo que ya no es el nuestro no tenemos nada porqué vivir, excepto nosotros mismos. Somos una raza aparte… los seis.

Y cuando un imprecedente bombardeo sacudió a Inglaterra, tan catastróficamente que los temblores hasta llegaron al refugio Sutton, ella miraría hacia arriba y reiría.

—Dejémoslos luchar unos contra otros, esos cerdos. No es nuestra guerra. Nosotros tenemos nuestro propio camino, siempre, ¿en? Pensad, amigos, qué alegría emerger de nuestro refugio una brillante mañana y encontrar que todo Londres está muerto… todo el mundo muerto.

Y entonces reiría otra vez, con ese profundo y ronco bramido tan suyo.

Bramaba ahora, con su enorme y gordo cuerpo medio despatarrado sobre el diván como un sapo decorativo, riendo ante el programa que Digby Finchley le había alcanzado, había sido escrito por el mismo Finchley… un diseño exquisito de demonios y ángeles en grotesco y amoroso combate enmarcando las letras cabalísticas en las que se leía:

LOS SEIS PRESENTAN ASTAROTH ERA UNA DAMA de Christian Braugh

Reparto

(por orden de aparición)

Un Nigromante                                   Christian Braugh

Un Gato Negro                                   Merlín

(por cortesía de Lady Sutton)

Astaroth                                              Theone Dubedat Nebiros, un Demonio Asistente         Digby Finchley Vestuario                                            Digby Finchley Efectos sonoros                                 Robert Peel Música                                                Sidra Peel

 

—Una pequeña comedia es un cambio, ¿no? —dijo Finchley. Lady Sutton se sacudió con risa incontrolada.

—¡Astaroth era una dama! ¿Estás seguro de que lo has escrito tú, Chris?

No hubo respuesta de Braugh, sólo el zumbido de preparaciones en el extremo alejado del salón, donde se había erigido un pequeño escenario cubierto por un telón.

—¡Eh, Chris! ¡Eh, allí…! —bramó ella con su tono bajo y quebrado.

Se descorrió el telón y Christian Braugh proyectó su cabeza albina a través de él. Su rostro  estaba  cubierto  parcialmente  por  cejas  y  barba  pelirrojas,  y  tenía  profundas sombras oscuras alrededor de los ojos.

—¿Me llamaba, Lady Sutton? —dijo.

Ante la vista de su cara ella rodó sobre el diván como una montaña de gelatina. Sobre el cuerpo inerme, Finchley sonrió, a Braugh, sus labios apretados como mueca de gato. Braugh movió su blanca cabeza en una respuesta imperceptible.

—Dije si en verdad tú has escrito esto, Chris… ¿o has empleado de nuevo algún escritor a sueldo?

Braugh la miró con enojo, luego desapareció detrás del telón.

—Oh, no lo creo —gorgoteó Lady Sutton—. Es mejor que un galón de champagne. Y, hablando de eso… ¿quién está más cerca de los burbujeantes? ¿Bob? Ponme más. ¡Bob! ¡Bob Peel!

Un hombre desplomado en la silla que se hallaba junto al cubo de hielo permaneció inmóvil. Estaba echado sobre la nuca, los pies proyectados en forma de V ante él, su camisa ceñida bajo la barba. Finchley cruzó la habitación y lo miró.

—Está frito.

—¿Tan temprano? Bien, no importa. Pásame una copa, Dig, sé un buen chico.

Finchley llenó de champagne una copa de cristal prismático y la llevó a Lady Sutton. De un pequeño camafeo facetado en forma de botellita, ella agregó tres gotas de láudano, agitó la mezcla centelleante una vez y luego la bebió a sorbitos mientras leía el programa.

—Un nigromante… ése eres tú, ¿eh Dig? El asintió.

—¿Y qué es un nigromante?

—Una especie de mago, Lady Sutton.

—¿Un mago? Oh, qué bien… ¡eso está muy bien! —Se derramó champagne sobre su vasto pecho lleno de manchas y golpeteó fútilmente con el programa.

Finchley levantó una mano para retenerla y dijo:

—Debéis ser cuidadosa con ese programa, Lady Sutton.

Hice una sola impresión y luego destruí la plancha. Es único y sin duda será valioso.

—¿Un artículo de coleccionista, eh? ¿Es obra tuya, por supuesto, Dig?

—Sí.

—Sin demasiados cambios de la pornografía usual, ¿eh? —Explotó en otra tormenta de risas que degeneraron en un acceso de tos seca e irregular. Al mismo tiempo dejó caer la copa. Finchley enrojeció, luego retiró la copa y la devolvió al buffet, pasando cuidadosamente en puntillas sobre las piernas de Peel.— ¿Y quién es ese Astaroth? — volvió a la carga Lady Sutton.

Desde atrás del telón, se escuchó la voz de Theone Dubedat:

—¡Yo! ¡I! ¡Ich! ¡Moi! —su voz era ronca. Poseía una cualidad de humo gris.

—Querida, ya sé que eres tú, pero qué eres tú?

—Un demonio, eso creo.

—Astaroth —dijo Finchley— es una especie de archidemonio legendario… un demonio de alto rango, por decirlo así.

—¿Theone un demonio? No dudo de eso… —Exhausta de arrobamiento, Lady Sutton yacía inmóvil y pensativa sobre el diván modelado. Y por último levantó un enorme brazo y examinó su reloj. La carne colgaba de sus codos en pliegues elefantinos, y ante su gesto el brazo se sacudió y una pequeña lluvia de lentejuelas rotas brilló sobre la manga.

—Será mejor que tú sigas con esto, Dig. Yo tengo, que partir a medianoche.

—¿Partir?

—Ya me has oído.

El rostro de Finchley se contorsionó. Se inclinó sobre ella con emoción no suprimida, observándola con ojos tristes.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona?

—Nada.

—Entonces…

—Algunas cosas han cambiado, eso es todo.

—¿Qué ha cambiado?

El rostro de ella se volvió con dificultad mientras le devolvía su mirada. Sus rasgos hinchados parecían tallados en obsidiana.

—Es demasiado pronto para decírtelo… ya lo descubrirás bastante pronto. Ahora no quiero que me molestes más, Dig, amor.

Los rasgos de espantajo de Finchley mantuvieron algo de su control. Comenzó a hablar, pero antes de que pudiera musitar una palabra, Peel asomó la cabeza fuera del gabinete que se hallaba junto al escenario, donde se encontraba emplazado el órgano.

—¡Ro-bert! —llamó.

—Bob está otra vez frito, Sidra —dijo Finchley, con voz constreñida.

Ella emergió del gabinete, caminó con brusquedad a través de la habitación y se detuvo a contemplar el rostro de su marido. Sidra Peel era pequeña, delgada y morena. Su cuerpo era como un cable de alta tensión con demasiada corriente, casi coruscado, descolorido y herrumbrado por demasiada exposición a la pasión. Las profundas cuencas oscuras de sus ojos eran frígidos carbones con brillantes puntos blancos. Retorcía sus largos dedos mientras contemplaba a su marido; luego, de repente, su mano abofeteó el rostro inerte.

—¡Cerdo! —susurró.

Lady Sutton se echó a reír y toser al mismo tiempo. Sidra Peel le arrojó una mirada venenosa y se dirigió al diván, las afiladas puntas de sus tacones sonaban como pistoletazos sobre el suelo de nogal. Finchley hizo un rápido gesto de atención que la detuvo. Vaciló, luego retornó al gabinete y dijo:

—La música está lista.

—Y yo también —dijo Lady Suttort—. Con el show y todo eso, ¿eh? —Se desparramó sobre el diván como un tumor reptante, mientras Finchley sostenía su cabeza con almohadones color grana.— Es realmente hermoso que representes esta pequeña comedia para mí, Dig. Lo malo es que esta noche sólo estamos los seis de siempre. Debería haber una audiencia, ¿eh?

—Vos sois la única audiencia que deseo, Lady Sutton.

—¡Ah! ¿Así todo queda en familia?

—Es una forma de decir.

—Los Seis… la Feliz Familia del Odio.

—Eso no es así, Lady Sutton.

—No  seas  tonto,  Dig.  Todos  somos  odiosos.  Nos  glorifica.  Debo  saberlo.  Soy  la Contable del Disgusto. Algún día dejaré que todos vosotros veáis los registros. Pronto.

—¿Qué tipo de registros?

—¿Ya te sientes curioso, eh? Oh, nada espectacular. Sólo la forma en que Sidra ha estado tratando de asesinar a su marido… y Bob la ha estado torturando porque la tiene bien agarrada. Y tú, haciendo una fortuna con sucias ilustraciones… y devorando tu podrido corazón por esa frígida diablesa, Theone…

—Por favor, Lady Sutton.

—Y  Theone  —se  dedicó  a  ella  con  placer—  utilizando  su  gélido  cuerpo  como  el verdugo utiliza su escalpelo para torturar… y Chris… ¿Cuántos libros piensas que ha robado de esos pobres diablos de la calle Grub?

—No podría decirlo.

—Lo sé. Todos. Una fortuna con cerebros de otros. Oh, somos un bonito y repulsivo grupo, Dig, Es lo único de lo que debemos enorgullecemos… lo único que nos diferencia de los miles de millones de vulgares que han heredado nuestra tierra. Es por eso que tenemos que sostenernos como una feliz familia de odios mutuos.

—Yo lo llamaría mutua admiración —murmuró Finchley. Se inclinó cortesanamente y fue hacia el telón, pareciendo más espantajo que nunca con sus negras ropas de noche. Era extremadamente alto —unos milímetros por encima del uno ochenta— y extremadamente delgado. Los tubos de sus brazos y piernas parecían espigas retorcidas, y su chata faz caballuna parecía haber sido pintada sobre un cojín de carne.

Finchley cerró el telón tras él. Al momento de desaparecer hubo un murmullo de conversación y las luces disminuyeron. En la vasta y baja habitación no hubo sonidos, excepto el respirar catarral de Lady Sutton. Peel, aún echado pesadamente en su hondo sillón, estaba inmóvil e invisible, salvo por el desgarbado ángulo de sus piernas.

Desde una distancia infinita llegó una ligera vibración… casi un temblor. Al principio parecía que un siniestro remedo del infierno había explotado sobre Inglaterra, a decenas de metros sobre sus cabezas. Luego el temblor se aquietó y en etapas imperceptibles cobró fuerza, transformándose en los graves tonos del órgano. Sobre el trasfondo de los pulsantes diapasones, un extraño trémolo de cuartas, vacuo y estremecedor, comenzó a desgranarse del teclado en escalas cromáticas.

Lady Sutton cloqueó desmayadamente.

—Palabra —dijo— que es realmente horrendo, Sidra. Espantoso.

El tétrico trasfondo de la música la inundó. Llenó el refugio con gélidos zarcillos de sonido que eran algo más que tonos. El telón se abrió lentamente, revelando a Christian Braugh con vestiduras negras; su rostro era una horrenda y distorsionada masa de rojo y azul-cárdeno que contrastaba notablemente con el cabello de un blanco albino. Braugh estaba de pie en el centro de un escenario rodeado de mesas con patas en forma de araña, cubiertas con aparatos nigrománticos. Prominente era Merlín, el gato negro de Lady Sutton, majestuosamente posado sobre un volumen encuadernado en hierro.

Braugh cogió una tiza negra de una mesa y dibujó en el suelo un círculo de tres metros y medio que se extendía a su alrededor. Inscribió la circunferencia con caracteres y pentáculos cabalísticos. Luego cogió una hostia y la exhibió con un rápido movimiento de su muñeca.

—Esta es —declaró con tono sepulcral— una hostia consagrada robada de una iglesia a medianoche.

Lady Sutton aplaudió satíricamente, pero se detuvo casi de inmediato. La música parecía perturbarla. Se movió con torpeza en el diván y observó alrededor de ella con mirada insegura.

Mascullando imprecaciones blasfemas, Braugh levantó una daga y la hundió en la hostia.  Luego  dispuso  un  plato  de  cobre  batido  sobre  una  llama  azul  de  alcohol  y comenzó a remover allí polvos y cristales de colores brillantes. Levantó una redoma llena con un líquido púrpura y vertió el contenido en un cuenco de porcelana. Hubo una ligera detonación y una espesa nube de vapor se elevó hasta el cielorraso.

El órgano se hizo presente. Braugh musitaba encantamientos en voz baja y realizaba curiosos y sugestivos ademanes. El refugio nadaba envuelto en aromas y bruma, nieblas violetas y vapores espesos. Lady Sutton echó un vistazo hacia la silla que se hallaba frente a ella.

—Espléndido, Bob —exclamó—. Maravillosos efectos… verdaderamente. —Trató de que su voz sonara jovial, pero todo lo que pudo emitir fue un cloqueo enfermizo. Peel permaneció inmóvil.

Con un ademán salvaje, Braugh arrancó tres pelos negros de la cola del gato. Merlín profirió un aullido de ira y saltó, al mismo tiempo, desde el libro hasta la parte superior de un gabinete entarimado que se hallaba en la parte trasera. Sus gigantescos ojos amarillos destellaban ominosamente a través de la niebla y los vapores. Los pelos fueron a parar al plato de cobre y un nuevo aroma llenó la habitación. En rápida sucesión, le siguieron las uñas de un buho, polvo de víboras y una raíz de mandrágora de extraña forma humana.

—¡Ahora! —gritó Braugh.

Colocó la hostia, traspasada por la daga, en el cuenco de porcelana que contenía el fluido púrpura, y luego vertió toda la mezcla en el plato de cobre batido.

Hubo una violenta explosión.

Una columna de humo blanco llenó el escenario y se esparció por el refugio. Se fue disipando con lentitud, revelando débilmente la alta figura de un demonio desnudo; el cuerpo exquisitamente formado, la cabeza convertida en una máscara aterradora. Braugh había desaparecido.

A través de la bruma que flotaba, el demonio habló con el ronco acento de Theone Dubedat.

—Saludos, Lady Sutton.

Avanzó fuera del vapor. Bajo la pulsante luz que surgía del escenario, su cuerpo relucía con un. destello nacarino propio. Las uñas de los dedos de pies y manos eran largas y gráciles. El color flagelaba su torso redondeado. Y a pesar de todo ese cuerpo era frío y sin vida… tan irreal como la grotesca máscara de papier-máché que le cubría la cabeza.

—Saludos… —repitió Theone.

—¡Hola, mi vieja! —interrumpió Lady Sutton—. ¿Cómo andan las cosas por el infierno? Hubo una risita en el  gabinete  donde  Sidra Peel  tocaba  con  suavidad  el  órgano.

Theone posaba como una estatua y levantaba un poco su cabeza al hablar.

—Os traigo…

—¡Querida!  —chilló Lady  Sutton—,  ¿por  qué  no  me  dijeron  que  harían  algo  así?

¡Hubiera vendido entradas!

Theone alzó un brazo reluciente en forma imperativas Comenzó otra vez:

—Os traigo las gracias de los cinco que… —y entonces se detuvo abruptamente.

En el espacio de cinco latidos hubo una pausa de asombro, mientras el órgano murmuraba y las últimas brumas de humo negro se disipaban, formando hongos contra el cielorraso. En medio del silencio se oyó cómo el rápido y agitado respirar de Theone crecía histéricamente… luego llegó un espantoso y taladrante grito.

Los otros se arrojaron fuera del escenario, lanzando exclamaciones de sorpresa… Braugh, las ropas de nigromante arrojadas sobre el brazo, su maquillaje quitado; Finchley, como unas tijeras animadas con hábito y capucha negros, el guión en la mano. El órgano tartamudeó, luego se detuvo con estrépito y Sidra Peel salió disparada del gabinete.

Theone trató de volver a gritar, pero su voz se estranguló y quebró. En medio del consternado silencio se escucharon los gritos de Lady Sutton:

—¿Qué sucede? ¿Algo funciona mal?

Theone musitó un gemido y apuntó al centro del escenario.

—Mire… allí —Las palabras brotaron de su garganta como el chirrido de uñas sobre una pizarra. Retrocedió asustada contra la mesa, derribando un aparato. Este se estrelló y los fragmentos tintinearon en el suelo.

—¿Qué sucede? Por el amor de…

—Funcionó —gemía Theone—. ¡El ritual… funcionó!

Todos miraron a través de la penumbra, luego comenzó. Una enorme Cosa en forma de espada surgía lentamente del centro del círculo del nigromante… una forma vaga y amorfa  que  crecía  hacia  lo  alto,  emitiendo  un  apagado  sonido  siseante  parecido  al murmullo de un caldero.

—¿Qué es eso? —gritó con fuerza Lady Sutton.

La Cosa se proyectó hacia adelante como una extrusión malsana. Al llegar al borde del círculo negro se detuvo. El sonido hirviente había crecido en forma ominosa.:

—¿Es uno de nosotros? —gritó Lady Sutton—. ¿Es una broma estúpida? Finchley… Braugh… Ellos le lanzaron ciegas miradas de terror.

—Sidra… Robert… Theone… No, están todos aquí. Entonces, ¿quién es ése? ¿Cómo entró aquí?

—Es imposible —susurró Braugh, retrocediendo. Sus piernas chocaron contra el borde del diván y se desplomó desgarbadamente.

Lady Sutton lo golpeó con manos inertes y le gritó:

—¡Haz algo! ¡Haz algo…!

Finchley trató de controlar su voz.

—Es… estamos a salvo mientras el círculo no se rompa.; No puede salir…

Sobre el escenario, Theone lloriqueaba, haciendo gestos i de alejar con las manos. Súbitamente, se desplomó. Uno de sus brazos proyectados borró un segmento del círculo de tiza negra. La Cosa se movió con rapidez, saliendo a través de la rotura del círculo y descendiendo de la plataforma como un fluido negro. Finchley y Sidra Peel retrocedieron tambaleantes, lanzando chillidos aterrorizados. Hubo un creciente espesamiento que invadió la atmósfera del refugio. Pequeños chorros de vapor danzaban alrededor de la cabeza de la Cosa mientras se movía lentamente hacia el diván.

—¡Todos estáis bromeando! —gritó Lady Sutton—. No es real. ¡No puede serlo! —Se levantó del diván y se balanceó sobre sus pies. Su rostro empalideció al volver a contar a sus invitados. Uno… dos», y cuatro hacían seis… y la figura hacían siete. Pero debería haber sólo seis…

Retrocedió y comenzó a correr. La Cosa la estaba siguiendo cuando ella alcanzó la puerta. Lady Sutton tiró de la manilla, pero la cerradura estaba candada. Con rapidez, a pesar de su figura opulenta, corrió alrededor del refugio, golpeando las maderas. Mientras la Cosa se expandía y llenaba la habitación con su sibilante siseo, ella agarró su bolso y lo rompió, escudriñando en busca de la llave. Las manos temblorosas desparramaron el contenido del bolso por la habitación.

Un profundo bramido surgió de la oscuridad. Lady Sutton se sacudió y miró a su alrededor con desesperación, haciendo pequeños ruidos animales. Como si la Cosa intentara engullirla en sus infinitas profundidades negras, un grito brotó de su cuerpo y cayó pesadamente al suelo.

Silencio.

El humo derivaba en nubes sombrías.

El reloj chino marcó una secuencia de delicados períodos.

—Bien —dijo Finchley con tono de conversación—. Eso es todo.

Se dirigió a la figura inerte que se hallaba en el suelo. Se arrodilló por un momento, probando y revisando, sus facciones vacilantes plenas de salvaje apetito. Luego miró hacia arriba y sonrió con una mueca.

—Está muerta, eso es. Justo como lo presumimos. Fallo cardíaco. Estaba demasiado gorda.

Permaneció sobre las rodillas, absorbiendo el momento de muerte. Los otros se apiñaron alrededor del cuerpo con forma de sapo, respirando con distensión. El momento difícil había acabado; luego la lasitud del aburrimiento infinito volvería a extenderse sobre sus facciones.

La Cosa Negra agitó sus brazos unas pocas veces mas. La ropa se abrió por último, revelando una complicada estructura y la sudorosa y barbada cara de Robert Peel. Dejó caer la ropa a su alrededor, salió de ella y se aproximó a la figura que se hallaba en la silla.

—La condenada idea era perfecta —dijo. Sus brillantes ojitos destellaron por un momento. Parecía una sádica miniatura de Eduardo VII—. Nunca lo hubiera creído si un séptimo desconocido no entra en escena. —Contempló a su esposa.— La bofetada fue un toque de genio, Sidra. De un realismo maravilloso…

—Eso me proponía.

—Lo sé, mi bienamada, pero gracias por nada.

Theone Dubedat se había levantado e ido en busca de una bata blanca. Bajó los escalones  y  caminó  sobre  el  cuerpo,  quitándose  la  espantosa  máscara  demoníaca. Reveló su hermoso rostro cincelado, frígido y encantador. Su rubio cabello relucía en la oscuridad.

—Tu actuación fue soberbia, Theone —dijo Braugh. Sacudió su cabeza albina con aprobación.

Por un momento ella no respondió. Se quedó allí, contemplando el informe montón de carne, una expresión de desesperanza extendiéndose por su rostro; pero no fue nada más que la mirada de impersonal curiosidad de un espectador echando un vistazo a través de la ventana de una cocina. Menos.

Por último, Theone suspiró.

—No fue merecedor de elogio, después de todo.

—¿Qué? —Braugh buscaba un cigarrillo.

—El número… toda la actuación. Ya estamos de vuelta en lo mismo, Chris.

Braugh raspó un fósforo.  La  llama  anaranjada  surgió,  aleteando  sobre  los  rostros disgustados. Encendió su cigarrillo, luego elevó la llama y los contempló. La iluminación distorsionaba sus facciones convirtiéndolos en caricaturas, enfatizando sus cansancios, su infinito aburrimiento.

—Yo… yo… —dijo Braugh.

—No sirve, Chris. Todo este asesinato fue un fracaso… tan excitante como un vaso de agua.

Finchley se encogió de hombros y caminó de un lado a otro como si estuviera sobre zancos.

—Sufrí una sacudida cuando pensé que sospechaba. No duró mucho, creo.

—Deberías estar agradecido por un hecho así.

—Lo estoy.

Peel hizo chasquear su lengua con exasperación, luego se arrodilló como un barbado Humpty-Dumpty, la calva brillante, y hurgó en el contenido desparramado del bolso de Lady Sutton. Dobló los billetes de banco y los puso en su bolsillo. Cogió la gorda mano muerta y la levantó hacia Theone.

—Tú siempre admiraste su zafiro, Theone. ¿Lo quieres?

—No podrás sacarlo, Bob.

—Creo que podré —dijo, tirando con fuerza.

—Oh, al infierno con el zafiro.

—No… está saliendo.

El anillo se deslizó, luego se encajó en los pliegues de carne del nudillo. Peel tomó aire y tironeó, retorciendo el dedo. Hubo un sonido succionante como de algo cediendo, y todo el dedo se desprendió de la mano. Un débil olor a putrefacción alcanzó las fosas nasales, mientras todos observaban con vaga curiosidad.

Peel se encogió de hombros y dejó caer el dedo. Se levantó, frotando sus manos suavemente.

—Se pudre rápido —dijo—. Es curioso… Braugh frunció su nariz y dijo:

—Estaba demasiado gorda.

Theone se dio vuelta con frenética desesperación, las manos aferradas a sus hombros.

—¿Qué haremos? —gritó—. ¿Qué? ¿Queda alguna sensación nueva sobre la tierra que no hayamos probado?

Con un seco zumbido, el reloj chino comenzó a repicar sus campanas. Medianoche.

—Podríamos volver a las drogas —dijo Finchley.

—Son tan inútiles como este miserable asesinato.

—Pero hay otras sensaciones. Nuevas.

—¡Nómbrame una! —dijo Theone con exasperación—. Sólo una.

—Podría nombrar varias… si se sentaran y me permitieran… De repente, Theone interrumpió.

—Eres tú el que habla así, ¿no, Dig?

—N… no —respondió Finchley con voz peculiar—. Pensé que era Chris.

—Yo no era —dijo Braugh.

—¿Tú Bob?

—No.

—En… entonces… La vocecita dijo:

—Si las damas y caballeros fueran lo suficientemente amables…

Provenía del escenario. Había algo allí… algo que hablaba con esa tranquila y suave voz; pues Merlín se movía adelante y atrás, arqueando su negro lomo contra una pierna invisible.

—… para sentarse —continuó la voz, con persuasión.

Braugh era el más valiente. Se movió hacia el escenario con lentos y tranquilos pasos, el cigarrillo firmemente aferrado a sus labios. Se apoyó contra el proscenio y espió. Por un momento sus ojos examinaron el escenario; luego dejó que una espuma de humo brotara de sus fosas nasales y declaró:

—No hay nadie aquí.

Y en ese momento el humo azul remolineó bajo las luces y envolvió una figura de vacío. No fue más que un vislumbre de un contorno… de un negativo, pero suficiente para que Braugh lanzara un grito y brincara hacia atrás. Los otros empalidecieron, sentándose temblorosos.

—Lo siento —dijo la tranquila voz—. No volverá a suceder. Peel se recompuso y dijo:

—Simplemente por el amor a…

—¿Sí?

Trató de controlar los espasmos de sus facciones.

—Simplemente por el amor a la curiosidad cien… científica, el…

—Cálmate, amigo mío.

—El ritual… ¿Funcionó?

—Por supuesto que no. Amigos míos, no hay necesidad de invocarnos con una ceremonia tan fantástica. Si realmente nos queréis, venimos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Oh… sabía que habíais estado pensando en mí por un tiempo. Anoche me queríais… realmente me queríais, y vine.

El último vestigio de humo del cigarrillo tuvo una convulsión cuando esa terrible figura de vacío pareció detenerse y sentarse informalmente al borde del escenario. El gato vaciló y luego comenzó a frotar su cabeza, con pequeños maullidos de placer, bajo una mano que lo acariciaba.

Aún tratando desesperadamente de controlarse, Peel dijo:

—Pero todas esas ceremonias y rituales son sin duda…

—Meramente simbólicos, señor Peel. —Peel se sobresaltó ante el sonido de su nombre.— Usted ha leído, sin duda, que aparecemos sólo si cierto ritual es realizado, y si es realizado al pie de la letra. No es verdad, por supuesto. Aparecemos si la invitación es sincera —y sólo entonces—, con o sin ceremonia.

Pálida y al borde de la histeria, Sidra susurró:

—Me voy de aquí. —Intentó levantarse.

—Un momento, por favor —dijo la voz gentil.

—¡No!

—La ayudaré a librarse de su marido, señora Peel.

Sidra parpadeó, luego volvió a dejarse caer en su silla. Peel cerró los puños y abrió la boca para hablar. Antes de que pudiera comenzar, la voz gentil continuó:

—Y a pesar de todo usted no perderá a su esposa, si en realidad desea conservarla, señor Peel. Se lo garantizo.

El gato fue levantado en el aire y luego colocado confortablemente en un lugar a unos treinta centímetros del suelo. Pudieron ver cómo la espesa pelambre del lomo era alisada y desalisada por la suave caricia.

—¿Qué nos ofrece? —dijo Braugh al poco tiempo.

—Os ofrezco a cada uno lo que vuestro corazón desee.

—¿Y qué es?

—Una nueva sensación… todas sensaciones nuevas.

—¿Qué sensaciones nuevas?

—La sensación de realidad. Braugh se echó a reír.

—Dudo que eso sea lo que el corazón de cada uno desee.

—Lo será, pues os ofrezco cinco diferentes realidades… realidades que vosotros podréis modelar, cada uno por sí mismo. Os ofrezco mundos hechos por vosotros, donde la señora Peel puede ser feliz asesinando a su marido en el suyo… y el señor Peel, sin embargo, puede conservar a su mujer en otro. Al señor Braugh le ofrezco el mundo onírico del escritor, y al señor Finchley la creación del artista…

—Esos son sueños —dijo Theone—, y los sueños son baratos. Todos los tenemos.

—Pero todos despiertan de sus sueños y deben pagar el amargo precio de la realización. Yo os ofrezco un despertar del presente en una realidad futura que podréis modelar según vuestros propios deseos… una realidad inacabable.

—Cinco realidades simultáneas es una contradicción de términos —dijo Peel—. Es una paradoja… imposible.

—Entonces os ofrezco lo imposible.

—¿Y el precio?

—¿Perdón?

—El precio —repitió Peel con creciente coraje—. No somos tan ingenuos. Sabemos que siempre hay un precio.

Hubo una larga pausa; luego la voz dijo con acento de reproche:

—Temo que hay muchas malas interpretaciones y muchas cosas que vosotros no lográis comprender. No puedo explicarlo con exactitud, pero créanme cuando les digo que no hay precio.

—Ridículo. Nadie da nada por nada.

—Muy bien, señor Peel, si debemos utilizar la terminología del mercado, permítame decirle que nunca aparecemos hasta que el precio de nuestros servicios ha sido pagado por anticipado. El vuestro ya ha sido pagado.

—¿Pagado? —Todos lanzaron un vistazo simultáneo al descompuesto cuerpo que se hallaba sobre el suelo del refugio.

—Por completo,

—¿Entonces?

—Estáis dispuestos, lo veo. Muy bien…

El gato fue nuevamente levantado en el aire y depositado en el suelo con una última y gentil palmadita. Los remanentes de la bruma que colgaban del cielorraso se hendieron y agitaron cuando el invisible dador avanzó. En forma instintiva, los cinco se pusieron de pie y aguardaron, tensos y temerosos, pero ya con una creciente sensación de realización.

Una llave voló desde el suelo por el aire en dirección a la puerta. Se detuvo ante la cerradura un instante, luego se insertó en ella y giró. La pesada cerradura de hierro forjado se elevó y la puerta se abrió por completo. Más allá debería haber estado el corredor de mazmorra que se dirigía hacia los niveles superiores del Castillo Sutton… un largo y estrecho pasaje, pavimentado con lajas y revestido de bloques de piedra caliza. Ahora, a pocos centímetros más allá de la jamba de la puerta, colgaba un velo de llamas.

Pálido, increíblemente hermoso, era un tapiz flamígero, la trama y urdimbre de un arco iris de colores. Esas hebras de color pastel se enlazaban y desenlazaban, flotaban, enhebradas y tejidas como muchas líneas de vidas individuales. Había infinitud de llamas, emociones, la aterciopelada serenidad del tiempo, la piel turbulenta del espacio… Eran todas las cosas para todos los hombres, y por encima de todo, eran hermosas.

—Para vosotros —dijo la voz tranquila— la vieja realidad toca a su fin en esta habitación…

—¿Tan simple como eso?

—Más.

—Pero…

—Aquí estáis —interrumpió la voz— en el último meollo el último núcleo por así decirlo, de eso que alguna vez fue real para vosotros. Atravesad la puerta… atravesad el velo, y entraréis en la realidad que os he prometido.

—¿Qué encontraremos más allá del velo?

—Cada uno de vuestros deseos. Nada hay más allá de ese velo ahora. No hay nada allí…  nada  salvo  tiempo  y  espacio  que  esperan  ser  moldeados.  No  hay  nada  y  el potencial de todo.

—¿Un tiempo y un espacio? —dijo Peel en voz baja—.

¿Será eso suficiente para todas las distintas realidades?

—Todos los tiempos, todos los espacios, amigo mío — respondió la voz tranquila—. Pasad a través de él y encontraréis la matriz de los sueños.

Habían estado agrupados, de pie uno junto a otro, como compartiendo algún tipo de tensa compañería. Ahora, en medio del silencio siguiente, se fueron separando con suavidad, como si cada uno delimitara para sí mismo una realidad propia… una vida enteramente divorciada del pasado y los compañeros de los viejos tiempos. Fue un gesto de total separación.

Mutuamente impulsados, a pesar de la motivación independiente, se movieron hacia el velo rutilante…

II

Soy un artista, pensó Digby Finchley, y un artista es un creador. Crear es ser como dios, y así será. Seré el dios de mi mundo y de la nada crearé todo… y todo lo mío será bello.

Fue el primero en llegar al velo y el primero en pasar a través de él. El aluvión de colores tembló ante su rostro como un rocío frío. Parpadeó por un momento cuando los brillantes púrpuras y escarlatas lo enceguecieron. Cuando volvió a abrir los ojos había dejado atrás el velo y se encontraba de pie en la oscuridad.

Pero no era oscuridad.

Era un surtidor negro en la blanca vacuidad infinita. Impresionaba sus ojos como una mano pesada y parecía apretarle los globos oculares dentro de su cráneo como si éstos fueran de plomo. Estaba aterrorizado y sacudió la cabeza, contemplando la impenetrable nada, confundiendo por realidad los efímeros flashes de luz retinal.

Ni estaba de pie.

Pues dio una apresurada zancada y sintió como si estuviera suspendido fuera de todo contacto con masa y materia. Su terror adquirió un matiz de horror cuando advirtió que se encontraba totalmente solo; no había nada que ver, nada que oír, nada que tocar. Lo asaltó una amarga sensación de soledad y en ese instante comprendió cuánta verdad había en la voz que había escuchado en el refugio, y qué terriblemente real era su nueva realidad.

Ese instante, también, fue su salvación.

—Pues —murmuró Finchley con una amarga sonrisa en dirección a la negrura— la esencia de la divinidad es la soledad… ser único.

Luego se sintió muy tranquilo y colgó en reposo en el tiempo y el espacio, mientras congregaba sus pensamientos para la creación.

—Primero —dijo Finchley al fin— debo tener un trono celestial propio de un dios. También debo tener un reino celestial y ángeles guardianes; pues ningún dios está completo sin su entorno.

Vaciló, cuando su mente escogió rápidamente entre la gran variedad de reinos celestiales que había conocido a través de las artes y las letras. No había necesidad, pensó, de ser especialmente original con este tipo de cosas. La originalidad jugaría un papel importante en la creación de su universo. Ahora lo único esencial era asegurarse un razonable grado de dignidad y lujuria… y para eso bastaría el mobiliario de segunda mano del viejo Yavé.

Elevó una mano con un gesto autoconsciente y ordenó. De modo instantáneo, las tinieblas fueron invadidas por la luz y ante él se erguía una escalera de mármol veteado de oro que conducía a un trono rutilante. El trono era alto y mullido. Brazos, patas y respaldo de plata brillante, y almohadones de púrpura imperial. Y sin embargo… el conjunto era horroroso. Las patas eran demasiado largas y delgadas, los brazos destartalados de un marrón oscuro y enfermizo.

—Ufff —dijo Finchley, y trató de remodelarlo. No importaba cómo alteraba las proporciones, el trono seguía siendo horrible. Y en cuanto a los escalones, también eran desagradables, pues la monstruosa creación de venas de oro se retorcían y curvaban a través del mármol, formando dibujos de formas obscenas que recordaban las pinturas eróticas que Finchley había dibujado en su existencia pasada.

Por último comenzó a subir los escalones, sentándose con dificultad en el trono. Sintió como si estuviera sentado en las rodillas de un cadáver, los brazos muertos en equilibrio para rodearlo en fantasmal abrazo. Se encogió de hombros ligeramente y dijo:

—Oh, infiernos, nunca fui un diseñador de mobiliario…

Finchley miró alrededor de sí, luego levantó su mano otra vez. El surtidor de nubes que se apiñaban alrededor del trono retrocedió para revelar altas columnas de cristal, un desmesurado techo arqueado y un suelo pavimentado con bloques pulidos. El salón se extendía cientos de metros como una catedral inacabable, lleno de filas y filas de sus guardias.

La mayor parte eran ángeles: delgados seres alados, con toga blanca, cabezas rubias y brillantes, azules ojos de zafiro y sonrientes bocas escarlatas. Detrás de los ángeles estaba arrodillada la orden de los querubines: gigantescos toros alados con flancos leonados y pezuñas de metal batido. Sus cabezas asirías ostentaban pesadas barbas con lustrosos rizos azabaches. En tercer lugar estaban los serafines: filas de enormes serpientes de seis alas cuyas enjoyadas escamas brillaban con silenciosa flama.

En tanto Finchley estaba sentado y contemplándolos con admiración por su artesanía, entonaron al unísono con unción:

—Gloria  a  Dios.  Gloria  al  Señor  Finchley,  el  Todo-poderoso…  Gloria  al  Señor Finchley…

Sentado y los ojos fijos como si lentamente hubieran adquirido la distorsión del astigmatismo, advirtió que era una catedral más demoníaca que celestial. Las columnas estaban talladas con imágenes grotescas que giraban en los capiteles y bases, y como el salón se extendía hacia la oscuridad, semejaban sombras de personas retozantes que gesticulaban y danzaban.

Y a lo lejos, hasta donde se extendían las columnas y cubiertas por ellas, se veían pequeñas escenas que lo asombraban. Aún mientras cantaban, los ángeles observaban por  el  rabillo  del  ojo  a  los  querubines;  y  tras  una  columna  vio  cómo  un  ser  alado alcanzaba y atrapaba a un encantador ángel rubio de lujuria para apretarlo contra él.

En completa desesperación, Finchley alzó su mano otra vez y una vez más hubo un remolino de oscuridad alrededor de él…

—Demasiado —dijo— para un Reino de los Cielos…

Meditó por otro inefable período, a la deriva en la nada, apresado por el más estupendo problema artístico que alguna vez hubiera encarado.

Hasta ahora, pensó Finchley con un estremecimiento por los horrores que había elaborado, había estado meramente jugando —probando mi fuerza—, entrando en calor, por así decirlo, como el artista juega con la pintura al pastel y un bloque de papel de fibra. Ahora es hora de ponerme a trabajar.

Solemnemente, tal como  pensó  que  sería  conveniente  para  un  dios,  condujo  una laboriosa conferencia consigo mismo en el espacio.

¿Cómo ha sido, se preguntó, la creación en el pasado? Se podía denominarla naturaleza.

Muy bien, la llamaremos naturaleza. Ahora bien, ¿cuáles son las objeciones a la creación de la naturaleza?

Pues… la naturaleza nunca ha sido artista. La naturaleza simplemente se equivoca debido a su estilo experimental. Cualquier belleza existente es tan sólo un subproducto. La diferencia entre…

La diferencia, se interrumpió a sí mismo, entre la vieja naturaleza y el nuevo dios Finchley debe ser ordenada. El mío será un cosmos ordenado, privado de lo superfluo y dedicado a la belleza. Nada quedará librado al azar. No habrá tropezones.

Primero, el lienzo.

—¡Habrá un espacio infinito! —gritó Finchley.

En la nada, su voz rugió a través de la estructura de huesos de su cráneo y produjo ecos sordos y discordantes en sus oídos; pero al instante de su orden, la opaca oscuridad fue filtrada, transformándose en límpido azabache. Finchley no podía aún ver nada, pero sintió el cambio.

Pensó: ahora en el viejo cosmos hay simplemente estrellas y nebulosas, vastos y fieros cuerpos dispersos a través de los dominios del cielo. Nadie sabe su propósito… nadie sabe su origen o destino.

En el mío tendrán propósito, pues cada cuerpo servirá para sostener una raza de seres cuya única función será servirme…

—Gritó: —Que hasta cien universos llenen el espacio. Mil galaxias integrarán cada universo y un millón de soles serán la suma de cada galaxia. Diez planetas circundarán cada sol. y dos lunas cada planeta. ¡Que todas se revuelvan alrededor de su creador! Que todo suceda, ¡ahora! Finchley gritó cuando lo rodeó un estallido de luz en medio de un cataclismo insonoro. Estrellas, cercanas y calientes como soles, distantes y frías como cabezas de alfiler… Aparte, dos vastas nubes borrosas… Carmesí deslumbrante… amarillo… verde intenso y violeta… La suma de sus brillos era un tumulto de luz que constreñía su corazón y lo llenaba con el devorador miedo a los poderes latentes que yacían en su interior.

—Ya es —lloriqueó Finchley— suficiente creación por el momento…

Cerró los ojos con determinación y ejercitó sus deseos una vez más. Hubo una sensación de solidez bajo sus pies y cuando abrió los ojos cautelosamente se hallaba de pie en una de sus tierras con cielo azul y sol blanco-azulado que se ponía con velocidad hacia el horizonte occidental.

Era una tierra ocre y desnuda… Finchley lo había previsto… era una vasta esfera de rudimentaria  materia  esperando  que  él  la  moldeara,  pues  había  decidido  que  de  la primera de todas sus creaciones formaría una buena tierra verde para sí mismo… un planeta de belleza donde Finchley, Dios de todo lo Creado, residiría en su Edén.

Trabajó durante todo ese atardecer, con rápida y artística delicadeza. Un vasto océano verde y con blanca y destellante espuma se extendió sobre la mitad del globo; alternando cientos de millas de espacio acuático con núcleos de cálidas islas. El continente fue dividido en dos por una columna vertebral de aserradas montañas que se extendían de un polo nevado al otro.

Trabajó con infinito cuidado. Utilizó óleos, acuarelas, carbones y bocetos de grafito, planeando y ejecutando todo su mundo. Montañas, valles, planicies; despeñaderos, precipicios y simples peñascos fueron todos diseñados con la fluida congruencia de las masas perfectamente equilibradas.

Todo su espíritu de artista realizó una límpida dispersión de lagos que semejaron otras muchas joyas destellantes; y los graciosos arabescos de los serpenteantes ríos que trazaban intrincados diseños sobre el planeta. Se entregó a la selección de colores: gravas grises, arenas rosadas, blancas y negras; fértiles tierras marrones, ocre oscuro y sepia; esquistos jaspeados, micas brillantes y piedras de sílice… Y cuando el sol se desvaneció al fin sobre el primer día de labor, su Edén era un paraíso de piedra, tierra y metal, listo para la vida.

Mientras el cielo se oscurecía sobre su cabeza, apareció la pálida giba de una luna con rostro de muerte recorriendo la bóveda del cielo; y mientras Finchley la contemplaba con desasosiego, una segunda luna con un disco rojo sangre asomó su devastador semblante sobre el horizonte oriental y comenzó su fantasmal marcha a través de los cielos. Finchley apartó los ojos de ellas y contempló las estrellas titilantes.

Obtuvo mucha más satisfacción de su contemplación.

«Sabía exactamente cómo eran algunas de ellas — pensó complacido—. Se multiplica cien por mil y por un millón y allí está la respuesta… ¡Y sucede que ésa es mi idea del orden!»

Se echó en un pedazo de cálida y blanda tierra y colocó sus manos bajo la nuca, mirando hacia arriba.

«Y sé exactamente para qué están todas allí… para sostener vidas humanas… los incontables miles de millones de millones de vidas que diseñaré y crearé sólo para servir y adorar al Señor Finchley… ¡Ese es vuestro propósito!»

Y sabía a dónde iban cada una de esas chispas azules y rojas color índigo, pues una vez en los vastísimos límites del espacio continuaban tonantes un curso circular, cuyo pivot era ese punto en los cielos que él había abandonado. Algún día, retornaría a ese lugar y allí construiría su castillo celestial. Luego podría sentarse allí durante toda la eternidad, contemplando el rodar de sus mundos por el cielo.

Hubo un peculiar manchón rojizo en el cénit del cielo. Finchley lo observó distraídamente primero, luego con concentrada atención cuando parecía ramificarse. Se expandió lentamente como una mancha de tinta, y al momento se tiño de anaranjado y luego de blanco intenso. Y por primera vez Finchley fue inconfortablemente consciente de una sensación de calor.

Pasó una hora, y luego dos y tres. El puño de la expansión blanquirojiza se extendió por el cielo hasta que fue una fiera nube brumosa. Un delgado y tenue borde se aproximó gentilmente  a  una  estrella,  luego  la  tocó.  Instantáneamente  hubo  un  esplendor enceguecedor de radiación y Finchley fue bañado por una cauterizante luz que iluminó el panorama con el espectral brillo del flash de magnesio. La sensación de calor creció en intensidad y diminutas gotas de transpiración aguijonearon su piel.

Con la medianoche, un inenarrable infierno llenaba la mitad del cielo, y las brillantes estrellas, una tras otra, estallaban silentes. La luz era enceguecedoramente blanca y el calor sofocante. Finchley se tambaleó sobre sus pies y comenzó a correr, buscando en vano sombra o agua. Fue sólo entonces cuando advirtió que su universo estaba corriendo su amor.

—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No!

El calor lo apaleó. Cayó y rodó sobre rocas filosas que lo desgarraron y anclaron de espaldas, el rostro vuelto hacia arriba. Pasando a través de sus manos apretadas, de sus párpados fuertemente cerrados, la intolerable luz y el calor presionaban.

—¿Qué puede haber funcionado mal? —gritó Finchley —. ¡Había mucho espacio para todo! ¿Por qué tuvo que…?

En medio del delirio generado por el calor, sintió un atronador sacudimiento que le hizo pensar que su Edén comenzaba a despedazarse.

—¡Detenerse! ¡Detenerse! ¡Que todo se detenga!— gritó. Se golpeó las sienes con puños inermes y por último suspiró—. Está bien… si he cometido otro error, entonces… está bien…

—Agitó su mano débilmente.

Y otra vez los cielos fueron negros y blancos. Sólo las dos escabrosas lunas giraban sobre su cabeza, comenzando el largo camino hacia el oeste. Y en el este un apagado destello anunciaba el amanecer.

—De modo —murmuró Finchley— que se debe ser más matemático y físico que artista para fabricar un cosmos. Soy un artista y nunca pretendí saber todo eso. Pero… soy un artista, y aquí aún está mi buena tierra verde para la gente… Mañana… Veremos… mañana…

Y en ese momento se durmió.

El sol estaba alto cuando despertó, y su ojo diabólico lo llenaba de inquietud. Observó con atención el paisaje que había construido el día previo, y se sintió aún más inseguro, pues había una sutil distorsión en todo. Los suelos del valle se veían sucios, como cubiertos del pálido lustre de las escaras leprosas. Los riscos de las montañas formaban curiosas formas de sugestivo terror. Hasta en los lagos había un indicio del horror contenido bajo sus serenas e inmóviles agua.

No ocurría, advirtió, cuando miraba directamente a esas creaciones, sino sólo cuando su mirada era lateral. Contemplado con ojos abiertos y fijos todo parecía estar bien. La proporción era buena, la línea excelente, la coloración perfecta. Y a pesar de todo… Se encogió de hombros y decidió que tendría que realizar algún tipo de boceto previo. No había duda que existía algún sutil error de diseño en su obra.

Caminó hasta un diminuto curso de agua y de las orillas extrajo una masa de húmeda arcilla roja. La amasó alisándola, humedeciéndola más, hasta aplanarla y estirarla. Después de haberla secado un poco bajo el calor del sol, dispuso un pesado bloque de piedra como pedestal y se dispuso a trabajar. Sus manos aún eran prácticas y seguras. Con dedos hábiles modeló su idea de un gran conejo peludo. Cuerpo, piernas y cabeza; rasgos exquisitamente delineados… agazapado sobre la piedra estaba listo, parecía, para brincar al menor aviso.

Finchley sonrió cariñosamente a su obra, su confianza al fin restaurada. Dio una palmada sobre la cabeza redondeada y dijo:

—Vive, amigo mío…

Hubo un momento de indecisión mientras la vida invadía la forma de arcilla; luego arqueó la espalda con movimiento torpe e intentó brincar. Se movió hasta el borde del

pedestal, donde colgó enloquecido por un instante antes de caer pesadamente al suelo. Mientras se arrastraba torpe y zigzagueante, profirió horribles sonidos guturales y se dio vuelta para contemplar a Finchley. En la cara del animal había una expresión de malevolencia.

La sonrisa de Finchley se heló. Frunció el entrecejo, vaciló, luego recogió otro montón de arcilla y la colocó sobre la piedra. Trabajó por espacio de una hora, dando forma a un gracioso setter irlandés. Por ultimo le dio una palmadita y dijo:

—Vive…

Instantáneamente el perro se desplomó. Gimió desvalidamente y luego luchó sobre sus patas vacilantes como una enorme araña, los ojos distendidos y vidriosos. Se acercó al borde del pedestal, saltó y chocó con las piernas de Finchley Hubo un débil gruñido y la bestia clavó sus afilados colmillos en un pie de Finchley. Este saltó hacia atrás con un grito y pateó al animal con furia. Lloriqueando y aullando, el setter partió, una flaca figura que atravesó los campos como un monstruo jorobado.

Con un intento furioso, Finchley retornó a su labor. Modeló forma tras forma, a las cuales otorgó vida, y cada una de ellas —mono, simio, zorro, comadreja, rata, lagarto y sapo… peces, largos y cortos, gruesos y delgados… pájaros por el estilo — era una monstruosidad grotesca que nadaba, arrastraba las patas o aleteaba como una pesadilla. Finchley estaba perplejo y exhausto. Se sentó él mismo en el pedestal y comenzó a sollozar mientras sus dedos cansados aún se crispaban e hincaban en un montón de arcilla.

Pensó: «Todavía soy un artista… ¿Qué funcionó mal? ¿Qué es lo que convierte todo lo que hago en una horrible figura anormal?»

Sus dedos daban vuelta la arcilla, la moldeaban, y una cabeza comenzó a tomar forma en la masa.

Pensó: «Hice una fortuna con mi arte una vez. Todo el mundo no podía estar loco. Vendí mis obras por muchas razones… pero la más importante es que eran hermosas.»

Advirtió el montón de arcilla en sus manos. Había tomado parcialmente la forma de una cabeza de mujer. La examinó con atención por primera vez en horas; sonrió.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó—. No soy modelador de animales. Veamos cómo lo hago con una figura humana…

Con rapidez, con esa inerme porción de arcilla, construyó la subestructura de su figura. Piernas, brazos, torso y cabeza estuvieron formados. Canturreaba al trabajar. Pensaba. Será la más hermosa Eva alguna vez creada… y más… ¡sus hijos serán verdaderos hijos de un dios!

Con amorosas manos dio forma a las fuertes pantorrillas y torneados muslos, uniendo con destreza las delgadas rodillas a los graciosos pies. Las redondas caderas rodeaban un vientre plano, ligeramente combado. Cuando llegó a los fuertes hombros, se detuvo súbitamente y retrocedió un paso para contemplar su obra.

¿Es posible? se preguntó.

Caminó con lentitud alrededor de la figura a medio terminar.

¿La fuerza del hábito, quizá?

Quizás eso… y quizás el amor que había sentido por tantos años.

Retornó a la figura y redobló sus esfuerzos. Con una sensación de creciente júbilo, completó brazos, cuello y cabeza. Había algo dentro de sí que le decía que era imposible fallar. Había modelado esta figura demasiado frecuentemente como para no conocer hasta los detalles más ínfimos. Y cuando la hubo terminado, Theone Dubedat, magníficamente esculpida en arcilla, se encontraba sobre el pedestal de piedra.

Finchley estaba contento. Fatigado, se sentó con la espalda contra un peñasco, extrajo un cigarrillo del espacio y lo encendió. Estuvo sentado quizás un minuto, intentando que el humo aquietara su excitación. Y por último, con una sensación de anticipación caótica, dijo:

—Mujer…

Se atragantó y se detuvo. Luego comenzó de nuevo.

—¡Vive… Theone!

El segundo de vida llegó y pasó. La figura  desnuda se  movió ligeramente, luego comenzó a temblar. Como arrastrado por una fuerza magnética, Finchley se incorporó y caminó hacia ella, los brazos extendidos en muda súplica. Hubo un ronco suspiro de inhalación y los grandes ojos se abrieron lentamente y lo examinaron.

La joven viviente se enderezó y gritó. Antes de que Finchley pudiera tocarla, ella lo golpeó en la cara, sus largas uñas le arañaron la piel. Cayó de espaldas del pedestal, se puso de pie de un brinco y echó a correr a través de los campos como todos los otros… un loco ser jorobado que gritaba y aullaba. El bajo sol oscurecía su cuerpo y la sombra que proyectaba era monstruosa.

Mucho después que ella desapareció, Finchley continuó mirando fijamente en su dirección, mientras dentro de él todo ese amor inútil y amargo lo quemaba como si fuera una ola ácida. Al tiempo retornó al pedestal y con helada impasibilidad se puso una vez más a trabajar. No se detuvo hasta que la quinta de una sucesión de chocantes figuras se perdió gritando en la noche… Luego, y sólo entonces, se detuvo y permaneció un largo tiempo contemplando alternadamente sus manos y las demenciales lunas que se deslizaban sobre su cabeza.

Sintió una palmadita en el hombro y no se sorprendió demasiado de ver a Lady Sutton de pie junto a él. Aún usaba la toga con lentejuelas de aquella noche, y bajo la luz de las dobles lunas su rostro era tan vulgar y masculino como siempre.

—Oh… es usted —dijo Finchley.

—¿Cómo estás, Dig, mi amor?

El pensó en todo, tratando de encontrar alguna razón en la absurda locura que impregnaba el cosmos.

—No muy bien, Lady Sutton.

—¿Problemas?

—Sí… —se interrumpió y la encaró—. Me pregunto, Lady Sutton, ¿cómo demonios está usted aquí?

Ella se echó a reír.

—Estoy muerta, Dig. Deberías saberlo.

—¿Muerta? Oh… yo… —se sintió invadido por el embarazo.

—Sin rencores. Yo hubiera hecho lo mismo, lo sabes.

—¿Lo hubiera hecho?

—Todo por una nueva sensación. Eso fue siempre nuestro lema, ¿no? —Hizo una inclinación de cabeza y una mueca irónica en su dirección. Era la misma vieja mueca de absoluta diversión.

—¿Qué está haciendo aquí? Quiero decir, cómo… —dijo Finchley.

—Dije que estoy muerta —interrumpió Lady Sutton—. Hay muchas cosas que tú no comprendes de este asunto de morir.

—Pero ésta es mi propia realidad personal y privada. Soy su poseedor.

—Pero yo sigo estando muerta, Dig. Puedo penetrar en cualquier mierdosa realidad que elija. Espera… ya lo verás.

—No lo veré —dijo él—, nunca… Eso es, no puedo porque nunca moriré.

—Oh, ¿no?

—No, no puedo. Soy un dios.

—Lo eres, ¿eh? ¿Y cómo te sientes?

—Yo… yo no lo sé. —Le faltaban las palabras—. Yo… eso es, alguien me prometió una realidad que yo podría moldear por mí mismo, pero no puedo, Lady Sutton, no puedo.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Soy un dios, y cada vez que trato de dar forma a algo hermoso, esto se vuelve abominable.

—¿Cómo, por ejemplo?

El le mostró sus retorcidas montañas y planicies, los malignos lagos y ríos, las distorsionadas y gruñentes criaturas que había creado. Lady Sutton examinó todo cuidadosamente y con mucha atención. Por último frunció los labios y caviló por un momento; luego contempló con agudeza a Finchley y dijo:

—Es curioso que nunca hayas hecho un espejo, Dig.

—¿Un espejo? —repitió él—. No, no lo he hecho… nunca necesité uno…

—Adelante. Haz uno.

El le echó un vistazo de perplejidad y agitó una mano en el aire. Un espejo cuadrado de plata apareció en sus dedos y lo tendió hacia ella.

—No —dijo Lady Sutton—, es para ti. Mírate en él.

Sorprendido, levantó el espejo y se contempló. Un ronco grito se escapó de sus labios y  acercó  el  rostro  para  observar  mejor.  La  imagen  que  le  devolvía  el  espejo  en  la mortecina luz de la noche era el rostro diabólico de una gárgola. En los pequeños y rasgados ojos, la nariz ancha, los quebrados dientes amarillos, la retorcida ruina de su cara, él vio todo lo que había visto de feo en su horrible cosmos.

Vio la obscena catedral de los cielos y su non sancta jerarquía de lúbricos guardias, el girante caos de estrellas y soles en colisión, el chocante panorama de su Edén, cada aullante, fantasmal criatura que había creado, cada horror que su cerebro había engendrado. Arrojó el espejo por los aires y volvió a confrontar a Lady Sutton.

—¿Qué?—ordenó—. ¿Qué es esto?

—¿Acaso no eres un dios, Dig? —rió Lady Sutton—. ¿Acaso no sabes que un dios crea sólo a su propia imagen y semejanza. Sí… la respuesta es así de simple. Es una gran broma, ¿no lo crees?

—¿Broma? —La suma de todos los eones cayeron como rayos sobre su cabeza. Una eternidad de vida con su propia abominación, sobre él, dentro de él… una y otra vez… repitiéndose en cada sol y cada estrella, cada ser viviente y cada cosa inerme, cada criatura, cada momento interminable. Un dios monstruoso que se alimenta de sí mismo y lenta e inexorablemente se vuelve loco.

—¡Broma! —gritó.

Agitó sus manos y flotó una vez más, suspendido y fuera de todo contacto con masa y materia. Una vez más completamente solo, sin nada que ver, sin nada que oír, sin nada que  tocar.  Mientras  consideraba  otro  inefable  período  de  inevitable  futilidad  en  su siguiente intento, escuchó muy nítidamente el grave bramido de una risa familiar.

De modo que así fue el Cielo de Finchley.

 

III

—¡Dame fuerzas! ¡Oh, dame fuerzas!

Cruzó el delgado velo tras los talones de Finchley, esa pequeña y delgada mujer, y se encontró en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton. Por un momento interrumpió sus rezos, casi desencantada de no encontrar la tierra de brumas y sueños. Luego, con una sonrisa amarga, recordó la realidad deseada.

Ante ella se encontraba una armadura: una fuerte y grácil figura de metal pulido bordeada por completo de estrías. Fue hacia ella. El brillante acero de la coraza le devolvió una reflexión ligeramente distorsionada. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabache cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Todo decía: ésta es Sidra Peel. Esta es una mujer cuyo pasado ha sido encadenado a un ser de torpe ingenio que se llamaba a sí mismo marido. Rompería la cadena ese día si sólo pudiera encontrar la fuerza…

—¡Rómpete, cadena! —repitió con fiereza— y ese día le devolveré toda una vida de agonía. Dios… si hay un dios en mi mundo… ¡ayúdame a equilibrar la suma de todo! Ayúdame…

Sidra  se  inmovilizó  mientras  su  pulso  batía  sordamente.  Alguien  había  bajado  al solitario corredor y se encontraba de pie tras ella. Podía sentir el calor —el aura de su presencia—, la casi imperceptible presión de un cuerpo contra el suyo.

Se dio vuelta, gritando:

—¡Ahhhh!

—Lo siento —dijo él—. Creí que estabas esperándome.

Los ojos de ella se fijaron en su rostro. El sonreía ligeramente de una manera afable, y hasta el matizado cabello rubio, los huecos y elevaciones, las pulsantes venas y las sombras de sus facciones eran un curioso panorama de desnudas emociones.

—Cálmate —dijo él, mientras Sidra se tambaleaba locamente e intentaba detener los gritos que brotaban de su interior.

—Pero qu… quién —logró decir y trató de tragar saliva.

—Creí que estabas esperándome —repitió él.

—Yo… ¿esperándolo?

El asintió y tomó sus manos. Las palmas de ella estaban frías y húmedas contra las suyas.

—Teníamos una cita.

Ella entreabrió los labios y sacudió la cabeza.

—A las doce y cuarenta. —Soltó una de las manos de ella y miró su reloj.— Y aquí estoy, en punto.

—No —dijo ella, zafándose y dando un paso atrás —. No, eso es imposible. No teníamos ninguna cita. Yo no lo conozco.

—¿No me reconoces, Sidra? Bien… es curioso pero pensé que me reconocerías en poco tiempo.

—¿Pero quién es usted?

—No puedo decírtelo. Tienes que recordarlo por si misma.

Un poco más calma, ella inspeccionó sus facciones con más detenimiento.

Como el embate de una cascada, una sensación combinada de atracción y repulsión surgió en ella. Ese hombre la alarmaba y la fascinaba. Se sentía llena de temor ante su sola presencia, y al mismo tiempo intrigada y atraída.

Por último, sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo comprendo. Nunca lo he llamado, señor Quien-quiera-que-sea, y no teníamos una cita.

—Por cierto que tú la hiciste.

—¡Por cierto que no! —estalló, ultrajada por su insolente aseveración—. Quiero mi viejo mundo. El mismo viejo mundo que siempre he conocido…

—¿Pero con una excepción?

—S… sí.—Su furiosa mirada se erizó y la ira brotó de ella.— Sí, con una excepción.

—¿Y has rezado con todas tus fuerzas para producir esa excepción? Ella asintió.

El hizo una mueca sonriente y la tomó del brazo.

—Bien, Sidra, entonces me has llamado y hemos hecho una cita. Soy la respuesta a tus oraciones.

Ella sufrió al ser conducida a través de los estrechos y empinados escalones del corredor, incapaz de liberarse de ese magnético yugo. La presión sobre su brazo era algo atemorizador. Todo en ella gritaba contra el aturdimiento… y a pesar de todo otro alguien le daba la bienvenida ansiosamente.

Mientras pasaban bajo la luz de las infrecuentes lámparas, lo contempló de forma furtiva. Era alto y magníficamente construido. Fuertes tendones sostenían su muscular cuello al más ligero giro de su arrogante cabeza. Llevaba un traje de lana que tenía textura de arenisca, y de él brotaba un pungente y musgoso aroma. Su camisa estaba abierta en el cuello y dejaba ver un vello frondoso sobre el pecho.

No había sirvientes en la planta baja del castillo. El hombre la escoltó silenciosamente a través de las elegantes habitaciones hasta el vestíbulo, donde extrajo la chaqueta de ella del armario empotrado y la colocó sobre sus hombros. Luego presionó sus fuertes manos sobre los gráciles hombros de Sidra.

Volvió a zafarse y por último, una de sus tormentas de llanto se abatió sobre ella. En la tranquila penumbra del vestíbulo pudo ver que él aún continuaba sonriendo, y esto agregó combustible a su furia.

—¡Ah! —gritó—. Qué tonta que he sido… haber dado por sentado que usted… Ha dicho que «yo he rezado por usted», ¿qué clase de tonta se piensa que soy? ¡Quíteme las manos de encima!

Se quedó contemplándolo, respirando profundamente, y él no respondió. Su expresión permaneció impávida. Era como una serpiente, pensó ella, esas serpientes de ojos hipnóticos. Te enrollan en su belleza impávida y no puedes escapar de su mortal fascinación. Como esas torres desmesuradas que te invitan a brincar al vacío… como esas afiladas y deslumbrantes navajas que invitan a la suave carne de tu garganta. ¡No puedes escapar!

—¡Vayase! —gritó ella con un esfuerzo desesperado—. ¡Fuera de aquí! Este es mi mundo. Todo lo que hago o elijo es mío. ¡No quiero compartirlo con ningún repulsivo y arrogante canalla!

Rápida y silenciosamente, él la cogió por los hombros y la atrajo contra su pecho. Mientras la besaba, Sidra luchó por librarse de las garras de sus dedos, intentando alejar sus labios de él. Y sin embargo sabía que si lograba librarse de sus brazos, no podría apartarse de ese beso salvaje.

Lloraba cuando él aflojó sus manos y dejó que la cabeza de ella cayera hacia atrás. Aún conservando el tono afable de una conversación ocasional, dijo el hombre:

—Tú quieres una sola cosa en este mundo tuyo, Sidra, y debes dejarme que te ayude a conseguirla.

—En el nombre del Cielo, ¿quién es usted?

—Soy la fuerza por la que rezabas. Ahora ven.

Afuera la noche era oscura como tinta, y después de que cogieron el coche de dos plazas de Sidra y emprendieron el viaje a Londres, el camino se hizo imposible de seguir. Como bordeaba el camino con cuidado, Sidra logró por último vislumbrar la línea blanca de cal que dividía la ruta, apenas iluminada por el débil resplandor aterciopelado que surgía del horizonte en medio de las tinieblas. Sobre sus cabezas, las estrellas de la Vía Láctea eran lejanas motas de polvo.

El viento sobre el rostro era agradable de sentir. Apasionada, imprudente y cabeza dura como siempre, presionó su pie sobre el acelerador, ansiosa de sentir crecer la fría brisa en sus mejillas. El viento hizo remolinear su pelo, que ondeó tras ella. Las ráfagas se deslizaban sobre el parabrisas y la rodeaban como una sólida corriente de agua fría. Aumentó su valor y confianza. Y lo mejor de todo, renovó su sentido del humor.

Sin volverse, preguntó:

—¿Cómo se llama?

La respuesta llegó débil a través del ruido de la brisa.

—¿Tiene importancia?

—Por cierto que la tiene. Suponga que tenga que llamarlo: » ¡Ehh!» o «¿Cómo se llama…?» o «Querido señor…»

—Muy bien, Sidra. Llámame Ardis.

—¿Ardis? Eso no es inglés, ¿no?

—¿Tiene importancia?

—No sea tan misterioso. Por supuesto que importa. Intento identificarlo.

—Ya lo veo.

—¿Conocía a Lady Sutton?

Al  no  recibir  respuesta,  lo  miró  y  sintió  un  ligero  estremecimiento.  Parecía  tan misterioso con su cabeza delineada contra el  oscuro  trasfondo  del  cielo  cubierto  de estrellas. Tenía los ojos fijos en un lugar vacío del vehículo.

—¿Conocía a Lady Sutton? —repitió.

El asintió y Sidra devolvió su atención al camino. Habían salido del campo abierto y penetraban en los suburbios londinenses. Pequeñas casas agazapadas, todas iguales, todas de frentes chatos y colores sombríos, pasaban velozmente con el sordo dump, dump, dump producido por el desplazamiento del coche.

Todavía alegre, ella preguntó:

—¿Hasta dónde va?

—Hasta Londres.

—¿Londres dónde?

—Chelsea Square.

—¿Square? Qué curioso. ¿Qué número?

—Ciento cuarenta y nueve. Ella se echó a reír con ganas.

—Su desfachatez es maravillosa —dijo recuperando el aliento, volviendo a contemplarlo—. Sucede que esa es mi dirección.

El asintió.

—Lo sé, Sidra.

Su risa se heló… no en su emisión, que apenas podía escuchar. Suprimiendo apenas otro gemido, volvió a mirar con fijeza el parabrisas, las manos temblorosas sobre el volante; sucedía que el hombre estaba sentado allí, en medio del torbellino, del viento, sin que se le moviera un pelo de la cabeza.

¡Por todos los Cielos! exclamó en su corazón. Qué tipo de oración he hecho… ¿quién es este monstruo?… Padre nuestro que estás en los Cielos, bendito sea tu… ¡Líbrame de él! No lo quiero. Si lo he pedido, conscientemente o no, ya no lo quiero. Quiero cambiar mi mundo. ¡Ahora! ¡Quiero que salga de aquí!

—Eso no funciona, Sidra —dijo él.

Sus labios se crisparon, pero aún continuó rezando: ¡Sacadlo de aquí! Cambiad todo… todo… sólo sacadlo de aquí. Que se desvanezca. Que las tinieblas lo devoren. Que se consuma, que se evapore…

—Sidra —gritó él—, ¡acaba con eso! —Le habló con severidad.— ¡No puedes quitarme del medio… es demasiado tarde!

Ella detuvo sus rezos, mientras el pánico la poseía y congelaba sus pensamientos.

—Una vez que has decidido cuál será tu mundo —le explicó cuidadosamente Ardis, como si fuera una niña— debes someterte a él. No puedes hacer cambios o alteraciones con tu mente. ¿No te lo han dicho?

—No —susurró—, no me lo dijeron.

—Bien, ahora lo sabes.

Estaba muda, entumecida y torpe. No tan torpe como endurecida. Siguió sus instrucciones sin una palabra, conduciendo hasta un pequeño, parque que se encontraba detrás de la casa, y aparcó allí. Ardis le explicó que deberían entrar a la casa por la puerta de servicio.

—No se entra abiertamente cuando se va a cometer un crimen. Sólo los criminales astutos de los libros lo hacen. En la vida real se descubre que es mejor ser cauteloso.

¡La vida real! pensó Sidra histéricamente cuando salían del coche. ¡Realidad! Esa Cosa en el refugio…

—Pareces tener experiencia —dijo ella en voz alta.

—A través del parque —respondió él, tocándole ligeramente un brazo—. No seremos vistos.

El sendero a través de los árboles era estrecho, y la hierba y los arbustos espinosos estaban muy crecidos. Ardis retrocedió y luego la siguió cuando ella atravesó el portal de hierro y entró. Se mantuvo unos pocos pasos tras ella.

—En cuanto a la experiencia —dijo—, sí… tengo bastante. Pero entonces, tú debes saber, Sidra.

Ella no sabía. No respondió. Arboles, matorrales y hierba eran espesos a su alrededor, y a pesar de que había atravesado ese parque cientos de veces, había allí algo de extraño y grotesco. No había vida… no, gracias a Dios por ello. No estaba todavía imaginando cosas, pero por primera vez advirtió qué esqueléticos y fantasmales se veían los árboles; como si cada uno de ellos hubiera participado en algún sórdido asesinato o suicidio todos estos años.

En medio del parque, una niebla húmeda la hizo toser y, tras ella, Ardis le palmeó comprensivamente la espalda. Sidra se estremeció como si hubiera un trozo de acero suplementario bajo la mano de él, y cuando dejó de toser y la mano aún permanecía sobre su hombro, supo que podría ser asaltada allí, en la oscuridad.

Se sacudió con rapidez. Logró desprender el brazo y corrió por el sendero, tambaleándose sobre sus tacones altos. Hubo una apagada exclamación de Ardis, y escuchó el amortiguado ruido de sus pasos persiguiéndola. El sendero conducía a una ligera depresión y atravesaba un pequeño estanque fangoso. La tierra se volvió húmeda y chupaba sus pies. En medio de la calidez de la noche su piel comenzó a cubrirse de sudor, pero el sonido de pasos estaba muy cerca tras ella.

Su aliento se hizo ahogado, y cuando el sendero se desvió y comenzó a descender, sintió que los pulmones le explotaban. Le dolían las piernas y le pareció que en cualquier instante rodaría por el suelo. Borrosamente, vio a través de los árboles el portal de hierro del otro extremo del parque, y con la poca fuerza que aún le quedaba, redobló los esfuerzos por alcanzarlo.

¿Pero qué, se preguntó con aturdimiento, qué después de eso? El me atrapará en la calle… quizás antes de la calle… Debería haber vuelto hacia el coche… Podría haber conducido… Yo…

La aferró por los hombros cuando pasaba el portal y ella a podría haberse entregado entonces. Luego oyó voces y vio figuras en el otro lado de la calle.

—¡Eh,  ustedes!  —gritó,  y  corrió  hacia  ellos,  sus  zapatos  taconeando  sobre  el pavimento. Al acercarse, aún libre por el momento, las personas se dieron vuelta.

—Lo siento —balbuceó—. Creí haberlos reconocido… Estaba atravesando el parq… Se detuvo bruscamente. Finchley, Braugh y Lady Sutton la estaban contemplando.

—¡Sidra, querida! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Lady Sutton. Irguió su gorda cabeza para examinar el rostro de Sidra, luego dio un ligero codazo a Braugh y Finchley—. La chica ha estado corriendo a través del parque. Atiende a mis palabras, Chris, está un poco loca.

—Parece como si la hubieran perseguido —respondió Braugh. Se movió a un costado y espió por encima del hombro de Sidra, su cabeza blanca brillando bajo la luz estelar.

Sidra contuvo la respiración y por último miró a su alrededor. Ardis estaba junto a ella, calmo y afable como siempre. Está allí, pensó desconsoladamente, no tiene sentido tratar de explicar. Nadie la creería. Nadie la ayudaría.

—Tan sólo un poco de ejercicio —dijo—. Es una noche tan hermosa.

—¡Ejercicio! —resopló Lady Sutton—. Ahora sé que estás chiflada.

—¿Por qué te has largado así, Sidra? Bob estaba furioso.

Recién acabamos de traerlo a casa.

—Yo… —Era una locura. Ella había visto a Finchley desvanecerse a través del velo de fuego hacía menos de una hora… desvanecerse en un mundo de su propia elección. Y a pesar de. todo aquí estaba él haciendo preguntas.

—Finchley está en su mundo —murmuró Ardis—. Y también aquí.

—Pero eso es imposible —exclamó Sidra—, No puede haber dos Finchley.

—¿Dos Finchley? —repitió Lady Sutton—. ¡Ahora sé dónde has estado y qué te ha pasado, muchacha! Estás borracha. Total y desagradablemente borracha. ¡Corriendo a través del parque! ¡Ejercicio! ¡Dos Finchley!

¿Y Lady Sutton? Pero ella estaba muerta. ¡Tenía que estarlo! La habían asesinado hacía menos de…

—Ese era otro mundo, Sidra —murmuró Ardis—. Este es tu nuevo mundo, y Lady Sutton pertenece a él. Todos pertenecen a él… excepto tu marido,—Pero… ¿aún cuando ella esté muerta?

—¿Quién está muerta? —preguntó Finchley, sobresaltado.

—Creo —dijo Braugh— que es mejor que la subamos y la metamos en la cama.

—No —dijo Sidra—. No… es necesario… ¡en verdad! Ya estoy bien.

—Oh, dejémosla —gruñó Lady Sutton. Recogió su chaqueta alrededor del tonel de su cintura y se alejó—. Ya conocéis nuestro lema, amigos míos: «No interferir.» Te veremos a ti y a Bob en el refugio la semana próxima, Sidra. Buenas noches…

—Buenas noches…

Finchley  y  Braugh  se  alejaron  también…  las  tres  figuras  se  introdujeron  en  las sombras, desvaneciéndose en medio de la niebla. Mientras desaparecían, Sidra oyó que Braugh decía:

—El lema debería ser «Desvergüenza».

—No tiene sentido —respondió Finchley—. La vergüenza es una sensación que buscamos tanto como las otras. Es redund…

Luego se fueron.

Y con el retorno de ese escalofrío atemorizador, Sidra advirtió que ellos no habían visto a Ardis… ni lo habían oído… ni siquiera habían advertido su…

—Naturalmente —interrumpió Ardis.

—¿Cómo naturalmente?

—Lo comprenderás más tarde. Ahora tenemos un asesinato ante nosotros.

—¡No!—gritó ella, retrocediendo—. ¡No!

—¿Qué es esto, Sidra? Y pensar que has estado deseando este momento por tantos años. Lo has planeado, festejado…

—Estoy… demasiado trastornada… nerviosa.

—Te calmarás. Vamos.

Caminaron juntos unos pocos pasos por la estrecha calle, doblaron por el sendero de grava y atravesaron el portal que conducía a la parte trasera. Cuando Ardis estiró la mano para coger el pomo de la puerta de servicio, vaciló y se volvió hacia ella.

—Este —dijo— es tu momento, Sidra. Comienza ahora. Llegó el momento de romper la cadena y cobrar el precio de una vida llena de agonía. Este es el día en que equilibrarás la cuenta. El amor es bueno… el odio es mejor. El olvido es una virtud frívola… ¡la pasión lo consume todo y es el fin de toda la vida!

Él empujó la puerta abierta, la aferró de un codo y la arrastró a la despensa. Estaba oscura y llena de curiosos recovecos. Se movieron en la oscuridad cautelosamente, alcanzaron la puerta giratoria que daba a la cocina y la empujaron, entrando en ésta. Sidra lanzó un gemido ahogado y aflojó su cuerpo contra el de Ardis.

Había sido la cocina alguna vez. Ahora los hornos y fregaderos, estantes y mesas, sillas, armarios empotrados, todo se veía muy amenazador y entremezclado, como el laberinto de una jungla enloquecida. Una chispa de azul intenso brillaba en el suelo, y a su alrededor retozaban un buen número de sombras cantarinas.

Eran humo solidificado… gas semilíquido. Sus interiores traslúcidos se retorcían e interactuaban con el nauseabundo bullir del estiércol viviente. Era como mirar a través de un microscopio, pensó Sidra, esas criaturas de fétidos cuerpos sanguinolentos que cubren una corriente de agua estancada, que llenan un pantano con emanaciones fétidas… y lo más asqueroso de todo, era que cada una de ellas formaba una ondeante y borrascosa imagen de su marido. Veinte Robert Peel, gesticulando obscenamente y cantando un coro susurrante:

Quis multa gracilis te puer in rosa Perfusus liquidis urget odoribus Grato, Sidra, sub antro?

—¡Ardis! ¿Que es esto?

—No lo se, Sidra.

—Pero estas formas…

—Encontraremos la salida.

Veinte emanaciones saltarinas apiñadas alrededor de ellos, aún cantando. Sidra y Ardis fueron conducidos hacia adelante y quedaron de pie en el borde de esa chispa con forma de zafiro que ardía en el aire a unas pulgadas del suelo. Dedos gaseosos empujaban y tanteaban a Sidra, pellizcándola y pinchándola mientras las figuras azules hacían  cabriolas  y  lanzaban  risas  siseantes,  palmeándose  las  nalgas  desnudas  con éxtasis espectrales.

Un latigazo sobre el brazo de Sidra la hizo sobresaltar y lanzar un grito, y cuando miró hacia abajo vio incontables puntos de sangre brotar de la blanca piel de su muñeca. Y mientras contemplaba aturdida los encantamientos descorporizados, Ardis le levantó la muñeca hasta los labios. Luego levantó su propia muñeca hasta los labios de Sidra y esta sintió el gusto salobre de la sangre de él.

—¡No! —jadeó—. No lo creo. Usted me está haciendo ver todo esto.

Se dio vuelta y corrió hacia la habitación auxiliar de la cocina. Ardis se mantuvo detrás y cerca de ella. Y las formas azules aún siseaban un coro monótono:

Qui nunc te fruitur credulus áurea

Qui semper vacuam, semper amabilem, Sperat, nescius aurae Fallacia…

Cuando alcanzaron el pie de las envolventes escaleras que conducían a los pisos superiores,  Sidra  se  aferró  a  la  balaustrada  para  sostenerse.  Con  la  mano  libre  se restregó la boca para quitar el gusto salobre que le revolvía el estómago.

—Creo que tengo una idea de qué era todo eso — dijo Ardis. Ella lo contempló.

—Una especie de ceremonia de compromiso —dijo con tono indiferente—. ¿Has leído sobre algo parecido antes, no? Curioso, ¿no lo has hecho? Hay algunas influencias poderosas en esta casa. ¿Reconoces a aquellos fantasmas?

Ella sacudió la cabeza cansadamente. ¿Qué sentido tenía pensar… hablar?

—¿No, eh? Tenemos que ver ese asunto. Nunca me preocupo por aparecidos no solicitados. No tendremos ninguno de estos disparates en el futuro… —Calló por un momento, luego señaló hacia las escaleras.— Tu marido está allí arriba, eso creo. Continuemos.

Ascendieron trabajosamente por las retorcidas y tenebrosas escaleras, y los últimos vestigios de sanidad de Sidra se esforzaron, paso a paso, con ella.

Uno: Subes las escaleras. ¿Escaleras que se dirigen a dónde? ¿A más locuras? ¡Esa maldita Cosa en el refugio!

Dos: Esto es el infierno, no la realidad.

Tres: O una pesadilla. ¡Sí! una pesadilla. La langosta de anoche. ¿Dónde estuvimos anoche, Bob y yo?

Cuatro: Querido Bob. ¿Por qué yo siempre…? Y este Ardis. Sé porqué me es tan familiar. Porque casi lee mis pensamientos. El es probablemente algún…

Cinco: …joven simpático que juega tenis en la vida real¿Distorsionado por un sueño. Sí.

Seis… Siete…

—No te apresures —dijo Ardis con cautela.

Ella se detuvo en donde se encontraba y miró fijamente. No había más gritos o estremecimientos en ella. Simplemente contempló la cosa que colgaba con cabeza retorcida desde el madero sobre la plataforma de la escalera. – Era su marido, fláccido y volátil, suspendido en el extremo final de una cuerda para tender la ropa.

La  fláccida  figura  se  balanceaba  siempre  muy  ligeramente,  como  el  delicado movimiento de un péndulo mayúsculo. La boca estaba contorsionada en una mueca sardónica y los ojos saltaban de sus órbitas y miraban hacia ella con impúdico humor. Vagamente, Sidra fue consciente de que los escalones ascendentes conducían a través de la forma retorcida.

—Unid las manos —dijo el despojo con tono sacrosanto.

—¡Bob!

—¿Tu marido? —exclamó Ardis.

—Queridos amigos —comenzó el despojo—, nos hemos reunido bajo el signo de Dios y de cara a esta compañía para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; que es… —La voz retumbó una y otra vez.

—¡Bob! —dijo Sidra con voz ronca.

—¡Arrodillaos! —ordenó el despojo.

Sidra se hizo a un lado y corrió pesadamente escaleras arriba. Tropezó un instante sin resuello, luego las fuertes manos de Ardis la aferraron. Tras ellos el sombrío despojo entonaba:

—Os declaro marido y mujer.

—¡Ahora debemos ser rápidos! —susurró Ardis—. ¡Muy rápidos! Pero en la parte superior de las escaleras Sidra hizo su último intento por liberarse. Abandonó toda esperanza de sanidad, de comprensión. Todo lo que quería era libertad y un lugar donde poder sentarse en soledad, libre de las pasiones que la cercaban, consumiendo sus entrañas. No se dijo una palabra, ningún gesto fue hecho. Se alzó hasta arriba y encaró a Ardis. Era una de esas  ocasiones,  comprendió,  en  que  uno  lucha  contra  petroglifos tallados en roca prehistórica.

Por unos minutos estuvieron parados, contemplándose uno al otro en la sala oscura. A su derecha estaba el pozo descendente de las escaleras; a la izquierda, el dormitorio de Sidra; detrás de ellos el corto pasillo que conducía al estudio de Peel… hacia la habitación donde él tan inconscientemente esperaba la muerte. Sus ojos se encontraron, chocaron y batallaron en silencio. Y a pesar de que Sidra sostenía esa profunda y brillante mirada, sabía —con un agonizante sentido de desesperación— que sería derrotada.

Ya no había voluntad ni fuerza ni valor en ella. Peor, por alguna espectral osmosis parecía haberse vaciado en el hombre que la encaraba. Mientras luchaba advirtió que su rebelión era similar a la de una mano o un dedo contra el cerebro guía.

Sólo pronunció una frase:

—¡Por el amor de Dios! ¿Quien es usted? Y otra vez él respondió:

—Lo descubrirás… pronto. Pero creo que ya lo sabes. Creo que lo sabes.

Inerme,  ella  se  dio  vuelta  y  penetró  en  su  dormitorio.  Allí  había  un  revólver  y comprendió que debía conseguirlo. Pero cuando abrió de un tirón el cajón e hizo a un lado los montones de ropas de seda para cogerlo, sintió que éstas eran pastosas y húmedas. Al vacilar, Ardis estiró un brazo por detrás de ella y cogió el arma. Aferrado a la culata, un dedo fuertemente enganchado en el gatillo, había una mano, el muñón de la muñeca coagulado y desgarrado.

Ardis chasqueó la lengua y trató de arrancar la mano perdida. No pudo hacerlo. Apretó y retorció un dedo al mismo tiempo y entonces ese desecho de mano repugnante apretó el arma con más fuerza aún. Sidra estaba sentada en el borde de la cama como una niña, contemplando el espectáculo con ingenuo interés, notando cómo los quebradizos músculos y tendones del muñón se flexionaban ante el esfuerzo de Ardis.

Había una serpiente carmesí brotando por debajo de la puerta del baño. Se retorcía a través del suelo de madera, espesándose en un riacho cuando tocó suavemente su falda. Cuando Ardis arrojó con ira el arma al suelo, advirtió el cauce. Caminó con rapidez hacia el baño y abrió la puerta de un empujón, la cerró de un portazo un segundo más tarde. Sacudió la cabeza de Sidra y dijo:

—¡Vamos!

Ella asintió mecánicamente y se incorporó, indiferente a la falda empapada que se pegaba contra sus tobillos. En el estudio de Peel, dio vueltas el picaporte de la puerta cuidadosamente, hasta que un débil chasquido le advirtió que la cerradura estaba abierta, luego empujó la puerta. La hoja se abrió por completo para revelar el estudio de su marido en penumbras. El escritorio se hallaba ante las altas cortinas de la ventana y Peel estaba sentado ante él, de espaldas a ellos. Estaba encorvado sobre un candelero o una lámpara o alguna fuente de luz que formaba un halo alrededor de su cuerpo y lanzaba flujos oscilantes. En ningún momento se movió.

Sidra avanzó de puntillas, luego hizo una pausa. Ardis se llevó un dedo a los labios y se movió como un rápido gato hacia el hogar apagado, donde levantó un pesado atizador de bronce. Lo llevó hasta Sidra y se lo ofreció con gestos de urgencia. Los dedos de ella lo aferraron como si hubieran sido hechos para matar.

Venciendo lo que le impedía avanzar, dio unos pasos y alzó el atizador sobre la cabeza de Peel, mientras algo débil y enfermizo dentro de ella lloraba y rezaba; lloraba, rezaba y gemía como los quejidos de un niño con fiebre. Como agua derramada, las últimas pocas gotas de autodominio temblaron antes de desaparecer al unísono.

Luego Ardis la tocó. Sus dedos se apretaron contra la región lumbar y una carga de bestialidad sacudió su columna con crueles y punzantes estímulos. Al brotar todo el odio, la rabia y la lívida reivindicación, elevó el atizador y lo descargó sobre la aún inmóvil cabeza de su marido.

Toda la habitación estalló en una explosión  silenciosa. Las luces fulguraron y las sombras hicieron remolinos. Sin misericordia, aporreó y machacó el cuerpo caído que había sido derribado de la silla al suelo. Lo golpeó una y otra vez su aliento escapaba como un silbido histérico— hasta que la cabeza quedó aplastada, convertida en una masa sangrienta. Sólo entonces dejó caer el atizador y retrocedió tambaleante.

Ardis se arrodilló junto al cuerpo y lo dio vuelta.

—Está totalmente muerto. Este es el momento por el cual has rezado, Sidra. ¡Eres libre!

Ella miró hacia abajo con horror. Torpemente, desde la alfombra ensangrentada, un rostro muerto miraba hacia atrás. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabaches cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Gimió cuando la comprensión llegó a ella. El rostro dijo:

—Esta es Sidra Peel. En este hombre que has matado te has asesinado a ti misma…

asesinado la única parte de ti que podía salvarse.

—¡Ayyy…! —gritó ella y se abrazó a sí misma, rodando en agonía.

—Mírame bien —dijo el rostro—. Pues mi muerte ha roto una cadena… sólo para encontrar otra.

Y ella supo. Comprendió. Pues a pesar de que aún rodaba y gemía en una agonía inacabable, vio que Ardis se incorporaba y avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Sus ojos brillaban como horribles estanques y sus brazos eran zarcillos de su propia pasión insatisfecha, anhelante, que la inundaba. Una vez abrazados, ella supo que allí no habría escape… escape de este matrimonio enfermizo que su propia lujuria nunca dejaría de acariciar.

Así sería por siempre jamás el nuevo mundo feliz de Sidra. IV

Después de que los otros habían pasado el velo, Christian Braugh aún permanecía en el refugio. Encendió otro cigarrillo con una simulación de aplomo perfecto, arrojó la cerilla y luego llamó:

—Ehh… ¿Señor Cosa?

—¿Qué ocurre, señor Braugh?

Braugh no pudo evitar un ligero sobresalto ante esa voz que surgía de ninguna parte.

—Yo… bien, el hecho es que me he demorado para charlar.

—Pensé que lo haría, señor Braugh.

—Lo pensó, ¿eh?

—Su hambre insaciable de material fresco no es un misterio para mí.

—¡Oh! —Braugh miró a su alrededor nerviosamente—. Ya veo.

—No hay ningún motivo de alarma. Nadie podrá oírnos. Su mascarada permanecerá sin descubrir.

—¿Mascarada?

—Usted no es en realidad un mal tipo, señor Braugh. Nunca perteneció a la camarilla del refugio Sutton.

Braugh rió sardónicamente.

—Y no es necesario continuar su farsa ante mí — continuó la voz de manera amistosa—. Sé que la historia de sus muchos plagios es simplemente otra maquinación de Christian Braugh.

—¿Lo sabe?

—Por supuesto. Usted creó esa leyenda para lograr entrar en el refugio. Durante años ha estado jugando el rol del falso pícaro, a pesar de que su sangre corre fría algunas veces.

—¿Y sabe por qué hice eso?

—Ciertamente. Como hecho práctico, señor Braugh, yo lo sabía casi todo, pero debo confesar que hay algo en usted que me desconcierta.

—¿Qué es?

—¿Por  qué,  con  ese  apetito  insaciable  por  material  fresco,  no  está  contento  con trabajar como los otros autores, con lo que conocía? ¿Por qué ese enfermizo deseo de material único… de campos absolutamente vírgenes? ¿Por qué deseaba pagar un precio tan amargo y exorbitante por unos pocos gramos de originalidad?

—¿Por qué? —Braugh tragó el humo y lo exhaló entre sus dientes apretados.— Lo comprendería si fuera humano. ¿Supongo que usted no…?

—Esa pregunta no puede ser respondida.

—Entonces le diré el porqué. Es algo que ha estado torturándome toda la vida. Un hombre nace con imaginación.

—Ah… imaginación.

—Si la imaginación es ligera, un hombre siempre encontrará en el mundo una fuente de profunda e inagotable maravilla, un lugar de muchos deleites. Pero si su imaginación es fuerte, vivida, incansable, considerará al mundo como un lugar penoso… ¡un diamante sin pulir ante las maravillas de sus propias creaciones!

—Hay maravillas que sobrepasan todas las imaginaciones.

—¿Para quiénes? No para mí, mi invisible amigo; ni para ninguna criatura apegada a la tierra, a la carne. El hombre es algo penoso. Nace con la imaginación de los dioses y por siempre pegado a un redondo terrón de arcilla y saliva. Yo tengo dentro de mí lo único, el ego, la fértil greda de un espíritu intemporal… ¡y toda esa riqueza está envuelta en una parcela de piel que pronto se corrompe!

—Ego… —musitó la voz—. Eso es algo que, ¡ala!, ninguno de nosotros puede comprender. En ningún lugar del cosmos conocido, salvo vuestro planeta, se lo puede encontrar, señor Braugh. Es algo atemorizador y a veces me convence que la suya es una raza que puede… —la voz se quebró abruptamente.

—¿Qué puede…? —interrogó Braugh, atento.

—Vamos —dijo la Cosa enérgicamente—, hay menos obligación con usted que con los otros, y le concederé el beneficio de mi experiencia. Déjeme ayudarlo a seleccionar una realidad.

Braugh hizo hincapié en la palabra:

—¿Menos?

Y otra vez fue ignorada su pregunta.

—¿Elegirá alguna otra realidad de su propio cosmos o está satisfecho con la que ya tiene? Puedo ofrecerle mundos vastos y mundos diminutos; grandes seres que sacuden el espacio y llenan los vacíos con sus truenos; seres diminutos de encanto y perfección en los que su percepción apenas roza el timbre sensitivo de sus pensamientos. ¿Le apetece el terror? Puedo darle una realidad de estremecimientos. ¿Belleza? Puedo mostrarle realidades de éxtasis infinito. ¿Dolor? ¿Tortura? Cualquier sensación. Nombre una, muchas, todas. Diseñaré para usted una realidad que superará esos enormes conceptos suyos.

—No —respondió Braugh un momento después—. Los sentidos son siempre, cuando mucho, sentidos… y con el tiempo se aburren de todo. No puede satisfacer la imaginación con crema batida, con formas y sabores nuevos.

—Entonces puedo enviarlo a mundos extradimensionales que pasmarán a su imaginación.   Conozco   un   sistema   que   lo   entretendrá   para   siempre   con   su incongruencia… donde, si se tiene pena uno se rasca una oreja, o su equivalente, donde si se ama uno se toma un refresco, si se muere uno se ríe a carcajadas… He visto una dimensión en la cual se puede realizar seguramente lo imposible; donde los sentidos cotidianos rivalizan en la composición de paradojas animadas, y donde el simple hecho de la propia introspección es llamado «chrythna», es decir «cursi» en la jerga norteamericana.

«¿Desea probar las emociones de orden clásico? Puedo llevarlo a un mundo de n dimensiones donde, una por una, puede consumir los intrincados matices de veintisiete emociones primarias —siempre tomando notas, por supuesto— y entonces pasar a combinaciones y permutaciones de la suma de veintisiete elevado a la veintisiete. Matemáticamente se diría: 27 x 1027. Vamos, ¿no cree que podría gozarlas?

—No —dijo Braugh con impaciencia—. Es obvio, mi amigo, que usted no comprende el ego de un hombre. El ego no es un niño que pueda ser entretenido con juegos, y sin embargo es un niño que anhela lo que no puede obtener.

—Usted parece ser del tipo animal que no ríe, señor Braugh. Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe de la tierra. Apartad el humor y sólo queda el animal. No tiene usted sentido del humor, señor Braugh.

—El ego —continuó intentándolo Braugh— desea sólo lo que no espera obtener. Una vez poseído algo, ya no se lo desea. ¿Puede usted garantizarme una realidad en la que pueda tener algo que desee porque no tengo posibilidad de obtenerlo, y esa misma posesión no romper la calidad de mi deseo? ¿Puede usted hacer eso?

—Me temo —respondió la voz con un ligero tono divertido— que las razones de su imaginación son demasiado tortuosas para mí.

—Ah —musitó Braugh, casi para sí mismo—. Temía eso. ¿Por qué la creación parece estar hecha para individuos de segunda categoría, ni siquiera la mitad de listos que yo?

¿Por qué esa mediocridad?

—Usted busca obtener lo inobtenible —argumentó la voz con tono razonable— y por medio de ese acto no lo obtiene. La contradicción está en su interior. ¿Le gustaría ser cambiado?

—No… no, no me cambien. — Braugh sacudió la cabeza. Se quedó ensimismado en sus pensamientos, luego hizo un gesto y aplastó su cigarrillo.— Hay una única solución para mi problema.

—¿Y es?

—Una sustitución. Si no se puede satisfacer un deseo, se debe explicar cómo funciona. Si un hombre no puede encontrar amor, escribe un tratado psicológico sobre la pasión. Haré cuando mucho lo mismo…

Se encogió de hombros y se movió en dirección al velo. Hubo una especie de risita tras él y la voz preguntó:

—¿Adonde te conduce tu ego, oh ser humano?

—A la verdad de las cosas —gritó Braugh—. Si no puedo satisfacer mis ansias, al menos encontraré la causa de mis ansias.

—Sólo encontrará la verdad en el infierno o en el limbo, señor Braugh.

—¿Por qué?

—Porque la verdad es siempre infernal.

—Y el infierno es verdadero, no hay duda. No importa, iré allí… infierno o limbo, donde pueda encontrar la verdad.

—Puede que encuentres satisfactorias las respuestas, oh ser humano.

—Gracias.

—Y puede que aprendas a reír.

Pero Braugh ya no oía, pues había pasado el velo.

Se encontró de pie ante una gran mesa de despacho —casi un pupitre de juez— tal alta como su cabeza. Alrededor de él no había nada más. Una niebla sulfurosa lo llenaba todo, encubriendo todo excepto ese imponente pupitre. Braugh echó la cabeza hacia atrás y espió por encima. Contemplándolo desde el otro lado había una cara diminuta, vieja como el pecado, con grandes patillas y ojos bizcos. Se alzaba sobre una pequeña cabeza arrugada cubierta con un bonete. Como el bonete de mago.

O un bonete de burro, pensó Braugh.

Tras la cabeza, distinguió vagamente estantes de libros en fila con etiquetas que decían: A-AB, AC-AD y así sucesivamente. Algunos tenían etiquetas curiosas: # —, & —1/ 4, * —c. Incomprensible. Habían también un brillante pote de tinta y un tintero con pluma de ave. Un enorme reloj de arena completaba el cuadro. Dentro del reloj una mosca que había perdido un ala se arrastraba vacilante sobre la arena.

—¡S-orprendente! ¡AS-ombroso! ¡IN-creíble! —dijo el hombrecillo con voz ronca. Braugh se sintió fastidiado.

El hombrecillo se encorvó hacia él como Quasimodo y acercó todo lo posible su rostro de clown al de Braugh. Estiró un dedo lleno de bultos y punzó a Braugh cuidadosamente. Estaba estupefacto. Se reclinó hacia atrás y vociferó:

—¡THAMM-uz! ¡DA-gon! ¡TIMM-son!

Hubo un bullicio invisible y otros tres hombrecillos se asomaron tras el pupitre y atisbaron a Braugh. La inspección duró unos minutos. Braugh estaba irritado.

—Muy bien —dijo—. Es suficiente. Decid algo. Haced algo.

—¡Habla! —exclamaron con incredulidad—. ¡Está vivo!

—Juntaron sus narices  y  parlotearon  con  rapidez—.  Quécosa-sorprendente  Dagon habla Riminon puede estar vivo y ser humano Belial debe haber una razón para esto Thammuz si piensas eso yo no lo puedo afirmar.

Luego se detuvieron.

Una inspección posterior.

—Averigüemos cómo llegó aquí —dijo uno.

—Eso no es todo. Averigüemos qué es. ¿Animal? ¿Vegetal? ¿Mineral?

—Averigüemos de dónde viene —dijo un tercero.

—Hay que ser cuidadosos con los extraños, ya lo sabéis.

—¿Por qué? Somos absolutamente invulnerables.

—¿Eso crees? ¿Qué me dices de una visita del Ángel de Azrael?

—¿Quieres decir el áng…?

—¡No lo digas! ¡No lo digas!

Estalló  una  feroz  discusión,  mientras  Braugh  golpeteaba  el  suelo  con  un  pie, impaciente. Aparentemente llegaron a una conclusión. El hechicero N° 1 extendió un dedo acusador hacia Braugh y dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—El asunto es, ¿dónde estoy? —replicó con brusquedad Braugh.

El hombrecillo se volvió hacia sus hermanos Thammuz, Dagon y Rimmon.

—Quiere saber dónde está —dijo sonriendo con afectación.

—Entonces díselo, Belial.

—Adelante, Belial. No podemos continuar así eternamente.

—¡Tú! —Belial se volvió en dirección a Braugh—. Esta es la Administración Central, el Control Central Universal; Belial, Rimmon, Dagon y Thammuz, actuando en nombre de El Supremo.

—¿Que sería Satán?

—No se permite tanta familiaridad.

—He venido aquí a ver a Satán.

—¡Quiere ver al Señor Lucifer! —Estaban consternados. Luego Dagon golpeó a los otros con sus agudos codos y se colocó un dedo sobre la nariz con mirada astuta.

—Espía —dijo. Para redondear, hizo un gesto significativo hacia arriba.

—¡No digas eso, Dagon! ¡No lo digas!

—Se sabe que sucede —dijo Belial, haciendo pasar las hojas de un gigantesco libro mayor—. En verdad no está registrado aquí. No hay declaraciones inventariadas para…— Hizo girar el reloj de arena, irritando a la mosca.— …para seis horas.

No  está  muerto  porque  no  hiede.  No  está  vivo  porque  sólo  son  convocados  los muertos. La cuestión es: ¿Qué es y qué debemos hacer con él?

—Adivinación. Absolutamente infalible —dijo Thammuz.

—Gran mente, ese es Thammuz.

—¿Nombre? —Belial dirigió su mirada a Braugh.

—Christian Braugh.

—¡El lo dijo! ¡El dijo! ¡No fuimos nosotros!

—Probemos la Onomancia —dijo Dagon—. C, tercera letra. H, octava letra. R, decimoctava letra, y etcétera. Es correcto, Belial; deletrear no es lo mismo que decir. Haz la suma total. Dóblala y agrégale diez. Divídela por dos y medio, luego sustráela al total original.

Contaron, sumaron, dividieron y restaron. Las plumas de ave crujieron sobre el pergamino; se escuchó un sonido zumbante. Por último Belial interrumpió su escritura y lo escrutó dubitativamente. Todos se escrutaron entre ellos. Como un solo hombre, se encogieron de hombros y rompieron las cuentas.

—No puedo entenderlo —se quejó Rimmon—. Siempre nos da cinco.

—No importa. —Belial fijó en Braugh una mirada severa.— ¡Tú! ¿Cuándo has nacido?

—Diciembre dieciocho, mil novecientos treinta.

—¿Hora?

—Doce y cuarto de la tarde.

—¡Cartas estelares! —ordenó Thammuz—. ¡Lo genetlíaco nunca falla!

Nubes de polvo hicieron toser a Braugh mientras exploraban a fondo los estantes que se hallaban tras ellos y extraían pesadas hojas de pergamino que desenrollaron como cortinillas. Esta vez tardaron quince minutos en obtener sus resultados, que volvieron a examinar cuidadosamente y volvieron a romper.

—Es curioso —dijo Rimmon.

—¿Por qué siempre resulta haber nacido bajo el signo de la Marsopa? —dijo Dagon.

—Quizá es una marsopa.

—Es mejor que lo llevemos al laboratorio para una revisión. El se irritará mucho si hacemos una chapuza.

Se apoyaron sobre el pupitre y le hicieron señas. Braugh resopló y obedeció. Rodeó el costado del pupitre y se encontró ante una puertecita enmarcada en libros. Los cuatro pequeños Administradores Centrales brincaron del escritorio y lo escoltaron. Tuvo que inclinarse para poder verlos; apenas si le llegaban a la cintura.

Braugh entró en el laboratorio infernal. Era una habitación circular con techo bajo, suelo y paredes de azulejos, alacenas y estantes repletos de cristalería polvorienta, artefactos de alquimia, libros, huesos y botellas, ninguna de ellas etiquetada. En el centro había una larga y chata piedra de molino. El agujero eje tenía un aspecto chamuscado, pero no había ninguna chimenea sobre él.

Belial hurgó en un rincón, moviendo paraguas y hierros de herrar, y extrajo un puñado de palillos secos.

—Fuegos de altar —dijo y tropezó. Los palillos volaron por los aires. Braugh comenzó a levantar los pedazos de madera con aire solemne.

—¡Sortilegio! —chilló Rimmon. Extrajo de un tirón un reluciente lagarto de una caja y comenzó a escribir en su lomo con un trozo de carbón, advirtiendo el orden en el cual Braugh levantaba los fuegos de altar.

—¿Hacia dónde es el este? —preguntó Rimmon, arrastrándose tras el lagarto, que parecía  entregado  a  su  propios  asuntos.  Thammuz  señaló  hacia  abajo.  Rimmon agradeció con la cabeza  y  comenzó  una  envolvente  computación  sobre  el  lomo  del lagarto. Gradualmente su mano se movió con más lentitud. Por ese entonces Braugh había  apilado  la  madera  sobre  el  altar.  Rimmon  sostenía  el  lagarto  por  la  cola, sorprendido de sus notaciones. Por último lo levantó y lo empujó bajo las maderas. Encendió el fuego de inmediato.

—Salamandra —dijo Rimmon—. ¿No está mal, eh? Dagon estaba inspirado.

—¡Piromancia! —corrió hacia las llamas, introdujo la nariz a una pulgada del fuego y cantó—. Aleph, beth, gimel, daleth, he, vau, zayin, cheth…

Belial se movió inquieto y musitó a Thammuz:

—La última vez que intentó eso cayó dormido.

—Es el hebreo —dijo Thammuz, como si pensara que eso era una explicación.

El canto se desvaneció y Dagon, los ojos arrobadoramente cerrados, se deslizó hacia las llamas crepidantes.

—Lo hizo de nuevo —dijo Belial entre dientes.

Arrastraron a Dagon fuera del fuego y le abofetearon el rostro hasta que sus bigotes dejaron de arder. Thammuz olfateó el hedor del pelo quemado, luego señaló el humo que flotaba sobre sus cabezas.

—Capnomancia —dijo—. No puede fallar. Por fin podremos descubrir qué es.

Los cuatro juntaron las manos e hicieron cabriolas alrededor del humo, soplándolo con labios fruncidos. Este desapareció en un momento. Thammuz parecía irritado.

—Falló.

—Sólo porque eso no se ligó. Contemplaron agriamente a Braugh.

—¡Tú tienes la culpa!

—No del todo —dijo Braugh—. No estoy ocultando nada. Por supuesto, no creo ni una pizca de lo que sucede aquí, pero eso no tiene importancia. Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿No tiene importancia? ¿Qué quieres decir con eso de que no crees?

—Vosotros no podéis hacerme creer que cuatro payasos tienen algo que ver con la verdad… y mucho menos con Su Majestad, el Padre Satán.

—¿Qué?, so asno, nosotros somos Satán.

Luego bajaron las voces y buscaron oídos invisibles.

—Era una forma de decir. Sin ofensa. Una reverencia al valor del apoderado. —Sus indignaciones revivieron.— Pero tenemos el poder para indagar sobre ti. Te seguiremos las pisadas. Desgarraremos el velo, romperemos el sello, quitaremos la máscara, conoceremos todo con la Sideromancia. ¡Traed el hierro!

Dagon hizo rodar una pequeña carretilla llena de trozos de hierro, todos burdas imágenes de peces.

—Esta adivinación nunca falla —dijo a Braugh—. Coge una carpa… cualquiera de ellas.

Braugh seleccionó un pez de hierro al azar y Dagon se lo arrebató con irritación, arrojándolo en un diminuto crisol. Colocó éste en el fuego y Thammuz manejó un fuelle de mano hasta que el hierro estuvo al rojo vivo.

—No puede fallar —bufaba—. La sideromancia nunca falla.

Los cuatro esperaron y esperaron; Braugh nunca supo qué. Por último suspiraron.

—Falló —dijo Braugh.

—Probemos la Molibdomancia —sugirió Belial.

Asintieron y arrojaron el hierro en un caldero de plomo sólido. Este siseó y echó humo como si hubiera sido echado en agua. Al momento el plomo se fundió. Belial dio un golpecito sobre el caldero y el líquido plateado reptó sobre el suelo. Braugh quitó su pie del  camino.  Belial  formuló  su  «A»:  «Mí-  mí-mí-mí-mí-mí-Mííííííííí»,  pero  antes  de  que pudiera comenzar su encantamiento hubo un chasquido similar al disparo de una pistola. Uno de los azulejos del suelo se había quebrado. El plomo líquido desapareció con un siseo y al instante siguiente una fuente de agua surgió a través del agujero.

—Otra vez reventaron los caños —dijo Belial.

—¡Pegomancia! —gritó Dagon ansiosamente. Se aproximó a la fuente con mirada reverente, se arrodilló ante ella y comenzó un salmodeo monótono:

-Alif, ba’, ta’, tha’, jim, ha’, kha’, dal…

En treinta segundos sus ojos se cerraron extáticamente y se desplomó en el agua.

—Es el arábigo —dijo Thammuz—. Sequémoslo o cogerá la muerte.

Thammuz y Belial sujetaron a Dagon por los brazo, y lo arrastraron al fuego de altar. Dieron vueltas a la brillante hoguera varias veces y cuando estaban a punto de detenerse fue cuando Dagon dijo con ahogo:

—Mantenedme en movimiento, Giromancia.

—No. Aún resta el griego. Hagamos círculos. ¡Alpha, beta, gamma, delta, huy!

—No, la siguiente es épsilon —dijo Thammuz, y luego—: ¡huy!

Braugh se dio vuelta para ver qué estaban contemplando y agregó un ¡huy! más.

Una joven acababa de entrar al laboratorio. Tenía cabellos cortos y pelirrojos, y un encantador lado derecho cubierto de plomo. Su cobrizo cabello estaba echado hacia atrás con un nudo griego. Exhibía una expresión de exasperación y furia, y nada más. Braugh musitó otro ¡huy!

—¡Con que sí! —acusó la joven—. Y otra vez. Cuántas veces más… —se interrumpió, corrió hasta una pared, cogió una prodigiosa retorta de cristal y la arrojó con fuerza. Mientras los pedazos aún tintineaban, dijo:

—¡Cuántas veces os he dicho que detengáis estas tonterías u os denunciaré!:

Belial trató de restañar sus cortes sangrantes e hizo el esbozo de una sonrisa inocente.

—¿No irás a contárselo a El, Astarté, no es cierto?

—No permitiré que sigan destrozando mi techo y arrojando cosas en mi despacho. Primero plomo fundido, luego agua; cuatro semanas de trabajo arruinadas. Mi escritorio Sheraton arruinado. —Retorció su torso y exhibió una cicatriz roja que le bajaba desde un hombro.— ¡Doce pulgadas de piel arruinadas!

—Te pagaremos los daños, Astarté.

—¿Y quién me pagará el dolor?

—Lo mejor es el ácido tánico —dijo Braugh con seriedad—. Hiérvase un té bien fuerte y hágase una cataplasma. Alivia el dolor.

La cabeza rubia giró y Astarté alanceó a Braugh con sus serenos ojos verdes.

—¿Quién es éste?

—No lo sabemos —tartamudeó Belial—. Llegó hasta mi pupitre y… Es por eso que nosotros… Debe haber una causa…

Braugh dio un paso adelante y tomó la mano de la joven.

—Soy humano. Vivo. Enviado aquí por uno de vuestros colegas; nombre desconocido. Me llamo Braugh. Christian Braugh.

La mano de ella era fresca y firme.

—Debe de haber sido… No importa. Mi nombre es Astarté. Yo también soy cristiana. Los de la Administración Central se taparon los oídos con las palmas de las manos para bloquear aquella mala palabra.

—¿Cristianos en el personal de Satán? —Braugh estaba sorprendido.

—Algunos lo somos. ¿Por qué no? Todos lo éramos antes de La Caída. No hubo respuesta a esto.

—¿Hay algún lugar donde podamos estar lejos de estos chapuceros?

—Siempre está mi despacho.

—Me gustan los despachos.

También le gustaba Astarté; mucho más que gustarle. Ella lo condujo a su despacho en el piso inferior, muy grande, muy impresionante, quitó un montón de papeles de trabajo de una silla y lo invitó a sentarse. Se repantigó ante la ruina de su escritorio y, después de una mirada malevolente al cielorraso, le pidió que contara su historia. Lo escuchó con atención.

—Inusual —dijo—. Buscas a Satán, el Señor del mundo inferior. Bien, este es el único infierno que hay, y El es el único Satán que existe. Estás en el lugar indicado.

Braugh estaba perplejo.

—¿Infierno? ¿El Infierno de Dante? ¿Fuego, azufre y demás? Ella sacudió la cabeza.

—Sólo otro poeta que usaba su imaginación. Los tormentos reales son freudianos. Puedes discutir el asunto con Alighieri cuando te encuentres con él. —Sonrió al ver la expresión solemne de Braugh.— Todo esto nos conduce a algo vital. ¿Seguro que no estás muerto? A veces se olvida.

Braugh asintió.

—Hummm… —Le hizo una inspección interesada.— Lo sobrellevas muy bien. Yo nunca tuve nada con los vivos. ¿Seguro que estás vivo?

—Muy seguro.

—¿Y cuáles son tus intereses con el Padre Satán?

—La verdad —dijo Braugh—. Quería saber la verdad sobre todo, y fui enviado aquí por una innominada Cosa. Pues el Padre Satán podría ser el proveedor oficial de la verdad más que… —Vaciló.

—Puedes decirlo, Christian.

—Más que Dios en el Cielo, no lo sé. Pero para mí la verdad es lo único digno de valor que puede apaciguar este maldito anhelo que me tortura. Así que me agradaría mucho tener una entrevista.

Astarté arañó el escritorio con sus uñas brillantes y sonrió.

—Esto se está poniendo delicioso —dijo. Se incorporó, abrió la puerta del despacho y señaló el corredor lleno de vapores sulfurosos—. Sigue derecho —dijo a Braugh—. Luego coge el primero a la izquierda. Mantente en él y no puedes perderte.

—¿Volveré a verla? —le preguntó cuando partía.

—Me volverás a ver —rió Astarté.

Todo esto es demasiado ridículo, pensaba Braugh mientras avanzaba a través de la niebla amarilla. Has pasado un velo en busca de la Ciudadela de la Verdad. Has sido agasajado por cuatro hechiceros absurdos y una divinidad pelirroja. Luego sales por un corredor lleno de niebla, giras a la izquierda y sigues adelante en busca de una entrevista con el Conocedor de Todas las Cosas.

¿Y qué de mis ansias por lo inalcanzable? ¿Qué verdades se pueden extraer de todo este  asunto?  ¿Es  que  no  hay  solemnidad,  ni  dignidad,  ni  autoridad  que  se  pueda respetar? ¿Por qué toda esta mala comedia, esta payasada saturniana que invade todo el Infierno?

Giró a la izquierda en la esquina y se mantuvo en línea recta. El breve corredor acababa en un par de puertas de bayeta verde. Casi tímidamente, Braugh las abrió empujándolas y ante su gran sorpresa se encontró simplemente sobre un puente de piedra… casi como el Puente de los Suspiros, pensó. Tras él se encontraba la enorme fachada del edificio que acababa de dejar; una pared de bloques de azufre se extendía a izquierda y derecha y hacia arriba y abajo hasta perderse de vista. Ante él había un pequeñísimo edificio con forma de globo.

Caminó con rapidez a través del puente, pues las brumas que lo rodeaban lo hacían peligroso. Sólo hizo una pausa para reunir coraje ante el segundo par de puertas de bayeta, luego trató de aparentar un aire confiado y las empujó. No se llega, se dijo, ante Satán con indiferencia, pero hay tal cantidad de locura en el infierno que ésta se me ha pegado.

Era una habitación gigantesca, una especie de archivador, y una vez más Braugh se sintió aliviado de posponer un poco la pasmosa entrevista. El despacho era redondo como un planetario y estaba completamente lleno con una máquina sumadora tan vasta y enorme que Braugh no podía creer en sus ojos. Había cinco niveles de andamiajes ante el teclado y un pequeño oficinista apergaminado, que usaba espejuelos del tamaño de binoculares, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando, apretando teclas con velocidad lumínica.

Una excusa más para retrasar la amenazante entrevista con el Padre Satán. Braugh contempló al resollante  oficinista  trotar  ante  esos  teclados,  presionándolos  con  tanta rapidez que éstos repiqueteaban como cien motores fuera de borda. Este hombrecito, pensó Braugh, ha sido colocado a computar eternamente pecados totales y muertes totales, y toda suerte de estadísticas totales. El mismo parecía un total.

—¡Hola, allí! —dijo Braugh en voz alta.

—¿Qué sucede? —dijo el oficinista sin detenerse. Su voz era más apergaminada que su piel.

—Esas cifras no pueden esperar un instante, ¿no?

—Lo siento. No pueden.

—¡Quiere usted detenerse un momento! —gritó Braugh—. Quiero ver a su jefe.

El oficinista llegó a un punto muerto y se dio vuelta, quitándose los espejuelos binoculares muy lentamente.

—Gracias —dijo Braugh—. Mire, buen hombre, me gustaría ver a Su Majestad Negra, el Padre Satán. Astarté dijo…

—Ese soy yo —dijo el viejo hombrecito. Las palabras dejaron sin aliento a Braugh.

Por un breve instante una sonrisa flotó y se desvaneció por el rostro apergaminado.

—Sí, ese soy yo, hijo. Soy Satán.

Y a pesar de toda su vivida imaginación, Braugh tuvo que creer. Se desplomó en el peldaño más bajo de la escalera que conducía al andamiaje. Satán rió entre dientes suavemente y tocó una tecla de la gigantesca máquina de sumar. Hubo un ruido de engranajes y luego se escuchó que un mecanismo quedaba libre. La máquina comenzó a cloquear con suavidad mientras las teclas se movían de modo automático.

Su Majestad Diabólica bajó penosamente las escaleras y se sentó junto a Braugh. Extrajo  un  raído  pañuelo  de  seda  y  comenzó  a  limpiar  sus  gafas.  Era  tan  sólo  un agradable hombrecito sentado  amigablemente  junto  a  un  extraño,  dispuesto  para  un chismorreo en el portal trasero. Por último dijo:

—¿Qué tienes en mente, hijo?

—B-bien, su Alteza… —comenzó Braugh.

—Puedes llamarme Padre, hijo mío.

—Pero ¿debería? Quiero decir… —Braugh se interrumpió con embarazo.

—Bien,  adivino  que  estás  un  poco  preocupado  por  estos  negocios  del  cielo  y  el infierno, ¿eh?

Braugh asintió.

Satán suspiró y sacudió la cabeza.

—No sé qué decirte con respecto a esto —dijo—. El hecho es, hijo, que todo es lo mismo. Naturalmente, en algunos lugares dejo correr la idea de que hay dos lugares. Es una forma de mantener a algunos tipos en la raya. Pero la verdad es que eso no es real. Soy  todo  lo  que  existe,  hijo:  Dios  o  Satán  o  Siva  o  el  Coordinador  Oficial  de  la Naturaleza… como quieras llamarme.

Con una efusión de buenos sentimientos hacia ese hombrecito amigable, Braugh dijo:

—Puedo decirle que es usted un anciano agradable. Me sentiré feliz de llamarlo Padre.

—Bien, es una amabilidad de tu parte, hijo. Me agrada que lo sientas así. Debes comprender, por supuesto, que no podemos dejar que nadie me considere de esa forma. El poder infunde respeto. Pero tú eres diferente. Especial.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Tener eficiencia. ¡Tsk! Tenerlos asustados ahora y entonces. Tener respeto, comprendes. No se puede hacer cosas sin respeto.

—Lo comprendo, señor.

—Tener eficiencia. No se puede recorrer la vida todo el día, todo el año, toda la eternidad sin eficiencia. No puede haber eficiencia sin respeto..

—Absolutamente, señor —dijo Braugh, mientras algo inciertamente espantoso crecía dentro de él. Era un viejito amable, pero también era un viejo gárrulo y divagante. Su Satánica Majestad era un ser obtuso, ni siquiera tan lúcido como Christian Braugh.

—Lo que siempre digo —continuó el viejo, frotándose reflexivamente la rodilla— del amor y la reverencia y todo eso… es que puedes tenerlos. Son bonitos, pero de cualquier manera prefiero la eficiencia… al menos para un ser en mi posición. Entonces veamos, hijo, ¿qué tenías en mente?

Mediocridad, pensó Braugh con amargura.

—La verdad —dijo—, Padre Satán. Vine a buscarla. Quiero saber por qué estamos, por qué vivimos, por qué ansiamos. Quiero saber todo eso.

—Bien, ahora… —el viejito lanzó una risita—. Eso es casi una orden, hijo. Sí, señor, en verdad casi una orden.

—¿Puede decírmelo, Padre Satán?

—Un poco, Christian, sólo un poco. ¿Qué es lo que más quieres saber?

—Qué hay dentro de nosotros que busca lo inalcanzable. Qué son esas fuerzas que empujan y remolcan y sobrecargan en nuestros interior. Qué es este ego mío que no me deja descansar, que no busca reposo, que busca lo nuevo. ¿Qué es todo eso?

—Eso —dijo el Padre Satán, señalando su máquina sumadora— es ese aparato de allí. Lo hace todo.

—¿Eso?

—Eso.

—¿Lo hace todo?

—Todo lo que hago, y lo hago todo, está allí. —El viejo lanzó otra risita, luego se quitó los binoculares.— Eres un muchacho inusual, Christian. La primera persona que tiene la decencia de hacer una visita al Padre Satán… vivo, quiero decir. Te devolveré el favor. Aquí.

Sorprendido, Braugh aceptó los espejuelos.

—Póntelos —dijo el viejo—. Ve por ti mismo.

Y entonces la maravilla se combinó, pues en cuanto Braugh se deslizó los lentes sobre la nariz se encontró observando con los ojos del universo a todo el universo. Y el dispositivo de sumar ya no fue una máquina de sumar totales con adiciones y sustracciones; era un vasto y complejo madero de titiritero, del cual descendía un infinito número de rielantes filamentos de plata.

Y con ojos que todo lo veían, a través de los espejuelos de Padre Satán, Braugh vio cómo cada filamento estaba sujeto a la nuca de un ser, y cómo cada entidad viviente bailaba la danza de vida que la eficiente máquina de Satán le dictaba. Braugh trepó hasta el primer nivel de andamiaje y se estiró hacia la primera fila de teclas. Apretó una al azar y sobre un pálido planeta alguien padeció hambre y asesinó. Una segunda, y el ser sintió remordimiento. Una tercera, y lo olvidó. Una cuarta y, en otro continente lejano, otro alguien despertó cinco minutos más temprano y comenzó una cadena de acontecimientos que culminaron con el descubrimiento y doloroso castigo del asesino.

Braugh retrocedió, alejándose de la sumadora e hizo subir los lentes hasta las cejas. La máquina continuaba cloqueando. Casi ausente, casi sin sorpresa, advirtió que el meticuloso cronómetro que llenaba la parte superior de la cúpula había avanzando sus agujas un espacio que indicaba tres meses.

—Es una horrible respuesta, una cruel respuesta, y el Señor Cosa en el refugio tenía razón. La verdad es infernal. Somos títeres. Un poco mejor que las cosas muertas que cuelgan de una cuerda, simulando vida. Aquí arriba un viejo, amable pero no muy inteligente, aprieta unas pocas teclas y allí abajo nosotros lo consideramos libre elección, destino, karma, evolución, naturaleza, mil falsas cosas. Es un descubrimiento triste. ¿Por qué la verdad debe ser de tan mala calidad?

Miró hacia abajo. El viejo Padre Satán estaba aún sentado sobre los escalones, pero su cabeza se balanceaba un poco a un costado, los ojos semicerrados, y murmuraba inaudiblemente  acerca  de  su  trabajo  y  el  descanso,  quejándose  de  que  no  tenía suficiente.

—Padre Satán…

—¿Sí, hijo mío? —El viejo se despabiló un poco.

—¿Es verdad? ¿Todos danzamos para su teclado?

—Todos vosotros, hijo mío. Todos vosotros. —Bostezó prodigiosamente.— Todos pensáis que sois libres, Christian, pero todos danzáis con mi música.

—Entonces, Padre Satán, concédame una cosa… Una cosa muy pequeña. Hay, en un pequeño rincón de su imperio celestial, un planeta muy pequeño, una mota diminuta que nosotros llamamos Tierra.

—¿Tierra? ¿Tierra? No puedo decirlo así de improviso, hijo, pero puedo mirar si…

—No, no se moleste, señor. Está allí. Lo sé porque yo vengo de allí. Concédame este favor: rompa las cuerdas que la atan. Deje a la Tierra libre.

—Eres un buen muchacho, Christian, pero un muchacho tonto. Deberías saber que no puedo hacerlo.

—En todo vuestro reino —suplicó Braugh— hay tantas almas que son imposibles de contar. Hay demasiados soles y planetas que mensurar. Seguramente es una de estas diminutas motas de polvo… Usted que posee tanto seguramente puede dejar tan poco.

—No, muchacho, no puedo hacerlo. Lo siento.

—Usted que sólo conoce la libertad… ¿La negaría sólo a unos pocos? Pero el Coordinador de Todo dormitaba.

Braugh volvió a colocarse los lentes. Dejémoslo dormir, mientras Braugh, Satán pro tem, se hace cargo. Oh, seremos recompensados por esta frustración. Tendremos un tiempo vertiginoso para escribir novelas de carne y hueso. Y quizá, si podemos encontrar la cuerda colocada en mi cuello y buscar la llave, quizá podamos hacer algo para librar a Christian Braugh. Sí, aquí hay un desafío inalcanzable que debe ser alcanzado y conducido a nuevos desafíos.

Miró por encima de su hombro con sentimiento de culpa, para ver hasta qué punto el Padre Satán estaba al tanto de su intromisión. Debe haber un castigo consecuente. Mientras sus ojos recorrían la endeble figura del Regidor de Todo, se sintió anonadado, transfigurado. Le temblaron las manos, luego los brazos, y por último todo su cuerpo se sacudió incontrolablemente. Por primera vez en su vida se echó a reír. Era una risa genuina, no esa risa simbólica que frecuentemente se había visto obligado a falsificar en el pasado. Los accesos de carcajadas recorrieron toda la habitación en forma de cúpula y reverberaron.

El Padre Satán despertó con un respingo y gritó:

—¡Christian! ¿Qué sucede, muchacho?

¿Posas de frustración? ¿Risas de pena? ¿Risas de infierno o limbo? No podía decir lo que sintió cuando vio la hebra de plata que brotaba de la nuca de Satán y lo convertía, también a él, en un títere… un zarcillo que subía cada vez más hacia perdidas alturas, hacia alguna otra vasta máquina operada por alguna otra vasta marioneta oculta en los aún desconocidos límites del cosmos…

El bendito y desconocido cosmos. V

En el comienzo todo era oscuridad. No había ni tierra ni mar ni cielo ni estrellas circundantes. No había nada. Luego llegó Yaldabaoth y dividió la luz de la oscuridad. Y El recogió la oscuridad y con ella formó la noche y los cielos. Y El recogió la luz y dio forma al sol y las estrellas. Luego, de la carne de Su carne y de la sangre de Su sangre Yaldabaoth formó la tierra y todas las cosas sobre ella.

Pero los hijos de Yaldabaoth eran jóvenes e inexpertos e ignorantes, y la raza no dio su fruto. Y como todos los hijos de Yaldabaoth disminuyeron en número, suplicaron a su Señor: «¡Concédenos una señal, Gran Dios, para que podamos saber cómo crecer y multiplicarnos! ¡Concédenos una señal, Oh Señor, de modo que Tu buena y poderosa raza no perezca sobre Tu tierra!»

Y ¡ya! Yaldabaoth se apartó a Sí mismo del rostro de Su infortunado pueblo y ellos sintieron pena en el corazón y tristeza, pensando que su Señor los había abandonado. Y sus senderos fueron senderos del mal hasta que un profeta cuyo nombre era Maart surgió entre ellos. Luego Maart juntó los niños de Yaldabaoth alrededor de él y les habló, diciéndoles; «Malos son estos caminos, Oh pueblo de Yaldabaoth, para desconfiar de Dios. Pues El ha colocado un signo de fe sobre vosotros.

Entonces ellos le respondieron, diciéndole: ¿Dónde está ese signo?

Y Maart fue a las altas montañas y con él fueron un gran número de gentes. Nueve días y nueve noches hasta la cumbre del Monte Sinar. Y una vez en la cima del Monte Sinar todos fueron golpeados por la sorpresa y cayeron sobre sus rodillas, gritando: «¡Dios es grande! ¡Grandes son sus obras!»

Pues ¡ya! Ante ellos ardía una cortina de fuego. LIBRO DE MAART; XII: 29-37

¿Atravesar el velo hacia qué realidad? No tiene sentido tratar de tomar una decisión. No puedo. Dios sabe que esa ha sido la agonía de mi vida… tomar decisiones. ¡Cómo podría hacerlo cuando —cuando la nada me toca— nunca pude sentir nada! Coger esto o aquello. Beber café o té. Comprar la toga negra o la plateada. Casarme con Lord Buckley o vivir con Freddy Witherton. Dejar que Finchley me haga el amor o, dejar de posar para él. No… no tiene sentido siquiera intentarlo.

¡Cómo ardía el velo en el umbral! Como un arco iris moiré. Allí fue Sidra. Cruzó a través de él como si pensara que no había nada allí. No parecía que doliera. Eso es bueno. Dios sabe que puedo soportar todo excepto el dolor. Sólo quedábamos Bob y yo… y él no parecía tener prisa. No, es Chris el destino oculto en el gabinete del órgano. Es mi turno ahora, supongo. Desearía que no lo fuera, pero no puedo permanecer aquí para siempre.

¿Dónde ir?

¿Hacia ninguna parte?

Sí, eso es. Ninguna parte.

En este mundo que dejo no había ningún lugar para mí; mi yo real. El mundo no quería nada de mí salvo mi belleza; nada de lo que estaba dentro mío. Quiero ser útil. Quiero ser aceptada. Quizá si fuera aceptada… si vivir tuviera algún sentido para mí, esta barra de hielo en mi corazón se derruiría. Si pudiera aprender a hacer cosas, sentir cosas, gozar cosas. Aún aprender a caer en el amor.

Sí, voy a ir a ninguna parte.

Dejad que la nueva realidad me necesite, me quiera, pueda usarme… Dejad que esa realidad hágala elección y me llame. Pues si debo elegir, sé que elegiré un lugar equivocado una vez más. Y si no se me necesita en ninguna parte, si voy a través de fuego para errar eternamente en el espacio oscuro… a pesar de todo estaré mejor fuera.

¿Qué otra cosa he hecho en toda mi vida?

¡Tomadme, vosotros que me queréis y necesitad!

Qué frío es el velo… como un rocío perfumado sobre la piel.

Y entonces mientras la multitud se arrodillaba y elevaba sus oraciones, Maart gritó con voz tonante: «Alzaos, hijos de Yaldabaoth, y contemplad!»

Entonces se alzaron y enmudecieron y temblaron. Pues a través de la cortina de fuego surgió una bestia que hizo estremecer los corazones de todos. Se alzaba hasta una altura de ocho codos y su piel era rosada y blanca. El pelaje de su cabeza era amarillo y su cuerpo era largo y curvado como un árbol enfermo. Y estaba toda cubierta con pliegues sueltos de blanca piel.

LIBRO DE MAART; XIII: 38-39

¡Dios de los Cielos!

¿Esta es la realidad que me llama? ¿Esta es la realidad que me necesita?

Ese sol… tan alto… con su diabólico ojo blanquiazul, como ese artista italiano… Cumbres de montaña. Parecen montones de fango y basura… Los valles de allí abajo… heridas supurantes. El olor del cuarto de enfermo. Todo podrido y arruinado.

Y estas abominables criaturas pupulando alrededor… como simios hechos de carbón. No animales. No humanos. Pensar en hombres hechos bestias no se ajusta demasiado… o bestias hechas hombres es aún peor. Tienen un aire familiar. El panorama parece familiar. En algún lado he visto todo esto antes. De algún modo he estado aquí antes. En sueños de muerte, quizá… quizá.

Esta es una realidad de muerte, y ¿me desean? ¿Me necesitan?

La multitud gritó de nuevo: «¡Gloria sea a Yaldabaoth!» y ante el sonido del nombre sagrado la bestia tornó hacia la cortina de fuego de donde había salido, y ¡contemplad! la cortina había desaparecido.

LIBRO DE MAART; XIII: 40

¿No hay retorno?

¿No hay forma de escapar?

¿De retornar a la salud?

Pero estaba tras de mí hace un momento, el velo. Sin escape. Escuchad los sonidos que emiten. Los gruñidos del cerdo. ¿Creerán que me están adorando? Esto no puede ser real. No hay realidad que pueda ser tan horrenda. Un truco sucio… como ese que le jugamos a Lady Sutton. Ahora estoy en el refugio. Bob Peel está interpretando un nuevo truco y nos ha dado algún nuevo tipo de droga. Secretamente. Estoy echada en el diván, soñando y gimiendo. Despertaré pronto.

O el fiel Dig me despertará… antes de que estos esperpentos vengan más cerca.

¡Debo despertar!

Con un fuerte alarido, la bestia del fuego corrió a través de las multitudes. A través de toda la multitud corrió y atronó cuesta abajo. Y los sonidos chillones de sus aullidos agregaban miedo al miedo provocado por el sonido golpeteante de sus caparazones de bronce.

Y mientras cruzaba bajo las bajas ramas de los árboles de la montaña, los hijos de Yaldabaoth gritaron nuevamente con alarma, pues la bestia dejaba caer su blanco pelaje de una manera horrible de contemplar. Y la piel permanecía colgando de los árboles. Y la bestia corría más ligero, una abominable advertencia rosa y blanca para todos los transgresores.

LIBRO DE MAART; XIII: 41-43

¡Rápido! ¡Rápido! Correr a través de ellos antes de que me toquen con sus sucias manos. Esto es una pesadilla, corriendo me despertaré. Si esto es real… pero no puede serlo. ¡Que algo tan cruel me suceda a mí! No. ¿Estarán los dioses celosos de mi belleza? No. Los dioses nunca están celosos. Son los hombres.

Mi vestimenta… Perdida.

No hay tiempo de volver por ella. Corre desnuda, entonces. Escúchalos aullar tras de mí… braman por mí. ¡Abajo! ¡Abajo! Rápido y abajo de la montaña. Esta tierra putrefacta. Succionante. Pegajosa.

¡Oh, Dios! Me siguen. No para adorarme.

¿Por qué no puedo despertar? Mi aliento… como cuchillos.

Cerca. Los escucho. ¡Cada vez más cerca!

¿POR QUE NO PUEDO DESPERTAR?

Y Maart exclamó en voz alta: «¡Atrapemos a esa bestia para ofrendarla a nuestro Señor Yaldabaoth!»

Entonces la multitud sintió aumentar su valor y ciñeron sus ijares. Con palos y piedras todos persiguieron a la bestia por las pendientes del Monte Sinar, muchos con el temor a flor de piel, pero todos entonando el nombre del Señor.

Y de pronto una hábil piedra arrojada hizo caer a la bestia sobre sus rodillas, aún aullando de forma horrible de oír. Luego los bravos guerreros la derribaron con fuertes palos hasta que por último sus gritos cesaron y la bestia quedó inmóvil. Y del fétido cuerpo surgió una roja agua venenosa que hizo descomponer a todo aquel que la contempló.

Pero cuando la bestia fue conducida al Gran Templo de Yaldabaoth y colocada en una jaula ante el altar, sus gritos una vez más resonaron, profanando las sagradas paredes. Y entonces el Gran Sacerdote se sintió turbado, y dijo: «¿Qué demoniaca ofrenda es ésta para colocarla ante Yaldabaoth, Señor de los Dioses?»

LIBRO DE MAART: XIII: 44-47

Dolor.

Quemaduras y escaldaduras. No puedo moverme.

Ningún sueño es tan largo… tan real. ¿Es esto entonces real? Real. ¿Y yo? Real también. Una extraña en una realidad de suciedad y tortura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Siento la cabeza hecha un lío. Confundida. Revuelta.

Esto es tortura, y en algún lado… en algún lugar… He oído de este mundo antes. Tortura. Tiene un sonido placentero. ¿Tormento? No, tortura es mejor. El sonido de un madrigal. El nombre de una nave. El título de un príncipe. Príncipe Tortura. ¿Príncipe Tormento? La Belleza y el Príncipe.

Tan confusa mi cabeza. Grandes luces y sonidos ciegos que van y vienen sin sentido. Una vez en que la belleza torturó a un hombre… Dicen. Se dice.

¿Cuál era su nombre?

¿Príncipe Tormento? No. Finchley. Sí. Digby Finchley.

Digby Finchley, decían —se decía— amaba a una diosa de hielo llamada Theone Dubedat.

La diosa de hielo rosado.

¿Dónde está ella ahora?

Y mientras la bestia lanzaba gemidos amenazantes sobre el altar, el Sanedrín de Sacerdotes formó concilio, y al concilio llegó Maart, diciendo: «Oh vosotros, sacerdotes de Yaldabaoth, elevad vuestras voces en alabanza a nuestro Señor, pues El estaba enojado y había alejado su rostro de nosotros. Y ¡ya! Un sacrificio nos ha sido concedido de modo que podamos agradecer a El y hacer nuestras paces con El.»

Luego habló el Gran Sacerdote, diciendo: «¿Por qué ahora, Maart? ¿Podemos decir que éste es un sacrificio para nuestro Señor?»

Y Maart habló: «Si. Porque ésta es la bestia de fuego y a través del fuego sagrado de Yaldabaoth retornará por donde vino.»

Y el Gran Sacerdote preguntó: «¿Es esta ofrenda parecida al signo del Señor?» Entonces Maart respondió: «Todas las cosas proceden de Yaldabaoth. Por lo tanto todas las cosas parecen su signo. Tal vez a través de esta ofrenda Yaldabaoth nos entregue un signo de que Su pueblo no se desvanecerá de la tierra. Dejemos que la bestia sea ofrecida.

Entonces el Sanedrín estuvo de acuerdo, pues los sacerdotes temían dolorosamente que no hubiera más hijos del Señor.

LIBRO DE MAART; XIII: 48-52

Ved cómo los ridículos monos danzan. Danzan alrededor y alrededor y alrededor. Y gruñen.

Casi como si hablaran. Casi como…

Debo detener el canto en mi cabeza. El rin tin tin. Como los días en los cuales Dig trabajaba duro y yo debía adoptar esas poses de espalda quebrada y sostenerla hora tras hora con sólo cinco minutos de descanso cada tanto y yo me sentía mareada y caía del estrado y Dig arrojaba su paleta y venía corriendo con sus grandes y solemnes ojos dispuestos a llorar.

Los hombres no deberían llorar, pero sé que era porque él me amaba y yo quería amarlo a él o a alguien, pero entonces no tenía necesidad. No necesitaba nada, salvo encontrarme a mí misma. Esa es la caza del tesoro. Y ahora me he encontrado. Esto soy yo. Ahora tengo una necesidad y un ansia y una profunda soledad interior por Dig y sus grandes y solemnes ojos. Verlo todo ojos y miedo en los tímidos conjuros y danzando alrededor de mí con una taza de té.

Danzando. Danzando. Danzando.

Y golpeando sus pechos y gruñendo y golpeando.

Y cuando vociferan con la saliva babeante brillando sobre sus colmillos amarillos. Y esos siete con jirones de tela podrida sobre el pecho, marchando casi con altivez, casi como humanos.

Observad cómo danzan los ridículos monos.

Danzan alrededor y alrededor y alrededor y alrededor y…

Y sucedió que cuando transcurrió la gran festividad de Yaldabaoth era de noche. Y fue en ese día que el Sanedrín abrió los portales del templo y las muchedumbres de hijos de Yaldabaoth entraron. Luego hicieron que los sacerdotes quitaran a la bestia de la jaula y la arrastraran hasta el altar. Cada uno de los cuatro sacerdotes sostenía de un miembro a la bestia y la colocaron sobre el altar de piedra, y la bestia emitía malévolos y blasfemos sonidos.

Luego exclamó el profeta Maart: «Hagamos jirones de este ser, de modo que la hediondez de su malévola muerte pueda elevarse y complacer el olfato de Yaldabaoth.»

Y  los  cuatro  sacerdotes,  fuertes  y  sagrados,  colocaron  rudas  manos  sobre  los miembros  de  la  bestia  de  modo  que  sus  sacudimientos  eran  sorprendentes  de contemplar, y la luz de la maldad de sus abominaciones ocultas llenó de terror a todos.

Y cuando Maart encendió el fuego del altar, un gran temblor sacudió el firmamento. LIBRO DE MAART; XIII: 55-59

¡Digby, ven a mí!

¡Digby, dondequiera que estés, ven a mí! Digby, te necesito.

Soy Theone. Theone.

Tu diosa de hielo.

Ya no más frígida, Digby.

Las ruedas giran más y más y más rápido.

Y mi cabeza cada vez más y más y más rápido… Digby, ven a mí.

Te necesito. Príncipe Tormento. Tortura.

Entonces las bóvedas del templo se abrieron en dos con un tronante rugido, y todos los allí reunidos fueron iguales en el miedo, y sus entrañas fueron como agua. Y todos contemplaron al divino Señor, Yaldabaoth, descender desde los oscuros cielos hacia el templo. Si, hasta el mismo altar.

Y por espacio de una eternidad el Señor Dios Yaldabaoth contempló fijamente a la bestia de fuego, y su sacrificada se retorcía y maldecía presa de los impolutos sacerdotes.

LIBRO DE MAART; XIII: 59-60

Es el horror final… la tortura final.

Este monstruo que baja flotando desde los cielos. Simio-Hombre-Bestia-Horror.

Es la broma final eso que baja del cielo, algo velludo, sedoso, peludo; algo luminoso y gozoso. Un monstruo en alas de luz. Un monstruo con piernas y brazos retorcidos y cuerpo repulsivo. La cabeza de un Hombre-Simio… retorcida y quebrada, aplastada y arruinada, con esos grandes, vidriosos y fijos ojos.

¿Ojos? ¿Dónde he visto…?

¡ESOS OJOS!

Esto no es locura. No. No es el rin tin tin. No. Conozco esos ojos… esos grandes y solemnes ojos. Los he visto antes. Hace muchos años. Hace minutos. ¿Enjaulados en un zoológico?

No. ¿Ojos de pez flotando en un tanque? No. Grandes y solemnes ojos llenos de amor desesperado y adoración.

No… Dejadme equivocar.

Esos grandes y solemnes ojos de él dispuestos a llorar. Llorar, pero los hombres no lloran.

No, no Digby. No puede ser. ¡Por favor!

Es allí donde he visto este lugar antes, donde he visto estos hombres-animales y este panorama infernal: en los dibujos de Digby. Esas monstruosas obras que dibujaba. Por gracia, decía, por diversión. ¡Diversión!

¿Pero por qué parecía gustarle esto? ¿Por qué es él tan abominable y horrible como los otros… como sus cuadros?

¿Es ésta tu realidad, Digby? ¿Tú me llamaste? ¿Tú me necesitabas, me querías?

¡Digby! Dig. Dig y Dig, rueda y rueda la rueda, que canta un…

¿Por qué no me escuchas? ¿Me oyes? ¿Por qué me miras de esa forma, como algo loco, cuando hace sólo un minuto estabas caminando de un lado a otro del refugio tratando de aclarar tu mente y fuiste el primero en pasar a través del velo ardiente y yo te admiré porque los hombres deberían ser siempre tan valientes no monstruosos hombres- simios…

Y con una voz que hacía añicos las montañas, el Señor Yaldabaoth habló a su pueblo, diciéndole: «¡Ahora alabad al Señor, hijos míos, pues alguien ha sido enviado a vosotros que será reina y consorte de Dios.»

Y con una sola voz, la muchedumbre exclamó: «Te alabamos oh Señor Yaldabaoth.»

Y Maart hizo penitencia ante el Señor y suplicó: «Una señal para Tus hijos del Señor

Dios, de modo que ellos puedan crecer y multiplicarse. »

Entonces el Señor Dios estiró su mano hasta la bestia y la tocó, quitándola del altar de fuego y de las manos de los impolutos sacerdotes, y ¡contemplad! El demonio gritó por última vez y huyó del cuerpo de la bestia, dejando en su lugar sólo una suave melodía. Y el Señor habló a Maart, diciendo: «Os daré una señal.»

LIBRO DE MAART; XIII: 60-63

I

Dejadme morir.

Dejadme morir para siempre.

No dejéis que vea o escuche o sienta el…

¿El?

¿Qué?

Los bonitos monos danzan alrededor y alrededor y alrededor de forma tan bonita tan hermosa tan buena todo tan. bonito y hermoso y bueno mientras los grandes y solemnes ojos contemplan mi alma y querido Dig y Dig me tocas con manos tan extrañamente cambiadas tan bonitamente hermosamente cambiadas por la trementina quizás o el ocre o verde bilis u ocre encendido o sepia o amarillo cromo que siempre, parecían decorar sus dedos cada vez que dejaba caer la paleta y venía hacia mí cuando yo…

El amor lo cambia todo. Sí. Qué bueno es ser amada por el querido Digby. Qué cálido y qué confortante es ser amada y ser necesitada y querida una entre todas las millones y encontrarlo tan extrañamente hermoso caminando solemnemente flotando descendiendo en una realidad como la del Castillo Sutton cuando el refugio no puedo ver nada y se que los cerros corren bajo de mí con bonitos monos riendo y dando cabriolas y adorando tan gracioso tan gracioso tan hermoso tan bueno tan bonito tan gracioso tan…

Entonces los hijos de Yaldabaoth cogieron el signo del Señor en sus corazones y ¡alas! Desde entonces crecieron y se multiplicaron ante el ejemplo de su Señor Dios y Su Consorte en lo alto.

Así finaliza el LIBRO DE MAART VI

Y en el momento en que entró en el velo ardiente, Robert Peel se detuvo asombrado. Todavía no había aclarado sus pensamientos. Para él, un hombre de objetividad y lógica, ésta era una experiencia sorprendente. Era la primera vez en su vida que no había tomado  una  decisión  fulmínea.  Era  la  prueba  de  cuan  profundamente  lo  había conmocionado la Cosa en el refugio.

Se quedó donde estaba, inmerso en la niebla de fuego que titilaba como ópalo y era mucho más espesa que cualquier velo. Lo rodeaba y aislaba, pues seguramente debió haber visto a los otros pasando a través, pero allí no había nadie. No era hermoso para Peel, pero era interesante. La dispersión de color era amplia, advirtió, y abarcaba cientos de finas gradaciones del espectro visible.

Peel hizo su composición. Con la poca información que tenía a mano, juzgó que estaba de pie en algún lado fuera del tiempo y el espacio o entre dimensiones. Evidentemente la Cosa en el refugio los había colocado en rapport con la matriz de existencia, de modo tal que cuando entraran en el velo pudieran gobernar la dirección que cogieran en una emergencia. El velo era más o menos un pivot sobre el cual podían girar hacia cualquier existencia deseada en cualquier espacio y cualquier tiempo; lo que conducía a Peel a la cuestión de su propia elección.

Cuidadosamente consideró, pesó y balanceó lo que él ya poseía con lo que podría recibir. Estaba muy satisfecho con su vida. Tenía mucho dinero, una profesión respetable como ingeniero consejero, una espléndida casa en Chelsea Square, una atractiva y estimulante esposa. Dejar todo en aras de las promesas no especificadas de un donante no identificado sería una idiotez. Peel había aprendido a no hacer nunca un cambio sin buenas y suficientes razones.

«No soy de naturaleza aventurera —pensó Peel con frialdad—. No es mi costumbre ser así. Lo novelesco no me atrae y desconfío de lo desconocido. Me gustaría mantener lo que tengo. El sentido adquisitivo es muy fuerte en mí, y no estoy avergonzado de ser un hombre posesivo. Ahora quiero conservar lo que tengo. Sin cambios. No puede haber otra decisión para mí. Dejemos que los otros tengan su aventura; mantendré mi mundo precisamente como es. Repito: sin cambios.»

La decisión le había llevado todo un minuto, un tiempo inusualmente largo para un ingeniero,  pero  esta  era  una  situación  inusual.  Dio  una  zancada  hacia  adelante,  un preciso, franco, preciso martinete, y emergió en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton.

A unos pocos pasos del corredor, una pequeña criada de cocina vestida de azul y gris se deslizaba directamente hacia él, una bandeja en las manos. Había una botella de cerveza y un enorme bocadillo en la bandeja.

Al oír los pasos de Peel, la mujer levantó los ojos, se detuvo con brusquedad y luego arrojó la bandeja por el suelo.

—¿Qué demonios…? —Peel se sintió confundido por la reacción de ella.

—¡S…señor Peel! —masculló. Luego comenzó a gritar—: ¡Ayuda! ¡Asesino! ¡Ayuda! Peel le pegó una bofetada.

—¿Quiere cerrar la boca y explicarme qué diablos hace aquí abajo a esta hora de la noche?

La joven gimió y farfulló. Antes de que él pudiera volver a abofetear a la joven histérica, sintió una pesada mano sobre el hombro. Se dio vuelta y se sintió más confundido cuando se encontró de frente con el rostro rojo y rollizo de un policía. Había una expresión anhelante en esa cara. Peel tragó saliva, luego se serenó. Se dio cuenta de que estaba en el vórtice de un fenómeno desconocido. No tenía sentido esforzarse hasta conocer los hechos.

—Bien, señorr —dijo el policía—. No vuelva a golpearr a la chica, señorr.

Peel no respondió. Necesitaba más hechos. Una sirvienta y un policía. ¿Qué estaban haciendo allí? El hombre había llegado desde atrás de él. ¿Habría llegado a través del velo? Pero allí no había velo ardiente; tan sólo la pesada puerta del refugio.

—Si he escuchado bien, señorr, la chica lo ha llamado por su nombrre. ¿Podría repetírrmelo?

—Soy Robert Peel. Un invitado de Lady Sutton. ¿Qué significa todo esto?

—Señorr Peel —exclamó el policía—. Esto sí que es una suerrte. Me ganarré un ascenso. Lo cojo bajo custodia, señorr Peel. Está usted bajo arresto.

—¿Arrestado? Usted está loco, hombre —Peel dio un paso atrás y miró sobre el hombro del policía. La puerta del refugio estaba medio abierta, lo suficiente para que realizara una inspección rápida. Toda la habitación estaba dada vuelta, como si estuviera sufriendo la limpieza de primavera. No había nadie dentro.

—Debo rogarrle que no se resista, señorr Peel. La joven lanzó un sollozo.

—Veamos —dijo Peel con enojo—. ¿Con qué derecho entra usted en una propiedad privada pavoneándose por realizar arrestos? ¿Quién es usted?

—Me llamo Jenkins, señorr. Policía del Condado de Sutton. Y no estoy pavoneándome, señorr.

—¿Entonces habla en serio?

El policía señaló majestuosamente corredor arriba.

—Adelante, señorr. Le ruego que lo haga con rapidez.

—¡Respóndame, idiota! ¿Es un arresto auténtico?

—Usted deberría saberrlo —respondió el policía con tono ominoso—. Venga conmigo, señor.

Peel se rindió y obedeció. Hacía mucho que había aprendido que cuando uno se enfrenta con una situación incomprensible, es tonto tomar una decisión sin esperar a tener la suficiente información. Precedió al policía por los corredores y las retorcidas escaleras, seguidos por la lloriqueante sirvienta de cocina. Todo lo que conocía eran dos cosas. Una: algo, en algún lado, había sucedido. Dos: la policía había intervenido. Todo era confuso, por decir algo, pero él mantendría la cabeza. Se preciaba de no haberla perdido nunca.

Cuando emergieron de los sótanos, Peel recibió otra sorpresa. La luz del sol brillaba afuera. Observó su reloj. Las, doce y cuarenta de la noche. Dejó caer su muñeca y parpadeó; la inesperada luz lo molestó un poco. El policía le tocó; el brazo y lo dirigió hacia la biblioteca. Peel fue de inmediato a las puertas corredizas y las abrió.

La  biblioteca  era  alta,  larga  y  sombría,  con  una  estrecha  galería  que  recorría  su contorno justo debajo del cielorraso gótico. Había una gran mesa de caballete centrada en la habitación y en su extremo opuesto había tres figuras sentadas, las siluetas delineadas por la luz del sol que penetraba por una ventana baja. Peel entró, echó un vistazo a un segundo policía de guardia junto a las puertas,  luego entrecerró los ojos y trató de distinguir los rostros.

Mientras observaba, un murmullo de exclamaciones y sorpresa lo recibió. Hizo este juicio: uno, la gente lo había estado buscando; dos, había estado desaparecido por algún tiempo; tres, nadie esperaba encontrarlo aquí, en el Castillo Sutton. Nota: ¿de dónde volvía él en realidad? Todo esto reconstituido por las voces de sorpresa. Luego sus ojos se acomodaron a la luz.

Uno de los tres era un hombre anguloso con una estrecha cabeza gris y facciones cubiertas de arrugas. Le pareció familiar. El segundo era pequeño y vigoroso, con lentes ridículamente frágiles montados sobre una nariz bulbosa. El tercero era una mujer, y otra vez Peel se sintió sorprendido al ver que era su esposa. Sidra usaba un vestido de tela escocesa y un sombrero de fieltro carmesí. El hombre anguloso tranquilizó a los otros y dijo:

—¿Señor Peel?

Peel avanzó con rapidez.

—Soy el inspector Ross.

—Creí reconocerlo, inspector. Nos hemos encontrado antes, ¿no es así?

—Así es —asintió Ross cortésmente, luego indicó al hombre vigoroso—: El doctor Richards.

—¿Cómo está usted, doctor? —Peel se volvió hacia su esposa y se inclinó, sonriendo.— ¿Sidra? ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Robert —dijo ella con tono seco.

—Temo estar un poco confundido por todo esto — continuó Peel afable—. Parece que sucede algo, o ha sucedido.

Suficiente. Había dicho lo suficiente. Precaución. No comprometerse en nada hasta saber.

—Así es; sucede —dijo Ross.

—Antes de continuar, ¿puedo pedirles la hora? Ross fue tomado por sorpresa.

—Las dos.

—Gracias. —Peel acercó su reloj al oído, luego ajustó las agujas.— Mi reloj parece estar funcionando, pero de cualquier manera ha perdido algunas horas.— Examinó sus expresiones furtivamente. Debería navegar con exquisito cuidado, dada la expresión de sus semblantes. Luego advirtió el calendario de escritorio que se encontraba ante Ross, y fue como un puñetazo en los riñones.— ¿Es esa fecha correcta, inspector?

—Por supuesto, señor Peel. Domingo veintitrés.

Su mente exclamó: ¡Tres días! ¡Imposible! Peel controló su shock. Tranquilo… tranquilo… de acuerdo. En algún lado había perdido tres días; pues había entrado en el velo ardiente el jueves, treinta y ocho minutos después de medianoche. Sí. Pero mantente frío. Hay algo más que tres días perdidos. Debe haberlo, de otro modo ¿para qué la policía? Esperar por más información.

—Lo hemos estado buscando estos últimos tres días, señor Peel —dijo Ross—. Desapareció súbitamente. Estamos bastante sorprendidos de encontrarlo de regreso en el castillo? — ¿Eh? ¿Por qué? —Sí, ¿por qué demonios? ¿Qué sucedió? ¿Por qué Sidra me contempla con esa furia vengativa? —Porque, señor Peel, se le acusa del homicidio intencional de Lady Sutton.

¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Lo estaban despellejando, uno tras otro, y aún Peel se mantenía controlado. La información era explícita ahora. Había vacilado en el velo al menos unos minutos, y esos minutos en el limbo eran tres días en el espacio tiempo. Lady Sutton debió haber sido encontrada muerta y él acusado del asesinato. Sabía que él era un rival para cualquiera, como hombre lógico y pensante… un hombre astuto… pero sabía que tendría que andarse con cuidado.

—No lo comprendo, inspector. ¿Puede usted explicarse mejor?

—Muy bien. La muerte de Lady Sutton fue informada en la mañana del viernes. El examen médico probó que ella murió por fallo cardíaco, como resultado de una impresión. La evidencia de los testigos reveló que usted la había asustado deliberadamente con completo conocimiento de su debilidad cardíaca, con intención de matarla. Eso es homicidio, señor Peel.

—Por cierto —dijo Peel fríamente—. Si usted puede probarlo. ¿Puedo preguntarle la identidad de sus testigos?

—Digby Finchley, Christian Braugh, Theone Dubedat y… —Ross se interrumpió, tosió y dejó el papel a un lado.

—Y Sidra Peel —finalizó Peel con sequedad. Otra vez se encontró con la venenosa mirada de su esposa. Por último había comprendido todo. Se habían puesto nerviosos y lo habían elegido como chivo expiatorio. Sidra se quería librar de él; su gozosa venganza. Antes de que Ross o Richards pudieran intervenir, apresó a Sidra por el brazo y la arrastró hasta una esquina de la biblioteca.

—No se alarme, Ross. Sólo quiero unas palabras a solas con mi esposa. No habrá violencia, se lo aseguro.

Sidra liberó su brazo de un tirón y contempló a Peel, sus labios contraídos, revelando el blanco filo de sus dientes.

—Tú arreglaste esto —dijo Peel rápidamente.

—No sé de qué hablas. —Fue idea tuya, Sidra. —Fue tu asesinato, Robert.

—Y tu testimonio.

—Nuestro. Somos cuatro contra uno.

—¿Todo cuidadosamente planeado, no?

—Braugh es un buen escritor.

—Y yo cargo con el asesinato por vuestros testimonios. Te quedarás con la casa, mi fortuna y te librarás de mí.

Ella sonrió como un gato.

—¿Y ésta es la realidad que pediste? ¿Esto es lo que planeaste mientras atravesabas el velo ardiente?

—¿Qué velo?

—Sabes a qué me refiero.

—Estás loco.

Ella estaba genuinamente perpleja. El pensó: por supuesto, yo quería mi viejo mundo tal cual era. Eso excluiría la misteriosa Cosa del refugio y el velo a través del cual pasamos. Pero no excluye el asesinato que sucedió antes, no que sucedió después.

—No, Sidra, no estoy loco —dijo—. Simplemente rehuso ser tu chivo expiatorio. No te dejaré salir con la tuya.

—¿No? —Ella se dio vuelta y llamó a Ross.— Quiere sobornar a los testigos. — Caminó hacia su silla.— Tengo que ofrecer a cada uno de ellos diez mil libras.

Así que era una batalla a muerte. Su mente trabajó con rapidez. La mejor defensa era un ataque y el momento era ése.

—Miente, inspector. Todos están mintiendo. Acuso a Braugh, Finchley y a la señorita Dubedat, y a mi esposa, del homicidio intencional de Lady Sutton.

—¡No le creáis! —gritó Sidra—. Está intentando encontrar una forma de acusarnos. El…

Peel la dejó gritar, agradecido de disponer de más tiempo para modelar sus mentiras. Debían ser convincentes. Sin flaquezas. La verdad era imposible. En este nuevo viejo mundo de él, la Cosa y el velo no existían.

—El asesinato de Lady Sutton fue planeado y ejecutado por estas cuatro personas — continuó Peel llanamente —. Fui el único miembro del grupo en objetar. Usted estará de acuerdo, inspector Ross, que es mucho- más lógico que cuatro personas cometan un crimen contra el deseo de uno, que uno contra el de cuatro. Y el testimonio de cuatro testigos que el de uno. ¿Está de acuerdo?

Ross asintió lentamente, fascinado por las detalladas razones de Peel. Sidra golpeó sobre su hombro y gritó:

—Está mintiendo, inspector. ¿No lo advierte? Si está diciendo la verdad, pregúntele por qué huyó. Pregúntele dónde estuvo estos tres días.

Ross trató de calmarla.

—Por favor, señora Peel. Todo lo que hago es recibir sus declaraciones. No creo ni descreo en nadie aún. ¿Desea decir algo más, señor Peel?

—Gracias. Sí. Nosotros seis habíamos realizado muchas bromas absurdas, algunas veces virtualmente peligrosas en el pasado, pero el asesinato por cualquier razón es algo más allá de cualquier criterio y tolerancia. El jueves a la noche los cuatro advirtieron que yo podría avisar a Lady Sutton. Es evidente que estaban preparados para esto. Mi vino fue drogado. Tengo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado por dos hombres y… eso es todo lo que sé del asesinato.

Ross asintió otra vez. El doctor se inclinó sobre él y le susurró algo.

—Sí, sí. Las pruebas vendrán más tarde. Por favor, continúe, señor Peel.

Hasta ahora vamos bien, pensó Peel. Ahora, un poco de color para alisar los bordes rugosos.

—Desperté en una completa oscuridad. No oía ruidos; nada salvo el tic-tac de mi reloj. Estas paredes de calabozo tienen entre diez y quince pies de grosor, de modo que me era imposible oír nada. Cuando me incorporé y tanteé alrededor, me pareció estar en una pequeña cavidad que medía… oh… dos trancos largos por tres.

—¿Eso serían unos dos metros por tres, señor Peel?

—Aproximadamente. Me di cuenta que debía estar en alguna celda secreta conocida por los hombres de la pandilla. Después de una hora de gritar y golpear las paredes, un golpe accidental debe haber dado en el resorte o palanca adecuados. Una sección de la gruesa pared se abrió y me encontré en el corredor donde…

—¡Está mintiendo, mintiendo, mintiendo! —gritó Sidra. Peel la ignoró.

—Esa es mi declaración, inspector.

Y la mantendré, pensó. El Castillo Sutton era conocido por sus pasajes secretos. Sus ropas estaban aún ajadas y desgarradas por el vestuario que él se había dado para representar al demonio. No había tests conocidos que mostraran si había estado drogado o no los tres días previos. Su barba y bigote eliminarían el problema de la afeitada. Sí, podía estar orgulloso de una excelente historia; improbable pero sostenida con fuerza por los cuatro-contra-la-lógica.

—Notamos que usted proclama su no culpabilidad, señor Peel —dijo Ross con lentitud—, y tomamos nota de su declaración y acusación. Le confieso que sus tres días de desaparición me parecían incriminatorios, pero ahora… —hizo una profunda inspiración— ahora, si podemos localizar esa celda donde usted estuvo confinado…

Peel estaba preparado para esto.

—Usted puede o no puede hacerlo, inspector. Soy ingeniero, ya lo sabe. La única manera que tenemos de localizar esa celda es dinamitar la piedra, que podría hacer desaparecer todas las huellas.

—Tendremos que recurrir a ese método, señor Peel.

—Quizá no sea necesario recurrir a ese método — dijo el pequeño y rechoncho doctor. Los otros lanzaron una exclamación. Peel echó una aguda mirada al hombrecillo. La

experiencia le había enseñado que los gordos eran siempre peligrosos. Cada nervio se puso en garde.

—Era un relato perfecto, señor Peel —dijo el gordezuelo doctor con placer. Muy entretenido. Pero realmente, mi querido señor, para ser usted un ingeniero ha cometido un mal traspié.

—¿Quiere usted decirme sobre qué basa eso?

—Vamos por partes. Cuando usted despertó en su celda secreta, dijo que se encontraba en completa oscuridad y silencio. Las paredes de piedra eran tan gruesas que todo lo que podía oír era el tic-tac de su reloj.

—Y así fue.

—Muy colorido —sonrió el doctor—, pero, bueno, una prueba de que usted está mintiendo. Se despertó tres días después. Seguramente se da cuenta que no hay reloj que funcione setenta horas sin necesitar cuerda.

¡Tenía razón, por Dios! advirtió Peel de inmediato. Había cometido un gran error… imperdonable para un ingeniero… y no había posibilidad de retroceder para hacer alteraciones y revisiones. Toda la mentira dependía de la trama completa. Desgarrar una sola hebra significaba destejer toda la trama. ¡El gordo doctor tenía razón, maldito sea! Peel estaba atrapado.

Una mirada a la triunfante expresión de Sidra fue suficiente para él. Decidió que tendría que cortar su derrota con rapidez. Se levantó de la silla, sonriendo con admitida derrota. Peel, el galante perdedor. Abruptamente se arrojó entre ellos como una tromba, cruzó los brazos ante su rostro, las manos sobre los oídos, y se zambulló a través de los paneles de cristal de la ventana.

Fragmentos de cristal y gritos tras él. Peel flexionó sus piernas mientras caía sobre la blanda tierra del jardín, y aterrizó con una fuerte sacudida. La soportó bien, y pronto estuvo sobre sus pies y corriendo hacia la parte trasera del castillo donde estaban los coches aparcados. Cinco segundos más tarde saltaba dentro del dos plazas de Sidra. Diez segundos más tarde salía a toda velocidad a través de los abiertos portales de hierro en dirección al camino que se encontraba más allá.

Aún en medio de esa crisis, Peel pensaba con rapidez y precisión. Dejó el edificio demasiado rápidamente para que nadie notara qué dirección tomaría. Mantuvo el coche andando hacia la ruta a Londres. Un hombre podía perderse en Londres. Pero él no era un hombre asustado. Mientras sus ojos seguían la ruta, su mente analizaba metódicamente los hechos, y sin acobardarse llegó a una dura decisión. Sabía que nunca podría probar su inocencia. ¿Cómo podría? Era tan culpable de homicidio como todos los demás. Ellos se habían puesto de acuerdo en su contra y ahora sería perseguido como el único asesino de Lady Sutton.

En medio de una guerra sería imposible salir del país. Sería igualmente imposible ocultarse demasiado tiempo. Sólo restaba entonces ser un fuera de la ley, ocultarse miserablemente por unos pocos meses hasta ser cogido y conducido ante un tribunal. Sería una sensación. Peel no tenía la intención de dar a su esposa la satisfacción de contemplarlo mientras lo arrastraban desde los titulares del proceso hasta la soga del verdugo.

Aún frío, aún en posesión de sí mismo, Peel planeaba mientras conducía. Lo más audaz sería ir directamente a su casa. Nunca pensarían en buscarlo allí… al menos por un tiempo; suficiente tiempo, por cierto, para hacer lo que tenía que hacerse.

—Vendetta —dijo—. Ojo por ojo.

Penetró en Londres  en  dirección  a  Chelsea  Square,  un  hombre  salvaje,  barbado, mucho más parecido ahora a Teach, el bucanero.

Se aproximó al parque desde atrás, buscando la presencia de policías. Sin embargo no había nadie y la casa parecía calma y poco sospechosa. Pero, mientras conducía el coche en el parque y contemplaba la fachada frontal de la casa, se vio amargamente sorprendido al ver que un ala entera había sido demolida por un raid de bombardeo. Era evidente que la catástrofe había tenido lugar algunos días previos, pues los, escombros estaban pulcramente apilados y se había levantado una cerda del lado destrozado del edificio.

Así es mucho mejor, pensó Peel. No tenía dudas de que la casa estaba vacía; ni siquiera con servidumbre. Aparcó el coche, saltó fuera y caminó velozmente hasta la puerta delantera. Ahora que había tomado una decisión era rápido y decidido.

No había nadie dentro. Peel fue a la biblioteca, cogió un lápiz, tinta y papel y se sentó en el escritorio. Cuidadosamente, con la perspicacia del abogado, escribió un nuevo testamento impidiendo a su esposa cualquier impugnación legal. Estaba fríamente seguro de que un hológrafo estaría presente en la corte. Fue a la puerta frontal, llamó a una pareja de obreros que pasaban y los hizo firmar como testigos del testamento. Les pagó con agradecimiento y los condujo afuera. Cerró y candó la puerta frontal.

Hizo una pausa tétrica y tomó aliento. Eso era todo con Sidra. Era el viejo instinto posesivo, lo sabía, que lo había llevado en esa dirección. Quería mantener su fortuna, aún después de la muerte. Quería mantener su honor y dignidad, a pesar de la muerte. Estaba seguro de lo primero; tendría que ejecutar lo segundo con rapidez. Ejecutar. Esa era la, palabra precisa.

Peel pensó un momento aún… había tantas posibles vías de extinción… luego inclinó la cabeza y marchó hacia la cocina. De un armario empotrado cogió un montón de sábanas y toallas y tapó las ventanas y puertas con ellas. Tal como había pensado, cogió un gran pedazo de cartón y con betún para los zapatos escribió sobre él: ¡PELIGRO! ¡GAS! Luego lo colocó fuera de la puerta de la cocina.

Cuando la habitación estuvo bien sellada, Peel fue hacia la cocina, abrió la puerta del horno e hizo girar la llave del gas. Este siseó al salir, fétido y casi frío. Peel se arrodilló e introdujo la cabeza en el horno, respirando con profundidad, siempre respirando. Sabía que no tardaría en perder la conciencia. Sabía que no sería doloroso.

Por primera vez en horas, algo de la tensión lo había abandonado y se relajó casi agradecido, esperando la muerte. A pesar de haber vivido una vida dura y geométricamente estructurada y viajado por rutas pragmáticas, ahora su mente buscaba en el pasado momentos más amables. No recordó nada; se disculpó por la nada; se sintió avergonzado de la nada… y a su pesar recordó los primeros días en que se encontró con Sidra con nostalgia y pena.

¿Qué desdichada juventud, humedecida con líquidos olores, el cortejarte con rosas en alguna placentera oquedad, Sidra…?

Casi sonrió. Eran líneas que había escrito para ella cuando, en los comienzos del romance, la había adorado como diosa de la juventud, la belleza y la bondad. Ella era todo lo que él no era, eso creyó; la perfecta compañera. Esos fueron grandes días; los días  en  que  él  finalizó  en  el  Manchester  College  y  fue  a  Londres  a  construir  una reputación, una fortuna, una vida completa… un muchacho de cabellos ralos con hábitos y mente precisos. Soñadoramente paseó a través de los recuerdos como si estuviera contemplando un film entretenido.

Repentinamente advirtió que había estado arrodillado junto al horno durante veinte minutos. Había algo que funcionaba muy mal. No había olvidado su química y sabía que veinte  minutos  de  gas  hubieran  sido  suficientes  para  hacerle  perder  la  conciencia. Perplejo, se puso de pie, frotándose las doloridas rodillas. No había tiempo para análisis ahora. Los perseguidores podrían estar cogiéndolo del cuello en cualquier momento.

¡Cuello! Ese era el camino obvio. Casi tan indoloro como el gas y mucho más rápido. Peel cerró el horno, cogió de la alacena una fuerte cuerda de tender la ropa y dejó la cocina, quitando a su paso los avisos de peligro. Al salir de la alacena sus ojos alertas escudriñaron la casa en busca del lugar apropiado. Sí, allí, en el pozo de la escalera. Podría arrojar la soga por sobre esa viga y colocarse en la galería sobre las escaleras para la caída. Luego, cuando saltara, tendría tres metros de espacio vacío sobre el rellano. Subió corriendo las escaleras hasta la galería, trepó sobre la baranda y arrojó la soga por encima de la viga. Cogió el cabo libre luego que éste se hubiera enroscado en la viga y tiró hacia sí. Hizo un nudo formando un lazo e hizo correr toda la soga a través de éste, hasta que quedó bien ajustada. Después de haber pegado un par de tirones para asegurarse de que se sostendría sujeta a la viga, colgó todo su peso sobre la soga y se balanceó hacia afuera de la galería. Sostenía su peso admirablemente; no había posibilidad de que se rompiera.

Cuando se hubo subido sobre la baranda, hizo un lazo de verdugo y lo deslizó sobre su cabeza, ajustando el nudo bajo su oreja derecha. Había suficiente cordel para darle una caída de unos dos metros. El pesaba unos setenta kilos. Era suficiente como para quebrarle el cuello en forma limpia e indolora en el extremo de la cuerda. Peel se mantuvo en equilibrio, tomó una última y profunda inspiración y brincó sin detenerse a rezar.

Su último pensamiento mientras caía fue una computación super rápida de cuánto tiempo le quedaba de vida. Tres metros por segundo al cuadrado dividido por seis le daba casi un quinto de un… Hubo un sacudón desgarrador que conmocionó todo su cuerpo, un crack que sonó amplio y profundo en sus oídos, y un agonizante dolor en cada nervio. Se contorsionó espasmódicamente.

Advirtió que estaba vivo. Colgaba del cuello con horror, comprendiendo que no estaba muerto y no sabiendo porqué. El horror hormigueaba sobre su piel como una invasión de hormigas y por un largo tiempo se estremeció, mientras la depresión invadía su mente, nublándola, quebrando su férreo control.

Por último buscó en su bolsillo y extrajo su cortaplumas. Lo abrió con dificultad, pues tenía el cuerpo paralizado e ingobernable. Tajeó hasta que logró cortar la cuerda sobre su cabeza y cayó sobre el descanso de la escalera. Mientras estaba aún encogido se tocó el cuello. Estaba quebrado. Pudo sentir el borde afilado de las vértebras rotas. Su cabeza estaba rígida y en un ángulo que le hacía ver todo patas arriba.

Peel subió arrastrándose por las escaleras, comprendiendo vagamente que algo demasiado  horrible  de  comprender  lo  había  sobrepasado.  No  tenía  sentido  una apreciación fría del asunto; no había información adicional que recibir, ni lógica que aplicar. Alcanzó la planta  superior  y  atravesó  tambaleante  el  dormitorio  de  Sidra  en dirección al baño, que ambos compartían algunas veces. Hurgó en la vitrina de medicamentos hasta que aferró una de sus navajas; seis pulgadas de fino acero cóncavo y afilado. Con un golpe tembloroso, hizo deslizar el filo a través de su garganta.

En forma instantánea se sintió inundado de gusto a sangre y su tráquea quedó obturada. Se dobló en agonía, tosiendo reflexivamente, y de su garganta brotó una espuma roja. Aún encorvado y resollante, con la respiración siseando horriblemente a través del tajo de la garganta, Peel golpeó con pesadez sobre el suelo enlosado y se sacudió en espasmos, mientras con cada latido del corazón la sangre salía a borbotones y lo empapaba. Y a pesar de todo, mientras yacía allí, tres veces muerto, no perdió la conciencia. La vida se aferraba a él con la misma posesividad con que él se había aferrado a la vida.

Por último se incorporó vacilante, no atreviéndose a mirar en el espejo el daño que se había  infligido.  La  sangre  —la  que  quedaba  dentro  de  él—  había  comenzado  a coagularse. Apenas podía hacer algunas respiraciones de tanto en tanto. Resollante, casi totalmente encorvado, Peel serpenteó hasta el dormitorio y buscó en el tocador de Sidra hasta que encontró el revólver de ella. Lo cogió con la poca fuerza que le quedaba, afirmando el orificio del cañón contra su pecho y se disparó tres veces en el corazón. Los impactos lo arrojaron contra la pared con un espantoso cráter desgarrado en el pecho y un corazón que ya no latía; y aún estaba vivo.

Es el cuerpo, pensó fragmentariamente. La vida depende del cuerpo. Mientras exista un cuerpo…. la simple concha… suficiente para contener la chispa… entonces la vida permanece. Me posee, esta vida. Pero tiene que haber una respuesta… soy todavía lo suficientemente ingeniero como para hallar una solución…

Absoluta desintegración. Fragmentar su cuerpo en partículas… miles, millones de pizcas… y allí ya no habría dónde contener esta vida persistente. Explosivos. Sí. Ninguno en la casa. Nada en esta casa, salvo el ingenio de un ingeniero. Sí. ¿Cómo, entonces, con qué? Estaba ya completamente loco, y la idea ingeniosa que se le ocurrió era también loca.

Se arrastró hasta su estudio y extrajo un mazo de naipes lavables de un armario. Por largos minutos los cortó en piezas diminutas con su cortapapeles de escritorio, hasta que tuvo un tazón lleno. Removió un morillo de la chimenea y lo arrancó penosamente. El fuste estaba hueco. Llenó el cañón de bronce con los pedazos de los naipes, apisonando con fuerza los jirones de nitrocelulosa. Luego que el caño estuvo sólidamente lleno, puso dentro las cabezas de tres cerillas y obstruyó el extremo abierto con la correa metálica que lo sujetaba a la chimenea.

Había una lámpara de alcohol sobre su escritorio, la utilizaba para mantener calientes los cacharros de café. Encendió la lámpara y colocó el caño del morillo directamente sobre la llama. Acercó arrastrando una silla del escritorio y se encorvó ante la bomba en calentamiento. La nitrocelulosa era un poderoso explosivo cuando se lo detona bajo presión. Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía, antes de que el bronce estallara con una violenta explosión y esparciera sus pedazos por la habitación; esparcirlo en la bendita muerte. Peel lloriqueaba de tormento e impaciencia. La espuma roja de su garganta brotaba de nuevo, mientras la sangre que empapaba sus ropas se secaba y endurecía.

La bomba se calentaba demasiado lentamente. Los minutos pasaban demasiado lentamente. La agonía aumentaba demasiado lentamente.

Peel temblaba y gemía, y cuando estiró una mano para acercar la bomba un poco más a la llama, sus dedos no pudieron sentir el calor. Podía ver cómo la carne se abrasaba, pero no sentía nada. Todo el dolor estaba dentro de él… nada fuera.

El dolor producía ruidos en su cabeza, pero por encima del retumbar pudo oír el sordo rumor de lejanos pasos en la planta inferior. Los pasos se acercaban, lentos, casi como la inexorable pisada del destino. La desesperación hizo presa de él al pensar en la policía y el triunfo de Sidra. Trató de persuadir al alcohol de la lámpara para que llameara con más vigor.

Los pasos atravesaron la sala principal y comenzaron a ascender la escalera. El deliberado golpe de los tacos sonaba cada vez más fuerte y cercano. Peel se encorvó más aún y en los huecos más opacos de su mente comenzó a rezar y a pedir que la Misma Muerte viniera por él. Los pasos alcanzaron la parte superior de las escaleras y avanzaban hacia su estudio. Hubo un débil susurro cuando la puerta se abrió de un empujón. Inmerso en la fiebre de la locura, Peel rehusó darse vuelta.

Una voz desagradable habló:

—Bien, Bob, ¿qué es todo esto? No pudo volverse o responder.

—¡Bob!—dijo la voz roncamente— ¡no seas tonto!

Vagamente comprendió que ya había oído esa voz en algún lado antes.

Los medidos pasos sonaron otra vez y entonces la figura estuvo de pie a su lado. Con ojos vacíos de sangre echó un vistazo a un costado. Era Lady Sutton. Aún usaba su túnica con lentejuelas.

—¡No lo creo! —Los pequeños ojos de ella parpadearon en sus cuencas.— ¡Qué has hecho, te has destrozado!

—Ogge… un… aminoo.  —Las  palabras  distorsionadas  se  quebraban  y  zumbaban cuando la mitad de su aliento se escapaba a través del tajo de su garganta.— Noo… seé… ata-padoo.

—¿Atrapado? —Lady Sutton se echó a reír.— Eso sí que es bueno, vaya si lo es.

—Tú… loo… fuiste —musitó Peel.

—¿Qué haces allí? —quiso saber Lady Sutton casualmente—. Oh, ya lo veo. Una bomba. ¿Vas a volar en pedacitos, eh, Bob?

Sus labios formaron una respuesta insonora.

—Ya —dijo Lady Sutton—, terminemos con toda esta tontería. —Intentó alejar de una patada la bomba del fuego. Peel hizo un esfuerzo y le atrapó un brazo con manos como pinzas. Ella era sólida, para ser un fantasma. Sin embargo, logró apartarla.

—Deja… que… sea —musitó.

Sus palabras parecían no tener sentido para él. La golpeó cuando intentó evitarlo e ir hacia la bomba. Ella era demasiado sólida y fuerte para él. Cayó hacia la lámpara de alcohol con sus brazos extendidos en busca de salvación.

—¡Bob! ¡Maldito idiota! —gritó Lady Sutton.

Hubo una explosión enceguecedora. Hizo impacto en el rostro de Peel con un destello de luz blanca y un estallido como de trueno. Todo el estudio se sacudió, y una porción de la pared se desplomó. Una pesada lluvia de libros cayó desde los conmocionados estantes. El humo y el polvo llenaban el espacio con una densa nube.

Cuando ésta se aclaró, Lady Sutton aún se encontraba de pie junto al lugar donde había estado el escritorio. Por primera vez en muchos años… en muchas eternidades, quizá, su rostro ostentaba una expresión de tristeza. Por un largo tiempo permaneció en silencio.  Por  último  se  encogió  de  hombros  y  comenzó  a  hablar  con  la  misma  voz tranquila con que había hablado a los cinco en el refugio.

—¿No te das cuenta, Bob, que no puedes matarte? La muerte mata sólo una vez, y tú ya estabas muerto. Todos ustedes han estado muertos desde hace días. ¿Cómo ninguno de ustedes lo advirtió? Quizá si el ego de Braugh hablara… quizá… pero todos vosotros estabais muertos antes de llegar al refugio el jueves por la noche. Debiste haberlo comprendido cuando llegaste a tu casa bombardeada, Bob. Fue el duro raid del último jueves.

Elevó las manos y comenzó a despegar la toga que la cubría. En medio del mortal silencio las lentejuelas susurraron y tintinearon. Relucieron cuando la túnica cayó del cuerpo revelando… nada. Espacio vacío.

—He gozado de este pequeño asesinato —dijo ella —. Me divirtió contemplar cómo los muertos intentaban asesinar. Es por eso que te he dejado seguir con el asunto.

Se quitó los zapatos y las medias. Ahora no había más que los brazos y hombros y la gruesa cabeza de Lady Sutton. El rostro aún exhibía una ligera expresión de pena.

—Pero fue ridículo tratar de asesinarme, siendo quien era.

Por supuesto, ninguno de vosotros lo sabía. La obra fue deliciosa, Bob, porque yo soy Astaroth.

Con un súbito movimiento, la cabeza y los brazos saltaron en el aire y cayeron junto al vestido hecho a un lado. La voz continuó surgiendo del espacio humeante, descarnado, pero cuando la nube polvorienta remolineó, reveló una figura de vacuidad, un simple contorno, una burbuja, y aún era una terrible forma a contemplar.

—Sí —continuó la voz—, soy Astaroth, tan viejo como las edades; tan viejo y aburrido como la misma eternidad. Es por eso que he jugado mi pequeña broma con vosotros. He hecho cambiar la suerte y me he reído un poco. Vosotros suplicabais por un poco de novedad y entretenimiento después de una eternidad infiernos dispuestos para los condenados, porque no hay infierno como el infierno del aburrimiento.

La tranquila voz se detuvo, y miles de fragmentos esparcidos de Robert Peel oyeron y comprendieron. Miles de partículas, cada una de ellas conteniendo una atormentada pizca de vida, escucharon la voz de Astaroth y comprendieron.

—De la vida no sé nada —dijo Astaroth gentilmente —, pero de la muerte sí que sé… de la muerte y la justicia. Sé que cada criatura viviente crea su propio y eterno infierno.

¿Qué eres ahora, qué te has hecho a ti mismo?; si alguno de vosotros puede discutir esto, si alguno de vosotros puede oponer reparos a la Justicia de Astaroth… ¡Que hable ahora!

La voz se extendió y provocó ecos en los más remotos rincones, pero no hubo respuesta.

Miles de torturadas partículas de Robert Peel la oyeron y no respondieron.

Theone Dubedat la oyó y no respondió, envuelta en el salvaje abrazo de su dios- amante.

Y un podrido y auto-devorante Digby Finchley la escuchó y no respondió.

El cuestionador y dubitativo Christian Braugh —en el limbo— la oyó y no respondió. Ni Sidra Peel ni la imagen-espejo de su pasión respondieron.

Todos los condenados de toda la eternidad en infinitos infiernos hechos por ellos mismos la oyeron y no respondieron.

Pues la justicia de Astaroth es incontestable.

Hermann Hesse: La primera aventura. Cuento

images (3)Es asombrosa la forma en que lo vivido puede parecemos extraña e incluso cómo puede desaparecer de la cabeza. Años enteros, con miles de vivencias, pueden perderse. A menudo veo niños que van a la escuela y no pienso en mi propia época escolar, veo estudiantes de bachillerato y apenas recuerdo que yo también lo fui. Veo cómo los mecánicos van a sus talleres y los frívolos empleados a sus oficinas y he olvidado completamente que una día recorrí el mismo camino, que llevé la misma bata azul y la misma chaqueta de escribiente, con los codos resplandecientes. En la librería observo sorprendentes librillos de versos escritos por jóvenes de dieciocho años, publicados por la editorial Pierson, de Dresde, y no pienso en que una vez yo mismo escribí versos parecidos, y que también caí en la trampa del mismo cazador de autores jóvenes.

Hasta que en algún momento, ya sea en un paseo o en un viaje en tren o en una noche insomne, aparece en mi memoria una etapa completamente olvidada de mi vida, brillantemente iluminada como una escena de teatro, con todos sus detalles, con todos los nombres y lugares, ruidos y olores. Esto es justo lo que me ocurrió la noche pasada. Se me apareció un episodio de mi vida, el cual en el momento de vivirlo estaba seguro que no olvidaría jamás, pero que había quedado relegado al olvido más absoluto durante años. Exactamente igual como se pierde un libro o un cortaplumas, al que primero se echa en falta y al cabo de un tiempo se olvida, hasta que un día aparece en un cajón entre trastos viejos y de nuevo nos pertenece.

Tenía dieciocho años y estaba a punto de acabar mi período de prácticas como aprendiz de mecánico. Hacía poco que tenía la convicción de que no llegaría lejos en este oficio y quería cambiar de rumbo. Mientras buscaba la ocasión de decírselo a mi padre, seguía en la empresa, medio harto y medio contento, como alguien que ya se ha despedido y sabe que todos los caminos le están esperando.

En aquel tiempo teníamos en el taller un ayudante, cuya cualidad más relevante era su parentesco con una rica dama del pueblo vecino. Esta señora, joven viuda de un industrial, vivía en una pequeña villa, poseía un coche elegante y un caballo de montar y se la consideraba altiva y excéntrica porque en lugar de asistir a las reuniones de señoras, cabalgaba, pescaba, cultivaba tulipanes y tenía perros San Bernardo. Se hablaba de ella con envidia e irritación, sobre todo desde que se sabía que en Stuttgart y Munich, lugares a los cuales viajaba a menudo, solía ser muy sociable.

Desde que su sobrino o primo estaba con nosotros, este portento ya había visitado tres veces nuestro taller, saludaba a su pariente y dejaba que le enseñáramos nuestras máquinas. Su aspecto siempre era espléndido y me impresionó profundamente ver aquella mujer alta y rubia, tan elegante, pasear por la estancia llena de hollín, con la mirada curiosa y haciendo preguntas graciosas, con su rostro fresco e ingenuo como una niña pequeña. Nosotros, con la ropa de trabajo llena de grasa y las manos y cara manchadas de negro, teníamos la impresión de que nos visitaba una princesa. Esto no cuadraba con nuestras ideas socialdemócratas, cosa que siempre reconocíamos en cuanto se iba.

Un día, durante el descanso para merendar, el ayudante se acercó a mí y me dijo:

— ¿Quieres venir el domingo a visitar a mi tía? Te ha invitado.

— ¿Me ha invitado? Si te burlas de mí te hundo la cabeza en el cubo de agua.

Pero era verdad. Me había invitado para el domingo por la tarde. Podíamos volver a casa en el tren de las diez y si queríamos quedarnos hasta más tarde, quizá nos prestaría el coche.

Relacionarme con la dueña de un coche de lujo, ama de un mayordomo, dos criadas, un cochero y un jardinero era algo que chocaba con mis principios de entonces. Pero esto sólo se me ocurrió después de asentir con entusiasmo y preguntar si sería correcto ponerme el traje de los domingos, que era de color crema.

Hasta el sábado viví un estado de alegría inmensa y excitación. Luego, el miedo se cernió sobre mí. ¿Qué iba a decir, cómo me debía comportar, como hablaría con ella? Mi traje, del cual siempre había estado orgulloso, se hallaba de pronto lleno de arrugas y manchas y los cuellos estaban todos deshilachados. Además, mi sombrero era viejo y desgastado y nada de esto lo podía paliar ninguna de mis tres piezas más valiosas: un par de zapatos de punta fina, una corbata roja brillante de sedalina y unos anteojos con montura de níquel.

El domingo al anochecer el ayudante y yo fuimos andando a Settlingen, y me sentí enfermo de emoción y nerviosismo. La villa surgió ante nosotros, estábamos delante de una reja bordeada de pinos y cipreses exóticos y los ladridos de los perros se mezclaban con el sonido de la campana del portón. Un mayordomo nos dejó entrar sin decir ni una palabra, tratándonos con altivez y casi sin apartar el gran San Bernardo que intentaba alcanzar mis pantalones. Miré mis manos con temor; hacía meses que no estaban tan pulcras. La noche anterior las había lavado durante media hora con queroseno y jabón de Marsella.

La dama nos recibió en el salón ataviada con un sencillo vestido azul claro. Nos dio la mano y pidió que tomáramos asiento, la cena estaría servida en unos instantes.

— ¿Es usted miope? — me preguntó.

— Un poco.

— ¿Sabe que los anteojos no le favorecen? — Me los quité y los guardé, poniendo una expresión porfiada —. Además, usted debe ser de los rojos, ¿verdad? — preguntó a continuación.

— ¿Se refiere a un socialdemócrata? Sí, por supuesto.

— ¿Y por qué?

— Por convicción.

— Entiendo. Pero la corbata sí que es bonita. Bien, vamos a cenar. Seguramente tendrán apetito.

En el salón contiguo estaba la mesa puesta con tres cubiertos. Con excepción de tres copas diferentes, no vi nada, contra mis temores, que pudiera ponerme en un apuro. Una sopa de sesos, lomo asado, verduras, ensalada y tarta, eran cosas que podía comer sin hacer el ridículo. Y los vinos los servía la misma dueña de la casa. Durante la cena habló casi exclusivamente con el ayudante y como la buena comida tuvo un efecto agradable, junto con el vino, pronto me sentí a gusto y bastante seguro de mí mismo.

Después de la cena nos llevaron las copas de vino al salón y cuando me ofrecieron un puro excelente, que, para mi sorpresa, fue encendido con una vela roja y dorada, mi bienestar se incrementó hasta convertirse en puro placer. Entonces me atreví a mirar a la dama, tan elegante y hermosa que me sentí orgulloso de adentrarme en el dichoso espacio de un mundo distinguido del cual sólo tenía una vaga idea gracias a algunas novelas y folletines.

La conversación se fue animando y me sentí tan audaz que osé hacer bromas sobre los anteriores comentarios de la señora referentes a la socialdemocracia y la corbata roja.

— Tiene razón — dijo sonriendo —. No traicione sus convicciones. Pero debería llevar su corbata un poco más derecha, así…

Estaba inclinada delante de mí y arreglaba mi corbata con ambas manos. De pronto sentí un temor profundo, cuando ella introdujo dos dedos por la abertura de mi camisa, acariciando suavemente mi pecho. Cuando levanté la vista, aterrorizado, volvió a hacer presión con los dedos, al tiempo que me miraba fijamente a los ojos.

«Oh Dios», pensé, mientras mi corazón latía con fuerza y ella daba un paso atrás simulando examinar mi corbata.

Sin embargo, volvió a mirarme de forma seria e intensa, asintiendo despacio un par de veces con la cabeza.

— ¿Podrías ir a la habitación de la esquina a buscar la caja de los juegos? — le dijo a su sobrino, que hojeaba una revista —. Ve, hazme el favor.

Él se fue y la dama se acercó a mí, despacio, con una mirada radiante.

— ¡Ah tú! — dijo bajito y con suavidad —. Eres un encanto.

Al mismo tiempo acercó su cara a la mía y nuestros labios se unieron, silenciosos y ardientes, una y otra vez. La abracé y se apretó contra mí con tanta fuerza que aquella mujer alta y hermosa debió de hacerse daño. Pero ella sólo buscaba mi boca y mientras me besaba sus ojos se humedecieron y brillaron como los de una jovencita.

El ayudante volvió con los juegos, nos sentamos y jugamos a los dados, apostando bombones. Ella conversaba animadamente y bromeaba cada vez que lanzaba los dados, pero yo no podía decir ni una palabra, respiraba con dificultad. De cuando en cuando, bajo la mesa, su mano jugueteaba con la mía o se posaba sobre mi rodilla.

Sobre las diez el ayudante decidió que debíamos irnos.

— ¿Usted también desea irse? — preguntó mirándome. Yo no tenía experiencia en asuntos amorosos y, tartamudeando, dije que seguramente ya era tarde y me puse de pie.

— Pues bien — exclamó ella y el ayudante se dispuso a marchar. Yo le seguí en el camino a la puerta, pero cuando él la cruzó, la dama me cogió con fuerza del brazo y me volvió a apretar contra su cuerpo. Y al salir me susurró —: ¡Sé prudente, por favor, sé prudente!

Esto tampoco lo entendí.

Nos despedimos y corrimos hacia la estación. Compramos los billetes y el ayudante subió al tren. Pero en aquel momento yo no necesitaba la compañía de nadie. Subí el primer escalón y, cuando sonó el silbato del tren, salté al andén y me volví. La noche ya era completamente oscura.

Aturdido y triste recorrí el largo tramo de carretera hasta llegar a la casa, pasando por delante de su reja y su jardín como un ladrón. ¡Una noble dama me amaba! Ante mí se abrían paisajes de ensueño y, cuando por casualidad encontré los anteojos de níquel en el bolsillo, los tiré a la cuneta.

El domingo siguiente el ayudante fue invitado otra vez a comer, pero yo no. Y ella tampoco volvió al taller.

Durante los tres meses siguientes fui a menudo a Settlingen, los domingos por la tarde o por la noche, y me detenía a escuchar delante de la reja o bordeaba el jardín, oía los ladridos de los perros y el viento entre los árboles exóticos, veía luz en las habitaciones y pensaba: quizá me vea alguna vez; me tiene cariño. Un día oí las notas de un piano, suaves y arrulladoras, y lloré apoyado en la pared.

Pero el mayordomo nunca más me invitó a pasar, ni me protegió de los perros, y nunca más la mano de la dama me acarició ni su boca rozó la mía. Sólo en sueños lo viví otra vez, sólo en sueños. Y bien entrado el otoño abandoné el oficio de mecánico, colgué para siempre la bata azul y me fui lejos, a otra ciudad.

Hermann Hesse: Carta de un adolescente. Cuento

images (2)Querida señora:

Una vez me invitó a escribirle. Creía usted que para un joven con talento literario sería una delicia poder escribir una carta a una hermosa y honorable dama. Tiene usted razón: es un placer.

Y además ya se habrá percatado de que escribo mil veces mejor de lo que hablo. Así que le escribo. Éste es el único medio de que dispongo para complacerla mínimamente, cosa que deseo de todo corazón. Porque la amo, querida señora. Permítame explicárselo bien. Es necesario que lo aclare puesto que en caso contrario me podría usted malinterpretar y también quizá me corresponde en justicia hacerlo, ya que ésta es la única carta que le escribiré. Y ahora, dejémonos ya de preámbulos.

A mis dieciséis años, con una peculiar y quizá precoz melancolía, constaté que las alegrías de la infancia se me hacían cada vez más extrañas y que se desvanecían al fin. Veía a mi hermano pequeño construir canales de arena, arrojar lanzas, cazar mariposas, y envidiaba el placer que todo ello le reportaba, y de cuyo apasionado fervor todavía me acordaba yo muy bien. Para mí era ya algo perdido; no sabía desde cuándo ni por qué, y en su lugar, puesto que tampoco podía participar de los placeres adultos, habían interrumpido la insatisfacción y la nostalgia.

Con gran ahínco, pero sin constancia alguna, me ocupaba ora en la historia, ora en las ciencias naturales. Me pasaba una semana entera, día y noche, elaborando preparados botánicos para luego, durante los catorce días siguientes, no dedicarme a otra cosa que a leer a Goethe. Me sentía solo, desvinculado de la vida a mi pesar, y procuraba instintivamente salvar este abismo a través del estudio, el saber y el conocimiento. Por vez primera, veía nuestro jardín como una parte de la ciudad y del valle; el valle, como un recorte de las montañas; las montañas como una porción claramente delimitada de la superficie terrestre.

Por vez primera consideraba las estrellas como cuerpos cósmicos; los montes, como formas originadas por fuerzas terrestres; y, también por vez primera, interpretaba la historia de los pueblos como una parte de la historia de la Tierra. Entonces aún no lo podía expresar ni tenía palabras para describirlo, pero todo ello palpitaba en lo más hondo de mi ser.

Resumiendo, en aquella época empecé a pensar. De manera que contemplaba mi vida como algo condicionado y limitado, y eso despertó en mi el deseo, que el niño todavía desconoce, de convertir mi existencia en lo más bueno y hermoso posible. Probablemente todos los jóvenes experimentan mas o menos lo mismo, pero yo lo relato como si hubiera sido una vivencia excesivamente personal porque es lo que, a fin de cuentas, fue para mí.

Insatisfecho y consumido por el deseo de lograr lo inalcanzable, iba viviendo de aquella forma: industrioso, pero inconstante, febril, y aun así a la búsqueda de nuevos ardores. Entretanto, la naturaleza fue más sabía y resolvió el difícil rompecabezas en el que me encontraba. Un día me enamoré y reanudé de improviso todos los vínculos con la vida, con más intensidad y mayor riqueza que antes.

Desde entonces he vivido horas y días sublimes y deliciosos, pero nada comparable con aquellas semanas y meses en los que, enardecido y plenamente colmado, me inundaba un constante fluir de sentimientos. No pretendo contarle la historia de mi primer amor; no viene al caso, y las circunstancias externas también hubieran podido ser otras. Pero me gustaría describirle en pocas palabras la vida que llevaba en aquel tiempo, aunque sé de antemano que no lo lograré. Aquel irrefrenable afán llegó a su fin. De pronto me encontré en medio de un mundo vivo, y miles de lazos me unieron de nuevo a la Tierra y a los hombres. Mis sentidos parecían transformados; más agudizados y despiertos. Especialmente la vista. Lo percibía todo de una forma completamente distinta. Como un artista, veía las cosas con más claridad, más color, y era feliz con la mera contemplación.

El jardín de mi padre se hallaba en todo su esplendor. Los arbustos florecientes y los árboles, con su espeso follaje estival, se recortaban sobre el cielo profundo; las enredaderas trepaban a lo largo del alto muro de contención, y por encima descansaba la montaña, con sus rojizos peñascos y sus bosques de abetos azul oscuro. Me detenía a contemplarlo, embelesado al ver lo maravillosamente hermosa, vital, llamativa y radiante que era cada una de aquellas imágenes. Las flores balanceaban sus tallos con tal suavidad y sus vistosas corolas me resultaban tan conmovedoramente delicadas y tiernas, que me veía impedido a amarlas y disfrutarlas como si de composiciones poéticas se tratara. Incluso me llamaban la atención muchos ruidos que nunca antes había percibido: el rumor del viento entre los abetos y la hierba, el canto de los grillos en los campos, el trueno de una tormenta lejana, el murmullo del río que se aproxima a un dique y los gorjeos de los pájaros. Al  atardecer, veía y oía a los insectos que revoloteaban en la dorada luz del crepúsculo y escuchaba el croar de las ranas en el estanque. De repente miles de menudencias pasaron a ser valiosas e importantes para mí; me llegaban al corazón como verdaderos acontecimientos. Así sucedía, por ejemplo, cuando por la mañana regaba algunos parterres del jardín, para pasar el rato, y veía como las raíces y la tierra bebían tan agradecidas y ávidas. O cuando a la hora del calor, en pleno día, contemplaba a una pequeña mariposa azul zigzaguear como si estuviera borracha. O bien observaba el despliegue de una tierna rosa. O cuando desde la barca, de noche, sumergía la mano y notaba el delicado y tibio transcurrir del río entre mis dedos.

Padecía el tormento de un desconcertante primer amor, me acuciaba una incomprensible desazón y convivía con el anhelo, la esperanza y el desánimo. Pero a pesar de la nostalgia y la angustia amorosa, era, en todos y cada uno de aquellos instantes, profundamente feliz. Todo lo que me rodeaba me resultaba precioso y lleno de sentido; no había lugar para la muerte o el vacío. No he perdido del todo aquellas sensaciones, pero no han vuelto nunca más con la misma fuerza y continuidad. Y experimentar de nuevo todo aquello, apropiármelo y conservarlo, es ahora mi imagen de la felicidad.

¿Quiere continuar leyendo? Desde aquella época hasta aquí, he estado siempre enamorado de una forma u otra. De todo lo que he conocido, me parece que nada hay más noble, ardiente e irresistible que el amor a las mujeres. No siempre he mantenido relaciones con mujeres o muchachas; tampoco he amado siempre a conciencia a una sola de ellas, pero de alguna manera mi mente ha estado siempre ocupada en el amor, y mi culto a la belleza se ha manifestado, de hecho, en una constante adoración a las mujeres.

No quiero contarle historias de amor. Una vez, durante algunos meses, tuve una amante y recogí casi sin querer y de paso, esporádicos besos, miradas y noches de amor; pero mis amores verdaderos han sido siempre desventurados. Si hago memoria constato que el sufrimiento por un amor imposible, la angustia, la incertidumbre y las noches en vela han sido infinitamente mejores que todos los pequeños éxitos y golpes de suerte juntos.

¿Sabe que estoy profundamente enamorado de usted? La conozco desde hace ya un año, aunque sólo he ido a su casa en cuatro ocasionas. Cuando la vi  por primera vez, llevaba usted en su blusa gris perla un broche decorado con el lis florentino. Otro día la  divisé en la estación mientras subía al exprés parisino. Tenía un billete para Estrasburgo. Por aquel entonces, usted todavía no me conocía.

Más adelante fui a su casa en compañía de mi amigo; en aquella ocasión yo ya estaba enamorado de usted. Sólo se percató de ello en mi tercera visita; la noche del concierto de Schubert. O al menos, eso me pareció. Bromeó primero a propósito de mi formalidad, después sobre el lirismo con el que me expresaba y, al despedirnos, se mostró usted bondadosa y un poco maternal. Y la última vez, tras haberme facilitado su dirección de veraneo, para escribirle. Y esto es lo que he hecho ahora, después de darle muchas vueltas.

¿Cómo encontrar las palabras para despedirme? Le he dicho que esta primera carta mía también sería la última. Acoja estas confesiones, que quizá tienen algo de ridículo, como lo único que puedo darle y como muestra de mi estima y amor. Al pensar en usted y admitir lo mal que he representado el papel de enamorado, experimento ciertamente algo de aquella maravilla que he estado describiendo. Ya es de noche delante de mi ventana; todavía cantan los grillos en la hierba húmeda del jardín, y en buena medida, reconozco en este entorno algo de aquel fantástico verano. Me digo que quizá podré revivir todo aquello algún día si me mantengo fiel al sentimiento que me ha impulsado a escribir esta carta. Me gustaría renunciar a todas las astucias que para la mayoría de los jóvenes se derivan del enamoramiento y que son de sobra conocidas para mí: me refiero a aquel juego, medio sincero medio artificial, de la mirada y el gesto; al servirse mezquinamente del ambiente y el momento oportuno; al jugueteo de los pies bajo la mesa y al uso impropio de un besamanos.

No acierto a expresar debidamente lo que siento. Pero sin duda alguna me habrá comprendido. Si es usted tal y como a mí me gusta imaginar, mis confusas palabras le podrán hacer reír de buena gana sin que, por ello, disminuya ni un ápice su aprecio por mí. Es posible que yo mismo me ría un día de eso; hoy por hoy, no puedo ni me apetece hacerlo.

Con todos mis respetos, de su leal admirador,

B.

Hermann Hesse: Acerca de los besos. Cuento

images (1)Piero contó:

Esta noche hemos hablado de nuevo sobre el beso y hemos discutido acerca de que clase de beso era el que nos procuraba más felicidad. Es propio de los jóvenes responder a eso; a nosotros, a la gente mayor, ya nos ha pasado la edad de tentativas y probaturas y, para esos importantes menesteres, sólo podemos recurrir a nuestra engañosa memoria. De mis humildes recuerdos, os quiero, pues, contar la historia de dos besos que fueron para mí a la vez los más dulces y los más amargos de mi vida.

A mis dieciséis o diecisiete años, mi padre poseía una casa de campo en la vertiente bolonesa de los Apeninos en la que pasé buena parte de mis años de adolescencia y juventud, época que ahora – lo entendáis o no – me parece la más bonita de toda mi vida. Ya hace tiempo que habría vuelto a ver esa casa o que me la habría quedado como lugar de reposo, si no hubiera sido porque, a causa de una desgraciada herencia, fue a parar a un primo mío con quien ya desde niño me llevaba mal y que, además, tiene un papel importante en esta historia.

Era un hermoso verano, no demasiado caluroso, y mi padre estaba en aquella pequeña casa conmigo y el citado primo, al que había invitado. Por aquel entonces, ya hacía tiempo que mi madre no vivía. Mi padre, todavía de buen ver, era un hombre apuesto, refinado, que a los jóvenes nos servía de modelo tanto en lo tocante a la equitación, la caza, la esgrima y los juegos como in artibus vivendi et amandi. Aún se movía ágilmente y casi de forma juvenil; tenía prestancia y fuerza y, poco antes se había casado por segunda vez.

El primo, que se llamaba Alvise, contaba con veintitrés años y era, tengo que reconocerlo, un hermoso joven. Esbelto y bien formado, con largos rizos y de cara fresca y sonrosadas mejillas, tenía además elegancia y aplomo; era un conversador y un cantante bien dispuesto; bailaba excelentemente y, ya entonces, era reputado por ser uno de los hombres mas codiciados entre las mujeres de nuestra región. Que no nos pudiésemos ver uno a otro tenía su buena razón de ser. Conmigo, actuaba con altanería o con una insufrible condescendencia irónica, y aquella forma desdeñosa de tratarme, a mí, que precisamente superaba en sensatez a los de mi edad, me zahería cada vez más. Asimismo, yo, como buen observador que era, descubría muchos de sus secretos e intrigas, lo que naturalmente, a él, por su parte, le disgustaba sobremanera. Algunas veces intentó ganarse mi favor mediante una actitud falsamente amistosa, pero no me dejé engatusar. Si yo hubiese sido un poco mayor y más inteligente, le habría correspondido con el doble de astucia, me habría granjeado sus simpatías y le habría hecho caer en mi trampa en el momento oportuno. ¡Es tan fácil engañar a la gente mimada por el éxito y la fortuna! Pero aunque ya era lo suficientemente mayor para detestarlo, seguía siendo muy niño para conocer otras armas que no fuesen la frialdad y la oposición y, en lugar de devolverle con elegancia su saeta envenenada, sólo conseguía, con mi furia impotente, hundirla más profundamente en mi propia carne. Mi padre, a quien, como es lógico, no le pasaba desapercibida nuestra mutua animadversión, se reía de ella y se burlaba de nosotros. Apreciaba al guapo y elegante Alvise, y mi comportamiento hostil no le disuadía de invitarlo a menudo.

De esta forma pasamos juntos aquel verano. Nuestra casa de campo estaba espléndidamente situada en la colina y desde ella se divisaban, por encima de los viñedos, las lejanas llanuras. Por lo que sé, había sido construida por uno de los propietarios Albizzi, un florentino exiliado. Estaba rodeada de un bello jardín alrededor del cual mi padre había hecho levantar un nuevo muro. También hizo esculpir en piedra su blasón en el portal, mientras que, encima de la puerta de la casa todavía pendía el blasón del primer propietario, trabajado en piedra quebradiza y prácticamente irreconocible. Mas allá, hacia la montaña, la caza era abundante; yo iba allí a pie o a caballo casi todos los días, ya fuera solo o con mi padre, que me instruía entonces en el arte de la cetrería.

Como he dicho, yo era todavía un chico, o casi. Pero en realidad ya no lo era, y me encontraba mas bien en mitad de aquel período breve y peculiar en que los jóvenes deambulan, ansiosos sin razón y tristes sin motivo, por una tórrida calle situada entre el perdido alborozo infantil y la todavía incompleta pubertad, como entre dos jardines perdidos. Naturalmente, escribía un montón de tercetos y poemas, pero aún no me había enamorado de otra cosa que no fuera un ensueño, aunque, de puro anhelo, creyera desvivirme por un amor verdadero. Así que corría de un lado a otro febrilmente, buscaba la soledad y me sentía desgraciado hasta lo indecible. Mis sufrimientos se multiplicaban por el hecho de tener que mantenerlos celosamente escondidos. Porque ni mi padre ni el odiado Alvise, como yo bien sabía, me habrían escatimado sus burlas. También escondía mis hermosas poesías por precaución, como habría hecho un avaro con sus ducados, y cuando me parecía que el cofre había dejado de ser un lugar seguro, llevaba la caja con los papeles al bosque y la enterraba; eso sí, comprobando todos los días que continuaba en su lugar.

En una de aquellas expediciones en busca del tesoro, vi por casualidad a mi primo, que esperaba en el linde del bosque. Como él no se había percatado de mi presencia, tomé inmediatamente otra dirección, pero no lo perdí de vista, tan acostumbrado estaba a observarlo, ya fuera por curiosidad o antipatía. Al cabo de poco, vi que una joven sirvienta perteneciente a nuestra casa, avanzaba y se acercaba a Alvise, que la aguardaba. Él le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia sí y desapareció con ella en el bosque.

Entonces me invadió una cierta fiebre y sentí una violenta envidia hacia aquel primo mayor que yo, a quien veía coger frutos inaccesibles para mí. En la cena clave mis ojos en los suyos, porque creía que por su mirada o sus labios se sabría de alguna forma que había besado y disfrutado del amor. Pero era el mismo de siempre y estaba tan alegre y locuaz como de costumbre. A partir de aquel momento me fue imposible observar a aquella sirvienta y a Alvise sin sentir un estremecimiento voluptuoso que me causaba placer y aflicción a la vez.

Por aquel entonces – estábamos en pleno verano – mi primo nos notificó un día que tendríamos nuevos vecinos. Un señor rico de Bolonia y su joven y hermosa esposa, a los que Alvise conocía desde hacia tiempo, se habían instalado en su casa de campo, situada a menos de medía hora de la nuestra y un poco internada en el bosque.

Aquel señor también era un conocido de mi padre, y creo incluso que se trataba de un pariente lejano de mi difunta madre, quien procedía de la casa de los Pepoli; aunque de esto no estoy muy seguro. Su casa en Bolonia se hallaba cerca del Colegio de España. La casa de campo, en cambio, era propiedad de la mujer. El matrimonio e incluso sus tres hijos, que por aquella época todavía no habían nacido, han muerto ya. Y, a excepción de mí mismo, de los que nos reunimos en aquella ocasión sólo mi primo Alvise continúa vivo, y tanto él como yo ya somos viejos sin que, a pesar de ello, nos llevemos mejor.

Al día siguiente, en un paseo a caballo, nos encontramos con el boloñés. Lo saludamos, y mi padre lo animó a visitarnos pronto junto con su mujer. Aquel señor no me pareció mayor que mi padre, pero no cabía comparar a aquellos dos hombres, pues mi padre era alto y de distinguida figura, y el otro, bajo y poco agraciado. Se mostró muy cortés con mi padre, me dirigió algunas palabras y aseguró que nos visitaría al día siguiente, a lo que mi padre correspondió inmediatamente con una invitación a comer de lo más amistosa. El vecino nos lo agradeció, y nos despedimos obsequiosamente y con la mayor de las satisfacciones.

Al día siguiente, mi padre encargó una buena comida y también hizo poner una guirnalda de flores en la mesa en honor de la dama forastera. Esperábamos a nuestros invitados con gran júbilo y emoción y, cuando llegaron, mi padre fue a su encuentro al portal y él mismo ayudó a la dama a desmontar del caballo. Nos sentamos alegremente a la mesa, y durante la comida no pude por menos que admirar a Alvise por encima de mi propio padre. Sabía contar a los forasteros, especialmente a la dama, tantas cosas ocurrentes, lisonjeras y divertidas, que provocaba el alborozo general sin que, ni por un momento, decayeran las charlas y las risas. En aquella ocasión me propuse adquirir yo también aquella valiosa habilidad.

Pero sobre todo me entretuve con la contemplación de aquella noble dama. Era excepcionalmente hermosa, alta y esbelta, iba lujosamente vestida y sus gestos rezumaban naturalidad y seducción. Me acuerdo a la perfección de que en su mano izquierda, justo a mi lado, llevaba tres anillos de oro con grandes piedras preciosas y, en el cuello, una cadenita de oro con pequeñas láminas cinceladas al estilo florentino. Cuando la comida llegaba a su fin y, tras haber contemplado a la dama a placer, yo ya me sentía perdidamente enamorado de ella y experimentaba por vez primera, y de verdad, aquella dulce y perniciosa pasión con la que tanto había soñado y que tantos poemas me había inspirado.

Una vez retirada la mesa nos fuimos todos a descansar un rato. Al salir después al jardín nos instalamos a la sombra y nos deleitamos con entretenimientos varios, en el transcurso de los cuales tuve ocasión de declamar una oda latina y cosechar algunas alabanzas. Al atardecer, comimos en la logia y cuando empezó a oscurecer, los invitados se prepararon para volver a casa. Me ofrecí inmediatamente a acompañarlos, pero Alvise ya había mandado buscar su caballo. Nos despedimos, los tres caballos emprendieron el camino, y yo me quedé con las ganas.

Aquella tarde y por la noche tuve la oportunidad de experimentar por primera vez algo de la verdadera esencia del amor. A lo largo del día me había sentido tan plenamente feliz con la contemplación de la dama, como afligido y desconsolado me quedé a partir del momento en que ella abandonó nuestra casa. Al cabo de una hora oí con desolación y envidia como mi primo volvía, cerraba el portal y entraba en su habitación. Después, me pasé la noche entera en la cama sin poder dormir, exhalando suspiros y lleno de inquietud. Intentaba reproducir con exactitud los rasgos de la dama; sus ojos, cabellos y labios, sus manos y dedos y cada una de las palabras que había pronunciado. Murmuré por lo bajo su nombre más de cien veces, tierna y tristemente, y fue un milagro que al día siguiente nadie reparara en mi alterado aspecto. Durante todo el día no hice otra cosa que idear estratagemas y medios que me permitieran volver a ver a la dama y obtener de ella, en lo posible, algún que otro gesto amable. Naturalmente, me torturé en vano: no tenía experiencia alguna, y en el amor todos, incluso los más afortunados, empiezan necesariamente con una derrota.

Un día después me atreví a acercarme a aquella casa de campo, lo que podía hacer fácilmente a hurtadillas, puesto que se hallaba cerca del bosque. Me escondí cauteloso en el linde de la arboleda y a lo largo de varias horas estuve espiando sin que apareciera nada más que un gordo e indolente pavo real, una doncella cantando y una bandada de blancas palomas. A partir de entonces, corría todos los días hacia allí; en un par o tres de ocasiones, tuve incluso el placer de ver a Donna Isabella pasear por el jardín o asomarse a una ventana.

Poco a poco me volví más audaz y me abrí paso varias veces hacia el jardín, cuya puerta abierta, estaba protegida por altos matorrales. Me camuflaba debajo de ellos de tal forma que podía divisar varios caminos y situarme asimismo bastante cerca de un pequeño pabellón, al que por las mañanas Isabella gustaba de visitar. Allí estaba yo la mitad del día, sin sentir hambre ni fatiga, temblado de gozo y angustia apenas lograba atisbar a la hermosa mujer.

Un día me encontré con el boloñés y corrí doblemente feliz hacia mi puesto, pues sabía que él no estaría en casa. Por esta razón me atreví a internarme más que de costumbre en el jardín y me escondí cerca del pabellón, agazapado tras un oscuro matorral de laurel. Al percibir ruidos en el interior, supe que Isabella estaba allí. En un momento me pareció incluso oír su voz, pero tan débilmente que no estuve del todo seguro. Desde mi penoso acecho, esperaba con paciencia la ocasión de ver su cara, al tiempo que me atenazaba constantemente el miedo a que su marido volviera y me descubriese por azar. Para mi mayor fastidio y pesar, la ventana del pabellón que daba a mi escondrijo estaba cubierta por una cortina de seda azul, de manera que no me era posible atisbar el interior. Con todo, me tranquilizó un poco pensar que desde aquel lado de la villa tampoco yo podía ser visto.

Tras haber aguardado más de una hora me pareció que la cortina azul empezaba a moverse, como si desde dentro alguien intentase escudriñar el jardín a través de una rendija. Permanecí bien escondido y, emocionado, me mantuve a la expectativa, ya que no estaba ni a tres pasos de la ventana. El sudor se deslizaba por la frente y mi corazón palpitaba con tanta fuerza que temí que pudieran oírlo.

Lo que aconteció después me hirió más que si un sablazo hubiera atravesado mi corazón inexperto. De un tirón, la cortina se descorrió a un lado y, rápido como un rayo, aunque con mucho sigilo, saltó un hombre por la ventana. Apenas me había recuperado de aquella indecible consternación y ya me enfrentaba a otra nueva sorpresa: porque acto seguido reconocí en aquel hombre audaz a mi primo y enemigo. Como si un relámpago hubiera cruzado mi mente, en un instante lo comprendí todo. Me puse a temblar de rabia y de celos y estuve en un tris de saltar y precipitarme sobre él.

Alvise se había incorporado, sonreía y miraba con cautela a su alrededor. En aquel mismo instante, Isabella, que había abandonado el pabellón por la puerta principal, apareció en la esquina, se aproximó hacia él sonriente, y dulce y suavemente le murmuro: «¡Ahora vete, Alvise, vete! !Addio!».

Mientras ella se inclinaba, él la abrazó y apretó sus labios a los suyos. Se besaron una sola vez, pero tan largamente y con tal avidez y ardor, que en aquel minuto mi corazón debió latir cuando menos mil veces. Nunca había visto tan de cerca la pasión, hasta entonces sólo conocida a través de poemas y relatos, y la visión de mi Donna posando sus labios rojos, sedientos y golosos, sobre la boca de mi primo casi me hizo perder la cabeza.

Aquel beso, señores míos, fue a la vez el más dulce y el más amargo de todos los que yo mismo he dado y recibido en mi vida, a excepción quizá de uno del que pronto os hablaré. Aquel mismo día, mientras mi alma todavía temblaba como un pájaro lastimado, fuimos invitados a pasar el día siguiente en la casa del boloñés. Yo no quería ir, pero mi padre me lo ordenó. Así pues, pasé otra noche atormentado y sin dormir. Montamos al fin los caballos y nos dirigimos sin prisa hacia aquella puerta y aquel jardín que yo tan a menudo había franqueado en secreto. Pero mientras que para mí aquello era de lo más penoso y mortificante, Alvise observaba el pabellón y el matorral de laurel con una sonrisa que a mí no podía por menos que sacarme de quicio.

Aunque mis ojos estuvieron también esa vez continuamente pendientes de Donna Isabella, cada una de aquellas miradas me causaba un sufrimiento atroz, puesto que, delante de ella, en la mesa, se sentaba el odiado Alvise, y no me era posible observar a la hermosa dama sin representarme con todo lujo de detalles la escena del día anterior. Sin embargo no paré de contemplar sus labios seductores. La mesa estaba espléndidamente abastecida de manjares y vino, la charla transcurría chispeante y animosa, pero ningún bocado me parecía sabroso y, a lo largo de la conversación, no me atreví a despegar los labios. Mientras que todos estaban contentos a más no poder, a mí la tarde me pareció más larga y difícil, que una semana de penitencia.

Durante la cena el sirviente anunció que en el patio había un mensajero que deseaba hablar con el propietario de la casa. Así que éste se disculpó, prometió volver enseguida y se fue. Mi primo llevaba de nuevo el peso de la conversación. Pero mi padre, creo, había adivinado lo que pasaba entre él e Isabella y se complacía en importunarles con alusiones y extrañas preguntas. Entre otras cosas le preguntó a la dama bromeando:

– Dígame, pues, Donna, ¿a quién de nosotros daría usted más gustosamente un beso?

Entonces, la hermosa mujer estalló en risas y  respondió rauda:

– ¡Gustosamente le daría un beso a aquel guapo muchacho de allí!

Con ésas, se levantó de la mesa, se dirigió hacia mí y me dio un beso; pero éste no fue como el del día anterior, largo y ardiente, sino frío y escueto.

Y creo que, de todos los besos nunca recibidos de una mujer amada, aquél fue el que mayor placer y mayor daño me causó.

Hermann Hesse: Pena de amor. Cuento

hesseDe esto hace ya mucho tiempo. Los señores se habían instalado con sus ostentosas tiendas delante de Kanvoleis, la capital de la tierra de Valois. Cada día comenzaba de nuevo el torneo, cuya recompensa era la reina Herzeloyde, la joven viuda de Kastis, la hermosa hija de Frimutel, rey de los Graal. Entre los participantes, se encontraban los grandes señores: el rey Pendragon de Inglaterra, el rey Lot de Noruega, el rey de Aragón, el duque de Brabante, condes célebres, caballeros y héroes como Morholt y Riwalin; sus nombres se mencionan en el segundo canto de Parzival de Wolfram von Eschenbach. Algunos luchaban para obtener gloria militar, otros lo hacían por los hermosos y tímidos ojos azules de la joven reina; la mayoría, sin embargo, se batía con el fin de adquirir su tierra, rica y fecunda, sus ciudades y su fortaleza.

Además de muchos augustos soberanos y célebres héroes, se había congregado allí una considerable multitud de anónimos caballeros, de aventureros, bandoleros y pobres díablos. Muchos de ellos ni siquiera tenían su propia tienda; campaban aquí  y allá, a menudo a cielo descubierto en medio de los campos, con un abrigo por toda protección. Dejaban que sus caballos pacieran en los prados de los alrededores; acudían, fueran o no invitados, a las mesas ajenas para conseguir comida y bebida, y, especialmente si tenían la intención de concursar, depositaban todas sus esperanzas en la suerte y el azar. En realidad, sus probabilidades de éxito eran muy reducidas porque tenían malos caballos. Montado en un mal rocín, ni el más intrépido puede lograr gran cosa. De ahí que muchos ya ni se planteasen vencer y no se propusieran nada más que estar allí, tomar parte en el espectáculo y sacarle algún provecho a todo ello. Estaban todos de muy buen humor. Cada día se organizaban banquetes y fiestas, tanto en el castillo de la reina como en los campamentos de los señores ricos y poderosos, y muchos de los caballeros pobres se alegraban de que el resultado de las apuestas se fuera demorando día tras día. Paseaban montados a caballo, cazaban, conversaban, bebían y jugaban, contemplaban el torneo, participaban ocasionalmente en él, cuidaban a los caballos heridos, observaban el pomposo despliegue de los grandes, no se perdían detalle y se concedían así unos días agradables.

Entre los luchadores pobres y sin gloria había uno que se llamaba Marcel; era el hijastro de un pequeño barón del sur, un guapo y algo famélico joven caballero que no tenía más que una armadura modesta y un jamelgo débil apodado Melissa. Como los demás, había ido hasta allí para saciar su curiosidad, para probar su suerte, y sentirse un poco partícipe del bullicio y de la suntuosidad reinante. El tal Marcel se había labrado una cierta fama entre sus semejantes y también entre algunos distinguidos caballeros no precisamente como paladín sino como trovador y juglar, puesto que era muy diestro en componer y cantar sus canciones acompañado del laúd. Se sentía bien en medio de la agitación, que le recordaba las ferias anuales, y aspiraba únicamente a que aquel alegre campamento, con toda su espectacularidad, durara todavía una buena temporada. Fue entonces cuando el duque de Brabante, su bienhechor, le exhortó a participar en la cena que organizaba la reina en honor de los nobles caballeros. Marcel se fue con él a la capital y, ya en el castillo, ambos vieron resplandecer la sala con magnificencia y pudieron deleitarse con manjares y bebidas. Pero el pobre joven no salió de allí con el corazón alegre. Había visto a la reina Herzeloyde, oído su voz, clara y vibrante y degustado sus dulces miradas. Desde aquel momento su corazón empezó a palpitar de amor por aquella augusta dama, que, no por parecer tan suave y modesta como una muchacha, dejaba de serle superior e inaccesible.

Bien es cierto que, como cualquier otro caballero, podía luchar por ella. Tenía vía libre para probar fortuna en el torneo. Sólo que ni su caballo ni sus armas estaban en unas condiciones especialmente buenas; tampoco podía ser considerado un gran héroe. A pesar de ello, no tenía miedo alguno y por momentos se sentía plenamente dispuesto a arriesgar su vida por la reina venerada. Pero sus fuerzas no podían compararse a las de Morholt o el rey Lot, ni siquiera a las de Riwalin o a las de cualquier otro héroe; eso lo sabía de sobra. Con todo, no estaba dispuesto a renunciar. Alimentó su caballo Melissa con pan y heno fino, que tuvo que mendigar; se cuidó a sí mismo comiendo y durmiendo regularmente, y limpió y restregó con gran esmero su algo deslucida armadura. Algunos días después, por la mañana temprano, se dirigió hacia el campo y se presentó en el torneo. Se batió con un caballero español: ambos se lanzaron al galope con sus largas lanzas uno contra el otro y Marcel y su rocín acabaron derribados. La sangre fluía de su boca y le dolían todos los miembros, pero se levantó sin ayuda, se llevó consigo a su trémulo caballo y fue a lavarse en un arroyo recóndito, en el que pasó el resto del día solo y humillado.

Al anochecer, al volver al campamento y cuando ya ardían aquí y allá las antorchas, le llamó el duque de Brabante por su nombre.

– Ya veo que hoy has probado tu suerte con las armas – le dijo, bondadoso -. La próxima vez que tengas ganas de intentarlo, coge uno de mis caballos, amigo mío, y si vences, considéralo tuyo. ¡Pero ahora deja que nos divirtamos y cántanos una bonita canción tras la jornada de hoy!

El modesto caballero no estaba para canciones ni alegrías. Pero, en aras del caballo prometido, aceptó. Entró en la tienda del duque, bebió un vaso de vino tinto y accedió a que le llevasen el laúd. Cantó una canción, y después otra. Los compañeros y señores lo alabaron y bebieron a su salud.

– ¡Que Dios te bendiga, trovador! – exclamó complacido el duque -. Abandona los combates y ven conmigo a la corte; podrás darte la gran vida.

– Sois bondadoso – dijo Marcel suavemente -, pero me habéis prometido un buen caballo, y antes de pensar en otra cosa quiero volver a luchar. ¿De qué me servirían la buena vida y las hermosas canciones, si sé que otros caballeros se baten para conseguir la gloria y el amor?

Uno de ellos se echó a reír:

– ¿Queréis conseguir a la reina, Marcel?

Él continuó:

– A pesar de no ser más que un caballero pobre, quiero lo mismo que queréis vosotros. Aunque no pueda obtener su mano, sí puedo luchar y dar mi sangre por ella, sufrir la derrota y el dolor. Para mí es más dulce morir por ella que darme una buena vida sin ella. Y por si alguien quiere burlarse de lo que acabo de decir, aquí tengo, caballeros, mi afilada espada.

El duque les exhortó a poner paz, y pronto se fueron todos a descansar a sus respectivas tiendas. Iba también el trovador a retirarse cuando el duque lo retuvo con un gesto. Lo miró a los ojos y le dijo con benevolencia:

– Eres muy joven, hijo. ¿Quieres luchar a todo trance por una quimera con todo lo que comporta de peligro, sangre y dolor? Bien sabes que no puedes convertirte en el rey de Valois ni hacer de la reina Herzeloyde tu amante. ¿De qué te sirve derribar a uno o dos caballeros de poca monta? ¡Para lograr tus fines tendrías que matar a los reyes, a Riwalin e incluso a mí y a todos los héroes aquí presentes! Por eso te digo: si quieres luchar, empieza conmigo, y si no puedes vencerme, abandona tu quimera y ponte a mi servicio, tal y como ya te he ofrecido.

Marcel enrojeció, pero respondió sin vacilar:

– Os lo agradezco, señor duque, y mañana mismo quiero batirme con vos.

Se fue inmediatamente a buscar su caballo. El animal lo recibió resoplando amistosamente, comió pan de su mano y apoyó la cabeza en su hombro.

– Sí, Melissa – dijo en voz baja mientras le acariciaba la cabeza -, ya sé que me quieres, Melissa, mi pequeño caballo, pero hubiera sido mejor perecer en los bosque mientras veníamos hasta aquí antes que llegar a este lugar. Que duermas bien, Melissa, mi pequeño caballo.

A la mañana siguiente, a primera hora, se dirigió hacia Kanvoleis y vendió su caballo Melissa a un habitante de la ciudad para obtener a cambio yelmo y escarpes nuevos. Mientras se alejaba, el animal alargaba el cuello hacia él, pero Marcel continuó su camino y no se volvió para mirarlo. Un mozo del duque le proporcionó entonces un rojizo semental, joven y fuerte, y al cabo de una hora, el duque en persona se presentó para batirse en duelo con él. Al ser un señor noble el que luchaba, se agolparon los curiosos. En el primer asalto no ganó ninguno de los dos, ya que el duque de Brabante fue indulgente con él. Pero después, enojado con aquel joven insensato, lo embistió con tal violencia que Marcel cayó hacia atrás, quedó colgando del estribo y fue arrastrado por el semental.

Mientras el aventurero, con heridas e hinchazones por todo el cuerpo, yacía en una tienda del servicio del duque donde se le prodigaban cuidados, por la ciudad y el campamento creció el rumor de la inminente llegada de Gamureth, el héroe célebre en todo el mundo. Apareció con toda pompa y fastuosidad; ya su nombre le había precedido rutilante como una estrella. Los grandes caballeros fruncieron el entrecejo; los pobres y humildes fueron a su encuentro alborozados, mientras que la hermosa Herzeloyde, ruborizada, lo seguía con los ojos. Algunos días después se acercó Gamureth sin prisas al campamento; empezó desafiando y luchando y acabó por derribar a los grandes caballeros, uno tras otro. No se hablaba de otra cosa: él era el vencedor; a él le correspondían la mano y las tierras de la reina. Los rumores, difundidos por todo el campamento, llegaron también a oídos de Marcel, todavía doliente. Por ellos supo que ya no podía albergar esperanzas para con Herzeloyde; oyó cómo elogiaban y ensalzaban a Gamureth y deambuló silencioso por la tienda, apretando los dientes y deseando que le llegara la muerte. Aún hubo de saber más. Efectivamente, lo visitó el duque, le regaló vestidos y le habló del ganador. Y Marcel se enteró de que la reina Herzeloyde palidecía de amor por Gamureth. Del tal Gamureth le llegó la noticia, sin embargo, de que no sólo era un caballero de la reina Anflise de Francia, sino que en tierras paganas también había dejado a una princesa morisca de piel negra, de quien había sido esposo. Cuando el duque hubo partido, se levantó con esfuerzo de su lecho, se vistió y, a pesar del dolor, fue a la ciudad para ver al vencedor, a Gamureth. Y lo vio: era un luchador, moreno y violento; un titán de poderosos miembros que le hizo pensar en un matarife. Logró introducirse furtivamente en el castillo y mezclarse entre los invitados sin ser visto. Allí avistó a la reina, aquella dulce mujer de frágil aspecto que, ardiendo de felicidad y vergüenza, ofrecía sus labios al héroe advenedizo. Sin embargo, ya hacia el final del banquete fue reconocido por su bienhechor, el duque, que le hizo acercarse.

– Permitidme – dijo el duque a la reina – que os presente a este joven caballero. Se llama Marcel y es un trovador con cuyo arte nos deleita a menudo. Si lo deseáis, puede interpretarnos una canción.

Herzeloyde respondió al duque y también al caballero asintiendo amablemente con la cabeza, sonrió y solicitó que le llevaran un laúd. El joven caballero estaba pálido; hizo una profunda reverencia y tomó titubeante el instrumento. Pero pronto sus dedos acariciaron ágilmente las cuerdas, mientras mantenía la mirada fija en la reina y cantaba una canción que en otros tiempos había compuesto en su país. Como estribillo había insertado dos versos simples tras cada estrofa que, inspirados en su corazón herido, resonaban con tristeza. Y aquellos dos versos, entonados aquella noche por primera vez en el castillo, pronto alcanzaron una gran popularidad más allá de aquel lugar y fueron cantados con harta frecuencia. Sonaban así:

Plaisir d´amour ne dure qu´un moment,

Chagrin d´amour dure toute la vie.

Acabada la canción, acompañado por el claro resplandor de las antorchas, que se filtraba a través de las ventanas, Marcel abandonó el castillo. Aquella noche no volvió al campamento sino que partió en otra dirección, fuera de la ciudad. De esa forma, libre de la caballería, se dedicó a llevar la vida errante de un tañedor de laúd.

Aquellas fiestas son agua pasada, y de las tiendas ya no queda nada; ya hace años que el duque de Brabante, el héroe Gamureth y la hermosa reina están muertos; nadie se acuerda de Kanvoleis ni de los torneos de Herzeloyde. Al cabo de los siglos sólo se han salvado sus nombres, que nos parecen extraños y trasnochados, y los versos del joven caballero, que todavía se cantan hoy.

Hermann Hesse: Parábola china. Cuento

hesse (2)Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.

Hermann Hesse: Leyenda china. Cuento

hesse (1)Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.

Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus discípulos:

-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un aspecto nuevo y más hermoso.

Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus experimentos.

Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo. Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se difundían por todas partes.

Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado otra vez. Contaban que había dicho:

-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente más hermoso que antes.

Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y también a los mandarines.

-Tal día dice Meng Hsie tal cosa, y al día siguiente dice lo contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea el entendimiento?

Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír. Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:

-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas.

Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron sacarle una palabra más.

 

Hermann Hesse: La leyenda del rey indio. Cuento

hermann-hesse-voyantEn la antigua India de los dioses, muchos siglos antes del advenimiento de Gotama Buda el excelso, sucedió que los brahmanes ungieron a un nuevo rey. Este joven monarca gozó de la confianza y las enseñanzas de dos sabios varones que le enseñaron a purificarse mediante el ayuno, a someter a la voluntad los impulsos tormentosos de su sangre y a preparar su mente para el entendimiento del Todo y Uno.

En efecto, por esta época habían estallado entre los brahmanes ardorosas polémicas sobre los atributos de los dioses, sobre las relaciones de unas divinidades con otras y sobre las de éstas con el Todo y Uno. Algunos pensadores empezaban a negar la existencia de múltiples divinidades, y postulaban que los nombres de éstas no eran más que denominaciones de los aspectos sensibles del Uno invisible. Otros negaban con apasionamiento estas doctrinas y se aferraban a las viejas divinidades, sus nombres y sus imágenes; ellos precisamente no creían que el Todo y Uno fuese un ser concreto, sino sólo un nombre aplicado al conjunto de todas las divinidades. De manera similar, para unos las palabras sagradas de los himnos eran creaciones temporales, y por consiguiente mudables, mientras otros las tenían por primigenias y la única cosa auténticamente inmutable. En estos aspectos del conocimiento de lo sagrado, lo mismo que en los de… se manifestaba el afán de llegar a conocer las verdades últimas, y por eso dudaban y discutían sin descanso de qué fuese el Espíritu mismo, o sólo su nombre, otros rechazaban esta distinción entre el Espíritu y la palabra, considerando que el ser y su imagen eran entidades inseparables. Casi dos mil años más tarde los mejores ingenios de la Edad Media occidental discutirían casi exactamente los mismos puntos. Y aquende como allende hubo pensadores serios y luchadores desinteresados, pero también hubo prebendados desprovistos de espíritu y de caridad a quienes preocupaba únicamente que tales discusiones no redundasen en el desprestigio del culto o del templo, ni que la libertad de pensamiento o de discusión sobre la naturaleza de las divinidades fuese a mermar, por ventura, el poderío ni las rentas de la casta sacerdotal. Lo que ellos querían era seguir viviendo como parásitos del pueblo; cuando el hijo o la vaca de alguno caían enfermos, los sacerdotes se le metían en casa durante semanas y le chupaban toda la hacienda en forma de ofrendas y de sacrificios.

Y también aquellos dos brahmanes de cuyas enseñanzas disfrutaba el rey, siempre ávido de saber, estaban reñidos en cuanto a las verdades últimas. Pero como ambos tenían fama de gran sabiduría, el rey, entristecido por tal desavenencia, solía decirse: «Si ni siquiera estos dos sabios consiguen ponerse de acuerdo en cuando a la verdad, ¿cómo podré conocerla nunca yo, con mi flaco entendimiento? No dudo de que debe existir una verdad única e indivisible, pero me temo que ni siquiera los brahmanes puedan llegar a conocerla con seguridad».

Cuando los interrogaba al respecto, sus dos preceptores contestaban:

-Muchos son los caminos, pero el destino es único. Ayuna, mortifica las pasiones de tu corazón, recita las estrofas sagradas y medita acerca de ellas.

El rey hizo de buena gana lo que le aconsejaban, y realizó grandes progresos en la sabiduría, pero sin alcanzar nunca su meta de poder contemplar la verdad última. Cierto que logró superar las pasiones de la sangre, así como aborrecer los deseos y los placeres animales. E incluso para comer y beber tomaba solamente lo indispensable (un plátano al día y unos granos de arroz). Así se purificaba de cuerpo y espíritu, y enfocaba al objetivo definitivo todas sus fuerzas e impulsos de su alma. Las palabras sagradas, cuyas sílabas antes le parecían monótonas y vacías, desplegaban ahora para él todos los encantos de su magia y le dispensaban consuelo íntimo. En estos torneos y ejercicios de la razón iba conquistando premio tras premio. Pero siguió sin hallar la clave del secreto final y de todos los misterios del ser, y eso lo tenía triste y cariacontecido.

Entonces decidió disciplinarse por medio de una gran penitencia. Para lo cual se encerró durante cuarenta días en la más apartada de sus estancias sin probar bocado y durmiendo en el suelo, sin manta ni almohada. Su cuerpo enflaquecido exhalaba un aroma de pureza, su rostro delgado relucía de un brillo interior y su mirada avergonzaba a los brahmanes por la ecuanimidad purísima que traslucía. Superada esta prueba de cuarenta días, convocó a todos los brahmanes en el atrio del templo para que ejercitasen su ingenio en la resolución de las cuestiones más difíciles. Y mandó traer vacas blancas con las frentes adornadas de cadenas de oro, como premio para los vencedores del concurso.

Los sacerdotes y los sabios acudieron, tomaron asiento y se enzarzaron sin demora en la batalla de las ideas y de las palabras. Paso a paso demostraron la exacta correspondencia entre los dos mundos, el sensible y el del espíritu, afilaron sus inteligencias en la interpretación de los versículos sagrados y disertaron sobre el Brahma y el Atman. El ser elemental de cien brazos fue comparado con el viento, con el fuego, con el agua, con la sal disuelta en el agua, con la unión del hombre y la mujer. También idearon parábolas e imágenes para describir el Brahma creador de dioses que son más grandes que el mismo Brahma, y distinguieron entre el Brahma creador y el que encierra en sí lo creado, de manera que procuraban compararlo consigo mismo. Y argumentaron brillantemente sobre si el Atman es anterior a su nombre, o si su nombre es idéntico a su esencia o sólo una creación de ésta.

Una y otra vez intervino el rey proponiendo temas para nuevos interrogantes. Sin embargo, cuanto más prodigaban los brahmanes sus respuestas y sus explicaciones, más solo y abandonado se hallaba entre ellos el rey. Cuando más preguntaba y asentía al escuchar las respuestas, y mandaban que fuesen premiadas las más ingeniosas, más ardía en su anterior el anhelo de la verdad misma. Pues bien se daba cuenta de que todos aquellos discursos y análisis no servían sino para dar vueltas alrededor de ella, pero sin tocarla nunca. Nadie lograba entrar en el círculo interior. De manera que, conforme iba proponiendo preguntas y repartía honores, se veía a sí mismo como un niño dedicado junto con otros niños a una especie de juego. Hermoso, sí, pero de los que provocan sonrisas indulgentes por parte de los hombres adultos.

Por eso el rey fue ensimismándose cada vez más, pese a hallarse en medio de la gran asamblea. Cerró todos los sentidos y dirigió su voluntad ardiente a ese foco, la verdad, pues sabía que todos los seres participan de ella y duerme en el interior de cada uno, también en el de los reyes. Y como era un ser puro, en cuyo interior no subsistía ninguna escoria, fue encontrando suficiencia y claridad dentro de sí mismo. Cuanto más se sumía en sí, mayor era la luz que percibía, como el que camina dentro de una caverna y cada paso le lleva más y más cerca del resplandor de la salida.

Mientras tanto, los brahmanes continuaron largo rato hablando y discutiendo, sin darse cuenta de que el rey estaba como sordo y mudo. Se exaltaban, alzaban las voces cada vez más, y no pocos manifestaban así la envidia por las vacas que habían correspondido a otros.

Hasta que, por fin, uno de ellos reparó en la distracción del monarca. Interrumpiendo su discurso, levantó la mano y lo señaló con el dedo, y su interlocutor calló e hizo lo mismo, y el vecino de éste también. Al fondo del atrio algunos grupos alborotaban y charlaban todavía, pero la mayoría guardaba un silencio sepulcral. Hasta que callaron todos, sentados sin decir nada y mirando al rey, que se mantenía erguido, el semblante impasible, la vista dirigida al infinito. Y su rostro irradiaba una luz fría y clara como la de una estrella. Entonces todos los brahmanes se inclinaron ante su éxtasis y comprendieron que cuanto estaban haciendo era sólo un juego de niños, mientras que el personaje real estaba habitado por Dios mismo, el epítome de todos los dioses.

Pero el rey, cuyos sentidos estaban fundidos en la unidad y vueltos hacia lo interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en forma de luz pura que infundía en su interior una certeza dulcísima, a la manera en que un rayo de sol cuando atraviesa una piedra preciosa la convierte en luz y sol, con lo que criatura y creador se hacen uno.

Luego volvió en sí, y cuando miró a su alrededor, sus ojos reían y su frente brillaba como un lucero. Despojándose de sus ropas, salió del templo, salió de la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la selva, donde desapareció para siempre.

Hermann Hesse: La ejecución. Cuento

hermann-hesseEn su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

-¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

Heinrich Böll: La amada no enumerada. Cuento

H bEllos han remendado mis piernas y me han dado un puesto en que puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente… Pero sus estadísticas no están bien. Me da mucha pena, pero no están bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.

En secreto me produce alegría quitarles uno de vez en cuando, y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada que fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y, sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda…

Cuando mi pequeña amada pasa por el puente -y pasa dos veces por día- mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su heladería -yo he sabido entretanto que trabaja en una heladería- cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no la veo a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de las estadísticas…

Está claro que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero tampoco que lo sepa. No debe sospechar de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada, y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su heladería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.

Recientemente me han supervisado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin poderla seguir mirando, y al amigo de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.

El superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho que soy bueno, confiable y fiel. «Errar uno en una hora», ha dicho, «no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos».

Carros de caballos es naturalmente una suerte.

Carros de caballos es una alegría como nunca antes.

Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la heladería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada…

Heinrich Böll: La balanza de los Balek. Cuento

Boll1En la tierra de mi abuelo, la mayor parte de la gente vivía de trabajar en las agramaderas. Desde hacía cinco generaciones, pacientes y alegres generaciones que comían queso de cabra, papas y, de cuando en cuando, algún conejo, respiraban el polvo que desprenden al romperse los tallos del lino y dejaban que éste los fuera matando poco a poco. Por la noche, hilaban y tejían en sus chozas, cantaban y bebían té con menta y eran felices. De día, agramaban el lino con las viejas máquinas, expuestos al polvo y también al calor que desprendían los hornos de secar, sin ningún tipo de protección. En sus chozas había una sola cama, semejante a un armario, reservada a los padres, mientras que los hijos dormían alrededor en bancos. Por la mañana la estancia se llenaba de olor a sopas; los domingos había ganchas, y enrojecían de alegría los rostros de los niños cuando en los días de fiesta extraordinaria el negro café de bellotas se teñía de claro, cada vez más claro, con la leche que la madre vertía sonriendo en sus tazones.

Los padres se iban temprano al trabajo y dejaban a los hijos al cuidado de la casa; ellos barrían, hacían las camas, lavaban los platos y pelaban papas: preciosos y amarillentos frutos cuyas finas mondas tenían que presentar luego para no caer bajo sospecha de despilfarro o ligereza.

Cuando los niños regresaban del colegio debían ir al bosque a recoger setas o hierbas, según la época; asperilla, tomillo, comino y menta, también dedalera, y en verano, cuando habían cosechado el heno de sus miserables prados, recogían amapolas. Las pagaban a un pfennig o por un kilo pfennig en la ciudad, los boticarios las vendían por veinte pfennigs a las señoras nerviosas. Las setas eran lo más valioso: las pagaban a veinte pfenngs por kilo y en las tiendas de la ciudad se vendían a un marco veinte. En otoño, cuando la humedad hace brotar las setas de la tierra, los niños penetraban en lo más profundo y espeso del bosque, y así cada familia tenía sus rincones donde recoger las setas, sitios cuyo secreto se transmitía de generación en generación.

Los bosques y las agramaderas pertenecían a los Balek; en el pueblo de mi abuelo los Balek tenían un castillo, y la esposa del cabeza de familia de cada generación tenía un gabinete junto a la despensa donde se pesaban y pagaban las setas, las hierbas y las amapolas. Sobre la mesa de aquel gabinete estaba la gran balanza de los Balek, un antiguo y retorcido artefacto, de bronce dorado, ante el cual habían esperado los abuelos de mi abuelo, con las cestitas de setas y los cucuruchos de amapolas entre sus sucias manos infantiles, mirando ansiosos cuántos pesos tenía que poner la señora Balek en el platillo para que el fiel de la balanza se detuviera exactamente en la raya negra, aquella delgada línea de la justicia que cada año había que trazar de nuevo. La señora Balek después tomaba el libro de lomo de cuero pardo, apuntaba el peso y pagaba el dinero, en pfennigs o en piezas de diez pfennigs y, muy rara vez, de marco. Y cuando mi abuelo era niño allí había un bote de vidrio con caramelos ácidos de los que costaban a marco el kilo, y cuando la señora Balek que en aquella época gobernaba el gabinete se encontraba de buen humor, metía la mano en aquel bote y le daba un caramelo a cada niño, cuyos rostros enrojecían de alegría como cuando su madre, en los días de fiesta extraordinaria, vertía leche en sus tazones, leche que teñía de claro el café, cada vez más claro hasta llegar a ser tan rubio como las trenzas de las niñas.

Una de las leyes que habían impuesto los Balek en el pueblo, era que nadie podía tener una balanza en su casa. Era tan antigua aquella ley que ya a nadie se le ocurría pensar cuándo y por qué había nacido, pero había que respetarla, porque quien no la obedecía era despedido de las agramaderas, y no se le compraban más setas, ni tomillo ni amapolas; y llegaba tan lejos el poder de los Balek que en pueblos vecinos tampoco había nadie que le diera trabajo ni nadie que le comprara las hierbas del bosque. Pero desde que los abuelos de mi abuelo eran niños y recogían setas y las entregaban para que fueran a amenizar los asados o los pasteles de la gente rica de Praga, a nadie se le había ocurrido infringir aquella ley: los huevos se podían contar, se sabía cuánto se tenía hilado midiéndolo por varas y, por lo demás, la balanza de los Balek, antigua y de bronce dorado, no daba la impresión de poder engañar; cinco generaciones habían confiado al negro fiel de la balanza lo que con ahínco infantil recogían en el bosque.

Si bien entre aquellas pacíficas gentes había algunos que burlaban la ley, cazadores furtivos que pretendían ganar en una sola noche más de lo que hubieran ganado en un mes de trabajo en la fábrica de lino, a ninguno se le había ocurrido la idea de comprarse una balanza o fabricársela en casa. Mi abuelo fue el primero que tuvo la osadía de verificar la justicia de los Balek que vivían en el castillo, que poseían dos coches, que siempre le pagaban a un muchacho del pueblo los estudios de teología en el seminario de Praga, a cuya casa, cada miércoles, acudía el párroco a jugar al tarot, a los que el comandante del departamento, luciendo el escudo imperial en el coche, visitaba para Año Nuevo, y a los que en 1900 el emperador en persona elevó a la categoría de nobles.

Mi abuelo era laborioso y listo; se internaba más en los bosques que los otros niños de su estirpe, se aventuraba en la espesura donde, según contaba la leyenda, vivía Bilgan, el gigante que guarda el tesoro de los Balderar. Pero mi abuelo no tenía miedo a Bilgan: se metía hasta lo más profundo del bosque y, ya de niño, cobraba un importante botín de setas, e incluso encontraba trufas que la señora Balek valoraba en treinta pfennigs la libra. Todo lo que vendía a los Balek mi abuelo lo apuntaba en el reverso de una hoja de calendario: cada libra de setas, cada gramo de tomillo, y, con su caligrafía infantil, apuntaba al lado lo que le habían pagado por ello; desde sus siete años hasta los doce, dejó inscrito cada pfennig. Y cuando cumplió los doce llegó el año 1900 y, para celebrar que le emperador les había concedido un título, los Balek regalaron a cada familia del pueblo un cuarto de libra de café auténtico del que viene del Brasil; también repartieron tabaco y cerveza a los hombres, y en el castillo se celebró una gran fiesta: la avenida de chopos que va de la verja al castillo estaba atestada de coches.

El día anterior a la fiesta repartieron el café en el gabinete donde hacía casi cien años que estaba instalada la balanza de los Balek, que se llamaban ahora Balek von Bilgan, porque, según contaba la leyenda, Bilgan, el gigante, había vivido en un gran castillo allí donde ahora están los edificios de los Balek.

Mi abuelo muchas veces me había contado que, al salir de la escuela, fue a recoger el café de cuatro familias: los Chech, los Weidler, los Vohla y el suyo propio, el de los Brüchen. Era la tarde de Año Viejo: había que adornar las casas, hacer pasteles, y no se quiso prescindir de cuatro muchachos para enviarlos al castillo a recoger un cuarto de libra de café.

Fue así como mi abuelo fue a sentarse en el banquillo de madera del gabinete, y esperando que Gertrud, la criada, le entregara los paquetes de octavo de kilo, previamente pesados, cuatro bolsas, fue que le dio por mirar la balanza en cuyo platillo izquierdo había quedado la pesa de medio kilo; la señora Balek von Bilgan estaba ocupada con los preparativos de la fiesta. Y cuando Gertrud fue a meter la mano en el bote de vidrio de los caramelos ácidos para darle uno a mi abuelo, vio que estaba vacío: lo llenaba una vez al año y en él cabía un kilo de los de un marco:

Gertrud se echó a reír y dijo:

-Espera, voy a buscar más.

Y, con los cuatro paquetes de octavo de kilo que habían sido empaquetados y precintados en la fábrica, se quedó mi abuelo delante de la balanza en la que alguien había dejado la pesa de medio kilo. Tomó los cuatro paquetitos de café, los puso en el platillo vacío y su corazón empezó a latir precipitadamente cuando vio que el negro indicador de la justicia permanecía a la izquierda de la raya, el platillo con la pesa de medio kilo seguía abajo y el medio kilo de café flotaba a una altura considerable; su corazón latía aún con más fuerza que si, apostado en el bosque, hubiese estado aguardando a Bilgan, el gigante; y buscó en el bolsillo unos guijarros de esos que siempre llevaba para disparar con la honda contra los gorriones que picoteaban entre las coles de su madre… tres, cuatro, cinco guijarros tuvo que poner al lado de los cuatro paquetes de café antes de que el platillo con la pesa de medio kilo se elevara y el indicador coincidiera, finalmente, con la raya negra. Mi abuelo sacó el café de la balanza, envolvió los cinco guijarros en su pañuelo, y cuando Gertrud regresó con la gran bolsa de a kilo llena de caramelos ácidos que debían durar otro año para provocar el rubor de la alegría en los rostros de los niños, y ruidosamente los metió en el bote, el muchacho permaneció pálido y silencioso como si nada hubiese ocurrido. Pero mi abuelo sólo tomó tres paquetes de café y Gertrud miró asombrada y asustada al pálido muchacho al ver que tiraba el caramelo ácido al suelo, lo pisoteaba y decía:

-Quiero hablar con la señora Balek.

-Querrás decir Balek von Bilgan -replicó Gertrud.

-Está bien, quiero hablar con la señora Balek von Bilgan.

Pero Gertrud se burló de él y mi abuelo volvió de noche al pueblo, dio el café que les correspondía a los Chech, los Weidler y los Vohla, e hizo ver que aún tenía que ir a hablar con el párroco.

Pero se fue con los cinco guijarros envueltos en el pañuelo, camino adelante. Tuvo que ir muy lejos hasta encontrar quien tuviera una balanza, quien pudiera tenerla; en los pueblos de Blaugau y Bernau nadie la tenía, ya sabía eso, los atravesó y luego de caminar dos horas a oscuras llegó a la villa de Dielheim donde vivía el boticario Honig. Salía de casa de Honig el olor a buñuelos recién hechos y cuando Honig abrió la puerta al muchacho aterido de frío, su aliento olía a ponche y llevaba un cigarro húmedo entre los labios. Oprimió un instante las manos frías del muchacho entre las suyas y dijo:

-¿Qué sucede? ¿Han empeorado los pulmones de tu padre?

-No, señor, no vengo en busca de medicinas; yo quería…

Mi abuelo abrió el pañuelo, sacó los cinco guijarros, se los mostró a Honig y dijo:

-Querría que me pesara esto.

Miró asustado para ver qué cara ponía Honig, pero como no decía nada, no se enfadaba ni le preguntaba nada, añadió:

-Es lo que le falta a la justicia.

Y al entrar en la casa caliente, se dio cuenta de que llevaba los pies mojados. La nieve había traspasado su viejo calzado, y al cruzar el bosque las ramas le habían sacudido la nieve encima; estaba cansado y tenía hambre, y de repente se echó a llorar porque pensó en la gran cantidad de setas, de hierbas y de flores pesadas con la balanza a la que faltaba el peso de cinco guijarros para la justicia. Y cuando, sacudiendo la cabeza y con los cinco guijarros en la mano, Honig llamó a su mujer, mi abuelo pensó en la generación de sus padres y en la de sus abuelos, en todas aquellos que habían tenido que pesar sus setas y sus flores en aquella balanza, y le embargó algo así como una gran ola de injusticia y se echó a llorar aún más, y se sentó sin que nadie se lo dijera en una silla de la casa de Honig, sin fijarse en los buñuelos ni en la taza de café caliente que le ofrecía la buena y gorda señora Honig, y no cesó de llorar hasta que el propio Honig volvió de su tienda y, todavía sopesando los guijarros con una mano, decía en voz baja a su mujer:

-Cincuenta y cinco gramos, exactamente.

Mi abuelo anduvo las dos horas de regreso por el bosque, dejó que en su casa lo azotaran, y calló; tampoco contestó cuando le preguntaron por el café; se pasó la noche echando cuentas en el trozo de papel en el cual había apuntado todo lo que entregara a la actual señora Balek von Bilgan y cuando vio la medianoche, cuando se oyeron los disparos de mortero del castillo, el ruido de las carracas y el griterío jubiloso de todo el pueblo, cuando la familia se hubo abrazado y besado, mi abuelo dijo en el silencio que sigue al Año Nuevo:

-Los Balek me deben dieciocho marcos y treinta y dos pfennigs.

Y de nuevo pensó en todos los niños que había en el pueblo, pensó en su hermano Fritz que había recogido muchas setas, en su hermana Ludmilla, pensó en cientos de niños que habían recogido para los Balek setas, hierbas y flores, y no lloró esta vez, sino que contó a sus padres y a sus hermanos lo que había descubierto.

Cuando el día de Año Nuevo los Balek von Bilgan concurrieron a misa mayor con sus nuevas armas -un gigante sentado al pie de un abeto- en su coche ya campeando sobre azul y oro, vieron los duros y pálidos rostros de la gente mirándolos de hito en hito. Habían esperado ver el pueblo lleno de guirnaldas, y que irían por la mañana a cantarles al pie de sus ventanas, y vivas y aclamaciones, pero, cuando ellos pasaron con su coche, el pueblo estaba como muerto; en la iglesia, los pálidos rostros de la gente se volvieron hacia ellos con expresión enemiga, y cuando el párroco subió al púlpito para decir el sermón, sintió el frío de aquellos rostros hasta entonces tan apacibles y amables, pronunció pesaroso su plática y regresó al altar bañado en sudor. Y cuando, después de la misa, los Balek von Bilgan salieron de la iglesia, pasaron entre dos filas de silenciosos y pálidos rostros. Pero la joven Balek von Bilgan se detuvo delante, junto a los bancos de los niños, buscó la cara de mi abuelo, el pequeño y pálido Franz Brücher y, en la misma iglesia, le preguntó:

-¿Por qué no llevaste el café a tu madre?

Y mi abuelo se levantó y dijo:

-Porque todavía me debe usted tanto dinero como cuestan cinco kilos de café -y sacando los cinco guijarros del bolsillo, los presentó a la joven dama y añadió-: Todo esto, cincuenta y cinco gramos, es lo que falta en medio kilo de su justicia.

Y antes de que la señora pudiera decir nada, los hombres y mujeres que había en la iglesia entonaron el canto:

“La Justicia de la tierra, oh, Señor, te dio muerte…”

Mientras los Balek estaban en la iglesia, Wilhelm Vohla, el cazador furtivo, había entrado en el gabinete, habían robado la balanza y aquel libro tan grueso, encuadernado en piel, en el cual estaban anotados todos los kilos de setas, todos los kilos de amapolas, todo lo que los Balek habían comprado en el pueblo. Y toda la tarde del día de Año Nuevo, estuvieron los hombres del pueblo en casa de mis abuelos contando; contaron la décima parte de todo lo que les habían comprado… pero cuando habían ya contado muchos miles de marcos y aún no terminaban, llegaron los gendarmes del comandante del distrito e irrumpieron en la choza de mi abuelo disparando y empuñado las bayonetas y, a la fuerza, se llevaron la balanza y el libro. En la refriega murió la pequeña Ludmilla, hermana de mi abuelo, resultaron heridos un par de hombres y fue agredido uno de los gendarmes por Wilhem Vohla, el cazador furtivo.

No sólo se sublevó nuestro pueblo, sino también Blaugau y Bernau, y durante casi una semana se interrumpió el trabajo de las agramaderas. Pero llegaron muchos gendarmes y amenazaron a hombres y mujeres con meterlos en la cárcel, y los Balek obligaron al párroco a que exhibiera públicamente la balanza en la escuela y demostrara que el fiel de la justicia estaba bien equilibrado. Y hombres y mujeres volvieron a las agramaderas, pero nadie fue a la escuela a ver al párroco. Estuvo allí solo, indefenso y triste con sus pesas, la balanza y las bolsas de café.

Y los niños volvieron a recoger setas, tomillo, flores y dedaleras, mas cada domingo, en cuanto los Balek entraban a la iglesia, se entonaba el canto “La Justicia de la tierra, oh señor, te dio muerte”, hasta que el comandante del distrito ordenó hacer un pregón en todos los pueblos diciendo que quedaba prohibido aquel himno.

Los padres de mi abuelo tuvieron que abandonar el pueblo y la reciente tumba de su hijita; emprendieron el oficio de cesteros, no se detenían mucho tiempo en ningún lugar, porque les apenaba ver que en todas partes latía mal el péndulo de la justicia. Andaban tras el carro que avanzaba lentamente por las carreteras, arrastrando una cabra flaca; y quien pasara cerca del carro a veces podía oír que dentro cantaban: “La Justicia de la tierra, oh Señor, te dio muerte”. Y quien parara a escucharlos también podía oír la historia de los Balek von Bilgan, a cuya justicia faltaba la décima parte. Pero casi nadie escuchaba.

Ana María Matute: Pecado de omisión. Cuento

Ana María MatuteA los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su padre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del peublo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientos cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque lo recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas. Y como él los de su casa. La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.

Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló de prisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado. -Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea, con las cabras del Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No,   irás   solo.   Por   allí   anda   Roque   el   Mediano.   Iréis   juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de    cabra    y    cecina.    -Andando    -dijo    Emeterio    Ruiz    Heredia Lope  le  miró.  Lope  tenía  los  ojos  negros  y  redondos,  brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por  el  uso,  que  aguardaba,  como  un  perro,  apoyado  en  la  pared. Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el

 

maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo lio un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís. -He visto al Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor.  Ya  sabe:  hay  que  ganarse el  currusco.  La  vida  está  mala.  El «esgraciao» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela… Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió   otra   de   anís.   El   maestro   dijo   que   sí,   con   la   cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenían que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: Pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una botella de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba ahí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbido de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un  bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para  el cerradero. En el mismo cielo, cruzados como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de clase que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano. Francisca comentó:

 

«-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado. Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh!-dijo solamente. O algo parecido. Manuel volvió a mirarle, y lo conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope…!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras veía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo. Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquella, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco, frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope!¡Lope! Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora… En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron             hasta él, así, sin más. Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y  cuando  las  mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él, con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de duelo, de indignación «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no le recoge…» Lope sólo  lloraba  y  decía:

-Sí, sí, sí…»

Clarice Lispector: Amor. Cuento

clarice-lispector-1Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba  aureolada  por  los  tranquilos  deberes.  Nuevamente  encontraba  los  muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir.

Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en  serena  comprensión,  separaba  una  persona  de  las  otras,  las  ropas  estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los «cipós». Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde.

¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola… Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…

—Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

—Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide -le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían  herido  los  ojos.  El  Jardín  Botánico,  tranquilo  y  alto,  la  revelaba.  Con  horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era  verano,  sería  inútil  obligarlos  a  ir  a  dormir.  Ana  estaba  un  poco  pálida  y  reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? -gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

—Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

Herta Müller: La oración fúnebre. Cuento

herta mullerEn la  estación,  los parientes  avanzaban junto al  tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.

Un joven estaba de pie tras la ventanilla  del  tren. El  cristal  le llegaba  hasta debajo de los  brazos. Sostenía  un ramillete  ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.

Una mujer joven  salía de la estación  con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.

El tren iba a la guerra. Apagué el televisor.

Papá  yacía  en  su  ataúd  en  medio  de  la  habitación.  De  las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.

En una de ellas  papá era la  mitad  de grande que la  silla a  la cual se aferraba.

Llevaba  un  vestido  y   sus piernas  torcidas  estaban llenas  de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.

En otra foto aparecía  en traje de novio.  Sólo se le  veía  la  mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía  en la  mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.

En otra foto se veía  a papá ante una valla,  recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el  vacío. Estaba  saludando con la  mano levantada  sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.

En la  foto de al  lado  papá llevaba  una azada al  hombro. Detrás de él,  una planta  de maíz  se erguía  hacia  el  cielo.  Papá tenía  un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y  ocultaba  la cara de papá.

En la  siguiente  foto, papá iba  sentado al  volante  de un camión. El camión estaba  cargado de reses.  Cada semana papá transportaba reses  al  matadero  de  la  ciudad. Papá  tenía una  cara  afilada, de rasgos duros.

En todas las  fotos quedaba congelado  en medio  de un gesto. En todas las  fotos parecía  no saber nada más. Pero papá siempre  sabía más. Por eso todas las  fotos eran falsas. Y todas esas  fotos falsas, con todas  esas  caras  falsas,  habían  enfriado  la  habitación. Quise levantarme  de la  silla,  pero el  vestido  se me había  congelado  en la madera. Mi  vestido era  transparente  y   negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y  le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era  verano. Las  moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El  pueblo  se extendía  bordeando el ancho camino de arena, un camino  caliente,  ocre, que le  calcinaba  a uno los ojos con su brillo.

El  cementerio era de rocalla. Sobre las  tumbas había enormes piedras.

Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había  estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.

Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.

Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.

Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.

Violó a una  mujer en  un campo  de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más.  Tu padre  le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.

Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada. El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. El otro hombrecillo borracho siguió hablando:

Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.

El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.

Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.

El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.

El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.

En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.

Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.

Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.

Se sentó sobre una piedra.

Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!

La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían  los  senos. Sentí mucho frío.

Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.

El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.

Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.

No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé  la  mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes.  Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.

El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el  aire.

Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y  disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva  fúnebre aplaudió.

Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.

El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron. Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos

dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.

Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación  ensordecedora.

Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.

Mi madre había vaciado todas las habitaciones.

En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.

Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.

Vestiré de negro toda mi vida, dijo.

Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.

En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me  hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.

No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.

Te han matado, dijo mi madre.

No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.

De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.

Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.

Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.

Sonó el  despertador. Era un sábado por la mañana, a las  seis  y media.

Doris Lessing: La costumbre de amar. Cuento

Doris LessingEn 1947 George volvió a escribir a Myra y le dijo que ahora que la guerra había quedado bien atrás era el momento de regresar a casa y casarse con él. Myra le respondió desde Australia, adonde había ido con sus dos hijos en 1943 porque tenía parientes allí, diciéndole que sentía que poco a poco se habían ido distanciado; ya no estaba segura de querer casarse con él. George no se permitió desmoronarse. Le mandó el importe del billete de avión y le pidió que fuera a visitarlo. Ella fue dos semanas, porque no podía dejar solos por más tiempo a sus hijos. Le contó que le gustaba Australia, le agradaba el clima —ya no podía soportar el británico— y opinaba que Inglaterra estaba, casi seguro, acabada. Y  se había acostumbrado a echar de menos Londres. También, es de suponer, a George Talbot.

Para George fueron quince días muy dolorosos. Creía que también para ella. Se habían conocido en 1938, vivieron juntos cinco años y durante cuatro intercambiaron  epístolas de amantes separados por el destino. Sin duda, Myra era el amor de su  vida. Hasta ese momento creyó que él también lo había sido para ella. Myra, una mujer atractiva a la que el sol y las playas australianas habían embellecido, le hizo un  gesto de despedida en el aeropuerto, con los ojos repletos de lágrimas.

Los ojos de George al regresar del aeropuerto permanecieron  secos. Si alguien ha querido a una persona con toda el alma, es algo más que el amor lo que desaparece cuando una de las partes de la pareja, que se creyó indisoluble, se aleja en un emotivo adiós. George se bajó pronto del taxi y paseó por Saint James’s Park. Pero le resultó demasiado pequeño y se dirigió a Green Park. Después fue a Hyde Park y de allí a Kensington Gardens. Cuando oscureció y cerraron las enormes puertas del parque tomó un taxi hacia casa. Vivía en un bloque de pisos próximo a Marble Arch. Myra había vivido allí con él durante cinco años, y era el lugar donde había imaginado que volverían a vivir juntos. Entonces se trasladó a un nuevo piso cerca de Covent Garden. Lo hizo poco después de haberle escrito una apenada carta a Myra. Se dio cuenta de que a menudo había recibido cartas así, pero nunca había escrito ninguna. Advirtió que había despreciado por completo todo el sufrimiento que había causado a lo largo de su vida. Aunque Myra le respondió con una carta muy sensata, George Talbot se dijo que definitivamente debía dejar de pensar en ella.

Dejó de ser tan displicente en el trabajo como lo había sido hasta entonces y aceptó producir una nueva obra escrita por un amigo suyo. George Talbot era un hombre de teatro. Hacía  muchos  años  que  no  actuaba, pero  escribía artículos, producía algún espectáculo a veces, pronunciaba discursos en ocasiones importantes y todo el mundo lo conocía. Cuando entraba en un restaurante la gente intentaba captar su atención, aunque a menudo no sabían quién era. En los cuatro años transcurridos desde la partida de Myra había tenido varias aventuras con chicas del mundo del teatro porque se había sentido solo. Había sido franco con Myra sobre estas aventuras, pero ella nunca las mencionó en sus cartas. Ahora llevaba unos meses muy ocupado y pasaba poco tiempo en casa.

Ganaba bastante dinero y mantenía aventuras con mujeres que estaban encantadas de dejarse ver en público con él. Pensó mucho en Myra, pero no le volvió a escribir, ni ella a él, a pesar de que habían acordado que siempre serían buenos amigos.

Una  noche, en el vestíbulo de un  teatro vio a un  viejo amigo al que siempre había admirado, y este le comentó a la joven que lo acompañaba que estaba con el hombre más irresistible de su generación; ninguna mujer había sido capaz de resistírsele. La joven lanzó una breve mirada a través del vestíbulo y respondió: «¿En serio?».

Cuando George Talbot llegó a casa esa noche estaba solo y se miró en el espejo con honestidad. Tenía sesenta años pero no los aparentaba. Fuera lo que fuese lo que había atraído a las mujeres en el pasado, sin duda no era su belleza, y no  había cambiado demasiado: era un hombre robusto, de porte erguido, canoso, peinado con esmero, bien vestido. No había prestado especial atención a su rostro desde aquellos días, muchos años atrás, en que había sido actor; pero en ese instante sufrió un inusitado ataque de vanidad y se acordó de que Myra admiraba su boca y su mujer adoraba sus ojos. Se aficionó a mirarse en los espejos de los vestíbulos y restaurantes, y se veía a sí mismo igual que siempre. Sin embargo, estaba empezando a cobrar conciencia de la discrepancia entre ese afable aspecto y lo que sentía. Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con todo lo que había sido. A menudo, cuando la gente bromeaba, era incapaz de reírse; y su modo de hablar, que había sido ligero y alusivo y sardónico, debía de haber cambiado, porque más de una vez sus viejos amigos le preguntaron si estaba deprimido, y ya no sonreían con agrado cuando contaba alguna de sus historias. Se percató de que ya no lo consideraban una buena compañía. Llegó a la conclusión de que debía de estar enfermo y fue al médico. Este le dijo que su corazón no tenía ningún problema; todavía le quedaban treinta años de vida por delante, por fortuna, añadió con respeto, para el teatro británico.

George comprendió entonces que «tener el corazón roto» significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses. Pronto haría un año. Se desvelaba en mitad de la noche a causa de la opresión en el pecho y por la mañana se despertaba abrumado por la pena. Parecía que aquello no fuera a acabar nunca, y ese pensamiento lo movió a dos acciones. Primero escribió a Myra una carta tierna, redactada con delicadeza, en la que rememoraba los años de su amor. A su debido tiempo recibió una respuesta asimismo tierna y delicada. Después fue a ver a su mujer. Eran, y lo habían sido durante muchos años, buenos amigos. Se veían a menudo, aunque no tanto desde que los hijos se habían hecho mayores; tal vez una o dos veces al año. Y nunca discutían.

Su mujer se había vuelto a casar y ahora era viuda. Su segundo marido había sido miembro del Parlamento y ella trabajaba para el Partido  Laborista, formaba parte del comité consultivo de un hospital y de la junta directiva de una escuela progresista. Tenía cincuenta años pero no los aparentaba. La tarde de su cita llevaba un traje gris claro y zapatos del mismo color, y una onda blanca de cabello cano caía sobre su frente y le daba un aire distinguido. Estaba animada y se alegraba de verlo, y le habló de algún estúpido del comité del hospital que no estaba de acuerdo con la minoría progresista sobre alguna que otra reforma. Siempre habían compartido postura política, a la izquierda del ala centrista del Partido Laborista. Ella simpatizaba con su pacifismo durante la Primera Guerra Mundial (había estado en prisión por ello) y él con su feminismo. Ambos apoyaron a los huelguistas en 1926. Durante los años treinta, después de su divorcio, ella le había ayudado con dinero para una gira con una compañía que representaba Shakespeare para los parados y los hambrientos.

Myra nunca mostró el menor interés por la política, tan solo por sus hijos. Y por George, claro.

George le pidió a su primera esposa que volviera  a casarse con él, y ella se quedó tan sorprendida que dejó caer las pinzas para el azúcar y rompió un platillo. Le preguntó qué había sucedido con Myra y George le respondió:

—Bueno, querida, creo que Myra se ha olvidado de mí durante todos estos años en Australia. En todo caso, ya no me quiere. —Su voz le resultó patética y se asustó, porque no recordaba haber tenido que suplicar nunca a una mujer. Excepto a Myra.

Su esposa lo observó con atención y dijo enérgicamente:

—Estás solo, George. Bueno, nadie puede rejuvenecer.

—¿No crees que estarías menos sola si me tuvieras cerca?

Se levantó de la silla para poder darle la espalda y le dijo que pronto se casaría de nuevo. Iba a contraer matrimonio con un hombre considerablemente más joven que ella, un médico que formaba parte de la minoría progresista del hospital. Por el tono de su voz George comprendió que se sentía orgullosa y a la vez avergonzada  de ese matrimonio, y que por eso le ocultaba el rostro. La felicitó y le preguntó si todavía tenía alguna posibilidad.

—Después de todo, querida, fuimos felices juntos, ¿o no? Nunca he acabado de entender realmente por qué se acabó nuestro matrimonio. Fuiste tú quien quiso ponerle fin.

—No creo que tenga sentido remover el pasado —respondió ella de un modo tajante, y volvió a sentarse frente a él. Le tenía verdadera envidia por ese aspecto juvenil, el rostro sonrosado y unas pocas arrugas bajo el desafiante mechón canoso.

—Pero, querida, me gustaría que me lo contaras. Ahora ya no puede hacer daño, ¿no?  Y siempre me he preguntado… A menudo he pensado en ello y me lo he preguntado. — Podía oír otra vez un deje patético en su voz, pero no sabía cómo evitarlo.

—Te hiciste preguntas —repuso ella— mientras no estabas ocupado con Myra.

—Pero yo no conocía a Myra cuando nos divorciamos.

—Conocías a Phillipa y a Georgina y a Janet y Dios sabe a quién más.

—Pero no me importaban.

Estaba sentada con las manos sobre el regazo, y en su cara se dibujaba una mirada que recordó haber visto cuando ella le dijo, amarga y herida, que se iba a divorciar de él.

—Tampoco yo te importaba —le espetó ella.

—Pero éramos felices. Bueno, yo era feliz… —dijo él mientras su voz se iba apagando y mostraba un patetismo que daba al traste con todo su conocimiento de las mujeres. Porque, mientras estaba ahí sentado, su corazón de viejo verde le decía que las palabras perfectas, el tono adecuado, tenían que existir, y que solo debía encontrarlas. Pero cualquier cosa que decía ponía al descubierto esa voz de perro viejo sin esperanza, y bien sabía que esa voz jamás podría derrotar al gallardo y aguerrido doctor—. Y sí que me preocupaba por ti. A veces pienso que has sido la única mujer importante de mi vida.

Cuando oyó eso, ella se rió.

—Oh, George, ahora no te pongas sensiblero, por favor.

—Bueno, querida, está Myra. Pero Myra apareció cuando tú me dejaste, ¿o no? Ha habido dos mujeres, tú y después Myra. Y nunca he entendido por qué diste al traste con todo cuando parecía que éramos tan felices.

—Nunca te preocupaste por mí —repitió—. Si lo hubieras hecho, no habrías llegado a casa después de estar con Phillipa, Georgina, Janet y las demás ni habrías dicho tan tranquilo que habías estado con ellas en Brighton o dondequiera que fuese.

—Pero si ellas me hubieran importado nunca te lo habría contado.

Ella lo observaba incrédula y ruborizada. ¿Por qué? ¿Por la rabia? George no lo sabía.

—Recuerdo que estaba muy orgulloso —dijo con voz lastimera— de que hubiéramos resuelto la cuestión matrimonial y todos aquellos asuntos. Nuestro matrimonio iba tan bien que aquellos pequeños coqueteos no tenían ninguna importancia. Y yo siempre creí que uno debe poder contar la verdad. Siempre te la conté. ¿O no?

—Muy romántico por tu parte, querido George —dijo ella con sequedad. Él no tardó en levantarse, la besó cariñosamente en la mejilla y se fue.

Paseó durante horas por los parques, con las manos a la espalda erguida y el corazón resentido y dolorido. Cuando cerraron las puertas caminó por las calles iluminadas en las que había pasado cincuenta años de su vida, y recordó a Myra y a Molly como si fueran una única mujer, entrelazadas la una con la otra, una silueta de cálida y grata intimidad, una silueta de felicidad que andaba a su lado. Fue a un pequeño restaurante que solía frecuentar y allí sentada estaba una muchacha que lo conocía porque había asistido a una conferencia suya sobre el estado actual del teatro británico. Se esforzó por reconocer a Myra y a Molly en su rostro, pero no lo logró; pagó su café y el de ella y se encaminó a casa solo. Pero el piso estaba insoportablemente vacío, y volvió a salir y paseó por el canal durante un par de horas, para cansarse un poco, y debía de soplar un viento más frío de lo que le pareció, pues al día siguiente se despertó con un inconfundible dolor en el pecho que nada tenía que ver con su corazón roto.

Tenía gripe y mucha tos. Se quedó en cama y no llamó al médico hasta pasados cuatro días, cuando estaba delirando. El doctor determinó que debía ingresar de inmediato en el hospital.

Pero no estaba dispuesto a hacer tal cosa. Así que el médico dijo que necesitaría cuidados día y noche. Se sometió a las enfermeras hasta que la alegre cordialidad de estas lo entristeció de forma insoportable, y pidió al médico que llamara a su esposa, que sabría encontrar a alguien que lo atendiera con comprensión. En el fondo esperaba que fuera la propia Molly quien lo cuidara, pero cuando ella llegó no se atrevió a mencionarlo, porque estaba ocupada con los preparativos de boda. Le prometió que le encontraría a alguien que no llevara uniforme y que contara chistes. Tenían muchos amigos en común; llamó a uno de los antiguos amores de George, que dijo que conocía a una chica que buscaba un puesto de secretaria para ir tirando una temporada mientras no había trabajo en el teatro, pero que no le importaría hacer de cuidadora un par de semanas.

Así que Bobby Tippett despachó a las enfermeras  e instaló una cama en el estudio. Se pasó el primer día cosiendo junto a la cama de George. Vestía una falda oscura y una recatada blusa estampada con volantitos en los puños, y George, con solo verla coser, ya se sentía mucho mejor. Era una muchacha menuda, delgada, morena, probablemente judía, de ojos tristes y negros. A veces soltaba la labor sobre el regazo, abandonaba las manos encima, y fijaba la mirada dominada por un halo de introspección; parecía entonces una figurita de porcelana china. Cuando se ocupaba de George o abría la puerta a las numerosas visitas, mostraba un encanto frío e incluso lánguido; eran los buenos modos extremos de la crueldad.  Al principio George estaba impactado, pero pronto se dio cuenta de que era una pose: cualquiera que fuese el mundo del que provenía Bobby Tippett, esos modales no pertenecían a la clase inglesa. Respondía  con un «sí» o un «no» a las preguntas sobre su vida. Logró conjeturar que sus padres habían muerto y que tenía una hermana casada a la que veía a veces, y, en lo referente al resto, que había vivido en Londres por aquí y por allá, la mayor parte del tiempo sola, durante diez años o más. Cuando le preguntó si no se había sentido sola durante ese tiempo, ella respondió con voz cansina:

—No, en absoluto. No  me molesta estar sola. —Con todo, la veía como a una niña pequeña, valiente, desamparada frente a Londres, y eso lo conmovía.

No  quería comportarse como el gran hombre de teatro; temía generar la admiración impersonal a la que tan acostumbrado estaba; pese a todo, pronto se vio preguntándole sobre su carrera, con la esperanza de provocar en ella un momento de entusiasmo, pero ella hablaba con desprecio de papeles pequeños, trabajos ocasionales, escenografías y suplencias, con una vocecilla  alegre de actriz de troupe, y él no se daba cuenta de que estuviera acercándose a ella en modo alguno. Así que acabó haciendo aquello que había querido evitar, y recostándose sobre los almohadones como un juez o un empresario, dijo:

—Haz algo por mí, querida: deja que te vea.

Ella salió por la puerta como una niña obediente y regresó con unos vaqueros negros ceñidos, pero vistiendo todavía la recatada blusa. Se quedó de pie en la alfombra, delante de él, e hizo un pequeño número de canción y baile. No estuvo mal. Había visto cientos peores. Se emocionó: ahora la veía, sobre todo, como una pilluela, una golfilla de aspecto andrógino e indefenso. Y absolutamente  conmovedora.

—De hecho —dijo la muchacha—, esto es media escena. Siempre hay alguien más.

Había un gran espejo que cubría casi por completo la pared del fondo de la habitación, profunda y oscura. George se vio reflejado en él: un hombre mayor recostado sobre los almohadones mientras observaba a la pequeña muñeca situada frente a él sobre la alfombra. Vio cómo ella volvía la cabeza hacia su propio reflejo en el espejo ensombrecido, lo estudió y entonces ella comenzó a bailar con su propia imagen, a bailar contra ella, como si existiera. Dos siluetas pequeñas y ligeras bailaban en la habitación de George; resultaba un poco siniestro. Empezó a cantar, una cancioncilla entrecortada con acento cockney, y George sintió que esperaba que la figura del espejo cantara con ella: cantaba como si esperara una respuesta.

—Eso ha estado muy bien, querida —la interrumpió al instante, porque estaba molesto, aunque no sabía por qué—. Pero que muy bien. —Se sintió aliviado cuando ella acabó y se alejó del espejo, y su siniestra sombra desapareció—. ¿Te gustaría que le hablara a alguien de ti, querida? Te ayudaría.  Ya sabes cómo son las cosas en el teatro —sugirió a modo de disculpa.

—Bueno, no me importaría —respondió ella con el mismo acento cockney de su actuación. Y  por un momento en su rostro resplandeció el encanto socarrón e imprudente de los golfillos—. Tal vez sería mejor que me pusiera de nuevo la falda —sugirió—. Es más apropiado para una enfermera, ¿no?

Pero George respondió que le gustaba con aquellos vaqueros negros ceñidos, y a partir de entonces los llevaba siempre, y camisetas sencillas y cortas; y andaba por el piso como un simpático muchacho femenino, hablándole de las obras en las que había tenido pequeños papeles y de los grandes actores y productores a los que había dirigido la palabra alguna vez; eran, por supuesto, amigos de George, o por lo menos sus iguales. Él se recostaba sobre los almohadones y la escuchaba y la observaba, y su corazón seguía roto. Estuvo en cama más de lo necesario, porque no quería que ella se marchara. Cuando se pudo trasladar a una butaca, le dijo:

—No creas que estás obligada a quedarte, querida, si hay algún otro sitio al que prefieras ir. A lo que ella respondió, con un profundo destello de sus ojos negros:

—Pero me quedo, cariño, me quedo. No tengo nada mejor que hacer. —Y añadió con acento cockney—: Oh, ¿no es terrible lo que estoy diciendo?

—Pero ¿te gusta estar aquí? ¿No te importa estar aquí conmigo, querida? —insistió él. Entonces la pausa se hizo más corta. Y ella dijo:

—Sí, por extraño que parezca, me gusta.

Acompañó el «por extrañ