William Faulkner: Me niego a aceptar el fin del hombre. Discuros de aceptación del Nobel de literatura, 1949. Discurso.

Una rosa para EmilyPienso que este premio no se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el trabajo de una vida en el sudor y la agonía del espíritu humano, no por la gloria, y menos que nada por la ganancia, sino por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Así que este premio sólo se me confía.

No será difícil encontrar un destino a su parte monetaria que sea adecuado al propósito y significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este momento como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia, entre los cuales se encuentra ya aquel que ocupará el lugar que ahora ocupo yo.

Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto tiempo que incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Sólo existe la pregunta: ¿Cuándo me barreran? Por este motivo, el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir; sólo eso merece el sudor y la agonía. Él debe aprenderlo otra vez.

Debe enseñarse así mismo que tener miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar el miedo para siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón; las viejas verdades universales sin las cuales una historia es efímera y está condenada a morir: amor y honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras no haga eso, trabajo bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni compasión. Sus aflicciones no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas. Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si asistiera al fin del hombre y lo contemplara.

Me rehuso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de éstas cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado. No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer.

Julio Ramón Ribeyro: Los merengues. Cuento

foto-ribeyro19Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató, asombrado que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
—¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, lagunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, sitenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
—¡Empara!— dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
—¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otro parroquianos.
—¿No ha oído? – insistió Perico excitándose— ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
—¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
—¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
—¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
—Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
—Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
—Déme los merengues— pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
—¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente
—Despácheme antes.
—¿Quién te ha encargado que compres esto?
—Mi mamá.
—Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
—¡Déme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
—¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
—¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

Julio Ramón Ribeyro: Espumante en el sótano. Cuento

Julio-Ramón-Ribeyro-600x300Aníbal se detuvo un momento ante la fachada del Ministerio de Educación y contempló, conmovido, los veintidós pisos de ese edificio de concreto y vidrio. Los ómnibus que pasaban rugiendo por la avenida Abancay le impidieron hacer la menos invocación nostálgica y, limitándose a emitir un suspiro, penetró rápidamente por la puerta principal.
A pesar de ser las nueve y media de la mañana, el gran hall de la entrada estaba atestado de gente que hacía cola delante de los ascensores. Aníbal cruzó el tumulto, tomó un pasadizo lateral, y en lugar de coger alguna de las escaleras que daban a las luminosas oficinas de los altos, desapareció por una especie de escotilla que comunicaba al sótano.
—¡Ya llegó el hombre! – exclamó, entrando en una habitación cuadrangular, donde tres empleados se dedicaban a clasificar documentos. Pero ni Rojas ni Pinilla ni Calmet levantaron la cara.
—¿Sabes lo que es el occipucio? – Preguntaba Rojas.
—¿Occipucio? Tu madre, por si acaso – Respondió Calmet.
—Gentuza – dijo Aníbal —. No saben ni saludar.
Solo en ese momento sus tres colegas se percataron que Aníbal Hernández llevaba un termo azul cruzado, un paquete en la mano derecha y dos botellas envueltas en papel celofán, apretadas contra el corazón.
—Mira, se nos vuelve a casar el viejo – dijo Pinilla.
—Yo diría que es su santo – agregó Rojas.
—Nada de eso – protestó Aníbal —. Óiganlo bien: hoy, primero de abril, cumplo veinticinco años en el Ministerio.
—¿Veinticinco años? Ya debes ir pensando en jubilarte – dijo Calmet —. Pero la jubilación completa. La del cajón con cuatro cintas.
—Más respeto – dijo Aníbal —.Mi padre me enseñó a entrar en palacio y en choza. Tengo boca para todo gentuza.
La puerta se abrió en ese momento y por las escaleras descendió un hombre canoso, con anteojos.
—¿Están listas las copias? El secretario del Ministerio las necesita para las diez.
—Buenos días, señor Gómez – dijeron los empleados —. Allí se las hemos dejado al señor Hernández para que las empareje.
Aníbal se acercó al recién llegado, haciéndole una reverencia.
—Señor Gómez, sería para mí un honor que usted se dignase hacerse presente…
—¿Y las copias?
—Justamente, las copias, pero sucede que hoy hace exactamente veinticinco años que…
—Vea, Hernández, hágame antes esas copias y después hablaremos.
Sin decir más, se retiró. Aníbal quedó mirando la puerta mientras sus tres compañeros se echaban a reír.
—¿Es verdad entonces? – preguntó Calmet.
—Es un trabajo urgente, viejo – intervino Pinilla.
—¿Y cuándo le he corrido yo al trabajo? – se quejó Aníbal —. Si hoy me he retrasado es por ir a comprar las empanadas y el champán. Todo para invitar a los amigos. Y no sigas hablando que te pongo la pata de chalina.
Empujando una puerta con el pie, penetró en la habitación contigua, minúsculo reducto donde apenas cabia una mesa en la cual dejó sus paquetes, junto a la guillotina para cortar papel. La luz penetraba por una alta ventana que daba a la avenida Abancay. Por ella se veían durante el día, zapatos, bastas de pantalón, de vez en cuando algún perro que se detenía ante el tragaluz como para espiar el interior y terminaba por levantar una pata para mear con dignidad.
—Siempre lo he dicho – rezongó —. En palacio y en choza. Pero eso sí, el que me busca me encuentra.
Quitándose el saco, lo colgó cuidadosamente en un gancho y se puso un mandil negro. En la mesa había ya un alto de copias fotostáticas. Acecándose a la guillotina, empezó su trabajo de verdugo. Al poco rato Pinilla asomó.
—Dame las cincuenta primeras para llevárselas al jefe.
—Yo se las voy a llevar – dijo Aníbal —. Y oye bien lo que te voy a decir: cuando tú y los otros eran niños de teta, yo trabajaba ya en el Ministerio. Pero no en este edificio, era
una casa vieja del centro. En esa época…
—Ya sé, ya sé, las copias.
—No sabes. Y si lo sabes. Es bueno que te lo repita. En esa época yo era jefe del
servicio de Almacenamiento.
—¿Han oído? – preguntó Pinilla volviéndose hacia sus dos colegas.
—Si – contestó Calmet —. Era jefe del Servicio de Almacenamiento. Pero cambió el gobierno y tuvo que cambiar de piso. De arriba a abajo. Mira, aquí hay cien papeles más para cortar, en el orden en el que están.
—Oye tú, Calmet, hijo de la gran… bretaña. Tú tienes sólo dos años aquí. Estudiaste para abogado, ¿verdad? Para aboasto no seria. Pues te voy a decir algo más: Gómez, nuestro jefe, entró junto conmigo. Claro, ahora ha trepado. Ahora es un señor, ¿no?.
—Las copias y menos labia.
Aníbal cogió las copias emparejadas y se dirigió hacia la escalera.
—Y todavía hay una cosa: el Director de Educación Secundaria, don Paúl Escobedo, ¿lo conocen? Seguramente ni le han visto el peinado. Don Paúl Escobedo vendrá a tomar una copa conmigo. Ahora lo voy a invitar, lo mismo que a Gómez.
—¿Y porqué no al ministro?— preguntó Rojas pero ya Aníbal se lanzaba por las escaleras para llevar las copias a su jefe.
Gómez lo recibió serio:
—Esas copias me urgen, Aníbal. No quise decírtelo delante de tus compañeros pero tengo la impresión que hoy llegaste con bastante retraso.
—Señor Gómez, he traído unas botellitas para festejar mis veinticinco años de servicio. Espero que no me va a desairar. Allá las he dejado en el sótano. ¡Ya tenemos veinticinco años aquí!
—Es verdad – dijo Gómez.
—Irán todos los muchachos del servicio de fotografías, los miembros de la Asociación de Empleados y don Paúl Escobedo.
—¿Escobedo? – preguntó Gómez —. ¿El director?
—Hace diez años trabajamos juntos en la Mesa de Partes. Después él ascendió. Tú estabas en provincia en esa época.
—Está bien, iré. ¿A qué hora?
—A golpe de doce, para no interrumpir el servicio.
En lugar de bajar a su oficina, Aníbal aprovechó que un ascensor se detenía para colarse.
—Al veintavo, García – dijo al ascensorista y acercándose a su oído agregó —: Vente a la oficina de copias fotostáticas a mediodía. Cumplo veinticinco años de servicio. Habrá champán.
En la puerta del despacho del director Escobedo, un ujier lo detuvo.
—¿Tiene cita?
—¿No me ve con mandil? Es por un asunto de servicio.
Pero salvado este primer escollo, tropezó con una secretaria que se limitó a señalarle la sala de espera atestada.
—Hay once personas antes que usted.
Aníbal vacilaba entre irse o esperar, cuando la puerta del director se abrió y don Paúl
Escobedo asomó conversando con un señor, al que acompañó hasta el pasillo.
—Por supuesto, señor diputado – dijo, retornando a su despacho.
Aníbal lo interceptó.
—Paúl un asintió.
—Pero bueno, Hernández, ¿qué se te ofrece?
—Fíjate, Paúl, una cosita de nada.
—Espera, ven por acá.
El director lo condujo hasta el pasillo.
—Tú sabes. Mis obligaciones…
Aníbal le repitió el discurso que había repetido ante el señor Gómez.
—¡En los líos que me metes, caramba!
—No me dejes plantado, Paúl, acuérdate de las viejas épocas.
—Iré, pero eso sí, sólo un minuto. Tenemos una reunión de directores, luego un almuerzo.
Aníbal agradeció y salió disparado hacia su oficina. Allí sus tres colegas lo esperaban coléricos.
—¿Así que en la esquina, tomándose un cordial? ¿Sabes que han mandado tres veces por las copias?
—Toquen esta mano – dijo Aníbal —. Huélanla, denle una lamidita, zambos. Me la ha apretado en director. ¡Ah, pobres diablos! No saben ustedes con quién trabajan.
Poco antes del medio día, después de haber emparejado quinientas copias, Aníbal se dio cuenta que no tenía copas. Cambiando su mandil por su saco cruzado, corrió a la calle. En la chingana de la esquina se tomó una leche con coñac y le explicó su problema al
patrón.
—Tranquilo, don Aníbal. Un amigo es un amigo. ¿Cuántas necesita?
Con veinticuatro copas en una caja de cartón, volvió a la oficina. Allí encontró al ascensorista y a tres empleados de la Asociación. Sus colegas, después de poner un poco de orden, habían retirado de una mesa todos los implementos de trabajo para que sirviera de buffet.
Aníbal dispuso encima de ella las empanadas, las copas y las botellas de champán, mientras por las escaleras seguían llegando invitados. Pronto la habitación estuvo repleta de gente. Como no había suficientes ceniceros echaban la ceniza al suelo. Aníbal notó que los presentes miraban con insistencia las botellas.
—Hace calor – decía alguien.
Como las alusiones se hacían cada vez más clamorosas, no le quedó más remedio que descorchar su primera botella, sin esperar la llegada de sus superiores.
—Aníbal se ha rajado con su champán – decía Pinilla.
—Ojalá que todos los días cumpla bordas de plata.
Aníbal pasó las empanadas en un portapapeles, pero a mitad de su recorrido las empanadas se acabaron.
—Excusas – dijo —. Uno siempre se queda corto.
Por atrás alguien murmuró:
—Deben ser de la semana pasada. Ya me reventé el hígado.
Temiendo que su segunda botella de champán se terminara, Aníbal sirvió apenas undedo en cada copa. Éstas no alzanzaban.
—Tomaremos por turnos – dijo Aníbal —. Democráticamente. ¿Nadie tiene miedo al contagio?
—¿Para eso me han hecho venir? – volvió a escucharse al fondo.
Aníbal trató de identificar al bromista, pero sólo vio un centenar de rostros amables que
sonreían.
—¿Qué esperamos para hacer el primer bindris? – preguntó Calmet —. Esto se me va a evaporar.
Pero en ese momento el grupo se hendió para dejar paso al señor Gómez. Aníbal se
precipitó hacia él para recibirlo y ofrecerle una copa más generosa.
—¿No ha venido el director Escobedo? – le preguntó en voz baja.
—Ya no tarda – dijo Aníbal —. De todos modos haremos el primer brindis.
Después de carraspear varias veces logró imponer un poco de silencio a su alrededor.
—Señores – dijo —. Les agradezco que hayan venido, que se hayan dignado realzar
su presencia en este modesto agapé. Levanto esta copa y les digo a todos los presentes: prosperidad y salud.
Los salud que respondieron en coro ahogaron el comentario del bromista:
—¿Y con qué brindo? ¿Quieren que me chupe el dedo?
Aníbal se apresuró a llenar las copas vacías que se acumulaban en la mesa y las repartió entre sus invitados. Al hacerlo, notó que estos se hallaban un poco cohibidos por la presencia del señor Gómez; no se atrevían a entablar una conversación general y preferían hacerlo por parejas, de modo que su reunión corría el riesgo de convertirse en una yuxtaposición de diálogos privados, sin armonía ni comunicación entre sí. Para relajar la atmósfera, empezó a relatar una historia graciosa que le había ocurrido hacía quince años, cuando el señor Gómez y él trabajaban juntos en el servicio de mensajeros. Pero para asombro suyo Gómez le interrumpió:
—Debe de ser un error, señor Hernández, en esa época yo era secretario de la biblioteca.
Algunos de los presentes rieron y otros, defraudados por la pobreza del trago, se aprestaron a retirarse con disimulo, cuando por las escaleras apareció el director Paúl Escobedo.
—¡Pero esto parece una asamblea de conspiradores! – exclamó, al encontrarse en el estrecho reducto —. Se diría que están tramando echar abajo el ministerio. ¿Qué tal, Aníbal? Vamos durando viejo. Es increíble que haya pasado, ¿cuánto dijiste?, casi un cuarto de siglo desde que entramos a trabajar. ¿Ustedes saben que el señor Hernández y yo fuimos colegas en la Mesa de Partes?.
Aníbal destapó de inmediato su segunda botella, mientras el señor Gómez, rectificando un desfallecimiento de su memoria decía:
—Ahora que me acuerdo, es cierto lo que decía antes, Aníbal, cuando estuvimos en el servicio de mensajeros…
Aníbal llenó las copas de sus dos superiores, se sirvió para sí una hasta el borde y abandonó la botella al resto de los presentes.
—¡Ha servirse muchachos! Como en su casa.
Los empleados se acercaron rápidamente a la mesa, formando un tumulto, y se repartieron el champán que quedaba entre bromas y disputas. Mientras Aníbal avanzaba hacia sus dos jefes con su copa en la mano se dio cuenta que al fin la reunión cuajaba. El director Escobedo se dirigía familiarmente a sus subalternos, tuteándolos, dándoles palmaditas en la espalda, mientras Gómez pugnaba por entablar con su jefe una conversación elevada.
—Sin duda esto es un poco estrecho – decía —. Yo he elevado un memorándum al señor ministro en el que hablo del espacio vital.
—Lo que sucede es que faltó previsión – respondió Escobedo —. Una participación como la nuestra necesita duplicar su presupuesto. Veremos si este año podemos hacer algo.
—¡Viva el señor director! – Exclamó Aníbal, sin poderse contener.
Después de un momento de vacilación, los empleados respondieron en coro:
—¡Viva!
—¡Viva nuestro ministro!
Los vivas se repitieron.
—¡Viva la Asociación de Empleados y su justa lucha por sus mejoras materiales! – gritó alguien a quien, por suerte, le había tocado tres ruedas de champán. Pero su arenga no encontró eco y las pocas respuestas que se articularon quedaron coaguladas en una mueca en la boca de sus gestores.
—¿Me permiten unas breves palabras? – dijo Aníbal, sorbiendo el corcho de su champán — . No se trata de un discurso. Yo he sido siempre un mal orador. Sólo unas palabras emocionadas de un hombre humilde.
En el silencio que se hizo, alguien decía en el fondo de la pieza:
—¿Champán? ¡Esto es un infame espumante!
Aníbal no oyó esto, pero sí al director Escobedo, que se apresuró a intervenir.
—Nos agradaría mucho, Aníbal. Pero esto no es una ceremonia oficial. Estamos reunidos entre amigos sólo para beber una copa de champán en tu honor.
—Solo dos palabras –insistió Aníbal —. Con el permiso de ustedes, quiero decirles algo que llevo aquí en el corazón; quiero decirles que tengo el orgullo, la honra, mejor dicho, el honor imperecedero, de haber trabajado veinticinco años aquí… Mi querida esposa, en paz descanse, quiero decir la primera, pues mis colegas saben que enviudé y contraje segundas nupcias, mi querida esposa siempre me dijo: Aníbal, lo más seguro es el ministerio. De allí no te muevas. Pase lo que pase. Con terremoto, con revolución. No ganarás mucho, pero al fin de mes tendrás tu paga fija, con que, con que…
—Con que hacer un sancochado.— dijo alguien.
—Eso – convino Aníbal —. Un sancochado. Yo le hice caso y me quedé, para felicidad mía. Mi trabajo lo he hecho siempre con toda voluntad, con todo cariño. Yo he servido a mi patria desde aquí. Yo no he tenido luces para ser un ingeniero, un ministro, un señorón de negocios, pero en mi oficina he tratado de dejar bien el nombre del país.
—¡Bravo! – gritó Calmet.
—Es cierto que en una época estuve mejor. Fue durante el gobierno de nuestro ilustre presidente José Luis Bustamante, cuando era jefe del servicio del almacenamiento. Pero no e puedo quejar. Perdí mi rango, pero no perdí mi puesto. Además, ¿qué mayor recompensa para mí que contar ahora con la presencia del director don Paúl Escobedo y de nuestro jefe, señor Gómez?
Algunos empleados aplaudieron.
—No es para tanto – intervino Aníbal —. Aún no he terminado. Yo decía, ¿qué mayor orgullo para mí que contar con la presencia de tan notorios caballeros?. Pero no quiero tampoco dejar pasar la ocasión de recordar en estos momentos de emoción a tan buenos compañeros aquí presentes, como Aquilino Calmet, Juan Rojas, y Eusebio Pinilla, y a tantos otros que cambiaron de trabajo o pasaron por a mejor vida. A todos ellos va mi humilde, mi amistosa palabra.
—Fíjate, Aníbal – intervino nuevamente Escobedo mirando su reloj —. Me vas a disculpar…
—Ahora termino— prosiguió Aníbal —. A todos va mi humilde, mi amistosa palabra. Por eso es que, emocionado, levanto mi copa y digo: ése ha sido uno de los más bello días de mi vida. Aníbal Hernández, un hombre honrado, padre de seis hijos, se lo dice con toda sinceridad. Si tuviera que trabajar veinte años más acá, lo haría con gusto. Si volviera a nacer, también. Si Cristo recibiera en el Paraíso a un pobre pecador como yo y le preguntara, ¿qué quieres hacer?, yo le diría: trabajar en el servicio de copias del Ministerio de Educación. ¡Salud, compañeros!
Aníbal levantó su copa entre los aplausos de los concurrentes. Fatalmente, a nadie le quedaba champán y todos se limitaron a hacer un brindis simbólico.
—Muy bien, Aníbal; mis felicitaciones otra vez. Pero ahora me disculpas. Como te dije, tengo una serie de cosas por hacer.
Saludando en bloque al resto de los empleados, se retiró deprisa, seguido de cerca por el señor Gómez. El resto fue desfilando ante Aníbal para estrecharle la mano y despedirse. En pocos segundos el sótano quedó vacío.
Aníbal miró su reloj, comprobó que eran las doce y media y se precipitó a su reducto para pasarse por los zapatos una franela que guardaba en su armario. Su mujer le había dicho que no se demorara, pues le iba a preparar un buen almuerzo. Sería conveniente pasar por una bodega para llevar una botella de vino.
Cuando se lanzaba por las escaleras, se detuvo en seco. En lo alto de ellas estaba el señor Gómez, inmóvil, con las manos en los bolsillos.
—Todo está muy bien, Aníbal, pero esto no puede quedar así. Estarás de acuerdo en que la oficina parece un chiquero. ¿Me haces el favor?.
Sacando una mano del bolsillo, hizo un gesto circular, como quien pasa un estropajo, y dando media vuelta desapareció.
Aníbal, nuevamente solo, observó con atención su contorno: el suelo estaba lleno de colillas, de pedazos de empanada, de manchas de champán, de palitos de fósforos quemados, de fragmentos de una copa rota. Nada estaba en su sitio. No era solamente un sótano miserable y oscuro, sino – ahora lo notaba— una especie de celda, un lugar de expiación.
—¡Pero mi mujer me espera con el almuerzo! –se quejó en alta voz, mirando a lo alto de las escaleras. El señor Gómez había desaparecido. Quitándose el saco, se levantó las mangas de la camisa, se puso en cuatro pies y con una hoja de periódico comenzó a recoger la basura, gateando por debajo las mesas, sudando, diciéndose que si no fuera una caballero les pondría a todos la pata de chalina.

(París, 1967)

Julio Ramón Ribeyro: El profesor suplente. Cuento

julio_ramon_ribeyro_gaHacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
—¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
—Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
—No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición – que le recordó a los jurados de su infancia – fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
—Por favor – decía — ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
—¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! – Balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

(Amberes, 1975)

Julio Ramón Ribeyro: La insignia. Cuento

Julio Ramón Ribeyro 8Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: «Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo».
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: «Aquí tenemos libros de Feifer». Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: «Feifer estuvo en Pilsen». Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: «Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga». Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
—Es usted nuevo, ¿verdad? —me interrogó, un poco desconfiado.
—Sí —respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia—. Tengo poco tiempo.
—¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
—Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
—¿Quién? ¿Martín?
—Sí, Martín.
—¡Ah, es un colaborador nuestro!
—Yo soy un viejo cliente suyo.
—¿Y de qué hablaron?
—Bueno… de Feifer.
—¿Qué le dijo?
—Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía —¿No lo sabía?
—No —repliqué con la mayor tranquilidad.
—¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
—Eso también me lo dijo.
—¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
—En efecto —confirmé— Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
—Tráigame en la próxima semana —dijo— una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
—¡Admirable! —exclamó— Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. «Ha ascendido usted un grado», me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)

Julio Ramón Ribeyro: Interior «L». Cuento

JRREl colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.
—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamenre preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.
—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente —y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.
—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.
—¿Y esa tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.
—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco?
Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida.
Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa.
Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.
—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y…
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya.
Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en que la
solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.
Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú… ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud te pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.
Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!…
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.
Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.
Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho
calor. Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación.
El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareciócon el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo.
El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarte estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.
—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras canto la chica puede necesitar algo.
De modo que lo mejor es que usted acepte esto… —y se llevó la mano a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces.
Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «…el juez se entenderá con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo.
Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El
recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo:
«¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.
El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.
Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras
sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco.
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse… ¿era imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:
—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.
Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)

Julio Ramón Ribeyro: Mar adentro. Cuento

imagen-ribeyroDesde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.
—¿Faltará mucho para amanecer?
Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar negra.
Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él, precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:
—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la barraca, agitando la sartén del pescado.
Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus compañeros.
—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa sorda.
Más tarde habló otra vez:
—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—. Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.
Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además, estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.
—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.
Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.
—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—. Échate un trago y pásamela.
Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.
Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar. Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.
Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado. —Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo su salario.
El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento. ¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido. Para cerciorarse, aventuró una pregunta.
—¿Sigues jugando a los dados?
Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una respuesta.
—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—: Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su asiento como si buscara algo. Por
último se recostó en la proa y comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar. Quiero silbar también… —Y sus silbidos viajaban hacia la costa, detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.
Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada. Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.
—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva voz. —Estuve toda la noche —replicó Janampa.
Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué importancia tendría recordarlo?
—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se gozara en su secreto.
Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo el cordón de sábanas flotantes.
—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de pescador y soy soltero.
Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:
—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto antes.
La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de barriada vanidoso y violento.
—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el caldo… Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.
Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo, que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se dedicaba a la pesca.
—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.
Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo desde atrás, lo golpeó como una pedrada.
—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?
Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la orilla:
—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en cuando cae bien. Se toma el fresco…
La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado. Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto, con las manos aferradas a los remos inmóviles.
—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano… —empezó Janampa— y no apagaban el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta… —replicó Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.
Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio, que miraba hacia atrás.
—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos. ¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.
A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces caminando por la orilla.
—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.
Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.
—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando… Ya, sin embargo, todo se ha arreglado…
Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto. Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma. La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era casi como una mano tercamente apoyada en él.
—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos de Janampa y los vio aproximarse decididamente.
Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del pescado.
¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar… Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»…
—Ya me tienes aquí… —murmuró y quiso añadir algo más, hacer alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer…
Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.
—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.
Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde, pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas… Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado…
—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.
Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la hora de la puñalada.

(París, 1954)

Julio Ramón Ribeyro: La solución. Cuento

20080918060044—Bueno, Armando, vamos a ver, ¿qué estás escribiendo ahora?
La temida pregunta terminó por llegar. Ya habían acabado de cenar y estaban ahora en el salón de la residencia barranquina, tomando el café. Por la ventana entreabierta se veían los faroles del malecón y la niebla invernal que subía de los acantilados.
—No te hagas el desentendido —insistió Oscar— Ya sé que a los escritores no les gusta a veces hablar de lo que están haciendo. Pero nosotros somos de confianza. Danos esa primicia.
Armando carraspeó, miró a Berta como diciéndole qué pesados son nuestros amigos, pero finalmente encendió un cigarrillo y se decidió a responder.
—Estoy escribiendo un relato sobre la infidelidad. Como verán ustedes, el tema no es muy original. ¡Se ha escrito tanto sobre la infidelidad! Acuérdense de Rojo y Negro, Madame Bovary, Ana Karenina, para citar sólo obras maestras… Pero, precisamente, yo me siento atraído por lo que no es original, por lo ordinario, por lo trillado… Al respecto he interpretado a mi manera una frase de Claude Monet: el tema es para mí indiferente; lo importante son las relaciones entre el tema y yo.. Berta, por favor, ¿por qué no cierras la ventana? ¡Se nos está metiendo la neblina!
—Como preámbuló no está mal —dijo Carlos— Vamos ahora al grano.
—A eso voy. Se trata de un hombre que sospecha de pronto que su mujer lo engaña. Digo de pronto pues en veinte o más años de casados nunca le había pasado esta idea por la cabeza. El hombre, que para el caso llamaremos Pedro o Juan, como ustedes quieran, había tenido siempre una confianza ciega en su mujer y como adamás era un hombre liberal, moderno, le permitía tener lo que se llama su «propia vida», sin pedirle jamás cuentas de nada.
—El marido ideal —dijo Irma— ¿Me escuchas Oscar?
—En cierto sentido sí —prosiguió Armando— El marido ideal… Bueno, como decía, Pedro, lo llamaremos así, comienza a dudar de la fidelidad de su mujer. No voy a entrar en detalles sobre las causas de esta duda. Lo cierto es que cuando esto ocurre siente que el mundo se le viene abajo. No solo porque él le había sido siempre fiel, salvo aventurillas sin consecuencia, sino porque quería profundamente a su mujer. Sin la pasión de la juventud, claro, pero quizás en forma más perdurable, como pueden ser la comprensión, el respeto, la tolerancia; todas esas pequeñas atanciones y concesiones que nacen de la rutina y en las que se funda la convivencia conyugal.
—Eso de la rutina no me gusta —dijo Carlos— La rutina es la negación del amor.
—Es posible —dijo Armando— Aunque esa me parece una frase como cualquier otra. Pero déjame continuar. Como decía, Pedro sospecha que su mujer lo engaña. Pero como se trata sólo de una sopecha, tanto más angustiosa cuanto incierta, decide buscar pruebas. Y mientras busca las pruebas de esta infidelidad descubre una segunda infidelidad, más grave todavía, pues databa de más tiempo y era más apasionada.
—¿Qué pruebas eran? —preguntó Oscar— Sobre este asunto de la infidelidad las pruebas son difíciles de producir.
—Digamos cartas o fotos o testimonios de personas de absoluta buena fe. Pero esto es secundario por ahora. Lo cierto es que Pedro se hunde un grado más en la desesperación, pues ya no se trata de uno sino de dos amantes: el más reciente, del cual tiene saspechas y el más antiguo, del cual cree tener pruebas. Pero el asunto no termina allí. Al seguir investigando sobre la frecuencia, la gravedad, las circunstancias de este segundo engaño, descubre la presencia de un tercer amante y al tratar de averiguar algo más sobre este tercero aparece un cuarto…
—Una Mesalina, quieres decir —intervino Carlos— ¿Cuántos tenía al fin?
—Para los efectos del relato me bastan cuatro. Es la cifra apropiada. Aumentarla habría sido posible, pero me hubiera traído problemas de composición. Bueno, la mujer de Pedro tenía pues cuatro amantes. Y simultáneamente además, lo que no debe extrañar pues los cuatro eran muy diferentes entre sí (uno bastante menor que ella, otro mayor, uno muy culto y fino, otro más bien ignorante, etc.) de modo que satisfacían diversas apetencias de su carne y de su espíritu.
—¿Y qué hace Pedro? —preguntó Amalia.
—A eso voy. Imaginarán ustedes el horrible estado de angustia, de rabia, de celos en que esta situación lo pone. Muchas páginas del relato estarán dedicadas al análisis y descripción de su estado de ánimo. Pero esto se los ahorro. Solo diré que, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad y sobre todo a su sentido exacerbado del decoro, no deja traslucir sus sentimientos y se limita a buscar solo, sin confiarse a nadie, la solución de su problema.
—Eso es lo que queremos saber —dijo Oscar— ¿Qué demonios hace?
—Para ser justo, yo tampoco lo sé. El relato no está terminado. Pienso que Pedro se plantea una serie de alternativas, pero no sé aún cuál es la que va a elegir… Por favor, Berta, ¿me sirves otro café?… Pero se dice, en todo caso, que cuando surge un obstáculo en nuestra vida hay que eliminarlo; para restablecer la situación original. ¡Pero, claro, no se trata de un obstáculo sino de cuatro! Si solo existiera un amante no vacilaría en matarlo…
—¿Un crimen? —preguntó Irma— ¿Pedro sería capaz de eso?
—Un crimen, sí. Pero un crimen pasional. Ustedes saben que la legislación penal de todo el mundo contiene disposiciones que atenúan la pena en caso de crimen pasional. Sobre todo si un buen abogado demuestra que el agente del crimen lo cometió en estado de pasión violenta. Digamos que Pedro está dispuesto a correr los riesgos del asesinato, sabiendo que dadas las circunstancias la pena no sería muy grave. Pero, como comprenderán, matar a uno de los amantes no resolvería nada, pues quedarían los otros tres. Y matar a los cuatro sería ya un delito muy grave, una verdadera masacre, que le costaría la pena capital. En consecuencia, Pedro descarta la idea del crimen.
—De los crímenes —dijo Irma.
—Justo, de los crímenes. Pero, entonces, se le ocurre una idea genial: enfrentar a los amantes, de modo que sean ellos quienes se eliminen. La idea la concibe así: puesto que son cuatro —y comprenderán ahora por qué ese número me convenía— haré una especie de eliminatorias, como en un torneo deportivo. Enfrentar a dos contra dos y luego a los dos ganadores, de modo que por lo menos tres queden eliminados…
—Eso me parece ya novelesco —dijo Carlos —¿Cómo diablos hace? En la práctica no creo que funcione.
—Pero estamos justamente en el mundo de la literatura, es decir, de la probabilidad. Todo reside en que el lector crea lo que le cuento. Y este es asunto mío. Bueno, Pedro divide a los amantes en el Uno y el Dos y en el Tres y el Cuatro. Mediante cartas anónimas o llamadas telefónicas u otros medios revela al Uno la existencia del Dos y al Tres la existencia del Cuatro. Todo ello mediante una estrategia gradual y una técnica de la perfidia que le permiten despertar en el agente escogido no solo los celos más atroces sino un violento deseo de aniquilar al rival. Me olvidaba decirles que los amantes de Rosa, así llamaremos a la mujer, estaban ferozmente enamorados de ella, se creían los únicos depositarios de su amor y por lo tanto la revelación de la existencia de competidores los ofusca tanto como a Pedro mismo.
—Eso sí es posible —dijo Carlos— Un amante debe tener más celos de otro amante que el mismo marido.
—Para resumir —prosiguió Armando— Pedro lleva tan bien el asunto que el amante Uno mata al Dos y el Tres al Cuatro. Quedan en consecuencia solo dos. Y con estos procede de la misma manera, de modo que el amante Uno mata al Tres. Y al sobreviviente de esta matanza lo mata el propio Pedro, es decir, que comete directamente un solo crimen y como se trata de uno solo y de origen pasional goza de un veredicto benévolo. Y al mismo tiempo logra lo que se había propuesto o sea eliminar los obstáculos que contrariaban su amor.
—Me parece ingenioso —dijo Oscar— Pero insisto en que en la práctica no funcionaría. Suponte que el amante Uno no logre matar al Dos, que simplemente lo hiera. O que el amante Tres, por más que esté enamorado de Rosa, sea incapaz de cometer un crimen.
—Tienes razón —dijo Armando— Y por eso es que Pedro renuncia a esta solución. Eso de enfrentar a los amantes con el fin de que se exterminen no es viable, ni en la realidad ni en la literatura.
—¿Qué hace entonces? —preguntó Berta.
—Bueno, yo mismo no lo sé… Ya les he dicho que el relato no está terminado. Por eso mismo se los cuento. ¿No se les ocurre nada a ustedes?
—Sí —dijo Berta— Divorciarse. ¡Nada más simple!
—Había pensado en eso. Pero, ¿qué resolvería el divorcio? Sería un escándalo inútil, pues mal que bien un divorcio es siempre escandaloso, más aún en una ciudad como esta que, en muchos aspectos, sigue siendo provinciana. No, el divorcio dejaría intacto el problema de la existencia de los amantes y del sufrimiento de Pedro. Y ni siquiera aplacaría su deseo de venganza. El divorcio no sería la buena solución. Pienso más bien en otra: Pedro expulsa a Rosa de la casa, luego de demostrarle e increparle su traición. La pone en la calle brutalmente, con todos sus bártulos o sin ellos. Sería una solución varonil y moralmente justificada.
—Lo mismo pienso yo —dijo Oscar— Una solución de macho. ¡Puesto que me has engañado, toma! Ahora te las arreglas como puedas.
—El asunto no es tan simple —continuó Armando— Y creo que Pedro tampoco elegiría esta solución. La razón principal es que expulsar a su mujer le sería prácticamente insoportable, puesto que lo que él desea es retenerla. Expulsarla sería hacerla aún más dependiente de sus amantes, arrojarla a sus brazos y alejarla más de sí. No, la expulsión del hogar, si bien posible, no resuelve nada. Pedro piensa que lo más sensato sería más bien lo contrario.
—¿Qué entiendes tú por contrario? —preguntó Irma.
—Irse de la casa. Desaparecer. No dejar rastros. Dejar sólo una carta o no dejar nada. Su mujer comprendería las razones de esa desaparición. Irse y emprender en un país lejano una nueva vida, una vida diferente, otro trabajo, otros amigos, otra mujer, sin dar jamás cuenta de su persona. Y ello aún suponiendo que Pedro y Rosa tengan hijos, aunque mejor sería que no los tuvieran, pues complicaría demasiado la historia. Pero Pedro se iría, abandonando incluso a sus supuestos hijos, pues la pasión amorosa está por encima de la pasión paternal.
—Bueno, Pedro se va, ¿y qué? —preguntó Berta.
—Pedro no se va, Berta, no se va. Porque irse tampoco es la buena solución. ¿Qué ganaría con irse? Nada. Perdería más bien todo. Sería un buen recurso si Rosa dependiera económicamente de Pedro, pues tendría al menos ese motivo para sufrir su ausencia, pero había olvidado decirles que ella tenía fortuna personal (padres ricos, bienes de familia, lo que sea), de modo que podría muy bien prescindir de él. Aparte de ello, Pedro ya no es un mozo y le sería difícil emprender una nueva vida en un país nuevo. Obviamente, la fuga beneficiaría solo a su mujer, la que se vería desembarazada de Pedro, estrecharía sus relaciones con sus amantes y podría tener todos los otros que le viniera en gana. Pero la razón principal es que Pedro, así lograra instalarse y prosperar en una ciudad lejana y como se dice «rehacer su vida», viviría siempre atormentado por el recuerdo de su mujer infiel y por el gozo que seguiría procurando y obteniendo del comercio con sus amantes.
—Es verdad —dijo Amalia— Eso de desaparecer, me parece un disparate.
—Pero este recurso de la fuga tiene una variante —empalmó Armando— Una variante que me seduce. Digamos que Pedro no desaparece sin dejar rastros, sino que simplemente se muda a otra casa luego de una serena explicación con su mujer y una separación amigable. ¿Qué puede pasar entonces? Algo que me parece posible, al menos teóricamente. Pero esto requiere cierto desarrollo. ¿Me permiten? Yo pienso que los amantes son raramente superiores a los maridos, no sólo intelectual o moral o humanamente sino hasta sexualmente hablando. Lo que sucede es que las relaciones del marido con la mujer están contaminadas, viciadas y desvalorizadas por lo cotidiano. En ellas interfieren cientos de problemas que nacen de la vida conyugal y que son motivo de constantes discrepancias, desde la forma de educar a los hijos, cuando los hay, hasta las cuentas por pagar, los muebles que es necesario renovar, lo que se debe cenar en la noche…
—Las visitas que es necesario hacer o recibir —añadió Oscar.
—Exacto. Estos problemas no existen en las relaciones entre la mujer y el amante, pues sus relaciones se dan exclusivamente en el plano del erotismo. La mujer y el amante se encuentran sólo para hacer el amor, con exclusión de toda otra preocupación. El marido y la mujer, en cambio, llevan a casa y confrontan a cada momento la carga de su vida en común, lo que impide o dificulta el contacto amoroso. Por ello digo que si el marido se va de la casa, desaparecerían las barreras que se interponen entre él y su mujer, lo que dejaría el campo libre para una relación placentera. En fin, lo que quiero decir es que la separación amigable tendría para Pedro la ventaja de endosar a los amantes los problemas cotidianos, con todo lo que esto trae de perturbador y de destructor de la pasión amorosa. Pedro, al alejarse de su mujer, se acercaría en realidad a ella, pues los amantes terminarían por asumir el papel del marido y él el de amante. Al convivir más estrechamente con los amantes, gracias a la partida de Pedro, y al ver a este solo ocasionalmente, la situación se invertiría y en adelante irían a los amantes las espinas y al marido las rosas. Es decir, Rosa donde Pedro.
—Todo eso me parece muy elocuente y bien dicho —intervino Oscar— Invertir los papeles, gracias a una retirada estratégica. ¡No esta mal! ¿Qué les parece a ustedes? A mi juicio es el mejor recurso.
—Pero no lo es —dijo Armando— Y créanme que me molesta que no lo sea. Un autor, por más frío y objetivo que quiera ser, tiene siempre sus preferencias. ¡Ah, sería maravilloso que las cosas pudieran ocurrir así! Preservar la condición de marido y ser al mismo tiempo el amante. Pero en esta solución hay una o varias fallas. La principal, en todo caso, es que Rosa ya está probablemente cansada de Pedro y no puede soportarlo ni de cerca ni de lejos, ni como marido ni como amante. Todo lo que se relaciona con él está impregnado de las escorias de su vida en común de modo que, por más que no vivieran juntos, le bastaría verlo para que resurgieran en su espíritu todos los fantasmas de su experiencia doméstica. El esposo arrastra consigo la carga de su pasado marital. Lo que le impedirá siempre acercarse a su mujer como un desconocido.
—En definitiva —dijo Carlos— veo que las posibilidades de Pedro se agotan…
—No, hay todavía otra posibilidad. Simplemente no hacer nada, aceptar la situación y continuar su vida con Rosa como si nada hubiera ocurrido. Esta solución me parece inteligente y además elegante. Revelaría comprensión, realismo, sentido de las conveniencias, incluso cierta nobleza, cierta sabiduría. Es decir, Pedro aceptaría tener en la cabeza un par, o mejor dicho, cuatro pares de magníficos cachos y pasar a formar parte resignadamente de la corporación de los cornudos que, como es sabido, es una corporación infinita.
—¡Hum! —dijo Carlos— No estoy de acuerdo con eso. Claro, revela amplitud de espíritu, ausencia de prejuicios, como dices, pero creo que sería poco digno, humillante. Yo al menos no lo aguantaría.
—Yo tampoco —dijo Oscar— Y atención, Amalia. Llegado el caso, que sirva de advertencia.
—¡Oh, qué maridos tenemos! —dijo Amalia— Unos verdaderos falócratas.
—Pero esta alternativa tiene sus ventajas —insistió Armando— La principal es que, al aceptar la situación, Pedro mantendría a su mujer a su lado. Una mujer que lo engaña, es cierto, y que carnal y espiritualmente pertenece a otros, pero que al fin está allí, a su alcance y de la cual puede recibir esporádicamente un gesto errante de cariño. Conservaría no su cuerpo ni su alma, pero sí su presencia. Y esto me parece una maravillosa prueba de amor, de parte de él, una prueba digna de quitarse el sombrero.
—Sombrero que no podría calarse Pedro en su adornadísima cabeza —dijo Oscar— No, evidentemente, no me parece bien eso de aceptar la situación. Consentir, en este caso, es disminuirse como hombre, como marido.
—Es posible —dijo Armando— Pero sigo pensando que sería una solución ponderada y que requiere cierta grandeza de alma. Es preferible quizás ser infeliz al lado de la mujer querida que dichoso lejos de ella… Pero en fin, digamos que tampoco es el buen recurso.
—No puede matar a los amantes… —dijo Carlos— No puede echar a la mujer de la casa, no puede tampoco desaparecer, ni divorciarse, ni acomodarse a la situación. ¿Qué le queda entonces? Hay que reconocer que tu personaje se encuentra metido en menudo lío.
—Hay todavía otro recurso —dijo Armando— Un recurso directo, limpio: suicidarse.
Irma, Amalia y Berta protestaron al unísono.
—¡Ah, no! —dijo Irma— ¡Nada de suicidios! ¡Pobre Pedro! La verdad es que me cae simpático. ¿Y a ti, Berta? Tú que tienes influencia sobre Armando, convéncelo para que no lo mate.
—No creo que lo mate —dijo Berta —El relato se convertiría en un vulgar melodrama. Y además Pedro es demasiado inteligente para suicidarse.
—No sé si será inteligente o no —dijo Oscar— Después de todo es una suposición tuya. Pero la situación es tan enredada que lo mejor sería pegarse un tiro. ¿No crees, Armando?
—¿Un tiro? —repitió Armando— Sí, un tiro… Pero, ¿qué resolvería esto? Nada. No, no creo que el suicidio sea lo indicado. Y no porque se trate de un desenlace melodramático, como dice Berta. A mí me encanta el melodrama y pienso que nuestra vida está hecha de sucesivos melodramas. Lo que ocurre es que esta solución sería tan mala como la de desaparecer sin dejar rastros. Con el agravante de que se trataría de una desaparición sin posibilidad de regreso. Si Pedro se va de la casa le queda la esperanza del retorno y hasta de la reconciliación. ¡Pero si se suicida!
—Es verdad —dijo Carlos— Yo prefiero tener siempre en el bolsillo mi ticket de regreso. Pero tampoco es una solución absurda. Si Pedro se suicida se borra del mundo, borra también a Rosa, a sus amantes, es decir, borra su problema. Lo que es una manera de resolverlo.
—No te falta razón —dijo Armando— Y voy a reconsiderar esta hipótesis. Aunque entre resolver un problema y eludirlo hay una gran diferencia. Y además ¡quién sabe! ¡A lo mejor el dolor de Pedro es tan grande que lo perseguiría más allá de la muerte!
—En buena cuenta tu personaje está fregado —bostezó Oscar— Veo que no has encontrado una solución a tu historia. Pero nuestra historia es que ya pasó la medianoche y que mañana trabajamos. Y nosotros sí tenemos una solución: irnos al tiro.
—Espera —dijo Armando— Me había olvidado de otra posibilidad…
—¿Todavía hay otra? —preguntó Berta.
—Y una de las más importantes. En realidad debería haberla mencionado al comienzo. También es posible que Pedro llegue a la conclusión de que Rosa no le es infiel, que todas las pruebas que ha reunido son falsas. Ustedes saben bien, tratándose de un asunto como este la única prueba plena es el flagrante delito. Todo lo demás, cartas, fotos, testimonios, son recusables. Puede haber error de interpretación, puede tratarse de documentos apócrifos o falsificados, de testimonios malévolos, en fin, de circunstancias que se prestan a una acusación sin fundamento. Y la verdad es que Pedro no tiene la prueba plena.
—¡Acabáramos! —dijo Oscar— Debías haber empezado por allí. Nos has tenido dándole vueltas a un problema que en realidad no existía. ¿Nos vamos, Irma?
—¿No quieren un coñac, una menta? —preguntó Berta.
—Gracias —dijo Carlos— La historia de Armando nos ha divertido, pero Oscar tiene razón, ya es tarde. De todos modos, Armando, espero que cuando nos reunamos la próxima vez hayas terminado tu relato y nos lo puedas leer.
—¡Oh! —dijo Armando— Los relatos que más nos interesan son por lo general aquellos que nunca podemos concluir… Pero esta vez haré un esfuerzo para terminarlo. Y con la buena solución.
—¿Nos traes nuestras cosas, Berta? —dijo Amalia.
—Yo se las traigo —dijo Armando— Pónganse de acuerdo con Berta para la próxima reunión.
Armando se retiró hacia el interior, mientras Berta y las dos parejas se despedían. ¿Dónde sería la próxima cena? ¿Donde Oscar? ¿Donde Carlos? ¿Dentro de quince días? ¿Dentro de un mes? Un ruido seco, perentorio, llegó del fondo de la casa. Quedaron paralizados.
—Se diría un tiro— dijo Oscar.
Berta fue la primera en precipitarse por el corredor, justo cuando Armando reaparecía
llevando un bolso, una bufanda, un abrigo. Estaba pálido.
—¡Curioso! —dijo— Estas son las coincidencias que a uno lo desconciertan. Al buscar una pastilla en mi mesa de noche desplacé mi revólver y no sé cómo salió un tiro. Atravesó el cajón de la mesa y rebotó contra la pared.
—¡Buen susto nos has dado! —dijo Oscar— Es así como ocurren los accidentes. Es por eso que yo jamás tengo armas a la mano. Pon un poco más de atención otra vez.
—¡Va! —dijo Armando— Tampoco hay que exagerar. Después de todo no ha pasado nada. Los acompaño hasta la puerta.
El malecón seguía brumoso. Armando esperó que los autos arrancaran y entrando a la casa corrió el picaporte y regresó a la sala. Berta llevaba a la cocina los ceniceros sucios.
—Ya mañana la muchacha pondrá orden aquí. Estoy muy cansada ahora.
—Yo en cambio no tengo sueño. La conversación me ha dado nuevas ideas. Voy a trabajar un momento en mi relato. No me has dicho qué te pareció…
—Por favor, Armando, te digo que estoy cansada. Mañana hablaremos de eso.
Berta se retiró y Armando se dirigió a su escritorio. Largo rato estuvo revisando su manuscrito, tarjando, añadiendo, corrigiendo. Al fin apagó la luz y pasó al dormitorio. Berta dormida de lado, su lámpara del velador encendida. Armando observó sus rubios cabellos extendidos sobre la almohada, su perfil, su delicioso cuello, sus formas que respiraban bajo el edredón. Abriendo el cajón de su mesa de noche sacó su revólver y estirando el brazo le disparó un tiro en la nuca.

Julio Ramón Ribeyro: La molicie. Cuento

20070904-escritor_peruano_Julio_Ramon_RibeyroMi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.
Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.
A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.
A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.
A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta— habían perecido estrepitosamente.
La poca gente que disponía de recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.
Las siete de la noche era la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brlllaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.
Al promediar la estación la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fué la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba —pilas de carbón vegetal, víveres malolientes— fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?), la cuenta de los días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Eramos fardos de materia viva, desposeidos de toda humanidad.
¿Cuanto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no podria decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca— la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.
Madrid, 1953

 

Gabriel García Márquez: Me alquilo para soñar. Cuento

4jm2QnuIRsIA las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
— Lo que ese sueño significa — dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem- plar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡bogavante, y me dijo en voz muy baja:
alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
— Sólo la poesía es clarividente — dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.
— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.
— ¿Ya está escrito?
— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebrade la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y unaenorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?
— Nada — me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

Gabriel García Márquez: Buen viaje, Señor Presidente. Cuento

1.-gabriel-garcia-marquez-610x430ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
— Señor presidente — murmuró.
— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
— No me dirá que es médico — le dijo el presidente.
— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
— ¿De dónde es usted?
— Del Caribe.
— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
— Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
— Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
— Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
— ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero.
— Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
— Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no
parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
— ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón.
— No — dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
— Para esos — dijo— tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
— No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono.
— En realidad, tengo prohibido todo.
— También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
— ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto escolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró.
«Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
— Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
— Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
— ¡Era una criatura!
— Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
— Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted — dijo.
— Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
— ¿Y luego?
— ¿Quién lo puede saber más que usted? — dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
— Lo que no me explico — dijo— es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no- che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
— Me alegro que lo haya hecho — dijo el presidente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
— No es justo.
— ¿Por qué? — preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
— Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina— dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
— Sin embargo — dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
— Sus probabilidades de salir bien son muy altas— dijo Homero. El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
— ¡Ah caray! — exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
— En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias — dijo Homero.
— Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
— En todo caso, usted no moriría en vano — dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad. El presidente fingió un asombro cómico.
— Gracias por prevenirme — dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
— Había decidido no preocuparme por mi cadáver, — dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
— Será inútil — bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
— Ha sido un placer — concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
— ¿Y por qué no antes? — dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas.
— Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto — dijo él—. Dígame cuándo.
— El jueves es mi día libre — dijo Homero.
— Perfecto — dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
— Yo pasaré a recogerlo — dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l’Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
— Correcto, — dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
— Claro, señor — dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios.
En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la re- sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem.
«No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
— ¡Entonces no hay nada que hacer! — exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
— A lo mejor es pobre de verdad — dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
— Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa es ser pendejo — dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
— No más eso nos faltaba, — gritó Lazara— que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare- ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
— ¿Qué día nació usted?
— Once de marzo.
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d’un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo — dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.
— Sáyago,— dijo Homero.
— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le preguntó. Homero, alarmado, intervino:
— Son mentiras.
— Son mentiras y no lo son — dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
— ¡Ah, caray! — dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
— La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia.
— Ese es el presidente mejor tumbado del mundo — dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
— Y todo eso — concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
— ¿Qué puede ganar con eso? — dijo Homero.
— Nada — dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
— ¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
— Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante — le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos:
varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
— Es todo lo que me queda en la vida — dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
— No creo que alguien tenga facturas de cosas así — dijo. Homero fue inflexible.
— En ese caso — reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara. Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
— No seas bruto, negro — dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
— Carajo — dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
— ¿Y por qué no? — dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
— Por tacaño — dijo Lazara.
— O por pobre — dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
— ¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.
— Me lo imagino — dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.
— ¿Cómo lo sabe?
— Por el modo de ser — dijo Lazara. Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
— ¿De dónde viene todo esto?
— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
— Ocurre a menudo, señora.
— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
— ¿También esto? — preguntó el joyero.
— Todo — dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
— Ya vendimos uno — dijo el presidente.
— Si, pero no por el reloj sino por el oro.
— También este es de oro — dijo el presidente.
— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
— Además — dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d’Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
— Carajo — dijo.
— ¿Qué?
_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea- lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poetaAimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial.

Junio 1979

Charles Bukowski: Quince centímetros. Cuento

88-SOLOBUKOWSKILos primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.

—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.

—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.

Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.

—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?

—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.

—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.

—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.

—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.

—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.

—¿Cómo lo sabes? .

—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.

—¿Qué les pasó?

—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente… podías verles irse, desvanecerse. ..

—¿Qué quieres decir?

—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.

Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.

—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.

—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?

—Lo sé —dijo ella.

—No me dijo mucho.

—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.

—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.

—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.

Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.

Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:

—¡Quítate esa maldita ropa!

—¿Cómo dices, querida?

—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!

No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!

—¿Cómo dices, querida?

—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!

—Pero querida, qué te pasa… ¿Estás en plan de bronca esta noche?

—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!

Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.

—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células…

Me atizó otra vez, varias veces.

—¡Ay! ¡Que duele, querida!

—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!

—¿Yo mismo?

—¡Sí, venga, condenado!

Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.

—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.

Yo supuse que era amor y decidí cooperar… Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.

—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!

—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.

—¿Qué conseguiremos?

—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.

-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.

—Ya lo verás, ya.

Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.

—¿Te pegaste hoy en los lomos?

—¡Si, mierda, sí!

—¿Cuántas veces?

—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.

Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no…

La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.

Una noche di en la báscula los setenta kilos.

—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!

Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.

—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.

—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?

Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:

—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.

—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.

—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.

Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban… y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.

Una noche me subí a la báscula.

Sesenta kilos.

—Oye Sara, ven.

—Sí, querido…

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué?

—Parece que estoy encogiendo.

—¿Encogiendo?

—Sí, encogiendo.

—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!

Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.

—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.

Trazó la raya.

Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.

—Sí, niño bobo.

.—Vamos, traza la raya.

Trazó la raya.

Me volví.

—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!

—Niño bobo…

Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.

Me subí en la silla que había frente a su mesa.

—¿Henry Markson Jones II?

—Sí señor, dígame.

—¿Es usted Henry Markson Jones II?

—Claro señor.

—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto… quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero…

—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.

—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.

Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así…

Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.

Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.

—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!

Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.

—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!

—¡No soy un pato, soy un hombre!

—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!

Y me cogía y me besaba con sus labios rojos…

Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:

—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!

En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.

Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.

Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:

sí, no soy más que un mosquito,

no hay problema mientras no me pongo caliente,

entonces no tengo dónde meterla,

salvo en una maldita cabeza de alfiler.

Sara aplaudía y se reía.

si quieres ser almirante de la marina de la reina 

no tienes más que hacerte del servicio secreto, 

conseguir quince centímetros de altura 

y cuando la reina vaya a mear 

atisbar en su chorreante coñito…

Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo…

Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.

—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.

—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.

—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.

—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.

—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?

—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.

Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro… había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.

Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.

De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.

—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.

Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí… una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré… El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.

Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.

—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo!  —me dijo.

Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo… me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo… estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.

Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.

Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.

Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo… lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.

Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.

Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.

Entonces quedó inmóvil. Escuché.

Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno…

Se paró.

Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude… peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.

Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.

No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.

El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.

Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.

—¿Oiga, qué demonios es eso?

—¿Qué —preguntó una cliente.

—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.

Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.

—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.

Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.

La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.

Isaac Asimov: Rima ligera. Cuento

asimov (2)La ultima persona en quien se podía pensar como asesina, Mrs. Alvis Lardner. Viuda del gran mártir astronauta, era filantropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y, en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, un genio. Pero, sobre todo, era el ser humano más dulce y bueno que pudiera imaginarse. Su marido, William J. Lardner, murió, como todos Sabemos, por los efectos de la radiación de una bengala solar, después de haber permanecido deliberadamente en el espacio para que una nave de pasajeros llegara sana y salva a la Estación Espacial 5. Mrs. Lardner recibió por ello una pensión generosa que supo invertir bien y prudentemente. Había pasado ya la juventud y era muy rica. Su casa era un verdadero museo. Contenía una pequeña pero extremadamente selecta colección de objetos extraordinariamente bellos. Había conseguido muestras de una docena de culturas diferentes: objetos tachonados de joyas hechos para servir a la aristocracia de esas culturas. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera con pedrería fabricados en América, una daga incrustada de piedras preciosas procedente de Camboya, un par de gafas italianas con pedrería, y así sucesivamente. Todo estaba expuesto para ser contemplado. Nada estaba asegurado y no había medidas especiales de seguridad. No era necesario ningún convencionalismo, porque Mrs. Lardner tenía gran número de robots a su servicio y se podía confiar en todos para guardar hasta el último objeto con imperturbable concentración, irreprochable honradez e irrevocable eficacia. Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y no se supo nunca de ningún intento de robo. Además, había sus esculturas de luz. De qué modo Mrs. Lardner había descubierto su propio genio en este arte, ningún invitado a ninguna de sus generosas recepciones podía adivinarlo. Sin embargo, en cada ocasión en que su casa se abría a los invitados, una nueva sinfonía de luz brillaba por todas las estancias, curvas tridimensionales y sólidos en colores mezclados, puros o fundidos en efectos cristalinos que bañaban a los invitados en una pura maravilla, consiguiendo siempre ajustarse de tal modo que volvían el cabello de Mrs. Lardner de un blanco azulado y dejaban su rostro sin arrugas y dulcemente bello. Los invitados acudían más que nada por sus esculturas de luz. Nunca se repetían dos veces seguidas y nunca dejaban de explorar nuevas y experimentales muestras de arte. Mucha gente que podía permitirse el lujo de tener máquinas de luz, preparaba esculturas como diversión, pero nadie podía acercarse a la experta perfección de Mrs. Lardner. Ni siquiera aquellos que se consideraban artistas profesionales. Ella misma se mostraba encantadoramente modesta al respecto:

— No, no -solía protestar cuando alguien hacia comparaciones líricas-. Yo no lo llamaría «poesía de luz». Es excesivo. Como mucho diría que es una mera «rima ligera».

Y todo el mundo sonreía a su dulce ingenio. Aunque se lo solían pedir, nunca quiso crear esculturas de luz para nadie, sólo para sus propias recepciones.

— Seria comercializarlo -se excusaba. No oponía ninguna objeción, no obstante, a la preparación de complicados hologramas de sus esculturas para que quedaran permanentemente y se reprodujeran en museos de todo el mundo. Tampoco cobraba nunca por ningún uso que pudiera hacerse de sus esculturas de luz.

— No podría pedir ni un penique -dijo extendiendo los brazos-. Es gratis para todos. Al fin y al cabo, ya no voy a utilizarlas más. Y era cierto. Nunca utilizaba la misma escultura de luz dos veces seguidas. Cuando se tomaron los hologramas, fue la imagen viva de la cooperación, vigilando amablemente cada paso, siempre dispuesta a ordenar a sus criados robots que ayudaran.

— Por favor, Courtney -solía decirles-, ¿quieres ser tan amable y preparar la escalera? Era su modo de comportarse. Siempre se dirigía a sus robots con la mayor cortesía. Una vez, hacia años, casi le llamó al orden un funcionario del Departamento de Robots y Hombres Mecánicos.

— No puede hacerlo así -le dijo severamente-, interfiere su eficacia. Están construidos para obedecer órdenes, y cuanto más claramente dé esas órdenes, con mayor eficiencia las obedecerán. Cuando se dirige a ellos con elaborada cortesía, es difícil que comprendan que se les está dando una orden. Reaccionan más despacio. Mrs. Lardner alzó su aristocrática cabeza.

— No les pido rapidez y eficiencia, sino buena voluntad. Mis robots me aman. El funcionario del Gobierno pudo haberle explicado que los robots no pueden amar, sin embargo se quedó mudo bajo su mirada dulce pero dolida. Era notorio que Mrs. Lardner jamás devolvió un robot a la fábrica para reajustarlo. Sus cerebros positrónicos son tremendamente complejos y una de cada diez veces el ajuste no es perfecto al abandonar la fábrica. A veces, el error no se descubre hasta mucho tiempo después, pero cuando ocurre, «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», realiza gratis el ajuste. Mrs. Lardner movió la cabeza y explicó:

— Una vez que un robot entra en mi casa y cumple con sus obligaciones, hay que tolerarle cualquier excentricidad menor. No quiero que se les manipule. Lo peor era tratar de explicarle que un robot no era más que una máquina. Se revolvía envarada:

— Nada que sea tan inteligente como un robot, puede ser considerado como una máquina. Les trato como a personas. Y ahí quedó la cosa. Mantuvo incluso a Max, que era prácticamente un inútil. A duras penas entendía lo que se esperaba de él. Pero Mrs. Lardner lo solía negar insistentemente y aseguraba con firmeza:

— Nada de eso. Puede recoger los abrigos y sombreros y guardarlos realmente bien. Puede sostener objetos para mi. Puede hacer mil cosas.

— Pero, ¿por qué no le manda reajustar? -preguntó una vez un amigo.

— No podría. Él es así. Le quiero mucho, ¿sabes? Después de todo, un cerebro positrónico es tan complejo que nunca se puede saber por dónde falla. Si le devolviéramos una perfecta normalidad, ya no habría forma de devolverle la simpatía que tiene ahora. Me niego a perderla.

— Pero, si está mal ajustado -insistió el amigo, mirando nerviosamente a Max-, ¿no puede resultar peligroso?

— Jamás. -Y Mrs. Lardner se echó a reír-. Hace años que le tengo. Es completamente inofensivo y encantador. La verdad es que tenía el mismo aspecto que los demás, era suave, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo. Pero para la dulce Mrs. Lardner todos eran individuales, todos afectuosos, todos dignos de cariño. Ése era el tipo de mujer que era. ¿Cómo pudo asesinar? La última persona que hubiera creído que iba a ser asesinada, era el propio John Semper Travis. Introvertido y afectuoso, estaba en el mundo, pero no pertenecía a él. Tenía aquel peculiar don matemático que hacía posible que su mente tejiera la complicada tapicería de la infinita variedad de sendas cerebrales positrónicas de la mente de un robot. Era ingeniero jefe de «U.S. Robots y Hombres Mecánicos, Inc.», un admirador entusiasta de la escultura de luz. Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de matemáticas empleadas en tejer las sendas cerebrales positrónicas podían modificarse para servir como guía en la producción de esculturas de luz. Sus intentos para poner la teoría en práctica habían sido un doloroso fracaso. Les esculturas que logró producir siguiendo sus principios matemáticos, fueron pesadas, mecánicas y nada interesantes. Era el único motivo para sentirse desgraciado en su vida tranquila, introvertida y segura, pero para él era un motivo más que suficiente para sufrir. Sabía que sus teorías eran ciertas, pero no podía ponerlas en práctica. Si no era capaz de producir una gran pieza de escultura de luz.. Naturalmente, estaba enterado de las esculturas de luz de Mrs. Lardner. Se la tenía universalmente por un genio. Travis sabía que no podía comprender ni el más simple aspecto de la matemática robótica. Había estado en correspondencia con ella, pero se negaba insistentemente a explicarle su método y él llegó a preguntarse si tendría alguno. ¿No sería simple intuición? Pero incluso la intuición puede reducirse a matemáticas. Finalmente consiguió recibir una invitación a una de sus fiestas. Sencillamente, tenía que verla.

Mr. Travis llegó bastante tarde. Había hecho un último intento por conseguir una escultura de luz y había fracasado lamentablemente. Saludó a Mrs. Lardner con una especie de respeto desconcertado y dijo:

— Muy peculiar el robot que recogió mi abrigo y mi sombrero.

— Es Max -respondió Mrs. Lardner.

— Está totalmente desajustado y es un modelo muy antiguo. ¿Por qué no lo ha devuelto a la fábrica?

— Oh, no. Seria mucha molestia.

— En absoluto, Mrs. Lardner. Le sorprendería lo fácil que ha sido. Como trabajo en «U.S. Robots», me he tomado la libertad de ajustárselo yo mismo. No tardé nada y encontrará que ahora funciona perfectamente. Un extraño cambio se reflejó en el rostro de Mrs. Lardner. Por primera vez en su vida plácida la furia encontró un lugar en su rostro, era como si sus facciones no supieran cómo disponerse.

— ¿Le ha ajustado? -gritó-. Pero si era él el que creaba mis esculturas de luz. Era su desajuste, su desajuste que nunca podrá devolverle el que…, que… El rostro de Travis también estaba desencajado: murmuró: ¿Quiere decir que si hubiera estudiado sus sendas cerebrales positrónicas con su desajuste único, hubiera podido aprender… Se echó sobre él, con la daga levantada, demasiado de prisa para que nadie pudiera detenerla, y él ni siquiera trató de esquivarla. Alguien comentó que no la había esquivado. Como si quisiera morir…

Isaac Asimov: ¿Le importa a una abeja?. Cuento

Asimov (1)La nave comenzó por ser un esqueleto metálico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro. Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave. Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:

— Allí está. Ése es el hombre.

— ¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.

— El individuo del mono verde con una llave inglesa.

— Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?

— Quiero saber lo que hace. Es un idiota. Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula. Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.

— ¿Ha estado usted molestándole?

— ¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.

— ¿Y en qué sentido le molesta Kane?

— Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna. Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:

— ¿Por qué se marcha?

— Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.

— Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas…

— Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.

— Ya lo sé.

— Entonces, ¿por qué lo conservan? Hammer contestó con inesperada violencia:

— Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.

— ¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?

— Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.

— Está bromeando.

— En absoluto. Ahora déjeme en paz. Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano. Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa…, llevar la llave inglesa. Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver. El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano. A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día. Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro. Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente. Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado. Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle..Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na… Estaba equivocado. Un hombre. Éste le preguntó vivamente:

— ¿Qué estás haciendo aquí? Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó. Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta. En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre. Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible. Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto. Kane se lo había arreglado solo. Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho. Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba…, pasar junto a él. Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija. Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico. No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela? Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes. El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada. Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada. Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas. Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas. Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración. Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad. Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes. No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado. Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía» realmente. No encontraba la palabra adecuada. Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones. Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían. ¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún. ¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida? El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él. Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha. El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas. Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista. Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.

— Hogar —murmuró. ¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació? El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado de ser larva y era adulto. El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta. Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación. ¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?

Isaac Asimov: El chistoso. Cuento

Portrait of Isaac AsimovNoel Meyerhof consultó la lista que había preparado y eligió lo que debía pasar primero. Como siempre, confiaba sobre todo en la intuición. La máquina que tenía delante le hacía sentirse pequeño, y eso que sólo se veía una mínima parte. Pero no importaba. Le habló con la confianza indiferente del que sabe que es el amo.

— Johnson -empezó a decir-, llegó inesperadamente a su casa después de un viaje de negocios y encontró a su mujer en brazos de su mejor amigo. Dio un paso atrás y exclamó: ¡Max! Estoy casado con esta dama, así que no tengo más remedio. Pero, ¿tú por qué precisamente? Y Meyerhof pensó: «Está bien, dejemos que se le baje a las tripas y lo digiera un poco.» Una voz detrás de él exclamó:

— ¡Eh! Meyerhof borró el sonido de esta exclamación y puso el circuito en neutral. Se volvió y protestó:

— Estoy trabajando. ¿No sabes llamar? No sonrió como tenía por costumbre a Timothy Whistler, un jefe analista con el que trataba muy a menudo. Mostró su disgusto como se lo hubiera mostrado a cualquier desconocido que le interrumpiera, arrugando su flaco rostro con una distorsión que parecía llegarle al cabello desordenándoselo caprichosamente. Whistler se encogió de hombros. Llevaba su bata blanca de laboratorio presionando con los puños los bolsillos y arrugándola de arriba abajo.

— Llamé. No me contestó. No estaba puesta la señal de «ocupado». Meyerhof gruñó. No, no estaba puesta. Había estado pensando intensamente en su nuevo proyecto y se le olvidaron los pequeños detalles. Tampoco podía censurarse por ello. Lo que estaba haciendo era importante. Ignoraba por qué lo consideraba así, claro. Los Grandes Maestros pocas veces lo sabían. Eso era lo que les hacía ser Grandes Maestros, estar más allá de la razón. De lo contrario, ¿cómo podía la mente humana estar a la altura de ese pedazo de razón sólida que los hombres llamaban «Multivac», la computadora más compleja jamás construida?

— Estoy trabajando -repitió Meyerhof-. ¿Se le ocurre algo muy importante?

— Nada que no pueda esperar. Hay unos pocos baches en la respuesta sobre el hiperespacial. -Whistler cambió de tema y su rostro reflejó cierta incertidumbre-. ¿Trabajando?

— Sí. ¿Qué pasa?

— Estaba contando uno de sus chistes, ¿verdad?

— ¿Y bien? Whistler sonrió forzadamente:

— ¡No me diga que le estaba contando un chiste a «Multivac»! Meyerhof se turbó.

— ¿Y por qué no?

— ¿Se lo contaba?

— Sí.

— ¿Por qué? Meyerhof se le quedó mirando:

— No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.

— Santo Dios, claro que no. Sentía curiosidad, nada más… Pero si está trabajando, le dejo. -Y volvió a mirar a su alrededor, confuso.

— Hágalo -dijo Meyerhof. Sus ojos le siguieron hasta que salió y luego activó la señal de «ocupado», con un brusco empujón de su dedo. Recorrió la estancia de arriba abajo, para volver a recobrar el hilo. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Esto le pasaba por no mantener a todos, técnicos, analistas y mecánicos a raya, por no guardar las debidas distancias sociales, por tratarles como si ellos también fueran artistas creadores. Por eso se tomaban esas libertades. Pensó, sombrío, que ni siquiera sabían contar chistes decentemente. Al instante volvió a lo que estaba haciendo. Se sentó de nuevo. ¡Al diablo con todos ellos! Volvió a poner en marcha el circuito apropiado de «Multivac» y habló:

— El camarero de un barco se paró ante la borda de la nave en un trayecto especialmente malo y miró, compadecido, al hombre que echado sobre la barandilla y con la mirada clavada en la profundidad, reflejaba el horror del mareo. Con amabilidad, el camarero se dirigió al hombre, le dio unas palmaditas en la espalda y murmuró: «Ánimo, señor. Ya sé que se encuentra muy mal, pero sepa que nadie se muere de un mareo». El afligido caballero alzó su rostro verde y desencajado hacia el que le consolaba y logró decirle con voz enronquecida: «No me diga esto, hombre. Por el amor de Dios, no me diga esto. Solamente la esperanza de morir me mantiene con vida…» Timothy Whistler, un poco preocupado, sonrió y saludó con la cabeza al pasar ante el pupitre de la secretaria. Ella le devolvió la sonrisa. «He aquí -pensó-, un objeto arcaico del Siglo XX en este mundo regido por computadoras: una secretaria humana.» Pero, tal vez era natural que semejante institución sobreviviera en la propia ciudadela de las computadoras; en la gigantesca corporación mundial que manejaba a «Multivac». Con «Multivac» llenando los horizontes, unas computadoras inferiores dedicadas a trabajos de rutina serían de mal gusto. Whistler entró en el despacho de Abram Trask. El delegado del Gobierno cesó en su cuidadosa tarea de encender la pipa. Sus ojos oscuros parpadearon en dirección a Whistler y su nariz ganchuda resaltó prominente sobre el rectángulo de la ventana que estaba detrás de él.

— ¡Ah!, hola, Whistler, siéntese. Siéntese. Whistler obedeció:

— Creo que tenemos un problema, Trask. Trask esbozó una sonrisa:

— Confío en que no sea técnico. Yo no soy más que un inocente político. -Ésta era una de sus frases favoritas.

— Tiene que ver con Meyerhof. Trask se sentó inmediatamente y pareció muy preocupado:

— ¿Está seguro?

— Razonablemente seguro. Whistler comprendía la preocupación de Trask. Trask era el delegado del Gobierno encargado de la División de Computadoras y Automatismo del departamento del Interior. Tenía que solucionar asuntos de politica relacionada con los satélites humanos de «Multivac», lo mismo que esos satélites técnicamente entrenados trataban con la propia «Multivac». Un Gran Maestro era mucho más que un satélite. Más, incluso, que un mero ser humano. Al principio de la historia de «Multivac» se hizo patente que el embotellamiento era un procedimiento cuestionable. «Multivac» podía solucionar el problema de la humanidad, todos los problemas, si se le hacían preguntas específicas. Pero a medida que se acumulaban los conocimientos, cada vez a mayor velocidad, se hacía infinitamente más difícil poder localizar esas preguntas específicas. La razón sola no servía. Lo que hacía falta era un tipo único de intuición, la misma facultad mental (sólo que más intensa) que crea un gran maestro de ajedrez. La mente que se necesitaba era la que se ve a través del entramado del juego de ajedrez hasta encontrar la mejor jugada y hacerla en cuestión de minutos. Trask se movió, inquieto:

— ¿Qué ha estado haciendo Meyerhof? -preguntó.

— Ha introducido una serie de preguntas que encuentro inquietantes.

— Bueno, Whistler, ¿eso es todo? No puede impedir que un Gran Maestro inicie la serie de preguntas que se le antoje. Ni usted ni yo estamos preparados para juzgar el valor de las preguntas. Ya lo sabe. Sé que lo sabe de sobra.

— Lo sé, naturalmente. Pero también conozco a Meyerhof. ¿Le conoce usted realmente?

— Santo Dios, no. ¿Conoce alguien realmente a un Gran Maestro?

— No adopte esa actitud, Trask. Son humanos y hay que compadecerles. ¿Ha pensado alguna vez lo que significa ser Gran Maestro, saber que sólo hay doce en el mundo, que sólo llegan uno o dos por generación, que el mundo depende de ellos, que tienen a sus órdenes mil matemáticos, lógicos, psicólogos y físicos? Trask se encogió de hombros y murmuró:

— Santo Dios, me sentiría el rey del mundo.

— Me parece que no -dijo el jefe analista, impaciente-. No se sienten reyes de nada. No tienen a un igual con quien hablar, ni sensación de pertenecer a este mundo. Meyerhof no pierde la ocasión de reunirse con los muchachos. Naturalmente, no está casado, no bebe, no se mueve socialmente con naturalidad…, se obliga a estar entre la gente porque debe hacerlo. ¿Y sabe lo que hace cuando se reúne con nosotros, que es por lo menos una vez por semana?

— No tengo la menor idea -dijo el hombre del Gobierno-. Para mí todo esto es nuevo.

— Es un chistoso.

— ¿Un qué?

— Cuenta chistes. Buenos chistes. Es extraordinario. Puede elegir cualquier historia, vieja o aburrida, y hacerla buena. Es el modo de contarla. Tiene olfato.

— Ya veo. Bien.

— No, mal. Estos chistes son muy importantes para él. -Whistler apoyó los codos en la mesa de Trask, se mordió una uña y miró al cielo-. Es diferente y él sabe que es diferente. Los chistes son la única forma de pensar que puede hacer que el resto de nosotros, pobres empleados vulgares, le aceptemos. Nos reimos, nos desternillamos, le golpeamos la espalda y llegamos a olvidar que es un Gran Maestro. Es lo único que le une al resto de nosotros.

— Todo esto es muy interesante. Ignoraba que fuera usted tan buen psicólogo. Bien, pero, ¿a dónde nos lleva todo esto?

— A una cosa. ¿Qué cree que ocurrirá si a Meyerhof se le acaban los chistes?

— ¿Qué? -El hombre del Gobierno se quedó mirándole.

— Si empieza a repetirse. Si su público empieza a reírse con menos fuerza o deja de reírse del todo. Su único lazo con nosotros es nuestra aprobación. Sin ella, estaría solo, ¿y qué le pasaría entonces? Después de todo, Meyerhof es uno de esa docena de hombres de los que la Humanidad no puede prescindir. No podemos dejar que le ocurra nada. Y no me refiero sólo a cosas físicas. No podemos siquiera dejar que se sienta desgraciado. ¿Quién sabe cómo podría esto afectar su intuición?

— Bien, ¿ha empezado a repetirse?

— Que yo sepa, no, pero creo que él cree que sí.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque le he oído contarle chistes a «Multivac».

— ¡Oh, no!

— Accidentalmente, entré en su despacho y me echó. Estaba fuera de sí. Generalmente está de buen humor y considero una mala señal que le molestara tanto mi intromisión. Pero estaba contando un chiste a «Multivac», y estoy convencido de que era uno de una serie.

— Pero, ¿por qué? Whistler alzó los hombros y se pasó la mano con rabia por la barbilla.

— Lo he estado pensando. Creo que está tratando de crear una reserva de chistes en la memoria de «Multivac». a fin de lograr nuevas variaciones. ¿Sabe a lo que me refiero? Está pensando en un chistoso mecánico para poder disponer de un número infinito de chistes sin temor a que se le terminen.

— ¡Dios Santo!

— Objetivamente, puede que no haya nada malo en ello, pero me parece una mala señal que un Gran Maestro empiece a utilizar a «Multivac» para sus problemas personales. Cualquier Gran Maestro que tenga cierta inestabilidad mental, debería ser vigilado. Meyerhof puede estar acercandose a un limite más allá del cual podemos perder a un Gran Maestro.

— ¿Qué me sugiere que haga? -preguntó Trask, desconcertado.

— Compruebe lo que le he dicho. Estoy cerca de él para juzgarle bien, y juzgar a los humanos no es mi talento especial. Usted es un político, queda más en su esfera.

— Juzgar a humanos, quizá, pero no a Grandes Maestros.

— También son humanos. Además, ¿quién puede hacerlo sino usted? Los dedos de la mano de Trask golpearon la mesa en rápida sucesión una y otra vez como un redoble de tambor.

— Supongo que tendré que hacerlo -aceptó, resignado. Meyerhof dijo a «Multivac»:

— El ardiente enamorado recogió un ramo de flores silvestres para su amada. De pronto le desconcertó encontrarse en el mismo campo con un toro de aspecto poco amistoso que le miraba fijamente, escarbando el suelo en tono amenazador. El joven, al descubrir al granjero al otro lado de la valla le gritó: «¡Eh!, ¿es de fiar este toro?» El granjero estudió la situación con aire crítico y gritó: «Es totalmente de fiar. -Volvió a escupir y añadió-: Pero no puedo decir lo mismo de usted.» Meyerhof se disponía a pasar al siguiente cuando le llegó una llamada. No era realmente una llamada. Nadie podía llamar a un

Gran Maestro. Era un mensaje de Trask, el Jefe de División, diciendo que le complacería ver al Gran Maestro Meyerhof, si el Gran Maestro Meyerhof disponía de tiempo. Meyerhof podía tranquilamente tirar el mensaje y continuar con lo que estaba haciendo. No estaba sujeto a disciplina. Pero, por el contrario, si lo hacía, seguirían molestándole… ¡Oh!, muy respetuosamente, eso sí, pero seguirían molestándole. Así que neutralizó los circuitos pertinentes de «Multivac» y los bloqueó. Marcó la señal de congelación en su despacho para que nadie se atreviera a entrar en su ausencia y se dirigió al despacho de Trask. Trask carraspeó y se sintió un poco intimidado por el aspecto apático del Gran Maestro.

— No hemos tenido ocasión de conocernos -dijo obsequioso-, y lo lamento.

— Yo me presenté a usted -protestó Meyerhof. Trask se preguntó qué habría tras aquellos ojos vivaces y salvajes. Le resultaba difícil imaginar a Meyerhof con su rostro delgado, su cabello oscuro y liso, su aire tenso, relajarse tanto como para contar chistes:

— Presentarse no es un intercambio social -le dijo-. Yo… Me han dado a entender que posee usted un magnífico cúmulo de anécdotas.

— Soy un chistoso, señor. Por lo menos ésta es la palabra que utiliza la gente. Un chistoso.

— Conmigo no han utilizado esa palabra, Gran Maestro. Me han dicho…

— ¡Al diablo con ellos! No me importa lo que le hayan dicho. Oiga, Trask, ¿quiere oír un chiste? -se echó hacia delante por encima de la mesa y entornó los ojos.

— Por supuesto, me encantaría -contestó Trask esforzándose por parecer encantado.

— Bien, ahí va el chiste: Mrs. Jones se quedó mirando la tarjetita con el horóscopo que salió de la báscula al echar su marido un penique. Observó: «Fíjate, George, aquí dice que eres tierno, inteligente, previsor, trabajador y atractivo para las mujeres. -Después, dio la vuelta a la tarjeta y añadió-: Y también se han equivocado en el peso.» Trask se rió. Era prácticamente imposible dejar de hacerlo. Aunque lo dicho era una bobada, la sorprendente facilidad con que Meyerhof había encontrado el tono justo en la voz para expresar el desdén de la mujer y la inteligencia con que había modificado la expresión para que correspondiera al tono de voz, provocó una risa irreprimible en el político. Meyerhof preguntó, agresivo:

— ¿Por qué lo encuentra gracioso? Trask se dominó:

— Perdóneme.

— Le he preguntado que por qué lo encontraba gracioso. ¿Por qué se ha reído?

— Pues… -Trask trató de parecer razonable-. Porque el final sitúa todo lo anterior bajo una nueva luz. Lo inesperado…

— El caso es -cortó Meyerhof- que he retratado a un marido humillado por su esposa; un matrimonio que es un desastre, que la esposa está convencida de que el marido carece de personalidad. Pero usted se ríe. Si fuera usted el marido, ¿lo encontraría divertido? Esperó un instante, reflexionó y añadió:

— Veamos este otro, Trask: Abner estaba sentado junto a la cama de su mujer enferma llorando desconsoladamente, cuando ella, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó apoyándose en un codo: «Abner -le dijo-, no puedo presentarme ante mi Creador sin confesar mi falta.»«Ahora, no -murmuró el desconsolado esposo. Ahora, no, amor mio. Échate y descansa.» «No puedo, -exclamó-. debo contártelo o mi

alma no encontrará reposo. Te he sido infiel. Abner, en esta misma casa, hace menos de un mes…» «Calla, querida, -la tranquilizó Abner. Lo sé todo. ¿Por qué si no te iba a envenenar?» Trask trató desesperadamente de mantener la ecuanimidad, pero no lo consiguió del todo. Contuvo, apenas, el inicio de una risa. Meyerhof le increpó:

— Así que esto también es divertido. Adulterio. Asesinato. Muy gracioso.

— Bueno, se han escrito libros analizando el humor -protestó Trask.

— Muy cierto, y he leído muchos de ellos. Y lo que es más importante, se los he leído a «Multivac». Pero la gente que escribe los libros sigue aún haciendo conjeturas. Algunos dicen que nos reímos porque nos sentimos superiores a la gente del chiste. Otros dicen que es debido a la incongruencia, o al súbito alivio de la tensión, o a la inesperada reinterpretación de los hechos. ¿Hay alguna razón simple? Diferentes personas se ríen de diferentes chistes. Ningún chiste es universal. Hay ciertas personas que no se ríen nunca de ningún chiste. Sin embargo, lo que puede que sea más importante es que el hombre es el único animal con verdadero sentido del humor, el único animal que ríe.

— Ya lo entiendo -dijo Trask de pronto-. Está tratando de analizar el humor. Es la razón por la que transmite chistes a «Multivac».

— ¿Quién le ha dicho que lo hago? Déjelo, ha sido Whistler, ahora me acuerdo. Me sorprendió haciéndolo. Bien, ¿qué hay de malo en ello?

— Nada en absoluto.

— ¿No discute mi derecho a añadir lo que me parezca al fondo general de conocimientos de «Multivac», o a hacerle las preguntas que crea pertinentes?

— No, no -se apresuró a responder Trask-. La verdad es que no me cabe la menor duda de que esto abrirá un camino para nuevos análisis de gran interés para los psicólogos.

— ¡Humm! Quizá. De todos modos, hay algo que me obsesiona y que es más importante que un análisis general del humor. Tengo que formularle una pregunta específica. En realidad son dos.

— ¿Oh? ¿Y de qué se trata? -Trask se preguntó si querría contestarle. Si decidía en contra, no habría modo de obligarle a hacerlo. Pero Meyerhof respondió:

— La primera es: ¿De dónde proceden todos esos chistes?

— ¿Qué?

— ¿Quién los inventa? ¡Oiga! Hace alrededor de un mes, pasé la noche intercambiando chistes. Como de costumbre, los conté casi todos y, como de costumbre, los imbéciles se rieron. Puede que creyeran que eran realmente divertidos o lo hicieron para contentarme. En todo caso, un individuo se tomó la libertad de golpearme la espalda diciendo: «Meyerhof, conoce más chistes que cualquier persona que yo conozca». Seguro que tendría razón, pero me hizo pensar. No sé cuántos, cientos, o quizá miles, de chistes he contado en un momento u otro de mi vida, pero lo que es cierto es que nunca he inventado ninguno. Ni uno solo. Me he limitado a repetirlos. Mi única contribución fue contarlos. Para empezar, o los había leído o me los habían contado. Y la fuente de mi lectura o de lo que oí, tampoco los había creado. Jamás he conocido a nadie que me confesara que había creado un chiste. Dicen siempre: «El otro día oí uno muy bueno», o bien «¿ha oído alguno bueno, ultimamente?». ¡Todos los chistes son viejos! Por eso tienen siempre un fondo social. Todavía hablan del mareo, por ejemplo, cuando ahora esto puede evitarse fácilmente y no se sufre. O hablan de máquinas que dan tarjetitas con el horóscopo, como en el chiste que le he contado, cuando esas básculas sólo se encuentran en los anticuarios. Así pues, ¿quién inventa los chistes?

— ¿Es eso lo que trata de averiguar? -preguntó Trask y tuvo en la punta de la lengua añadir: ¿Y qué más da? Pero supo aguantarse. Las preguntas de un Gran Maestro son siempre pertinentes y específicas.

— Claro que es lo que trato de averiguar. Enfóquelo así. No es porque los chistes sean viejos. Deben serlo para que se disfruten. Es esencial que un chiste no sea original. Hay una variedad de humor que es, o puede ser, original y es el juego de palabras. Los he oído que se habían hecho sobre la marcha. Yo mismo he hecho algunos. Pero nadie se ríe con ellos. No debe hacerse. Se gruñe o se gime. Cuanto mejor el juego, mayor el gruñido. El humor original no provoca risas. ¿Por qué?

— Le juro que no lo sé.

— Está bien. Busquémoslo. Habiendo dado a «Multivac» toda la información que creí aconsejable sobre el tópico general del humor, estoy ahora alimentándole con chistes seleccionados.

— ¿Seleccionados? ¿Cómo? -preguntó Trask, intrigado.

— No lo sé. Los que parecieron mejores. Soy Gran Maestro, ¿sabe?

— ¡Oh, de acuerdo! ¡De acuerdo!

— A partir de esos chistes y de la filosofía general del humor, mi primera petición a «Multivac» será que me busque el origen de los chistes si puede. Puesto que Whistler se ha metido en esto y ha creído oportuno informarle a usted, mándemelo a Análisis pasado mañana. Creo que tendrá algún trabajo que hacer.

— De acuerdo. ¿Podré asistir yo también? Meyerhof se encogió de hombros. La presencia de Trask le dejaba absolutamente Indiferente. Meyerhof había seleccionado el último de una serie de chistes con especial cuidado. En qué consistía el cuidado no hubiera podido decirlo, pero había barajado en su mente una docena de posibilidades. Una y otra vez les había puesto a prueba en busca de alguna cualidad de intención. Dijo:

— Ug, el hombre de las cavernas observó que su compañera corría hacia él llorando, con su faldita de piel de leopardo en desorden. «Ug, gritó enloquecida, haz algo, rápido. Un tigre de dientes afilados ha entrado en la caverna de mamá. ¡Haz algo!» Ug, gruñó, recogió su pulida maza de hueso de búfalo y añadió: «¿Por qué quieres que haga algo? ¿A quién le importa lo que le ocurra a un tigre de dientes afilados?» Fue entonces cuando Meyerhof formuló sus dos preguntas y se recostó cerrando los ojos. Había terminado.

— No vi absolutamente nada malo -dijo Trask a Whistler-. Me dijo lo que estaba haciendo sin dificultad, y lo encontré raro pero legítimo.

— Lo que decía que estaba haciendo -insistió Whistler.

— Incluso así, no puedo parar a un Gran Maestro basandome sólo en una opinión. Me pareció peculiar, pero resulta que todos los Grandes Maestros son algo peculiares. No me pareció loco.

— ¿Utilizar «Multivac» para encontrar el origen de los chistes -murmuró el jefe analista, descontento-, no es estar loco?

— ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Trask, irritado- La ciencia ha avanzado hasta el punto en que sólo las preguntas específicas que quedan son las ridículas. Las sensatas ya han sido pensadas, preguntadas y contestadas hace tiempo.

— Es inútil. Estoy preocupado.

— Quizá, pero no se puede hacer nada, Whistler. Veamos a Meyerhof y usted podrá hacer los análisis necesarios de la respuesta de «Multivac», si la hubiera. En cuanto a mí, mi único trabajo es formular expedientes. Por Dios, ni siquiera sé lo que un jefe analista como usted puede hacer, excepto analizar, y eso no me aclara nada.

— Pues es muy sencillo -aclaró Whistler-, un Gran Maestro como Meyerhof hace preguntas y «Multivac» automáticamente las formula en varias operaciones. La maquinaria necesaria para convertir palabras en símbolos es lo que forman la masa de «Multivac». «Multivac» da la respuesta mediante operaciones, pero no las traduce en palabras, salvo en los casos más simples y de rutina. Si estuviera diseñada para solucionar el problema general de las traducciones, tendría que ser por lo menos cuatro veces mayor.

— Comprendo. Entonces, ¿su trabajo es traducir dichos símbolos en palabras?

— El mío y el de otros analistas. Utilizamos computadoras más pequeñas y especialmente diseñadas cuando se considera necesario -Whistler sonrió-. Igual que las sacerdotisas de Delfos en la antigua Grecia. Las respuestas de «Multivac» son oscuras como las de un oráculo. Pero tenemos traductores. Habían llegado. Meyerhof esperaba. Whistler preguntó:

— ¿Qué circuitos ha utilizado, Gran Maestro? Meyerhof se lo dijo y Whistler se puso a trabajar. Trask intentó seguir el proceso, pero para él nada tenía sentido. El delegado del Gobierno contemplaba cómo giraba una cinta con multitud de puntos tan interminable como incomprensible. El Gran Maestro Meyerhof esperaba, indiferente, mientras Whistler vigilaba la cinta a medida que iba emergiendo. El analista se había puesto auriculares y una boquilla y murmuraba instrucciones a intervalos que, en algún lugar lejano, servían de guía a unos ayudantes mediante contorsiones electrónicas en otras computadoras. En ocasiones, Whistler escuchaba, después marcaba combinaciones en un teclado complejo marcado con símbolos que vagamente parecían matemáticos, pero que no lo eran. Transcurrió bastante más de una hora. Las arrugas en el rostro de Whistler se hicieron más profundas. Una vez terminado, levantó la cabeza y miró a los otros dos.

— Esto es increíb… -y volvió a su trabajo. Finalmente, dijo con voz ronca:

— No puedo darle la respuesta oficial. -Tenía los ojos ribeteados de rojo-. La respuesta oficial está esperando un análisis completo. ¿Quiere la respuesta oficiosa?

— Adelante -musitó Meyerhof y Trask movió la cabeza. Whistler dirigió una mirada de perro apaleado a Meyerhof:

— A preguntas tontas… -empezó, luego, de mala gana, concluyó-: «Multivac» dice, «origen extraterrestre».

— ¿Qué está diciendo? -preguntó Trask.

— ¿Es que no me han oído? Los chistes que nos hacen reír no fueron inventados por ningún hombre. «Multivac» ha analizado todos los datos entregados y la única respuesta que encaja con los datos es que alguna inteligencia extraterrestre ha compuesto los chistes, todos los chistes, y los introdujo en mentes humanas seleccionadas en momentos y lugares elegidos, de modo que ningún hombre es consciente de haber inventado uno. Todos los chistes subsiguientes son variaciones menores y adaptaciones de los originales. Meyerhof interrumpió, con el rostro sofocado por el triunfo que sólo un Gran Maestro puede conocer, cuando de nuevo ha formulado la pregunta acertada.

— Todos los escritores de comedias trabajan transformando viejas bromas para nuevos propósitos. Es bien conocido. La respuesta es la que corresponde.

— Pero, ¿por qué? -preguntó Trask- ¿Quien inventó los chistes?

— «Multivac» dice -explicó Whistler- que el único propósito con el que encajan todos los datos, es que los chistes estaban dedicados al estudio de la psicología humana. Estudiamos la psicología del ratón haciéndole pasar por laberintos. Los ratones no saben por qué ni lo sabrían aunque se dieran cuenta de lo que estaban haciendo, cosa que no saben. Esas inteligencias exteriores estudian la psicología del hombre, anotando las reacciones individuales a anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Cada hombre reacciona de manera diferente…, presumiblemente esas inteligencias son para nosotros lo que nosotros somos para los ratones. -Y se estremeció. Trask con los ojos fijos, musitó:

— El Gran Maestro dijo que el hombre es el único animal con sentido del humor. Parecería que el sentido del humor se nos ha impuesto desde fuera. Meyerhof, excitadísimo, añadió:

— Y para el posible humor creado desde dentro, no tenemos risas. Me refiero a los juegos de palabras.

— Presumiblemente, los extraterrestres cancelan las reacciones al humor espontáneo para evitar confusiones. Trask, súbitamente angustiado, preguntó:

— Pero, en nombre de Dios, ¿alguno de los dos cree esto? El analista jefe le miró fríamente.

— Lo dice «Multivac». Es todo lo que sabemos hasta ahora. Ha señalado los verdaderos chistosos del universo, y si queremos saber más, habrá que seguir con la investigación. ­Y en voz baja añadió-: Si alguien se atreve a hacerlo. El Gran Maestro Meyerhof exclamó de pronto:

— Yo formulé dos preguntas, ¿saben? Hasta ahora sólo se me ha contestado a la primera. Creo que «Multivac» tiene suficientes datos para responder a la segunda. Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre medio destrozado.

— Cuando un Gran Maestro cree que hay suficientes datos, debo creerlo. ¿Cuál es su segunda pregunta?

— Pregunté: ¿Cuál será el efecto sobre la raza humana al descubrir la respuesta a mi primera pregunta?

— ¿Por qué le preguntó esto? -exigió Trask.

— Sólo por la sensación de que tenía que hacerlo -respondió Meyerhof.

— Loco -exclamó Trask-. Todo esto es de locos. -Y dio la vuelta. Incluso él percibía con qué intensidad él y Whistler habían cambiado de bando. Ahora era Trask el que alegaba locura. Trask cerró los ojos. Podía hablar de locura todo lo que quisiera, pero ningún hombre en cincuenta años había puesto en duda la combinación de un Gran Maestro y «Multivac», y descubierto la confirmación de sus dudas. Whistler trabajaba silenciosamente, con los dientes apretados. Volvió a colocar a «Multivac» y a sus máquinas subsidiarias sobre las pistas anteriores. Transcurrió una hora más y rió destemplado:

— ¡Una pesadilla desatada!

— ¿Cuál es la respuesta? -preguntó Meyerhof-. Quiero las observaciones de «Multivac», no las de usted.

— Está bien. Aquí las tiene. «Multivac» declara que, incluso si un humano descubre una sola vez la verdad de este método de análisis psicológico de la mente humana, resultará inútil como técnica objetiva por parte de las fuerzas extraterrestres que ahora la utilizan.

— ¿Quiere decir que ya no se entregarán más chistes a la Humanidad? -preguntó Trask con voz débil-. ¿O qué quiere decir?

— Se han terminado los chistes -dijo Whistler-, ¡ahora! «Multivac» dice, ¡ahora! Habrá que Introducir una nueva técnica. Se miraron unos a otros. Los minutos pasaron. Meyerhof dijo despacio:

— «Multivac» tiene razón.

— Lo sé -aceptó whistler, desencajado. Incluso Trask murmuró:

— Si. Así debe ser. Fue Meyerhof el que puso el dedo en la llaga, Meyerhof, el perfecto chistoso, anunció:

— Se acabó, ¿saben? Todo ha terminado. Llevo cinco minutos esforzándome y no puedo acordarme de un solo chiste, ni uno. Y si lo leyera en un libro ya no reiría. Lo sé.

— El don del humor ha desaparecido -dijo Trask asustado-. Nadie volverá jamás a reírse. Y siguieron allí, mirándose, sintiendo que el mundo se encogía a las dimensiones de una ratonera experimental…, retirado el laberinto, pero con algo a punto de colocar en su sitio.

Isaac Asimov: El sistema marciano. Cuento

4403111223_5aac04c5afDesde la puerta que daba al corto pasillo situado entre las dos únicas habitaciones del departamento de viajeros de la nave espacial, Mario Esteban Rioz miraba con acritud cómo Ted Long ajustaba con dificultad los diales del vídeo. Long buscaba primero en la dirección de las agujas del reloj, después por el centro. La imagen era borrosa. Rioz sabía que permanecería borrosa. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto al sol. Pero, claro, no podía esperar que Long lo supiera. Rioz siguió de pie un rato más, con la cabeza inclinada para cruzar el umbral y el cuerpo ladeado para encajar en la estrecha abertura. De pronto entró en la cocina como un corcho salido de una botella.

— ¿Qué buscas? -preguntó.

— Trataba de encontrar a Hilder -respondió Long. Rioz apoyó el trasero en la esquina de una mesa, cogió de la estantería que tenía encima de la cabeza un envase cónico de leche cerrado a presión, lo abrió y lo hizo girar despacio en espera de que se calentara.

— ¿Para qué? -levantó el cono y se puso a chupar la leche ruidosamente.

— Pensé que podría oírle.

— Me parece que es malgastar energía. Long le miró, ceñudo:

— Es costumbre permitir el uso libre de las instalaciones personales de vídeo.

— Dentro de unos límites razonables -replicó Rioz. Sus ojos se encontraron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo enjuto, el rostro avejentado, las mejillas hundidas (un rostro así casi era el distintivo de los basureros marcianos, los espaciales que pacientemente recorrían las rutas entre la Tierra y Marte), los ojos de un azul desvaído resaltando en la cara morena y arrugada que destacaba sobre la piel blanca sintética de su chaqueta espacial. Long era más pálido y más blando. En él había alguna de las marcas del terrícola, aunque ningún marciano de la segunda generación podía ser terrícola, en el sentido que lo eran los de la Tierra. Llevaba el cuello abierto y su cabello castaño oscuro sin peinar.

— ¿Por qué dices que dentro de unos límites razonables? -preguntó Long. Los labios delgados de Rioz parecieron más finos aún. Explicó:

— Teniendo en cuenta que en este viaje no vamos a cubrir gastos, por lo que se ve, cualquier gasto de energía está fuera de razón.

— Si estamos perdiendo dinero -dijo Long-, ¿no sería mejor que volvieras a tu puesto? Es tu guardia. Rioz refuntuñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba que le cubría la barbilla. Se puso en pie y fue hacia la puerta con sus botas pesadas pero silenciosas apagando el ruido de sus pisadas. Se paró a mirar el termostato y se volvió, furioso:

— Ya decía yo que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?

— Cuarenta grados no es excesivo, protestó Long.

— Para ti no lo será, quizá. Pero esto es el espacio, no un despacho calentito en las minas de hierro. -Rioz bajó el control del termostato al mínimo con un rápido empujón del pulgar-. El sol calienta bastante.

— La cocina no está de cara al sol.

— Pero llegará hasta ella, maldita sea. Rioz traspasó la puerta y Long se le quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a su vídeo. No tocó el termostato para nada. La imagen seguía muy borrosa, pero tenía que conformarse. Long desplegó una silla de la pared. Se inclinó hacia delante en espera del comunicado real, la pausa momentánea antes de la lenta disolución de la cortina, el reflector poniendo de relieve la conocida figura barbuda que fue creciendo hasta que llenó por completo la pantalla. La voz impresionante pese a los fallos y ruidos provocados por las tormentas de electrones a treinta millones de kilómetros, empezó:

— ¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra… Rioz captó el destello de la señal de radio al entrar en la cabina del piloto. Por un momento posó las palmas de sus manos húmedas y pegajosas porque le pareció que se trataba de un pip-pip del radar; pero no era sino su culpabilidad asomando la cabeza. No debía haber abandonado la cabina estando de guardia, aunque todos los basureros lo hacían. No obstante, era una pesadilla la idea de que en esos cinco minutos, en los que uno salía para tomar un café, apareciera algo cuando el espacio parecía completamente desierto. La pesadilla resultaba realidad en muchos casos. Rioz conectó el multiescáner. Era malgastar energía, pero mientras lo pensaba, era mejor asegurarse de que no había nada. El espacio estaba vacío, sólo el eco distante de las naves del grupo de basureros. Conectó el circuito de radio y la cabeza rubia y nariguda de Richard Swenson, copiloto de la nave más próxima del lado de Marte, llenó la pantalla.

— Hola, Mario -saludó Swenson.

— Hola. ¿Alguna novedad? Transcurrió una pausa entre esto y el siguiente comentario de Swenson, puesto que la velocidad de la radiación electromagnética no es lnfinita.

— ¡Qué día he tenido!

— ¿Te ha ocurrido algo? -preguntó Rioz.

— He tenido un encuentro.

— Estupendo.

— Sí, si hubiera podido pararlo -observó Swenson, molesto.

— Pues, ¿qué ocurrió?

— Maldita sea, lo lancé en dirección equivocada. Rioz sabia que era mejor no reírse, se limitó a preguntar:

— Pero, ¿cómo lo hiciste?

— No fue culpa mía. El problema estuvo en que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Puedes imaginar la idiotez de un piloto que no puede manejar decentemente el mecanismo de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Conseguí la distancia de la cápsula y no hice más. Supuse que su órbita estaba en la trayectoria habitual. ¿Qué hubieras pensado tú? Inicié entonces lo que creía era una buena línea de intersección y tardé cinco minutos en darme cuenta de que la distancia seguía aumentando. Así que entonces tomé las proyecciones angulares del objeto, pero era demasiado tarde para alcanzarlo.

— ¿Alguno de los otros muchachos puede conseguirlo?

— No. Se ha salido de la eclíptica y seguirá flotando para siempre. Y esto no es lo que me preocupa. No era más que una cápsula interior, pero me horroriza decirte cuántas toneladas de propulsión he desperdiciado al aumentar la velocidad y volver al punto de estacionamiento. Hubieras debido oír a Canute. Canute era el hermano y socio de Richard Swenson.

— Loco, ¿eh? -dijo Rioz.

— ¿Loco? ¡Pensé que me mataba! Pero claro, llevamos ya cinco meses fuera y estamos hartos. Ya sabes.

— Lo sé.

— ¿Cómo te va a ti, Mario? Rioz hizo el gesto de escupir.

— Como esto en este viaje. Dos cápsulas en las últimas dos semanas y cada una me costó seis horas de caza.

— ¿Grandes?

— ¿Te burlas? Podía haberlas lanzado a Fobos con la mano. Este es el peor viaje que he tenido.

— ¿Cuánto más piensas quedarte?

— Por mí, podemos irnos mañana. Llevamos solamente dos meses y la cosa anda tan mal que me meto con Long continuamente. Hubo una pausa por encima del retraso electromagnético. Swenson preguntó:

— En todo caso, ¿cómo es? Me refiero a Long. Rioz miró por encima del hombro. Podía oír el murmullo apagado y crepitante del vídeo de la cocina.

— No logro entenderle. Una semana después de iniciar el viaje, va y me dice: «Mario, ¿por qué eres basurero?» Yo le miré y le contesté: «Para ganarme la vida. ¿Qué crees tú?» Quiero decir qué clase de pregunta idiota es ésa. ¿por qué somos basureros? Pero entonces va y me dice: «No es por eso, Mario.» Y me lo dice a mí, ¿qué te parece? Y sigue diciendo: «Eres un basurero porque esto es parte del sistema marciano.»

— ¿Y qué quería decir con eso? -preguntó Swenson. Rioz se encogió de hombros.

— No se lo pregunté. Ahora mismo está sentado por ahí escuchando las microondas procedentes de la Tierra. Escucha a un tal Hilder.

— ¿Hilder? Un político terricola, un asambleísta o algo parecido, ¿no?

— Eso mismo. Por lo menos creo que es ése. Long hace siempre cosas así. Se trajo a bordo unos siete kilos de peso en libros, y todos sobre la Tierra. Un verdadero peso muerto.

— Bueno, es tu socio. Y hablando de socios, me vuelvo al trabajo. Si se me escapa otro encuentro, habrá más que palabras. Se desvaneció y Rioz se echó atrás. Vigiló la línea verde regular que era el pulso del escáner. Probó un momento el multiescáner. El espacio seguía despejado. Se sintió un poco mejor. Una mala racha es siempre peor si los basureros que están a tu alrededor cazan cápsula tras cápsula; o si las que bajan girando hasta las fundiciones de chatarra de Fobos llevan grabada la marca de todos menos la tuya. Y claro, había descargado su malhumor y resentimiento en Long. Fue un error asociarse con Long. Era siempre un error asociarse con un novato. Pensaban que lo que uno deseaba era conversación, especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y su gran papel, su nuevo gran papel en el progreso humano. Así fue como lo dijo: progreso humano; el Sistema marciano; las Nuevas Minorías Creadoras. Lo que Rioz no quería era hablar, sino una captura, algunas cápsulas que pudiera marcar como propias. Y realmente no tenía por qué quejarse. Long era sobradamente conocido en Marte y se ganaba un buen sueldo como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sandok y había tomado parte en una o dos misiones de recogida de cápsulas. No se puede rechazar de golpe y sin probarlo, a un individuo aunque parezca raro. ¿Por qué un ingeniero de minas con un trabajo cómodo y un buen sueldo tenía tanto empeño en fisgar por el espacio? Rioz nunca se lo preguntó a Long. Los socios basureros se ven obligados a estar demasiado juntos para hacer deseable la curiosidad, o incluso para que resulte segura. Pero Long hablaba tanto que contestó la pregunta.

— Tuve que venir al espacio, Mario -explicó-. El futuro de Marte no está en las minas, está en el espacio. Rioz se preguntó qué tal resultaría un viaje a solas. Todo el mundo decía que era imposible. Incluso descontando las oportunidades perdidas cuando un hombre tenía que dejar la guardia para dormir u ocuparse de otras cosas, era sobradamente sabido que un hombre solo en el espacio sufría inaguantables depresiones en un tiempo relativamente corto. Llevarse a un socio hacia posible el viaje de seis meses. Una tripulación normal sería preferible, pero ningún basurero ganaría dinero en una nave lo suficientemente grande para tal tripulación. Sin contar el capital que se iría en propulsión. Incluso dos no era muy divertido en el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje y con unos se podía alargar más el viaje que con otros. Miren sino a Richard y Canute Swenson. Se asociaban cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y, sin embargo, cuando estaban juntos, era una tensión constante siempre en aumento y con un claro antagonismo después de la primera semana. En fin. El espacio estaba vacío. Rioz pensó que se sentiría mejor si volvía a la cocina y hacía las paces con Long. Sería mejor demostrar que era un veterano del espacio que sabía superar las irritaciones espaciales cuando surgían. Se levantó, y anduvo los tres pasos necesarios para llegar al corto pasillo que unía las dos habitaciones de la nave. Una vez más Rioz se quedó en el umbral, mirando. Long estaba absorto en la borrosa pantalla. Rioz dijo con cierta aspereza:

— Estoy subiendo el termostato. Está bien, creo que disponemos de energía suficiente.

— Como quieras -asintió Long. Rioz dio un paso adelante. El espacio estaba vacío, así que al diablo con estar allí sentado mirando a una línea verde y vacía, sin sonido. Preguntó:

— ¿De qué hablaba el terrícola?

— Sobre todo de la historia de los viajes espaciales. Tema viejo, pero lo está haciendo bien. Da toda clase de información: películas en color, fotografías, fotos fijas de antiguas películas, todo. Como si quisiera ilustrar las palabras de Long, el barbudo desapareció de la pantalla y ésta quedó ocupada por una sección de una nave espacial. La voz de Hilder continuó indicando puntos de interés que aparecían en esquemas de color. El sistema de comunicaciones de la nave se iba señalando en rojo mientras lo explicaba, los almacenes, la dirección de protones micropilas, los circuitos de cibernética… Después Hilder volvió a salir en la pantalla, añadiendo:

— Pero esto es solamente la parte viajera de la nave. ¿Oué la mueve? ¿Qué la despega de la Tierra? Todo el mundo sabía lo que movía una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hacía que la propulsión de una nave sonara como el secreto del tiempo, como la revelación final. Incluso Rioz sintió un estremecimiento, pese a haber pasado la mayor parte de su vida embarcado. Hilder siguió diciendo:

— Los científicos le dan diferentes nombres. Lo llaman Ley de acción y reacción. A veces la llaman la tercera ley de Newton. A veces, Conservación del impulso, pero nosotros no tenemos que llamarlo de ningún modo. Debemos utilizar solamente nuestro sentido común. Cuando nadamos, proyectamos el agua hacia atrás y a nosotros hacia delante. Cuando andamos, empujamos el suelo y adelantamos. Cuando lanzamos un aparato volador, empujamos el aire hacia atrás y adelantamos. »Nada puede moverse hacia delante a menos que algo se mueva hacia atrás. Es el viejo principio de «No puedes conseguir algo a cambio de nada.» «Ahora imaginad una nave que pese cien mil toneladas despegando de la Tierra. Para hacerlo, algo tiene que mo erse hacia abajo. Como una nave espacial es extremadamente pesada, una enorme cantidad de materia debe moverse hacia abajo. Tanta materia, que no hay lugar para guardarla a bordo. Debe construirse un compartimiento especial en la parte trasera de la nave para contenerla. Otra vez desapareció la cabeza de Hilder y volvió la nave. La imagen se encogió y en la parte trasera apareció un cono truncado. Unas palabras, en amarillo intenso, se leían dentro: MATERIA PARA ELIMINAR.

— Pero ahora -siguió diciendo Hilder- el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita aún más y más propulsión. La nave se encogió más para añadir otra cápsula, y otra más inmensa. La nave en sí, la parte dedicada al viaje, era un pequeño punto en la pantalla, un resplandeciente punto rojo.

— ¡Por Dios, esto es infantil! -exclamó Rioz.

— No para los que están hablando, Mario. La Tierra no es Marte. Debe haber miles de millones de personas en la Tierra que ni siquiera han visto una nave espacial en su vida y lo ignoran todo sobre ellas. Hilder seguía explicando:

— Cuando el material que está dentro de la gran cápsula se ha terminado, la cápsula se desprende. Desechada. La cápsula exterior se soltó y bailó en la pantalla.

— Después se desprende la segunda -dijo Hilder- y después, si el viaje es largo, la última también es expulsada. Ahora la nave era solamente un punto rojo, con tres cápsulas flotando, moviéndose, perdidas en el espacio.

— Estas cápsulas -explicó Hilder- representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Han desaparecido de la Tierra para siempre. Marte está rodeado por naves de basureros, a lo largo de las rutas de los viajes espaciales, esperando cápsulas desprendidas, para cazarlas con redes o cables y ponerles su marca y destinarlas a Marte. Ni un centavo de su valor llega a la Tierra. Son «rescate». Pertenecen a la nave que las encuentra. Rioz objetó:

— Arriesgamos nuestra inversión y nuestras vidas. Si no las recogemos nosotros, no son para nadie. ¿Qué significa esta pérdida para la Tierra?

— Mira -dijo Long-, no ha estado hablando más que de la sangría que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta es sólo una muestra más.

— Tiene su compensación. Cada año sacamos más hierro de las minas.

— Y gran parte de él revierte en Marte. Si se pueden creer sus números, la Tierra ha invertido doscientos mil millones de dólares en Marte y recibido a cambio unos cinco mil millones de dólares en hierro. Ha metido quinientos mil millones de dólares en la Luna y ha recibido poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y otros metales ligeros. Ha colocado cincuenta mil millones de dólares en Venus sin recibir nada a cambio. Y esto es en lo que los contribuyentes de la Tierra están realmente interesados…, dinero de impuestos que sale, nada que entra. Mientras hablaba, la pantalla se llenó de diagramas de los basureros camino de Marte; pequeñas y risibles caricaturas de naves, tendiendo unos brazos como cables que trataban de agarrar las cápsulas vacías, flotando, apoderándose finalmente de ellas, sujetándolas y poniéndoles PROPIEDAD DE MARTE en letras brillantes y haciendo que luego bajaran a Fobos. Después Hilder apareció otra vez:

— Nos dicen que con el tiempo nos lo devolverán todo. ¡Con el tiempo! ¡Una vez que el negocio rinda! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de cien años? ¿De mil años? ¿De un millón de años? «Con el tiempo.» Tomémosles la palabra. Algún día nos devolverán todos nuestros metales. Algún día cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas. »Pero hay algo que nunca podrán devolvernos. Ni en cien millones de años. ¡El agua! Marte tiene solamente un chorrito de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene nada de agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene nada de agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra debe proporcionar no solamente agua para beber y agua para lavar a los espaciales, sino también agua para sus industrias y para los cultivos hidropónicos que pretenden montar…, agua incluso para desperdiciar, en millones de toneladas de agua. »¿Cuál es la energía propulsiva que utilizan las naves espaciales? ¿Qué van dejando tras ellas para poder avanzar? En tiempos fueron gases generados por explosivos. Resultaba muy caro. Después se inventó el protón micropila, una fuente de energía barata que podría calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas a tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante disponible? Pues, el agua, naturalmente. »Cada nave espacial abandona la Tierra llevando casi un millón de toneladas, no kilos, no, toneladas…, de agua, con el único propósito de llegar al espacio y allí acelerar o disminuir la velocidad. »Nuestros antepasados quemaron el petróleo de la Tierra locamente y con maldad. Destruyeron su carbón imprudentemente. Les despreciamos y condenamos por eso, pero por lo menos tenían una excusa: pensaban que cuando se les agotara, encontrarían un sustituto. Y tenían razón. Tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas de protón. »Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Ni puede haberlo jamás. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos convertido la Tierra, ¿qué excusa encontrarán para nosotros? Cuando llegue la sequía y aumente… Long se inclinó hacia delante y apagó.

— Esto me molesta. Este maldito imbécil dice deliberadamente…, ¿qué te pasa? Rioz se había levantado, preocupado:

— Debería estar vigilando los pips.

— Al diablo con los pips -dijo Long levantándose también y yendo detrás de Rioz por el estrecho pasillo hasta detenerse en la cabina-. Si Hilder sigue con esto, si tiene la valentía de hacer de ello su programa…, uau! También lo vio. El pip era una clase A precipitándose tras la señal como un galgo tras la liebre mecánica. Rioz balbuceaba:

— El espacio estaba vacío, te lo aseguro, ¡vacío! En Nombre de Marte, Ted, no te quedes pasmado. Mira si puedes descubrirlo visualmente. Rioz manipulaba rápidamente y con una eficiencia que era el resultado de veinte años de recoger cápsulas. Tuvo la distancia en dos minutos. Pero, recordando su experiencia de basurero, midió el ángulo de inclinación y también la velocidad radial. Gritó a Long:

— Una vez punto siete seis radianes. No puedes dejar de verlo, hombre. Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

— Está solamente a medio radián del otro lado del sol. Solamente la iluminará de refilón. Aumentó el magnificador tan rápidamente como se atrevió en busca de la «estrella» que cambiaba de posición y al aumentar mostró tener una forma, revelando que no era una estrella.

— Voy a empezar, de todos modos -dijo Rioz-. No podemos esperar.

— Ya la tengo. Ya la tengo. -A pesar de la magnificación era todavía demasiado pequeña para tener forma definida, pero el punto que Long vigilaba brillaba y se apagaba rítmicamente a medida que la cápsula giraba sobre sí misma y captaba la luz del sol en espacios de tiempo diferentes.

— Aguanta. El primero de varios chorros de vapor salió de las aberturas apropiadas, dejando largos rastros de microcristales de hielo que brillaban suavemente a los pálidos rayos del lejano sol. Disminuyeron durante ciento cincuenta kilómetros o más. Un chorro, luego otro, luego otro más a medida que la nave basurera salía de su trayectoria estable y seguía una ruta tangencial con la de la cápsula.

— ¡Se mueve como un cometa en su perihelio! -gritó Rioz-. Esos malditos pilotos terrícolas sueltan las cápsulas de esta forma a propósito. Me gustaría… Maldijo, airado, mientras iba soltando vapor y más vapor, impaciente, hasta que el relleno hidráulico de su sillón se aplastó más de un palmo y Long se encontraba incapaz de mantenerse sujeto a la barra de protección.

— Ten compasión -suplicó. Pero Rioz sólo tenía ojos para los pips.

— Si no puedes aguantarlo, hombre, haberte quedado en Marte. -Los chorros de vapor retumbaban a distancia. La radio despertó de pronto. Long consiguió inclinarse hacia delante a través de lo que parecía pasta y puso el contacto. Era Swenson con los ojos desorbitados que furioso les gritaba:

— ¿Dónde demonios creéis que vais? Dentro de diez segundos entraréis en mi sector.

— Persigo una cápsula -le soltó Rioz.

— ¿En mi sector?

— Empezó en el mio y tú no estás en posición de alcanzarla. Apaga esa radio, Ted. La nave atronó el espacio, un trueno que sólo podía oírse dentro del casco. Y entonces Rioz cortó el motor por etapas lo suficientemente separadas para que Long diera tumbos hacia delante. El súbito silencio fue más ensordecedor que el estruendo que le había precedido. Rioz dijo:

— Está bien. Veamos la situación. Miraron ambos. La cápsula era ahora un cono truncado bien definido, dando solemnemente tumbos al pasar por entre las estrellas.

— Decididamente es una cápsula de clase A -afirmó Rioz, satisfecho. «Un gigante entre cápsulas», pensó. Les devolvería la tranquilidad económica. Long observó entonces:

— Tenemos otro pip en el escáner. Creo que es Swenson persiguiéndonos. Rioz apenas le miró:

— No nos alcanzará. La cápsula se hizo aún mayor y llenó toda la pantalla. Las manos de Rioz estaban crispadas sobre la palanca del harpón. Esperó, ajustó microscópicamente el ángulo por dos veces y largó la longitud de que disponía. Luego, de un tirón, soltó el mecanismo. Por un instante no ocurrió nada. Después un cable metálico culebreó por la pantalla, moviéndose hacia la cápsula como una cobra a punto de morder. Estableció contacto, pero no se afianzó. De haberlo hecho se hubiera partido al instante como un hilo de telaraña. La cápsula giraba con un impulso rotacional equivalente a millares de toneladas- Lo que hizo el cable fue establecer un potente campo magnético que actuaba como freno sobre la cápsula. Uno y otro cable fueron disparados. Rioz los proyectó fuera con un excesivo gasto de energía.

— ¡Será mía! ¡Por Marte, que la cogeré! Con unas dos docenas de cables tendidos entre nave y cápsula, tuvo que desistir. La energía rotacional de la cápsula, convertida por el roce en calor, había aumentado su temperatura hasta el extremo de que su radiación era captada por los contadores de la nave. Long se ofreció:

— ¿Quieres que vaya a ponerle nuestra marca?

— De acuerdo. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Es mi turno de guardia.

— No me importa. Long se metió en su traje espacial y se acercó a la escotilla. Que era novato en el juego quedaba demostrado por las pocas veces que se había puesto el traje para salir al espacio. Esta era la quinta vez. Salió sujeto al cable más cercano, percibiendo la vibración del cable a través del metal de su guante. Gravó al fuego su número de serie en el metal liso de la cápsula. Nada podía oxidar el acero en el gran vacío del espacio. Simplemente se fundía y vaporizaba, condensándose a unos palmos de distancia del rayo energético, transformando la superficie que tocaba en un color gris polvoriento y opaco. Long regresó a la nave. Una vez dentro, se quitó el casco, blanco y cubierto de escarcha formada nada más entrar. Lo primero que oyó fue la voz de Swenson saliendo del aparato de radio, casi irreconocible por la rabia:

— …directamente al Comisionado. ¡Maldita sea!, ¡este juego tiene sus reglas! Rioz, sentado, imperturbable, replicó:

— Mira, entró en mi sector. Tardé en descubrirla y la perseguí hasta el tuyo.

— Tú no la hubieras alcanzado sin pasar antes por Marte. No hay más…, ¿ya has vuelto, Long? Cortó el contacto. El botón de señal insistió enfurecido, pero no le hizo caso.

— ¿Va a ir al Comisionado? -preguntó Long.

— No lo creas. Se pone así porque rompe la monotonía. Pero no lo dice en serio. Sabe que la cápsula es nuestra.

— ¿Y qué te ha parecido este pedazo de captura, Ted?

— Muy buena.

— ¿Muy buena? ¡Impresionante! Espera. Voy a mandarla abajo. Los chorros laterales soltaron su vapor y la nave inició un giro lento alrededor de la cápsula. Ésta giró también. En treinta minutos eran como una gigantesca peonza rodando en el vacío. Long comprobó en el Ephemeris la posición de Deimos. En un momento precisamente calculado, los cables liberaron su campo magnético y la cápsula marchó tangencialmente en una trayectoria que, en uno o dos días, la dejaría a distancia de recuperación de los depósitos de cápsulas del satélite de Marte. Rioz contempló su desaparición. Se sentía feliz. Se volvió a Long.

— Ha sido un gran día para nosotros.

— ¿Qué me dices del discurso de Hilder? -preguntó Long.

— ¿Qué? ¿Quién? Oh, ése. Óyeme, si tuviera que preocuparme por todo lo que dice un maldito terrícola, no podría dormir. Olvídalo.

— No creo que debamos olvidarlo.

— Estás loco. No me des la lata con eso, ¿quieres? Vete a dormir. Ted Long encontró excitante el ancho y alto de la calle principal de la ciudad. Hacía dos meses que el Comisionado había declarado una moratoria en las recuperaciones y había retirado a todas las naves del espacio, pero esta sensación de panorama ampliado no dejaba de excitar a Long. Incluso el pensamiento de que la moratoria se había establecido por causa de una decisión del planeta Tierra de prohibir con renovada insistencia el gasto de agua, decidiendo una ración límite para los basureros, no bastó para mermar su entusiasmo. El techo de la avenida estaba pintado de azul luminoso, imitando quizá de forma anticuada el cielo de la Tierra. Ted no estaba seguro. Las paredes estaban iluminadas por los escaparates de las tiendas abiertas. A distancia, por encima del barullo del tráfico y del ruido de la gente que le adelantaba, podía oír el estruendo intermitente a medida que se perforaban nuevos canales en la corteza de Marte. Recordaba este estruendo de toda su vida. El suelo que pisaba había formado parte, cuando él nació, de una gran roca sólida e intacta. La ciudad iba creciendo y seguiría creciendo…, sólo si la Tierra se lo permitía. Torció en un cruce de calles más estrechas, menos brillantemente iluminadas, porque las tiendas cedían el lugar a casas de apartamentos, cada una con su hilera de luces en la fachada principal. A los transeúntes, compradores y tráfico les sustituían paseantes individuales y muchachos chillones que no habían acudido a los requerimientos maternos para ir a cenar. En el último instante, Long recordó los modales sociales y se detuvo en una aguadería de la esquina. Entregó su cantimplora:

— Llénela. La encargada desenroscó el tapón, echó una mirada al interior, la sacudió un poco y rió alegremente:

— ¡No queda mucha!

— No -asintió Long. La encargada la llenó sosteniendo la boca de la cantimplora pegada a la manguera para evitar que se perdiera una sola gota. El marcador de volumen avisó. Volvió a enroscar el tapón. Long entregó las monedas y recogió la cantimplora. Ahora iba golpeándole alegremente la cadera con agradable pesadez. Visitar una familia sin llevarles una cantimplora llena era algo que no se hacía. Entre chicos no importaba; bueno, no importaba demasiado. Entró en el portal del número 27, subió un corto tramo de escalera y se paró con el dedo en el timbre. Podía oírse claramente el rumor de voces. Una era voz de mujer, algo estridente:

— A ti te parece muy bien traer a tus amigos basureros a casa, ¿no es verdad? Y figura que yo debo estar agradecida a que pases dos meses en casa, por año. ¡Oh, y que puedas estar uno o dos días conmigo, ya basta! Después, otra vez con los basureros.

— Ahora llevo mucho tiempo en casa -dijo una voz masculina- y se trata del trabajo. ¡Oh, por el amor de Marte, cállate ya, Dora! No tardarán en llegar. Long decidió esperar un momento antes de apretar el botón. Así les daría la oportunidad de encontrar una disculpa para disimular.

— ¿Y qué me importa que estén al llegar? -replicó Dora-. Que me oigan. Casi preferiría que el Comisionado mantuviera la moratoria eternamente. ¿Me has oído bien?

— ¿Y con qué viviríamos? -replicó, airada, la voz masculina-. A ver si me lo dices tú.

— Sí, te lo diré. Puedes ganarte honrada y decentemente la vida aquí mismo, en Marte, igual que los demás. Soy la única de esta casa que es «viuda» de basurero. Y eso es lo que soy… una viuda. Peor que una viuda, porque si fuera viuda tendría por lo menos la oportunidad de casarme con alguien…, ¿qué has dicho?

— Nada. Nada en absoluto.

— ¡Oh, ya sé lo que has dicho. Ahora bien, óyeme, Dick Swenson…

— Sólo he dicho -exclamó Swenson- que ahora sé por qué los basureros no suelen casarse.

— Tampoco debiste hacerlo tú. Estoy más que harta de que todo el vecindario me compadezca, y sonría, y me pregunte cuándo vuelves a casa. Los demás pueden ser ingenieros de minas, administradores e incluso perforadores de túneles. Por lo menos las esposas de los tuneleros tienen una vida familiar decente y sus hijos no se crían como vagabundos. Es como si Peter no tuviera padre… Una vocecita de muchacho se filtró por la puerta. Sonaba más alejada, como si estuviera en otra habitación.

— Eh, mamá, ¿qué es un vagabundo? La voz de Dora levantó un poco el tono:

— ¡Peter! No te distraigas de tus deberes. Swenson dijo en voz baja:

— No está bien hablar así delante del niño. ¿Qué clase de ideas tendrá sobre mí?

— Entonces, quédate en casa y enséñale buenas ideas. La voz de Peter volvió a oírse:

— Eh, mamá, cuando sea mayor voy a ser basurero. Se oyeron pasos rápidos. Hubo una pausa momentánea y de pronto unos chillidos:

— ¡Mamá! ¡Eh, mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué he hecho yo? -Y luego un silencio pesado. Long aprovechó la oportunidad. Apretó el botón vigorosamente. Swenson abrió la puerta, alisándose el cabello con ambas manos.

— Hola, Ted -dijo a media voz. Y en voz más alta-: Ha llegado Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?

— No tardará en llegar -respondió Long. Dora salió apresuradamente de la otra habitación; era una mujer bajita, morena, con una nariz pinzada y el cabello, que empezaba a encanecer, peinado dejando la frente descubierta.

— Hola, Ted. ¿Has comido?

— Sí, muy bien, gracias. No les interrumpo, ¿verdad?

— En absoluto. Hace tiempo que terminamos. ¿Querrás un café?

— Creo que sí. -Ted desenganchó la cantimplora y se la tendió.

— ¡Oh, cielos, de ninguna manera! Tenemos mucha agua.

— Insisto.

— Entonces, bien. Volvió a la cocina. Por la puerta de muelles pudo ver un montón de platos puestos en «Secoterg», el «limpiavajillas sin agua que empapa y absorbe la grasa y suciedad en un santiamén. Un chorrito de agua aclara medio metro cuadrado de superficie de vajilla y la deja limpísima. Compre Secoterg», «Secoterg» limpia bien, devuelve el brillo a tus platos y no malgasta agua… » La canción empezó a sonar en su cabeza y Long la aplastó hablando. Se le ocurrió decir:

— ¿Cómo está Peter?

— Bien, bien, el chico está en cuarto grado. Como sabes, no le veo mucho, pues verás, cuando volví la última vez, me miró y me dijo… Y la conversación siguió por estos derroteros. No estuvo mal en cuanto a gracias de niños listos contadas por sus padres. Volvió a oírse el timbre y entró Mario Rioz, ceñudo y sofocado. Swenson se le acercó al instante:

— Oye, no digas nada sobre recogida de cápsulas. Dora recuerda todavía aquella vez que te apoderaste de una clase A en mi territorio y en este momento está de muy mal humor.

— ¿Y quién demonios quiere hablar de cápsulas? -Rioz se quitó la chaqueta forrada de piel, la echó sobre el respaldo del sillón y se sentó. Dora salió por la puerta de la cocina, miró al recién llegado con una sonrisa sintética, y saludó:

— Hola, Mario. Tú también querrás café, ¿verdad?

— Sí -contestó, buscando maquinalmente su cantimplora.

— Gasta un poco más de mí agua, Dora -se apresuró a ofrecer Long-. Me la deberá.

— Eso -dijo Rioz.

— ¿Qué ocurre, Mario?

— Venga -masculló Rioz-. Dime que ya me lo habías dicho. Hace un año, cuando Hilder hizo aquel discurso, me lo dijiste. Dilo. Long se encogió de hombros. Rioz prosiguió:

— Han establecido la cuota. Salió en el noticiario hace quince minutos.

— ¿Y bien?

— Cincuenta toneladas de agua por viaje.

— ¿Qué? -gritó Swenson, rabioso-. No puedes despegar de Marte con cincuenta toneladas.

— Pues ésta es la cifra. Es una acción deliberada: acabar con los basureros. Dora llegó con el café y lo repartió.

— ¿Qué es eso de acabar con los basureros? -se sentó con firmeza y Swenson pareció perdido.

— Al parecer -explicó Long-, nos están racionando el agua a cincuenta toneladas y esto significa que no podremos hacer más salidas.

— Bueno, ¿y qué? -Dora sorbió su café y sonrió feliz-. Si queréis mi opinión, diré que está bien. Ya es hora de que todos vosotros os busquéis un trabajo bueno y fijo aquí, en Marte. Lo digo en serio. No es vida eso de andar todo el tiempo por el espacio…

— Por favor, Dora -rogó Swenson. Rioz se sobresaltó; Dora levantó las cejas:

— Solamente os doy mi opinión.

— Por favor, puede decir lo que le parezca -cortó Long-, pero a mí también me gustaría decir algo. Cincuenta mil no es más que un detalle. Sabemos que la Tierra, o por lo menos el partido de Hilder, quiere sacar capital político de una campaña en favor de la economía del agua así que estamos en mala situación. Tenemos que conseguir agua de alguna forma o nos aislarán del todo, ¿entendéis?

— Claro -asintió Swenson.

— Pero la cuestión es, cómo hacerlo, ¿verdad?

— Si solamente se tratara de conseguir agua -terció Rioz en un súbito torrente de palabras- cabría hacer una cosa y lo sabéis. Si los terrícolas no nos dan agua, cogerla. El agua no es sólo suya porque sus padres y abuelos fueron demasiado cobardones para abandonar su rico planeta. El agua pertenece a la gente, esté donde esté. Nosotros somos gente y el agua también es nuestra. Tenemos derecho.

— ¿Cómo te propones apoderarte de ella? -preguntó Long.

— ¡Fácil! En la Tierra tienen océanos de agua. No pueden establecer guardias en cada kilómetro cuadrado. Podemos bajar por el lado oscuro del planeta siempre que queramos, llenar nuestras cápsulas e irnos. ¿Cómo pueden impedírnoslo?

— De varias maneras, Mario. ¿Cómo descubres cápsulas en el espacio a distancia de centenares de miles de kilómetros? Tan sólo una cápsula metálica en todo ese espacio. ¿Cómo? Por radar. ¿Crees que no tienen radar en la Tierra? ¿Crees que si la Tierra llega a enterarse de que les estamos robando el agua, no será sencillo para ellos montar una red de radares que señalen a las naves que llegan del espacio? Dora, indignada, interrumpió:

— Voy a decirte una cosa, Mario Rioz. Mi marido no va a formar parte de ningún grupo que vaya a buscar agua para mantener su recogida de basuras.

— No se trata solamente de la recogida de cápsulas -insistió Mario-. Después del agua, nos quitarán todo lo demás. Tenemos que pararles los pies ahora.

— Pero, tampoco necesitamos su agua -siguió protestando Dora-. No somos ni Venus ni Luna. Sacamos suficiente agua de los casquetes polares para nuestras necesidades. Incluso en este apartamento tenemos entrada de agua. En esta manzana, lo tienen todos los apartamentos.

— El agua para uso doméstico es el gasto menor -siguió explicando Long-. Las minas necesitan agua. ¿Y qué me dices de los depósitos de agua de los cultivos hidropónicos?

— Tienes razón -dijo Swenson-. ¿Qué hay de los depósitos hidropónicos, Dora? Necesitan mucha agua y ya va siendo hora de que cultivemos nuestras verduras en lugar de vivir de los condensados que nos envían de la Tierra.

— Oídle bien -exclamó Dora despectiva-. ¿Qué sabe él de comida fresca? Nunca la has comido.

— He comido más de lo que crees. ¿Recuerdas aquellas zanahorias que recogí una vez?

— Bueno, ¿y qué tiene de maravilloso? Si me preguntas te diré que la protocomida asada es mucho mejor. Y también más sana. Al parecer ahora está de moda hablar de verdura fresca porque así aumentan los impuestos sobre los cultivos hidropónicos. Además, todo esto terminará.

— No lo creo -dijo Long-. En todo caso, no por sí solo. Hilder será, probablemente, el nuevo Coordinador y las cosas se pondrán realmente mal. Si también nos racionan el envío de alimentos…

— ¿Qué vamos a hacer, pues? -gritó Rioz-. Sigo diciendo que debemos ir a cogerla. ¡Llevarnos el agua!

— Y yo digo que no podemos hacerlo, Mario. ¿No ves que lo que estás sugiriendo es el sistema de la Tierra y de los terrícolas? Tratas de agarrarte al cordón umbilical que une a la Tierra con Marte. ¿No puedes olvidarte de él? ¿No puedes enfocarlo según el sistema marciano?

— No, supongo que no. A ver si me lo explicas.

— Lo haré si me escuchas. Cuando pensamos en el Sistema Solar, ¿en qué pensamos?

En Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Fobos y Deimos. Ahí tienes… siete cuerpos, y nada más. Pero esto no representa un uno por cierto del Sistema Solar. Nosotros, marcianos, estamos al borde del otro noventa y nueve por ciento. Allá, más lejos que el Sol, hay increíbles cantidades de agua. Los demás se le quedaron mirando. Swenson titubeó:

— ¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno?

— No específicamente a ésas, pero admito que es agua. Una capa de mil seiscientos kilómetros de grosor de agua, es mucha agua.

— Pero está todo ello recubierto de capas de amoníaco… o cosa parecida, ¿no es verdad? -preguntó Swenson-. Además no podemos bajar a los planetas mayores.

— Ya lo sé -dijo Long- pero no he dicho que ésta sea la respuesta. Los planetas mayores no son los únicos objetos que hay allí. ¿Qué me dices de los asteroides y de los satélites? Vesta es un asteroide de trescientos kilómetros de diámetro y que es poco más que una masa de hielo. Una de las lunas de Saturno es casi todo hielo. ¿Qué os parece?

— ¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? -preguntó Rioz.

— Sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

— Claro que sé que has estado, pero todavía hablas como un terrícola. ¿Has pensado en las distancias involucradas? Normalmente un asteroide está a, como poco, treinta millones de kilómetros. Es dos veces el trayecto de Venus a Marte y sabes que casi ninguna gran nave lo hace en un salto. Generalmente paran en la Tierra o en la Luna. Después de todo, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre aguante en el espacio?

— No lo sé. ¿Cuál es tu límite?

— Tú lo conoces de sobra. No tienes que preguntarme. Son seis meses. Está en todos los manuales. Después de seis meses si aún sigues en el espacio eres carne de psicoterapia. ¿No es así, Dick? Swenson movió afirmativamente la cabeza.

— Y esto sólo en cuanto a asteroides -prosiguió Rioz-. De Marte a Júpiter hay setencientos veinte millones de kilómetros, y a Saturno mil trescientos millones. ¿Cómo puede alguien cubrir estas distancias? Suponte que alcanzas la máxima velocidad o, para que quede más claro, que consigues unos trescientos mil kilómetros por hora, en teoría, pero ¿de dónde sacarías el agua para hacerlo?

— ¡Caramba! -exclamó una vocecita perteneciente al poseedor de unos ojos redondos y una nariz respingona-. ¡Saturno! Dora giró en redondo:

— Peter, vuelve inmediatamente a tu habitación.

— ¡Oh, mamá!

— Nada de ¡oh, mamá! -y empezó a levantarse de su silla; Peter desapareció. Swenson sugirió:

— Oye, Dora, ¿por qué no vas a hacerle un ratito de compañía? Es difícil que se concentre en sus deberes si estamos todos aquí hablando. Dora se mostró obstinada y no se movió.

— Me quedaré aquí sentada hasta que averigüe lo que piensa Ted Long. Y desde ahora ya os puedo decir que no me gusta nada. Bueno, olvidemos a Júpiter y Saturno -dijo Swenson nervioso-. Estoy seguro de que Ted no los tiene en cuenta. Pero, ¿qué hay de Vesta? Podríamos hacerlo en diez o doce semanas de ida y otras tantas de vuelta. Y trescientos kilómetros de diámetro. ¡Representan siete millones novecientos mil kilómetros cúbicos de hielo!

— ¿Y qué? -objetó Rioz-. ¿Y qué hacemos en Vesta? ¿Cortar el hielo? ¿Montar maquinaria de minas? Oye, ya sabes cuánto tiempo nos llevaría.

— Estoy hablando de Saturno, no de Vesta -dijo Long. Rioz se dirigió a un público invisible.

— ¡Le hablo de mil cien millones de kilómetros, y sigue hablando!

— Está bien -le cortó Long-, supongamos que me explicas cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario.

— Lo sabe todo el mundo, maldita sea.

— Porque está en el Manual de Vuelo Espacial. Son datos recopilados por científicos de la Tierra, de sus experiencias con pilotos de la Tierra y espaciales. Aún piensas al estilo terrícola. No quieres pensar por el sistema marciano.

— Un marciano puede ser un marciano, pero sigue siendo un hombre.

— Pero, ¿cómo puedes estar tan ciego? ¿Cuántas veces habéis estado fuera más de seis meses sin que os ocurriera nada?.

— Esto es distinto.

— ¿Por que sois marcianos? ¿Porque sois basureros profesionales?

— No, porque no se trata de un gran vuelo. Podemos regresar a Marte cuando queramos.

— Pero, no queréis. Es lo que quiero decir. Los de la Tierra tienen naves enormes con filmotecas, con una tripulación de quince hombres, más los pasajeros. Así y todo, sólo pueden quedarse fuera seis meses como máximo. Los basureros marcianos tienen una nave con dos cabinas y sólo un socio. Pero somos capaces de aguantar más de seis meses.

— Y supongo que queréis vivir en una nave por más de un año -rezongó Dora- para ir a Saturno.

— ¿Y por qué no, Dora? -preguntó Long-. Podemos hacerlo. ¿No te das cuenta de que realmente podemos? Los de la Tierra, no. Tienen un mundo de verdad. Tienen un cielo abierto y comida fresca, y todo el agua y el aire que quieren. Meterse en una nave es para ellos un cambio terrible. Por esta razón, más de seis meses es demasiado para ellos. Los marcianos somos diferentes. Llevamos viviendo en una nave toda nuestra vida. »Porque eso es lo que es Marte… una nave. Sólo una gran nave. De seis mil ochocientos kilómetros de diámetro y un cuartito en el centro ocupado por cincuenta mil personas. Es cerrado como una nave. Respiramos aire en conserva, bebemos agua en conserva, que repurificamos una y otra vez. Comemos las mismas raciones que se comen en una nave. Cuando entramos a bordo, es lo mismo que hemos conocido toda nuestra vida. Podremos soportarlo por más de un año si es preciso.

— ¿También Dick? -insistió Dora.

— Podemos hacerlo todos.

— Pues Dick no puede. Todo eso está muy bien para ti, Ted Long, y ese robacápsulas de Mario de querer estar fuera un año. Tú no estás casado, Dick lo está. Tiene una mujer y tiene un hijo, y con eso le basta. Puede perfectamente encontrar un trabajo aquí en el propio Marte. Pero, cielos, os imagináis que llegáis a Saturno y no hay agua, ¿cómo volveréis? Incluso si os quedara agua, no tendríais comida. Es lo más ridículo que he oído.

— No. Ahora, escúchame bien -insistió Long-. Lo tengo muy pensado. He hablado con el Comisionado Sankov y nos ayudará. Pero necesitamos naves y hombres. Y yo solo no puedo conseguirlos. Los hombres no querrán escucharme. Soy nuevo. Vosotros dos, en cambio, sois conocidos y respetados. Sois veteranos. Si me ayudáis, aunque decidierais no ir, si me ayudáis a convencer a los demás, a conseguir voluntarios…

— Primero -barbotó Rioz- tendrás que explicarnos bastantes más cosas. Una vez lleguemos a Saturno, ¿dónde estará el agua?

— Ahí está lo bonito del caso. Por eso tiene que ser Saturno. El agua está flotando a su alrededor, en el espacio, no hay más que recogerla. Cuando Hamish Sankov llegó a Marte, no existía lo que se dice un marciano nativo. Ahora hay más de doscientos niños cuyos abuelos han nacido ya en Marte… Son nativos de la tercera generación. Cuando llegó, adolescente, Marte era apenas algo más que un montón de naves aparcadas y conectadas entre sí por túneles subterráneos. A lo largo de los años vio crecer y extenderse rápidamente edificios, proyectando tuberías a la pobre e irrespirable atmósfera. Había visto inmensos almacenes que podían acomodar naves con sus cargas. Había visto cómo las minas salían de la nada hasta ser un gran corte en la corteza de Marte, mientras la población crecía de cincuenta a cincuenta mil. Todos esos lejanos recuerdos le hacían sentirse viejo… ésos y los recuerdos aún más borrosos que le traía ese terrícola que tenía delante. Su visitante tenía consigo restos casi olvidados de antiguos recuerdos de un mundo tibio y suave, bondadoso y tierno para la humanidad como las entrañas de una madre. El terrícola parecía recién salido de aquellas entrañas. No era ni alto, ni muy flaco; simplemente lleno de carnes. Cabello oscuro, un poco ondulado, un bigotito y la piel limpiamente rasurada. Sus ropas, de estilo adecuado, estaban tan aseadas y limpias como podían estarlo por el plastek. La ropa de Sankov era de fabricación marciana útil e impecable, pero pasada de moda. Su rostro era anguloso y arrugado, el cabello de un blanco puro, y su nuez pronunciada subía y bajaba cuando hablaba. El terrícola era Myron Digby, miembro del Congreso General de la Tierra. Sankov era Comisionado marciano.

— Todo esto es muy duro para nosotros, señor -observó Sankov.

— Para la mayoría de nosotros también es duro, Comisionado.

— No sé. Honradamente no puedo decir que entienda el modo de hacer de la Tierra, por más que haya nacido allí.

— Marte es un lugar difícil para vivir, Congresista, y debe comprenderlo. Hacen falta naves muy espaciosas para traernos la comida, el agua y la materia prima para poder sobrevivir. No queda mucho espacio para libros ni para películas, aunque sean noticiarios. Incluso los programas de vídeo no llegan a Marte, sólo durante un mes cuando la Tierra está en conjunción y aun entonces a nadie le sobra tiempo para mirarlos. »Mi oficina recibe una película semanal que es el resumen de la Prensa planetaria. En general me falta tiempo para dedicarle. Puede que nos tache usted de provincianos y tendrá razón. Cuando sucede algo como esto, lo único que cabe hacer es mirarnos desesperados.

— No querrá decirme que su gente -dijo Digby lentamente- no se ha enterado de la campaña de Hilder contra el despilfarro de agua.

— No, no puedo decirlo. Hay un joven basurero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio. -Sankov se rascó, pensativo, un lado del cuello-, que tiene como pasatiempo leer la historia de la Tierra y cosas parecidas. Capta programas de vídeo cuando está en el espacio y oye a ese tal Hilder. Por lo que puedo decir, aquélla fue la primera comunicación que hizo Hilder sobre los despilfarradores de agua. »El joven vino a verme para contármelo. Naturalmente, no lo tomé demasiado en serio. Estuve al tanto de las películas de la Prensa planetaria a partir de entonces, pero no se mencionaba mucho a Hilder, y lo que se decía lo presentaba como un personaje extraño.

— En efecto, Comisionado, todo parecía una broma cuando empezó. Sankov estiró sus largas piernas junto al escritorio y las cruzó por el tobillo.

— A mí todavía me parece una broma. ¿Qué discute? ¿Que gastamos agua? ¿Se ha preocupado de mirar los números? Los tengo aquí. Me los hice traer cuando llegó ese Comité.

— Parece ser que la Tierra tiene mil trescientos millones de kilómetros cúbicos de agua en sus océanos y cada kilómetro cúbico pesa mil toneladas. Eso es mucha agua. Nosotros usamos parte de esta cantidad en vuelos espaciales. Gran parte del impulso está dentro del campo de gravedad de la Tierra y esto significa que el agua que desprendernos al despegar vuelve a los océanos. Hilder no lo tiene en cuenta. Cuando dice que se gasta cerca de un millón de toneladas de agua por vuelo, es un embustero. Es menos de cien mil toneladas. »Supongamos por un momento que tenemos cincuenta mil vuelos por año. No es así, claro; ni siquiera mil quinientos. Pero digamos que son cincuenta mil. Imagino que con el tiempo habrá una expansión considerable. Con cincuenta mil vuelos, se perdería una milla cúbica de agua en el espacio cada año. Esto significa que en un millón de años, la Tierra perdería un cuarto del uno por ciento de toda su agua. Digby extendió las manos, palmas arriba, y las dejó caer de nuevo.

— Comisionado, los Aliados interplanetarios utilizaron este tipo de números en su campaña contra Hilder, pero es imposible combatir un levantamiento tremendo y emocional, con la frialdad de las matemáticas. Este hombre, me refiero a Hilder, ha inventado el nombre de «despilfarradores». Poco a poco ha ido transformando este nombre en una gigantesca conspiración, una pandilla de aprovechados y brutales desalmados que violan la Tierra en beneficio propio e inmediato. »Ha acusado al Gobierno de estar de acuerdo con ellos, al Congreso de ser dominado por ellos, a la Prensa de estar pagada por ellos. Desgraciadamente, nada de esto parece una ridiculez al hombre medio. Sabe de sobra lo que unos egoístas pueden hacer con los recursos de la Tierra. Saben lo que ocurrió con el petróleo de la Tierra durante la época de los desastres, por ejemplo, y la forma en que se arruinó el suelo.

— Cuando un granjero sufre la sequía, le tiene sin cuidado que el agua perdida en un vuelo espacial sea o no una gota en la niebla comparada con el exceso de agua de la Tierra. Hilder le ha proporcionado un motivo al que culpar y éste es el mayor consuelo en caso de desastre. Hilder no va a renunciar a esto por más cifras que se le den.

— Eso es lo que me desconcierta -objetó Sankov-. Quizá porque ya no sé cómo funcionan las cosas en la Tierra, pero tengo entendido que no existen granjeros víctimas de la sequía. Por lo que he deducido de los resúmenes de noticias, los seguidores de Hilder son minoría. ¿Por qué razón la Tierra se alía con ellos, los granjeros. y algunos chiflados que le apoyan?

— Porque, Comisionado, existe lo que se llama seres humanos preocupados. La industria del acero ve que una era de vuelos espaciales pesará enormemente sobre las aleaciones ligeras no ferrosas. Los diversos sindicatos de mineros se preocupan por la competencia extraterrestre. Cualquier terrícola que no puede conseguir aluminio para conseguir un prefabricado está seguro de que no lo consigue porque el aluminio va a Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los despilfarradores porque no puede conseguir una concesión del Gobierno para financiar sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno va a investigación de cohetes y medicina del espacio y está resentido.

— Con esto veo que no hay gran diferencia entre la gente de la Tierra y los de Marte. Pero, ¿qué opina el Congreso General? ¿Por qué tienen que seguirle la corriente a Hilder?

— La política es algo difícil de explicar -replicó Digby sonriendo con acritud-. Hilder introdujo la disposición de montar un comité que investigara el abuso de vuelos espaciales. Las tres cuartas partes, o algo más, del Congreso estaban en contra de tal investigación por considerarla una intolerable e inútil ampliación de la burocracia, lo que es cierto. Pero, ¿cómo podía un legislador estar en contra de la simple investigación de un abuso? Podría parecer como si tuviera algo que temer o que ocultar. Parecería como si él mismo se beneficiara del despilfarro. Hilder no tiene el menor miedo a expresar estas acusaciones, y sean o no verdad, serían un poderoso factor para los votantes en las próximas elecciones. Y la disposición se hizo ley. »Luego vino la cuestión de nombrar a los componentes del comité. Los que estaban en contra de Hilder rehusaron participar, porque eso hubiera significado tomar decisiones que continuamente resultarían embarazosas. Permaneciendo al margen serian menos blanco de los ataques de Hilder. El resultado es que yo soy el único miembro del comité que es abiertamente contrario a Hilder y puede costarme la reelección.

— Lo lamentaré, señor. Parece como si Marte no tuviera tantos amigos como creíamos. No nos gustaría perder ni uno. Pero si Hilder gana, ¿qué se propone hacer?

— Yo diría que está claro -dijo Digby-. Quiere ser el nuevo Coordinador Global.

— ¿Cree usted que lo conseguirá?

— Si no hay nada que le detenga, sí.

— Y entonces, ¿qué? ¿Abandonará su campaña contra el «despilfarro»?

— No sabría decirlo. Ignoro si ha hecho planes para después de su coordinación. Sin embargo, si quiere mi opinión, no creo que pueda abandonar su campaña y conservar su popularidad. Se le ha desbordado. Sankov volvió a rascarse el cuello.

— Está bien. En este caso voy a pedirle consejo. ¿Qué podemos hacer los de Marte? Conoce usted la Tierra. Conoce la situación. Nosotros, no. Díganos qué debemos hacer. Digby se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró hacia las cúpulas bajas de los otros edificios, a la llanura roja y rocosa completamente desolada que se extendía en medio, al cielo púrpura y a un sol reducido. Sin volverse, preguntó:

— ¿Les gusta a ustedes realmente Marte?

— La mayoría de nosotros no conoce ningún otro mundo, señor. Me parece que la Tierra les resultaría peculiar e incómoda.

— Pero, ¿no se acostumbrarían los marcianos? La Tierra no es difícil de aceptar después de todo. ¿No le gustaría a su gente aprender a disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted mismo vivió en la Tierra. Debe recordar lo que era.

— Me acuerdo en cierto modo. Pero no me parece fácil de explicar. La Tierra está ahí. Encaja con la gente y la gente con ella. La gente acepta la Tierra tal como la encuentra. Marte es diferente. Es descarnado y no encaja con la gente. Ésta tiene que sacarle el mejor partido. Tiene que edificar un mundo y no aceptar lo que encuentra. Marte no es aún gran cosa, pero estamos edificando, y cuando terminemos vamos a tener exactamente lo que queremos. Es una experiencia excitante saber que se está edificando un mundo. Después de esto, la Tierra resultaría aburrida. El Congresista objetó:

— No puedo creer que el marciano ordinario sea tan filósofo que se conforme con vivir esta horrible y dura vida en aras de un futuro que debe estar a cientos de generaciones de distancia.

— No, no es exactamente así. -Sankov cruzó el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda y se lo sujetó mientras hablaba-. Como le he dicho, los marcianos son parecidos a los terrícolas, lo que significa que son seres humanos, y los seres humanos son poco dados a la filosofía. De todos modos, es importante vivir en un mundo que va creciendo, lo vea usted o no. »Cuando llegué a Marte por primera vez, mi padre solía enviarme cartas. Era contable, y nunca dejó de ser un contable. La Tierra no era muy diferente cuando murió de lo que era cuando nació. Nunca vio ocurrir nada. Cada día era como cualquier otro día, y vivir era sólo una forma de pasar el tiempo hasta la muerte. »En Marte es distinto. Cada día hay algo nuevo, la ciudad es mayor, el sistema de ventilación da un paso adelante, las conducciones de agua de los polos se perfeccionan. Ahora mismo nos proponemos montar una asociación de noticiarios filmados por nosotros. Vamos a llamarles Prensa de Marte. Si no ha vivido cuando las cosas van creciendo a su alrededor, jamás comprenderá lo maravilloso que es y lo que se siente. »No, Congresista, Marte es difícil y duro, la Tierra es mucho más cómoda, pero me parece que si se llevara a nuestros muchachos a la Tierra serían desgraciados. Probablemente la mayoría no sería capaz de comprenderlo, pero se sentirían perdidos, perdidos e inútiles. Me parece que muchos de ellos no se adaptarían jamás. Digby se apartó de la ventana y en la piel lisa y sonrosada de la frente se le formó una arruga:

— En tal caso, Comisionado, lo siento por usted. Por todos ustedes.

— ¿Por qué?

— Porque no creo que haya nada que pueda hacer su gente en Marte. O en todo caso, los de Venus o la Luna. No ocurrirá ahora; tal vez no ocurra en un año ni en dos, ni incluso en cinco. Pero a no tardar tendrán que volver todos a la Tierra, a menos que… Las blancas cejas de Sankov parecieron cubrir sus ojos:

— ¿Qué?

— A menos que puedan encontrar otra fuente de agua que no sea la Tierra.

— Y no parece probable, ¿verdad? -preguntó Sankov, abrumado.

— Poco probable.

— Y salvo eso, ¿no ve más oportunidad?

— Ninguna en absoluto. Después de decirlo, Digby se fue, y Sankov se quedó un momento con la mirada perdida antes de marcar un número de la línea de comunicación local.

— Tenias razón, hijo. No pueden hacer nada. Incluso los que nos comprenden, no ven ninguna salida. ¿Cómo lo adivinaste tú?

— Comisionado -respondió Long-, cuando se ha leído todo sobre la época del desastre, especialmente sobre el siglo veinte, nada político puede ser una sorpresa.

— Bien, puede que sí. En todo caso, hijo, el congresista Digby lo lamenta por nosotros, lo siente horrores, podríamos decir, pero nada más. Dice que tendremos que abandonar Marte o ir a buscar el agua a otra parte. Sólo que piensa que no podemos encontrarla en ningún otro sitio.

— Pero usted sabe que sí podemos, Comisionado. Sé que podemos, hijo. Pero el riesgo es terrible.

— Si encuentro suficientes voluntarios, el riesgo es cosa nuestra.

— ¿Y cómo va eso?

— No va mal. Algunos de los muchachos están ya de mi parte. Convencí a Mario Rioz, por ejemplo, y usted sabe que es uno de los mejores.

— Ahí está el problema… Los voluntarios son los mejores hombres que tenemos. Me horroriza permitirlo.

— Si volvemos, habrá valido la pena.

— Si. Es palabra importante, hijo. Y muy importante lo que tratamos de hacer.

— Bien, di mi palabra de que si no conseguíamos ayuda de la Tierra, procuraré que el depósito de agua de Fobos os entregue toda la que necesitéis. ¡Buena suerte!

A ochocientos mil kilómetros de Saturno. Mario Rioz estaba recostado en nada, dormir era delicioso. Despertó lentamente de su sueño y, por unos instantes, solo dentro de su traje espacial, se entretuvo contando las estrellas y trazando líneas de unas a otras. En un principio, a medida que corrían las semanas, era como volver a ser basureros, salvo por la corrosiva sensación de que cada minuto significaba un número adicional de millares de kilómetros lejos de toda la humanidad. Eso lo empeoraba. Habían apuntado alto para poder salir de la eclíptica mientras cruzaban el cinturón de asteroides. Con ello se había gastado mucha agua y probablemente había sido innecesario. Aunque decenas de miles de pequeños mundos aparecían tan espesos como insectos en proyección bidimensional sobre una placa fotográfica, están, sin embargo, tan desparramados por los cuatrillones de kilómetros cúbicos que formaban su órbita conglomerada, que solamente la más ridícula de las coincidencias podría provocar una colisión. No obstante, traspasaron el cinturón, pero alguien calculó las posibilidades de colisión con un fragmento de materia lo bastante grande como para producir algún daño. La estimación era tan baja, tan verdaderamente baja, que era casi imposible que acaeciera encontrarse con un «objeto flotante en el espacio». Los días eran largos y muchos, el espacio estaba vacío, solamente se necesitaba a un hombre en los controles en todo momento. La idea era nueva. Primero, fue alguien especialmente atrevido el que se aventuró a estar fuera unos quince minutos. Luego otro probó media hora. Por fin, antes de que los asteroides quedaran completamente atrás, cada nave regularmente tenía a su miembro libre de guardia suspendido de un cable en el espacio. Era bastante fácil. Para empezar, uno de los cables destinados a operaciones a la conclusión del viaje, estaba magnéticamente sujeto por ambos extremos, por uno al casco de la nave, y por el otro al traje espacial. Luego se salía por la escotilla al casco y allí se amarraba el otro cable. Descansaba un instante, agarrado a la piel metálica de la nave por los electromagnetos de las botas. Después se neutralizaban éstas y se hacía un ligerísimo esfuerzo muscular. Lenta, lentamente, con increíble lentitud, se desprendía de la nave. Aún más despacio, la masa mayor, la nave, se movía a poca distancia y hacia abajo. Uno flotaba de forma increíble, sin peso, en un negro sólido y tachonado. Cuando la nave se había alejado lo bastante, con la mano enguantada que mantenía asido el cable se apretaba ligeramente. Si se apretaba demasiado, uno se desplazaría hacia la nave y ésta hacia uno. Apretar con demasiada fuerza y la fricción le detendría, porque su moción sería equivalente a la de la nave y parecería tan inmóvil por debajo como si estuviera pintada sobre un imaginario telón de fondo, mientras que el cable colgaría enrollado entre los dos porque no tendría motivo para estar tirante. Para el ojo desnudo era media nave. Una mitad estaba iluminada por la luz del débil sol que brillaba aun demasiado para poder mirarle directamente sin la reforzada protección de la visera polarizada del traje espacial. La otra mitad era negra sobre negro y por tanto invisible.

El espacio envolvía, como un sueño. El traje espacial era tibio, renovaba el aire automáticamente, llevaba comida y bebida en recipientes especiales de los que se podía tomar con el mínimo movimiento de cabeza, y se ocupaba debidamente de los desperdicios. Por encima de todo, y más que cualquier otra cosa, estaba la deliciosa euforia de la ingravidez. Nunca hasta entonces se había sentido uno tan bien. Los días habían dejado de ser demasiado largos, ya no eran tan largos y faltaban días. Habían pasado la órbita de Júpiter en un punto cercano a los treinta grados de su posición actual. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, salvo el guisante blanco y resplandeciente del Sol. Algunos de los basureros insistieron en que podían considerar a Júpiter por su resplandor como una pequeña esfera con un lado comido del todo por las sombras de la noche. Después, pasado un período de varios meses, se desvaneció mientras otro punto de luz crecía hasta que fue más brillante que Júpiter. Era Saturno, primero como un punto y luego como una mancha ovalada y respladeciente. (-¿Por qué ovalada? -preguntó alguien y poco después otro contestó-: Por los anillos, naturalmente.) Todos salían a flotar en el espacio, en cualquier momento, contemplando incesantemente a Saturno. («Oye, fresco, vuelve a la nave, maldita sea. Estás de guardia.» «¿Quién está de guardia? Según mi reloj todavía me quedan quince minutos.» «Pues vuelve a poner en hora tu reloj. Además, ayer te di veinte minutos.» «Tú no darías ni dos minutos a tu abuela.» «Vuelve de una vez, maldición, o saldré ahora mismo.» «Está bien, ya vuelvo. ¡Santo Dios!, ¡cuánto ruido por un cochino minuto!» Pero en el espacio ninguna pelea era grave. Era demasiado bueno.) Saturno fue creciendo hasta que al fin rivalizó y después sobrepasó al Sol en brillantez; los anillos, situados en un amplio ángulo con su trayectoria de acercamiento, él pasó imponente junto al planeta que sólo tenía eclipsada una pequeña parte. Después, a medida que se acercaban, creció la amplitud de los anillos, para estrecharse a medida que el ángulo de aproximación iba decreciendo constantemente. Las lunas mayores aparecieron por los alrededores de aquel cielo como serenas luciérnagas. Mario Rioz se alegraba de estar despierto y poder seguir contemplando el espectáculo. Saturno llenaba medio cielo, con estrías color naranja, con las sombras de la noche reduciéndolo por la derecha casi en una tercera parte. Dos pequeños puntos redondos en aquel resplandor eran la sombra de dos de sus lunas. A la izquierda y detrás de él (podía mirar por encima del hombro izquierdo para ver, y al hacerlo, el resto de su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia la derecha para mantener el impulso angular) estaba el diamante blanco del Sol. Pero más que otra cosa, le gustaba contemplar los anillos. A la izquierda salía, por detrás de Saturno, una triple banda apretada, de luces anaranjadas. Por la noche, su principio quedaba oculto en las sombras nocturnas, pero los anillos se mostraban más cerca y más anchos. Se ensanchaban al acercarse, como la boca de una trompeta, pero también resultaban más borrosos al llegar, hasta que llenaban el cielo y se perdían. Desde donde estaba la flota de basureros, precisamente dentro del borde exterior del último anillo, éstos se rompian y asumían su verdadera identidad de agrupación de fragmentos sólidos más que la banda de luz sólida que parecían. Por debajo de él, o mejor dicho en la dirección que señalaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, había uno de los fragmentos del anillo. Tenía el aspecto de una gran mancha irregular que afeaba la simetría del espacio, tres cuartos iluminada y partida como con un cuchillo por la sombra de la noche. Otros fragmentos estaban más lejos reluciendo como polvo de estrellas, más apagados y amontonados hasta que al seguirlos, volvían a parecer anillos. Los fragmentos estaban inmóviles, pero era solamente porque las naves habían tomado una órbita cerca de Saturno equivalente a la del borde exterior de los anillos. El día anterior, recordó Rioz, había estado en el fragmento más cercano trabajando junto a una veintena de compañeros para darle la forma deseada. Mañana volvería a hacerlo. Hoy…, hoy flotaba en el espacio.

– ¿Mario? -la voz que sonaba en sus auriculares era inquisitiva. De momento a Rioz le embargó el hastío. Maldición, no estaba de humor para compañía.

– Al habla -respondió.

– Estaba seguro de haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Eres tú, Ted?

– El mismo.

– ¿Ocurre algo con el fragmento?

– Nada. He salido a flotar.

– ¿Tú también?

– De vez en cuando me apetece. Precioso, ¿verdad?

– Muy bueno -asintió Rioz.

– Sabes que he leído en libros de la Tierra…

– De terrícolas querrás decir. -Rioz bostezó y en aquellas circunstancias le resultó difícil emplear la expresión con la apropiada carga de resentimiento.

-… descripciones, a veces, de gente echada en la hierba -prosiguió long-, ya sabes, esa cosa verde que es como tiras finas de papel y que allí les cubre todo el suelo, que contempla el cielo azul salpicado de nubes. ¿Viste alguna vez películas con eso?

– Claro. Pero no me dijeron nada. Daban sensación de frío.

– Pero supongo que no lo será. Después de todo, la Tierra está muy cerca del Sol y dicen que su atmósfera es lo bastante espesa para retener el calor. Debo confesar que, personalmente, me molestaría encontrarme bajo cielo abierto y con sólo la ropa puesta. Pero me imagino que les gusta.

– ¡Los terrícolas están locos!

– Hablan de árboles, de grandes ramas oscuras, de vientos, ya sabes, movimientos del aire.

– Querrás decir corrientes. También pueden quedárselas.

– No importa. El caso es que lo describen maravillosamente, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado: ¿Cómo será en realidad? ¿Lo experimentaré alguna vez o es algo que solamente los de la Tierra pueden sentir? Muchas veces me ha parecido que me estaba perdiendo algo vital. Ahora sé cómo debe ser. Es esto. Completa paz en medio de un universo empapado en belleza.

– No les gustaría -opinó Rioz-. Me refiero a los terrícolas. Están tan acostumbrados a su repugnante y pequeño mundo que no sabrían apreciar lo que es flotar contemplando a Saturno… -Sacudió ligeramente su cuerpo y empezó a balancearse de un lado a otro en su centro de masa, lenta y dulcemente.

– Sí, también lo creo yo. Son esclavos de su planeta. Incluso si vienen a Marte, serán solamente sus hijos los que se sientan libres. Algún día habrá naves estelares grandes, inmensas, que podrán llevar a millares de personas y mantener su autosuficiente equilibrio por decenas de años, tal vez por siglos. La humanidad se extenderá por toda la Galaxia. Pero la gente tendrá que vivir su vida a bordo hasta que se desarrollen nuevos métodos de viajes interestelares, lo mismo ocurrirá con los marcianos, no terrícolas, en dirección al planeta, que serán los que colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el sistema marciano. Pero Rioz no le contestó. Se había vuelto a quedar dormido, meciéndose, balanceándose dulcemente, a cerca de un millón de kilómetros por encima de Saturno. El equipo de trabajo en el fragmento de anillo era la cruz de la moneda. La ingravidez, la paz e intimidad de la flotación en el espacio cedía el puesto a algo que no era ni paz ni intimidad. Incluso la ingravidez, que continuaba, resultaba más un purgatorio que un paraíso bajo las nuevas condiciones. Traten de manipular un proyector de calor de tipo habitualmente intransportable. Podía levantarse pese a me ir casi dos metros de altura y otros tantos de anchura, y ser casi de metal sólido, porque pesaba menos de un gramo. Pero su inercia era exactamente lo que había sido siempre, lo cual significaba que si no se colocaba muy despacio en posición correcta, continuaría moviéndose y llevándote consigo. Entonces tendrías que cruzar el campo de gravedad artificial en tu traje espacial y bajar de golpe. Keralski había cruzado el campo un poco alto, y bajó brutalmente, junto al proyector en un ángulo peligroso. Su tobillo aplastado había sido el primer accidente de la expedición. Rioz maldecía profusamente y sin parar. Continuaba con la costumbre de pasarse el dorso de la mano por la frente y secar el sudor acumulado. Las pocas veces que había sucumbido al impulso, el metal y la silicona chocaban con un ruido que atronó el interior de su traje, sin que sirviera para nada. Los secadores del interior del traje estaban aspirando al máximo y, naturalmente, recuperando el agua y devolviendo líquido ionizado, conteniendo una cuidadosa proporción de sal en el recipiente apropiado. Rioz gritó:

— Maldita sea, Dick, espera hasta que te dé la orden, ¿quieres? Y la voz de Swenson resonó en sus oídos:

— Bien, ¿y cuánto tiempo se supone que voy a estar aqui sentado?

— Hasta que te avise -respondió Rioz. Reforzó la gravedad artificial y levantó un poco el proyector. Liberó la suficiente seudogravedad hasta que se aseguró de que el proyector se mantendría unos minutos en su sitio, aunque le retirara el soporte del todo. De un puntapié quitó el cable de en medio (llegaba más allá del cercano «horizonte» a una fuente de energía invisible desde allí) y apretó el botón. El material de que se componía el fragmento burbujeó y se desvaneció bajo el contacto. Una sección del labio de la tremenda cavidad que ya habían abierto en la materia se fundió y desapareció la irregularidad de su contorno. — Prueba ahora -ordenó Rioz. Swenson se encontraba en la nave que se mantenía sobre la cabeza de Rioz. Swenson gritó:

— ¿Todo despejado?

— Te he dicho que empieces. Lo que salió de una abertura en la proa de la nave fue un débil chorro de vapor. La nave bajó hacia el fragmento de anillo. Otro chorro compensó la tendencia a moverse hacia un lado. Pudo acercarse directamente. Un tercer chorro en la popa disminuyó considerablemente su velocidad. Rioz observaba, tenso.

— Sigue acercándola. Lo conseguirás. Lo conseguirás. La popa de la nave entró en el boquete, llenándolo casi. Los panzudos costados se acercaron más y más al borde. Hubo una vibración chirriante al dejar de moverse la nave. A Swenson le llegó el turno de maldecir:

— No encaja -barbotó. Rioz lanzó el proyector contra tierra en un ataque de rabia y salió debatiéndose en el espacio. El proyector levantó una nube de polvo blanco y cristalino a su alrededor y cuando Rioz bajó a su vez por seudogravedad ocurrió lo mismo. Protestó:

— Te metiste al bies, estúpido terrícola.

— Entré nivelado, granjero de míerda. Unos chorros laterales disparados hacia atrás funcionaron con más fuerza que antes y Rioz confió en tener tiempo de apartarse. La nave salió del pozo y se disparó al espacio ochocientos metros antes de que los chorros delanteros pudieran pararla.

— Partiremos media docena de placas si volvemos a hacer esto -observó Swenson, tenso-. Métela bien, ¿quieres?

— La meteré perfectamente. No te preocupes. Procura tu entrar bien. Rioz saltó hacia arriba y se permitió subir doscientos cincuenta metros más a fin de tener una visión general de la cavidad. Las marcas que había dejado la nave eran claramente visibles. Se concentraban en un punto a mitad de camino del fondo del pozo. Tendría que eliminarlas. Empezó a fundirlas con el soplete. Media hora después la nave encajaba perfectamente en su cavidad y Swenson, con su traje espacial puesto, salió para reunirse con Rioz. Swenson dijo:

— Si quieres entrar y quitarte el traje, ya me ocuparé yo de la escarcha.

— No importa. Prefiero estar aquí, sentado, y contemplar Saturno. Se sentó en el borde del pozo. Quedaba un espacio de dos metros entre él y la nave. En ciertos puntos del círculo había sólo medio metro; en otros simplemente unos centímetros. No se podía esperar un encaje mejor hecho a mano. El ajuste final se haría fundiendo poco a poco el hielo al vapor y dejando que se helara de nuevo dentro de la cavidad entre el borde y la nave. Saturno se movió visiblemente a través del cielo, desapareciendo su enorme masa más allá del horizonte.

— ¿Cuántas naves quedan por colocar? -preguntó Rioz.

— Lo último que oí eran once. Nosotros ya estamos dentro, de modo que ahora quedarán diez. De las que ya están colocadas, siete ya se han congelado. Dos o tres están desmanteladas.

— Vamos bien.

— Hay mucho que hacer aún. No te olvides de los chorros principales del otro extremo, de los cables y de las líneas de energía. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Cuando salimos no me importaba demasiado, pero ahora mismo, sentado en los controles me iba diciendo: «No lo conseguiremos. Nos quedaremos sentados aquí y pasaremos hambre y moriremos con solo Saturno sobre nuestras cabezas.» Y me pongo a pensar.. No llegó a explicar lo que pensaba. Simplemente siguió sentado.

— Piensas demasiado -le increpó Rioz.

— Contigo es distinto dijo Swenson-. No dejo de pensar en Peter… y en Dora…

— ¿Para qué? Dijo que podías irte, ¿verdad? El Comisionado le hizo un discurso sobre patriotismo y cómo serías un héroe y con el futuro resuelto a tu regreso, y dijo que podías ir. No te escabulliste como hizo Adams.

— Adams es diferente. A su mujer debían haberla asesinado cuando nació. Algunas mujeres pueden suponer un infierno para el hombre, ¿no crees? No quería que fuera…, pero probablemente preferiría que no regresara, si consigues una buena pensión.

— Entonces, ¿por qué te quejas? Dora quiere que vuelvas, ¿no?

— ¡Nunca la he tratado bien! -suspiró Swenson.

— Le entregas tu paga, me parece. Yo no lo haría por ninguna mujer. Dinero contra valor recibido, ni un céntimo más.

— El dinero no lo es todo. Es algo que he pensado aquí. A una mujer le gusta la compañía. Un niño necesita a su padre. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?

— Preparándote para volver a casa.

— Ah, tú no lo entiendes.

Ted Long se movió por encima de la surcada superficie del fragmento de anillo con sus ánimos tan congelados como el suelo que pisaba. Desde Marte todo parecía perfectamente lógico, pero estaban en Marte. Lo había planeado cuidadosamente en su mente y por etapas razonabIes. Todavía recordaba exactamente cómo fue. No era necesaria una tonelada de agua para mover una nave. No se trataba de masa igual a masa, sino el tiempo de velocidad de la masa es igual a tiempo de velocidad de masa. En otras palabras, no importaba que desprendieras una tonelada de agua a más de un kilómetro por segundo, o unos cincuenta litros de agua a treinta kilómetros por segundo, obtenías la misma velocidad final de la nave. Esto significaba que los orificios de chorro tenían que ser más pequeños y el vapor más caliente. Pero aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecho fuera el agujero, más energía se perdía en fricción y en turbulencia. Cuanto más caliente fuera el vapor, más refractario debía ser el agujero y más breve su duración. El límite, en esta dirección, era rápidamente alcanzado. Así que, puesto que un determinado peso de agua podía mover considerablemente más que su propio peso en condiciones de agujeros pequeños, la nave debía ser grande. Cuanto más grande sea el espacio para almacenar el agua, mayor será la sección de viaje, incluso en proporción. Así que empezaron a hacer naves más pesadas y mayores. Pero entonces, cuanto mayor era el casco, más fuertes los refuerzos y más difíciles las soldaduras, más precisa y más exigente había de ser la ingeniería. De momento, el límite en aquella dirección también se había alcanzado. Y finalmente había dado con lo que él consideraba el fallo básico: la concepción inquebrantable y original de que el combustible tenía que ir dentro de la nave; el metal tenía que trabajarse para que envolviera mil millones de toneladas de agua. ¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y al hielo podía dársele forma. Se le podían hacer agujeros. Se le podían introducir cabinas y reactores. Con cables podían sujetarse las cabinas y los reactores gracias a la influencia de los campos magnéticos de fuerza que actuarían como agarraderas y cierres. Long percibió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la cabeza del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de las vainas perforadas en la materia, y el fragmento se estremecía bajo los continuos impactos. El hielo no tenía que ser recortado. Había auténticos trozos en los anillos de Saturno. Los anillos eran realmente eso…, piezas de hielo casi puro girando alrededor de Saturno. Así lo establecía la espectroscopia y así había resultado ser. Ahora se encontraba encima de una de esas piezas, de una longitud superior a los tres kilómetros y de casi un kilómetro y medio de espesor. Representaba aproximadamente quinientos millones de toneladas de agua, en una sola pieza, y él estaba de pie encima de ella. Pero ahora se encontraba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca había dicho a los hombres lo de prisa que esperaba transformar el fragmento en una nave, pero en su corazón imaginaba que serían dos días. Hacía ya una semana y no se atrevía a calcular el tiempo que quedaba. Ya ni siquiera confiaba en que el trabajo pudiera hacerse. ¿Serían capaces de controlar los chorros con la suficiente delicadeza mediante conductos lanzados a través de tres kilómetros de hielo que servirían para manipular la salida de la gravedad de Saturno? El agua potable estaba bajando, aunque siempre podían destilar algo más de hielo. Y los víveres tampoco valían gran cosa. Se detuvo, miró al cielo, forzando la vista. ¿Estaba creciendo el objeto? Debería medir su distancia. A decir verdad, le faltaba ánimo para añadir este problema a los otros. Su mente volvió a la inmediatez, mucho más importante. Por lo menos, la moral estaba alta. Los hombres parecían disfrutar estando cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos en llegar tan lejos, los primeros en pasar los asteroides, los primeros en ver Júpiter como una pequeña piedra brillante a simple vista, los primeros en ver Saturno tal cual era. No creía que cincuenta cazadores de cápsulas, prácticos y endurecidos, dedicaran tiempo a experimentar esa emoción. Pero sí lo hicieron. Y estaban orgullosos de ello. Dos hombres y una nave medio enterrada pasaron por su horizonte móvil mientras caminaba. Les llamó:

– ¡Eh, vosotros!

– ¿Eres tú, Ted? -contestó Rioz.

– El mismo. ¿Es Dick el que está contigo?

– Claro. Ven, siéntate. Estábamos preparándonos para envolvernos en el hielo y buscábamos una excusa para retrasarlo.

– Yo no -dijo Swenson-. ¿Cuándo crees que nos iremos, Ted?

– Tan pronto como terminemos. Pero no es una respuesta, ¿verdad?

– Me figuro que no hay otra respuesta -comentó Swenson, deprimido. Long miró hacia arriba, contemplando la mancha bríllante e irregular del cielo. Rioz siguió su mirada:

– ¿Qué pasa? Long tardó en contestar. El cielo estaba completamente negro y los fragmentos de anillo resaltaban como polvo anaranjado. Saturno estaba a más de tres cuartos por debajo del horizonte y los anillos iban con él. A menos de un kilómetro de distancia una nave saltó más allá del borde helado del planetoide hacia el cielo, quedó iluminada por la luz naranja de Saturno y volvió a bajar. El suelo tembló ligeramente.

– ¿Te preocupa algo respecto de la Sombra? -preguntó Rioz. Lo llamaban así. Era el fragmento más cercano de los anillos, considerando que se encontraban en la cara externa de éstos, donde las piezas estaban más esparcidas. Se encontraba, quizás, a unos treinta kilómetros de distancia, como una montaña escarpada, de forma claramente visible.

– ¿Cómo lo ves tú? -preguntó Long.

– Bien, supongo -respondió Rioz-. No veo nada extraño.

– ¿No te parece que está volviéndose mayor?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Te lo parece o no? -insistió Long. Rioz y Swenson lo miraron, pensativos.

– Sí que parece mayor -observó Swenson.

– Nos estás metiendo la idea en la cabeza -protestó Rioz-. Si fuera mayor es que estaría más cerca.

– ¿Y te parece imposible?

– Estas cosas son de órbita estable.

– Lo eran cuando llegamos -explicó Long-. ¿Has notado eso? El suelo había vuelto a temblar. Long dijo:

– Llevamos ya una semana volando esta cosa. Primero veinticinco naves se posaron en ella, lo que hizo que su impulso variara, claro que no mucho. Después hemos estado derritiendo partes de ella y nuestras naves han entrado y salido violentamente… y siempre en el mismo extremo. En una semana podemos haber cambiado algo su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra pueden converger.

– Tiene mucho espacio para pasarnos. -Rioz lo contempló, pensativo-. Además, si ni siquiera podemos estar seguros de que se ha hecho mayor, ¿a qué velocidad puede moverse? Con relación a nosotros, quiero decir.

– No tiene que moverse rápido. Su impulso es el mismo que el nuestro, así que, por más ligeramente que nos roce nos echará completamente fuera de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, a donde no queremos ir. A decir verdad, el hielo tiene una fuerza de tensión muy baja, de modo que ambos planetoides pueden hacerse migas. Swenson se puso en pie.

– Maldición, si puedo decirte que una cápsula se está moviendo a mil seiscientos kilómetros de distancia, puedo decirte también lo que hace una montaña a treinta kilometros. -Dio la vuelta y se fue hacia la nave. Long no le detuvo. Rioz comentó:

– Es un tipo muy nervioso. El planetoide vecino se alzó en el cenit, pasó por encima y empezó a hundirse. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a la porción tras la que Saturno había desaparecido estalló en una llamarada naranja cuando su masa empezó a elevarse de nuevo. Rioz llamó a Swenson por radio:

– Eh, Dick. ¿te has muerto?

– Estoy haciendo unas comprobaciones -respondió con voz apagada.

– ¿Se mueve? -preguntó Long.

– Sí.

– ¿Hacia nosotros? Una pausa. La voz de Swenson parecía enferma:

– Directo a la nariz, Ted. La intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.

– ¡Estás loco! -exclamó Rioz.

– Lo he comprobado cuatro veces -insistió Swenson. Long, abrumado, pensó: «¿Y qué vamos a hacer ahora?»

Algunos de los hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; su geometría tenía que ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara la máxima fuerza. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado. Los cables se hubieran alineado automáticamente tan pronto como se pusieran en marcha. Aquí era diferente. Había que trazar un surco a lo largo de la superficie del planetoide y dentro encajar el cable. Si no lo extendían dentro de los pocos minutos de arco en la dirección calculada, la presión se aplicaría al planetoide entero, con la consiguiente pérdida de energía, y no podían permitirse la menor pérdida. Habría que volver a trazar los surcos, trasladar los cables y congelarlo todo en la nueva posición. Los hombres agotados obedecían por rutina, y de pronto les llegó una orden:

— ¡Todo el mundo a los chorros! No podía decirse de los basureros que fueran del tipo que acepta tranquilamente la disciplina. Se trataba de un grupo que protestando, murmurando y gruñendo desmontaba los tubos de chorros de las naves que aún seguían intactos, llevándolos al extremo de popa del planetoide, encajándolos en posición y sujetándolos a lo largo de la superficie. Llevaban casi veinticuatro horas antes de que uno de ellos levantara la vista al cielo y exclamara:

— ¡Diablos! -A lo que siguió algo irrepetible. Su vecino miró y dijo:

— ¡Que me aspen! Una vez lo vieron unos, lo vieron todos. Era lo más asombroso del mundo.

— ¡Mirad la Sombra! Se extendía a través del cielo como una herida infectada. Los hombres miraban, encontrando que había doblado su tamaño, preguntándose por qué no lo habrían observado antes. El trabajo cesó virtualmente. Fueron en busca de Ted Long.

— No podemos irnos -les dijo-. No tenemos bastante combustible para volver a Marte y carecemos de equipo para capturar otro planetoide. De modo que tenemos que quedarnos. Ahora la Sombra se acerca a nosotros porque nuestras explosiones nos han echado de nuestra órbita. Debemos volver a modificarla con más explosiones. Como no podemos tocar la parte delantera sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probemos otro sistema. Volvieron a trabajar en los tubos de chorro con una furiosa energía que recibía impulso cada media hora cuando la Sombra volvía a alzarse sobre el horizonte, mayor y más ominosa que antes. Long no estaba seguro de que funcionara, aunque los chorros respondieran a los controles lejanos, y la provisión de agua fuera la adecuada. Esta provisión, dependía de una cámara de aprovisionamiento que se abría directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores de calor incorporados que enviaban directamente el líquido propulsor a las células de conducción. Todavía no había seguridad de que el cuerpo del planetoide, sin una funda de cables magnéticos, se mantuviera unido bajo la enorme presión disruptiva.

— ¡Listos! -Llegó la señal al receptor de Long. Long respondió:

— ¡Listo! -Y puso el contacto. La vibración se hizo notar por todas partes. El campo estrellado, en el visor, también tembló. Por el retrovisor se vio una espuma brillante y distante hecha de cristales de hielo en movimiento.

— ¡Soplan! -Fue un grito unánime. Y siguió soplando. Long no se atrevió a parar. Durante seis horas sopló, silbó, burbujeó, llenando el espacio de vapor; el cuerpo del planetoide se volvió vapor y salió disparado. La Sombra se acercó hasta que los hombres no hicieron sino mirar aquella montaña en el cielo, sobrepasando al propio Saturno en espectacularidad. Todos sus valles y gargantas eran claras arrugas en su rostro. Pero cuando cruzó la órbita del planetoide, lo hizo a más de medio metro por detrás de su actual posición. Los chorros de vapor cesaron.

Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos. No había comido en dos días. Pero ahora sí podía comer. No había otro planetoide lo bastante cercano para interrumpiríes, aunque iniciara una aproximación en aquel momento. De vuelta a la superficie del planetoide, Swenson Co mentó:

— Durante todo el tiempo que miré aquella maldita roca echándosenos encima, me iba diciendo: «No puede ocurrir. No podemos permitir que ocurra.»

— ¡Diablos! -dijo Rioz-, estábamos todos nerviosos. ¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también me sentía un poco alterado.

— Pero no es eso. No era precisamente… morir, ¿sabes? Estaba pensando…, ya sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo…, pensaba que Dora me advirtió que moriría, y que nunca dejó de hablarme de lo mismo. ¿No te parece una actitud idiota en un momento como éste?

— Óyeme, tú quisiste casarte, así que te casaste. ¿Por qué vienes a contarme tus problemas?

La flotilla, soldada en una sola unidad, regresaba de su importante viaje de Saturno a Marte. Cada día era como un destello surcando un espacio que antes tardó nueve días en recorrer. Ted Long había puesto a toda la tripulación en estado de emergencia. Con veinticinco naves incrustadas en el planetoide sacado de los anillos de Saturno e incapaces de moverse o maniobrar independientemente, la coordinación de sus fuentes de energía en chorros unificados era un problema delicadísimo. La sacudida que tuvo lugar el primer día de viaje casi les sacó de su piel. Esto por lo menos se arregló a medida que la velocidad fue aumentando bajo el empuje regular de la parte trasera. Pasaron de ciento sesenta kilómetros por hora al final del segundo día, y fueron subiendo firmemente hasta el millón y medio de kilómetros y más. La nave de Long, que formaba la proa aguzada de la flota congelada, era la única que poseía una visión quintupíe del espacio. Era una posición incómoda dadas las circunstancias. Long se encontró vigilando, tenso, imaginando que las estrellas empezarían a quedarse lentamente rezagadas, a medida que las pasase, debido a la tremenda velocidad de desplazamiento de la multinave. Pero no era así, naturalmente. Permanecieron sujetas al negro fondo, despreciando, desde su distancia y con paciente inmovilidad, cualquier velocidad que un mero hombre pudiera conseguir. Los hombres empezaron a quejarse después de los primeros días. No sólo porque se les privaba de flotar en el espacio. Se sentían agobiados por la gravedad artificial, mayor que la ordinaria, de las naves, y por los efectos de la feroz aceleración en la que vivían. El propio Long estaba muerto de cansancio por la incesante presión contra los almohadones hidráulicos. Empezaron a cortar los chorros una hora de cada veinticuatro y Long se inquietaba. Hacía más de un año que vio por última vez Marte, encogiéndose, por una ventana de observación de esta misma nave, que había sido una entidad independiente. ¿Qué había ocurrido desde entonces? ¿Seguía la colonia allí? Algo parecido al pánico crecía en Long, que enviaba llamadas de tanteo por radio todos los días a Marte, con la energía combinada de veinticinco naves. Pero no había respuesta. Tampoco esperaba ninguna. Marte y Saturno se hallaban ahora en lados opuestos del Sol, y hasta que pudiera subir lo bastante por encima de la eclíptica para tener al Sol más allá de la línea que le conectaba con Marte, la interferencia solar impediría que pasara cualquier señal. Muy por encima del borde exterior del cinturón de asteroides alcanzaron la máxima velocidad. Con breves chorros de energía, primero por los tubos de un lado, luego por los del otro, la enorme nave giró en sentido inverso. La composición de chorros de popa empezaron de nuevo su potente rugido, pero ahora el resultado era de desaceleración. Pasaron a ciento cincuenta millones de kilómetros por encima del Sol, girando hacia abajo para interceptar la órbita de Marte. A una semana de distancia de Marte se oyeron por primera vez señales de respuesta. Llegaron fragmentadas, distorsionadas por el éter e incomprensibles, pero procedían de Marte. Tierra y Venus se encontraban en ángulos suficientemente diferentes para que no quedara la menor duda. Long se relajó. En todo caso, seguía habiendo humanos en Marte. A dos días de distancia, las señales eran fuertes y claras y Sankov se encontraba al otro extremo. Le dijo:

– Hola, hijo. Aquí son las tres de la mañana. Parece como si la gente no tuviera la menor consideración por un anciano. Me han arrancado de la cama.

– Lo siento, señor.

– No lo sientas. Cumplías órdenes. Me asusta preguntar, hijo: ¿hay alguien herido? ¿Tal vez muerto?

– No ha habido bajas, señor. Ni una.

– ¿Y… y el agua? ¿Queda algo? Long se esforzó por parecer indiferente:

– Bastante.

– En este caso, llegad tan rápido como podáis. De todas formas no os arriesguéis.

– Entonces, hay problemas.

– Bastante fastidiosos. ¿Cuánto tardaréis en bajar?

– Dos días. ¿Puede aguantar hasta entonces?

– Aguantaré. Cuarenta horas más tarde Marte era como una bola color fuego que llenaba las portillas. Se encontraban ya en la espiral final del aterrizaje en el planeta.

– Despacio -se dijo Long-. Despacio. En sus condiciones, incluso la débil atmósfera de Marte podía causar daños tremendos si bajaban demasiado de prisa. Desde el momento en que emergieron muy por encima de la eclíptica, su espiral pasó de Norte a Sur. Vieron a sus pies el paso fugaz de un blanco casquete polar, luego el más pequeño del hemisferio de verano, otra vez el grande, luego el pequeño, y todo a intervalos cada vez más largos. El planeta se iba acercando, el paisaje empezó a mostrarse con detalles.

– ¡Preparados para aterrizar! -gritó Long.

Sankov hizo un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo, lo que le resultaba difícil si se considera lo justo a tiempo que los muchachos habían llegado. Pero, bueno, todo había salido bien. Hasta hacía pocos días no estaba seguro de que sobrevivieran. Parecía más probable, casi inevitable, que no fueran sino cadáveres congelados en alguna parte de la extensión no hollada de Marte a Saturno, transformados en nuevos planetoides que en tiempos fueron seres vivos, El Comité había estado atosigándole por espacio de semanas antes de que llegaran las noticias. Habían insistido en que firmara para guardar las apariencias. Parecería un acuerdo, voluntaria y mutuamente alcanzado. Pero Sankov sabía de sobra que, dada la obstinación de ellos, actuarían unilateralmente y al cuerno con las apariencias. Parecía casi obvio que la elección de Hilder era segura y aprovecharían la oportunidad de provocar una reacción de simpatía por Marte. Así que prolongó las negociaciones, haciéndoles creer siempre en la posibilidad de rendirse. Y entonces oyó a Long y cerró rápidamente el trato. Extendieron los papeles ante él e hizo unas declaraciones a los reporteros presentes. Dijo:

— La importación total de agua de la Tierra es de veinte millones de toneladas al año, que va disminuyendo a medida que desarrollamos nuestro propio sistema de canalización. Si firmo este documento aceptando un embargo, nuestra industria se verá paralizada y detenida cualquier posibilidad de expansión. Me parece imposible que esto sea lo que quiere la Tierra, ¿no es eso? Sus ojos se encontraron y vieron en los del anciano un brillo duro. El congresista Digby ya había sido remplazado y todos estaban unánimemente en contra de él. El presidente del Comité señaló con impaciencia:

— Todo eso ya nos lo ha dicho antes.

— Lo sé, pero en este momento me dispongo a firmar y quiero tenerlo bien claro en mi cabeza. Quiero saber si la Tierra está determinada a terminar con nosotros aquí.

— Claro que no. La Tierra está interesada en conservar su irremplazable caudal de agua, nada más.

— La Tierra dispone de un quintillón y medio de toneladas de agua.

— No podemos repartir más agua -insistió el presidente del Comité. Y Sankov había firmado. Había sido la nota final que deseaba. La Tierra poseía un quintillón y medio de toneladas de agua, y no podía ceder nada. Ahora, un día y medio después, el Comité y los reporteros esperaban bajo la cúpula del espaciopuerto. A través de gruesas y convexas ventanas, podían ver la extensión vacía del espaciopuerto de Marte. El presidente del Comité preguntó molesto:

— ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? Y, si no le importa decírmelo, ¿qué es lo que esperamos? Sankov replicó:

— Algunos de nuestros muchachos han estado en el espacio, más allá de los asteroides. El presidente del Comité se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado:

— ¿Y regresan?

— En efecto. El presidente se encogió de hombros y alzó las cejas en dirección de los reporteros. En una estancia contigua más pequeña, un grupo de mujeres y niños se arracimaban junto a las ventanas. Sankov dio unos pasos atrás para mirarles. Cuánto hubiera preferido estar con ellos, tomar parte en su tensión y alegría. Él, como ellos, había esperado más de un año. Él, como ellos, había pensado una y más veces que los hombres debían haber muerto.

— ¿Ven aquello? -señaló Sankov.

— ¡Eh! -exclamó un reportero-. ¡Si es una nave! Un griterío confuso salió de la estancia contigua. No era tanto una nave como un punto brillante oscurecido por una nube blanca que se movía. La nube se hizo mayor y empezó a tener forma. Era una doble mancha recortada contra el cielo, con los extremos inferiores sobresaliendo y mirando hacia arriba. Al acercarse mas, el punto brillante del extremo superior adoptó una forma toscamente cilíndrica. Era tosca y rugosa, pero donde le daba la luz solar resplandecía. El cilindro descendió a tierra con la ponderada lentitud propia de las naves espaciales. Se mantuvo suspendido por los chorros de vapor y descansó al fin sobre la ingente cantidad de toneladas de materia dejándose caer como un hombre agotado en su sillón. Al hacerlo se hizo un silencio total en el interior de la cúpula. Las mujeres y los niños en una habitación, los políticos y reporteros en la otra, se quedaron helados con las cabezas dirigidas incrédulamente hacia arriba. Las ruedas de aterrizaje del cilindro, saliendo hasta más allá por debajo de los dos últimos tubos, tocaron tierra y se hundieron en la gravilla de la pista. Después la nave se quedó inmóvil y cesó la acción de los chorros. Pero en la cúpula continuó el silencio por mucho tiempo. Los hombres empezaron a descolgarse poco a poco por los lados de la inmensa nave, desde una distancia de tres kilómetros hasta el suelo, con pinchos en las suelas de sus zapatos y hachas de hielo en las manos. Eran como hormigas sobre la cegadora superficie. Uno de los reporteros logró articular:

— ¿Y eso qué es?

— Esto -explicó Sankov- resulta que es un trozo de materia que pasó su vida girando alrededor de Saturno como parte de uno de sus anillos. Nuestros muchachos la dotaron con cabina de mando y chorros y la trajeron a casa. Lo que ocurre es que los fragmentos de anillos de Saturno son de hielo. -Continuó hablando en medio de un silencio sepulcral-: Esa cosa que parece una nave no es más que una montaña de agua endurecida. Si llegara a la Tierra así, acabaría en un charco y tal vez se rompería por su propio peso. Marte es más frío, tiene menos gravedad y no corremos ese peligro. »Naturaimente, una vez tengamos esta cosa organizada, podremos establecer estaciones de agua en las lunas de Saturno y Júpiter y en los asteroides. Podremos trocear los anillos de Saturno y recoger los trozos y enviarlos a las distintas estaciones. Nuestros basureros son magníficos en este trabajo. »Tendremos toda el agua que necesitemos. Este trozo que ven aquí es poco menos de dos kilómetros cúbicos. Más o menos lo que la Tierra nos mandaría en doscientos años. Los muchachos gastaron bastante para su regreso de Saturno. Lo hicieron en cinco semanas según me dijeron, y han gastado unos cien millones de toneladas. Pero, ¡por Marte!, que no hizo la menor mella en toda esta montaña. Tomen buena nota, muchachos. -Y se volvió hacia los reporteros. Era indudable que tomaban buena nota. Y añadió-: Apunten también esto. La Tierra está preocupada por su provisión de agua. Solamente dispone de un quintillón y medio de toneladas. No pueden desprenderse ni de una sola tonelada para darnos. Escriban que nosotros, los de Marte, estamos preocupados por la Tierra y no queremos que les ocurra nada a sus habitantes. Escriban que venderemos agua a la Tierra. Escriban que les cederemos lotes de un millón de toneladas a un precio razonable. Escriban que dentro de diez años, calculamos poder vender lotes de dos kilómetros cúbicos. Escriban que la Tierra puede dejar de preocuparse, ya que Marte puede venderles toda el agua que quieran y necesiten. El presidente del Comité estaba más allá de lo que se decía; estaba sintiendo que el futuro se le echaba encima. Distinguía vagamente a los reporteros riéndose mientras escribian furiosamente. ¡Riéndose! Oía las risas transformándose en carcajadas al llegar a la Tierra al ver cómo Marte devolvía tan limpiamente el mensaje a los antidespilfarradores. Podía oír las carcajadas atronando desde todos los continentes al circular la noticia del fiasco. Y podía ver el abismo, profundo y negro como el espacio, en el que se hundirían para siempre las esperanzas políticas de John Hilder y de todos los que en la Tierra se oponían a los vuelos espaciales, incluyendo los suyos, naturalmente. En la habitación vecina, Dora Swenson gritó de alegría y Peter, que había crecido tres centímetros, daba saltos diciendo:

— ¡Papá! ¡Papá! Richard Swenson acababa de saltar junto a una de las ruedas del extremo, con el rostro claramente visible a través de la silicona del casco, y se dirigía hacia la cúpula.

— ¿Habéis visto alguna vez a un hombre con aspecto más feliz? -preguntó Ted Long-, quizás haya algo bueno en eso del matrimonio.

— Lo que pasa es que has estado en el espacio demasiado tiempo -dijo Rioz. ¡Éste era el día! ¡El día de las elecciones!

Horacio Quiroga: El infierno artificial. Cuento

cultura__Muestra Horacio Quiroga (1).JPG_595Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.

No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

…¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?…

-¡Por las fisuras craneanas!… ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?

El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

-Y eso, así… ¿la cocaína? -murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!… Sí, es por la cocaína… ¿Y usted? Yo conozco ese olor… ¿cloroformo?

-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también… Me mataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos… Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.

-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.

Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

-Usted se mataría… ¡Linda cosa! Yo también me maté… ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta… Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina… ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no… en fin… ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos…

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.

-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.

-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

-Prueba sulfonal, cualquier cosa… Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio…¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!… Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!

Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína… Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

-Sí -prosiguió la voz- es el principio… Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.

La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico…

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!

Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.

Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años… y con esa hermosura!

Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.

-Sí… -murmuré.

-No, no… -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.

Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.

¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!

Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.

-Matémonos -le dije.

Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:

-Matémonos -murmuró.

Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.

-Aquí no -agregó.

Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados…

La voz se quebró de golpe.

-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!

Alfred Bester: El infierno es eterno. Cuento

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Eran seis y lo habían probado todo.

Habían comenzado con bebidas y bebido hasta que habían agotado el sentido del gusto. Vinos: Amontillado, Beaune, Kirshwasser, Bordeaux, Hock, Burgundy, Medoc y Chambertin; whisky: escocés, irlandés, usquebaugh y Schnapps; brandy, gin y ron. Bebieron separada y juntamente;  mezclaron los alcoholes acéticos  y  los  sabores  en estupendos   ponches,   en   miles   de   sinfonías   de   gusto;   experimentaron,   crearon, inventaron, destruyeron… y finalmente se aburrieron.

Siguieron con las drogas. Las suaves primero, las más potentes luego. Desecado y moreno opio parecido al regaliz, tostado y enrollado en bolitas para fumar en largas pipas de marfil; espeso ajenjo verde sorbido amargo y fuerte, sin azúcar o agua; heroína y cocaína en crujientes cristales de nieve; marihuana enrollada libremente en cigarrillos de papel marrón; hachís dentro de blanca leche cuajada o tabletas de aceite de marihuana, que mascaban y teñían sus labios de color canela oscuro… y otra vez se aburrieron.

La búsqueda de sensaciones se hizo frenética y con muchos de sus sentidos ya disipados. Alargaron sus fiestas y las transformaron en festivales de horror. Danzarines exóticos y esotéricos seres semihumanos se agolparon en el amplio y estrecho salón y lo llenaron  con  sus  increíbles  actuaciones.  Dolor,  miedo,  deseo,  amor  y  odio  fueron apartados y exhibidos hasta en sus mínimos y estremecedores detalles, tal como se hace con muchos especímenes de laboratorio.

El  empalagoso  olor  del  perfume  se  mezcló  con  el  agudo  sudor  de  los  cuerpos excitados; los gritos de angustia de los seres torturados simplemente interrumpían su rápida e incesante charla… y algunas veces esto, también, cansaba. Redujeron sus fiestas a los seis originales y volvieron cada semana a sentarse, aburridos y aún hambrientos por nuevas sensaciones. Ahora, lánguidamente y sin ningún entusiasmo, están  jugando  con  lo  oculto;  han  convertido  al  salón  de  fiestas  en  una  cámara  de nigromante.

De repente, uno hubiera pensado que era un refugio para bombardeos. El salón era amplio y cuadrado, las paredes tenían un recubrimiento insonoro que imitaba la fibra de la madera, el cielorraso era de vigas bajas. A la derecha había una puerta embutida, muy pesada y asegurada con una enorme cerradura de hierro forjado. No había ventanas, pero las hendeduras de los respiraderos habían sido moldeadas como las ranuras de un monasterio gótico. Lady Sutton las había cubierto con vitrales y colocado pequeñas lamparillas eléctricas tras ellos. Así arrojaban una lluvia de tenebrosos colores por el salón.

El suelo era de nogal antiguo, muy lustrado y brillante como el metal. Sobre él estaban esparcidas un buen número de deslumbrantes alfombras orientales. Un diván enorme, cubierto con batik indio, corría contra la pared a todo lo ancho del refugio. Sobre él había hileras de estantes con libros, y enfrente una larga mesa de caballete con los restos de un banquete. El resto del refugio estaba amueblado con amplias y seductoras sillas, de aspecto blando, acolchado e invitador.

Durante siglos este había sido el mas profundo de los calabozos del Castillo Sutton, a decenas de metros bajo la tierra. Ahora… secado, calentado, con respiraderos y amueblado, era el escenario de las sensacionales fiestas de Lady Sutton. Más aún… era el lugar de reunión oficial de la Sociedad de los Seis. Los Seis Decadentes, tal como se denominaban ellos mismos.

—Somos los últimos descendientes espirituales de Nerón… los últimos de aristócratas gloriosamente diabólicos — diría Lady Sutton—. Hemos nacido algunos siglos demasiado tarde, amigos. En un mundo que ya no es el nuestro no tenemos nada porqué vivir, excepto nosotros mismos. Somos una raza aparte… los seis.

Y cuando un imprecedente bombardeo sacudió a Inglaterra, tan catastróficamente que los temblores hasta llegaron al refugio Sutton, ella miraría hacia arriba y reiría.

—Dejémoslos luchar unos contra otros, esos cerdos. No es nuestra guerra. Nosotros tenemos nuestro propio camino, siempre, ¿en? Pensad, amigos, qué alegría emerger de nuestro refugio una brillante mañana y encontrar que todo Londres está muerto… todo el mundo muerto.

Y entonces reiría otra vez, con ese profundo y ronco bramido tan suyo.

Bramaba ahora, con su enorme y gordo cuerpo medio despatarrado sobre el diván como un sapo decorativo, riendo ante el programa que Digby Finchley le había alcanzado, había sido escrito por el mismo Finchley… un diseño exquisito de demonios y ángeles en grotesco y amoroso combate enmarcando las letras cabalísticas en las que se leía:

LOS SEIS PRESENTAN ASTAROTH ERA UNA DAMA de Christian Braugh

Reparto

(por orden de aparición)

Un Nigromante                                   Christian Braugh

Un Gato Negro                                   Merlín

(por cortesía de Lady Sutton)

Astaroth                                              Theone Dubedat Nebiros, un Demonio Asistente         Digby Finchley Vestuario                                            Digby Finchley Efectos sonoros                                 Robert Peel Música                                                Sidra Peel

 

—Una pequeña comedia es un cambio, ¿no? —dijo Finchley. Lady Sutton se sacudió con risa incontrolada.

—¡Astaroth era una dama! ¿Estás seguro de que lo has escrito tú, Chris?

No hubo respuesta de Braugh, sólo el zumbido de preparaciones en el extremo alejado del salón, donde se había erigido un pequeño escenario cubierto por un telón.

—¡Eh, Chris! ¡Eh, allí…! —bramó ella con su tono bajo y quebrado.

Se descorrió el telón y Christian Braugh proyectó su cabeza albina a través de él. Su rostro  estaba  cubierto  parcialmente  por  cejas  y  barba  pelirrojas,  y  tenía  profundas sombras oscuras alrededor de los ojos.

—¿Me llamaba, Lady Sutton? —dijo.

Ante la vista de su cara ella rodó sobre el diván como una montaña de gelatina. Sobre el cuerpo inerme, Finchley sonrió, a Braugh, sus labios apretados como mueca de gato. Braugh movió su blanca cabeza en una respuesta imperceptible.

—Dije si en verdad tú has escrito esto, Chris… ¿o has empleado de nuevo algún escritor a sueldo?

Braugh la miró con enojo, luego desapareció detrás del telón.

—Oh, no lo creo —gorgoteó Lady Sutton—. Es mejor que un galón de champagne. Y, hablando de eso… ¿quién está más cerca de los burbujeantes? ¿Bob? Ponme más. ¡Bob! ¡Bob Peel!

Un hombre desplomado en la silla que se hallaba junto al cubo de hielo permaneció inmóvil. Estaba echado sobre la nuca, los pies proyectados en forma de V ante él, su camisa ceñida bajo la barba. Finchley cruzó la habitación y lo miró.

—Está frito.

—¿Tan temprano? Bien, no importa. Pásame una copa, Dig, sé un buen chico.

Finchley llenó de champagne una copa de cristal prismático y la llevó a Lady Sutton. De un pequeño camafeo facetado en forma de botellita, ella agregó tres gotas de láudano, agitó la mezcla centelleante una vez y luego la bebió a sorbitos mientras leía el programa.

—Un nigromante… ése eres tú, ¿eh Dig? El asintió.

—¿Y qué es un nigromante?

—Una especie de mago, Lady Sutton.

—¿Un mago? Oh, qué bien… ¡eso está muy bien! —Se derramó champagne sobre su vasto pecho lleno de manchas y golpeteó fútilmente con el programa.

Finchley levantó una mano para retenerla y dijo:

—Debéis ser cuidadosa con ese programa, Lady Sutton.

Hice una sola impresión y luego destruí la plancha. Es único y sin duda será valioso.

—¿Un artículo de coleccionista, eh? ¿Es obra tuya, por supuesto, Dig?

—Sí.

—Sin demasiados cambios de la pornografía usual, ¿eh? —Explotó en otra tormenta de risas que degeneraron en un acceso de tos seca e irregular. Al mismo tiempo dejó caer la copa. Finchley enrojeció, luego retiró la copa y la devolvió al buffet, pasando cuidadosamente en puntillas sobre las piernas de Peel.— ¿Y quién es ese Astaroth? — volvió a la carga Lady Sutton.

Desde atrás del telón, se escuchó la voz de Theone Dubedat:

—¡Yo! ¡I! ¡Ich! ¡Moi! —su voz era ronca. Poseía una cualidad de humo gris.

—Querida, ya sé que eres tú, pero qué eres tú?

—Un demonio, eso creo.

—Astaroth —dijo Finchley— es una especie de archidemonio legendario… un demonio de alto rango, por decirlo así.

—¿Theone un demonio? No dudo de eso… —Exhausta de arrobamiento, Lady Sutton yacía inmóvil y pensativa sobre el diván modelado. Y por último levantó un enorme brazo y examinó su reloj. La carne colgaba de sus codos en pliegues elefantinos, y ante su gesto el brazo se sacudió y una pequeña lluvia de lentejuelas rotas brilló sobre la manga.

—Será mejor que tú sigas con esto, Dig. Yo tengo, que partir a medianoche.

—¿Partir?

—Ya me has oído.

El rostro de Finchley se contorsionó. Se inclinó sobre ella con emoción no suprimida, observándola con ojos tristes.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona?

—Nada.

—Entonces…

—Algunas cosas han cambiado, eso es todo.

—¿Qué ha cambiado?

El rostro de ella se volvió con dificultad mientras le devolvía su mirada. Sus rasgos hinchados parecían tallados en obsidiana.

—Es demasiado pronto para decírtelo… ya lo descubrirás bastante pronto. Ahora no quiero que me molestes más, Dig, amor.

Los rasgos de espantajo de Finchley mantuvieron algo de su control. Comenzó a hablar, pero antes de que pudiera musitar una palabra, Peel asomó la cabeza fuera del gabinete que se hallaba junto al escenario, donde se encontraba emplazado el órgano.

—¡Ro-bert! —llamó.

—Bob está otra vez frito, Sidra —dijo Finchley, con voz constreñida.

Ella emergió del gabinete, caminó con brusquedad a través de la habitación y se detuvo a contemplar el rostro de su marido. Sidra Peel era pequeña, delgada y morena. Su cuerpo era como un cable de alta tensión con demasiada corriente, casi coruscado, descolorido y herrumbrado por demasiada exposición a la pasión. Las profundas cuencas oscuras de sus ojos eran frígidos carbones con brillantes puntos blancos. Retorcía sus largos dedos mientras contemplaba a su marido; luego, de repente, su mano abofeteó el rostro inerte.

—¡Cerdo! —susurró.

Lady Sutton se echó a reír y toser al mismo tiempo. Sidra Peel le arrojó una mirada venenosa y se dirigió al diván, las afiladas puntas de sus tacones sonaban como pistoletazos sobre el suelo de nogal. Finchley hizo un rápido gesto de atención que la detuvo. Vaciló, luego retornó al gabinete y dijo:

—La música está lista.

—Y yo también —dijo Lady Suttort—. Con el show y todo eso, ¿eh? —Se desparramó sobre el diván como un tumor reptante, mientras Finchley sostenía su cabeza con almohadones color grana.— Es realmente hermoso que representes esta pequeña comedia para mí, Dig. Lo malo es que esta noche sólo estamos los seis de siempre. Debería haber una audiencia, ¿eh?

—Vos sois la única audiencia que deseo, Lady Sutton.

—¡Ah! ¿Así todo queda en familia?

—Es una forma de decir.

—Los Seis… la Feliz Familia del Odio.

—Eso no es así, Lady Sutton.

—No  seas  tonto,  Dig.  Todos  somos  odiosos.  Nos  glorifica.  Debo  saberlo.  Soy  la Contable del Disgusto. Algún día dejaré que todos vosotros veáis los registros. Pronto.

—¿Qué tipo de registros?

—¿Ya te sientes curioso, eh? Oh, nada espectacular. Sólo la forma en que Sidra ha estado tratando de asesinar a su marido… y Bob la ha estado torturando porque la tiene bien agarrada. Y tú, haciendo una fortuna con sucias ilustraciones… y devorando tu podrido corazón por esa frígida diablesa, Theone…

—Por favor, Lady Sutton.

—Y  Theone  —se  dedicó  a  ella  con  placer—  utilizando  su  gélido  cuerpo  como  el verdugo utiliza su escalpelo para torturar… y Chris… ¿Cuántos libros piensas que ha robado de esos pobres diablos de la calle Grub?

—No podría decirlo.

—Lo sé. Todos. Una fortuna con cerebros de otros. Oh, somos un bonito y repulsivo grupo, Dig, Es lo único de lo que debemos enorgullecemos… lo único que nos diferencia de los miles de millones de vulgares que han heredado nuestra tierra. Es por eso que tenemos que sostenernos como una feliz familia de odios mutuos.

—Yo lo llamaría mutua admiración —murmuró Finchley. Se inclinó cortesanamente y fue hacia el telón, pareciendo más espantajo que nunca con sus negras ropas de noche. Era extremadamente alto —unos milímetros por encima del uno ochenta— y extremadamente delgado. Los tubos de sus brazos y piernas parecían espigas retorcidas, y su chata faz caballuna parecía haber sido pintada sobre un cojín de carne.

Finchley cerró el telón tras él. Al momento de desaparecer hubo un murmullo de conversación y las luces disminuyeron. En la vasta y baja habitación no hubo sonidos, excepto el respirar catarral de Lady Sutton. Peel, aún echado pesadamente en su hondo sillón, estaba inmóvil e invisible, salvo por el desgarbado ángulo de sus piernas.

Desde una distancia infinita llegó una ligera vibración… casi un temblor. Al principio parecía que un siniestro remedo del infierno había explotado sobre Inglaterra, a decenas de metros sobre sus cabezas. Luego el temblor se aquietó y en etapas imperceptibles cobró fuerza, transformándose en los graves tonos del órgano. Sobre el trasfondo de los pulsantes diapasones, un extraño trémolo de cuartas, vacuo y estremecedor, comenzó a desgranarse del teclado en escalas cromáticas.

Lady Sutton cloqueó desmayadamente.

—Palabra —dijo— que es realmente horrendo, Sidra. Espantoso.

El tétrico trasfondo de la música la inundó. Llenó el refugio con gélidos zarcillos de sonido que eran algo más que tonos. El telón se abrió lentamente, revelando a Christian Braugh con vestiduras negras; su rostro era una horrenda y distorsionada masa de rojo y azul-cárdeno que contrastaba notablemente con el cabello de un blanco albino. Braugh estaba de pie en el centro de un escenario rodeado de mesas con patas en forma de araña, cubiertas con aparatos nigrománticos. Prominente era Merlín, el gato negro de Lady Sutton, majestuosamente posado sobre un volumen encuadernado en hierro.

Braugh cogió una tiza negra de una mesa y dibujó en el suelo un círculo de tres metros y medio que se extendía a su alrededor. Inscribió la circunferencia con caracteres y pentáculos cabalísticos. Luego cogió una hostia y la exhibió con un rápido movimiento de su muñeca.

—Esta es —declaró con tono sepulcral— una hostia consagrada robada de una iglesia a medianoche.

Lady Sutton aplaudió satíricamente, pero se detuvo casi de inmediato. La música parecía perturbarla. Se movió con torpeza en el diván y observó alrededor de ella con mirada insegura.

Mascullando imprecaciones blasfemas, Braugh levantó una daga y la hundió en la hostia.  Luego  dispuso  un  plato  de  cobre  batido  sobre  una  llama  azul  de  alcohol  y comenzó a remover allí polvos y cristales de colores brillantes. Levantó una redoma llena con un líquido púrpura y vertió el contenido en un cuenco de porcelana. Hubo una ligera detonación y una espesa nube de vapor se elevó hasta el cielorraso.

El órgano se hizo presente. Braugh musitaba encantamientos en voz baja y realizaba curiosos y sugestivos ademanes. El refugio nadaba envuelto en aromas y bruma, nieblas violetas y vapores espesos. Lady Sutton echó un vistazo hacia la silla que se hallaba frente a ella.

—Espléndido, Bob —exclamó—. Maravillosos efectos… verdaderamente. —Trató de que su voz sonara jovial, pero todo lo que pudo emitir fue un cloqueo enfermizo. Peel permaneció inmóvil.

Con un ademán salvaje, Braugh arrancó tres pelos negros de la cola del gato. Merlín profirió un aullido de ira y saltó, al mismo tiempo, desde el libro hasta la parte superior de un gabinete entarimado que se hallaba en la parte trasera. Sus gigantescos ojos amarillos destellaban ominosamente a través de la niebla y los vapores. Los pelos fueron a parar al plato de cobre y un nuevo aroma llenó la habitación. En rápida sucesión, le siguieron las uñas de un buho, polvo de víboras y una raíz de mandrágora de extraña forma humana.

—¡Ahora! —gritó Braugh.

Colocó la hostia, traspasada por la daga, en el cuenco de porcelana que contenía el fluido púrpura, y luego vertió toda la mezcla en el plato de cobre batido.

Hubo una violenta explosión.

Una columna de humo blanco llenó el escenario y se esparció por el refugio. Se fue disipando con lentitud, revelando débilmente la alta figura de un demonio desnudo; el cuerpo exquisitamente formado, la cabeza convertida en una máscara aterradora. Braugh había desaparecido.

A través de la bruma que flotaba, el demonio habló con el ronco acento de Theone Dubedat.

—Saludos, Lady Sutton.

Avanzó fuera del vapor. Bajo la pulsante luz que surgía del escenario, su cuerpo relucía con un. destello nacarino propio. Las uñas de los dedos de pies y manos eran largas y gráciles. El color flagelaba su torso redondeado. Y a pesar de todo ese cuerpo era frío y sin vida… tan irreal como la grotesca máscara de papier-máché que le cubría la cabeza.

—Saludos… —repitió Theone.

—¡Hola, mi vieja! —interrumpió Lady Sutton—. ¿Cómo andan las cosas por el infierno? Hubo una risita en el  gabinete  donde  Sidra Peel  tocaba  con  suavidad  el  órgano.

Theone posaba como una estatua y levantaba un poco su cabeza al hablar.

—Os traigo…

—¡Querida!  —chilló Lady  Sutton—,  ¿por  qué  no  me  dijeron  que  harían  algo  así?

¡Hubiera vendido entradas!

Theone alzó un brazo reluciente en forma imperativas Comenzó otra vez:

—Os traigo las gracias de los cinco que… —y entonces se detuvo abruptamente.

En el espacio de cinco latidos hubo una pausa de asombro, mientras el órgano murmuraba y las últimas brumas de humo negro se disipaban, formando hongos contra el cielorraso. En medio del silencio se oyó cómo el rápido y agitado respirar de Theone crecía histéricamente… luego llegó un espantoso y taladrante grito.

Los otros se arrojaron fuera del escenario, lanzando exclamaciones de sorpresa… Braugh, las ropas de nigromante arrojadas sobre el brazo, su maquillaje quitado; Finchley, como unas tijeras animadas con hábito y capucha negros, el guión en la mano. El órgano tartamudeó, luego se detuvo con estrépito y Sidra Peel salió disparada del gabinete.

Theone trató de volver a gritar, pero su voz se estranguló y quebró. En medio del consternado silencio se escucharon los gritos de Lady Sutton:

—¿Qué sucede? ¿Algo funciona mal?

Theone musitó un gemido y apuntó al centro del escenario.

—Mire… allí —Las palabras brotaron de su garganta como el chirrido de uñas sobre una pizarra. Retrocedió asustada contra la mesa, derribando un aparato. Este se estrelló y los fragmentos tintinearon en el suelo.

—¿Qué sucede? Por el amor de…

—Funcionó —gemía Theone—. ¡El ritual… funcionó!

Todos miraron a través de la penumbra, luego comenzó. Una enorme Cosa en forma de espada surgía lentamente del centro del círculo del nigromante… una forma vaga y amorfa  que  crecía  hacia  lo  alto,  emitiendo  un  apagado  sonido  siseante  parecido  al murmullo de un caldero.

—¿Qué es eso? —gritó con fuerza Lady Sutton.

La Cosa se proyectó hacia adelante como una extrusión malsana. Al llegar al borde del círculo negro se detuvo. El sonido hirviente había crecido en forma ominosa.:

—¿Es uno de nosotros? —gritó Lady Sutton—. ¿Es una broma estúpida? Finchley… Braugh… Ellos le lanzaron ciegas miradas de terror.

—Sidra… Robert… Theone… No, están todos aquí. Entonces, ¿quién es ése? ¿Cómo entró aquí?

—Es imposible —susurró Braugh, retrocediendo. Sus piernas chocaron contra el borde del diván y se desplomó desgarbadamente.

Lady Sutton lo golpeó con manos inertes y le gritó:

—¡Haz algo! ¡Haz algo…!

Finchley trató de controlar su voz.

—Es… estamos a salvo mientras el círculo no se rompa.; No puede salir…

Sobre el escenario, Theone lloriqueaba, haciendo gestos i de alejar con las manos. Súbitamente, se desplomó. Uno de sus brazos proyectados borró un segmento del círculo de tiza negra. La Cosa se movió con rapidez, saliendo a través de la rotura del círculo y descendiendo de la plataforma como un fluido negro. Finchley y Sidra Peel retrocedieron tambaleantes, lanzando chillidos aterrorizados. Hubo un creciente espesamiento que invadió la atmósfera del refugio. Pequeños chorros de vapor danzaban alrededor de la cabeza de la Cosa mientras se movía lentamente hacia el diván.

—¡Todos estáis bromeando! —gritó Lady Sutton—. No es real. ¡No puede serlo! —Se levantó del diván y se balanceó sobre sus pies. Su rostro empalideció al volver a contar a sus invitados. Uno… dos», y cuatro hacían seis… y la figura hacían siete. Pero debería haber sólo seis…

Retrocedió y comenzó a correr. La Cosa la estaba siguiendo cuando ella alcanzó la puerta. Lady Sutton tiró de la manilla, pero la cerradura estaba candada. Con rapidez, a pesar de su figura opulenta, corrió alrededor del refugio, golpeando las maderas. Mientras la Cosa se expandía y llenaba la habitación con su sibilante siseo, ella agarró su bolso y lo rompió, escudriñando en busca de la llave. Las manos temblorosas desparramaron el contenido del bolso por la habitación.

Un profundo bramido surgió de la oscuridad. Lady Sutton se sacudió y miró a su alrededor con desesperación, haciendo pequeños ruidos animales. Como si la Cosa intentara engullirla en sus infinitas profundidades negras, un grito brotó de su cuerpo y cayó pesadamente al suelo.

Silencio.

El humo derivaba en nubes sombrías.

El reloj chino marcó una secuencia de delicados períodos.

—Bien —dijo Finchley con tono de conversación—. Eso es todo.

Se dirigió a la figura inerte que se hallaba en el suelo. Se arrodilló por un momento, probando y revisando, sus facciones vacilantes plenas de salvaje apetito. Luego miró hacia arriba y sonrió con una mueca.

—Está muerta, eso es. Justo como lo presumimos. Fallo cardíaco. Estaba demasiado gorda.

Permaneció sobre las rodillas, absorbiendo el momento de muerte. Los otros se apiñaron alrededor del cuerpo con forma de sapo, respirando con distensión. El momento difícil había acabado; luego la lasitud del aburrimiento infinito volvería a extenderse sobre sus facciones.

La Cosa Negra agitó sus brazos unas pocas veces mas. La ropa se abrió por último, revelando una complicada estructura y la sudorosa y barbada cara de Robert Peel. Dejó caer la ropa a su alrededor, salió de ella y se aproximó a la figura que se hallaba en la silla.

—La condenada idea era perfecta —dijo. Sus brillantes ojitos destellaron por un momento. Parecía una sádica miniatura de Eduardo VII—. Nunca lo hubiera creído si un séptimo desconocido no entra en escena. —Contempló a su esposa.— La bofetada fue un toque de genio, Sidra. De un realismo maravilloso…

—Eso me proponía.

—Lo sé, mi bienamada, pero gracias por nada.

Theone Dubedat se había levantado e ido en busca de una bata blanca. Bajó los escalones  y  caminó  sobre  el  cuerpo,  quitándose  la  espantosa  máscara  demoníaca. Reveló su hermoso rostro cincelado, frígido y encantador. Su rubio cabello relucía en la oscuridad.

—Tu actuación fue soberbia, Theone —dijo Braugh. Sacudió su cabeza albina con aprobación.

Por un momento ella no respondió. Se quedó allí, contemplando el informe montón de carne, una expresión de desesperanza extendiéndose por su rostro; pero no fue nada más que la mirada de impersonal curiosidad de un espectador echando un vistazo a través de la ventana de una cocina. Menos.

Por último, Theone suspiró.

—No fue merecedor de elogio, después de todo.

—¿Qué? —Braugh buscaba un cigarrillo.

—El número… toda la actuación. Ya estamos de vuelta en lo mismo, Chris.

Braugh raspó un fósforo.  La  llama  anaranjada  surgió,  aleteando  sobre  los  rostros disgustados. Encendió su cigarrillo, luego elevó la llama y los contempló. La iluminación distorsionaba sus facciones convirtiéndolos en caricaturas, enfatizando sus cansancios, su infinito aburrimiento.

—Yo… yo… —dijo Braugh.

—No sirve, Chris. Todo este asesinato fue un fracaso… tan excitante como un vaso de agua.

Finchley se encogió de hombros y caminó de un lado a otro como si estuviera sobre zancos.

—Sufrí una sacudida cuando pensé que sospechaba. No duró mucho, creo.

—Deberías estar agradecido por un hecho así.

—Lo estoy.

Peel hizo chasquear su lengua con exasperación, luego se arrodilló como un barbado Humpty-Dumpty, la calva brillante, y hurgó en el contenido desparramado del bolso de Lady Sutton. Dobló los billetes de banco y los puso en su bolsillo. Cogió la gorda mano muerta y la levantó hacia Theone.

—Tú siempre admiraste su zafiro, Theone. ¿Lo quieres?

—No podrás sacarlo, Bob.

—Creo que podré —dijo, tirando con fuerza.

—Oh, al infierno con el zafiro.

—No… está saliendo.

El anillo se deslizó, luego se encajó en los pliegues de carne del nudillo. Peel tomó aire y tironeó, retorciendo el dedo. Hubo un sonido succionante como de algo cediendo, y todo el dedo se desprendió de la mano. Un débil olor a putrefacción alcanzó las fosas nasales, mientras todos observaban con vaga curiosidad.

Peel se encogió de hombros y dejó caer el dedo. Se levantó, frotando sus manos suavemente.

—Se pudre rápido —dijo—. Es curioso… Braugh frunció su nariz y dijo:

—Estaba demasiado gorda.

Theone se dio vuelta con frenética desesperación, las manos aferradas a sus hombros.

—¿Qué haremos? —gritó—. ¿Qué? ¿Queda alguna sensación nueva sobre la tierra que no hayamos probado?

Con un seco zumbido, el reloj chino comenzó a repicar sus campanas. Medianoche.

—Podríamos volver a las drogas —dijo Finchley.

—Son tan inútiles como este miserable asesinato.

—Pero hay otras sensaciones. Nuevas.

—¡Nómbrame una! —dijo Theone con exasperación—. Sólo una.

—Podría nombrar varias… si se sentaran y me permitieran… De repente, Theone interrumpió.

—Eres tú el que habla así, ¿no, Dig?

—N… no —respondió Finchley con voz peculiar—. Pensé que era Chris.

—Yo no era —dijo Braugh.

—¿Tú Bob?

—No.

—En… entonces… La vocecita dijo:

—Si las damas y caballeros fueran lo suficientemente amables…

Provenía del escenario. Había algo allí… algo que hablaba con esa tranquila y suave voz; pues Merlín se movía adelante y atrás, arqueando su negro lomo contra una pierna invisible.

—… para sentarse —continuó la voz, con persuasión.

Braugh era el más valiente. Se movió hacia el escenario con lentos y tranquilos pasos, el cigarrillo firmemente aferrado a sus labios. Se apoyó contra el proscenio y espió. Por un momento sus ojos examinaron el escenario; luego dejó que una espuma de humo brotara de sus fosas nasales y declaró:

—No hay nadie aquí.

Y en ese momento el humo azul remolineó bajo las luces y envolvió una figura de vacío. No fue más que un vislumbre de un contorno… de un negativo, pero suficiente para que Braugh lanzara un grito y brincara hacia atrás. Los otros empalidecieron, sentándose temblorosos.

—Lo siento —dijo la tranquila voz—. No volverá a suceder. Peel se recompuso y dijo:

—Simplemente por el amor a…

—¿Sí?

Trató de controlar los espasmos de sus facciones.

—Simplemente por el amor a la curiosidad cien… científica, el…

—Cálmate, amigo mío.

—El ritual… ¿Funcionó?

—Por supuesto que no. Amigos míos, no hay necesidad de invocarnos con una ceremonia tan fantástica. Si realmente nos queréis, venimos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Oh… sabía que habíais estado pensando en mí por un tiempo. Anoche me queríais… realmente me queríais, y vine.

El último vestigio de humo del cigarrillo tuvo una convulsión cuando esa terrible figura de vacío pareció detenerse y sentarse informalmente al borde del escenario. El gato vaciló y luego comenzó a frotar su cabeza, con pequeños maullidos de placer, bajo una mano que lo acariciaba.

Aún tratando desesperadamente de controlarse, Peel dijo:

—Pero todas esas ceremonias y rituales son sin duda…

—Meramente simbólicos, señor Peel. —Peel se sobresaltó ante el sonido de su nombre.— Usted ha leído, sin duda, que aparecemos sólo si cierto ritual es realizado, y si es realizado al pie de la letra. No es verdad, por supuesto. Aparecemos si la invitación es sincera —y sólo entonces—, con o sin ceremonia.

Pálida y al borde de la histeria, Sidra susurró:

—Me voy de aquí. —Intentó levantarse.

—Un momento, por favor —dijo la voz gentil.

—¡No!

—La ayudaré a librarse de su marido, señora Peel.

Sidra parpadeó, luego volvió a dejarse caer en su silla. Peel cerró los puños y abrió la boca para hablar. Antes de que pudiera comenzar, la voz gentil continuó:

—Y a pesar de todo usted no perderá a su esposa, si en realidad desea conservarla, señor Peel. Se lo garantizo.

El gato fue levantado en el aire y luego colocado confortablemente en un lugar a unos treinta centímetros del suelo. Pudieron ver cómo la espesa pelambre del lomo era alisada y desalisada por la suave caricia.

—¿Qué nos ofrece? —dijo Braugh al poco tiempo.

—Os ofrezco a cada uno lo que vuestro corazón desee.

—¿Y qué es?

—Una nueva sensación… todas sensaciones nuevas.

—¿Qué sensaciones nuevas?

—La sensación de realidad. Braugh se echó a reír.

—Dudo que eso sea lo que el corazón de cada uno desee.

—Lo será, pues os ofrezco cinco diferentes realidades… realidades que vosotros podréis modelar, cada uno por sí mismo. Os ofrezco mundos hechos por vosotros, donde la señora Peel puede ser feliz asesinando a su marido en el suyo… y el señor Peel, sin embargo, puede conservar a su mujer en otro. Al señor Braugh le ofrezco el mundo onírico del escritor, y al señor Finchley la creación del artista…

—Esos son sueños —dijo Theone—, y los sueños son baratos. Todos los tenemos.

—Pero todos despiertan de sus sueños y deben pagar el amargo precio de la realización. Yo os ofrezco un despertar del presente en una realidad futura que podréis modelar según vuestros propios deseos… una realidad inacabable.

—Cinco realidades simultáneas es una contradicción de términos —dijo Peel—. Es una paradoja… imposible.

—Entonces os ofrezco lo imposible.

—¿Y el precio?

—¿Perdón?

—El precio —repitió Peel con creciente coraje—. No somos tan ingenuos. Sabemos que siempre hay un precio.

Hubo una larga pausa; luego la voz dijo con acento de reproche:

—Temo que hay muchas malas interpretaciones y muchas cosas que vosotros no lográis comprender. No puedo explicarlo con exactitud, pero créanme cuando les digo que no hay precio.

—Ridículo. Nadie da nada por nada.

—Muy bien, señor Peel, si debemos utilizar la terminología del mercado, permítame decirle que nunca aparecemos hasta que el precio de nuestros servicios ha sido pagado por anticipado. El vuestro ya ha sido pagado.

—¿Pagado? —Todos lanzaron un vistazo simultáneo al descompuesto cuerpo que se hallaba sobre el suelo del refugio.

—Por completo,

—¿Entonces?

—Estáis dispuestos, lo veo. Muy bien…

El gato fue nuevamente levantado en el aire y depositado en el suelo con una última y gentil palmadita. Los remanentes de la bruma que colgaban del cielorraso se hendieron y agitaron cuando el invisible dador avanzó. En forma instintiva, los cinco se pusieron de pie y aguardaron, tensos y temerosos, pero ya con una creciente sensación de realización.

Una llave voló desde el suelo por el aire en dirección a la puerta. Se detuvo ante la cerradura un instante, luego se insertó en ella y giró. La pesada cerradura de hierro forjado se elevó y la puerta se abrió por completo. Más allá debería haber estado el corredor de mazmorra que se dirigía hacia los niveles superiores del Castillo Sutton… un largo y estrecho pasaje, pavimentado con lajas y revestido de bloques de piedra caliza. Ahora, a pocos centímetros más allá de la jamba de la puerta, colgaba un velo de llamas.

Pálido, increíblemente hermoso, era un tapiz flamígero, la trama y urdimbre de un arco iris de colores. Esas hebras de color pastel se enlazaban y desenlazaban, flotaban, enhebradas y tejidas como muchas líneas de vidas individuales. Había infinitud de llamas, emociones, la aterciopelada serenidad del tiempo, la piel turbulenta del espacio… Eran todas las cosas para todos los hombres, y por encima de todo, eran hermosas.

—Para vosotros —dijo la voz tranquila— la vieja realidad toca a su fin en esta habitación…

—¿Tan simple como eso?

—Más.

—Pero…

—Aquí estáis —interrumpió la voz— en el último meollo el último núcleo por así decirlo, de eso que alguna vez fue real para vosotros. Atravesad la puerta… atravesad el velo, y entraréis en la realidad que os he prometido.

—¿Qué encontraremos más allá del velo?

—Cada uno de vuestros deseos. Nada hay más allá de ese velo ahora. No hay nada allí…  nada  salvo  tiempo  y  espacio  que  esperan  ser  moldeados.  No  hay  nada  y  el potencial de todo.

—¿Un tiempo y un espacio? —dijo Peel en voz baja—.

¿Será eso suficiente para todas las distintas realidades?

—Todos los tiempos, todos los espacios, amigo mío — respondió la voz tranquila—. Pasad a través de él y encontraréis la matriz de los sueños.

Habían estado agrupados, de pie uno junto a otro, como compartiendo algún tipo de tensa compañería. Ahora, en medio del silencio siguiente, se fueron separando con suavidad, como si cada uno delimitara para sí mismo una realidad propia… una vida enteramente divorciada del pasado y los compañeros de los viejos tiempos. Fue un gesto de total separación.

Mutuamente impulsados, a pesar de la motivación independiente, se movieron hacia el velo rutilante…

II

Soy un artista, pensó Digby Finchley, y un artista es un creador. Crear es ser como dios, y así será. Seré el dios de mi mundo y de la nada crearé todo… y todo lo mío será bello.

Fue el primero en llegar al velo y el primero en pasar a través de él. El aluvión de colores tembló ante su rostro como un rocío frío. Parpadeó por un momento cuando los brillantes púrpuras y escarlatas lo enceguecieron. Cuando volvió a abrir los ojos había dejado atrás el velo y se encontraba de pie en la oscuridad.

Pero no era oscuridad.

Era un surtidor negro en la blanca vacuidad infinita. Impresionaba sus ojos como una mano pesada y parecía apretarle los globos oculares dentro de su cráneo como si éstos fueran de plomo. Estaba aterrorizado y sacudió la cabeza, contemplando la impenetrable nada, confundiendo por realidad los efímeros flashes de luz retinal.

Ni estaba de pie.

Pues dio una apresurada zancada y sintió como si estuviera suspendido fuera de todo contacto con masa y materia. Su terror adquirió un matiz de horror cuando advirtió que se encontraba totalmente solo; no había nada que ver, nada que oír, nada que tocar. Lo asaltó una amarga sensación de soledad y en ese instante comprendió cuánta verdad había en la voz que había escuchado en el refugio, y qué terriblemente real era su nueva realidad.

Ese instante, también, fue su salvación.

—Pues —murmuró Finchley con una amarga sonrisa en dirección a la negrura— la esencia de la divinidad es la soledad… ser único.

Luego se sintió muy tranquilo y colgó en reposo en el tiempo y el espacio, mientras congregaba sus pensamientos para la creación.

—Primero —dijo Finchley al fin— debo tener un trono celestial propio de un dios. También debo tener un reino celestial y ángeles guardianes; pues ningún dios está completo sin su entorno.

Vaciló, cuando su mente escogió rápidamente entre la gran variedad de reinos celestiales que había conocido a través de las artes y las letras. No había necesidad, pensó, de ser especialmente original con este tipo de cosas. La originalidad jugaría un papel importante en la creación de su universo. Ahora lo único esencial era asegurarse un razonable grado de dignidad y lujuria… y para eso bastaría el mobiliario de segunda mano del viejo Yavé.

Elevó una mano con un gesto autoconsciente y ordenó. De modo instantáneo, las tinieblas fueron invadidas por la luz y ante él se erguía una escalera de mármol veteado de oro que conducía a un trono rutilante. El trono era alto y mullido. Brazos, patas y respaldo de plata brillante, y almohadones de púrpura imperial. Y sin embargo… el conjunto era horroroso. Las patas eran demasiado largas y delgadas, los brazos destartalados de un marrón oscuro y enfermizo.

—Ufff —dijo Finchley, y trató de remodelarlo. No importaba cómo alteraba las proporciones, el trono seguía siendo horrible. Y en cuanto a los escalones, también eran desagradables, pues la monstruosa creación de venas de oro se retorcían y curvaban a través del mármol, formando dibujos de formas obscenas que recordaban las pinturas eróticas que Finchley había dibujado en su existencia pasada.

Por último comenzó a subir los escalones, sentándose con dificultad en el trono. Sintió como si estuviera sentado en las rodillas de un cadáver, los brazos muertos en equilibrio para rodearlo en fantasmal abrazo. Se encogió de hombros ligeramente y dijo:

—Oh, infiernos, nunca fui un diseñador de mobiliario…

Finchley miró alrededor de sí, luego levantó su mano otra vez. El surtidor de nubes que se apiñaban alrededor del trono retrocedió para revelar altas columnas de cristal, un desmesurado techo arqueado y un suelo pavimentado con bloques pulidos. El salón se extendía cientos de metros como una catedral inacabable, lleno de filas y filas de sus guardias.

La mayor parte eran ángeles: delgados seres alados, con toga blanca, cabezas rubias y brillantes, azules ojos de zafiro y sonrientes bocas escarlatas. Detrás de los ángeles estaba arrodillada la orden de los querubines: gigantescos toros alados con flancos leonados y pezuñas de metal batido. Sus cabezas asirías ostentaban pesadas barbas con lustrosos rizos azabaches. En tercer lugar estaban los serafines: filas de enormes serpientes de seis alas cuyas enjoyadas escamas brillaban con silenciosa flama.

En tanto Finchley estaba sentado y contemplándolos con admiración por su artesanía, entonaron al unísono con unción:

—Gloria  a  Dios.  Gloria  al  Señor  Finchley,  el  Todo-poderoso…  Gloria  al  Señor Finchley…

Sentado y los ojos fijos como si lentamente hubieran adquirido la distorsión del astigmatismo, advirtió que era una catedral más demoníaca que celestial. Las columnas estaban talladas con imágenes grotescas que giraban en los capiteles y bases, y como el salón se extendía hacia la oscuridad, semejaban sombras de personas retozantes que gesticulaban y danzaban.

Y a lo lejos, hasta donde se extendían las columnas y cubiertas por ellas, se veían pequeñas escenas que lo asombraban. Aún mientras cantaban, los ángeles observaban por  el  rabillo  del  ojo  a  los  querubines;  y  tras  una  columna  vio  cómo  un  ser  alado alcanzaba y atrapaba a un encantador ángel rubio de lujuria para apretarlo contra él.

En completa desesperación, Finchley alzó su mano otra vez y una vez más hubo un remolino de oscuridad alrededor de él…

—Demasiado —dijo— para un Reino de los Cielos…

Meditó por otro inefable período, a la deriva en la nada, apresado por el más estupendo problema artístico que alguna vez hubiera encarado.

Hasta ahora, pensó Finchley con un estremecimiento por los horrores que había elaborado, había estado meramente jugando —probando mi fuerza—, entrando en calor, por así decirlo, como el artista juega con la pintura al pastel y un bloque de papel de fibra. Ahora es hora de ponerme a trabajar.

Solemnemente, tal como  pensó  que  sería  conveniente  para  un  dios,  condujo  una laboriosa conferencia consigo mismo en el espacio.

¿Cómo ha sido, se preguntó, la creación en el pasado? Se podía denominarla naturaleza.

Muy bien, la llamaremos naturaleza. Ahora bien, ¿cuáles son las objeciones a la creación de la naturaleza?

Pues… la naturaleza nunca ha sido artista. La naturaleza simplemente se equivoca debido a su estilo experimental. Cualquier belleza existente es tan sólo un subproducto. La diferencia entre…

La diferencia, se interrumpió a sí mismo, entre la vieja naturaleza y el nuevo dios Finchley debe ser ordenada. El mío será un cosmos ordenado, privado de lo superfluo y dedicado a la belleza. Nada quedará librado al azar. No habrá tropezones.

Primero, el lienzo.

—¡Habrá un espacio infinito! —gritó Finchley.

En la nada, su voz rugió a través de la estructura de huesos de su cráneo y produjo ecos sordos y discordantes en sus oídos; pero al instante de su orden, la opaca oscuridad fue filtrada, transformándose en límpido azabache. Finchley no podía aún ver nada, pero sintió el cambio.

Pensó: ahora en el viejo cosmos hay simplemente estrellas y nebulosas, vastos y fieros cuerpos dispersos a través de los dominios del cielo. Nadie sabe su propósito… nadie sabe su origen o destino.

En el mío tendrán propósito, pues cada cuerpo servirá para sostener una raza de seres cuya única función será servirme…

—Gritó: —Que hasta cien universos llenen el espacio. Mil galaxias integrarán cada universo y un millón de soles serán la suma de cada galaxia. Diez planetas circundarán cada sol. y dos lunas cada planeta. ¡Que todas se revuelvan alrededor de su creador! Que todo suceda, ¡ahora! Finchley gritó cuando lo rodeó un estallido de luz en medio de un cataclismo insonoro. Estrellas, cercanas y calientes como soles, distantes y frías como cabezas de alfiler… Aparte, dos vastas nubes borrosas… Carmesí deslumbrante… amarillo… verde intenso y violeta… La suma de sus brillos era un tumulto de luz que constreñía su corazón y lo llenaba con el devorador miedo a los poderes latentes que yacían en su interior.

—Ya es —lloriqueó Finchley— suficiente creación por el momento…

Cerró los ojos con determinación y ejercitó sus deseos una vez más. Hubo una sensación de solidez bajo sus pies y cuando abrió los ojos cautelosamente se hallaba de pie en una de sus tierras con cielo azul y sol blanco-azulado que se ponía con velocidad hacia el horizonte occidental.

Era una tierra ocre y desnuda… Finchley lo había previsto… era una vasta esfera de rudimentaria  materia  esperando  que  él  la  moldeara,  pues  había  decidido  que  de  la primera de todas sus creaciones formaría una buena tierra verde para sí mismo… un planeta de belleza donde Finchley, Dios de todo lo Creado, residiría en su Edén.

Trabajó durante todo ese atardecer, con rápida y artística delicadeza. Un vasto océano verde y con blanca y destellante espuma se extendió sobre la mitad del globo; alternando cientos de millas de espacio acuático con núcleos de cálidas islas. El continente fue dividido en dos por una columna vertebral de aserradas montañas que se extendían de un polo nevado al otro.

Trabajó con infinito cuidado. Utilizó óleos, acuarelas, carbones y bocetos de grafito, planeando y ejecutando todo su mundo. Montañas, valles, planicies; despeñaderos, precipicios y simples peñascos fueron todos diseñados con la fluida congruencia de las masas perfectamente equilibradas.

Todo su espíritu de artista realizó una límpida dispersión de lagos que semejaron otras muchas joyas destellantes; y los graciosos arabescos de los serpenteantes ríos que trazaban intrincados diseños sobre el planeta. Se entregó a la selección de colores: gravas grises, arenas rosadas, blancas y negras; fértiles tierras marrones, ocre oscuro y sepia; esquistos jaspeados, micas brillantes y piedras de sílice… Y cuando el sol se desvaneció al fin sobre el primer día de labor, su Edén era un paraíso de piedra, tierra y metal, listo para la vida.

Mientras el cielo se oscurecía sobre su cabeza, apareció la pálida giba de una luna con rostro de muerte recorriendo la bóveda del cielo; y mientras Finchley la contemplaba con desasosiego, una segunda luna con un disco rojo sangre asomó su devastador semblante sobre el horizonte oriental y comenzó su fantasmal marcha a través de los cielos. Finchley apartó los ojos de ellas y contempló las estrellas titilantes.

Obtuvo mucha más satisfacción de su contemplación.

«Sabía exactamente cómo eran algunas de ellas — pensó complacido—. Se multiplica cien por mil y por un millón y allí está la respuesta… ¡Y sucede que ésa es mi idea del orden!»

Se echó en un pedazo de cálida y blanda tierra y colocó sus manos bajo la nuca, mirando hacia arriba.

«Y sé exactamente para qué están todas allí… para sostener vidas humanas… los incontables miles de millones de millones de vidas que diseñaré y crearé sólo para servir y adorar al Señor Finchley… ¡Ese es vuestro propósito!»

Y sabía a dónde iban cada una de esas chispas azules y rojas color índigo, pues una vez en los vastísimos límites del espacio continuaban tonantes un curso circular, cuyo pivot era ese punto en los cielos que él había abandonado. Algún día, retornaría a ese lugar y allí construiría su castillo celestial. Luego podría sentarse allí durante toda la eternidad, contemplando el rodar de sus mundos por el cielo.

Hubo un peculiar manchón rojizo en el cénit del cielo. Finchley lo observó distraídamente primero, luego con concentrada atención cuando parecía ramificarse. Se expandió lentamente como una mancha de tinta, y al momento se tiño de anaranjado y luego de blanco intenso. Y por primera vez Finchley fue inconfortablemente consciente de una sensación de calor.

Pasó una hora, y luego dos y tres. El puño de la expansión blanquirojiza se extendió por el cielo hasta que fue una fiera nube brumosa. Un delgado y tenue borde se aproximó gentilmente  a  una  estrella,  luego  la  tocó.  Instantáneamente  hubo  un  esplendor enceguecedor de radiación y Finchley fue bañado por una cauterizante luz que iluminó el panorama con el espectral brillo del flash de magnesio. La sensación de calor creció en intensidad y diminutas gotas de transpiración aguijonearon su piel.

Con la medianoche, un inenarrable infierno llenaba la mitad del cielo, y las brillantes estrellas, una tras otra, estallaban silentes. La luz era enceguecedoramente blanca y el calor sofocante. Finchley se tambaleó sobre sus pies y comenzó a correr, buscando en vano sombra o agua. Fue sólo entonces cuando advirtió que su universo estaba corriendo su amor.

—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No!

El calor lo apaleó. Cayó y rodó sobre rocas filosas que lo desgarraron y anclaron de espaldas, el rostro vuelto hacia arriba. Pasando a través de sus manos apretadas, de sus párpados fuertemente cerrados, la intolerable luz y el calor presionaban.

—¿Qué puede haber funcionado mal? —gritó Finchley —. ¡Había mucho espacio para todo! ¿Por qué tuvo que…?

En medio del delirio generado por el calor, sintió un atronador sacudimiento que le hizo pensar que su Edén comenzaba a despedazarse.

—¡Detenerse! ¡Detenerse! ¡Que todo se detenga!— gritó. Se golpeó las sienes con puños inermes y por último suspiró—. Está bien… si he cometido otro error, entonces… está bien…

—Agitó su mano débilmente.

Y otra vez los cielos fueron negros y blancos. Sólo las dos escabrosas lunas giraban sobre su cabeza, comenzando el largo camino hacia el oeste. Y en el este un apagado destello anunciaba el amanecer.

—De modo —murmuró Finchley— que se debe ser más matemático y físico que artista para fabricar un cosmos. Soy un artista y nunca pretendí saber todo eso. Pero… soy un artista, y aquí aún está mi buena tierra verde para la gente… Mañana… Veremos… mañana…

Y en ese momento se durmió.

El sol estaba alto cuando despertó, y su ojo diabólico lo llenaba de inquietud. Observó con atención el paisaje que había construido el día previo, y se sintió aún más inseguro, pues había una sutil distorsión en todo. Los suelos del valle se veían sucios, como cubiertos del pálido lustre de las escaras leprosas. Los riscos de las montañas formaban curiosas formas de sugestivo terror. Hasta en los lagos había un indicio del horror contenido bajo sus serenas e inmóviles agua.

No ocurría, advirtió, cuando miraba directamente a esas creaciones, sino sólo cuando su mirada era lateral. Contemplado con ojos abiertos y fijos todo parecía estar bien. La proporción era buena, la línea excelente, la coloración perfecta. Y a pesar de todo… Se encogió de hombros y decidió que tendría que realizar algún tipo de boceto previo. No había duda que existía algún sutil error de diseño en su obra.

Caminó hasta un diminuto curso de agua y de las orillas extrajo una masa de húmeda arcilla roja. La amasó alisándola, humedeciéndola más, hasta aplanarla y estirarla. Después de haberla secado un poco bajo el calor del sol, dispuso un pesado bloque de piedra como pedestal y se dispuso a trabajar. Sus manos aún eran prácticas y seguras. Con dedos hábiles modeló su idea de un gran conejo peludo. Cuerpo, piernas y cabeza; rasgos exquisitamente delineados… agazapado sobre la piedra estaba listo, parecía, para brincar al menor aviso.

Finchley sonrió cariñosamente a su obra, su confianza al fin restaurada. Dio una palmada sobre la cabeza redondeada y dijo:

—Vive, amigo mío…

Hubo un momento de indecisión mientras la vida invadía la forma de arcilla; luego arqueó la espalda con movimiento torpe e intentó brincar. Se movió hasta el borde del

pedestal, donde colgó enloquecido por un instante antes de caer pesadamente al suelo. Mientras se arrastraba torpe y zigzagueante, profirió horribles sonidos guturales y se dio vuelta para contemplar a Finchley. En la cara del animal había una expresión de malevolencia.

La sonrisa de Finchley se heló. Frunció el entrecejo, vaciló, luego recogió otro montón de arcilla y la colocó sobre la piedra. Trabajó por espacio de una hora, dando forma a un gracioso setter irlandés. Por ultimo le dio una palmadita y dijo:

—Vive…

Instantáneamente el perro se desplomó. Gimió desvalidamente y luego luchó sobre sus patas vacilantes como una enorme araña, los ojos distendidos y vidriosos. Se acercó al borde del pedestal, saltó y chocó con las piernas de Finchley Hubo un débil gruñido y la bestia clavó sus afilados colmillos en un pie de Finchley. Este saltó hacia atrás con un grito y pateó al animal con furia. Lloriqueando y aullando, el setter partió, una flaca figura que atravesó los campos como un monstruo jorobado.

Con un intento furioso, Finchley retornó a su labor. Modeló forma tras forma, a las cuales otorgó vida, y cada una de ellas —mono, simio, zorro, comadreja, rata, lagarto y sapo… peces, largos y cortos, gruesos y delgados… pájaros por el estilo — era una monstruosidad grotesca que nadaba, arrastraba las patas o aleteaba como una pesadilla. Finchley estaba perplejo y exhausto. Se sentó él mismo en el pedestal y comenzó a sollozar mientras sus dedos cansados aún se crispaban e hincaban en un montón de arcilla.

Pensó: «Todavía soy un artista… ¿Qué funcionó mal? ¿Qué es lo que convierte todo lo que hago en una horrible figura anormal?»

Sus dedos daban vuelta la arcilla, la moldeaban, y una cabeza comenzó a tomar forma en la masa.

Pensó: «Hice una fortuna con mi arte una vez. Todo el mundo no podía estar loco. Vendí mis obras por muchas razones… pero la más importante es que eran hermosas.»

Advirtió el montón de arcilla en sus manos. Había tomado parcialmente la forma de una cabeza de mujer. La examinó con atención por primera vez en horas; sonrió.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó—. No soy modelador de animales. Veamos cómo lo hago con una figura humana…

Con rapidez, con esa inerme porción de arcilla, construyó la subestructura de su figura. Piernas, brazos, torso y cabeza estuvieron formados. Canturreaba al trabajar. Pensaba. Será la más hermosa Eva alguna vez creada… y más… ¡sus hijos serán verdaderos hijos de un dios!

Con amorosas manos dio forma a las fuertes pantorrillas y torneados muslos, uniendo con destreza las delgadas rodillas a los graciosos pies. Las redondas caderas rodeaban un vientre plano, ligeramente combado. Cuando llegó a los fuertes hombros, se detuvo súbitamente y retrocedió un paso para contemplar su obra.

¿Es posible? se preguntó.

Caminó con lentitud alrededor de la figura a medio terminar.

¿La fuerza del hábito, quizá?

Quizás eso… y quizás el amor que había sentido por tantos años.

Retornó a la figura y redobló sus esfuerzos. Con una sensación de creciente júbilo, completó brazos, cuello y cabeza. Había algo dentro de sí que le decía que era imposible fallar. Había modelado esta figura demasiado frecuentemente como para no conocer hasta los detalles más ínfimos. Y cuando la hubo terminado, Theone Dubedat, magníficamente esculpida en arcilla, se encontraba sobre el pedestal de piedra.

Finchley estaba contento. Fatigado, se sentó con la espalda contra un peñasco, extrajo un cigarrillo del espacio y lo encendió. Estuvo sentado quizás un minuto, intentando que el humo aquietara su excitación. Y por último, con una sensación de anticipación caótica, dijo:

—Mujer…

Se atragantó y se detuvo. Luego comenzó de nuevo.

—¡Vive… Theone!

El segundo de vida llegó y pasó. La figura  desnuda se  movió ligeramente, luego comenzó a temblar. Como arrastrado por una fuerza magnética, Finchley se incorporó y caminó hacia ella, los brazos extendidos en muda súplica. Hubo un ronco suspiro de inhalación y los grandes ojos se abrieron lentamente y lo examinaron.

La joven viviente se enderezó y gritó. Antes de que Finchley pudiera tocarla, ella lo golpeó en la cara, sus largas uñas le arañaron la piel. Cayó de espaldas del pedestal, se puso de pie de un brinco y echó a correr a través de los campos como todos los otros… un loco ser jorobado que gritaba y aullaba. El bajo sol oscurecía su cuerpo y la sombra que proyectaba era monstruosa.

Mucho después que ella desapareció, Finchley continuó mirando fijamente en su dirección, mientras dentro de él todo ese amor inútil y amargo lo quemaba como si fuera una ola ácida. Al tiempo retornó al pedestal y con helada impasibilidad se puso una vez más a trabajar. No se detuvo hasta que la quinta de una sucesión de chocantes figuras se perdió gritando en la noche… Luego, y sólo entonces, se detuvo y permaneció un largo tiempo contemplando alternadamente sus manos y las demenciales lunas que se deslizaban sobre su cabeza.

Sintió una palmadita en el hombro y no se sorprendió demasiado de ver a Lady Sutton de pie junto a él. Aún usaba la toga con lentejuelas de aquella noche, y bajo la luz de las dobles lunas su rostro era tan vulgar y masculino como siempre.

—Oh… es usted —dijo Finchley.

—¿Cómo estás, Dig, mi amor?

El pensó en todo, tratando de encontrar alguna razón en la absurda locura que impregnaba el cosmos.

—No muy bien, Lady Sutton.

—¿Problemas?

—Sí… —se interrumpió y la encaró—. Me pregunto, Lady Sutton, ¿cómo demonios está usted aquí?

Ella se echó a reír.

—Estoy muerta, Dig. Deberías saberlo.

—¿Muerta? Oh… yo… —se sintió invadido por el embarazo.

—Sin rencores. Yo hubiera hecho lo mismo, lo sabes.

—¿Lo hubiera hecho?

—Todo por una nueva sensación. Eso fue siempre nuestro lema, ¿no? —Hizo una inclinación de cabeza y una mueca irónica en su dirección. Era la misma vieja mueca de absoluta diversión.

—¿Qué está haciendo aquí? Quiero decir, cómo… —dijo Finchley.

—Dije que estoy muerta —interrumpió Lady Sutton—. Hay muchas cosas que tú no comprendes de este asunto de morir.

—Pero ésta es mi propia realidad personal y privada. Soy su poseedor.

—Pero yo sigo estando muerta, Dig. Puedo penetrar en cualquier mierdosa realidad que elija. Espera… ya lo verás.

—No lo veré —dijo él—, nunca… Eso es, no puedo porque nunca moriré.

—Oh, ¿no?

—No, no puedo. Soy un dios.

—Lo eres, ¿eh? ¿Y cómo te sientes?

—Yo… yo no lo sé. —Le faltaban las palabras—. Yo… eso es, alguien me prometió una realidad que yo podría moldear por mí mismo, pero no puedo, Lady Sutton, no puedo.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Soy un dios, y cada vez que trato de dar forma a algo hermoso, esto se vuelve abominable.

—¿Cómo, por ejemplo?

El le mostró sus retorcidas montañas y planicies, los malignos lagos y ríos, las distorsionadas y gruñentes criaturas que había creado. Lady Sutton examinó todo cuidadosamente y con mucha atención. Por último frunció los labios y caviló por un momento; luego contempló con agudeza a Finchley y dijo:

—Es curioso que nunca hayas hecho un espejo, Dig.

—¿Un espejo? —repitió él—. No, no lo he hecho… nunca necesité uno…

—Adelante. Haz uno.

El le echó un vistazo de perplejidad y agitó una mano en el aire. Un espejo cuadrado de plata apareció en sus dedos y lo tendió hacia ella.

—No —dijo Lady Sutton—, es para ti. Mírate en él.

Sorprendido, levantó el espejo y se contempló. Un ronco grito se escapó de sus labios y  acercó  el  rostro  para  observar  mejor.  La  imagen  que  le  devolvía  el  espejo  en  la mortecina luz de la noche era el rostro diabólico de una gárgola. En los pequeños y rasgados ojos, la nariz ancha, los quebrados dientes amarillos, la retorcida ruina de su cara, él vio todo lo que había visto de feo en su horrible cosmos.

Vio la obscena catedral de los cielos y su non sancta jerarquía de lúbricos guardias, el girante caos de estrellas y soles en colisión, el chocante panorama de su Edén, cada aullante, fantasmal criatura que había creado, cada horror que su cerebro había engendrado. Arrojó el espejo por los aires y volvió a confrontar a Lady Sutton.

—¿Qué?—ordenó—. ¿Qué es esto?

—¿Acaso no eres un dios, Dig? —rió Lady Sutton—. ¿Acaso no sabes que un dios crea sólo a su propia imagen y semejanza. Sí… la respuesta es así de simple. Es una gran broma, ¿no lo crees?

—¿Broma? —La suma de todos los eones cayeron como rayos sobre su cabeza. Una eternidad de vida con su propia abominación, sobre él, dentro de él… una y otra vez… repitiéndose en cada sol y cada estrella, cada ser viviente y cada cosa inerme, cada criatura, cada momento interminable. Un dios monstruoso que se alimenta de sí mismo y lenta e inexorablemente se vuelve loco.

—¡Broma! —gritó.

Agitó sus manos y flotó una vez más, suspendido y fuera de todo contacto con masa y materia. Una vez más completamente solo, sin nada que ver, sin nada que oír, sin nada que  tocar.  Mientras  consideraba  otro  inefable  período  de  inevitable  futilidad  en  su siguiente intento, escuchó muy nítidamente el grave bramido de una risa familiar.

De modo que así fue el Cielo de Finchley.

 

III

—¡Dame fuerzas! ¡Oh, dame fuerzas!

Cruzó el delgado velo tras los talones de Finchley, esa pequeña y delgada mujer, y se encontró en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton. Por un momento interrumpió sus rezos, casi desencantada de no encontrar la tierra de brumas y sueños. Luego, con una sonrisa amarga, recordó la realidad deseada.

Ante ella se encontraba una armadura: una fuerte y grácil figura de metal pulido bordeada por completo de estrías. Fue hacia ella. El brillante acero de la coraza le devolvió una reflexión ligeramente distorsionada. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabache cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Todo decía: ésta es Sidra Peel. Esta es una mujer cuyo pasado ha sido encadenado a un ser de torpe ingenio que se llamaba a sí mismo marido. Rompería la cadena ese día si sólo pudiera encontrar la fuerza…

—¡Rómpete, cadena! —repitió con fiereza— y ese día le devolveré toda una vida de agonía. Dios… si hay un dios en mi mundo… ¡ayúdame a equilibrar la suma de todo! Ayúdame…

Sidra  se  inmovilizó  mientras  su  pulso  batía  sordamente.  Alguien  había  bajado  al solitario corredor y se encontraba de pie tras ella. Podía sentir el calor —el aura de su presencia—, la casi imperceptible presión de un cuerpo contra el suyo.

Se dio vuelta, gritando:

—¡Ahhhh!

—Lo siento —dijo él—. Creí que estabas esperándome.

Los ojos de ella se fijaron en su rostro. El sonreía ligeramente de una manera afable, y hasta el matizado cabello rubio, los huecos y elevaciones, las pulsantes venas y las sombras de sus facciones eran un curioso panorama de desnudas emociones.

—Cálmate —dijo él, mientras Sidra se tambaleaba locamente e intentaba detener los gritos que brotaban de su interior.

—Pero qu… quién —logró decir y trató de tragar saliva.

—Creí que estabas esperándome —repitió él.

—Yo… ¿esperándolo?

El asintió y tomó sus manos. Las palmas de ella estaban frías y húmedas contra las suyas.

—Teníamos una cita.

Ella entreabrió los labios y sacudió la cabeza.

—A las doce y cuarenta. —Soltó una de las manos de ella y miró su reloj.— Y aquí estoy, en punto.

—No —dijo ella, zafándose y dando un paso atrás —. No, eso es imposible. No teníamos ninguna cita. Yo no lo conozco.

—¿No me reconoces, Sidra? Bien… es curioso pero pensé que me reconocerías en poco tiempo.

—¿Pero quién es usted?

—No puedo decírtelo. Tienes que recordarlo por si misma.

Un poco más calma, ella inspeccionó sus facciones con más detenimiento.

Como el embate de una cascada, una sensación combinada de atracción y repulsión surgió en ella. Ese hombre la alarmaba y la fascinaba. Se sentía llena de temor ante su sola presencia, y al mismo tiempo intrigada y atraída.

Por último, sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo comprendo. Nunca lo he llamado, señor Quien-quiera-que-sea, y no teníamos una cita.

—Por cierto que tú la hiciste.

—¡Por cierto que no! —estalló, ultrajada por su insolente aseveración—. Quiero mi viejo mundo. El mismo viejo mundo que siempre he conocido…

—¿Pero con una excepción?

—S… sí.—Su furiosa mirada se erizó y la ira brotó de ella.— Sí, con una excepción.

—¿Y has rezado con todas tus fuerzas para producir esa excepción? Ella asintió.

El hizo una mueca sonriente y la tomó del brazo.

—Bien, Sidra, entonces me has llamado y hemos hecho una cita. Soy la respuesta a tus oraciones.

Ella sufrió al ser conducida a través de los estrechos y empinados escalones del corredor, incapaz de liberarse de ese magnético yugo. La presión sobre su brazo era algo atemorizador. Todo en ella gritaba contra el aturdimiento… y a pesar de todo otro alguien le daba la bienvenida ansiosamente.

Mientras pasaban bajo la luz de las infrecuentes lámparas, lo contempló de forma furtiva. Era alto y magníficamente construido. Fuertes tendones sostenían su muscular cuello al más ligero giro de su arrogante cabeza. Llevaba un traje de lana que tenía textura de arenisca, y de él brotaba un pungente y musgoso aroma. Su camisa estaba abierta en el cuello y dejaba ver un vello frondoso sobre el pecho.

No había sirvientes en la planta baja del castillo. El hombre la escoltó silenciosamente a través de las elegantes habitaciones hasta el vestíbulo, donde extrajo la chaqueta de ella del armario empotrado y la colocó sobre sus hombros. Luego presionó sus fuertes manos sobre los gráciles hombros de Sidra.

Volvió a zafarse y por último, una de sus tormentas de llanto se abatió sobre ella. En la tranquila penumbra del vestíbulo pudo ver que él aún continuaba sonriendo, y esto agregó combustible a su furia.

—¡Ah! —gritó—. Qué tonta que he sido… haber dado por sentado que usted… Ha dicho que «yo he rezado por usted», ¿qué clase de tonta se piensa que soy? ¡Quíteme las manos de encima!

Se quedó contemplándolo, respirando profundamente, y él no respondió. Su expresión permaneció impávida. Era como una serpiente, pensó ella, esas serpientes de ojos hipnóticos. Te enrollan en su belleza impávida y no puedes escapar de su mortal fascinación. Como esas torres desmesuradas que te invitan a brincar al vacío… como esas afiladas y deslumbrantes navajas que invitan a la suave carne de tu garganta. ¡No puedes escapar!

—¡Vayase! —gritó ella con un esfuerzo desesperado—. ¡Fuera de aquí! Este es mi mundo. Todo lo que hago o elijo es mío. ¡No quiero compartirlo con ningún repulsivo y arrogante canalla!

Rápida y silenciosamente, él la cogió por los hombros y la atrajo contra su pecho. Mientras la besaba, Sidra luchó por librarse de las garras de sus dedos, intentando alejar sus labios de él. Y sin embargo sabía que si lograba librarse de sus brazos, no podría apartarse de ese beso salvaje.

Lloraba cuando él aflojó sus manos y dejó que la cabeza de ella cayera hacia atrás. Aún conservando el tono afable de una conversación ocasional, dijo el hombre:

—Tú quieres una sola cosa en este mundo tuyo, Sidra, y debes dejarme que te ayude a conseguirla.

—En el nombre del Cielo, ¿quién es usted?

—Soy la fuerza por la que rezabas. Ahora ven.

Afuera la noche era oscura como tinta, y después de que cogieron el coche de dos plazas de Sidra y emprendieron el viaje a Londres, el camino se hizo imposible de seguir. Como bordeaba el camino con cuidado, Sidra logró por último vislumbrar la línea blanca de cal que dividía la ruta, apenas iluminada por el débil resplandor aterciopelado que surgía del horizonte en medio de las tinieblas. Sobre sus cabezas, las estrellas de la Vía Láctea eran lejanas motas de polvo.

El viento sobre el rostro era agradable de sentir. Apasionada, imprudente y cabeza dura como siempre, presionó su pie sobre el acelerador, ansiosa de sentir crecer la fría brisa en sus mejillas. El viento hizo remolinear su pelo, que ondeó tras ella. Las ráfagas se deslizaban sobre el parabrisas y la rodeaban como una sólida corriente de agua fría. Aumentó su valor y confianza. Y lo mejor de todo, renovó su sentido del humor.

Sin volverse, preguntó:

—¿Cómo se llama?

La respuesta llegó débil a través del ruido de la brisa.

—¿Tiene importancia?

—Por cierto que la tiene. Suponga que tenga que llamarlo: » ¡Ehh!» o «¿Cómo se llama…?» o «Querido señor…»

—Muy bien, Sidra. Llámame Ardis.

—¿Ardis? Eso no es inglés, ¿no?

—¿Tiene importancia?

—No sea tan misterioso. Por supuesto que importa. Intento identificarlo.

—Ya lo veo.

—¿Conocía a Lady Sutton?

Al  no  recibir  respuesta,  lo  miró  y  sintió  un  ligero  estremecimiento.  Parecía  tan misterioso con su cabeza delineada contra el  oscuro  trasfondo  del  cielo  cubierto  de estrellas. Tenía los ojos fijos en un lugar vacío del vehículo.

—¿Conocía a Lady Sutton? —repitió.

El asintió y Sidra devolvió su atención al camino. Habían salido del campo abierto y penetraban en los suburbios londinenses. Pequeñas casas agazapadas, todas iguales, todas de frentes chatos y colores sombríos, pasaban velozmente con el sordo dump, dump, dump producido por el desplazamiento del coche.

Todavía alegre, ella preguntó:

—¿Hasta dónde va?

—Hasta Londres.

—¿Londres dónde?

—Chelsea Square.

—¿Square? Qué curioso. ¿Qué número?

—Ciento cuarenta y nueve. Ella se echó a reír con ganas.

—Su desfachatez es maravillosa —dijo recuperando el aliento, volviendo a contemplarlo—. Sucede que esa es mi dirección.

El asintió.

—Lo sé, Sidra.

Su risa se heló… no en su emisión, que apenas podía escuchar. Suprimiendo apenas otro gemido, volvió a mirar con fijeza el parabrisas, las manos temblorosas sobre el volante; sucedía que el hombre estaba sentado allí, en medio del torbellino, del viento, sin que se le moviera un pelo de la cabeza.

¡Por todos los Cielos! exclamó en su corazón. Qué tipo de oración he hecho… ¿quién es este monstruo?… Padre nuestro que estás en los Cielos, bendito sea tu… ¡Líbrame de él! No lo quiero. Si lo he pedido, conscientemente o no, ya no lo quiero. Quiero cambiar mi mundo. ¡Ahora! ¡Quiero que salga de aquí!

—Eso no funciona, Sidra —dijo él.

Sus labios se crisparon, pero aún continuó rezando: ¡Sacadlo de aquí! Cambiad todo… todo… sólo sacadlo de aquí. Que se desvanezca. Que las tinieblas lo devoren. Que se consuma, que se evapore…

—Sidra —gritó él—, ¡acaba con eso! —Le habló con severidad.— ¡No puedes quitarme del medio… es demasiado tarde!

Ella detuvo sus rezos, mientras el pánico la poseía y congelaba sus pensamientos.

—Una vez que has decidido cuál será tu mundo —le explicó cuidadosamente Ardis, como si fuera una niña— debes someterte a él. No puedes hacer cambios o alteraciones con tu mente. ¿No te lo han dicho?

—No —susurró—, no me lo dijeron.

—Bien, ahora lo sabes.

Estaba muda, entumecida y torpe. No tan torpe como endurecida. Siguió sus instrucciones sin una palabra, conduciendo hasta un pequeño, parque que se encontraba detrás de la casa, y aparcó allí. Ardis le explicó que deberían entrar a la casa por la puerta de servicio.

—No se entra abiertamente cuando se va a cometer un crimen. Sólo los criminales astutos de los libros lo hacen. En la vida real se descubre que es mejor ser cauteloso.

¡La vida real! pensó Sidra histéricamente cuando salían del coche. ¡Realidad! Esa Cosa en el refugio…

—Pareces tener experiencia —dijo ella en voz alta.

—A través del parque —respondió él, tocándole ligeramente un brazo—. No seremos vistos.

El sendero a través de los árboles era estrecho, y la hierba y los arbustos espinosos estaban muy crecidos. Ardis retrocedió y luego la siguió cuando ella atravesó el portal de hierro y entró. Se mantuvo unos pocos pasos tras ella.

—En cuanto a la experiencia —dijo—, sí… tengo bastante. Pero entonces, tú debes saber, Sidra.

Ella no sabía. No respondió. Arboles, matorrales y hierba eran espesos a su alrededor, y a pesar de que había atravesado ese parque cientos de veces, había allí algo de extraño y grotesco. No había vida… no, gracias a Dios por ello. No estaba todavía imaginando cosas, pero por primera vez advirtió qué esqueléticos y fantasmales se veían los árboles; como si cada uno de ellos hubiera participado en algún sórdido asesinato o suicidio todos estos años.

En medio del parque, una niebla húmeda la hizo toser y, tras ella, Ardis le palmeó comprensivamente la espalda. Sidra se estremeció como si hubiera un trozo de acero suplementario bajo la mano de él, y cuando dejó de toser y la mano aún permanecía sobre su hombro, supo que podría ser asaltada allí, en la oscuridad.

Se sacudió con rapidez. Logró desprender el brazo y corrió por el sendero, tambaleándose sobre sus tacones altos. Hubo una apagada exclamación de Ardis, y escuchó el amortiguado ruido de sus pasos persiguiéndola. El sendero conducía a una ligera depresión y atravesaba un pequeño estanque fangoso. La tierra se volvió húmeda y chupaba sus pies. En medio de la calidez de la noche su piel comenzó a cubrirse de sudor, pero el sonido de pasos estaba muy cerca tras ella.

Su aliento se hizo ahogado, y cuando el sendero se desvió y comenzó a descender, sintió que los pulmones le explotaban. Le dolían las piernas y le pareció que en cualquier instante rodaría por el suelo. Borrosamente, vio a través de los árboles el portal de hierro del otro extremo del parque, y con la poca fuerza que aún le quedaba, redobló los esfuerzos por alcanzarlo.

¿Pero qué, se preguntó con aturdimiento, qué después de eso? El me atrapará en la calle… quizás antes de la calle… Debería haber vuelto hacia el coche… Podría haber conducido… Yo…

La aferró por los hombros cuando pasaba el portal y ella a podría haberse entregado entonces. Luego oyó voces y vio figuras en el otro lado de la calle.

—¡Eh,  ustedes!  —gritó,  y  corrió  hacia  ellos,  sus  zapatos  taconeando  sobre  el pavimento. Al acercarse, aún libre por el momento, las personas se dieron vuelta.

—Lo siento —balbuceó—. Creí haberlos reconocido… Estaba atravesando el parq… Se detuvo bruscamente. Finchley, Braugh y Lady Sutton la estaban contemplando.

—¡Sidra, querida! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Lady Sutton. Irguió su gorda cabeza para examinar el rostro de Sidra, luego dio un ligero codazo a Braugh y Finchley—. La chica ha estado corriendo a través del parque. Atiende a mis palabras, Chris, está un poco loca.

—Parece como si la hubieran perseguido —respondió Braugh. Se movió a un costado y espió por encima del hombro de Sidra, su cabeza blanca brillando bajo la luz estelar.

Sidra contuvo la respiración y por último miró a su alrededor. Ardis estaba junto a ella, calmo y afable como siempre. Está allí, pensó desconsoladamente, no tiene sentido tratar de explicar. Nadie la creería. Nadie la ayudaría.

—Tan sólo un poco de ejercicio —dijo—. Es una noche tan hermosa.

—¡Ejercicio! —resopló Lady Sutton—. Ahora sé que estás chiflada.

—¿Por qué te has largado así, Sidra? Bob estaba furioso.

Recién acabamos de traerlo a casa.

—Yo… —Era una locura. Ella había visto a Finchley desvanecerse a través del velo de fuego hacía menos de una hora… desvanecerse en un mundo de su propia elección. Y a pesar de. todo aquí estaba él haciendo preguntas.

—Finchley está en su mundo —murmuró Ardis—. Y también aquí.

—Pero eso es imposible —exclamó Sidra—, No puede haber dos Finchley.

—¿Dos Finchley? —repitió Lady Sutton—. ¡Ahora sé dónde has estado y qué te ha pasado, muchacha! Estás borracha. Total y desagradablemente borracha. ¡Corriendo a través del parque! ¡Ejercicio! ¡Dos Finchley!

¿Y Lady Sutton? Pero ella estaba muerta. ¡Tenía que estarlo! La habían asesinado hacía menos de…

—Ese era otro mundo, Sidra —murmuró Ardis—. Este es tu nuevo mundo, y Lady Sutton pertenece a él. Todos pertenecen a él… excepto tu marido,—Pero… ¿aún cuando ella esté muerta?

—¿Quién está muerta? —preguntó Finchley, sobresaltado.

—Creo —dijo Braugh— que es mejor que la subamos y la metamos en la cama.

—No —dijo Sidra—. No… es necesario… ¡en verdad! Ya estoy bien.

—Oh, dejémosla —gruñó Lady Sutton. Recogió su chaqueta alrededor del tonel de su cintura y se alejó—. Ya conocéis nuestro lema, amigos míos: «No interferir.» Te veremos a ti y a Bob en el refugio la semana próxima, Sidra. Buenas noches…

—Buenas noches…

Finchley  y  Braugh  se  alejaron  también…  las  tres  figuras  se  introdujeron  en  las sombras, desvaneciéndose en medio de la niebla. Mientras desaparecían, Sidra oyó que Braugh decía:

—El lema debería ser «Desvergüenza».

—No tiene sentido —respondió Finchley—. La vergüenza es una sensación que buscamos tanto como las otras. Es redund…

Luego se fueron.

Y con el retorno de ese escalofrío atemorizador, Sidra advirtió que ellos no habían visto a Ardis… ni lo habían oído… ni siquiera habían advertido su…

—Naturalmente —interrumpió Ardis.

—¿Cómo naturalmente?

—Lo comprenderás más tarde. Ahora tenemos un asesinato ante nosotros.

—¡No!—gritó ella, retrocediendo—. ¡No!

—¿Qué es esto, Sidra? Y pensar que has estado deseando este momento por tantos años. Lo has planeado, festejado…

—Estoy… demasiado trastornada… nerviosa.

—Te calmarás. Vamos.

Caminaron juntos unos pocos pasos por la estrecha calle, doblaron por el sendero de grava y atravesaron el portal que conducía a la parte trasera. Cuando Ardis estiró la mano para coger el pomo de la puerta de servicio, vaciló y se volvió hacia ella.

—Este —dijo— es tu momento, Sidra. Comienza ahora. Llegó el momento de romper la cadena y cobrar el precio de una vida llena de agonía. Este es el día en que equilibrarás la cuenta. El amor es bueno… el odio es mejor. El olvido es una virtud frívola… ¡la pasión lo consume todo y es el fin de toda la vida!

Él empujó la puerta abierta, la aferró de un codo y la arrastró a la despensa. Estaba oscura y llena de curiosos recovecos. Se movieron en la oscuridad cautelosamente, alcanzaron la puerta giratoria que daba a la cocina y la empujaron, entrando en ésta. Sidra lanzó un gemido ahogado y aflojó su cuerpo contra el de Ardis.

Había sido la cocina alguna vez. Ahora los hornos y fregaderos, estantes y mesas, sillas, armarios empotrados, todo se veía muy amenazador y entremezclado, como el laberinto de una jungla enloquecida. Una chispa de azul intenso brillaba en el suelo, y a su alrededor retozaban un buen número de sombras cantarinas.

Eran humo solidificado… gas semilíquido. Sus interiores traslúcidos se retorcían e interactuaban con el nauseabundo bullir del estiércol viviente. Era como mirar a través de un microscopio, pensó Sidra, esas criaturas de fétidos cuerpos sanguinolentos que cubren una corriente de agua estancada, que llenan un pantano con emanaciones fétidas… y lo más asqueroso de todo, era que cada una de ellas formaba una ondeante y borrascosa imagen de su marido. Veinte Robert Peel, gesticulando obscenamente y cantando un coro susurrante:

Quis multa gracilis te puer in rosa Perfusus liquidis urget odoribus Grato, Sidra, sub antro?

—¡Ardis! ¿Que es esto?

—No lo se, Sidra.

—Pero estas formas…

—Encontraremos la salida.

Veinte emanaciones saltarinas apiñadas alrededor de ellos, aún cantando. Sidra y Ardis fueron conducidos hacia adelante y quedaron de pie en el borde de esa chispa con forma de zafiro que ardía en el aire a unas pulgadas del suelo. Dedos gaseosos empujaban y tanteaban a Sidra, pellizcándola y pinchándola mientras las figuras azules hacían  cabriolas  y  lanzaban  risas  siseantes,  palmeándose  las  nalgas  desnudas  con éxtasis espectrales.

Un latigazo sobre el brazo de Sidra la hizo sobresaltar y lanzar un grito, y cuando miró hacia abajo vio incontables puntos de sangre brotar de la blanca piel de su muñeca. Y mientras contemplaba aturdida los encantamientos descorporizados, Ardis le levantó la muñeca hasta los labios. Luego levantó su propia muñeca hasta los labios de Sidra y esta sintió el gusto salobre de la sangre de él.

—¡No! —jadeó—. No lo creo. Usted me está haciendo ver todo esto.

Se dio vuelta y corrió hacia la habitación auxiliar de la cocina. Ardis se mantuvo detrás y cerca de ella. Y las formas azules aún siseaban un coro monótono:

Qui nunc te fruitur credulus áurea

Qui semper vacuam, semper amabilem, Sperat, nescius aurae Fallacia…

Cuando alcanzaron el pie de las envolventes escaleras que conducían a los pisos superiores,  Sidra  se  aferró  a  la  balaustrada  para  sostenerse.  Con  la  mano  libre  se restregó la boca para quitar el gusto salobre que le revolvía el estómago.

—Creo que tengo una idea de qué era todo eso — dijo Ardis. Ella lo contempló.

—Una especie de ceremonia de compromiso —dijo con tono indiferente—. ¿Has leído sobre algo parecido antes, no? Curioso, ¿no lo has hecho? Hay algunas influencias poderosas en esta casa. ¿Reconoces a aquellos fantasmas?

Ella sacudió la cabeza cansadamente. ¿Qué sentido tenía pensar… hablar?

—¿No, eh? Tenemos que ver ese asunto. Nunca me preocupo por aparecidos no solicitados. No tendremos ninguno de estos disparates en el futuro… —Calló por un momento, luego señaló hacia las escaleras.— Tu marido está allí arriba, eso creo. Continuemos.

Ascendieron trabajosamente por las retorcidas y tenebrosas escaleras, y los últimos vestigios de sanidad de Sidra se esforzaron, paso a paso, con ella.

Uno: Subes las escaleras. ¿Escaleras que se dirigen a dónde? ¿A más locuras? ¡Esa maldita Cosa en el refugio!

Dos: Esto es el infierno, no la realidad.

Tres: O una pesadilla. ¡Sí! una pesadilla. La langosta de anoche. ¿Dónde estuvimos anoche, Bob y yo?

Cuatro: Querido Bob. ¿Por qué yo siempre…? Y este Ardis. Sé porqué me es tan familiar. Porque casi lee mis pensamientos. El es probablemente algún…

Cinco: …joven simpático que juega tenis en la vida real¿Distorsionado por un sueño. Sí.

Seis… Siete…

—No te apresures —dijo Ardis con cautela.

Ella se detuvo en donde se encontraba y miró fijamente. No había más gritos o estremecimientos en ella. Simplemente contempló la cosa que colgaba con cabeza retorcida desde el madero sobre la plataforma de la escalera. – Era su marido, fláccido y volátil, suspendido en el extremo final de una cuerda para tender la ropa.

La  fláccida  figura  se  balanceaba  siempre  muy  ligeramente,  como  el  delicado movimiento de un péndulo mayúsculo. La boca estaba contorsionada en una mueca sardónica y los ojos saltaban de sus órbitas y miraban hacia ella con impúdico humor. Vagamente, Sidra fue consciente de que los escalones ascendentes conducían a través de la forma retorcida.

—Unid las manos —dijo el despojo con tono sacrosanto.

—¡Bob!

—¿Tu marido? —exclamó Ardis.

—Queridos amigos —comenzó el despojo—, nos hemos reunido bajo el signo de Dios y de cara a esta compañía para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; que es… —La voz retumbó una y otra vez.

—¡Bob! —dijo Sidra con voz ronca.

—¡Arrodillaos! —ordenó el despojo.

Sidra se hizo a un lado y corrió pesadamente escaleras arriba. Tropezó un instante sin resuello, luego las fuertes manos de Ardis la aferraron. Tras ellos el sombrío despojo entonaba:

—Os declaro marido y mujer.

—¡Ahora debemos ser rápidos! —susurró Ardis—. ¡Muy rápidos! Pero en la parte superior de las escaleras Sidra hizo su último intento por liberarse. Abandonó toda esperanza de sanidad, de comprensión. Todo lo que quería era libertad y un lugar donde poder sentarse en soledad, libre de las pasiones que la cercaban, consumiendo sus entrañas. No se dijo una palabra, ningún gesto fue hecho. Se alzó hasta arriba y encaró a Ardis. Era una de esas  ocasiones,  comprendió,  en  que  uno  lucha  contra  petroglifos tallados en roca prehistórica.

Por unos minutos estuvieron parados, contemplándose uno al otro en la sala oscura. A su derecha estaba el pozo descendente de las escaleras; a la izquierda, el dormitorio de Sidra; detrás de ellos el corto pasillo que conducía al estudio de Peel… hacia la habitación donde él tan inconscientemente esperaba la muerte. Sus ojos se encontraron, chocaron y batallaron en silencio. Y a pesar de que Sidra sostenía esa profunda y brillante mirada, sabía —con un agonizante sentido de desesperación— que sería derrotada.

Ya no había voluntad ni fuerza ni valor en ella. Peor, por alguna espectral osmosis parecía haberse vaciado en el hombre que la encaraba. Mientras luchaba advirtió que su rebelión era similar a la de una mano o un dedo contra el cerebro guía.

Sólo pronunció una frase:

—¡Por el amor de Dios! ¿Quien es usted? Y otra vez él respondió:

—Lo descubrirás… pronto. Pero creo que ya lo sabes. Creo que lo sabes.

Inerme,  ella  se  dio  vuelta  y  penetró  en  su  dormitorio.  Allí  había  un  revólver  y comprendió que debía conseguirlo. Pero cuando abrió de un tirón el cajón e hizo a un lado los montones de ropas de seda para cogerlo, sintió que éstas eran pastosas y húmedas. Al vacilar, Ardis estiró un brazo por detrás de ella y cogió el arma. Aferrado a la culata, un dedo fuertemente enganchado en el gatillo, había una mano, el muñón de la muñeca coagulado y desgarrado.

Ardis chasqueó la lengua y trató de arrancar la mano perdida. No pudo hacerlo. Apretó y retorció un dedo al mismo tiempo y entonces ese desecho de mano repugnante apretó el arma con más fuerza aún. Sidra estaba sentada en el borde de la cama como una niña, contemplando el espectáculo con ingenuo interés, notando cómo los quebradizos músculos y tendones del muñón se flexionaban ante el esfuerzo de Ardis.

Había una serpiente carmesí brotando por debajo de la puerta del baño. Se retorcía a través del suelo de madera, espesándose en un riacho cuando tocó suavemente su falda. Cuando Ardis arrojó con ira el arma al suelo, advirtió el cauce. Caminó con rapidez hacia el baño y abrió la puerta de un empujón, la cerró de un portazo un segundo más tarde. Sacudió la cabeza de Sidra y dijo:

—¡Vamos!

Ella asintió mecánicamente y se incorporó, indiferente a la falda empapada que se pegaba contra sus tobillos. En el estudio de Peel, dio vueltas el picaporte de la puerta cuidadosamente, hasta que un débil chasquido le advirtió que la cerradura estaba abierta, luego empujó la puerta. La hoja se abrió por completo para revelar el estudio de su marido en penumbras. El escritorio se hallaba ante las altas cortinas de la ventana y Peel estaba sentado ante él, de espaldas a ellos. Estaba encorvado sobre un candelero o una lámpara o alguna fuente de luz que formaba un halo alrededor de su cuerpo y lanzaba flujos oscilantes. En ningún momento se movió.

Sidra avanzó de puntillas, luego hizo una pausa. Ardis se llevó un dedo a los labios y se movió como un rápido gato hacia el hogar apagado, donde levantó un pesado atizador de bronce. Lo llevó hasta Sidra y se lo ofreció con gestos de urgencia. Los dedos de ella lo aferraron como si hubieran sido hechos para matar.

Venciendo lo que le impedía avanzar, dio unos pasos y alzó el atizador sobre la cabeza de Peel, mientras algo débil y enfermizo dentro de ella lloraba y rezaba; lloraba, rezaba y gemía como los quejidos de un niño con fiebre. Como agua derramada, las últimas pocas gotas de autodominio temblaron antes de desaparecer al unísono.

Luego Ardis la tocó. Sus dedos se apretaron contra la región lumbar y una carga de bestialidad sacudió su columna con crueles y punzantes estímulos. Al brotar todo el odio, la rabia y la lívida reivindicación, elevó el atizador y lo descargó sobre la aún inmóvil cabeza de su marido.

Toda la habitación estalló en una explosión  silenciosa. Las luces fulguraron y las sombras hicieron remolinos. Sin misericordia, aporreó y machacó el cuerpo caído que había sido derribado de la silla al suelo. Lo golpeó una y otra vez su aliento escapaba como un silbido histérico— hasta que la cabeza quedó aplastada, convertida en una masa sangrienta. Sólo entonces dejó caer el atizador y retrocedió tambaleante.

Ardis se arrodilló junto al cuerpo y lo dio vuelta.

—Está totalmente muerto. Este es el momento por el cual has rezado, Sidra. ¡Eres libre!

Ella miró hacia abajo con horror. Torpemente, desde la alfombra ensangrentada, un rostro muerto miraba hacia atrás. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabaches cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Gimió cuando la comprensión llegó a ella. El rostro dijo:

—Esta es Sidra Peel. En este hombre que has matado te has asesinado a ti misma…

asesinado la única parte de ti que podía salvarse.

—¡Ayyy…! —gritó ella y se abrazó a sí misma, rodando en agonía.

—Mírame bien —dijo el rostro—. Pues mi muerte ha roto una cadena… sólo para encontrar otra.

Y ella supo. Comprendió. Pues a pesar de que aún rodaba y gemía en una agonía inacabable, vio que Ardis se incorporaba y avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Sus ojos brillaban como horribles estanques y sus brazos eran zarcillos de su propia pasión insatisfecha, anhelante, que la inundaba. Una vez abrazados, ella supo que allí no habría escape… escape de este matrimonio enfermizo que su propia lujuria nunca dejaría de acariciar.

Así sería por siempre jamás el nuevo mundo feliz de Sidra. IV

Después de que los otros habían pasado el velo, Christian Braugh aún permanecía en el refugio. Encendió otro cigarrillo con una simulación de aplomo perfecto, arrojó la cerilla y luego llamó:

—Ehh… ¿Señor Cosa?

—¿Qué ocurre, señor Braugh?

Braugh no pudo evitar un ligero sobresalto ante esa voz que surgía de ninguna parte.

—Yo… bien, el hecho es que me he demorado para charlar.

—Pensé que lo haría, señor Braugh.

—Lo pensó, ¿eh?

—Su hambre insaciable de material fresco no es un misterio para mí.

—¡Oh! —Braugh miró a su alrededor nerviosamente—. Ya veo.

—No hay ningún motivo de alarma. Nadie podrá oírnos. Su mascarada permanecerá sin descubrir.

—¿Mascarada?

—Usted no es en realidad un mal tipo, señor Braugh. Nunca perteneció a la camarilla del refugio Sutton.

Braugh rió sardónicamente.

—Y no es necesario continuar su farsa ante mí — continuó la voz de manera amistosa—. Sé que la historia de sus muchos plagios es simplemente otra maquinación de Christian Braugh.

—¿Lo sabe?

—Por supuesto. Usted creó esa leyenda para lograr entrar en el refugio. Durante años ha estado jugando el rol del falso pícaro, a pesar de que su sangre corre fría algunas veces.

—¿Y sabe por qué hice eso?

—Ciertamente. Como hecho práctico, señor Braugh, yo lo sabía casi todo, pero debo confesar que hay algo en usted que me desconcierta.

—¿Qué es?

—¿Por  qué,  con  ese  apetito  insaciable  por  material  fresco,  no  está  contento  con trabajar como los otros autores, con lo que conocía? ¿Por qué ese enfermizo deseo de material único… de campos absolutamente vírgenes? ¿Por qué deseaba pagar un precio tan amargo y exorbitante por unos pocos gramos de originalidad?

—¿Por qué? —Braugh tragó el humo y lo exhaló entre sus dientes apretados.— Lo comprendería si fuera humano. ¿Supongo que usted no…?

—Esa pregunta no puede ser respondida.

—Entonces le diré el porqué. Es algo que ha estado torturándome toda la vida. Un hombre nace con imaginación.

—Ah… imaginación.

—Si la imaginación es ligera, un hombre siempre encontrará en el mundo una fuente de profunda e inagotable maravilla, un lugar de muchos deleites. Pero si su imaginación es fuerte, vivida, incansable, considerará al mundo como un lugar penoso… ¡un diamante sin pulir ante las maravillas de sus propias creaciones!

—Hay maravillas que sobrepasan todas las imaginaciones.

—¿Para quiénes? No para mí, mi invisible amigo; ni para ninguna criatura apegada a la tierra, a la carne. El hombre es algo penoso. Nace con la imaginación de los dioses y por siempre pegado a un redondo terrón de arcilla y saliva. Yo tengo dentro de mí lo único, el ego, la fértil greda de un espíritu intemporal… ¡y toda esa riqueza está envuelta en una parcela de piel que pronto se corrompe!

—Ego… —musitó la voz—. Eso es algo que, ¡ala!, ninguno de nosotros puede comprender. En ningún lugar del cosmos conocido, salvo vuestro planeta, se lo puede encontrar, señor Braugh. Es algo atemorizador y a veces me convence que la suya es una raza que puede… —la voz se quebró abruptamente.

—¿Qué puede…? —interrogó Braugh, atento.

—Vamos —dijo la Cosa enérgicamente—, hay menos obligación con usted que con los otros, y le concederé el beneficio de mi experiencia. Déjeme ayudarlo a seleccionar una realidad.

Braugh hizo hincapié en la palabra:

—¿Menos?

Y otra vez fue ignorada su pregunta.

—¿Elegirá alguna otra realidad de su propio cosmos o está satisfecho con la que ya tiene? Puedo ofrecerle mundos vastos y mundos diminutos; grandes seres que sacuden el espacio y llenan los vacíos con sus truenos; seres diminutos de encanto y perfección en los que su percepción apenas roza el timbre sensitivo de sus pensamientos. ¿Le apetece el terror? Puedo darle una realidad de estremecimientos. ¿Belleza? Puedo mostrarle realidades de éxtasis infinito. ¿Dolor? ¿Tortura? Cualquier sensación. Nombre una, muchas, todas. Diseñaré para usted una realidad que superará esos enormes conceptos suyos.

—No —respondió Braugh un momento después—. Los sentidos son siempre, cuando mucho, sentidos… y con el tiempo se aburren de todo. No puede satisfacer la imaginación con crema batida, con formas y sabores nuevos.

—Entonces puedo enviarlo a mundos extradimensionales que pasmarán a su imaginación.   Conozco   un   sistema   que   lo   entretendrá   para   siempre   con   su incongruencia… donde, si se tiene pena uno se rasca una oreja, o su equivalente, donde si se ama uno se toma un refresco, si se muere uno se ríe a carcajadas… He visto una dimensión en la cual se puede realizar seguramente lo imposible; donde los sentidos cotidianos rivalizan en la composición de paradojas animadas, y donde el simple hecho de la propia introspección es llamado «chrythna», es decir «cursi» en la jerga norteamericana.

«¿Desea probar las emociones de orden clásico? Puedo llevarlo a un mundo de n dimensiones donde, una por una, puede consumir los intrincados matices de veintisiete emociones primarias —siempre tomando notas, por supuesto— y entonces pasar a combinaciones y permutaciones de la suma de veintisiete elevado a la veintisiete. Matemáticamente se diría: 27 x 1027. Vamos, ¿no cree que podría gozarlas?

—No —dijo Braugh con impaciencia—. Es obvio, mi amigo, que usted no comprende el ego de un hombre. El ego no es un niño que pueda ser entretenido con juegos, y sin embargo es un niño que anhela lo que no puede obtener.

—Usted parece ser del tipo animal que no ríe, señor Braugh. Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe de la tierra. Apartad el humor y sólo queda el animal. No tiene usted sentido del humor, señor Braugh.

—El ego —continuó intentándolo Braugh— desea sólo lo que no espera obtener. Una vez poseído algo, ya no se lo desea. ¿Puede usted garantizarme una realidad en la que pueda tener algo que desee porque no tengo posibilidad de obtenerlo, y esa misma posesión no romper la calidad de mi deseo? ¿Puede usted hacer eso?

—Me temo —respondió la voz con un ligero tono divertido— que las razones de su imaginación son demasiado tortuosas para mí.

—Ah —musitó Braugh, casi para sí mismo—. Temía eso. ¿Por qué la creación parece estar hecha para individuos de segunda categoría, ni siquiera la mitad de listos que yo?

¿Por qué esa mediocridad?

—Usted busca obtener lo inobtenible —argumentó la voz con tono razonable— y por medio de ese acto no lo obtiene. La contradicción está en su interior. ¿Le gustaría ser cambiado?

—No… no, no me cambien. — Braugh sacudió la cabeza. Se quedó ensimismado en sus pensamientos, luego hizo un gesto y aplastó su cigarrillo.— Hay una única solución para mi problema.

—¿Y es?

—Una sustitución. Si no se puede satisfacer un deseo, se debe explicar cómo funciona. Si un hombre no puede encontrar amor, escribe un tratado psicológico sobre la pasión. Haré cuando mucho lo mismo…

Se encogió de hombros y se movió en dirección al velo. Hubo una especie de risita tras él y la voz preguntó:

—¿Adonde te conduce tu ego, oh ser humano?

—A la verdad de las cosas —gritó Braugh—. Si no puedo satisfacer mis ansias, al menos encontraré la causa de mis ansias.

—Sólo encontrará la verdad en el infierno o en el limbo, señor Braugh.

—¿Por qué?

—Porque la verdad es siempre infernal.

—Y el infierno es verdadero, no hay duda. No importa, iré allí… infierno o limbo, donde pueda encontrar la verdad.

—Puede que encuentres satisfactorias las respuestas, oh ser humano.

—Gracias.

—Y puede que aprendas a reír.

Pero Braugh ya no oía, pues había pasado el velo.

Se encontró de pie ante una gran mesa de despacho —casi un pupitre de juez— tal alta como su cabeza. Alrededor de él no había nada más. Una niebla sulfurosa lo llenaba todo, encubriendo todo excepto ese imponente pupitre. Braugh echó la cabeza hacia atrás y espió por encima. Contemplándolo desde el otro lado había una cara diminuta, vieja como el pecado, con grandes patillas y ojos bizcos. Se alzaba sobre una pequeña cabeza arrugada cubierta con un bonete. Como el bonete de mago.

O un bonete de burro, pensó Braugh.

Tras la cabeza, distinguió vagamente estantes de libros en fila con etiquetas que decían: A-AB, AC-AD y así sucesivamente. Algunos tenían etiquetas curiosas: # —, & —1/ 4, * —c. Incomprensible. Habían también un brillante pote de tinta y un tintero con pluma de ave. Un enorme reloj de arena completaba el cuadro. Dentro del reloj una mosca que había perdido un ala se arrastraba vacilante sobre la arena.

—¡S-orprendente! ¡AS-ombroso! ¡IN-creíble! —dijo el hombrecillo con voz ronca. Braugh se sintió fastidiado.

El hombrecillo se encorvó hacia él como Quasimodo y acercó todo lo posible su rostro de clown al de Braugh. Estiró un dedo lleno de bultos y punzó a Braugh cuidadosamente. Estaba estupefacto. Se reclinó hacia atrás y vociferó:

—¡THAMM-uz! ¡DA-gon! ¡TIMM-son!

Hubo un bullicio invisible y otros tres hombrecillos se asomaron tras el pupitre y atisbaron a Braugh. La inspección duró unos minutos. Braugh estaba irritado.

—Muy bien —dijo—. Es suficiente. Decid algo. Haced algo.

—¡Habla! —exclamaron con incredulidad—. ¡Está vivo!

—Juntaron sus narices  y  parlotearon  con  rapidez—.  Quécosa-sorprendente  Dagon habla Riminon puede estar vivo y ser humano Belial debe haber una razón para esto Thammuz si piensas eso yo no lo puedo afirmar.

Luego se detuvieron.

Una inspección posterior.

—Averigüemos cómo llegó aquí —dijo uno.

—Eso no es todo. Averigüemos qué es. ¿Animal? ¿Vegetal? ¿Mineral?

—Averigüemos de dónde viene —dijo un tercero.

—Hay que ser cuidadosos con los extraños, ya lo sabéis.

—¿Por qué? Somos absolutamente invulnerables.

—¿Eso crees? ¿Qué me dices de una visita del Ángel de Azrael?

—¿Quieres decir el áng…?

—¡No lo digas! ¡No lo digas!

Estalló  una  feroz  discusión,  mientras  Braugh  golpeteaba  el  suelo  con  un  pie, impaciente. Aparentemente llegaron a una conclusión. El hechicero N° 1 extendió un dedo acusador hacia Braugh y dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—El asunto es, ¿dónde estoy? —replicó con brusquedad Braugh.

El hombrecillo se volvió hacia sus hermanos Thammuz, Dagon y Rimmon.

—Quiere saber dónde está —dijo sonriendo con afectación.

—Entonces díselo, Belial.

—Adelante, Belial. No podemos continuar así eternamente.

—¡Tú! —Belial se volvió en dirección a Braugh—. Esta es la Administración Central, el Control Central Universal; Belial, Rimmon, Dagon y Thammuz, actuando en nombre de El Supremo.

—¿Que sería Satán?

—No se permite tanta familiaridad.

—He venido aquí a ver a Satán.

—¡Quiere ver al Señor Lucifer! —Estaban consternados. Luego Dagon golpeó a los otros con sus agudos codos y se colocó un dedo sobre la nariz con mirada astuta.

—Espía —dijo. Para redondear, hizo un gesto significativo hacia arriba.

—¡No digas eso, Dagon! ¡No lo digas!

—Se sabe que sucede —dijo Belial, haciendo pasar las hojas de un gigantesco libro mayor—. En verdad no está registrado aquí. No hay declaraciones inventariadas para…— Hizo girar el reloj de arena, irritando a la mosca.— …para seis horas.

No  está  muerto  porque  no  hiede.  No  está  vivo  porque  sólo  son  convocados  los muertos. La cuestión es: ¿Qué es y qué debemos hacer con él?

—Adivinación. Absolutamente infalible —dijo Thammuz.

—Gran mente, ese es Thammuz.

—¿Nombre? —Belial dirigió su mirada a Braugh.

—Christian Braugh.

—¡El lo dijo! ¡El dijo! ¡No fuimos nosotros!

—Probemos la Onomancia —dijo Dagon—. C, tercera letra. H, octava letra. R, decimoctava letra, y etcétera. Es correcto, Belial; deletrear no es lo mismo que decir. Haz la suma total. Dóblala y agrégale diez. Divídela por dos y medio, luego sustráela al total original.

Contaron, sumaron, dividieron y restaron. Las plumas de ave crujieron sobre el pergamino; se escuchó un sonido zumbante. Por último Belial interrumpió su escritura y lo escrutó dubitativamente. Todos se escrutaron entre ellos. Como un solo hombre, se encogieron de hombros y rompieron las cuentas.

—No puedo entenderlo —se quejó Rimmon—. Siempre nos da cinco.

—No importa. —Belial fijó en Braugh una mirada severa.— ¡Tú! ¿Cuándo has nacido?

—Diciembre dieciocho, mil novecientos treinta.

—¿Hora?

—Doce y cuarto de la tarde.

—¡Cartas estelares! —ordenó Thammuz—. ¡Lo genetlíaco nunca falla!

Nubes de polvo hicieron toser a Braugh mientras exploraban a fondo los estantes que se hallaban tras ellos y extraían pesadas hojas de pergamino que desenrollaron como cortinillas. Esta vez tardaron quince minutos en obtener sus resultados, que volvieron a examinar cuidadosamente y volvieron a romper.

—Es curioso —dijo Rimmon.

—¿Por qué siempre resulta haber nacido bajo el signo de la Marsopa? —dijo Dagon.

—Quizá es una marsopa.

—Es mejor que lo llevemos al laboratorio para una revisión. El se irritará mucho si hacemos una chapuza.

Se apoyaron sobre el pupitre y le hicieron señas. Braugh resopló y obedeció. Rodeó el costado del pupitre y se encontró ante una puertecita enmarcada en libros. Los cuatro pequeños Administradores Centrales brincaron del escritorio y lo escoltaron. Tuvo que inclinarse para poder verlos; apenas si le llegaban a la cintura.

Braugh entró en el laboratorio infernal. Era una habitación circular con techo bajo, suelo y paredes de azulejos, alacenas y estantes repletos de cristalería polvorienta, artefactos de alquimia, libros, huesos y botellas, ninguna de ellas etiquetada. En el centro había una larga y chata piedra de molino. El agujero eje tenía un aspecto chamuscado, pero no había ninguna chimenea sobre él.

Belial hurgó en un rincón, moviendo paraguas y hierros de herrar, y extrajo un puñado de palillos secos.

—Fuegos de altar —dijo y tropezó. Los palillos volaron por los aires. Braugh comenzó a levantar los pedazos de madera con aire solemne.

—¡Sortilegio! —chilló Rimmon. Extrajo de un tirón un reluciente lagarto de una caja y comenzó a escribir en su lomo con un trozo de carbón, advirtiendo el orden en el cual Braugh levantaba los fuegos de altar.

—¿Hacia dónde es el este? —preguntó Rimmon, arrastrándose tras el lagarto, que parecía  entregado  a  su  propios  asuntos.  Thammuz  señaló  hacia  abajo.  Rimmon agradeció con la cabeza  y  comenzó  una  envolvente  computación  sobre  el  lomo  del lagarto. Gradualmente su mano se movió con más lentitud. Por ese entonces Braugh había  apilado  la  madera  sobre  el  altar.  Rimmon  sostenía  el  lagarto  por  la  cola, sorprendido de sus notaciones. Por último lo levantó y lo empujó bajo las maderas. Encendió el fuego de inmediato.

—Salamandra —dijo Rimmon—. ¿No está mal, eh? Dagon estaba inspirado.

—¡Piromancia! —corrió hacia las llamas, introdujo la nariz a una pulgada del fuego y cantó—. Aleph, beth, gimel, daleth, he, vau, zayin, cheth…

Belial se movió inquieto y musitó a Thammuz:

—La última vez que intentó eso cayó dormido.

—Es el hebreo —dijo Thammuz, como si pensara que eso era una explicación.

El canto se desvaneció y Dagon, los ojos arrobadoramente cerrados, se deslizó hacia las llamas crepidantes.

—Lo hizo de nuevo —dijo Belial entre dientes.

Arrastraron a Dagon fuera del fuego y le abofetearon el rostro hasta que sus bigotes dejaron de arder. Thammuz olfateó el hedor del pelo quemado, luego señaló el humo que flotaba sobre sus cabezas.

—Capnomancia —dijo—. No puede fallar. Por fin podremos descubrir qué es.

Los cuatro juntaron las manos e hicieron cabriolas alrededor del humo, soplándolo con labios fruncidos. Este desapareció en un momento. Thammuz parecía irritado.

—Falló.

—Sólo porque eso no se ligó. Contemplaron agriamente a Braugh.

—¡Tú tienes la culpa!

—No del todo —dijo Braugh—. No estoy ocultando nada. Por supuesto, no creo ni una pizca de lo que sucede aquí, pero eso no tiene importancia. Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿No tiene importancia? ¿Qué quieres decir con eso de que no crees?

—Vosotros no podéis hacerme creer que cuatro payasos tienen algo que ver con la verdad… y mucho menos con Su Majestad, el Padre Satán.

—¿Qué?, so asno, nosotros somos Satán.

Luego bajaron las voces y buscaron oídos invisibles.

—Era una forma de decir. Sin ofensa. Una reverencia al valor del apoderado. —Sus indignaciones revivieron.— Pero tenemos el poder para indagar sobre ti. Te seguiremos las pisadas. Desgarraremos el velo, romperemos el sello, quitaremos la máscara, conoceremos todo con la Sideromancia. ¡Traed el hierro!

Dagon hizo rodar una pequeña carretilla llena de trozos de hierro, todos burdas imágenes de peces.

—Esta adivinación nunca falla —dijo a Braugh—. Coge una carpa… cualquiera de ellas.

Braugh seleccionó un pez de hierro al azar y Dagon se lo arrebató con irritación, arrojándolo en un diminuto crisol. Colocó éste en el fuego y Thammuz manejó un fuelle de mano hasta que el hierro estuvo al rojo vivo.

—No puede fallar —bufaba—. La sideromancia nunca falla.

Los cuatro esperaron y esperaron; Braugh nunca supo qué. Por último suspiraron.

—Falló —dijo Braugh.

—Probemos la Molibdomancia —sugirió Belial.

Asintieron y arrojaron el hierro en un caldero de plomo sólido. Este siseó y echó humo como si hubiera sido echado en agua. Al momento el plomo se fundió. Belial dio un golpecito sobre el caldero y el líquido plateado reptó sobre el suelo. Braugh quitó su pie del  camino.  Belial  formuló  su  «A»:  «Mí-  mí-mí-mí-mí-mí-Mííííííííí»,  pero  antes  de  que pudiera comenzar su encantamiento hubo un chasquido similar al disparo de una pistola. Uno de los azulejos del suelo se había quebrado. El plomo líquido desapareció con un siseo y al instante siguiente una fuente de agua surgió a través del agujero.

—Otra vez reventaron los caños —dijo Belial.

—¡Pegomancia! —gritó Dagon ansiosamente. Se aproximó a la fuente con mirada reverente, se arrodilló ante ella y comenzó un salmodeo monótono:

-Alif, ba’, ta’, tha’, jim, ha’, kha’, dal…

En treinta segundos sus ojos se cerraron extáticamente y se desplomó en el agua.

—Es el arábigo —dijo Thammuz—. Sequémoslo o cogerá la muerte.

Thammuz y Belial sujetaron a Dagon por los brazo, y lo arrastraron al fuego de altar. Dieron vueltas a la brillante hoguera varias veces y cuando estaban a punto de detenerse fue cuando Dagon dijo con ahogo:

—Mantenedme en movimiento, Giromancia.

—No. Aún resta el griego. Hagamos círculos. ¡Alpha, beta, gamma, delta, huy!

—No, la siguiente es épsilon —dijo Thammuz, y luego—: ¡huy!

Braugh se dio vuelta para ver qué estaban contemplando y agregó un ¡huy! más.

Una joven acababa de entrar al laboratorio. Tenía cabellos cortos y pelirrojos, y un encantador lado derecho cubierto de plomo. Su cobrizo cabello estaba echado hacia atrás con un nudo griego. Exhibía una expresión de exasperación y furia, y nada más. Braugh musitó otro ¡huy!

—¡Con que sí! —acusó la joven—. Y otra vez. Cuántas veces más… —se interrumpió, corrió hasta una pared, cogió una prodigiosa retorta de cristal y la arrojó con fuerza. Mientras los pedazos aún tintineaban, dijo:

—¡Cuántas veces os he dicho que detengáis estas tonterías u os denunciaré!:

Belial trató de restañar sus cortes sangrantes e hizo el esbozo de una sonrisa inocente.

—¿No irás a contárselo a El, Astarté, no es cierto?

—No permitiré que sigan destrozando mi techo y arrojando cosas en mi despacho. Primero plomo fundido, luego agua; cuatro semanas de trabajo arruinadas. Mi escritorio Sheraton arruinado. —Retorció su torso y exhibió una cicatriz roja que le bajaba desde un hombro.— ¡Doce pulgadas de piel arruinadas!

—Te pagaremos los daños, Astarté.

—¿Y quién me pagará el dolor?

—Lo mejor es el ácido tánico —dijo Braugh con seriedad—. Hiérvase un té bien fuerte y hágase una cataplasma. Alivia el dolor.

La cabeza rubia giró y Astarté alanceó a Braugh con sus serenos ojos verdes.

—¿Quién es éste?

—No lo sabemos —tartamudeó Belial—. Llegó hasta mi pupitre y… Es por eso que nosotros… Debe haber una causa…

Braugh dio un paso adelante y tomó la mano de la joven.

—Soy humano. Vivo. Enviado aquí por uno de vuestros colegas; nombre desconocido. Me llamo Braugh. Christian Braugh.

La mano de ella era fresca y firme.

—Debe de haber sido… No importa. Mi nombre es Astarté. Yo también soy cristiana. Los de la Administración Central se taparon los oídos con las palmas de las manos para bloquear aquella mala palabra.

—¿Cristianos en el personal de Satán? —Braugh estaba sorprendido.

—Algunos lo somos. ¿Por qué no? Todos lo éramos antes de La Caída. No hubo respuesta a esto.

—¿Hay algún lugar donde podamos estar lejos de estos chapuceros?

—Siempre está mi despacho.

—Me gustan los despachos.

También le gustaba Astarté; mucho más que gustarle. Ella lo condujo a su despacho en el piso inferior, muy grande, muy impresionante, quitó un montón de papeles de trabajo de una silla y lo invitó a sentarse. Se repantigó ante la ruina de su escritorio y, después de una mirada malevolente al cielorraso, le pidió que contara su historia. Lo escuchó con atención.

—Inusual —dijo—. Buscas a Satán, el Señor del mundo inferior. Bien, este es el único infierno que hay, y El es el único Satán que existe. Estás en el lugar indicado.

Braugh estaba perplejo.

—¿Infierno? ¿El Infierno de Dante? ¿Fuego, azufre y demás? Ella sacudió la cabeza.

—Sólo otro poeta que usaba su imaginación. Los tormentos reales son freudianos. Puedes discutir el asunto con Alighieri cuando te encuentres con él. —Sonrió al ver la expresión solemne de Braugh.— Todo esto nos conduce a algo vital. ¿Seguro que no estás muerto? A veces se olvida.

Braugh asintió.

—Hummm… —Le hizo una inspección interesada.— Lo sobrellevas muy bien. Yo nunca tuve nada con los vivos. ¿Seguro que estás vivo?

—Muy seguro.

—¿Y cuáles son tus intereses con el Padre Satán?

—La verdad —dijo Braugh—. Quería saber la verdad sobre todo, y fui enviado aquí por una innominada Cosa. Pues el Padre Satán podría ser el proveedor oficial de la verdad más que… —Vaciló.

—Puedes decirlo, Christian.

—Más que Dios en el Cielo, no lo sé. Pero para mí la verdad es lo único digno de valor que puede apaciguar este maldito anhelo que me tortura. Así que me agradaría mucho tener una entrevista.

Astarté arañó el escritorio con sus uñas brillantes y sonrió.

—Esto se está poniendo delicioso —dijo. Se incorporó, abrió la puerta del despacho y señaló el corredor lleno de vapores sulfurosos—. Sigue derecho —dijo a Braugh—. Luego coge el primero a la izquierda. Mantente en él y no puedes perderte.

—¿Volveré a verla? —le preguntó cuando partía.

—Me volverás a ver —rió Astarté.

Todo esto es demasiado ridículo, pensaba Braugh mientras avanzaba a través de la niebla amarilla. Has pasado un velo en busca de la Ciudadela de la Verdad. Has sido agasajado por cuatro hechiceros absurdos y una divinidad pelirroja. Luego sales por un corredor lleno de niebla, giras a la izquierda y sigues adelante en busca de una entrevista con el Conocedor de Todas las Cosas.

¿Y qué de mis ansias por lo inalcanzable? ¿Qué verdades se pueden extraer de todo este  asunto?  ¿Es  que  no  hay  solemnidad,  ni  dignidad,  ni  autoridad  que  se  pueda respetar? ¿Por qué toda esta mala comedia, esta payasada saturniana que invade todo el Infierno?

Giró a la izquierda en la esquina y se mantuvo en línea recta. El breve corredor acababa en un par de puertas de bayeta verde. Casi tímidamente, Braugh las abrió empujándolas y ante su gran sorpresa se encontró simplemente sobre un puente de piedra… casi como el Puente de los Suspiros, pensó. Tras él se encontraba la enorme fachada del edificio que acababa de dejar; una pared de bloques de azufre se extendía a izquierda y derecha y hacia arriba y abajo hasta perderse de vista. Ante él había un pequeñísimo edificio con forma de globo.

Caminó con rapidez a través del puente, pues las brumas que lo rodeaban lo hacían peligroso. Sólo hizo una pausa para reunir coraje ante el segundo par de puertas de bayeta, luego trató de aparentar un aire confiado y las empujó. No se llega, se dijo, ante Satán con indiferencia, pero hay tal cantidad de locura en el infierno que ésta se me ha pegado.

Era una habitación gigantesca, una especie de archivador, y una vez más Braugh se sintió aliviado de posponer un poco la pasmosa entrevista. El despacho era redondo como un planetario y estaba completamente lleno con una máquina sumadora tan vasta y enorme que Braugh no podía creer en sus ojos. Había cinco niveles de andamiajes ante el teclado y un pequeño oficinista apergaminado, que usaba espejuelos del tamaño de binoculares, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando, apretando teclas con velocidad lumínica.

Una excusa más para retrasar la amenazante entrevista con el Padre Satán. Braugh contempló al resollante  oficinista  trotar  ante  esos  teclados,  presionándolos  con  tanta rapidez que éstos repiqueteaban como cien motores fuera de borda. Este hombrecito, pensó Braugh, ha sido colocado a computar eternamente pecados totales y muertes totales, y toda suerte de estadísticas totales. El mismo parecía un total.

—¡Hola, allí! —dijo Braugh en voz alta.

—¿Qué sucede? —dijo el oficinista sin detenerse. Su voz era más apergaminada que su piel.

—Esas cifras no pueden esperar un instante, ¿no?

—Lo siento. No pueden.

—¡Quiere usted detenerse un momento! —gritó Braugh—. Quiero ver a su jefe.

El oficinista llegó a un punto muerto y se dio vuelta, quitándose los espejuelos binoculares muy lentamente.

—Gracias —dijo Braugh—. Mire, buen hombre, me gustaría ver a Su Majestad Negra, el Padre Satán. Astarté dijo…

—Ese soy yo —dijo el viejo hombrecito. Las palabras dejaron sin aliento a Braugh.

Por un breve instante una sonrisa flotó y se desvaneció por el rostro apergaminado.

—Sí, ese soy yo, hijo. Soy Satán.

Y a pesar de toda su vivida imaginación, Braugh tuvo que creer. Se desplomó en el peldaño más bajo de la escalera que conducía al andamiaje. Satán rió entre dientes suavemente y tocó una tecla de la gigantesca máquina de sumar. Hubo un ruido de engranajes y luego se escuchó que un mecanismo quedaba libre. La máquina comenzó a cloquear con suavidad mientras las teclas se movían de modo automático.

Su Majestad Diabólica bajó penosamente las escaleras y se sentó junto a Braugh. Extrajo  un  raído  pañuelo  de  seda  y  comenzó  a  limpiar  sus  gafas.  Era  tan  sólo  un agradable hombrecito sentado  amigablemente  junto  a  un  extraño,  dispuesto  para  un chismorreo en el portal trasero. Por último dijo:

—¿Qué tienes en mente, hijo?

—B-bien, su Alteza… —comenzó Braugh.

—Puedes llamarme Padre, hijo mío.

—Pero ¿debería? Quiero decir… —Braugh se interrumpió con embarazo.

—Bien,  adivino  que  estás  un  poco  preocupado  por  estos  negocios  del  cielo  y  el infierno, ¿eh?

Braugh asintió.

Satán suspiró y sacudió la cabeza.

—No sé qué decirte con respecto a esto —dijo—. El hecho es, hijo, que todo es lo mismo. Naturalmente, en algunos lugares dejo correr la idea de que hay dos lugares. Es una forma de mantener a algunos tipos en la raya. Pero la verdad es que eso no es real. Soy  todo  lo  que  existe,  hijo:  Dios  o  Satán  o  Siva  o  el  Coordinador  Oficial  de  la Naturaleza… como quieras llamarme.

Con una efusión de buenos sentimientos hacia ese hombrecito amigable, Braugh dijo:

—Puedo decirle que es usted un anciano agradable. Me sentiré feliz de llamarlo Padre.

—Bien, es una amabilidad de tu parte, hijo. Me agrada que lo sientas así. Debes comprender, por supuesto, que no podemos dejar que nadie me considere de esa forma. El poder infunde respeto. Pero tú eres diferente. Especial.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Tener eficiencia. ¡Tsk! Tenerlos asustados ahora y entonces. Tener respeto, comprendes. No se puede hacer cosas sin respeto.

—Lo comprendo, señor.

—Tener eficiencia. No se puede recorrer la vida todo el día, todo el año, toda la eternidad sin eficiencia. No puede haber eficiencia sin respeto..

—Absolutamente, señor —dijo Braugh, mientras algo inciertamente espantoso crecía dentro de él. Era un viejito amable, pero también era un viejo gárrulo y divagante. Su Satánica Majestad era un ser obtuso, ni siquiera tan lúcido como Christian Braugh.

—Lo que siempre digo —continuó el viejo, frotándose reflexivamente la rodilla— del amor y la reverencia y todo eso… es que puedes tenerlos. Son bonitos, pero de cualquier manera prefiero la eficiencia… al menos para un ser en mi posición. Entonces veamos, hijo, ¿qué tenías en mente?

Mediocridad, pensó Braugh con amargura.

—La verdad —dijo—, Padre Satán. Vine a buscarla. Quiero saber por qué estamos, por qué vivimos, por qué ansiamos. Quiero saber todo eso.

—Bien, ahora… —el viejito lanzó una risita—. Eso es casi una orden, hijo. Sí, señor, en verdad casi una orden.

—¿Puede decírmelo, Padre Satán?

—Un poco, Christian, sólo un poco. ¿Qué es lo que más quieres saber?

—Qué hay dentro de nosotros que busca lo inalcanzable. Qué son esas fuerzas que empujan y remolcan y sobrecargan en nuestros interior. Qué es este ego mío que no me deja descansar, que no busca reposo, que busca lo nuevo. ¿Qué es todo eso?

—Eso —dijo el Padre Satán, señalando su máquina sumadora— es ese aparato de allí. Lo hace todo.

—¿Eso?

—Eso.

—¿Lo hace todo?

—Todo lo que hago, y lo hago todo, está allí. —El viejo lanzó otra risita, luego se quitó los binoculares.— Eres un muchacho inusual, Christian. La primera persona que tiene la decencia de hacer una visita al Padre Satán… vivo, quiero decir. Te devolveré el favor. Aquí.

Sorprendido, Braugh aceptó los espejuelos.

—Póntelos —dijo el viejo—. Ve por ti mismo.

Y entonces la maravilla se combinó, pues en cuanto Braugh se deslizó los lentes sobre la nariz se encontró observando con los ojos del universo a todo el universo. Y el dispositivo de sumar ya no fue una máquina de sumar totales con adiciones y sustracciones; era un vasto y complejo madero de titiritero, del cual descendía un infinito número de rielantes filamentos de plata.

Y con ojos que todo lo veían, a través de los espejuelos de Padre Satán, Braugh vio cómo cada filamento estaba sujeto a la nuca de un ser, y cómo cada entidad viviente bailaba la danza de vida que la eficiente máquina de Satán le dictaba. Braugh trepó hasta el primer nivel de andamiaje y se estiró hacia la primera fila de teclas. Apretó una al azar y sobre un pálido planeta alguien padeció hambre y asesinó. Una segunda, y el ser sintió remordimiento. Una tercera, y lo olvidó. Una cuarta y, en otro continente lejano, otro alguien despertó cinco minutos más temprano y comenzó una cadena de acontecimientos que culminaron con el descubrimiento y doloroso castigo del asesino.

Braugh retrocedió, alejándose de la sumadora e hizo subir los lentes hasta las cejas. La máquina continuaba cloqueando. Casi ausente, casi sin sorpresa, advirtió que el meticuloso cronómetro que llenaba la parte superior de la cúpula había avanzando sus agujas un espacio que indicaba tres meses.

—Es una horrible respuesta, una cruel respuesta, y el Señor Cosa en el refugio tenía razón. La verdad es infernal. Somos títeres. Un poco mejor que las cosas muertas que cuelgan de una cuerda, simulando vida. Aquí arriba un viejo, amable pero no muy inteligente, aprieta unas pocas teclas y allí abajo nosotros lo consideramos libre elección, destino, karma, evolución, naturaleza, mil falsas cosas. Es un descubrimiento triste. ¿Por qué la verdad debe ser de tan mala calidad?

Miró hacia abajo. El viejo Padre Satán estaba aún sentado sobre los escalones, pero su cabeza se balanceaba un poco a un costado, los ojos semicerrados, y murmuraba inaudiblemente  acerca  de  su  trabajo  y  el  descanso,  quejándose  de  que  no  tenía suficiente.

—Padre Satán…

—¿Sí, hijo mío? —El viejo se despabiló un poco.

—¿Es verdad? ¿Todos danzamos para su teclado?

—Todos vosotros, hijo mío. Todos vosotros. —Bostezó prodigiosamente.— Todos pensáis que sois libres, Christian, pero todos danzáis con mi música.

—Entonces, Padre Satán, concédame una cosa… Una cosa muy pequeña. Hay, en un pequeño rincón de su imperio celestial, un planeta muy pequeño, una mota diminuta que nosotros llamamos Tierra.

—¿Tierra? ¿Tierra? No puedo decirlo así de improviso, hijo, pero puedo mirar si…

—No, no se moleste, señor. Está allí. Lo sé porque yo vengo de allí. Concédame este favor: rompa las cuerdas que la atan. Deje a la Tierra libre.

—Eres un buen muchacho, Christian, pero un muchacho tonto. Deberías saber que no puedo hacerlo.

—En todo vuestro reino —suplicó Braugh— hay tantas almas que son imposibles de contar. Hay demasiados soles y planetas que mensurar. Seguramente es una de estas diminutas motas de polvo… Usted que posee tanto seguramente puede dejar tan poco.

—No, muchacho, no puedo hacerlo. Lo siento.

—Usted que sólo conoce la libertad… ¿La negaría sólo a unos pocos? Pero el Coordinador de Todo dormitaba.

Braugh volvió a colocarse los lentes. Dejémoslo dormir, mientras Braugh, Satán pro tem, se hace cargo. Oh, seremos recompensados por esta frustración. Tendremos un tiempo vertiginoso para escribir novelas de carne y hueso. Y quizá, si podemos encontrar la cuerda colocada en mi cuello y buscar la llave, quizá podamos hacer algo para librar a Christian Braugh. Sí, aquí hay un desafío inalcanzable que debe ser alcanzado y conducido a nuevos desafíos.

Miró por encima de su hombro con sentimiento de culpa, para ver hasta qué punto el Padre Satán estaba al tanto de su intromisión. Debe haber un castigo consecuente. Mientras sus ojos recorrían la endeble figura del Regidor de Todo, se sintió anonadado, transfigurado. Le temblaron las manos, luego los brazos, y por último todo su cuerpo se sacudió incontrolablemente. Por primera vez en su vida se echó a reír. Era una risa genuina, no esa risa simbólica que frecuentemente se había visto obligado a falsificar en el pasado. Los accesos de carcajadas recorrieron toda la habitación en forma de cúpula y reverberaron.

El Padre Satán despertó con un respingo y gritó:

—¡Christian! ¿Qué sucede, muchacho?

¿Posas de frustración? ¿Risas de pena? ¿Risas de infierno o limbo? No podía decir lo que sintió cuando vio la hebra de plata que brotaba de la nuca de Satán y lo convertía, también a él, en un títere… un zarcillo que subía cada vez más hacia perdidas alturas, hacia alguna otra vasta máquina operada por alguna otra vasta marioneta oculta en los aún desconocidos límites del cosmos…

El bendito y desconocido cosmos. V

En el comienzo todo era oscuridad. No había ni tierra ni mar ni cielo ni estrellas circundantes. No había nada. Luego llegó Yaldabaoth y dividió la luz de la oscuridad. Y El recogió la oscuridad y con ella formó la noche y los cielos. Y El recogió la luz y dio forma al sol y las estrellas. Luego, de la carne de Su carne y de la sangre de Su sangre Yaldabaoth formó la tierra y todas las cosas sobre ella.

Pero los hijos de Yaldabaoth eran jóvenes e inexpertos e ignorantes, y la raza no dio su fruto. Y como todos los hijos de Yaldabaoth disminuyeron en número, suplicaron a su Señor: «¡Concédenos una señal, Gran Dios, para que podamos saber cómo crecer y multiplicarnos! ¡Concédenos una señal, Oh Señor, de modo que Tu buena y poderosa raza no perezca sobre Tu tierra!»

Y ¡ya! Yaldabaoth se apartó a Sí mismo del rostro de Su infortunado pueblo y ellos sintieron pena en el corazón y tristeza, pensando que su Señor los había abandonado. Y sus senderos fueron senderos del mal hasta que un profeta cuyo nombre era Maart surgió entre ellos. Luego Maart juntó los niños de Yaldabaoth alrededor de él y les habló, diciéndoles; «Malos son estos caminos, Oh pueblo de Yaldabaoth, para desconfiar de Dios. Pues El ha colocado un signo de fe sobre vosotros.

Entonces ellos le respondieron, diciéndole: ¿Dónde está ese signo?

Y Maart fue a las altas montañas y con él fueron un gran número de gentes. Nueve días y nueve noches hasta la cumbre del Monte Sinar. Y una vez en la cima del Monte Sinar todos fueron golpeados por la sorpresa y cayeron sobre sus rodillas, gritando: «¡Dios es grande! ¡Grandes son sus obras!»

Pues ¡ya! Ante ellos ardía una cortina de fuego. LIBRO DE MAART; XII: 29-37

¿Atravesar el velo hacia qué realidad? No tiene sentido tratar de tomar una decisión. No puedo. Dios sabe que esa ha sido la agonía de mi vida… tomar decisiones. ¡Cómo podría hacerlo cuando —cuando la nada me toca— nunca pude sentir nada! Coger esto o aquello. Beber café o té. Comprar la toga negra o la plateada. Casarme con Lord Buckley o vivir con Freddy Witherton. Dejar que Finchley me haga el amor o, dejar de posar para él. No… no tiene sentido siquiera intentarlo.

¡Cómo ardía el velo en el umbral! Como un arco iris moiré. Allí fue Sidra. Cruzó a través de él como si pensara que no había nada allí. No parecía que doliera. Eso es bueno. Dios sabe que puedo soportar todo excepto el dolor. Sólo quedábamos Bob y yo… y él no parecía tener prisa. No, es Chris el destino oculto en el gabinete del órgano. Es mi turno ahora, supongo. Desearía que no lo fuera, pero no puedo permanecer aquí para siempre.

¿Dónde ir?

¿Hacia ninguna parte?

Sí, eso es. Ninguna parte.

En este mundo que dejo no había ningún lugar para mí; mi yo real. El mundo no quería nada de mí salvo mi belleza; nada de lo que estaba dentro mío. Quiero ser útil. Quiero ser aceptada. Quizá si fuera aceptada… si vivir tuviera algún sentido para mí, esta barra de hielo en mi corazón se derruiría. Si pudiera aprender a hacer cosas, sentir cosas, gozar cosas. Aún aprender a caer en el amor.

Sí, voy a ir a ninguna parte.

Dejad que la nueva realidad me necesite, me quiera, pueda usarme… Dejad que esa realidad hágala elección y me llame. Pues si debo elegir, sé que elegiré un lugar equivocado una vez más. Y si no se me necesita en ninguna parte, si voy a través de fuego para errar eternamente en el espacio oscuro… a pesar de todo estaré mejor fuera.

¿Qué otra cosa he hecho en toda mi vida?

¡Tomadme, vosotros que me queréis y necesitad!

Qué frío es el velo… como un rocío perfumado sobre la piel.

Y entonces mientras la multitud se arrodillaba y elevaba sus oraciones, Maart gritó con voz tonante: «Alzaos, hijos de Yaldabaoth, y contemplad!»

Entonces se alzaron y enmudecieron y temblaron. Pues a través de la cortina de fuego surgió una bestia que hizo estremecer los corazones de todos. Se alzaba hasta una altura de ocho codos y su piel era rosada y blanca. El pelaje de su cabeza era amarillo y su cuerpo era largo y curvado como un árbol enfermo. Y estaba toda cubierta con pliegues sueltos de blanca piel.

LIBRO DE MAART; XIII: 38-39

¡Dios de los Cielos!

¿Esta es la realidad que me llama? ¿Esta es la realidad que me necesita?

Ese sol… tan alto… con su diabólico ojo blanquiazul, como ese artista italiano… Cumbres de montaña. Parecen montones de fango y basura… Los valles de allí abajo… heridas supurantes. El olor del cuarto de enfermo. Todo podrido y arruinado.

Y estas abominables criaturas pupulando alrededor… como simios hechos de carbón. No animales. No humanos. Pensar en hombres hechos bestias no se ajusta demasiado… o bestias hechas hombres es aún peor. Tienen un aire familiar. El panorama parece familiar. En algún lado he visto todo esto antes. De algún modo he estado aquí antes. En sueños de muerte, quizá… quizá.

Esta es una realidad de muerte, y ¿me desean? ¿Me necesitan?

La multitud gritó de nuevo: «¡Gloria sea a Yaldabaoth!» y ante el sonido del nombre sagrado la bestia tornó hacia la cortina de fuego de donde había salido, y ¡contemplad! la cortina había desaparecido.

LIBRO DE MAART; XIII: 40

¿No hay retorno?

¿No hay forma de escapar?

¿De retornar a la salud?

Pero estaba tras de mí hace un momento, el velo. Sin escape. Escuchad los sonidos que emiten. Los gruñidos del cerdo. ¿Creerán que me están adorando? Esto no puede ser real. No hay realidad que pueda ser tan horrenda. Un truco sucio… como ese que le jugamos a Lady Sutton. Ahora estoy en el refugio. Bob Peel está interpretando un nuevo truco y nos ha dado algún nuevo tipo de droga. Secretamente. Estoy echada en el diván, soñando y gimiendo. Despertaré pronto.

O el fiel Dig me despertará… antes de que estos esperpentos vengan más cerca.

¡Debo despertar!

Con un fuerte alarido, la bestia del fuego corrió a través de las multitudes. A través de toda la multitud corrió y atronó cuesta abajo. Y los sonidos chillones de sus aullidos agregaban miedo al miedo provocado por el sonido golpeteante de sus caparazones de bronce.

Y mientras cruzaba bajo las bajas ramas de los árboles de la montaña, los hijos de Yaldabaoth gritaron nuevamente con alarma, pues la bestia dejaba caer su blanco pelaje de una manera horrible de contemplar. Y la piel permanecía colgando de los árboles. Y la bestia corría más ligero, una abominable advertencia rosa y blanca para todos los transgresores.

LIBRO DE MAART; XIII: 41-43

¡Rápido! ¡Rápido! Correr a través de ellos antes de que me toquen con sus sucias manos. Esto es una pesadilla, corriendo me despertaré. Si esto es real… pero no puede serlo. ¡Que algo tan cruel me suceda a mí! No. ¿Estarán los dioses celosos de mi belleza? No. Los dioses nunca están celosos. Son los hombres.

Mi vestimenta… Perdida.

No hay tiempo de volver por ella. Corre desnuda, entonces. Escúchalos aullar tras de mí… braman por mí. ¡Abajo! ¡Abajo! Rápido y abajo de la montaña. Esta tierra putrefacta. Succionante. Pegajosa.

¡Oh, Dios! Me siguen. No para adorarme.

¿Por qué no puedo despertar? Mi aliento… como cuchillos.

Cerca. Los escucho. ¡Cada vez más cerca!

¿POR QUE NO PUEDO DESPERTAR?

Y Maart exclamó en voz alta: «¡Atrapemos a esa bestia para ofrendarla a nuestro Señor Yaldabaoth!»

Entonces la multitud sintió aumentar su valor y ciñeron sus ijares. Con palos y piedras todos persiguieron a la bestia por las pendientes del Monte Sinar, muchos con el temor a flor de piel, pero todos entonando el nombre del Señor.

Y de pronto una hábil piedra arrojada hizo caer a la bestia sobre sus rodillas, aún aullando de forma horrible de oír. Luego los bravos guerreros la derribaron con fuertes palos hasta que por último sus gritos cesaron y la bestia quedó inmóvil. Y del fétido cuerpo surgió una roja agua venenosa que hizo descomponer a todo aquel que la contempló.

Pero cuando la bestia fue conducida al Gran Templo de Yaldabaoth y colocada en una jaula ante el altar, sus gritos una vez más resonaron, profanando las sagradas paredes. Y entonces el Gran Sacerdote se sintió turbado, y dijo: «¿Qué demoniaca ofrenda es ésta para colocarla ante Yaldabaoth, Señor de los Dioses?»

LIBRO DE MAART: XIII: 44-47

Dolor.

Quemaduras y escaldaduras. No puedo moverme.

Ningún sueño es tan largo… tan real. ¿Es esto entonces real? Real. ¿Y yo? Real también. Una extraña en una realidad de suciedad y tortura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Siento la cabeza hecha un lío. Confundida. Revuelta.

Esto es tortura, y en algún lado… en algún lugar… He oído de este mundo antes. Tortura. Tiene un sonido placentero. ¿Tormento? No, tortura es mejor. El sonido de un madrigal. El nombre de una nave. El título de un príncipe. Príncipe Tortura. ¿Príncipe Tormento? La Belleza y el Príncipe.

Tan confusa mi cabeza. Grandes luces y sonidos ciegos que van y vienen sin sentido. Una vez en que la belleza torturó a un hombre… Dicen. Se dice.

¿Cuál era su nombre?

¿Príncipe Tormento? No. Finchley. Sí. Digby Finchley.

Digby Finchley, decían —se decía— amaba a una diosa de hielo llamada Theone Dubedat.

La diosa de hielo rosado.

¿Dónde está ella ahora?

Y mientras la bestia lanzaba gemidos amenazantes sobre el altar, el Sanedrín de Sacerdotes formó concilio, y al concilio llegó Maart, diciendo: «Oh vosotros, sacerdotes de Yaldabaoth, elevad vuestras voces en alabanza a nuestro Señor, pues El estaba enojado y había alejado su rostro de nosotros. Y ¡ya! Un sacrificio nos ha sido concedido de modo que podamos agradecer a El y hacer nuestras paces con El.»

Luego habló el Gran Sacerdote, diciendo: «¿Por qué ahora, Maart? ¿Podemos decir que éste es un sacrificio para nuestro Señor?»

Y Maart habló: «Si. Porque ésta es la bestia de fuego y a través del fuego sagrado de Yaldabaoth retornará por donde vino.»

Y el Gran Sacerdote preguntó: «¿Es esta ofrenda parecida al signo del Señor?» Entonces Maart respondió: «Todas las cosas proceden de Yaldabaoth. Por lo tanto todas las cosas parecen su signo. Tal vez a través de esta ofrenda Yaldabaoth nos entregue un signo de que Su pueblo no se desvanecerá de la tierra. Dejemos que la bestia sea ofrecida.

Entonces el Sanedrín estuvo de acuerdo, pues los sacerdotes temían dolorosamente que no hubiera más hijos del Señor.

LIBRO DE MAART; XIII: 48-52

Ved cómo los ridículos monos danzan. Danzan alrededor y alrededor y alrededor. Y gruñen.

Casi como si hablaran. Casi como…

Debo detener el canto en mi cabeza. El rin tin tin. Como los días en los cuales Dig trabajaba duro y yo debía adoptar esas poses de espalda quebrada y sostenerla hora tras hora con sólo cinco minutos de descanso cada tanto y yo me sentía mareada y caía del estrado y Dig arrojaba su paleta y venía corriendo con sus grandes y solemnes ojos dispuestos a llorar.

Los hombres no deberían llorar, pero sé que era porque él me amaba y yo quería amarlo a él o a alguien, pero entonces no tenía necesidad. No necesitaba nada, salvo encontrarme a mí misma. Esa es la caza del tesoro. Y ahora me he encontrado. Esto soy yo. Ahora tengo una necesidad y un ansia y una profunda soledad interior por Dig y sus grandes y solemnes ojos. Verlo todo ojos y miedo en los tímidos conjuros y danzando alrededor de mí con una taza de té.

Danzando. Danzando. Danzando.

Y golpeando sus pechos y gruñendo y golpeando.

Y cuando vociferan con la saliva babeante brillando sobre sus colmillos amarillos. Y esos siete con jirones de tela podrida sobre el pecho, marchando casi con altivez, casi como humanos.

Observad cómo danzan los ridículos monos.

Danzan alrededor y alrededor y alrededor y alrededor y…

Y sucedió que cuando transcurrió la gran festividad de Yaldabaoth era de noche. Y fue en ese día que el Sanedrín abrió los portales del templo y las muchedumbres de hijos de Yaldabaoth entraron. Luego hicieron que los sacerdotes quitaran a la bestia de la jaula y la arrastraran hasta el altar. Cada uno de los cuatro sacerdotes sostenía de un miembro a la bestia y la colocaron sobre el altar de piedra, y la bestia emitía malévolos y blasfemos sonidos.

Luego exclamó el profeta Maart: «Hagamos jirones de este ser, de modo que la hediondez de su malévola muerte pueda elevarse y complacer el olfato de Yaldabaoth.»

Y  los  cuatro  sacerdotes,  fuertes  y  sagrados,  colocaron  rudas  manos  sobre  los miembros  de  la  bestia  de  modo  que  sus  sacudimientos  eran  sorprendentes  de contemplar, y la luz de la maldad de sus abominaciones ocultas llenó de terror a todos.

Y cuando Maart encendió el fuego del altar, un gran temblor sacudió el firmamento. LIBRO DE MAART; XIII: 55-59

¡Digby, ven a mí!

¡Digby, dondequiera que estés, ven a mí! Digby, te necesito.

Soy Theone. Theone.

Tu diosa de hielo.

Ya no más frígida, Digby.

Las ruedas giran más y más y más rápido.

Y mi cabeza cada vez más y más y más rápido… Digby, ven a mí.

Te necesito. Príncipe Tormento. Tortura.

Entonces las bóvedas del templo se abrieron en dos con un tronante rugido, y todos los allí reunidos fueron iguales en el miedo, y sus entrañas fueron como agua. Y todos contemplaron al divino Señor, Yaldabaoth, descender desde los oscuros cielos hacia el templo. Si, hasta el mismo altar.

Y por espacio de una eternidad el Señor Dios Yaldabaoth contempló fijamente a la bestia de fuego, y su sacrificada se retorcía y maldecía presa de los impolutos sacerdotes.

LIBRO DE MAART; XIII: 59-60

Es el horror final… la tortura final.

Este monstruo que baja flotando desde los cielos. Simio-Hombre-Bestia-Horror.

Es la broma final eso que baja del cielo, algo velludo, sedoso, peludo; algo luminoso y gozoso. Un monstruo en alas de luz. Un monstruo con piernas y brazos retorcidos y cuerpo repulsivo. La cabeza de un Hombre-Simio… retorcida y quebrada, aplastada y arruinada, con esos grandes, vidriosos y fijos ojos.

¿Ojos? ¿Dónde he visto…?

¡ESOS OJOS!

Esto no es locura. No. No es el rin tin tin. No. Conozco esos ojos… esos grandes y solemnes ojos. Los he visto antes. Hace muchos años. Hace minutos. ¿Enjaulados en un zoológico?

No. ¿Ojos de pez flotando en un tanque? No. Grandes y solemnes ojos llenos de amor desesperado y adoración.

No… Dejadme equivocar.

Esos grandes y solemnes ojos de él dispuestos a llorar. Llorar, pero los hombres no lloran.

No, no Digby. No puede ser. ¡Por favor!

Es allí donde he visto este lugar antes, donde he visto estos hombres-animales y este panorama infernal: en los dibujos de Digby. Esas monstruosas obras que dibujaba. Por gracia, decía, por diversión. ¡Diversión!

¿Pero por qué parecía gustarle esto? ¿Por qué es él tan abominable y horrible como los otros… como sus cuadros?

¿Es ésta tu realidad, Digby? ¿Tú me llamaste? ¿Tú me necesitabas, me querías?

¡Digby! Dig. Dig y Dig, rueda y rueda la rueda, que canta un…

¿Por qué no me escuchas? ¿Me oyes? ¿Por qué me miras de esa forma, como algo loco, cuando hace sólo un minuto estabas caminando de un lado a otro del refugio tratando de aclarar tu mente y fuiste el primero en pasar a través del velo ardiente y yo te admiré porque los hombres deberían ser siempre tan valientes no monstruosos hombres- simios…

Y con una voz que hacía añicos las montañas, el Señor Yaldabaoth habló a su pueblo, diciéndole: «¡Ahora alabad al Señor, hijos míos, pues alguien ha sido enviado a vosotros que será reina y consorte de Dios.»

Y con una sola voz, la muchedumbre exclamó: «Te alabamos oh Señor Yaldabaoth.»

Y Maart hizo penitencia ante el Señor y suplicó: «Una señal para Tus hijos del Señor

Dios, de modo que ellos puedan crecer y multiplicarse. »

Entonces el Señor Dios estiró su mano hasta la bestia y la tocó, quitándola del altar de fuego y de las manos de los impolutos sacerdotes, y ¡contemplad! El demonio gritó por última vez y huyó del cuerpo de la bestia, dejando en su lugar sólo una suave melodía. Y el Señor habló a Maart, diciendo: «Os daré una señal.»

LIBRO DE MAART; XIII: 60-63

I

Dejadme morir.

Dejadme morir para siempre.

No dejéis que vea o escuche o sienta el…

¿El?

¿Qué?

Los bonitos monos danzan alrededor y alrededor y alrededor de forma tan bonita tan hermosa tan buena todo tan. bonito y hermoso y bueno mientras los grandes y solemnes ojos contemplan mi alma y querido Dig y Dig me tocas con manos tan extrañamente cambiadas tan bonitamente hermosamente cambiadas por la trementina quizás o el ocre o verde bilis u ocre encendido o sepia o amarillo cromo que siempre, parecían decorar sus dedos cada vez que dejaba caer la paleta y venía hacia mí cuando yo…

El amor lo cambia todo. Sí. Qué bueno es ser amada por el querido Digby. Qué cálido y qué confortante es ser amada y ser necesitada y querida una entre todas las millones y encontrarlo tan extrañamente hermoso caminando solemnemente flotando descendiendo en una realidad como la del Castillo Sutton cuando el refugio no puedo ver nada y se que los cerros corren bajo de mí con bonitos monos riendo y dando cabriolas y adorando tan gracioso tan gracioso tan hermoso tan bueno tan bonito tan gracioso tan…

Entonces los hijos de Yaldabaoth cogieron el signo del Señor en sus corazones y ¡alas! Desde entonces crecieron y se multiplicaron ante el ejemplo de su Señor Dios y Su Consorte en lo alto.

Así finaliza el LIBRO DE MAART VI

Y en el momento en que entró en el velo ardiente, Robert Peel se detuvo asombrado. Todavía no había aclarado sus pensamientos. Para él, un hombre de objetividad y lógica, ésta era una experiencia sorprendente. Era la primera vez en su vida que no había tomado  una  decisión  fulmínea.  Era  la  prueba  de  cuan  profundamente  lo  había conmocionado la Cosa en el refugio.

Se quedó donde estaba, inmerso en la niebla de fuego que titilaba como ópalo y era mucho más espesa que cualquier velo. Lo rodeaba y aislaba, pues seguramente debió haber visto a los otros pasando a través, pero allí no había nadie. No era hermoso para Peel, pero era interesante. La dispersión de color era amplia, advirtió, y abarcaba cientos de finas gradaciones del espectro visible.

Peel hizo su composición. Con la poca información que tenía a mano, juzgó que estaba de pie en algún lado fuera del tiempo y el espacio o entre dimensiones. Evidentemente la Cosa en el refugio los había colocado en rapport con la matriz de existencia, de modo tal que cuando entraran en el velo pudieran gobernar la dirección que cogieran en una emergencia. El velo era más o menos un pivot sobre el cual podían girar hacia cualquier existencia deseada en cualquier espacio y cualquier tiempo; lo que conducía a Peel a la cuestión de su propia elección.

Cuidadosamente consideró, pesó y balanceó lo que él ya poseía con lo que podría recibir. Estaba muy satisfecho con su vida. Tenía mucho dinero, una profesión respetable como ingeniero consejero, una espléndida casa en Chelsea Square, una atractiva y estimulante esposa. Dejar todo en aras de las promesas no especificadas de un donante no identificado sería una idiotez. Peel había aprendido a no hacer nunca un cambio sin buenas y suficientes razones.

«No soy de naturaleza aventurera —pensó Peel con frialdad—. No es mi costumbre ser así. Lo novelesco no me atrae y desconfío de lo desconocido. Me gustaría mantener lo que tengo. El sentido adquisitivo es muy fuerte en mí, y no estoy avergonzado de ser un hombre posesivo. Ahora quiero conservar lo que tengo. Sin cambios. No puede haber otra decisión para mí. Dejemos que los otros tengan su aventura; mantendré mi mundo precisamente como es. Repito: sin cambios.»

La decisión le había llevado todo un minuto, un tiempo inusualmente largo para un ingeniero,  pero  esta  era  una  situación  inusual.  Dio  una  zancada  hacia  adelante,  un preciso, franco, preciso martinete, y emergió en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton.

A unos pocos pasos del corredor, una pequeña criada de cocina vestida de azul y gris se deslizaba directamente hacia él, una bandeja en las manos. Había una botella de cerveza y un enorme bocadillo en la bandeja.

Al oír los pasos de Peel, la mujer levantó los ojos, se detuvo con brusquedad y luego arrojó la bandeja por el suelo.

—¿Qué demonios…? —Peel se sintió confundido por la reacción de ella.

—¡S…señor Peel! —masculló. Luego comenzó a gritar—: ¡Ayuda! ¡Asesino! ¡Ayuda! Peel le pegó una bofetada.

—¿Quiere cerrar la boca y explicarme qué diablos hace aquí abajo a esta hora de la noche?

La joven gimió y farfulló. Antes de que él pudiera volver a abofetear a la joven histérica, sintió una pesada mano sobre el hombro. Se dio vuelta y se sintió más confundido cuando se encontró de frente con el rostro rojo y rollizo de un policía. Había una expresión anhelante en esa cara. Peel tragó saliva, luego se serenó. Se dio cuenta de que estaba en el vórtice de un fenómeno desconocido. No tenía sentido esforzarse hasta conocer los hechos.

—Bien, señorr —dijo el policía—. No vuelva a golpearr a la chica, señorr.

Peel no respondió. Necesitaba más hechos. Una sirvienta y un policía. ¿Qué estaban haciendo allí? El hombre había llegado desde atrás de él. ¿Habría llegado a través del velo? Pero allí no había velo ardiente; tan sólo la pesada puerta del refugio.

—Si he escuchado bien, señorr, la chica lo ha llamado por su nombrre. ¿Podría repetírrmelo?

—Soy Robert Peel. Un invitado de Lady Sutton. ¿Qué significa todo esto?

—Señorr Peel —exclamó el policía—. Esto sí que es una suerrte. Me ganarré un ascenso. Lo cojo bajo custodia, señorr Peel. Está usted bajo arresto.

—¿Arrestado? Usted está loco, hombre —Peel dio un paso atrás y miró sobre el hombro del policía. La puerta del refugio estaba medio abierta, lo suficiente para que realizara una inspección rápida. Toda la habitación estaba dada vuelta, como si estuviera sufriendo la limpieza de primavera. No había nadie dentro.

—Debo rogarrle que no se resista, señorr Peel. La joven lanzó un sollozo.

—Veamos —dijo Peel con enojo—. ¿Con qué derecho entra usted en una propiedad privada pavoneándose por realizar arrestos? ¿Quién es usted?

—Me llamo Jenkins, señorr. Policía del Condado de Sutton. Y no estoy pavoneándome, señorr.

—¿Entonces habla en serio?

El policía señaló majestuosamente corredor arriba.

—Adelante, señorr. Le ruego que lo haga con rapidez.

—¡Respóndame, idiota! ¿Es un arresto auténtico?

—Usted deberría saberrlo —respondió el policía con tono ominoso—. Venga conmigo, señor.

Peel se rindió y obedeció. Hacía mucho que había aprendido que cuando uno se enfrenta con una situación incomprensible, es tonto tomar una decisión sin esperar a tener la suficiente información. Precedió al policía por los corredores y las retorcidas escaleras, seguidos por la lloriqueante sirvienta de cocina. Todo lo que conocía eran dos cosas. Una: algo, en algún lado, había sucedido. Dos: la policía había intervenido. Todo era confuso, por decir algo, pero él mantendría la cabeza. Se preciaba de no haberla perdido nunca.

Cuando emergieron de los sótanos, Peel recibió otra sorpresa. La luz del sol brillaba afuera. Observó su reloj. Las, doce y cuarenta de la noche. Dejó caer su muñeca y parpadeó; la inesperada luz lo molestó un poco. El policía le tocó; el brazo y lo dirigió hacia la biblioteca. Peel fue de inmediato a las puertas corredizas y las abrió.

La  biblioteca  era  alta,  larga  y  sombría,  con  una  estrecha  galería  que  recorría  su contorno justo debajo del cielorraso gótico. Había una gran mesa de caballete centrada en la habitación y en su extremo opuesto había tres figuras sentadas, las siluetas delineadas por la luz del sol que penetraba por una ventana baja. Peel entró, echó un vistazo a un segundo policía de guardia junto a las puertas,  luego entrecerró los ojos y trató de distinguir los rostros.

Mientras observaba, un murmullo de exclamaciones y sorpresa lo recibió. Hizo este juicio: uno, la gente lo había estado buscando; dos, había estado desaparecido por algún tiempo; tres, nadie esperaba encontrarlo aquí, en el Castillo Sutton. Nota: ¿de dónde volvía él en realidad? Todo esto reconstituido por las voces de sorpresa. Luego sus ojos se acomodaron a la luz.

Uno de los tres era un hombre anguloso con una estrecha cabeza gris y facciones cubiertas de arrugas. Le pareció familiar. El segundo era pequeño y vigoroso, con lentes ridículamente frágiles montados sobre una nariz bulbosa. El tercero era una mujer, y otra vez Peel se sintió sorprendido al ver que era su esposa. Sidra usaba un vestido de tela escocesa y un sombrero de fieltro carmesí. El hombre anguloso tranquilizó a los otros y dijo:

—¿Señor Peel?

Peel avanzó con rapidez.

—Soy el inspector Ross.

—Creí reconocerlo, inspector. Nos hemos encontrado antes, ¿no es así?

—Así es —asintió Ross cortésmente, luego indicó al hombre vigoroso—: El doctor Richards.

—¿Cómo está usted, doctor? —Peel se volvió hacia su esposa y se inclinó, sonriendo.— ¿Sidra? ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Robert —dijo ella con tono seco.

—Temo estar un poco confundido por todo esto — continuó Peel afable—. Parece que sucede algo, o ha sucedido.

Suficiente. Había dicho lo suficiente. Precaución. No comprometerse en nada hasta saber.

—Así es; sucede —dijo Ross.

—Antes de continuar, ¿puedo pedirles la hora? Ross fue tomado por sorpresa.

—Las dos.

—Gracias. —Peel acercó su reloj al oído, luego ajustó las agujas.— Mi reloj parece estar funcionando, pero de cualquier manera ha perdido algunas horas.— Examinó sus expresiones furtivamente. Debería navegar con exquisito cuidado, dada la expresión de sus semblantes. Luego advirtió el calendario de escritorio que se encontraba ante Ross, y fue como un puñetazo en los riñones.— ¿Es esa fecha correcta, inspector?

—Por supuesto, señor Peel. Domingo veintitrés.

Su mente exclamó: ¡Tres días! ¡Imposible! Peel controló su shock. Tranquilo… tranquilo… de acuerdo. En algún lado había perdido tres días; pues había entrado en el velo ardiente el jueves, treinta y ocho minutos después de medianoche. Sí. Pero mantente frío. Hay algo más que tres días perdidos. Debe haberlo, de otro modo ¿para qué la policía? Esperar por más información.

—Lo hemos estado buscando estos últimos tres días, señor Peel —dijo Ross—. Desapareció súbitamente. Estamos bastante sorprendidos de encontrarlo de regreso en el castillo? — ¿Eh? ¿Por qué? —Sí, ¿por qué demonios? ¿Qué sucedió? ¿Por qué Sidra me contempla con esa furia vengativa? —Porque, señor Peel, se le acusa del homicidio intencional de Lady Sutton.

¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Lo estaban despellejando, uno tras otro, y aún Peel se mantenía controlado. La información era explícita ahora. Había vacilado en el velo al menos unos minutos, y esos minutos en el limbo eran tres días en el espacio tiempo. Lady Sutton debió haber sido encontrada muerta y él acusado del asesinato. Sabía que él era un rival para cualquiera, como hombre lógico y pensante… un hombre astuto… pero sabía que tendría que andarse con cuidado.

—No lo comprendo, inspector. ¿Puede usted explicarse mejor?

—Muy bien. La muerte de Lady Sutton fue informada en la mañana del viernes. El examen médico probó que ella murió por fallo cardíaco, como resultado de una impresión. La evidencia de los testigos reveló que usted la había asustado deliberadamente con completo conocimiento de su debilidad cardíaca, con intención de matarla. Eso es homicidio, señor Peel.

—Por cierto —dijo Peel fríamente—. Si usted puede probarlo. ¿Puedo preguntarle la identidad de sus testigos?

—Digby Finchley, Christian Braugh, Theone Dubedat y… —Ross se interrumpió, tosió y dejó el papel a un lado.

—Y Sidra Peel —finalizó Peel con sequedad. Otra vez se encontró con la venenosa mirada de su esposa. Por último había comprendido todo. Se habían puesto nerviosos y lo habían elegido como chivo expiatorio. Sidra se quería librar de él; su gozosa venganza. Antes de que Ross o Richards pudieran intervenir, apresó a Sidra por el brazo y la arrastró hasta una esquina de la biblioteca.

—No se alarme, Ross. Sólo quiero unas palabras a solas con mi esposa. No habrá violencia, se lo aseguro.

Sidra liberó su brazo de un tirón y contempló a Peel, sus labios contraídos, revelando el blanco filo de sus dientes.

—Tú arreglaste esto —dijo Peel rápidamente.

—No sé de qué hablas. —Fue idea tuya, Sidra. —Fue tu asesinato, Robert.

—Y tu testimonio.

—Nuestro. Somos cuatro contra uno.

—¿Todo cuidadosamente planeado, no?

—Braugh es un buen escritor.

—Y yo cargo con el asesinato por vuestros testimonios. Te quedarás con la casa, mi fortuna y te librarás de mí.

Ella sonrió como un gato.

—¿Y ésta es la realidad que pediste? ¿Esto es lo que planeaste mientras atravesabas el velo ardiente?

—¿Qué velo?

—Sabes a qué me refiero.

—Estás loco.

Ella estaba genuinamente perpleja. El pensó: por supuesto, yo quería mi viejo mundo tal cual era. Eso excluiría la misteriosa Cosa del refugio y el velo a través del cual pasamos. Pero no excluye el asesinato que sucedió antes, no que sucedió después.

—No, Sidra, no estoy loco —dijo—. Simplemente rehuso ser tu chivo expiatorio. No te dejaré salir con la tuya.

—¿No? —Ella se dio vuelta y llamó a Ross.— Quiere sobornar a los testigos. — Caminó hacia su silla.— Tengo que ofrecer a cada uno de ellos diez mil libras.

Así que era una batalla a muerte. Su mente trabajó con rapidez. La mejor defensa era un ataque y el momento era ése.

—Miente, inspector. Todos están mintiendo. Acuso a Braugh, Finchley y a la señorita Dubedat, y a mi esposa, del homicidio intencional de Lady Sutton.

—¡No le creáis! —gritó Sidra—. Está intentando encontrar una forma de acusarnos. El…

Peel la dejó gritar, agradecido de disponer de más tiempo para modelar sus mentiras. Debían ser convincentes. Sin flaquezas. La verdad era imposible. En este nuevo viejo mundo de él, la Cosa y el velo no existían.

—El asesinato de Lady Sutton fue planeado y ejecutado por estas cuatro personas — continuó Peel llanamente —. Fui el único miembro del grupo en objetar. Usted estará de acuerdo, inspector Ross, que es mucho- más lógico que cuatro personas cometan un crimen contra el deseo de uno, que uno contra el de cuatro. Y el testimonio de cuatro testigos que el de uno. ¿Está de acuerdo?

Ross asintió lentamente, fascinado por las detalladas razones de Peel. Sidra golpeó sobre su hombro y gritó:

—Está mintiendo, inspector. ¿No lo advierte? Si está diciendo la verdad, pregúntele por qué huyó. Pregúntele dónde estuvo estos tres días.

Ross trató de calmarla.

—Por favor, señora Peel. Todo lo que hago es recibir sus declaraciones. No creo ni descreo en nadie aún. ¿Desea decir algo más, señor Peel?

—Gracias. Sí. Nosotros seis habíamos realizado muchas bromas absurdas, algunas veces virtualmente peligrosas en el pasado, pero el asesinato por cualquier razón es algo más allá de cualquier criterio y tolerancia. El jueves a la noche los cuatro advirtieron que yo podría avisar a Lady Sutton. Es evidente que estaban preparados para esto. Mi vino fue drogado. Tengo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado por dos hombres y… eso es todo lo que sé del asesinato.

Ross asintió otra vez. El doctor se inclinó sobre él y le susurró algo.

—Sí, sí. Las pruebas vendrán más tarde. Por favor, continúe, señor Peel.

Hasta ahora vamos bien, pensó Peel. Ahora, un poco de color para alisar los bordes rugosos.

—Desperté en una completa oscuridad. No oía ruidos; nada salvo el tic-tac de mi reloj. Estas paredes de calabozo tienen entre diez y quince pies de grosor, de modo que me era imposible oír nada. Cuando me incorporé y tanteé alrededor, me pareció estar en una pequeña cavidad que medía… oh… dos trancos largos por tres.

—¿Eso serían unos dos metros por tres, señor Peel?

—Aproximadamente. Me di cuenta que debía estar en alguna celda secreta conocida por los hombres de la pandilla. Después de una hora de gritar y golpear las paredes, un golpe accidental debe haber dado en el resorte o palanca adecuados. Una sección de la gruesa pared se abrió y me encontré en el corredor donde…

—¡Está mintiendo, mintiendo, mintiendo! —gritó Sidra. Peel la ignoró.

—Esa es mi declaración, inspector.

Y la mantendré, pensó. El Castillo Sutton era conocido por sus pasajes secretos. Sus ropas estaban aún ajadas y desgarradas por el vestuario que él se había dado para representar al demonio. No había tests conocidos que mostraran si había estado drogado o no los tres días previos. Su barba y bigote eliminarían el problema de la afeitada. Sí, podía estar orgulloso de una excelente historia; improbable pero sostenida con fuerza por los cuatro-contra-la-lógica.

—Notamos que usted proclama su no culpabilidad, señor Peel —dijo Ross con lentitud—, y tomamos nota de su declaración y acusación. Le confieso que sus tres días de desaparición me parecían incriminatorios, pero ahora… —hizo una profunda inspiración— ahora, si podemos localizar esa celda donde usted estuvo confinado…

Peel estaba preparado para esto.

—Usted puede o no puede hacerlo, inspector. Soy ingeniero, ya lo sabe. La única manera que tenemos de localizar esa celda es dinamitar la piedra, que podría hacer desaparecer todas las huellas.

—Tendremos que recurrir a ese método, señor Peel.

—Quizá no sea necesario recurrir a ese método — dijo el pequeño y rechoncho doctor. Los otros lanzaron una exclamación. Peel echó una aguda mirada al hombrecillo. La

experiencia le había enseñado que los gordos eran siempre peligrosos. Cada nervio se puso en garde.

—Era un relato perfecto, señor Peel —dijo el gordezuelo doctor con placer. Muy entretenido. Pero realmente, mi querido señor, para ser usted un ingeniero ha cometido un mal traspié.

—¿Quiere usted decirme sobre qué basa eso?

—Vamos por partes. Cuando usted despertó en su celda secreta, dijo que se encontraba en completa oscuridad y silencio. Las paredes de piedra eran tan gruesas que todo lo que podía oír era el tic-tac de su reloj.

—Y así fue.

—Muy colorido —sonrió el doctor—, pero, bueno, una prueba de que usted está mintiendo. Se despertó tres días después. Seguramente se da cuenta que no hay reloj que funcione setenta horas sin necesitar cuerda.

¡Tenía razón, por Dios! advirtió Peel de inmediato. Había cometido un gran error… imperdonable para un ingeniero… y no había posibilidad de retroceder para hacer alteraciones y revisiones. Toda la mentira dependía de la trama completa. Desgarrar una sola hebra significaba destejer toda la trama. ¡El gordo doctor tenía razón, maldito sea! Peel estaba atrapado.

Una mirada a la triunfante expresión de Sidra fue suficiente para él. Decidió que tendría que cortar su derrota con rapidez. Se levantó de la silla, sonriendo con admitida derrota. Peel, el galante perdedor. Abruptamente se arrojó entre ellos como una tromba, cruzó los brazos ante su rostro, las manos sobre los oídos, y se zambulló a través de los paneles de cristal de la ventana.

Fragmentos de cristal y gritos tras él. Peel flexionó sus piernas mientras caía sobre la blanda tierra del jardín, y aterrizó con una fuerte sacudida. La soportó bien, y pronto estuvo sobre sus pies y corriendo hacia la parte trasera del castillo donde estaban los coches aparcados. Cinco segundos más tarde saltaba dentro del dos plazas de Sidra. Diez segundos más tarde salía a toda velocidad a través de los abiertos portales de hierro en dirección al camino que se encontraba más allá.

Aún en medio de esa crisis, Peel pensaba con rapidez y precisión. Dejó el edificio demasiado rápidamente para que nadie notara qué dirección tomaría. Mantuvo el coche andando hacia la ruta a Londres. Un hombre podía perderse en Londres. Pero él no era un hombre asustado. Mientras sus ojos seguían la ruta, su mente analizaba metódicamente los hechos, y sin acobardarse llegó a una dura decisión. Sabía que nunca podría probar su inocencia. ¿Cómo podría? Era tan culpable de homicidio como todos los demás. Ellos se habían puesto de acuerdo en su contra y ahora sería perseguido como el único asesino de Lady Sutton.

En medio de una guerra sería imposible salir del país. Sería igualmente imposible ocultarse demasiado tiempo. Sólo restaba entonces ser un fuera de la ley, ocultarse miserablemente por unos pocos meses hasta ser cogido y conducido ante un tribunal. Sería una sensación. Peel no tenía la intención de dar a su esposa la satisfacción de contemplarlo mientras lo arrastraban desde los titulares del proceso hasta la soga del verdugo.

Aún frío, aún en posesión de sí mismo, Peel planeaba mientras conducía. Lo más audaz sería ir directamente a su casa. Nunca pensarían en buscarlo allí… al menos por un tiempo; suficiente tiempo, por cierto, para hacer lo que tenía que hacerse.

—Vendetta —dijo—. Ojo por ojo.

Penetró en Londres  en  dirección  a  Chelsea  Square,  un  hombre  salvaje,  barbado, mucho más parecido ahora a Teach, el bucanero.

Se aproximó al parque desde atrás, buscando la presencia de policías. Sin embargo no había nadie y la casa parecía calma y poco sospechosa. Pero, mientras conducía el coche en el parque y contemplaba la fachada frontal de la casa, se vio amargamente sorprendido al ver que un ala entera había sido demolida por un raid de bombardeo. Era evidente que la catástrofe había tenido lugar algunos días previos, pues los, escombros estaban pulcramente apilados y se había levantado una cerda del lado destrozado del edificio.

Así es mucho mejor, pensó Peel. No tenía dudas de que la casa estaba vacía; ni siquiera con servidumbre. Aparcó el coche, saltó fuera y caminó velozmente hasta la puerta delantera. Ahora que había tomado una decisión era rápido y decidido.

No había nadie dentro. Peel fue a la biblioteca, cogió un lápiz, tinta y papel y se sentó en el escritorio. Cuidadosamente, con la perspicacia del abogado, escribió un nuevo testamento impidiendo a su esposa cualquier impugnación legal. Estaba fríamente seguro de que un hológrafo estaría presente en la corte. Fue a la puerta frontal, llamó a una pareja de obreros que pasaban y los hizo firmar como testigos del testamento. Les pagó con agradecimiento y los condujo afuera. Cerró y candó la puerta frontal.

Hizo una pausa tétrica y tomó aliento. Eso era todo con Sidra. Era el viejo instinto posesivo, lo sabía, que lo había llevado en esa dirección. Quería mantener su fortuna, aún después de la muerte. Quería mantener su honor y dignidad, a pesar de la muerte. Estaba seguro de lo primero; tendría que ejecutar lo segundo con rapidez. Ejecutar. Esa era la, palabra precisa.

Peel pensó un momento aún… había tantas posibles vías de extinción… luego inclinó la cabeza y marchó hacia la cocina. De un armario empotrado cogió un montón de sábanas y toallas y tapó las ventanas y puertas con ellas. Tal como había pensado, cogió un gran pedazo de cartón y con betún para los zapatos escribió sobre él: ¡PELIGRO! ¡GAS! Luego lo colocó fuera de la puerta de la cocina.

Cuando la habitación estuvo bien sellada, Peel fue hacia la cocina, abrió la puerta del horno e hizo girar la llave del gas. Este siseó al salir, fétido y casi frío. Peel se arrodilló e introdujo la cabeza en el horno, respirando con profundidad, siempre respirando. Sabía que no tardaría en perder la conciencia. Sabía que no sería doloroso.

Por primera vez en horas, algo de la tensión lo había abandonado y se relajó casi agradecido, esperando la muerte. A pesar de haber vivido una vida dura y geométricamente estructurada y viajado por rutas pragmáticas, ahora su mente buscaba en el pasado momentos más amables. No recordó nada; se disculpó por la nada; se sintió avergonzado de la nada… y a su pesar recordó los primeros días en que se encontró con Sidra con nostalgia y pena.

¿Qué desdichada juventud, humedecida con líquidos olores, el cortejarte con rosas en alguna placentera oquedad, Sidra…?

Casi sonrió. Eran líneas que había escrito para ella cuando, en los comienzos del romance, la había adorado como diosa de la juventud, la belleza y la bondad. Ella era todo lo que él no era, eso creyó; la perfecta compañera. Esos fueron grandes días; los días  en  que  él  finalizó  en  el  Manchester  College  y  fue  a  Londres  a  construir  una reputación, una fortuna, una vida completa… un muchacho de cabellos ralos con hábitos y mente precisos. Soñadoramente paseó a través de los recuerdos como si estuviera contemplando un film entretenido.

Repentinamente advirtió que había estado arrodillado junto al horno durante veinte minutos. Había algo que funcionaba muy mal. No había olvidado su química y sabía que veinte  minutos  de  gas  hubieran  sido  suficientes  para  hacerle  perder  la  conciencia. Perplejo, se puso de pie, frotándose las doloridas rodillas. No había tiempo para análisis ahora. Los perseguidores podrían estar cogiéndolo del cuello en cualquier momento.

¡Cuello! Ese era el camino obvio. Casi tan indoloro como el gas y mucho más rápido. Peel cerró el horno, cogió de la alacena una fuerte cuerda de tender la ropa y dejó la cocina, quitando a su paso los avisos de peligro. Al salir de la alacena sus ojos alertas escudriñaron la casa en busca del lugar apropiado. Sí, allí, en el pozo de la escalera. Podría arrojar la soga por sobre esa viga y colocarse en la galería sobre las escaleras para la caída. Luego, cuando saltara, tendría tres metros de espacio vacío sobre el rellano. Subió corriendo las escaleras hasta la galería, trepó sobre la baranda y arrojó la soga por encima de la viga. Cogió el cabo libre luego que éste se hubiera enroscado en la viga y tiró hacia sí. Hizo un nudo formando un lazo e hizo correr toda la soga a través de éste, hasta que quedó bien ajustada. Después de haber pegado un par de tirones para asegurarse de que se sostendría sujeta a la viga, colgó todo su peso sobre la soga y se balanceó hacia afuera de la galería. Sostenía su peso admirablemente; no había posibilidad de que se rompiera.

Cuando se hubo subido sobre la baranda, hizo un lazo de verdugo y lo deslizó sobre su cabeza, ajustando el nudo bajo su oreja derecha. Había suficiente cordel para darle una caída de unos dos metros. El pesaba unos setenta kilos. Era suficiente como para quebrarle el cuello en forma limpia e indolora en el extremo de la cuerda. Peel se mantuvo en equilibrio, tomó una última y profunda inspiración y brincó sin detenerse a rezar.

Su último pensamiento mientras caía fue una computación super rápida de cuánto tiempo le quedaba de vida. Tres metros por segundo al cuadrado dividido por seis le daba casi un quinto de un… Hubo un sacudón desgarrador que conmocionó todo su cuerpo, un crack que sonó amplio y profundo en sus oídos, y un agonizante dolor en cada nervio. Se contorsionó espasmódicamente.

Advirtió que estaba vivo. Colgaba del cuello con horror, comprendiendo que no estaba muerto y no sabiendo porqué. El horror hormigueaba sobre su piel como una invasión de hormigas y por un largo tiempo se estremeció, mientras la depresión invadía su mente, nublándola, quebrando su férreo control.

Por último buscó en su bolsillo y extrajo su cortaplumas. Lo abrió con dificultad, pues tenía el cuerpo paralizado e ingobernable. Tajeó hasta que logró cortar la cuerda sobre su cabeza y cayó sobre el descanso de la escalera. Mientras estaba aún encogido se tocó el cuello. Estaba quebrado. Pudo sentir el borde afilado de las vértebras rotas. Su cabeza estaba rígida y en un ángulo que le hacía ver todo patas arriba.

Peel subió arrastrándose por las escaleras, comprendiendo vagamente que algo demasiado  horrible  de  comprender  lo  había  sobrepasado.  No  tenía  sentido  una apreciación fría del asunto; no había información adicional que recibir, ni lógica que aplicar. Alcanzó la planta  superior  y  atravesó  tambaleante  el  dormitorio  de  Sidra  en dirección al baño, que ambos compartían algunas veces. Hurgó en la vitrina de medicamentos hasta que aferró una de sus navajas; seis pulgadas de fino acero cóncavo y afilado. Con un golpe tembloroso, hizo deslizar el filo a través de su garganta.

En forma instantánea se sintió inundado de gusto a sangre y su tráquea quedó obturada. Se dobló en agonía, tosiendo reflexivamente, y de su garganta brotó una espuma roja. Aún encorvado y resollante, con la respiración siseando horriblemente a través del tajo de la garganta, Peel golpeó con pesadez sobre el suelo enlosado y se sacudió en espasmos, mientras con cada latido del corazón la sangre salía a borbotones y lo empapaba. Y a pesar de todo, mientras yacía allí, tres veces muerto, no perdió la conciencia. La vida se aferraba a él con la misma posesividad con que él se había aferrado a la vida.

Por último se incorporó vacilante, no atreviéndose a mirar en el espejo el daño que se había  infligido.  La  sangre  —la  que  quedaba  dentro  de  él—  había  comenzado  a coagularse. Apenas podía hacer algunas respiraciones de tanto en tanto. Resollante, casi totalmente encorvado, Peel serpenteó hasta el dormitorio y buscó en el tocador de Sidra hasta que encontró el revólver de ella. Lo cogió con la poca fuerza que le quedaba, afirmando el orificio del cañón contra su pecho y se disparó tres veces en el corazón. Los impactos lo arrojaron contra la pared con un espantoso cráter desgarrado en el pecho y un corazón que ya no latía; y aún estaba vivo.

Es el cuerpo, pensó fragmentariamente. La vida depende del cuerpo. Mientras exista un cuerpo…. la simple concha… suficiente para contener la chispa… entonces la vida permanece. Me posee, esta vida. Pero tiene que haber una respuesta… soy todavía lo suficientemente ingeniero como para hallar una solución…

Absoluta desintegración. Fragmentar su cuerpo en partículas… miles, millones de pizcas… y allí ya no habría dónde contener esta vida persistente. Explosivos. Sí. Ninguno en la casa. Nada en esta casa, salvo el ingenio de un ingeniero. Sí. ¿Cómo, entonces, con qué? Estaba ya completamente loco, y la idea ingeniosa que se le ocurrió era también loca.

Se arrastró hasta su estudio y extrajo un mazo de naipes lavables de un armario. Por largos minutos los cortó en piezas diminutas con su cortapapeles de escritorio, hasta que tuvo un tazón lleno. Removió un morillo de la chimenea y lo arrancó penosamente. El fuste estaba hueco. Llenó el cañón de bronce con los pedazos de los naipes, apisonando con fuerza los jirones de nitrocelulosa. Luego que el caño estuvo sólidamente lleno, puso dentro las cabezas de tres cerillas y obstruyó el extremo abierto con la correa metálica que lo sujetaba a la chimenea.

Había una lámpara de alcohol sobre su escritorio, la utilizaba para mantener calientes los cacharros de café. Encendió la lámpara y colocó el caño del morillo directamente sobre la llama. Acercó arrastrando una silla del escritorio y se encorvó ante la bomba en calentamiento. La nitrocelulosa era un poderoso explosivo cuando se lo detona bajo presión. Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía, antes de que el bronce estallara con una violenta explosión y esparciera sus pedazos por la habitación; esparcirlo en la bendita muerte. Peel lloriqueaba de tormento e impaciencia. La espuma roja de su garganta brotaba de nuevo, mientras la sangre que empapaba sus ropas se secaba y endurecía.

La bomba se calentaba demasiado lentamente. Los minutos pasaban demasiado lentamente. La agonía aumentaba demasiado lentamente.

Peel temblaba y gemía, y cuando estiró una mano para acercar la bomba un poco más a la llama, sus dedos no pudieron sentir el calor. Podía ver cómo la carne se abrasaba, pero no sentía nada. Todo el dolor estaba dentro de él… nada fuera.

El dolor producía ruidos en su cabeza, pero por encima del retumbar pudo oír el sordo rumor de lejanos pasos en la planta inferior. Los pasos se acercaban, lentos, casi como la inexorable pisada del destino. La desesperación hizo presa de él al pensar en la policía y el triunfo de Sidra. Trató de persuadir al alcohol de la lámpara para que llameara con más vigor.

Los pasos atravesaron la sala principal y comenzaron a ascender la escalera. El deliberado golpe de los tacos sonaba cada vez más fuerte y cercano. Peel se encorvó más aún y en los huecos más opacos de su mente comenzó a rezar y a pedir que la Misma Muerte viniera por él. Los pasos alcanzaron la parte superior de las escaleras y avanzaban hacia su estudio. Hubo un débil susurro cuando la puerta se abrió de un empujón. Inmerso en la fiebre de la locura, Peel rehusó darse vuelta.

Una voz desagradable habló:

—Bien, Bob, ¿qué es todo esto? No pudo volverse o responder.

—¡Bob!—dijo la voz roncamente— ¡no seas tonto!

Vagamente comprendió que ya había oído esa voz en algún lado antes.

Los medidos pasos sonaron otra vez y entonces la figura estuvo de pie a su lado. Con ojos vacíos de sangre echó un vistazo a un costado. Era Lady Sutton. Aún usaba su túnica con lentejuelas.

—¡No lo creo! —Los pequeños ojos de ella parpadearon en sus cuencas.— ¡Qué has hecho, te has destrozado!

—Ogge… un… aminoo.  —Las  palabras  distorsionadas  se  quebraban  y  zumbaban cuando la mitad de su aliento se escapaba a través del tajo de su garganta.— Noo… seé… ata-padoo.

—¿Atrapado? —Lady Sutton se echó a reír.— Eso sí que es bueno, vaya si lo es.

—Tú… loo… fuiste —musitó Peel.

—¿Qué haces allí? —quiso saber Lady Sutton casualmente—. Oh, ya lo veo. Una bomba. ¿Vas a volar en pedacitos, eh, Bob?

Sus labios formaron una respuesta insonora.

—Ya —dijo Lady Sutton—, terminemos con toda esta tontería. —Intentó alejar de una patada la bomba del fuego. Peel hizo un esfuerzo y le atrapó un brazo con manos como pinzas. Ella era sólida, para ser un fantasma. Sin embargo, logró apartarla.

—Deja… que… sea —musitó.

Sus palabras parecían no tener sentido para él. La golpeó cuando intentó evitarlo e ir hacia la bomba. Ella era demasiado sólida y fuerte para él. Cayó hacia la lámpara de alcohol con sus brazos extendidos en busca de salvación.

—¡Bob! ¡Maldito idiota! —gritó Lady Sutton.

Hubo una explosión enceguecedora. Hizo impacto en el rostro de Peel con un destello de luz blanca y un estallido como de trueno. Todo el estudio se sacudió, y una porción de la pared se desplomó. Una pesada lluvia de libros cayó desde los conmocionados estantes. El humo y el polvo llenaban el espacio con una densa nube.

Cuando ésta se aclaró, Lady Sutton aún se encontraba de pie junto al lugar donde había estado el escritorio. Por primera vez en muchos años… en muchas eternidades, quizá, su rostro ostentaba una expresión de tristeza. Por un largo tiempo permaneció en silencio.  Por  último  se  encogió  de  hombros  y  comenzó  a  hablar  con  la  misma  voz tranquila con que había hablado a los cinco en el refugio.

—¿No te das cuenta, Bob, que no puedes matarte? La muerte mata sólo una vez, y tú ya estabas muerto. Todos ustedes han estado muertos desde hace días. ¿Cómo ninguno de ustedes lo advirtió? Quizá si el ego de Braugh hablara… quizá… pero todos vosotros estabais muertos antes de llegar al refugio el jueves por la noche. Debiste haberlo comprendido cuando llegaste a tu casa bombardeada, Bob. Fue el duro raid del último jueves.

Elevó las manos y comenzó a despegar la toga que la cubría. En medio del mortal silencio las lentejuelas susurraron y tintinearon. Relucieron cuando la túnica cayó del cuerpo revelando… nada. Espacio vacío.

—He gozado de este pequeño asesinato —dijo ella —. Me divirtió contemplar cómo los muertos intentaban asesinar. Es por eso que te he dejado seguir con el asunto.

Se quitó los zapatos y las medias. Ahora no había más que los brazos y hombros y la gruesa cabeza de Lady Sutton. El rostro aún exhibía una ligera expresión de pena.

—Pero fue ridículo tratar de asesinarme, siendo quien era.

Por supuesto, ninguno de vosotros lo sabía. La obra fue deliciosa, Bob, porque yo soy Astaroth.

Con un súbito movimiento, la cabeza y los brazos saltaron en el aire y cayeron junto al vestido hecho a un lado. La voz continuó surgiendo del espacio humeante, descarnado, pero cuando la nube polvorienta remolineó, reveló una figura de vacuidad, un simple contorno, una burbuja, y aún era una terrible forma a contemplar.

—Sí —continuó la voz—, soy Astaroth, tan viejo como las edades; tan viejo y aburrido como la misma eternidad. Es por eso que he jugado mi pequeña broma con vosotros. He hecho cambiar la suerte y me he reído un poco. Vosotros suplicabais por un poco de novedad y entretenimiento después de una eternidad infiernos dispuestos para los condenados, porque no hay infierno como el infierno del aburrimiento.

La tranquila voz se detuvo, y miles de fragmentos esparcidos de Robert Peel oyeron y comprendieron. Miles de partículas, cada una de ellas conteniendo una atormentada pizca de vida, escucharon la voz de Astaroth y comprendieron.

—De la vida no sé nada —dijo Astaroth gentilmente —, pero de la muerte sí que sé… de la muerte y la justicia. Sé que cada criatura viviente crea su propio y eterno infierno.

¿Qué eres ahora, qué te has hecho a ti mismo?; si alguno de vosotros puede discutir esto, si alguno de vosotros puede oponer reparos a la Justicia de Astaroth… ¡Que hable ahora!

La voz se extendió y provocó ecos en los más remotos rincones, pero no hubo respuesta.

Miles de torturadas partículas de Robert Peel la oyeron y no respondieron.

Theone Dubedat la oyó y no respondió, envuelta en el salvaje abrazo de su dios- amante.

Y un podrido y auto-devorante Digby Finchley la escuchó y no respondió.

El cuestionador y dubitativo Christian Braugh —en el limbo— la oyó y no respondió. Ni Sidra Peel ni la imagen-espejo de su pasión respondieron.

Todos los condenados de toda la eternidad en infinitos infiernos hechos por ellos mismos la oyeron y no respondieron.

Pues la justicia de Astaroth es incontestable.

Hermann Hesse: La primera aventura. Cuento

images (3)Es asombrosa la forma en que lo vivido puede parecemos extraña e incluso cómo puede desaparecer de la cabeza. Años enteros, con miles de vivencias, pueden perderse. A menudo veo niños que van a la escuela y no pienso en mi propia época escolar, veo estudiantes de bachillerato y apenas recuerdo que yo también lo fui. Veo cómo los mecánicos van a sus talleres y los frívolos empleados a sus oficinas y he olvidado completamente que una día recorrí el mismo camino, que llevé la misma bata azul y la misma chaqueta de escribiente, con los codos resplandecientes. En la librería observo sorprendentes librillos de versos escritos por jóvenes de dieciocho años, publicados por la editorial Pierson, de Dresde, y no pienso en que una vez yo mismo escribí versos parecidos, y que también caí en la trampa del mismo cazador de autores jóvenes.

Hasta que en algún momento, ya sea en un paseo o en un viaje en tren o en una noche insomne, aparece en mi memoria una etapa completamente olvidada de mi vida, brillantemente iluminada como una escena de teatro, con todos sus detalles, con todos los nombres y lugares, ruidos y olores. Esto es justo lo que me ocurrió la noche pasada. Se me apareció un episodio de mi vida, el cual en el momento de vivirlo estaba seguro que no olvidaría jamás, pero que había quedado relegado al olvido más absoluto durante años. Exactamente igual como se pierde un libro o un cortaplumas, al que primero se echa en falta y al cabo de un tiempo se olvida, hasta que un día aparece en un cajón entre trastos viejos y de nuevo nos pertenece.

Tenía dieciocho años y estaba a punto de acabar mi período de prácticas como aprendiz de mecánico. Hacía poco que tenía la convicción de que no llegaría lejos en este oficio y quería cambiar de rumbo. Mientras buscaba la ocasión de decírselo a mi padre, seguía en la empresa, medio harto y medio contento, como alguien que ya se ha despedido y sabe que todos los caminos le están esperando.

En aquel tiempo teníamos en el taller un ayudante, cuya cualidad más relevante era su parentesco con una rica dama del pueblo vecino. Esta señora, joven viuda de un industrial, vivía en una pequeña villa, poseía un coche elegante y un caballo de montar y se la consideraba altiva y excéntrica porque en lugar de asistir a las reuniones de señoras, cabalgaba, pescaba, cultivaba tulipanes y tenía perros San Bernardo. Se hablaba de ella con envidia e irritación, sobre todo desde que se sabía que en Stuttgart y Munich, lugares a los cuales viajaba a menudo, solía ser muy sociable.

Desde que su sobrino o primo estaba con nosotros, este portento ya había visitado tres veces nuestro taller, saludaba a su pariente y dejaba que le enseñáramos nuestras máquinas. Su aspecto siempre era espléndido y me impresionó profundamente ver aquella mujer alta y rubia, tan elegante, pasear por la estancia llena de hollín, con la mirada curiosa y haciendo preguntas graciosas, con su rostro fresco e ingenuo como una niña pequeña. Nosotros, con la ropa de trabajo llena de grasa y las manos y cara manchadas de negro, teníamos la impresión de que nos visitaba una princesa. Esto no cuadraba con nuestras ideas socialdemócratas, cosa que siempre reconocíamos en cuanto se iba.

Un día, durante el descanso para merendar, el ayudante se acercó a mí y me dijo:

— ¿Quieres venir el domingo a visitar a mi tía? Te ha invitado.

— ¿Me ha invitado? Si te burlas de mí te hundo la cabeza en el cubo de agua.

Pero era verdad. Me había invitado para el domingo por la tarde. Podíamos volver a casa en el tren de las diez y si queríamos quedarnos hasta más tarde, quizá nos prestaría el coche.

Relacionarme con la dueña de un coche de lujo, ama de un mayordomo, dos criadas, un cochero y un jardinero era algo que chocaba con mis principios de entonces. Pero esto sólo se me ocurrió después de asentir con entusiasmo y preguntar si sería correcto ponerme el traje de los domingos, que era de color crema.

Hasta el sábado viví un estado de alegría inmensa y excitación. Luego, el miedo se cernió sobre mí. ¿Qué iba a decir, cómo me debía comportar, como hablaría con ella? Mi traje, del cual siempre había estado orgulloso, se hallaba de pronto lleno de arrugas y manchas y los cuellos estaban todos deshilachados. Además, mi sombrero era viejo y desgastado y nada de esto lo podía paliar ninguna de mis tres piezas más valiosas: un par de zapatos de punta fina, una corbata roja brillante de sedalina y unos anteojos con montura de níquel.

El domingo al anochecer el ayudante y yo fuimos andando a Settlingen, y me sentí enfermo de emoción y nerviosismo. La villa surgió ante nosotros, estábamos delante de una reja bordeada de pinos y cipreses exóticos y los ladridos de los perros se mezclaban con el sonido de la campana del portón. Un mayordomo nos dejó entrar sin decir ni una palabra, tratándonos con altivez y casi sin apartar el gran San Bernardo que intentaba alcanzar mis pantalones. Miré mis manos con temor; hacía meses que no estaban tan pulcras. La noche anterior las había lavado durante media hora con queroseno y jabón de Marsella.

La dama nos recibió en el salón ataviada con un sencillo vestido azul claro. Nos dio la mano y pidió que tomáramos asiento, la cena estaría servida en unos instantes.

— ¿Es usted miope? — me preguntó.

— Un poco.

— ¿Sabe que los anteojos no le favorecen? — Me los quité y los guardé, poniendo una expresión porfiada —. Además, usted debe ser de los rojos, ¿verdad? — preguntó a continuación.

— ¿Se refiere a un socialdemócrata? Sí, por supuesto.

— ¿Y por qué?

— Por convicción.

— Entiendo. Pero la corbata sí que es bonita. Bien, vamos a cenar. Seguramente tendrán apetito.

En el salón contiguo estaba la mesa puesta con tres cubiertos. Con excepción de tres copas diferentes, no vi nada, contra mis temores, que pudiera ponerme en un apuro. Una sopa de sesos, lomo asado, verduras, ensalada y tarta, eran cosas que podía comer sin hacer el ridículo. Y los vinos los servía la misma dueña de la casa. Durante la cena habló casi exclusivamente con el ayudante y como la buena comida tuvo un efecto agradable, junto con el vino, pronto me sentí a gusto y bastante seguro de mí mismo.

Después de la cena nos llevaron las copas de vino al salón y cuando me ofrecieron un puro excelente, que, para mi sorpresa, fue encendido con una vela roja y dorada, mi bienestar se incrementó hasta convertirse en puro placer. Entonces me atreví a mirar a la dama, tan elegante y hermosa que me sentí orgulloso de adentrarme en el dichoso espacio de un mundo distinguido del cual sólo tenía una vaga idea gracias a algunas novelas y folletines.

La conversación se fue animando y me sentí tan audaz que osé hacer bromas sobre los anteriores comentarios de la señora referentes a la socialdemocracia y la corbata roja.

— Tiene razón — dijo sonriendo —. No traicione sus convicciones. Pero debería llevar su corbata un poco más derecha, así…

Estaba inclinada delante de mí y arreglaba mi corbata con ambas manos. De pronto sentí un temor profundo, cuando ella introdujo dos dedos por la abertura de mi camisa, acariciando suavemente mi pecho. Cuando levanté la vista, aterrorizado, volvió a hacer presión con los dedos, al tiempo que me miraba fijamente a los ojos.

«Oh Dios», pensé, mientras mi corazón latía con fuerza y ella daba un paso atrás simulando examinar mi corbata.

Sin embargo, volvió a mirarme de forma seria e intensa, asintiendo despacio un par de veces con la cabeza.

— ¿Podrías ir a la habitación de la esquina a buscar la caja de los juegos? — le dijo a su sobrino, que hojeaba una revista —. Ve, hazme el favor.

Él se fue y la dama se acercó a mí, despacio, con una mirada radiante.

— ¡Ah tú! — dijo bajito y con suavidad —. Eres un encanto.

Al mismo tiempo acercó su cara a la mía y nuestros labios se unieron, silenciosos y ardientes, una y otra vez. La abracé y se apretó contra mí con tanta fuerza que aquella mujer alta y hermosa debió de hacerse daño. Pero ella sólo buscaba mi boca y mientras me besaba sus ojos se humedecieron y brillaron como los de una jovencita.

El ayudante volvió con los juegos, nos sentamos y jugamos a los dados, apostando bombones. Ella conversaba animadamente y bromeaba cada vez que lanzaba los dados, pero yo no podía decir ni una palabra, respiraba con dificultad. De cuando en cuando, bajo la mesa, su mano jugueteaba con la mía o se posaba sobre mi rodilla.

Sobre las diez el ayudante decidió que debíamos irnos.

— ¿Usted también desea irse? — preguntó mirándome. Yo no tenía experiencia en asuntos amorosos y, tartamudeando, dije que seguramente ya era tarde y me puse de pie.

— Pues bien — exclamó ella y el ayudante se dispuso a marchar. Yo le seguí en el camino a la puerta, pero cuando él la cruzó, la dama me cogió con fuerza del brazo y me volvió a apretar contra su cuerpo. Y al salir me susurró —: ¡Sé prudente, por favor, sé prudente!

Esto tampoco lo entendí.

Nos despedimos y corrimos hacia la estación. Compramos los billetes y el ayudante subió al tren. Pero en aquel momento yo no necesitaba la compañía de nadie. Subí el primer escalón y, cuando sonó el silbato del tren, salté al andén y me volví. La noche ya era completamente oscura.

Aturdido y triste recorrí el largo tramo de carretera hasta llegar a la casa, pasando por delante de su reja y su jardín como un ladrón. ¡Una noble dama me amaba! Ante mí se abrían paisajes de ensueño y, cuando por casualidad encontré los anteojos de níquel en el bolsillo, los tiré a la cuneta.

El domingo siguiente el ayudante fue invitado otra vez a comer, pero yo no. Y ella tampoco volvió al taller.

Durante los tres meses siguientes fui a menudo a Settlingen, los domingos por la tarde o por la noche, y me detenía a escuchar delante de la reja o bordeaba el jardín, oía los ladridos de los perros y el viento entre los árboles exóticos, veía luz en las habitaciones y pensaba: quizá me vea alguna vez; me tiene cariño. Un día oí las notas de un piano, suaves y arrulladoras, y lloré apoyado en la pared.

Pero el mayordomo nunca más me invitó a pasar, ni me protegió de los perros, y nunca más la mano de la dama me acarició ni su boca rozó la mía. Sólo en sueños lo viví otra vez, sólo en sueños. Y bien entrado el otoño abandoné el oficio de mecánico, colgué para siempre la bata azul y me fui lejos, a otra ciudad.

Hermann Hesse: Carta de un adolescente. Cuento

images (2)Querida señora:

Una vez me invitó a escribirle. Creía usted que para un joven con talento literario sería una delicia poder escribir una carta a una hermosa y honorable dama. Tiene usted razón: es un placer.

Y además ya se habrá percatado de que escribo mil veces mejor de lo que hablo. Así que le escribo. Éste es el único medio de que dispongo para complacerla mínimamente, cosa que deseo de todo corazón. Porque la amo, querida señora. Permítame explicárselo bien. Es necesario que lo aclare puesto que en caso contrario me podría usted malinterpretar y también quizá me corresponde en justicia hacerlo, ya que ésta es la única carta que le escribiré. Y ahora, dejémonos ya de preámbulos.

A mis dieciséis años, con una peculiar y quizá precoz melancolía, constaté que las alegrías de la infancia se me hacían cada vez más extrañas y que se desvanecían al fin. Veía a mi hermano pequeño construir canales de arena, arrojar lanzas, cazar mariposas, y envidiaba el placer que todo ello le reportaba, y de cuyo apasionado fervor todavía me acordaba yo muy bien. Para mí era ya algo perdido; no sabía desde cuándo ni por qué, y en su lugar, puesto que tampoco podía participar de los placeres adultos, habían interrumpido la insatisfacción y la nostalgia.

Con gran ahínco, pero sin constancia alguna, me ocupaba ora en la historia, ora en las ciencias naturales. Me pasaba una semana entera, día y noche, elaborando preparados botánicos para luego, durante los catorce días siguientes, no dedicarme a otra cosa que a leer a Goethe. Me sentía solo, desvinculado de la vida a mi pesar, y procuraba instintivamente salvar este abismo a través del estudio, el saber y el conocimiento. Por vez primera, veía nuestro jardín como una parte de la ciudad y del valle; el valle, como un recorte de las montañas; las montañas como una porción claramente delimitada de la superficie terrestre.

Por vez primera consideraba las estrellas como cuerpos cósmicos; los montes, como formas originadas por fuerzas terrestres; y, también por vez primera, interpretaba la historia de los pueblos como una parte de la historia de la Tierra. Entonces aún no lo podía expresar ni tenía palabras para describirlo, pero todo ello palpitaba en lo más hondo de mi ser.

Resumiendo, en aquella época empecé a pensar. De manera que contemplaba mi vida como algo condicionado y limitado, y eso despertó en mi el deseo, que el niño todavía desconoce, de convertir mi existencia en lo más bueno y hermoso posible. Probablemente todos los jóvenes experimentan mas o menos lo mismo, pero yo lo relato como si hubiera sido una vivencia excesivamente personal porque es lo que, a fin de cuentas, fue para mí.

Insatisfecho y consumido por el deseo de lograr lo inalcanzable, iba viviendo de aquella forma: industrioso, pero inconstante, febril, y aun así a la búsqueda de nuevos ardores. Entretanto, la naturaleza fue más sabía y resolvió el difícil rompecabezas en el que me encontraba. Un día me enamoré y reanudé de improviso todos los vínculos con la vida, con más intensidad y mayor riqueza que antes.

Desde entonces he vivido horas y días sublimes y deliciosos, pero nada comparable con aquellas semanas y meses en los que, enardecido y plenamente colmado, me inundaba un constante fluir de sentimientos. No pretendo contarle la historia de mi primer amor; no viene al caso, y las circunstancias externas también hubieran podido ser otras. Pero me gustaría describirle en pocas palabras la vida que llevaba en aquel tiempo, aunque sé de antemano que no lo lograré. Aquel irrefrenable afán llegó a su fin. De pronto me encontré en medio de un mundo vivo, y miles de lazos me unieron de nuevo a la Tierra y a los hombres. Mis sentidos parecían transformados; más agudizados y despiertos. Especialmente la vista. Lo percibía todo de una forma completamente distinta. Como un artista, veía las cosas con más claridad, más color, y era feliz con la mera contemplación.

El jardín de mi padre se hallaba en todo su esplendor. Los arbustos florecientes y los árboles, con su espeso follaje estival, se recortaban sobre el cielo profundo; las enredaderas trepaban a lo largo del alto muro de contención, y por encima descansaba la montaña, con sus rojizos peñascos y sus bosques de abetos azul oscuro. Me detenía a contemplarlo, embelesado al ver lo maravillosamente hermosa, vital, llamativa y radiante que era cada una de aquellas imágenes. Las flores balanceaban sus tallos con tal suavidad y sus vistosas corolas me resultaban tan conmovedoramente delicadas y tiernas, que me veía impedido a amarlas y disfrutarlas como si de composiciones poéticas se tratara. Incluso me llamaban la atención muchos ruidos que nunca antes había percibido: el rumor del viento entre los abetos y la hierba, el canto de los grillos en los campos, el trueno de una tormenta lejana, el murmullo del río que se aproxima a un dique y los gorjeos de los pájaros. Al  atardecer, veía y oía a los insectos que revoloteaban en la dorada luz del crepúsculo y escuchaba el croar de las ranas en el estanque. De repente miles de menudencias pasaron a ser valiosas e importantes para mí; me llegaban al corazón como verdaderos acontecimientos. Así sucedía, por ejemplo, cuando por la mañana regaba algunos parterres del jardín, para pasar el rato, y veía como las raíces y la tierra bebían tan agradecidas y ávidas. O cuando a la hora del calor, en pleno día, contemplaba a una pequeña mariposa azul zigzaguear como si estuviera borracha. O bien observaba el despliegue de una tierna rosa. O cuando desde la barca, de noche, sumergía la mano y notaba el delicado y tibio transcurrir del río entre mis dedos.

Padecía el tormento de un desconcertante primer amor, me acuciaba una incomprensible desazón y convivía con el anhelo, la esperanza y el desánimo. Pero a pesar de la nostalgia y la angustia amorosa, era, en todos y cada uno de aquellos instantes, profundamente feliz. Todo lo que me rodeaba me resultaba precioso y lleno de sentido; no había lugar para la muerte o el vacío. No he perdido del todo aquellas sensaciones, pero no han vuelto nunca más con la misma fuerza y continuidad. Y experimentar de nuevo todo aquello, apropiármelo y conservarlo, es ahora mi imagen de la felicidad.

¿Quiere continuar leyendo? Desde aquella época hasta aquí, he estado siempre enamorado de una forma u otra. De todo lo que he conocido, me parece que nada hay más noble, ardiente e irresistible que el amor a las mujeres. No siempre he mantenido relaciones con mujeres o muchachas; tampoco he amado siempre a conciencia a una sola de ellas, pero de alguna manera mi mente ha estado siempre ocupada en el amor, y mi culto a la belleza se ha manifestado, de hecho, en una constante adoración a las mujeres.

No quiero contarle historias de amor. Una vez, durante algunos meses, tuve una amante y recogí casi sin querer y de paso, esporádicos besos, miradas y noches de amor; pero mis amores verdaderos han sido siempre desventurados. Si hago memoria constato que el sufrimiento por un amor imposible, la angustia, la incertidumbre y las noches en vela han sido infinitamente mejores que todos los pequeños éxitos y golpes de suerte juntos.

¿Sabe que estoy profundamente enamorado de usted? La conozco desde hace ya un año, aunque sólo he ido a su casa en cuatro ocasionas. Cuando la vi  por primera vez, llevaba usted en su blusa gris perla un broche decorado con el lis florentino. Otro día la  divisé en la estación mientras subía al exprés parisino. Tenía un billete para Estrasburgo. Por aquel entonces, usted todavía no me conocía.

Más adelante fui a su casa en compañía de mi amigo; en aquella ocasión yo ya estaba enamorado de usted. Sólo se percató de ello en mi tercera visita; la noche del concierto de Schubert. O al menos, eso me pareció. Bromeó primero a propósito de mi formalidad, después sobre el lirismo con el que me expresaba y, al despedirnos, se mostró usted bondadosa y un poco maternal. Y la última vez, tras haberme facilitado su dirección de veraneo, para escribirle. Y esto es lo que he hecho ahora, después de darle muchas vueltas.

¿Cómo encontrar las palabras para despedirme? Le he dicho que esta primera carta mía también sería la última. Acoja estas confesiones, que quizá tienen algo de ridículo, como lo único que puedo darle y como muestra de mi estima y amor. Al pensar en usted y admitir lo mal que he representado el papel de enamorado, experimento ciertamente algo de aquella maravilla que he estado describiendo. Ya es de noche delante de mi ventana; todavía cantan los grillos en la hierba húmeda del jardín, y en buena medida, reconozco en este entorno algo de aquel fantástico verano. Me digo que quizá podré revivir todo aquello algún día si me mantengo fiel al sentimiento que me ha impulsado a escribir esta carta. Me gustaría renunciar a todas las astucias que para la mayoría de los jóvenes se derivan del enamoramiento y que son de sobra conocidas para mí: me refiero a aquel juego, medio sincero medio artificial, de la mirada y el gesto; al servirse mezquinamente del ambiente y el momento oportuno; al jugueteo de los pies bajo la mesa y al uso impropio de un besamanos.

No acierto a expresar debidamente lo que siento. Pero sin duda alguna me habrá comprendido. Si es usted tal y como a mí me gusta imaginar, mis confusas palabras le podrán hacer reír de buena gana sin que, por ello, disminuya ni un ápice su aprecio por mí. Es posible que yo mismo me ría un día de eso; hoy por hoy, no puedo ni me apetece hacerlo.

Con todos mis respetos, de su leal admirador,

B.

Hermann Hesse: Acerca de los besos. Cuento

images (1)Piero contó:

Esta noche hemos hablado de nuevo sobre el beso y hemos discutido acerca de que clase de beso era el que nos procuraba más felicidad. Es propio de los jóvenes responder a eso; a nosotros, a la gente mayor, ya nos ha pasado la edad de tentativas y probaturas y, para esos importantes menesteres, sólo podemos recurrir a nuestra engañosa memoria. De mis humildes recuerdos, os quiero, pues, contar la historia de dos besos que fueron para mí a la vez los más dulces y los más amargos de mi vida.

A mis dieciséis o diecisiete años, mi padre poseía una casa de campo en la vertiente bolonesa de los Apeninos en la que pasé buena parte de mis años de adolescencia y juventud, época que ahora – lo entendáis o no – me parece la más bonita de toda mi vida. Ya hace tiempo que habría vuelto a ver esa casa o que me la habría quedado como lugar de reposo, si no hubiera sido porque, a causa de una desgraciada herencia, fue a parar a un primo mío con quien ya desde niño me llevaba mal y que, además, tiene un papel importante en esta historia.

Era un hermoso verano, no demasiado caluroso, y mi padre estaba en aquella pequeña casa conmigo y el citado primo, al que había invitado. Por aquel entonces, ya hacía tiempo que mi madre no vivía. Mi padre, todavía de buen ver, era un hombre apuesto, refinado, que a los jóvenes nos servía de modelo tanto en lo tocante a la equitación, la caza, la esgrima y los juegos como in artibus vivendi et amandi. Aún se movía ágilmente y casi de forma juvenil; tenía prestancia y fuerza y, poco antes se había casado por segunda vez.

El primo, que se llamaba Alvise, contaba con veintitrés años y era, tengo que reconocerlo, un hermoso joven. Esbelto y bien formado, con largos rizos y de cara fresca y sonrosadas mejillas, tenía además elegancia y aplomo; era un conversador y un cantante bien dispuesto; bailaba excelentemente y, ya entonces, era reputado por ser uno de los hombres mas codiciados entre las mujeres de nuestra región. Que no nos pudiésemos ver uno a otro tenía su buena razón de ser. Conmigo, actuaba con altanería o con una insufrible condescendencia irónica, y aquella forma desdeñosa de tratarme, a mí, que precisamente superaba en sensatez a los de mi edad, me zahería cada vez más. Asimismo, yo, como buen observador que era, descubría muchos de sus secretos e intrigas, lo que naturalmente, a él, por su parte, le disgustaba sobremanera. Algunas veces intentó ganarse mi favor mediante una actitud falsamente amistosa, pero no me dejé engatusar. Si yo hubiese sido un poco mayor y más inteligente, le habría correspondido con el doble de astucia, me habría granjeado sus simpatías y le habría hecho caer en mi trampa en el momento oportuno. ¡Es tan fácil engañar a la gente mimada por el éxito y la fortuna! Pero aunque ya era lo suficientemente mayor para detestarlo, seguía siendo muy niño para conocer otras armas que no fuesen la frialdad y la oposición y, en lugar de devolverle con elegancia su saeta envenenada, sólo conseguía, con mi furia impotente, hundirla más profundamente en mi propia carne. Mi padre, a quien, como es lógico, no le pasaba desapercibida nuestra mutua animadversión, se reía de ella y se burlaba de nosotros. Apreciaba al guapo y elegante Alvise, y mi comportamiento hostil no le disuadía de invitarlo a menudo.

De esta forma pasamos juntos aquel verano. Nuestra casa de campo estaba espléndidamente situada en la colina y desde ella se divisaban, por encima de los viñedos, las lejanas llanuras. Por lo que sé, había sido construida por uno de los propietarios Albizzi, un florentino exiliado. Estaba rodeada de un bello jardín alrededor del cual mi padre había hecho levantar un nuevo muro. También hizo esculpir en piedra su blasón en el portal, mientras que, encima de la puerta de la casa todavía pendía el blasón del primer propietario, trabajado en piedra quebradiza y prácticamente irreconocible. Mas allá, hacia la montaña, la caza era abundante; yo iba allí a pie o a caballo casi todos los días, ya fuera solo o con mi padre, que me instruía entonces en el arte de la cetrería.

Como he dicho, yo era todavía un chico, o casi. Pero en realidad ya no lo era, y me encontraba mas bien en mitad de aquel período breve y peculiar en que los jóvenes deambulan, ansiosos sin razón y tristes sin motivo, por una tórrida calle situada entre el perdido alborozo infantil y la todavía incompleta pubertad, como entre dos jardines perdidos. Naturalmente, escribía un montón de tercetos y poemas, pero aún no me había enamorado de otra cosa que no fuera un ensueño, aunque, de puro anhelo, creyera desvivirme por un amor verdadero. Así que corría de un lado a otro febrilmente, buscaba la soledad y me sentía desgraciado hasta lo indecible. Mis sufrimientos se multiplicaban por el hecho de tener que mantenerlos celosamente escondidos. Porque ni mi padre ni el odiado Alvise, como yo bien sabía, me habrían escatimado sus burlas. También escondía mis hermosas poesías por precaución, como habría hecho un avaro con sus ducados, y cuando me parecía que el cofre había dejado de ser un lugar seguro, llevaba la caja con los papeles al bosque y la enterraba; eso sí, comprobando todos los días que continuaba en su lugar.

En una de aquellas expediciones en busca del tesoro, vi por casualidad a mi primo, que esperaba en el linde del bosque. Como él no se había percatado de mi presencia, tomé inmediatamente otra dirección, pero no lo perdí de vista, tan acostumbrado estaba a observarlo, ya fuera por curiosidad o antipatía. Al cabo de poco, vi que una joven sirvienta perteneciente a nuestra casa, avanzaba y se acercaba a Alvise, que la aguardaba. Él le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia sí y desapareció con ella en el bosque.

Entonces me invadió una cierta fiebre y sentí una violenta envidia hacia aquel primo mayor que yo, a quien veía coger frutos inaccesibles para mí. En la cena clave mis ojos en los suyos, porque creía que por su mirada o sus labios se sabría de alguna forma que había besado y disfrutado del amor. Pero era el mismo de siempre y estaba tan alegre y locuaz como de costumbre. A partir de aquel momento me fue imposible observar a aquella sirvienta y a Alvise sin sentir un estremecimiento voluptuoso que me causaba placer y aflicción a la vez.

Por aquel entonces – estábamos en pleno verano – mi primo nos notificó un día que tendríamos nuevos vecinos. Un señor rico de Bolonia y su joven y hermosa esposa, a los que Alvise conocía desde hacia tiempo, se habían instalado en su casa de campo, situada a menos de medía hora de la nuestra y un poco internada en el bosque.

Aquel señor también era un conocido de mi padre, y creo incluso que se trataba de un pariente lejano de mi difunta madre, quien procedía de la casa de los Pepoli; aunque de esto no estoy muy seguro. Su casa en Bolonia se hallaba cerca del Colegio de España. La casa de campo, en cambio, era propiedad de la mujer. El matrimonio e incluso sus tres hijos, que por aquella época todavía no habían nacido, han muerto ya. Y, a excepción de mí mismo, de los que nos reunimos en aquella ocasión sólo mi primo Alvise continúa vivo, y tanto él como yo ya somos viejos sin que, a pesar de ello, nos llevemos mejor.

Al día siguiente, en un paseo a caballo, nos encontramos con el boloñés. Lo saludamos, y mi padre lo animó a visitarnos pronto junto con su mujer. Aquel señor no me pareció mayor que mi padre, pero no cabía comparar a aquellos dos hombres, pues mi padre era alto y de distinguida figura, y el otro, bajo y poco agraciado. Se mostró muy cortés con mi padre, me dirigió algunas palabras y aseguró que nos visitaría al día siguiente, a lo que mi padre correspondió inmediatamente con una invitación a comer de lo más amistosa. El vecino nos lo agradeció, y nos despedimos obsequiosamente y con la mayor de las satisfacciones.

Al día siguiente, mi padre encargó una buena comida y también hizo poner una guirnalda de flores en la mesa en honor de la dama forastera. Esperábamos a nuestros invitados con gran júbilo y emoción y, cuando llegaron, mi padre fue a su encuentro al portal y él mismo ayudó a la dama a desmontar del caballo. Nos sentamos alegremente a la mesa, y durante la comida no pude por menos que admirar a Alvise por encima de mi propio padre. Sabía contar a los forasteros, especialmente a la dama, tantas cosas ocurrentes, lisonjeras y divertidas, que provocaba el alborozo general sin que, ni por un momento, decayeran las charlas y las risas. En aquella ocasión me propuse adquirir yo también aquella valiosa habilidad.

Pero sobre todo me entretuve con la contemplación de aquella noble dama. Era excepcionalmente hermosa, alta y esbelta, iba lujosamente vestida y sus gestos rezumaban naturalidad y seducción. Me acuerdo a la perfección de que en su mano izquierda, justo a mi lado, llevaba tres anillos de oro con grandes piedras preciosas y, en el cuello, una cadenita de oro con pequeñas láminas cinceladas al estilo florentino. Cuando la comida llegaba a su fin y, tras haber contemplado a la dama a placer, yo ya me sentía perdidamente enamorado de ella y experimentaba por vez primera, y de verdad, aquella dulce y perniciosa pasión con la que tanto había soñado y que tantos poemas me había inspirado.

Una vez retirada la mesa nos fuimos todos a descansar un rato. Al salir después al jardín nos instalamos a la sombra y nos deleitamos con entretenimientos varios, en el transcurso de los cuales tuve ocasión de declamar una oda latina y cosechar algunas alabanzas. Al atardecer, comimos en la logia y cuando empezó a oscurecer, los invitados se prepararon para volver a casa. Me ofrecí inmediatamente a acompañarlos, pero Alvise ya había mandado buscar su caballo. Nos despedimos, los tres caballos emprendieron el camino, y yo me quedé con las ganas.

Aquella tarde y por la noche tuve la oportunidad de experimentar por primera vez algo de la verdadera esencia del amor. A lo largo del día me había sentido tan plenamente feliz con la contemplación de la dama, como afligido y desconsolado me quedé a partir del momento en que ella abandonó nuestra casa. Al cabo de una hora oí con desolación y envidia como mi primo volvía, cerraba el portal y entraba en su habitación. Después, me pasé la noche entera en la cama sin poder dormir, exhalando suspiros y lleno de inquietud. Intentaba reproducir con exactitud los rasgos de la dama; sus ojos, cabellos y labios, sus manos y dedos y cada una de las palabras que había pronunciado. Murmuré por lo bajo su nombre más de cien veces, tierna y tristemente, y fue un milagro que al día siguiente nadie reparara en mi alterado aspecto. Durante todo el día no hice otra cosa que idear estratagemas y medios que me permitieran volver a ver a la dama y obtener de ella, en lo posible, algún que otro gesto amable. Naturalmente, me torturé en vano: no tenía experiencia alguna, y en el amor todos, incluso los más afortunados, empiezan necesariamente con una derrota.

Un día después me atreví a acercarme a aquella casa de campo, lo que podía hacer fácilmente a hurtadillas, puesto que se hallaba cerca del bosque. Me escondí cauteloso en el linde de la arboleda y a lo largo de varias horas estuve espiando sin que apareciera nada más que un gordo e indolente pavo real, una doncella cantando y una bandada de blancas palomas. A partir de entonces, corría todos los días hacia allí; en un par o tres de ocasiones, tuve incluso el placer de ver a Donna Isabella pasear por el jardín o asomarse a una ventana.

Poco a poco me volví más audaz y me abrí paso varias veces hacia el jardín, cuya puerta abierta, estaba protegida por altos matorrales. Me camuflaba debajo de ellos de tal forma que podía divisar varios caminos y situarme asimismo bastante cerca de un pequeño pabellón, al que por las mañanas Isabella gustaba de visitar. Allí estaba yo la mitad del día, sin sentir hambre ni fatiga, temblado de gozo y angustia apenas lograba atisbar a la hermosa mujer.

Un día me encontré con el boloñés y corrí doblemente feliz hacia mi puesto, pues sabía que él no estaría en casa. Por esta razón me atreví a internarme más que de costumbre en el jardín y me escondí cerca del pabellón, agazapado tras un oscuro matorral de laurel. Al percibir ruidos en el interior, supe que Isabella estaba allí. En un momento me pareció incluso oír su voz, pero tan débilmente que no estuve del todo seguro. Desde mi penoso acecho, esperaba con paciencia la ocasión de ver su cara, al tiempo que me atenazaba constantemente el miedo a que su marido volviera y me descubriese por azar. Para mi mayor fastidio y pesar, la ventana del pabellón que daba a mi escondrijo estaba cubierta por una cortina de seda azul, de manera que no me era posible atisbar el interior. Con todo, me tranquilizó un poco pensar que desde aquel lado de la villa tampoco yo podía ser visto.

Tras haber aguardado más de una hora me pareció que la cortina azul empezaba a moverse, como si desde dentro alguien intentase escudriñar el jardín a través de una rendija. Permanecí bien escondido y, emocionado, me mantuve a la expectativa, ya que no estaba ni a tres pasos de la ventana. El sudor se deslizaba por la frente y mi corazón palpitaba con tanta fuerza que temí que pudieran oírlo.

Lo que aconteció después me hirió más que si un sablazo hubiera atravesado mi corazón inexperto. De un tirón, la cortina se descorrió a un lado y, rápido como un rayo, aunque con mucho sigilo, saltó un hombre por la ventana. Apenas me había recuperado de aquella indecible consternación y ya me enfrentaba a otra nueva sorpresa: porque acto seguido reconocí en aquel hombre audaz a mi primo y enemigo. Como si un relámpago hubiera cruzado mi mente, en un instante lo comprendí todo. Me puse a temblar de rabia y de celos y estuve en un tris de saltar y precipitarme sobre él.

Alvise se había incorporado, sonreía y miraba con cautela a su alrededor. En aquel mismo instante, Isabella, que había abandonado el pabellón por la puerta principal, apareció en la esquina, se aproximó hacia él sonriente, y dulce y suavemente le murmuro: «¡Ahora vete, Alvise, vete! !Addio!».

Mientras ella se inclinaba, él la abrazó y apretó sus labios a los suyos. Se besaron una sola vez, pero tan largamente y con tal avidez y ardor, que en aquel minuto mi corazón debió latir cuando menos mil veces. Nunca había visto tan de cerca la pasión, hasta entonces sólo conocida a través de poemas y relatos, y la visión de mi Donna posando sus labios rojos, sedientos y golosos, sobre la boca de mi primo casi me hizo perder la cabeza.

Aquel beso, señores míos, fue a la vez el más dulce y el más amargo de todos los que yo mismo he dado y recibido en mi vida, a excepción quizá de uno del que pronto os hablaré. Aquel mismo día, mientras mi alma todavía temblaba como un pájaro lastimado, fuimos invitados a pasar el día siguiente en la casa del boloñés. Yo no quería ir, pero mi padre me lo ordenó. Así pues, pasé otra noche atormentado y sin dormir. Montamos al fin los caballos y nos dirigimos sin prisa hacia aquella puerta y aquel jardín que yo tan a menudo había franqueado en secreto. Pero mientras que para mí aquello era de lo más penoso y mortificante, Alvise observaba el pabellón y el matorral de laurel con una sonrisa que a mí no podía por menos que sacarme de quicio.

Aunque mis ojos estuvieron también esa vez continuamente pendientes de Donna Isabella, cada una de aquellas miradas me causaba un sufrimiento atroz, puesto que, delante de ella, en la mesa, se sentaba el odiado Alvise, y no me era posible observar a la hermosa dama sin representarme con todo lujo de detalles la escena del día anterior. Sin embargo no paré de contemplar sus labios seductores. La mesa estaba espléndidamente abastecida de manjares y vino, la charla transcurría chispeante y animosa, pero ningún bocado me parecía sabroso y, a lo largo de la conversación, no me atreví a despegar los labios. Mientras que todos estaban contentos a más no poder, a mí la tarde me pareció más larga y difícil, que una semana de penitencia.

Durante la cena el sirviente anunció que en el patio había un mensajero que deseaba hablar con el propietario de la casa. Así que éste se disculpó, prometió volver enseguida y se fue. Mi primo llevaba de nuevo el peso de la conversación. Pero mi padre, creo, había adivinado lo que pasaba entre él e Isabella y se complacía en importunarles con alusiones y extrañas preguntas. Entre otras cosas le preguntó a la dama bromeando:

– Dígame, pues, Donna, ¿a quién de nosotros daría usted más gustosamente un beso?

Entonces, la hermosa mujer estalló en risas y  respondió rauda:

– ¡Gustosamente le daría un beso a aquel guapo muchacho de allí!

Con ésas, se levantó de la mesa, se dirigió hacia mí y me dio un beso; pero éste no fue como el del día anterior, largo y ardiente, sino frío y escueto.

Y creo que, de todos los besos nunca recibidos de una mujer amada, aquél fue el que mayor placer y mayor daño me causó.

Hermann Hesse: Pena de amor. Cuento

hesseDe esto hace ya mucho tiempo. Los señores se habían instalado con sus ostentosas tiendas delante de Kanvoleis, la capital de la tierra de Valois. Cada día comenzaba de nuevo el torneo, cuya recompensa era la reina Herzeloyde, la joven viuda de Kastis, la hermosa hija de Frimutel, rey de los Graal. Entre los participantes, se encontraban los grandes señores: el rey Pendragon de Inglaterra, el rey Lot de Noruega, el rey de Aragón, el duque de Brabante, condes célebres, caballeros y héroes como Morholt y Riwalin; sus nombres se mencionan en el segundo canto de Parzival de Wolfram von Eschenbach. Algunos luchaban para obtener gloria militar, otros lo hacían por los hermosos y tímidos ojos azules de la joven reina; la mayoría, sin embargo, se batía con el fin de adquirir su tierra, rica y fecunda, sus ciudades y su fortaleza.

Además de muchos augustos soberanos y célebres héroes, se había congregado allí una considerable multitud de anónimos caballeros, de aventureros, bandoleros y pobres díablos. Muchos de ellos ni siquiera tenían su propia tienda; campaban aquí  y allá, a menudo a cielo descubierto en medio de los campos, con un abrigo por toda protección. Dejaban que sus caballos pacieran en los prados de los alrededores; acudían, fueran o no invitados, a las mesas ajenas para conseguir comida y bebida, y, especialmente si tenían la intención de concursar, depositaban todas sus esperanzas en la suerte y el azar. En realidad, sus probabilidades de éxito eran muy reducidas porque tenían malos caballos. Montado en un mal rocín, ni el más intrépido puede lograr gran cosa. De ahí que muchos ya ni se planteasen vencer y no se propusieran nada más que estar allí, tomar parte en el espectáculo y sacarle algún provecho a todo ello. Estaban todos de muy buen humor. Cada día se organizaban banquetes y fiestas, tanto en el castillo de la reina como en los campamentos de los señores ricos y poderosos, y muchos de los caballeros pobres se alegraban de que el resultado de las apuestas se fuera demorando día tras día. Paseaban montados a caballo, cazaban, conversaban, bebían y jugaban, contemplaban el torneo, participaban ocasionalmente en él, cuidaban a los caballos heridos, observaban el pomposo despliegue de los grandes, no se perdían detalle y se concedían así unos días agradables.

Entre los luchadores pobres y sin gloria había uno que se llamaba Marcel; era el hijastro de un pequeño barón del sur, un guapo y algo famélico joven caballero que no tenía más que una armadura modesta y un jamelgo débil apodado Melissa. Como los demás, había ido hasta allí para saciar su curiosidad, para probar su suerte, y sentirse un poco partícipe del bullicio y de la suntuosidad reinante. El tal Marcel se había labrado una cierta fama entre sus semejantes y también entre algunos distinguidos caballeros no precisamente como paladín sino como trovador y juglar, puesto que era muy diestro en componer y cantar sus canciones acompañado del laúd. Se sentía bien en medio de la agitación, que le recordaba las ferias anuales, y aspiraba únicamente a que aquel alegre campamento, con toda su espectacularidad, durara todavía una buena temporada. Fue entonces cuando el duque de Brabante, su bienhechor, le exhortó a participar en la cena que organizaba la reina en honor de los nobles caballeros. Marcel se fue con él a la capital y, ya en el castillo, ambos vieron resplandecer la sala con magnificencia y pudieron deleitarse con manjares y bebidas. Pero el pobre joven no salió de allí con el corazón alegre. Había visto a la reina Herzeloyde, oído su voz, clara y vibrante y degustado sus dulces miradas. Desde aquel momento su corazón empezó a palpitar de amor por aquella augusta dama, que, no por parecer tan suave y modesta como una muchacha, dejaba de serle superior e inaccesible.

Bien es cierto que, como cualquier otro caballero, podía luchar por ella. Tenía vía libre para probar fortuna en el torneo. Sólo que ni su caballo ni sus armas estaban en unas condiciones especialmente buenas; tampoco podía ser considerado un gran héroe. A pesar de ello, no tenía miedo alguno y por momentos se sentía plenamente dispuesto a arriesgar su vida por la reina venerada. Pero sus fuerzas no podían compararse a las de Morholt o el rey Lot, ni siquiera a las de Riwalin o a las de cualquier otro héroe; eso lo sabía de sobra. Con todo, no estaba dispuesto a renunciar. Alimentó su caballo Melissa con pan y heno fino, que tuvo que mendigar; se cuidó a sí mismo comiendo y durmiendo regularmente, y limpió y restregó con gran esmero su algo deslucida armadura. Algunos días después, por la mañana temprano, se dirigió hacia el campo y se presentó en el torneo. Se batió con un caballero español: ambos se lanzaron al galope con sus largas lanzas uno contra el otro y Marcel y su rocín acabaron derribados. La sangre fluía de su boca y le dolían todos los miembros, pero se levantó sin ayuda, se llevó consigo a su trémulo caballo y fue a lavarse en un arroyo recóndito, en el que pasó el resto del día solo y humillado.

Al anochecer, al volver al campamento y cuando ya ardían aquí y allá las antorchas, le llamó el duque de Brabante por su nombre.

– Ya veo que hoy has probado tu suerte con las armas – le dijo, bondadoso -. La próxima vez que tengas ganas de intentarlo, coge uno de mis caballos, amigo mío, y si vences, considéralo tuyo. ¡Pero ahora deja que nos divirtamos y cántanos una bonita canción tras la jornada de hoy!

El modesto caballero no estaba para canciones ni alegrías. Pero, en aras del caballo prometido, aceptó. Entró en la tienda del duque, bebió un vaso de vino tinto y accedió a que le llevasen el laúd. Cantó una canción, y después otra. Los compañeros y señores lo alabaron y bebieron a su salud.

– ¡Que Dios te bendiga, trovador! – exclamó complacido el duque -. Abandona los combates y ven conmigo a la corte; podrás darte la gran vida.

– Sois bondadoso – dijo Marcel suavemente -, pero me habéis prometido un buen caballo, y antes de pensar en otra cosa quiero volver a luchar. ¿De qué me servirían la buena vida y las hermosas canciones, si sé que otros caballeros se baten para conseguir la gloria y el amor?

Uno de ellos se echó a reír:

– ¿Queréis conseguir a la reina, Marcel?

Él continuó:

– A pesar de no ser más que un caballero pobre, quiero lo mismo que queréis vosotros. Aunque no pueda obtener su mano, sí puedo luchar y dar mi sangre por ella, sufrir la derrota y el dolor. Para mí es más dulce morir por ella que darme una buena vida sin ella. Y por si alguien quiere burlarse de lo que acabo de decir, aquí tengo, caballeros, mi afilada espada.

El duque les exhortó a poner paz, y pronto se fueron todos a descansar a sus respectivas tiendas. Iba también el trovador a retirarse cuando el duque lo retuvo con un gesto. Lo miró a los ojos y le dijo con benevolencia:

– Eres muy joven, hijo. ¿Quieres luchar a todo trance por una quimera con todo lo que comporta de peligro, sangre y dolor? Bien sabes que no puedes convertirte en el rey de Valois ni hacer de la reina Herzeloyde tu amante. ¿De qué te sirve derribar a uno o dos caballeros de poca monta? ¡Para lograr tus fines tendrías que matar a los reyes, a Riwalin e incluso a mí y a todos los héroes aquí presentes! Por eso te digo: si quieres luchar, empieza conmigo, y si no puedes vencerme, abandona tu quimera y ponte a mi servicio, tal y como ya te he ofrecido.

Marcel enrojeció, pero respondió sin vacilar:

– Os lo agradezco, señor duque, y mañana mismo quiero batirme con vos.

Se fue inmediatamente a buscar su caballo. El animal lo recibió resoplando amistosamente, comió pan de su mano y apoyó la cabeza en su hombro.

– Sí, Melissa – dijo en voz baja mientras le acariciaba la cabeza -, ya sé que me quieres, Melissa, mi pequeño caballo, pero hubiera sido mejor perecer en los bosque mientras veníamos hasta aquí antes que llegar a este lugar. Que duermas bien, Melissa, mi pequeño caballo.

A la mañana siguiente, a primera hora, se dirigió hacia Kanvoleis y vendió su caballo Melissa a un habitante de la ciudad para obtener a cambio yelmo y escarpes nuevos. Mientras se alejaba, el animal alargaba el cuello hacia él, pero Marcel continuó su camino y no se volvió para mirarlo. Un mozo del duque le proporcionó entonces un rojizo semental, joven y fuerte, y al cabo de una hora, el duque en persona se presentó para batirse en duelo con él. Al ser un señor noble el que luchaba, se agolparon los curiosos. En el primer asalto no ganó ninguno de los dos, ya que el duque de Brabante fue indulgente con él. Pero después, enojado con aquel joven insensato, lo embistió con tal violencia que Marcel cayó hacia atrás, quedó colgando del estribo y fue arrastrado por el semental.

Mientras el aventurero, con heridas e hinchazones por todo el cuerpo, yacía en una tienda del servicio del duque donde se le prodigaban cuidados, por la ciudad y el campamento creció el rumor de la inminente llegada de Gamureth, el héroe célebre en todo el mundo. Apareció con toda pompa y fastuosidad; ya su nombre le había precedido rutilante como una estrella. Los grandes caballeros fruncieron el entrecejo; los pobres y humildes fueron a su encuentro alborozados, mientras que la hermosa Herzeloyde, ruborizada, lo seguía con los ojos. Algunos días después se acercó Gamureth sin prisas al campamento; empezó desafiando y luchando y acabó por derribar a los grandes caballeros, uno tras otro. No se hablaba de otra cosa: él era el vencedor; a él le correspondían la mano y las tierras de la reina. Los rumores, difundidos por todo el campamento, llegaron también a oídos de Marcel, todavía doliente. Por ellos supo que ya no podía albergar esperanzas para con Herzeloyde; oyó cómo elogiaban y ensalzaban a Gamureth y deambuló silencioso por la tienda, apretando los dientes y deseando que le llegara la muerte. Aún hubo de saber más. Efectivamente, lo visitó el duque, le regaló vestidos y le habló del ganador. Y Marcel se enteró de que la reina Herzeloyde palidecía de amor por Gamureth. Del tal Gamureth le llegó la noticia, sin embargo, de que no sólo era un caballero de la reina Anflise de Francia, sino que en tierras paganas también había dejado a una princesa morisca de piel negra, de quien había sido esposo. Cuando el duque hubo partido, se levantó con esfuerzo de su lecho, se vistió y, a pesar del dolor, fue a la ciudad para ver al vencedor, a Gamureth. Y lo vio: era un luchador, moreno y violento; un titán de poderosos miembros que le hizo pensar en un matarife. Logró introducirse furtivamente en el castillo y mezclarse entre los invitados sin ser visto. Allí avistó a la reina, aquella dulce mujer de frágil aspecto que, ardiendo de felicidad y vergüenza, ofrecía sus labios al héroe advenedizo. Sin embargo, ya hacia el final del banquete fue reconocido por su bienhechor, el duque, que le hizo acercarse.

– Permitidme – dijo el duque a la reina – que os presente a este joven caballero. Se llama Marcel y es un trovador con cuyo arte nos deleita a menudo. Si lo deseáis, puede interpretarnos una canción.

Herzeloyde respondió al duque y también al caballero asintiendo amablemente con la cabeza, sonrió y solicitó que le llevaran un laúd. El joven caballero estaba pálido; hizo una profunda reverencia y tomó titubeante el instrumento. Pero pronto sus dedos acariciaron ágilmente las cuerdas, mientras mantenía la mirada fija en la reina y cantaba una canción que en otros tiempos había compuesto en su país. Como estribillo había insertado dos versos simples tras cada estrofa que, inspirados en su corazón herido, resonaban con tristeza. Y aquellos dos versos, entonados aquella noche por primera vez en el castillo, pronto alcanzaron una gran popularidad más allá de aquel lugar y fueron cantados con harta frecuencia. Sonaban así:

Plaisir d´amour ne dure qu´un moment,

Chagrin d´amour dure toute la vie.

Acabada la canción, acompañado por el claro resplandor de las antorchas, que se filtraba a través de las ventanas, Marcel abandonó el castillo. Aquella noche no volvió al campamento sino que partió en otra dirección, fuera de la ciudad. De esa forma, libre de la caballería, se dedicó a llevar la vida errante de un tañedor de laúd.

Aquellas fiestas son agua pasada, y de las tiendas ya no queda nada; ya hace años que el duque de Brabante, el héroe Gamureth y la hermosa reina están muertos; nadie se acuerda de Kanvoleis ni de los torneos de Herzeloyde. Al cabo de los siglos sólo se han salvado sus nombres, que nos parecen extraños y trasnochados, y los versos del joven caballero, que todavía se cantan hoy.

Hermann Hesse: Parábola china. Cuento

hesse (2)Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.

Hermann Hesse: Leyenda china. Cuento

hesse (1)Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.

Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus discípulos:

-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un aspecto nuevo y más hermoso.

Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus experimentos.

Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo. Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se difundían por todas partes.

Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado otra vez. Contaban que había dicho:

-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente más hermoso que antes.

Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y también a los mandarines.

-Tal día dice Meng Hsie tal cosa, y al día siguiente dice lo contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea el entendimiento?

Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír. Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:

-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas.

Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron sacarle una palabra más.

 

Hermann Hesse: La leyenda del rey indio. Cuento

hermann-hesse-voyantEn la antigua India de los dioses, muchos siglos antes del advenimiento de Gotama Buda el excelso, sucedió que los brahmanes ungieron a un nuevo rey. Este joven monarca gozó de la confianza y las enseñanzas de dos sabios varones que le enseñaron a purificarse mediante el ayuno, a someter a la voluntad los impulsos tormentosos de su sangre y a preparar su mente para el entendimiento del Todo y Uno.

En efecto, por esta época habían estallado entre los brahmanes ardorosas polémicas sobre los atributos de los dioses, sobre las relaciones de unas divinidades con otras y sobre las de éstas con el Todo y Uno. Algunos pensadores empezaban a negar la existencia de múltiples divinidades, y postulaban que los nombres de éstas no eran más que denominaciones de los aspectos sensibles del Uno invisible. Otros negaban con apasionamiento estas doctrinas y se aferraban a las viejas divinidades, sus nombres y sus imágenes; ellos precisamente no creían que el Todo y Uno fuese un ser concreto, sino sólo un nombre aplicado al conjunto de todas las divinidades. De manera similar, para unos las palabras sagradas de los himnos eran creaciones temporales, y por consiguiente mudables, mientras otros las tenían por primigenias y la única cosa auténticamente inmutable. En estos aspectos del conocimiento de lo sagrado, lo mismo que en los de… se manifestaba el afán de llegar a conocer las verdades últimas, y por eso dudaban y discutían sin descanso de qué fuese el Espíritu mismo, o sólo su nombre, otros rechazaban esta distinción entre el Espíritu y la palabra, considerando que el ser y su imagen eran entidades inseparables. Casi dos mil años más tarde los mejores ingenios de la Edad Media occidental discutirían casi exactamente los mismos puntos. Y aquende como allende hubo pensadores serios y luchadores desinteresados, pero también hubo prebendados desprovistos de espíritu y de caridad a quienes preocupaba únicamente que tales discusiones no redundasen en el desprestigio del culto o del templo, ni que la libertad de pensamiento o de discusión sobre la naturaleza de las divinidades fuese a mermar, por ventura, el poderío ni las rentas de la casta sacerdotal. Lo que ellos querían era seguir viviendo como parásitos del pueblo; cuando el hijo o la vaca de alguno caían enfermos, los sacerdotes se le metían en casa durante semanas y le chupaban toda la hacienda en forma de ofrendas y de sacrificios.

Y también aquellos dos brahmanes de cuyas enseñanzas disfrutaba el rey, siempre ávido de saber, estaban reñidos en cuanto a las verdades últimas. Pero como ambos tenían fama de gran sabiduría, el rey, entristecido por tal desavenencia, solía decirse: «Si ni siquiera estos dos sabios consiguen ponerse de acuerdo en cuando a la verdad, ¿cómo podré conocerla nunca yo, con mi flaco entendimiento? No dudo de que debe existir una verdad única e indivisible, pero me temo que ni siquiera los brahmanes puedan llegar a conocerla con seguridad».

Cuando los interrogaba al respecto, sus dos preceptores contestaban:

-Muchos son los caminos, pero el destino es único. Ayuna, mortifica las pasiones de tu corazón, recita las estrofas sagradas y medita acerca de ellas.

El rey hizo de buena gana lo que le aconsejaban, y realizó grandes progresos en la sabiduría, pero sin alcanzar nunca su meta de poder contemplar la verdad última. Cierto que logró superar las pasiones de la sangre, así como aborrecer los deseos y los placeres animales. E incluso para comer y beber tomaba solamente lo indispensable (un plátano al día y unos granos de arroz). Así se purificaba de cuerpo y espíritu, y enfocaba al objetivo definitivo todas sus fuerzas e impulsos de su alma. Las palabras sagradas, cuyas sílabas antes le parecían monótonas y vacías, desplegaban ahora para él todos los encantos de su magia y le dispensaban consuelo íntimo. En estos torneos y ejercicios de la razón iba conquistando premio tras premio. Pero siguió sin hallar la clave del secreto final y de todos los misterios del ser, y eso lo tenía triste y cariacontecido.

Entonces decidió disciplinarse por medio de una gran penitencia. Para lo cual se encerró durante cuarenta días en la más apartada de sus estancias sin probar bocado y durmiendo en el suelo, sin manta ni almohada. Su cuerpo enflaquecido exhalaba un aroma de pureza, su rostro delgado relucía de un brillo interior y su mirada avergonzaba a los brahmanes por la ecuanimidad purísima que traslucía. Superada esta prueba de cuarenta días, convocó a todos los brahmanes en el atrio del templo para que ejercitasen su ingenio en la resolución de las cuestiones más difíciles. Y mandó traer vacas blancas con las frentes adornadas de cadenas de oro, como premio para los vencedores del concurso.

Los sacerdotes y los sabios acudieron, tomaron asiento y se enzarzaron sin demora en la batalla de las ideas y de las palabras. Paso a paso demostraron la exacta correspondencia entre los dos mundos, el sensible y el del espíritu, afilaron sus inteligencias en la interpretación de los versículos sagrados y disertaron sobre el Brahma y el Atman. El ser elemental de cien brazos fue comparado con el viento, con el fuego, con el agua, con la sal disuelta en el agua, con la unión del hombre y la mujer. También idearon parábolas e imágenes para describir el Brahma creador de dioses que son más grandes que el mismo Brahma, y distinguieron entre el Brahma creador y el que encierra en sí lo creado, de manera que procuraban compararlo consigo mismo. Y argumentaron brillantemente sobre si el Atman es anterior a su nombre, o si su nombre es idéntico a su esencia o sólo una creación de ésta.

Una y otra vez intervino el rey proponiendo temas para nuevos interrogantes. Sin embargo, cuanto más prodigaban los brahmanes sus respuestas y sus explicaciones, más solo y abandonado se hallaba entre ellos el rey. Cuando más preguntaba y asentía al escuchar las respuestas, y mandaban que fuesen premiadas las más ingeniosas, más ardía en su anterior el anhelo de la verdad misma. Pues bien se daba cuenta de que todos aquellos discursos y análisis no servían sino para dar vueltas alrededor de ella, pero sin tocarla nunca. Nadie lograba entrar en el círculo interior. De manera que, conforme iba proponiendo preguntas y repartía honores, se veía a sí mismo como un niño dedicado junto con otros niños a una especie de juego. Hermoso, sí, pero de los que provocan sonrisas indulgentes por parte de los hombres adultos.

Por eso el rey fue ensimismándose cada vez más, pese a hallarse en medio de la gran asamblea. Cerró todos los sentidos y dirigió su voluntad ardiente a ese foco, la verdad, pues sabía que todos los seres participan de ella y duerme en el interior de cada uno, también en el de los reyes. Y como era un ser puro, en cuyo interior no subsistía ninguna escoria, fue encontrando suficiencia y claridad dentro de sí mismo. Cuanto más se sumía en sí, mayor era la luz que percibía, como el que camina dentro de una caverna y cada paso le lleva más y más cerca del resplandor de la salida.

Mientras tanto, los brahmanes continuaron largo rato hablando y discutiendo, sin darse cuenta de que el rey estaba como sordo y mudo. Se exaltaban, alzaban las voces cada vez más, y no pocos manifestaban así la envidia por las vacas que habían correspondido a otros.

Hasta que, por fin, uno de ellos reparó en la distracción del monarca. Interrumpiendo su discurso, levantó la mano y lo señaló con el dedo, y su interlocutor calló e hizo lo mismo, y el vecino de éste también. Al fondo del atrio algunos grupos alborotaban y charlaban todavía, pero la mayoría guardaba un silencio sepulcral. Hasta que callaron todos, sentados sin decir nada y mirando al rey, que se mantenía erguido, el semblante impasible, la vista dirigida al infinito. Y su rostro irradiaba una luz fría y clara como la de una estrella. Entonces todos los brahmanes se inclinaron ante su éxtasis y comprendieron que cuanto estaban haciendo era sólo un juego de niños, mientras que el personaje real estaba habitado por Dios mismo, el epítome de todos los dioses.

Pero el rey, cuyos sentidos estaban fundidos en la unidad y vueltos hacia lo interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en forma de luz pura que infundía en su interior una certeza dulcísima, a la manera en que un rayo de sol cuando atraviesa una piedra preciosa la convierte en luz y sol, con lo que criatura y creador se hacen uno.

Luego volvió en sí, y cuando miró a su alrededor, sus ojos reían y su frente brillaba como un lucero. Despojándose de sus ropas, salió del templo, salió de la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la selva, donde desapareció para siempre.

Hermann Hesse: La ejecución. Cuento

hermann-hesseEn su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

-¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

Heinrich Böll: La amada no enumerada. Cuento

H bEllos han remendado mis piernas y me han dado un puesto en que puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente… Pero sus estadísticas no están bien. Me da mucha pena, pero no están bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.

En secreto me produce alegría quitarles uno de vez en cuando, y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada que fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y, sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda…

Cuando mi pequeña amada pasa por el puente -y pasa dos veces por día- mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su heladería -yo he sabido entretanto que trabaja en una heladería- cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no la veo a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de las estadísticas…

Está claro que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero tampoco que lo sepa. No debe sospechar de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada, y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su heladería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.

Recientemente me han supervisado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin poderla seguir mirando, y al amigo de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.

El superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho que soy bueno, confiable y fiel. «Errar uno en una hora», ha dicho, «no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos».

Carros de caballos es naturalmente una suerte.

Carros de caballos es una alegría como nunca antes.

Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la heladería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada…

Heinrich Böll: La balanza de los Balek. Cuento

Boll1En la tierra de mi abuelo, la mayor parte de la gente vivía de trabajar en las agramaderas. Desde hacía cinco generaciones, pacientes y alegres generaciones que comían queso de cabra, papas y, de cuando en cuando, algún conejo, respiraban el polvo que desprenden al romperse los tallos del lino y dejaban que éste los fuera matando poco a poco. Por la noche, hilaban y tejían en sus chozas, cantaban y bebían té con menta y eran felices. De día, agramaban el lino con las viejas máquinas, expuestos al polvo y también al calor que desprendían los hornos de secar, sin ningún tipo de protección. En sus chozas había una sola cama, semejante a un armario, reservada a los padres, mientras que los hijos dormían alrededor en bancos. Por la mañana la estancia se llenaba de olor a sopas; los domingos había ganchas, y enrojecían de alegría los rostros de los niños cuando en los días de fiesta extraordinaria el negro café de bellotas se teñía de claro, cada vez más claro, con la leche que la madre vertía sonriendo en sus tazones.

Los padres se iban temprano al trabajo y dejaban a los hijos al cuidado de la casa; ellos barrían, hacían las camas, lavaban los platos y pelaban papas: preciosos y amarillentos frutos cuyas finas mondas tenían que presentar luego para no caer bajo sospecha de despilfarro o ligereza.

Cuando los niños regresaban del colegio debían ir al bosque a recoger setas o hierbas, según la época; asperilla, tomillo, comino y menta, también dedalera, y en verano, cuando habían cosechado el heno de sus miserables prados, recogían amapolas. Las pagaban a un pfennig o por un kilo pfennig en la ciudad, los boticarios las vendían por veinte pfennigs a las señoras nerviosas. Las setas eran lo más valioso: las pagaban a veinte pfenngs por kilo y en las tiendas de la ciudad se vendían a un marco veinte. En otoño, cuando la humedad hace brotar las setas de la tierra, los niños penetraban en lo más profundo y espeso del bosque, y así cada familia tenía sus rincones donde recoger las setas, sitios cuyo secreto se transmitía de generación en generación.

Los bosques y las agramaderas pertenecían a los Balek; en el pueblo de mi abuelo los Balek tenían un castillo, y la esposa del cabeza de familia de cada generación tenía un gabinete junto a la despensa donde se pesaban y pagaban las setas, las hierbas y las amapolas. Sobre la mesa de aquel gabinete estaba la gran balanza de los Balek, un antiguo y retorcido artefacto, de bronce dorado, ante el cual habían esperado los abuelos de mi abuelo, con las cestitas de setas y los cucuruchos de amapolas entre sus sucias manos infantiles, mirando ansiosos cuántos pesos tenía que poner la señora Balek en el platillo para que el fiel de la balanza se detuviera exactamente en la raya negra, aquella delgada línea de la justicia que cada año había que trazar de nuevo. La señora Balek después tomaba el libro de lomo de cuero pardo, apuntaba el peso y pagaba el dinero, en pfennigs o en piezas de diez pfennigs y, muy rara vez, de marco. Y cuando mi abuelo era niño allí había un bote de vidrio con caramelos ácidos de los que costaban a marco el kilo, y cuando la señora Balek que en aquella época gobernaba el gabinete se encontraba de buen humor, metía la mano en aquel bote y le daba un caramelo a cada niño, cuyos rostros enrojecían de alegría como cuando su madre, en los días de fiesta extraordinaria, vertía leche en sus tazones, leche que teñía de claro el café, cada vez más claro hasta llegar a ser tan rubio como las trenzas de las niñas.

Una de las leyes que habían impuesto los Balek en el pueblo, era que nadie podía tener una balanza en su casa. Era tan antigua aquella ley que ya a nadie se le ocurría pensar cuándo y por qué había nacido, pero había que respetarla, porque quien no la obedecía era despedido de las agramaderas, y no se le compraban más setas, ni tomillo ni amapolas; y llegaba tan lejos el poder de los Balek que en pueblos vecinos tampoco había nadie que le diera trabajo ni nadie que le comprara las hierbas del bosque. Pero desde que los abuelos de mi abuelo eran niños y recogían setas y las entregaban para que fueran a amenizar los asados o los pasteles de la gente rica de Praga, a nadie se le había ocurrido infringir aquella ley: los huevos se podían contar, se sabía cuánto se tenía hilado midiéndolo por varas y, por lo demás, la balanza de los Balek, antigua y de bronce dorado, no daba la impresión de poder engañar; cinco generaciones habían confiado al negro fiel de la balanza lo que con ahínco infantil recogían en el bosque.

Si bien entre aquellas pacíficas gentes había algunos que burlaban la ley, cazadores furtivos que pretendían ganar en una sola noche más de lo que hubieran ganado en un mes de trabajo en la fábrica de lino, a ninguno se le había ocurrido la idea de comprarse una balanza o fabricársela en casa. Mi abuelo fue el primero que tuvo la osadía de verificar la justicia de los Balek que vivían en el castillo, que poseían dos coches, que siempre le pagaban a un muchacho del pueblo los estudios de teología en el seminario de Praga, a cuya casa, cada miércoles, acudía el párroco a jugar al tarot, a los que el comandante del departamento, luciendo el escudo imperial en el coche, visitaba para Año Nuevo, y a los que en 1900 el emperador en persona elevó a la categoría de nobles.

Mi abuelo era laborioso y listo; se internaba más en los bosques que los otros niños de su estirpe, se aventuraba en la espesura donde, según contaba la leyenda, vivía Bilgan, el gigante que guarda el tesoro de los Balderar. Pero mi abuelo no tenía miedo a Bilgan: se metía hasta lo más profundo del bosque y, ya de niño, cobraba un importante botín de setas, e incluso encontraba trufas que la señora Balek valoraba en treinta pfennigs la libra. Todo lo que vendía a los Balek mi abuelo lo apuntaba en el reverso de una hoja de calendario: cada libra de setas, cada gramo de tomillo, y, con su caligrafía infantil, apuntaba al lado lo que le habían pagado por ello; desde sus siete años hasta los doce, dejó inscrito cada pfennig. Y cuando cumplió los doce llegó el año 1900 y, para celebrar que le emperador les había concedido un título, los Balek regalaron a cada familia del pueblo un cuarto de libra de café auténtico del que viene del Brasil; también repartieron tabaco y cerveza a los hombres, y en el castillo se celebró una gran fiesta: la avenida de chopos que va de la verja al castillo estaba atestada de coches.

El día anterior a la fiesta repartieron el café en el gabinete donde hacía casi cien años que estaba instalada la balanza de los Balek, que se llamaban ahora Balek von Bilgan, porque, según contaba la leyenda, Bilgan, el gigante, había vivido en un gran castillo allí donde ahora están los edificios de los Balek.

Mi abuelo muchas veces me había contado que, al salir de la escuela, fue a recoger el café de cuatro familias: los Chech, los Weidler, los Vohla y el suyo propio, el de los Brüchen. Era la tarde de Año Viejo: había que adornar las casas, hacer pasteles, y no se quiso prescindir de cuatro muchachos para enviarlos al castillo a recoger un cuarto de libra de café.

Fue así como mi abuelo fue a sentarse en el banquillo de madera del gabinete, y esperando que Gertrud, la criada, le entregara los paquetes de octavo de kilo, previamente pesados, cuatro bolsas, fue que le dio por mirar la balanza en cuyo platillo izquierdo había quedado la pesa de medio kilo; la señora Balek von Bilgan estaba ocupada con los preparativos de la fiesta. Y cuando Gertrud fue a meter la mano en el bote de vidrio de los caramelos ácidos para darle uno a mi abuelo, vio que estaba vacío: lo llenaba una vez al año y en él cabía un kilo de los de un marco:

Gertrud se echó a reír y dijo:

-Espera, voy a buscar más.

Y, con los cuatro paquetes de octavo de kilo que habían sido empaquetados y precintados en la fábrica, se quedó mi abuelo delante de la balanza en la que alguien había dejado la pesa de medio kilo. Tomó los cuatro paquetitos de café, los puso en el platillo vacío y su corazón empezó a latir precipitadamente cuando vio que el negro indicador de la justicia permanecía a la izquierda de la raya, el platillo con la pesa de medio kilo seguía abajo y el medio kilo de café flotaba a una altura considerable; su corazón latía aún con más fuerza que si, apostado en el bosque, hubiese estado aguardando a Bilgan, el gigante; y buscó en el bolsillo unos guijarros de esos que siempre llevaba para disparar con la honda contra los gorriones que picoteaban entre las coles de su madre… tres, cuatro, cinco guijarros tuvo que poner al lado de los cuatro paquetes de café antes de que el platillo con la pesa de medio kilo se elevara y el indicador coincidiera, finalmente, con la raya negra. Mi abuelo sacó el café de la balanza, envolvió los cinco guijarros en su pañuelo, y cuando Gertrud regresó con la gran bolsa de a kilo llena de caramelos ácidos que debían durar otro año para provocar el rubor de la alegría en los rostros de los niños, y ruidosamente los metió en el bote, el muchacho permaneció pálido y silencioso como si nada hubiese ocurrido. Pero mi abuelo sólo tomó tres paquetes de café y Gertrud miró asombrada y asustada al pálido muchacho al ver que tiraba el caramelo ácido al suelo, lo pisoteaba y decía:

-Quiero hablar con la señora Balek.

-Querrás decir Balek von Bilgan -replicó Gertrud.

-Está bien, quiero hablar con la señora Balek von Bilgan.

Pero Gertrud se burló de él y mi abuelo volvió de noche al pueblo, dio el café que les correspondía a los Chech, los Weidler y los Vohla, e hizo ver que aún tenía que ir a hablar con el párroco.

Pero se fue con los cinco guijarros envueltos en el pañuelo, camino adelante. Tuvo que ir muy lejos hasta encontrar quien tuviera una balanza, quien pudiera tenerla; en los pueblos de Blaugau y Bernau nadie la tenía, ya sabía eso, los atravesó y luego de caminar dos horas a oscuras llegó a la villa de Dielheim donde vivía el boticario Honig. Salía de casa de Honig el olor a buñuelos recién hechos y cuando Honig abrió la puerta al muchacho aterido de frío, su aliento olía a ponche y llevaba un cigarro húmedo entre los labios. Oprimió un instante las manos frías del muchacho entre las suyas y dijo:

-¿Qué sucede? ¿Han empeorado los pulmones de tu padre?

-No, señor, no vengo en busca de medicinas; yo quería…

Mi abuelo abrió el pañuelo, sacó los cinco guijarros, se los mostró a Honig y dijo:

-Querría que me pesara esto.

Miró asustado para ver qué cara ponía Honig, pero como no decía nada, no se enfadaba ni le preguntaba nada, añadió:

-Es lo que le falta a la justicia.

Y al entrar en la casa caliente, se dio cuenta de que llevaba los pies mojados. La nieve había traspasado su viejo calzado, y al cruzar el bosque las ramas le habían sacudido la nieve encima; estaba cansado y tenía hambre, y de repente se echó a llorar porque pensó en la gran cantidad de setas, de hierbas y de flores pesadas con la balanza a la que faltaba el peso de cinco guijarros para la justicia. Y cuando, sacudiendo la cabeza y con los cinco guijarros en la mano, Honig llamó a su mujer, mi abuelo pensó en la generación de sus padres y en la de sus abuelos, en todas aquellos que habían tenido que pesar sus setas y sus flores en aquella balanza, y le embargó algo así como una gran ola de injusticia y se echó a llorar aún más, y se sentó sin que nadie se lo dijera en una silla de la casa de Honig, sin fijarse en los buñuelos ni en la taza de café caliente que le ofrecía la buena y gorda señora Honig, y no cesó de llorar hasta que el propio Honig volvió de su tienda y, todavía sopesando los guijarros con una mano, decía en voz baja a su mujer:

-Cincuenta y cinco gramos, exactamente.

Mi abuelo anduvo las dos horas de regreso por el bosque, dejó que en su casa lo azotaran, y calló; tampoco contestó cuando le preguntaron por el café; se pasó la noche echando cuentas en el trozo de papel en el cual había apuntado todo lo que entregara a la actual señora Balek von Bilgan y cuando vio la medianoche, cuando se oyeron los disparos de mortero del castillo, el ruido de las carracas y el griterío jubiloso de todo el pueblo, cuando la familia se hubo abrazado y besado, mi abuelo dijo en el silencio que sigue al Año Nuevo:

-Los Balek me deben dieciocho marcos y treinta y dos pfennigs.

Y de nuevo pensó en todos los niños que había en el pueblo, pensó en su hermano Fritz que había recogido muchas setas, en su hermana Ludmilla, pensó en cientos de niños que habían recogido para los Balek setas, hierbas y flores, y no lloró esta vez, sino que contó a sus padres y a sus hermanos lo que había descubierto.

Cuando el día de Año Nuevo los Balek von Bilgan concurrieron a misa mayor con sus nuevas armas -un gigante sentado al pie de un abeto- en su coche ya campeando sobre azul y oro, vieron los duros y pálidos rostros de la gente mirándolos de hito en hito. Habían esperado ver el pueblo lleno de guirnaldas, y que irían por la mañana a cantarles al pie de sus ventanas, y vivas y aclamaciones, pero, cuando ellos pasaron con su coche, el pueblo estaba como muerto; en la iglesia, los pálidos rostros de la gente se volvieron hacia ellos con expresión enemiga, y cuando el párroco subió al púlpito para decir el sermón, sintió el frío de aquellos rostros hasta entonces tan apacibles y amables, pronunció pesaroso su plática y regresó al altar bañado en sudor. Y cuando, después de la misa, los Balek von Bilgan salieron de la iglesia, pasaron entre dos filas de silenciosos y pálidos rostros. Pero la joven Balek von Bilgan se detuvo delante, junto a los bancos de los niños, buscó la cara de mi abuelo, el pequeño y pálido Franz Brücher y, en la misma iglesia, le preguntó:

-¿Por qué no llevaste el café a tu madre?

Y mi abuelo se levantó y dijo:

-Porque todavía me debe usted tanto dinero como cuestan cinco kilos de café -y sacando los cinco guijarros del bolsillo, los presentó a la joven dama y añadió-: Todo esto, cincuenta y cinco gramos, es lo que falta en medio kilo de su justicia.

Y antes de que la señora pudiera decir nada, los hombres y mujeres que había en la iglesia entonaron el canto:

“La Justicia de la tierra, oh, Señor, te dio muerte…”

Mientras los Balek estaban en la iglesia, Wilhelm Vohla, el cazador furtivo, había entrado en el gabinete, habían robado la balanza y aquel libro tan grueso, encuadernado en piel, en el cual estaban anotados todos los kilos de setas, todos los kilos de amapolas, todo lo que los Balek habían comprado en el pueblo. Y toda la tarde del día de Año Nuevo, estuvieron los hombres del pueblo en casa de mis abuelos contando; contaron la décima parte de todo lo que les habían comprado… pero cuando habían ya contado muchos miles de marcos y aún no terminaban, llegaron los gendarmes del comandante del distrito e irrumpieron en la choza de mi abuelo disparando y empuñado las bayonetas y, a la fuerza, se llevaron la balanza y el libro. En la refriega murió la pequeña Ludmilla, hermana de mi abuelo, resultaron heridos un par de hombres y fue agredido uno de los gendarmes por Wilhem Vohla, el cazador furtivo.

No sólo se sublevó nuestro pueblo, sino también Blaugau y Bernau, y durante casi una semana se interrumpió el trabajo de las agramaderas. Pero llegaron muchos gendarmes y amenazaron a hombres y mujeres con meterlos en la cárcel, y los Balek obligaron al párroco a que exhibiera públicamente la balanza en la escuela y demostrara que el fiel de la justicia estaba bien equilibrado. Y hombres y mujeres volvieron a las agramaderas, pero nadie fue a la escuela a ver al párroco. Estuvo allí solo, indefenso y triste con sus pesas, la balanza y las bolsas de café.

Y los niños volvieron a recoger setas, tomillo, flores y dedaleras, mas cada domingo, en cuanto los Balek entraban a la iglesia, se entonaba el canto “La Justicia de la tierra, oh señor, te dio muerte”, hasta que el comandante del distrito ordenó hacer un pregón en todos los pueblos diciendo que quedaba prohibido aquel himno.

Los padres de mi abuelo tuvieron que abandonar el pueblo y la reciente tumba de su hijita; emprendieron el oficio de cesteros, no se detenían mucho tiempo en ningún lugar, porque les apenaba ver que en todas partes latía mal el péndulo de la justicia. Andaban tras el carro que avanzaba lentamente por las carreteras, arrastrando una cabra flaca; y quien pasara cerca del carro a veces podía oír que dentro cantaban: “La Justicia de la tierra, oh Señor, te dio muerte”. Y quien parara a escucharlos también podía oír la historia de los Balek von Bilgan, a cuya justicia faltaba la décima parte. Pero casi nadie escuchaba.

Ana María Matute: Pecado de omisión. Cuento

Ana María MatuteA los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su padre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del peublo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientos cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque lo recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas. Y como él los de su casa. La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.

Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló de prisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado. -Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea, con las cabras del Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No,   irás   solo.   Por   allí   anda   Roque   el   Mediano.   Iréis   juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de    cabra    y    cecina.    -Andando    -dijo    Emeterio    Ruiz    Heredia Lope  le  miró.  Lope  tenía  los  ojos  negros  y  redondos,  brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por  el  uso,  que  aguardaba,  como  un  perro,  apoyado  en  la  pared. Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el

 

maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo lio un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís. -He visto al Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor.  Ya  sabe:  hay  que  ganarse el  currusco.  La  vida  está  mala.  El «esgraciao» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela… Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió   otra   de   anís.   El   maestro   dijo   que   sí,   con   la   cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenían que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: Pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una botella de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba ahí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbido de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un  bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para  el cerradero. En el mismo cielo, cruzados como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de clase que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano. Francisca comentó:

 

«-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado. Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh!-dijo solamente. O algo parecido. Manuel volvió a mirarle, y lo conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope…!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras veía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo. Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquella, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco, frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope!¡Lope! Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora… En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron             hasta él, así, sin más. Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y  cuando  las  mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él, con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de duelo, de indignación «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no le recoge…» Lope sólo  lloraba  y  decía:

-Sí, sí, sí…»

Clarice Lispector: Amor. Cuento

clarice-lispector-1Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba  aureolada  por  los  tranquilos  deberes.  Nuevamente  encontraba  los  muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir.

Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en  serena  comprensión,  separaba  una  persona  de  las  otras,  las  ropas  estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los «cipós». Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde.

¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola… Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…

—Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

—Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide -le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían  herido  los  ojos.  El  Jardín  Botánico,  tranquilo  y  alto,  la  revelaba.  Con  horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era  verano,  sería  inútil  obligarlos  a  ir  a  dormir.  Ana  estaba  un  poco  pálida  y  reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? -gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

—Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

Herta Müller: La oración fúnebre. Cuento

herta mullerEn la  estación,  los parientes  avanzaban junto al  tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.

Un joven estaba de pie tras la ventanilla  del  tren. El  cristal  le llegaba  hasta debajo de los  brazos. Sostenía  un ramillete  ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.

Una mujer joven  salía de la estación  con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.

El tren iba a la guerra. Apagué el televisor.

Papá  yacía  en  su  ataúd  en  medio  de  la  habitación.  De  las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.

En una de ellas  papá era la  mitad  de grande que la  silla a  la cual se aferraba.

Llevaba  un  vestido  y   sus piernas  torcidas  estaban llenas  de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.

En otra foto aparecía  en traje de novio.  Sólo se le  veía  la  mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía  en la  mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.

En otra foto se veía  a papá ante una valla,  recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el  vacío. Estaba  saludando con la  mano levantada  sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.

En la  foto de al  lado  papá llevaba  una azada al  hombro. Detrás de él,  una planta  de maíz  se erguía  hacia  el  cielo.  Papá tenía  un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y  ocultaba  la cara de papá.

En la  siguiente  foto, papá iba  sentado al  volante  de un camión. El camión estaba  cargado de reses.  Cada semana papá transportaba reses  al  matadero  de  la  ciudad. Papá  tenía una  cara  afilada, de rasgos duros.

En todas las  fotos quedaba congelado  en medio  de un gesto. En todas las  fotos parecía  no saber nada más. Pero papá siempre  sabía más. Por eso todas las  fotos eran falsas. Y todas esas  fotos falsas, con todas  esas  caras  falsas,  habían  enfriado  la  habitación. Quise levantarme  de la  silla,  pero el  vestido  se me había  congelado  en la madera. Mi  vestido era  transparente  y   negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y  le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era  verano. Las  moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El  pueblo  se extendía  bordeando el ancho camino de arena, un camino  caliente,  ocre, que le  calcinaba  a uno los ojos con su brillo.

El  cementerio era de rocalla. Sobre las  tumbas había enormes piedras.

Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había  estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.

Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.

Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.

Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.

Violó a una  mujer en  un campo  de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más.  Tu padre  le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.

Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada. El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. El otro hombrecillo borracho siguió hablando:

Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.

El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.

Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.

El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.

El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.

En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.

Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.

Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.

Se sentó sobre una piedra.

Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!

La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían  los  senos. Sentí mucho frío.

Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.

El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.

Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.

No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé  la  mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes.  Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.

El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el  aire.

Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y  disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva  fúnebre aplaudió.

Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.

El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron. Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos

dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.

Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación  ensordecedora.

Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.

Mi madre había vaciado todas las habitaciones.

En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.

Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.

Vestiré de negro toda mi vida, dijo.

Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.

En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me  hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.

No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.

Te han matado, dijo mi madre.

No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.

De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.

Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.

Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.

Sonó el  despertador. Era un sábado por la mañana, a las  seis  y media.

Doris Lessing: La costumbre de amar. Cuento

Doris LessingEn 1947 George volvió a escribir a Myra y le dijo que ahora que la guerra había quedado bien atrás era el momento de regresar a casa y casarse con él. Myra le respondió desde Australia, adonde había ido con sus dos hijos en 1943 porque tenía parientes allí, diciéndole que sentía que poco a poco se habían ido distanciado; ya no estaba segura de querer casarse con él. George no se permitió desmoronarse. Le mandó el importe del billete de avión y le pidió que fuera a visitarlo. Ella fue dos semanas, porque no podía dejar solos por más tiempo a sus hijos. Le contó que le gustaba Australia, le agradaba el clima —ya no podía soportar el británico— y opinaba que Inglaterra estaba, casi seguro, acabada. Y  se había acostumbrado a echar de menos Londres. También, es de suponer, a George Talbot.

Para George fueron quince días muy dolorosos. Creía que también para ella. Se habían conocido en 1938, vivieron juntos cinco años y durante cuatro intercambiaron  epístolas de amantes separados por el destino. Sin duda, Myra era el amor de su  vida. Hasta ese momento creyó que él también lo había sido para ella. Myra, una mujer atractiva a la que el sol y las playas australianas habían embellecido, le hizo un  gesto de despedida en el aeropuerto, con los ojos repletos de lágrimas.

Los ojos de George al regresar del aeropuerto permanecieron  secos. Si alguien ha querido a una persona con toda el alma, es algo más que el amor lo que desaparece cuando una de las partes de la pareja, que se creyó indisoluble, se aleja en un emotivo adiós. George se bajó pronto del taxi y paseó por Saint James’s Park. Pero le resultó demasiado pequeño y se dirigió a Green Park. Después fue a Hyde Park y de allí a Kensington Gardens. Cuando oscureció y cerraron las enormes puertas del parque tomó un taxi hacia casa. Vivía en un bloque de pisos próximo a Marble Arch. Myra había vivido allí con él durante cinco años, y era el lugar donde había imaginado que volverían a vivir juntos. Entonces se trasladó a un nuevo piso cerca de Covent Garden. Lo hizo poco después de haberle escrito una apenada carta a Myra. Se dio cuenta de que a menudo había recibido cartas así, pero nunca había escrito ninguna. Advirtió que había despreciado por completo todo el sufrimiento que había causado a lo largo de su vida. Aunque Myra le respondió con una carta muy sensata, George Talbot se dijo que definitivamente debía dejar de pensar en ella.

Dejó de ser tan displicente en el trabajo como lo había sido hasta entonces y aceptó producir una nueva obra escrita por un amigo suyo. George Talbot era un hombre de teatro. Hacía  muchos  años  que  no  actuaba, pero  escribía artículos, producía algún espectáculo a veces, pronunciaba discursos en ocasiones importantes y todo el mundo lo conocía. Cuando entraba en un restaurante la gente intentaba captar su atención, aunque a menudo no sabían quién era. En los cuatro años transcurridos desde la partida de Myra había tenido varias aventuras con chicas del mundo del teatro porque se había sentido solo. Había sido franco con Myra sobre estas aventuras, pero ella nunca las mencionó en sus cartas. Ahora llevaba unos meses muy ocupado y pasaba poco tiempo en casa.

Ganaba bastante dinero y mantenía aventuras con mujeres que estaban encantadas de dejarse ver en público con él. Pensó mucho en Myra, pero no le volvió a escribir, ni ella a él, a pesar de que habían acordado que siempre serían buenos amigos.

Una  noche, en el vestíbulo de un  teatro vio a un  viejo amigo al que siempre había admirado, y este le comentó a la joven que lo acompañaba que estaba con el hombre más irresistible de su generación; ninguna mujer había sido capaz de resistírsele. La joven lanzó una breve mirada a través del vestíbulo y respondió: «¿En serio?».

Cuando George Talbot llegó a casa esa noche estaba solo y se miró en el espejo con honestidad. Tenía sesenta años pero no los aparentaba. Fuera lo que fuese lo que había atraído a las mujeres en el pasado, sin duda no era su belleza, y no  había cambiado demasiado: era un hombre robusto, de porte erguido, canoso, peinado con esmero, bien vestido. No había prestado especial atención a su rostro desde aquellos días, muchos años atrás, en que había sido actor; pero en ese instante sufrió un inusitado ataque de vanidad y se acordó de que Myra admiraba su boca y su mujer adoraba sus ojos. Se aficionó a mirarse en los espejos de los vestíbulos y restaurantes, y se veía a sí mismo igual que siempre. Sin embargo, estaba empezando a cobrar conciencia de la discrepancia entre ese afable aspecto y lo que sentía. Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con todo lo que había sido. A menudo, cuando la gente bromeaba, era incapaz de reírse; y su modo de hablar, que había sido ligero y alusivo y sardónico, debía de haber cambiado, porque más de una vez sus viejos amigos le preguntaron si estaba deprimido, y ya no sonreían con agrado cuando contaba alguna de sus historias. Se percató de que ya no lo consideraban una buena compañía. Llegó a la conclusión de que debía de estar enfermo y fue al médico. Este le dijo que su corazón no tenía ningún problema; todavía le quedaban treinta años de vida por delante, por fortuna, añadió con respeto, para el teatro británico.

George comprendió entonces que «tener el corazón roto» significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses. Pronto haría un año. Se desvelaba en mitad de la noche a causa de la opresión en el pecho y por la mañana se despertaba abrumado por la pena. Parecía que aquello no fuera a acabar nunca, y ese pensamiento lo movió a dos acciones. Primero escribió a Myra una carta tierna, redactada con delicadeza, en la que rememoraba los años de su amor. A su debido tiempo recibió una respuesta asimismo tierna y delicada. Después fue a ver a su mujer. Eran, y lo habían sido durante muchos años, buenos amigos. Se veían a menudo, aunque no tanto desde que los hijos se habían hecho mayores; tal vez una o dos veces al año. Y nunca discutían.

Su mujer se había vuelto a casar y ahora era viuda. Su segundo marido había sido miembro del Parlamento y ella trabajaba para el Partido  Laborista, formaba parte del comité consultivo de un hospital y de la junta directiva de una escuela progresista. Tenía cincuenta años pero no los aparentaba. La tarde de su cita llevaba un traje gris claro y zapatos del mismo color, y una onda blanca de cabello cano caía sobre su frente y le daba un aire distinguido. Estaba animada y se alegraba de verlo, y le habló de algún estúpido del comité del hospital que no estaba de acuerdo con la minoría progresista sobre alguna que otra reforma. Siempre habían compartido postura política, a la izquierda del ala centrista del Partido Laborista. Ella simpatizaba con su pacifismo durante la Primera Guerra Mundial (había estado en prisión por ello) y él con su feminismo. Ambos apoyaron a los huelguistas en 1926. Durante los años treinta, después de su divorcio, ella le había ayudado con dinero para una gira con una compañía que representaba Shakespeare para los parados y los hambrientos.

Myra nunca mostró el menor interés por la política, tan solo por sus hijos. Y por George, claro.

George le pidió a su primera esposa que volviera  a casarse con él, y ella se quedó tan sorprendida que dejó caer las pinzas para el azúcar y rompió un platillo. Le preguntó qué había sucedido con Myra y George le respondió:

—Bueno, querida, creo que Myra se ha olvidado de mí durante todos estos años en Australia. En todo caso, ya no me quiere. —Su voz le resultó patética y se asustó, porque no recordaba haber tenido que suplicar nunca a una mujer. Excepto a Myra.

Su esposa lo observó con atención y dijo enérgicamente:

—Estás solo, George. Bueno, nadie puede rejuvenecer.

—¿No crees que estarías menos sola si me tuvieras cerca?

Se levantó de la silla para poder darle la espalda y le dijo que pronto se casaría de nuevo. Iba a contraer matrimonio con un hombre considerablemente más joven que ella, un médico que formaba parte de la minoría progresista del hospital. Por el tono de su voz George comprendió que se sentía orgullosa y a la vez avergonzada  de ese matrimonio, y que por eso le ocultaba el rostro. La felicitó y le preguntó si todavía tenía alguna posibilidad.

—Después de todo, querida, fuimos felices juntos, ¿o no? Nunca he acabado de entender realmente por qué se acabó nuestro matrimonio. Fuiste tú quien quiso ponerle fin.

—No creo que tenga sentido remover el pasado —respondió ella de un modo tajante, y volvió a sentarse frente a él. Le tenía verdadera envidia por ese aspecto juvenil, el rostro sonrosado y unas pocas arrugas bajo el desafiante mechón canoso.

—Pero, querida, me gustaría que me lo contaras. Ahora ya no puede hacer daño, ¿no?  Y siempre me he preguntado… A menudo he pensado en ello y me lo he preguntado. — Podía oír otra vez un deje patético en su voz, pero no sabía cómo evitarlo.

—Te hiciste preguntas —repuso ella— mientras no estabas ocupado con Myra.

—Pero yo no conocía a Myra cuando nos divorciamos.

—Conocías a Phillipa y a Georgina y a Janet y Dios sabe a quién más.

—Pero no me importaban.

Estaba sentada con las manos sobre el regazo, y en su cara se dibujaba una mirada que recordó haber visto cuando ella le dijo, amarga y herida, que se iba a divorciar de él.

—Tampoco yo te importaba —le espetó ella.

—Pero éramos felices. Bueno, yo era feliz… —dijo él mientras su voz se iba apagando y mostraba un patetismo que daba al traste con todo su conocimiento de las mujeres. Porque, mientras estaba ahí sentado, su corazón de viejo verde le decía que las palabras perfectas, el tono adecuado, tenían que existir, y que solo debía encontrarlas. Pero cualquier cosa que decía ponía al descubierto esa voz de perro viejo sin esperanza, y bien sabía que esa voz jamás podría derrotar al gallardo y aguerrido doctor—. Y sí que me preocupaba por ti. A veces pienso que has sido la única mujer importante de mi vida.

Cuando oyó eso, ella se rió.

—Oh, George, ahora no te pongas sensiblero, por favor.

—Bueno, querida, está Myra. Pero Myra apareció cuando tú me dejaste, ¿o no? Ha habido dos mujeres, tú y después Myra. Y nunca he entendido por qué diste al traste con todo cuando parecía que éramos tan felices.

—Nunca te preocupaste por mí —repitió—. Si lo hubieras hecho, no habrías llegado a casa después de estar con Phillipa, Georgina, Janet y las demás ni habrías dicho tan tranquilo que habías estado con ellas en Brighton o dondequiera que fuese.

—Pero si ellas me hubieran importado nunca te lo habría contado.

Ella lo observaba incrédula y ruborizada. ¿Por qué? ¿Por la rabia? George no lo sabía.

—Recuerdo que estaba muy orgulloso —dijo con voz lastimera— de que hubiéramos resuelto la cuestión matrimonial y todos aquellos asuntos. Nuestro matrimonio iba tan bien que aquellos pequeños coqueteos no tenían ninguna importancia. Y yo siempre creí que uno debe poder contar la verdad. Siempre te la conté. ¿O no?

—Muy romántico por tu parte, querido George —dijo ella con sequedad. Él no tardó en levantarse, la besó cariñosamente en la mejilla y se fue.

Paseó durante horas por los parques, con las manos a la espalda erguida y el corazón resentido y dolorido. Cuando cerraron las puertas caminó por las calles iluminadas en las que había pasado cincuenta años de su vida, y recordó a Myra y a Molly como si fueran una única mujer, entrelazadas la una con la otra, una silueta de cálida y grata intimidad, una silueta de felicidad que andaba a su lado. Fue a un pequeño restaurante que solía frecuentar y allí sentada estaba una muchacha que lo conocía porque había asistido a una conferencia suya sobre el estado actual del teatro británico. Se esforzó por reconocer a Myra y a Molly en su rostro, pero no lo logró; pagó su café y el de ella y se encaminó a casa solo. Pero el piso estaba insoportablemente vacío, y volvió a salir y paseó por el canal durante un par de horas, para cansarse un poco, y debía de soplar un viento más frío de lo que le pareció, pues al día siguiente se despertó con un inconfundible dolor en el pecho que nada tenía que ver con su corazón roto.

Tenía gripe y mucha tos. Se quedó en cama y no llamó al médico hasta pasados cuatro días, cuando estaba delirando. El doctor determinó que debía ingresar de inmediato en el hospital.

Pero no estaba dispuesto a hacer tal cosa. Así que el médico dijo que necesitaría cuidados día y noche. Se sometió a las enfermeras hasta que la alegre cordialidad de estas lo entristeció de forma insoportable, y pidió al médico que llamara a su esposa, que sabría encontrar a alguien que lo atendiera con comprensión. En el fondo esperaba que fuera la propia Molly quien lo cuidara, pero cuando ella llegó no se atrevió a mencionarlo, porque estaba ocupada con los preparativos de boda. Le prometió que le encontraría a alguien que no llevara uniforme y que contara chistes. Tenían muchos amigos en común; llamó a uno de los antiguos amores de George, que dijo que conocía a una chica que buscaba un puesto de secretaria para ir tirando una temporada mientras no había trabajo en el teatro, pero que no le importaría hacer de cuidadora un par de semanas.

Así que Bobby Tippett despachó a las enfermeras  e instaló una cama en el estudio. Se pasó el primer día cosiendo junto a la cama de George. Vestía una falda oscura y una recatada blusa estampada con volantitos en los puños, y George, con solo verla coser, ya se sentía mucho mejor. Era una muchacha menuda, delgada, morena, probablemente judía, de ojos tristes y negros. A veces soltaba la labor sobre el regazo, abandonaba las manos encima, y fijaba la mirada dominada por un halo de introspección; parecía entonces una figurita de porcelana china. Cuando se ocupaba de George o abría la puerta a las numerosas visitas, mostraba un encanto frío e incluso lánguido; eran los buenos modos extremos de la crueldad.  Al principio George estaba impactado, pero pronto se dio cuenta de que era una pose: cualquiera que fuese el mundo del que provenía Bobby Tippett, esos modales no pertenecían a la clase inglesa. Respondía  con un «sí» o un «no» a las preguntas sobre su vida. Logró conjeturar que sus padres habían muerto y que tenía una hermana casada a la que veía a veces, y, en lo referente al resto, que había vivido en Londres por aquí y por allá, la mayor parte del tiempo sola, durante diez años o más. Cuando le preguntó si no se había sentido sola durante ese tiempo, ella respondió con voz cansina:

—No, en absoluto. No  me molesta estar sola. —Con todo, la veía como a una niña pequeña, valiente, desamparada frente a Londres, y eso lo conmovía.

No  quería comportarse como el gran hombre de teatro; temía generar la admiración impersonal a la que tan acostumbrado estaba; pese a todo, pronto se vio preguntándole sobre su carrera, con la esperanza de provocar en ella un momento de entusiasmo, pero ella hablaba con desprecio de papeles pequeños, trabajos ocasionales, escenografías y suplencias, con una vocecilla  alegre de actriz de troupe, y él no se daba cuenta de que estuviera acercándose a ella en modo alguno. Así que acabó haciendo aquello que había querido evitar, y recostándose sobre los almohadones como un juez o un empresario, dijo:

—Haz algo por mí, querida: deja que te vea.

Ella salió por la puerta como una niña obediente y regresó con unos vaqueros negros ceñidos, pero vistiendo todavía la recatada blusa. Se quedó de pie en la alfombra, delante de él, e hizo un pequeño número de canción y baile. No estuvo mal. Había visto cientos peores. Se emocionó: ahora la veía, sobre todo, como una pilluela, una golfilla de aspecto andrógino e indefenso. Y absolutamente  conmovedora.

—De hecho —dijo la muchacha—, esto es media escena. Siempre hay alguien más.

Había un gran espejo que cubría casi por completo la pared del fondo de la habitación, profunda y oscura. George se vio reflejado en él: un hombre mayor recostado sobre los almohadones mientras observaba a la pequeña muñeca situada frente a él sobre la alfombra. Vio cómo ella volvía la cabeza hacia su propio reflejo en el espejo ensombrecido, lo estudió y entonces ella comenzó a bailar con su propia imagen, a bailar contra ella, como si existiera. Dos siluetas pequeñas y ligeras bailaban en la habitación de George; resultaba un poco siniestro. Empezó a cantar, una cancioncilla entrecortada con acento cockney, y George sintió que esperaba que la figura del espejo cantara con ella: cantaba como si esperara una respuesta.

—Eso ha estado muy bien, querida —la interrumpió al instante, porque estaba molesto, aunque no sabía por qué—. Pero que muy bien. —Se sintió aliviado cuando ella acabó y se alejó del espejo, y su siniestra sombra desapareció—. ¿Te gustaría que le hablara a alguien de ti, querida? Te ayudaría.  Ya sabes cómo son las cosas en el teatro —sugirió a modo de disculpa.

—Bueno, no me importaría —respondió ella con el mismo acento cockney de su actuación. Y  por un momento en su rostro resplandeció el encanto socarrón e imprudente de los golfillos—. Tal vez sería mejor que me pusiera de nuevo la falda —sugirió—. Es más apropiado para una enfermera, ¿no?

Pero George respondió que le gustaba con aquellos vaqueros negros ceñidos, y a partir de entonces los llevaba siempre, y camisetas sencillas y cortas; y andaba por el piso como un simpático muchacho femenino, hablándole de las obras en las que había tenido pequeños papeles y de los grandes actores y productores a los que había dirigido la palabra alguna vez; eran, por supuesto, amigos de George, o por lo menos sus iguales. Él se recostaba sobre los almohadones y la escuchaba y la observaba, y su corazón seguía roto. Estuvo en cama más de lo necesario, porque no quería que ella se marchara. Cuando se pudo trasladar a una butaca, le dijo:

—No creas que estás obligada a quedarte, querida, si hay algún otro sitio al que prefieras ir. A lo que ella respondió, con un profundo destello de sus ojos negros:

—Pero me quedo, cariño, me quedo. No tengo nada mejor que hacer. —Y añadió con acento cockney—: Oh, ¿no es terrible lo que estoy diciendo?

—Pero ¿te gusta estar aquí? ¿No te importa estar aquí conmigo, querida? —insistió él. Entonces la pausa se hizo más corta. Y ella dijo:

—Sí, por extraño que parezca, me gusta.

Acompañó el «por extraño que parezca» con una rápida mirada, risueña, casi coqueta; y por primera vez en muchos meses, la presión de la soledad se alivió en el corazón de George. Ahora se sentía feliz porque cuando las damas distinguidas y los caballeros del mundo del teatro o de las letras lo iban a ver, Bobby se mostraba distante, como una exquisita ama de llaves, y en el momento en que se iban su pilluela simpatía regresaba. Ello era prueba de su intimidad. A veces la llevaba a cenar o al teatro. Cuando se arreglaba, Bobby se vestía con ropas atrevidas y a la moda y se comportaba con la insolencia de una modelo. George iba a su lado, con una sonrisa cariñosa, a la espera de que llegara el momento en que aquellos negros, atrevidos y arrebatadores ojos volvieran a resplandecer, más allá de la lánguida mirada de la mujer que se exhibía para que la admiraran, mostrándole al mundo  que se divertía con él, prometiéndole que pronto, cuando regresaran al piso, de nuevo solos, volvería a convertirse en aquella chiquilla encantadora o en la gallarda muchacha desamparada.

A veces, por la noche, sentados a oscuras en la habitación, él dejaba caer su mano junto al delgado ángulo del hombro; a veces, cuando se daban las buenas noches, George se inclinaba para besarla y ella agachaba la cabeza de modo que los labios de él topaban con su frente, recatada y servicial.

George se dijo que ella todavía no había despertado. Era una frase que en el pasado había sido el preludio de decenas de cálidos descubrimientos.  Se dijo que ella no tenía ni idea de lo que podía llegar a ser. Por lo visto, había estado casada (dejó caer esa información una vez, mientras contaba una anécdota sobre el teatro), pero George había conocido a muchas mujeres que después de años de matrimonio seguían sin despertar. George le pidió que se casaran, y ella levantó su pequeña e impecable cara con un gesto de animal asustado y dijo:

—¿Por qué quieres casarte conmigo?

—Porque me gusta estar contigo, querida. Me encanta estar contigo.

—Bueno, a  mi  también me  gusta estar contigo. —Sonaba inquisitiva. ¿Se  lo  estaba preguntando a ella misma?—. Es raro —añadió en cockney, riéndose—. Raro pero cierto.

La boda iba a ser discreta, pero se difundió mucho en los periódicos. Poco antes, varios hombres de la generación de George habían contraído matrimonio con mujeres jóvenes. Uno de ellos había tenido un hijo a los setenta. Los diarios lisonjearon a George, y este le contó a Bobby una gran parte de su vida que no había traído a colación antes. Comentó, por ejemplo, que toda su generación había sido más exitosa en los asuntos de amor y sexo que la posterior.

—Mira a mi hijo, por ejemplo —dijo—. A su edad yo había tenido muchos romances y sabía de mujeres. Pero ahí está, cerca de los treinta, y una vez, cuando pasó una semana aquí con una chica con la que pensaba casarse, sé a ciencia cierta que compartieron la misma cama sin que pasara nada. Me lo contó ella. A mí me parece muy extraño. Pero a ella no. Y ahora vive con otro muchacho y escucha discos todo el día y sale con una chica a la que saca dos veces por semana, como un colegial.  Y luego está mi hija, que vino a visitarme un año después de casarse, y estaba hecha un lío tremendo, muy tremendo… me parece que vuestra generación tiene miedo. No sé por qué.

—¿Por qué mi generación?  —preguntó ella, volviendo la cabeza con ese gesto veloz y atento—. No es mi generación.

—Pero tú no eres más que una niña —dijo él con cariño.

George era incapaz de descifrar lo que se escondía tras la mirada oscura y penetrante de aquellos ojos tristes mientras lo observaban en ese momento. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas frente al fuego, con los vaqueros negros satinados, como una muñequita. Pero una señal de alarma sonó en el interior de George y no dijo nada más.

—A los treinta y cinco, uno es un chiquillo —canturreó, dirigiéndole una mirada breve y sardónica por encima del hombro. Pero sonaba alegre.

No volvió a hablarle de los logros de su generación.

Después de la boda la llevó a un pueblo en Normandía donde había estado una vez, muchos años atrás, con una chica llamada Eve. No le mencionó que ya conocía el lugar.

Era primavera y los cerezos estaban en flor. El primer día pasearon al atardecer bajo las ramas blancas, con el brazo de él alrededor de la fina cintura de ella, y George tuvo la sensación de que estaba a punto de volver a cruzar las puertas de una felicidad perdida.

Tenían una habitación amplia y cómoda con ventanas desde las que se veían los cerezos, y había una cama doble. Madame Cruchot, la mujer del granjero, les mostró la habitación con ojos pícaros y mudos, dijo que siempre le alegraba alojar a parejas en luna de miel y les dio las buenas noches.

George hizo el amor a Bobby; ella cerró los ojos y él notó que ella no se sentía en absoluto incómoda. Cuando terminaron la tomó entre sus brazos, y entonces sencillamente regresó, con un incrédulo e impresionante alivio del corazón, a una felicidad que —y ahora le parecía increíblemente ingrato que  pudiera haberlo hecho— había dado  por  sentada durante muchos años. No era posible, pensó, con aquel cuerpo sumiso entre sus brazos, que hubiera podido estar solo durante tanto tiempo. Había sido intolerable. Abrazó el cuerpo silencioso que alentaba y le acarició la espalda y los muslos, y sus manos rememoraron los sentimientos de casi cincuenta años de amor. Podía sentir las emociones memorizadas a lo largo de su vida al recorrer el cuerpo de ella, y su corazón se colmó de un regocijo que le pareció que no había conocido antes, puesto que era el resultado de muchos amores.

Estaba a  punto  de  apoderarse de  sus últimos  recuerdos cuando  ella se apartó  con brusquedad,  se sentó y dijo:

—Me apetece un cigarrillo. ¿Y a ti?

—Sí, claro, querida, si tú quieres.

Fumaron. Se acabaron el cigarrillo, ella se tumbó boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho, y dijo:

—Tengo sueño. —Cerró los ojos. Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, George se apoyó en un codo y la observó. Aún había luz, y la curva de su mejilla era amplia y delicada como la de un niño. La acarició con la palma de la mano, mientras ella seguía sumida en el sueño, pero se encogió como un puño; y la de ella, que era blanca e informe como la de un niño, estaba cerrada sobre la almohada, ante su cara.

George intentó abrazarla y ella se alejó hasta el borde de la cama. Estaba profundamente dormida y su sueño era inalcanzable. No podía soportarlo. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, en el aire frío de la noche primaveral, y contempló los blancos cerezos bajo la luna blanca, y pensó en la gélida chica que dormía en la cama. Se quedó allí, a la impávida luz de la luna, hasta que amaneció. Por la mañana estaba muy resfriado y no  pudo levantarse. Bobby estuvo encantadora, pródiga, alegre.

—Te estoy cuidando, como en los viejos tiempos —comentó, mostrando una deliberada admiración en sus ojos negros. Le pidió a madame Cruchot otra cama, que colocó en una esquina de la habitación, y George pensó que era razonable que no quisiera contagiarse del resfriado; y no se permitió recordar los tiempos pasados en que una enfermedad seria no había constituido un obstáculo para compartir la oscuridad. Decidió olvidar la sensualidad del cansancio, o de la fiebre, o de las profundidades  del sueño. Incluso comenzaba a sentirse avergonzado.

Durante  dos  semanas, dos  veces al  día,  la  mujer  francesa les llevó a  la  habitación espléndidos manjares, y  George y  Bobby bebieron  mucho  vino  tinto  y  calvados y bromearon con madame Cruchot sobre ponerse enfermo en la luna de miel. Regresaron de Normandía bastante antes de lo previsto. Bobby dijo que George estaría mejor en casa, donde sus amigos podrían ir a verlo. Además, era triste estar encerrados en la habitación en primavera, y ambos estaban comiendo más de la cuenta.

La primera noche en el piso, ya de vuelta, George esperó a ver si Bobby se iba a dormir al estudio, pero ella se metió en la cama en pijama, y, por segunda vez, la tuvo entre sus brazos mientras duró el acto; después ella fumó sentada en la cama, y parecía cansada y pequeña y, pensó George, terriblemente joven y ridícula. Esa noche no durmió. Ni siquiera se atrevió a moverse de la cama por miedo a molestarla, y temía quedarse dormido por miedo a que sus piernas rememoraran los hábitos de toda la vida y buscaran las de ella. Por la mañana Bobby se despertó con una sonrisa y él la abrazó, pero ella le dio unos besitos tiernos y se levantó de un salto de la cama.

Ese día dijo que tenía que ir a visitar a su hermana. Estuvo bastante con ella durante las semanas siguientes y no dejó de sugerirle a George que pasara más tiempo con sus amigos. Él le preguntó por qué su hermana no iba a verla allí, al piso. Así que una tarde fue a tomar el té. George la había visto en la boda de pasada y le había desagradado, pero en esa ocasión, por  primera vez, le acometió un  ataque de repulsión ante el propio matrimonio. La hermana era horrorosa: una mujer vulgar, de mediana edad, procedente de algún barrio de la periferia. Tenía un rostro anguloso, oscuro, que fisgoneaba inquisitivamente cada rincón del piso, calculando el precio de los muebles, y una nariz delgada, codiciosa y torcida. Durante dos horas estuvo sentada ante las tazas de té, haciendo gala de sus mejores modales, vestida con un  traje masculino azul oscuro, un  serio sombrero negro y con los pies, enormes, colocados firmes uno junto al otro. Y era como si aquella nariz afilada estuviera manteniendo con su hermana una conversación silenciosa, satírica, sobre George. Bobby se mostraba distante y cortés, como si estuviera deliberadamente cansada de la vida, igual que cuando había invitados; pero George estaba convencido de que era por él. Cuando la hermana se marchó, George no reprimió su crítica. Bobby dijo, riéndose, que ya sabía, por supuesto, que Rosa no le iba a gustar: era bastante insoportable; pero ¿quién había insistido en invitarla? Así que Rosa no volvió más, y Bobby iba con ella al cine o de compras. George se quedaba solo, sentado, y pensaba en Bobby con inquietud o visitaba a viejos amigos. Unos cuantos meses después de que regresaran de Normandía, alguien insinuó a George si no estaría enfermo. Eso le dio que pensar, y se dio cuenta de que no le faltaba mucho para estarlo. Por culpa del insomnio. Noche tras noche se echaba junto a Bobby, que mostraba una alegre y afectuosa sumisión; y observaba la suave curva de su mejilla sobre la almohada, las largas y oscuras pestañas, lisas y tupidas. Nada en su vida lo había conmovido tan profundamente como esa mejilla infantil, la sombra de aquellas pestañas. Una pequeña arruga en la mejilla le parecía el signo de una emoción; un mechón de cabello negro y brillante que le cayera sobre la frente le llenaba los ojos de lágrimas. Sus noches eran largas vigilias de ternura reprimida.

Hasta que una noche ella se despertó  y lo vio observándola.

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida—. ¿No puedes dormir?

—Solo te estoy mirando, querida —respondió él descorazonado.

Bobby se acurrucó a su lado, con el puño delante, sobre la almohada, entre él y ella.

—¿Por qué no eres feliz? —le preguntó de repente.

Y George se rió con insólita y amarga ironía. Ella se incorporó, sentándose con los brazos alrededor de las rodillas, dispuesta a enfrentarse al problema con sentido práctico.

—Esto no es un matrimonio; esto no es amor —sentenció él. Se sentó a su lado. No cayó en la cuenta de que jamás le había hablado en ese tono. El hombre corpulento, con su rostro anciano velado por la pena, se olvidó de ella en ese preciso instante, y su voz fue más allá de ella: desde el pasado, que había recobrado vida en ella, habló con su mismo pasado. Se sentía orgulloso de su experiencia responsable y de la calidez de toda una vida de abundantes respuestas. Su mirada era intensa, satírica y condenatoria. Bobby se acercó a él y le dijo, con una sonrisa tímida y triste:

—Entonces enséñame, George.

—¿Enseñarte? —dijo  él, casi tartamudeando—.  ¿Enseñarte?  —Pero abrazó a  la niña obediente, con la mejilla junto a la suya, hasta que ella se quedó dormida; luego, una presión excesiva sobre su hombro la hizo retroceder y alejarse de él hacia el borde de la cama.

Por la mañana ella lo miró con extrañeza, con un resto de respeto insólitamente triste, y le dijo:

—¿Sabes una cosa, George? Creo que has adquirido la costumbre de amar.

—¿Qué quieres decir, querida?

Ella salió de la cama y se colocó a su lado, una niña desamparada con pijama blanco y el pelo negro alborotado.  Bajó los ojos y sonrió.

—Solo quieres tener algo entre los brazos, eso es todo. ¿Qué haces cuando estás solo? ¿Te abrazas a una almohada?

George no respondió; le había partido el alma.

—Mi  marido  era igual —comentó ella alegremente—. Tiene  gracia, ¿no? Yo no  le importaba lo más mínimo. —Se quedó observándolo, con una sonrisa burlona—. Es curioso, ¿verdad? —añadió, y se dirigió al baño. Era la segunda vez que mencionaba a su marido.

Esa frase, la costumbre de amar, hizo estallar una revolución en el interior de George. Tenía razón, pensó. Se sentía fuera de sí, ajeno a la respuesta instintiva al roce de la piel contra su piel, la presión de un pecho. Tenía la sensación de que estaba descubriendo a una Bobby nueva. Hasta entonces no la había conocido de verdad. La encantadora niña pequeña se había desvanecido y en su lugar vio a una mujer joven, recelosa y curtida por derrotas y fracasos que él nunca se había detenido a valorar. Se dio cuenta de que la tristeza que se escondía tras aquellos ojos negros no era en absoluto impersonal; se dio cuenta del primer brillo gris en sus cabellos lisos; se dio cuenta de que la amplia curva de su mejilla era el comienzo de la flacidez de la mediana edad. Se horrorizó de su propio egoísmo. Ahora, pensó, podría conocerla realmente y, como respuesta, ella empezaría a amarlo.

De repente, George descubrió en su propio interior a un muchacho cuya existencia había ignorado por completo. El roce accidental de la mano de ella lo deleitaba; el vaivén de su falda era capaz de hacerle entornar los ojos de felicidad. La observó con la mirada celosa de un muchacho y comenzó a interrogarla sobre su pasado; sentía que así se apropiaba de ella. Esperaba algún indicio de emoción en el tono de su voz, o una confesión de los pliegues de piel junto a los ojos profundos, oscuros, rebosantes de camaradería. Por la noche seguía siendo un muchacho: el respeto lo sumía en la ineptitud. Esto dio al traste con lo más esencial de la sensualidad de George. Un mes atrás era un hombre vigoroso, refugiado en su experimentada memoria; en el prolongado uso de su cuerpo. Ahora estaba tumbado junto a esa mujer, despierto, y anhelaba no ya el pasado, porque el pasado se había alejado de él, sino fantasear sobre el futuro. Cuando le hacía preguntas como un muchacho celoso y ella se zafaba, George solo veía en ello la hermética virginidad de la muchacha que despertaría ante el chico adulador en que se había convertido.

Pero Bobby seguía durmiendo en una ciudadela, con el puño delante de la cara. Otra noche volvió a despertarse a causa de algún movimiento de él.

—¿Y ahora qué pasa, George? —preguntó, exasperada.

En el silencio que siguió, el muchacho que había resucitado en George sufrió una muerte dolorosa.

—Nada —respondió él—. Nada en absoluto. —Se alejó de ella, derrotado.

Fue él quien se trasladó de la enorme cama al catre que había en el estudio. Ella dijo, con una sonrisa severa y triste:

—¿Ya te has cansado de mí, George? No puedo evitarlo, ya lo sabes. Ni siquiera me gusta mucho dormir con alguien.

George, que en los últimos tiempos había abandonado un poco su trabajo, emprendió el montaje de otra obra y volvía a estar muy ocupado; se convirtió en crítico teatral para uno de los periódicos más importantes, estaba al tanto de las novedades y acudía a todos los estrenos. A veces lo acompañaba Bobby, con sus vestidos llamativos y elegantes, pues lo que la divertía era todo ese juego de estar a la moda. A veces se quedaba en casa. Tenía la capacidad de pasar sola muchas horas sin hacer nada. Cuando George volvía de estar con un montón de gente, de alguna fiesta, la encontraba sentada con las piernas cruzadas frente al fuego, con sus vaqueros ceñidos, la barbilla apoyada en la mano, perdida en algún rincón de sí misma adonde él temía intentar acercarse para seguirla. No podía soportar ponerse de nuevo en una posición en la que tuviera que escuchar  palabras ásperas y frías, que le mostraran que ella no tenía ni la más remota idea de lo que él sentía, porque no estaba en su naturaleza sentirlo. Volvía tarde, y ella preparaba un poco de té para los dos; se sentaban juntos frente al fuego, y él mantenía su cuerpo y sus recuerdos en silencio. Se había acostumbrado a la pesada opresión de la soledad en su pecho, y cuando, al hablar con algún viejo amigo, volvía a ser por poco tiempo aquel George Talbot que todavía no había conocido a Bobby, y su corazón estaba alegre y la opresión desaparecía, se miraba a sí mismo, sorprendido, como si le faltara algo. Casi se sentía ebrio sin el dolor de la soledad.

Le preguntó a Bobby si no le aburría no tener nada que hacer, un mes tras otro, mientras él estaba tan ocupado. Ella respondió que no, que era bastante feliz sin hacer nada. ¿Quizá le gustaría retomar su antiguo trabajo?

—No era muy buena, ¿verdad? —comentó ella.

—Si tienes ganas, querida, puedo hablarle a alguien de ti.

Ella se quedó mirando el fuego con el entrecejo fruncido, pero no dijo nada. Más tarde se lo volvió a sugerir y ella respondió, con una sonrisa:

—Bueno, no me importaría…

Así que George habló con un viejo amigo y Bobby volvió a actuar, una obra sencilla en un pequeño teatro de variedades. Luego le dijo que había encontrado a alguien para ser media naranja del número. George estaba muy ocupado con una producción de Romeo y Julieta y no pudo asistir a los ensayos, pero estaba allí el día del estreno de El excéntrico teatro de variedades. Llegó bastante tarde y se quedó al fondo de aquel teatrillo de pacotilla repleto de sillas pequeñas y precarias. Todo era tan pequeño que el emperifollado público parecía demasiado grande, como gigantes apretujados en una caja. El diminuto escenario estaba vacío, con unos pocos carteles blancos y negros por aquí y por allí, y había un piano. El pianista, un joven de pelo negro que le caía lánguidamente sobre la cara, era bueno y tocaba como si todo aquello le aburriera. Pero tocaba muy bien. George, el hombre de teatro, contempló el primer número para hacerse cargo del talante, y pensó: Oh, Dios, otra vez no. Se trataba de una canción de la Primera Guerra Mundial, y no  podía  soportar  el  torrente  de  emociones  sensibleras que  despertaba. Se  negó  a experimentarlas.  Entonces se percató de que, de todas formas, sus emociones estaban bloqueadas. El piano parecía mofarse de la canción «There’s a Long, Long Trail», que sonaba como si fuera un ejercicio de dedos. «Keep the Home Fires Burning» y «Tipperary» siguieron en el mismo estilo, como si el piano estuviera aburrido. La gente empezaba a reírse entre dientes, entrando en ambiente. Un  joven rubio con bigote que llevaba un uniforme de 1914 salió a escena y cantó como un cadáver fragmentos de canciones; y en ese momento George entendió que él podría haber sido uno de los muertos de aquella canción bélica. Sintió que todas sus reacciones estaban bloqueadas, primero porque no se podía permitir en modo alguno sentir emociones que lo llevaran a esa época (era demasiado doloroso), y después por el estilo del ejercicio de dedos, que se oponía a todo, a cualquier dolor o protesta, y no dejaba más que un vacío. El espectáculo avanzó hasta los años veinte, con fragmentos de canciones populares de esa época y un número sobre la huelga general, que reducía toda la cuestión a un juego de marionetas sin pasión, y después avanzó hacia los años treinta. George entendió que se trataba de una especie de resumen histórico, como si fuera una parodia de la opinión, falsamente heroica, de Noël Coward. Pero ni tan solo llegaba a eso. No había ninguna emoción, nada. George no sabía qué se suponía que debía sentir. Escudriñó con curiosidad los rostros de la gente y vio que los de más edad estaban perplejos, ofendidos, como si el espectáculo fuera un insulto dirigido a ellos. Pero la gente más joven estaba inmersa en el talante de la obra. Pero ¿qué talante? Era una parodia de una parodia. Cuando se evocó la Segunda Guerra Mundial con «Run Rabbit Run», interpretada como si se tratara de Lohengrin, con los soldados burlándose de la simpleza de su propio heroísmo desde el otro lado de la muerte, George no pudo soportarlo más. Dejó de mirar al escenario. Esperaba que apareciera Bobby, para así poder decir que la había visto. Mientras, fumaba y observaba la cara de un muchacho muy joven que estaba a su lado; un semblante pálido, tosco, flácido, pero que estaba reaccionando —por estar habituado al rencor, parecía— ante lo que sucedía en el escenario. De repente, aquel rostro joven emitió un destello de regocijo sarcástico y George volvió su mirada al escenario. Había dos pilluelos que parecían idénticos, con vaqueros negros, ceñidos y satinados, y camisetas blancas muy ajustadas. Ambos llevaban cortos los negros cabellos y alineaban los piececitos. Estaban uno al lado del otro, con los brazos cruzados sobre el pecho con suficiencia, a la espera de que la música empezara a sonar. El hombre sentado al piano, que sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios, empezó a tocar una pieza muy sentimental. Se detuvo y lanzó una mirada inquisitiva y sardónica a los pilluelos. No se habían movido. Se encogieron de hombros y pusieron los ojos en  blanco. Tocó entonces un  himno,  muy llamativo y pomposo. Los pilluelos se pusieron un  poco  nerviosos pero  permanecieron quietos. Entonces el piano lanzó una ráfaga de jazz. Los dos títeres del escenario comenzaron a moverse frenéticamente, mientras sus piernas chocaban entre sí y con la música, y acabaron adoptando gestos de impotencia y desesperación a medida que la música sonaba más alta e irritada. Volvieron a intentarlo y se pusieron a dar vueltas en un patético intento de seguir el ritmo de la música. Entonces los dos niños desamparados se miraron el uno al otro, las caras pequeñas y pálidas y, con una cortés inclinación de cabeza, cada uno se aferró a una frase musical de entre la cascada de sonidos que los había azotado, la retuvo y comenzó a cantar. Bobby cantaba un terrible repertorio de frases cockney sin sentido y las mezclaba, desafinando, de un modo desesperado; el otro pilluelo cantaba frases lánguidas y cansinas de la jerga de la clase alta del momento. Se miraron el uno al otro, ofreciéndose las frases como para comprobar si eran aceptables. Mientras, la música seguía, dura, cruel, hiriente. De nuevo los  dos  se  quedaron  sin  fuerzas   e  indefensos,  inoportunos,  rechazados. George, escandalizado y dolido, se preguntó de nuevo: ¿Qué es lo que siento? ¿Qué debería estar sintiendo? Aquella música nihilista y demente reclamaba alguna oposición, algún acto de afirmación, pero los dos pilluelos, medio chico medio chica, como si fueran gemelos (George tuvo que observar detenidamente a Bobby para no confundirla con «su media naranja del número»), ni siquiera intentaban resistirse a la música. A continuación, después de una pausa prolongada y penosa, se intercambiaron los papeles. Bobby adoptó el papel lánguido y apenado de jovencito debilucho, y el otro niño desamparado entonó frases de falso acento cockney, en una imitación cruel de una voz de mujer. Era la parodia de una parodia de una parodia. George estaba tenso, a la espera de una resolución. Su naturaleza exigía que ahora, y rápido, ya que el cambio resultaba penoso, inverosímil e insoportable, los dos falsos pilluelos rompieran en algún tipo de rebelión. Pero no sucedió nada. El jazz seguía martilleando; el escenario, las paredes, el techo, la sala entera temblaba, y daba la impresión de que la gente no  pudiera evitar dar ligeros saltitos. Los dos  jóvenes del escenario retorcían las extremidades en una mofa deliberada de las convenciones teatrales. Al fin quedaron uno al lado del otro, con los brazos colgando, cabizbajos y sumisos, agitándose todavía un poco mientras la música se elevaba hasta una estrepitosa disonancia final y las luces se encendían. George no podía aplaudir. Vio que el rostro humedecido junto a él aplaudía a rabiar, con el cabello lacio cubriéndole toda la cara. Y vio que toda la gente de más edad estaba perpleja y ofendida. Como él.

Cuando se acabó el espectáculo fue a los camerinos a buscar a Bobby. Estaba con «la otra mitad del número», un chico de buen ver, de unos veinte años, que se mostraba respetuoso ante el impresionante marido de Bobby. George le dijo:

—Has estado muy bien, cariño, pero que muy bien.

Ella lo miró con una sonrisa medio burlona, pero él no entendió de qué se burlaba. Y lo cierto era que ella había estado bien. Pero no quería volver a ver aquello nunca más.

La obra fue un éxito y estuvo en cartel durante meses antes de que la trasladaran a un teatro más importante. George terminó su montaje de Romeo y Julieta que, según dijeron los críticos, era el mejor que se había visto en Londres en muchos años, y rechazó otras ofertas de trabajo. Por ahora no necesitaba el dinero y, además, últimamente no había pasado mucho tiempo con Bobby.

Pero también era cierto que ahora ella trabajaba. Ensayaba varias veces por semana y salía cada noche. George nunca fue a verla al nuevo teatro. No quería encontrarse de nuevo con los dos muchachos tristes e inquietos agitándose al son de aquella música cruel.

Ella parecía feliz. Los diversos papeles que había interpretado para George —pilluela, anfitriona distante, criatura encantadora— quedaron integrados en el de mujer trabajadora que le cocinaba, lo cuidaba y se iba al teatro después de darle un amistoso beso en la mejilla. Su relación se tornó más agradable y afectuosa. George vivía con una buena amiga, su esposa Bobby, de la que se enorgullecía  en muchos sentidos y que asimismo le generaba una soledad permanente.

Un día caminaba por Charing Cross Road, mirando los escaparates de las librerías, cuando vio a Bobby por la otra acera con Jackie, la otra mitad de su número. Tenía un aspecto que nunca le había visto: su rostro sombrío estaba animado y Jackie la miraba y se reía. George pensó que el chico era muy guapo. Sus cabellos y sus ojos desprendían  un cálido resplandor de juventud; tenía la mirada ágil y fugaz de un animal joven.

No estaba celoso en absoluto. Cuando Bobby llegó por la noche, alegre y vivaz, sabía que se lo debía a Jackie y no le importó. Incluso se sintió agradecido. La simpatía que Bobby desbordaba  gracias a «su otra mitad» llegaba hasta él. Y durante algunos meses Myra y su esposa volvieron a ocupar su mente; las veía y las sentía, dos presencias adorables, mujeres jóvenes que amaron a George, que volvieron a la vida gracias a los sentimientos entre Jackie y Bobby. Cualesquiera que fuesen esos sentimientos. El excéntrico teatro de variedades estuvo en cartel casi un año y, cuando acabó, Bobby y Jackie se pusieron a trabajar en otro número. George no sabía de qué se trataba. Opinaba que Bobby necesitaba un descanso, pero no tenía ganas de decírselo. Últimamente estaba cansada, y cuando llegaba a casa por la noche se notaba la tensión por debajo de la alegría. Una vez, mientras ella dormía, él se levantó para observarla.

—Abrázame un poco, George —le pidió. Él abrió los brazos y ella se sumergió en ellos. La abrazó sin moverse. Había acogido en sus brazos a la triste pilluela, pero ahora era una mujer infeliz la que estaba abrazando. Podía notar el roce de las pestañas sobre su hombro y la humedad de las lágrimas.

No se había acostado con ella desde hacía mucho tiempo; parecía que años. Ella no había vuelto a entregársele.

—¿No te parece que estás trabajando demasiado, querida? —le preguntó entonces, mientras observaba su rostro fatigado.

Pero ella respondió, resuelta:

—No; necesito tener algo que hacer. No puedo estar sin hacer nada.

Una noche llovía a cántaros, Bobby no volvió a casa a la hora habitual. Se había encontrado mal todo el día, y George, preocupado, tomó un taxi hasta el teatro y preguntó al conserje si todavía estaba allí. Por lo visto se había ido hacía un rato. «No me pareció que tuviera muy buen aspecto, señor», le informó el conserje, y George se quedó sentado un momento en el taxi mientras intentaba no alarmarse. Entonces indicó al conductor la dirección de Jackie; quería preguntarle si sabía dónde estaba Bobby. Sentado en el asiento trasero del taxi, sin fuerzas, con pesadez en las piernas, pensaba que Bobby se había puesto enferma.

La casa estaba en una callejuela. George se apeó del taxi y caminó por los maltrechos adoquines hasta una puerta que había sido la entrada a una cuadra. Llamó al timbre y un joven al que no conocía le hizo entrar y le dijo que sí, que Jackie Dickson estaba allí. George subió despacio la angosta y empinada escalera de madera, mientras sentía todo el peso de su cuerpo y los latidos de su corazón. Se detuvo al final de la escalera para recuperar el aliento, en medio de una oscuridad que olía a lienzo, aceite y trementina. Se veía una franja de luz por debajo de la puerta; se dirigió hacia allí, llamó, no obtuvo respuesta y abrió. El lugar era una especie de estudio de techo muy alto, desnudo, mal iluminado, lleno de cuadros, marcos y trastos diversos. Jackie, el joven moreno y resplandeciente, sentado con las piernas cruzadas ante al fuego, sonreía mientras alzaba el rostro para decirle algo a Bobby, que estaba en una silla e inclinaba hacia abajo la mirada. Llevaba un vestido oscuro formal y algunas joyas, y los pálidos brazos y el cuello quedaban al desnudo. George pensó que estaba hermosa, dirigiendo al rostro de ella una mirada fugaz que apartó al instante, puesto que podía vislumbrar en este un sentimiento que no quería reconocer. La escena prosiguió un poco antes de que se percataran  de que estaba allí y volvieran las caras, con el mismo movimiento ágil de los animales cuando alguien los perturba, y lo vieran entonces en la puerta. Se quedaron helados. Bobby dirigió al instante la mirada al joven, con un atisbo de miedo. Jackie parecía de mal humor y enfadado.

—Te estaba buscando, cariño —dijo George a su esposa—. Llovía y el conserje me dijo que tenías mal aspecto.

—Muy amable por tu parte —dijo ella. Se levantó de la silla y le tendió la mano a Jackie, quien, con gesto adusto, inclinó de mala gana la cabeza hacia George.

El taxi esperaba en la oscuridad, brillando bajo la lluvia. George y Bobby subieron y se sentaron uno junto al otro, mientras el vehículo arrancaba y salpicaba la calle.

—¿He hecho mal, cariño? —preguntó George al ver que ella no decía nada.

—No —respondió ella.

—De verdad creo que estás enferma. Ella se rió.

—Quizá lo esté.

—¿Cuál es el problema, querida? ¿Qué sucede? Estaba enfadado, ¿verdad? ¿Es porque he venido?

—Cree que estás celoso —respondió  ella escuetamente.

—Bueno, tal vez un poco —comentó George. Ella no dijo nada.

—Lo siento, cariño; en serio. No pretendía estropear nada.

—Bueno,  se trata precisamente de eso —observó ella con un tono impersonal y enfadado.

—¿Por qué? Pero ¿por qué tendría que ser así?

—No le gusta que hagan preguntas sobre él —contestó ella. Y George guardó silencio el resto del trayecto.

Arriba, en el piso cálido, confortable y antiguo, Bobby se quedó  ante  el  fuego mientras él  le  servía una  bebida.  Fumaba  con  apremio,  irritada, contemplando  las llamas.

—Discúlpame, cariño —se resolvió a decirle George—. ¿Qué pasa? ¿Estás enamorada  de él?

¿Quieres dejarme? Si es así, debes hacerlo, por supuesto. Los jóvenes tienen que estar con los jóvenes.

Ella se volvió y lo observó con una extraña mirada sombría que él conocía muy bien.

—George —dijo—, tengo casi cuarenta años.

—Querida, todavía eres una niña. Al menos para mí.

—Y él —continuó— cumplirá veintidós el mes que viene. Podría ser su madre. —Se rió afligida—. Muy penoso, el amor maternal… o así parece… ¿acaso puedo yo saberlo?

Y  entonces estiró hacia la muñeca la piel del brazo desnudo, y se formaron arrugas y pliegues. Apartó el vaso, con el cigarrillo entre los labios apretados, divertidos, enfadados, se soltó los hombros del vestido, de modo que este se deslizó hasta la cintura, y miró hacia abajo, a sus minúsculos y flácidos pechos aún sin estrenar.

—Muy penoso, querido George —dijo, y se subió deprisa el vestido y volvió a convertirse en una mujer formal ataviada para el mundo—. No me quiere. No me quiere en absoluto.

¿Por qué iba a hacerlo? —Y empezó a cantar: No me quiere con un amor verdadero. Entonces dijo, con acento cockney teatral:

—Repito: podría ser su madre, ¿no lo ves? —Y con el habitual destello de sus ojos, intenso, burlón y sombrío, le sonrió.

En ese instante él solo pensaba que esa chica, su querido amor, estaba padeciendo lo que él había padecido, y no podía soportarlo.

¿Cuánto tiempo llevaba sufriendo?  Había estado trabajando con aquel chico desde hacía casi dos años. Ella había estado viviendo a su lado y él no se había percatado de su infelicidad. Se acercó a ella, la abrazó, y ella posó la cabeza sobre su hombro y lloró. Por primera vez, pensó, estaban juntos. Esa noche estuvieron sentados junto al fuego un largo rato, bebieron y fumaron, y ella apoyó la cabeza sobre sus rodillas y él la acariciaba y pensaba que ahora, por fin, Bobby había penetrado en el mundo  de las emociones y podrían aprender a estar juntos de verdad. Podía sentir su vigor despertando entre las piernas por ella. Seguía siendo un hombre.

Al día siguiente Bobby le comunicó que no seguiría con el nuevo espectáculo. Le iba a decir a Jackie que se buscara otra pareja. Además, la obra no era nada del otro mundo.

—En toda mi vida solo he sabido representar un papel muy pequeño —dijo ella riéndose—. A veces encaja y a veces no.

—¿De qué trataba la nueva obra? ¿Cuál es el argumento? —preguntó él. Ella no lo miró a la cara.

—Oh, no es gran cosa. En realidad fue idea de Jackie… —Entonces Bobby se rió—. En realidad es bastante buena, supongo…

—Pero ¿de qué trata?

—Bueno, verás… —Él tuvo de nuevo la impresión de que no quería mirarlo—. Trata de una pareja de amantes. Es una burla… es difícil de explicar sin actuar.

—¿Os reís del amor? —preguntó él.

—Bueno, ya sabes, las actitudes… las cosas que dice la gente. Aparecen un hombre y una mujer; con música, por supuesto. Toda la música que te estás imaginando, pero con un toque excéntrico. Llevamos la misma ropa que en la otra obra. Pasamos por todas las etapas. Es bastante divertido, la verdad… —Su voz, entrecortada, se fue apagando al ver la cara de George—. Bueno —dijo de repente con violencia—. Si eso no es para morirse de risa, entonces, ¿qué lo es? —Y se fue a buscar un cigarrillo.

—¿Te gustaría seguir a pesar de todo? —preguntó él con ironía.

—No. No puedo. No, no puedo soportarlo, de verdad. No puedo soportarlo más, George

—dijo ella, y por su tono comprendió que no era él quien podía enseñarle nada sobre el dolor.

Bobby mencionó que ambos necesitaban unas vacaciones, así que viajaron a Italia. Fueron de un sitio a otro, y nunca se detuvieron más de un día en ningún lugar. George se percató de que rehuía cualquier sitio que pudiera hacer brotar sus emociones. Por la noche le hacía el amor, pero ella cerraba los ojos y pensaba en su otra mitad del espectáculo; y George lo sabía y no le importaba. Sin embargo, aquello que sentía era demasiado intenso para su viejo cuerpo; podía sentir toda una vida de emociones sacudiéndose entre sus piernas, dándole punzadas en las sienes.

De nuevo acortaron  las vacaciones para volver al confortable hogar londinense. La primera mañana tras el regreso ella dijo:

Te estás haciendo mayor para este tipo de cosas. No te sientan bien, tienes un aspecto horrible.

—Pero ¿por qué, querida? ¿De qué vale seguir vivo, si no?

—La gente dirá que te estoy matando —contestó ella, con una mirada pesimista, medio afilada, entre enfadada y divertida.

—Pero querida, créeme…

George podía ver la imagen de ambos en el espejo. Él, un  hombre mayor, arrugado, cabizbajo, con un gesto de hosca obstinación; ella… pero no fue capaz de leer su rostro.

—Quizá me estoy haciendo demasiado vieja —comentó de pronto ella.

Durante unos días estuvo alegre, socarrona, insólitamente tierna. Lo seducía con su mirada coqueta; pero entonces bostezaba bruscamente y decía:

—Me voy a dormir. Buenas noches, George.

—Bueno, claro, querida, si estás cansada.

Una  mañana Bobby le anunció que iba a celebrar una fiesta de cumpleaños; pronto cumpliría cuarenta. El modo en que lo dijo hizo que él se inquietara.

La mañana del cumpleaños entró con la bandeja del desayuno en el estudio donde él había estado durmiendo. Se incorporó sobre la almohada y la observó, espantado. Por  un momento pensó que se trataba de otra mujer. Llevaba un traje azul marino serio, de corte masculino, toscos zapatos negros de cordones, y se había apartado los mechones de pelo del rostro y los había recogido en un moño chapucero. De repente se había convertido en una mujer de mediana edad.

—Pero, cariño —inquirió— cariño, ¿qué te has hecho?

—He cumplido los cuarenta —respondió—.  Ya es hora de crecer.

—Pero, cariño, me encantas con tu ropa simpática. Me encanta lo guapa que estás con tu preciosa ropa.

Ella se rió, dejó la bandeja del desayuno junto a la cama y se alejó con sonoras pisadas de sus zapatones.

Bobby pasó la  mañana  en  la  cocina frente  a  un  enorme  pastel en  el  que  colocó cuidadosamente cuarenta velitas rosa. Pero por lo visto solo había invitado a su hermana, y por la tarde estuvieron los tres sentados alrededor del pastel, mirándose unos a otros. George miraba a Rosa, la hermana, con su horrible traje recto y grueso, y a su encantadora Bobby, que había sepultado toda su gracia y su atractivo en un hosco traje de paño, con el pelo recogido, sin maquillaje. Eran dos mujeres de mediana edad, que hablaban de co mida y de compras.

George no dijo nada. Su cuerpo entero rebosaba derrota.

La espantosa Rosa observó con mirada mordaz el lujoso apartamento, y después a George y luego a su hermana.

—Te has abandonado, ¿no, Bobby? —comentó por fin. Sonaba complacida.

Bobby dirigió una mirada desafiante a George.

—Ya no tengo tiempo para esas tonterías —respondió—. Simplemente no tengo tiempo. Todos estamos muy ocupados. ¿O no?

George se dio cuenta de que las dos mujeres lo estaban mirando. Pensó que tenían la misma mirada sombría, severa, inquisitiva, que se alzaba por encima de las afiladas narices. No podía hablar. Se le había trabado la lengua. Podía sentir cómo corría la sangre por sus venas. Era como si su corazón se estuviera hinchando y ocupara todo su cuerpo. Una enorme y suave extensión de dolor. El martilleo de la sangre en sus oídos no le dejaba oír nada. La sangre le golpeaba en los ojos, pero los cerró para no tener que ver a aquellas dos mujeres.

Gabriel García márquez: Eva está dentro de su gato. Cuento

Caricatura García Marquez1De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer -¡quién sabe dónde!- con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su habitación todo le era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada. O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su  retrato, antiguo, víctimas de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que desde su lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que había que cortar en forma enérgica y radical.

Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el de cualquier cristiano.

Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía soportarse y era amarga y dolorosa… Exactamente como un tumor o como un cáncer.

En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.

Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría -no, no podría jamás- sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel rincón, apartada del resto del mundo.

Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba de “el niño”. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo con un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le  parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando  hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que “el niño” traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento como la estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado allí donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de las lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “el niño” que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.

Pero ahora, en su nueva vida intemporal, inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, con la sangre poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño, desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche -la de su tránsito- hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía del jardín, era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que volviera la tierra a girar alrededor del sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina mortal. “¡El tiempo… oh, el tiempo…!”, suspiró ella recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro mundo.

Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel momento -como de costumbre- seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba demorando el último instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.

La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir. Pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y… ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la despensa. Pero… ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más imperativo. Se levantaría. feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y…

Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.

Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que sin embargo ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma “qué habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios -algunos maliciosos- sobre su desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.

Y ella estaría allí. Contemplaría el momento detalle a detalle desde su rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación. Ahora -quizás la única vez que los necesitaba- no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.

Hacía apenas un segundo -de acuerdo con nuestro mundo temporal- que se había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el niño” persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.

Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.

Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque… -¡oh!- no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. ¡Y sin embargo no estaba en ninguna parte! De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.

Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja unida ahora a la curiosidad de verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pero ya era demasiado tarde.

Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí: había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero no…! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato, recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño” que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de comerse una naranja sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.

Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de todas las atenciones… Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.

Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas así orientó ella su energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería.

Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.

Gabriel García Márquez: La otra costilla de la muerte. Cuento

gaboSin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a formaldehído venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con el aroma de flores recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de serenarse, de recobrar ese ánimo que bruscamente había perdido en el sueño. Debía de ser ya la madrugada porque afuera, en el huerto, había empezado a cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era azul por la ventana abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel despertar brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada por dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana despertaba un lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la tensión nerviosa que  lo había empujado hacia la superficie del sueño, y cerrando los ojos, bocarriba, empezó a buscar nuevamente el hilo de la serenidad. La sangre, arracimada, se le desgajó en la garganta en tanto que más allá, en el pecho, se le desesperaba el corazón robustamente marcando, marcando un ritmo acentuado y ligero como si viniera de una carrera desbocada. Repasó mentalmente los minutos anteriores. Tal vez tuvo un sueño extraño. Pudo ser una pesadilla. No. No había nada de particular, ningún motivo de sobresalto en “eso”.

Iba en un tren (ahora puedo recordarlo) a través de un paisaje (este sueño lo he tenido frecuentemente) de naturalezas muertas, sembrado de árboles artificiales, falsos, frutecidos de navajas, tijeras y otros diversos (ahora recuerdo que debo hacerme arreglar el cabello) instrumentos de barbería. Este sueño lo había tenido frecuentemente pero nunca le produjo ese sobresalto. Detrás de un árbol estaba su hermano, el otro, su gemelo, el que había sido enterrado aquella tarde, gesticulando (esto me ha sucedido alguna vez en la vida real) para que hiciera detener el tren. Convencido de la inutilidad de su mensaje comenzó a correr detrás del vagón hasta cuando se derrumbó, jadeante, con la boca llena de espuma. Ciertamente era su sueño absurdo, irracional, pero que no motivaba en modo alguno ese despertar desasosegado. Cerró los ojos nuevamente con las sienes golpeadas aún por la corriente de sangre que le subía firme como un puño cerrado. El tren penetró a una geografía árida, estéril, aburrida, y un dolor que sintió en la pierna izquierda le hizo desviar la atención del paisaje. Observó que tenía (no debo seguir usando estos zapatos apretados) un tumor en el dedo central del pie. De manera natural, y como si estuviera acostumbrado a ello, sacó del bolsillo un destornillador con el que extrajo la cabeza del tumor. La depositó cuidadosamente en una cajita azul (¿se ven los colores en el sueño?) y por la cicatriz vio asomarse el extremo de un cordón grasiento y amarillo. Sin alterarse, como si hubiera esperado la presencia de ese cordón, tiró de él lentamente, con cuidadosa exactitud. Fue una cinta larga, larguísima, que surgía espontáneamente, sin molestias ni dolor. Un segundo después levantó la vista y vio que el vagón había sido desocupado y que solo, en otro compartimiento del tren, estaba su hermano vestido de mujer frente a un espejo, tratando de extraerse el ojo izquierdo con unas tijeras.

En efecto, le disgustaba aquel sueño, pero no podía explicarse por qué le alteraba la circulación si las veces anteriores, cuando las pesadillas eran horripilantes, había logrado mantener la serenidad. Sintió las manos frías. El olor a violetas y formaldehído persistía y se tornaba desagradable, casi agresivo. Con los ojos cerrados, tratando de quebrar el tono alzado de la respiración, intentó buscar un tema trivial para hundirse otra vez en el sueño que se había interrumpido minutos antes. Podía pensar, por ejemplo, que dentro de tres horas tengo que ir a la agencia funeraria a cancelar los gastos. En el rincón un grillo trasnochado levantó su cascabel y llenó la habitación con su garganta aguda, cortante. La tensión nerviosa empezó a ceder lenta pero eficazmente y advirtió, otra vez, la flojedad, la laxitud de los músculos; se sintió tumbado sobre la colcha blanda y espesa mientras el cuerpo, liviano, ingrávido, traspasado por una dulce sensación de beatitud y cansancio iba perdiendo conciencia de su propia estructura material, de esa sustancia terrena, pesada, que lo definía, que lo situaba en una zona inconfundible y exacta de la escala zoológica, y soportaba en su difícil arquitectura toda una suma de sistemas, de órganos definidos geométricamente que le elevaban a la arbitraria jerarquía de los animales racionales. Los párpados, dóciles ahora, caían sobre la córnea con la          misma naturalidad con que los brazos y las piernas se confundían en un conjunto de miembros que, lentamente, fueron perdiendo independencia; como si todo el organismo se hubiera revuelto en un solo órgano grande, total, y él -el hombre- hubiera dejado sus raíces mortales para penetrar en otras raíces más hondas y firmes, en las raíces eternas de un sueño integral y definitivo. Oyó que afuera, del otro lado del mundo, el canto del grillo se iba debilitando hasta desaparecer de sus sentidos que se habían vuelto hacia adentro, sumergiéndolo a él en una nueva y descomplicada noción de tiempo y espacio; borrando la presencia de ese mundo material; físico y doloroso, lleno de insectos y de acres olores de violetas y formaldehídos.

Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada sintió la liviandad de su muerte artificial y diaria. Se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad.

No podía precisar cuánto tiempo estuvo así, entre esa noble superficie de sueños y realidades; pero sí recordaba que bruscamente, como si le hubiera sido cortada la garganta por una cuchillada, dio un salto en el lecho y sintió que su hermano gemelo, su hermano muerto, estaba sentado al borde de la cama.

Otra vez, como antes, el corazón fue un puño que le vino a la boca y lo empujó a saltar. La luz naciente, el grillo que seguía moliendo la soledad con su organillo destemplado, el aire fresco que subía del universo del jardín, todo contribuyó a hacerlo volver nuevamente al mundo real; pero esta vez podía comprender a qué se debía su sobresalto. Durante los breves minutos de somnolencia y (ahora me doy cuenta), durante toda la noche en que creyó tener un sueño apacible, sencillo, sin pensamientos, su memoria había estado fija en una sola imagen, constante, invariable; en una imagen autónoma que se imponía a su pensamiento a pesar de la voluntad y de la resistencia del pensamiento mismo. Sí. Casi sin que él lo advirtiera “ese” pensamiento se había ido apoderando de él, llenándolo, habitándolo entero, convirtiéndose en un telón de fondo que permanecía fijo detrás de los otros pensamientos, constituyendo el soporte, la vértebra definitiva en el drama mental de su día y de su noche. La idea del cadáver de su hermano gemelo se le había clavado en todo el centro de la vida. Y ahora, cuando ya lo había dejado allá, en su parcela de tierra, con los párpados estremecidos de lluvia, ahora tenía miedo de él.

Nunca creyó que el golpe sería tan fuerte. Por la ventana entreabierta volvió a entrar el olor confundido ya con otro olor a tierra húmeda, a huesos sumergidos, y su olfato le salió al encuentro regocijado, con una tre­menda alegría de hombre bestial. Habían pa­sado ya muchas horas desde el momento en que lo vio retorcerse como un perro malheri­do debajo de las sábanas, aullando, mordiendo ese grito último que le llenaba la garganta de sal; tratando de romper con las uñas el dolor que se le trepaba por la espalda hasta las raíces del tumor. No podía olvidar sus maceteros de animal agonizante, rebelde ante la verdad que se le había parado enfrente, que se había amarrado a su cuerpo con tenacidad, con una constancia imperturbable, definitivamente como la muerte misma. Él lo vio como en los últimos momentos de su ago­nía bárbara. Cuando se rompió las uñas con­tra las paredes, rasguñando ese último peda­zo de vida que se le iba por entre los dedos, que se le desangraba, mientras la gangrena se le metía por el costado como una mujer implacable. Después lo vio tumbarse sobre el lecho revuelto, con un mínimo de cansancio resignado, sudoroso, cuando los dientes llenos de espuma le tiraron al mundo una sonrisa horrible, monstruosa, y la muerte empezó a correrle por los huesos como un río de cenizas.

Fue entonces cuando pensé en el tumor que había dejado de dolerle en el vientre. Lo imaginé redondo (ahora sintió él la misma sensación), hinchado como un sol interior, insoportable como un insecto amarillo que alargaba sus filamentos viciosos hacia el fondo de los intestinos. (Sintió que las vísceras se le desajustaron como ante la inminencia de una necesidad fisiológica.) Tal vez yo tenga alguna vez un tumor como el suyo. Al principio será una esfera pequeña pero creciente que se irá ramificando, agrandándose dentro de mi vientre como un feto. Probablemente lo sienta cuando empiece a moverse, a desplazarse hacia adentro con una furia de niño sonámbulo, transitando por mis intestinos, ciego (se llevó las manos al estómago para contener el dolor agudo), con las manos ansiosas tendidas hacia la sombra, buscando la matriz tibia, el útero hospitalario que no ha de encontrar nunca; en tanto que sus cien patas de animal fantástico se irán enredando en un largo y amarillo cordón umbilical. Sí. Quizás yo (¡el estómago!), como este hermano que acaba de morir, tenga un tumor en la raíz de las vísceras. El olor que había mandado el jardín regresaba ahora fuerte, repugnante, envuelto en una tufarada nauseabunda. El tiempo parecía haberse detenido al borde de la madrugada. Contra el cristal el lucero estaba cuajado, en tanto que la pieza vecina, en donde toda la noche anterior estuvo el cadáver, seguía empujando su fuerte mensaje de formaldehído. Era, ciertamente, un olor distinto al del jardín. Éste era un olor más angustioso, más específico que ese confundido olor de las flores desiguales. Un olor que siempre, después de conocido, relacionó con los cadáveres. Era el olor glacial y exuberante  que le dejó el aldehído fórmico de los anfiteatros. Pensó en el laboratorio. Recordó las vísceras conservadas en alcohol absoluto; en las aves disecadas. A un conejo saturado de formol se le vuelve dura la carne, se deshidrata y pierde su dócil elasticidad hasta convertirse en un conejo perpetuo, eternizado. For­maldehído. ¿De dónde saldrá ese olor? La única manera de contener la podredumbre. Si los hombres tuviéramos formol entre las venas seríamos como las piezas anatómicas sumergidas en alcohol absoluto.

Oyó, allá afuera, el golpeteo de la lluvia creciente que se venía martillando los cristales de la ventana entreabierta. Un aire fresco, regocijado y nuevo entró cargado de humedad. El frío de las manos se intensificó haciéndole sentir la presencia del formol en las arterias; como si la humedad del patio hubiese entrado hasta sus huesos. Humedad. “Allá” hay mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de invierno en que la lluvia traspasará la hierba y la humedad irá a dormir sobre el costado de su hermano, a circularle por el cuerpo como una corriente concreta. Le parecía que los muertos tuvieran necesidad de otro sistema circulatorio que los fuera precipitando hacia otra muerte irremediable y última. En ese momento deseaba que no lloviera más, que el verano fuera una estación eterna y dominante. Por lo que estaba pensando le disgustaba la persistencia de ese tableteo húmedo sobre los cristales. Quería que la arcilla de los cementerios fuera seca, siempre seca, porque lo inquietaba pensar que pasados quince días, cuando la humedad empiece a correrle por el tuétano, ya no habrá otro hombre igual, exactamente igual a él debajo de la tierra.

Sí. Ellos eran dos hermanos gemelos, exactos, que a primera vista nadie podía diferenciar. Antes, cuando estuvieron los dos viviendo sus vidas separadas no eran sino dos hermanos gemelos, simples y apartados como dos hombres diferentes. Espiritualmente no había ningún factor común entre ellos. Pero ahora, cuando la rigidez, la terrible rea­lidad que se le trepaba por la espalda como un animal invertebrado: algo se había disuelto en su atmósfera integral, algo que se pronunciaba como un vacío, como si a su costado se hubiera abierto un precipicio, o como si, bruscamente, le hubiera sido cercenada de un hachazo la mitad de su cuerpo; no de ese cuerpo exacto, anatómico, sometido a una perfecta definición geométrica; no de ese cuerpo físico que ahora sentía miedo, sino de otro cuerpo que venía más allá del suyo, que había estado con él hundido en la noche líquida del vientre materno y se remontaba con él por las ramas de una genealogía antigua; que estuvo con él en la sangre de sus cuatro pares de bisabuelos y vino desde el atrás, desde el principio del mundo, sosteniendo con su peso, con su misteriosa presencia, todo el equilibrio universal. Podía ser que él estuviera con la sangre de Isaac y Rebeca, que fuera su otro hermano el que nació trabado en su calcañal y que vino dando tumbos de generación en generación, noche a noche, de beso en beso, de amor en amor, descendiendo por arterias y testículos hasta llegar, como en un viaje nocturno, a la matriz de su madre reciente. El misterioso itinerario ancestral se le presentaba ahora doloroso y verdadero, ahora que había sido roto el equilibrio y la ecuación resuelta definitivamente. Sabía que algo faltaba a su armonía personal, a su integridad formal y cotidiana: ¡Jacob se había libertado irremediablemente de sus tobillos!

Durante los días en que su hermano estuvo enfermo no tuvo esta sensación porque el rostro demacrado, transfigurado por la fiebre y el dolor, con la barba crecida, se había diferenciado altamente del suyo.

Pero una vez que estuvo inmóvil, tendido sobre su muerte total se llamó a un barbero para que “arreglara” el cadáver. Él estuvo presente, pegado contra el muro, cuando llegó el hombre vestido de blanco y armado con el limpio instrumental de su profesión… Con la precisión de un maestro cubrió de espuma la barba del muerto (la boca espumosa. Así lo vi antes de morir) y, lentamente, como quien va revelando un secreto tremendo, em­pezó a rasurarlo. Fue entonces cuando lo asal­tó “esa” idea horrible. A medida que, al paso de la navaja, iba surgiendo el rostro pálido y terroso del hermano gemelo, él iba sintiendo que aquel cadáver no era una cosa extraña a él, sino que estaba fabricado de su misma sustancia terrena, que era su propia repetición… Sentía la extraña sensación de que sus parientes habían extraído del espejo la imagen suya, la que él veía reflejada en el cristal cuando se afeitaba. Ahora que esa imagen respondía a cada uno de sus movimientos había tomado independencia. Él la había vis­to afeitarse otras veces, todas las mañanas. Pero asistía a la dramática experiencia de que otro hombre estuviera quitándole la barba a la imagen de su espejo, prescindiendo de su propia presencia física. Tuvo la certeza, la seguridad de que si en aquel momento se hu­biera acercado a un cristal lo habría encon­trado en blanco aunque la física no tuviera una explicación exacta para aquel fenómeno. ¡Era la conciencia del desdoblamiento! ¡Su doble era un cadáver! Desesperado, tratando de reaccionar, palpó el muro firme que le subió por el tacto como una corriente de seguridad. El barbero terminó su labor y con la punta de las tijeras cerró los párpados del cadáver. La noche le quedó temblando adentro, en la irrevocable soledad del cuerpo desgajado. Así eran exactos. Dos hermanos idénticos, inquietamente repetidos.

Fue entonces, al observar lo íntimamente ligadas que estaban esas dos naturalezas, cuando se le ocurrió que algo extraordinario, inesperado, iba a acontecer. Imaginó que la separación de los dos cuerpos en el espacio no era más que aparente cuando, en realidad, ambos tenían una naturaleza única, total. Tal vez cuando llegue hasta el muerto la descomposición orgánica, él, el vivo, empiece a podrirse también dentro del mundo animado.

Oyó que la lluvia empezó a gotear con mayor fuerza sobre los cristales y que el grillo reventó su cuerda de repente. Sus manos estaban ahora intensamente frías con una larga frialdad deshumanizada. El olor a formaldehído, acentuado, le hizo pensar en la posibilidad de traerse a la podredumbre que le estaba comunicando su hermano gemelo desde allá, desde su helado hueco de tierra. ¡Eso es absurdo! Tal vez el fenómeno sea inverso: la influencia debía ejercerla él que permanecía con vida, con su energía, con su célula vital. Quizás -en este plano- tanto él como su hermano permanezcan intactos, sosteniendo un equilibrio entre la vida y la muerte para defenderse de la putrefacción. ¿Pero quién podía asegurarlo? ¿No era posible asimismo que el hermano sepultado continuara incorruptible en tanto que la podredumbre invadía al vivo con sus pulpos azules?

Pensó que la última hipótesis era la más probable y se resignó a esperar la llegada de su hora tremenda. La carne se le había puesto suave, adiposa, y creyó sentir que una sustancia azul lo cubría por entero. Olfateó hacia abajo la llegada de sus propios olores corporales, pero sólo el formol de la pieza vecina le agitó las membranas olfativas con un estremecimiento helado, inconfundible. Nada le preocupó después. En su rincón el grillo trató de reiniciar la cantilena mientras una gota gruesa y exacta empezó a colarse por el cielo raso en todo el centro de la habitación. La oyó caer sin sorpresa porque sabía que en ese sitio la madera estaba envejecida, pero se imaginó aquella gota formada por una agua fresca, buena y amiga que venía del cielo, de una vida mejor, más ancha y menos llena de fenómenos idiotas como el amor o como la digestión y la gemelidad. Tal vez esa gota iba a llenar la habitación dentro de una hora o dentro de mil años y a disolver esa armadura mortal, esa sustancia vana que tal vez -¿por qué no?- dentro de breves instantes no sería ya sino una pastosa mezcla de albúmina y de suero. Ahora todo era igual. Entre él y su tumba sólo se interponía su propia muerte. Resignado, oyó la gota, gruesa, pesada, exacta, que golpeaba en el otro mundo, en el mundo equivocado y absurdo de los animales racionales.

Gabriel García Márquez: La tercera resignación. Cuento

Gabriel-García-MárquezAllí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las  sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminable como el golpear de la cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y agarrarlo. Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo con todas sus fuerzas contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, que había dado muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahora estaba tirado en el suelo como cualquier cosa común convertido en un muerto integral.

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por prime­ra vez. Cuando -ante la vista de un cadáver- se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bloque -en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire- estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd, de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies, allá, en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.

Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena.  Era mejor dejarse morir allí; morirse de muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:

-Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió- haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte…

Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar, cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por lo tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

Desde entonces -en el tiempo de su muerte tenía siete años- su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.

¡Pero había algo que le preocupaba más que “ese ruido”! Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacía esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.

Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. ¡Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo cuando, después de medirlo, comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó asimismo de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.

Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto. Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba pesado como un cadáver positivo, innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.

Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente; precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, solo con su soledad. ¿Sentiría miedo después?

Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.

No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para siempre y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día -sin embargo- sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de veinticinco años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.

En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia; nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces que va a subir por los vasos capilares de un manzano y a despertarse mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces -y eso sí le entristecía- que ha perdido su unidad; que ya no es -siquiera- un muerto ordinario, un cadáver común.

La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.

Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la ventana abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de pocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.

Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchonada, terriblemente cómoda: y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!

No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.

Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón que el gato había arrastrado hasta su pieza se descompuso con el calor. No. El “olor” no podía ser de su cuerpo.

Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamado. No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse cuenta del momento en que clavaran la caja. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente tratará de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.

Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un solo golpe, allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.

 

Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza; con tanta fuerza que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes antes de que comenzara a deshacerse y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. Él mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.

Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío ­lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez -¡quién sabe!- la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en una agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.

Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.

 

Horacio Quiroga: El hombre muerto. Cuento

el hombre muertoEl hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses,semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa.

A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste.

Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso… ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al mala-cara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y  tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

Horacio Quiroga: EL hijo. Cuento

el hijoEs un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.

Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe…

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles,sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz,tranquilo, y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos suena un estampido.

—La Saint-Étienne… —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte…

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.

Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: «Sí, papá», hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.

Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia…

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte,costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un…

¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…

—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

—Chiquito… —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante,rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

—Pobre papá…

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres..

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.

—Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…

—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

—Piapiá… —murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.

—No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

***

Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

Ryunosuke Akutagawa: La nariz. Cuento

akutawagaNo hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara.

Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote «que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste» le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.

La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo mal herido.

En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y, suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.

En el templo de lke-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.

Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz.

Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.

Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien, por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.

El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el discípulo:

-Creo que ya ha hervido.

Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:

-¿No te duele? ¿Sabes?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero, ¿no te duele?

En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.

Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: «El médico dijo que había que sacar los granos con una pinza».

Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.

Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:

-Tendrás que hervirla de nuevo.

La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo.

«En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz». El rostro reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu.

Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.

Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era «diferente» al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso…

«Pero si antes no se reían tan abiertamente…» Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabliadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando como «aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado». Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a este problema.

En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.

Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando: «La nariz, te pegaré en la nariz».

Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cidra al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.

Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.

Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano la notó algo hinchada e incluso afiebrada.

-Debo haber enfermado por el tratamiento.

En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana. siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente.

En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.

-Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.

Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño.

Edgar Allan Poe: El coloquio de Monos y Una. Cuento

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Cosas del futuro inmediato.

Sófocles, Antígona

Una.-¿Resucitado?

Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.

Una.-¡La muerte!

Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí… ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!

Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana… diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho… ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.

Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una… ¡ahora para siempre, para siempre mía!

Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.

Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle… Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?

Una.-¿Dónde?

Monos.-Sí.

Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.

Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.

Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.

Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!

Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.

Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno… para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.

Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.

Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad… después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.

No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.

Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.

Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.

Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.

Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.

Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.

Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.

Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme… la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.

Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.

Gabriel García Márquez: En este pueblo no hay ladrones. Cuento

gaboDámaso regresó al cuarto con los primeros gallos. Ana, su mujer, encinta de seis meses, lo esperaba sentada en la cama, vestida y con zapatos. La lámpara de petróleo empezaba a extinguirse. Dámaso comprendió que su mujer no había dejado de esperarlo un segundo en toda la noche, y que aún en ese momento, viéndolo frente a ella, continuaba esperando. Le hizo un gesto tranquilizador que ella no respondió. Fijó los ojos asustados en el bulto de tela roja que él llevaba en la mano, apretó los labios y se puso a temblar. Dámaso la asió por el corpiño con una violencia silenciosa. Exhalaba un tufo agrio.

Ana se dejó levantar casi en vilo. Luego descargó todo el peso del cuerpo hacia adelante, llorando contra la franela a rayas coloradas de su marido, y lo tuvo abrazado por los riñones hasta cuando logró dominar la crisis.

-Me dormí sentada -dijo-, de pronto abrieron la puerta y te empujaron dentro del cuarto, bañado en sangre.

Dámaso la separó sin decir nada. La volvió a sentar en la cama. Después le puso el envoltorio en el regazo y salió a orinar al patio. Entonces ella soltó los nudos y vio: eran tres bolas de billar, dos blancas y una roja, sin brillo, estropeadas por los golpes.

Cuando volvió al cuarto, Dámaso la encontró en una contemplación intrigada.

-¿Y esto para qué sirve? -preguntó Ana.

Él se encogió de hombros.

-Para jugar billar.

Volvió a hacer los nudos y guardó el envoltorio con la ganzúa improvisada, la linterna de pilas y el cuchillo, en el fondo del baúl. Ana se acostó de cara a la pared sin quitarse la ropa. Dámaso se quitó sólo los pantalones. Estirado en la cama, fumando en la oscuridad, trató de identificar algún rastro de su aventura en los susurros dispersos de la madrugada, hasta que se dio cuenta de que su mujer estaba despierta.

-¿En qué piensas?

-En nada -dijo ella.

La voz, de ordinario matizada de registros baritonales, parecía más densa por el rencor. Dámaso dio una última chupada al cigarrillo y aplastó la colilla en el piso de tierra.

-No había nada más -suspiró-. Estuve adentro como una hora.

-Han debido pegarte un tiro -dijo ella.

Dámaso se estremeció. -Maldita sea           -dijo, golpeando con los nudillos el marco de madera de la cama. Buscó a tientas, en el suelo, los cigarrillos y los fósforos.

-Tienes entrañas de burro -dijo Ana-. Has debido tener en cuenta que yo estaba aquí sin poder dormir, creyendo que te traían muerto cada vez que había un ruido en la calle. -Y agregó con un suspiro-: Y todo eso para salir con tres bolas de billar.

-En la gaveta no había sino veinticinco centavos.

-Entonces no has debido traer nada.

-El problema era entrar -dijo Dámaso-. No podía venirme con las manos vacías.

-Hubieras cogido cualquier otra cosa.

-No había nada más -dijo Dámaso.

-En ninguna parte hay tantas cosas como en el salón de billar.

-Así parece -dijo Dámaso-. Pero después, cuando uno está allá adentro, se pone a mirar las cosas y a registrar por todos lados y se da cuenta de que no hay nada que sirva.

Ella hizo un largo silencio. Dámaso la imaginó con los ojos abiertos, tratando de encontrar algún objeto de valor en la oscuridad de la memoria.

-Tal vez -dijo.

Dámaso volvió a fumar. El alcohol lo abandonaba en ondas concéntricas y él asumía de nuevo el peso, el volumen y la responsabilidad de su cuerpo.

-Había un gato allá adentro -dijo-. Un enorme gato blanco.

Ana se volteó, apoyó el vientre abultado contra el vientre de su marido, y le metió la pierna entre las rodillas. Olía a cebolla.

-¿Estabas muy asustado?

-¿Yo?

-Tú -dijo Ana-. Dicen que los hombres también se asustan.

Él la sintió sonreír, y sonrió.

-Un poco -dijo-. No podía aguantar las ganas de orinar.

Se dejó besar sin corresponder. Luego, consciente de los riesgos pero sin arrepentimiento, como evocando los recuerdos de un viaje, le contó los pormenores de su aventura.

Ella habló después de un largo silencio.

-Fue una locura.

-Todo es cuestión de empezar -dijo Dámaso, cerrando los ojos-. Además, para ser la primera vez la cosa no salió tan mal.

El sol calentó tarde. Cuando Dámaso despertó, hacía rato que su mujer estaba levantada. Metió la cabeza en el chorro del patio y la tuvo allí varios minutos, hasta que acabó de despertar. El cuarto formaba parte de una galería de habitaciones iguales e independientes, con un patio común atravesado por alambres de secar ropa. Contra la pared posterior, separados del patio por un tabique de lata, Ana había instalado un anafe para cocinar y calentar las planchas, y una mesita para comer y planchar. Cuando vio acercarse a su marido puso a un lado la ropa planchada y quitó las planchas de hierro del anafe para calentar el café. Era mayor que él, de piel muy pálida, y sus movimientos tenían esa suave eficacia de la gente acostumbrada a la realidad.

Desde la niebla de su dolor de cabeza, Dámaso comprendió que su mujer quería decirle algo con la mirada. Hasta entonces no había puesto atención a las voces del patio.

-No han hablado de otra cosa en toda la mañana -murmuró Ana, sirviéndose el café-. Los hombres se fueron para allá desde hace rato.

Dámaso comprobó que los hombres y los niños habían desaparecido del patio. Mientras tomaba el café, siguió en silencio la conversación de las mujeres que colgaban la ropa al sol. Al final encendió un cigarrillo y salió de la cocina.

-Teresa -llamó.

Una muchacha con la ropa mojada, adherida al cuerpo, respondió al llamado.

-Ten cuidado -dijo Ana. La muchacha se acercó.

-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Dámaso.

-Que se metieron en el salón de billar y cargaron con todo -dijo la muchacha.

Parecía minuciosamente informada. Explicó cómo desmantelaron el establecimiento, pieza por pieza, hasta llevarse la mesa de billar. Hablaba con tanta convicción que Dámaso no pudo creer que no fuera cierto.

-Mierda -dijo, de regreso a la cocina.

Ana se puso a cantar entre dientes. Dámaso recostó un asiento contra la pared del patio, procurando reprimir la ansiedad. Tres meses antes, cuando cumplió 20 años, el bigote lineal, cultivado no sólo con un secreto espíritu de sacrificio sino también con cierta ternura, puso un toque de madurez en su rostro petrificado por la viruela. Desde entonces se sintió adulto. Pero aquella mañana, con los recuerdos de la noche anterior flotando en la ciénaga de su dolor de cabeza, no encontraba por dónde empezar a vivir.

Cuando acabó de planchar, Ana repartió la ropa limpia en dos bultos iguales y se dispuso a salir a la calle.

-No te demores -dijo Dámaso.

-Como siempre.

La siguió hasta el cuarto.

-Ahí te dejo la camisa de cuadros -dijo Ana-. Es mejor que no te vuelvas a poner la franela. -Se enfrentó a los diáfanos ojos de gato de su marido-. No sabemos si alguien te vio.

Dámaso se secó en el pantalón el sudor de las manos.

-No me vio nadie.

-No sabemos -repitió Ana. Cargaba un bulto de ropa en cada brazo-. Además, es mejor que no salgas. Espera primero que yo dé una vueltecita por allá, como quien no quiere la cosa.

No se hablaba de nada distinto en el pueblo. Ana tuvo que escuchar varias veces, en versiones diferentes y contradictorias, los pormenores del mismo episodio. Cuando acabó de repartir la ropa, en vez de ir al mercado como todos los sábados, fue directamente a la plaza.

No encontró frente al salón de billar tanta gente como imaginaba. Algunos hombres conversaban a la sombra de los almendros. Los sirios habían guardado sus trapos de colores para almorzar, y los almacenes parecían cabecear bajo los toldos de lona. Un hombre dormía desparramado en un mecedor, con la boca y las piernas y los brazos abiertos, en la sala del hotel. Todo estaba paralizado en el calor de las doce.

Ana siguió de largo por el salón de billar, y al pasar por el solar baldío situado frente al puerto se encontró con la multitud. Entonces recordó algo que Dámaso le había contado, que todo el mundo sabía pero que sólo los clientes del establecimiento podían tener presente: la puerta posterior del salón de billar daba al solar baldío. Un momento después, protegiéndose el vientre con los brazos, se encontró confundida con la multitud, los ojos fijos en la puerta violada. El candado estaba intacto, pero una de las argollas había sido arrancada como una muela. Ana contempló por un momento los estragos de aquel trabajo solitario y modesto, y pensó en su marido con un sentimiento de piedad.

-¿Quién fue?

No se atrevió a mirar en torno suyo.

-No se sabe -le respondieron-. Dicen que fue un forastero.

-Tuvo que ser -dijo una mujer a sus espaldas-. En este pueblo no hay ladrones. Todo el mundo conoce a todo el mundo.

Ana volvió la cabeza.

-Así es -dijo sonriendo. Estaba empapada en sudor. A su lado había un hombre muy viejo con arrugas profundas en la nuca.

-¿Cargaron con todo? -preguntó ella.

-Doscientos pesos y las bolas de billar      -dijo el viejo. La examinó con una atención fuera de lugar-. Dentro de poco habrá que dormir con los ojos abiertos.

Ana apartó la mirada.

-Así es -volvió a decir. Se puso un trapo en la cabeza, alejándose, sin poder sortear la impresión de que el viejo la seguía mirando.

Durante un cuarto de hora, la multitud bloqueada en el solar observó una conducta respetuosa, como si hubiera un muerto detrás de la puerta violada. Después se agitó, giró sobre sí misma, y desembocó en la plaza.

El propietario del salón de billar estaba en la puerta, con el alcalde y dos agentes de la policía. Bajo y redondo, los pantalones sostenidos por la sola presión del estómago y con unos anteojos como los que hacen los niños, parecía investido de una dignidad extenuante.

La multitud lo rodeó. Apoyada contra la pared, Ana escuchó sus informaciones hasta que la multitud empezó a dispersarse. Después regresó al cuarto, congestionada por la sofocación, en medio de una bulliciosa manifestación de vecinos.

Estirado en la cama, Dámaso se había preguntado muchas veces cómo hizo Ana la noche anterior para esperarlo sin fumar. Cuando la vio entrar, sonriente, quitándose de la cabeza el trapo empapado en sudor, aplastó el cigarrillo casi entero en el piso de tierra, en medio de un reguero de colillas, y esperó con mayor ansiedad.

-¿Entonces?

Ana se arrodilló frente a la cama.

-Que además de ladrón eres embustero -dijo.

-¿Por qué?

-Porque me dijiste que no había nada en la gaveta.

Dámaso frunció las cejas.

-No había nada.

-Había doscientos pesos -dijo Ana.

-Es mentira -replicó él, levantando la voz. Sentado en la cama recobró el tono confidencial-. Sólo había veinticinco centavos.

La convenció.

-Es un viejo bandido -dijo Dámaso, apretando los puños-. Se está buscando que le desbarate la cara.

Ana rió con franqueza.

-No seas bruto.

También él acabó por reír. Mientras se afeitaba, su mujer lo informó de lo que había logrado averiguar. La policía buscaba a un forastero.

-Dicen que llegó el jueves y que anoche lo vieron dando vueltas por el puerto -dijo-. Dicen que no han podido encontrarlo por ninguna parte. -Dámaso pensó en el forastero que no había visto nunca y por un instante sospechó de él con una convicción sincera.

-Puede ser que se haya ido -dijo Ana.

Como siempre, Dámaso necesitó tres horas para arreglarse. Primero fue la talla milimétrica del bigote. Después el baño en el chorro del patio. Ana siguió paso a paso, con un fervor que nada había quebrantado desde la noche en que lo vio por primera vez, el laborioso proceso de su peinado. Cuando lo vio mirándose al espejo para salir, con la camisa de cuadros rojos, Ana se encontró madura y desarreglada. Dámaso ejecutó frente a ella un paso de boxeo con la elasticidad de un profesional. Ella lo agarró por las muñecas.

-¿Tienes moneda?

-Soy rico -contestó Dámaso de buen humor-. Tengo los doscientos pesos.

Ana se volteó hacia la pared, sacó del seno un rollo de billetes, y le dio un peso a su marido, diciendo:

-Toma, Jorge Negrete.

Aquella noche, Dámaso estuvo en la plaza con el grupo de sus amigos. La gente que llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo, colgaba toldos en medio de los puestos de frituras y las mesas de lotería, y desde la prima noche se les oía roncar. Los amigos de Dámaso no parecían más interesados por el robo del salón de billar que por la transmisión radial del campeonato de béisbol, que no podrían escuchar esa noche por estar cerrado el establecimiento. Hablando de béisbol, sin ponerse de acuerdo ni enterarse previamente del programa, entraron al cine.

Daban una película de Cantinflas. En la primera fila de la galería, Dámaso rió sin remordimientos. Se sentía convaleciente de sus emociones. Era una buena noche de junio, y en los instantes vacíos en que sólo se percibía la llovizna del proyector, pesaba sobre el cine sin techo el silencio de las estrellas.

De pronto, las imágenes de la pantalla palidecieron y hubo un estrépito en el fondo de la platea. En la claridad repentina, Dámaso se sintió descubierto y señalado, y trató de correr. Pero en seguida vio al público de la platea, paralizado, y a un agente de la policía, el cinturón enrollado en la mano, que golpeaba rabiosamente a un hombre con la pesada hebilla de cobre. Era un negro monumental. Las mujeres empezaron a gritar, y el agente que golpeaba al negro empezó a gritar por encima de los gritos de las mujeres: “¡Ratero! ¡Ratero!” El negro se rodó por entre el reguero de sillas, perseguido por dos agentes que lo golpearon en los riñones hasta que pudieron trabarlo por la espalda. Luego el que lo había azotado le amarró los codos por detrás con la correa y los tres lo empujaron hacia la puerta. Las cosas sucedieron con tanta rapidez, que Dámaso sólo comprendió lo ocurrido cuando el negro pasó junto a él, con la camisa rota y la cara embadurnada de un amasijo de polvo, sudor y sangre, sollozando: “Asesinos, asesinos.” Después encendieron las luces y se reanudó la película.

Dámaso no volvió a reír. Vio retazos de una historia descosida, fumando sin pausas hasta que se encendió la luz y los espectadores se miraron entre sí, como asustados de la realidad. “Qué buena”, exclamó alguien a su lado. Dámaso no lo miró.

-Cantinflas es muy bueno -dijo.

La corriente lo llevó hasta la puerta. Las vendedoras de comida, cargadas de trastos, regresaban a casa. Eran más de las once, pero había mucha gente en la calle esperando a que salieran del cine para informarse de la captura del negro.

Aquella noche Dámaso entró al cuarto con tanta cautela que cuando Ana lo advirtió entre sueños fumaba el segundo cigarrillo, estirado en la cama.

-La comida está en el rescoldo -dijo ella.

-No tengo hambre -dijo Dámaso.

Ana suspiró.

-Soñé que Nora estaba haciendo muñecos de mantequilla -dijo, todavía sin despertar. De pronto cayó en la cuenta de que había dormido sin quererlo y se volvió hacia Dámaso, ofuscada, frotándose los ojos.

-Cogieron al forastero -dijo.

Dámaso se demoró para hablar.

-¿Quién dijo?

-Lo cogieron en el cine -dijo Ana-. Todo el mundo está por aquellos lados.

Contó una versión desfigurada de la captura. Dámaso no la rectificó.

-Pobre hombre -suspiró Ana.

-Pobre por qué -protestó Dámaso, excitado-. ¿Quisieras entonces que fuera yo el que estuviera en el cepo?

Ella lo conocía demasiado para replicar. Lo sintió fumar, respirando como un asmático, hasta que cantaron los primeros gallos. Después lo sintió levantado, trasegando por el cuarto en un trabajo oscuro que parecía más del tacto que de la vista. Después lo sintió raspar el suelo debajo de la cama por más de un cuarto de hora, y después lo sintió desvestirse en la oscuridad, tratando de no hacer ruido, sin saber que ella no había dejado de ayudarlo un instante al hacerle creer que estaba dormida. Algo se movió en lo más primitivo de sus instintos. Ana supo entonces que Dámaso había estado en el cine, y comprendió por qué acababa de enterrar las bolas de billar debajo de la cama.

El salón se abrió el lunes y fue invadido por una clientela exaltada. La mesa de billar había sido cubierta con un paño morado que le imprimió al establecimiento un carácter funerario. Pusieron un letrero en la pared: “No hay servicio por falta de bolas.” La gente entraba a leer el letrero como si fuera una novedad. Algunos permanecían frente a él, releyéndolo con una devoción indescifrable.

Dámaso estuvo entre los primeros clientes. Había pasado una parte de su vida en los escaños destinados a los espectadores del billar y allí estuvo desde que volvieron a abrirse las puertas. Fue algo tan difícil pero tan momentáneo como un pésame. Le dio una palmadita en el hombro al propietario por encima del mostrador, y le dijo:

-Qué vaina, don Roque.

El propietario sacudió la cabeza con una sonrisita de aflicción, suspirando: “Ya ves.” Y siguió atendiendo a la clientela, mientras Dámaso, instalado en uno de los taburetes del mostrador, contemplaba la mesa espectral bajo el sudario morado.

-Qué raro -dijo.

-Es verdad -confirmó un hombre en el taburete vecino-. Parece que estuviéramos en semana santa.

Cuando la mayoría de los clientes se fue a almorzar, Dámaso metió una moneda en el tocadiscos automático y seleccionó un corrido mexicano cuya colocación en el tablero conocía de memoria. Don Roque trasladaba mesitas y silletas al fondo del salón.

-¿Qué hace? -le preguntó Dámaso.

-Voy a poner barajas -contestó don Roque-. Hay que hacer algo mientras llegan las bolas.

Moviéndose casi a tientas, con una silla en cada brazo, parecía un viudo reciente.

-¿Cuándo llegan? -preguntó Dámaso.

-Antes de un mes, espero.

-Para entonces habrán aparecido las otras -dijo Dámaso.

Don Roque observó satisfecho la hilera de mesitas.

-No aparecerán -dijo, secándose la frente con la manga-. Tienen al negro sin comer desde el sábado y no ha querido decir dónde están. -Midió a Dámaso a través de los cristales empañados por el sudor.- Estoy seguro de que las echó al río.

Dámaso se mordisqueó los labios.

-¿Y los doscientos pesos?

-Tampoco -dijo don Roque-. Sólo le encontraron treinta.

Se miraron a los ojos. Dámaso no habría podido explicar su impresión de que aquella mirada establecía entre él y don Roque una relación de complicidad. Esa tarde, desde el lavadero, Ana lo vio llegar dando saltitos de boxeador. Lo siguió hasta el cuarto.

-Listo -dijo Dámaso-. El viejo está tan resignado que encargó bolas nuevas. Ahora es cuestión de esperar que nadie se acuerde.

-¿Y el negro?

-No es nada -dijo Dámaso, alzándose de hombros-. Si no le encuentran las bolas tienen que soltarlo.

Después de la comida, se sentaron a la puerta de la calle y estuvieron conversando con los vecinos hasta que se apagó el parlante del cine. A la hora de acostarse Dámaso estaba excitado.

-Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo -dijo.

Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.

-Me voy de pueblo en pueblo -continuó Dámaso-. Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.

-Hasta que te peguen un tiro.

-Qué tiro ni qué tiro -dijo él-. Eso no se ve sino en las películas. -Plantado en la mitad del cuarto se ahogaba en su propio entusiasmo. Ana empezó a desvestirse, en apariencia indiferente, pero en realidad oyéndolo con una atención compasiva.

-Me voy a comprar una hilera de vestidos -dijo Dámaso, y señaló con el índice un ropero imaginario del tamaño de la pared-. Desde aquí hasta allí. Y además cincuenta pares de zapatos.

-Dios te oiga -dijo Ana.

Dámaso fijó en ella una mirada seria.

-No te interesan mis cosas -dijo.

-Están muy lejos para mí -dijo Ana. Apagó la lámpara, se acostó contra la pared, y agregó con una amargura cierta-: Cuando tú tengas treinta años yo tendré cuarenta y siete.

-No seas boba -dijo Dámaso.

Se palpó los bolsillos en busca de los fósforos.

-Tú tampoco tendrás que aporrear más ropa -dijo, un poco desconcertado. Ana le dio fuego. Miró la llama hasta que el fósforo se extinguió, y tiró la ceniza. Estirado en la cama, Dámaso siguió hablando.

-¿Sabes de qué hacen las bolas de billar?

Ana no respondió.

-De colmillos de elefantes -prosiguió él-. Son tan difíciles de encontrar que se necesita un mes para que vengan. ¿Te das cuenta?

-Duérmete -lo interrumpió Ana-. Tengo que levantarme a las cinco.

Dámaso había vuelto a su estado natural. Pasaba la mañana en la cama, fumando, y después de la siesta empezaba a arreglarse para salir. Por la noche escuchaba en el salón de billar la transmisión radial del campeonato de béisbol. Tenía la virtud de olvidar sus proyectos con tanto entusiasmo como necesitaba para concebirlos.

-¿Tienes plata? -preguntó el sábado a su mujer.

-Once pesos -respondió ella. Y agregó suavemente-: Es la plata del cuarto.

-Te propongo un negocio.

-¿Qué?

-Préstamelos.

-Hay que pagar el cuarto.

-Se paga después.

Ana sacudió la cabeza. Dámaso la agarró por la muñeca y le impidió que se levantara de la mesa, donde acababan de desayunar.

-Es por pocos días -dijo acariciándole el brazo con una ternura distraída-. Cuando venda las bolas tendremos plata para todo.

Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dámaso no le quitó la mano del hombro ni siquiera cuando conversó con sus amigos en el intermedio. Vieron la película a retazos. Al final, Dámaso estaba impaciente.

-Entonces tendré que robarme la plata -dijo.

Ana se encogió de hombros.

-Le daré un garrotazo al primero que encuentre -dijo Dámaso empujándola por entre la multitud que abandonaba el cine-. Así me llevarán a la cárcel por asesino.

Ana sonrió en su interior. Pero continuó inflexible. A la mañana siguiente, después de una noche tormentosa, Dámaso se vistió con una urgencia ostensible y amenazante. Pasó junto a su mujer, gruñendo:

-No vuelvo más nunca.

Ana no pudo reprimir un ligero temblor.

-Feliz viaje -gritó.

Después del portazo empezó para Dámaso un domingo vacío e interminable. La vistosa cacharrería del mercado público y las mujeres vestidas de colores brillantes que salían con sus niños de la misa de ocho, ponían toques alegres en la plaza, pero el aire empezaba a endurecerse de calor.

Pasó el día en el salón de billar. Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación.

Después de que cerraron el salón, Dámaso se encontró sin rumbo en una plaza que parecía desangrarse. Descendió por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de una música alegre y remota. Al final de la calle había una sala de baile enorme y escueta, adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una banda de músicos sobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor a carmín de labios.

Dámaso se instaló en el mostrador. Cuando terminó la pieza, el muchacho que tocaba los platillos en la banda recogió monedas entre los hombres que habían bailado. Una muchacha abandonó su pareja en el centro del salón y se acercó a Dámaso.

-Qué hubo, Jorge Negrete.

Dámaso la sentó a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la oreja, preguntó en falsete:

-¿Qué toman?

La muchacha se dirigió a Dámaso.

-¿Qué tomamos?

-Nada.

-Es por cuenta mía.

-No es eso -dijo Dámaso-. Tengo hambre.

-Lástima -suspiró el cantinero-. Con esos ojos.

Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la muchacha parecía excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el barniz de los labios impedían conocer su verdadera edad. Después de comer, Dámaso la siguió al cuarto, al fondo de un patio oscuro donde se sentía la respiración de los animales dormidos. La cama estaba ocupada por un niño de pocos meses envuelto en trapos de colores. La muchacha puso los trapos en una caja de madera, acostó al niño dentro, y luego puso la caja en el suelo.

-Se lo van a comer los ratones -dijo Dámaso.

-No se lo comen -dijo ella.

Se cambió el traje rojo por otro más descotado con grandes flores amarillas.

-¿Quién es el papá? -preguntó Dámaso.

-No tengo la menor idea -dijo ella. Y después, desde la puerta-: Vuelvo en seguida.

La oyó cerrar el candado. Fumó varios cigarrillos, tendido boca arriba y con la ropa puesta. El lienzo de la cama vibraba al compás del bambo. No supo en qué momento se durmió. Al despertar, el cuarto parecía más grande en el vacío de la música.

La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.

-¿Qué hora es?

-Como las cuatro -dijo ella-. ¿No ha llorado el niño?

-Creo que no -dijo Dámaso.

La muchacha se acostó muy cerca de él, escrutándolo con los ojos ligeramente desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dámaso comprendió que ella había estado bebiendo en serio. Trató de apagar la lámpara.

-Déjala así -dijo ella-. Me encanta mirarte los ojos.

El cuarto se llenó de ruidos rurales desde el amanecer. El niño lloró. La muchacha lo llevó a la cama y le dio de mamar, cantando entre dientes una canción de tres notas, hasta que todos se durmieron. Dámaso no se dio cuenta de que la muchacha despertó hacia las siete, salió del cuarto y regresó sin el niño.

-Todo el mundo se va para el puerto   -dijo.

Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la noche.

-¿A qué?

-A ver al negro que se robó las bolas -dijo ella-. Hoy se lo llevan.

Dámaso encendió un cigarrillo.

-Pobre hombre -suspiró la muchacha.

-Pobre por qué -dijo Dámaso-. Nadie lo obligó a ser ratero.

La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy baja:

-No fue él.

-Quién dijo.

-Yo lo sé -dijo ella-. La noche que se metieron en el salón de billar el negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.

-Gloria se lo puede decir a la policía.

-El negro se lo dijo -dijo ella-. El alcalde vino donde Gloria, volteó el cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.

Dámaso se levantó antes de las ocho.

-Quédate -le dijo la muchacha-. Voy a matar una gallina para el almuerzo.

Dámaso sacudió la peinilla en la palma de la mano antes de guardársela en el bolsillo posterior del pantalón.

-No puedo -dijo, atrayendo a la muchacha por las muñecas. Ella se había lavado la cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que le daban un aire desamparado. Lo abrazó por la cintura.

-Quédate -insistió.

-¿Para siempre?

Ella se ruborizó ligeramente, y lo separó.

-Embustero -dijo.

Ana se sentía agotada aquella mañana. Pero se contagió de la excitación del pueblo. Recogió más a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana, y se fue al puerto a presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente esperaba frente a las lanchas listas para zarpar. Allí estaba Dámaso.

Ana lo hurgó con los índices por los riñones.

-¿Qué haces aquí? -preguntó Dámaso dando un salto.

-Vine a despedirte -dijo Ana.

Dámaso golpeó con los nudillos un poste del alumbrado público.

-Maldita sea -dijo.

Después de encender el cigarrillo arrojó al río la cajetilla vacía. Ana sacó otra del corpiño y se la metió en el bolsillo de la camisa. Dámaso sonrió por primera vez.

-Eres burra -dijo.

-Ja, ja -hizo Ana.

Poco después embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza, las muñecas amarradas a la espalda con una soga tirada por un agente de la policía. Otros dos agentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas de la multitud con una dignidad pasiva. En la puerta del salón de billar, donde se había concentrado la mayor cantidad de público para participar de los dos extremos del espectáculo, el propietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo observó con una especie de fervor.

La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y manos a un tambor de petróleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del río y pitó por última vez, la espalda del negro lanzó un destello.

-Pobre hombre -murmuró Ana.

-Criminales -dijo alguien cerca de  ella-. Un ser humano no puede aguantar tanto sol.

Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a moverse hacia la plaza.

-Hablas mucho -susurró al oído de Ana-. Lo único que falta es que te pongas a gritar el cuento.

Ella lo acompañó hasta la puerta del billar.

-Por lo menos anda a cambiarte -le dijo al abandonarlo-. Pareces un pordiosero.

La novedad había llevado al salón una clientela alborotada. Tratando de atender a todos, don Roque servía a varias mesas al mismo tiempo. Dámaso esperó a que pasara junto a él.

-¿Quiere que lo ayude?

Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los vasos embocados en el cuello.

-Gracias, hijo.

Dámaso llevó las botellas a la mesa. Tomó varios pedidos, y siguió trayendo y llevando botellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada, cuando volvió al cuarto, Ana comprendió que había estado bebiendo. Le cogió la mano y se la puso en el vientre de ella.

-Tienta aquí -le dijo-. ¿No sientes?

Dámaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.

-Ya está vivo -dijo Ana-. Se pasa la noche dándome pataditas por dentro.

Pero él no reaccionó. Concentrado en sí mismo, salió al día siguiente muy temprano y no volvió hasta la medianoche. Así transcurrió la semana. En los escasos momentos que pasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la conversación. Ana extremó su solicitud. En cierta ocasión, al principio de su vida en común, él se había comportado de igual modo, y entonces ella no lo conocía tanto como para no intervenir. Acaballado sobre ella en la cama, Dámaso la había golpeado hasta hacerla sangrar.

Esta vez esperó. Por la noche ponía junto a la lámpara una cajetilla de cigarrillos, sabiendo que él era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no la necesidad de fumar. Por fin, a mediados de julio, Dámaso regresó al cuarto al atardecer. Ana se inquietó, pensando que él debía estar muy aturdido cuando venía a buscarla a esa hora. Comieron sin hablar. Pero antes de acostarse, Dámaso estaba ofuscado y blando, y dijo espontáneamente:

-Me quiero ir.

-¿Para dónde?

-Para cualquier parte.

Ana examinó el cuarto. Las carátulas de revistas que ella misma había recortado y pegado en las paredes hasta empapelarlas por completo con litografías de actores de cine, estaban gastadas y sin color. Había perdido la cuenta de los hombres que paulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se habían ido llevando esos colores.

-Estás aburrido conmigo -dijo.

-No es eso -dijo Dámaso-. Es este    pueblo.

-Es un pueblo como todos.

-No se pueden vender las bolas.

-Deja esas bolas tranquilas -dijo Ana-. Mientras Dios me dé fuerzas para aporrear ropa no tendrás que andar aventurando. -Y agregó suavemente después de una pausa-: No sé cómo se te ocurrió meterte en eso.

Dámaso terminó el cigarrillo antes de hablar.

-Era tan fácil que no me explico cómo no se le ocurrió a nadie -dijo.

-Por la plata -admitió Ana-. Pero nadie hubiera sido tan bruto de traerse las bolas.

-Fue sin pensarlo -dijo Dámaso-. Ya me venía cuando las vi detrás del mostrador, metidas en su cajita, y pensé que era mucho trabajo para venirme con las manos vacías.

-La mala hora -dijo Ana.

Dámaso experimentaba una sensación de alivio.

-Y mientras tanto no llegan las nuevas -dijo-. Mandaron decir que ahora son más caras y don Roque dice que así no es negocio. -Encendió otro cigarrillo, y mientras hablaba sentía que su corazón se iba desocupando de una materia oscura.

Contó que el propietario había decidido vender la mesa de billar. No valía mucho. El paño roto por las audacias de los aprendices había sido remendado con cuadros de diferentes colores y era necesario cambiarlo por completo. Mientras tanto, los clientes del salón, que habían envejecido en torno al billar, no tenían ahora más diversión que las transmisiones del campeonato de béisbol.

-Total -concluyó Dámaso-, que sin quererlo nos tiramos al pueblo.

-Sin ninguna gracia -dijo Ana.

-La semana entrante se acaba el campeonato -dijo Dámaso.

-Y eso no es lo peor. Lo peor es el negro.

Acostada en su hombro, como en los primeros tiempos, sabía en qué estaba pensando su marido. Esperó a que terminara el cigarrillo. Después, con voz cautelosa, dijo:

-Dámaso.

-¿Qué pasa?

-Devuélvelas.

Él encendió otro cigarrillo.

-Eso es lo que estoy pensando hace días -dijo-. Pero la vaina es que no encuentro cómo.

Así que decidieron abandonar las bolas en un lugar público. Ana pensó luego que eso resolvía el problema del salón de billar, pero dejaba pendiente el del negro. La policía habría podido interpretar el hallazgo de muchos modos sin absolverlo. No descartaba tampoco el riesgo de que las bolas fueran encontradas por alguien que en vez de devolverlas se quedara con ellas para negociarlas.

-Ya que se van a hacer las cosas -concluyó Ana-, es mejor hacerlas bien hechas.

Desenterraron las bolas. Ana las envolvió en periódicos, cuidando de que el envoltorio no revelara la forma del contenido, y las guardó en el baúl.

-Es cosa de esperar una ocasión -dijo.

Pero en espera de la ocasión transcurrieron dos semanas. La noche del 20 de agosto -dos meses después del asalto- Dámaso encontró a don Roque sentado detrás del mostrador, sacudiéndose los zancudos con un abanico de palma. Su soledad parecía más intensa con la radio apagada.

-Te lo dije -exclamó don Roque con un cierto alborozo por el pronóstico cumplido-. Esto se fue al carajo.

Dámaso puso una moneda en el tocadiscos automático. El volumen de la música y el sistema de colores del aparato le parecieron una ruidosa prueba de su lealtad. Pero tuvo la impresión de que don Roque no lo advirtió. Entonces acercó un asiento y trató de consolarlo con argumentos ofuscados que el propietario trituraba sin emoción, al compás negligente de su abanico.

-No hay nada que hacer -decía-. El campeonato de béisbol no podía durar toda la vida.

-Pero pueden aparecer las bolas.

-No aparecerán.

-El negro no pudo habérselas comido.

-La policía buscó por todas partes -dijo don Roque con una certidumbre desesperante-. Las echó al río.

-Puede suceder un milagro.

-Déjate de ilusiones, hijo -replicó don Roque-. Las desgracias son como un caracol. ¿Tú crees en los milagros?

-A veces -dijo Dámaso.

Cuando abandonó el establecimiento aún no habían salido del cine. Los diálogos enormes y rotos del parlante resonaban en el pueblo apagado, y en las pocas casas que permanecían abiertas había algo de provisional. Dámaso erró un momento por los lados del cine. Después fue al salón de   baile.

La banda tocaba por un solo cliente que bailaba con dos mujeres al tiempo. Las otras, juiciosamente sentadas contra la pared, parecían a la espera de una carta. Dámaso ocupó una mesa, hizo señal al cantinero de que le sirviera una cerveza, y la bebió en la botella con breves pausas para respirar, observando como a través de un vidrio al hombre que bailaba con las dos mujeres. Era más pequeño que ellas.

A la medianoche llegaron las mujeres que estaban en el cine, perseguidas por un grupo de hombres. La amiga de Dámaso, que hacía parte del grupo, abandonó a los otros y se sentó a su mesa.

Dámaso no la miró. Se había tomado media docena de cervezas y continuaba con la vista fija en el hombre que ahora bailaba con tres mujeres, pero sin ocuparse de ellas, divertido con las filigranas de sus propios pies. Parecía feliz, y era evidente que habría sido aun más feliz si además de las piernas y los brazos hubiera tenido una cola.

-No me gusta ese tipo -dijo Dámaso.

-Entonces no lo mires -dijo la muchacha.

Pidió un trago al cantinero. La pista empezó a llenarse de parejas, pero el hombre de las tres mujeres siguió sintiéndose solo en el salón. En una vuelta se encontró con la mirada de Dámaso, imprimió mayor dinamismo a su baile, y le mostró en una sonrisa sus dientecillos de conejo. Dámaso sostuvo la mirada sin parpadear, hasta que el hombre se puso serio y le volvió la espalda.

-Se cree muy alegre -dijo Dámaso.

-Es muy alegre -dijo la muchacha-. Siempre que viene al pueblo coge la música por su cuenta, como todos los agentes viajeros.

Dámaso volvió hacia ella los ojos desviados.

-Entonces véte con él -dijo-. Donde comen tres comen cuatro.

Sin replicar, ella apartó la cara hacia la pista de baile, tomando el trago a sorbos lentos. El traje amarillo pálido acentuaba su timidez.

Bailaron la tanda siguiente. Al final, Dámaso estaba denso.

-Me estoy muriendo de hambre -dijo la muchacha, llevándolo por el brazo hacia el mostrador-. Tú también tienes que comer. -El hombre alegre venía con las tres mujeres en sentido contrario.

-Oiga -le dijo Dámaso.

El hombre le sonrió sin detenerse. Dámaso se soltó del brazo de su compañera y le cerró el paso.

-No me gustan sus dientes.

El hombre palideció, pero seguía sonriendo.

-A mí tampoco -dijo.

Antes de que la muchacha pudiera impedirlo, Dámaso le descargó un puñetazo en la cara y el hombre cayó sentado en el centro de la pista. Ningún cliente intervino. Las tres mujeres abrazaron a Dámaso por la cintura, gritando, mientras su compañera lo empujaba hacia el fondo del salón. El hombre se incorporaba con la cara descompuesta por la impresión. Saltó como un mono en el centro de la pista y gritó:

-¡Que siga la música!

Hacia las dos, el salón estaba casi vacío, y las mujeres sin clientes empezaron a comer. Hacía calor. La muchacha llevó a la mesa un plato de arroz con frijoles y carne frita, y comió todo con una cuchara. Dámaso la miraba con una especie de estupor. Ella tendió hacia él una cucharada de arroz.

-Abre la boca.

Dámaso apoyó el mentón en el pecho y sacudió la cabeza.

-Eso es para las mujeres -dijo-. Los machos no comemos.

Tuvo que apoyar las manos en la mesa para levantarse. Cuando recobró el equilibrio, el cantinero estaba cruzado de brazos frente a él.

-Son nueve con ochenta -dijo-. Este convento no es del gobierno.

Dámaso lo apartó.

-No me gustan los maricas -dijo.

El cantinero lo agarró por la manga, pero a una señal de la muchacha lo dejó pasar, diciendo:

-Pues no sabes lo que te pierdes.

Dámaso salió dando tumbos. El brillo misterioso del río bajo la luna abrió una hendija de lucidez en su cerebro. Pero se cerró en seguida. Cuando vio la puerta de su cuarto, al otro lado del pueblo, Dámaso tuvo la certidumbre de haber dormido caminando. Sacudió la cabeza. De un modo confuso pero urgente se dio cuenta de que a partir de ese instante tenía que vigilar cada uno de sus movimientos. Empujó la puerta con cuidado para impedir que crujieran los goznes.

Ana lo sintió registrando el baúl. Se volteó contra la pared para evitar la luz de la lámpara, pero luego se dio cuenta de que su marido no se estaba desvistiendo. Un golpe de clarividencia la sentó en la cama. Dámaso estaba junto al baúl, con el envoltorio de las bolas y la linterna en la mano.

Se puso el índice en los labios.

Ana saltó de la cama. -Estas loco -susurró corriendo hacia la puerta. Rápidamente pasó la tranca. Dámaso se guardó la linterna en el bolsillo del pantalón junto con el cuchillito y la lima afilada, y avanzó hacia ella con el envoltorio apretado bajo el brazo. Ana apoyó la espalda contra la puerta.

-De aquí no sales mientras yo esté viva -murmuró.

Dámaso trató de apartarla.

-Quítate -dijo.

Ana se agarró con las dos manos al marco de la puerta. Se miraron a los ojos sin parpadear.

-Eres un burro -murmuró Ana-. Lo que Dios te dio en ojos te lo quitó en sesos.

Dámaso la agarró por el cabello, torció la muñeca y le hizo bajar la cabeza, diciendo con los dientes apretados:

-Te dije que te quitaras.

Ana lo miró de lado con el ojo torcido como el de un buey bajo el yugo. Por un momento se sintió invulnerable al dolor, y más fuerte que su marido, pero él siguió torciéndole el cabello hasta que se le atragantaron las lágrimas.

-Me vas a matar el muchacho en la barriga -dijo.

Dámaso la llevó casi en vilo hasta la cama. Al sentirse libre, ella le saltó por la espalda, lo trabó con las piernas y los brazos, y ambos cayeron en la cama. Habían empezado a perder fuerzas por la sofocación.

-Grito -susurró Ana contra su oído-. Si te mueves me pongo a gritar.

Dámaso bufó en una cólera sorda, golpeándole las rodillas con el envoltorio de las bolas. Ana lanzó un quejido y aflojó las piernas pero volvió a abrazarse a su cintura para impedirle que llegara a la puerta. Entonces empezó a suplicar.

-Te prometo que yo misma las llevo mañana -decía-. Las pondré sin que nadie se dé cuenta.

Cada vez más cerca de la puerta, Dámaso le golpeaba las manos con las bolas. Ella lo soltaba por momentos mientras pasaba el dolor. Después lo abrazaba de nuevo y seguía suplicando.

-Puedo decir que fui yo -decía-. Así como estoy no pueden meterme en el cepo.

Dámaso se liberó.

-Te va a ver todo el pueblo -dijo Ana-. Eres tan bruto que no te das cuenta de que hay luna clara. -Volvió a abrazarlo antes de que acabara de quitar la tranca. Entonces, con los ojos cerrados, lo golpeó en el cuello y en la cara, casi gritando-: Animal, animal. -Dámaso trató de protegerse, y ella se abrazó a la tranca y se la arrebató de las manos. Le lanzó un golpe a la cabeza. Dámaso lo esquivó, y la tranca sonó en el hueso de su hombro como un cristal.

-Puta -gritó.

En ese momento no se preocupaba por no hacer ruido. La golpeó en la oreja con el revés del puño, y sintió el quejido profundo y el denso impacto del cuerpo contra la pared, pero no miró. Salió del cuarto sin cerrar la puerta.

Ana permaneció en el suelo, aturdida por el dolor, y esperó que algo ocurriera en su vientre. Del otro lado de la pared la llamaron con una voz que parecía de una persona enterrada. Se mordió los labios para no llorar. Después se puso en pie y se vistió. No pensó -como no lo había pensado la primera vez- que Dámaso estaba aún frente al cuarto, diciéndole que el plan había fracasado, y en espera de que ella saliera dando gritos. Pero Ana cometió el mismo error por segunda vez: en lugar de perseguir a su marido, se puso los zapatos, ajustó la puerta y se sentó en la cama a esperar.

Sólo cuando se ajustó la puerta comprendió Dámaso que no podía retroceder. Un alboroto de perros lo persiguió hasta el final de la calle, pero después hubo un silencio espectral. Eludió los andenes, tratando de escapar a sus propios pasos, que sonaban grandes y ajenos en el pueblo dormido. No tuvo ninguna precaución mientras no estuvo en el solar baldío, frente a la puerta falsa del salón de billar.

Esta vez no tuvo que servirse de la linterna. La puerta sólo había sido reforzada en el sitio de la argolla violada. Habían sacado un pedazo de madera del tamaño y la forma de un ladrillo, lo habían reemplazado por madera nueva, y habían vuelto a poner la misma argolla. El resto era igual. Dámaso tiró del candado con la mano izquierda, metió el cabo de la lima en la raíz de la argolla que no había sido reforzada, y movió la lima varias veces como una barra de automóvil, con fuerza pero sin violencia, hasta cuando la madera cedió en una quejumbrosa explosión de migajas podridas. Antes de empujar la puerta levantó la hoja desnivelada para amortiguar el rozamiento en los ladrillos del piso. La entreabrió apenas. Por último se quitó los zapatos, los deslizó en el interior junto con el paquete de las bolas, y entró santiguándose en el salón anegado de luna.

En primer término había un callejón oscuro atiborrado de botellas y cajones vacíos. Más allá, bajo el chorro de luna de la claraboya vidriada, estaba la mesa de billar, y luego el revés de los armarios, y al final las mesitas y las sillas parapetadas contra el revés de la puerta principal. Todo era igual a la primera vez, salvo el chorro de luna y la nitidez del silencio. Dámaso, que hasta ese momento había tenido que sobreponerse a la tensión de los nervios, experimentó una rara fascinación.

Esta vez no se cuidó de los ladrillos sueltos. Ajustó la puerta con los zapatos y después de atravesar el chorro de luna encendió la linterna para buscar la cajita de las bolas detrás del mostrador. Actuaba sin prevención. Moviendo la linterna de izquierda a derecha vio un montón de frascos polvorientos, un par de estribos con espuelas, una camisa enrollada y sucia de aceite de motor, y luego la cajita de las bolas en el mismo lugar en que la había dejado. Pero no detuvo el haz de luz hasta el final. Allí estaba el gato.

El animal lo miró sin misterio a través de la luz. Dámaso lo siguió enfocando hasta que recordó con ligero escalofrío que nunca lo había visto en el salón durante el día. Movió la linterna hacia adelante, diciendo: “Zape”, pero el animal permaneció impasible. Entonces hubo una especie de detonación silenciosa dentro de su cabeza y el gato desapareció por completo de su memoria. Cuando comprendió lo que estaba pasando, ya había soltado la linterna y apretaba el paquete de las bolas contra el pecho. El salón estaba iluminado.

-¡Epa!

Reconoció la voz de don Roque. Se enderezó lentamente, sintiendo un cansancio terrible en los riñones. Don Roque avanzaba desde el fondo del salón, en calzoncillos y con una barra de hierro en la mano, todavía ofuscado por la claridad. Había una hamaca colgada detrás de las botellas y los cajones vacíos, muy cerca de donde había pasado Dámaso al entrar. También eso era distinto a la primera vez.

Cuando estuvo a menos de diez metros, don Roque dio un saltito y se puso en guardia. Dámaso escondió la mano con el paquete. Don Roque frunció la nariz, avanzando la cabeza, para reconocerlo sin los anteojos.

-Muchacho -exclamó.

Dámaso sintió como si algo infinito hubiera por fin terminado. Don Roque bajó la barra y se acercó con la boca abierta. Sin lentes y sin la dentadura postiza parecía una mujer.

-¿Qué haces aquí?

-Nada -dijo Dámaso.

Cambió de posición con un imperceptible movimiento del cuerpo.

-¿Qué llevas ahí? -preguntó don Roque.

Dámaso retrocedió.

-Nada -dijo.

Don Roque se puso rojo y empezó a temblar.

-Qué llevas ahí -gritó, dando un paso hacia adelante con la barra levantada. Dámaso le dio el paquete. Don Roque lo recibió con la mano izquierda, sin descuidar la guardia, y lo examinó con los dedos. Sólo entonces comprendió.

-No puede ser -dijo.

Estaba tan perplejo, que puso la barra sobre el mostrador y pareció olvidarse de Dámaso mientras abría el paquete. Contempló las bolas en silencio.

-Venía a ponerlas otra vez -dijo Dámaso.

-Por supuesto -dijo don Roque.

Dámaso estaba lívido. El alcohol lo había abandonado por completo, y sólo le quedaba un sedimento terroso en la lengua y una confusa sensación de soledad.

-Así que éste era el milagro -dijo don Roque, cerrando el paquete-. No puedo creer que seas tan bruto. -Cuando levantó la cabeza había cambiado de expresión-. ¿Y los doscientos pesos?

-No había nada en la gaveta -dijo Dámaso.

Don Roque lo miró pensativo, masticando en el vacío, y después sonrió.

-No había nada -repitió varias veces-. De manera que no había nada. -Volvió a agarrar la barra, diciendo:

-Pues ahora mismo le vamos a echar ese cuento al alcalde.

Dámaso se secó en los pantalones el sudor de las manos.

-Usted sabe que no había nada.

Don Roque siguió sonriendo.

-Había doscientos pesos -dijo-. Y ahora te los van a sacar del pellejo, no tanto por ratero como por bruto.

Juan José Arreola: El guardagujas. Cuento

El guardagujasEl forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: «Hemos llegado a T.». Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

H.P. Lovecraft: Arthur Jermyn. Cuento

Arthur JermynI

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía… seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya de por sí- era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano… asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

Franz Kafka: La metamorfosis. Cuento

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Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.

«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.

-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.

-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?

Gregorio contestó hacia ambos lados:

-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:

-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.

Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.

Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.

Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.

«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.

Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.

«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.

«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.

Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.

-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda.

Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:

-Gregorio, el apoderado está aquí.

«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.

-Gregorio -dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha-, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación.

-Buenos días, señor Samsa -interrumpió el apoderado amablemente.

-No se encuentra bien -dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la puerta-, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.

-Voy enseguida -dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no perderse una palabra de la conversación.

-De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo -dijo el apoderado-. Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.

-Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? -preguntó impaciente el padre.

-No- dijo Gregorio.

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.

-Señor Samsa -exclamó entonces el apoderado levantando la voz-. ¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.

-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.

Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.

-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-. ¿O es que nos toma por tontos?

-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.

-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?

-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre.

-¡Anna! ¡Anna! -gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y dando palmadas-. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!

Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala -¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?- y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.

Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.

Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las callosidades de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa- y descansó allí durante un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.

-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está dando la vuelta a la llave.

Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! -debían haber aclamado-. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.

Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.

Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable -era un hospital-, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.

-Bueno- dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad-, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.

Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.

Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:

-¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!

Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.

-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.

Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.

Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.

II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana -casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida-, y se arrastraba sin vida.

Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo -sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando-, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que -como era habitual a estas horas del día- el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.

En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera.

Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.

Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé -¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!- se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba.

De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.

Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo -naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo-, cazaba Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».

Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.

Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.

Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.

Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.

-¿Qué es lo que hará? -decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.

De esta forma Gregorio se enteró muy bien -el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera- de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa -él sólo había guardado para sí unos pocos florines- no se había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había organizado el padre.

Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y tristeza.

A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.

Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.

Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.

Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda -para ello necesitó cuatro horas- la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición.

Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.

El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas partes, huellas de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre ausente.

Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.

-Vamos, acércate, no se le ve -dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.

-Y es que acaso no… -finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de que él no entendía las palabras.

-¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.

Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.

Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Greta.

Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.

A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.

Y así salió de repente -las mujeres estaban en ese momento en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento-, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar para observar a las mujeres cuando volviesen.

No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.

-¿Qué nos llevamos ahora? -dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:

-Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?

Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.

Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y estridente:

-¡Ay Dios mío, ay Dios mío! -y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.

-¡Cuidado, Gregorio! -gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería ayudar -había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro-, pero estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.

Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.

-¿Qué ha ocurrido? -fueron sus primeras palabras.

El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda apretaba su rostro contra el pecho del padre:

-Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.

-Ya me lo esperaba -dijo el padre-, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las mujeres, nunca hacen caso.

Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.

-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.

Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él -ya empezaba a fallarle la vista a Gregorio-, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregorio.

III

La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes -la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos -no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas-, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.

Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.

Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad.

Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se despertó sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.

Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.

Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano -una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se acercaba- cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.

-¿Conque no seguimos adelante? -preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.

Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos -los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta- ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.

La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.

-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!

Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:

-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.

-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?

-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.

Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón apartado.

La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida… Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.

Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien… Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música?

Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada -probablemente la Navidad ya había pasado- se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.

-¡Señor Samsa! -gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.

Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.

-Participo a ustedes -dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la madre y a la hermana- que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia -en este punto escupió decididamente sobre el suelo-, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.

Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:

-También nosotros dejamos en este momento la habitación.

A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.

-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa-, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.

-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.

La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía en silencio.

-Tenemos que intentar quitárnoslo de encima -dijo entonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada-. Los va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más- y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.

-Pero hija -dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión-. ¡Qué podemos hacer!

Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.

-Sí él nos entendiese… -dijo el padre en tono medio interrogante.

La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello.

-Sí él nos entendiese… -repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello-, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así…

-Tiene que irse -exclamó la hermana-, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre -gritó de repente-, ya empieza otra vez!

Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.

Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.

«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto… Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.

Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.

«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.

Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.

Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta -de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.

-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!

El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.

-¿Muerto? -dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo

-Digo, ¡ya lo creo! -dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.

-Bueno -dijo el señor Samsa-, ahora podemos dar gracias a Dios -se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo.

Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:

-Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían tal como entraban.

Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.

-Greta, ven un momento a nuestra habitación -dijo la señora Samsa con una sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.

Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:

-¿Dónde está el desayuno? -preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.

-Salgan ustedes de mi casa inmediatamente -dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.

-¿Qué quiere usted decir? -dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable.

-Quiero decir exactamente lo que digo -contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.

-Pues entonces nos vamos -dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.

El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.

Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.

-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.

La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las direcciones.

-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más respetaba la asistenta.

-Bueno- contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír amablemente-, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.

-Esta noche la despido- dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:

-Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de consideración conmigo.

Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio.

Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.

Fiódor Dostoyevski: El señor Projarchin. Cuento

dostoyevskii Ustinia Fiodorovna había subarrendado el rincón más humilde y oscuro de su casa a Semion Ivanovich Projarchin, un hombre de cierta edad, sobrio y muy formal. Se trataba de un empleado modesto, al que apenas le llegaba el sueldo para las necesidades más elementales, y en vista de ello Ustinia Fiodorovna consideraba que en conciencia no podía cobrarle más de cinco rublos mensuales de alquiler. Algunos decían que tal generosidad era la consecuencia de ciertas razones personales. De todos modos, como despreciando a las malas lenguas, el señor Projarchin había acabado convirtiéndose en el huésped favorito de Ustinia Fiodorovna, que era una mujer tan respetable como opulenta, y especialmente aficionada a la carne y al café, al mismo tiempo que se mostraba como una gran enemiga de los días de vigilia. Tenía otros huéspedes, pero éstos pagaban efectivamente el doble que Semion Ivanovich. En realidad, aquellos espíritus revoltosos y guasones habían perdido su batalla frente a la patrona, al mofarse de la ínfima posición de su compañero de hospedaje. De no ser porque eran formales en el pago, Ustinia Fiodorovna jamás hubiera consentido que estuvieran en su casa.

 En cuanto a Semion Ivanovich, podría decirse que fue elevado al rango de favorito de la patrona desde el día en que hubieron de conducir hasta el cementerio de Valcovo a cierto cadáver que en vida había sido muy aficionado a las bebidas alcohólicas de elevada graduación. Aquel personaje, retirado —por no decir arrojado— del servicio civil, a pesar de ser tuerto y faltarle una pierna a consecuencia de lo que suele llamarse un acto de bravura, había conseguido captarse todos los favores que una persona como Ustinia podía dispensar, y seguramente habría vivido mucho más tiempo en aquellas tesituras de no haber sido porque un buen día sobrepasó el límite de sus posibilidades con el alcohol y murió de repente a causa de la borrachera. El hecho ocurrió en Pieski, un barrio característico de San Petersburgo, cuando Ustinia Fiodorovna tenía únicamente tres huéspedes, de los cuales —al trasladar y ampliar sus actividades— tan sólo habría de quedarle el señor Projarchin.

Ya fuese por culpa de los inalienables defectos del señor Projarchin o por los de sus nuevos compañeros de hospedaje, la cuestión fue que las relaciones entre unos y otros no fueron cordiales desde un principio. A tal respecto, se habrá de constatar que los nuevos huéspedes de Ustinia Piodorovna se llevaban entre ellos como auténticos hermanos. Algunos incluso trabajaban en una misma oficina. Y la mayoría acostumbraban a dilapidar gran parte de su sueldo en el juego durante los primeros días de cada mes, aparte de que eran bastante aficionados a gozar en compañía de las alegrías de la existencia. A veces, justo es decirlo, encontraban cierto placer en hablar de temas elevados y, aunque frecuentemente acababan enzarzados en violentas discusiones, no pasaba mucho tiempo sin que se restableciera entre ellos la armonía, pues en su pequeña república se hallaban desterrados los prejuicios.

Entre los huéspedes, destacaban por su personalidad: Mark Ivanovich, un intelectual que gustaba de la literatura; Oplevaniev y Prepolovienko, dos jóvenes tan sencillos como simpáticos, además de un tal Zinovi Prokofievich, qué aspiraba sobre todo a frecuentar el gran mundo, y el escribiente de juzgado Okeanov, quien por un momento estuvo a punto de ocupar el puesto de Semion Ivanovich en la obtención de los favores de Ustinia Piodorovna. Pero estaban también Sudvin, otro escribiente de juzgado, el burgués Kontariov, y algunos más. Ninguno de ellos llegó a considerar nunca como un camarada a Semion Ivanovich, aunque tampoco llegara nadie a quererle mal, pues todos le hicieron justicia desde un principio, reconociendo su bondad y su buen carácter, así como su discreción en el trato con las gentes. Era indudable que tenía sus defectos, pero todos creían que el único realmente grave era el de su absoluta falta de imaginación. Por otra parte, el señor Projarchin tenía un aspecto físico que no podía decirse que impresionara a nadie favorablemente, y esto es tanto más importante si se tiene en cuenta que las gentes de espíritu burlón suelen fijarse de forma especial en la apariencia física.

A tal respecto, y en su prurito de hombre ecuánime, Mark Ivanovich se había erigido en defensor de Semion Ivanovich frente a los otros huéspedes, proclamando que el señor Projarchin era un hombre maduro y muy serio, para el que ya había pasado el tiempo de los elogios fútiles. En consecuencia, cabe decir que, si Semion Ivanovich no tenía una amistad mayor con sus compañeros de hospedaje, era culpa suya solamente. Lo que primero saltó a la vista de aquéllos fue su sórdida avaricia, que se manifestó en él desde un principio; no consentía, por ejemplo, en prestar su tetera bajo ninguna excusa, a pesar de que no tomaba té casi nunca, pues prefería reemplazarlo por la tisana u otras hierbas de campo, de las que siempre tenía una buena provisión. Su régimen de comidas era igualmente muy personal, ya que jamás se concedía ni siquiera la mitad de la ración que Ustinia Fiodorovna servía a los demás huéspedes. Esto quería decir que, si el precio general de la comida era de cincuenta copecs, Semion Ivanovich sólo gastaba veinticinco, conformándose por lo tanto con una sopa de coles, un trozo de pan y un plato de carne, aunque lo más frecuente era que no tomase ni carne ni coles, limitándose a un bocadillo de pan con cebolla y queso blanco o una ración de melón con sal. Si se producía cualquier sustitución, los límites siempre estaban marcados por una serie de alimentos esencialmente económicos. Su lema era no pasar de los veinticinco copecs de gasto, salvo en los casos perentorios en que se sentía a punto de caer desvanecido por el hambre…

(El biógrafo debe confesar en este punto que jamás habría descendido a la descripción de unos pormenores tan insignificantes, aparentemente tan mezquinos y casi ofensivos —en especial para los lectores partidarios de los estilos literarios «nobles»—, si tales pormenores no constituyeran en verdad un distintivo particular de nuestro personaje, una especie de rasgo dominante de su carácter, ya que el señor Projarchin no se encontraba tan desprovisto de recursos económicos como se complacía en afirmar. Si se imponía todas aquellas privaciones, y además lo hacía sin temor alguno al qué dirán, era únicamente para satisfacer su avaricia y por un exceso de previsión, como veremos más adelante. Por otra parte, consideramos que no sería correcto aburrir al lector con una prolija enumeración de todos los defectos de Semion Ivanovich. Renunciaremos, por ejemplo, a describir su indumentaria, tan pintoresca como divertida, y sólo daremos cuenta de algún detalle, como el de que Semion Ivanovich jamás entregó una prenda a la lavandera. Esto es lo que aseguraba al menos Ustinia Fiodorovna. Durante veinte años consecutivos el bueno de Semion Ivanovich consideró útil el ir acumulando toda la basura que se creaba alrededor de su persona, sin dar muestras del menor sonrojo. En toda su vida jamás había utilizado calcetines, pañuelos y otras prendas por el estilo, y Ustinia Fiodorovna, que un día atisbo a su huésped por detrás del viejo biombo que le servía de tabique separador, consideraba oportuno afirmar que «el buen hombre apenas tenía nada con que cubrir la desnudez de su cuerpo». Esta clase de comentarios no comenzaron a hacerse sino después de que hubo fallecido Semion Ivanovich, pues mientras vivió —y de ello provenía principalmente su desacuerdo con los demás huéspedes— jamás pudo sufrir que nadie —incluidas sus más amistosas relaciones— fuera a meter la nariz en su rincón sin antes haberle pedido autorización para hacerlo.)

La verdad es que Semion Ivanovich resultaba un hombre casi intratable, en extremo reconcentrado y de todo punto inaccesible. No hacía caso ni de los consejos ni de las burlas, y en más de una ocasión se le había oído rechazar a cajas destempladas a quien había osado aconsejarle, diciéndole: «¿Y por qué me vienes a mí con ésas? ¡Un tunante como tú más valdría que se aconsejara a sí mismo!» Por lo demás, no era nada orgulloso, y se tuteaba de buena gana con todo el mundo, pero no podía soportar las indiscreciones ni consentir que nadie que estuviese enterado de sus manías le preguntara con segunda intención qué era lo que guardaba en su baúl. Se trataba de un mueble que estimaba más que a las niñas de sus ojos y que guardaba debajo de la cama. Aun cuando dicho baúl pareciera el reducto de los más misteriosos secretos, lo cierto es que Semion Ivanovich no guardaba en él más que una serie de cosas viejas sin valor. Sin embargo, lo tenía en tanto aprecio que incluso llegó a hacerse el propósito de comprar una cerradura con clave,, a fin de hacerlo más inaccesible. El día en que, inspirado por su falta de tacto, Zinovi Prokofievich dejó escapar la absurda idea de que Semion Ivanovich guardaba en aquel baúl sus ahorros, con el fin de legárselos en su día a sus herederos, todos se quedaron aterrados ante las extraordinarias consecuencias que podía acarrear una manifestación tan intempestiva.

En un primer momento, el señor Projarchin no acertó a encontrar expresiones adecuadas para rebatir tan absurda suposición. Durante largo rato no salieron de su boca más que palabras sueltas como toda respuesta, sin ninguna ilación ni sentido, hasta que al final pareció recordar algo y decidió echar en cara a Zinovi Prokofievich un sórdido episodio de su pasado, directamente relacionado con su prurito de acceder al gran mundo, al mismo tiempo que le recordaba el aprieto en que en cierta ocasión le había puesto un sastre al que le debía dinero.

—¡Vamos! —añadió, al final Semion Ivanovich, en su ataque al indiscreto Prokofievich—. ¡Y pensar que tú aspiras a ser abanderado de los húsares! Jamás lo conseguirás…, y menos aún si tus presuntos jefes se enteran de todas esas historias que vergonzosamente no cuentas a nadie… ¿Comprendes lo que quiero decir, tunante del demonio?

Después de aquel desahogo, Semion Ivanovich pareció sentirse más sosegado. Pero al cabo de algunas horas de silencio volvió a la carga y comenzó de nuevo a sermonear a Zinovi Prokofievich, con la natural estupefacción de todos los que se hallaban presentes en la escena. Y lo más insólito fue que no quedó allí la cosa, pues por la noche, aprovechando la circunstancia de que Mark Ivanovich y Prepolovienko habían organizado un té e invitado al oficinista Okeanov, el bueno de Semion Ivanovich se levantó de la cama y fue a reunirse con ellos, pagando lo que le correspondía por participar en la reunión. Aquella especie de capricho, que tan inusitadamente se permitía el tacaño Semion Ivanovich, no era en realidad sino una excusa para hablar ante sus compañeros de pensión del tema del «hombre pobre que, siendo realmente pobre, jamás puede pensar en hacer ahorros». Después, juzgando la ocasión propicia, el señor Projarchin aprovechó la coyuntura para reiterar su profesión de pobreza, declarando que dos días antes incluso había estado a punto de pedir un rublo prestado a cierto insolente, cosa que ya no pensaba hacer, a fin de evitar que aquel indiscreto fuese por ahí propagándolo. Se refirió también a algunas de sus obligaciones, como era la de que todos los meses tenía que enviar cinco rublos a su cuñada, que de no ser por aquella ayuda haría ya tiempo que se habría muerto de hambre. Era un acto de caridad que hacía a gusto, según afirmó Semion Ivanovich, aunque ello supusiera privarse de un traje nuevo y alguna que otra cosa.

Semion Ivanovich habló durante largo rato de aquel tema, llegando a hacer una auténtica apología de su generosidad para con aquella necesitada mujer que era su pobre cuñada. Al final, se hizo una especie de lío aritmético con los cinco rublos… y prefirió guardar silencio definitivamente. Pero tres días después, y cuando ya nadie pensaba en ninguna clase de alusión, afirmó que, Zinovi Prokofievich se rompería una pierna en cuanto entrase a formar parte de los húsares, y esto le obligaría a ponerse otra de madera, ocurriendo entonces que se vería forzado a pedir un pedazo de pan a él, a Semion Ivanovich, quien aprovecharía la circunstancia para negárselo y para mandar a paseo a aquel mequetrefe.

Como es lógico, todo aquel afán de Semion Ivanovich por demostrar algo acabó resultando particular, mente curioso a los demás huéspedes, que acordaron seguir atacándole en aquel punto. No obstante, desde que el señor Projarchin decidiera integrarse en la reunión, mostró un especial empeño por estar al corriente de todo, y multiplicaba sus preguntas con no se sabía qué misteriosos fines, de forma que las discusiones y los diálogos conñictivos se desarrollaban sin apenas preámbulos. Parecía que se tratara de un juego preestablecido entre las distintas partes.

El medio de entrar en materia era siempre el mismo, por lo que a Semion Ivanovich se refiere: a la hora del té saltaba de la cama, se acercaba al grupo con extremada humildad, al mismo tiempo que con una especie de simpática predisposición, y entregaba sus veinticinco copecs estipulados para los gastos de la reunión, anunciando su intención de tomar parte en ella. Entonces todos los jóvenes se ponían de acuerdo mediante gestos convenidos para entablar una conversación que en principio siempre era decorosa y seria. Al cabo de cierto tiempo, sin embargo, indefectiblemente había alguien que comunicaba a los demás algunas noticias tan apócrifas como inverosímiles. Un ejemplo podía ser el siguiente: se le había oído decir a Su Excelencia que los empleados casados eran mucho más eficientes que los solteros y que, en consecuencia, se les debía dar preferencia en los ascensos, pues resultaba comprensible que los hombres realmente sensatos y juiciosos adquirieran en la práctica de la vida matrimonial toda clase de virtuosas aptitudes. A continuación, el comentarista exponía su propósito de contraer matrimonio con una determinada muchacha, ya que le parecía lo más sensato. En otras ocasiones, el bromista de turno decía haber notado en algunos de sus compañeros tal ignorancia de las costumbres mundanas y de las buenas formas, que le parecía imposible que fuesen nunca admitidos en el trato de ciertas damas, y que, como consecuencia de todo ello, se había decidido en las altas esferas retener los sueldos a dichos empleados con objeto de organizar un salón de baile donde pudieran adquirir una determinada distinción para sus maneras, además de un porte correcto, bondad de corazón, sentimientos de gratitud y otras estimables condiciones por el estilo. A veces, alguno de los componentes de la tertulia salía diciendo que todos los empleados, incluso los más antiguos, iban a ser sometidos a un examen para que acreditasen su grado de ilustración, de lo cual resultaría que, por fin, se iba a saber quién era quién, puesto que muchos se verían obligados a enseñar sus cartas.

En resumen, como se comprobará, en aquellas reuniones se decían y comentaban las cosas más disparatadas, que todos fingían creer, demostrando además que les interesaban especialmente, ya que incluso hacían las correspondientes alusiones o comentarios con respecto a los efectos que tal o cual medida acarrearía a tal o cual miembro de la tertulia. En ocasiones, se apoderaba de ellos un supuesto aire melancólico, pues movían la cabeza como si pidiesen consejo a alguien invisible sobre la conducta que habrían de seguir en un trance semejante.

El lector comprenderá fácilmente que cualquier persona menos tímida que el señor Projarchin habría perdido su paciencia ante todas aquellas patrañas y embustes tan toscamente urdidos. Los indicios demostraban, por tanto, que Semion Ivanovich era una criatura de cortos alcances y muy poco apta para el discernimiento de cualquier nueva idea. Era evidente que comenzaba a dar vueltas y más vueltas en su cabeza a todas aquellas noticias sensacionales, acabando por perderse en el dédalo de los pensamientos más insólitos, sin lograr acomodarlos a su particular comprensión. Este juego mental descubrió en Semion Ivanovich un cierto número de facultades singulares que nadie habría sido capaz de suponerle nunca.

A tal respecto se divulgaron rumores lo suficientemente extendidos como para que llegaran hasta la oficina. El efecto de tales habladurías quedó subrayado además por el cambio que acabó operándose en nuestro personaje, de quien nadie recordaba que hubiera cambiado jamás de expresión. Su rostro denotaba ahora inquietud, mientras que su mirada era recelosa y tímida. Temblaba como si tuviese el mal del azogue y podía notarse fácilmente que, a cada nuevo infundio, alargaba las orejas con una febril ansiedad. En el colmo de su preocupación, incluso se llegó a convertir en un apasionado de la investigación, ya que, por lo menos en dos ocasiones, y en su afán de verificar cuál era la verdad, tuvo la osadía de interpelar al propio Demid Vasilievich, es decir, a Su Excelencia. En este sentido, si pasamos por alto las consecuencias que para Semion Ivanovich tuvieron tales gestiones, lo hacemos tan sólo por respeto a su memoria.

En un principio, las gentes tomaron a Semion Ivanovich por una especie de misántropo desdeñoso de los miramientos sociales, y no se equivocaban, pues frecuentemente se quedaba como alelado, con la boca abierta y la pluma en el aire; su apariencia no pasaba de ser la de una persona medianamente inteligente. A veces, al ver aquella mirada ausente, algún compañero distraído exteriorizaba su preocupación, comunicándosela a los demás. La indecorosa conducta de Semion Ivanovich desconcertaba, por así decirlo, a todas las personas más o menos normales y sujetas a un comportamiento correcto, e hizo que se le llegara a considerar como una especie de desequilibrado mental.

Un día se comenzó a decir por la oficina que el señor Projarchin había dado un gran susto con su extraño aspecto al propio Demid Vasilievich, quien retrocedió instintivamente unos pasos al encontrarse en un pasillo con el inquietante personaje. Cuando Semion Ivanovich se enteró de esto, se levantó muy despacio, se abrió paso por entre las mesas, recogió su abrigo y no apareció por allí en una temporada.

¿A qué se debió este proceder? ¿Fue por miedo o por alguna otra causa? Nadie pudo averiguarlo. La cuestión es que durante un cierto tiempo nadie dio razón de él. No estaba en su casa, ni en ningún otro de los pocos lugares que frecuentaba. ¿Adonde huyó Semion Ivanovich? ¿Qué hizo mientras se halló ausente? Ni que decir tiene que nuestra intención no es la de explicar los actos de nuestro héroe utilizando las particularidades de su juicio o de su estado mental. Diremos, simplemente, que Semion Ivanovich no era un hombre de mundo y que, hasta entonces, había vivido en una soledad casi completa, distinguiéndose allí donde iba por su carácter taciturno. En el barrio de Pieski se pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en su cama, al iguail que sus dos compañeros de pensión, tan misteriosos como él, pudiéndose decir que aquel terceto de extraños seres pasaron quince años viviendo juntos y sin dirigirse apenas la palabra. Las horas y los días transcurrían venturosos y en medio de un soporífero silencio, y todo marchaba tan bien que ni Semion Ivanovich ni Ustinia Fiodorovna recordaban ya cómo ni cuándo llegaron a conocerse.

—Debe hacer diez, quince…, o quizá veinticinco años que está en casa —solía decir la patrona, cuando se refería a su insólito huésped.

No debe extrañarnos, pues, que Semion Ivanovich se sintiera un poco a disgusto en los últimos tiempos, al verse mezclado en la pensión con todos aquellos jóvenes, que armaban ruido y siempre estaban de broma, siendo como era él tan serio y reservado.

La desaparición de Semion Ivanovich suscitó un gran alboroto en la casa de huéspedes. En primer lugar, porque era el favorito de la patrona, y después por otras varias causas, entre las cuales estaba el hecho de que no se hubiera encontrado su pasaporte, que había entregado para que se lo guardara a Ustinia Fiodorovna; ésta se pasó dos días derramando lágrimas a torrentes, tal como acostumbraba a hacer en los momentos críticos. Durante aquellos dos días, no dejó de zaherir además a los otros pensionistas, recriminándoles el haber ahuyentado a Semion Ivanovich con sus burlas. Al tercer día, sin embargo, dejó de llorar y les conminó muy seriamente para que fuesen en busca del fugitivo y se lo trajesen lo antes posible.

Al atardecer de aquel mismo día llegó Sudvin y aseguró a la patrona que estaba sobre la pista del desaparecido, pues le había visto en un mercado y seguido muy de cerca, aunque sin atreverse a hablarle por no ahuyentarle… Primero se detuvo en un incendio de la calle Krivoi y después le siguió, con la esperanza de ver dónde se alojaba, pero al final le había perdido de vista. A juicio de Sudvin, era cuestión de volver por aquellos parajes para averiguar cuál era su nuevo domicilio.

Una media hora después llegaron Okeanov y Kontariov, que corroboraron en todo lo dicho por Sudvin. Kilos también habían visto al fugitivo muy de cerca, pero tampoco llegaron a hablarle. No obstante, pudieron constatar el hecho de que Semion Ivanovich iba acompañado de un individuo con aspecto de mendigo o de borracho. Por último llegaron los otros dos compañeros del grupo de pensionistas más allegados al desaparecido, y aunque ellos no le habían visto, después de escuchar a sus dos amigos, coincidieron en deducir que el señor Projarchin no podía estar muy lejos y que lo más probable era que no tardara en volver a su redil. Añadieron, no obstante, que ellos sabían desde hacía tiempo que Semion Ivanovich frecuentaba el trato de aquél mendigo, un hombre con aspecto de taimado, que seguramente le habría engañado con alguna treta.

Aquel sujeto, en realidad, no era desconocido de nadie. Había hecho su aparición bajo los auspicios del huésped Remniov y pasó algunos días en la pensión, aproximadamente un par de semanas antes de la desaparición del señor Projarchin. Según él, era una «víctima de la iniquidad», y había ejercido como oficinista en provincias, donde a consecuencia de una visita de inspección le destituyeron junto con otros compañeros. Entonces había venido a San Petersburgo y se había echado a los pies de Porfiri Grigorievich, pidiéndole un puesto en cualquier oficina que fuese, cosa que obtuvo con cierta rapidez. Sin embargo, perseguido por la desdicha, se encontró muy pronto en la calle al ser cerradas aquellas oficinas, que luego se reorganizaron; pero entonces nadie contó con él a causa de su demostrada incapacidad administrativa, como también a causa de su capacidad no menos demostrada para ciertos trabajos de muy distinta índole, sin mencionar su admitido «amor a la verdad» y las maniobras de los enemigos que se había granjeado dentro de la gerencia de la compañía. Un día, tras contar todas estas peripecias en la pensión, el tal Zimoveikin abrazó varias veces a su amigo Remniov, hombre de barba hirsuta, saludó con grandes inclinaciones de cabeza a todos los presentes, sin olvidarse siquiera de la criada Avdotia, diciendo que eran sus bienhechores y que se consideraba culpable de diversas faltas, entre otras la de ser un necio y una persona indigna, y a continuación rogó a toda aquella honrada asamblea que no le tomasen nada en cuenta, a la vista de su denigrante estado. Habiéndose granjeado de esta manera la protección, si no la conmiseración, de todos los presentes, el señor Zimoveikin se mostró mas satisfecho, por haberse quitado un gran peso de encima, y se puso a besar las manos a Ustinia Fiodorovna, a pesar de las protestas de la patrona, que alegaba modestamente lo sucias que las llevaba.

El señor Zimoveikin, llevado por su buen estado espiritual de aquel momento, prometió a los presentes darles a conocer aquella misma noche todas sus habilidades en una danza característica. Pero al día siguiente los huéspedes se encontraron con un imprevisto y lamentable desenlace de aquella aventura. Sea porque había «deshonrado y afrentado a Ustinia Fiodorovna —según afirmó ella—, que hacía ya tiempo qu hubiera podido ser la esposa del oficial Yaroslav Ilich», o por cualesquiera otras razones, la cuestión es que Zimoveikin desapareció de la pensión. Poco después volvió, pero lo único a que dio lugar fue a que le expulsaran ignominiosamente, si bien aprovechó la ocasión para congraciarse con Semion Ivanovich, al que no se sabe cómo consiguió sonsacar los pantalones más decentes que tenía nuestro personaje. Ahora, Zimoveikin volvía a aparecer, y lo hacía bajo todas las apariencias de haber seducido a Semion Ivanovich.

A tal respecto, en cuanto Ustinia Fiodorovna se hubo enterado de que el fugitivo se encontraba sano y salvo, y de que por consiguiente no había que dar parte a las autoridades de la desaparición de su huésped, se sosegó inmediatamente y optó por marcharse a la cama a descansar. Los huéspedes, sin embargo, se quedaron parlamentando sobre la situación, y acordaron dispensar al fugitivo una triunfal recepción. Sin temor a estropear nada, apartaron el biombo del lecho, revolvieron éste ligeramente, y colocaron a su pie el famoso baúl. Después, sobre la cama, colocaron una muñeca, que confeccionaron con el chai de la patrona, poniéndole incluso su cofia y su mantón. Con aquella puesta en escena no cabe duda de que hubieran podido sorprender a cualquiera. Por último, decidieron esperar impacientes la llegada de Semion Ivanovich. Pensaban anunciarle que su cuñada había venido de provincias para verle, y que la infortunada, al no encontrarle, no había tenido más remedio que acostarse en su cama, puesto que él no la ocupaba.

Aquella noche se la pasaron en vela, esperando y esperando… Tanto esperaron, que Mark Ivanovich tuvo tiempo para perder su sueldo de una quincena, que ganaron Prepolovienko y Kontariov. En cuanto a Okeanov, tuvieron que darle tantas veces con los naipes en las narices como castigo, que acabaron poniéndosela roja por completo. Se hizo tan tarde, que incluso Avdotia se levantó para emprender sus primeras tareas de la mañana, que eran las de traer leña y encender la estufa. Zinovi Prokofievich acabó completamente empapado a causa de tanto entrar y salir a la calle para ver si Semion Ivanovich llegaba, pues durante toda la noche y la madrugada estuvo lloviendo sin parar. Pero ni nuestro héroe ni su amigo, el andrajoso Zimoveikin, dieron señales de vida. Por último, rendidos, fueron todos a acostarse, dejando, sin embargo, a la «cuñada» sobre el lecho del señor Projarchin.

Había amanecido ya cuando se oyó resonar ¡a puerta de un coche con un formidable estrépito que por sí solo habría sido capaz de despertar a todo un batallón. Era él, Semion Ivanovich, el tan esperado fugitivo… ¡Pero en qué estado llegaba! Ante aquel tumulto, se despertaron todos, y al verle no pudieron hacer otra cosa que coincidir en una expresión general de emocionada sorpresa. El señor Projarchin parecía haber perdido el conocimiento. El cochero que le había traído le condujo hasta su rincón, y allí le depositó, exánime y medio harapiento.

La patrona preguntó al cochero dónde se había emborrachado su huésped, pero el buen hombre le contestó:

—Señora, ¿no ve que ese hombre no está borracho? Puedo asegurarle que no ha bebido ni una gota de alcohol… El estado en que se halla tiene todo el aspecto de ser la consecuencia de un síncope o de un ataque de apoplejía.

En función de una mayor comodidad, pusieron al enfermo junto a la estufa. Después de mirarle detenidamente, coincidieron todos en que, en efecto, aquello no tenía aspecto de ser una borrachera. Era indudable que al señor Projarchin le ocurría algo, pero ¿qué podía ser? No podía mover la lengua y temblaba como un azogado. Apenas podía pestañear, pero cuando entreabría los ojos lanzaba miradas de asombro a su alrededor, como si no conociera a sus demás compañeros de pensión, que habían acudido todos con sus ropas de dormir. Alguien preguntó al cochero dónde le había recogido.

—Unos señoritos, que iban muy alegres, me lo entregaron tal como ustedes le están viendo en estos momentos… —dijo el buen hombre—. Al parecer venía de. la parte del barrio Kolomna. En un principio me dije que se habría efectuado algún duelo, pero luego ya no supe qué pensar… Lo que sí puedo asegurarles es que aquella gente se divertía mucho… Debía tratarse de una de esas juergas que se arrastran desde la noche hasta la madrugada, ¿comprenden lo que quiero decir?

Levantaron a Semion Ivanovich y le metieron en la cama. Cuando al estirarse en el lecho sintió a la «cuñada» a su lado y el cofre a los pies, lanzó un terrible grito, se puso a cuatro patas y comenzó a temblar, afanándose por tapar con sus manos y el cuerpo la mayor parte posible del baúl, al mismo tiempo que dirigía a los presentes miradas hurañas, como si hubiera querido decirles que prefería antes la muerte que perder ni siquiera la centésima parte de su miserable peculio…

Semion Ivanovich permaneció lo menos tres días en cama, detrás de su biombo, apartado del mundo y de sus vanas agitaciones, sumido en aquella especie de retiro voluntario, pues a partir del día siguiente ya nadie volvió a preocuparse de él. Iban sucediéndose las horas y los días, mientras que una especie de sopor hacía presa en el ardiente y pesado ánimo del enfermo. Sin embargo, no se movía ni se quejaba, guardando un silencio absoluto. Se pegaba a la cama del mismo modo que una liebre se pega a la tierra en cuanto oye que el cazador se acerca.

A veces pesaba sobre el cuarto una quietud triste y desesperante. Aquello era la señal de que todos los huéspedes habían salido a sus ocupaciones y de que las demás dependencias se hallaban vacías. Semion Ivanovich podía entonces distraerse a sus anchas y adormecer su tristeza escuchando los rumores cercanos de la cocina, donde la patrona desempeñaba sus quehaceres cotidianos, mientras Avdotia, con sus ligeros pasos, recorría la casa de un lado a otro, haciendo la limpieza. Así transcurrían para nuestro héroe las horas, horas de pereza y de sopor, y tan monótonas como las gotas de agua que caían en el fregadero de la cocina. Más tarde, poco a poco, regresaban los huéspedes, y Semion Ivanovich los oía quejarse del tiempo, pedir la comida, armar sus acostumbrados alborotos, discutir entre ellos, jugar a las cartas y preparar el té. Instintivamente, el enfermo hacía ademán de levantarse, con la intención de unirse a ellos, pero, de pronto, volvía a dejarse caer en el lecho, completamente aletargado. En tales momentos se dedicaba a soñar que ya estaba en la mesa, tomando su taza de té y conversando con todos. Zinovi Prokofievich, siempre dispuesto a coger las ocasiones por los pelos, deslizaba en la conversación alguna palabra relativa a las cuñadas y a sus relaciones con las personas decentes. Al llegar a este punto, Semion Ivanovich hacía lo imposible por disculparse y responder, pero la frase protocolaria de «como ya hemos dicho en otras ocasiones», pronunciada por todos los labios a un mismo tiempo, hacía que el señor Projarchin se desanimara por completo en su intención de replicar, no quedándole otro recurso que pensar en el primer día del próximo mes, que era el día esperado en que cobraba su sueldo. Mientras descendía por la escalera iba doblando los billetes que le habían dado, después lanzaba una furtiva mirada a su alrededor y se apresuraba a esconder la mitad de su mensualidad en la caña de las botas. Todavía en la escalera (y sin ser consciente de que aquella escena ocurría en su mente mientras se encontraba en la cama) se prometía que, en cuanto llegara a casa, pagara a la patrona y se comprara algunas cosillas necesarias, procuraría enviar lo más posible a su cuñada, a la que después compadecería, como era su costumbre. En tales ocasiones, no era capaz de hablar de otra cosa durante dos días, y pasada una semana volvía a su tema de la pobreza, en la confianza, sin duda, de que insistiendo sobre ello acabaría convenciendo a sus compañeros de pensión…

Una vez tomadas todas estas decisiones, caía inevitablemente en la cuenta de que Yefimovich, aquel hombrecillo taciturno y calvo que a lo largo de veinte años viviera a su lado, sin que nunca hubiera llegado siquiera a saber cómo era el timbre de su voz, solía detenerse también en la escalera para contar su paga, murmurando para sí: «¡Esto es una cantidad de dinero…!» Después, mientras bajaba la escalera, aquel hombre aún decía, con acento de tristeza: «Está claro; si no hay dinero, no hay comida ni hay nada.» Y en el último peldaño añadía: «¡En mi casa somos siete de familia, mi querido señor!» A continuación, y sin preocuparse de conducirse como un fantasma, én contra de todas las leyes del comportamiento en la vida real, aquel hombrecillo calvo se alzaba sobre la punta de sus pies y, trazando en el aire una línea descendente con mano temblorosa, refunfuñaba algo entre dientes, asegurando que su hijo mayor iría al liceo, a la vez que asaeteaba con una mirada fulgurante al señor Projarchin, como si le hiciese responsable de su numerosa familia y de las penurias que se veía obligado a soportar. Una vez en la puerta, se calaba él sombrero hasta los ojos, daba media vuelta a la izquierda y desaparecía.

Semion Ivanovich quedaba siempre muy impresionado ante aquella escena, y, aunque estaba seguro de su inocencia, había comenzado a concebir como algo verosímil que él tuviese alguna culpa de los apuros de aquel desventurado. En tales momentos se sentía sobrecogido de un cierto temor y su primera reacción era echarse a correr, tan aprisa como podía, pues le parecía que el hombrecillo calvo iba a volver sobre sus pasos con la decidida intención de registrarle y quitarle su dinero de los bolsillos, en nombre de las necesidades de su familia y prescindiendo de toda consideración para con las necesidades del propio Semion Ivanovich… En efecto, el señor Projarchin corría y corría hasta perder el aliento, al mismo tiempo que notaba cómo a su lado corría también mucha gente con dinero en los bolsillos. Después se dejaban oír las campanas de los bomberos, él se sentía encumbrado hasta la cima de aquella oleada humana, y luego se veía rodar… hasta aquel incendio que recientemente había presenciado en compañía de su amigo el mendigo Zimoveikin, que saliendo a su encuentro le tendía una mano para volver a conducirle hasta lo más apretado del gentío. Una especie de borrascosa marea humana se encrespaba a su alrededor, obstruyendo el paso hacia el muelle de la Fontanfca, tanto por los dos puentes como por todas las callejuelas circundantes. La muchedumbre les empujaba hacia el inmenso arsenal de madera, lleno de curiosos que sin duda procedían de todas las partes de la ciudad, y principalmente de las casas y tabernas más próximas…

El señor Projarchin volvía a verlo todo tan claramente como si lo estuviera presenciando de nuevo entre los torbellinos de la fiebre y el delirio. Las más extrañas figuras pasaban por delante de sus ojos, pudiendo reconocer a algunas de ellas. Allí estaba, por ejemplo, aquel caballero de aspecto tan imponente, de considerable estatura y con unos grandes bigotes, que durante todo el incendio permaneció a sus espaldas, felicitándole cuando nuestro héroe, poseído por una especie de rapto frenético, se puso a saltar y vitorear a los bomberos por las proezas que éstos realizaban, y a los que él, desde su punto de observación, podía contemplar sin perderse ningún detalle. También veía al vigoroso joven que de un salto salvó un muro, con el propósito de llevar a cabo no se sabía qué salvamento… De la misma forma, el señor Projarchin vio desfilar ante él la cara de un anciano de tez terrosa, arropado en una bata muy usada y teñida por algo completamente indefinible: aquel buen hombre había salido, al parecer antes de iniciarse el incendio, a comprar galletas y tabaco a alguna tienda vecina, y ahora pretendía atravesar la multitud con dirección a su casa, en cuyo interior se hallaban su mujer, su hija y todos sus ahorros, treinta rublos escondidos en un lecho de plumas. La figura que más nítidamente veía era, sin embargo, la de una pobre mujer con la que ya había soñado más de una vez en el transcurso de su enfermedad, y a la que veía tal y como era en realidad, con su calzado de madera, un palo en la mano y cubierta de harapos, con un atadijo a la espalda: ella sola armaba más alboroto que los bomberos y la muchedumbre que, la rodeaba, pues gritaba que sus hijos la habían arrojado a la calle y que, además, había perdido dos monedas de cinco copecs… «¡Los hijos! ¡El dinero! ¡Mis diez copecs! ¿Dónde están mis hijos?», repetía una y otra vez, en medio de un galimatías que por lo demás resultaba absolutamente incomprensible. Al final, todo el mundo acabó volviéndole la espalda y no haciéndole caso, lo cual no arredró a la buena mujer, que seguía chillando y manoteando al aire, sin prestar ninguna atención al incendio, ni a la gente, ni a la desgracia ajena, como tampoco a las chispas y a los escombros, que casi le caían encima.

El señor Projarchin, en su visión, volvió a sentir el pánico que sintiera cuando, muy cerca de él, un anciano de cabellos y barba rubios, envuelto en una pelliza hecha jirones, se puso a azuzar a la muchedumbre en contra de su persona. Pudo ver cómo crecía aquel gentío, y experimentó el mismo terror que experimentara al contemplar aquella muchedumbre que amenazaba con aplastarle, mientras el aldeano seguía vociferando. Nuestro héroe, petrificado por el terror, recordó de pronto cómo había identificado a aquel hombre con cierto cochero al que hacía cinco años le había robado de un modo innoble, saltando del coche antes de que se detuviera, para no pagarle el importe del alquiler de su carruaje… El señor Projarchin quería gritar, hablar, explicarse, pero la voz no le salía de la garganta. Además, sentía sobre todo su ser la presión de aquel gentío furioso, que le apretujaba como una serpiente, impidiéndole casi respirar.

Ante aquella angustia, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, el señor Projarchin se despertaba… Pero entonces descubría que su rincón también estaba ardiendo, así como el biombo y el resto del piso, mientras que Ustinia Fiodorovna y los demás huéspedes se debatían en medio de la gigantesca hoguera. La cama, las ropas, el baúl, todo ardía, y por supuesto también su apreciado colchón, con el cual cargaba para darse a la fuga y ponerse a salvo cuanto antes mejor… Y así fue como, en un momento dado, penetró descalzo y con sus ropas de dormir en la alcoba de la patrona, donde le cogieron y le ataron con unas cuerdas, restituyéndole a su rincón, que, por supuesto, ardía mucho menos que su pobre cabeza.

Es así también como el animador de los polichinelas reintegra al fondo de su caja a los muñecos que ya danzaron bastante, expresando su comedia, insultando a todo el mundo y vendiendo su alma al diablo. El pelele interrumpe así su existencia hasta la próxima representación, quedando acostado en su receptáculo y teniendo por compañía no sólo al mencionado demonio, sino también a Pierrot y Colombina, y al feliz amante de ésta, el oficial de la policía rural…

Todos los huéspedes de la casa se congregaron alrededor del lecho de Semion Ivanovich, y allí se quedaron durante largo rato, mirándose unos a otros con gestos de interrogación. El primero que rompió el silencio fue Mark Ivanovich, quien guiado por la sensatez comenzó diciendo que era preciso guardar la calma. Al enfermo, entre otras cosas, le dijo que estar enfermo era algo muy feo y propio de niños, por lo cual era necesario que se repusiera y volviera a la oficina. A tal respecto, incluso se permitió una broma, manifestando que consideraba el sueldo que, en buena ley, debían cobrar los empleados enfermos, si bien parecía evidente que no podía ser muy ventajoso… En resumen, todos los de la casa se hacían partícipes del estado de Semion Ivanovich, por quien sentían una especie de humana compasión.

El enfermo, sin embargo, cegado por la más irracional de las incomprensiones, se empeñó en seguir en la cama, tirando el cobertor hacia un lado y sin pronunciar ni una sola palabra. Mark Ivanovich no se dio por vencido, y prosiguió, con sus amabilidades dentro de la mayor contención, pues consideraba que con los enfermos hay que guardar siempre ciertos miramientos. Pero Semion Ivanovich no le hacía ningún caso, y no cesaba de refunfuñar con aire desconfiado, hasta que de pronto dirigió miradas recelosas a diestro y siniestro, como si hubiese querido fulminar a todos los presentes. Aquella actitud hacía que resultaran superfiuas todas las precauciones de Mark Ivanovich, quien al final, entre resentido y defraudado, comenzó a dar muestras de estar a punto de encolerizarse… Dijo al enfermo, de una forma clara y terminante, que ya era hora de que se levantara de la cama, puesto que no se iba a pasar toda la vida tumbado, relatándoles historias más o menos inverosímiles de incendios, cuñadas, borrachos, baúles y toda clase de zarandajas. Le reprochó, además, que si no tenía ganas de dormir, ello no le autorizaba a quitar el sueño a los demás.

Aquel discurso hizo su efecto en el enfermo, que se encaró a Mark Ivanovich para decirle con entereza, aunque con voz débil y ronca:

—¡Cállate ya, pareces un charlatán! ¿Quién te has creído que eres?

Por un momento pareció que Mark Ivanovich iba a perder el control dé sí mismo, pero recordó una vez más que se hallaba ante un enfermo y se apaciguó, limitándose a reprochar su conducta a Semion Ivanovich con cierta suavidad, lo cual no sirvió de nada, porque aquél le replicó, interrumpiéndole, que no estaba dispuesto a soportar ninguna clase de sermones, por muy convincentes que pudieran parecer.

Después se hizo un prolongado silencio, que duró hasta que Mark Ivanovich, repuesto de su asombro, declaró, con tono firme y no sin elocuencia, que Semion Ivanovich debería tener presente que se encontraba entre personas decentes, y, por lo tanto, su deber era comportarse de una forma mínimamente correcta.

Cuando era preciso, Mark Ivanovich gustaba dea cultivar un cierto estilo oratorio, pues sabía que de aquel modo intimidaba con facilidad a sus oyentes. Semion Ivanovich, por el contrario, y debido quizá a su larga práctica del silencio, era hombre de pocas palabras. Cuando se arriesgaba a soltar una parrafada algo extensa, las palabras se agolpaban en sus labios y le llenaban la boca, de suerte que se veía obligado a soltarlas en el más arbitrario y pintoresco de los desórdenes. Por esto solía decir cosas incongruentes y sin demasiado sentido, como ocurrió en aquella ocasión.

—¡Mientes y eres un libertino! —respondió nuestro héroe al bienintencionado Mark Ivanovich—. Mientes y obras de mala fe, pero Dios te castigará y hará que te veas pidiendo limosna… ¡No eres más que un librepensador y un muerto de hambre!

—Semion Ivanovich, continúa usted desvariando, y sólo teniendo en cuenta su estado…

—¿Qué dices, imbécil? —le interrumpió el enfermo—. El necio es quien desvaría, pero el sabio emplea su inteligencia. Tú no sabes nada de nada. Eres un ignorante, que lo único que hace es hablar como un libro… ¡Algún día arderás como lo que eres, como un simple atadijo de papel!

—¿Qué es lo que dice? ¿Que voy a arder como el papel? ¡Oh! ¡Este hombre está loco!

Pero Mark Ivanovich ni siquiera se molestó en terminar la réplica que había pensado. Los demás, por su parte, comprendieron asimismo que Semion Ivanovich no había recuperado su equilibrio mental y que seguía desvariando. La patrona, sin embargo, no dejó de recordar que el incendio de la calle Krivoi tuvo su origen en una vela que una muchacha se había dejado encendida, advirtiendo que ella no estaba dispuesta a que allí ocurriera otro tanto, así es que todos podían considerarse seguros.

—Vamos a ver, Semion Ivanovich, ¿por quién nos ha tomado usted? —exclamó de pronto Zinovi Prokofievich, interrumpiendo a la patrona—. ¿Acaso cree que estamos aquí para contarle chismes de su cuñada o para hablar de bailes y exámenes? ¡Vamos, conteste!

—No. Contéstame antes tú —replicó a su vez nuestro héroe, que pareció reunir todas sus fuerzas para incorporarse en la cama—. Dime, Zinovi Prokofievich, ¿sabes lo que es un bufón? ¿Qué eres tú? ¿Un bufón, el perro del bufón, el que dice las bufonerías…, o un simple criado de no se sabe quién? En lo que a mí concierne, te diré que no estoy dispuesto a ser criado de nadie, ¿lo has oído bien, mequetrefe de los demonios?

Semion Ivanovich se disponía a decir algo más, pero sin duda sintió que se le agotaban las fuerzas y optó por callar, mientras se desplomaba de nuevo en el lecho. Todos los presentes se quedaron un tanto estupefactos, pues comprendían el estado en que se hallaba el enfermo y no sabían muy bien qué hacer para ayudarle.

De pronto se abrió la puerta de la cocina y vieron asomar por ella la cabeza del señor Zimoveikin, el amigo borracho de Semion Ivanovich. El recién llegado, sin pasar adelante, echó una minucioso vistazo a la habitación. Parecía que le hubieran esperado, pues todos los huéspedes le hicieron señas a un mismo tiempo para que se acercara. El visitante, al percibir aquella especie de bienvenida, no dudó ni un segundo en pasar al interior de la pieza, cosa que hizo muy ufano, y quitándose el abrigo se acercó al lecho donde se encontraba el enfermo.

Todos los indicios parecían indicar que las últimas horas del señor Zimoveikin habían sido algo agitadas, pues llevaba una venda a lo largo del lado derecho de su rostro, a la vez que una especie de líquido purulento se desprendía de sus ojos. Por lo demás, el lado izquierdo del gabán y de sus harapos aparecían empapados de una especie de barrillo. Debajo del brazo llevaba un váolín, que sin duda iba a vender. Cuando comprobó el estado de su amigo, se encaró a él y, empleando un tono de superioridad muy consciente, como hombre que conocía el resorte más apropiado, exclamó:

—Veamos, Sionka, ¿qué haces ahí en la cama…? Debes levantarte. Tú eres un hombre sensato y sabes cuál es tu deber. No obstante, si te empeñas en mantener esa actitud, tendré que echarte de la cama… ¿Verdad que no me darás lugar a hacer una cosa así?

La energía de aquel breve discurso no dejó de asombrar a los presentes. Pero todavía fue mayor su sorpresa cuando comprobaron la impresión que aquellas palabras habían causado en el señor Projarchin, que apenas se atrevió a refunfuñar entre dientes:

—¡Cállate ya, desdichado! Es lo mejor que puedes hacer. ¡Miserable! ¡No eres otra cosa que un ratero! Por lo que veo, tú también te crees un príncipe. Hoy me encuentro rodeado de príncipes… ¡Hum! ¡Vaya unos príncipes de pacotilla!

—Amigo mío, creo que nadie mejor que tú sabe que ese comportamiento no es correcto… —replicó Zimoveikin, sin perder ni un ápice de su sangre fría—. Pero, si es así, dime una cosa: ¿a quién pretendes engañar? ¡Vamos, deja de comportarte de esa manera! Te aconsejo que me hagas caso, porque de lo contrario contaré a esta gente lo que sé… y de esta forma tendrás que quitarte la máscara. ¡Vamos, Sionka, obedéceme de una maldita vez! ¿Me oyes?

Semion Ivanovich quedó realmente impresionado ante aquellas palabras. Dio una especie de respingo y comenzó a mirar a todos, asustado. Zimoveikin se sentía, al parecer, satisfecho de los resultados obtenidos, y ya iba a continuar cuando Mark Ivanovich, anticipándose a su celo y viendo al enfermo en otra actitud más normal, le hizo notar que el empleo de semejantes métodos de coacción podía ser nocivo, si no inmoral, dada la situación del señor Projarchin. Todos los presentes esperaban que aquella reprensión tuviera los mejores resultados, tanto más cuanto que Semion Ivanovich parecía estar ya más sosegado, como lo demostró el que contestara a sus interlocutores con la mayor mesura. El crispado intercambio de insultos del principio dio paso de este modo a una cortés discusión, y con fraternal interés preguntaron los huéspedes al enfermo sobre la causa por la que se había asustado de aquel modo. Semion Ivanovich les respondió a todos, pero lo hizo con evasivas. Los demás insistieron, y él se mantuvo en su ambigua postura explicativa. Se sucedieron las preguntas y las respuestas, hasta que al ñnal acabó hablando todo el mundo a la vez. Se organizó tal barahúnda, y la conversación tomó un giro tan extraño y sorprendente, que por último se transfiguró en algo imposible de describir. La moderación se trocó en enojo, el enojo en gritos, y éstos en lamentos, hasta que Mark Ivanovich, furioso, se marchó, jurando que jamás había topado con un hombre tan antipático e intratable como Semion Ivanovich. Por su parte, Oplevaniev escupió en el suelo en señal de desprecio. Okeanov estaba asustado. Zinovi Prokofievich se lamentaba en tono dramático. Y Ustinia Fiodorovna vertió un torrente de lágrimas, gritando que aquel desagradecido había perdido la razón, y se lamentaba de su orfandad y de que entre todos sólo buscaban llevarla a la ruina.

En resumen, los huéspedes pudieron convencerse de que la semilla había arraigado en el terreno más propicio, pues Semion Ivanovich parecía haber perdido el equilibrio mental de una forma tan prodigiosa como irremediable. Todos guardaron silencio; seguramente pensaban que, si bien es verdad que habían conseguido amedrentar en cierto modo al enfermo, no podían evitar cierto temor por las consecuencias…

—¡Cómo! —exclamó de pronto Mark Ivanovich—. Veamos, ¿de qué se asusta usted? ¿Qué es lo que le ha hecho perder la cabeza de esa manera? ¿No será que se cree demasiado importante? ¿Quién se cree que quiere hacerle daño? La verdad es que no comprendo su miedo. ¿Cómo puede tener miedo un cero a la izquierda, o una peladura de naranja, o una simple piltrafa humana? Porque, no se haga ilusiones, usted no es otra cosa… ¿O acaso cree que porque hayan matado a una mujer en la calle le va a ocurrir a usted lo mismo? ¡Vamos, hombre, vamos!

—Tú…, tú…, tú eres un necio… —refunfuñó Semion Ivanovich—. ¡Eso es lo que eres! TJn día te comerás tú mismo las narices… y no te darás ni cuenta. ¡Eres un imbécil!

—¿Imbécil yo? ¿Imbécil yo? —repetía una y otra vez Mark Ivanovich, como si no fuese capaz de dar crédito a sus oídos—. Está bien, supongamos que yo soy un imbécil, pero entonces, ¿qué será usted, puesto que cree que se va a hundir el mundo y se le va a caer el techo encima por una simple aprensión de nada?

—¡Bah! ¡Cállate ya! Lo que puedes hacer es contestar cuando te pregunten, porque después de todo, ¿quién te ha mandado meterte donde no te llaman…? Yo sé lo que ocurrirá… ¡La cerrarán y todo acabado!

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir? ¿Qué nuevo enredo es éste?

—Bien, pero eso no ha sido obstáculo para que echaran a ese pobre borracho, así es que…

—¿Y qué quiere decir con ese nuevo enigma del borracho? ¿Se refiere a su amigo? ¡Bah, él no es una persona decente!

—¡Decente! ¡Decente…! ¡Y pensar que ella sigue ahí!

—¿Quién sigue ahí? ¿Quién es ella?

—¡La ofi-ci-na! ¡La ofi-ci-na!

—¡Pues claro que sí! Porque la oficina es necesaria, ¿no lo comprende?

—¡Necesaria! ¡Necesaria…! Tal vez sea hoy necesaria, y mañana, y al otro, pero ¿quién podría asegurar que lo será siempre?

—Si se cerrara la oficina, entonces le pagarían el sueldo de un año… ¡Ah, por lo que veo, usted es la incredulidad en persona! Y además, no ha pensado que, en consideración a sus pasados servicios, podría ser trasladado a otra oficina…

—¡El sueldo de un año! ¿Y para qué sirve el sueldo de un año? Todo el mundo acaba comiéndoselo antes de encontrar otra ocupación… Aparte de qué yo tengo la responsabilidad de mi pobre cuñada, sin contar con el peligro constante de que el dinero siempre puede ser robado por los ladrones…

—¿Una cuñada? ¿Los ladrones? Pero… ¿qué dice usted, hombre de Dios? A veces, parece un ser que no es de este mundo. No se le puede comprender… Díganos, Semion Ivanovich, ¿es usted realmente un hombre?

—¡Por supuesto que soy un hombre! ¡Al contrario que tú, que no eres más que un imbécil! Un imbécil al que no tengo por qué contestar a ninguna de sus preguntas. Para que lo sepas, pedazo de idiota, hay ocasiones en que se suprime a todo el personal. El propio Demid Vasilievich lo ha dicho, así es que…

—¡Ah, Demid Vasilievich! ¡Vaya con Demid Vasilievich!

—Si todo el mundo se queda en la calle, ya me dirás de qué sirven las esperanzas de encontrar otro puesto… Las posibilidades entonces son nulas, puesto que hay mucha gente en las mismas condiciones. Bien, Mark Ivanovich, ¿qué me dices a eso?

—Vamos, Semion Ivanovich, no puedo creer que esté hablando en serio, a menos que se le acabe de caer algún tornillo. Usted no es hombre para creer en los falsos rumores…

—¿Y llama falsos rumores a las palabras de Demid Vasilievich…? ¡Ah! Lo que yo digo: ¡Este Mark Ivanovich es un imbécil!

—¡No está en sus cabales! ¡Se ha vuelto loco! —exclamaron los presentes casi al unísono, mirándose los unos a los otros con evidente inquietud.

Entretanto, la patrona tuvo que sujetar a Mark Ivanovich para que no respondiera con la violencia a los insultos del enfermo. La escena, a fuerza de tener poco sentido, parecía evidentemente un incidente de manicomio.

—¡ Sionka! ¡Por favor, Sionka, cálmate! —comenzó a suplicar de repente su amigo Zimoveikin—. Tú siempre has sido una persona prudente… ¿Acaso te has vuelto un pagano de pronto, tú que siempre has sido una persona tan sencilla y virtuosa? ¿Oyes lo que te digo? Estoy seguro de que esa actitud procede de un exceso de virtud… Siempre te lo he dicho. En cambio, yo no soy más que un lioso y un miserable, indigno de tu amistad, y, sin embargo, debo decirte que esta gente que te rodea, y en especial la patrona, me han tratado con una encomiable. consideración, cosa que no puedo sino agradecerles a todos…

Mientras pronunciaba estas palabras, Zimoveikin hacía exagerados gestos de reverencia y agradecimiento a todos los presentes. Hay que decir que sus ademanes, aunque pretendían ser de reconocimiento casi servil, no por ello dejaban de tener cierta nobleza.

Semion Ivanovich, entretanto, intentó continuar sus razonamientos. Pero esta vez no se lo permitieron, ya que los demás emitieron súplicas y toda clase de argumentos persuasivos para que no siguiera en su actitud, de forma que nuestro héroe acabó sintiendo vergüenza.

—Está bien —dijo al final, en tono suplicante—. Al menos dejen que me explique… Al parecer, es cosa convenida que yo soy una persona buena y amable, un ser fiel y abnegado. De acuerdo, pero quiero que sepan todos una cosa, y es que estaría dispuesto a dar hasta la última gota de mi sangre por conservar el empleo que ahora tengo, ya que de lo contrario tendría que irme por esos caminos de Dios con un petate a la espalda… ¿Tan difícil de comprender es esto?

—Sionka —observó entonces Zimoveikin, dominando con su voz al tumulto—, ¿sabes lo que te digo? ¡Que no eres más que un librepensador! Estoy decidido y voy a contarlo todo. Diré a toda esta gente lo que eres en realidad. ¡Tú no eres más que un ingenuo, un hombre de buena fe que, a pesar de sus desconfianzas, cuando llegue el momento, dejará que le pongan en la calle sin más requisitos! ¡Dime si tengo razón o no! ¡Vamos, ten el valor de confesar la verdad!

—Creo que tienes toda la razón, amigo Zimoveikin —dijo Semion Ivanovich con humildad.

—¡Cómo! ¿Dices que tengo toda la razón? ¡En ese caso, debes ir a hablar con ese hombre!

—¿Con quién?

—¿Y con quién ha de ser? Vamos, no te hagas el ignorante… Tú lo sabes bien. Cuando uno es realmente libre, se pone a hacer cosas, y no piensa en quedarse en la cama, ¿comprendes lo que quiero decir?

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Que cuando un hombre se acostumbra a quedarse en la cama acaba convirtiéndose en un librepensador… ¡Eso es lo que realmente eres tú, Sionka! ¡Un librepensador!

—¡Basta ya! —gritó de pronto Semion Ivanovich, manoteando en el aire como para imponer silencio—. Compréndelo de una vez, insensato: lo que soy en realidad… sólo yo lo sé. ¿Sabes lo que soy de verdad? ¡Un tímido! Sin embargo, ello no impide que mañana o pasado, si me da por ahí, pierda de pronto la timidez… y me eche al mundo para ser de verdad un librepensador.

—¿Pero qué le ocurre ahora? —exclamó Mark Ivanovich, levantándose de la silla en la que se había sentado con gesto de cansancio—. ¡Bah, este hombre no sabe lo que habla! Y cuando no tenga casa ni hogar, ¿qué dirá entonces? Vamos, señor Projarchin, ¿acaso cree que el mundo sólo se ha hecho para usted? ¿Acaso se imagina que es una especie de Napoleón o algo así? Dígame, ¿cree de verdad que es usted Napoleón?

A pesar de la insistencia, el señor Projarohin no se molestó en contestar a Mark Ivanovich. Y no es que la idea de ser Napoleón le disgustara, ni que temiera asumir una responsabilidad semejante, sino que se sentía incapaz de seguir discutiendo, para lo cual tenía que hilvanar las palabras con cierto sentido. Esta sensación de impotencia acabó por sacarle de quicio, y ello originó una nueva crisis. De pronto comenzó a llorar, y un raudal de lágrimas manó de sus ojos color pardo, requemados por la fiebre, al mismo tiempo que se cubría el rostro con sus huesudas y enflaquecidas manos. Al cabo de un momento, volvió a hablar, jurando y perjurando entre sollozos que era tan pobre y tan desgraciado, que si alguien había en el mundo digno de lástima esa persona era él… Debían, por lo tanto, perdonarle todos: debían defenderle, darle de comer y beber, y sobre todo no abandonarlo. Sin dejar de lamentarse, lanzaba miradas temerosas a su alrededor, como si esperara que le cayese el techo encima o que el suelo se hundiese. Todos le compadecían y todos se enternecían. La patrona, por ejemplo, estaba deshecha en llanto, y tanto era así que ella misma se encargó de acostar nuevamente al enfermo. En cuanto a Mark Ivanovich, convencido de la inutilidad de sus ataques a la memoria de Napoleón, recobró su habitual benevolencia y ayudó en su tarea a Ustinia Rodorovna. Los demás, deseosos también de ser útiles, se ofrecieron en seguida para preparar una tisana de frambuesas, que estaba considerada como un gran remedio para toda clase de enfermedades, pero Zimoveikin se opuso a ello, aduciendo que en tales casos lo más indicado era la manzanilla. En cuanto a Zinovi Prokofievich, que sollozaba a raudales y con todo su corazón, juraba a voz en grito que se arrepentía de haber asustado a Semion Ivanovich contándole aquellos necios infundios, y a continuación, recordando que el enfermo se había quejado de su pobreza, propuso abrir una suscripción, que de momento podrían cumplimentar los allí presentes.

Aquello hizo que todos, efectivamente, compadecieran la mísera suerte de Semion Ivanovich, sin que por ello hubieran comprendido el repentino pánico que había experimentado el enfermo. Porque, a fin de cuentas, ¿había motivos para tanta preocupación? En todo caso, si ocupara una posición importante o tuviera mujer e hijos, aún habría tenido alguna razón de ser aquel temor. Pero, así, todo parecía más bien absurdo, ya que Semion Ivanovich únicamente poseía un baúl viejo, y él mismo no era sino un hombre que se había pasado veinte años tumbado detrás de un biombo, lo cual hacía suponer que no debía saber demasiado de la vida ni de sus pesares. De pronto, una simple broma había hecho que comenzara a desvariar y se sintiera atemorizado ante la revelación, por otra parte bastante vulgar, de que la vida es dura y problemática. ¿Acaso no lo era para todos? Como dijo más tarde Okeanov, si el enfermo se hubiese tomado al menos el trabajo de pensar que la vida es igualmente dura para todos, no se hubiera visto afectado por aquella crisis mental. En cualquier caso, lo cierto es que. a partir de entonces, ya no se habló de otra cosa en la pensión que de Semion Ivanovich. Todos iban a verle. Le preguntaban afectuosamente por sus dolencias y no dejaban de prodigarle consuelo. Sin embargo, al anochecer, ya no tenía necesidad de aquellas atenciones, pues fue presa de la fiebre y el delirio.

Tuvieron que llamar al médico, y todos los huéspedes, sin excepción, se comprometieron a cuidar y velar al enfermo durante la noche, relevándose unos a otros, a fin de prever cualquier peligro o alarma. Así fue como, tras haber situado al amigo borracho de Semion Ivanovich en la cabecera de éste, los demás se pusieron a jugar una partida de cartas, con el objeto de no dormirse. Sin embargo, como no se jugaban dinero, se aburrieron pronto. Dejaron entonces el juego y se dedicaron a discutir hasta la exasperación dando golpes en la mesa, hasta que, al fin, volvieron todos a stis respectivas habitaciones, lanzándose amenazas e insultos. En medio del furor, nadie se acordó ya de velar al enfermo, cosa en la que tanto empeño habían puesto. Por el contrario, acabaron durmiéndose, y al poco tiempo reinó en toda la casa un silencio casi sepulcral.

La temperatura había bajado considerablemente en el curso de la noche. Okeanov fue el último en quedarse dormido, y más tarde contaría que «fuese sueño o realidad, la cuestión era que a él le había parecido que hacia las tres o las cuatro de la madrugada hablaban dos hombres muy cerca de su habitación». Uno de ellos, siempre según la versión de Okeanov, era Zimoveikin, el cual despertó a su amigo Remniov. Ambos charlaron durante largo rato, hasta que el primero se separó del otro, para intentar abrir la puerta de la cocina con una llave. La patraña certificó más tarde que tal llave solía esconderla ella debajo de la almohada y que aquella noche había desaparecido… Okeanov, después, creyó oír voces detrás del biombo, y también que alguien encendía una vela. Esto fue todo lo que Okeanov pudo contar, porque a continuación también se quedó dormido, y no despertó hasta que, como los demás, hubo de saltar de la cama bajo los efectos de un terrible grito, capaz de despertar a un muerto. Á todos les pareció ver que se apagaba la luz de una vela, oyéndose detrás del biombo un rumor de lucha. Cuando encendieron la luz, pudieron ver que se trataba de Bemniov y de Zimoveikin, que se aporreaban sañudamente, al mismo tiempo que se cubrían de recriminaciones e insultos.

En medio de aquel alboroto, se oyó decir a Remniov:

—¡Yo no he sido! ¡La culpa es de éste!

—¡Suéltame inmediatamente! —gritó a su vez Zimoveikin—. ¡Soy inocente y estoy dispuesto a jurarlo!

Lo cierto era que ninguno de los dos tenía el aspecto de una figura humana, si bien la atención general se desentendió en seguida de ellos para preocuparse del señor Projarchin. En cuanto hubieron separado a los dos beligerantes, se dieron cuenta de que el enfermo no estaba en la cama. Le buscaron y le encontraron debajo del lecho. Al parecer, estaba sin conocimiento. Había arrastrado consigo el cobertor y la almohada, y en el lecho no quedaba más que el colchón, viejo y grasiento. Sacaron a Semion Ivanovich de su reducto y volvieron a acostarle en la cama, pero pronto advirtieron que toda preocupación iba a ser inútil. Apenas respiraba y tenía el cuerpo rígido casi por completo. Cuando le rodearon, preocupados todos los huéspedes notaron cómo se esforzaba por hacer gestos y hablar, sin que pudiera mover las manos ni la lengua. En cambio, movía los párpados, como si se tratara de una cabeza recién cercenada por el verdugo.

Al final cesaron aquellos temblores y espasmos. El señor Projarchin estiró las piernas y se marchó al otro mundo para responder de sus buenas o malas acciones, mientras los presentes quedaban mudos por la estupefacción, sin atreverse de momento a hablar ni a emitir ningún comentario.

Nadie podía explicarse lo sucedido. ¿Qué le había ocurrido al enfermo? Remniov hablaba de una pesadilla, pero nadie le hacía caso. La verdad era que el señor Projarchin estaba muerto, pero esto apenas hacía variar el decorado, porque con anterioridad, aunque hubiese ido el comisario de policía a detenerle por sus ideas volterianas, o aunque hubiese entrado por la puerta una mendiga diciendo que era su cuñada, o ardido la casa, el recién fallecido tampoco habría movido ni un solo dedo.

Poco a poco se disipó el asombro de los presentes, que recobraron así la facultad de hablar, comenzando a emitir toda clase de suposiciones. Ustinia Piodorovna, entretanto, se puso a registrar febrilmente debajo de la almohada y el colchón, e incluso en las botas del difunto. Por su parte, Remniov y Zimoveikin fueron sometidos a un severo interrogatorio, pues Okeanov, el más tímido de los huéspedes, de pronto recordó todo lo que había oído antes de dormirse. Unos entraban y otros salían de la habitación y de la casa, pero en el momento en que la situación parecía más caótica, se abrió la puerta y vieron aparecer por ella a un caballero de noble porte, semblante severo y gesto malhumorado, al que seguían Yaroslav Ilioh y su cabildo, aparte del propio Okeanov, que había ido en busca de tales personajes. El caballero de noble aspecto se fue derecho a la cama donde yacía el cadáver de Semion Ivanovich. Lo examinó, hizo una mueca, se encogió de hombros y declaró que no había nada que hacer, pues aquel hombre estaba muerto. Y a continuación recordó el caso de un personaje de cierta alcurnia, al que recientemente le había ocurrido el mismo percance, es decir, que «le había dado por morirse». Una vez que hubo dado esta explicación a los presentes, el caballero se apartó de la cama, manifestó su opinión de que le habían molestado inútilmente y se marchó. Yaroslav Ilich ocupó entonces su puesto. El comisario hizo algunas preguntas a Remniov y Zimoveikin, y después se apoderó muy discretamente del baúl, que la patrona ya se disponía a abrir. El diligente funcionario se preocupó igualmente de volver a colocar las botas del difunto en su sitio, haciendo notar que estaban llenas de agujeros y prácticamente inservibles. Ordenó colocar en su sitio la almohada, llamó a Okeanov, pidió que buscaran la llave del baúl (que fue encontrada por casualidad en el bolsillo del borrachín) y seguidamente procedió a abrir el receptáculo de los tesoros de Semion Ivanovich. Allí había de todo… Podían verse un par de calcetines, dos rodilleras, un pañuelo, un sombrero viejo, numerosos botones, unas suelas viejas y los contrafuertes de unas botas. El conjunto de todo ello no era otra cosa que un hacinamiento de guiñapos que apestaban a miseria. En realidad, lo más valioso era el candado alemán que cerraba el baúl.

Okeanov, requerido de forma severa, se mostró dispuesto a prestar juramento en lo referente a sus testimonios. El comisario lo examinó todo, sin encontrar nada excepcional, salvo la relevante suciedad de cuanto rodeaba al difunto, acabando por requisar las ropas de la cama, en especial el colchón y la almohada. En el momento de proceder al levantamiento, ocurrió sin embargo algo insólito. Ante la sorpresa de los presentes, cayó al suelo un objeto metálico. Lo recogieron y comprobaron que se trataba de un envoltorio que contenía diez rublos.

—¡Vaya! —exclamó Yaroslav Ilion, señalando un roto del colchón, por donde evidentemente se había caído el envoltorio.

Entonces miraron todos con más cuidado y comprobaron que aquel roto había sido hecho recientemente con un cuchillo o algo parecido. Cuando alguien exploró las interioridades del colchón, encontró, en efecto, un cuchillo, que todo el mundo reconoció como el perteneciente a la cocina de la patrona.

Yaroslav Ilich no había tenido tiempo de pronunciar ni siquiera un segundo «¡Vaya!», cuando cayó al suelo un segundo envoltorio con varias monedas de distinto valor. El comisario declaró inmediatamente que se incautaba de todo, y a continuación juzgó oportuno rasgar el colchón de arriba abajo, para lo cual pidió unas tijeras.

Un pedazo de vela alumbraba la interesante escena. Alrededor del lecho había agrupadas varias personas, algunas de las cuales eran huéspedes ataviados de la forma más pintoresca, ya que unos llevaban los cabellos alborotados, otros tenían ojos de sueño y los más se cubrían con sus respectivas ropas de dormir. Algunos estaban muy pálidos y otros sudaban o daban diente con diente. La patrona, entre expectante y temerosa, permanecía callada y sin pestañear. Esperaba con los brazos cruzados a que Yaroslav Ilich tomara una decisión, mientras que la criada Avdotia, con su gata favorita en los brazos, contemplaba la escena desde la estufa con ojos asustados.

El baúl del señor Projarchin, violentado por todas partes, mostraba el nauseabundo misterio de sus entrañas. El cobertor y la almohada yacían en el suelo, debajo de todo lo que había salido del colchón. Por último, relucieron sobre la superficie de la mesa gran cantidad de monedas.

Entretanto, Semion Ivanovich, tendido tranquilamente en la cama, conservaba su aspecto sosegado, sin el menor vestigio de que estuviera presintiendo su ruina. No obstante, en el momento en que llevaron las tijeras, tan pronto como un celoso subordinado de Yaroslav Ilich tiró con cierta brusquedad del colchón para sacarlo lo antes posible de debajo de su dueño, Semion Ivanovich pareció dar una vuelta de costado, como si quisiera facilitar cortésmente la tarea del funcionario. Al segundo tirón, se volvió boca abajo. Luego dio otra vuelta, pero como a la cama le faltaba una tabla, se le hundió primero la cabeza en el hueco y a continuación todo el cuerpo, no quedando visibles más que sus dos pies descalzos, flacos y amoratados, cual dos ramas requemadas. Cuando el cuerpo del señor Projarchin efectuó aquella segunda sacudida, los presentes experimentaron cierto recelo, y en especial Zinovi Prokoflevich, que incluso se encaramó sobre la cama para averiguar sí no habría algo más escondido en aquel hueco. Pero todo era inútil, pues nadie pudo descubrir nada. Ante la intimación de Yaroslav Ilich, que invitó a los huéspedes a que abandonaran la habitación, a fin de efectuar sus indagaciones con más tranquilidad, dos de los más prudentes tiraron cada uno de una de las piernas del insospechado capitalista y volvieron a acomodarlo sobre el lecho, colocándolo en su postura inicial.

Los puñados de borra y algodón desprendidos del interior del colchón seguían volando por todas partes, formando aquí y allá pequeños montones. El inopinado tesoro estaba formado por gruesas y nobles monedas de rublo, de medio rublo y de un cuarto de rublo, pero también por otras más pequeñas de veinte y quince copecs. Todo aquel dinero fue ordenado sobre la mesa en grupos de monedas de igual valor. Entonces se pudo comprobar que quedaban aparte algunas piezas sueltas, tales como dos monedas de origen indeterminado, un napoleón de oro y una gruesa pieza, muy antigua y no identificable, pero que probablemente tenía un gran valor. Por lo demás, algunas de aquellas monedas se remontaban a una considerable antigüedad: las había isabelinas, imperiales alemanas y rublos de la época de Pedro el Grande y Catalina II. Otras, sin embargo, eran de una rareza que hubiera hecho las delicias de algún coleccionista. Como máxima curiosidad, se encontró asimismo un billete de diez rublos.

Cuando fue concluida la autopsia del colchón y fue sacudida la funda, para cerciorarse de que no había nada dentro, se hizo un recuento valorativo de las monedas. No es que allí hubiese un millón, pero la cantidad era de cierta consideración, ya que ascendía exactamente a dos mil cuatrocientos noventa y siete rublos y medio, de forma que si se hubiera llevado a cabo la suscripción propuesta por Zinovi Prokofievich la noche anterior, con toda seguridad la suma habría alcanzado más de los dos mil quinientos rublos.

El tesoro fue recogido, haciéndose con él un paquete. El baúl del difunto fue confiscado, y como la patrona comenzara a prorrumpir en lamentaciones, uno de los funcionarios le explicó dónde y cuándo debería presentar una declaración debidamente certificada de todo lo que le adeudaba el finado. Fue requerida la firma de algunos de los presentes y entonces alguien recordó la existencia de la famosa cuñada del señor Projarchin, pero en seguida se afirmó que la tal cuñada era solamente un mito, producto de la corta imaginación que tantas veces le había sido criticada a Semion Ivanovich en aquella misma pensión. Se acordó, por tanto, no tener en cuenta a aquella supuesta familiar del difunto, entre otras cosas porque era absurdo buscar a alguien que no existía, pero también porque tal búsqueda lo único que podía significar era un perjuicio para la buena reputación del señor Projarchin.

Una vez pasada la primera emoción y sabido el secreto del difunto, se quedaron todos los huéspedes silenciosos. A lo más que se atrevieron fue a intercambiar recelosas miradas entre sí. Al considerar la forma de proceder de Semion Ivanovich, algunos se creyeron en la obligación de mostrarse resentidos. No obstante, la pregunta que se hacían todos era poco más o menos la misma: ¿cómo pudo aquel hombre llegar a reunir semejante cantidad de dinero?

Mark Ivanovich, más dueño de sí que los demás, fue el primero que se decidió a hablar. Según él, ahora podían explicarse por qué le había entrado aquel extraño terror a Semion Ivanovich poco antes de morir. Pero, pese a la convicción de sus palabras, nadie le hizo caso. Zinovi Prokofievich parecía ensimismado en algo. Okeanov se ocupó en beber un traguito. Y los demás se agruparon unos junto a otros, mientras que Kontariov, cuya nariz se asemejaba tanto al pico de un gorrión, decidía cambiar de pensión, y a este fin se había puesto a hacer paquetes con sus cosas, replicando a los que le preguntaron sobre sus intenciones que «los tiempos no eran buenos y que vivir como huésped le resultaba demasiado caro».

En cuanto a la patrona, seguía llorando sin tregua, a la vez que no dejaba de maldecir a Semion Ivanovich, que según ella no había tenido el merfor reparo en perjudicar a una «pobre huérfana». Cuando alguien se preguntó por qué el difunto «no habría puesto su dinero en algún establecimiento de crédito», Ustinia Fiodorovna respondió con la mayor naturalidad del mundo:

—Está claro que era un pobre de espíritu. Semion Ivanovich no tenía imaginación.

—¡Ah, pues usted no es menos simple! —le respondió Okeanov—. Porque tuvo a ese hombre durante veinte años en su casa y no fue capaz de husmear esa pequeña fortuna. ¡Ah, qué tonta fue usted!

—¿Qué dice? —replicó la patrona a aquel que había hablado antes que Okeanov, fingiendo no haber oído las intencionadas palabras de éste—. ¿Para qué necesitaba Semion Ivanovich un establecimiento de crédito? Lo que habría debido hacer era haberme entregado un buen puñado de monedas y haberme dicho: «Mira, Ustinia Fiodorovna, aquí tienes dinero: dame de comer mientras viva.» Yo entonces le habría alimentado como Dios manda. No le habría faltado de nada… ¡Ah, era un farsante! ¡Qué bien me engañó Semion Ivanovich, a mí, que soy una pobre huérfana!

Los huéspedes y la patrona volvieron al lugar donde se encontraba la cama de Semion Ivanovich, que ahora se hallaba decorosamente acostado, y vestido con su mejor y único traje, aun cuando la mal puesta corbata casi quedaba oculta por su afilada barbilla. Le habían lavado y peinado. Por el contrario, no había podido ser afeitado, ya que resultaba imposible encontrar una navaja en toda la casa: es decir, había una, propiedad de Zinovi Prokofievich, pero hacía tanto tiempo que no era utilizada, que se hallaba en un lamentable estado. Estaba mellada por completo. Y ésta era la razón de que todo el mundo en la casa hubiera tenido que adoptar la costumbre de ir a raparse a la barbería. Por otra parte, no hubo tiempo material para adecentar mínimamente el rincón de Semion Ivanovich. El biombo yacía por el suelo, dejando ver la soledad que envolvía a aquel a quien había cubierto durante tanto tiempo, simbolizando así esa verdad de que la muerte corre todos los velos, descubre todos los secretos y pone a la luz del día todas las mentiras. La borra del colchón seguía esparcida por el suelo, lo que seguramente habría dado pie a un poeta para comparar aquel tabuco, ahora frío y desolado, con el «deshecho nido de una golondrina hacendosa». Era como si la borrasca lo hubiese arrasado todo: habían muerto la madre y sus crías, y ahora el tibio nidito, hecho tan amorosamente de plumas, aparecía revuelto y en completo abandono.

En cuanto a Semion Ivanovich, hay que reconocer que tenía más aspecto de viejo egoísta que de gorrión indefenso. Allí estaba tan tranquilo, como si se sintiera en paz con su conciencia, como si nunca hubiera roto un plato, como si engañar durante años a la gente hubiera sido lo más natural del mundo. Y, por supuesto, se mostraba sordo e impasible ante los gemidos de su abandonada patrona. Por el contrario, cual un maligno y calculador usurero, resuelto a no caer en la ociosidad ni siquiera en la tumba, se le hubiese podido suponer ensimismado en sus innumerables cálculos egoístas. Su rostro mostraba, en efecto, todas las apariencias de una profunda meditación. Tenía la boca cerrada y su aspecto era de una absoluta gravedad, un aspecto del que nunca se le hubiese creído capaz mientras estuvo vivo. Era como si de pronto se hubiera convertido en un hombre inteligente. Tal impresión se hallaba refrendada sobre todo por la circunstancia de que su ojo derecho había quedado a medio cerrar; esto hacía parecer que el difunto se hallaba en disposición de atrapar al vuelo alguna idea importante…, que no había tenido tiempo de madurar. En el fondo, parecía estar diciendo a Ustinia Fiodorovna: «Pero, bueno, ¿por qué eres tan necia? ¿No has llorado ya bastante? Márchate de una vez a dormir. Estoy muerto y ya no necesito nada. ¿De qué crees que van a servirme tus lágrimas? Es lógico que te parezca imposible, pero por otra parte, si me levantara de pronto, ¿crees tú que ocurriría algo de particular?»

Fiódor Dostoyevski: El jugador. Cuento

dostoyevskiCapítulo 1

Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar.

Me asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general, quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdone -añadió-, pero sé que es usted bastante frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así decirlo, no me comprometa … ».

-Pero si no tengo dinero -respondí con calma-. Para perderlo hay que tenerlo.

-Lo tendrá enseguida -respondió el general ruborizándose un tanto. Revolvió en su escritorio, consultó un cuaderno y de ello resultó que me correspondían unos ciento veinte rublos.

-Al liquidar -añadió- hay que convertir los rublos en táleros. Aquí tiene cien táleros en números redondos. Lo que falta no caerá en olvido.

Tomé el dinero en silencio.

-Por favor, no se enoje por lo que le digo. Es usted tan quisquilloso… Si le he hecho una observación ha sido por ponerle sobre aviso, por así decirlo; a lo que por supuesto tengo algún derecho…

Cuando volvía a casa con los niños antes de la hora de comer, vi pasar toda una cabalgata. Nuestra gente iba a visitar unas ruinas. ¡Dos calesas soberbias y magníficos caballos!

Mademoiselle Blanche iba en una de ellas con Marya Filippovna y Polina; el francesito, el inglés y nuestro general iban a caballo. Los transeúntes se paraban a mirar. Todo ello era de muy buen efecto, sólo que a expensas del general. Calculé que con los cuatro mil francos que yo había traído y con los que ellos, por lo visto, habían conseguido reunir, tenían ahora siete u ocho mil, cantidad demasiado pequeña para mademoiselle Blanche.

Mademoiselle Blanche, a la que acompaña su madre, reside también en el hotel. Por aquí anda también nuestro francesito. La servidumbre le llama monsieur le comte y a mademoiselle Blanche madame la comtesse. Es posible que, en efecto, sean comte y comtesse.

Yo bien sabía que monsieur le comte no me reconocería cuando nos encontráramos a la mesa. Al general, por supuesto, no se le ocurriría presentarnos o, por lo menos, presentarme a mí, puesto que monsieur le comte ha estado en Rusia y sabe lo poquita cosa que es lo que ellos llaman un outchitel, esto es, un tutor. Sin embargo, me conoce muy bien. Confieso que me presenté en la comida sin haber sido invitado; el general, por lo visto, se olvidó de dar instrucciones, porque de otro modo me hubiera mandado de seguro a comer a la mesa redonda. Cuando llegué, pues, el general me miró con extrañeza. La buena de Marya Filippovna me señaló un puesto a la mesa, pero el encuentro con mister Astley salvó la situación y acabé formando parte del grupo, al menos en apariencia.

Tropecé por primera vez con este inglés excéntrico en Prusia, en un vagón en que estábamos sentados uno frente a otro cuando yo iba al alcance de nuestra gente; más tarde volví a encontrarle cuando viajaba por Francia y por último en Suiza dos veces en quince días; y he aquí que inopinadamente topaba con él de nuevo en Roulettenburg. En mi vida he conocido a un hombre más tímido, tímido hasta lo increíble; y él sin duda lo sabe porque no tiene un pelo de tonto. Pero es hombre muy agradable y flemático. Le saqué conversación cuando nos encontramos por primera vez en Prusia. Me dijo que había estado ese verano en el Cabo Norte y que tenía gran deseo de asistir a la feria de Nizhni Novgorod. Ignoro cómo trabó conocimiento con el general. Se me antoja que está locamente enamorado de Polina. Cuando ella entró se le encendió a él el rostro con todos los colores del ocaso. Mostró alegría cuando me senté junto a él a la mesa y, al parecer, me considera ya como amigo entrañable.

A la mesa el francesito galleaba más que de costumbre y se mostraba desenvuelto y autoritario con todos. Recuerdo que ya en Moscú soltaba pompas de jabón. Habló por los codos de finanzas y de política rusa. De vez en cuando el general se atrevía a objetar algo, pero discretamente, para no verse privado por entero de su autoridad.

Yo estaba de humor extraño y, por supuesto, antes de mediada la comida me hice la pregunta usual y sempiterna: «¿Por qué pierdo el tiempo con este general y no le he dado ya esquinazo?». De cuando en cuando lanzaba una mirada a Polina Aleksandrovna, quien ni se daba cuenta de mi presencia. Ello ocasionó el que yo me desbocara y echara por alto toda cortesía.

La cosa empezó con que, sin motivo aparente, me entrometí de rondón en la conversación ajena. Lo que yo quería sobre todo era reñir con el francesito. Me volví hacia el general y en voz alta y precisa, interrumpiéndole por lo visto, dije que ese verano les era absolutamente imposible a los rusos sentarse a comer a una mesa redonda de hotel. El general me miró con asombro.

-Si uno tiene amor propio -proseguí- no puede evitar los altercados y tiene que aguantar las afrentas más soeces. En París, en el Rin, incluso en Suiza, se sientan a la mesa redonda tantos polaquillos y sus simpatizantes franceses que un ruso no halla modo de intervenir en la conversación.

Dije esto en francés. El general me miró perplejo, sin saber si debía mostrarse ofendido o sólo maravillado de mi desplante.

-Bien se ve que alguien le ha dado a usted una lección -dijo el francesito con descuido y desdén.

-En París, Para empezar, cambié insultos con un polaco -respondí- y luego con un oficial francés que se puso de parte del polaco. Pero después algunos de los franceses se pusieron a su vez de parte mía, cuando les conté cómo quise escupir en el café de un monsignore.

-¿Escupir? -preguntó el general con fatua perplejidad y mirando en torno suyo. El francesito me escudriñó con mirada incrédula.

-Así como suena –contesté-. Como durante un par de días creí que tendría que hacer una rápida visita a Roma por causa de nuestro negocio, fui a la oficina de la legación del Padre Santo en París para que visaran el pasaporte. Allí me salió al encuentro un clérigo pequeño, cincuentón, seco y con cara de pocos amigos. Me escuchó cortésmente, pero con aire avinagrado, y me dijo que esperase. Aunque tenía prisa, me senté, claro está, a esperar, saqué L’Opinion Nationale y me puse a leer una sarta terrible de insultos contra Rusia. Mientras tanto oí que alguien en la habitación vecina iba a ver a Monsignore y vi al clérigo hacerle una reverencia. Le repetí la petición anterior y, con aire aún más agrio, me dijo otra vez que esperara. Poco después entró otro desconocido, en visita de negocios; un austriaco, por lo visto, que también fue atendido y conducido al piso de arriba. Yo ya no pude contener mi enojo: me levanté, me acerqué al clérigo y le dije con retintín que puesto que Monsignore recibía, bien podía atender también a mi asunto. Al oír esto el clérigo dió un paso atrás, sobrecogido de insólito espanto. Sencillamente no podía comprender que un ruso de medio pelo, una nulidad, osara equipararse a los invitados de Monsignore. En el tono más insolente, como si se deleitara en insultarme, me miró de pies a cabeza y gritó: «¿Pero cree que Monsignore va a dejar de tomar su café por usted?». Yo también grité, pero más fuerte todavía: » ¡Pues sepa usted que escupo en el café de su Monsignore! ¡Si ahora mismo no arregla usted lo de mi pasaporte, yo mismo voy a verle!».

»»¡Cómo! ¿Ahora que está el cardenal con él?, exclamó el clérigo, apartándose de mí espantado, lanzándose a la puerta y poniendo los brazos en cruz, como dando a entender que moriría antes que dejarme pasar.

»Yo le contesté entonces que soy un hereje y un bárbaro, que je suis hérétique et barbare, y que a mí me importan un comino todos esos arzobispos, cardenales, monseñores, etc., etc.; en fin, mostré que no cejaba en mi propósito. El clérigo me miró con infinita ojeriza, me arrancó el pasaporte de las manos y lo llevó al piso de arriba. Un minuto después estaba visado. Aquí está. ¿Tiene usted a bien examinarlo? -saqué el pasaporte y enseñé el visado romano.

-Usted, sin embargo… -empezó a decir el general.

-Lo que le salvó a usted fue declararse bárbaro y hereje -comentó el francesito sonriendo con ironía-. Cela n’était pas si bête.

-¿Pero es posible que se mire así a nuestros compatriotas? Se plantan aquí sin atreverse a decir esta boca es mía y dispuestos, por lo visto, a negar que son rusos. A mí, por lo menos, en mi hotel de París empezaron a tratarme con mucha mayor atención cuando les conté lo de mi pelotera con el clérigo. Un caballero polaco, gordo él, mi adversario más decidido a la mesa redonda, quedó relegado a segundo plano. Hasta los franceses se reportaron cuando dije que dos años antes había visto a un individuo sobre el que había disparado un soldado francés en 1812 sólo para descargar su fusil. Ese hombre era entonces un niño de diez años cuya familia no había logrado escapar de Mosni.

-¡No puede ser! -exclamó el francesito-. ¡Un soldado francés no dispararía nunca contra un niño!

-Y, sin embargo, así fue -repuse-. Esto me lo contó un respetable capitán de reserva y yo mismo vi en su mejilla la cicatriz que dejó la bala.

El francés empezó a hablar larga y rápidamente. El general quiso apoyarle, pero yo le aconsejé que leyera, por ejemplo, ciertos trozos de las Notas del general Perovski, que estuvo prisionero de los franceses en 1812. Finalmente, Marya Filippovna habló de algo para dar otro rumbo a la conversación. El general estaba muy descontento conmigo, porque el francés y yo casi habíamos empezado a gritar. Pero a mister Astley, por lo visto, le agradó mucho mi disputa con el francés. Se levantó de la mesa y me invitó a tomar con él un vaso de vino. A la caída de la tarde, como era menester, logré hablar con Polina Aleksandrovna un cuarto de hora. Nuestra conversación tuvo lugar durante el paseo. Todos fuimos al parque del Casino. Polina se sentó en un banco frente a la fuente y dejó a Nadyenka que jugara con otros niños sin alejarse mucho. Yo también solté a Misha junto a la fuente y por fin quedamos solos.

Para empezar tratamos, por supuesto, de negocios. Polina, sin más, se encolerizó cuando le entregué sólo setecientos gulden. Había estado segura de que, empeñando sus brillantes, le habría traído de París por lo menos dos mil, si no más.

-Necesito dinero -dijo-, y tengo que agenciármelo sea como sea. De lo contrario estoy perdida.

Yo empecé a preguntarle qué había sucedido durante mi ausencia.

-Nada de particular, salvo dos noticias que llegaron de Petersburgo: primero, que la abuela estaba muy mal, y dos días después que, por lo visto, estaba agonizando. Esta noticia es de Timofei Petrovich -agregó Polina-, que es hombre de crédito. Estamos esperando la última noticia, la definitiva.

-¿Así es que aquí todos están a la expectativa? -pregunté.

-Por supuesto, todos y todo; desde hace medio año no se espera más que esto.

-¿Usted también? -inquirí.

~¡Pero si yo no tengo ningún parentesco con ella! Yo soy sólo hijastra del general. Ahora bien, sé que seguramente me recordará en su testamento.

-Tengo la impresión de que heredará usted mucho -dije con énfasis.

-Sí, me tenía afecto. ¿Pero por qué tiene usted esa impresión?

-Dígame -respondí yo con una pregunta-, ¿no está nuestro marqués iniciado en todos los secretos de la familia?

-¿Y a usted qué le va en ello? -preguntó Polina mirándome seca y severamente.

– ¡Anda, porque si no me equivoco, el general ya ha conseguido que le preste dinero!

-Sus sospechas están bien fundadas.

-¡Claro! ¿Le daría dinero si no supiera lo de la abuela? ¿Notó usted a la mesa que mencionó a la abuela tres veces y la llamó «la abuelita», la baboulinka? ¡Qué relaciones tan íntimas y amistosas!

-Sí, tiene usted razón. Tan pronto como sepa que en el testamento se me deja algo, pide mi mano. ¿No es esto lo que quería usted saber?

-¿Sólo que pide su mano? Yo creía que ya la había pedido hacía tiempo

-¡Usted sabe muy bien que no! -dijo Polina, irritada-. ¿Dónde conoció usted a ese inglés? -añadió tras un minuto de silencio.

-Ya sabía yo que me preguntaría usted por él.

Le relaté mis encuentros anteriores con mister Astley durante el viaje.

-Es hombre tímido y enamoradizo y, por supuesto, ya está enamorado de usted.

Sí, está enamorado de mí -repuso Polina.

-Y, claro, es diez veces más rico que el francés. ¿Pero es que el francés tiene de veras algo? ¿No es eso motivo de duda?

-No, no lo es. Tiene un cháteau o algo por el estilo. Ayer, sin ir más lejos, me hablaba el general de ello, y muy positivamente. Bueno, ¿qué? ¿Está usted satisfecho?

-Yo que usted me casaría sin más con el inglés.

-¿Por qué? -preguntó Polina.

-El francés es mejor mozo, pero es un granuja, y el inglés, además de ser honrado, es diez veces más rico -dije con brusquedad.

-Sí, pero el francés es marqués y más listo -respondió ella con la mayor tranquilidad.

-¿De veras?

-Como lo oye.

A Polina le desagradaban mucho mis preguntas, y eché de ver que quería enfurecerme con el tono y la brutalidad de sus respuestas. Así se lo dije al momento.

-De veras que me divierte verle tan rabioso. Tiene que pagarme de algún modo el que le permita hacer preguntas y conjeturas parecidas.

-Es que yo, en efecto, me considero con derecho a hacer a usted toda clase de preguntas -respondí con calma-, precisamente porque estoy dispuesto a pagar por ellas lo que se pida, y porque estimo que mi vida no vale un comino ahora.

Polina rompió a reír.

-La última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la primera palabra mía estaba dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una altura, según parece, de mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque sólo sea para ver cómo paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que seré inflexible. Me es usted odioso, justamente porque le he permitido tantas cosas, y más odioso aún porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré que ponerle a buen recaudo.

Se dispuso a levantarse. Hablaba con irritación. últimamente, cada vez que hablaba conmigo, terminaba el coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera furia.

-Permítame preguntarle: ¿qué clase de persona es mademoiselle Blanche? -dije, deseando que no se fuera sin una explicación.

-Usted mismo sabe qué clase de persona es mademoiselle Blanche. No hay por qué añadir nada a lo que se sabe hace tiempo. Mademoiselle Blanche será probablemente esposa del general, es decir, si se confirman los rumores sobre la muerte de la abuela, porque mademoiselle Blanche, lo mismo que su madre y que su primo el marqués, saben muy bien que estamos arruinados.

-¿Y el general está perdidamente enamorado?

-No se trata de eso ahora. Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos setecientos florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito ahora dinero de la forma que sea.

Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de nuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la izquierda. La orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en la cabeza. Cosa rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí estaba ahora, metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. Cierto era que me había sentido mejor durante estos quince días de ausencia que ahora, en el día de mi regreso, aunque todavía en el camino desatinaba como un loco, respingaba como un azogado, y a veces hasta en sueños la veía. Una vez (esto pasó en Suiza), me dormí en el vagón y, por lo visto, empecé a hablar con Polina en voz alta, dando mucho que reír a mis compañeros de viaje. Y ahora, una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?

Y una vez más no supe qué contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima vez, me contesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos una conversación) en que hubiera dado media vida por estrangularla. Juro que si hubiera sido posible hundirle un cuchillo bien afilado en el seno, creo que lo hubiera hecho con placer. Y, no obstante, juro por lo más sagrado que si en el Schlangenberg, en esa cumbre tan a la moda, me hubiera dicho efectivamente: «¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta con gusto. Yo lo sabía. De una manera u otra había que resolver aquello. Ella, por su parte, lo comprendía perfectamente, y sólo el pensar que yo me daba cuenta justa y cabal de su inaccesibilidad para mí, de la imposibilidad de convertir mis fantasías en realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, le producía extraordinario deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tan discreta e inteligente como es, permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me antoja que hasta entonces me había mirado como aquella emperatriz de la antigüedad que se desnudaba en presencia de un esclavo suyo, considerando que no era hombre. Sí, muchas veces me consideraba como sí no fuese hombre…

Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No tenía tiempo para pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además, en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello, adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir a la ruleta.

Capítulo 2

Confieso que el mandato me era desagradable, porque aunque había resuelto jugar no había previsto que empezaría jugando por cuenta ajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entré en las salas de juego con ánimo muy desabrido. No me gustó lo que vi allí a la primera ojeada. No puedo aguantar el servilismo que delatan las crónicas de todo el mundo, y sobre todo las de nuestros periódicos rusos, en las que cada primavera los que las escriben hablan de dos cosas: primera, del extraordinario esplendor y lujo de las salas de juego en las «ciudades de la ruleta» del Rin; y, segunda, de los montones de oro que, según dicen, se ven en las mesas. Porque en definitiva, no se les paga por ello, y sencillamente lo dicen por puro servilismo. No hay esplendor alguno en estas salas cochambrosas, y en cuanto a oro, no sólo no hay montones de él en las mesas, sino que apenas se ve. Cierto es que alguna vez durante la temporada aparece de pronto un tipo raro, un inglés o algún asiático, un turco, como sucedió este verano, y pierde o gana sumas muy considerables; los demás, sin embargo, siguen jugándose unos míseros gulden, y la cantidad que aparece en la mesa es por lo general bastante modesta.

Cuando entré en la sala de juego (por primera vez en m vida) dejé pasar un rato sin probar fortuna. Además, la muchedumbre era agobiante. Sin embargo, aunque hubiera estado solo, creo que en esa ocasión me hubiera marchado sin jugar. Confieso que me latía fuertemente el corazón y que no las tenía todas conmigo; muy probablemente sabía, y había decidido tiempo atrás, que de Roulettenburg no saldría como había llegado; que algo radical y definitivo iba a ocurrir en mi vida. Así tenía que ser y así sería. Por ridícula que parezca mi gran confianza en los beneficios de la ruleta, más ridícula aún es la opinión corriente de que es absurdo y estúpido esperar nada del juego. ¿Y por qué el juego habrá de ser peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, por ejemplo, el comercio? Una cosa es cierta: que de cada ciento gana uno. Pero eso ¿a mí qué me importa?

En todo caso, decidí desde el primer momento observarlo todo con cuidado y no intentar nada serio, en esa ocasión. Si algo había de ocurrir esa noche, sería de improviso, y nada del otro jueves; y de ese modo me dispuse a apostar. Tenía, por añadidura, que aprender el juego mismo, ya que a pesar de las mil descripciones de la ruleta que había leído con tanta avidez, la verdad es que no sabría nada de su funcionamiento hasta que no lo viera con mis propios ojos.

En primer lugar, todo me parecía muy sucio, algo así como moralmente sucio e indecente. No me refiero, ni mucho menos, a esas caras ávidas e intranquilas que a decenas, hasta a centenares, se agolpan alrededor de las mesas de juego. Francamente, no veo nada sucio en el deseo de ganar lo más posible y cuanto antes: siempre he tenido por muy necia la opinión de un moralista acaudalado y bien nutrido, quien, oyendo decir a alguien, por vía de justificación, que «al fin y al cabo estaba apostando cantidades pequeñas», contestó: «Tanto peor, pues el afán de lucro también será mezquino». ¡Como si ese afán no fuera el mismo cuando se gana poco que cuando se gana mucho! Es cuestión de proporción. Lo que para Rothschild es poco, para mí es la riqueza; y si de lo que se trata es de ingresos o ganancias, entonces no es sólo en la ruleta, sino en cualquier transacción, donde uno le saca a otro lo que puede. Que las ganancias y las pérdidas sean en general algo repulsivo es otra cuestión que no voy a resolver aquí. Puesto que yo mismo sentía agudamente el afán de lucro, toda esa codicia y toda esa porquería codiciosa me resultaban, cuando entré en la sala, convenientes y, por así decirlo, familiares. Nada más agradable que cuando puede uno dejarse de cumplidos en su trato con otro y cada cual se comporta abiertamente, a la pata la llana. ¿Y de qué sirve engañarse a sí mismo? ¡Qué menester tan trivial y poco provechoso! Repelente en particular, a primera vista, en toda esa chusma de la ruleta era el respeto con que miraba lo que se estaba haciendo, la seriedad, mejor dicho, la deferencia con que se agolpaba en torno a las mesas. He aquí por qué en estos casos se distingue con esmero entre los juegos que se dicen de mauvais genre y los permitidos a las personas decentes. Hay dos clases de juego: una para caballeros y otra plebeya, mercenaria, propia de la canalla. Aquí la distinción se observa rigurosamente; ¡y qué vil, en realidad, es esa distinción! Un caballero, por ejemplo, puede hacer una puesta de cinco o diez luises, rara vez más; o puede apostar hasta mil francos, si es muy rico, pero sólo por jugar, sólo por divertirse, en realidad sólo para observar el proceso de la ganancia o la pérdida; pero de ningún modo puede mostrar interés en la ganancia misma. Si gana, puede, por ejemplo, soltar una carcajada, hacer un comentario a cualquiera de los concurrentes, incluso apuntar de nuevo o doblar su puesta, pero sólo por curiosidad, para estudiar y calcular las probabilidades, pero no por el deseo plebeyo de ganar. En suma, que no debe ver en todas estas mesas de juego, ruletas y trente et quarante, sino un entretenimiento organizado exclusivamente para su satisfacción. Los vaivenes de la suerte, en que se apoya y se justifica la banca, no debe siquiera sospecharlos. No estaría mal que se figurara, por ejemplo, que todos los demás jugadores, toda esa chusma que tiembla ante un guiden, son en realidad tan ricos y caballerosos como él y que juegan sólo para divertirse y pasar el tiempo. Este desconocimiento completo de la realidad, esta ingenua visión de lo que es la gente, son, por supuesto, típicos de la más refinada aristocracia. Vi que muchas mamás empujaban adelante a sus hijas, jovencitas inocentes y elegantes de quince o dieciséis años, y les daban unas monedas de oro para enseñarlas a jugar. La señorita ganaba o perdía sonriendo y se marchaba tan satisfecha. Nuestro general se acercó a la mesa con aire grave e imponente. Un lacayo corrió a ofrecerle una silla, pero él ni siquiera le vio. Con mucha lentitud sacó el portamonedas; de él, con mucha lentitud, extrajo trescientos francos en oro, los apuntó al negro y ganó. No recogió lo ganado y lo dejó en la mesa. Salió el negro otra vez y tampoco recogió lo ganado. Y cuando la tercera vez salió el rojo, perdió de un golpe mil doscientos francos. Se retiró sonriendo y sin perder la dignidad. Yo estaba seguro de que por dentro iba consumido de rabia y que si la puesta hubiera sido dos o tres veces mayor, hubiera perdido la serenidad y dado suelta a su turbación. Por otra parte, un francés, en mi presencia, ganó y perdió hasta treinta mil francos, alegre y tranquilamente. El caballero auténtico, aunque pierda cuanto tiene, no debe alterarse. El dinero está tan por bajo de la dignidad de un caballero que casi no vale la pena pensar en él. Sería muy aristocrático, por supuesto, no darse cuenta de la cochambre de toda esa chusma y esa escena. A veces, sin embargo, no es menos aristocrático y refinado el darse cuenta, es decir, observar con cuidado, examinar con impertinentes, como si dijéramos, a toda esa chusma; pero sólo viendo en esa cochambre y en toda esa muchedumbre una forma especial de pasatiempo, un espectáculo organizado para divertir a los caballeros. Uno puede abrirse paso entre el gentío y mirar en torno, pero con el pleno convencimiento de que, en rigor, uno es sólo observador y de ningún modo parte del grupo. Pero, por otro lado, no se debe observar con demasiada atención, pues ello sería actitud impropia de un caballero, ya que al fin y al cabo el espectáculo no merece ser observado larga y atentamente; y sabido es que pocos espectáculos son dignos de la cuidadosa atención de un caballero. Sin embargo, a mí me parecía que todo esto merecía la atención más solícita, especialmente cuando venía aquí no sólo para observar, sino para formar parte, sincera y conscientemente, de esa chusma. En cuanto a mis convicciones morales más íntimas, es claro que no hallan acomodo en el presente razonamiento. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Hablo sólo para desahogar mi conciencia. Pero una cosa sí haré notar: que últimamente me ha sido -no sé por qué- profundamente repulsivo ajustar mi conducta y mis pensamientos a cualquier género de patrón moral. Era otro patrón el que me guiaba…

Es verdad que la chusma juega muy sucio. No ando lejos de pensar que a la mesa de juego misma se dan casos del más vulgar latrocinio. Para los crupieres, sentados a los extremos de la mesa, observar y liquidar las apuestas es trabajo muy duro. ¡Ésa es otra chusma! Franceses en su mayor parte. Por otro lado, yo observaba y estudiaba no para describir la ruleta, sino para «hacerme al juego», para saber cómo conducirme en el futuro. Noté, por ejemplo, que nada es más frecuente que ver salir de detrás de la mesa una mano que se apropia lo que uno ha ganado. Se produce un altercado, a menudo se oye una gritería, ¡y vaya usted a buscar testigos para probar que la puesta es suya!

Al principio todo me parecía un galimatías sin sentido. Sólo adiviné y distinguí no sé cómo que las puestas eran al número, a pares y nones y al color. Del dinero de Polina Aleksandrovna decidí arriesgar esa noche cien gulden. La idea de entrar a jugar y no por propia incumbencia me tenía un poco fuera de quicio. Era una sensación sumamente desagradable y quería sacudírmela de encima cuanto antes. Se me antojaba que empezando con Polina daba al traste con mi propia suerte. ¿No es verdad que es imposible acercarse a una mesa de juego sin sentirse en seguida contagiado por la superstición? Empecé sacando cinco federicos de oro, esto es, cincuenta gulden, y poniéndolos a los pares. Giró la rueda, salió el quince y perdí. Con una sensación de ahogo, sólo para liberarme de algún modo y marcharme, puse otros cinco federicos al rojo. Salió el rojo. Puse los diez federicos, salió otra vez el rojo. Lo puse todo al rojo, y volvió a salir el rojo. Cuando recibí cuarenta federicos puse veinte en los doce números medios sin tener idea de lo que podría resultar. Me pagaron el triple. Así, pues, mis diez federicos de oro se habían trocado de pronto en ochenta. La extraña e insólita sensación que ello me produjo se me hizo tan insoportable que decidí irme. Me parecía que de ningún modo jugaría así si estuviera jugando por mi propia cuenta. Sin embargo, puse los ochenta federicos una vez más a los pares. Esta vez salió el cuatro; me entregaron otros ochenta federicos, y cogiendo el montón de ciento sesenta federicos de oro salí a buscar a Polina Aleksandrovna.

Todos se habían ido de paseo al parque y no conseguí verla hasta después de la cena. En esta ocasión no estaba presente el francés, y el general se despachó a sus anchas: entre otras cosas juzgó necesario advertirme una vez más que no le agradaría verme junto a una mesa de juego. Pensaba que le pondría en un gran compromiso si perdía demasiado; «pero aunque ganara usted mucho, quedaría yo también en un compromiso -añadió con intención-. Por supuesto que no tengo derecho a dirigir sus actos, pero usted mismo estará de acuerdo en que … ». Ahí se quedó, como era costumbre suya, sin acabar la frase. Yo respondí secamente que tenía muy poco dinero y, por lo tanto, no podía perder cantidades demasiado llamativas aun si llegaba a jugar. Cuando subía a mi habitación logré entregar a Polina sus ganancias y le anuncié que no volvería a jugar más por cuenta de ella.

-¿Y eso por qué? -preguntó alarmada.

-Porque quiero jugar por mi propia cuenta -respondí mirándola asombrado- y esto me lo impide.

-¿Conque sigue usted convencido de que la ruleta es su única vía de salvación? -preguntó irónicamente. Yo volví a contestar muy seriamente que sí; en cuanto a mi convencimiento de que ganaría sin duda alguna …. bueno, quizá fuera absurdo, de acuerdo, pero que me dejaran en paz.

Polina Aleksandrovna insistió en que fuera a medias con ella en las ganancias de hoy, y me ofreció ochenta federicos de oro, proponiendo que en el futuro continuásemos el juego sobre esa base. Yo rechacé la oferta, de plano y sin ambages, y declaré que no podía jugar por cuenta de otros, no porque no quisiera hacerlo, sino porque probablemente perdería.

-Y, sin embargo, yo también, por estúpido que parezca, cifro mis esperanzas casi únicamente en la ruleta -dijo pensativa-. Por consiguiente, tiene usted que seguir jugando conmigo a medias, y, por supuesto, lo hará.

Con esto se apartó de mí sin escuchar mis ulteriores objeciones.

Capítulo 3

Polina, sin embargo, ayer no me habló del juego en todo el día, más aún, evitó en general hablar conmigo. Su previa manera de tratarme no se alteró; esa completa despreocupación en su actitud cuando nos encontrábamos, con un matiz de odio y desprecio. Por lo común no procura ocultar su aversión hacia mí; esto lo veo yo mismo. No obstante, tampoco me oculta que le soy necesario y que me reserva para algo. Entre nosotros han surgido unas relaciones harto raras, en gran medida incomprensibles para mí, habida cuenta del orgullo y la arrogancia con que se comporta con todos. Ella sabe, por ejemplo, que yo la amo hasta la locura, me da venia incluso para que le hable de mi pasión (aunque, por supuesto, nada expresa mejor su desprecio que esa licencia que me da para hablarle de mi amor sin trabas ni circunloquios: «Quiere decirse que tengo tan en poco tus sentimientos que me es absolutamente indiferente que me hables de ellos, sean los que sean». De sus propios asuntos me hablaba mucho ya antes, pero nunca con entera franqueza. Además, en sus desdenes para conmigo hay cierto refinamiento: sabe, por ejemplo, que conozco alguna circunstancia de su vida o alguna cosa que la trae muy inquieta; incluso ella misma me contará algo de sus asuntos si necesita servirse de mí para algún fin particular, ni más ni menos que si fuese su esclavo o recadero; pero me contará sólo aquello que necesita saber un hombre que va a servir de recadero) y aunque la pauta entera de los acontecimientos me sigue siendo desconocida, aunque Polina misma ve que sufro y me inquieto por -causa de sus propios sufrimientos e inquietudes, jamás se dignará tranquilizarme por completo con una franqueza amistosa, y eso que, confiándome a menudo encargos no sólo engorrosos, sino hasta arriesgados, debería, en mi opinión, ser franca conmigo. Pero ¿por qué habría de ocuparse de mis sentimientos, de que también yo estoy inquieto y de que quizá sus inquietudes y desgracias me preocupan y torturan tres veces más que a ella misma?

Desde hacía unas tres semanas conocía yo su intención de jugar a la ruleta. Hasta me había anunciado que tendría que jugar por cuenta suya, porque sería indecoroso que ella misma jugara. Por el tono de sus palabras saqué pronto la conclusión de que obraba a impulsos de una grave preocupación y no simplemente por el deseo de lucro. ¿Qué significaba para ella el dinero en sí mismo? Ahí había un propósito, alguna circunstancia que yo quizá pudiera adivinar, pero que hasta este momento ignoro. Claro que la humillación y esclavitud en que me tiene podrían darme (a menudo me dan) la posibilidad de hacerle preguntas duras y groseras. Dado que no soy para ella sino un esclavo, un ser demasiado insignificante, no tiene motivo para ofenderse de mi ruda curiosidad. Pero es el caso que, aunque ella me permite hacerle preguntas, no las contesta. Hay veces que ni siquiera se da cuenta de ellas. ¡Así están las cosas entre nosotros!

Ayer se habló mucho del telegrama que se mandó hace cuatro días a Petersburgo y que no ha tenido contestación. El general, por lo visto, está pensativo e inquieto. Se trata, ni que decir tiene, de la abuela. También el francés está agitado. Ayer, sin ir más lejos, estuvieron hablando largo rato después de la comida. El tono que emplea el francés con todos nosotros es sumamente altivo y desenvuelto. Aquí se da lo del refrán: «les das la mano y se toman el pie». Hasta con Polina se muestra desembarazado hasta la grosería; pero, por otro lado, participa con gusto en los paseos por el parque y en las cabalgatas y excursiones al campo. Desde hace bastante tiempo conozco algunas de las circunstancias que ligan al francés y al general. En Rusia proyectaron abrir juntos una fábrica, pero no sé si el proyecto se malogró o si sigue todavía en pie. Además, conozco por casualidad parte de un secreto de familia: el francés, efectivamente, había sacado de apuros al general el año antes, dándole treinta mil rublos para que completara cierta cantidad que faltaba en los fondos públicos antes de presentar la dimisión de su cargo. Y, por supuesto, el general está en sus garras; pero ahora, cabalmente ahora, quien desempeña el papel principal en este asunto es mademoiselle Blanche, y en esto estoy seguro de no equivocarme.

¿Quién es mademoiselle Blanche? Aquí, entre nosotros, se dice que es una francesa de noble alcurnia y fortuna colosal, a quien acompaña su madre. También se sabe que tiene algún parentesco, aunque muy remoto, con nuestro marques: prima segunda o algo por el estilo. Se dice que hasta mi viaje a París el francés y mademoiselle Blanche se trataban con bastante más ceremonia, como si quisieran dar ejemplo de finura y delicadeza. Ahora, sin embargo, su relación, amistad y parentesco parecen menos delicados y más íntimos. Quizá estiman que nuestros asuntos van por tan mal camino que no tienen por qué mostrarse demasiado corteses con nosotros o guardar las apariencias. Yo ya noté anteayer cómo mister Astley miraba a mademoiselle Blanche y a la madre de ésta. Tuve la impresión de que las conocía. Me pareció también que nuestro francés había tropezado previamente con mister Astley; pero éste es tan tímido, reservado y taciturno que es casi seguro que no lavará en público los trapos sucios de nadie. Por lo pronto, el francés apenas le saluda y casi no le mira, lo que quiere decir, por lo tanto, que no le teme. Esto se comprende. ¿Pero por qué mademoiselle Blanche tampoco le mira? Tanto más cuanto el marqués reveló anoche el secreto- de pronto, no recuerdo con qué motivo, dijo en conversación general que mister Astley es colosalmente rico y que lo sabe de buena fuente. ¡Buena ocasión era ésa para que mademoiselle Blanche mirara a mister Astley! De todos modos, el general estaba intranquilo. Bien se comprende lo que puede significar para él el telegrama con la noticia de la muerte de su tía.

Aunque estaba casi seguro de que Polina evitaría, como de propósito, conversar conmigo, yo también me mostré frío e indiferente, pensando que ella acabaría por acercárseme. En consecuencia, ayer y hoy he concentrado principalmente mi atención en mademoiselle Blanche. ¡Pobre general, ya está perdido por completo! Enamorarse a los cincuenta y cinco años y con pasión tan fuerte es, por supuesto, una desgracia. Agréguese a ello su viudez, sus hijos, la ruina casi total de su hacienda, sus deudas, y, para acabar, la mujer de quien le ha tocado en suerte enamorarse. Mademoiselle Blanche es bella, pero no sé si se me comprenderá si digo que tiene uno de esos semblantes de los que cabe asustarse. Yo al menos les tengo miedo a esas mujeres. Tendrá unos veinticinco años. Es alta y ancha de hombros, terminados en ángulos rectos. El cuello y el pecho son espléndidos. Es trigueña de piel, tiene el pelo negro como el azabache y en tal abundancia que hay bastante para dos coiffures. El blanco de sus ojos tira un poco a amarillo, la mirada es insolente, los dientes son de blancura deslumbrante, los labios los lleva siempre pintados, huele a almizcle. Viste con ostentación, en ropa de alto precio, con chic, pero con gusto exquisito. Sus manos y pies son una maravilla. Su voz es un contralto algo ronco. De vez en cuando ríe a carcajadas y muestra todos los dientes, pero por lo común su expresión es taciturna y descarada, al menos en presencia de Polina y de Marya Filippovna. (Rumor extraño: Marya Filippovna regresa a Rusia.) Sospecho que mademoiselle Blanche carece de instrucción; quizá incluso no sea inteligente, pero por otra parte es suspicaz y astuta. Se me antoja que en su vida no han faltado las aventuras. Para decirlo todo, puede ser que el marqués no sea pariente suyo y que la madre no tenga de tal más que el nombre. Pero hay prueba de que en Berlín, adonde fuimos con ellos, ella y su madre tenían amistades bastante decorosas. En cuanto al marqués, aunque sigo dudando de que sea marqués, es evidente que pertenece a la buena sociedad, según ésta se entiende, por ejemplo, en Moscú o en cualquier parte de Alemania. No sé qué será en Francia; se dice que tiene un cháteau. He pensado que en estos quince días han pasado muchas cosas y, sin embargo, todavía no sé a ciencia cierta si entre mademoiselle Blanche y el general se ha dicho algo decisivo. En resumen, todo depende ahora de nuestra situación económica, es decir, de si el general puede mostrarles dinero bastante. Si, por ejemplo, llegara la noticia de que la abuela no ha muerto, estoy seguro de que mademoiselle Blanche desaparecería al instante. A mí mismo me sorprende y divierte lo chismorrero que he llegado a ser. ¡Oh, cómo me repugna todo esto! ¡Con qué placer mandaría a paseo a todos y todo! ¿Pero es que puedo apartarme de Polina? ¿Es que puedo renunciar a huronear en torno a ella? El espionaje es sin duda una bajeza, pero ¿a mí qué me importa?

Interesante también me ha parecido mister Astley ayer y hoy. Sí, tengo la seguridad de que está enamorado de Polina. Es curioso y divertido lo que puede expresar a veces la mirada tímida y mórbidamente casta de un hombre enamorado, sobre todo cuando ese hombre preferiría que se lo tragara la tierra a decir o sugerir nada con la lengua o los ojos. Mister Astley se encuentra con nosotros a menudo en los paseos. Se quita el sombrero y pasa de largo, devorado sin duda por el deseo de unirse a nuestro grupo. Si le invitan, rehúsa al instante. En los lugares de descanso, en el Casino, junto al quiosco de la música o junto a la fuente, se instala siempre no lejos de nuestro asiento; y dondequiera que estemos -en el parque, en el bosque, o en lo alto del Schlangenberg- basta levantar los ojos y mirar en torno para ver indefectiblemente -en la vereda más cercana o tras un arbusto- a mister Astley en su escondite. Sospecho que busca ocasión para hablar conmigo a solas. Esta mañana nos encontramos y cambiamos un par de palabras. A veces habla de manera sumamente inconexa. Sin darme los «buenos días» me dijo:

-¡Ah, mademoiselle Blanche! ¡He visto a muchas mujeres como mademoiselle Blanche!

Guardó silencio, mirándome con intención. No sé lo que quiso decir con ello, porque cuando le pregunté «¿y eso qué significa?», sonrió astutamente, sacudió la cabeza y añadió: «En fin, así es la vida. ¿Le gustan mucho las flores a mademoiselle Polina?».

-No sé; no tengo idea.

-¿Cómo? ¿Que no lo sabe? -gritó presa del mayor asombro.

-No lo sé. No me he fijado -repetí riendo.

-Hmm. Eso me da que pensar. -Inclinó la cabeza y prosiguió su camino. Pero tenía aspecto satisfecho. Estuvimos hablando en un francés de lo más abominable.

Capítulo 4

Hoy ha sido un día chusco, feo, absurdo. Son ahora las once de la noche. Estoy sentado en mi cuchitril y hago inventario de lo acaecido. Empezó con que por la mañana tuve que jugar a la ruleta por cuenta de Polina Aleksandrovna. Tomé sus ciento sesenta federicos de oro, pero bajo dos condiciones: primera, que no jugaría a medias con ella, es decir, que si ganaba no aceptaría nada; y segunda, que esa noche Polina me explicaría por qué le era tan urgente ganar y exactamente cuánto dinero. Yo, en todo caso, no puedo suponer que sea sólo por dinero. Es evidente que lo necesita, y lo más pronto posible, para algún fin especial. Prometió explicármelo y me dirigí al Casino. En las salas de juego la muchedumbre era terrible. ¡Qué insolentes y codiciosos eran todos! Me abrí camino hasta el centro y me coloqué junto al crupier; luego empecé cautelosamente a «probar el juego» en posturas de dos o tres monedas. Mientras tanto observaba y tomaba nota mental de lo que veía; me pareció que la «combinación» no significa gran cosa y no tiene, ni con mucho, la importancia que le dan algunos jugadores. Se sientan con papeles llenos de garabatos, apuntan los aciertos, hacen cuentas, deducen las probabilidades, calculan, por fin realizan sus puestas y.. pierden igual que nosotros, simples mortales, que jugamos sin «combinación». Sin embargo, saqué una conclusión que me parece exacta: aunque no hay, en efecto, sistema, existe no obstante, una especie de pauta en las probabilidades, lo que, por supuesto, es muy extraño. Ocurre, por ejemplo, que después de los doce números medios salen los doce últimos; dos veces -digamos- la bola cae en estos doce últimos y vuelve a los doce primeros. Una vez que ha caído en los doce primeros, vuelve otra vez a los doce medios, cae en ellos tres o cuatro veces seguidas y pasa de nuevo a los doce últimos; y de ahí, después de salir un par de veces, pasa de nuevo a los doce primeros, cae en ellos una vez y vuelve a desplazarse para caer tres veces en los números medios; y así sucesivamente durante la hora y media o dos horas. Uno, tres y dos; uno, tres y dos. Es muy divertido. Otro día, u otra mañana, ocurre, por ejemplo, que el rojo va seguido del negro y viceversa en giros consecutivos de la rueda sin orden ni concierto, hasta el punto de que no se dan más de dos o tres golpes seguidos en el rojo o en el negro. Otro día u otra noche no sale más que el rojo, llegando, por ejemplo, hasta más de veintidós veces seguidas, y así continúa infaliblemente durante un día entero. Mucho de esto me lo explicó mister Astley, quien pasó toda la mañana junto a las mesas de juego, aunque no hizo una sola puesta. En cuanto a mí, perdí hasta el último kopek -y muy deprisa-. Para empezar puse veinte federicos de oro a los pares y gané, puse cinco y volví a ganar, y así dos o tres veces más. Creo que tuve entre manos unos cuatrocientos federicos de oro en unos cinco minutos. Debiera haberme retirado entonces, pero en mí surgió una extraña sensación, una especie de reto a la suerte, un afán de mojarle la oreja, de sacarle la lengua. Apunté con la puesta más grande permitida, cuatro mil gulden, y perdí. Luego, enardecido, saqué todo lo que me quedaba, lo apunté al mismo número y volví a perder. Me aparté de la mesa como atontado. Ni siquiera entendía lo que me había pasado y no expliqué mis pérdidas a Polina Aleksandrovna hasta poco antes de la comida. Mientras tanto estuve vagando por el parque.

Durante la comida estuve tan animado como lo había estado tres días antes. El francés y mademoiselle Blanche comían una vez más con nosotros. Por lo visto, mademoiselle Blanche había estado aquella mañana en el Casino y había presenciado mis hazañas. En esta ocasión habló conmigo más atentamente que de costumbre. El francés se fue derecho al grano y me preguntó sin más si el dinero que había perdido era mío. Me pareció que sospechaba de Polina. En una palabra, ahí había gato encerrado. Contesté al momento con una mentira, diciendo que el dinero era mío.

El general quedó muy asombrado. ¿De dónde había sacado yo tanto dinero? Expliqué que había empezado con diez federicos de oro, y que seis o siete aciertos seguidos, doblando las puestas, me habían proporcionado cinco o seis mil gulden; y que después lo había perdido todo en dos golpes.

Todo esto, por supuesto, era verosímil. Mientras lo explicaba miraba a Polina, pero no pude leer nada en su rostro. Sin embargo, me había dejado mentir y no me había corregido; de ello saqué la conclusión de que tenía que mentir y encubrir el hecho de haber jugado por cuenta de ella. En todo caso, pensé para mis adentros, está obligada a darme una explicación, y poco antes había prometido revelarme algo.

Yo pensaba que el general me haría alguna observación, pero guardó silencio; noté, sin embargo, por su cara, que estaba agitado e intranquilo. Acaso, dados sus apuros económicos, le era penoso escuchar cómo un majadero manirroto como yo había ganado y perdido en un cuarto de hora ese respetable montón de oro.

Sospecho que anoche tuvo con el francés una acalorada disputa, porque estuvieron hablando largo y tendido a puerta cerrada. El francés se fue por lo visto irritado, y esta mañana temprano vino de nuevo a ver al general, probablemente para proseguir la conversación de ayer.

Habiendo oído hablar de mis pérdidas, el francés me hizo observar con mordacidad, más aún, con malicia, que era menester ser más prudente. No sé por qué agregó que, aunque los rusos juegan mucho, no son siquiera, a su parecer, diestros en el juego.

-En mi opinión, la ruleta ha sido inventada sólo para los rusos -observé yo; y cuando el francés sonrió desdeñosamente al oír mi dictamen, dije que yo llevaba razón porque, cuando hablo de los rusos como jugadores, lo hago para insultarlos y no para alabarlos, y, por lo tanto, es posible creerme.

-¿En qué funda usted su opinión? -preguntó el francés.

-En que en el catecismo de las virtudes y los méritos del hombre civilizado de Occidente figura histórica y casi primordialmente la capacidad de adquirir capital. Ahora bien, el ruso no sólo es incapaz de adquirir capital, sino que lo derrocha sin sentido, indecorosamente. Lo que no quita que el dinero también nos sea necesario a los rusos -añadí-; por consiguiente, nos atraen y cautivan aquellos métodos, como, por ejemplo, la ruleta, con los cuales puede uno enriquecerse de repente, en dos horas, sin esfuerzo. Esto es para nosotros una gran tentación; y como jugamos sin sentido, sin esfuerzo, pues perdemos.

-Eso es hasta cierto punto verdad -subrayó el francés con fatuidad.

-No, eso no es verdad, y debería darle vergüenza hablar así de su patria -apuntó el general en tono severo y petulante.

-Perdón -le respondí-; en realidad no se sabe todavía qué es más repugnante: la perversión rusa o el método alemán de acumular dinero por medio del trabajo honrado.

-¡Qué idea tan indecorosa! -exclamó el general.

-¡Qué idea tan rusa! -exclamó el francés.

Yo me reí. Tenía unas ganas locas de azuzarlos.

-Yo prefiero con mucho vivir en tiendas de lona como un quirguiz a inclinarme ante el ídolo alemán.

-¿Qué ídolo? -gritó el general, que ya empezaba a sulfurarse en serio.

-El método alemán de acumular riqueza. No llevo aquí mucho tiempo, pero lo que hasta ahora vengo observando y comprobando subleva mi sangre tártara. ¡Juro por lo más sagrado que no quiero tales virtudes! Ayer hice un recorrido de unas diez verstas. Pues bien, todo coincide exactamente con lo que dicen esos librillos alemanes con estampas que enseñan moralidad. Aquí, en cada casa, hay un Vater, terriblemente virtuoso y extremadamente honrado. Tan honrado es que da miedo acercarse a él. Yo no puedo aguantar a las personas honradas a quienes no puede uno acercarse sin miedo. Cada uno de esos Vater tiene su familia, y durante las veladas toda ella lee en voz alta libros de sana doctrina. Sobre la casita murmuran los olmos y los castaños. Puesta de sol, cigüeña en el tejado, y todo es sumamente poético y conmovedor..

-No se enfade, general. Permítame contar algo todavía más conmovedor. Yo recuerdo que mi padre, que en paz descanse, también bajo los tilos, en el jardín, solía leernos a mi madre y a mí durante las veladas libros parecidos… Así pues, puedo juzgar con tino. Ahora bien, cada familia de aquí se halla en completa esclavitud y sumisión con respecto al Vater. Todos trabajan como bueyes y todos ahorran como judíos. Supongamos que el Vater ha acaparado ya tantos o cuantos gulden y que piensa traspasar al hijo mayor el oficio o la parcela de tierra; a ese fin, no se da una dote a la hija y ésta se queda para vestir santos; a ese fin, se vende al hijo menor como siervo o soldado y el dinero obtenido se agrega al capital doméstico. Así sucede aquí; me he enterado. Todo ello se hace por pura honradez, por la más rigurosa honradez, hasta el punto de que el hijo menor cree que ha sido vendido por pura honradez; vamos, que es ideal cuando la propia víctima se alegra de que la lleven al matadero. Bueno, ¿qué queda? Pues que incluso para el hijo mayor las cosas no van mejor: allí cerca tiene a su Amalia, a la que ama tiernamente; pero no puede casarse porque aún no ha reunido bastantes gulden. Así pues, los dos esperan honesta y sinceramente y van al sacrificio con la sonrisa en los labios. A Amalia se le hunden las mejillas, enflaquece. Por fin, al cabo de veinte años aumenta la prosperidad; se han ido acumulando los gulden honesta y virtuosamente. El Vater bendice a su hijo mayor, que ha llegado a la cuarentena, y a Amalia, que con treinta y cinco años a cuestas tiene el pecho hundido y la nariz colorada… En tal ocasión echa unas lagrimitas, pronuncia una homilía y muere. El hijo mayor se convierte en virtuoso Vater y.. vuelta a las andadas. De este modo, al cabo de cincuenta o sesenta años, el nieto del primer Vater junta, efectivamente, un capital considerable que lega a su hijo, éste al suyo, este otro al suyo, y al cabo de cinco o seis generaciones sale un barón Rothschild o una Hoppe y Compañía, o algo por el estilo. Bueno, señores, no dirán que no es un espectáculo majestuoso: trabajo continuo durante uno o dos siglos, paciencia, inteligencia, honradez, fuerza de voluntad, constancia, cálculo, ¡y una cigüeña en el tejado! ¿Qué más se puede pedir? No hay nada que supere a esto, y con ese criterio los alemanes empiezan a juzgar a todos los que son un poco diferentes de ellos, y a castigarlos sin más. Bueno, señores, así es la cosa. Yo, por mi parte, prefiero armar una juerga a la rusa o hacerme rico con la ruleta. No me interesa llegar a ser Hoppe y Compañía al cabo de cinco generaciones. Necesito el dinero para mí mismo y no me considero indispensable para nada ni subordinado al capital. Sé que he dicho un montón de tonterías, pero, en fin, ¿qué se le va a hacer? Ésas son mis convicciones.

-No sé si lleva usted mucha razón en lo que ha dicho -dijo pensativo el general-, pero lo que sí sé es que empieza a bufonear de modo inaguantable en cuanto se le da la menor oportunidad…

Según costumbre suya, no acabó la frase. Si nuestro general se ponía a hablar de un tema algo más importante que la conversación cotidiana, nunca terminaba sus frases. El francés escuchaba distraídamente, con los ojos algo saltones. No había entendido casi nada de lo que yo había dicho. Polina miraba la escena con cierta indiferencia altiva. Parecía no haber oído mis palabras ni nada de lo que se había dicho a la mesa.

Capítulo 5

Estaba más absorta que de ordinario, pero no bien nos levantamos de la mesa me mandó que fuera con ella de paseo. Recogimos a los niños y nos dirigimos a la fuente del parque.

Como me encontraba sobremanera agitado, pregunté estúpida y groseramente por qué el marqués Des Grieux, nuestro francés, no sólo no la acompañaba ahora cuando iba a algún sitio, sino que ni hablaba con ella durante días enteros.

-Porque es un canalla -fue la extraña contestación. Hasta ahora, nunca la había oído hablar en esos términos de Des Grieux. Guardé silencio, por temor a comprender su irritación.

-¿Ha notado que hoy no se llevaba bien con el general?

-¿Quiere usted saber de qué se trata? -respondió con tono seco y enojado-. Usted sabe que el general lo tiene todo hipotecado con el francés; toda su hacienda es de él, y si la abuela no muere, el francés entrará en posesión de todo lo hipotecado.

-¡Ah! ¿Conque es verdad que todo está hipotecado? Lo había oído decir, pero no lo sabía de cierto.

-Pues sí.

-Si es así, adiós a mademoiselle Blanche -dije yo-. En tal caso no será generala. ¿Sabe? Me parece que el general está tan enamorado que puede pegarse un tiro si mademoiselle Blanche le da esquinazo. Enamorarse así a sus años es peligroso.

-A mí también me parece que algo le ocurrirá -apuntó pensativa Polina Aleksandrovna.

-¡Y qué estupendo sería! -exclamé-. No hay manera más burda de demostrar que iba a casarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquiera se han observado las buenas maneras; todo ha ocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más rara! Y en cuanto a la abuela, ¿hay algo más grotesco e indecente que mandar telegrama tras telegrama preguntando: ¿ha muerto? ¿ha muerto?¿Qué le parece, Polina Aleksandrovna?

-Todo eso es una tontería -respondió con repugnancia, interrumpiéndome-. Pero me asombra que esté usted de tan buen humor. ¿Por qué está contento? ¿No será por haber perdido mi dinero?

-¿Por qué me lo dio para que lo perdiera? Ya le dije que no puedo jugar por cuenta de otros y mucho menos por la de usted. Obedezco en todo aquello que usted me mande; pero el resultado no depende de mí. Ya le advertí que no resultaría nada positivo. Dígame, ¿le duele haber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesita tanto?

-¿A qué vienen estas preguntas?

-¡Pero si usted misma prometió explicarme … ! Mire, estoy plenamente seguro de que ganaré en cuanto empiece a jugar por mi cuenta (y tengo doce federicos de oro). Entonces pídame cuanto necesite.

Hizo un gesto de desdén.

-No se enfade conmigo -proseguí- por esa propuesta. Estoy tan convencido de que no soy nada para usted, es decir, de que no soy nada a sus ojos, que puede usted incluso tomar dinero de mí. No tiene usted por qué ofenderse de un regalo mío. Además, he perdido su dinero.

Me lanzó una rápida ojeada y, notando que yo hablaba en tono irritado y sarcástico, interrumpió de nuevo la conversación.

-No hay nada que pueda interesarle en mis circunstancias. Si quiere saberlo, es que tengo deudas. He pedido prestado y quisiera devolverlo. He tenido la idea extraña y temeraria de que aquí ganaría irremisiblemente al juego. No sé por qué he tenido esta idea, pero he creído en ella porque no me quedaba otra alternativa.

-O porque era absolutamente necesario ganar. Por lo mismo que el que se ahoga se agarra a una paja. Confiese que si no se ahogara, no creería que una paja es una rama de árbol.

Polina se mostró sorprendida.

-¡Cómo! -exclamó-. ¡Pero si usted también pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quince días me dijo usted con muchos pormenores que estaba completamente convencido de que ganaría aquí a la ruleta, y trató de persuadirme de que no le tuviera por loco. ¿Hablaba usted en broma entonces? Recuerdo que hablaba usted con tal seriedad que era imposible creer que era guasa.

-Es cierto -repliqué pensativo-. Todavía tengo la certeza absoluta de que ganaré. Confieso que me lleva usted ahora a hacerme una pregunta: ¿por qué la pérdida estúpida y vergonzosa de hoy no ha dejado en mí duda alguna? Sigo creyendo a pies juntillas que tan pronto como empiece a jugar por mi cuenta ganaré sin falta.

-¿Por qué está tan absolutamente convencido?

-Si puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me es preciso ganar, que ésta es también mi única salida. He aquí quizá por qué tengo que ganar irremisiblemente, o así me lo parece.

-Es decir, que también es necesario para usted, si está tan fanáticamente seguro.

-Apuesto a que duda de que soy capaz de sentir una necesidad seria.

-Me es igual -contestó Polina en voz baja e indiferente-. Bueno, si quiere, sí. Dudo que nada serio le traiga a usted de cabeza. Usted puede atribularse, pero no en serio. Es usted un hombre desordenado, inestable. ¿Para qué quiere el dinero? Entre las razones que adujo usted entonces, no encontré ninguna seria.

-A propósito -interrumpí-, decía usted que necesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deuda será! ¿No es con el francés?

-¿Qué preguntas son éstas? Hoy está usted más impertinente que de costumbre. ¿No está borracho?

-Ya sabe que me permito hablar de todo y que pregunto a veces con la mayor franqueza. Repito que soy su esclavo y que no importa lo que dice un esclavo. Además, un esclavo no puede ofender.

-¡Tonterías! No puedo aguantar esa teoría suya sobre la «esclavitud».

-Fíjese en que no hablo de mi esclavitud porque me guste ser su esclavo. Hablo de ella como de un simple hecho que no depende de mí.

-Diga sin rodeos, ¿por qué necesita dinero?

-Y usted, ¿por qué quiere saberlo?

-Como guste -respondió con un movimiento orgulloso de la cabeza.

-No puede usted aguantar la teoría de la esclavitud, pero exige esclavitud: «¡Responder y no razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesito dinero, pregunta usted? ¿Cómo que por qué? El dinero es todo.

-Comprendo, pero no hasta el punto de caer en tal locura por el deseo de tenerlo. Porque usted llega hasta el frenesí, hasta el fatalismo. En ello hay algo, algún motivo especial. Dígalo sin ambages. Lo quiero.

Empezaba por lo visto a enfadarse y a mí me agradaba mucho que me preguntara con acaloramiento.

-Claro que hay un motivo -dije-, pero temo no saber cómo explicarlo. Sólo que con el dinero seré para usted otro hombre, y no un esclavo.

-¿Cómo? ¿Cómo conseguirá usted eso?

-¿Que cómo lo conseguiré? ¿Conque usted no concibe siquiera que yo pueda conseguir que no me mire como a un esclavo? Pues bien, eso es lo que no quiero, esa sorpresa, esa perplejidad.

-Usted decía que consideraba esa esclavitud como un placer. As! lo pensaba yo también.

-Así lo pensaba usted -exclamé con extraño deleite-. ¡Ah, qué deliciosa es esa ingenuidad suya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitud como un placer. Hay placer, sí, cuando se llega al colmo de la humildad y la insignificancia -continué en mi delirio-. ¿Quién sabe? Quizá lo haya también en el knut cuando se hunde en la espalda y arranca tiras de carne… Pero quizá quiero probar otra clase de placer. Hoy, a la mesa, en presencia de usted, el general me predicó un sermón a cuenta de los setecientos rublos anuales que ahora puede que no me pague. El marqués Des Grieux me mira alzando las cejas, y ni me ve siquiera. Y yo, por mi parte, quizá tenga un deseo vehemente de tirar de la nariz al marqués Des Grieux en presencia de usted.

-Palabras propias de un mocosuelo. En toda situación es posible comportarse con dignidad. Si hay lucha, que sea noble y no humillante.

-Eso viene derechito de un manual de caligrafía. Usted supone sin más que no sé portarme con dignidad. Es decir, que podré ser un hombre digno, pero que no sé portarme con dignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Sí, todos los rusos son así y le diré por qué: porque los rusos están demasiado bien dotados, son demasiado versátiles, para encontrar de momento una forma de la buena crianza. Es cuestión de forma. La mayoría de nosotros, los rusos, estamos tan bien dotados que necesitamos genio para lograr una forma de la buena crianza. Ahora bien, lo que más a menudo falta es el genio, porque en general se da raramente. Sólo entre los franceses y quizá entre algunos otros europeos, está tan bien definida la buena crianza que una persona puede tener un aspecto dignísimo y ser totalmente indigna. De ahí que la forma signifique tanto para ellos. El francés aguanta un insulto, un insulto auténtico y directo, sin pestañear, pero no tolerará un papirotazo en la nariz, porque ello es una violación de la forma recibida y consagrada de la buena crianza. De ahí la afición de nuestras mocitas rusas a los franceses, porque los modales de éstos son impecables. A mi modo de ver, sin embargo, no tienen buena crianza, sino sólo «gallo», le coq gaulois. Pero claro, yo no comprendo eso porque no soy mujer. Quizá los gallos tienen también buenos modales. Está visto que estoy desbarrando y que no me para usted los pies. Interrúmpame más a menudo. Cuando hablo con usted quiero decirlo todo, todo, todo. Pierdo todo sentido de lo que son los buenos modales; hasta convengo en que no sólo no tengo buenos modales, sino ni dignidad siquiera. Se lo explicaré. No me preocupo en lo más mínimo de las cualidades morales. Ahora en mí todo está como detenido. Usted misma sabe por qué. No tengo en la cabeza un solo pensamiento humano. Hace ya mucho que no sé lo que sucede en el mundo, ni en Rusia ni aquí., He pasado por Dresde y ni recuerdo cómo es Dresde. Usted misma sabe lo que me ha sorbido el seso. Como no abrigo ninguna esperanza y soy un cero a los ojos de usted, hablo sin rodeos. Dondequiera que estoy sólo veo a usted, y lo demás me importa un comino. No sé por qué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizá no tiene usted nada de guapa. Figúrese que ni tengo idea de si es usted hermosa de cara. Su corazón, huelga decirlo, no tiene nada de hermoso y acaso sea usted innoble de espíritu.

-¿Es por eso por lo que quiere usted comprarme con dinero? -preguntó-. ¿Porque no cree en mi nobleza de espíritu?

-¿Cuándo he pensado en comprarla con dinero? -grité.

-Se le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Si no comprarme a mí misma, sí piensa comprar mi respeto con dinero.

-¡Que no, de ningún modo! Ya le he dicho que me cuesta trabajo explicarme. Usted me abruma. No se enfade con mi cháchara. Usted comprende por qué no Vale la pena enojarse conmigo: estoy sencillamente loco. Pero, por otra parte, me da lo mismo que se enfade usted. Allá arriba, en mi cuchitril, me basta sólo recordar e imaginar el rumor del vestido de usted y ya estoy para morderme las manos. ¿Y por qué se enfada conmigo? ¿Porque me llamo su esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que la mataré algún día? Y no la mataré por haber dejado de quererla, ni por celos; la mataré sencillamente porque siento ganas de comérmela. Usted se ríe…

-No me río, no, señor -dijo indignada-. Le mando que se calle.

Se detuvo, con el aliento entrecortado por la ira. ¡Por Dios vivo que no sé si era hermosa! Lo que si sé es que me gustaba mirarla cuando se encaraba conmigo así, por lo que a menudo me agradaba provocar su enojo. Quizá ella misma lo notaba y se enfadaba de propósito. Se lo dije.

– ¡Qué porquería! -exclamó con repugnancia.

-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro en que nos paseemos juntos; más de una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a ese extremo? Usted me lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y sé que después de esto la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que matarme yo también (ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir el dolor intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con cada día que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de esto, ¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por usted, le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree usted que lo hubiera hecho?

-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.

-Me da igual que sea estúpida o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia de usted necesito hablar, hablar, hablar… y hablo. Ante usted pierdo por completo el amor propio y todo me da lo mismo.

. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no tendría ninguna utilidad.

-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica expresión «ninguna utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? La satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo es en alto grado.

Recuerdo que me miraba con atención reconcentrada. Mi rostro, por lo visto, expresaba en ese momento todos mis sentimientos absurdos e incoherentes. Recuerdo todavía que nuestra conversación de entonces fue en efecto, casi palabra por palabra, como aquí queda descrita. Mis ojos estaban inyectados de sangre. En las comisuras de mis labios espumajeaba la saliva. Y en lo tocante al Schlangenberg, juro por mi honor, aun en este instante, que si me hubiera mandado que me tirara ¡me hubiera tirado! Aunque ella sólo lo hubiera dicho en broma, por desprecio, escupiendo las palabras, ¡me hubiera tirado entonces!

-No, pero sí le creo -concedió, pero de la manera en que a veces ella se expresa, con tal desdén, con tal rencor, con tal altivez, que vive Dios que podría matarla en ese momento. Ella cortejaba el peligro. Yo tampoco mentía al decírselo.

-¿Usted no es cobarde? -me preguntó de pronto.

-No sé; quizá lo sea. No sé … ; hace tiempo que no he pensado en ello.

-Si yo le dijera: «mate a esa persona», ¿la mataría usted?

-¿A quién?

-A quien yo quisiera.

-¿Al francés?

-No pregunte. Conteste. A quien yo le indicara. Quiero saber si hablaba usted en serio hace un momento. -Aguardaba la contestación con tal seriedad e impaciencia que todo ello me pareció un tanto extraño.

-¡Pero acabemos, dígame qué es lo que pasa aquí! -exclamé-. ¿Es que me teme usted? Veo bien la confusión que reina aquí. Usted es hijastra de un hombre loco y arruinado, a quien ha envenenado la pasión por ese diablo de mujer, Blanche. Luego está ese francés con su misteriosa influencia sobre usted y he aquí que ahora me hace usted seriamente una pregunta… insólita. Por lo menos tengo que saber qué hay; de lo contrario me haré un lío y meteré la pata. ¿O es que le da a usted vergüenza de honrarme con su franqueza? ¿Pero es posible que tenga usted vergüenza de mí?

-No le hablo a usted en absoluto de eso. Le he hecho una pregunta y espero contestación.

-Claro que mataría a quien me mandara usted -exclamé-, pero ¿es posible que… es posible que usted mande tal cosa?

-¿Qué se cree? ¿Que le tendré lástima? Se lo mandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará eso? ¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede que matara usted cumpliendo la orden, pero vendría a matarme a mí por haberme atrevido a dársela.

Tales palabras me dejaron casi atontado. Por supuesto, yo pensaba que me hacía la pregunta medio en broma, para provocarme, pero había hablado con demasiada seriedad. De todos modos, me asombró que se expresara así, que tuviera tales derechos sobre mi persona, que consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí y que dijera tan sin rodeos: «Ve a tu perdición, que yo me echaré a un lado». En esas palabras había tal cinismo y desenfado que la cosa pasaba de castaño oscuro. Porque, vamos a ver, ¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba los límites de la esclavitud y la humillación. Opinar así de un hombre es ponerlo al nivel de quien opina. Y a pesar de lo absurdo e inverosímil de nuestra conversación, el corazón me temblaba.

De pronto soltó una carcajada. Estábamos sentados en el banco, junto a los niños, que seguían jugando, de cara al lugar donde se detenían los carruajes para que se apeara la gente en la avenida que había delante del Casino.

-¿Ve usted a esa baronesa gorda? -preguntó-. Es la baronesa Burmerhelm. Llegó hace sólo tres días. Mire a su marido: ese prusiano seco y larguirucho con un bastón en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya usted al momento, acérquese a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés.

-¿Para qué?

-Usted juró que se tiraría desde lo alto del Schlangenberg. Usted jura que está dispuesto a matar si se lo ordeno. En lugar de muertes y tragedias quiero sólo pasar un buen rato. Hala, vaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómo le apalea a usted el barón.

-Usted me provoca. ¿Cree que no lo haré?

-Sí, le provoco. Vaya. Así lo quiero.

-Perdone, voy, aunque es un capricho absurdo. Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el general no se lleve un disgusto o no se lo dé a usted? Palabra que no me preocupo por mí, sino por usted … y, bueno, por el general. ¿Y qué antojo es éste de ir a insultar a una mujer?

-Ya veo que se le va a usted la fuerza por la boca -dijo con desdén-. Hace un momento tenía usted los ojos inyectados de sangre, pero quizá sólo porque había bebido demasiado vino con la comida. ¿Cree que no me doy cuenta de que esto es estúpido y grosero y que el general se va a enfadar? Quiero sencillamente reírme; lo quiero y basta. ¿Y para qué insultar a una mujer? Para que cuanto antes le den a usted una paliza.

Giré sobre los talones y en silencio fui a cumplir su encargo. Sin duda era una acción estúpida, y por supuesto no sabía cómo evitarla, pero recuerdo que cuando me acercaba a la baronesa algo en mí mismo parecía azuzarme, algo así como la picardía de un colegial. Me sentía totalmente desquiciado, igual que si estuviera borracho.

Capítulo 6

Han pasado ya veinticuatro horas desde ese día estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalo, bulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué embrollo, qué necedad, qué ordinariez ha habido en esto, de todo lo cual he sido yo la causa! A veces, sin embargo, me parece cosa de risa, a mí por lo menos. No consigo explicarme lo que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí o simplemente me salí un momento del carril y me porté como un patán merecedor de que lo aten? A veces me parece que estoy ido de la cabeza, pero otras creo que soy un chicuelo no muy lejos todavía del banco de la escuela, y que lo que hago son sólo burdas chiquilladas de escolar.

Ha sido Polina, todo ello ha sido obra de Polina. Sin ella no hubiera habido esas travesuras. ¡Quién sabe! Acaso lo hice por desesperación (por muy necio que parezca suponerlo). No comprendo, no comprendo en qué consiste su atractivo. En cuanto a hermosa, lo es, debe de serlo, porque vuelve locos a otros hombres. Alta y bien plantada, sólo que muy delgada. Tengo la impresión de que puede hacerse un nudo con ella o plegarla en dos.

Su pie es largo y estrecho -una tortura, eso es, una tortura-. Su pelo tiene un ligero tinte rojizo. Los ojos, auténticamente felinos ¡y con qué orgullo y altivez sabe mirar con ellos! Hace cuatro meses, a raíz de mi llegada, estaba ella hablando una noche en la sala con Des Grieux. La conversación era acalorada. Y ella le miraba de tal modo… que más tarde, cuando fui a acostarme, saqué la conclusión de que acababa de darle una bofetada. Estaba de pie ante él y mirándole… Desde esa noche la quiero.

Pero vamos al caso.

Por una vereda entré en la avenida, me planté en medio de ella y me puse a esperar al barón y la baronesa. Cuando estuvieron a cinco pasos de mí me quité el sombrero y me incliné.

Recuerdo que la baronesa llevaba un vestido de seda de mucho vuelo, gris oscuro, con volante de crinolina y cola. Era mujer pequeña y de corpulencia poco común, con una papada gruesa y colgante que impedía verle el cuello. Su rostro era de un rojo subido; los ojos eran pequeños, malignos e insolentes. Caminaba como si tuviera derecho a todos los honores. El marido era alto y seco. Como ocurre a menudo entre los alemanes, tenía la cara torcida y cubierta de un sinfín de pequeñas arrugas. Usaba lentes. Tendría unos cuarenta y cinco años. Las piernas casi le empezaban en el pecho mismo, señal de casta. Ufano como pavo real. Un tanto desmañado. Había algo de carnero en la expresión de su rostro que alguien podría tomar por sabiduría.

Todo esto cruzó ante mis ojos en tres segundos.

Mi inclinación de cabeza y mi sombrero en la mano atrajeron poco a poco la atención de la pareja. El barón contrajo ligeramente las cejas. La baronesa navegaba derecha hacia mí.

-Madame la baronne -articulé claramente en voz alta, acentuando cada palabra-, j’ai I’honneur d’étre votre esclave.

Me incliné, me puse el sombrero y pasé junto al barón, volviendo mi rostro hacia él y sonriendo cortésmente.

Polina me había ordenado que me quitara el sombrero, pero la inclinación de cabeza y el resto de la faena eran de mi propia cosecha. El diablo sabe lo que me impulsó a hacerlo. Fue sencillamente un patinazo.

-Hein! -gritó o, mejor dicho, graznó el barón, volviéndose hacia mí con mortificado asombro.

Yo también me volví y me detuve en respetuosa espera, sin dejar de mirarle y sonreír. Él, por lo visto, estaba perplejo y alzó desmesuradamente las cejas. Su rostro se iba entenebreciendo. La baronesa se volvió también hacia mí y me miró asimismo con irritada sorpresa. Algunos de los transeúntes se pusieron a observarnos. Otros hasta se detuvieron.

-Heín! -graznó de nuevo el barón, con redoblado graznido y redoblada furia.

-Ja wohl -dije yo arrastrando las sílabas sin apartar mis ojos de los suyos.

-Sind Sie rasend? -gritó enarbolando el bastón y empezando por lo visto a acobardarse. Quizá le desconcertaba mi atavío. Yo estaba vestido muy pulcramente, hasta con atildamiento, como hombre de la mejor sociedad.

-Ja wo-o-ohl! -exclamé de pronto a voz en cuello, arrastrando la o a la manera de los berlineses, quienes a cada instante introducen en la conversación las palabras ja wohl, alargando más o menos la o para expresar diversos matices de pensamiento y emoción.

El barón y la baronesa, atemorizados, giraron sobre sus talones rápidamente y casi salieron huyendo. De los circunstantes, algunos hacían comentarios y otros me miraban estupefactos. Pero no lo recuerdo bien.

Yo di la vuelta y a mi paso acostumbrado me dirigí a Polina Aleksandrovna; pero aún no había cubierto cien pasos de la distancia que me separaba de su banco cuando vi que se levantaba y se encaminaba con los niños al hotel.

La alcancé en la escalinata.

-He llevado a cabo … la payasada -dije cuando estuve a su lado.

-Bueno, ¿y qué? Ahora arrégleselas como pueda -respondió sin mirarme y se dirigió a la escalera.

Toda esa tarde estuve paseando por el parque. Atravesándolo y atravesando después un bosque, llegué a un principado vecino. En una cabaña tomé unos huevos revueltos y vino. Por este idilio me cobraron nada menos que un tálero y medio.

Eran ya las once cuando regresé a casa. En seguida vinieron a buscarme porque me llamaba el general.

Nuestra gente ocupa en el hotel dos apartamentos con un total de cuatro habitaciones. La primera es grande, un salón con piano. Junto a ella hay otra, amplia, que es el gabinete del general, y en el centro de ella me estaba esperando éste de pie, en actitud majestuosa. Des Grieux estaba arrebañado en un diván.

-Permítame preguntarle, señor mío, qué ha hecho usted -dijo para empezar el general, volviéndose hacia mí.

-Desearía, general, que me dijera sin rodeos lo que tiene que decirme. ¿Usted probablemente quiere aludir a mi encuentro de hoy con cierto alemán?

-¿Con cierto alemán? Ese alemán es el barón Burmerhelm, un personaje importante, señor mío. Usted se ha portado groseramente con él y con la baronesa.

-No, señor, nada de eso.

-Los ha asustado usted.

-Repito que no, señor. Cuando estuve en Berlín me chocó oír constantemente tras cada palabra la expresión ja wohl! que allí pronuncian arrastrándola de una manera desagradable. Cuando tropecé con ellos en la avenida me acordé de pronto, no sé por qué, de ese ja wohl! y el recuerdo me irritó… Sin contar que la baronesa, tres veces ya, al encontrarse conmigo, tiene la costumbre de venir directamente hacia mí, como si yo fuera un gusano que se puede aplastar con el pie. Convenga en que yo también puedo tener amor propio. Me quité el sombrero y cortésmente (le aseguro que cortésmente) le dije: Madame, j’ai l’honneur d’être votre esclave. Cuando el barón se volvió y gritó hein!, de repente me dieron ganas de gritar ja wohl. Lo grité dos veces: la primera, de manera corriente, y la segunda, arrastrando la frase lo más posible. Eso es todo.

Confieso que quedé muy contento de esta explicación propia de un mozalbete. Deseaba ardientemente alargar esta historia de la manera más absurda posible.

-¿Se ríe usted de mí? -exclamó el general. Se volvió al francés y le dijo en francés que yo, sin duda, insistía en dar un escándalo. Des Grieux se rió desdeñosamente y se encogió de hombros.

-¡Oh, no lo crea! ¡No es así ni mucho menos! -exclamé-; mi proceder, por supuesto, no ha sido bonito, y lo reconozco con toda franqueza. Cabe incluso decir que ha sido una majadería, una travesura de colegial, pero nada más. Y sepa usted, general, que me arrepiento de todo corazón. Pero en ello hay una circunstancia que, a mi modo de ver, casi me exime del arrepentimiento. Recientemente, en estas últimas dos o tres semanas, no estoy bien: me siento enfermo, nervioso, irritado, antojadizo, y en más de una ocasión pierdo por completo el dominio sobre mí mismo. A decir verdad, algunas veces he sentido el deseo vehemente de abalanzarme sobre el marqués Des Grieux y.. en fin, no hay por qué acabar la frase; podría ofenderse. En suma, son síntomas de una enfermedad. No sé si la baronesa Burmerhelm tomará en cuenta esta circunstancia cuando le presente mis excusas (porque tengo la intención de presentarle mis excusas). Sospecho que no, que últimamente se ha empezado a abusar de esta circunstancia en el campo jurídico. En las causas criminales, los abogados tratan a menudo de justificar a sus clientes alegando que en el momento de cometer el delito no se acordaban de nada, lo que bien pudiera ser una especie de enfermedad: «Asestó el golpe -dicen- y no recuerda nada». Y figúrese, general, que la medicina les da la razón, que efectivamente corrobora la existencia de tal enfermedad, de una ofuscación pasajera en que el individuo no recuerda casi nada, o recuerda la mitad o la cuarta parte de lo sucedido. Pero el barón y la baronesa son gentes chapadas a la antigua, sin contar que son junker prusianos y terratenientes. Lo probable es que todavía ignoren ese progreso en el campo de la medicina legal y que, por lo tanto, no acepten mis explicaciones. ¿Qué piensa usted, general?

-¡Basta, caballero! -dijo el general en tono áspero y con indignación mal contenida-. ¡Basta ya! Voy a intentar de una vez para siempre librarme de sus chiquilladas. No presentará usted sus excusas a la baronesa y el barón. Toda relación con usted, aunque sea sólo para pedirles perdón, será humillante para ellos. El barón, al enterarse de que pertenece usted a mi casa, ha tenido una conversación conmigo en el Casino, y confieso que faltó poco para que me pidiera una satisfacción. ¿Se da usted cuenta de la situación en que me ha puesto usted a mí, a mí, señor mío? Yo, yo mismo he tenido que pedir perdón al barón y darle mi palabra de que en seguida, hoy mismo, dejará usted de pertenecer a mi casa…

-Un momento, un momento, general, ¿conque ha sido él mismo quien ha exigido que yo deje de pertenecer a la casa de usted, para usar la frase de que usted se sirve?

-No, pero yo mismo me consideré obligado a darle esa satisfacción y, por supuesto, el barón quedó satisfecho. Nos vamos a separar, señor mío. A usted le corresponde percibir de mí estos cuatro federicos de oro y tres florines, según el cambio vigente. Aquí está el dinero y un papel con la cuenta; puede usted comprobar la suma. Adiós. De ahora en adelante somos extraños uno para el otro. Salvo inquietudes y molestias no le debo a usted nada más. Voy a llamar al hotelero para informarle que desde mañana no respondo de los gastos de usted en el hotel. Servidor de usted.

Tomé el dinero y el papel en que estaba apuntada la cuenta con lápiz, me incliné ante el general y le dije muy seriamente:

-General, el asunto no puede acabar así. Siento mucho que haya tenido usted un disgusto con el barón, pero, con perdón, usted mismo tiene la culpa de ello. ¿Por qué se le ocurrió responder de mí ante el barón? ¿Qué quiere decir eso de que pertenezco a la casa de usted? Yo soy sencillamente un tutor en casa de usted, nada más. No soy hijo de usted, no estoy bajo su tutela y no puede usted ser responsable de mis acciones. Soy persona jurídicamente competente. Tengo veinticinco años, poseo el título de licenciado, soy de familia noble y enteramente extraño a usted. Sólo la profunda estima que profeso a su dignidad me impide exigirle ahora una satisfacción y pedirle, además, que explique por qué se arrogó el derecho de contestar por mí al barón.

El general quedó tan estupefacto que puso los brazos en cruz, se volvió de repente al francés y apresuradamente le hizo saber que yo casi le había retado a un duelo. El francés lanzó una estrepitosa carcajada.

-Al barón, sin embargo, no pienso soltarle así como así -proseguí con toda sangre fría, sin hacer el menor caso de la risa de M. Des Grieux-; y ya que usted, general, al acceder hoy a escuchar las quejas del barón y tomar su partido, se ha convertido, por así decirlo, en partícipe de este asunto, tengo el honor de informarle que mañana por la mañana a lo más tardar exigiré del barón, en mi propio nombre, una explicación en debida forma de por qué, siendo yo la persona con quien tenía que tratar, me pasó por alto para tratar con otra -como si yo no fuera digno o no pudiera responder por mí mismo.

Sucedió lo que había previsto. El general, al oír esta nueva majadería, se acobardó horriblemente.

-¿Cómo? ¿Es posible que se empeñe todavía en prolongar este condenado asunto? –exclamó-. ¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué hace usted conmigo? ¡No se atreva usted, no se atreva, señor mío, o le juro que… También aquí hay autoridades y yo… yo… por mi posición social… y el barón también …. en una palabra, que lo detendrán a usted y que la policía le expulsará de aquí para que no alborote. ¡Téngalo presente! -Y si bien hablaba con voz entrecortada por la ira, estaba terriblemente acobardado.

-General -respondí con calma que le resultaba intolerable-, no es posible detener a nadie por alboroto hasta que el alboroto mismo se produzca. Todavía no he iniciado mis explicaciones con el barón y usted no sabe en absoluto de qué manera y sobre qué supuestos pienso proceder en este asunto. Sólo deseo esclarecer la suposición, que estimo injuriosa para mí, de que me encuentro bajo la tutela de una persona que tiene dominio sobre mi libertad de acción. No tiene usted, pues, por qué preocuparse o alarmarse.

-¡Por Dios santo, por Dios santo, Aleksei Ivanovich, abandone ese propósito insensato! -murmuró el general, cambiando súbitamente su tono airado en otro de súplica, e incluso cogiéndome de las manos-. ¡Imagínese lo que puede resultar de esto! ¡Más disgustos! ¡Usted mismo convendrá en que debo conducirme aquí de una manera especial, sobre todo ahora!… ¡sobre todo ahora!… ¡Ay, usted no conoce, no conoce, todas mis circunstancias! Cuando nos vayamos de aquí estoy dispuesto a contratarle de nuevo. Hablaba sólo de ahora… en fin, usted conoce los motivos! -gritó desesperado- ¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich!

Una vez más, desde la puerta, le dije con voz firme que no se preocupara, le prometí que todo se haría pulcra y decorosamente, y me apresuré a salir.

A veces los rusos que están en el extranjero se muestran demasiado pusilánimes, temen sobremanera el qué dirán, la manera cómo la gente los mira, y se preguntan si es decoroso hacer esto o aquello; en fin, viven como encorsetados, sobre todo cuando aspiran a distinguirse. Lo que más les agrada es cierta pauta preconcebida, establecida de una vez para siempre, que aplican servilmente en los hoteles, en los paseos, en las reuniones, cuando van de viaje… Ahora bien, al general se le escapó sin querer el comentario de que, además de eso, había otras circunstancias particulares, de que le era preciso «conducirse de manera algo especial». De ahí que se apocara tan de repente y cambiara de tono conmigo. Yo lo observé y tomé nota mental de ello. Y como, sin duda, por pura necedad, él podía apelar mañana a las autoridades, me era preciso tomar precauciones.

Por otra parte, yo en realidad no quería enfurecer al general; pero sí quería enfurecer a Polina. Polina me había tratado tan cruelmente, me había puesto en situación tan estúpida que quería obligarla a que me pidiera ella misma que cesara en mis actos. Mis travesuras Podían llegar a comprometerla, sin contar que en mí iban surgiendo otras emociones y apetencias; porque si ante ella me veo reducido voluntariamente a la nada, eso no significa que sea un «gallina» ante otras gentes, ni por supuesto que pueda el barón «darme de bastonazos». Lo que yo deseaba era reírme de todos ellos y salir victorioso en este asunto. ¡Que mirasen bien! Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo. Y si no lo hacía, vería de todos modos que no soy un «gallina».

(Noticia sorprendente. Acaba de decirme la niñera, con quien he tropezado en la escalera, que Marya Filippovna ha salido sola, en el tren de esta noche, para Karlsbad con el fin de visitar a una prima suya. ¿Qué significa esto? La niñera dice que venía preparando el viaje desde hacía tiempo, pero ¿cómo es que nadie lo sabía? Aunque bien pudiera ser que yo fuese el único en no saberlo. La niñera me ha dicho, además, que anteayer Marya Filippovna tuvo una disputa con el general. Lo comprendo. El tema, sin duda, fue mademoiselle Blanche. Sí, algo decisivo va a ocurrir aquí.)

Capítulo 7

Al día siguiente llamé al hotelero y le dije que preparase mi cuenta por separado. Mi habitación no era lo bastante cara para alarmarme y obligarme a abandonar el hotel. Contaba con diecisiete federicos de oro, y allí… allí estaba quizá la riqueza. Lo curioso era que todavía no había ganado, pero sentía, pensaba y obraba como hombre rico y no podía imaginarme de otro modo.

A pesar de lo temprano de la hora, me disponía a ir a ver a mister Astley en el Hotel d’Angleterre, cercano al nuestro, cuando inopinadamente se presentó Des Grieux. Esto no había sucedido nunca antes; más aún, mis relaciones con este caballero habían sido últimamente harto raras y tirantes. Él no se recataba para mostrarme su desdén, mejor dicho, se esforzaba por mostrármelo; y yo, por mi parte, tenía mis razones para no manifestarle aprecio. En una palabra, le detestaba. Su llegada me llenó de asombró. Me percaté en el acto de que sucedía algo especial.

Entró muy amablemente y me dijo algo lisonjero acerca de mi habitación. Al verme con el sombrero en la mano, me preguntó si salía de paseo a una hora tan temprana. Al oír que iba a visitar a mister Astley para hablar de negocios, pensó un instante, caviló, y su rostro reflejó la más aguda preocupación.

Des Grieux era como todos los franceses, a saber, festivo y amable cuando serlo es necesario y provechoso, y fastidioso hasta más no poder cuando ser festivo y amable deja de ser necesario. Raras veces es el francés naturalmente amable; lo es siempre, como si dijéramos, por exigencia, por cálculo. Si, pongamos por caso, juzga indispensable ser fantasioso, original, extravagante, su fantasía resulta sumamente necia y artificial y reviste formas aceptadas y gastadas por el uso repetido. El francés natural es la encarnación del pragmatismo más angosto, mezquino y cotidiano, en una palabra, es el ser más fastidioso de la tierra. A mi juicio, sólo las gentes sin experiencia,,y en particular las jovencitas rusas, se sienten cautivadas por los franceses. A toda persona como Dios manda le es familiar e inaguantable este convencionalismo, esta forma preestablecida de la cortesía de salón, de la desenvoltura y de la jovialidad.

-Vengo a hablarle de un asunto -empezó diciendo con excesiva soltura, aunque con amabilidad- y no le ocultaré que vengo como embajador, o,,mejor dicho, como mediador, del general. Como conozco el ruso muy mal, no comprendí casi nada anoche; pero el general me dio explicaciones detalladas, y confieso que…

-Escuche, monsieur Des Grieux -le interrumpí-. Usted ha aceptado en este asunto el oficio de mediador. Yo, claro, soy un outchitel y nunca he aspirado al honor de ser amigo íntimo de esta familia o de establecer relaciones particularmente estrechas con ella; por lo tanto, no conozco todas las circunstancias. Pero ilumíneme: ¿es que es usted ahora, con todo rigor, miembro de la familia? Porque como veo que toma usted una parte tan activa en todo, que es indefectiblemente mediador en tantas cosas…

No le agradó mi pregunta. Le resultaba demasiado transparente, y no quería irse de la lengua.

-Me ligan al general, en parte, ciertos asuntos, y, en parte, también, algunas circunstancias personales -dijo con sequedad-. El general me envía a rogarle que desista de lo que proyectaba ayer. Lo que usted urdía era, sin duda, muy ingenioso; pero el general me ha pedido expresamente que indique a usted que no logrará su objeto. Por añadidura, el barón no le recibirá, y, en definitiva, cuenta con medios de librarse de toda futura importunidad por parte de usted. Convenga en que es así. Dígame, pues, de qué sirve persistir. El general promete que, con toda seguridad, le repondrá a usted en su puesto en la primera ocasión oportuna y que hasta esa fecha le abonará sus honorarios, vos appointements. Esto es bastante ventajoso, ¿no le parece?

Yo le repliqué con calma que se equivocaba un tanto; que bien podía ser que no me echasen de casa del barón; que, por el contrario, quizá me escuchasen; y le pedí que confesara que había venido probablemente para averiguar qué medidas pensaba tomar yo en este asunto.

-¡Por Dios santo! Puesto que el general está tan implicado, claro que le gustará saber qué hará usted y cómo lo hará. Eso es natural.

Yo me dispuse a darle explicaciones y él, arrellanándose cómodamente, se dispuso a escucharlas, ladeando la cabeza un poco hacia mí, con un evidente y manifiesto gesto de ironía en el rostro. De ordinario me miraba muy por encima del hombro. Yo hacía todo lo posible por fingir que ponderaba el caso con toda la seriedad que requería. Dije que puesto que el barón se había quejado de mí al general como si yo fuera un criado de éste, me había hecho perder mi colocación, en primer lugar, y, en segundo, me había tratado como persona incapaz de responder por sí misma y con quien ni siquiera valía la pena hablar. Por supuesto que me sentía ofendido, y con sobrado motivo; pero, en consideración de la diferencia de edad, del nivel social, etc., etc. (y aquí apenas podía contener la risa), no quería aventurarme a una chiquillada más, como sería exigir satisfacción directamente del barón o incluso sencillamente sugerir que me la diera. De todos modos, me juzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, a la baronesa en particular, tanto más cuanto que últimamente me sentía de veras indispuesto, desquiciado y, por así decirlo, antojadizo, etc., etc. No obstante, el barón, con su apelación de ayer al general, ofensiva para mí, y su empeño en que el general me privase de mi empleo, me había puesto en situación de no poderles ya ofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puesto que él, y la baronesa, y todo el mundo pensarían de seguro que lo hacía por miedo, a fin de ser repuesto en mi cargo. De aquí que yo estimase necesario pedir ahora al barón que fuera él quien primero me ofreciera excusas, en los términos más moderados, diciendo, por ejemplo, que no había querido ofenderme en absoluto; y que cuando el barón lo dijera, yo por mi parte, como sin darle importancia, le presentaría cordial y sinceramente mis propias excusas. En suma -dije en conclusión-, sólo pedía que el barón me ofreciera una salida.

-¡Uf, qué escrupulosidad y qué finura! ¿Y por qué tiene usted que disculparse? Vamos, monsieur; reconozca, monsieur.. que lo hace usted adrede para molestar al general… y quizá con otras miras personales… mon cher monsieur, pardon, j’ai oublié votre nom, monsieur Alexis ?.. n’est-ce pas?

-Pero, perdón, mon cher marquis, ¿a usted qué le va en ello?

-Mais le général..

-¿Y qué le va al general? ]Él dijo algo ayer de que tenía que conducirse de cierta manera… y que estaba inquieto …. pero yo no comprendí nada.

-Aquí hay,.. aquí hay efectivamente una circunstancia personal -dijo Des Grieux con tono suplicante en el que se notaba cada vez más la mortificación-. ¿Usted conoce a mademoiselle de Cominges?

-¿Quiere usted decir mademoiselle Blanche?

-Pues si, mademoiselle Blanche de Cominges… et madame sa mère…; reconozca que el general … para decirlo de una vez, qué el general está enamorado y que hasta es posible que se celebre la boda aquí. Imagínese que en tal ocasión hay escándalos, historias…

-No veo escándalos ni historias que tengan relación con la boda.

-Pero le baron est si irascible, un caractère prussien, vous savez, enfin, il fera une querelle d’Allemand.

-Pero a mí y no a ustedes, puesto que yo ya no pertenezco a la casa… (Yo trataba adrede de parecer lo más torpe posible.) Pero, perdón, ¿ya está resuelto que mademoiselle Blanche se casa con el general? ¿A qué esperan? Quiero decir.. ¿a qué viene ocultarlo, por lo menos de nosotros, la gente de la casa?

-A usted no puedo… es que todavía no está por completo … ; sin embargo… usted sabe que esperan noticias de Rusia; el general necesita arreglar algunos asuntos…

-¡Ah, ah! ¡la baboulinka!

Des Grieux me miró con encono.

-En fin -interrumpió-, confío plenamente en su congénita amabilidad, en su inteligencia, en su tacto … ; al fin y al cabo, lo haría usted por una familia en la que fue recibido como pariente, querido, respetado…

-¡Perdone, he sido despedido! Usted afirma ahora que fue por salvar las apariencias; pero reconozca que si le dicen a uno: «No quiero, por supuesto, tirarte de las orejas, pero para salvar las apariencias deja que te tire de ellas … ». ¿No es lo mismo?

-Pues si es así, si ninguna súplica influye sobre usted -dijo con severidad y arrogancia-, permítame asegurarle que se tomarán ciertas medidas. Aquí hay autoridades que le expulsarán hoy mismo, que diablel, un blanc-bec comme vous desafiar a un personaje como el barón! ¿Cree usted que le van a dejar en paz? Y, créame, aquí nadie le teme a usted. Si he venido a suplicarle ha sido por cuenta propia, porque ha molestado usted al general. ¿De veras cree usted, de veras, que el barón no mandará a un lacayo que le eche a usted a la calle?

-¡Pero si no soy yo quien irá! -respondí con insólita calma-. Se equivoca usted, monsieur Des Grieux. Todo esto se arreglará mucho más decorosamente de lo que usted piensa. Ahora mismo voy a ver a mister Astley para pedirle que sea mi segundo, mi second. Ese señor me tiene aprecio y probablemente no rehusará. Él irá a ver al barón y el barón lo recibirá. Aunque yo soy sólo un outchitel y parezco hasta cierto punto un subalterne, y aunque en definitiva carezco de protección, mister Astley es sobrino de un lord, de un lord auténtico, todo el mundo lo sabe, lord Pibrock, y ese lord está aquí. Puede usted estar seguro de que el barón se mostrará cortés con mister Astley y le escuchará. Y si no le escucha, mister Astley lo considerará como un insulto personal (ya sabe usted lo tercos que son los ingleses) y enviará a un amigo suyo al barón -y por cierto tiene buenos amigos-. Calcule usted ahora que puede pasar algo distinto de lo que piensa.

El francés quedó claramente sobrecogido; efectivamente, todo esto tenía visos de verdad; por consiguiente yo podía muy bien provocar un disgusto.

-Le imploro que deje todo -dijo con voz verdaderamente suplicante-. A usted le agradaría que ocurriera algo desagradable. No es una satisfacción lo que usted busca, sino una contrariedad. Ya he dicho que todo esto es divertido y aun ingenioso que bien pudiera ser lo que usted busca. En fin -terminó diciendo al ver que me levantaba y cogía el sombrero-, he venido a entregarle estas dos palabras de cierta persona. Léalas, porque se me ha encargado que aguarde contestación.

Dicho esto, sacó del bolsillo un papelito doblado y sellado con lacre y me lo alargó. Del puño de Polina, decía así:

«Me parece que se propone usted continuar este asunto. Está usted enfadado y empieza a hacer travesuras. Hay, sin embargo, circunstancias especiales que quizá le explique más tarde. Por favor, desista y deje el camino franco. ¡Cuántas bobadas hay en esto! Le necesito y usted prometió obedecerme. Recuerde Schlangenberg. Le pido que sea obediente y, si es preciso, se lo mando.

Su P.

P S. Si está enojado conmigo por lo de ayer, perdóneme.»

Cuando leí estos renglones me pareció que se me iba la cabeza. Mis labios perdieron su color y empecé a temblar. El maldito francés me miraba con aire de intensa circunspección y apartaba de mí los ojos como para no ver mi zozobra. Mejor hubiera sido que se hubiera reído de mí abiertamente.

-Bien -respondí-, diga a mademoiselle que no se preocupe. Permítame, no obstante, hacerle una pregunta -añadí con aspereza-, ¿por qué ha tardado tanto en darme esta nota? En lugar de decir tantas nimiedades, creo que debiera usted haber comenzado con esto… si, en efecto, vino con este encargo.

-Ah, yo quería… todo esto es tan insólito que usted perdonará mi natural impaciencia… Yo quería enterarme por mi cuenta, personalmente, de cuáles eran las intenciones de usted. Pero como no conozco el contenido de esa nota, pensé que no corría prisa en dársela.

-Comprendo. A usted sencillamente le mandaron que la entregara sólo como último recurso, y que no la entregara si lograba su propósito de palabra. ¿No es así? ¡Hable con franqueza, monsieur Des Grieux!

-Peut-étre -dijo, tomando un aire muy comedido y dirigiéndome una mirada algo peculiar.

Cogí el sombrero; él hizo una inclinación de cabeza y salió. Tuve la impresión de que llevaba una sonrisa burlona en los labios. ¿Acaso cabía esperar otra cosa?

-Tú y yo, franchute, tenemos todavía cuentas que arreglar. Mediremos fuerzas -murmuré bajando la escalera. Aún no sabía qué era aquello que había causado tal mareo. El aire me refrescó un poco.

Un par de minutos después, cuando apenas había empezado a discurrir con claridad, surgieron luminosos en mi mente dos pensamientos: primero, que de unas naderías, de unas cuantas amenazas inverosímiles de escolar, lanzadas anoche al buen tuntún, había resultado un desasosiego general, y segundo, ¿qué clase de ascendiente tenía este francés sobre Polina? Bastaba una palabra suya para que ella hiciera cuanto él necesitaba: me escribía una nota y hasta me suplicaba. Sus relaciones, por supuesto, habían sido siempre un enigma para mí, desde el principio mismo, desde que empecé a conocerlos. Sin embargo, en estos últimos días había notado en ella una evidente aversión, por no decir desprecio, hacia él; y él, por su parte, apenas se fijaba en ella, la trataba con la grosería más descarada. Yo lo había notado. Polina misma me había hablado de aversión; ahora se le escapaban revelaciones harto significativas. Es decir, que él sencillamente la tenía en su poder; que ella, por algún motivo, era su cautiva…

Capítulo 8

En la promenade, como aquí la llaman, esto es, en la avenida de los castaños, tropecé con mi inglés.

-¡Oh, oh! -dijo al verme-, yo iba a verle a usted y usted venía a verme a mí. ¿Conque se ha separado usted de los suyos?

-Primero, dígame cómo lo sabe -pregunté asombrado-. ¿o es que ya lo sabe todo el mundo?

-¡Oh, no! Todos lo ignoran y no tienen por qué saberlo. Nadie habla de ello.

-¿Entonces, cómo lo sabe usted?

-Lo sé, es decir, que me he enterado por casualidad. Y ahora ¿adónde irá usted desde aquí? Le tengo aprecio y por eso iba a verle.

-Es usted un hombre excelente, míster Astley -respondí (pero, por otra parte, la cosa me chocó mucho: ¿de quién lo había sabido?)-. Y como todavía no he tomado café y usted, de seguro, lo ha tomado malo, vamos al café del Casino. Allí nos sentamos, fumamos, yo le cuento y usted me cuenta.

El café estaba a cien pasos. Nos trajeron café, nos sentamos y yo encendí un cigarrillo. Míster Astley no fumó y, fijando en mí los ojos, se dispuso a escuchar.

-No voy a ninguna parte -empecé diciendo-. Me quedo aquí.

-Estaba seguro de que se quedaría -dijo mister Astley en tono aprobatorio.

Al dirigirme a ver a mister Astley no tenía intención de decirle nada, mejor dicho, no quería decirle nada acerca de mi amor por Polina. Durante esos días apenas le había dicho una palabra de ello. Además, era muy reservado. Desde el primer momento advertí que Polina le había causado una profunda impresión, aunque jamás pronunciaba su nombre. Pero, cosa rara, ahora, de repente, no bien se hubo sentado y fijado en mí sus ojos color de estaño, sentí, no sé por qué, el deseo de contarle todo, es decir, todo mi amor, con todos sus matices. Estuve hablando media hora, lo que para mí fue sumamente agradable. Era la primera vez que hablaba de ello. Notando que se turbaba ante algunos de los pasajes más ardientes, acentué de propósito el ardor de mi narración. De una cosa me arrepiento: quizá hablé del francés más de lo necesario…

-Míster Astley escuchó inmóvil, sentado frente a mí, sin decir palabra ni emitir sonido alguno y con sus ojos fijos en los míos; pero cuando comencé a hablar del francés, me interrumpió de pronto y me preguntó severamente si me juzgaba con derecho a aludir a un terna que nada tenía que ver conmigo. Míster Astley siempre hacía preguntas de una manera muy rara.

-Tiene usted razón. Me temo que no -respondí.

-¿De ese marqués y de miss Polina no puede usted decir nada concreto? ¿Sólo conjetura?

Una vez más me extrañó que un hombre tan. apocado como míster Astley hiciera una pregunta tan categórica.

-No, nada concreto –contesté-; nada, por supuesto.

-En tal caso ha hecho usted mal no sólo en hablarme a mí de ello, sino hasta en pensarlo usted mismo.

-Bueno, bueno, lo reconozco; pero ahora no se trata de eso -interrumpí asombrado de mí mismo. Y entonces le conté toda la historia de ayer, con todos sus detalles, la ocurrencia de Polina, mi aventura con el barón, mi despido, la insólita pusilanimidad del general y, por último, le referí minuciosamente la visita de Des Grieux esa misma mañana, sin omitir ningún detalle. En conclusión le enseñé la nota.

-¿Qué saca de esto? -pregunté-. He venido precisamente para averiguar lo que usted piensa. En lo que a mí toca, me parece que hubiera matado a ese franchute y quizá lo haga todavía.

-Yo también -dijo míster Astley-. En cuanto a miss Polina, usted sabe que entramos en tratos aun con gentes que nos son odiosas, si a ello nos obliga la necesidad. Ahí puede haber relaciones que ignoramos y que dependen de circunstancias ajenas al caso. Creo que puede estar usted tranquilo -en parte, claro-. En cuanto a la conducta de ella ayer, no cabe duda de que es extraña, no porque quisiera librarse de usted exponiéndole al garrote del barón (quien, no sé por qué, no lo utilizó aunque lo tenía en la mano), sino porque semejante travesura en una miss tan… tan excelente no es decorosa. Claro que ella no podía suponer que usted pondría literalmente en práctica sus antojos…

-¿Sabe usted? -grité de repente, clavando la mirada en míster Astley-. Me parece que usted ya ha oído hablar de todo esto. ¿Y sabe quién se lo ha dicho? La misma miss Polina.

Míster Astley me miró extrañado.

-Le brillan a usted los ojos y en ellos veo la sospecha -dijo, y en seguida volvió a su calma anterior-, pero no tiene usted el menor derecho a revelar sus sospechas. No puedo reconocer ese derecho y me niego en redondo a contestar a su pregunta.

-¡Bueno, basta! ¡Por otra parte no es necesario! -exclamé extrañamente agitado y sin comprender por qué se me había ocurrido tal cosa. ¿Cuándo, dónde y cómo hubiera podido míster Astley ser elegido por Polina como confidente? Sin embargo, a veces en días recientes había perdido de vista a míster Astley, y Polina siempre había sido un enigma para mí, un enigma tal que ahora, por ejemplo, habiéndome lanzado a contar a míster Astley la historia de mi amor, vi de pronto con sorpresa mientras la contaba que de mis relaciones con ella apenas podía decir nada preciso y positivo. Al contrario, todo era ilusorio, extraño, infundado, sin la menor semejanza con cosa alguna.-Bueno, bueno, desbarro; y ahora no puedo sacar en limpio mucho más -respondí, como si me faltara el aliento-. De todos modos, es usted una buena persona. Ahora a otra cosa, y le pido, no consejo, sino su opinión.

Callé un instante y proseguí.

-En opinión de usted, ¿por qué se asustó tanto el general? ¿Por qué todos ellos han hecho de mi estúpida picardía algo que les trae de cabeza? Tan de cabeza que hasta el propio Des Grieux ha creído necesario intervenir (y él interviene sólo en los casos más importantes), me ha visitado (¡hay que ver!), me ha requerido y suplicado, ¡a mí, él, Des Grieux, a mí! Por último, observe usted que ha venido a las nueve, y que la nota de miss Polina ya estaba en sus manos. ¿Cuándo, pues, fue escrita?, cabe preguntar. ¡Quizá despertaran a miss Polina para ello! Salvo deducir de esto que miss Polina es su esclava (¡porque hasta a mí me pide perdón!), salvo eso, ¿qué le va a ella, personalmente, en este asunto? ¿Por qué está tan interesada? ¿Por qué se asustaron tanto de un barón cualquiera? ¿Y qué tiene que ver con ello que el general se case con mademoiselle Blanche de Cominges? Ellos dicen que cabalmente por eso necesita conducirse de una manera especial, pero convenga en que esto es ya demasiado especial. ¿Qué piensa usted? Por lo que me dicen sus ojos estoy seguro de que de esto sabe usted más que yo.

Míster Asdey sonrió y asintió con la cabeza.

-En efecto, de esto creo saber mucho más que usted -apuntó-. Aquí se trata sólo de mademoiselle Blanche, y estoy seguro de que es la pura verdad.

-¿Pero por qué mademoiselle Blanche? -grité impaciente (tuve de pronto la esperanza de que ahora se revelaría algo acerca de mademoiselle Polina).

-Se me antoja que en el momento presente mademoiselle Blanche tiene especial interés en evitar a toda costa un encuentro con el barón y la baronesa, tanto más cuanto que el encuentro sería desagradable, por no decir escandaloso.

-¿Qué me dice usted?

-El año antepasado, mademoiselle Blanche estuvo ya aquí, en Roulettenberg, durante la temporada. Yo también andaba por aquí. Mademoiselle Blanche no se llamaba todavía mademoiselle de Cominges y, por el mismo motivo, tampoco existía su madre, madame veuve Cominges. Al menos, no había mención de ella. Des Grieux… tampoco había Des Grieux. Tengo la profunda convicción de que no sólo no hay parentesco entre ellos, sino que ni siquiera se conocen de antiguo. Tampoco empezó hace mucho eso de marqués Des Grieux; de ello estoy seguro por una circunstancia. Cabe incluso suponer que empezó a llamarse Des Grieux hace poco. Conozco aquí a un individuo que le conocía bajo otro nombre.

-¿Pero no es cierto que tiene un respetable círculo de amistades?

-¡Puede ser! También puede tenerlo mademoiselle Blanche. Hace dos años, sin embargo, a resultas de una queja de esta misma baronesa, fue invitada por la policía local a abandonar la ciudad y así lo hizo.

-¿Cómo fue eso?

-Se presentó aquí primero con un italiano, un príncipe o algo así, que tenía un nombre histórico, Barberini o algo por el estilo. Iba cubierto de sortijas y brillantes, y por cierto de buena ley. Iban y venían en un espléndido carruaje. Mademoiselle Blanche jugaba con éxito a trente et quarante, pero después su suerte cambió radicalmente, si mal no recuerdo. Me acuerdo de que una noche perdió una cantidad muy elevada. Pero lo peor de todo fue que un beau matin su príncipe desapareció sin dejar rastro. Desaparecieron los caballos y el carruaje, desapareció todo. En el hotel debían una suma enorme. Mademoiselle Zelma (en lugar de Barberini empezó a llamarse de pronto mademoiselle Zelma) daba muestras de la más profunda desesperación. Chillaba y gemía por todo el hotel, y de rabia hizo jirones su vestido. Había entonces en el hotel un conde polaco (todos los viajeros polacos son condes), y mademoiselle Blanche, con aquello de rasgar su vestido y arañarse el rostro como una gata con sus manos bellas y perfumadas, produjo en él alguna impresión. Conversaron, y a la hora de la comida ella había recobrado la calma. A la noche se presentaron del brazo en el casino. Mademoiselle Zelma, según su costumbre, reía con estrépito y en sus ademanes se notaba mayor desenvoltura que antes. Entró sin más en esa clase de señoras que, al acercarse a la mesa de la ruleta, dan fuertes codazos a los jugadores para procurarse un sitio. Aquí, entre tales damas, se considera eso como especialmente chic. Usted lo habrá notado, sin duda.

-Sí.

-No vale la pena notarlo. Por desgracia para las personas decentes, estas damas no desaparecen, por lo menos las que todos los días cambian a la mesa billetes de mil francos. Pero cuando dejan de cambiar billetes se les pide al momento que se vayan. Mademoiselle Zelma seguía cambiando billetes; pero la fortuna le fue aún más adversa. Observe que muy a menudo estas señoras juegan con éxito; saben dominarse de manera asombrosa. Pero mi historia toca a su fin. Llegó un momento en que, al igual que el príncipe, desapareció el conde. Mademoiselle Zelma se presentó una noche a jugar sola, ocasión en que nadie se presentó a ofrecerle el brazo. En dos días perdió cuanto le quedaba. Cuando hubo arriesgado su último louis d’or y lo hubo perdido, miró a su alrededor y vio junto a sí al barón Burmerhelm, que la observaba atentamente y muy indignado. Pero mademoiselle Zelma no notó la indignación y, mirando al barón con la consabida sonrisa, le pidió que le pusiera diez louis dor al rojo. Como consecuencia de esto y por queja de la baronesa, aquella noche fue invitada a no presentarse más en el Casino. Si le extraña a usted que me sean conocidos estos detalles nimios y francamente indecorosos, sepa que, en versión definitiva, los oí de labios de míster Feeder, un pariente mío que esa misma noche condujo en su coche a mademoiselle Zelma de Roulettenburg a Spa. Ahora mire: mademoiselle Blanche quiere ser generala, seguramente para no recibir en adelante invitaciones como la que recibió hace dos años de la policía del Casino. Ya no juega, pero es porque, según todos los indicios, tiene ahora un capital que da a usura a los jugadores locales. Esto es mucho más prudente. Yo hasta sospecho que el infeliz general le debe dinero. Quizá también se lo debe Des Grieux. Quizá ella y Des Grieux trabajan juntos. Comprenderá usted que, al menos hasta la boda, ella no quiera atraerse por ningún motivo la atención del barón y la baronesa. En una palabra, que en su situación nada sería menos provechoso que un escándalo. Usted está vinculado a ese grupo, y las acciones de usted podrían causar ese escándalo, tanto más cuanto ella se presenta a diario en público del brazo del general o acompañada de miss Polina. ¿Ahora lo entiende usted?

-No, no lo entiendo -exclamé golpeando la mesa con tal fuerza que el garzón, asustado, acudió corriendo.

-Diga, míster Astley -dije con arrebato-, si usted ya conocía toda esta historia y, por consiguiente, sabe al dedillo qué clase de persona es mademoiselle Blanche de Cominges, ¿cómo es que no me avisó usted, a mí al menos; luego al general y, sobre todo, a miss Polina, que se presentaba aquí en el Casino, en público, del brazo de mademoiselle Blanche? ¿Cómo es posible?

-No tenía por qué avisarle a usted, ya que usted no podía hacer nada -replicó tranquilamente míster Astley-. Y, por otro lado, ¿avisarle de qué? Puede que el general sepa de mademoiselle Blanche todavía más que yo y, en fin de cuentas, se pasea con ella y con miss Polina. El general es un infeliz. Ayer vi que mademoiselle Blanche iba montada en un espléndido caballo junto con míster Des Grieux y ese pequeño príncipe ruso, mientras que el general iba tras ellos en un caballo de color castaño. Por la mañana decía que le dolían las piernas, pero se tenía muy bien en la silla. Pues bien, en ese momento me vino la idea de que ese hombre está completamente arruinado. Además, nada de eso tiene que ver conmigo, y sólo desde hace poco tengo el honor de conocer a miss Polina. Por otra parte (dijo míster Astley reportándose), ya le he advertido que no reconozco su derecho a hacer ciertas preguntas, a pesar de que le tengo a usted verdadero aprecio…

-Basta -dije levantándome-, ahora para mí está claro como el día que también miss Polina sabe todo lo referente a mademoiselle Blanche. Tenga usted la seguridad de que ninguna otra influencia la haría pasearse con mademoiselle Blanche y suplicarme en una nota que no toque al barón. Ésa cabalmente debe de ser la influencia ante la que todos se inclinan. ¡Y pensar que fue ella la que me azuzó contra el barón! ¡No hay demonio que lo entienda!

-Usted olvida, en primer lugar, que mademoiselle de Cominges es la prometida del general, y en segundo, que miss Polina, hijastra del general, tiene un hermano y una hermana de corta edad, hijos del general, a quienes este hombre chiflado tiene abandonados por completo y a quienes, según parece, ha despojado de sus bienes.

-¡Sí, sí, eso es! Apartarse de los niños significa abandonarlos por completo; quedarse significa proteger sus intereses y quizá también salvar un jirón de la hacienda. ¡Sí, sí, todo eso es cierto! ¡Y, sin embargo, sin embargo! ¡Ah, ahora entiendo por qué todos se interesan por la abuelita!

-¿Por quién?

-Por esa vieja bruja de Moscú que no se muere y acerca de la cual esperan un telegrama diciendo que se ha muerto.

-¡Ah, sí, claro! Todos los intereses convergen en ella. Todo depende de la herencia. Se anuncia la herencia y el general se casa; miss Polina queda libre, y Des Grieux..

-Y Des Grieux, ¿qué?

-Y a Des Grieux se le pagará su dinero; no es otra cosa lo que espera aquí.

-¿Sólo eso? ¿Cree usted que espera sólo eso?

-No tengo la menor idea. -Míster Astley guardó obstinado silencio.

-Pues yo sí, yo sí -repetí con ira-. Espera también la herencia porque Polina recibirá una dote y, en cuanto tenga el dinero, le echará los brazos al cuello. ¡Así son todas las mujeres! Aun las más orgullosas acaban por ser las esclavas más indignas. Polina sólo es capaz de amar con pasión y nada más. ¡Ahí tiene usted mi opinión de ella! Mírela usted, sobre todo cuando está sentada sola, pensativa… ¡es como si estuviera predestinada, sentenciada, maldita! Es capaz de echarse encima todos los horrores de la vida y la pasión …. es… es… ¿pero quién me llama? -exclamé de repente-. ¿Quién grita? He oído gritar en ruso «¡Aleksei Ivanovich!». Una voz de mujer. ¡Oiga, oiga!

Para entonces habíamos llegado ya a nuestro hotel. Hacía rato que, sin notarlo apenas, habíamos salido del café.

-He oído gritos de mujer, pero no sé a quién llamaban. Y en ruso. Ahora veo de dónde vienen -señaló míster Astley-. Es aquella mujer la que grita, la que está sentada en aquel sillón que los lacayos acaban de subir por la escalinata. Tras ella están subiendo maletas, lo que quiere decir que acaba de llegar el tren.

-¿Pero por qué me llama a mí? Ya está otra vez voceando. Mire, nos está haciendo señas.

-¡Aleksei Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay, Dios, se habrá visto mastuerzo! -llegaban gritos de desesperación desde la escalinata del hotel.

Fuimos casi corriendo al pórtico. Y cuando llegué al descansillo se me cayeron los brazos de estupor y las piernas se me volvieron de piedra.

Capítulo 9

En el descansillo superior de la ancha escalinata del hotel, transportada peldaños arriba en un sillón, rodeada de criados, doncellas y el numeroso y servil personal del hotel, en presencia del Oberkellner, que había salido al encuentro de una destacada visitante que llegaba con tanta bulla y alharaca, acompañada de su propia servidumbre y de un sinfín de baúles y maletas, sentada como reina en su trono estaba… la abuela. Sí, ella misma, formidable y rica, con sus setenta y cinco años a cuestas: Antonida Vasilyevna Tarasevicheva, terrateniente y aristocrática moscovita, la baboulinka, acerca de la cual se expedían y recibían telegramas, moribunda pero no muerta, quien de repente aparecía en persona entre nosotros como llovida del cielo. La traían, por fallo de las piernas, en un sillón, como siempre en estos últimos años, pero, también como siempre, marrullera, briosa, pagada de sí misma, muy tiesa en su asiento, vociferante, autoritaria y con todos regañona; en fin, exactamente como yo había tenido el honor de verla dos veces desde que entré como tutor en casa del general. Como es de suponer, me quedé ante ella paralizado de asombro. Me había visto a cien pasos de distancia cuando la llevaban en el sillón, me había reconocido con sus ojos de lince y llamado por mi nombre y patronímico, detalle que, también según costumbre suya, recordaba de una vez para siempre. «¡Y a ésta –pensé- esperaban verla en un ataúd, enterrada y dejando tras sí una herencia! ¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y a todo el hotel! Pero, santo Dios, ¿qué será de nuestra gente ahora? ¿qué será ahora del general? ¡Va a poner el hotel patas arriba! »

-Bueno, amigo, ¿por qué estás plantado ahí con esos ojos saltones? -continuó gritándome la abuela-. ¿Es que no sabes dar la bienvenida? ¿No sabes saludar? ¿O es que el orgullo te lo impide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿Oyes, Potapych? -dijo volviéndose a un viejo canoso, de calva sonrosada, vestido de frac y corbata blanca, su mayordomo, que la acompañaba cuando iba de viaje-; ¿oyes? ¡No me reconoce! Me han enterrado. Han estado mandando un telegrama tras otro: ¿ha muerto o no ha muerto? ¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita y coleando!

-Por Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por qué había yo de desearle nada malo? -respondí alegremente cuando volví en mi acuerdo-. Era sólo la sorpresa… ¿y cómo no maravillarse cuando tan inesperadamente … ?

-¿Y qué hay de maravilla en ello? Me metí en el tren y vine. En el vagón va una muy cómoda, sin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?

-Sí, me he llegado al Casino.

-Esto es bonito -dijo la abuela mirando en torno-; el aire es tibio y los árboles son hermosos. Me gusta. ¿Está la familia en casa? ¿El general?

-En casa, sí; a esta hora están todos de seguro en casa.

-¿Y qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj y con toda ceremonia? Quieren dar el tono. ¡Me han dicho que tienen coche, les seigneurs ruses! Se gastan lo que tienen y luego se van al extranjero. ¿Praskovya está también con ellos?

-Sí, Polina Aleksandrovna está también.

-¿Y el franchute? En fin, yo misma los veré a todos. Aleksei Ivanovich, enseña el camino y vamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?

-Así, así, Antonida Vasilyevna.

-Tú, Potapych, dile a ese mentecato de Kellner que me preparen una habitación cómoda, bonita, baja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Pero por qué quiere toda esta gente llevarme? ¿Por qué se meten donde no los llaman? ¡Pero qué gente más servil! ¿Quién es ése que está contigo? -preguntó dirigiéndose de nuevo a mí.

-Éste es mister Astley -contesté.

-¿Y quién es mister Astley?

-Un viajero y un buen amigo mío; amigo también del general.

-Un inglés. Por eso me mira de hito en hito y no abre los labios. A mí, sin embargo, me gustan los ingleses. Bueno, levantadme y arriba; derechos al cuarto del general. ¿Por dónde cae?

Cargaron con la abuela. Yo iba delante por la ancha escalera del hotel. Nuestra procesión era muy vistosa. Todos los que topaban con ella se paraban y nos miraban con ojos desorbitados. Nuestro hotel era considerado como el mejor, el más caro y el más aristocrático del balneario. En la escalera y en los pasillos se tropezaba de continuo con damas espléndidas e ingleses de digno aspecto. Muchos pedían informes abajo al Oberkellner, también hondamente impresionado. Éste, por supuesto, respondía que era una extranjera de alto copete, une russe, une comtesse, grande dame, que se instalaría en los mismos aposentos que una semana antes había ocupado la grande duchesse de N. El aspecto imperioso e imponente de la abuela, transportada en un sillón, era lo que causaba el mayor efecto. Cuando se encontraba con una nueva persona la medía con una mirada de curiosidad y en voz alta me hacía preguntas sobre ella. La abuela era de un natural vigoroso y, aunque no se levantaba del sillón, se presentía al mirarla que era de elevada estatura. Mantenía la espina tiesa como un huso y no se apoyaba en el respaldo del asiento. Llevaba alta la cabeza, que era grande y canosa, de fuertes y acusados rasgos. Había en su modo de mirar algo arrogante y provocativo, y estaba claro que tanto esa mirada como sus gestos eran perfectamente naturales. A pesar de sus setenta y cinco años tenía el rostro bastante fresco y hasta la dentadura en buen estado. Llevaba un vestido negro de seda y una cofia blanca.

-Me interesa extraordinariamente -murmuró mister Astley, que subía junto a mí.

«Ya sabe lo de los telegramas -pensaba yo-. Conoce también a Des Grieux, pero por lo visto no sabe todavía mucho de mademoiselle Blanche.» Informé de esto a mister Astley.

¡Pecador de mí! En cuanto me repuse de mi sorpresa inicial me alegré sobremanera del golpe feroz que íbamos a asestar al general dentro de un instante. Era como un estimulante, y yo iba en cabeza con singular alegría.

Nuestra gente estaba instalada en el tercer piso. Yo no anuncié nuestra llegada y ni siquiera llamé a la puerta, sino que sencillamente la abrí de par en par y por ella metieron a la abuela en triunfo. Todo el mundo, como de propósito, estaba allí, en el gabinete del general. Eran las doce y, al parecer, proyectaban una excursión: unos irían en coche, otros a caballo, toda la pandilla; y además habían invitado a algunos conocidos. Amén del general, de Polina con los niños y de la niñera, estaban en el gabinete Des Grieux, mlle. Blanche, una vez más en traje de amazona, su madre mile. veuve Cominges, el pequeño príncipe y un erudito alemán, que estaba de viaje, a quien yo veía con ellos por primera vez. Colocaron el sillón con la abuela en el centro del gabinete, a tres pasos del general. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresión que ello produjo! Cuando entramos, el general estaba contando algo, y Des Grieux le corregía. Es menester indicar que desde hacía dos o tres días, y no se sabe por qué motivo, Des Grieux y mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente al pequeño príncipe à la barbe du pauvre général, y que el grupo, aunque quizá con estudiado esfuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. A la vista de la abuela el general perdió el habla y se quedó en mitad de una frase con la boca abierta. Fijó en ella los ojos desencajados, como hipnotizado por la mirada de un basilisco. La abuela también le observó en silencio, inmóvil, ¡pero con qué mirada triunfal, provocativa y burlona! Así estuvieron mirándose diez segundos largos, ante el profundo silencio de todos los circunstantes. Des Grieux quedó al principio estupefacto, pero en su rostro empezó pronto a dibujarse una inquietud inusitada. Mlle. Blanche, con las cejas enarcadas y la boca abierta, observaba atolondrada a la abuela. El príncipe y el erudito, ambos presa de honda confusión, contemplaban la escena. El rostro de Polina reflejaba extraordinaria sorpresa y perplejidad, pero de súbito se quedó más blanco que la cera; un momento después la sangre volvió de golpe y coloreó las mejillas. ¡Sí, era una catástrofe para todos! Yo no hacía más que pasear los ojos desde la abuela hasta los concurrentes y viceversa. mister Astley, según su costumbre, se mantenía aparte, tranquilo y digno.

~¡Bueno, aquí estoy! ¡En lugar de un telegrama! -exclamó por fin la abuela rompiendo el silencio-. ¿Qué, no me esperabais?

-Antonida Vasilyevna… tía… ¿pero cómo … ? -balbuceó el infeliz general. Si la abuela no le hubiera hablado, en unos segundos más le habría dado quizá una apoplejía.

-¿Cómo que cómo? Me metí en el tren y vine. ¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y vosotros pensabais que ya había estirado la pata y que os había dejado una fortuna? Ya sé que mandabas telegramas desde aquí; tu buen dinero te habrán costado, porque desde aquí no son baratos. Me eché las piernas al hombro y aquí estoy. ¿Es éste el francés? ¿Monsieur Des Grieux, por lo visto?

-Oui, madame -confirmô Des Grieux- et croyez je suis si enchanté.. votre santé.. c’est un miracle… vous voir ici, une surprise charmante…

-Sí, sí, charmante. Ya te conozco, farsante, ¡No me fío de ti ni tanto así! -y le enseñaba el dedo meñique-. Y ésta, ¿quién es? -dijo volviéndose y señalando a mile. Blanche. La llamativa francesa, en traje de amazona y con el látigo en la mano, evidentemente la impresionó-. ¿Es de aquí?

-Es mademoiselle Blanche de Cominges y ésta es su madre, madame de Cominges. Se hospedan en este hotel -dije yo.

-¿Está casada la hija? -preguntó la abuela sin pararse en barras.

-Mademoiselle de Cominges es soltera -respondí lo más cortésmente posible y, de propósito, a media voz,

-¿Es alegre?

Yo no alcancé a entender la pregunta.

-¿No se aburre uno con ella? ¿Entiende el ruso? Porque cuando Des Grieux estuvo con nosotros en Moscú llegó a chapurrearlo un poco.

Le expliqué que mlle. de Cominges no había estado nunca en Rusia.

-Bonjour! -dijo la abuela encarándose bruscamente con mlle. Blanche.

-Bonjour, madame! -Mlle. Blanche, con elegancia y ceremonia, hizo una leve reverencia. Bajo la desusada modestia y cortesía se apresuró a manifestar, con toda la expresión de su rostro y figura, el asombro extraordinario que le causaba una pregunta tan extraña y un comportamiento semejante.

-¡Ah, ha bajado los ojos, es amanerada y artificiosa! Ya se ve qué clase de pájaro es: una actriz de ésas. Estoy abajo, en este hotel -dijo dirigiéndose de pronto al general-, Seré vecina tuya. ¿Estás contento o no?

-¡Oh, tía! Puede creer en mi sentimiento sincero… de satisfacción -dijo el general cogiendo al vuelo la pregunta. Ya había recobrado en parte su presencia de ánimo, y como cuando se ofrecía ocasión sabía hablar bien, con gravedad y cierta pretensión de persuadir, se preparó a declamar ahora también-. Hemos estado tan afectados y alarmados con las noticias sobre su estado de salud… Hemos recibido telegramas que daban tan poca esperanza, y de pronto…

-¡Pues mientes, mientes! -interrumpió al momento la abuela.

-¿Pero cómo es -interrumpió a su vez en seguida el general, levantando la voz y tratando de no reparar en ese «mientes»-, cómo es que, a pesar de todo, decidió usted emprender un viaje como éste? Reconozca que a sus años y dada su salud… ; de todos modos ha sido tan inesperado que no es de extrañar nuestro asombro. Pero estoy tan contento…; y todos nosotros (y aquí inició una sonrisa afable y seductora) haremos todo lo posible para que su temporada aquí sea de lo más agradable…

-Bueno, basta; cháchara inútil; tonterías como de costumbre; yo sé bien cómo pasar el tiempo. Pero no te tengo inquina; no guardo rencor. Preguntas que cómo he venido. ¿Pero qué hay de extraordinario en esto? De la manera más sencilla. No veo por qué todos se sorprenden. Hola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?

-Hola, abuela -dijo Polina acercándose a ella-. ¿Ha estado mucho tiempo en camino?

-Ésta ha hecho una pregunta inteligente, en vez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues mira: me tenían en cama día tras día, y me daban medicinas y más medicinas; conque mandé a paseo a los médicos y llamé al sacristán de Nikola, que le había curado a una campesina una enfermedad igual con polvos de heno. Pues a mí también me sentó bien. A los tres días tuve un sudor muy grande y me levanté. Luego tuvieron otra consulta mis médicos alemanes, se calaron los anteojos y dijeron en coro: «Si ahora va a un balneario extranjero y hace una cura de aguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Y por qué no?, pensé yo. Esos tontos de los Zazhigin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va a ir usted?», me preguntaban. Bueno, en un día lo dispuse todo, y el viernes de la semana pasada cogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor el lacayo (pero a Fiodor le mandé a casa desde Berlín porque vi que no lo necesitaba), y me vine solita… Tomé un vagón particular, y hay mozos en todas las estaciones que por veinte kopeks te llevan adonde quieras. ¡Vaya habitaciones que tenéis! -dijo en conclusión mirando alrededor-. ¿De dónde has sacado el dinero, amigo? Porque lo tienes todo hipotecado. ¿Cuántos cuartos le debes a este franchute, sin ir más lejos? ¡Si lo sé todo, lo sé todo!

-Yo, tía… -apuntó el general todo confuso-, me sorprende, tía …. me parece que puedo sin fiscalización de nadie …. sin contar que mis gastos no exceden de mis medios, y nosotros aquí…

-¿Que no exceden de tus medios? ¿Y así lo dices? ¡Como guardián de los niños les habrás robado hasta el último kopek!

-Después de esto, después de tales palabras… -intervino el general con indignación- ya no sé qué…

-¡En efecto, no sabes! Seguramente no te apartas de la ruleta aquí. ¿Te lo has jugado todo?

El general quedó tan desconcertado que estuvo a punto de ahogarse en el torrente de sus agitados sentimientos.

-¿De la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría… ¿yo? Vuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue usted indispuesta…

-Bueno, mientes, mientes; de seguro que no pueden arrancarte de ella; mientes con toda la boca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es eso de la ruleta. Tú, Praskovya, cuéntame lo que hay que ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lo enseñará; y tú, Potapych, apunta todos los sitios adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visita aquí? -preguntó volviéndose a Polina.

-Aquí cerca están las ruinas de un castillo; luego hay el Schlangenberg.

-¿Qué es ese Schlangenberg? ¿Un bosque?

-No, no es un bosque; es una montaña, con una cúspide…

-¿Qué es eso de una cúspide?

-El punto más alto de la montaña, un lugar con una barandilla alrededor. Desde allí se descubre una vista sin igual.

-¿Y suben sillas a la montaña? No podrán subirlas, ¿verdad?

– ¡Oh, se pueden encontrar cargadores! -contesté yo.

En este momento entró Fedosya, la niñera, con los hijos del general, a saludar a la abuela.

-¡Bueno, nada de besos! No me gusta besar a los niños; están llenos de mocos. Y tú, Fedosya, ¿cómo lo pasas aquí?

-Bien, muy bien, Antonida Vasilyevna -replicó Fedosya-. ¿Y a usted cómo le ha ido, señora? ¡Aquí hemos estado tan preocupados por usted!

-Lo sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos qué son? ¿Más invitados? -dijo encarándose de nuevo con Polina-. ¿Quién es este tío menudillo de las gafas?

-El príncipe Nilski, abuela -susurró Polina.

-¿Conque ruso? ¡Y yo que pensaba que no me entendería! ¡Quizá no me haya oído! A mister Astley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! -la abuela le vio-. ¡Muy buenas! -y se volvió de repente hacia él.

Mister Astley se inclinó en silencio.

-¿Qué me dice usted de bueno? Dígame algo. Tradúcele eso, Praskovya.

Polina lo tradujo.

-Que estoy mirándola con grandísimo gusto y que me alegro de que esté bien de salud -respondió mister Astley seriamente, pero con notable animación. Se tradujo a la abuela lo que había dicho y a ella evidentemente le agradó.

-¡Qué bien contestan siempre los ingleses! -subrayó-. A mí, no sé por qué, me han gustado siempre los ingleses; ¡no tienen comparación con los franchutes! Venga usted a verme -dijo de nuevo a mister Astley-. Trataré de no molestarle demasiado, Tradúcele eso y dile que estoy aquí abajo -le repitió a mister Astley señalando hacia abajo con el dedo.

Mister Astley quedó muy satisfecho de la invitación.

La abuela miró atenta y complacida a Polina de pies a cabeza.

-Yo te quería mucho, Praskovya -le dijo de pronto-. Eres una buena chica, la mejor de todos, y con un genio que ¡vaya! Pero yo también tengo mi genio ¡Da la vuelta! ¿Es eso que llevas en el pelo moño postizo?

-No, abuela, es mi propio pelo.

-Bien, no me gustan las modas absurdas de ahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito me enamoraría de ti. ¿Por qué no te casas? Pero ya es hora de que me vaya. Me apetece dar un paseo después de tanto vagón… ¿Bueno, qué? ¿Sigues todavía enfadado? -preguntó mirando al general.

-¡Por favor, tía, no diga tal! -exclamó el general rebosante de contento-. Comprendo que a sus años…

-Cette vieílle est tombée en enfance -me dijo en voz baja Des Grieux.

-Quiero ver todo lo que hay por aquí. ¿Me prestas a Aleksei Ivanovich? -inquirió la abuela del general.

-Ah, como quiera, pero yo mismo… y Polina y monsieur Des Grieux… para todos nosotros será un placer acompañarla…

-Mais, madame, cela sera un plaisir -insinuó Des Grieux con sonrisa cautivante.

-Sí, sí, plaisir. Me haces reír, amigo. Pero lo que es dinero no te doy -añadió dirigiéndose inopinadamente al general-. Ahora, a mis habitaciones. Es preciso echarles un vistazo y después salir a ver todos esos sitios. ¡Hala, levantadme!

Levantaron de nuevo a la abuela, y todos, en grupo, fueron siguiendo el sillón por la escalera abajo. El general iba aturdido, como si le hubieran dado un garrotazo en la cabeza. Des Grieux iba cavilando alguna cosa. Mademoiselle Blanche hubiera preferido quedarse, pero por algún motivo decidió irse con los demás. Tras ella salió en seguida el príncipe, y arriba, en las habitaciones del general, quedaron sólo el alemán y madame veuve Cominges.

Capitulo 10

En los balnearios -y al parecer en toda Europa- los gerentes y jefes de comedor de los hoteles se guían, al dar acomodo al huésped, no tanto por los requerimientos y preferencias de éste cuanto por la propia opinión personal que de él se forjan; y conviene subrayar que raras veces se equivocan. Ahora bien, no se sabe por qué, a la abuela le señalaron un alojamiento tan espléndido que se pasaron de rosca; cuatro habitaciones magníficamente amuebladas, con baño, dependencias para la servidumbre, cuarto particular para la camarera, etc., etc. Era verdad que estas habitaciones las había ocupado la semana anterior una grande duchesse, hecho que, ni que decir tiene, se comunicaba a los nuevos visitantes para ensalzar el alojamiento. Condujeron a la abuela,,mejor dicho, la transportaron, por todas las habitaciones y ella las examinó detenida y rigurosamente. El jefe de comedor, hombre ya entrado en años, medio calvo, la acompañó respetuosamente en esta primera inspección.

Ignoro por quién tomaron a la abuela, pero, según parece, por persona sumamente encopetada y, lo que es más importante, riquísima. La inscribieron en el registro, sin más, como «madame la générale princesse de Tarassevitcheva», aunque jamás había sido princesa. Su propia servidumbre, su vagón particular, la multitud innecesaria de baúles, maletas, y aun arcas que llegaron con ella, todo ello sirvió de fundamento al prestigio; y el sillón, el timbre agudo de la voz de la abuela, sus preguntas excéntricas, hechas con gran desenvoltura y en tono que no admitía réplica, en suma, toda la figura de la abuela, tiesa, brusca, autoritaria, le granjearon el respeto general. Durante la inspección la abuela mandaba de cuando en cuando detener el sillón, señalaba algún objeto en el mobiliario y dirigía insólitas preguntas al jefe de comedor, que sonreía atentamente pero que ya empezaba a amilanarse. La abuela formulaba sus preguntas en francés, lengua que por cierto hablaba bastante mal, por lo que yo, generalmente, tenía que traducir. Las respuestas del jefe de comedor no le agradaban en su mayor parte y le parecían inadecuadas; aunque bien es verdad que las preguntas de la señora no venían a cuento y nadie sabía a santo de qué las hacía. Por ejemplo, se detuvo de improviso ante un cuadro, copia bastante mediocre de un conocido original de tema mitológico:

-¿De quién es el retrato?

El jefe respondió que probablemente de alguna condesa.

-¿Cómo es que no lo sabes? ¿Vives aquí y no lo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es bizca?

El jefe no pudo contestar satisfactoriamente a estas preguntas y hasta llegó a atolondrarse.

-¡Vaya mentecato! -comentó la abuela en ruso.

Pasaron adelante. La misma historia se repitió ante una estatuilla sajona que la abuela examinó detenidamente y que mandó luego retirar sin que se supiera el motivo. Una vez más asedió al jefe: ¿cuánto costaron las alfombras del dormitorio y dónde fueron tejidas? El jefe prometió informarse.

-¡Vaya un asno! -musitó la abuela y dirigió su atención a la cama.

-¡Qué cielo de cama tan suntuoso! Separad las cortinas.

Abrieron la cama.

-¡Más, más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad las almohadas, las fundas; levantad el edredón!

Dieron la vuelta a todo. La abuela lo examinó con cuidado.

-Menos mal que no hay chinches. ¡Fuera toda la ropa de cama! Poned la mía y mis almohadas. ¡Todo esto es demasiado elegante! ¿De qué me sirve a mí, vieja que soy, un alojamiento como éste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich, ven a verme a menudo, cuando hayas terminado de dar lección a los niños.

-Yo, desde ayer, ya no estoy al servicio del general -respondí-. Vivo en el hotel por mi cuenta.

-Y eso ¿por qué?

-El otro día llegó de Berlín un conocido barón alemán con su baronesa. Ayer, en el paseo, hablé con él en alemán sin ajustarme ala pronunciación berlinesa.

-Bueno, ¿y qué?

-Él lo consideró como una insolencia y se quejó al general; y el general me despidió ayer.

-¿Es que tú le insultaste? ¿Al barón, quiero decir? Aunque si lo insultaste, no importa.

-Oh, no. Al contrario. Fue el barón el que me amenazó con su bastón.

-Y tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así a tu tutor? -dijo, volviéndose de pronto al general-; ¡y como si eso no bastara le has despedido! ¡Veo que todos sois unos pazguatos, todos unos pazguatos!

-No te preocupes, tía -replicó el general con un dejo de altiva familiaridad-, que yo sé atender a mis propios asuntos. Además, Aleksei Ivanovich no ha hecho una relación muy fiel del caso.

-¿Y tú lo aguantaste sin más? -me preguntó a mí.

-Yo quería retar al barón a un duelo -respondí lo más modesta y sosegadamente posible-, pero el general se opuso.

-¿Por qué te opusiste? -preguntó de nuevo la abuela al general-. Y tú, amigo, márchate y ven cuando se te llame -ordenó dirigiéndose al jefe de comedor-. No tienes por qué estar aquí con la boca abierta. No puedo aguantar esa jeta de Nuremberg. -El jefe se inclinó y salió sin haber entendido las finezas de la abuela.

-Perdón, tía, ¿acaso es permisible el duelo? -inquirió el general con ironía.

-¿Y por qué no habrá de serlo? Los hombres son todos unos gallos, por eso tienen que pelearse. Ya veo que sois todos unos pazguatos. No sabéis defender a vuestra propia patria. ¡Vamos, levantadme! Potapych, pon cuidado en que haya siempre dos cargadores disponibles; ajústalos y llega a un acuerdo con ellos. No hacen falta más que dos; sólo tienen que levantarme en las escaleras; en lo llano, en la calle, pueden empujarme; díselo así. Y págales de antemano porque así estarán más atentos. Tú siempre estarás junto a mí, y tú, Aleksei Ivanovich, señálame a ese barón en el paseo. A ver qué clase de von-barón es; aunque sea sólo para echarle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dónde está?

Le expliqué que las ruletas estaban instaladas en el Casino, en las salas de juego. Menudearon las preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba mucha gente? ¿Se jugaba todo el día? ¿Cómo estaban dispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejor sería que lo viera todo con sus propios ojos, porque describirlo era demasiado difícil.

-Bueno, vamos derechos allá. ¡Tú ve delante, Aleksei Ivanovich!

-Pero ¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera a descansar del viaje? -interrogó solícitamente el general-. Parecía un tanto inquieto; en realidad todos ellos reflejaban cierta confusión y empezaron a cambiar miradas entre sí. Seguramente les parecía algo delicado, acaso humillante, ir con la abuela directamente al Casino, donde cabía esperar que cometiera alguna excentricidad, pero esta vez en público; lo que no impidió que todos se ofrecieran a acompañarla.

-¿Y qué falta me hace descansar? No estoy cansada; y además llevo sentada cinco días seguidos. Luego iremos a ver qué manantiales y aguas medicinales hay por aquí Y dónde están. Y después… ¿cómo decías que se llamaba eso, Praskovya … ? ¿Cúspide, no?

-Cúspide, abuela.

-Cúspide; bueno, pues cúspide. ¿Y qué más hay por aquí?

-Hay muchas cosas que ver, abuela -dijo Polina esforzándose por decir algo.

-¡Vamos, que no lo sabes! Marfa, tú también irás conmigo -dijo a su doncella.

~¿Pero por qué ella, tía? -interrumpió afanosamente el general-. Y, de todos modos, quizá sea imposible. Puede ser que ni a Potapych le dejen entrar en el Casino.

~¡Qué tontería! ¡Dejarla en casa porque es criada! Es un ser humano como otro cualquiera. Hemos estado una semana viaja que te viaja, y ella también quiere ver algo. ¿Con quién habría de verlo sino conmigo? Sola no se atrevería a asomar la nariz a la calle.

-Pero abuela…

-¿Es que te da vergüenza ir conmigo? Nadie te lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda con el general! Si a eso vamos, yo también soy generala. ¿Y por qué viene toda esa caterva tras de mi? Me basta con Aleksei Ivanovich para verlo todo.

Pero Des Grieux insistió vivamente en que todos la acompañarían y habló con frases muy amables del placer de ir con ella, etc., etc. Todos nos pusimos en marcha.

-Elle est tombée en enfance -repitió Des Grieux al general-, seule elle fera des bêtises… -No pude oír lo demás que dijo, pero al parecer tenía algo entre ceja y ceja y quizás su esperanza había vuelto a rebullir.

Hasta el Casino había un tercio de milla. Nuestra ruta seguía la avenida de los castaños hasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a ésta se llegaba directamente al Casino. El general se tranquilizó un tanto, porque nuestra comitiva, aunque harto excéntrica, era digna y decorosa. Nada tenía de particular que apareciera por el balneario una persona de salud endeble imposibilitada de las piernas. Sin embargo, se veía que el general le tenía miedo al Casino: ¿por qué razón iba a las salas de juego una persona tullida de las piernas y vieja por más señas? Polina y mademoiselle Blanche caminaban una a cada lado junto a la silla de ruedas. Mademoiselle Blanche reía, mostraba una alegría modesta y a veces hasta bromeaba amablemente con la abuela, hasta tal punto que ésta acabó por hablar de ella con elogio. Polina, al otro lado, se veía obligada a contestar a las numerosas y frecuentes preguntas de la anciana: «¿Quién es el que ha pasado? ¿Quién es la que iba en el coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Es grande el jardín? ¿Qué clase de árboles son éstos? ¿Qué son esas montañas? ¿Hay águilas aquí? ¡Qué tejado tan ridículo!». Mister Astley caminaba juntó a mí y me decía por lo bajo que esperaba mucho de esa mañana. Potapych y Marfa marchaban inmediatamente detrás de la silla: él en su frac y corbata blanca, pero con gorra; ella -una cuarentona sonrosada pero que ya empezaba a encanecer- en chapelete, vestido de algodón estampado y botas de piel de cabra que crujían al andar. La abuela se volvía a ellos muy a menudo y les daba conversación. Des Grieux y el general iban algo rezagados y hablaban de algo con mucha animación. El general estaba muy alicaído; Des Grieux hablaba con aire enérgico. Quizá quería alentar al general y al parecer le estaba aconsejando. La abuela, sin embargo, había pronunciado poco antes la frase fatal: «lo que es dinero no te doy». Acaso esta noticia le parecía inverosímil a Des Grieux, pero el general conocía a su tía. Yo noté que Des Grieux y mademoiselle Blanche seguían haciéndose señas. Al príncipe y al viajero alemán los columbré al extremo mismo de la avenida: se habían detenido y acabaron por separarse de nosotros. Llegamos al Casino en triunfo. El conserje y los lacayos dieron prueba del mismo respeto que la servidumbre del hotel. Miraban, sin embargo, con curiosidad. La abuela ordenó, como primera providencia, que la llevaran por todas las salas, aprobando algunas cosas, mostrando completa indiferencia ante otras, y preguntando sobre todas. Llegaron por último a las salas de juego. El lacayo que estaba de centinela ante la puerta cerrada la abrió de par en par presa de asombro.

La aparición de la abuela ante la mesa de ruleta produjo gran impresión en el público. En torno a las mesas de ruleta y al otro extremo de la sala, donde se hallaba la mesa de trente et quarante, se apiñaban quizá un centenar y medio o dos centenares de jugadores en varias filas. Los que lograban llegar a la mesa misma solían agruparse apretadamente y no cedían sus lugares mientras no perdían, ya que no se permitía a los mirones permanecer allí ocupando inútilmente un puesto de juego. Aunque había sillas dispuestas alrededor de la mesa, eran pocos los jugadores que se sentaban, sobre todo cuando había gran afluencia de público, porque de pie les era posible estar más apretados, ahorrar sitio y hacer las puestas con mayor comodidad. Las filas segunda y tercera se apretujaban contra la primera, observando y aguardando su turno; pero en su impaciencia alargaban a veces la mano por entre la primera fila para hacer sus puestas. Hasta los de la tercera fila se las arreglaban de ese modo para hacerlas; de aquí que no pasaran diez minutos o siquiera cinco sin que en algún extremo de la mesa surgiera alguna bronca sobre una puesta de equívoco origen. Pero la policía del Casino se mostraba bastante eficaz. Resultaba, por supuesto, imposible evitar las apreturas; por el contrario, la afluencia de gente era, por lo ventajosa, motivo de satisfacción para los administradores; pero ocho crupieres sentados alrededor de la mesa no quitaban el ojo de las puestas, llevaban las cuentas, y cuando surgían disputas las resolvían. En casos extremos llamaban a la policía y el asunto se concluía al momento. Los agentes andaban también desparramados por la sala en traje de paisano, mezclados con los espectadores para no ser reconocidos. Vigilaban en particular a los rateros y los caballeros de industria que abundan mucho en las cercanías de la ruleta por las excelentes oportunidades que se les ofrecen de ejercitar su oficio. Efectivamente, en cualquier otro sitio hay que desvalijar el bolsillo ajeno o forzar cerraduras, lo que si fracasa puede resultar muy molesto. Aquí, por el contrario, basta con acercarse a la mesa, ponerse a jugar, y de pronto, a la vista de todos y con desparpajo, echar mano de la ganancia ajena y metérsela en el bolsillo propio. Si surge una disputa el bribón jura y perjura a voz en cuello que la puesta es suya. Si la manipulación se hace con destreza y los testigos parecen dudar, el ratero logra muy a menudo apropiarse el dinero, por supuesto si la cantidad no es de mayor cuantía, porque de lo contrario es probable que haya sido notada por los crupieres o, incluso antes, por algún otro jugador. Pero si la cantidad no es grande el verdadero dueño a veces decide sencillamente no continuar la disputa y, temeroso de un escándalo, se marcha. Pero si se logra desenmascarar a un ladrón, se le saca de allí con escándalo.

Todo esto lo observaba la abuela desde lejos con apasionada curiosidad. Le agradó mucho que se llevaran a unos ladronzuelos. El trente et quarante no la sedujo mucho; lo que más la cautivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita. Expresó por fin el deseo de ver el juego más de cerca. No sé cómo, pero es el caso que los lacayos y otros individuos entremetidos (en su mayor parte polacos desafortunados que asediaban con sus servicios a los jugadores con suerte y a todos los extranjeros) pronto hallaron y despejaron un sitio para la abuela, no obstante la aglomeración, en el centro mismo de la mesa, junto al crupier principal, y allí trasladaron su silla. Una muchedumbre de visitantes que no jugaban, pero que estaban observando el juego a cierta distancia (en su mayoría ingleses y sus familias), se acercaron al punto a la mesa para mirar a la abuela desde detrás de los jugadores. Hacia ella apuntaron los impertinentes de numerosas personas. Los crupieres comenzaron a acariciar esperanzas: en efecto, una jugadora tan excéntrica parecía prometer algo inusitado. Una anciana setentona, baldada de las piernas y deseosa de jugar no era cosa de todos los días. Yo también me acerqué a la mesa y me coloqué junto a la abuela. Potapych y Marfa se quedaron a un lado, bastante apartados, ,entre la gente. El general, Polina, Des Grieux y mademoiselle Blanche también se situaron a un lado, entre los espectadores.

La abuela comenzó por observar a los jugadores. A media voz me hacía preguntas bruscas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaba en particular un joven que estaba a un extremo de la mesa jugando fuerte y que, según se murmuraba en torno, había ganado ya hasta cuarenta mil francos, amontonados ante él en oro y billetes de banco. Estaba pálido, le brillaban los ojos y le temblaban las manos. Apostaba ahora sin contar el dinero, cuanto podía coger con la mano, y a pesar de ello seguía ganando y amontonando dinero a más y mejor. Los lacayos se movían solícitos a su alrededor, le arrimaron un sillón, despejaron un espacio en torno suyo para que estuviera más a sus anchas y no sufriera apretujones -todo ello con la esperanza de recibir una amplia gratificación-. Algunos jugadores con suerte daban a los lacayos generosas propinas, sin contar el dinero, gozosos, también cuanto con la mano podían sacar del bolsillo. junto al joven estaba ya instalado un polaco muy servicial, que cortésmente, pero sin parar, le decía algo por lo bajo, seguramente indicándole qué puestas hacer, asesorándole y guiando el juego, también con la esperanza, por supuesto, de recibir más tarde una dádiva. Pero el jugador casi no le miraba, hacía sus puestas al buen tuntún y ganaba siempre. Estaba claro que no se daba cuenta de lo que hacía.

La abuela le observó algunos minutos.

-Dile -me indicó de pronto agitada, tocándome con el codo-, dile que pare de jugar, que recoja su dinero cuanto antes y que se vaya. Lo perderá, lo perderá todo en seguida! -me apremió casi sofocada de ansiedad-. ¿Dónde está Potapych? Mándale a Potapych. Y díselo, vamos, díselo -y me dio otra vez con el codo-; pero ¿dónde está Potapych? Sortez, sortez -empezó ella misma a gritarle al joven-. Yo me incliné y le dije en voz baja pero firme que aquí no se gritaba así, que ni siquiera estaba permitido hablar alto porque ello estorbaba los cálculos, y que nos echarían de allí en seguida.

– ¡Qué lástima! Ese chico está perdido, es decir, que él mismo quiere… no puedo mirarle, me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! -y acto seguido la abuela dirigió su atención a otro sitio.

Allí a la izquierda, al otro lado del centro de la mesa entre los jugadores, se veía a una dama joven y junto a ella a una especie de enano. No sé quién era este enano si pariente suyo o si lo llevaba consigo para llamar la atención. Ya había notado yo antes a esa señora: se presentaba ante la mesa de juego todos los días a la una de la tarde y se iba a las dos en punto, así, pues, cada día jugaba sólo una hora. Ya la conocían y le acercaron un sillón. Sacó del bolso un poco de oro y algunos billetes de mil francos y empezó a hacer posturas con calma, con sangre fría, con cálculo, apuntando con lápiz cifras en un papel y tratando de descubrir el sistema según el cual se agrupaban los «golpes». Apostaba sumas considerables. Ganaba todos los días uno, dos o cuando más tres mil francos, y habiéndolos ganado se iba. La abuela estuvo observándola largo rato.

-¡Bueno, ésta no pierde! ¡Ya se ve que no pierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes? ¿Quién es?

-Será una francesa de … bueno, de ésas -murmuré.

-¡Ah, se conoce al pájaro por su modo de volar! Se ve que tiene buenas garras. Explícame ahora lo que significa cada giro y cómo hay que hacer la puesta.

Le expliqué a la abuela, dentro de lo posible, lo que significaban las numerosas combinaciones de posturas, rouge e noir, pair et impair, manque et passe, y, por último, los diferentes matices en el sistema de números. Ella escuchó con atención, fijó en la mente lo que le dije, hizo nuevas preguntas y se lo aprendió todo. Para cada sistema de posturas era posible mostrar al instante un ejemplo, de modo que podía aprender y recordar con facilidad y rapidez. La abuela quedó muy satisfecha.

-¿Y qué es eso del zéro? ¿Has oído hace un momento a ese crupier del pelo rizado, el principal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todo lo que había en la mesa? ¡Y qué montón ha cogido! ¿Qué significa eso?

-El zéro, abuela, significa que ha ganado la banca. Si la bola cae en zéro, todo cuanto hay en la mesa pertenece sin más a la banca. Es verdad que cabe apostar para no perder el dinero, pero la banca no paga nada.

-¡Pues anda! ¿Y a mí no me darían nada?

-No, abuela, si antes de ello hubiera apostado usted al zéro y saliera el zéro, le pagarían treinta y cinco veces la cantidad de la puesta.

-¡Cómo! ¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale a menudo? ¿Cómo es que los muy tontos no apuestan al zéro?

-Tienen treinta y seis posibilidades en contra, abuela.

-¡Qué tontería! ¡Potapych, Potapych! Espera, que yo también llevo dinero encima; aquí está! -Sacó del bolso un portamonedas bien repleto y de él extrajo un federico de oro-. ¡Hala, pon eso en seguida al zéro!

-Abuela, el zéro acaba de salir -dije yo-, por lo tanto tardará mucho en volver a salir. Perderá usted mucho dinero. Espere todavía un poco.

-¡Tontería! Ponlo.

-Está bien, pero quizás no salga hasta la noche; podría usted poner hasta mil y puede que no saliera. No sería la primera vez.

-¡Tontería, tontería! Quien teme al lobo no se mete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido? Pon otro.

Perdieron el segundo federico de oro; pusieron un tercero. La abuela apenas podía estarse quieta en su silla; con ojos ardientes seguía los saltos de la bolita por los orificios de la rueda que giraba. Perdieron también el tercero. La abuela estaba fuera de sí, no podía parar en la silla, y hasta golpeó la mesa con el puño cuando el banquero anunció «trente-six» en lugar del ansiado zéro.

-¡Ahí lo tienes! -exclamó enfadada-, ¿pero no va a salir pronto ese maldito cerillo? ¡Que me muera si no me quedo aquí hasta que salga! La culpa la tiene ese condenado crupier del pelo rizado. Con él no va a salir nunca. ¡Aleksei Ivanovich, pon dos federicos a la vez! Porque si pones tan poco como estás poniendo y sale el zéro, no ganas nada.

-¡Abuela!

-Pon ese dinero, ponlo. No es tuyo.

Aposté dos federicos de oro. La bola volteó largo tiempo por la rueda y empezó por fin a rebotar sobre los orificios. La abuela se quedó inmóvil, me apretó la mano y, de pronto, ¡pum!

-Zéro! -anunció el banquero.

~¿Ves, ves? -prorrumpió la abuela al momento, volviéndose hacia mí con cara resplandeciente de satisfacción-. ¡Ya te lo dije, ya te lo dije! Ha sido Dios mismo el que me ha inspirado para poner dos federicos de oro. Vamos a ver, ¿cuánto me darán ahora? ¿Pero por qué no me lo dan? Potapych, Marfa, ¿pero dónde están? ¿Adónde ha ido nuestra gente? ¡Potapych, Potapych!

-Más tarde, abuela -le dije al oído-. Potapych está a la puerta porque no le permiten entrar aquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo. -Le alargaron un pesado paquete envuelto en papel azul con cincuenta federicos de oro y le dieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome del rastrillo, los amontoné ante la abuela.

-Faites le jeu, messieurs! Faites lejeu, messieurs! Rien ne va plus? -anunció el banquero invitando a hacer posturas y preparándose para hacer girar la ruleta.

-¡Dios mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darle a la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! -me apremió la abuela-. ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo! -dijo fuera de sí, dándome fuertes codeos.

-¿A qué lo pongo, abuela?

-¡Al zéro, al zéro! ¡Otra vez al zéro! ¡Pon lo más posible! ¿Cuánto tenemos en total? ¿Setenta federicos de oro? No hay por qué guardarlos; pon veinte de una vez.

-¡Pero serénese, abuela! A veces no sale en doscientas veces seguidas. Le aseguro que todo el dinero se le irá en puestas.

-¡Tontería, tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay que ver cómo le das a la lengua! Sé lo que hago. -Su agitación llegaba hasta el frenesí.

-Abuela, según el reglamento no está permitido apostar al zéro más de doce federicos de oro a la vez. Eso es lo que he puesto.

~¿Cómo que no está permitido? ¿No me engañas? ¡Musié musié! -dijo tocando con el codo al crupier que estaba a su izquierda y que se disponía a hacer girar la ruleta-. Combien zéro? douze ? douze?

Yo aclaré la pregunta en francés.

-Oui, madame -corroboró cortésmente el crupier puesto que según el reglamento ninguna puesta sencilla puede pasar de cuatro mil florines -agregó para mayor aclaración.

-Bien, no hay nada que hacer. Pon doce.

-Le jeu estfait -gritó el crupier. Giró la ruleta y salió e treinta. Habíamos perdido.

-¡Otra vez, otra vez! ¡Pon otra vez! -gritó la abuela. Yo ya no la contradije y, encogiéndome de hombros, puse otros doce federicos de oro. La rueda giró largo tiempo. La abuela temblaba, así como suena, siguiendo sus vueltas. «¿Pero de veras cree que ganará otra vez con el zéro? -pensaba yo mirándola perplejo. En su rostro brillaba la inquebrantable convicción de que ganaría, la positiva anticipación de que al instante gritarían: zéro!

-Zéro! -gritó el banquero.

-¡Ya ves! -exclamó la abuela con frenético júbilo, volviéndose a mí.

Yo también era jugador. Lo sentí en ese mismo instante. Me temblaban los brazos y las piernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, ni que decir tiene, de un caso infrecuente: en unas diez jugadas había salido el zéro tres veces; pero en ello tampoco había nada asombroso. Yo mismo había sido testigo dos días antes de que habían salido tres zéros seguidos, y uno de los jugadores, que asiduamente apuntaba las jugadas en un papel, observó en voz alta que el día antes el zéro había salido sólo una vez en veinticuatro horas.

A la abuela, como a cualquiera que ganaba una cantidad muy considerable, le liquidaron sus ganancias atenta y respetuosamente. Le tocaba cobrar cuatrocientos veinte federicos de oro, esto es, cuatro mil florines y veinte federicos de oro. Le entregaron los veinte federicos en oro y los cuatro mil florines en billetes de banco.

Esta vez, sin embargo, la abuela ya no llamaba a Potapych; no era eso lo que ocupaba su atención. Ni siquiera daba empujones ni temblaba visiblemente; temblaba por dentro, si así cabe decirlo. Toda ella estaba concentrada en algo, absorta en algo:

-¡Aleksei Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombre que sólo pueden apostarse cuatro mil florines como máximo en una jugada? Bueno, entonces toma y pon estos cuatro mil al rojo -ordenó la abuela.

Era inútil tratar de disuadirla. Giró la rueda.

-Rouge! -anunció el banquero.

Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cuatro mil florines venían a ser, por lo tanto, ocho mil.

-Dame cuatro -decretó la abuela- y pon de nuevo cuatro al rojo.

De nuevo aposté cuatro mil.

-Rouge! -volvió a proclamar el banquero.

-En total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aquí en el bolso y guarda los billetes.

-Basta. A casa. Empujad la silla.

Capítulo 11

Empujaron la silla hasta la puerta que estaba al otro extremo de la sala. La abuela iba radiante. Toda nuestra gente se congregó en torno suyo para felicitarla. Su triunfo había eclipsado mucho de lo excéntrico de su conducta, y el general ya no temía que le comprometieran en público sus relaciones de parentesco con la extraña señora. Felicitó a la abuela con una sonrisa indulgente en la que había algo familiar y festivo, como cuando se entretiene a un niño. Por otra parte, era evidente que, como todos los demás espectadores, él también estaba pasmado. Alrededor, todos señalaban a la abuela y hablaban de ella. Muchos pasaban junto a ella para verla más de cerca. Mister Astley, desviado del grupo, daba explicaciones acerca de ella a dos ingleses conocidos suyos. Algunas damas de alto copete que habían presenciado el juego la observaban con la mayor perplejidad, como si fuera un bicho raro. Des Grieux se deshizo en sonrisas y enhorabuenas.

-Quelle victoire! -exclamó.

-Mais, madame, c’était du feu! -añadió mlle. Blanche con sonrisa seductora.

-Pues sí, que me puse a ganar y he ganado doce mil florines. ¿Qué digo doce mil? ¿Y el oro? Con el oro llega casi hasta trece mil. ¿Cuánto es esto en dinero nuestro? ¿Seis mil, no es eso?

Yo indiqué que pasaba de siete y que al cambio actual quizá llegase a ocho.

-¡Como quien dice una broma! ¡Y vosotros aquí, pazguatos, sentados sin hacer nada! Potapych, Marfa, ¿habéis visto?

-Señora, ¿pero cómo ha hecho eso? ¡Ocho mil rublos! -exclamó Marfa retorciéndose de gusto.

-¡Ea, aquí tenéis cada uno de vosotros cinco monedas de oro!

Potapych y Marfa se precipitaron a besarle las manos.

-Y entregad a cada uno de los cargadores un federico de oro. Dáselos en oro, Aleksei Ivanovich. ¿Por qué se inclina este lacayo? ¿Y este otro? ¿Me están felicitando? Dadles también a cada uno un federico de oro.

-Madame la princesse… un pauvre expatrié.. malheur continuel.. les princes russes sont si généreux -murmuraba lisonjero en torno a la silla un individuo bigotudo que vestía una levita ajada y un chaleco de color chillón, y haciendo aspavientos con la gorra y con una sonrisa servil en los labios.

-Dale también un federico de oro. No, dale dos; bueno, basta, con eso nos lo quitamos de encima. ¡Levantadme y andando! Praskovya -dijo volviéndose a Polina Aleksandrovna-, mañana te compro un vestido, y a ésa… ¿cómo se llama? ¿Mademoiselle Blanche, no es eso?, le compro otro. Tradúcele eso, Praskovya.

-Merci, madame -dijo mlle. Blanche con una amable reverencia, torciendo la boca en una sonrisa irónica que cambió con Des Grieux y el general. Éste estaba abochornado y se puso muy contento cuando llegamos a la avenida.

-Fedosya…, lo que es Fedosya sé que va a quedar asombrada -dijo la abuela acordándose de la niñera del general, conocida suya-. También a ella hay que regalarle un vestido. ¡Eh, Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, dale algo a ese mendigo!

Por el camino venía un pelagatos, encorvado de espalda, que nos miraba.

-¡Dale un gulden; dáselo!

Me llegué a él y se lo di. Él me miró con vivísima perplejidad, pero tomó el gulden en silencio. Olía a vino.

-¿Y tú, Aleksei Ivanovich, no has probado fortuna todavía?

-No, abuela.

-Pues vi que te ardían los ojos.

-Más tarde probaré sin falta, abuela.

-Y vete derecho al zéro. ¡Ya verás! ¿Cuánto dinero tienes?

-En total, sólo veinte federicos de oro, abuela.

-No es mucho. Si quieres, te presto cincuenta federicos Tómalos de ese mismo rollo. ¡Y tú, amigo, no esperes, que no te doy nada! -dijo dirigiéndose de pronto al general. Fue para éste un rudo golpe, pero guardó silencio. Des Grieux frunció las cejas.

-Que diable, cest une terrible vieille! -dijo entre dientes al general.

-¡Un pobre, un pobre, otro pobre! -gritó la abuela-. Aleksei Ivanovich, dale un gulden a éste también.

Esta vez se trataba de un viejo canoso, con una pata de palo, que vestía una especie de levita azul de ancho vuelo y que llevaba un largo bastón en la mano. Tenía aspecto de veterano del ejército. Pero cuando le alargué el gulden, dio un paso atrás y me miró amenazante.

– Was ist’s der Teufel! -gritó, añadiendo luego a la frase una decena de juramentos.

-¡Idiota! -exclamó la abuela despidiéndole con un gesto de la mano-. Sigamos adelante. Tengo hambre. Ahora mismo a comer, luego me echo un rato y después volvemos allá.

-¿Quiere usted jugar otra vez, abuela? -grité.

-¿Pues qué pensabas? ¿Que porque vosotros estáis aquí mano sobre mano y alicaídos, yo debo pasar el tiempo mirándoos?

-Mais, madame -dijo Des Grieux acercándose-, les chances peuvent tourner, une seule mauvaise chance et vous perdrez tout.. surtout avec votre jeu… c’était terrible!

– Vous perdrez absolument -gorjeó mlle. Blanche.

-¿Y eso qué les importa a ustedes? No será su dinero el que pierda, sino el mío. ¿Dónde está ese mister Astley? -me preguntó.

-Se quedó en el Casino, abuela.

-Lo siento. Es un hombre tan bueno.

Una vez en el hotel la abuela, encontrando en la escalera al Oberkellner, lo llamó y empezó a hablar con vanidad de sus ganancias. Luego llamó a Fedosya, le regaló tres federicos de oro y le mandó que sirviera la comida. Durante ésta, Fedosya y Marfa se desvivieron por atender a la señora.

-La miré a usted, señora -dijo Marfa en un arranque-, y le dije a Potapych ¿qué es lo que quiere hacer nuestra señora? Y en la mesa, dinero y más dinero, ¡santos benditos! En mi vida he visto tanto dinero. Y alrededor todo era señorío, nada más que señorío. ¿Pero de dónde viene todo este señorío? le pregunté a Potapych. Y pensé: ¡Que la mismísima Madre de Dios la proteja! Recé por usted, señora, y estaba temblando, toda temblando, con el corazón en la boca, así como lo digo. Dios mío -pensé- concédeselo, y ya ve usted que el Señor se lo concedió. Todavía sigo temblando, señora, sigo toda temblando.

-Aleksei Ivanovich, después de la comida, a eso de las cuatro, prepárate y vamos. Pero adiós por ahora. Y no te olvides de mandarme un mediquillo, porque tengo que tomar las aguas. Y a lo mejor se te olvida.

Me alejé de la abuela como si estuviera ebrio. Procuraba imaginarme lo que sería ahora de nuestra gente y qué giro tomarían los acontecimientos. Veía claramente que ninguno de ellos (y, en particular, el general) se había repuesto todavía de la primera impresión. La aparición de la abuela en vez del telegrama esperado de un momento a otro anunciando su muerte (y, por lo tanto, la herencia) quebrantó el esquema de sus designios y acuerdos hasta el punto de que, con evidente atolondramiento y algo así como pasmo que los contagió a todos, presenciaron las ulteriores hazañas de la abuela en la ruleta. Mientras tanto, este segundo factor era casi tan importante como el primero, porque aunque la abuela había repetido dos veces que no daría dinero al general, ¿quién podía asegurar que así fuera? De todos modos no convenía perder aún la esperanza. No la había perdido Des Grieux, comprometido en todos los asuntos del general. Yo estaba seguro de que mademoiselle Blanche, que también andaba en ellos (¡cómo no! generala y con una herencia considerable), tampoco perdería la esperanza y usaría con la abuela de todos los hechizos de la coquetería, en contraste con las rígidas y desmañadas muestras de afecto de la altanera Polina. Pero ahora, ahora que la abuela había realizado tales hazañas en la ruleta, ahora que la personalidad de la abuela se dibujaba tan nítida y típicamente (una vieja testaruda y mandona y tombée en enfance); ahora quizá todo estaba perdido, porque estaba contenta, como un niño, de «haber dado el golpe» y, como sucede en tales casos, acabaría por perder hasta las pestañas. Dios mío, pensaba yo (y, que Dios me perdone, con hilaridad rencorosa), Dios mío, cada federico de oro que la abuela acababa de apostar había sido de seguro una puñalada en el corazón del general, había hecho rabiar a Des Grieux y puesto a mademoiselle de Cominges al borde del frenesí, porque para ella era como quedarse con la miel en los labios. Un detalle más: a pesar de las ganancias y el regocijo, cuando la abuela repartía dinero entre todos y tomaba a cada transeúnte por un mendigo, seguía diciendo con desgaire al general: «¡A ti, sin embargo, no te doy nada!». Ello suponía que estaba encastillada en esa idea, que no cambiaría de actitud, que se había prometido a sí misma mantenerse en sus trece. ¡Era peligroso, peligroso!

Yo llevaba la cabeza llena de cavilaciones de esta índole cuando desde la habitación de la abuela subía por la escalera principal a mi cuchitril, en el último piso. Todo ello me preocupaba hondamente. Aunque ya antes había podido vislumbrar los hilos principales, los más gruesos, que enlazaban a los actores, lo cierto era, sin embargo, que no conocía todas las trazas y secretos del juego. Polina nunca se había sincerado plenamente conmigo. Aunque era cierto que de cuando en cuando, como a regañadientes, me descubría su corazón, yo había notado que con frecuencia, mejor dicho, casi siempre después de tales confidencias, se burlaba de lo dicho, o lo tergiversaba y le daba de propósito un tono de embuste. ¡Ah, ocultaba muchas cosas! En todo caso, yo presentía que se acercaba el fin de esta situación misteriosa y tirante. Una conmoción más y todo quedaría concluido y al descubierto. En cuanto a mí, implicado también en todo ello, apenas me preocupaba de lo que podía pasar. Era raro mi estado de ánimo: en el bolsillo tenía en total veinte federicos de oro; me hallaba en tierra extraña, lejos de la propia, sin trabajo y sin medios de subsistencia, sin esperanza, sin posibilidades, y, sin embargo, no me sentía inquieto. Si no hubiera sido por Polina, me hubiera entregado sin más al interés cómico en el próximo desenlace y me hubiera reído a mandíbula batiente. Pero Polina me inquietaba; presentía que su suerte iba a decidirse, pero confieso que no era su suerte lo que me traía de cabeza. Yo quería penetrar en sus secretos. Yo deseaba que viniera a mí y me dijera: «Te quiero»; pero si eso no podía ser, si era una locura inconcebible, entonces… ¿qué cabía desear? ¿Acaso sabía yo mismo lo que quería? Me sentía despistado; sólo ambicionaba estar junto a ella, en su aureola, en su nimbo, siempre, toda la vida, eternamente. Fuera de eso no sabía nada. ¿Y acaso podía apartarme de ella?

En el tercer piso, en el corredor de ellos, sentí algo así como un empujón. Me volví y a veinte pasos o más de mí vi a Polina que salía de su habitación. Se diría que me había estado esperando y al momento me hizo seña de que me acercara.

-Polina Aleks…

-¡Más bajo! -me advirtió.

-Figúrese -murmuré-, acabo de sentir como un empellón en el costado. Miro a mi alrededor y ahí estaba usted. Es como si usted exhalara algo así como un fluido eléctrico.

-Tome esta carta -dijo Polina pensativa y ceñuda, probablemente sin haber oído lo que le había dicho- y en seguida entréguesela en propia mano a mister Astley. Cuanto antes, se lo ruego. No hace falta contestación. Él mismo…

No terminó la frase.

~¿A mister Astley? -pregunté con asombro. Pero Polina ya había cerrado la puerta.

-¡Hola, conque cartitas tenemos! -Fui, por supuesto, corriendo a buscar a mister Astley, primero en su hotel, donde no lo hallé, luego en el Casino, donde recorrí todas las salas, y, por último, camino ya de casa, irritado, desesperado, tropecé con él inopinadamente. Iba a caballo, formando parte de una cabalgata de ingleses de ambos sexos. Le hice una seña, se detuvo y le entregué la carta. No tuvimos tiempo ni para mirarnos; pero sospecho que mister Astley, adrede, espoleó en seguida a su montura.

¿Me atormentaban los celos? En todo caso, me sentía deshecho de ánimo. Ni siquiera deseaba averiguar sobre qué se escribían. ¡Con que él era su confidente! «Amigo, lo que se dice amigo -pensaba yo-, está claro que lo es (pero ¿cuándo ha tenido tiempo para llegar a serlo?); ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que no» -me susurraba el sentido común. Pero el sentido común, por sí solo, no basta en tales circunstancias. De todos modos, también esto quedaba por aclarar. El asunto se complicaba de modo desagradable.

Apenas entré en el hotel cuando el conserje y el Oberkellner, que salía de su habitación, me hicieron saber que se preguntaba por mí, que se me andaba buscando y que se había mandado tres veces a averiguar dónde estaba; y me pidieron que me presentara cuanto antes en la habitación del general. Yo estaba de pésimo humor. En el gabinete del general se encontraban, además de éste, Des Grieux y mademoiselle Blanche, sola, sin la madre. Estaba claro que la madre era postiza, utilizada sólo para cubrir las apariencias; pero cuando era cosa de bregar con un asunto de verdad, entonces mademoiselle Blanche se las arreglaba sola. Sin contar que la madre apenas sabía nada de los negocios de su supuesta hija.

Los tres estaban discutiendo acaloradamente de algo, y hasta la puerta del gabinete estaba cerrada, lo cual nunca había ocurrido antes. Cuando me acerqué a la puerta oí voces destempladas -las palabras insolentes y mordaces de Des Grieux, los gritos descarados, abusivos y furiosos de Blanche y la voz quejumbrosa del general, quien, por lo visto, se estaba disculpando de algo-. Al entrar yo, los tres parecieron serenarse y dominarse. Des Grieux se alisó los cabellos y de su rostro airado sacó una sonrisa, esa sonrisa francesa repugnante, oficialmente cortés, que tanto detesto. El acongojado y decaído general tomó un aire digno, aunque un tanto maquinalmente. Sólo mademoiselle Blanche mantuvo inalterada su fisonomía, que chispeaba de cólera. Calló, fijando en mí su mirada con impaciente expectación. Debo apuntar que hasta entonces me había tratado con la más absoluta indiferencia, sin contestar siquiera a mis saludos, como si no se percatara de mi presencia.

-Aleksei Ivanovich -dijo el general en un tono de suave reconvención-, permita que le indique que es extraño, sumamente extraño, que…, en una palabra, su conducta conmigo y con mi familia…, en una palabra, sumamente extraño…

-Eh! ce n’est pas ça! -interrumpió Des Grieux irritado y desdeñosamente. (Estaba claro que era él quien llevaba la voz cantante)-. Mon cher monsieur, notre cher général se trompe, al adoptar ese tono -continuaré sus comentarios en ruso-, pero él quería decirle… es decir, advertirle, o, mejor dicho, rogarle encarecidamente que no le arruine (eso, que no le arruine). Uso de propósito esa expresión…

-¿Pero qué puedo yo hacer? ¿Qué puedo? -interrumpí.

-Perdone, usted se propone ser el guía (¿o cómo llamarlo?) de esa vieja, cette pauvre terrible vieille -el propio Des Grieux perdía el hilo-, pero es que va a perder; perderá hasta la camisa. ¡Usted mismo vio cómo juega, usted mismo fue testigo de ello! Si empieza a perder no se apartará de la mesa, por terquedad, por porfía, y seguirá jugando y jugando, y en tales circunstancias nunca se recobra lo perdido, y entonces… entonces…

-¡Y entonces -corroboró el general-, entonces arruinará usted a toda la familia! A mí y a mi familia, que somos sus herederos, porque no tiene parientes más allegados. Le diré a usted con franqueza que mis asuntos van mal, rematadamente mal. Usted mismo sabe algo de ello… Si ella pierde una suma considerable o ¿quién sabe? toda su hacienda (¡Dios no lo quiera! ), ¿qué será entonces de ellos, de mis hijos? (el general volvió los ojos a Des Grieux), ¿qué será de mi? (Miró a mademoiselle Blanche que con desprecio le volvió la espalda.) ¡Aleksei Ivanovich, sálvenos usted, sálvenos!

-Pero dígame, general, ¿cómo puedo yo, cómo puedo … ? ¿Qué papel hago yo en esto?

-¡Niéguese, niéguese a ir con ella! ¡Déjela!

-¡Encontrará a otro! -exclamé.

-Ce n’est pas la, ce n’est pas ça -atajó de nuevo Des Grieux-, que diable! No, no la abandone, pero al menos amonéstela, trate de persuadirla, apártela del juego… y, como último recurso, no la deje perder demasiado, distráigala de algún modo.

-¿Y cómo voy a hacer eso? Si usted mismo se ocupase de eso, monsieur Des Grieux… -agregué con la mayor inocencia.

En ese momento noté una mirada rápida, ardiente e inquisitiva que mademoiselle Blanche dirigió a Des Grieux. Por la cara de éste pasó fugazmente algo peculiar, algo revelador que no pudo reprimir.

-¡Ahí está la cosa; que por ahora no me aceptará! -exclamó Des Grieux gesticulando con la mano-. Si por acaso… más tarde…

Des Grieux lanzó una mirada rápida y significativa a mademoiselle Blanche.

-O mon cher monsieur Alexis, soyez si bon -la propia mademoiselle Blanche dio un paso hacia mí sonriendo encantadoramente, me cogió ambas manos y me las apretó con fuerza. ¡Qué demonio! Ese rostro diabólico sabía transfigurarse en un segundo. ¡En ese momento tomó un aspecto tan suplicante, tan atrayente, se sonreía de manera tan candorosa y aun tan pícara! Al terminar la frase me hizo un guiño disimulado, a hurtadillas de los demás; se diría que quería rematarme allí mismo. Y no salió del todo mal, sólo que todo ello era grosero y, por añadidura, horrible.

Tras ella vino trotando el general, así como lo digo, trotando.

-Aleksei Ivanovich, perdóneme por haber empezado a decirle hace un momento lo que de ningún modo me proponía decirle… Le ruego, le imploro, se lo pido a la rusa, inclinándome ante usted… ¡Usted y sólo usted puede salvarnos! Mlle. Blanche y yo se lo rogamos… ¿Usted me comprende, no es verdad que me comprende? -imploró, señalándome con los ojos a mademoiselle Blanche. Daba lástima.

En ese instante se oyeron tres golpes leves y respetuosos en la puerta. Abrieron. Había llamado el camarero de servicio. Unos pasos detrás de él estaba Potapych. Venían de parte de la abuela, quien los había mandado a buscarme y llevarme a ella en seguida. Estaba «enfadada», aclaró Potapych.

-¡Pero si son sólo las tres y media!

-La señora no ha podido dormir; no hacía más que dar vueltas; y de pronto se levantó,,pidió la silla y mandó a buscarle a usted. Ya está en el pórtico del hotel.

~Quelle mégére! -exclamó Des Grieux.

En efecto, encontré a la abuela en el pórtico, consumida de impaciencia porque yo no estaba allí. No había podido aguantar hasta las cuatro.

-¡Hala, levantadme! -chilló, y de nuevo nos pusimos en camino hacia la ruleta.

Capítulo 12

La abuela estaba de humor impaciente e irritable; era evidente que la ruleta le había causado honda impresión. Estaba inatenta para todo lo demás, y en general, muy distraída; durante el camino, por ejemplo, no hizo una sola pregunta como las que había hecho antes. Viendo un magnífico carruaje que pasó junto a nosotros como una exhalación apenas levantó la mano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?», pero sin atender por lo visto a mi respuesta. Su ensimismamiento se veía interrumpido de continuo por gestos y estremecimientos abruptos e impacientes. Cuando ya cerca del Casino le mostré desde lejos al barón y a la baronesa de Burmerhelm, los miró abstraída y dijo con completa indiferencia: «¡Ah!». Se volvió de pronto a Potapych y Marfa, que venían detrás, y les dijo secamente:

-Vamos a ver, ¿por qué me venís siguiendo? ¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a casa! Contigo me basta -añadió dirigiéndose a mí cuando los otros se apresuraron a despedirse y volvieron sobre sus pasos.

En el Casino ya esperaban a la abuela. Al momento le hicieron sitio en el mismo lugar de antes, junto al crupier. Se me antoja que estos crupieres, siempre tan finos y tan empeñados en no parecer sino empleados ordinarios a quienes les da igual que la banca gane o pierda, no son en realidad indiferentes a que la banca pierda, y por supuesto reciben instrucciones para atraer jugadores y aumentar los beneficios oficiales; a este fin reciben sin duda premios y gratificaciones. Sea como fuere, miraban ya a la abuela como víctima. Acabó por suceder lo que veníamos temiendo.

He aquí cómo pasó la cosa.

La abuela se lanzó sin más sobre el zéro y me mandó apostar a él doce federicos de oro. Se hicieron una, dos, tres posturas… y el zéro no salió. « ¡Haz la puesta, hazla! »-decía la abuela dándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.

-¿Cuántas puestas has hecho? -preguntó, rechinando los dientes de ansiedad.

-Doce, abuela. He apostado ciento cuarenta y cuatro federicos de oro. Le digo a usted que quizá hasta la noche…

-¡Cállate! -me interrumpió-. Apuesta al zéro y pon al mismo tiempo mil gulden al rojo. Aquí tienes el billete.

Salió el rojo, pero esta vez falló el zéro; le entregaron mil gulden.

-¿Ves, ves? -murmuró la abuela-. Nos han devuelto casi todo lo apostado. Apuesta de nuevo al zéro; apostaremos diez veces más a él y entonces lo dejamos.

Pero a la quinta vez la abuela acabó por cansarse.

-¡Manda ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahora pon esos cuatro mil gulden al rojo! -ordenó.

-¡Abuela, eso es mucho! ¿Y qué, si no sale el rojo? -le dije en tono de súplica; pero la abuela casi me molió a golpes. (En efecto, me daba tales codazos que parecía que se estaba peleando conmigo.) No había nada que hacer. Aposté al rojo los cuatro mil gulden que ganamos esa mañana. Giró la rueda. La abuela, tranquila y orgullosa, se enderezó en su silla sin dudar de que ganaría irremisiblemente.

-Zéro -anunció el crupier.

Al principio la abuela no comprendió; pero cuando vio que el crupier recogía sus cuatro mil gulden junto con todo lo demás que había en la mesa, y se dio cuenta de que el zéro, que no había salido en tanto tiempo y al que habíamos apostado en vano casi doscientos federicos de oro, había salido como de propósito tan pronto como ella lo había insultado y abandonado,, dio un suspiro y extendió los brazos con gesto que abarcaba toda la sala. En torno suyo rompieron a reír.

-¡Por vida de … ! ¡Conque ha asomado ese maldito! -aulló la abuela-. ¡Pero se habrá visto qué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! -y se echó sobre mí con saña, empujándome-. ¡Tú me lo quitaste de la cabeza!

-Abuela, yo le dije lo que dicta el sentido común. ¿Acaso puedo yo responder de las probabilidades?

-¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró en tono amenazador-. ¡Vete de aquí!

-Adiós, abuela -y me volví para marcharme.

-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, quédate! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes? ¿Enfadado, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, no te sulfures! La tonta soy yo. Pero dime, ¿qué hacemos ahora?

-Abuela, no me atrevo a aconsejarla porque me echará usted la culpa. Juegue sola. Usted decide qué puesta hay que hacer y yo la hago.

– ¡Bueno, bueno! Pon otros cuatro mil gulden al rojo. Aquí tienes el monedero. Tómalos. -Sacó del bolso el monedero y me lo dio-. ¡Hala, tómalos! Ahí hay veinte mil rublos en dinero contante.

-Abuela -dije en voz baja-, una suma tan enorme…

-Que me muera si no gano todo lo perdido… ¡Apuesta! -Apostamos y perdimos.

-¡Apuesta, apuesta los ocho mil!

-¡No se puede, abuela, el máximo son cuatro mil!…

-¡Pues pon cuatro!

Esta vez ganamos. La abuela se animó. «¿Ves, ves? -dijo dándome con el codo-. ¡Pon cuatro otra vez!»

Apostamos y perdimos; luego perdimos dos veces más.

-Abuela, hemos perdido los doce mil -le indiqué.

-Ya veo que los hemos perdido -dijo ella con tono de furia tranquila, si así cabe decirlo-; lo veo, amigo, lo veo -murmuró mirando ante sí, inmóvil y como cavilando algo-. ¡Ay, que me muero si no … ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!

-No queda dinero, abuela. En la cartera hay unos certificados rusos del cinco por ciento y algunas libranzas, pero no hay dinero.

-¿Y en el bolso?

-Calderilla, abuela.

-¿Hay aquí agencias de cambio? Me dijeron que podría cambiar todo nuestro papel -preguntó la abuela sin pararse en barras.

– ¡Oh, todo el que usted quiera! Pero de lo que perdería usted en el cambio se asustaría un judío.

-¡Tontería! Voy a ganar todo lo perdido. Llévame. ¡Llama a esos gandules!

Aparté la silla, aparecieron los cargadores y salimos del Casino. «¡De prisa, de prisa, de prisa!» -ordenó la abuela-. Enseña el camino, Aleksei Ivanovich, y llévame por el más corto… ¿Queda lejos?

-Está a dos pasos, abuela.

Pero en la glorieta, a la entrada de la avenida, salió a nuestro encuentro toda nuestra pandilla: el general, Des Grieux y mlle. Blanche con su madre. Polina Aleksandrovna no estaba con ellos, ni tampoco mister Astley.

-¡Bueno, bueno, bueno! ¡No hay que detenerse! -gritó la abuela-. Pero ¿qué queréis? ¡No tengo tiempo que perder con vosotros ahora!

Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.

-Ha perdido todo lo que había ganado antes, y encima doce mil gulden de su propio dinero. Ahora vamos a cambiar unos certificados del cinco por ciento -le dije rápidamente por lo bajo.

Des Grieux dio una patada en el suelo y corrió a informar al general. Nosotros continuamos nuestro camino con la abuela.

-¡Deténgala, deténgala! -me susurró el general con frenesí.

-¡A ver quién es el guapo que la detiene! -le contesté también con un susurro.

-¡Tía! -dijo el general acercándose-, tía… casualmente ahora mismo… ahora mismo… -le temblaba la voz y se le quebraba- íbamos a alquilar caballos para ir de excursión al campo… Una vista espléndida… una cúspide… veníamos a invitarla a usted.

-¡Quítate allá con tu cúspide! -le dijo con enojo la abuela, indicándole con un gesto que se apartara.

-Allí hay árboles… tomaremos el té… -prosiguió el general, presa de la mayor desesperación.

-Nous boirons du lait, sur l’herbe fraîche -agregó Des Grieux con vivacidad brutal.

Du laít, de I’herbe fraiche -esto es lo que un burgués de París considera como lo más idílico; en esto consiste, como es sabido, su visión de «la nature et la vérité».

-¡Y tú también, quítate allá con tu leche! ¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor de vientre. ¿Y por qué me importunáis? -gritó la abuela-. He dicho que no tengo tiempo que perder.

-¡Hemos llegado, abuela! -dije-. Es aquí.

Llegamos a la casa donde estaba la agencia de cambio. Entré a cambiar y la abuela se quedó a la puerta. Des Grieux, el general y mademoiselle Blanche se mantuvieron apartados sin saber qué hacer. La abuela les miró con ira y ellos tomaron el camino del Casino.

Me propusieron una tarifa de cambio tan atroz que no me decidí a aceptarla y salí a pedir instrucciones a la abuela.

-¡Qué ladrones! -exclamó levantando los brazos-. ¡En fin, no hay nada que hacer! ¡Cambia! -gritó con resolución-. Espera, dile al cambista que venga aquí.

-¿Uno cualquiera de los empleados, abuela?

-Cualquiera, dalo mismo. ¡Qué ladrones!

El empleado consintió en salir cuando supo que quien lo llamaba era una condesa anciana e impedida que no podía andar. La abuela, muy enojada, le reprochó largo rato y en voz alta por lo que consideraba una estafa y estuvo regateando con él en una mezcla de ruso, francés y alemán, a cuya traducción ayudaba yo. El empleado nos miraba gravemente, sacudiendo en silencio la cabeza. A la abuela la observaba con una curiosidad tan intensa que rayaba en descortesía. Por último, empezó a sonreírse.

-¡Bueno, andando! -exclamó la abuela-. ¡Ojalá se le atragante mi dinero! Que te lo cambie Aleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, y además habría que ir a otro sitio…

-El empleado dice que otros darán menos.

No recuerdo con exactitud la tarifa que fijaron, pero era horrible. Me dieron un total de doce mil florines en oro y billetes. Tomé el paquete y se lo llevé a la abuela.

-Bueno, bueno, no hay tiempo para contarlo -gesticuló con los brazos-, ¡de prisa, de prisa, de prisa! Nunca más volveré a apostar a ese condenado zéro; ni al rojo tampoco -dijo cuando llegábamos al Casino.

Esta vez hice todo lo posible para que apostara cantidades más pequeñas, para persuadirla de que cuando cambiara la suerte habría tiempo de apostar una cantidad considerable. Pero estaba tan impaciente que, si bien accedió al principio, fue del todo imposible refrenarla a la hora de jugar. No bien empezó a ganar posturas de diez o veinte federicos de oro, se puso a darme con el codo:

-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si en lugar de diez hubiéramos apostado cuatro mil, habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué? ¡Tú tienes la culpa, tú solo!

Y aunque irritado por su manera de jugar, decidí por fin callarme y no darle más consejos.

De pronto se acercó Des Grieux. Los tres estaban allí al lado. Yo había notado que mademoiselle Blanche se hallaba un poco aparte con su madre y que coqueteaba con el príncipe. El general estaba claramente en desgracia, casi postergado. Blanche ni siquiera le miraba, aunque él revoloteaba en torno a ella a más y mejor. ¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía, temblaba y hasta apartaba los ojos del juego de la abuela. Blanche y el principito se fueron por fin y el general salió corriendo tras ellos.

-Madame, madame -murmuró Des Grieux con voz melosa, casi pegándose al oído de la abuela-. Madame, esa apuesta no resultará… no, no, no es posible… -dijo chapurreando el ruso-, ¡no!

-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme! -contestó la abuela, volviéndose a él. De pronto Des Grieux se puso a parlotear rápidamente en francés, a dar consejos, a agitarse; dijo que era preciso anticipar las probabilidades, empezó a citar cifras… la abuela no entendía nada. Él se volvía continuamente a mí para que tradujera; apuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedo; por último, cogió un lápiz y se dispuso a apuntar unos números en un papel. La abuela acabó por perder la paciencia.

-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más que tonterías! «Madame, madame» y ni él mismo entiende jota de esto. ¡Fuera!

-Mais, madame -murmuró Des Grieux, empezando de nuevo a empujar y apuntar con el dedo.

-Bien, haz una puesta como dice -me ordenó la abuela-. Vamos a ver: quizá salga en efecto.

Des Grieux quería disuadirla de hacer posturas grandes. Sugería que se apostase a dos números, uno a uno o en grupos. Siguiendo sus indicaciones puse un federico de oro en cada uno de los doce primeros números impares, cinco federicos de oro en los números del doce al dieciocho y cuatro del dieciocho al veinticuatro. En total aposté dieciséis federicos de oro.

Giró la rueda. «Zéro» -gritó el banquero. Lo perdimos todo.

-¡Valiente majadero! -exclamó la abuela dirigiéndose a Des Grieux-. ¡Vaya franchute asqueroso! ¡Y el monstruo se las da de consejero! ¡Fuera, fuera! ¡No entiende jota y se mete donde no le llaman!

Des Grieux, terriblemente ofendido, se encogió de hombros, miró despreciativamente a la abuela y se fue. A él mismo le daba vergüenza de haberse entrometido, pero no había podido contenerse.

Al cabo de una hora, a pesar de nuestros esfuerzos, lo perdimos todo.

~¡A casa! -gritó la abuela.

No dijo palabra hasta llegar a la avenida. En ella, y cuando ya llegábamos al hotel, prorrumpió en exclamaciones:

-¡Qué imbécil! ¡Qué mentecata! ¡Eres una vieja, una vieja idiota!

No bien llegamos a sus habitaciones gritó: « ¡Que me traigan té, y a prepararse en seguida, que nos vamos!».

-¿Adónde piensa ir la señora? -se aventuró a preguntar Marfa.

-¿Y a ti qué te importa? Cada mochuelo a su olivo. Potapych, prepáralo todo, todo el equipaje. ¡Nos volvemos a Moscú! He despilfarrado quince mil rublos.

-¡Quince mil, señora! ¡Dios mío! -exclamó Potapych, levantando los brazos con gesto conmovedor, tratando probablemente de ayudar en algo.

-¡Bueno, bueno, tonto! ¡Ya ha empezado a lloriquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡La cuenta, pronto, hala!

-El próximo tren sale a las nueve y media, abuela -indiqué yo para poner fin a su arrebato.

-¿Y qué hora es ahora?

-Las siete y media.

-¡Qué fastidio! En fin, es igual. Aleksei Ivanovich, no me queda un kopek. Aquí tienes estos dos billetes. Ve corriendo al mismo sitio y cámbialos también. De lo contrario no habrá con qué pagar el viaje.

Salí a cambiarlos. Cuando volví al hotel media hora después encontré a toda la pandilla en la habitación de la abuela. La noticia de que ésta salía inmediatamente para Moscú pareció inquietarles aún más que la de las pérdidas de juego que había sufrido. Pongamos, sí, que su fortuna se salvaba con ese regreso, pero ¿qué iba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagar a Des Grieux? Por supuesto, mademoiselle Blanche no esperaría hasta que muriera la abuela y escurriría el bulto con el príncipe o con otro cualquiera. Se hallaban todos ante la anciana, consolándola y tratando de persuadirla. Tampoco esta vez estaba Polina presente. La abuela les increpaba con furia.

-¡Dejadme en paz, demonios! ¿A vosotros qué os importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba de chivo? -gritó a Des Grieux-. ¿Y tú, pájara, qué necesitas? -dijo dirigiéndose a mademoiselle Blanche-. ¿A qué viene ese mariposeo?

-¡Diantre! -murmuré mademoiselle Blanche con los ojos brillantes de rabia; pero de pronto lanzó una carcajada y se marchó.

-Elle vivra cent ans! -le gritó al general desde la puerta.

-¡Ah!, ¿conque contabas con mi muerte? -aulló la abuela al general-. ¡Fuera de aquí! ¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A ellos qué les importa? ¡Me he jugado lo mío, no lo vuestro!

El general se encogió de hombros, se inclinó y salió. Des Grieux se fue tras él.

-Llama a Praskovya -ordenó la abuela a Marfa.

Cinco minutos después Marfa volvió con Polina. Durante todo este tiempo Polina había permanecido en su cuarto con los niños y, al parecer, había resuelto no salir de él en todo el día. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.

-Praskovya -comenzó diciendo la abuela-, ¿es cierto lo que he oído indirectamente, que ese imbécil de padrastro tuyo quiere casarse con esa gabacha frívola? ¿Es actriz, no? ¿O algo peor todavía? Dime, ¿es verdad?

-No sé nada de ello con certeza, abuela -respondió Colina-, pero, a juzgar por lo que dice la propia mademoiselle Blanche, que no estima necesario ocultar nada, saco la impresión…

-¡Basta! -interrumpió la abuela con energía-. Lo comprendo todo. Siempre he pensado que le sucedería algo así, y siempre le he tenido por hombre superficial y liviano. Está muy pagado de su generalato (al que le ascendieron de coronel cuando pasó al retiro) y no hace más que pavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómo enviasteis un telegrama tras otro a Moscú preguntando «si la vieja estiraría pronto la pata». Esperaban la herencia; porque a él, sin dinero, esa mujerzuela, ¿cómo se llama, de Cominges? no le aceptaría ni como lacayo, mayormente cuando tiene dientes postizos. Dicen que ella tiene un montón de dinero que da a usura y que ha amasado una fortuna. A ti, Praskovya, no te culpo; no fuiste tú la que mandó los telegramas; y de lo pasado tampoco quiero acordarme. Sé que tienes un humorcillo ruin, ¡una avispa! que picas hasta levantar verdugones, pero te tengo lástima porque quería a tu madre Katerina, que en paz descanse. Bueno, ¿te animas? Deja todo esto de aquí y vente conmigo. En realidad no tienes donde meterte; y ahora es indecoroso que estés con ellos. ¡Espera -interrumpió la abuela cuando Polina iba a contestar-, que no he acabado todavía! No te exigiré nada. Tengo casa en Moscú, como sabes, un palacio donde puedes ocupar un piso entero y no venir a verme durante semanas y semanas si no te gusta mi genio. ¿Qué, quieres o no?

-Permita que le pregunte primero si de veras quiere usted irse en seguida.

-¿Es que estoy bromeando, niña? He dicho que me voy y me voy. Hoy he despilfarrado quince mil rublos en vuestra condenada ruleta. Hace cinco años hice la promesa de reedificar en piedra, en las afueras de Moscú, una iglesia de madera, y en lugar de eso me he jugado el dinero aquí. Ahora nina, me voy a construir esa iglesia.

-¿Y las aguas, abuela? Porque, al fin y al cabo, vino usted a beberlas.

-¡Quítate allá con tus aguas! No me irrites, Praskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdad? Dime, ¿te vienes o no?

-Le agradezco mucho, pero mucho, abuela -dijo Polina emocionada-, el refugio que me ofrece. En parte ha adivinado mi situación. Le estoy tan agradecida que, créame, iré a reunirme con usted y quizá pronto; pero ahora de momento hay motivos… importantes… y no puedo decidirme en este instante mismo. Si se quedara usted un par de semanas más…

-Lo que significa que no quieres,

-Lo que significa que no puedo. En todo caso, además, no puedo dejar a mi hermano y mi hermana, y como… como… como efectivamente puede ocurrir que queden abandonados, pues … ; si nos recoge usted a los pequeños y a mí, abuela, entonces sí, por supuesto, iré a reunirme con usted, ¡y créame que haré merecimientos para ello! -añadió con ardor-; pero sin los niños no puedo.

-Bueno, no gimotees (Polina no pensaba en gimotear y no lloraba nunca); ya encontraremos también sitio para esos polluelos: un gallinero grande. Además, ya es hora de que estén en la escuela. ¿De modo que no te vienes ahora? Bueno, mira, Praskovya, te deseo buena suerte, pues sé por qué no te vienes. Lo sé todo, Praskovya. Ese franchute no procurará tu bien.

Polina enrojeció. Yo por mi parte me sobresalté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, el único que no sabe nada!).

-Vaya, vaya, no frunzas el entrecejo. No voy a cotillear. Ahora bien, ten cuidado de que no ocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chica lista; me daría lástima de ti. Bueno, basta. Más hubiera valido no haberos visto a ninguno de vosotros. ¡Anda, vete! ¡Adiós!

-Abuela, la acompañaré a usted -dijo Polina.

-No es preciso, déjame en paz; todos vosotros me fastidiáis.

Polina besó la mano a la abuela, pero ésta retiró la mano y besó a Polina en la mejilla.

Al pasar junto a mí,- Polina me lanzó una rápida ojeada y en seguida apartó los ojos.

-Bueno, adiós a ti también, Aleksei Ivanovich. Sólo falta una hora para la salida del tren. Pienso que te habrás cansado de mi compañía. Vamos, toma estos cincuenta federicos de oro.

-Muy agradecido, abuela, pero me da vergüenza…

-¡Vamos, vamos! -gritó la abuela, pero en tono tan enérgico y amenazador que no me atreví a objetar y tomé el dinero.

-En Moscú, cuando andes sin colocación, ven a verme. Te recomendaré a alguien. ¡Ahora, fuera de aquí!

Fui a mi habitación y me eché en la cama. Creo que pasé media hora boca arriba, con las manos cruzadas bajo la cabeza. Se había producido ya la catástrofe y había en qué pensar. Decidí hablar en serio con Polina al día siguiente. ¡Ah, el franchute! ¡Así, pues, era verdad! ¿Pero qué podía haber en ello? ¿Polina y Des Grieux? ¡Dios, qué pareja!

Todo ello era sencillamente increíble. De pronto di un salto y salí como loco en busca de míster Astley para hacerle hablar fuera como fuera. Por supuesto que de todo ello sabía más que yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misterio para mí!

Pero de repente alguien llamó a mi puerta. Miré y era Potapych.

-Aleksei Ivanovich, la señora pide que vaya usted a verla.

-¿Qué pasa? ¿Se va, no? Faltan todavía veinte minutos para la salida del tren.

-Está intranquila; no puede estarse quieta. «¡De prisa, de prisa! », es decir, que viniera a buscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.

Bajé corriendo al momento. Sacaban ya a la abuela al pasillo. Tenía el bolso en la mano.

-Aleksei Ivanovich, ve tú delante, ¡andando!

-¿Adónde, abuela?

-¡Que me muera si no gano lo perdido! ¡Vamos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Allí se juega hasta medianoche?

Me quedé estupefacto, pensé un momento, y en seguida tomé una decisión.

-Haga lo que le plazca, Antonida Vasilyevna, pero yo no voy.

-¿Y eso por qué? ¿Qué hay de nuevo ahora? ¿Qué mosca os ha picado?

-Haga lo que guste, pero después yo mismo me reprocharía, y no quiero hacerlo. No quiero ser ni testigo ni participante. ¡No me eche usted esa carga encima, Antonida Vasilyevna! Aquí tiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! –y poniendo el paquete con el dinero en la mesita junto a la silla de la abuela, saludé y me fui.

-¡Valiente tontería! -exclamó la abuela tras mí-; pues no vayas, que quizá yo misma encuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo! ¡A ver, levantadme y andando!

No hallé a míster Astley y volví a casa. Más tarde, a la una de la madrugada, supe por Potapych cómo acabó el día de la abuela. Perdió todo lo que poco antes yo le había cambiado, es decir, diez mil rublos más en moneda rusa. En el casino se pegó a sus faldas el mismo polaquillo a quien antes había dado dos federicos de oro, y quien estuvo continuamente dirigiendo su juego. Al principio, hasta que se presentó el polaco, mandó hacer las posturas a Potapych, pero pronto lo despidió; y fue entonces cuando asomó el polaco. Para mayor desdicha, éste entendía el ruso e incluso chapurreaba una mezcla de tres idiomas, de modo que hasta cierto punto se entendían. La abuela no paraba de insultarle sin piedad, aunque él decía de continuo que «se ponía a los pies de la señora».

-Pero ¿cómo compararle con usted, Aleksei Ivanovich? -decía Potapych-. A usted la señora le trataba exactamente como a un caballero, mientras que ése -mire, lo vi con mis propios ojos, que me quede en el sitio si miento- estuvo robándole lo que estaba allí mismo en la mesa; ella misma le cogió con las manos en la masa dos veces. Le puso como un trapo, con todas las palabras habidas y por haber, y hasta le tiró del pelo una vez, así como lo oye usted, que no miento, y todo el mundo alrededor se echó a reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que tenía, todo lo que usted había cambiado. Trajimos aquí a la señora, pidió de beber sólo un poco de agua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendida, claro, y se durmió en un tris. ¡Que Dios le haya mandado sueños de ángel! ¡Ay, estas tierras de extranjis! -concluyó Potapych-. ¡Ya decía yo que traerían mala suerte! ¡Cómo me gustaría estar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y como si no tuviéramos una casa en Moscú! Jardín, flores de las que aquí no hay, aromas, las manzanas madurándose, mucho sitio… ¡Pues nada: que teníamos que ir al extranjero! ¡Ay, ay, ay!

Capítulo 13

Ha pasado ya casi un mes desde que toqué por última vez estos apuntes míos que comencé bajo el efecto de impresiones tan fuertes como confusas. La catástrofe, cuya inminencia presentía, se produjo efectivamente, pero cien veces más devastadora e inesperada de lo que había pensado. En todo ello había algo extraño, ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que a mí atañía. Me ocurrieron algunos lances casi milagrosos, o así los he considerado desde entonces, aunque bien mirado y, sobre todo, a juzgar por el remolino de sucesos a que me vi arrastrado entonces, quizá ahora quepa decir solamente que no fueron del todo ordinarios. Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mi propia actitud ante estas peripecias. ¡Hasta ahora no he logrado comprenderme a mí mismo! Todo ello pasó flotando como un sueño, incluso mi pasión, que fue pujante y sincera, pero… ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdad que de vez en cuando cruza por mi mente la pregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasé todo ese tiempo en algún manicomio, donde quizá todavía estoy, hasta tal punto que todo eso me pareció que pasaba y aun ahora sólo me parece que pasó?».

He recogido mis cuartillas y he vuelto a leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo para convencerme de que no estaba en una casa de orates?). Ahora me hallo enteramente solo. Llega el otoño, amarillean las hojas. Estoy en este triste poblacho (¡oh, qué tristes son los poblachos alemanes!), y en lugar de pensar en lo que debo hacer en adelante, vivo influido por mis recientes sensaciones, por mis recuerdos aún frescos, por esa tolvanera aún no lejana que me arrebató en su giro y de la cual acabé por salir despedido. -A veces se me antoja que todavía sigo dando vueltas en el torbellino, y que en cualquier momento la tormenta volverá a cruzar rauda, arrastrándome consigo, que perderé una vez más toda noción de orden, de medida, y que seguiré dando vueltas y vueltas y vueltas…

Pero pudiera echar raíces en algún sitio y dejar de dar vueltas si, dentro de lo posible, consigo explicarme cabalmente lo ocurrido este mes. Una vez más me atrae la pluma, amén de que a veces no tengo otra cosa que hacer durante las veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de aquí las novelas de Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que casi no puedo aguantar, pero las leo y me maravillo de mí mismo: es como si temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar. Se diría que este sueño repulsivo, con las impresiones que ha traído consigo, me es tan amable que no permito que nada nuevo lo roce por temor a que se disipe en humo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí, sin duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarenta años…

Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo, todo ello se puede contar ahora parcial y brevemente: no se puede, en absoluto, decir lo mismo de las impresiones…

En primer lugar, acabemos con la abuela. Al día siguiente perdió todo lo que le quedaba. No podía ser de otro modo: cuando una persona así se aventura una vez por ese camino es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de nieve: va cada vez más de prisa. Estuvo jugando todo el día, hasta las ocho de la noche. Yo no presencié el juego y sólo sé lo que he oído contar a otros.

Potapych pasó con ella en el Casino todo el día. Los polacos que dirigían el juego de la abuela se relevaron varias veces durante la jornada. Ella empezó mandando a paseo al polaco del día antes, al que había tirado del pelo, y tomó otro, pero éste resultó casi peor. Cuando despidió al segundo y volvió a tomar el primero -que no se había marchado sino que durante su ostracismo había seguido empujando tras la silla de ella y asomando a cada minuto la cabeza-, la abuela acabó por desesperarse del todo. El segundo polaco, a quien había despedido, tampoco quería irse por nada del mundo; uno se colocó a la derecha de la señora y otro a la izquierda. No paraban de reñir y se insultaban con motivo de las puestas y el juego, llamándose mutuamente laidak y otras lindezas polacas por el estilo. Más tarde hicieron las paces, movían el dinero sin orden ni concierto y apostaban a la buena de Dios. Cuando se peleaban, cada uno hacía puestas por su cuenta, uno, por ejemplo, al rojo y otro al negro. De esta manera acabaron por marear y sacar de quicio a la abuela, hasta que ésta, casi llorando, rogó al viejo crupier que la protegiera echándoles de allí. En seguida, efectivamente, los expulsaron a pesar de sus gritos y protestas; ambos chillaban en coro y perjuraban que la abuela les debía dinero, que los había engañado en algo y que los había tratado indigna y vergonzosamente. El infeliz Potapych, con lágrimas en los ojos, me lo contó todo esa misma noche, después de la pérdida del dinero, y se quejaba de que los polacos se llenaban los bolsillos de dinero; decía que él mismo había visto cómo lo robaban descaradamente y se lo embolsaban a cada instante. Uno de ellos, por ejemplo, le sacaba a la abuela cinco federicos de oro por sus servicios y los ponía junto por junto con las apuestas de la abuela. La abuela ganaba y él exclamaba que era su propia puesta la que había ganado y que la de ella había perdido, Cuando los expulsaron, Potapych se adelantó y dijo que llevaban los bolsillos llenos de oro. Inmediatamente la abuela pidió al crupier que tomara las medidas pertinentes, y aunque los dos polacos se pusieron a alborotar como gallos apresados, se presentó la policía y en un dos por tres vaciaron sus bolsillos en provecho de la abuela. Ésta, hasta que lo perdió todo, gozó durante ese día de indudable prestigio entre los crupieres y los empleados del Casino. Poco a poco su fama se extendió por toda la ciudad. Todos los visitantes del balneario, de todas las naciones, la gente ordinaria lo mismo que la de más campanillas, se apiñaban para ver a une vieille comtesse russe, tombée en enfance, que había perdido ya «algunos millones».

La abuela, sin embargo, no sacó mucho provecho de que la rescataran de los dos polaquillos. A reemplazarlos en su servicio surgió un tercer polaco, que hablaba el ruso muy correctamente. Iba vestido como un gentleman aunque parecía un lacayo, con enormes bigotes y mucha arrogancia. También él besó «los pies de la señora» y «se puso a los pies de la señora», pero con los circunstantes se mostró altivo y se condujo despóticamente, en suma, que desde el primer momento se instaló no como sirviente, sino como amo de la abuela. A cada instante, con cada jugada, se volvía a ella y juraba con terribles juramentos que era un «pan honorable» y que no tomaría un solo kopek del dinero de la abuela. Repetía estos juramentos tan a menudo que ella acabó por asustarse. Pero como al principio el pan pareció, en efecto, mejorar el juego de ella y empezó a ganar, la abuela misma ya no quiso deshacerse de él. Una hora más tarde los otros dos polaquillos expulsados del Casino aparecieron de nuevo tras la silla de la abuela, ofreciendo una vez más sus servicios, aunque sólo fuera para hacer mandados. Potapych juraba que el «honorable pan» cambiaba guiños con ellos y, por añadidura, les alargaba algo. Como la abuela no había comido y casi no se había movido de la silla, uno de los polacos quiso, en efecto, serle útil: corrió al comedor del Casino, que estaba allí al lado, y le trajo primero una taza de caldo y después té. En realidad, los dos no hacían más que ir y venir. Al final de la jornada, cuando ya todo el mundo veía que la abuela iba a perder hasta el último billete, había detrás de su silla hasta seis polacos, nunca antes vistos u oídos. Cuando la abuela ya perdía sus últimas monedas, no sólo dejaron de escucharla, sino que ni la tomaban en cuenta, se deslizaban junto a ella para llegar a la mesa, cogían ellos mismos el dinero, tomaban decisiones, hacían puestas, discutían y gritaban, charlaban con el «honorable pan» como con un compinche, y el honorable pan casi dejó de acordarse de la existencia de la abuela. Hasta cuando ésta, después de perderlo todo, volvía a las ocho de la noche al hotel, había aún tres o cuatro polacos que no se resignaban a dejarla, corriendo en torno a la silla y a ambos lados de ella, gritando a voz en cuello y perjurando en un rápido guirigay que la abuela les había engañado y debía resarcirles de algún modo. Así llegaron hasta el mismo hotel, de donde por fin los echaron a empujones.

Según cálculo de Potapych, en ese solo día había perdido su señora hasta noventa mil rublos, sin contar lo que había perdido la víspera. Todos sus billetes -todas las obligaciones de la deuda interior al cinco por ciento, todas las acciones que llevaba encima-, todo ello lo había ido cambiando sucesivamente. Yo me maravillaba de que hubiera podido aguantar esas siete u ocho horas, sentada en su silla y casi sin apartarse de la mesa, pero Potapych me dijo que en tres ocasiones empezó a ganar de veras sumas considerables, y que, deslumbrada de nuevo por la esperanza, no pudo abandonar el juego. Pero bien saben los jugadores que puede uno estar sentado jugando a las cartas casi veinticuatro horas sin mirar a su derecha o a su izquierda.

En ese mismo día, mientras tanto, ocurrieron también en nuestro hotel incidentes muy decisivos. Antes de las once de la mañana, cuando la abuela estaba todavía en casa, nuestra gente, esto es, el general y Des Grieux, habían acordado dar el último paso. Habiéndose enterado de que la abuela ya no pensaba en marcharse, sino que, por el contrario, volvía al Casino, todos ellos (salvo Polina) fueron en cónclave a verla para hablar con ella de manera definitiva y sin rodeos. El general, trepidante y con el alma en un hilo, habida cuenta de las consecuencias tan terribles para él, llegó a sobrepasarse: al cabo de media hora de ruegos y súplicas y hasta de hacer confesión general, es decir, de admitir sus deudas y hasta su pasión por mademoiselle Blanche (no daba en absoluto pie con bola), el general adoptó de pronto un tono amenazador y hasta se puso a chillar a la abuela y a dar patadas en el suelo. Decía a gritos que deshonraba su nombre, que había escandalizado a toda la ciudad y por último… por último: «¡Deshonra usted el nombre ruso, señora -exclamaba- y para casos así está la policía! ». La abuela lo arrojó por fin de su lado con un bastón (con un bastón de verdad). El general y Des Grieux tuvieron una o dos consultas más esa mañana sobre si efectivamente era posible recurrir de algún modo a la policía. He aquí, decían, que una infeliz, aunque respetable anciana, víctima de la senilidad, se había jugado todo su dinero, etc., etc. En suma, ¿no se podía encontrar un medio de vigilarla o contenerla?… Pero Des Grieux se limitaba a encogerse de hombros y se reía en las barbas del general, que ya desbarraba abiertamente corriendo de un extremo al otro del gabinete. Des Grieux acabó por encogerse de hombros y escurrir el bulto. A la noche se supo que había abandonado definitivamente el hotel, después de haber tenido una conversación grave y secreta con mademoiselle Blanche. Mademoiselle Blanche, por su parte, tomó medidas definitivas a partir de esa misma mañana. Despidió sin más al general y ni siquiera le permitió que se presentara ante ella. Cuando el general corrió a buscarla en el Casino y la encontró del brazo del príncipe, ni ella ni madame veuve Cominges le reconocieron. El príncipe tampoco le saludó. Todo ese día mademoiselle Blanche estuvo trabajando al príncipe para que éste acabara por declararse (sin ambages). Pero, ¡ay!, se equivocó cruelmente en sus cálculos. Esta pequeña catástrofe sucedió también esa noche. De pronto se descubrió que el príncipe era más pobre que Job y que, por añadidura, contaba con pedirle dinero a ella, previa firma de un pagaré, y probar fortuna a la ruleta. Blanche, indignada, le mandó a paseo y se encerró en su habitación.

En la mañana de ese mismo día fui a ver a míster Astley, o, mejor dicho, pasé toda la mañana buscando a míster Astley sin poder dar con él. No estaba en casa, ni en el Casino, ni en el parque. No comió en su hotel ese día. Eran más de las cuatro de la tarde cuando tropecé con él; volvía de la estación del ferrocarril al Hótel d’Angleterre. Iba de prisa y estaba muy preocupado, aunque era difícil distinguir en su rostro preocupación o pesadumbre. Me alargó cordialmente la mano con su exclamación habitual: «¡Ah!», pero no detuvo el paso y continuó su camino apresuradamente. Emparejé con él, pero se las arregló de tal modo para contestarme que no tuve tiempo de preguntarle nada. Además, por no sé qué razón, me daba muchísima vergüenza hablar de Polina. Él tampoco dijo una palabra de ella. Le conté lo de la abuela, me escuchó atenta y gravemente y se encogió de hombros.

-Lo perderá todo -dije.

-Oh, sí -respondió-, porque fue a jugar cuando yo salía y después me enteré que lo había perdido todo. Si tengo tiempo iré al Casino a echar un vistazo porque se trata de un caso curioso…

-¿A dónde ha ido usted? -grité, asombrado de no haber preguntado antes.

-He estado en Francfort.

-¿Viaje de negocios?

-Sí, de negocios.

Ahora bien, ¿qué más tenía que preguntarle? Sin embargo, seguía caminando junto a él, pero de improviso torció hacia el «Hotel des Quatre Saisons», que estaba en el camino, me hizo una inclinación de cabeza y desapareció. Cuando regresaba a casa me di cuenta de que aun si hubiera hablado con él dos horas no habría sacado absolutamente nada en limpio porque… ¡no tenía nada que preguntarle! ¡Sí, así era yo, por supuesto! No sabía formular mis preguntas.

Todo ese día lo pasó Polina errando por el parque con los niños y la niñera o recluida en casa. Hacía ya tiempo que evitaba encontrarse con el general y casi no hablaba con él de nada, por lo menos de nada serio. Yo ya había notado esto mucho antes. Pero conociendo la situación en que ahora estaba el general pensé que éste no podría dar esquinazo a Polina, es decir, que era imposible que no hubiese una importante conversación entre ellos sobre asuntos de familia. Sin embargo, cuando al volver al hotel después de hablar con míster Astley, tropecé con Polina y los niños, el rostro de ella reflejaba la más plácida tranquilidad, como si sólo ella hubiera salido indemne de todas las broncas familiares. A mi saludo contestó con una inclinación de cabeza. Volví a casa presa de malignos sentimientos.

Yo, naturalmente, había evitado hablar con ella y no la había visto (apenas) desde mi aventura con los Burmerhelm. Cierto es que a veces me había mostrado petulante y bufonesco, pero a medida que pasaba el tiempo sentía rebullir en mí verdadera indignación. Aunque no me tuviera ni pizca de cariño, me parecía que no debía pisotear así mis sentimientos ni recibir con tanto despego mis confesiones. Ella bien sabía que la amaba de verdad, y me toleraba y consentía que le hablara de mi amor. Cierto es que ello había surgido entre nosotros de modo extraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosa de dos meses a decir verdad, había comenzado yo a notar que quería hacerme su amigo, su confidente, y que hasta cierto punto lo había intentado; pero dicho propósito, no sé por qué motivo, no cuajó entonces; y en su lugar habían surgido las extrañas relaciones que ahora teníamos, lo que me llevó a hablar con ella como ahora lo hacía. Pero si le repugnaba mi amor, ¿por qué no me prohibía sencillamente que hablase de él?

No me lo prohibía; hasta ella misma me incitaba alguna vez a hablar y …. claro, lo hacía en broma. Sé de cierto -lo he notado bien- que, después de haberme escuchado hasta el fin y soliviantado hasta el colmo, le gustaba desconcertarme con alguna expresión de suprema indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía que no podía vivir sin ella. Habían pasado ya tres días desde el incidente con el barón y yo ya no podía soportar nuestra separación. Cuando poco antes la encontré en el Casino, me empezó a martillar el corazón de tal modo que perdí el color. ¡Pero es que ella tampoco podía vivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero es posible que sólo como bufón o hazmerreír?

Tenía un secreto, ello era evidente. Su conversación con la abuela fue para mí una dolorosa punzada en el corazón. Mil veces la había instado a ser sincera conmigo y sabía que estaba de veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sin embargo, siempre me tenía a raya, casi con desprecio, y en lugar del sacrificio de mi vida que le ofrecía me exigía una travesura como la de tres días antes con el barón. ¿No era esto una ignominia? ¿Era posible que todo el mundo fuese para ella ese francés? ¿Y míster Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto se volvía absolutamente incomprensible, y mientras tanto… ¡ay, Dios, qué sufrimiento el mío!

Cuando llegué a casa, en un acceso de furia cogí la pluma y le garrapateé estos renglones:

«Polina Aleksandrovna, veo claro que ha llegado el desenlace, que, por supuesto, la afectará a usted también. Repito por última vez: ¿necesita usted mi vida o no? Si la necesita, para lo que sea, disponga de ella. Mientras tanto esperaré en mi habitación, al menos la mayor parte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si es necesario, escríbame o llámeme.»

Sellé la nota y la envié con el camarero de servicio, con orden de que la entregara en propia mano. No esperaba respuesta, pero al cabo de tres minutos volvió el camarero con el recado de que se me mandaban «saludos».

Eran más de las seis cuando me avisaron que fuera a ver al general. Éste se hallaba en su gabinete, vestido como para ir a alguna parte. En el sofá se veían su sombrero y su bastón. Al entrar me pareció que estaba en medio de la habitación, con las piernas abiertas y la cabeza caída, hablando consigo mismo en voz alta; mas no bien me vio se arrojó sobre mí casi gritando, al punto de que involuntariamente di un paso atrás y casi eché a correr; pero me cogió de ambas manos y me llevó a tirones hacia el sofá. En él se sentó, hizo que yo me sentara en un sillón frente a él ya sin soltarme las manos, temblorosos los labios y con las pestañas brillantes de lágrimas, me dijo con voz suplicante:

-¡Aleksei Ivanovich, sálveme, sálveme, tenga piedad!

Durante algún tiempo no logré comprender nada. Él no hacía más que hablar, hablar y hablar, repitiendo sin cesar: «¡Tenga piedad, tenga piedad!». Acabé por sospechar que lo que de mí esperaba era algo así como un consejo; o, mejor aún, que, abandonado de todos, en su angustia y zozobra se había acordado de mí y me había llamado sólo para hablar, hablar, hablar.

Desvariaba, o por lo menos estaba muy aturdido. juntaba las manos y parecía dispuesto a arrodillarse ante mí para que (¿lo adivinan ustedes?) fuera en seguida a ver a mademoiselle Blanche y le pidiera, le implorara, que volviese y se casara con él.

-Perdón, general -exclamé-, ¡pero si es posible que mademoiselle Blanche no se haya fijado en mí todavía! ¿Qué es lo que yo puedo hacer?

Era, sin embargo, inútil objetar; no entendía lo que se le decía. Empezó a hablar también de la abuela, pero de manera muy inconexa. Seguía aferrado a la idea de llamar a la policía.

-Entre nosotros, entre nosotros -comenzó, hirviendo súbitamente de indignación-, en una palabra, entre nosotros, en un país con todos los adelantos, donde hay autoridades, hubieran puesto inmediatamente bajo tutela a viejas como ésa. Sí, señor mío, sí -continuó, adoptando de pronto un tono de reconvención, saltando de su sitio y dando vueltas por la habitación-, usted todavía no sabía esto, señor mío -dijo dirigiéndose a un imaginario señor suyo en el rincón-; pues ahora lo sabe usted… sí, señor.. en nuestro país a tales viejas se las mete en cintura, en cintura, en cintura, sí, señor.. ¡Oh, qué demonio!

Y se lanzó de nuevo al sofá; pero un minuto después, casi sollozando y sin aliento, se apresuró a decirme que mademoiselle Blanche no se casaba con él porque en lugar de un telegrama había llegado la abuela y ahora estaba claro que no heredaría. Él creía que yo no sabía aún nada de esto. Empecé a hablar de Des Grieux; hizo un gesto con la mano: «Se ha ido. Todo lo mío lo tengo hipotecado con él: ¡me he quedado en cueros! Ese dinero que trajo usted… ese dinero… no sé cuánto era, parece que quedan setecientos francos, y.. bueno, eso es todo, y en cuanto al futuro … no sé, no sé».

-¿Cómo va a pagar usted el hotel? -pregunté alarmado-; ¿y después qué hará usted?

Me miraba pensativo, pero parecía no comprender y quizá ni siquiera me había oído. Probé a hablar de Polina Aleksandrovna, de los niños, me respondió con premura: «¡Sí, sí! », pero en seguida volvió a hablar del príncipe, a decir que Blanche se iría con él y entonces… y entonces… ¿qué voy a hacer, Aleksei Ivanovich? -preguntó, volviéndose de pronto a mí-, -‘Juro a Dios que no lo sé! ¿Qué voy a hacer? Dígame, ¿ha visto usted ingratitud semejante? ¿No es verdad que es ingratitud? -Por último, se disolvió en un torrente de lágrimas.

Nada cabía hacer con un hombre así. Dejarle solo era también peligroso; podía ocurrirle algo. De todos modos, logré librarme de él, pero advertí a la niñera que fuera a verle a menudo y hablé además con el camarero de servicio, chico despierto, quien me prometió vigilar también por su parte.

Apenas dejé al general cuando vino a verme Potapych con una llamada de la abuela. Eran las ocho, y ésta acababa de regresar del Casino después de haberlo perdido todo. Fui a verla. La anciana estaba en su silla, completamente agotada y, a juzgar por las trazas, enferma. Marfa le daba una taza de té y la obligaba a bebérselo casi a la fuerza. La voz y el tono de la abuela habían cambiado notablemente.

-Dios te guarde, amigo Aleksei Ivanovich -dijo con lentitud e inclinando gravemente la cabeza-. Lamento volver a molestarte; perdona a una mujer vieja. Lo he dejado allí todo, amigo mío, casi cien mil rublos. Hiciste bien en no ir conmigo ayer. Ahora no tengo dinero, ni un ochavo. No quiero quedarme aquí un minuto más y me marcho a las nueve y media. He mandado un recado a ese inglés tuyo, Astley, ¿no es eso? y quiero pedirle prestados tres mil francos por una semana. Convéncele, pues, de que no tiene nada que temer y de que no me lo rehúse. Todavía, amigo, soy bastante rica. Tengo tres fincas rurales y dos urbanas; sin contar el dinero, pues no me lo traje todo. Digo esto para que no tenga recelo alguno… ¡Ah, aquí viene! Bien se ve que es un hombre bueno.

Míster Astley vino así que recibió la primera llamada de la abuela. No mostró recelo alguno y no habló mucho. Al momento le contó tres mil francos bajo pagaré que la abuela firmó. Acabado el asunto, saludó y se marchó de prisa.

-Y tú vete también ahora, Aleksei Ivanovich. Falta hora y pico y quiero acostarme, que me duelen los huesos. No seas duro conmigo, con esta vieja imbécil. En adelante no acusaré a la gente joven de liviandad, y hasta me parecería pecado acusar a ese infeliz general vuestro. Pero, con todo, no le daré dinero a pesar de sus deseos, porque en mi opinión es un necio; sólo que yo, vieja imbécil, no tengo más seso que él. Verdad es que Dios pide cuentas y castiga la soberbia incluso en la vejez. Bueno, adiós. Marfusha, levántame.

Yo, sin embargo, quería despedir a la abuela. Además, estaba un poco a la expectativa, aguardando que de un momento a otro sucediese algo. No podía parar en mi habitación. Salía al pasillo, y hasta erré un momento por la avenida. Mi carta a Polina era clara y terminante y la presente catástrofe, por supuesto, definitiva. En el hotel oí hablar de la marcha de Des Grieux. En fin de cuentas, si me rechazaba como amigo quizá no me rechazase como criado, pues me necesitaba aunque sólo fuera para hacer mandados. Le sería útil, ¡cómo no!

A la hora de la salida del tren corrí a la estación y acomodé a la abuela. Todos tomaron asiento en un compartimiento reservado. «Gracias, amigo, por tu afecto desinteresado -me dijo al despedirse- y repite a Praskovya lo que le dije ayer: que la esperaré.»

Fui a casa. Al pasar junto a las habitaciones del general tropecé con la niñera y pregunté por él. «Va bien, señor» -me respondió abatida-. No obstante, decidí entrar un momento, pero me detuve a la puerta del gabinete presa del mayor asombro. Mademoiselle Blanche y el general, a cual mejor, estaban riendo a carcajadas. La veuve Cominges se hallaba también allí, sentada en el sofá. El general, por lo visto, estaba loco de alegría, cotorreaba toda clase de sandeces y se deshacía en una risa larga y nerviosa que le encogía el rostro en una incontable multitud de arrugas, entre las que desaparecían los ojos. Más tarde supe por la propia mademoiselle Blanche que, después de mandar a paseo al príncipe y habiéndose enterado del llanto del general, decidió consolar a éste y entró a verle un momento. El pobre general no sabía que ya en ese momento estaba echada su suerte, y que Blanche había empezado a hacer las maletas para irse volando a París en el primer tren del día siguiente.

En el umbral del gabinete del general cambié de parecer y me escurrí sin ser visto. Subí a mi cuarto, abrí la puerta y en la semioscuridad noté de pronto una figura sentada en una silla, en el rincón, junto a la ventana. No se levantó cuando yo entré. Me acerqué, miré… y se me cortó el aliento: era Polina.

Capítulo 14

Lancé un grito.

-¿Qué pasa?, ¿qué pasa? -me preguntó en tono raro. Estaba pálida y su aspecto era sombrío.

-¿Cómo que qué pasa? ¿Usted? ¿Aquí en mi cuarto?

-Si vengo, vengo toda. Ésa es mi costumbre. Lo verá usted pronto. Encienda una bujía.

Encendí la bujía. Se levantó, se acercó a la mesa y me puso delante una carta abierta.

-Lea -me ordenó.

-Ésta… ¡ésta es la letra de Des Grieux! -exclamé tomando la carta. Me temblaban las manos y los renglones me bailaban ante los ojos. He olvidado los términos exactos de la carta, pero aquí va, si no palabra por palabra, al menos pensamiento por pensamiento.

«Mademoiselle -escribía Des Grieux-: Circunstancias desagradables me obligan a marcharme inmediatamente Usted misma ha notado, sin duda, que he evitado adrede tener con usted una explicación definitiva mientras no se aclarasen esas circunstancias. La llegada de su anciana pariente (de la vieille dame) y su absurda conducta aquí han puesto fin a mis dudas. El embrollo en que se hallan mis propios asuntos me impide alimentar en el futuro las dulces esperanzas con que me permitió usted embriagarme durante algún tiempo. Lamento el pasado, pero espero que en mi comportamiento no haya usted encontrado nada indigno de un caballero y un hombre de bien (gentíl-homme et honnête homme). Habiendo perdido casi todo mi dinero en préstamos a su padrastro, me encuentro en la extrema necesidad de utilizar con provecho lo que me queda. Ya he hecho saber a mis amigos de Petersburgo que procedan sin demora a la venta de los bienes hipotecados a mi favor. Sabiendo, sin embargo, que el irresponsable de su tío ha malversado el propio dinero de usted, he decidido perdonarle cincuenta mil francos y a este fin le devuelvo la parte de hipoteca sobre sus bienes correspondiente a esta suma; así, pues, tiene usted ahora la posibilidad de recuperar lo que ha perdido, reclamándoselo por víajudicial. Espero, mademoiselle, que, tal como están ahora las cosas, este acto mío le resulte altamente beneficioso. Con él espero asimismo cumplir plenamente con el deber de un hombre honrado y un caballero. Créame que el recuerdo de usted quedará para siempre grabado en mi corazón.»

-¿Bueno, y qué? Esto está perfectamente claro -dije volviéndome a Polina-. ¿Esperaba usted otra cosa? -añadí indignado.

-No esperaba nada -respondió con sosiego aparente, pero con una punta de temblor en la voz-. Hace ya tiempo que tomé una determinación. Leía sus pensamientos y supe lo que pensaba. Él pensaba que yo procuraría… que insistiría… (se detuvo, y sin terminar la frase se mordió el labio y guardó silencio). De propósito redoblé el desprecio que sentía por él -prosiguió de nuevo-, y aguardaba a ver lo que haría. Si llegaba el telegrama sobre la herencia, le hubiera tirado a la cara el dinero que le debía ese idiota (el padrastro) y le hubiera echado con cajas destempladas. Me era odioso desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¡Ah, no era el mismo hombre de antes, mil veces no, y ahora, ahora … ! ¡Oh, con qué gusto le tiraría ahora a su cara infame esos cincuenta mil francos! ¡Cómo le escupiría y le restregaría la cara con el escupitajo!

-Pero el documento ese de la hipoteca por valor de cincuenta mil francos que ha devuelto lo tendrá el general. Tómelo y devuélvaselo a Des Grieux.

-¡Oh, no es eso, no es eso!

-¡Sí, es verdad, es verdad que no es eso! Y ahora, ¿de qué es capaz el general? ¿Y la abuela?

-¿Por qué la abuela? -preguntó Polina con irritación-. No puedo ir a ella… y no voy a pedirle perdón a nadie -agregó exasperada.

-¿Qué hacer? -exclamé-. ¿Cómo… sí, cómo puede usted querer a Des Grieux? ¡Oh, canalla, canalla! ¡Si usted lo desea, lo mato en duelo! ¿Dónde está ahora?

-Ha ido a Francfort y estará allí tres días.

-¡Basta una palabra de usted y mañana mismo voy allí en el primer tren! -dije con entusiasmo un tanto pueril.

Ella se rió.

-¿Y qué? Puede que diga que se le devuelvan primero los cincuenta mil francos. ¿Y para qué batirse con él?… ¡Qué tontería!

-Bien, pero ¿dónde, dónde agenciarse esos cincuenta mil francos? -repetí rechinando los dientes, como si hubiera sido posible recoger el dinero del suelo-. Oiga, ¿y míster Astley? -pregunté dirigiéndome a ella con el chispazo de una idea peregrina.

Le centellearon los ojos.

-¿Pero qué? ¿Es que tú mismo quieres que me aparte de ti para ver a ese inglés? -preguntó, fijando sus ojos en los míos con mirada penetrante y sonriendo amargamente. Por primera vez en la vida me tuteaba.

Se diría que en ese momento tenía trastornada la cabeza por la emoción que sentía. De pronto se sentó en el sofá como si estuviera agotada.

Fue como si un relámpago me hubiera alcanzado. No daba crédito a mis ojos ni a mis oídos. ¿Pero qué? Estaba claro que me amaba. ¡Había venido a mí y no a míster Astley! Ella, ella sola, una muchacha, había venido a mi cuarto, en un hotel, comprometiéndose con ello ante los ojos de todo el mundo … ; y yo, de pie ante ella, no comprendía todavía.

Una idea delirante me cruzó por la mente.

-¡Polina, dame sólo una hora! ¡Espera aquí sólo una hora …. que volveré! ¡Es… es indispensable! ¡Ya verás! ¡Quédate aquí, quédate aquí!

Y salí corriendo de la habitación sin responder a su mirada inquisitiva y asombrada. Gritó algo tras de mí, pero no me volví.

Sí, a veces la idea más delirante, la que parece más imposible, se le clava a uno en la cabeza con tal fuerza que acaba por juzgarla realizable… Más aún, si esa idea va unida a un deseo fuerte y apasionado acaba uno por considerarla a veces como algo fatal, necesario, predestinado, como algo que es imposible que no sea, que no ocurra. Quizá haya en ello más: una cierta combinación de presentimientos, un cierto esfuerzo inhabitual de la voluntad, un autoenvenenamiento de la propia fantasía, o quizá otra cosa… no sé. Pero esa noche (que en mi vida olvidaré) me sucedió una maravillosa aventura. Aunque puede ser justificada por la aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendo todavía milagrosa. ¿Y por qué, por qué se arraigó en mí tan honda y fuertemente esa convicción y sigue arraigada hasta el día de hoy? Cierto es que ya he reflexionado sobre esto -repito-, no cómo sobre un caso entre otros (y, por lo tanto, que puede no ocurrir entre otros), sino como sobre algo que tenía que producirse irremediablemente.

Eran las diez y cuarto. Entré en el casino con una firme esperanza y con una agitación como nunca había sentido hasta entonces. En las salas de juego había todavía bastante público, aunque sólo la mitad del que había habido por la mañana.

Entre las diez y las once se encuentran junto a las mesas de juego los jugadores auténticos, los desesperados, los individuos para quienes el balneario existe sólo por la ruleta, que han venido sólo por ella, los que apenas se dan cuenta de lo que sucede en torno suyo ni por nada se interesan durante toda la temporada sino por jugar de la mañana a la noche y quizá jugarían de buena gana toda la noche, hasta el amanecer si fuera posible. Siempre se dispersan con enojo cuando se cierra la sala de ruleta a medianoche. Y cuando el crupier más antiguo, antes del cierre de la sala a las doce, anuncia: Les trois derniers coups, messieurs!, están a veces dispuestos a arriesgar en esas tres últimas posturas todo lo que tienen en los bolsillos -y, en realidad- lo pierden en la mayoría de los casos-. Yo me acerqué a la misma mesa a la que la abuela había estado sentada poco antes. No había muchas apreturas, de modo que muy pronto encontré lugar, de pie, junto a ella. Directamente frente a mí, sobre el paño verde, estaba trazada la palabra Passe. Este passe es una serie de números desde el 19 hasta el 36 inclusive. La primera serie, del 1 al 18 inclusive, se llama Manque. ¿Pero a mí qué me importaba nada de eso? No hice cálculos, ni siquiera oí en qué número había caído la última suerte, y no lo pregunté cuando empecé a jugar, como lo hubiera hecho cualquier jugador prudente. Saqué mis veinte federicos de oro y los apunté alpasse que estaba frente a mí.

-Vingt-deux! -gritó el crupier.

Gané y volví a apostarlo todo: lo anterior y lo ganado.

-Trente et un! -anunció el crupier-. ¡Había ganado otra vez!

Tenía, pues, en total ochenta federicos de oro. Puse los ochenta a los doce números medios (triple ganancia pero dos probabilidades en contra), giró la rueda y salió el veinticuatro. Me entregaron tres paquetes de cincuenta federicos cada uno y diez monedas de oro. junto con lo anterior ascendía a doscientos federicos de oro. Estaba como febril y empujé todo el montón de dinero al rojo y de repente volví en mi acuerdo. Y sólo una vez en toda esa velada, durante toda esa partida, me sentí poseído de terror, helado de frío, sacudido por un temblor de brazos y piernas. Presentí con espanto y comprendí al momento lo que para mí significaría perder ahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.

-Rouge! -gritó el crupier-, y volví a respirar. Ardientes estremecimientos me recorrían el cuerpo. Me pagaron en billetes de banco: en total cuatro mil florines y ochenta federicos de oro (aun en ese estado podía hacer bien mis cuentas).

Recuerdo que luego volví a apostar dos mil florines a los doce números medios y perdí; aposté el oro que tenía además de los ochenta federicos de oro y perdí. Me puse furioso: cogí los últimos dos mil florines que me quedaban y los aposté a los doce primeros números al buen tuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, sin embargo, un momento de expectación parecido quizá a la impresión que me produjo madame Blanchard en París cuando desde un globo bajó volando a la tierra.

-Quatre! -gritó el banquero. Con la apuesta anterior resultaba de nuevo un total de seis mil florines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahora nada, lo que se dice nada, me infundía temor, y coloqué cuatro mil florines al negro. Tras de mí, otros nueve individuos apostaron también al negro. Los crupieres se miraban y cuchicheaban entre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.

Salió el negro. Ya no recuerdo ni el número ni el orden de mis posturas. Sólo recuerdo, como en sueños, que por lo visto gané dieciséis mil florines; seguidamente perdí doce mil de ellos en tres apuestas desafortunadas. Luego puse los últimos cuatro mil a passe (pero ya para entonces no sentía casi nada; estaba sólo a la expectativa, se diría que mecánicamente, vacío de pensamientos) y volví a ganar, y después de ello gané cuatro veces seguidas. Me acuerdo sólo de que recogía el dinero a montones, y también que los doce números medios a que apunté salían más a menudo que los demás. Aparecían con bastante regularidad, tres o cuatro veces seguidas, luego desaparecían un par de veces para volver de nuevo tres o cuatro veces consecutivas. Esta insólita regularidad se presenta a veces en rachas, y he aquí por qué desbarran los jugadores experimentados que hacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué crueles son a veces en este terreno las burlas de la suerte!

Pienso que no había transcurrido más de media hora desde mi llegada. De pronto el crupier me hizo saber que había ganado treinta mil florines, y que como la banca no respondía de mayor cantidad en una sola sesión se suspendería la ruleta hasta el día siguiente. Eché mano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillo, recogí los billetes y pasé seguidamente a otra sala, donde había otra mesa de ruleta; tras mí, agolpada, se vino toda la gente. Al instante me despejaron un lugar y empecé de nuevo a apostar sin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que me salvó!

Pero de vez en cuando empezaba a hurgarme un conato de cautela en el cerebro. Me aferraba a ciertos números y combinaciones, pero pronto los dejaba y volvía a apuntar inconscientemente. Estaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdo que los crupieres corrigieron mi juego más de una vez. Cometí errores groseros. Tenía las sienes bañadas en sudor y me temblaban las manos. También vinieron trotando los polacos con su oferta de servicios, pero yo no escuchaba a nadie. La suerte no me volvió la espalda. De pronto se oyó a mi alrededor un rumor sordo y risas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, y algunos incluso aplaudieron. Recogí allí también treinta mil florines y la banca fue clausurada hasta el día siguiente.

-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz de alguien a mi derecha. Era la de un judío de Francfort que había estado a mi lado todo ese tiempo y que, al parecer, me había ayudado de vez en cuando en mi juego.

-¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a mi izquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada que era una señora al filo de la treintena, vestida muy modesta y decorosamente, de rostro fatigado, de palidez enfermiza, pero que aun ahora mostraba rastros de su peregrina belleza anterior. En ese momento estaba yo atiborrándome el bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, y recogía el oro que quedaba en la mesa. Al levantar el último paquete de cincuenta federicos de oro logré ponerlo en la mano de la pálida señora sin que nadie lo notara. Sentí entonces grandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedos finos y delicados me apretaron fuertemente la mano en señal de viva gratitud. Todo ello sucedió en un instante.

Una vez embolsado todo el dinero me dirigí apresuradamente a la mesa de trente et quarente. En torno a ella estaba sentado un público aristocrático. Esto no es ruleta; son cartas. La banca responde de hasta 100.000 táleros de una vez. La postura máxima es también aquí de cuatro mil florines. Yo no sabía nada de este juego y casi no conocía las posturas, salvo el rojo y el negro, que también existen en él. A ellos me adherí. Todo el casino se agolpó en torno. No recuerdo si pensé una sola vez en Polina durante ese tiempo. Lo que sentía era un deleite irresistible de atrapar billetes de banco, de ver crecer el montón de ellos que ante mí tenía.

En realidad, era como si la suerte me empujase. En esta ocasión se produjo, como de propósito, una circunstancia que, sin embargo, se repite con alguna frecuencia en el juego. Cae, por ejemplo, la suerte en. el rojo y sigue cayendo en él diez, hasta quince veces seguidas. Anteayer oí decir que el rojo había salido veintidós veces consecutivas la semana pasada, lo que no se recuerda que haya sucedido en la ruleta y de lo cual todo el mundo hablaba con asombro. Como era de esperar, todos abandonaron al momento el rojo y al cabo de diez veces, por ejemplo, casi nadie se atrevía a apostar a él. Pero ninguno de los jugadores experimentados tampoco apuesta entonces al negro. El jugador avezado sabe lo que significa esta «suerte veleidosa», a saber, que después de salir el rojo dieciséis veces, la decimoséptima saldría necesariamente el negro. A tal conclusión se lanzan casi todos los novatos, quienes doblan o triplican las posturas y pierden sumas enormes.

Ahora bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté que el rojo había salido siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy convencido de que en ello terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los mirones con mi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!- recuerdo con toda claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino sólo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes, hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo había salido por decimocuarta vez.

-Monsieur a gagné déjà cent mille florins -dijo una voz junto a mí.

De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más necesitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí a puñados en los bolsillos, sin contarlos, recogí todo el oro, todos los fajos de billetes, y salí corriendo del casino. En torno mío la gente reía al verme atravesar las salas con los bolsillos abultados y al ver los trompicones que me hacía dar el peso del oro. Creo que pesaba bastante más de veinte libras. Varias manos se alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.

-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-, pero márchese sin falta mañana por la mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo…

No les hice caso. La avenida estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir mis propias manos. Había media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a los atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco pensaba ahora en ellos. A decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante el camino; tenía la cabeza vacía de pensamientos. Sólo sentía un enorme deleite: éxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó ante mí también la imagen de Polina. Recordé y me di plena cuenta de que iba a su encuentro, de que pronto estaría con ella, de que le contaría, le mostraría …. pero apenas recordaba ya lo que me había dicho poco antes, ni por qué yo había salido; todas esas sensaciones recientes, de hora y media antes, me parecían ahora algo sucedido tiempo atrás, algo superado, vetusto, algo que ya no recordaríamos, porque ahora todo empezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi al final de la avenida me sentí de pronto sobrecogido de espanto: «¿Y si ahora me mataran y robaran?». Con cada paso mi temor se redoblaba. Iba corriendo. Pero al final de la avenida surgió de pronto nuestro hotel, rutilante de luces innumerables. ¡Gracias a Dios, estaba en casa!

Subí corriendo a mi piso y abrí de golpe la puerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá y cruzada de brazos ante una bujía encendida. Me miró con asombro y, por supuesto, mi aspecto debía de ser bastante extraño en ese momento. Me planté frente a ella y empecé a arrojar sobre la mesa todo mi montón de dinero.

Capítulo 15

Recuerdo que me miró cara a cara, con terrible fijeza, pero sin moverse de su sitio para cambiar de postura.

-He ganado 200.000 francos -exclamé, arrojando el último envoltorio. La ingente masa de billetes y paquetes de monedas de oro cubría toda la mesa. Yo no podía apartar los ojos de ella. Durante algunos minutos olvidé por completo a Polina. Ora empezaba a poner orden en este cúmulo de billetes de banco juntándolos en fajos, ora ponía el oro aparte en un montón especial, ora lo dejaba todo y me ponía a pasear rápidamente por la habitación; a ratos reflexionaba, luego volvía a acercarme impulsivamente a la mesa y empezaba a contar de nuevo el dinero. De pronto, como si hubiera recobrado el juicio, me abalancé a la puerta y la cerré con dos vueltas de llave. Luego me detuve, sumido en mis reflexiones, delante de mi pequeña maleta.

-¿No convendría quizá meterlo en la maleta hasta mañana? -pregunté volviéndome a Polina, de quien me acordé de pronto. Ella seguía inmóvil en su asiento, en el mismo sitio, pero me observaba fijamente. Había algo raro en la expresión de su rostro, y esa expresión no me gustaba. No me equivoco si digo que en él se retrataba el aborrecimiento.

Me acerqué de prisa a ella.

-Polina, aquí tiene veinticinco mil florines, o sea, cincuenta mil francos; más todavía. Tómelos y tíreselos mañana a la cara.

No me contestó.

-Si quiere usted, yo mismo se los llevo mañana temprano. ¿Qué dice?

De pronto se echó a reír y estuvo riendo largo rato. Yo la miraba asombrado y apenado. Esa risa era muy semejante a aquella otra frecuente y sarcástica con que siempre recibía mis declaraciones más apasionadas. Cesó de reír por fin y arrugó el entrecejo. Me miraba con severidad, ceñudamente.

-No tomaré su dinero -dijo con desprecio.

-¿Cómo? ¿Qué pasa? -grité-. Polina, ¿por qué no?

-No tomo dinero de balde.

-Se lo ofrezco como amigo. Le ofrezco a usted mi vida.

Me dirigió una mirada larga y escrutadora como si quisiera atravesarme con ella.

-Usted paga mucho -dijo con una sonrisa irónica-. La amante de Des Grieux no vale cincuenta mil francos.

-Polina, ¿cómo es posible que hable usted así conmigo? -exclamé en tono de reproche-. ¿Soy yo acaso Des Grieux?

-¡Le detesto a usted! ¡Sí …. sí … ! No le quiero a usted más que a Des Grieux -exclamó con ojos relampagueantes.

Y en ese instante se cubrió la cara con las manos y tuvo un ataque de histeria. Yo corrí a su lado.

Comprendí que le había sucedido algo en mi ausencia. Parecía no estar enteramente en su juicio.

-¡Cómprame! ¿Quieres? ¿Quieres? ¿Por cincuenta mil francos como Des Grieux? -exclamaba con voz entrecortada por sollozos convulsivos. Yo la cogí en mis brazos, la besé las manos, y caí de rodillas ante ella.

Se le pasó el acceso de histeria. Me puso ambas manos en los hombros y me miró con fijeza. Quería por lo visto leer algo en mi rostro. Me escuchaba, pero al parecer sin oír lo que le decía. Algo como ansiedad y preocupación se reflejaba en su semblante. Me causaba sobresalto, porque se me antojaba que de veras iba a perder el juicio. De pronto empezó a atraerme suavemente hacia sí, y una sonrisa confiada afloró a su cara; pero una vez más, inesperadamente, me apartó de sí y se puso a escudriñarme con mirada sombría.

De repente se abalanzó a abrazarme.

-¿Conque me quieres? ¿Me quieres? -decía-. ¡Conque querías batirte con el barón por mí! -Y soltó una carcajada, como si de improviso se hubiera acordado de algo a la vez ridículo y simpático. Lloraba y reía a la vez. Pero yo ¿qué podía hacer? Yo mismo estaba como febril. Recuerdo que empezó a contarme algo, pero yo apenas pude entender nada. Aquello era una especie de delirio, de garrulidad, como si quisiera contarme cosas lo más de prisa posible, un delirio entrecortado por la risa más alegre, que acabó por atemorizarme.

-¡No, no, tú eres bueno, tú eres bueno! -repetía-. ¡Tú eres mi amigo fiel! -y volvía a ponerme las manos en los hombros, me miraba y seguía repitiendo: «Tú me quieres… me quieres… ¿me querrás?». Yo no apartaba los ojos de ella; nunca antes había visto en ella estos arrebatos de ternura y amor. Por supuesto, era un delirio, y sin embargo … Notando mi mirada apasionada, empezó de pronto a sonreír con picardía. Inopinadamente se puso a hablar de míster Astley.

Bueno, habló de míster Astley sin interrupción (sobre todo cuando trató de contarme algo de esa velada), pero no pude enterarme de lo que quería decir exactamente. Parecía incluso que se reía de él. Repetía sin cesar que la estaba esperando… ¿sabía yo que de seguro estaba ahora mismo debajo de la ventana? « ¡Sí, sí, debajo de la ventana; anda, abre, mira, mira, que está ahí, ahí! » Me empujaba hacia la ventana, pero no bien hacía yo un movimiento, se derretía de risa y yo permanecía junto a ella y ella se lanzaba a abrazarme.

-¿Nos vamos? Porque nos vamos mañana, ¿no? -idea que se le metió de repente en la cabeza-. Bueno (y se puso a pensar). Bueno, pues alcanzamos a la abuela, ¿qué te parece? Creo que la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué crees que dirá cuando nos vea? ¿Y míster Astley? Bueno, ése no se tirará desde lo alto del Schlangenberg, ¿no crees? (soltó una carcajada). Oye, ¿sabes adónde va el verano que viene? Quiere ir al Polo Norte a hacer investigaciones científicas y me invita a acompañarle, ¡ja, ja, ja! Dice que nosotros los rusos no podemos hacer nada sin los europeos y que no somos capaces de nada… ¡Pero él también es bueno! ¿Sabes que disculpa al general? Dice que si Blanche, que si la pasión…, pero no sé, no sé -repitió de pronto como perdiendo el hilo-. ¡Son pobres! ¡Qué lástima me da de ellos! Y la abuela… Pero oye, oye, ¿tú no habrías matado a Des Grieux? ¿De veras, de veras pensabas matarlo? ¡Tonto! ¿De veras podías creer que te dejaría batirte con él? Y tampoco matarás al barón -añadió, riendo-. ¡Ay, qué divertido estuviste entonces con el barón! Os estaba mirando a los dos desde el banco. ¡Y de qué mala gana fuiste cuando te mandé! ¡Cómo me reí, cómo me reí entonces! -añadió entre carcajadas.

Y vuelta de nuevo a besarme y abrazarme, vuelta de nuevo a apretar su rostro contra el mío con pasión y ternura. Yo no pensaba en nada ni nada oía. La cabeza me daba vueltas…

Creo que eran las siete de la mañana, poco mas o menos, cuando desperté. El sol alumbraba la habitación. Polina estaba sentada junto a mí y miraba en torno suyo de modo extraño, como si estuviera saliendo de un letargo y ordenando sus recuerdos. También ella acababa de despertar y miraba atentamente la mesa y el dinero. A mí me pesaba y dolía la cabeza. Quise coger a Polina de la mano, pero ella me rechazó y de un salto se levantó del sofá. El día naciente se anunciaba encapotado; había llovido antes del alba. Se acercó a la ventana, la abrió, asomó la cabeza y el pecho y, apoyándose en los brazos, con los codos pegados a las jambas, pasó tres minutos sin volverse hacia mí ni escuchar lo que le decía. Me pregunté con espanto qué pasaría ahora y cómo acabaría esto. De pronto se apartó de la ventana, se acercó a la mesa y, mirándome con una expresión de odio infinito con los labios temblorosos de furia, me dijo:

-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!

-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a decir.

-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te arrepientes?

En la mesa había veinticinco mil florines contados ya la noche antes. Los tomé y se los di.

-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no es eso? -me preguntó aviesamente con el dinero en las manos.

-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.

-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos! -levantó el brazo y me los tiró. El paquete me dio un golpe cruel en la cara y el dinero se desparramó por el suelo. Hecho esto, Polina salió corriendo del cuarto.

Sé, claro, que en ese momento no estaba en su juicio, aunque no comprendo esa perturbación temporal. Cierto es que aun hoy día, un mes después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causa de ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida? ¿El amor propio lastimado? ¿La desesperación por haber decidido venir a verme? ¿Acaso di muestra de jactarme de mi buena fortuna, de que, al igual que Des Grieux, quería desembarazarme de ella regalándole cincuenta mil francos? Pero no fue así; lo sé por mi propia conciencia. Pienso que su propia vanidad tuvo parte de la culpa; su vanidad la incitó a no creerme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuviera una idea vaga de ello. En tal caso, por supuesto, yo pagué por Des Grieux y resulté responsable, aunque quizá no en demasía. Es verdad que era sólo un delirio; también es verdad que yo sabía que se hallaba en estado delirante, y .. no lo tomé en cuenta.

Acaso no me lo pueda perdonar ahora. Sí, ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que su enfermedad y delirio eran tan graves que había olvidado por completo lo que hacía cuando vino a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro que sabía lo que hacía!

A toda prisa metí los billetes y el montón de oro en la cama, lo cubrí todo y salí diez minutos después de Polina. Estaba seguro de que se había ido corriendo a casa, y yo quería acercarme sin ser notado y preguntar a la niñera en el vestíbulo por la salud de su señorita. ¡Cuál no sería mi asombro cuando me enteré por la niñera, a quien encontré en la escalera, que Polina no había vuelto todavía a casa y que la niñera misma iba a la mía a buscarla!

-Hace un momento -le dije-, hace sólo un momento que se separó de mí; hace diez minutos. ¿Dónde podrá haberse metido?

La niñera me miró con reproche.

Y mientras tanto salió a relucir todo el lance, que ya circulaba por el hotel. En la conserjería y entre las gentes del Oberkellner se murmuraba que la Fráulein había salido corriendo del hotel, bajo la lluvia, con dirección al Hotel d’Angleterre. Por sus palabras y alusiones me percaté de que ya todo el mundo sabía que había pasado la noche en mi cuarto. Por otra parte, hablaban ya de toda la familia del general: se supo que éste había perdido el juicio la víspera y había estado llorando por todo el hotel. Decían, además, que la abuela era su madre, que había venido ex professo de Rusia para impedir que su hijo se casase con mlle. de Cominges y que si éste desobedecía, le privaría de la herencia; y como efectivamente había desobedecido, la condesa,’ante los propios ojos de su hijo, había perdido aposta todo su dinero a la ruleta para que no heredase nada. «Diesen Russen!» -repetía el Oberkellner meneando la cabeza con indignación. Otros reían. El Oberkellner preparó la cuenta. Se sabía ya lo de mis ganancias. Karl, el camarero de mi piso, fue el primero en darme la enhorabuena. Pero yo no tenía humor para atenderlos. Salí disparado para el Hotel d’Angleterre.

Era todavía temprano y míster Astley no recibía a nadie, pero cuando supo que era yo, salió al pasillo y se me puso delante, mirándome de hito en hito con sus ojos color de estaño y esperando a ver lo que yo decía. Le pregunté al instante por Polina.

-Está enferma -respondió míster Astley, quien seguía mirándome con fijeza y sin apartar de mí los ojos.

-¿De modo que está con usted?

-¡Oh, sí! Está conmigo.

-¿Así es que usted… que usted tiene la intención de retenerla consigo?

– Oh, sí! Tengo esa intención.

-Míster Astley, eso provocaría un escándalo; eso no puede ser. Además, está enferma de verdad. ¿No lo ha notado usted?

-¡Oh, sí! Lo he notado, y ya he dicho que está enferma. Si no lo estuviese no habría pasado la noche con usted.-¿Conque usted también sabe eso?-Lo sé. Ella iba a venir aquí anoche y yo iba a llevarla a casa de una pariente mía, pero como estaba enferma se equivocó y fue a casa de usted.-¡Hay que ver! Bueno, le felicito, míster Astley. A propósito, me hace usted pensar en algo. ¿No pasó usted la noche bajo nuestra ventana? Miss Polina me estuvo pidiendo toda la noche que la abriera y que mirase a ver si estaba usted bajo ella, y se reía a carcajadas.-¿De veras? No, no estuve debajo de la ventana; pero sí estuve esperando en el pasillo y dando vueltas.-Pues es preciso ponerla en tratamiento, rníster Astley.- Oh, sí! Ya he llamado al médico; y si muere, le haré a usted responsable de su muerte.

Me quedé perplejo.

-Vamos, Míster Astley, ¿qué es lo que quiere usted?

-¿Es cierto que ganó usted ayer 200.000 táleros?

-Sólo 100.000 florines.

-Vaya, hombre. Se irá usted, pues, esta mañana a París.

-¿Por qué?

-Todos los rusos que tienen dinero van a París -explicó míster Astley con la voz y el tono que emplearía si lo hubiera leído en un libro.

-¿Qué haría yo en París ahora, en verano? La quiero, míster Astley, usted mismo lo sabe.

-¿De veras? Estoy convencido de que no. Además, si se queda usted aquí lo perderá probablemente todo y no tendrá con qué ir a París. Bueno, adiós. Estoy completamente seguro de que irá usted a París hoy.

-Pues bien, adiós, pero no iré a París. Piense, míster Astley, en lo que ahora será de nosotros. En una palabra, el general… y ahora esta aventura con miss Polina; porque lo sabrá toda la ciudad.

-Sí, toda la ciudad. Creo, sin embargo, que el general no piensa en eso y que le trae sin cuidado. Además, miss Polina tiene el perfecto derecho de vivir donde le plazca. En cuanto a esa familia, cabe decir que en rigor ya no existe.

Me fui, riéndome del extraño convencimiento que tenía este inglés de que me iría a París. «Con todo, quiere matarme de un tiro en duelo -pensaba- si mademoiselle Polina muere, ¡vaya complicación! » Juro que sentía lástima de Polina, pero, cosa rara, desde el momento en que la víspera me acerqué a la mesa de juego y empecé a amontonar fajos de billetes, mi amor pareció desplazarse a un segundo término. Esto lo digo ahora, pero entonces no me daba cuenta cabal de ello. ¿Soy efectivamente un jugador? ¿Es que efectivamente… amaba a Polina de modo tan extraño? No, la sigo amando en este instante, bien lo sabe Dios. Cuando me separé de míster Astley y fui a casa, sufría de verdad y me culpaba a mí mismo. Pero… entonces me sucedió-un lance extraño y ridículo.

Iba de prisa a ver al general cuando no lejos de sus habitaciones se abrió una puerta y alguien me llamó. Era madame veuve Cominges, y me llamaba por orden de mademoiselle Blanche. Entré en la habitación de ésta.

Su alojamiento era exiguo, compuesto de dos habitaciones. Oí la risa y los gritos de mademoiselle Blanche en la alcoba. Se levantaba de la cama.

-Ah, c’est lui! Viens donc, bête! Es cierto que tu as gagné une montagne d’or et d’argent? J’aimerais mieux l’or.

-La he ganado -dije riendo.

-¿Cuánto?

-Cien mil florines.

-Bibi, comme tu es béte. Sí, anda, acércate, que no oigo nada. Nous ferons bombance, n’est-cepas?

Me acerqué a ella. Se retorcía bajo la colcha de raso color de rosa, de debajo de la cual surgían unos hombros maravillosos, morenos y robustos, de los que quizá sólo se ven en sueños, medio cubiertos por un camisón de batista guarnecido de encajes blanquísimos que iban muybien con su cutis oscuro.

-Mon fils, as-tu du coeur? -gritó al verme y soltó una carcajada. Se reía siempre con mucho alborozo y a veces con sinceridad

-Tout autre… -empecé a decir parafraseando a Corneille.

-Pues mira, vois-tu -parloteó de pronto-, en primer lugar, búscame las medias y ayúdame a calzarme; y, en segundo lugar, si tu n’es pas trop béte, je te prends à Paris. ¿Sabes? Me voy en seguida.

-¿En seguida?

-Dentro de media hora.

En efecto, estaba hecho el equipaje. Todas las maletas y los efectos estaban listos. Se había servido el café hacía ya rato.

-Eh, bien! ¿quieres? Tu verras Paris. Dis donc, qu’est-ce que c’est qu’un outchitel? Tu étais bien bête, quand tu étais outchitel! ¿Dónde están mis medias? ¡Pónmelas, anda!

Levantó un pie verdaderamente admirable, moreno, pequeño, perfecto de forma, como lo son por lo común esos piececitos que lucen tan bien en botines. Yo, riendo, me puse a estirarle la media de seda. Mademoiselle Blanche mientras tanto parloteaba sentada en la cama.

-Eh bien, que feras-tu si je te prends avec? Para ernpezar je veux cinquante mille francs. Me los darás en Francfort. Nous allons à Paris. Allí viviremos juntos et je te ferai voir des étoiles en plein jour. Verás mujeres como no las has visto nunca. Escucha…

-Espera, si te doy cincuenta mil francos, ¿qué es lo que me queda a mí?

-Et cent cinquante mille francs, ¿lo has olvidado? y, además, estoy dispuesta a vivir contigo un mes, dos meses, que sais-je? No cabe duda de que en dos meses nos gastaremos esos ciento cincuenta mil francos. Ya ves que je suis bonne enfant y que te lo digo de antemano, mais tu verras des étoiles.

-¿Cómo? ¿Gastarlo todo en dos meses?

-¿Y qué? ¿Te asusta eso? Ah, vil esclave! ¿Pero no sabes que un mes de esa vida vale más que toda tu existencia? Un mes… et aprés le déluge! Mais tu ne peux comprendre, va! ¡Vete, vete de aquí, que no lo vales! Aïe, que fais-tu?

En ese momento estaba yo poniéndole la otra media, pero no pude contenerme y le besé el pie. Ella lo retiró y con la punta de él comenzó a darme en la cara. Acabó por echarme de la habitación.

-Eh bien, mon outchitel, je t’attends, si tu veux, ¡dentro de un cuarto de hora me voy! -gritó tras mí.

Cuando volvía a mi cuarto me sentía como mareado. Pero, al fin y al cabo, no tengo yo la culpa de que mademoiselle Polina me tirara todo el dinero a la cara ni de que ayer, por añadidura, prefiriera míster Astley a mí. Algunos de los billetes estaban aún desparramados por el suelo. Los recogí. En ese momento se abrió la puerta y apareció el Oberkellner (que antes ni siquiera quería mirarme) con la invitación de que, si me parecía bien, me mudara abajo, a un aposento soberbio, ocupado hasta poco antes por el conde V.

Yo, de pie, reflexioné.

-¡La cuenta! -exclamé-. Me voy al instante, en diez minutos. «Pues si ha de ser París, a París» -pensé para mis adentros. Es evidente que ello está escrito.

Un cuarto de hora después estábamos, en efecto, los tres sentados en un compartimiento reservado: mademoiselle Blanche, madame veuve Cominges y yo. Mademoiselle Blanche me miraba riéndose, casi al borde de la histeria. Veuve Cominges la secundaba; yo diré que estaba alegre. Mi vida se había partido en dos, pero ya estaba acostumbrado desde el día antes a arriesgarlo todo a una carta. Quizá, y efectivamente es cierto, ese dinero era demasiado para mí y me había trastornado. Peut-étre, je ne demandais pas mieux. Me parecía que por algún tiempo -pero sólo por algún tiempo- había cambiado la decoración. «Ahora bien, dentro de un mes estaré aquí, y entonces… y entonces nos veremos las caras, míster Astley.» No, por lo que recuerdo ahora ya entonces me sentía terriblemente triste, aunque rivalizaba con la tonta de Blanche a ver quién soltaba las mayores carcajadas.

~¿Pero qué tienes? ¡Qué bobo eres! ¡Oh, qué bobo! -chillaba Blanche, interrumpiendo su risa y riñéndome en serio-. Pues sí, pues sí, sí, nos gastaremos tus doscientos mil francos, pero… mais tu seras heureux, comme un petit roi; yo misma te haré el nudo de la corbata y te presentaré a Hortense. Y cuando nos gastemos todo nuestro dinero vuelves aquí y una vez más harás saltar la banca. ¿Qué te dijeron los judíos? Lo importante es la audacia, y tú la tienes, y más de una vez me llevarás dinero a París. Quant à moi, je veux cinquante mille francs de rente et alors…

-¿Y el general? -le pregunté.

-El general, como bien sabes, viene ahora a verme todos los días con un ramo de flores. Esta vez le he mandado de propósito a que me busque flores muy raras. Cuando vuelva el pobre, ya habrá volado el pájaro. Nos seguirá a toda prisa, ya veras. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué contenta estaré con él! En París me será útil. Míster Astley pagará aquí por él…

Y he aquí cómo fui entonces a París.

Capítulo 16

¿Qué diré de París? Todo ello, por supuesto, fue una locura y estupidez. En total permanecí en París algo más de tres semanas y en ese tiempo se volatilizaron por completo mis cien mil francos. Hablo sólo de cien mil; los otros cien mil se los di a mademoiselle Blanche en dinero contante y sonante: cincuenta mil en Francfort, y al cabo de tres días en París le entregué cincuenta mil más, en un pagaré, por el cual me sacó también dinero al cabo de ocho días, «et les cent mille francs que nous restent tu les mangeras avec moi, mon outchitel». Me llamaba siempre «outchitel», esto es, tutor. Es difícil imaginarse nada en este mundo más mezquino, más avaro más ruin que la clase de criaturas a que pertenecía mademoiselle Blanche. Pero esto en cuanto a su propio dinero. En lo tocante a mis cien mil francos, me dijo más tarde, sin rodeos que los necesitaba para su instalación inicial en París: «puesto que ahora me establezco como Dios manda y durante mucho tiempo nadie me quitará del sitio; al menos así lo tengo proyectado» -añadió. Yo, sin embargo, casi no vi esos cien mil francos. Era ella la que siempre guardaba el dinero, y en mi faltriquera, en la que ella misma huroneaba todos los días nunca había más de cien francos y casi siempre menos.

-¿Pero para qué necesitas dinero? -me preguntaba de vez en cuando con la mayor sinceridad; y yo no disputaba con ella. Ahora bien, con ese dinero iba amueblando y decorando su apartamento bastante bien, y cuando más tarde me condujo al nuevo domicilio me decía enseñándome las habitaciones: «Mira lo que con cálculo y gusto se puede hacer aun con los medios más míseros». Esa miseria ascendía, sin embargo, a cincuenta mil francos, ni más ni menos. Con los cincuenta mil restantes se procuró un carruaje y caballos, amén de lo cual dimos dos bailes, mejor dicho, dos veladas a las que asistieron Hortense y Lisette y Cléopátre, mujeres notables por muchos conceptos y hasta bastante guapas. En esas dos veladas me vi obligado a desempeñar el estúpido papel de anfitrión, recibir y entretener a comerciantes ricos e imbéciles, inaguantables por su ignorancia y descaro, a varios tenientes del ejército, a escritorzuelos miserables y a insectos del periodismo, que llegaban vestidos de frac muy a la moda, con guantes pajizos, y dando muestras de un orgullo y una arrogancia inconcebibles aun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya es decir. Se les ocurrió incluso reírse de mí, pero yo me emborraché de champaña y fui a tumbarme en un cuarto trasero. Todo esto me resultaba repugnante en alto grado. «C’est un outchitel -decía de mí mademoiselle Blanche-. Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él.» Recurrí muy a menudo al champaña porque a menudo me sentía horriblemente triste y aburrido. Vivía en un ambiente de lo más burgués, de lo más mercenario, en el que se calculaba y se llevaba cuenta de cada sou. Blanche no me quería mucho en los primeros quince días, cosa que noté; es verdad que me vistió con elegancia y que todos los días me hacía el nudo de la corbata, pero en su fuero interno me despreciaba cordialmente, lo cual me traía sin cuidado. Aburrido Y melancólico, empecé a frecuentar el «Cháteau des Fleurs», donde todas las noches, con regularidad, me embriagaba y aprendía el cancán (que allí se baila con la mayor desvergüenza) y, en consecuencia, llegué a adquirir cierta fama en tal quehacer. Por fin Blanche llegó a calar mi verdadera índole; no sé por qué se había figurado que durante nuestra convivencia yo iría tras ella con papel y lápiz, apuntando todo lo que había gastado, lo que había robado y lo que aún había de gastar y robar; y, por supuesto, estaba segura de que por cada diez francos se armaría entre nosotros una trifulca. Para cada una de las embestidas mías que había imaginado de antemano tenía preparada una réplica: pero viendo que yo no embestía empezó a objetar por su cuenta. Algunas veces se arrancaba con ardor, pero al notar que yo guardaba silencio -porque lo corriente era que estuviera tumbado en el sofá mirando inmóvil el techo- acabó por sorprenderse. Al principio pensaba que yo era simplemente un mentecato, «un outchitel», y se limitaba a poner fin a sus explicaciones, pensando probablemente para sí: «Pero si es tonto; no hay por qué explicarle nada, puesto que ni se entera». Entonces se iba, pero volvía diez minutos después (esto ocurría en ocasiones en que estaba haciendo los gastos más exorbi,,tantes, gastos muy por encima de nuestros medios: por ejemplo, se deshizo de los caballos que tenía y compró otro tronco en dieciséis mil francos).

-Bueno, ¿conque no te enfadas, Bibi? -dijo acercándose a mí.

-¡Noooo! Me fastidias -contesté apartándola de mí con el brazo. Esto le pareció tan curioso que al momento se sentó junto a mí.

-Mira, si he decidido pagar tanto es porque los vendían de lance. Se pueden revender en veinte mil francos.

-Sin duda, sin duda. Los caballos son soberbios. Ahora tienes un magnífico tronco. Te va bien. Bueno, basta.

-¿Entonces no estás enfadado?

-¿Por qué había de estarlo? Haces bien en adquirir las cosas que estimas indispensables. Todo te será de utilidad más tarde. Yo veo que, efectivamente, necesitas establecerte bien; de otro modo no llegarás a millonaria. Nuestros cien mil francos son nada más que el principio, una gota de agua en el mar.

Lo menos que Blanche esperaba de mí eran tales razonamientos en vez de gritos y reproches; para ella fue como caer del cielo.

-Pero tú… ¡hay que ver cómo eres! Mais tu as I’esprit pour comprendre! Sais-tu, mon garçon, aunque sólo eres un outchitel, deberías haber nacido príncipe. ¿Conque no lamentas que el dinero se nos acabe pronto?

-Cuanto antes, mejor.

-Mais… sais-tu… mais dis donc, ¿es que eres rico? Mais, sais-tu, desprecias el dinero demasiado. Qu’est-ce que tu feras après, dis donc?

-Aprés, voy a Homburg y vuelvo a ganar cien mil francos.

-Oui, oui! c’est ça, c’est magnifique! Y yo sé que los ganarás y que los traerás aquí. Dis donc, vas a hacer que te quiera. Eh bien, por ser como eres te voy a querer todo este tiempo y no te seré infiel ni una sola vez. Ya ves, no te he querido hasta ahora parce queje croyais que tu n’es qu’un outchitel (quelque chose comme un laquais, n’est-ce pas?), pero a pesar de ello te he sido fiel, parce queje suís bonnefille.

-¡Anda, que mientes! ¿Es que crees que no te vi la última vez con Albert, con ese oficialito moreno?

-Oh, Oh, mais tu es…

-Vamos, mientes, mientes, pero ¿piensas que me enfado? Me importa un comino; il faut que jeunesse se passe. No debes despedirlo si fue mi predecesor y tú le quieres. Ahora bien, no le des dinero, ¿me oyes?

~¿Conque no te enfadas por eso tampoco? Mais tu es un vrai philosophe, sais-tu? Un vrai philosophe! -exclamó con entusiasmo-. Eh, bien, je t’aimerai, je t’aimerai, tu verras, tu seras content!

Y, en efecto, desde ese momento se mostró conmigo muy apegada, se portó hasta con afecto, y así pasaron nuestros últimos diez días. No vi las «estrellas» prometidas; pero en ciertos particulares cumplió de veras su palabra. Por añadidura, me presentó a Hortense que era, a su modo, una mujer admirable y a quien en nuestro círculo llamaban Thérésephilosophe…

Pero no hay por qué extenderse en estos detalles; todo esto podría constituir un relato especial, con un colorido especial que no quiero intercalar en esta historia. Lo que quiero subrayar es que deseaba con toda el alma que aquello acabara lo antes posible. Pero con nuestros cien mil francos hubo bastante, como ya he dicho, casi para un mes, lo que de veras me maravillaba. De esta suma, ochenta mil francos por lo menos los invirtió Blanche en comprarse cosas: vivimos sólo de veinte mil francos y, sin embargo, fue bastante. Blanche, que en los últimos días era ya casi sincera conmigo (por lo menos no me mentía en algunas cosas), confesó que al menos no recaerían sobre mí las deudas que se veía obligada a contraer. «No te he dado a firmar cuentas y pagarés porque me ha dado lástima de ti; pero otra lo hubiera hecho sin duda y te hubiera llevado a la cárcel. ¡Ya ves, ya ves, cómo te he querido y lo buena que soy! ¡Sólo que esa endiablada boda me costará un ojo de la cara! »

Y, efectivamente, tuvimos una boda. Se celebró al final mismo de nuestro mes, y es preciso admitir que en ella se fueron los últimos residuos de mis cien mil francos. Con ello se terminó el asunto, es decir, con ello se terminó nuestro mes y pasé formalmente a la condición de jubilado.

Ello ocurrió del modo siguiente: ocho días después de instalarnos en París se presentó el general. Vino directamente a ver a Blanche y desde la primera visita casi se alojó con nosotros. Tenía, es cierto, su propio domicilio, no sé dónde. Blanche le recibió gozosamente, con carcajadas y chillidos, y hasta se precipitó a abrazarlo; la cosa llegó al punto de que ella misma era la que no le soltaba y él hubo de seguirla a todas partes: al bulevar, a los paseos en coche, al teatro y a visitar a los amigos. Para estos fines el general era todavía útil, pues tenía un porte bastante impresionante y decoroso, con su estatura relativamente elevada, sus patillas y bigote teñido (había servido en los coraceros) y su rostro agradable aunque algo adiposo. Sus modales eran impecables y vestía el frac con soltura. En París empezó a llevar sui condecoraciones. Con alguien así no sólo era posible, sino hasta recomendable, si se permite la expresión, circular por el bulevar. Por tales motivos el bueno e inútil general estaba que no cabía en sí de gozo, porque no contaba con ello cuando vino a vernos a su llegada a París. Entonces se presentó casi temblando de miedo, creyendo que Blanche prorrumpiría en gritos y mandaría que lo echaran; y en vista del cariz diferente que habían tomado las cosas, estaba rebosante de entusiasmo y pasó todo ese mes en un estado de absurda exaltación, estado en que seguía cuando yo le dejé. Me enteré en detalle de que después de nuestra repentina partida de Roulettenburg, le había dado esa misma mañana algo así como un ataque. Cayó al suelo sin conocimiento y durante toda la semana siguiente estuvo como loco, hablando sin cesar. Le pusieron en tratamiento, pero de repente lo dejó todo, se metió en el tren y se vino a París. Ni que decir tiene que el recibimiento que le hizo Blanche fue la mejor medicina para él, pero, a despecho de su estado alegre y exaltado, persistieron durante largo tiempo los síntomas de la enfermedad. Le era imposible razonar o incluso mantener una conversación si era un poco seria; en tal caso se limitaba a mover la cabeza y a decir «¡hum!» a cada palabra, con lo que salía del paso. Reía a menudo con risa nerviosa, enfermiza, que tenía algo de carcajada; a veces también permanecía sentado horas enteras, tétrico como la noche, frunciendo sus pobladas cejas. Por añadidura, era ya poco lo que recordaba; llegó a ser escandalosamente distraído y adquirió la costumbre de hablar consigo mismo. Blanche era la única que podía animarle; y, en realidad, los accesos de depresión y taciturnidad, cuando se acurrucaba en un rincón, significaban sólo que no había visto a Blanche en algún tiempo, que ésta había ido a algún sitio sin llevarle consigo o que se había ido sin hacerle alguna caricia. Por otra parte, ni él mismo hubiera podido decir qué quería y ni siquiera se daba cuenta de que estaba triste y decaído. Después de permanecer sentado una hora o dos (noté esto un par de veces cuando Blanche estuvo fuera todo el día, probablemente con Albert), empezaba de pronto a mirar a su alrededor, a agitarse, a aguzar la mirada, a hacer memoria, como si quisiera encontrar alguna cosa; pero al no ver a nadie y al no recordar siquiera lo que quería preguntar, volvía a caer en la distracción hasta que se presentaba Blanche, alegre, vivaracha, emperifollada, con su risa sonora, quien iba corriendo a él, se ponía a zarandearlo y hasta lo besaba, galardón, sin embargo, que raras veces le otorgaba. En una ocasión el general llegó a tal punto en su regocijo que hasta se echó a llorar, de lo cual quedé maravillado.

Tan pronto como el general apareció en París, Blanche se puso a abogar su causa ante mí. Recurrió incluso a la elocuencia; me recordaba que le había engañado por mí, que había sido casi prometida suya, que le había dado su palabra; que por ella había él abandonado a su familia y, por último, que yo había servido en casa de él y debía recordarlo; y que ¿cómo no me daba vergüenza … ? Yo me limitaba a callar mientras ella hablaba como una cotorra. Por fin, solté una risotada, con lo que terminó aquello; esto es, primero me tomó por un imbécil, pero al final quedó con la impresión de que era hombre bueno y acomodaticio. En resumen, que tuve la suerte de acabar mereciendo el absoluto beneplácito de esta digna señorita (Blanche, por otra parte, era en efecto una chica excelente, claro que en su género; yo no la aprecié como tal al principio). «Eres bueno y listo -me decía hacia el final- y.. y.. ¡sólo lamento que seas tan pazguato! ¡Nunca harás fortuna!»

«Un vrai Russe, un calmouk!» Algunas veces me mandaba sacar al general de paseo por las calles, ni más ni menos que como un lacayo sacaría de paseo a una galguita. Yo, por lo demás, lo llevaba al teatro, al Bal-Mabille y a los restaurantes. A este fin Blanche facilitaba el dinero, aunque el general tenía el suyo propio y gustaba de tirar de cartera en presencia de la gente. En cierta ocasión tuve casi que recurrir a la fuerza para impedir que comprase un broche en setecientos francos, del que se prendó en el Palais Royal y que a toda costa quería regalar a Blanche. ¿Pero qué representaba para ella un broche de setecientos francos? Al general no le quedaban más que mil francos y nunca pude enterarme de cómo se los había procurado. Supongo que procedían de míster Astley, puesto que éste había pagado lo que el general debía en el hotel. En cuanto a cómo me consideraba durante todo este tiempo, creo que ni siquiera sospechaba mis relaciones con Blanche. Aunque había oído vagamente que yo había ganado una fortuna, probablemente suponía que en casa de Blanche yo era algo así como secretario particular o quizá sólo criado. Al menos me hablaba siempre con altivez, en tono autoritario, igual que antes, y de vez en cuando hasta me echaba una filípica. En cierta ocasión nos dio muchísimo que reír una mañana a Blanche y a mí. No era hombre susceptible al agravio, que digamos; y he aquí que de pronto se ofendió conmigo; ¿por qué?, hasta este momento sigo sin enterarme. Por supuesto que él mismo lo ignoraba. En resumen, que se puso a despotricar sin ton ni son, à bátons rompus, gritaba que yo era un pilluelo, que iba a darme una lección …. que me haría comprender… etcétera, etcétera. Nadie pudo entender nada. Blanche se partía de risa, hasta que por fin lograron tranquilizarle no sé cómo y lo sacaron a dar un paseo. Muchas veces noté, sin embargo, que se ponía triste, que sentía lástima de algo o de alguien, incluso cuando Blanche estaba presente. En tal estado se puso a hablar conmigo un par de veces, aunque sin explicarse claramente, trajo a colación sus años de servicio, a su difunta esposa, sus propiedades, su hacienda. Se le ocurría una frase y se entusiasmaba con ella, y la repetía cien veces al día, aunque no correspondiera ni por asomo a sus sentimientos ni a sus ideas. Intenté hablar con él de sus hijos, pero dio esquinazo al tema con el consabido trabalenguas y pasó en seguida a otro: «¡Sí, sí! Los niños, los niños, tiene usted razón, los niños». Sólo una vez se mostró conmovido, cuando iba con nosotros al teatro: «¡Son unos niños infelices!». Y luego, durante la velada repitió varias veces las palabras «niños infelices». Una vez, cuando empecé a hablar de Polina, montó en cólera: « ¡Es una desagradecida! -gritó-; ¡es mala y desagradecida! ¡Ha deshonrado a la familia! ¡Si aquí hubiera leyes, ya la ataría yo corto! ¡Sí, señor, sí!». De Des Grieux ni siquiera podía escuchar el nombre. «Me ha arruinado ~decía-, me ha robado, me ha perdido! ¡Ha sido mi pesadilla durante dos años enteros! ¡Se me ha aparecido en sueños durante meses y meses! Es… es … es… ¡Oh, no vuelva usted a hablarme de él!»

Vi que traían algo entre manos, pero guardé silencio como de costumbre. Fue Blanche la primera en explicármelo, justamente ocho días antes de separarnos. «Il a du chance -chachareó-; la babouchka está ahora enferma de veras y se muere sin remedio. Míster Astley ha telegrafiado; no puedes negar que a pesar de todo es su heredero. Y aunque no lo sea, no es ningún estorbo para mí. En primer lugar, tiene su pensión, y en segundo lugar, vivirá en el cuarto de al lado y estará más contento que unas pascuas. Yo seré «mádame la générale». Entraré en la buena sociedad (Blanche soñaba con esto continuamente), luego llegaré a ser, una terrateniente rusa, j’aurai un château, des moujiks, et puis j’aùrai toujours mon million!»

-Bueno, pero si empieza a tener celos, preguntará… sabe Dios qué cosas, ¿entiendes?

-¡Oh, no, non, non, non! ¡No se atrevería! He tomado mis medidas, no te preocupes. Ya le he hecho firmar algunos pagarés en nombre de Albert. Al menor paso en falso será castigado en el acto. ¡No se atreverá!

-Bueno, cásate con él…

La boda se celebró sin especial festejo, en familia y discretamente. Entre los invitados figuraban Albert y algunos de los íntimos. Hortense, Cléopátre y las demás quedaron excluidas sin contemplaciones. El novio se interesó enormemente en su situación. La propia Blanche le anudó la corbata y le puso pomada en el pelo. Con su frac y chaleco blanco ofrecía un aspecto trés comme ilfaut.

-Il est pourtant trés comme il faut -me explicó la misma Blanche, saliendo de la habitación del general, como sorprendida de que éste fuera en efecto trés comme il faut. Yo, que participé en todo ello como espectador indolente, me enteré de tan pocos detalles que he olvidado mucho de lo que sucedió. Sólo recuerdo que el apellido de Blanche resultó no ser «de Cominges» -y, claro, su madre no era la veuve Cominges-, sino «du Placet». No sé por qué ambas se habían hecho pasar por de Cominges hasta entonces. Pero el general también quedó contento de ello, y hasta prefería du Placet a de Cominges. La mañana de la boda, ya enteramente vestido, se estuvo paseando de un extremo a otro de la sala, repitiendo en voz baja con seriedad e importancia nada comunes, «¡Mademoiselle Blanche du Placet! ¡Blanche du Placet! ¡Du Placet!». Y en su rostro brillaba cierta fatuidad. En la iglesia, en la alcaldía y en casa, donde se sirvió un refrigerio, se mostró no sólo alegre y satisfecho, sino hasta orgulloso. Algo les había ocurrido a los dos, porque también Blanche revelaba una particular dignidad.

-Es menester que ahora me conduzca de manera enteramente distinta -me dijo con seriedad poco común-, mais vois-tu, no he pensado en una cosa horrenda- imagínate que todavía no he podido aprender mi nuevo apellido: Zagorianski, Zagozianski, madame la générale de Sago-Sago, ces diables de noms russes, en fin madame la générale à quatorze consonnes! Comme c’est agréable, n’est-ce pas?

Por fin nos separamos, y Blanche, la tonta de Blanche, hasta derramó unas lagrimitas al despedirse de mí: «Tu étais bon enfant -dijo gimoteando-. je te croyais bête et tu en avais l’air; pero eso te sienta bien». Y al darme el último apretón de manos exclamó de pronto: Attends!, fue corriendo a su gabinete y volvió al cabo de un minuto para entregarme dos billetes de mil francos. ¡Nunca lo hubiera creído! «Esto te vendrá bien; quizá como outchitel seas muy listo, pero como hombre eres terriblemente tonto. Por nada del mundo te daré más de dos mil, porque los perderías al juego. ¡Bueno, adiós! Nous serons toujours bons amis, y si ganas otra vez ven a verme sin falta, et tu seras heureux!»

A mí me quedaban todavía quinientos francos, sin contar un magnífico reloj que valdría mil, un par de gemelos de brillantes y alguna otra cosa, con lo que podría ir tirando bastante tiempo todavía sin preocuparme de nada. Vine a instalarme de propósito en este villorio para hacer inventario de mí mismo, pero sobre todo para esperar a míster Astley. He sabido que probablemente pasará por aquí en viaje de negocios y se detendrá. Me enteraré de todo… y después… después me iré derecho a Homburg. No iré a Roulettenburg; quizá el año que viene. En efecto, dicen que es de mal agüero probar suerte dos veces seguidas en la misma mesa de juego; y en Homburg se juega en serio.

Capítulo 17

Ya hace un año y ocho meses que no he echado un vistazo a estas notas, y sólo ahora, desalentado y melancólico, con la intención de distraerme, las he vuelto a leer por casualidad. Me quedé entonces en el punto en que salía para Homburg. ¡Dios mío! ¡Con qué ligereza de corazón, hablando relativamente, escribí entonces esas últimas frases! ¡Mejor dicho, no con qué ligereza, sino con qué presunción, con qué firmes esperanzas! ¿Tenía acaso alguna duda de mí mismo? ¡Y he aquí que ha pasado algo más de año y medio y, a mi modo de ver, estoy mucho peor que un mendigo! ¿Qué digo mendigo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoy perdido. Pero no hay nada con qué compararlo y no tengo por qué darme a mí mismo lecciones de moral. Nada sería más estúpido que moralizar ahora. ¡Oh, hombres satisfechos de sí mismos! ¡Con qué orgullosa jactancia se disponen esos charlatanes a recitar sus propias máximas! Si supieran cómo yo mismo comprendo lo abominable de mi situación actual, no se atreverían a darme lecciones. Porque vamos a ver, ¿qué pueden decirme que yo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? De lo que se trata es de que basta un giro de la rueda para que todo cambie, y de que estos moralistas -estoy seguro de ello- serán entonces los primeros en venir a felicitarme con chanzas amistosas. Y no me volverán la espalda, como lo hacen ahora. ¡Que se vayan a freír espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un cero a la izquierda. ¿Qué puedo ser mañana? Mañana puedo resucitar de entre los muertos Y empezar a vivir de nuevo. Aún puedo, mientras viva, rescatar al hombre que va dentro de mí.

En efecto, fui entonces a Homburg, pero … más tarde estuve otra vez en Roulettenburg, estuve también en Spa, estuve incluso en Baden, adonde fui como ayuda de cámara del Consejero Hinze, un bribón que fue mi amo aquí. Sí, también serví de lacayo ¡nada menos que cinco meses! Eso fue recién salido de la cárcel (porque estuve en la cárcel en Roulettenburg por una deuda contraída aquí. Un desconocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley? ¿Polina? No sé, pero la deuda fue pagada, doscientos táleros en total, y fui puesto en libertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré al servicio de ese Hinze. Es éste un hombre joven y voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablar y escribir tres idiomas. Al principio entré a trabajar con él en calidad de secretario o algo por el estilo, con treinta gulden al mes, pero acabé como verdadero lacayo, porque llegó el momento en que sus medios no le permitieron tener un secretario y me rebajó el salario. Como yo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa manera, por decisión propia, me convertí en lacayo. En su servicio no comí ni bebí lo suficiente, con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden. Una noche, en Baden, le dije que quería dejar su servicio, y esa misma noche me fui a la ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, no era el dinero lo que me atraía. Lo único que entonces deseaba era que todos estos Hinze, todos estos Oberkellner, todas estas magníficas damas de Baden hablasen de mí, contasen mi historia, se asombrasen de mí, me colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía a mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras y afanes pueriles, pero… ¿quién sabe?, quizá tropezaría con Polina y le contaría -y ella vería- que estoy por encima de todos estos necios reveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo que me tentaba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarrado una vez más en alguna Blanche y de que una vez más me hubiera paseado en coche por París durante tres semanas, con un tronco de mis propios caballos valorados en dieciséis mil francos; porque la verdad es que no soy avaro; antes bien, creo que soy un manirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblor, con qué desfallecimiento del corazón escucho el grito del crupier: trente et un, rouge, impaire et passe, o bien: quatre, noir, pair et manque! icon qué avidez miro la mesa de juego, cubierta de luises, federicos y táleros, las columnas de oro, el rastrillo del crupier que desmorona en montoncillos, como brasas candentes, esas columnas o los altos rimeros de monedas de plata en torno a la rueda. Todavía, cuando me acerco a la sala de juego, aunque haya dos habitaciones de por medio, casi siento un calambre al oír el tintín de las monedas desparramadas.

Ah, esa noche en que llegué a la mesa de juego con mis setenta gulden fue también notable. Empecé con diez gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata; reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar al zéro cinco gulden por puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí de gozo cuando me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había sentido tal alegría ni siquiera aquella vez que gané cien mil gulden; seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientos al negro, y salió; los ochocientos al manque, y salió; contando lo anterior hacía un total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de cinco minutos! Sí, en tales momentos se olvidan todos los fracasos anteriores. Porque conseguí esto arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar… y me pude contar de nuevo entre los hombres.

Tomé habitación en un hotel, me encerré en ella y estuve contando mi dinero hasta la tres de la madrugada. A la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no era lacayo. Decidí irme a Homburg ese mismo día; allí no había servido como lacayo ni había estado en la cárcel. Media hora antes de la salida del tren fui a hacer dos apuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio de florines. A pesar de ello me trasladé a Homburg y hace ya un mes que estoy aquí…

Vivo, ni que decir tiene, en perpetua zozobra; juego cantidades muy pequeñas y estoy a la espera de algo, hago cálculos, paso días enteros junto a la mesa de juego observándolo, hasta lo veo en sueños; y de todo esto deduzco que voy como insensibilizándome, como hundiéndome en agua estancada. Llego a esta conclusión por la impresión que me ha producido tropezar con míster Astley. No nos habíamos visto desde entonces y nos encontramos por casualidad. He aquí cómo sucedió eso. Fui a los jardines y calculé que estaba casi sin dinero pero que aún tenía cincuenta gulden, amén de que tres días antes había pagado en su totalidad la cuenta del hotel en que tengo alquilado un cuchitril. Por lo tanto, me queda la posibilidad de acudir a la ruleta, pero sólo una vez; si gano algo, podré continuar el juego; si pierdo, tendré que meterme a lacayo otra vez, a menos que se presenten en seguida algunos rusos que necesiten un tutor. Pensando así, iba yo dando mi paseo diario por el parque y por el bosque en el principado vecino. A veces me paseaba así hasta cuatro horas y volvía a Homburg cansado y hambriento. Apenas hube pasado d( los jardines al parque cuando de repente vi a míster Astley sentado en un banco. Él fue el primero en verme y me llamó a voces. Me senté junto a él. Al notar en él cierta gravedad moderé al momento mi regocijo, pero aun así me alegré muchísimo de verle.

~¡Conque está usted aquí! Ya pensaba yo que iba a tropezar con usted ~me dijo-. No se moleste en contarme nada: lo sé todo, todo. Me es conocida toda la vida de usted durante los últimos veinte meses.

-¡Bah, conque espía usted a los viejos amigos! -respondí-. Le honra a usted el hecho de que no se olvida… Pero, espere, me hace usted pensar en algo: ¿no fue usted quien Te sacó de la cárcel de Roulettenburg donde estaba preso por una deuda de doscientos gulden? Fue un desconocido quien me rescató.

-¡No, oh, no! Yo no le saqué de la cárcel de Roulettenburg donde estaba usted por una deuda de doscientos gulden, pero sí sabía que estaba usted en la cárcel por una deuda de doscientos gulden.

-¿Quiere decir eso, sin embargo, que sabe usted quién me sacó?

-Oh no, no puedo decir que sepa quién le sacó.

-Cosa rara. No soy conocido de ninguno de nuestros rusos, y quizá aquí los rusos no rescatan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: los ortodoxos rescatan a los ortodoxos. Pensé que algún inglés estrambótico podría haberlo hecho por excentricidad.

Míster Astley me escuchó con cierto asombro. Por lo visto esperaba encontrarme triste y abatido.

-Me alegra mucho, de todos modos, ver que conserva plenamente su independencia espiritual y hasta su jovialidad -dijo con tono algo desagradable.

-Es decir, que está usted rabiando por dentro porque no me ve deprimido y humillado -dije yo, riendo.

No comprendió al instante, pero cuando comprendió se sonrió.

-Me gustan sus observaciones. Reconozco en esas palabras a mi antiguo amigo, listo y entusiasmado al par que único. Los rusos son los únicos que pueden reconciliar en sí mismos tantas contradicciones a la vez. Es cierto; a uno le gusta ver humillado a su mejor amigo; y en gran medida la amistad se funda en la humillación. Ésta es una vieja verdad conocida de todo hombre inteligente. Pero le aseguro a usted que esta vez me alegra de veras que no haya perdido el coraje. Diga, ¿no tiene intención de abandonar el juego?

-¡Maldito sea el juego! Lo abandonaré en cuanto…

-¿En cuanto se desquite? Ya me lo figuraba; no siga …. ya lo sé; lo ha dicho usted sin querer, por consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fuera del juego, ¿no se ocupa usted en nada?

-No, en nada.

Empezó a hacerme preguntas. Yo no sabía nada, apenas había echado un vistazo a los periódicos, y durante todo ese tiempo ni siquiera había abierto un libro.

-Se ha anquilosado usted -observó-; no sólo ha renunciado a la vida, a sus intereses personales y sociales, a sus deberes como ciudadano y como hombre, a sus amigos (porque los tenía usted a pesar de todo)…, no sólo ha renunciado usted a todo propósito que no sea ganar en el juego, sino que ha renunciado incluso a sus recuerdos. Yo le recuerdo a usted en un momento ardiente y pujante de su vida, pero estoy seguro de que ha olvidado todas sus mejores impresiones de entonces. Sus ilusiones, sus ambiciones de ahora, aun las más apremiantes, no van más allá del pair et impair, rouge, noir, los doce números medios, etcétera, etcétera. Estoy seguro.

-Basta, míster Astley, por favor, por favor, no haga memoria -exclamé con enojo vecino al rencor-. Sepa que no he olvidado absolutamente nada, sino que por el momento he excluido todo eso de mi mente, incluso los recuerdos, hasta que mejore mi situación de modo radical. Entonces… ¡entonces ya verá usted cómo resucito de entre los muertos!

-Estará usted aquí todavía dentro de diez años -dijo-. Le apuesto que se lo recordaré a usted en este mismo banco, si vivo todavía.

-Bueno, basta -interrumpí con impaciencia-, y para demostrarle que no me he olvidado tanto del pasado, permita que le pregunte: ¿dónde está miss Polina? Si no fue usted quien me sacó de la cárcel sería probablemente ella. No he tenido noticia ninguna de ella desde aquel tiempo.

-¡No, oh no! No creo que fuera ella quien le sacara. Está ahora en Suiza, y me haría usted un gran favor si dejara de preguntarme por miss Polina -dijo sin ambages y hasta con enfado.

-Eso quiere decir que le ha herido también a usted mucho -dije riendo involuntariamente.

-Miss Polina es la mejor de todas las criaturas más dignas de respeto, pero le repito que me hará un gran favor si deja de preguntarme por miss Polina. Usted no la conoció nunca, y considero insultante a mi sentido moral oír su nombre en labios de usted.

-¡Conque ahí estamos! Pero se equivoca usted. ¿De qué cree usted que hablaríamos, usted y yo, si no de eso? Porque en eso consisten todos nuestros recuerdos. Pero no se preocupe, que no me hace falta conocer ninguno de sus asuntos íntimos o confidenciales… Me interesan sólo, por así decirlo, las condiciones externas de miss Polina, sólo su situación aparente en la actualidad. Eso puede decirse en dos palabras.

-Bueno, para que todo quede concluido con esas dos palabras: miss Polina estuvo enferma largo tiempo; lo está todavía. Durante algún tiempo estuvo viviendo con mi madre y mi hermana en el norte de Inglaterra. Hace medio año su abuela -usted se acuerda, aquella mujer tan loca- murió y le dejó, a ella personalmente, bienes por valor de siete mil libras. En la actualidad miss Polina viaja en compañía de la familia de mi hermana, que ahora está casada. Su hermano y su hermana menores también llevaron su parte en el testamento de la abuela y están en colegios de Londres. El general, su padrastro, murió de apoplejía en París hace un mes. Mademoiselle Blanche se portó bien con él, aunque consiguió apoderarse de todo lo que le dejó la abuela …. me parece que eso es todo.

-¿Y Des Grieux? ¿No está viajando también por Suiza?

-No, Des Grieux no está viajando por Suiza, y no sé dónde está Des Grieux; por lo demás, le prevengo por última vez que desista de tales alusiones y conexiones innobles de nombres, o tendrá usted que vérselas conmigo.

-¿Cómo? ¿A pesar de nuestras relaciones amistosas de antes?

-Sí, a pesar de nuestras relaciones amistosas de antes.

-Le pido mil perdones, míster Astley, pero permítame decirle que nada injurioso o innoble hay en ello, porque de nada culpo a miss Polina. Amén de que un francés y una señorita rusa, hablando en términos generales, forman una conexión, míster Astley, que ni a usted ni a mí nos es dado calibrar ni entender por completo.

-Si no menciona usted el nombre de Des Grieux en relación con otro nombre, le pido que me explique qué quiere usted dar a entender con la expresión «un francés y una señorita rusa». ¿Qué conexión es ésa? ¿Por qué precisamente un francés y necesariamente una señorita rusa?

-Ya veo que se interesa usted. Pero es largo de contar míster Astley. Habría mucho que saber de antemano. Por lo demás, es una cuestión importante, aunque parezca ridícula a primera vista. El francés, míster Astley, es una forma bella, perfecta. Usted, como británico, puede no estar conforme con este aserto; yo, como ruso, tampoco lo estoy, aunque quizá por envidia; pero nuestras damas Pueden opinar de manera muy distinta. Usted puede juzgar a Racine artificial, amanerado y relamido; es probable que ni siquiera aguante su lectura. También yo lo encuentro artificial, amanerado y relamido, hasta ridículo desde cierto punto de vista; pero es delicioso, míster Astley, y, lo que es aún más importante, es un gran poeta, querámoslo o no usted y yo. La forma nacional del francés, es decir, del parisiense, adquirió su finura cuando nosotros éramos osos todavía. La revolución fue heredera de la aristocracia. Hoy día el francés más vulgar tiene maneras, expresiones y hasta ideas del mayor refinamiento, sin que haya contribuido a ello ni con su iniciativa, ni con su espíritu, ni con su corazón; todo ello lo tiene por herencia. En sí mismos, los franceses pueden ser fatuos e infames hasta más no poder. Bueno, míster Astley, le hago saber ahora que no hay criatura en este mundo más crédula y sincera que una mocita rusa que sea buena, juiciosa y no demasiado afectada. Des Grieux, presentándose en un papel cualquiera, presentándose enmascarado, puede conquistar su corazón con facilidad extraordinaria; posee una forma refinada, míster Astley, y la señorita creerá que esa forma es la índole real del caballero, la forma natural de su ser y su sentir, y no la tomará por un disfraz que ha adquirido por herencia. Por muy desagradable que a usted le parezca, debo confesarle que la mayoría de los ingleses son desmañados y toscos; los rusos, por su parte, saben reconocer con bastante tino la belleza y son sensibles a ella. Pero para reconocer la belleza espiritual y la originalidad de la persona se requiere mucha más independencia, mucha más libertad de la que tienen nuestras mujeres, sobre todo las jovencitas, y en todo caso más experiencia. Miss Polina, pues, necesitaba mucho, muchísimo tiempo para darle a usted la preferencia sobre el canalla de Des Grieux. Le estimará a usted, le dará su amistad, le abrirá su corazón, pero en él seguirá reinando ese odioso canalla, ese Des Grieux mezquino, ruin y mercenario. Y esto será incluso consecuencia, por así decirlo, de la terquedad y el orgullo, ya que este mismo Des Grieux se presentó tiempo atrás ante ella con la aureola de un marqués elegante, de un liberal desilusionado, que se había arruinado por lo visto tratando de ayudar a la familia de ella y al mentecato del general. Todas estas bribonadas salieron a la luz más tarde; pero no importa que hayan salido. Devuélvale usted ahora al Des Grieux de antes -eso es lo que necesita-. Y cuanto más detesta al Des Grieux de ahora, tanto más echa de menos al de antes, aunque el de antes existía sólo en su imaginación. ¿Es usted fabricante de azúcar, míster Astley?

-Sí, soy socio de la conocida fábrica de azúcar Lowell and Company.

-Bueno, pues ya ve, míster Astley. De un lado un fabricante de azúcar, y de otro el Apolo de Belvedere. Estas dos cosas me parece que no tienen relación entre sí. Yo ni siquiera soy fabricante de azúcar; no soy más que un insignificante jugador de ruleta y hasta he servido de lacayo, lo que seguramente conoce miss Polina porque al parecer tiene una policía excelente.

-Está usted furioso y por eso dice esas tonterías -comentó míster Astley con calma y en tono pensativo-. Además, lo que dice no tiene nada de original.

-De acuerdo; pero lo terrible del caso, noble amigo mío, es que todas estas acusaciones mías, por trilladas, chabacanas y grotescas que sean, son verdad. En fin, usted y yo no hemos sacado nada en limpio.

-Eso es una tontería repugnante, porque… porque… sepa usted -dijo míster Astley con voz trémula y un relámpago en los ojos-, sepa usted, hombre innoble e indigno, hombre mezquino y desgraciado, que he venido a Homburg por encargo de ella para verle a usted, para hablarle detenida y seriamente, y para dar a ella cuenta de todo, de los sentimientos de usted, de sus pensamientos, de sus esperanzas y.. ¡de sus recuerdos!

~¿De veras? ¿De veras? -grité, y se me saltaron las lágrimas. No pude contenerlas, al parecer por primera vez en m vida.

-Sí, desgraciado; ella le quería a usted, y puedo revelárselo porque es usted ya un hombre perdido. Más aún, si le digo que aún ahora le quiere… pero, en fin, da lo mismo, porque usted se quedará aquí. Sí, se ha destruido usted. Usted tenía ciertas aptitudes, un carácter vivaz y era hombre bastante bueno; hasta hubiera podido ser útil a su país, que tan necesitado anda de gente útil, pero… permanecerá usted aquí y con ello acabará su vida. No le echo la culpa. En mi opinión, así son todos los rusos o así tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa por el estilo. Las excepciones son raras. No es usted el primero que no comprende lo que es el trabajo (y no hablo del pueblo ruso). La ruleta es un juego predominantemente ruso. Hasta ahora ha sido usted honrado y ha preferido ser lacayo a robar…, pero me aterra pensar en lo que puede pasar en el futuro. ¡Bueno, basta, adiós! Supongo que necesita usted dinero. Aquí tiene diez louis d’or, no le doy más porque de todos modos se los jugará usted. ¡Tómelos y adiós! ¡Tómelos, vamos!

-No, míster Astley, después de todo lo que se ha dicho…

-¡Tó-me-los! -gritó-. Estoy convencido de que es usted todavía un hombre honrado y se los doy como un amigo puede dárselos a un amigo de verdad. Si pudiera estar seguro de que al instante dejaría de jugar, de que se iría de Homburg y volvería a su país, estaría dispuesto a darle a usted inmediatamente mil libras para que empezara una nueva carrera. Pero no le doy mil libras y sí sólo diez louis d’or porque a decir verdad mil libras o diez louis d’or vienen a ser para usted, en su situación presente, exactamente lo mismo: se las jugaría usted. Tome el dinero y adiós.

-Lo tomaré si me permite un abrazo de despedida.

-¡Oh, con gusto!

Nos abrazamos sinceramente y míster Astley se marchó.

¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y estúpido con respecto a Polina y Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con respecto a los rusos. De mí mismo no digo nada. Sin embargo…. sin embargo, no se trata de eso ahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora lo importante es Suiza! Mañana… ¡oh, si fuera posible irse de aquí mañana! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles… Que Polina sepa que todavía puedo ser un hombre. Basta sólo con … ahora, claro, es tarde, pero mañana… ¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de otro modo! Tengo ahora quince luises y empecé con quince gulden. Si comenzara con cautela… ¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no me doy cuenta de que estoy perdido? Pero… ¿por qué no puedo volver a la vida? Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la vida… y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo importante. Recordar sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg, antes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdí todo entonces, todo… salí del casino, me registré los bolsillos, y en el del chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. al menos me queda con qué comer! », pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y volví al casino. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es cierto, hay algo especial en esa sensación, cuando está uno solo, en el extranjero, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber si va a comer ese día, y apuesta su último gulden, así como suena, el último de todos. Gané y al cabo de veinte minutos salí del casino con ciento setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo que a veces puede significar el último gulden! ¿Y qué hubiera sido de mí si me hubiera acobardado entonces, si no me hubiera atrevido a tomar una decisión?

¡Mañana, mañana acabará todo!

Fiódor Dostoyevski: Noches blancas. Cuento

Feodor DostoyevskyNoche primera

Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me en-tristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa salud? A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de propósito a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desecrada, teñida del color nacional del Imperio Celeste.

Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.

Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien -éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano…, no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora no estoy para expresarme en estilo elevado …. porque, así como suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de un par de horas nos vamos al campo.» Se abría una ventana, se oía primero el teclear de unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba yo que estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas y de la primavera en el aire cargado de una habitación ciudadana, sino porque todos se iban pronto al campo y querían llevarse las flores consigo. Pero hay más, y es que había adquirido ya tal destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos que podía, sin equivocarme, guiado sólo por el aspecto físico, determinar en qué tipo de casa de campo vivía cada cual. Los que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el camino de Peterhof, se distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su atildada indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la ciudad. Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el primer momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban por su continente invariablemente alegre. Sucedía que tropezaba a veces con una larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban perezosamente junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de muebles de toda laya; mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros enseres domésticos; y encima de todo ello, en la cumbre misma de la montaña, iba a menudo sentada una macilenta cocinera, protectora de la hacienda de sus señores como si fuera oro en paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba, que todo se trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba con quedarse desierto -y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a irme con cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que alquilara un coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos.

Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a menudo, perdí la noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé a las puertas de la ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me adentré por los sembrados y praderas sin parar mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo mi cuerpo que se me quitaba un peso del alma. Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad que se diría que les faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos estaban alegres, y todos, sin excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba alegre, alegre como hasta entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me encontrase en Italia -tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.

Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella…

Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:

Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura mas inesperada.

A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño -me dije-, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.

Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito… y yo doy gracias al destino por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus palabras apenas se percibían desde donde estábamos.

-Deme usted la mano -le dije a mi desconocida-. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.

Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena. Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.

-¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí no habría pasado esto.

-No le conocía. Pensé que también usted…

-¿Pero es que me conoce usted ahora?

-Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?

-¡Ah, ha acertado a la primera mirada! -respondí entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas-. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído que hablaría con una mujer.

-¿Cómo? ¿Es posible?

-Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.

-No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que lleguemos a casa.

-Lo que hará usted conmigo -dije jadeante de entusiasmo- es que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!

-¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya no me suena bien.

-Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿como quiere que en un momento como éste no tenga el deseo … ?

-¿De agradar, no es eso?

-Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás? ¿qué no he conocido a ninguna ? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!

-Pero ¿cómo? ¿Con quién?

-Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie de patronas… Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe… Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír…

-No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!

-Se lo agradezco -exclamé-. ¡No sabe usted lo que acaba de hacer por mí!

-Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las mujeres con quienes …. bueno, a quienes usted considera dignas de… atención y amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a mí?

-¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no es obligación…

-No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?

-¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo que… Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted… me parecía quizá… Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión fraternal por usted? Perdone que diga compasión… En suma, ¿acaso podía ofenderla cuando se me ocurrio acercarme a usted?

-Bueno, basta; no diga más -repuso la joven, ba jando los ojos y apretándome la mano-. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso. Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós, le agradezco…

-¿Pero es de veras posible que no volvamos a ver nos? ¿Es posible que las cosas queden así?

-Mire -dijo riendo la muchacha-. Al principio sólo queria usted dos palabras, y ahora… Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.

-Mañana vengo aquí -dije-. Ah, perdone, ya estoy exigiendo… -Sí, es usted impaciente. Exige casi…

-Escuche -la interrumpí-. Perdone que se lo diga otra vez, pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe, quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera especialmente feliz en este lugar.

-Bueno -dijo la muchacha-. Quizá yo también venga aquí mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle… pero, mire, es que necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy; pero dejemos eso… En suma, sencillamente me gustaría verle… para decirle dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy dando una cita sin más ni más? No se la daría si … ; pero, bueno, eso es un secreto mío. Antes de todo una condición.

-¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a todo -exclamé exaltado-. Respondo de mí, seré atento, respetuoso… Usted me conoce.

-Precisamente porque le conozco le invito para mañana -dijo la joven riendo-. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en primer lugar (sea usted bueno y ha ga lo que le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede -ser. Se lo ruego.

-Le juro -grité yo, cogiéndole la mano…

-Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera… Yo tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros. Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?

-Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro horas.

-Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía fiarme de usted.

-¿Pero en qué asunto?.¿Para qué?

-Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor…

-Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas… Quizá hay también para mí minutos así… Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.

-Bueno, acepto. Usted empezará.

-De acuerdo.

-Hasta la vista.

-Hasta la vista.

Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!

Noche segunda

-Bueno, ya veo que ha sobrevivido usted -me dijo riendo y estrechándome ambas manos.

-Ya llevo aquí dos horas. ¡No puede usted figurarse qué día he pasado!

-Me lo figuro, sí. Pero al grano. ¿Sabe usted para qué he venido? Pues no para decir tonterías como ayer. Mire, es preciso que en adelante seamos más sensatos Ayer estuve pensando mucho en todo esto.

-¿Pero en qué ser más sensatos? ¿En qué? Por mí estoy dispuesto, pero la verdad es que en mi vida me han ocurrido cosas tan sensatas como ahora.

-¿De veras? Para empezar le ruego que no me apriete las manos tanto. En segundo lugar le advierto que hoy ya he pensado mucho en usted.

-Bien, ¿y con qué conclusión?

-¿Con qué conclusión? Pues con la conclusión de que tenemos que empezar por el principio, porque hoy estoy persuadida de que aún no le conozco bien. Ayer me porté como una niña, como una chicuela. Por supuesto, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Me estuve dando importancia, como sucede siempre que empezamos a examinar nuestra vida. Y para corregir esa falta me he propuesto enterarme detalladamente de todo lo que toca a usted. Ahora bien, como no tengo a nadie que me pueda dar informes, usted mismo habrá de contármelo todo, revelarme todo el secreto. A ver, ¿qué clase de hombre es usted? ¡Hala, empiece, cuénteme toda la historia!

-¡Historia! -exclamé sobrecogido-. ¡Historia! ¿Pero quién le ha dicho que tengo historia? Yo no tengo historia…

-Puesto que ha vivido usted, ¿cómo no va a tener historia? -me interrumpió riendo.

-No ha habido historia de ninguna clase, ninguna. He vivido, como quien dice, conmigo mismo, es decir, enteramente solo, solo, completamente solo. ¿Entiende usted lo que es estar solo?

-¿Cómo solo? ¿Es que no ve nunca a nadie?

-¡Ah, no! Ver, sí veo; pero solo, a pesar de ello.

-¿Entonces qué? ¿Es que no habla con nadie?

-En sentido estricto, con nadie.

-Entonces, explíquese. ¿Qué clase de hombre es usted? Déjeme adivinarlo. Usted, como yo, probablemente tiene una abuela. La mía está ciega. Nunca me deja ir a ninguna parte, de modo que casi se me ha olvidado hablar. Y cuando un par de años atrás hice ciertas travesuras, y ella vio que no podía hacer carrera de mí, me llamó y prendió mi vestido al suyo con un imperdible. Desde entonces así nos pasamos sentadas días enteros. Ella hace calceta aunque está ciega; y yo, sentada a su lado, coso o le leo algún libro. De esta manera tan rara, prendida a otra persona con un alfiler, llevo ya dos años.

-¡Qué desgracia, Dios santo! No, yo no tengo una abuela como ésa.

-Si no la tiene, ¿por qué se queda usted en casa?

-Escuche. ¿Quiere saber qué clase de persona soy?

-Pues sí.

-¿En el sentido riguroso de la palabra?

-En el sentido más riguroso de la palabra.

-Pues bien, soy… un tipo.

-Un tipo. ¿Un tipo? ¿Qué clase de tipo? -gritó la muchacha, riendo a borbotones, como si no lo hubiera hecho en todo un año-. Es usted divertidísimo. Mire, aquí hay un banco. Sentémonos. Por aquí no pasa nadie. Nadie nos oye y… empiece su historia. Porque, no pretenda lo contrario, usted tiene una historia y trata sólo de escurrir el bulto. En primer lugar, ¿qué es un tipo?

-¿Un tipo? Un tipo es un original, un hombre ridículo -contesté con una carcajada que empalmaba con su risa infantil-. Es un bicho raro. Oiga, ¿sabe usted lo que es un soñador?

-¿Un soñador? ¿Cómo no voy a saberlo? Yo misma soy una soñadora. Hay veces, cuando estoy sentada junto a la abuela, que no sé por qué motivo no se me ocurre nada.

Pero me pongo a soñar y a ensimismarme hasta que…, en fin, qué me caso con un príncipe chino. A veces eso de soñar está bien… Por otra parte, quizá no. Sobre todo si ya hay bastantes cosas en que pensar -agregó la joven hablando ahora con relativa seriedad.

-¡Magnífico! Si alguna vez decide casarse con un emperador chino, entenderá lo que digo. Bueno, oiga… Pero, perdón, todavía no sé cómo se llama usted.

-Por fin. ¡Pues sí que se ha acordado usted temprano!

-¡Ay, Dios mío! No se me ha ocurrido siquiera. Como lo he estado pasando tan bien…

-Me llamo… Nastenka.

-Nastenka. ¿Nada más?

-¿Nada más? ¿Le parece poco, hombre insaciable?

-¿Poco? Todo lo contrario. Mucho, mucho, muchísimo. Nastenka, es usted una chica estupenda si desde el primer momento ha sido Nastenka para mí.

-Precisamente. Ya ve.

-Bueno, Nastenka, escuche y verá qué historia más ridícula me sale.

Me senté junto a ella, tomé una postura pedantescamente seria y empecé como si leyera un texto escrito:

-Hay en Petersburgo, Nastenka, si no lo sabe usted, bastantes rincones curiosos. Se diría que a esos lugares no se asoma el mismo sol que brilla para todos los petersburgueses, sino que es otro el que se asoma, otro diferente, que parece encargado de propósito para esos sitios y que brilla para ellos con una luz especial. En esos rincones, querida Nastenka, se vive una vida muy peculiar, nada semejante a la que bulle en torno nuestro, una vida que cabe concebir en lejanas y misteriosas tierras, pero no aquí, entre nosotros, en este tiempo nuestro tan excesivamente serio. En esa otra vida hay una mezcla de algo puramente fantástico, ardientemente ideal, y de algo (¡ay, Nastenka!) terriblemente ordinario y prosaico, por no decir increíblemente chabacano.

-¡Uf! ¡Qué prólogo, Dios mío! ¿Qué es lo que oigo?

-Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré ya nunca de llamarla Nastenka), lo que oye usted es que en esos rincones viven unas gentes extrañas: los soñadores. El soñador -si se quiere una definición más precisa- no es un hombre ¿sabe usted? sino una criatura de género neutro. Por lo común se instala en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo cotidiano. Una vez en él, se adhiere a su cobijo como lo hace el caracol, o, al menos, se parece mucho al interesante animal, que es a la vez animal y domicilio, llamado tortuga. ¿Por qué piensa usted que se aficiona tanto a sus cuatro paredes, inde fectiblemente pintadas de verde, cubiertas de hollín, tristes y llenas de un humo inaguantable? ¿Por qué este ridículo señor, cuando viene a visitarle uno de sus raros conocidos (pues lo que pasa al cabo es que se le agotan los amigos), por qué este ridículo señor le recibe tan turbado, tan alterado de rostro y en tal confusión que se diría que acaba de cometer un delito entre sus cuatro paredes, que ha fabricado billetes falsos, o que ha compuesto algunos versecillos para mandar a alguna revista bajo carta anónima en la que declara que el verdadero autor de ellos ha muerto ya y que un amigo suyo considera deber sagrado darlos a la estampa? Diga, Nastenka, ¿por qué no cuaja la conversación entre estos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni siquiera una frasecilla vivaz brotan de los labios del perplejo visitante, quien en otras ocasiones ama la risa, las frasecillas vivaces los comentarios sobre el bello sexo y otros temas festivos? ¿Por qué también ese amígo, probablemente reciente, en su primera visita (porque en tales casos no habrá una segunda, ya que ese amigo no volverá), por qué también el amigo se queda azorado, lelo, a pesar de toda su agudeza (si efectivamente la tiene), mirando el torcido gesto del dueño, quien por su parte ha tenido ya tiempo bastante para embrollarse por completo tras los esfuerzos tan titánicos como inútiles que ha hecho por avivar la conver-sación, por mostrar su propio conocimiento de las cosas mundanales, por hablar a su vez del bello sexo y aun por agradar humildemente a ese pobre hombre que allí nada tiene que hacer y que ha venido por equivocación a visitarle? ¿Por qué, en fin, el visitante coge de pronto su sombrero y sale disparado, habiendo recordado de pronto un asunto urgentísimo que por supuesto no existe, una vez que ha librado la mano del cálido apretón de la del -dueño, quien trata en vano de mostrar su contrición y recobrar el terreno perdido? ¿Por qué el visitante, traspasada la puerta de salida, suelta la carcajada y jura no volver a visitar a ese sujeto estrafalario, aunque ese sujeto estrafalario es en realidad un chico excelente? ¿Por qué, con todo, el visitante no puede resistir la tentación de comparar, siquiera forzadamente, la cara de su amigo durante la entrevitsa con la de un gato infeliz que han maltratado, vapuleándolo y aterrorizándolo a mansalva, unos niños quienes, habiéndolo capturado insidiosamente, lo han dejado hecho una lástima? ¿Gato que logra por fin meterse debajo de una silla, en la oscuridad, donde se ve obligado a pasar una hora entera, erizado todo él, dando resoplidos, lavándose las heridas recibidas, y que durante largo tiempo, mirará con desvío la naturaleza y la vida, incluso los restos de comida que de la mesa del amo le guarda, compasiva, una ama de llaves … ?

-Oiga interrumpió Nastenka, que me había escuchado todo ese tiempo absorta, con los ojos y la boca abiertos-. Oiga, yo no sé por qué ha ocurrido todo eso ni por qué me hace usted esas preguntas ridículas. Lo que sí sé de cierto es que sin duda todas esas aventuras le han ocurrido a usted -tal como las cuenta.

-Ni que decir tiene -contesté yo con cara muy seria.

-Bueno, si es así, siga -prosiguió Nastenka-, porque me interesa mucho saber cómo termina la cosa.

-¿Usted quiere saber, Nastenka, qué hacía en su rincón nuestro héroe, o, mejor dicho, qué hacía yo, porque el héroe de todo ello soy yo, mi propia y modesta persona? ¿Usted quiere saber por qué me alarmó y turbó tanto la visita inesperada de un amigo? ¿Usted quiere saber por qué me solivianté y me ruboricé tanto cuando se abrió la puerta de mi cuarto? ¿Por qué no sabía recibir visitas y por qué quedé aplastado tan vergonzosamente bajo el peso de mi propia hospitalidad?

-Sí, sí -respondió Nastenka-. De eso se trata. Oiga, usted cuenta muy bien las cosas, pero ¿no es posible hablar un poco menos bien? Porque usted habla como si estuviera leyendo un libro.

-Nastenka -objeté con voz imponente y severa, haciendo esfuerzos para no reír-, mi querida Nastenka, sé que cuento las cosas muy bien, pero, lo siento, no puedo contarlas de otro modo. En este momento, querida Nastenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que estuvo mil años dentro de una hucha, bajo siete sellos. Y por fin han levantado los siete sellos. Ahora, querida Nastenka, cuando nos encontramos de nuevo tras larga separación (porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamente a usted y de que estaba escrito que nos encontrásemos ahora), se me han abierto mil esclusas en la cabeza y tengo que derramarme en un río de palabras, porque si no lo hago me ahogo. Por eso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa, que escuche atenta y humildemente. De lo contrario, guardaré silencio.

-De ninguna manera. Hable. Ya no digo más esta boca es mía.

-Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amiga mía, una hora que aprecio extraordinariamente. Es la hora en que han terminado los negocios, el trabajo, las obligaciones, y la gente regresa apresuradamente a casa para comer y descansar. En camino piensa en cosas agradables que hacer durante la velada, la noche y todo el tiempo libre de que dispone. A esa hora también nuestro héroe (y permítame, Nastenka, que hable en tercera persona, porque en primera me resultaría sumamente vergonzoso decirlo), repito, a esa hora también nuestro héroe, que como todo hijo de vecino tiene sus ocupaciones, vuelve a casa con los demás. En su rostro pálido y surcado de arrugas se dibuja un extraño sentimiento de satisfacción. Mira con interés el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el cielo frío de Petersburgo. Cuando digo que mira, miento. No mira, sino que contempla distraídamente, como si estuviera fatigado o preocupado de algo más interesante en ese momento. De modo que quizá sólo fugazmente, casi sin querer, puede ocuparse de lo que le rodea. Está satisfecho porque se ha desembarazado hasta el día siguiente de asuntos enojosos, y está alegre como un colegial a quien permiten que deje el banco de la escuela para entregarse a sus travesuras y juegos favoritos. Obsérvele de soslayo, Nastenka, y al punto verá que esa sensación de gozo ha influido ya de manera positiva en sus débiles nervios y en su fantasía morbosamente irritada. Mire, está pensando en algo… ¿En la comida quizá? ¿En cómo va a pasar la velada? ¿En qué fija los ojos? ¿En ese caballero de aspecto importante que saluda tan pintorescamente a la dama que pasa junto a él en un espléndido carruaje tirado por veloces caballos? No, Nastenka. Ahora no le importan nada esas menudencias. Ahora se siente rico de su propia vida. De pronto, por un motivo ignorado, se sabe rico. Y no en vano el sol poniente le lanza un alegre rayo de despedida y despierta en su tibio corazón todo un enjambre de impre-siones. Ahora apenas se da cuenta del camino en el que poco antes le hubiera llamado la atención la minucia más insignificante. Ahora la «diosa Fantasía» (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nastenka) ha bordado con caprichosa mano su tela de oro y ha mandado, para que las desplieguen ante él, alfombras de vida inaudita, milagrosa. ¿Quién sabe si no le ha transportado con su mano mágica de la acera de excelente granito por la que vuelve a casa al séptimo cielo de cristal? Trata usted de detenerle ahora, de preguntarle dónde se encuentra ahora, por qué calles va. Lo probable es que no recuerde ni por dónde va ni dónde está en ese momento, y enrojeciendo de irritación soltará sin duda alguna mentira para salir del paso. Por eso se sorprende, está a punto de lanzar un grito y mira atemorizado a su alrededor cuando una anciana venerable le detiene cortésmente en la acera para pedirle direcciones por haberse equivocado de camino. Sigue ade lante con el entrecejo fruncido de enojo, sin percatarse apenas de que más de un transeúnte se sonríe al verle y se vuelve a mirarle cuando pasa, ni de que una muchachita, que le cede tímidamente la acera, rompe a reír estrepitosamente, hecha toda ojos, al ver su ancha sonrisa contemplativa y los aspavientos que hace. Y, sin embargo, esa misma fantasía ha arrebatado también en su vuelo juguetón a la anciana, a los transeúntes curiosos, a la chica de la risa y a los marineros que al anochecer se sientan a comer en las barcazas con las que forman un dique en la Fontanka (supongamos que nuestro héroe pasa por allí a esa hora). Ha prendido traviesamente en su lienzo a todo y a todos, como moscas en una telaraña. Y con esa riqueza recién adquirida el tipo estrafalario entra en su acogedora ma driguera, se sienta a cenar, termina de cenar y al cabo de un rato se despabila sólo cuando la pensativa y siempre triste Matryona, la criada que le sirve, levanta los manteles y le da la pipa. Se despabila y recuerda con asombro que ya ha cenado, sin darse la menor cuenta de cómo ha ocurrido la cosa. La habitación está a oscuras. La aridez y la tristeza se adueñan del alma de nuestro héroe. El castillo de sus ilusiones se ha venido sin estrépito, sin dejar rastro, se ha esfumado como un sueño; y él ni siquiera se percata de que ha estado soñando. Pero en su pecho siente todavía una vaga sensación que lo agita ligeramente. Un nuevo deseo le cosquillea tentadoramente la fantasía, la estimula e imperceptiblemente suscita todo un conjunto de nue vas quimeras. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la indolencia acarician la fantasía. asta se enciende poco a poco, empieza a bullir como el agua en la cafetera de la vieja Matryona, que tranquilamente sigue con sus faenas en la cocina, preparando su detestable café. La fantasía empieza a desbordarse entre alguna que otra llamarada. Y he aquí que el libro cogido al azar, maquinalmente, se le cae de la mano a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su fantasía despierta de nuevo, está en su punto. De pronto, un mundo nuevo, una vida nueva y fascinante, resplandece ante él con brillantes perspectivas. Nuevo sueño, nueva felicidad. Nueva dosis de veneno sutil y voluptuoso. ¿Qué le importa a él nuestra vida real? ¡A sus ojos hechizados, usted, Nastenka, y yo llevamos una existencia tan apagada, tan lenta y desvaída, estamos todos, en su opinión, tan descontentos con nuestra suerte, nos aburrimos tanto en nuestra vida! En efecto, fíjese bien y verá cómo a primera vista todo es frío, lúgubre y, por así decirlo, enojoso entre nosotros. «¡Pobre gente!» piensa mi soñador; y no es extraño que así lo piense. Observe esas visiones mágicas que de manera tan encantadora, tan sugestiva y fluida componen ante sus ojos ese cuadro animado y subyugante, en cuyo primer plano la figura principal es, por supuesto, él mismo, nuestro soñador, su propia persona querída. Fíjese en las diversas aventuras, en la infinita procesión de sueños ardientes. Quizá pregunta usted con qué sueña. ¿Para qué preguntarlo? Sueña con todo, con la misión del poeta, desconocido primero e inmortalizado después, con que es amigo de Hoffmann, con la noche de San Bartolomé, con Diana Vernon, la heroína de Rob Roy, con actos de heroísmo en ocasión de la toma de Kazan por Iván el Terrible, con Clara Mowbray y Effie Deans, otras heroínas de Walter Scott, con el sínodo de prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en Roberto el Diablo (¿se acuerda de la música? ¡huele a cementerio!), con la batalla de Berezina, con la lectura de poemas en casa de la condesa V.D., con Danton, con Cleopatra e i suoi amanti, con La casita en Kolomma de Pushkin, con su propio rincón, junto a un ser querido que le escucha como usted me escucha ahora, ángel mío, con la boca y los ojos abiertos en una noche de invierno. No, Nastenka, ¿qué le importa a él, hombre voluptuoso, esta vida a la que usted y yo nos aferramos tanto? A juicio suyo es una vida pobre, miserable, aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía, y no los daría a cambio de la alegría o la felicidad, ni tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimiento y dolor puro y simple. Pero has ta tanto que llegue ese momento amenazador nuestro héroe no desea nada, porque está por encima del deseo, porque está saciado, porque es artista de su propia vida y se forja cada hora según su propia voluntad. ¡Es tan fácil, tan natural, crear ese mundo legendario, fantástico! Se diría, en efecto, que no es una ilusión. A decir verdad, en algunos momentos, está dispuesto a creer que esa vida no es una excitación de los sentidos, ni un espejismo, ni un engaño de la fantasía, sino algo real, auténtico, palpable. Dígame, Nastenka, ¿por qué en tales momentos se corta el aliento? ¿Por qué arte de magia, por qué incógnito arbitrio se le acelera el pulso al soñador, se le saltan las lágrimas, le arden las mejillas humedecidas y se siente penetrado por un inmenso deleite? ¿Por qué pasan en un segundo noches enteras de insomnio, en gozo y felicidad inagotables? ¿Y por qué, cuando la aurora toca las ventanas con sus dedos rosados y el alba ilumina el cuarto sombrío con su luz incierta y fantástica, como sucede aquí en Petersburgo, nuestro soñador, fatigado, extenuado, se deja caer en el lecho, presa de un sopor causado por la exaltación enfermiza y aberrante de su espíritu, y con un dolor de corazón en que se mezclan la angustia y la dulzura? Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para con vencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle,- querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a la que tanto ama en sus sueños desenfrenados? ¿Es posible que tan sólo la haya visto en sus quimeras seductoras, que esta pasión no sea sino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, él y ella no hayan caminado juntos por la vida tantos años, cogidos de la mano, solos, después de renunciar a todo y a todos y de fundir cada uno su mundo, su vida, con la vida del compañero? ¿Es posible que en la última hora antes de la separación no se apoyara ella en el pecho de él, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferente al viento que barría las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Es posible que todo esto no fuera más que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardín melancólico, abandonado, selvático, con veredas cubiertas de musgo, solitario, sombrío, donde tan a menudo paseaban juntos, acariciando esperanzas, padeciendo melancolías, y amándose, amándose tan larga y tiernamente? ¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella vivió tanto tiempo sola y triste, con un marido viejo y lúgubre, siempre taciturno y bilioso, que les causaba temor, como si fueran niños tímidos que, tristes y esquivos, disimulaban el amor que se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían! ¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por supuesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Y es posible, Dios mío, que él no la encontrara más tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, en medio del estruendo de la música, en un palazzo (ha de ser un palazzo) visible apenas bajo un mar de luces, en un balcón revestido de mirto y rosas, donde ella, reconociéndole, al punto se quitó el antifaz y murmuró: «¿Soy libre?» Y trémula se lanzó a sus brazos. Y con exclamaciones de éxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvidaron su tristeza, su separación, todos sus sufrimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardín tenebroso allí en la patria lejana y el banco en el que, con un último beso apasionado, ella se arrancó de los brazos de él, entumecidos por un dolor desesperado… Convenga usted, Nastenka, en que queda uno turbado, desconcertado, avergonzado, como chicuelo que esconde en el bolsillo la manzana robada en el huerto vecino, cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si tal cosa: «Amigo, en este momento vuelvo de Pavlovsk.» ¡Dios mío! Ha muerto el viejo conde, empieza una felicidad inefable… y, nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!

Me callé patéticamente después de mis apasionadas exclamaciones. Recuerdo que tenía unas ganas enormes de reír a carcajadas, aunque la risa fuese forzada, porque notaba que un diablillo se removía dentro de mí, que empezaba a agarrárseme la garganta, a temblarme la barbilla y que los ojos se me iban humedeciendo. Esperaba a que Nastenka, que me había estado escuchando, abriera sus ojos inteligentes y rompiera a reír con su risa infantil, irresistibiemente alegre. Ya me arrepentía de haberme excedido, de haber contado vanamente lo que desde tiempo atrás bullía en mi corazón, lo que podía relatar como si estuviese leyendo algo escrito, porque hacía ya tiempo que había pronunciado sentencia contra mí mismo y ahora no había resistido la tentación de leerla, sin esperar, por supuesto, que se me comprendiera. Pero, con sorpresa mía, Nastenka siguió callada y luego me estrechó la mano y me dijo con tímida simpatía:

-¿Es posible que haya vivido usted toda su- vida como dice?

-Toda mi vida, Nastenka -contesté-. Toda ella, y al parecer así la acabaré.

-No, imposible -replicó intranquila-. Eso no. Puede que yo también pase la vida entera junto a mi abuela. Oiga, ¿sabe que vivir de esa manera no es nada bonito?

-Lo sé, Nastenka, lo sé -exclamé sin poder contener mi emoción-. Ahora más que nunca sé que he malgastado mis años mejores. Ahora lo sé, y ese cono cimiento me causa pena, porque Dios mismo ha sido quien me ha enviado a usted, a mi ángel bueno, para que me lo diga y me lo demuestre. Ahora que estoy sentado junto a usted y que hablo con usted me aterra pensar en el futuro, porque el futuro es otra vez la soledad, esta vida rutinaria e inútil. ¿Y ya con qué voy a sonar, cuando he sido tan feliz despierto? ¡Bendita sea usted, niña querida, por no haberme rechazado desde el primer momento, por haberme dado la posibilidad de decir que he vivido al menos dos noches en mi vida!

-¡Oh, no, no! -exclamó Nastenka con lágrimas en los ojos-. No, eso ya no pasará. No vamos a separarnos así. ¿Qué es eso de dos noches?

-¡Ay, Nastenka , Nastenka! ¿Sabe usted por cuánto tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe usted que en adelante no pensaré tan mal de mí como he pensado otras veces? ¿Sabe usted que ya no me causará tristeza haber delinquido y pecado en mi vida, porque esa vida ha sido un delito, un pecado? ¡Por Dios santo, no crea que exagero, no lo crea, Nastenka, porque ha habido momentos en mi vida de mucha, de muchísima tristeza! En tales momentos he pensado que ya nunca sería capaz de vivir una vida auténtica, porque se me antojaba que había perdido el tino, el sentido de lo genuino, de lo real, y acababa por maldecir de mí mismo, ya que tras mis noches fantásticas empezaba a tener momentos de horrible resaca. Oye uno entre tanto cómo en torno suyo circula ruidosamente la muchedumbre en un torbellino de vida, ve y oye cómo vive la gente, cómo vive despierta, se da cuenta de que para ella la vida no es una cosa de encargo, que no se desvanece como un sueño, como una ilusión, sino que se renueva eternamente, vida eternamente joven en la que ninguna hora se parece a otra; mientras que la fantasía es asustadiza, triste y monótona hasta la trivialidad, esclava de la sombra, de la idea, esclava de la primera nube que de pronto cubre al sol y siembra la congoja en el corazón de Petersburgo, que tanto aprecia su sol. ¿Y para qué sirve la fantasía cuando uno está triste? Acaba uno por cansarse y siente que esa inagotable fantasía se agota con el esfuerzo constante por avivarla. Porque, al fin y al cabo, va uno siendo maduro y dejando atrás sus ideales de antes; éstos se quiebran, se desmoronan, y si no hay otra vida, la única posibilidad es hacérsela con esos pedazos. Mientras tanto, el alma pide y quiere otra cosa. En vano escarba el soñador en sus viejos sueños, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar la fantasía, para recalentar con nuevo fuego su enfriado corazón y resucitar en él una vez más lo que antes había amado tanto, lo que conmovía el alma, lo que enardecía la sangre, lo que arrancaba lágrimas de los ojos y cautivaba con espléndido hechizo. ¿Sabe usted, Nastenka, a qué punto he llegado? ¿Sabe usted que me siento obligado a celebrar el cumpleaños de mis sensaciones, el cumpleaños de lo que antes me fue tan querido, de lo que en realidad no ha existido nunca? Porque ese cumpleaños es el de cada uno de esos sueños inanes e incorpóreos, y esos sueños inanes no existen y no hay por qué sobrevivirlos. También los sueños se sobreviven. ¿Sabe usted que ahora me complazco en recordar y visitar en fechas determinadas los lugares donde a mi modo he sido feliz? ¿Que me gusta elaborar el presente según la pauta del pasado irreversible? ¿Que a menudo corro sin motivo como una sombra, triste, afligido, por las calles y callejas de Petersburgo? ¡Y qué recuerdos! Recuerdo por ejemplo, que hace un año justo, justamente a esta hora, pasé por esta acera tan solo y tan triste como lo estoy en este instante. Y recuerdo que también entonces mis sueños eran deprimentes. Sin embargo aunque el pasado no fue mejor, piensa uno que quizá no fuera tan agobiante, que vivía uno más tranquilo que no tenía este fúnebre pensamiento que ahora me sobrecoge, que no sentía este desagradable y sombrío cosquilleo de la conciencia que ahora no me deja en paz a sol ni a sombra. Y uno se pregunta: ¿dónde, pues están tus sueños? Sacude la cabeza y dice: ¡qué de prisa pasa el tiempo! Vuelve a preguntarse: ¿qué has hecho con tus años?, ¿dónde has sepultado los mejores días de tu vida?, ¿has vivido o no? ¡Mira, se dice uno mira cómo todo se congela en el mundo! Pasarán más años y tras ellos llegará la lúgubre soledad, llegará báculo en mano la trémula vejez, y en pos de ella la tristeza y la angustia. Tu mundo fantástico perderá su colorido, se marchitarán y morirán tus sueños y caeran como las hojas secas de los árboles. ¡Ay, Nastenka será triste quedarse solo, enteramente solo, sin tener siquiera nada que lamentar, nada, absolutamente nada! Porque todo eso que se ha perdido, todo eso no ha sido nada, un cero redondo y huero, no ha sido más que un sueño.

-Basta, no me haga llorar más – dijo Nastenka secándose una lágrima que resbalaba por su mejilla-. Todo eso se ha acabado. En adelante estaremos juntos y no nos separaremos nunca pase lo que pase. Escuche Yo soy una muchacha sencilla y sé poco, aunque mi abuela me puso maestro. Pero de veras que le comprendo a usted, porque todo lo que acaba de contarme me ha pasado a mí también desde que mi abuela me prendió con un alfiler a su vestido. Yo, por supuesto, no podría contarlo tan bien como usted porq ue no tengo estudios -añadió con timidez, manifestando todavía admiración por mi discurso patético y mi estilo grandilocuente-, pero me alegro de que usted se haya retratado por completo. Ahora le conozco, le conozco a fondo, lo sé todo. ¿Y sabe usted? Yo, por mi parte, quiero contarle mi propia historia, toda ella, sin callar nada, y después me dará usted un consejo. Usted es un hombre muy listo. ¿Promete darme ese consejo?

-Nastenka -respondí-, aunque antes nunca he sido consejero, y mucho menos consejero inteligente, lo que usted me propone me parece muy sensato. Cada uno de nosotros dará al otro buenos consejos. Ahora, dígame, Nastenka bonita, ¿qué clase de consejo necesita? Dígamelo sin rodeos. En este instante estoy tan alegre, tan feliz, me siento tan atrevido, tan listo, que tendré la respuesta pronta.

-No, no -me interrumpió riendo-. No me hace falta sólo un consejo inteligente, sino un consejo cordial, fraterno, como si me quisiera usted de toda su vida.

-¡Conforme, Nastenka, conforme! -exclamé excitado-. Aunque la quisiera desde hace veinte años, no la querría tanto como en este momento.

-Deme su mano -dijo Nastenka. -Aquí está — contesté alargándosela.

-Pues comencemos la historia.

Historia de Nastenka

-Ya conoce usted la mitad de la historia, es decir, ya sabe que tengo una abuela anciana…

-Si la segunda mitad es tan breve como ésta… – me aventuré a interrumpir riendo.

-Calle Y escuche. Ante todo una condición: no me interrumpa, porque pierdo el hilo. Escuche callado. Tengo una abuela anciana. Fui a vivir con ella cuando yo era todavía muy niña porque murieron mis padres. Mi abuela, según parece, era antes rica, porque todavía habla de haber conocido días mejores. Ella misma me enseñó el francés y más tarde me puso maestro. Cuando cumplí quince años (ahora tengo diecisiete) termi naron mis estudios. Hice por entonces algunas travesuras, pero no le diré a usted de qué género; sólo diré que fueron de poca monta. Pero la abuela me llamó una mañana y me dijo que como era ciega no podía vigilarme. Cogió, pues, un imperdible y prendió mi vestido al suyo, diciendo que así pasaríamos lo que nos quedara de vida si yo no sentaba cabeza. En suma, que al principio era imposible apartarse de ella. Trabajar, leer, estudiar, todo lo hacía junto a la abuela. Una vez intenté un truco y convencí a Fyokla de que se sentara en mi puesto. Fyokla es nuestra asistenta y está sorda. Fyokla se sentó en mi sitio. En ese momento mi abuela estaba dormida en su sillón y yo fui a ver a una amiga que no vivía lejos. Pero el truco salió mal. La abuela se despertó cuando yo estaba fuera y preguntó por algo, pensando que yo seguía tan campante en mi puesto. Fyokla, que vio que la abuela preguntaba algo pero que no oía lo que era, empezó a pensar en qué debía hacer. Lo que hizo fue abrir el imperdible y echar a correr…

En ese punto Nastenka se detuvo y soltó una carcajada. Yo hice coro. Al instante dejó de reír.

-Oiga, no se ría de mi abuela. Yo me río porque es cosa de risa… Bueno, ¿qué va a hacer una cuando la abuela es así? Pero aun así la quiero un poco. Pues bien, aquella vez me dio una pasada de las buenas. Tuve que volver a sentarme en mi sitio sin decir palabra y ya fue imposible moverse de él. ¡Ah, sí! Se me olvidaba decirle que teníamos -mejor dicho, que la abuela tenía- casa propia, una casita pequeña, de madera, con tres ventanas en total, y casi tan vieja como la abuela. En lo alto tenía un desván. A ese desván vino a vivir un inquilino nuevo…

-Es decir que había habido un inquilino viejo –observé yo de paso.

-Pues claro que lo había habido -respondió Nastenka-. Y sabía callar mejor que usted. En serio, apenas decía esta boca es mía. Era un viejecito seco, mudo, ciego, cojo, a quien al cabo le resultó imposible vivir en este mundo y se murió. Con ello se hizo necesario tomar un inquilino nuevo, porque sin inquilino no po díamos vivir, ya que lo que él nos daba de alquiler y la pensión de la abuela eran nuestros únicos recursos. Por contraste, el nuevo inquilino resultó ser un joven forastero que estaba de paso. Como no regateó, la abue la lo aceptó. Luego me preguntó: «Nastenka, ¿es nuestro inquilino joven o viejo?» Yo no quise mentir y dije: «No es ni joven ni viejo.» «¿Y es de buen aspecto?» -preguntó-. Una vez más no quise mentir y contesté: «Sí, es de buen aspecto, abuela.» Y la abuela exclamó: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no trates de verle. ¡Ay, qué tiempos éstos! ¡Pues anda, un inquilino tan insignificante y tiene, sin embargo, buen aspecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!»

La abuela todo lo relacionaba con sus tiempos. En sus tiempos era más joven, en sus tiempos el sol calentaba más, en sus tiempos la crema no se agriaba tan pronto… ¡todo era mejor en sus tiempos! Yo, sentada y callada, pensaba para mis adentros: ¿Por qué me da la abuela estos consejos y me pregunta si el inquilino es joven y guapo? Pero sólo lo pensaba, mientras seguía en mi sitio haciendo calceta y contando puntos. Luego me olvidé de ello.

Y he aquí que una mañana vino a vernos el inquilino para recordarnos que habíamos prometido empape larle el cuarto. Hablando de una cosa y otra, la abuela, que era aficionada a la cháchara, me dijo: «Ve a mi alcoba, Nastenka, y tráeme las cuentas.» Yo me levanté de un salto, ruborizada no sé por qué, y olvidé que estaba prendida con el imperdible. No hubo manera de desprenderme a hurtadillas para que no lo viera el in-quilino. Di un tirón tan fuerte que arrastré el sillón de la abuela. Cuando comprendí que el inquilino se había enterado de lo que me ocurría me puse aún más colo rada, me quedé clavada en el sitio y rompí a llorar. Sentí tanta vergüenza y amargura en ese momento que hubiera deseado morirme. La abuela gritó: «¿Qué haces ahí parada?», y yo llora que te llora. Cuando vio el inquilino lo avergonzada que estaba, saludó y se fue.

Después de aquello, tan pronto como oía ruido en el zaguán me quedaba muerta. Pensaba que venía el inquilino,- y cada vez que esto pasaba desprendía el imperdible a la chita callando. Pero no era él. No venía. Pasaron quince días, al cabo de los cuales el inquilino mandó a decir por Fyokla que tenía muchos libros franceses, libros buenos, que estaban a nuestra disposición. ¿No quería la abuela que yo se los leyera para matar el aburrimiento? La abuela aceptó agradecida, pero preguntó si los libros eran morales, porque, me dijo: «Si son inmorales, Nastenka, de ninguna manera deben leerse, porque aprenderías cosas malas.»

-¿Qué aprendería, abuela? ¿Qué es lo que cuentan?

-¡Ah! -respondió-. Cuentan cómo los mozos seducen a las muchachas de buenas costumbres; y cómo con el pretexto de que quieren casarse con ellas las sacan de la casa paterna; y cómo luego abandonan a las pobres chicas a su suerte y ellas quedan deshonradas. Yo he leído muchos de esos libros -dijo la abuela-, y todo está descrito tan bien que me pasaba la noche leyéndolos. ¡Así que mucho ojo, Nastenka, no los leas! ¿Qué clase de libros ha mandado? -preguntó

-Novelas de Walter Scott, abuela.

-¡Novelas de Walter Scott! Vaya, vaya, ¿no habrá ahí algún engaño? Mira bien a ver si no ha metido er ellos algún billete amoroso.

-No, abuela, no hay ningún billete.

-Mira bajo la cubierta. A veces los muy pillos los meten bajo la cubierta.

-No hay nada tampoco bajo la cubierta, abuela.

-Bueno, entonces está bien.

Así, pues, empezamos a leer a Walter Scott y en cosa de un mes leímos casi la mitad. El inquilino siguió mandándonos libros. Mandó las obras de Pushkin, y llegó el momento en que yo no podía vivir sin libros y ya dejé de pensar en casarme con un príncipe chino.

Así andaban las cosas cuando un día tropecé por casualidad con el inquilino en la escalera. La abuela me había mandado por algo. Él se detuvo, yo me ruboricé y él también, pero se echó a reír, me saludó, preguntó por la salud de la abuela y dijo: «¿Qué, han leído los libros?» Yo contesté que sí. «¿Y cuáles -volvió a preguntar- les han gustado más?» Yo respondí: «Ivanhoe y Pushkin son los que más nos han gustado.» Con eso terminó la conversación por entonces.

Ocho días después volví a tropezar con él en la escalera. Esta vez la abuela no me había mandado por nada, sino que yo había salido por mi cuenta. Ya habían dado las dos y el inquilino volvía a casa a esa hora. «Buenas tardes», me dijo, y yo le contesté: «Buenas tardes.»

-¿Y qué? -me preguntó-. ¿No se aburre usted de estar sentada todo el día junto a su abuela?

Cuando oí la pregunta, no sé por qué me puse colorada. Sentí vergüenza y pena de que ya hubieran empezado otros a hablar del asunto. Estuve por no contestar y marcharme, pero me faltaron las fuerzas.

-Mire -dijo-, es usted una chica buena. Perdone que le hable así, pero le aseguro que me intereso por su suerte más que su abuela. ¿No tiene usted amigas que visitar?

Yo dije que no, que sólo una, Mashenka, pero que se había ido a Pskov.

-Dígame -prosiguió-, ¿quiere ir al teatro conmigo?

-¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?

-La abuela no tiene por qué enterarse.

-No -dije-, no quiero engañar a la abuela. Adiós.

-Bueno, adiós- repitió él. Y no dijo más.

Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó, habló largo rato con la abuela, le preguntó si salía alguna vez, si tenía amistades, y de repente dijo: «Hoy he sacado un palco para la ópera. Ponen El Barbero de Sevilla. Unos amigos iban a ir conmigo, pero después mudaron de propósito y me he quedado con el billete y sin compañía.

-¡El Barbero de Sevilla! -exclamó la abuela-. ¿Es ése el mismo Barbero que ponían en mis tiempos?

-Sí, el mismo -dijo, dirigiéndome una mirada-. Yo lo comprendí todo, me puse encarnada y el corazón me empezó a dar saltos de anticipación.

-¡Cómo no voy a conocerlo! -dijo la abuela-. ¡Si en mis tiempos yo misma hice el papel de Rosina en un teatro de aficionados!

-¿No quiere usted ir hoy? -preguntó el inquili no-. Si no, seria perder el billete.

-Pues sí, podríamos ir -respondió la abuela-. ¿Por qué no? Además, mi Nastenka no ha estado nunca en el teatro.

¡Qué alegría, Dios mío! En un dos por tres nos preparamos, nos vestimos y salimos. La abuela, aunque no podía ver nada, quería oír música, pero es que además es buena. Deseaba que me distrajera un poco, y nosotras solas no nos hubiéramos atrevido a hacerlo. No le contaré la impresión que me causó El Barbero de Sevilla. Sólo le diré que durante la velada nuestro inquilino me estuvo mirando con tanto interés, hablaba tan bien, que pronto me di cuenta de que aquella tarde había querido ponerme a prueba proponiéndome que fuéramos solos. ¡Qué alegría! Me acosté tan orgullosa, tan contenta, y el corazón me latía tan fuertemente que tuve un poco de fiebre y toda la noche me la pasé delirando con El Barbero de Sevilla.

Pensé que después de esto el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no fue así. Dejó de hacerlo casi por completo, o a lo más una vez al mes y sólo para invitarnos al teatro. Fuimos un par de veces más, pero no quedé contenta. Comprendí que me tenía lástima por la manera en que me trataba la abuela, y nada más. Con el tiempo llegué a sentir que ya no podía permanecer sentada, ni leer, ni trabajar. Me echaba a reír sin motivo aparente. Algunas veces molestaba a la abuela de propósito; otras, sencillamente lloraba. Adelgacé y casi me puse mala. Terminó la temporada de ópera y el inquilino dejó por completo de visitarnos. Cuando nos encontrábamos –en la escalera de marras, por supuesto-, me saludaba en silencio y tan gravemente que parecía no querer hablar. Al llegar él al portal yo todavía seguía en mitad de la escalera, roja como una cereza, porque toda la sangre se me iba a la cabeza cuando tropezaba con él.

Y ahora viene el fin. Hace un año justo, en el mes de mayo, el inquilino vino a vernos y dijo a la abuela que ya había terminado de gestionar el asunto que le había traído a Petersburgo y que tenía que volver a Moscú por un año. Al oírlo me puse pálida y caí en la silla como muerta. La abuela no lo notó, y él, después de anunciar que dejaba libre el cuarto, se despidió y se fue.

¿Qué iba yo a hacer? Después de pensarlo mucho y de sufrir lo indecible, tomé una resolución. Él se iba al día siguiente, y yo decidí acabar con todo esa misma noche después de que se acostara la abuela. Así fue. Hice un bulto con los vestidos que tenía y la ropa interior que necesitaba y, con él en la mano, más muerta que viva, subí al desván de nuestro inquilino. Calculo que tardé una hora en subir la escalera. Cuando se abrió la puerta, lanzó un grito al verme. Creyó que era una aparición y corrió a traerme agua porque apenas podía tenerme de pie. El corazón me golpeaba con fuerza, me dolía la cabeza y me sentía mareada. Cuando me repuse un poco, lo primero que hice fue sentarme en la cama con el bulto a mi lado, cubrirme la cara con las manos y romper a llorar desconsoladamente. Él, por lo visto, se percató de todo al instante. Estaba de pie ante mí, pálido, y me miraba con ojos tan tristes que se me partió el alma.

-Escuche -me dijo-, escuche, Nastenka. No puedo hacer nada, soy pobre, no tengo nada por ahora, ni siquiera un empleo decente. ¿Cómo viviríamos si me casara con usted?

Hablamos largo y tendido y yo acabé por perder el recato. Dije que no podía vivir con la abuela, que me escaparía de casa, que no aguantaba que se me tuviera sujeta con un imperdible, y que si quería, me iba con él a Moscú, porque sin él no podía vivir. La vergüenza, el amor, el orgullo, todo hablaba en mí al mismo tiempo, y a punto estuve de caer en la cama presa de convulsiones. ¡Tanto temía que me rechazara!

Él, después de estar sentado en silencio algunos minutos, se levantó, se acercó a mí y me tomó una mano.

-Escuche, mi querida Nastenka -empezó con lágrimas en la voz-. Escuche. Le juro que si alguna vez estoy en condiciones de casarme, sólo me casaré con usted. Le aseguro que sólo usted puede ahora hacerme feliz. Escuche, voy a Moscú y pasaré allí un año justo. Espero arreglar mis asuntos. Cuando vuelva, si no ha dejado de quererme, le juro que nos casaremos. Ahora no es posible, no puedo, no tengo derecho a hacer promesa alguna. Repito que si no es dentro de un año, será de todos modos algún día, por supuesto si no ha preferido usted a otro, porque comprometerla a que me dé su palabra es algo que ni puedo ni me atrevo a hacer.

Eso me dijo, y al día siguiente se fue. Acordamos no decir palabra de esto a la abuela. Así lo quiso él. Y ahora mi historia está casi tocando a su fin. Ha pasado un año justo. Él ha llegado, lleva aquí tres días enteros y… y…

-¿Y qué? -grité yo, impaciente por oír el final.

-Y hasta ahora no se ha presentado -respondió Nastenka sacando fuerzas de flaqueza-. No ha dado señales de vida.

En ese punto se detuvo, quedó callada un momento, bajó la cabeza y, de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar de manera tal que me laceró el alma.

Yo ni remotamente esperaba ese desenlace. -¡Nastenka! -imploré con voz tímida-. ¡Nastenka, no llore, por amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Quizá no esté aquí todavía…

-¡Sí está, sí está! – insistió Nastenka-. Está aquí, lo sé. Esa noche, la víspera de su marcha, fijamos una condición. Cuando nos dijimos todo lo que le he contado a usted y llegamos a un acuerdo, vinimos a pasearnos aquí justamente a este muelle. Eran las diez. Nos sentamos en este banco. Yo había dejado de llorar y le escuchaba con deleite. Dijo que en cuanto regresara vendría a vernos, y que si yo todavía le quería por marido se lo contaríamos todo a la abuela. Ya ha llegado, lo sé, pero no ha venido. Y se echó a llorar de nuevo.

-¡Dios mío! ¿Pero no hay manera de ayudarla? -grité, saltando del banco con verdadera desesperación-. Diga, Nastenka, ¿no podría ir yo a verle?

-¿Cree usted que podría? -dijo alzando de súbito la cabeza.

-No, claro que no -afirmé conteniéndome a tiempo-. Pero, mire, escríbale una carta.

-No, de ninguna manera. Eso no puede ser -contestó ella con voz resuelta, pero bajando la cabeza y sin mirarme.

-¿Cómo que no puede ser? ¿Cómo que no? – insistí yo aferrándome a mi idea-. Sepa usted, Nastenka, que no se trata de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas. Hay que hacer lo que digo, Nastenka. ¡Confíe en mí, por favor! No es un mal consejo. Todo esto se puede arreglar. Al fin y al cabo, ha dado usted ya el primer paso, con que ahora…

-No puede ser, no. Parecería que quiero comprometerle.

-¡Ah, mi buena Nastenka! – la interrumpí sin ocultar una sonrisa-. Le digo a usted que no. Usted, des pués de todo, está en su, derecho, porque él ya le ha hecho una promesa. Y, por lo que colijo, es hombre delicado, se ha portado bien -añadía entusiasmado cada vez más con la lógica de mis argumentos y aseveraciones- ¿Que cómo se ha portado? Se ha ligado a usted con una promesa. Dijo que si se casaba sería únicamente con usted. Y a usted la dejó en absoluta libertad para rechazarle sin más. En tal situación puede usted dar el primer paso, tiene usted derecho a ello, le lleva usted ventaja, aunque sea sólo, digamos, para devolverle la palabra dada.

-Diga, ¿cómo escribiría usted?

-¿El qué?

-La carta esa.

-Pues diría: «Muy senor mio… »

-¿Es de todo punto necesario decir «muy senor mío»?

-De todo punto. Pero, ahora que pienso, quizá no lo sea… Creo que…

-Bueno, bueno, siga.

-«Muy señor mío: Perdone que…» Pero no, no hace falta ninguna excusa. El hecho mismo lo justifica todo. Diga simplemente: «Le escribo. Perdone mi impaciencia, pero durante un año entero he vivido feliz con la esperanza de su regreso. ¿Tengo yo la culpa de no poder soportar ahora un día de duda? Ahora que ha llegado, quizá haya cambiado usted de intención. Si es así, esta carta le dirá que ni me quejo ni le condeno. No puedo condenarle por no haber logrado ha cerme dueña de su corazón. Así lo habrá querido el destino. Es usted un hombre honrado. No se sonría ni se enoje al ver estos renglones impacientes. Recuerde que los escribe una pobre muchacha, que está sola en el mundo, que no tiene quien la instruya y aconseje y que nunca ha sabido sujetar su corazón. Perdone si la duda ha hallado cobijo en mi alma, siquiera sólo un momento. Usted no sería capaz de ofender, ni siquiera con el pensamiento, a ésta que tanto le ha que rido y le quiere.»

-¡Sí, sí! ¡Eso mismo es lo que se me ha ocurrido! -exclamó Nastenka con ojos radiantes de gozo-. Ha despejado usted mis dudas. Es usted un enviado de Dios. ¡Se lo agradezco tanto!

-¿Por qué? ¿Porque soy un enviado de Dios? -pregunté, mirando con arrebato su rostro alegre.

-Sí, por eso al menos.

-¡Ay, Nastenka! ¡Demos gracias a que algunas personas viven con nosotros! Yo doy gracias a usted por haberla encontrado y porque la recordaré el resto de mi vida.

-Bien, basta. Ahora escuche. En la ocasión de que le hablo acordamos que, no bien llegara, me mandaría recado con una carta que depositaría en cierto lugar, en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no sabe nada del asunto. Y que si no le era posible escribirme, porque en una carta no se puede decir todo, que vendría aquí el mismo día de su llegada, a este lugar en que nos dimos cita, a las diez en punto. Sé que ha llegado ya, y hoy, al cabo de tres días, ni ha habido carta ni ha venido. Por la mañana no puedo separarme de la abuela. Entregue usted mismo la carta mañana a esa buena gente que le digo. Ellos se la remitirán. Y si hay contestación, usted mismo puede traérmela a las diez de la noche.

-¡Pero la carta, la carta! Lo primero es escribir la carta. De ese modo, quizá para pasado mañana esté todo resuelto.

-La carta… -respondió Nastenka turbándose un poco-, la carta… pues…

No acabó la frase. Primero volvió la cara, que se tiñó de rosa, y de repente sentí en mi mano la carta, escrita por lo visto hacía tiempo, toda preparada y sellada. ¡Qué recuerdo tan familiar, tan simpático y gracioso ha retenido de ello!

-R,o-Ro-s,i-si-n,a-na -empecé yo.

-¡Rosina! -entonamos los dos, yo casi abrazándola de alborozo, ella ruborizándose aún más y riendo a través de sus lágrimas que, como perlas, temblaban en sus negras pestañas.

-Bueno, basta. Ahora, adiós -dijo con precipitación-. Aquí está la carta y éstas son las señas a que hay que llevarla. Adiós, hasta la vista, hasta mañana.

Me apretó con fuerza las dos manos, me hizo un saludo con la cabeza y entró disparada en su callejuela. Yo permanecí algún tiempo donde estaba, siguiéndola con los ojos.

«Hasta mañana, hasta mañana», palabras que se me quedaron clavadas en la memoria cuando se perdió de vista.

Noche tercera

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, como será mi vejez. Me acosan unos pensamientos tan extraños y unas sensaciones tan lúgubres, se agolpan en mi cabeza unas preguntas tan confusas, que no me siento ni con fuerzas ni con deseos de contestarlas. No seré yo quien ha de resolver todo esto.

Hoy no nos hemos visto. Ayer, cuando nos despedimos, empezaba a encapotarse el cielo y se estaba le vantando niebla. Yo dije que hoy haría mal tiempo Ella no contestó, porque no quería ir a contrapelo de sus esperanzas. Para ella el día sería claro y sereno, ni una sola nubecilla empanaria su felicidad.

-Si llueve no nos veremos -dijo-. No vendré.

Yo pensaba que ella no haría caso de la lluvia de hoy, pero no vino.

Ayer fue nuestra tercera entrevista, nuestra tercera noche blanca…

¡Pero hay que ver cómo la alegría y la felicidad hermosean al hombre! ¡Cómo hierve de amor el corazón! Es como si uno quisiera fundir su propio corazón con el corazón de otro, como si quisiera que todo se regocijara, que todo riera. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! ¡Ayer había en sus palabras tanto deleite y en su corazón tanta bondad para conmigo! ¡Qué tierna se mostraba, cómo me mimaba, cómo lisonjeaba y con fortaba mi corazón! ¡Cuánta coquetería nacía de su felicidad! Y yo… lo creía todo a pies juntillas, pensaba que ella. ..

Pero, Dios mío, ¿cómo podía pensarlo? ¿Cómo podía ser tan ciego, cuando ya otro se había adueñado de todo, cuando ya nada era mío? ¿Cuando, al fin y al cabo, esa ternura de ella, esa solicitud, ese amor…, sí, ese amor hacia mí, no eran sino la alegría ante la próxima entre vista con el otro, el deseo de ligarme también a su felicidad? Cuando él no vino y nuestra espera resultó inútil, se le anubló el rostro, quedó cohibida y acobardada. Sus palabras y gestos parecían menos frívolos, menos juguetones y alegres. Y, cosa rara, redoblaba su atención para conmigo, como si deseara instintivamente comunicarme lo que quería, lo que temía si la cosa no salía bien. Mi Nastenka se intimidó tanto, se asustó tanto, que por lo visto comprendió al fin que yo la amaba y buscaba cobijo en mi pobre amor. Es que cuando somos desgraciados sentimos más agudamente la desgracia ajena. El sentimicnto no se dispersa, sino que se reconcentra.

Llegué a la cita con el corazón rebosante e impaciente por verla. No podía prever lo que siento ahora, ni el giro que iba a tomar el asunto. Ella estaba radiante de felicidad. Esperaba una respuesta y la respuesta era él mismo. Él vendría corriendo en respuesta a su llamamiento. Ella había llegado una hora antes que yo. Al principio no hacía sino reír, respondiendo con carcajadas a cada una de mis palabras. Estuve a punto de hablar, pero me contuve.

-¿Sabe por qué estoy tan contenta? ¿Tan contenta de verle? -preguntó-. ¿Por qué le quiero tanto hoy?

-¿Por qué? -pregunté yo a mi vez con el corazón trémulo.

-Pues le quiero porque no se ha enamorado de mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado a importunarme, a asediarme, a quejarse, a dolerse. ¡Usted es tan bueno!

Me apretó la mano con tanta fuerza que casi me hizo gritar. Ella se echó a reír.

-¡Dios mío, qué buen amigo es usted! -prosiguió, seria, al cabo de un minuto-. ¡Que sí, que Dios me lo ha enviado a usted! Porque ¿qué sería de mí si no estuviera usted conmigo ahora? ¡Qué desinteresado es usted! ¡Qué bien me quiere! Cuando me case, seguiremos muy unidos, más que si fuéramos hermanos. Voy a quererle a usted casi tanto como a él.

En ese instante sentí una horrible tristeza y, sin embargo, algo así como un brote de risa empezó a cosquillearme el alma.

-Está usted arrebatada –dije-: Tiene usted miedo. Piensa que no va a venir.

-Bueno –contestó-. Si no estuviera tan feliz creo que su incredulidad y sus reproches me harían llorar. Por otro lado me ha devuelto usted el buen juicio y me ha dado mucho que pensar; pero lo pensaré más tarde; ahora le confieso que tiene usted razón. Sí, estoy un poco fuera de mí. Estoy a la expectativa y las cosas mas nimias me afectan. Pero, basta, dejémonos de sentimientos…

En ese momento se oyeron pasos y de la oscuridad surgió un transeúnte que vino hacia nosotros. Los dos sentimos un escalofrío y ella casi lanzó un grito. Yo le solté la mano e hice ademán de alejarme. Pero nos habíamos equivocado; no era él.

-¿Qué teme? ¿Por qué me ha soltado la mano? -preguntó dándomela otra vez-. ¿Qué pasa? Vamos a encontrarle juntos. Quiero que él vea cuánto nos queremos.

«¡Ay, Nastenka, Nastenka -pensé-, cuánto has dicho con esa palabra! Un amor como éste, Nastenka, en ciertos momentos enfría el corazon y apesadumbra el alma. Tu mano está fría; la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nastenka! ¡Qué insoportable a veces es la persona feliz! Pero no puedo enfadarme contigo … »

Por fin sentí que mi corazón rebosaba:

-Oiga, Nastenka -exclamé-. ¿Sabe lo que he hecho en el día de hoy?

-Bueno, ¿qué ha hecho? ¡A ver, de prisa! ¿Por qué no lo ha dicho hasta este instante?

-En primer lugar, Nastenka, cuando hice todos sus mandados, entregué la carta, estuve a ver a esas buenas gentes… fui a casa y me acosté…

-¿Nada más? -me interrumpió riendo.

-Sí, casi nada más -respondí haciendo un esfuerzo porque en los ojos me escocían unas lágrimas estúpidas-. Me desperté como una hora antes de nuestra cita, y me parecía que no había dormido. No sé lo que me pasaba. Se me antojaba que había salido para contarle a usted todo esto y que iba por la calle como si se me hubiese parado el tiempo, como si hasta el fin de mi vida debiera tener sólo una sensación, un sentimiento, como si, un minuto. debiera convertirse en una eternidad entera, y como si la vida se hubiera detenido en su curso… Cuando desperté creí que volvía a recordar un motivo musical de gran dulzura, largo tiempo conocido, oído antes en algún sitio. Se me figuraba que ese motivo había querido brotar de mi alma durante toda mi vida y que sólo ahora…

-¡Dios mío! ¿Qué significa eso? -No entiendo palabra.

-¡Ay, Nastenka! Quería comnicarle a usted de algún modo esa extraña impresión… -indiqué con voz lastimera en la que, aunque muy remota, latía aún la esperanza.

-¡Basta, basta, no siga! -dijo, y en un momento la pícara lo comprendió todo. De súbito se volvió locuaz, alegre y retozona. Me cogía del brazo, reía, quería que yo también riera, y recibía cada confusa palabra mía con larga y sonora carcajada. Yo empecé a sulfurarme y ella entonces se puso a coquetear.

-¿Sabe? -dijo-. Me escuece un poco que no se enamore usted de mí. Después de esto, ¿qué voy a pensar de usted? Pero, de todos modos, señor inflexible, no puedo menos de alabarme por lo ingenua que soy. Yo le cuento a usted todo, todito, por grande que sea la tontería que se me viene a la cabeza.

-Escuche. Parece que están dando las once -dije cuando se oyeron las campanadas de una lejana torre de la ciudad. Ella calló en el acto, dejó de reír y se puso a contar.

-Sí, las once -acabó por decir con voz tímida e indecisa.

Yo me arrepentí al punto de haberla asustado, de haberle hecho contar la hora, y me maldije por mi arrebato de malicia. Sentí lástima de ella y no sabía cómo expiar mi conducta. Me puse a consolarla, a buscar razones que explicaran la ausencia de él, a ofrecer argumentos y pruebas. Nadie era tan fácil de enganar como ella entonces, porque en momentos así todos escuchamos con alegría cualquier palabra de consuelo y nos contentamos con una sombra de justificación.

-Pero esto es ridículo -dije yo, animándome cada vez más y muy satisfecho de la insólita claridad de mis pruebas-, pero si no podía haber venido. Usted, Nastenka, me ha cautivado y confundido hasta el punto de que he perdido la noción del tiempo… Piense usted que apenas ha habido tiempo para que reciba la carta. Supongamos que no ha podido venir; supongamos que piensa contestar; en tal caso la carta no llegará hasta mañana. Yo mañana voy a recogerla tan pronto como amanezca y en seguida le diré a usted lo que hay. Piense, por último, en un sinfín de posibilidades, por ejemplo, que no estaba en casa cuando llegó la carta, y que quizá no la haya leído todavía. Todo ello es posible.

-Sí, sí –contestó Nastenka-, no había pensado en ello. Claro que todo es posible -prosiguió con tono de asentimiento, pero en el que, como una disonancia enojosa, se percibía otra idea lejana-. Mire lo que debe hacer. Usted va mañana lo más temprano posible y si recibe algo me lo dice en seguida. ¿Pero sabe usted dónde vivo? -y empezó a repetirme sus señas.

Luego, sin transición, se puso tan tierna y tímida conmigo… Parecía escuchar con atención lo que le decía, pero cuando me volví hacia ella para hacerle una pregunta, guardó silencio, quedó confusa y volvió la cabeza. Le miré los ojos. Efectivamente, estaba llo rando.

-Pero, ¿es posible? ¡Qué niña es usted! ¡Pero qué niñería!… Vamos, basta.

Trató de sonreír y se calmó, pero aún le temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.

-Estoy pensando en usted -me dijo tras un momento de silencio-. Es usted tan bueno que una tendría que ser de piedra para no notarlo. ¿Sabe lo que ahora se me ha ocurrido? Pues compararles a ustedes dos. ¿Por qué él y no usted? Él no es tan bueno como usted, aunque le quiero más que a usted.

Yo no contesté. Ella, por lo visto, esperaba que dijera algo.

-Claro que quizá no le comprendo a él bien todavía, que no le conozco bien. Parecía, ¿sabe usted? como si siempre le tuviera miedo, por lo serio que estaba siempre, por lo así como orgulloso que parecía. Por supuesto que era sólo por fuera. En el corazón tiene más ternura que yo. Recuerdo cómo me miraba cuando, como ya le he dicho, fui a buscarle con el hatillo de ropa. Pero aun así, le tengo, no sé por qué, demasiado respeto y esto crea cierta desigualdad entre nosotros.

-No, Nastenka -respondí-, eso quiere decir que usted le quiere más que a nadie en el mundo, mucho más de lo que usted se quiere a sí misma.

-Bueno, supongamos que sea así -dijo la inocente Nastenka-. ¿Sabe usted lo que se me ocurre? Pero ahora no quiero hablar por mí sola, sino en general. Esto ya lo pensé hace tiempo. Escuche, ¿por qué no nos tratamos unos a otros como hermanos? ¿Por qué hasta el hombre más bueno disimula y calla en presencia de otro? ¿Por qué no decir sin rodeos lo que tiene uno en el corazón, inmediatamente, cuando sabe uno que su palabra no se la llevará el viento? ¿Por qué parecer más adusto de lo que uno es en realidad? Es como si cada cual temiera violentar los propios sentimientos si los expr:esa libremente.

-¡Ah, Nastenka, dice usted verdadl Eso resulta de varios motivos -interrumpí yo, que en ese instante re primía mis propios sentimientos más que nunca.

-No, no -respondió ella con profunda emoción-. Usted, por ejemplo, no es como los otros. Francamente, no sé cómo decirle lo que siento, pero creo que usted, por ejemplo…, aunque ahora…, me parece que usted sacrifica algo por mí -agregó con timidez, lanzándome una ojeada fugaz-. Perdone que le hable así. Soy una muchacha sencilla, he visto poco mundo y la verdad, no sé cómo expresarme a veces -añadió con voz que algún oculto sentimiento hacía temblar, y procurando sonreír al mismo tiempo-. Pero sólo quería decirle que soy agradecida y que comprendo todo esto… ¡Que Dios se lo pague haciéndole feliz! Lo que me contó usted de su soñador no tiene pizca de verdad; quiero decir, que no tiene ninguna relación con usted. Usted se repondrá. Usted es muy diferente de como se pinta a sí mismo. Si alguna vez se enamora ¡que Dios le haga feliz con ella! A ella no le deseo nada porque será feliz con usted. Lo sé porque soy mujer y debe usted creer lo que digo…

Calló y me apretó la mano con fuerza. A mí la agitación me impidió decir nada. Pasaron algunos instantes.

-Bueno, está visto que no viene hoy -dijo por último alzando la cabeza-. Es tarde…

-Vendrá mañana -dije con voz firme y confiada.

-Sí -añadió ella alegrándose-. Ahora veo que no vendrá hasta mañana. ¡Hasta la vista, pues, hasta mañana! Si llueve quizá no venga. Pero vendré pasado mañana, vendré pase lo que pase. Esté usted aquí sin falta. Quiero verle y le contaré todo.

Seguidamente, cuando nos despedimos, me dio la mano y dijo mirándome serenamente a los ojos:

-En adelante estaremos siempre juntos, ¿verdad?

¡Oh, Nastenka, Nastenka, si supieras qué solo estoy ahora!

Cuando dieron las nueve se me hizo intolerable quedarme en el cuarto. Me vestí y salí a pesar del mal tiempo. Fui al lugar de la cita y me senté en nuestro banco. Hasta entré en su callejuela, pero me dio vergüenza y giré sobre los talones, sin mirar sus ventanas y sin dar más que dos pasos hacia su casa. Llegué a la mía dominado por la tristeza más grande que he sentido en mi vida. ¡Qué tiempo tan crudo y sombrío! Si al menos fuera bueno, me hubiera estado paseando allí toda la noche…

Bueno, hasta mañana. Mañana me lo contará todo. Pero no ha habido carta hoy. Aunque bien mirado, sin embargo, quizá había de ser así. Estarán ya juntos…

Noche cuarta

¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto! ¡Qué fin ha tenido!

Llegué a las nueve. Ella ya estaba allí. La observé desde lejos. Estaba, como aquella primera vez, apoyada en la barandilla del muelle y no me oyó acercarme.

-¡Nastenka! exclamé haciendo un esfuerzo por contener mi emoción. Ella al punto se volvió hacia mí.

-¡Bueno -dijo-. de prisa!

La miré perplejo.

-Pero, ¿donde está la carta? ¿Ha traído usted la carta? -repitió asiéndose a la barandilla.

-No, no tengo carta -dije al fin -. ¿Pero es que él no ha venido?

Ella se puso mortalmente pálida y me miró, inmóvil, largo rato. Yo había destruido su última esperanza.

-¡Sea lo que Dios quiera! -dijo al cabo con voz entrecortada-. ¡Qué Dios le perdone si me abandona así!

Bajó los ojos y luego quiso mirarme pero no pudo. Durante algunos minutos probó a dominar su emoción, pero de pronto me volvió la espalda, puso los codos en la barandilla del muelle y se deshizo en lágrimas.

-Basta, basta -empecé a decir, pero, mirándola, no tuve fuerzas para continuar. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir?

-¡Pero qué inhumano y cruel es esto! -empezó de nuevo-. ¡Ni tan siquiera un renglón! Si al menos dijera que no me necesita, que no quiere nada conmigo… ¡Pero eso de no ponerme unas líneas en tres días seguidos! ¡Qué fácil le es agraviar a otros, ofender así a una pobre chica indefensa, cuya única culpa ha sido quererle! ¡Ay, lo que he sufrido estos tres días! ¡Dios mío, Dios mío! Cuando recuerdo que soy yo la que fue a verle por primera vez, que me humillé ante él, que lloré, que mendigué una migaja de amor siquiera… ¡Y después de eso…! ¡Oiga -dijo volviéndose hacia mí, centelleantes sus ojos negros-; eso no puede ser, eso no puede ser así, eso no es natural! Uno de nosotros dos, usted o yo, se habrá equivocado. No habrá recibido la carta. Quizá ésta es la hora en que aún no sabe nada. ¿Cómo es posible? Juzgue usted mismo, dígame, por amor de Dios, explíqueme, porque yo no puedo entenderlo. ¿Cómo es posible portarse tan bárbara y groseramente como él se ha portado conmigo? ¡Ni siquiera una palabra! ¡Hasta a la persona más insignificante del mundo se la trata con más compasión! ¿Es posible que haya oído algo? ¿Es posible que alguien le haya dicho cosas de mí? -gritó volviéndose, inquisitiva, hacia mí-. ¿Qué piensa usted?

-Mire, Nastenka, mañana voy a verle de parte de usted.

-¿Y qué?

-Le pregunto todo y le cuento todo.

-¿Y qué? ¿ Y qué?

-Usted escribe una carta. No diga que no, Nastenka, no diga que no. Le obligaré a respetar el comportamiento de usted, se enterará de todo, y si…

-No, amigo mío, no -interrumpió-. Ya basta. No recibirá de mí una palabra, ni una sola palabra, ni una línea. Ya basta. Ya no le conozco, ya no le quiero, le olvidaré…

No terminó la frase.

-Cálmese, cálmese. Siéntese aquí, Nastenka -dije haciéndola sentarse en el banco.

-¡Pero si estoy tranquila! Basta, así es la vida. Y estas lágrimas ya se secarán. ¿Es que cree usted que me voy a matar? ¿Que me voy a tirar al agua?

Mi corazón rebosaba de emoción. Quise hablar, pero no pude.

-Diga -prosiguió, cogiéndome de la mano-, ¿usted no se portaría así, ¿verdad? ¿No abandonaría a quien hubiera venido a usted por su propia voluntad? ¿Usted no le echaria en cara, con burlas crueles, el tener un corazón débil y crédulo? ¿Usted la protegería? ¿Usted pensaría que era una muchacha sola, que no sabía mirar por sí misma ni cuidarse del amor que sentiría por usted… que ella no tenía la culpa …. que, en fin, no tenía la culpa de… que no había hecho nada malo? ¡Ay, Dios mío, Dios mío!

-¡Nastenka! -exclamé por fin sin poder dominar mi agitación-. Nastenka, usted me está atormentando, usted me destroza el corazón, usted me mata. ¡Nastenka, no puedo callar! ¡Tengo que hablar, decir todo lo que me oprime aquí, en el corazón! Al decir esto me levanté del banco. Ella me cogió de la mano y me miró con asombro.

-¿Qué le pasa? -preguntó por fin.

-Escuche -dije con decisión-. Escúcheme, Nastenka. Todo lo que voy a decirle es absurdo, todo es quimérico y estúpido. Sé que nada de ello puede realizarse, pero no puedo seguir más tiempo callado. ¡En nombre de lo que usted sufre ahora, le ruego de antemano que me perdone!

-Pero, ¿esto qué es? -preguntó cesando de llorar y mirándome con fijeza, mientras en sus ojos sorprendidos brillaba una extraña curiosidad-. ¿Qué le pasa?

-Esto es quimérico, lo sé, pero la quiero a usted, Nastenka. Eso es lo que pasa. Ahora ya lo sabe usted todo -agregué remachando lo dicho con el brazo-. Ahora verá usted si puede hablar conmigo como hablaba hace un momento y si puede escuchar al cabo lo que voy a decirle..,

-Bueno, ¿y qué? -me cortó Nastenka-. ¿Qué hay de nuevo en eso? Ya sabía que me quería usted, aunque creía que me quería así, sencillamente, sin segunda intención… ¡Ay, Dios mío!

-Al principio, sí, sencillamente, pero ahora…, ahora soy exactamente como usted cuando fue a verle a él con el hatillo de ropa. Pero todavía peor, Nastenka porque entonces él no queria a nadie, mientras que ahora usted quiere a otro.

-¿Qué dice usted? No le entiendo a usted en absoluto. Pero dígame, ¿con qué fin, es decir, no con qué fin, sino por qué se pone usted así tan de repente? ¡Cielo santo, estoy diciendo tonterías … ! Pero usted…

Nastenka quedó desconcertada del todo. Se le encendieron las mejillas y bajó los ojos.

-¿Qué hacer, Nastenka, qué hacer? Soy culpable, he abusado de… Pero no, ¡qué va! No, Nastenka. Conozco esto, lo siento, porque me dice el corazón que tengo razón y que de ninguna manera puedo agraviarla o injuriarla. Era amigo de usted y sigo siéndolo. No ha cambiado en nada. Mire cómo se me saltan las lágrimas, Nastenka. ¡Que se me salten, pues! No molestan a nadie. Ya se secarán…

-¡Pero siéntese, siéntese! –dijo obligándome a sentarme en el banco- ¡Ay, Dios mío!

-No, Nastenka, no quiero sentarme! yo ya no puedo seguir aquí más tiempo; usted no me verá ya más. Voy a decirlo todo y me voy. Sólo quiero decir que usted no hubiera sabido nunca que la quiero. Yo hubiera guardado el secreto y no la hubiera martirizado aquí y en este momento con mi egoísmo. Pero es que no he podido aguantar más; usted misma empezó a hablar de esto, usted misma ha tenido la culpa, toda la culpa, y no yo. Usted no puede alejarme de su lado…

-¡Pero claro que no, no señor, yo no le alejo de mi lado! -dijo Nastenka, ocultando, la pobre, su confusión como mejor pudo.

-¿No me aleja usted? Pues entonces yo mismo me voy. Me voy, sólo que antes le contaré a usted todo, porque cuando usted hablaba hace un momento no podía quedarme quieto en mi asiento; cuando usted lloraba, cuando usted sufría porque… (voy a decirlo tal como es, Nastenka), porque es usted desdeñada, porque su amor no es correspondido, ¡yo sentía, por mi parte, tanto amor por usted, tanto amor! Y me daba tanta pena no poder ayudarla con ese amor… que se me partía el alma y… ¡y no pude callar y tuve que hablar, Nastenka, tuve que hablar!…

-¡Sí, sí! ¡Hábleme, hábleme así! –dijo Nastenka con un gesto delicado-. Quizá le parezca extraño que se lo diga, pero… ¡hable! ¡Ya le diré más tarde! ¡Ya le contaré todo!

-¡Me tiene usted lástima, Nastenka, sólo lástima, amiga mía! A lo hecho, pecho. Agua pasada… ¿no es verdad? Bueno, ahora lo sabe usted todo. Algo es algo. ¡Muy bien! ¡Todo está ahora bien! Ahora escuche. Cuando estaba usted ahí sentada llorando, yo pensé para mis adentros (¡ay, déjeme decir lo que pensé!) pensé que (claro que esto, Nastenka, es imposible)… pensé que usted… pensé que usted, no sé cómo…, bueno, por algún extraño motivo ya había dejado de quererle. Entonces -y yo ya pensaba esto, Nastenka, ayer y anteayer-, entonces yo hubiera hecho de modo… hubiera hecho sin duda de modo que usted me hubiera ido tomando cariño, porque usted misma dijo, usted misma afirmó, Nastenka, que ya casi me quería. Ahora, ¿qué más? Bueno, esto es casi todo lo que quería decir: sólo queda por decir lo que pasaría si usted me tomara cariño, nada más. Escuche, amiga mía (porque de todos modos es usted mi amiga), yo, por supuesto, soy un hombre sencillo, pobre, muy poca cosa, pero no importa (estoy tan confuso, Nastenka, que no doy pie con bola); sólo sé que la querría de tal manera… de tal manera la querría, que si usted siguiera queriéndole a él, si siguiera queriendo a ese hombre para mí desconocido, vería usted que mi amor no sería para usted una carga. Usted sólo notaría… sólo sentiría a cada instante que junto a usted latía un corazón honrado, honrado, un corazón ardiente, que para usted… ¡Ay, Nastenka, Nastenka! ¿Qué ha hecho usted conmigo?

-No llore, no quiero que llore -dijo Nastenka levantándose rápidamente del banco-. Vamos, levántese, venga conmigo. No llore más, no llore -siguió diciendo mientras me enjugaba las lágrimas con su pañuelo-. Bueno, vamos; puede que le diga algo… Sí, si ahora él me abandona, si me olvida, aunque yo todavía le quiero (no me propongo engañarle a usted)… Pero escuche y contésteme. Si yo, por ejemplo, le tomara cariño a usted, es decir, si yo… ¡Ay, amigo mío, amigo mío! ¡Cómo me doy plena cuenta ahora de que le ofendí cuando me reí de su amor, cuando le elogiaba Por no haberse enamorado de mí … ! ¡Ay Dios! ¿Pero cómo no preví esto? ¿Cómo no lo preví? ¿Cómo pude ser tan tonta? pero, en fin, estoy decidida. Voy a contarle todo…

-Mire, Nastenka, ¿sabe lo que voy a hacer? Me alejo de usted. Sí, eso, me voy de su lado. No hago más que martirizarla. Ahora le remuerde la conciencia porque se rió usted de mí, y no quiero… eso, no quiero que, junto a la pena que siente…, yo, por supuesto, tengo la culpa, Nastenka, pero… ¡adiós!

-Deténgase y escúcheme. ¿Es que no puede esperar?

-¿Esperar qué?

-Yo le quiero a él, pero esto pasará, esto tiene que pasar. Es imposible que no pase, está pasando ya, lo siento… ¿Quién sabe? Quizá termine hoy mismo, porque le odio, porque se ha reído de mí, mientras que usted ha llorado aquí conmigo, porque usted no me hubiera repudiado como él lo ha hecho, porque usted me quiere y él no, porque, en suma, yo le quiero a usted… ¡Sí, le quiero! Le quiero como usted me quiere a mí; y, a decir verdad, yo misma se lo he dicho antes, usted mismo lo oyó. Le quiero porque es usted mejor que él, porque es usted más noble que él, porque, porque él…

La emoción de la pobre muchacha era tan fuerte que no terminó la frase; puso la cabeza en mi hombro, luego en mi pecho y rompió a llorar amargamente. Traté de consolarla, de convencerla, pero no cesaba en su llanto; sólo me apretaba la mano y decía entre sollozos: «¡Espere, espere, que acabo en seguida! Quiero decirle… no piense usted que estas lágrimas… esto no es más que debilidad; espere a que pase … » Por fin se serenó, se enjugó las lágrimas y proseguimos nuestro paseo. Yo hubiera querido hablar, pero ella siguió diciéndome que esperara. Guardamos silencio … Al fin, sacó fuerzas de flaqueza y rompió a hablar …

-Mire -empezó a decir con voz débil y trémula, pero en la que de pronto empezó a vibrar algo que entró en mi corazón y lo llenó de dulce alegría-, no me crea usted liviana e inconstante. No piense que soy capaz de cambiar y olvidar tan ligera y rápidamente… Le he querido a él un año entero y juro por lo más sagrado que nunca, nunca le he faltado, ni con el pensamiento siquiera. Él ha desdeñado esto y se ha reído de mí ¡qué se le va a hacer! Me ha agraviado y me ha lastimado el corazón. No… no le quiero, porque sólo puedo querer lo que es generoso, lo que es comprensivo, lo que es noble -porque yo soy así y él es indigno de mí- bueno, ¿qué se le va a hacer? Mejor es que haya obrado así ahora y no que más tarde me hubiera enterado con desengaño de cómo es… Bien, ¡pelillos a la mar! Pero ¿quién sabe, mi buen amigo? -prosiguió, apretándome la mano-. ¿Quién sabe si quizá todo el amor mío no fue más que un engaño de los sentidos, de la fantasía? ¿Quién sabe si no empezó como una travesura, como una chiquillada, por hallarme bajo la vigilancia de la abuela? Quizá debiera amar a otro, y no a él, no a un hombre como él, sino a otro que me tuviera lástima y… Pero dejemos esto, dejémoslo -interpuso Nastenka, a quien ahogaba la agitación-, sólo quería decirle… quería decirle que sí, a pesar de que le quiero a él (no, que le quería), si, a pesar de eso, dice usted todavía…, si siente usted que su cariño es tan grande que puede con el tiempo reemplazar al anterior en mi corazón… si de veras se compadece usted de mí, si no quiere dejarme sola en mi desgracia, sin consuelo, sin esperanza, si promete amarme siempre como ahora me ama, en ese caso le juro que la gratitud …. que mi cariño acabará siendo digno del suyo… ¿me cogerá usted de la mano ahora?

-Nastenka -grité ahogado por los sollozos-. ¡Nastenka, oh, Nastenka!

-¡Bueno, basta, basta! ¡Bueno, basta ya de veras! -dijo, haciendo un esfuerzo para calmarse-. Ahora ya está todo dicho, ¿verdad? ¿No es así? Usted es feliz y yo soy feliz. No se hable más del asunto. Espere, no me apure… ¡Hable de otra cosa, por amor de Dios!…

-¡Sí, Nastenka, sí! Con eso basta, ahora soy feliz… Bueno, Nastenka, bueno, hablemos de otra cosa. ¡A ver, a ver, de otra cosa! Sí, estoy dispuesto…

No sabíamos de qué hablar, reíamos, llorábamos, decíamos mil palabras sin ton ni son. Marchábamos por la acera y de repente volvíamos sobre nuestros pasos y cruzábamos la calle. Luego nos parábamos y volvíamos al muelle. Parecíamos chiquillos…

-Ahora vivo solo, Nastenka -decía yo-, pero ma ñana… Ya sabe usted, Nastenka, que, por supue sto, soy pobre. En total, no tengo más que 1.200 rublos, pero eso no importa…

-Claro que no. Además la abuela tiene una pensión y no será una carga. Tenemos que llevarnos a la abuela.

-Desde luego hay que llevarse a la abuela… Ahora bien, también está Matryona…

-¡Ah, sí, y nosotras tenemos a Fyokla!

-Matryona es buena, pero tiene un defecto. Carece de imaginación, Nastenka, carece por completo de imaginación. Pero eso no tiene importancia.

-Ninguna. Pueden vivir juntas. Entonces se muda usted a nuestra casa.

-¿Cómo? ¿A casa de ustedes? Muy bien, estoy dispuesto.

-Sí, como inquilino. Ya le he dicho que tenemos un desván en lo alto de la casa y que está vacío. Teníamos una inquilina, una vieja de familia noble, pero se nos fue, y sé que la abuela busca ahora a un joven. Yo le pregunto: «¿Por qué un joven?» Y ella dice: «Porque ya soy vieja; pero no vayas a creerte, Nastenka, que te estoy buscando marido.» Yo sospechaba que era para eso…

-¡Ay, Nastenka!

Y los dos rompimos a reír.

-Bien, basta ya. ¿Y usted dónde vive? Ya se me ha olvidado.

-Ahí, junto a uno de los puentes, en casa de Barannikov.

-¿Esa casa tan grande?

-Sí, esa casa tan grande.

-Ah, sí, ya sé, es una casa hermosa. Bueno, pues ya sabe que mañana la deja y se viene con nosotras cuanto antes…

-Pues mañana, Nastenka, mañana. Estoy algo retrasado con el pago del alquiler, pero no importa… Voy a recibir mi paga pronto y…

-Y ¿sabe?, quizá yo dé lecciones. Yo misma me instruiré y daré lecciones…

-¡Magnífico! Y yo recibiré pronto una gratificación, Nastenka…

-De modo que mañana será usted un inquilino…

-Sí, e iremos a oír El Barbero de Sevilla, porque lo van a poner pronto otra vez.

-Sí que iremos -dijo riendo Nastenka-. No. Mejor será que vayamos a oir otra cosa en lugar de El Barbero.

-Bueno, muy bien, otra cosa. Claro que será mejor. No había pensado…

Hablando así, íbamos y veníamos como aturdidos, como caminantes en la niebla, como si no supiéramos qué nos pasaba. A veces nos parábamos y charlábamos largo rato en un mismo lugar; a veces reanudábamos nuestras ¡das y venidas y llegábamos hasta Dios sabe dónde, y allí vuelta a reír y vuelta a llorar… De pronto, Nastenka decidió volver a casa. Yo no me atreví a retenerla y quise acompañarla hasta la puerta misma. Nos pusimos en camino y al cabo de un cuarto de hora nos hallamos de nuevo en nuestro banco del muelle. Allí suspiró y alguna lagrimilla volvió a bañarle los ojos. Yo quedé cohibido y perdí un tanto mi ardor… Pero ella, allí mismo, me apretó la mano y me arrastró de nuevo a caminar, a charlar, a contar cosas…

-Ya es hora de que vaya a casa, ya es hora. Pienso que debe ser muy tarde -dijo por fin Nastenka-, ¡basta ya de chiquilladas!

-Sí, Nastenka, pero lo que es dormir, no dormiré ahora. Yo no me voy a casa.

-Yo parece que tampoco voy a dormir. Pero acompañeme usted.

-Por supuesto.

-Esta vez, sin embargo, es preciso que lleguemos hasta mi casa.

-Claro. Por supuesto.

-¿Palabra de honor?… Porque alguna vez habrá que volver a casa.

-Palabra de honor –contesté riendo.

-Bueno, andando.

-Andando.

-Mire el cielo, Nastenka, mírelo. Mañana va a hacer buen día. ¡Qué cielo tan azul! ¡Qué luna! ¡Mire cómo la va a cubrir esa nube amarilla, mire, mire! No, ha pasado junto a ella. ¡Mire, mire!

Pero Nastenka no miraba la nube, sino que, clavada en el sitio, guardaba silencio. Un instante después comenzó a apretarse contra mí con una punta de timidez. Su mano temblaba en la mía. La miré… Ella se apoyó contra mí con más fuerza aún. En ese momento paso junto a nosotros un joven. Se detuvo de repente, nos miró de hito en hito y luego dio unos pasos más. Mi corazón tembló.

-Nastenka -dije yo a media voz-. ¿Quién es, Nastenka?

-Es él -respondió con un murmullo, apretándose aún más estremecida contra mí. Yo apenas podía tenerme de pie.

-¡Nastenka! ¡Nastenka! ¡Eres tú! -exclamó una voz tras nosotros y en ese momento el joven dio unos pasos hacia donde estábamos.

¡Dios mío, qué grito dio ella! ¡Cómo temblaba! ¡Cómo se libró forcejeando de mis brazos y voló a su encuentro! Yo me quedé mirándolos con el corazón deshecho. Pero apenas le dio ella la mano, apenas se hubo lanzado a sus brazos, cuando de pronto se volvió de nuevo hacia mí, corrió a mi lado como una ráfaga de viento, como un relámpago, y antes de que yo me diera cuenta, me rodeó el cuello con los brazos y me besó con fuerza, ardientemente. Luego, sin decirme una palabra, corrió otra vez a él, le cogió de la mano y le arrastró tras sí.

Yo me quedé largo rato donde estaba, siguiéndoles con la mirada. Por fin se perdieron de vista.

La mañana

Mis noches terminaron con una mañana. El día estaba feo. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristajes. Mi cuarto estaba oscuro y el patio sombrío. La cabeza me dolía y me daba vueltas. La fiebre se iba adueñando de mi cuerpo.

-Carta para ti, señorito. El cartero la ha traído por correo interior –dijo Matryona inclinada sobre mí.

-¿Una carta? ¿De quien? -grité saltando de la silla.

-No tengo idea, señorito. Mira bien. Puede que esté escrito ahí.

Rompí el sello. Era de ella.

«Perdone, perdóneme -me decía Nastenka-, de rodillas se lo pido, perdóneme. Le he engañado a usted y me he engañado a mí misma. Ha sido un sueño, una ilusión… ¡No puede imaginarse cómo le he echado de menos hoy! ¡Perdóneme, perdóneme!

»No me culpe, porque en nada he cambiado con respecto a usted. Le dije que le amaría y ya le amo, y aún le amo más de la cuenta. ¡Ay, Dios mío! ¡Si fuera posible amarles a ustedes dos a la vez! ¡Ay, si fuera usted él! »

«¡Ay, si él fuera usted!» -me cruzó por la mente. ¿Recordé tus propias palabras, Nastenka?

«¡Dios sabe lo que yo haría por usted ahora! Sé que está usted apesadumbrado y triste. Le he agraviado, pero ya sabe usted que quien ama no recuerda largo tiempo el agravio. Y usted me ama.

»Le agradezco, sí, le agradezco a usted ese amor. Porque ha quedado impreso en mi memoria como un dulce sueño, un sueño de esos que uno recuerda largo rato después de despertar; siempre me acordaré del momento en que usted me abrió su corazón tan fraternalmente, en que tomó en prenda el mío, destrozado, para protegerlo, abrigarlo, curarlo… Si me perdona, mi recuerdo de usted llegará a ser un sentimiento de gratitud que nunca se borrará de mi alma… Guardaré ese recuerdo, le seré fiel, no le haré traición, no traicionaré mi propio corazón; es demasiado constante. Ayer se volvió al momento hacia aquél a quien ha pertenecido siempre.

»Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, no nos abandonará, será siempre mi amigo, mi hermano. Y cuando me vea me dará la mano… ¿verdad? Me la dará usted en señal de que me ha perdonado, ¿verdad? ¿Me querrá usted como antes?

»Quiérame, sí, no me abandone, porque yo le quiero tanto en este momento… porque soy digna de su amor, porque lo mereceré… ¡mi muy querido amigo! La semana entrante nos casamos. Ha vuelto enamorado, nunca me olvidó. No se enfade usted porque hablo de él. Quisiera ir con él a verle a usted; usted le cobrará afecto, ¿verdad?

»Perdónenos, y recuerde y quiera a su

Nastenka.»

Leí varias veces la carta con lágrimas en los ojos. Por fin se me escapó de las manos y me cubrí la cara.

-¡Mira, mira, señorito! -exclamó Matryona.

-¿Qué pasa, vieja?

-Que he quitado todas las telarañas del techo. Ahora, cásate, invita a mucha gente, antes de que el techo se ensucie otra vez…

Miré a Matryona… Era todavía una vieja joven y vigorosa. Pero no sé por qué, de repente se me figuró apagada de vista, arrugada de piel, encorvada, decrépita. No sé por qué me pareció de pronto que mi cuarto envejecía al par que Matryona. Las paredes y los suelos perdían su lustre; todo se ajaba; las telarañas agranda ban su dominio. No sé por qué, cuando miré por la ventana, me pareció que la casa de enfrente también se deslustraba y se ajaba, que el estuco de sus columnas se desconchaba, se desprendía, que las cornisas se ennegrecían y agrietaban, y que las paredes se cubrían de manchas de un amarillo oscuro y chillón…

Quizá fuera un rayo de sol que, tras surgir de detrás de una nube preñada de lluvia, volvió a ocultarse de repente y lo oscureció todo a mis ojos. O quizá la perspectiva entera de mi futuro se dibujó ante mí tan sombría, tan melancólica, que me vi como soy efectivamente ahora, quince años después, como un hombre envejecido, que sigue viviendo en este mismo cuarto, tan solo como antes, con la misma Matryona, que no se ha despabilado nada en todos estos años.

¿Pero suponer que escribo esto para recordar mi agravio, Nastenka? ¿Para empañar tu felicidad clara y serena? ¿Para provocar con mis amargas quejas la angustia en tu corazón, para envenenarlo con secretos remordimientos y hacerlo latir con pena en el momento de tu felicidad? ¿Para estrujar una sola de esas tiernas flores con que adornaste tus negros rizos cuando te acercaste con él al altar … ? ¡Ah, nunca, nunca! ¡Que brille tu cielo, que sea clara y serena tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y fe licidad que diste a otro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?

Jean Paul Sartre: Eróstrato. Cuento

sartreA los hombres hay que mirarlos dede arriba. Yo apagaba la luz y me asomaba a la ventana; ni siquiera sospechaban que se les pudiera observar desde arriba. Cuidan mucho la fachada, algunas veces, incluso, la espalda, pero todos sus efectos están calculados para espectadores de no más de un metro setenta.

¿Quién ha reflexionado alguna vez en la forma de hongo de un sombrero visto desde un sexto piso? No se cuidan de defender sus hombros y sus cráneos con colores vivos y con géneros chillones, no saben combatir ese gran enemigo de lo humano: la perspectiva de arriba a abajo.

Yo me asomaba y me echaba a reir; ¿dónde estaba, pues, ese famoso estar de pie del que se sienten tan orgullosos?, se aplastan contra la acera y dos largas piernas semi-rampantes salen abajo de sus hombros.

Es en el balcón de un sexto piso donde debería haber pasado toda mi vida.

Es necesario apuntalar las superioridades morales con símbolos materiales, sin lo cual se desplomarían. Pero, precisamente, ¿cuál es mi superioridad sobre los hombres? Una superioridad de posición; ninguna otra; me he colocado por encima de la humanidad que está en mí y la contemplo. He aquí porque me gustaban las torres de Notre Dame, las plataformas de la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur, mi sexto piso de la Calle Delambre. Son excelentes símbolos.

Algunas veces era necesario volver a bajar a las calles. Para ir a la oficina, por ejemplo. Yo me ahogaba. Cuando uno está al mismo nivel de los hombres es mucho más dificil considerarlos como hormigas: tocan.

Una vez ví a un tipo muerto en la calle. Había caido de narices. Le volvieron, sangraba. Ví sus ojos abirtos, su aire opaco y toda esa sangre. Me dije:

No es nada, no es más impresionante que la pintura fresca. Le han pintado la nariz de rojo, eso es todo.

Pero sentí una sucia dulsura que me invadía desde las piernas hasta la nuca; me desvanecí. Me llevaron a una farmacia, me golpearon en la espalda y me hicieron beber alcohol. Los hubiera matado.

Yo sabía que eran mis enemigos, pero ellos no lo sabían. Se amaban entre sí, se ponían hombro con hombro, y a mí me hubieran dado una mano por aquí o por allá, porque me creían su semejante.

Pero si hubieran podido adivinar la más ínfima parte de la verdad, me hubieran golpeado.

Por lo demás, más tarde lo hicieron. Cuando me detuvieron y supieron quién era en realidad, me torturaron, me golpearon durante dos horas, en la comisaría me dieron de bofetadas y de trompadas, me retorcieron los brazos, me arrancaron el pantalón y luego, para terminar, arrojaron mis anteojos al suelo, y mientras los buscaba a tientas y materialmente en cuatro patas, me dieron, riéndose, algunos puntapiés en el culo.

Previ siempre que terminarían por golpearme: no soy fuerte y no puedo defenderme. Los había que me acechaban desde hacía mucho tiempo: los grandes. Me atropellaban en la calle, para reirse, para ver lo que hacía. Yo no decía nada. Hacía como si nada hubiera notado. Y no obstante, ellos me vejaron. Yo les tenía miedo, era un presentimiento. Pero ustedes se imaginarán que tenía razones más serias para odiarlos.

Desde este punto de vista todo fue mucho mejor a partir del día en que me compré un revolver. Uno se siente fuerte cuando lleva asiduamente una de esas cosas que pueden estallar y hacer ruido. Lo sacaba el domingo, lo ponía sencillamente en el bolsillo de mi pantalón y luego iba a pasearme -en general por los bulevares.

Sentía que tiraba de mi pantalón como un cangrejo, lo sentía completamente frío contra mi muslo. Pero se calentaba poco a poco, al contacto de mi cuerpo.

Yo andaba con cierta rigidez, tenía el aspecto de un tipo que está engallado, pero al que su verga frena a cada paso.

Deslizaba la mano en el bolsillo y tocaba el objeto. De cuando en cuando entraba en un mingitorio -aún allí adentro ponía mucha atención porque a menudo hay vecinos- sacaba mi revólver, lo sopesaba, miraba su culata de cuadros negros y su gatillo negro que parece un párpado semicerrado. Los otros, los que veían desde afuera mis píes separados y la parte de abajo de mis pantalones, creían que orinaba. Pero nunca orino en los mingitorios.

Una tarde se me ocurrió la idea de tirar a los hombres. Era un sábado por la noche, había salido en busca de Lea, una rubia que callejea ante un hotel de la calle Montparnasse. Nunca he tenido comercio íntimo con una mujer: me hubiera sentido robado. Uno se les sube encima, por supuesto, pero ellas nos devoran el bajo vientre con sus grandes bocas peludas y, por lo que he oido decir, son las que salen ganando -y con mucho- en este cambio. Yo no le pido nada a nadie, pero tampoco quiero dar nada. A lo más hubiera necesitado una mujer fría y piadosa que me soportara con disgusto.

El primer sábado de cada mes yo subia con Lea a una habitación del Hotel Duquesne. Se desvestía y yo la miraba sin tocarla. A veces, eso salía sólo en mi pantalón, otras veces tenía tiempo de volver a casa para terminar allí.

Esa noche no la encontré en su sitio de costumbre. Esperé un momento y como no la ví venir supuse que estaría enferma. Era principio de enero y hacía mucho frío. Quede desolado: soy un imaginativo y me había representado vivamente el placer que esperaba obtener de esa velada.

Había en la calle Odesa una morena que yo había visto a menudo, un poco madura, pero firme y regordeta; yo no detesto las mujeres maduras; cuando están desvestidas parecen más desnudas que las otras. Pero ella no estaba al corriente de lo que me convenía y me intimidaba un poco exponerle aquello de cabo a rabo. Y además, yo desconfío de las recién conocidas; esas mujeres pueden muy bien ocultar un granuja detrás de la puerta, y después el individuo aparece de pronto y le quita a uno el dinero. Puede uno considerarse afortunado si no le da unos puñetazos. Sin embargo, esa noche sentía no sé que audacia; decidí pasar por casa para tomar mi revolver y tentar la aventura.

Cuando un cuarto de hora más tarde abordé a la mujer, el arma estaba en mi bolsillo y ya no temía nada. Al mirarla de cerca, ví que tenía más bien un aspecto miserable. Se parecía a mi vecina de enfrente, la mujer del ayudante, y quedé muy satisfecho de esto, porque hacía mucho tiempo que tenía deseos de verla encuerada. Se desvestía con la ventana abierta cuando no estaba el ayudante, y a menudo yo me quedaba detrás de la cortina para sorprenderla. Pero se arreglaba en el fondo de la pieza.

En el Hotel Estela no quedaba más que una habitación libre en el cuarto piso. Subimos. La mujer era bastante pesada y se detenía en cada escalón para respirar. Yo subía con facilidad; tengo un cuerpo seco, pese a mi vientre, y son necesarios más de cuatro pisos para hacerme perder el aliento.

En el descansillo del cuarto piso se detuvo y se puso la mano derecha sobre el corazón respirando con fuerza. En la mano izquierda tenía la llave de la habitación.

– Es alto-, dijo tratando de sonreirme.

Le tomé la llave sin contestarle, y abrí la puerta. Tenía el revólver en la mano izquierda, apuntado derecho ante mí, a través del bolsillo y no lo dejé hasta después de haber girado la perilla de la puerta. La pieza estaba vacía. Sobre el lavabo había puesto una pequeña pastilla de jabón verde, para lavarse después de eso. Sonreí: conmigo no son necesarios ni los lavabos ni las pastillitas de jabón. La mujer seguía resoplando detrás de mí; eso me excitaba. Me volví, me tendió los labios, la rechacé.

– ¡Desvístete! -le dije.

Había un sillón de tapicería; me senté confortablemente. Es en estos casos cuando lamento no fumar. La mujer se quitó el vestido y luego se detuvo arrojándome una mirada de desconfianza.

– ¿Cómo te llamas? -le dije echándome hacia atrás.

– Renée.

– Pues bueno, Renée, date prisa, estoy esperando.

– ¿No te desvistes?

– ¡Bah, bah! -le dije-, no te ocupes de mí.

Dejó caer los calzones a sus pies, después los recogió y los colocó cuidadosamente sobre su traje junto con el corpiño.

– ¿Así que eres un viciocillo, querido, un perezosito? -me preguntó-, ¿quieres que sea tu mujercita la que haga todo el trabajo?

Al mismo tiempo dió un paso hacia mí, y apoyándose con las manos sobre los brazos de mi sillón, trató pesadamente de arrodillarse ante mis piernas. Pero la levanté con rudeza:

– ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! -le dije.

Me miró con sorpresa.

– Pero, ¿qué quieres que te haga?

– Nada, caminar, pasearte, no te pido más.

Se puso a andar de un lado a otro, con aire torpe. Nada molesta más a las mujeres que andar cuando están desnudas. No tiene costumbre de apoyar los talones en el suelo. La mujerzuela encorvaba la espalda y dejaba colgar los brazos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria: estaba allí tranquilamente sentado en un sillón, cubierto hasta el cuello; había conservado hasta los guantes puestos y esa señora madura se había desnudado totalmente bajo mis órdenes y daba vuelta a mi alrededor.

Volvió la cabeza y para salvar las apariencias me sonrió coquetamente:

– ¿Me encuentras linda? ¿Deleito tus miradas?

– ¡No te ocupes de ello! -le dije.

– Dime -preguntó con súbita indignación- ¿tienes intención de hacerme caminar así mucho tiempo?

– ¡Siéntate! -le ordené.

Se sentó sobre la cama y nos miramos en silencio. Tenía la carne de gallina. Se oía el tic-tac de un despertador al otro lado de la pared. De pronto le dije:

– ¡Abre las piernas!

Dudó un cuarto de segundo, luego obedeció. Miré y olí entre sus piernas. Luego me puse a reir tan fuerte que se llenaron los ojos de lágrimas. Le dije sencillamente:

– ¿Te das cuenta?

Y me volví a reir.

Me miró con estupor, después enrojeció violentamente y cerró las piernas.

– ¡Cochino! -dijo entre dientes.

Pero yo reía más fuerte; entonces se levantó de un salto y tomó su corpiño de la silla.

– ¡Eh! ¡Alto! -le dije- esto no ha terminado. Te daré en seguida cincuenta francos, pero quiero algo por mi dinero.

Ella tomó nerviosamente sus calzones.

– No entiendo. ¿Comprendes? No sé lo que quieres. Y si me has hecho subir para burlarte de mi.

Entonces saqué mi revólver y se lo mostré. Me miró con aire serio y dejó caer sus calzones sin decir nada.

– ¡Camina! -le ordene- ¡Paséate!

Se paseó durante cinco minutos, luego le dí mi bastón y la obligué a hacer ejercicio. Cuando sentí mi calzoncillo humedo me levanté y le tendí un billete de cincuenta francos. Lo tomó.

– Hasta luego -agregué-, no te he fatigado mucho por ese precio.

Me fui. La dejé totalmente desnuda en medio de la habitación, con su corpiño en una mano, y el billete de cincuenta francos en la otra. No lamentaba mi dinero, la había aturdido y eso que no se asombra facilmente a una ramera. Pensé bajando la escalera:

Eso es lo que quería, asombrarlos a todos.

Estaba felíz como un niño. Me llevé el jabón verde y cuando volví a casa lo froté largo tiempo bajo el agua caliente, hasta que no fue más que una delgada película entre mis dedos, parecida a un bombón muy chupado de menta.

Pero por la noche desperté sobresaltado y volví a ver su rostro, los ojos que pusó cuando le mostré el arma y su gordo vientre que saltaba a cada uno de sus pasos.

– ¿Qué estúpido fui? -me dije. Y sentí un amargo remordimiento. ¡Hubiera disparado en aquél momento! ¡Debí agujerear ese gordo vientre dejándolo como una espumadera!

Esa noche y las tres que siguieron, soñé con seis agujeritos rojos agrupados en círculo alrededor de un ombligo.

Desde entonces no volví a salir sin mi revólver. Miraba la espalda de la gente y me imaginaba, según caminaban, el modo como caerían si les disparara. Los domingos tomé la costumbre de ir a apostarme delante del Chátelet, a la salida de los conciertos clásicos.

A eso de las seis escuchaba un timbre y las obreras venían a sujetar las puertas vidrieras con los ganchos. Así empezaba la cosa: la multitud salía lentamente; la gente marchaba con paso flotante, los ojos llenos todavía de ensueño, el corazón todavía lleno de bellos sentimientos. Había muchos que miraban a su alrededor con aire asombrado; la calle debía parecerles totalmente azul. Entonces sonreían con misterio: pasaban de un mundo a otro, y era en ese otro donde yo les esperaba. Había deslizado mi mano derecha en el bolsillo y apretaba con todas mis fuerzas la culata del arma. Al cabo de un momento me veía disparándoles el arma. Los derribaba como a muñecos en un juego de feria, caían unos sobre otros y los sobrevivientes, presas de pánico, refluían en el teatro rompiendo los vidrios de las puertas. Era un juego muy enervante; mis manos temblaban; por último me veía obligado en ir a beber un cognac en Dreber para reconfortarme.

A las mujeres no las hubiera matado. Les hubiera tirado a los riñones o quizá a las pantorrillas para hacerlas bailar.

Todavía no tenía nada decidido. Pero se me ocurrió hacer todo como si mi decisión estuviera tomada. Comencé por arreglar los detalles accesorios. Fuí a ejercitarme en un polígono de la feria de Denfert-Rochereau. Mis cartones no eran muy buenos, pero los hombres ofrecen blancos más grandes, sobre todo cuando se tira a quemarropa. En seguida me ocupé de mi publicidad. Elegí un día en que todos mis colegas estaban reunidos en la oficina. Un lunes por la mañana. Por sistema era muy amable con ellos, aunque tenía horror de estrecharles la mano. Se quitaban los guantes para decir buenos días, tenían una obcena manera de desnudar la mano, de bajar el guante y deslizarlo lentamente a lo largo de los dedos, descubriendo la desnudez gruesa y arrugada de la palma. Yo conservaba siempre mis guantes puestos.

El lunes por la mañana no se hace gran cosa. La dactilógrafa del servicio comercial vino a traernos los recibos. Lemercier bromeó con ella amablemente y cuando salió, todos detallaron sus encantos con enervante competencia. Luego hablaron de Lindbergh. Les gustaba mucho Lindbergh. Yo es dije:

– A mi me gustan los héroes negros.

– ¿Los africanos? -preguntó Massé.

– No, negros, como se dice Magia Negra. Lindbergh es un héroe blanco. No me interesa.

– Vaya a ver si es facil atravesar el Atléntico -dijo agriamente Bouxin.

Les expuse mi concepto de héroe negro.

– Un anarquista -resumió Lemercier.

– No -dije suavemente-, los anarquistas quieren a su manera a los hombres.

– Sería entonces un trastornado.

Pero Massé, que tenía algunas lecturas, intervino en ese momento:

– Conozco su tipo -me dijo- se llama Eróstrato. Quiso ser célebre y no encontró mejor medio que quemar el Templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo.

– ¿Y cómo se llamaba el arquitecto de ese templo?

– No me acuerdo -confesó-, hasta creo que nunca se ha sabido su nombre.

– ¿De veras? ¿Y usted recuerda el nombre de Eróstrato? Ya ve que éste no había calculado tan mal.

La conversación terminó con estas palabras, pero quedé tranquilo; la recordarían en su momento. En cuanto a mí, que hasta entonces no había oido jamás hablar de Eróstrato, me envalentoné con su historia. hacia más de dos mil años que habia muerto y su recuerdo brillaba todavía como un diamante negro. Comencé a creer que mi destino sería corto y trágico. Aquello me dió miedo al principio y después me acostumbré. Si se mira desde cierto punto de vista es atroz; pero desde otro, otorga al instante que pasa una belleza y una fuerza considerables.

Cuando bajaba a la calle sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo; yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo, un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.

En esa época me ocurrió tener muchas noches el mismo sueño. Yo era un anarquista, me había colocado al paso del Zar y llevaba conmigo una máquina infernal. A la hora precisa pasaba el cortejo estallaba la bomba y saltábamos en el aire, yo, el Zar y tres oficiales adornados de oro, bajo los ojos de la multitud.

Permanecí entonces semanas enteras sin aparecer por la oficina. Me paseaba por las calles, entre mis futuras víctimas, o bien, me encerraba en mi habitación y hacía planes.

Me despidieron a comienzos de octubre. Ocupé entonces mis ocios en redactar la siguiente carta que copié en ciento dos ejemplares:

Señor:

Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así?

Le gusta también la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar.

A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un acento púdico pero entusiasta.

La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es una buena acción.

Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mi me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mia si prefiero asistir a la comida de las focas?

El hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mi me da nauseas; no sé por qué: así he nacido.

Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían en mi como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear.

Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos.

Adios, señor; tal vez será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el Bulevard Edgard Quinet. usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.

Paul Hilbert.

Coloqué las ciento dos cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis libretas de sellos de correo.

Durante los quince días que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos de artista y de asesino.

Pero esperaba cambiar mucho más profundamente todavía después de la matanza.

Ví las fotos de esas dos lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Ví las fotos del antes y después. Antes sus rostros se baanceaban como discretas flores encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad. Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas, semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio, pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el recuerdo de su crimen común.

Si basta, me decía, un delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crímen enteramente concebido y realizado por mí!

Se apoderaría de mí, transtornaría mi fealdad demasiado humana …; un crímen, eso corta en dos la vida del que lo comete.

Ha de haber momentos en que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el túnel, ese mineral chispeante.

No pedía más que una hora para gozar del mio, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría todo!

Decidí ejecutarlo en la calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus muertos. Correría, atravesaría rápidamente el Bulevard Edgar Quinet y volvería rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores estarían todavía en el Bulevard Edgard Quinet, perderían mi rastro y necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar mi revólver y me dispararía en la boca.

Yo vivía más cómodamente; me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no abría, esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.

El 27 de octubre a las seis de la tarde me quedaban diecisite francos con cincuenta centavos. Tomé mi revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien; tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde compré los lápices y no reconocía nada.

Me decía: ¿Cuál es esta calle?

El Bulevard Montparnasse estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para deslizarme entre ellos. Me ví de pronto en el corazón de esa multitud horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero … pero … con alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta.

Juzgué más discreto dejar para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.

Me quedé tres días en mi habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz.

El lunes alguien llamó a la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No ví más que un pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no supe quién era.

Por la noche tuve visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una cúpula. No tenia sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un castillo que yo había hecho construir sobre las Causes noires a veinte leguas de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer, la había acribillado a balazos.

Estas imágenes me turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmovil en la oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.

Llegó el día. No sentía ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol. Entonces pensé:

En una habitación cerrada, en la oscuridad. El está agazapado. Hace tres días que él no come ni duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle y él matará.

Me daba miedo. A las seis de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí. Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de una camisería, y cuando ví mi cara pensé:

Sucederá esta tarde.

Me aposté en la parte alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:

– Habían puesto tapices en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.

– ¿Están tronados? -preguntó la otra.

– No es necesario estar tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.

– ¡Cinco luises! -dijo la morena, deslumbrada.

Agregó al pasar a mi lado:

– Y además me imagino que debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.

Se alejaron. Tenía frío, pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento ví llegar a tres hombres; los dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la lengua. Desvié la mirada.

A las siete y cinco dos grupos que se seguían de cerca, desembocaron del Bulevard Edgard Quinet. Eran un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz monótona:

– Es latoso, también, este mocoso.

El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.

– ¡Perdón! -dijo el hombre al empujarme.

Me acordé que había cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente. Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del Bulevard.

Me apoyé contra la pared. Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía:

¿Por qué es necesario matar a toda esta gente que ya está muerta?

Y tenía ganas de reir. Un perro vino a olfatearme los pies.

Cuando el hombre gordo me pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver a una alcantarilla.

De pronto el individuo se paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.

– Es para … preguntarle.

Parecía no escuchar, miraba mis manos. Acabé trabajosamente:

– ¿Puede decirme dónde está la calle de Gaité?

Su cara era gorda y sus labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:

– Querría.

En ese momento supe que iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo.

– ¡Cochino! -le dije-, ¡maldito cochino!

Huí, le oí toser. Oí también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó:

– ¿Qué ocurre? ¿Hay una pelea?

Luego de pronto gritaron:

– ¡Al asesino! ¡Al asesino!

No pensé que esos gritos me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el Bulevard Edgar Quinet, la bajé hacia el Bulevard Montparnasse. Cuando me dí cuenta era demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían hacia mi. Me acuerdo de la cara de un mujer muy maquillada que llevaba un sombrero verde con una pluma.

Y escuchaba a mis espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar:

– ¡Al asesino! ¡Deténganlo!

Una mano se posó en mi espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud. Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.

Transcurrió un momento. Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio, como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los ojos y ví un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado enbarrado a la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo, deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.

– ¿Qué es lo que esperan? -me pregunté. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían.

Pero no se apresuraban, me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los cochinos tenían miedo!

Al cabo de un momento escuché una voz:

– Vamos abra, no le haremos daño.

Hubo un silencio y en seguida la misma voz:

– Usted sabe bien que no puede escapar.

No contesté, seguía jadeando. Para animarme a dispararme me decía:

– Si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo.

Hubiera querido saber si el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido … y las otras dos balas tal vez no habían herido a nadie …

Preparaban algo, ¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en el silencio.

Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.

Jean Paul Sartre: La cámara. Cuento

sartreI

La señora Darbedat tenía un “rahat-loukoum”[1] entre los dedos. Lo aproximó a sus labios con precaución y retuvo la respiración por temor de que se volase con su aliento el fino polvo de azúcar con que estaba salpicado: “Es de rosa”, se dijo. Mordió bruscamente en esa carne vidriosa y un perfume corrompido le llenó la boca. “Es curioso cómo afina las sensaciones la enfermedad.” Se puso a pensar en las mezquitas, en los orientales obsequiosos (había estado en Argel durante su viaje de bodas) y sus labios pálidos esbozaron una sonrisa; el “rahat- loukoum” también era obsequioso.

Tuvo que pasar varias veces la palma de la mano sobre las páginas de su libro, porque, pese a su precaución, se habían recubierto de una delgada capa de polvo blanco. Sus manos hacían rodar, deslizarse, rechinar los granitos de azúcar sobre el liso papel: “Esto me recuerda a Arcachon cuando leía en la playa”. Había pasado el verano de 1907 al borde del mar. Llevaba entonces un gran sombrero de paja con una cinta verde, se instalaba muy cerca de la escollera, con una novela de Gyp o de Colette Yver. El viento hacía llover sobre sus rodillas turbiones de arena, y ella sacudía de vez en cuando el libro sosteniéndolo de las puntas. Era exactamente la misma sensación: sólo que los granos de arena eran secos, mientras que esos granitos de azúcar se pegaban un poco al borde de sus dedos. Volvió a ver una banda de cielo gris perla por encima de un mar negro. “Eva no había nacido todavía.” Se sentía pesada de recuerdos y preciosa como un cofre de sándalo. El nombre de la novela que leía entonces le volvió dé pronto a la memoria: se llamaba La pequeña señora; no era aburrida. Pero desde que un mal desconocido la retenía en su habitación, la señora Darbedat prefería las memorias y las obras históricas. Deseaba que el sufrimiento, las lecturas graves, una atención vigilante y vuelta hacia sus recuerdos, hacia sus sensaciones más exquisitas, la madurasen como a un bello fruto de invernáculo.

Pensó, con algo de enervamiento, que bien pronto su marido iba a llamar a la puerta. Los demás días de la semana venía sólo por la noche, le besaba en silencio la frente y leía Le Temps en el sillón, frente a ella. Pero el jueves era “el día” del señor Darbedat; iba a pasar una hora a casa de su hija, generalmente de tres a cuatro. Antes de salir entraba a la habitación de su mujer y los dos conversaban, con amargura, de su yerno. Estas conversaciones de los jueves, previsibles hasta en sus menores detalles extenuaban a la señora Darbedat. El señor Darbedat llenaba la tranquila habitación con su presencia. No se sentaba, caminaba de un lado a otro girando sobre sí mismo. Cada uno de estos movimientos hería a la señora Darbedat como la rotura de un vidrio. Este jueves era aún peor que de costumbre; al pensamiento de que, en seguida, tendría que repetir a su marido la confesión de Eva y ver su cuerpo grande y aterrorizado saltar de furor, la señora Darbedat experimentaba sudores. Tomó un “loukoum” del platillo, lo miró un momento dudando, luego lo volvió a dejar tristemente: no le agradaba que su marido la viera comer “loukoums”.

Se sobresaltó al oír que llamaban.

—Adelante —dijo con voz débil.

El señor Darbedat entró en puntas de pie.

—Voy a ver a Eva —dijo como todos los jueves.

La señora Darbedat le sonrió.

—Bésala en mi nombre.

El señor Darbedat no respondió y arrugó la frente con aire preocupado; todos los jueves a la misma hora una sorda irritación se mezclaba en él a la pesadez de la digestión.

—Al salir de su casa pasaré a ver a Franchot; querría que le hablara seriamente y que tratara de convencerla.

Hacía frecuentes visitas al doctor Franchot. Pero en vano. La señora Darbedat alzó las cejas. Antes, cuando estaba bien de salud, se encogía a menudo de hombros. Pero desde que la enfermedad había entorpecido su cuerpo, reemplazaba los gestos, que la hubieran fatigado mucho, con juegos de fisonomía: decía que sí con los ojos, que no con los extremos de la boca, levantaba las cejas en lugar de los hombros.

—Sería necesario poder quitárselo a la fuerza.

—Ya te he dicho que es imposible- Por lo demás la ley está muy mal hecha. Franchot me decía el otro día que tienen disgustos inimaginables con las familias; gente que no se decide, que quiere conservar el enfermo con ellos; los médicos tienen las manos atadas, pueden dar su opinión, eso es todo. Se necesitaría —agregó—- que diera él un escándalo público, o si no que ella misma pidiera que lo internaran.

—Y eso —dijo la señora Darbedat— no será mañana.

—No.

Él se dio vuelta hacia el espejo y hundiendo sus dedos en la barba se puso a peinársela.

La señora Darbedat miraba sin cariño la nuca roja y fuerte de su marido.

—Si ella continúa así —dijo el señor Darbedat— se volverá más maniática que él, eso es espantosamente malsano. No lo deja ni un paso, no sale nunca sino para venir a verte, no recibe a nadie La atmósfera de su aposento es simplemente irrespirable. No abre nunca la ventana porque Pedro no quiere. Como si se debiera consultar a un enfermo. Queman perfumes, creo, una porquería en una cazoleta, uno se cree en la iglesia. De veras, a veces me pregunto… ella tiene ojos extraños, ¿sabes?

—No lo he notado —dijo la señora Darbedat—. Le encuentro el aire natural. Aire triste, evidentemente.

—Tiene cara de desenterrada. ¿Duerme? ¿Come? Es inútil interrogarla sobre estos asuntos. Pero pienso que con un hastial como Pedro a su lado no debe pegar los ojos en toda la noche. —Se encogió de hombros—. Lo que encuentro fabuloso es que nosotros, sus padres, no tengamos el derecho de protegerla contra sí misma. Advierte bien que Pedro estaría mejor cuidado con Franchot. Y luego, pienso —agregó sonriendo un poco— que se entendería mejor con gente de su especie. Esos seres son como los niños, es necesario dejarlos entre ellos; forman una especie de francmasonería. Ahí es donde lo debieran haber puesto desde el primer día: por él mismo. En su interés, bien entendido.

Agregó al cabo de un momento:

—Te diré que no me agrada saberla sola con Pedro, sobre todo por la noche. Imagina que pasa cualquier cosa. Pedro tiene un aire terriblemente solapado.

—No sé —dijo la señora Darbedat— si es cuestión de inquietarse por eso, teniendo en cuenta que es un aire que ha tenido siempre. Daba la impresión de burlarse de todo el mundo. Pobre muchacho —continuó suspirando— haber tenido ese orgullo y haber venido a parar en eso. Se creía más inteligente que todos nosotros. Tenía una manera de decir: “Ustedes tienen razón” para terminar las discusiones… Para él es una bendición que no pueda darse cuenta de su estado.

Evocó con disgusto ese largo rostro irónico, siempre un poco inclinado de costado. Durante el primer tiempo del matrimonio de Eva, la señora Darbedat no hubiera querido nada mejor que tener algo de intimidad con su yerno. Pero él había desalentado sus esfuerzos; casi no hablaba, aprobaba siempre con precipitación, con aire ausente.

El señor Darbedat proseguía con su idea:

—Franchot —dijo— me hizo visitar su instalación, es soberbia. Los enfermos tienen habitaciones particulares con sillones de cuero, y sofás-camas. Hay cancha de tenis, ¿sabes? y van a construir una piscina.

Se había colocado frente a la ventana y miraba a través del vidrio, penduleando un poco sobre sus piernas arqueadas. Giró de pronto sobre sus talones, los hombros bajos, las manos en los bolsillos, con agilidad. La señora Darbedat sintió que iba a ponerse a transpirar; siempre era la misma cosa; ahora iba a marchar de largo a largo como un oso en la jaula, y a cada paso crujirían sus zapatos.

—Amigo mío —dijo— te lo suplico, siéntate, me fatigas. —Agregó sudando—: Tengo algo grave que decirte.

El señor Darbedat se sentó en la butaca y colocó las manos sobre las rodillas; un ligero estremecimiento recorrió la espina dorsal de la señora Darbedat; había llegado el momento, era necesario que hablara.

—Sabes —dijo con tono embarazado— que el martes vi a Eva.

—Sí.

—Hemos charlado sobre un montón de cosas, estaba muy amable, hacía mucho que no la había visto tan confiada. Entonces la interrogué un poco, le hice hablar de Pedro. Pero bien, supe —agregó con tono nuevamente embarazado— que tiene mucho de común con él.

—Maldición, lo sé bien —dijo el señor Darbedat.

Su marido irritaba un poco a la señora Darbedat; siempre era necesario explicarle minuciosamente las cosas, poniendo los puntos sobre las íes. La señora Darbedat soñaba vivir en relación con personas finas y sensibles que comprendiesen todo a medias palabras.

—Pero quiero decir —continuó— que tiene más de lo que nosotros imaginábamos.

El señor Darbedat giró los ojos furiosos e inquieto como siempre que no comprendía muy bien el sentido de una alusión o de una noticia:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Carlos —dijo la señora Darbedat— no me fatigues más. Debías comprender que a una madre puede costarle decir algunas cosas.

—No comprendo ni una palabra de todo lo que me cuentas —dijo el señor Darbedat con irritación—. En cualquier forma, ¿no quieres decir?…

—Pues bueno ¡sí! —dijo ella.

—¿Tienen todavía… todavía ahora?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo ella molesta, con tres golpecitos secos.

El señor Darbedat separó el brazo, bajó la cabeza y se calló.

—Carlos —dijo su mujer inquieta—, no hubiera debido decírtelo. Pero no podía guardar esto para mí sola.

— ¡Nuestra hija! —dijo con voz lenta—. ¡Con ese loco! Ni siquiera la conoce, la llama Ágata. Es necesario que haya perdido la conciencia.

Levantó la cabeza y miró a su mujer con severidad.

— ¿Estás segura de haber comprendido bien?

—No había duda posible. Yo soy como tú —agregó vivamente— no podía creerlo y por lo demás no la comprendo. Yo, nada más que a la idea de que me toque ese pobre desdichado… En fin —suspiró—, supongo que la tiene sujeta por ahí.

— ¡Ay! —dijo el señor Darbedat—. ¿Te acuerdas de lo que te dije cuando vino a pedirnos su mano? Te dije: “Creo que le gusta demasiado a Eva”. No quisiste creerme.

Golpeó de pronto sobre la mesa y enrojeció violentamente:

—¡Es una perversidad! ¡La toma en los brazos y la besa llamándola Ágata, y contándole tonterías sobre las estatuas que vuelan y no sé qué más! ¡Y ella se deja! Pero ¿qué es lo que hay entre ellos? Que lo compadezca con todo el corazón, que lo ponga en una casa de reposo donde pueda verlo todos los días, desde temprano. Pero nunca hubiera pensado… La consideraba viuda. Escucha, Juana —dijo con voz grave— voy a hablarte francamente; bien, ¡si tiene temperamento, preferiría que buscara un amante!

—¡Carlos, cállate! —exclamó la señora Darbedat.

El señor Darbedat tomó con aire cansado el sombrero y el bastón que había dejado al entrar sobre una mesita.

—Después de lo que acabas de decirme —concluyó— no me quedan muchas esperanzas. En fin, en cualquier forma le hablaré, porque es mi deber.

La señora Darbedat tenía prisa porque se fuera.

—Sabes —dijo para animarlo— creo que pese a todo en Eva hay más empecinamiento que… otra cosa. Sabe que es incurable pero se obstina, no quiere desmentirse.

El señor Darbedat se acariciaba soñadoramente la barba.

—¿Empecinamiento?… Sí, quizá. Y bien, tiene razón, terminará por cansarse. No es muy tratable todos los días y además no tiene conversación. Cuando le digo buenos días me tiende una mano floja y no habla. Pienso que en cuanto quedan solos vuelve a sus ideas fijas; ella me ha dicho que llega a gritar como si lo degollaran, porque tiene alucinaciones. Las estatuas. Le dan miedo porque zumban. Dice que vuelan a su alrededor y que le clavan ojos blancos.

Se puso los guantes; continuó.

—Ella se cansará, no digo que no, Pero ¿si se trastorna antes? Querría que saliera un poco, que viera gente; encontraría algún muchacho agradable, sabes, un tipo como Schröder, que es ingeniero en el Simplón, alguien de porvenir; le vería un poco aquí, otro poco allá, y se habituaría lentamente a la idea de rehacer su vida.

La señora Darbedat no respondió por temor de hacer renacer la conversación. Su marido se inclinó sobre ella.

—Vamos —dijo— es necesario que me vaya.

—Adiós, papá —dijo la señora Darbedat tendiéndole la frente—. Bésala y dile de mi parte que es mi pobrecita…

Cuando partió su marido, la señora Darbedat se dejó deslizar hasta el fondo del sillón y cerró los ojos, agotada. “Qué vitalidad”, pensó con reproche. Cuando recobró un poco de fuerza estiró dulcemente su pálida mano y tomó a tientas y sin abrir los ojos un “loukoum” del platito.

Eva vivía con su marido en el quinto piso de un viejo inmueble de la calle Bac, El señor Darbedat subió ágilmente los ciento doce escalones de la escalera. Cuando tocó el botón del timbre ni siquiera estaba sofocado. Recordó con satisfacción las palabras de la señorita Dormoy: “Para su edad, Carlos, usted está simplemente maravilloso”. Nunca se sentía más fuerte ni más sano que los jueves, después de estas rápidas subidas.

Fue Eva quien abrió: “Es verdad, no tiene sirvienta. Las muchachas no pueden quedarse en su casa: me pongo en su lugar”. La besó. “Buenos días, pobrecita mía… ” Eva le dijo buenos días con cierta frialdad.

—Estás un poco paliducha -—dijo el señor Darbedat tocándole la mejilla— no haces bastante ejercicio.

Hubo un silencio.

—¿Está bien mamá? —preguntó Eva.

—Más o menos. ¿La viste el martes? Bueno, está como siempre. Tu tía Luisa fue a verla ayer, eso la distrajo. Le agrada recibir visitas, pero que no se queden mucho tiempo. Tu tía Luisa ha venido a París con los niños por ese asunto de la hipoteca. Creo que te he hablado de eso, es una fea historia. Pasó por mi escritorio para pedirme consejo. Le dije que no había dos partidos que tomar; es necesario que venda. Por lo demás ha encontrado comprador, es Bretonnel. ¿Te acuerdas de Bretonnel? Actualmente se ha retirado de los negocios.

Se detuvo bruscamente; Eva le escuchaba apenas. Pensó con tristeza que no se interesaba más en nada. “Es como con los libros. Antes había que arrancárselos. Ahora ni siquiera lee.”

—¿Cómo está Pedro?

—Bien —dijo Eva— ¿quieres verlo?

—Naturalmente —dijo el señor Darbedat con alegría— voy a hacerle una- pequeña visita.

Estaba lleno de compasión por ese desventurado muchacho pero no podía verlo sin repugnancia. “Tengo horror a los seres enfermos. Evidentemente no era culpa de Pedro; tenía una herencia terriblemente pesada.” El señor Darbedat suspiró: “Hubiera sido bueno tomar precauciones, estas cosas se saben siempre demasiado tarde”. No, Pedro no era responsable. Pero, de cualquier modo, había llevado siempre esa tara en él, formaba el fondo de su carácter; no era como un cáncer o una tuberculosis de los que se puede hacer abstracción cuando se quiere juzgar a un hombre tal cual es en sí mismo. Esa gracia nerviosa y esa sutileza que tanto había agradado a Eva cuando le hacía la corte, eran flores de locura. “Estaba ya loco cuando se casó con ella; sólo que no se advertía. Uno se pregunta, pensó el señor Darbedat, dónde comienza la responsabilidad o mejor aún dónde termina. Se analizaba siempre mucho, estaba todo el tiempo inclinado sobre sí mismo. ¿Pero esto era la causa o era el efecto de su mal?” Siguió a su hija a través de un largo corredor sombrío.

—Este departamento es demasiado grande para ustedes —dijo— deberían mudarse.

—Me dices eso todas las veces, papá —respondió Eva— pero ya te he contestado que Pedro no quiere dejar su aposento.

Eva era asombrosa; era como para preguntarse si se daba cuenta exacta del estado de su marido. Estaba loco de atar y ella respetaba sus decisiones y sus opiniones como si hubiera estado en su sano juicio.

—Te lo digo por ti —respondió el señor Darbedat ligeramente irritado—. Me parece que si fuera mujer tendría miedo en estas viejas piezas mal iluminadas. Desearía para ti un departamento luminoso, como se han construido estos últimos años hacia Auteuil, tres piecitas bien aireadas. Han -bajado el precio de los alquileres porque no encuentran inquilinos, sería el momento.

Eva torció suavemente el picaporte de la puerta y entraron en el aposento. Un pesado olor a incienso se prendió a la garganta del señor Darbedat. Las cortinas estaban corridas. Distinguió en la penumbra una delgada nuca por encima del respaldo del sillón; Pedro le volvía la espalda: comía.

—Buen día, Pedro —dijo el señor Darbedat levantando la voz—. Y bien, ¿cómo vamos hoy?

El señor Darbedat se aproximó; el enfermo estaba sentado ante una mesita; tenía un aire socarrón.

—Comemos huevos pasados por agua —dijo el señor Darbedat levantando aún más el tono—. ¡Eso es bueno, eh!

—No soy sordo —dijo Pedro con voz suave.

Irritado, el señor Darbedat volvió los ojos hacia Eva para tomarla por testigo. Pero Eva le devolvió una mirada dura y se calló. El señor Darbedat comprendió que la había herido. “Bueno, peor para ella.” Era imposible encontrar el tono justo con este desventurado muchacho; tenía menos razón que un niño de cuatro años y Eva quería que se le tratara como a un hombre. El señor Darbedat no podía dejar de esperar con impaciencia el momento en que todos estos cuidados ridículos estuvieran fuera de lugar. Los enfermos, le molestaban siempre algo —y muy particularmente los locos porque eran irracionales. El pobre Pedro, por ejemplo, era irracional en toda la línea, no podía decir palabra sin desvariar y no obstante hubiera sido inútil pedirle la menor humildad; ni aun un pasajero reconocimiento de sus errores.

Eva levantó las cáscaras de huevo y la huevera. Puso ante Pedro un cubierto con tenedor y cuchillo.

—¿Qué va a comer ahora? —dijo jovialmente Darbedat.

—Un bife.

Pedro había tomado el tenedor y lo sostenía con la punta de sus largos dedos pálidos. Lo inspeccionó detenidamente, luego rio ligeramente.

—No será para esta vez —murmuró dejándolo—. Estaba prevenido.

Eva se aproximó y miró el tenedor con apasionado interés.

—Ágata —dijo Pedro— dame otro.

Obedeció Eva y Pedro se puso a comer. Ella había tomado el tenedor sospechoso y lo mantenía apretado entre sus manos sin sacarle los ojos de encima: parecía hacer un violento esfuerzo. “Qué trastornados son todos sus gestos y todas sus relaciones”, pensó el señor Darbedat.

Estaba incómodo.

—Atención —dijo Pedro— tómalo por la mitad del lomo, a causa de las pinzas.

Eva suspiró y dejó el tenedor sobre los restos de la comida. El señor Darbedat sintió que se irritaba. No creía que fuera bueno ceder a todas las fantasías de ese desdichado —aun desde el punto de vista de Pedro, era pernicioso. Franchot le había dicho claramente: “Nunca se debe entrar en el delirio de un enfermo”. En lugar de darle otro tenedor, hubiera sido mejor razonar dulcemente y hacerle comprender que era igual a los otros. Se adelantó hacia las sobras, tomó ostensiblemente el tenedor y le recorrió los dientes con dedo ligero. Luego se volvió hacia Pedro. Pero éste cortaba la carne con aire apacible; levantó hacia su suegro una mirada dulce e inexpresiva.

—Querría charlar un rato contigo —dijo el señor Darbedat a Eva.

Eva le siguió dócilmente al salón. Al sentarse en el canapé, el señor Darbedat notó que había conservado el tenedor en la mano. Lo arrojó con fastidio sobre una consola.

—Se está mejor aquí —dijo.

—Yo no vengo nunca.

—¿Puedo fumar?

—Claro que sí, papá —dijo Eva apresuradamente—. ¿Quieres un cigarro?

El señor Darbedat prefirió hacer un cigarrillo. Pensaba sin temor en la discusión que iba a entablar. Cuando hablaba con Pedro se sentía embarazado por su razón como pudiera estarlo un gigante por su fuerza al jugar con un niño. Todas sus condiciones de claridad, nitidez, precisión se volvían contra él. “Es necesario confesar que con mi pobre Juana es un poco la misma cosa.” Ciertamente la señora Darbedat no estaba loca, pero la enfermedad la había… amodorrado. Por el contrario Eva se parecía a su padre, era una naturaleza recta y lógica; la discusión con ella se volvía un placer. “Por eso no quiero que me la estropeen.” El señor Darbedat levantó los ojos; quería volver a ver los rasgos inteligentes y finos de su hija. Se sintió defraudado: en ese rostro antes tan razonable y transparente había ahora algo de turbio, de opaco. Eva seguía siendo bellísima. El señor Darbedat notó que se había pintado con mucho cuidado, casi con ostentación. Había azulado sus párpados y pasado rimmel por sus largas pestañas. Este maquillaje perfecto y violento produjo una penosa impresión en su padre.

—Estás verde bajo tu pintura —le dijo— tengo miedo de que te enfermes. ¡Y cómo te pintas ahora! ¡Tú, que eras tan discreta!’

Eva no contestó y Darbedat consideró un instante con molestia ese rostro brillante y gastado bajo la pesada masa de los cabellos negros. Pensó que presentaba el aspecto de una trágica. “Hasta sé a quien se parece. A esa mujer, esa rumana que representó Fedra en francés en el teatro de Orange.” Lamentó haber hecho esa observación desagradable: “¡Se me escapó! Más vale no indisponernos por pequeñeces”.

—Discúlpame —dijo sonriendo— sabes que soy un viejo sencillo. No me gustan todas esas pomadas que las mujeres de hoy se ponen en la cara. Pero soy yo el equivocado, es necesario vivir con la época.

Eva le sonrió amablemente. El señor Darbedat encendió su cigarrillo y aspiró algunas bocanadas.

—Mi chiquita —comenzó— quería justamente decirte; vamos a charlar los dos como antes. Vamos, siéntate y escúchame con amabilidad; hay que tener confianza en el viejo papá.

—Prefiero estar de pie —dijo Eva—. ¿Qué quieres decirme?

—Voy a hacerte una pregunta —dijo el señor Darbedat algo más secamente—. ¿A qué te llevará todo esto?

—¿Todo esto? —repitió Eva asombrada.

—Bueno, sí, todo, toda esta vida que tú te has hecho. Escucha —prosiguió— no creas que no te comprendo (había tenido una súbita idea). Pero lo que quieres hacer está por encima de las fuerzas humanas. Quieres vivir únicamente con la imaginación, ¿no es así? ¿No quieres admitir que está enfermo? ¿No quieres ver al Pedro de hoy? ¿No es así? Sólo tienes ojos para el Pedro de ayer. Mi queridita, mi chiquita, es una apuesta imposible de mantener —continuó el señor Darbedat—. Mira, te voy a contar una historia que quizá todavía no conoces; cuando estuvimos en Sables-d’Olonne, tenías entonces tres años, tu madre hizo relación con una joven encantadora que tenía un niñito soberbio. Jugabas con el niñito en la playa, no tenían tres palmos de alto, tú eras su novia. Un tiempo más tarde, en París, quiso tu madre volver a ver a la joven; le dijeron que había sufrido una espantosa desgracia, su hermoso niño había sido decapitado por un automóvil. Le dijeron a tu madre: “Vaya a verla, pero ante todo no le hable de la muerte de su niño, no quiere creer que está muerto”. Tu madre fue allí, encontró una criatura medio trastornada; vivía como si su pequeño existiera todavía; le hablaba, le ponía cubierto en la mesa. Pues bien, vivió en tal estado de tensión nerviosa que al cabo de seis meses fue necesario llevarla por fuerza a una casa de reposo en donde permaneció tres años. No, mi chiquita —dijo el señor Darbedat sacudiendo la cabeza—, esas cosas son imposibles. Hubiera sido mejor que ella reconociera valientemente la verdad. Hubiera sufrido de una buena vez y después el tiempo hubiera pasado su esponja. Créeme, no hay nada como mirar las cosas de frente.

—Te engañas —dijo Eva con esfuerzo— sé muy bien que Pedro está…

La palabra no le salió. Se mantenía muy derecha con las manos sobre el respaldo de un sillón. Había algo de árido y de feo en la parte inferior de su rostro.

—Pues bien… ¿entonces? —preguntó asombrado el señor Darbedat.

—¿Entonces qué?

—¿Tú?

—Lo amo como es —dijo Eva rápidamente y con aire fastidiado.

—Eso no es verdad —dijo el señor Darbedat con violencia—. Eso no es verdad: no le amas; no puedes amarlo. Esos sentimientos sólo pueden experimentarse por un ser sano y normal, No dudo que tengas compasión por Pedro y guardas también sin duda el recuerdo de los tres años de felicidad que le debes. Pero no me digas que le amas, no te creeré.

Eva permanecía muda y miraba la alfombra con aire ausente.

—Podrías contestarme —dijo el señor Darbedat con frialdad—. No creas que esta conversación me sea menos penosa que a ti.

—Puesto que no me crees.

—Pues bien, si le amas —exclamó exasperado— es una gran desgracia para ti, para mí y para tu pobre madre, porque voy a decirte algo que hubiera preferido ocultarte: antes de tres años Pedro habrá caído en la demencia más completa, será como una bestia.

Miró a su hija con ojos duros; le molestaba que lo hubiera obligado, con su testarudez, a hacerle esta penosa revelación.

Eva no se impresionó, ni siquiera levantó los ojos.

—Lo sabía.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó estupefacto.

—Franchot. Hace seis meses que lo sé.

— ¡Y yo que le había recomendado ocultártelo! —dijo el señor Darbedat con amargura—. En fin, quizá sea mejor así. Pero en estas condiciones debes comprender que sería imperdonable conservar a Pedro contigo. La lucha que has emprendido está destinada al fracaso, su enfermedad no perdona. Si hubiera algo que hacer, si se lo pudiera salvar a fuerza de cuidados, no diría nada. Pero mira un poco; eras linda, inteligente y alegre, te destruyes por gusto y sin provecho. Pues bien, ya sabemos que has estado admirable, pero basta, se terminó. Has cumplido con tu deber, más que con tu deber; insistir todavía sería inmoral. También se tienen deberes hacia sí mismo, hija. Y luego, no piensas en nosotros. Es necesario —agregó martillando las palabras— que mandes a Pedro a la clínica de Franchot. Abandonarás este departamento donde no has tenido más que desgracias y volverás con nosotros. Si tienes deseos de ser útil y de aliviar los dolores ajenos, pues bien, tienes a tu madre. La pobre mujer está cuidada por enfermeras, necesita alguna compañía. Y ella —agregó— podrá apreciar lo que hagas, y quedarte reconocida.

Hubo un largo silencio. El señor Darbedat escuchó cantar a Pedro en el aposento vecino. Era apenas una sombra de canto; mejor aún una especie de declamación aguda y precipitada. El señor Darbedat levantó los ojos hacia su hija.

—Entonces ¿no?

—Pedro se quedará conmigo —dijo dulcemente— me entiendo bien con él.

—A condición de desvariar todo el día.

Eva sonrió y lanzó a su padre una mirada burlona y casi alegre. “Es verdad, pensó el señor Darbedat furioso, no hacen sólo eso; se acuestan juntos.”

—Estás completamente loca —dijo levantándose.

Eva sonrió tristemente y murmuró como para sí misma:

—No lo bastante.

—¿No lo bastante? Sólo te puedo decir una cosa, hija, me das miedo.

La besó apresuradamente y salió. “Sería necesario, pensó bajando la escalera, enviarle dos sólidos muchachones que se llevaran por la fuerza a ese pobre despojo y que lo colocaran bajo la ducha sin preguntarle su opinión.”

Era un bello día de otoño, tranquilo y sin misterio; el sol doraba el rostro de los transeúntes. El señor Darbedat quedó asombrado por la simplicidad de esos rostros. Los había curtidos, otros eran claros, pero todos reflejaban felicidades y cuidados que le eran familiares.

“Sé muy exactamente lo que reprocho a Eva, se dijo, tomando por el boulevard Saint-Germain. Le reprocho que viva fuera de lo humano. Pedro no es ya un ser humano. Todos los cuidados, todo el amor que le da, se los quita en cierto modo a toda esta gente. No hay derecho de negarse a los hombres; aunque el diablo mismo se opusiera, vivimos en sociedad.”

Enfrentaba a los transeúntes con simpatía, le agradaban sus miradas graves y límpidas. En estas calles soleadas, entre los hombres, se sentía seguro como en medio de una gran familia.

Una mujer en cabeza se había detenido ante una exposición al aire libre. Llevaba una niñita de la mano.

—¿Qué es eso? —-preguntó la niñita señalando un aparato de T. S. F.

—No toques nada —dijo su madre— es un aparato; toca música.

Se quedaron un momento sin hablar, en éxtasis. El señor Darbedat, enternecido, se inclinó hacia la niñita y le sonrió.

II

“Se ha ido.” La puerta de entrada se había cerrado con un golpe seco. Eva estaba sola en el salón: “Ojalá se muera”.

Crispó las manos sobre el respaldo del sillón; acababa de recordar los ojos de su padre. El señor Darbedat se había inclinado sobre Pedro con aire competente; le había dicho: “¿Es bueno eso?”, como alguien que sabe hablar a los enfermos; lo había mirado y el rostro de Pedro se había pintado en el fondo de sus ojos gruesos y vivos. “Lo odio cuando lo mira, cuando pienso que lo ve.”

Las manos de Eva se deslizaron a lo largo del sillón y se volvió hacia la ventana. Estaba deslumbrada. La pieza estaba llena de sol; lo había en todas partes, sobre la alfombra en redondeles pálidos, en el aire como polvo encandilador. Eva había perdido la costumbre de esta luz indiscreta y fuerte que escudriñaba por todas partes, recorría los rincones, frotaba los muebles y los hacía relucir como una buena ama de casa. No obstante, avanzó hasta la ventana y levantó la cortina de muselina que colgaba contra el vidrio. En el mismo momento el señor Darbedat salía de la casa; Eva vio de pronto sus amplias espaldas. Él levantó la cabeza y miró el cielo parpadeando, luego se alejó a zancadas, como un hombre joven. “Se esfuerza, pensó Eva, pronto tendrá su puntada al costado.” Casi no lo odiaba ya, había tan poca cosa en esa cabeza; apenas la pequeñísima preocupación de parecer joven. Se volvió a encolerizar, no obstante, cuando lo vio dar vuelta la esquina del bulevar Saint-Germain y desaparecer. “Piensa en Pedro.” Algo de su vida se escapaba del cerrado aposento y caminaba por las calles, al sol, entre la gente. «¿Es que no podrán olvidarnos nunca?”

La calle de Bac estaba casi siempre desierta. Una vieja señora atravesó la calzada a pasos menudos, tres jovencitas pasaron riendo. Luego algunos hombres, hombres fuertes y graves que llevaban portafolios y hablaban entre sí. “Gente normal”, pensó Eva asombrada de encontrar en sí misma tal fuerza de odio. Una mujer hermosa y gruesa corrió pesadamente al encuentro de un señor elegante. Lo abrazó y lo besó en la boca. Eva lanzó una risa seca y dejó caer la cortina.

Pedro no cantaba ya, pero la joven del tercero se había sentado al piano; ejecutaba un estudio de Chopin. Eva se sintió más calmada, dio un paso hacia el aposento de Pedro pero se detuvo en seguida y se apoyó contra la pared con algo de angustia. Como siempre que dejaba el aposento, la llenaba de pánico la idea de que era necesario volver a entrar en él. Sabía no obstante que no hubiera podido vivir en otra parte; amaba ese aposento. Recorrió con la mirada, con curiosidad fría como para ganar un poco de tiempo, esa pieza sin sombra y sin olor en la que esperaba que renaciera su valor. “Se diría la sala de espera de un dentista.” Los sillones de seda rosa, el diván, los taburetes, eran sobrios y discretos, un poco paternales, buenos amigos del hombre. Eva imaginó que señores graves, vestidos con ropa clara, iguales a los que había visto por la ventana, entraban en el salón prosiguiendo la conversación comenzada. No se tomaban ni siquiera tiempo para reconocer el lugar; avanzaban con paso firmé hasta el medio de la pieza; uno de ellos, que dejaba colgar la mano detrás como si fuera una estela, frotaba al pasar algunos almohadones y objetos de sobre las mesas, y no se sobresaltaba por estos contactos. Y cuando encontraban un mueble en su camino, estos hombres reposados, lejos de hacer una curva para evitarlo lo cambiaban tranquilamente de lugar. Se sentaban por fin, siempre sumergidos en su conversación, sin arrojar ni una mirada a su espalda. “Un salón para gente normal”, pensó Eva. Miraba el picaporte de la puerta cerrada y la angustia le apretaba la garganta: “Es necesario que vaya. Nunca lo dejo solo tanto tiempo”. Había que abrir esa puerta; luego Eva permanecería en el umbral tratando de habituar sus ojos a la penumbra, y el aposento la rechazaría con todas sus fuerzas. Era necesario que Eva triunfara de esa resistencia y que se hundiera hasta el corazón de la pieza. Tuvo de pronto un violento deseo de ver a Pedro; le hubiera agradado burlarse con él del señor Darbedat. Pero Pedro no la necesitaba, Eva no podía prever la acogida que le reservaba. Pensó de pronto con una especie de orgullo que no había para ella lugar en ninguna parte. “Los normales creen que todavía soy de los suyos. Pero no podría permanecer ni una hora entre ellos. Tengo necesidad de vivir allá, del otro lado de esta pared. Pero allá tampoco me necesitan.”

Un cambio profundo se efectuó a su alrededor. La luz envejecía, encanecía, se ponía pesada como el agua de un florero que no se ha renovado desde la víspera. Sobre los objetos, entre esta luz envejecida, Eva volvía a encontrar una melancolía hacía mucho tiempo olvidada: la de un mediodía de fines de otoño. Miraba a su alrededor, dudando, casi tímida; todo estaba tan lejos; en el aposento no existía ni día ni noche, ni estaciones, ni melancolía. Recordó vagamente otoños anteriores, otoños de su infancia, luego, de pronto se resistió; tenía miedo a los recuerdos.

Escuchó la voz de Pedro:

—¿Dónde estás, Ágata?

—Voy —gritó.

Abrió la puerta y penetró en el aposento.

El espeso olor del incienso le llenó la nariz y la boca mientras entornaba los ojos y tendía las manos hacia adelante —el perfume y la penumbra no formaban para ella desde hacía tiempo más que un solo elemento acre y algodonoso, tan simple, tan familiar como el aire, el agua o el fuego—, y avanzó prudentemente hacia una mancha pálida que parecía flotar en la bruma. Era el rostro de Pedro; el traje de Pedro (desde que estaba enfermo vestía de negro) se fundía en la oscuridad. Pedro había echado su cabeza hacia atrás y cerrado los ojos. Era bello. Eva miró sus largas cejas curvas, luego se sentó a su lado en la silla baja. “Parece sufrir”, pensó. Sus ojos se habituaban poco a poco a la penumbra. El escritorio surgió primero, después la cama, luego los objetos personales de Pedro, las tijeras, el pote de engrudo, los libros, el herbario que cubría la alfombra cerca del sillón.

—¿Ágata?

Pedro había abierto los ojos y la miraba sonriendo.

—¿Sabes, el tenedor? —dijo— lo hice para asustar al tipo. No tenía casi nada.

Las aprensiones de Eva se desvanecieron y largó una ligera risa:

—Lo lograste muy bien —dijo— lo enloqueciste completamente.

Pedro sonrió:

—¿Viste? Lo manipuló un buen rato, lo tenía con toda la mano. Lo que hay —dijo— es que no saben tomar las cosas; las empuñan.

—Es verdad —dijo Eva.

Pedro golpeó ligeramente en la palma de su mano izquierda con el índice de la mano derecha.

—Es con esto que agarran. Aproximan sus dedos y cuando han tomado el objeto, colocan la palma por encima para moldearlo.

Hablaba con voz rápida y con la punta de los labios; parecía perplejo.

—Me pregunto qué quieren —dijo por último—. Ese tipo ya ha venido antes. ¿Por qué me lo mandan? Si quieren saber lo que hago, no tienen más que leer en la pantalla; ni siquiera precisan moverse de sus casas. Cometen algunos errores. Tienen el poder, pero cometen errores. Yo no lo hago nunca; ése es mi triunfo. Hoffka —dijo— hoffka. —Agitaba sus largas manos junto a su frente—: ¡Picarona! Hoffka paffka suffka. ¿Quieres más todavía?

—¿Es la campana? —preguntó Eva.

—Sí, ya se fue. —Y prosiguió con severidad—: Ese tipo es un subalterno. Tú le conoces, fuiste con él al salón.

Eva no contestó.

—¿Qué es lo que quería? —preguntó Pedro—. Ha debido decírtelo.

Ella dudó un momento, luego respondió brutalmente:

—Quería que te encerraran.

Cuando se decía dulcemente la verdad a Pedro, desconfiaba, era necesario descargársela con violencia para aturdir y paralizar las sospechas. Eva prefería tratarlo con brutalidad a mentirle; cuando mentía y él parecía creerle no podía dejar de sentir una ligera impresión de superioridad que la horrorizaba de sí misma.

—Encerrarme —repitió Pedro con ironía—. Se descarrilan. ¿Qué es lo que pueden hacerme algunas paredes? Creen quizá que eso va a detenerme. A veces me pregunto si no hay dos bandas. La verdadera, la del negro. Y luego otra banda de chismosos que tratan de meter la nariz aquí adentro y que hacen tontería sobre tontería.

Hizo saltar la mano sobre el brazo del sillón y la consideró con aire divertido.

—Las paredes se atraviesan. ¿Qué le contestaste? —preguntó volviéndose hacia Eva con curiosidad.

—Que no te encerrarían.

Él se encogió de hombros.

—No había que decir eso. También cometiste un error, salvo que lo hayas hecho expresamente. Es necesario dejarlos mostrar su juego.

Se calló. Eva bajó tristemente la cabeza: “¡Los empuñan!” Con qué tono despreciativo había dicho eso —y qué justo era. “¿Acaso también yo empuño los objetos? Haré bien en observarme, creo que la mayoría de mis gestos lo irritan.” Se sintió de pronto desesperada, como cuando tenía catorce años y la señora Darbedat, viva y ligera, le decía: “Se diría que no sabes qué hacer de tus manos”. No se atrevía a hacer ningún movimiento, y justo en ese momento tuvo un deseo irresistible de cambiar de posición. Removió suavemente los pies bajo la silla tocando apenas la alfombra. Miraba la lámpara sobre la mesa —la lámpara cuyo zócalo Pedro había pintado de negro— y el juego de ajedrez. Sobre el tablero. Pedro sólo había dejado los peones negros. A veces se levantaba, iba hasta la mesa y tomaba los peones uno por uno entre sus manos. Les hablaba, les llamaba robots y parecían, entre sus dedos, animarse con una vida sorda. Cuando los dejaba, Eva iba a tocarlos (tenía la impresión de estar un poco en ridículo); se habían convertido de nuevo en pequeños objetos de madera muerta pero quedaba en ellos algo de vago y de inasible, algo como un sentido. “Son sus objetos, pensó ella. No hay nada mío en el aposento.” Antes poseía algunos muebles. El espejo y la pequeña mesa de tocador de marquetería que venían de su abuela y que Pedro, por jugar, llamaba: tu tocador. Pedro los había atraído hacia él; sólo a Pedro mostraban las cosas su verdadero rostro. Eva podía mirarlos durante horas; ponían una testarudez incansable y malvada en engañarla, en no ofrecerle nunca sino su apariencia —como al doctor Franchot y al señor Darbedat, “Sin embargo, se dijo con angustia, no los veo enteramente igual que mi padre. No es posible que los vea igual que él.”

Removió un poco las rodillas, sentía hormigueos en las piernas. Su cuerpo estaba rígido y tenso. Le dolía; lo sentía demasiado vivo, indiscreto: “Querría ser invisible y quedarme aquí; verlo sin que me viera. No me necesita, estoy de más en la habitación”. Volvió la cabeza y miró la pared por encima de Pedro. Había amenazas escritas en la pared. Eva lo sabía pero no podía leerlas. A menudo miraba las grandes rosas rojas de la pintura hasta que se ponían a bailar ante sus ojos. Las rosas ardían en la penumbra. La amenaza estaba, casi siempre, escrita cerca del techo, a la izquierda, por encima del lecho; pero algunas veces se desplazaba: “Es necesario que me levante. No puedo más; no puedo quedarme sentada tanto tiempo”. Había también en la pared discos blancos que parecían rodajas de cebolla. Los discos giraron sobre sí mismos y las manos de Eva se pusieron a temblar: “Hay momentos en que me vuelvo loca. Pero no, pensó con amargura, no puedo volverme loca. Simplemente me enervo”.

De pronto sintió sobre la suya la mano de Pedro.

—Ágata —dijo Pedro con ternura.

Le sonreía, pero le tenía la mano con la punta de los dedos con una especie de repulsión, como si tuviera un cangrejo por el dorso y quisiera evitar sus pinzas.

—Ágata —dijo— cuánto quisiera tener confianza en ti.

Eva cerró los ojos y su pecho se levantó: “Es preciso no contestar, si no desconfiará y no dirá nada más”.

—Te quiero bien, Ágata —le dijo—Pero no puedo comprenderte. ¿Por qué te quedas todo el tiempo en la habitación?

Eva no respondió.

—Dime, ¿por qué?

Bien sabes que te amo —dijo con sequedad.

—No te creo —dijo Pedro—. ¿Por qué habías de amarme? Debo darte horror; estoy hechizado.

Sonrió, pero se puso grave de golpe:

—Hay un muro entre tú y yo. Te veo, te hablo, pero estás del otro lado. ¿Qué es lo que nos impide amarnos? Me parece que era más fácil antes. En Hamburgo.

—Sí -—dijo Eva tristemente. Siempre Hamburgo, nunca hablaba de su verdadero pasado. Ni Eva, ni él habían estado en Hamburgo.

—Nos paseábamos a lo largo de los canales. Había una chalana, ¿te acuerdas? La chalana era negra; había un perro sobre el puente.

Inventaba a medida que hablaba, tenía aspecto falso.

—Te tenía de la mano. Tenías otra piel. Yo creía todo lo que me decías. Cállense —gritó.

Escuchó un momento:

—Van a venir —dijo con voz sorda.

Eva se sobresaltó:

—¿Van a venir? Creía que ya no volverían más.

Desde hacía tres días Pedro estaba más tranquilo; las estatuas no habían vuelto. Pedro tenía un miedo horrible a las estatuas, aunque nunca convino en ello. Eva no les temía, pero cuando se ponían a volar por el aposento, zumbando, tenía miedo de Pedro,

—Dame el ziuthre —dijo Pedro.

Eva se levantó y tomó el ziuthre; era un conjunto de pedazos de cartón que Pedro había pegado personalmente; él lo utilizaba para conjurar las estatuas. El ziuthre parecía una araña. En uno de los cartones Pedro había escrito: “Poder sobre la emboscada” y en otro: “Negro”. En un tercero había dibujado una cabeza risueña con los ojos plegados: era Voltaire.

Pedro asió el ziuthre por una pata y lo consideró con aspecto sombrío.

—No me puede servir ya —dijo.

—¿Por qué?

—Lo han dado vuelta.

—¿Te harás otro?

La miró largamente:

—Eso querrías tú —dijo entre dientes.

Eva estaba irritada contra Pedro. “Cada vez que vienen, está prevenido, ¿cómo hace? no se engaña nunca.”

El ziuthre colgaba lastimosamente de la punta de los dedos de Pedro: “Encuentra siempre buenas razones para servirse de él. El domingo, cuando vinieron, pretendía haberlo perdido, pero yo lo veía detrás del pote de la cola y él no podía dejar de verlo. Me pregunto si no es él quien las atrae.” Nunca se podía saber si era del todo sincero. En algunos momentos Eva tenía la impresión de que Pedro era invadido a su pesar por una multitud malsana de pensamientos y de visiones. Pero en otros momentos, Pedro parecía inventar. “Sufre. ¿Pero hasta qué punto cree en las estatuas y en el negro? En todo caso sé que a las estatuas no las ve, sólo las escucha; cuando pasan vuelve la cabeza; e igual dice que las ve y las describe.” Se acordó del rostro encendido del doctor Franchot: “Pero querida señora, todos los alienados son mentirosos, usted perderá su tiempo si pretende distinguir lo que sienten realmente de lo que dicen sentir”. Se sobresaltó: “¿Qué viene a hacer Franchot aquí? No voy a ponerme a pensar como él”.

Pedro se levantó, fue a arrojar el ziuthre en el canasto de papeles. “Quisiera pensar como tú”, murmuró ella. Él caminaba a pasitos, sobre la punta de los pies, apretando los codos contra las caderas, para ocupar el menor lugar posible. Volvió a sentarse y miró a Eva con aspecto reservado.

—Es necesario poner cortinas negras —dijo—, no hay bastante negro en este aposento.

Se había hundido en el sillón. Eva miró tristemente ese cuerpo avaro, siempre presto a retirarse, a encogerse; los brazos, las piernas, la cabeza parecían órganos retráctiles. Sonaron las campanadas de las seis; el piano había callado. Eva suspiró; las estatuas no volverían de inmediato; era necesario esperarlas.

—-¿Quieres que encienda?

Eva prefería no esperarlas en la oscuridad.

—Haz lo que quieras —dijo Pedro.

Eva encendió la lámpara del escritorio y una niebla rojiza invadió la pieza. Pedro también esperaba.

No hablaba pero removía los labios que formaban dos manchas sombrías entre la niebla rojiza. Eva amaba los labios de Pedro. Antes habían sido emocionantes y sensuales, pero habían perdido su sensualidad, se alejaban uno de otro estremeciéndose un poco y se volvían a juntar sin cesar; se apretaban entre sí para separarse de nuevo. Sólo ellos vivían en ese rostro cerrado; parecían dos bestias medrosas. Pedro podía mascullar así durante horas sin que saliera ni un sonido de su boca, y a menudo Eva se dejaba fascinar por ese pequeño movimiento obstinado: “Amo su boca”. Él no la besaba nunca; experimentaba horror de los contactos; por la noche lo tocaban manos de hombre, duras y secas, le pellizcaban todo el cuerpo; manos de mujer, de largas uñas, le hacían sucias caricias. A menudo se acostaba vestido pero las manos se deslizaban bajo sus ropas y andaban sobre su camisa. Una vez escuchó reír y unos labios hinchados se posaron sobre sus labios. Desde esa noche, él no besaba más a Eva.

—Ágata —dijo Pedro— no mires mi boca.

Eva bajó los ojos.

—No ignoro que se puede aprender a leer sobre los labios —continuó con insolencia.

Su mano temblaba sobre el brazo del sillón; el índice extendido fue a golpear tres veces sobre el pulgar y los otros dedos se crisparon: era un conjuro. “Ya va a comenzar”, pensó ella. Tenía deseos de tomar a Pedro entre sus brazos.

Pedro se puso a hablar muy alto en tono mundano:

—¿Te acuerdas de San Pauli?

No hubo respuesta. Quizá era una trampa.

—Es allí donde te conocí —dijo con aire satisfecho—. Te quité a un marino danés. Habíamos decidido batirnos, pero pagué la vuelta y me dejó llevarte. Todo no era más que una comedia.

“Miente, no cree ni una palabra de lo que dice. Sabe que no me llamo Ágata. Le odio cuando miente.” Pero vio sus ojos fijos y desapareció su cólera. “No miente, pensó. Está al cabo de sus fuerzas. Siente que se aproximan, habla para evitar el escucharlas.” Pedro tenía asidas fuertemente sus dos manos al brazo del sillón. Su rostro estaba pálido; sonreía.

—Estos encuentros son a menudo extraños —dijo—, pero no creo en el azar. No te pregunto quién te había enviado, sé que no contestarías. En todo caso has sido bastante hábil para salpicarme.

Hablaba penosamente, con voz aguda y apresurada. Había palabras que no podía pronunciar y que salían de su boca como una sustancia blanda e informe.

—Me llevaste en plena fiesta entre maniobras de automóviles negros. Pero detrás de los autos había un ejército de ojos rojos que relucían en cuanto volvía la espalda. Pienso que les hacías señas, tomada de mi brazo, pero yo no veía nada. Estaba demasiado absorto en las grandes ceremonias de la coronación.

Miraba fijo ante él, con los grandes ojos abiertos. Se pasó la mano por la frente, muy rápido, con un gesto breve, sin dejar de hablar; no quería dejar de hablar.

—Era la coronación de la República —dijo con voz estridente— un espectáculo impresionante en su género a causa de los animales de toda especie que enviaban las colonias para la ceremonia. Tú temías perderte entre los monos. He dicho entre los monos —repitió con aire arrogante, mirando a su alrededor—. ¡Podría decir entre los negros! Los engendros que se deslizan bajo las mesas y creen pasar desapercibidos, son descubiertos y clavados de inmediato por mi mirada. La consigna es callarse —gritó—, callarse. Todos en su lugar y en guardia para la. entrada de las estatuas: es la orden. Tralalá —aullaba y ponía sus manos como corneta delante de la boca—. Tralalá, tralalá.

Se calló y Eva supo que las estatuas acababan de entrar en la cámara. Él se mantenía rígido, pálido y despreciativo. Eva se puso también rígida y los dos esperaron en silencio. Alguien caminaba por el corredor; era María, la sirvienta; sin duda acababa de llegar. Eva pensó: “Es necesario que le dé el dinero para el gas”. Y luego las estatuas se pusieron a volar; pasaban entre Eva y Pedro.

Pedro hizo “Han” y se hundió en el sillón cruzando las piernas debajo; volvía la cabeza, reía de tiempo en tiempo pero algunas gotas de sudor perlaban su frente. Eva no pudo soportar la visión de esa mejilla pálida, de esa boca deformada por una mueca temblorosa: cerró los ojos. Hilos dorados se pusieron a bailar sobre el fondo rojo de sus párpados; se sentía vieja y pesada. No lejos de ella, Pedro resoplaba ruidosamente: “Vuelan, zumban, se inclinan sobre él…” Sintió un ligero cosquilleo, una molestia en el hombro y en el costado derecho. Instintivamente su cuerpo se inclinó hacia la izquierda como para evitar un contacto desagradable, como para dejar un objeto pesado y torpe. De pronto, las tablas crujieron y sintió un deseo loco de abrir los ojos, de mirar a su derecha barriendo el aire con la mano.

No hizo nada; conservó los ojos cerrados y una acre alegría la hizo estremecer: “Yo también tengo miedo”, pensó. Toda su vida se había refugiado en su costado derecho. Se inclinó, sin abrir los ojos, hacia Pedro. Le bastaría un pequeñísimo esfuerzo y por primera vez entraría en ese mundo trágico. “Tengo miedo de las estatuas” — pensó. Era una afirmación violenta y ciega, un sortilegio; con todas sus fuerzas quería creer en su presencia; ensayaba convertir en un sentido nuevo, en un contacto, la angustia que paralizaba su costado derecho. En el brazo, en el flanco y en el hombro, sentía el paso de las estatuas.

Las estatuas volaban bajo y dulcemente: zumbaban. Eva sabía que tenían aire malicioso y que las pestañas salían de la piedra alrededor de sus ojos: pero se las representaba mal. Sabía también que no eran totalmente vivientes pero que algunas placas de carne, algunas escamas tiernas aparecían sobre sus grandes cuerpos; la piedra se pelaba al borde de sus dedos y le ardían las palmas. Eva no podía ver todo esto; pensaba simplemente que enormes mujeres se deslizaban contra ella solemnes y grotescas con aire humano y con la obstinación compacta de la piedra. “Se inclinan sobre Pedro —Eva hizo un esfuerzo tan violento que sus manos se pusieron a temblar— se inclinan sobre mí”… De pronto la heló un grito horrible. “Lo han tocado”. Abrió los ojos; Pedro tenía la cabeza entre las manos, jadeaba. Eva se sintió agotada: “Un juego, pensó con remordimiento; no era más que un juego, ni un instante he creído sinceramente en ello. Y durante ese tiempo él sufría verdaderamente”.

Pedro se aflojó y respiró con fuerza. Pero sus pupilas quedaron extrañamente dilatadas; transpiraba.

—¿Las has visto? —preguntó.

—No puedo verlas.

—Es mejor para ti. Te darían miedo. Yo ya estoy acostumbrado —dijo.

Las manos de Eva seguían temblando; tenía la sangre en la cabeza. Pedro tomó un cigarrillo del bolsillo y lo llevó a la boca, pero no lo encendió:

—Verlas me es indiferente —dijo— pero no quiero que me toquen; tengo miedo de que me contagien granos.

Reflexionó un instante y prosiguió:

—¿Las oíste, acaso?

(Pedro le había dicho esas mismas palabras, el domingo anterior.)

—Sí —dijo Eva—, es como el motor de un avión.

Pedro sonrió con algo de condescendencia:

—Exageras —dijo, pero se quedó pálido. Miró las manos de Eva—. Tus manos tiemblan. Te has impresionado, mi pobre Ágata. Pero no precisas hacerte mala sangre: no volverán antes de mañana.

Eva no podía hablar; le castañeteaban los dientes y temía que Pedro lo notara. Pedro la miró largamente:

—Eres bárbaramente bella —dijo inclinando la cabeza—. Es lástima. Es verdaderamente una lástima.

Avanzó rápidamente una mano y le rozó la oreja.

—¡Mi bello demonio! Me molestas un poco, eres demasiado bella; eso me distrae. Si no se tratara de la “recapitulación…”.

Se detuvo y miró a Eva con sorpresa:

—No se trataba de esa palabra… ha venido… ha venido —dijo sonriendo con aire vago—. Tenía otra en la punta de la lengua… y ésta… se ha puesto en su lugar. Olvidé lo que te decía.

Reflexionó un instante y sacudió la cabeza:

—Vamos —dijo— me voy a dormir.—Y agregó con voz infantil—. Sabes, Ágata, estoy fatigado. No encuentro mis ideas.

Arrojó el cigarrillo y miró la alfombra con aire inquieto. Eva le deslizó una almohada bajo la cabeza.

—Puedes dormir también —le dijo cerrando los ojos—; ellas no volverán.

“Recapitulación.” Pedro dormía, tenía una semisonrisa cándida; inclinaba la cabeza; hubiérase dicho que quería acariciar su mejilla con su hombro. Eva no tenía sueño, pensaba: “recapitulación”. Pedro había tomado de pronto un aire estúpido y la palabra había corrido fuera de su boca larga y blanquecina. Pedro había mirado hacia adelante con asombro, como si viera la palabra y no la reconociera; su boca estaba abierta, blanda; algo parecía haberse roto en él. “Ha tartamudeado, es la primera vez que le ocurre. Por lo demás no lo ha notado. Dijo que no encontraba más sus ideas.” Pedro lanzó un pequeño gemido voluptuoso y su mano hizo un gesto ligero.

Eva le miró duramente: “Cómo irá a despertarse”. Eso la corroía. En cuanto Pedro se dormía pensaba en eso, no podía evitarlo. Tenía miedo de que se despertara con los ojos turbios y se pusiera a tartamudear. “Qué estúpida soy, pensó, eso no debe comenzar antes de un año. Franchot lo ha dicho.” Pero la angustia no la abandonaba; un año; un invierno; una primavera; un verano; el comienzo de otro otoño. Un día se confundirían esos rasgos, dejaría colgar la mandíbula, abriría a medias los ojos lacrimosos. Eva se inclinó sobre la mano de Pedro y posó en ella los labios: “Te mataré antes”.

Jean Paul Sartre: El muro. Cuento

sartreNos arrojaron en una gran sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi una mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles. Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario atravesar toda la habitación para reunirnos con ellos. Había muchos a quienes yo conocía y otros que debían de ser extranjeros. Los dos que estaban delante de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.

Esto duró cerca de tres horas; yo estaba embrutecido y tenía la cabeza vacía; pero la pieza estaba bien caldeada, lo que me parecía muy agradable, hacía veinticuatro horas que no dejábamos de tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después de otro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entonces su nombre y su profesión. La mayoría de las veces no iban más jejos — o bien a veces les hacían una pregunta suelta: «¿Tomaste parte en el sabotaje de las municiones?”, o bien: “¿Dónde estabas y qué hacías el 9 por la mañana?” No escuchaban la respuesta o por lo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntaron a Tom si era verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom no podía decir lo contrario debido a los papeles que le habían encontrado en su ropa. A Juan no le preguntaron nada, pero, en cuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.

—Es mi hermano José el que es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de ningún partido, no he hecho nunca política.

No contestaron nada. Juan dijo todavía:

—No he hecho nada. No quiero pagar por los otros. Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y se lo llevó. Era mi turno:

—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?

Dije que sí.

El tipo miró sus papeles y me dijo:

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

—Usted lo ocultó en su casa desde el 6 al 19.

—No.

Escribieron un momento y los guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes. Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:

—¿Y ahora?

—¿Qué? —dijo el guardián.

—¿Esto es un interrogatorio o un juicio?

—Era el juicio, dijo el guardián.

—Bueno. ¿Qué van a hacer con nosotros?

El guardián respondió secamente:

—Se les comunicará la sentencia en la celda.

En realidad lo que nos servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el frío, debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado en un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía datar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío, pero estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía Juan casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo que decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos reunimos y esperamos en silencio. Tom dijo al cabo de un momento:

—Estamos reventados.

—Yo también lo pienso —le dije—, pero creo que no harán nada al pequeño.

—No tienen nada que reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de un militante, eso es todo.

Yo miraba a Juan: no tenía aire de entender, Tom continuó:

—¿Sabes lo que hacen en Zaragoza? Acuestan a los tipos en el camino y les pasan encima los camiones. Nos lo dijo un marroquí desertor. Dicen que es para economizar municiones.

—Eso no economiza nafta —dije.

Estaba irritado contra Tom: no debió decir eso.

—Hay algunos oficiales que se pasean por el camino —prosiguió—, y que vigilan eso con las manos en los bolsillos, fumando cigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas. Los dejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que la primera vez casi vomitó.

—No creo que hagan eso —dije—, a menos que verdaderamente les falten municiones.

La luz entraba por cuatro respiraderos y por una abertura redonda, que habían practicado en el techo, a la izquierda y que daba sobre el cielo. Era por este agujero redondo, generalmente cerrado con una trampa, por donde se descargaba el carbón en el sótano. Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco; destinado a caldear el hospital, pero desde el comienzo de la guerra se evacuaron los enfermos y el carbón quedó allí, inutilizado; le llovía encima en ocasiones, porque se habían olvidado de cerrar la trampa.

Tom se puso a tiritar.

—Maldita sea, tirito —dijo—, vuelta a empezar.

Se levantó y se puso a hacer gimnasia. A cada movimiento la camisa se le abría sobre el pecho blanco y velludo. Se tendió de espaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire; yo veía temblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiada grasa. Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban a hundirse bien pronto en esa masa de carne tierna como en un pedazo de manteca. Esto no me causaba la misma impresión que si hubiera sido flaco.

No tenía exactamente frío, pero no sentía la espalda ni los brazos. De cuando en cuando tenía la impresión de que me faltaba algo y comenzaba a buscar mi chaqueta alrededor, luego me acordaba bruscamente que no me habían dado la chaqueta. Era muy molesto. Habían tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no nos habían dejado más que nuestras camisas — y esos pantalones de tela que los enfermos hospitalizados llevan en la mitad del verano. Al cabo de un momento Tom se levantó y se sentó cerca de mí, resoplando.

—¿Entraste en calor?

—No, maldita sea. Pero estoy sofocado.

A eso de las ocho de la noche entró un comandante con dos falangistas. Tenía una hoja de papel en la mano. Preguntó al guardián:

—¿Cómo se llaman estos tres?

—Steinbock, Ibbieta y Mirbal, dijo el guardián.

El comandante se puso los anteojos y miró en la lista:

—Steinbock… Steinbock… Aquí está. Usted está condenado a muerte. Será fusilado mañana a la mañana.

Miró de nuevo:

—Los otros dos también —dijo.

—No es posible —dijo Juan—. Yo no.

El comandante le miró con aire asombrado.

—¿Cómo se llama usted?

—Juan Mirbal.

—Pues bueno, su nombre está aquí —dijo el comandante—, usted está condenado.

—Yo no he hecho nada —dijo Juan.

El comandante se encogió de hombros y se volvió hacia Tom y hacia mí.

—¿Ustedes son vascos?

—Ninguno es vasco.

Tomó un aire irritado.

—Me dijeron que había tres vascos. No voy a perder el tiempo corriendo tras ellos. Entonces, naturalmente, ¿ustedes no quieren sacerdote?

No respondimos nada. Dijo:

—En seguida vendrá un médico belga. Tiene autorización para pasar la noche con ustedes.

Hizo el saludo militar y salió.

—Que te dije —exclamó Tom—, estamos listos.

—Sí —dije—, es estúpido por el chico.

Decía esto por ser justo, pero no me gustaba el chico. Tenía un rostro demasiado fino y el miedo y el sufrimiento lo habían desfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres días antes era un chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora tenía el aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería a ser joven, aun cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estado mal tener un poco de piedad para ofrecerle, pero la piedad me disgusta; más bien me daba horror. No había dicho nada más pero se había vuelto gris: su rostro y sus manos eran grises. Se volvió a sentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era un alma buena, quiso tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltó violentamente haciendo una mueca.

—Déjalo —dije en voz baja—, bien ves que va a ponerse a chillar.

Tom obedeció a disgusto; hubiera querido consolar al chico; eso le hubiera ocupado y no habría estado tentado de pensar en sí mismo. Pero eso me irritaba. Yo no había pensado nunca en la muerte porque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la ocasión estaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.

Tom se puso a hablar;

—¿Has reventado algunos tipos? —me preguntó.

No contesté. Comenzó a explicarme que él había reventado seis desde el comienzo del mes de agosto; no se daba cuenta de la situación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo mismo no lo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriría mucho, pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo a través de mi cuerpo. Todo esto estaba fuera de la verdadera cuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la noche para comprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y le miré de reojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenía un aire miserable, me dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suave se filtraba a través de los respiraderos y el montón de carbón formaba una gran mancha bajo el cielo; por el agujero del techo veía ya una estrella, la noche sería pura y helada.

Se abrió la puerta y entraron dos guardianes. Iban seguidos por un hombre rubio que llevaba un uniforme castaño claro. Nos saludó:

—Soy médico —dijo—. Tengo autorización para asistirlos en estas penosas circunstancias.

Tenía una voz agradable y distinguida. Le dije:

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Me pongo a disposición de ustedes. Haré todo lo posible para que estas horas les sean menos pesadas.

—¿Por qué ha venido con nosotros? Hay otros tipos, el hospital está lleno.

—Me han mandado aquí —respondió con aire vago.

—¡Ah! ¿Les agradaría fumar, eh? —agregó precipitadamente—. Tengo cigarrillos y hasta cigarros.

Nos ofreció cigarrillos ingleses y algunos puros, pero rehusamos. Yo le miraba en los ojos y pareció molesto. Le dije:

—Usted no viene aquí por compasión. Por lo demás lo conozco, le vi con algunos fascistas en el patio del cuartel, el día en que me arrestaron.

Iba a continuar, pero de pronto me ocurrió algo que me sorprendió: la presencia de ese médico cesó bruscamente de interesarme. Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo dejo más. Y sin embargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros y desvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observaba con aire de curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre un jergón. Pedro, alto y delgado, volvía los pulgares, el otro agitaba de vez en cuando la cabeza para evitar dormirse.

¿Quiere luz? —dijo de pronto Pedro al médico. El otro hizo que “sí” con la cabeza: pensé que no tenía más inteligencia que un leño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus grandes ojos azules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta de imaginación. Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo que colocó sobre un rincón del banco. Iluminaba mal, pero era mejor que nada: la víspera nos habían dejado a oscuras. Miré durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en el techo. Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró el redondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No era el pensamiento de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Los pómulos me ardían y me dolía el cráneo.

Me sacudí y miré a mis dos compañeros. Tom tenía hundida la cabeza entre las manos; yo veía solamente su nuca gruesa y blanca. El pequeño Juan era por cierto el que estaba peor, tenía la boca abierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le puso la mano sobre el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojos permanecían fríos. Luego vi la mano del belga descender solapadamente a lo largo del brazo de Juan hasta la muñeca. Juan se dejaba hacer con indiferencia. El belga le tomó la muñeca con tres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió algo y se las arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné hacia atrás y le vi sacar su reloj y contemplarlo un momento sin dejar la muñeca del chico. Al cabo de un momento dejó caer la mano inerte y fue a apoyarse en el muro, luego, como si se acordara de pronto de algo muy importante que era necesario anotar de inmediato tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ella algunas líneas: “El puerco —pensé con cólera—, que no venga a tomarme el pulso, le hundiré el puño en su sucia boca.”

No vino pero sentí que me miraba. Me dijo con voz impersonal:

—¿No le parece que aquí se tirita?

Parecía tener frío; estaba violeta.

—No tengo frío —le contesté

No dejaba de mirarme, con mirada dura. Comprendí bruscamente y me llevé las manos a la cara; estaba empapado en sudor. En ese sótano, en pleno invierno, en plena corriente de aire, sudaba. Me pasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de transpiración; me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estaba húmeda y pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lo menos una hora y no había sentido nada. Pero eso no había escapado al cochino del belga; había visto rodar las gotas por mis mejillas y había pensado: es la manifestación de un estado de terror casi patológico; y se había sentido normal y orgulloso de serlo porque tenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, pero apenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cólera desaparecieron; volví a caer sobre el banco con indiferencia.

Me contenté con frotarme el cuello con mi pañuelo, porque ahora sentía el sudor que me goteaba de los cabellos sobre la nuca y era desagradable. Por lo demás, bien pronto renuncié a frotarme, era inútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo seguía sudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo se adhería al banco.

De pronto, habló el pequeño Juan.

—¿Usted es médico?

—Sí —dijo el belga.

—¿Es que se sufre… mucho tiempo?

—¡Oh! ¿Cuando…? Nada de eso —dijo el belga con voz paternal—, termina rápidamente.

Tenía aire de tranquilizar a un enfermo de consultorio.

—Pero yo… me habían dicho… que a veces se necesitan dos descargas.

Algunas veces —dijo el belga agachando la cabeza—. Puede ocurrir que la primera descarga no interese ninguno de los órganos vitales.

—¿Entonces es necesario que vuelvan a cargar los fusiles y que apunten de nuevo?

Reflexionó y agregó con voz enronquecida:

—¡Eso lleva tiempo!

Tenía un miedo espantoso de sufrir, no pensaba sino en eso; propio de su edad. Yo no pensaba mucho en eso y no era el miedo de sufrir lo que me hacía transpirar.

Me levanté y caminé hasta el montón de carbón.

Tom se sobresaltó y me lanzó una mirada rencorosa: se irritaba porque mis zapatos crujían. Me pregunté si tendría el rostro tan terroso como él: vi que también sudaba. El cielo estaba soberbio, ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más que levantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era como antes; la víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver un gran pedazo de cielo y cada hora del día me traía un recuerdo distinto. A la mañana, cuando el cielo era de un azul duro y ligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico; a mediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla donde bebía manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedaba en la sombra y pensaba en la sombra profunda que se extiende en la mitad de las arenas mientras la otra mitad centellea al sol; era verdaderamente penoso ver reflejarse así toda la tierra en el cielo. Pero al presente podía mirar para arriba tanto como quisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví a sentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.

Tom se puso a hablar en voz baja. Necesitaba siempre hablar, sin ello no reconocía sus pensamientos. Pienso que se dirigía a mí, pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme como estaba, gris y sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno para el otro. Miraba al belga, el viviente.

—¿Comprendes tú? —decía—. En cuanto a mí, no comprendo.

Me puse también a hablar en voz baja. Miraba al belga.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que hay?

—Nos va a ocurrir algo que yo no puedo comprender.

Había alrededor de Tom un olor terrible. Me pareció que era más sensible que antes a los olores. Dije irónicamente:

—Comprenderás dentro de un momento.

—Esto no está claro —dijo con aire obstinado—. Quiero tener, valor, pero es necesario al menos que sepa… Escucha, nos van a llevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse delante de nosotros. ¿Cuántos serán?

—No sé. Cinco u ocho. No más.

—Vamos. Serán ocho. Les gritarán: ¡Apunten! Y veré los ocho fusiles asestados contra mí. Pienso que querré meterme en el muro. Empujaré el muro con la espalda, con todas mis fuerzas, y el muro resistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo imaginármelo. ¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!

—¡Vaya! —le dije—, yo también me lo imagino.

—Eso debe producir un dolor de perros. Sabes que tiran a los ojos y a la boca para desfigurar —agregó malignamente—. Ya siento las heridas, desde hace una hora siento dolores en la cabeza y en el cuello. No verdaderos dolores; es peor: son los dolores que sentiré mañana a la mañana. Pero, ¿después?

Yo comprendía muy bien lo que quería decir, pero no quería demostrarlo. En cuanto a los dolores yo también los llevaba en mi cuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No podía hacer nada, pero estando como él, no le daba importancia.

—Después —dije rudamente—, te tragarás la lengua.

Se puso a hablar consigo mismo: no sacaba los ojos del belga. Éste no parecía escuchar. Yo sabía lo que había venido a hacer; lo que pensábamos no le interesaba; había venido a mirar nuestros cuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.

—Es como en las pesadillas —decía Tom— Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el tiempo la impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se desliza, se escapa y vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendo lo que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luego vuelvo a caer, recomienzo a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no marcha. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es necesario que llegue a pensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más y que el mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar en eso, Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una noche esperando algo. Pero esto, esto no se parece a nada; esto nos cogerá por la espalda, Pablo, y no habremos podido prepararnos para ello.

—Valor —dije—. ¿Quieres que llame un confesor?

No respondió. Ya había notado que tenía tendencia a hacer el profeta, y a llamarme Pablo hablando con una voz blanca. Eso no me gustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses son así. Tuve la vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía mucha simpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos a morir juntos, debía sentirla en adelante. Había algunos tipos con los que la cosa hubiera sido diferente. Con Ramón Gris, por ejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía solo. Por lo demás prefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido. Pero me sentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarme duro.

Continuó masticando las palabras con una especie de distracción. Hablaba seguramente para impedirse pensar. Olía de lleno a orina como los viejos prostáticos. Naturalmente, era de su parecer; todo lo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir. Y luego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montón de carbón, ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Sólo que me disgustaba pensar las mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lo largo de toda la noche, dentro de cinco minutos continuaríamos pensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando y estremeciéndonos al mismo tiempo. Le miraba de reojo, y, por primera vez me pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido en mi orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, le había escuchado le había hablado y sabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar juntos.

Tom me tomó la mano sin mirarme:

—Pablo, me pregunto… me pregunto si es verdad que uno queda aniquilado.

Desprendí mi mano, y le dije:

—Mira entre tus pies, cochino.

Había un charco entre sus pies y algunas gotas caían de su pantalón.

—¿Qué es eso? —dijo con turbación.

—Te orinas en el calzoncillo.

—No es verdad —dijo furioso—, no me orino. No siento nada.

El belga se aproximó y preguntó con falsa solicitud:

—¿Se siente usted mal?

Tom no respondió. El belga miró el charco sin decir nada.

—No sé que será —dijo Tom con tono huraño—. Pero no tengo miedo. Les juro que no tengo miedo.

El belga no contestó. Tom se levantó y fue a orinar en un rincón Volvió abotonándose la bragueta, se sentó y no dijo una palabra. El belga tomaba algunas notas.

Los tres le miramos porque estaba vivo Tenía los gestos de un vivo, las preocupaciones de un vivo; tiritaba en ese sótano como debían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien nutrido que le obedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos —en todo caso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalón entre las piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueado sobre sus piernas, dueño de sus músculos— y que podía pensar en el mañana. Nosotros estábamos allí, tres sombras privadas de sangre; lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.

Terminó por aproximarse al pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nuca por algún motivo profesional o bien obedeció a un impulso caritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez que lo hizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeño Juan. El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima; luego, de pronto, le tomó la mano y la miró de modo extraño. Mantenía la mano del belga entre las dos suyas, y no tenían nada de agradable esas dos pinzas grises que estrechaban aquella mano gruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreía paternalmente. Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa pata gorda a su boca y quiso morderla. El belga se desasió vivamente y retrocedió hasta el muro titubeando. Nos miró con horror durante un segundo, de pronto debió comprender que no éramos hombres como él. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó. El otro se había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.

Me sentía a la vez cansado y sobrexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la muerte. Aquello no venía bien con nada, sólo encontraba algunas palabras y el vacío. Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños de fusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez creí que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el muro y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al belga; temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacía cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño y reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia, quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada. Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos y malos —o al menos así los llamaba yo antes—. Había rostros e historias. Volví a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia, la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres, tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas: tomaba todo en serio como si fuera inmortal.

Tuve en ese momento la impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”. Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pascar, divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero no se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto.

El belga tuvo de pronto una gran idea.

—Amigos míos —dijo—, puedo encargarme, si la administración militar consiente en ello, de llevar una palabra, un recuerdo a las personas que ustedes quieran.

Tom gruñó:

—No tengo a nadie.

Yo no respondí nada. Tom esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad.

—¿No tienes nada que decir a Concha?

—No.

Detestaba esa tierna complicidad: era culpa mía, la noche precedente había hablado de Concha, hubiera debido contenerme. Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me hubiera todavía cortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos. Por eso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volver a verla, no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubiera querido abrazarla: mi cuerpo me horrorizaba porque se había vuelto gris y sudaba, y no estaba seguro de no tener también horror del suyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante algunos meses no sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yo quien iba a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando me miraba, algo pasaba de ella a mí. Pensé que eso había terminado: si me miraba ahora su mirada permanecería en sus ojos, no llegaría hasta mí. Estaba solo.

Tom también estaba solo, pero no de la misma manera. Se había sentado a horcajadas y se había puesto a mirar el banco con una especie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó la mano y tocó la madera con precaución, como si hubiera temido romper algo, retiró en seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tom no me hubiera divertido en tocar el banco; era todavía comedia irlandesa, pero encontraba también que los objetos tenían un aire raro; eran más borrosos, menos densos que de costumbre. Bastaba que mirara el banco, la lámpara, el montón de carbón, para sentir que iba a morir. Naturalmente no podía pensar con claridad en mi muerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la manera en que las cosas habían retrocedido y se mantenían a distancia, discretamente, como gente que habla bajo a la cabecera de un moribundo. Era su muerte lo que Tom acababa de tocar sobre el banco.

En el estado en que me hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi casa, que se me dejaba salvar la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos, pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi corazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de mi cuerpo tenía un aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón de carbón.

El belga sacó su reloj y lo miró. Dijo:

—Son las tres y media.

¡Puerco! Debió de hacerlo expresamente Tom saltó en el aire, todavía no nos habíamos dado cuenta de que corría el tiempo; la noche nos rodeaba como una masa informe y sombría, ya no me acordaba cuándo había comenzado.

El pequeño Juan se puso a gritar. Se retorcía las manos, suplicaba:

—¡No quiero morir, no quiero morir!

Corrió por todo el sótano levantando los brazos en el aire, después se abatió sobre uno de los jergones y sollozó. Tom le miraba con ojos pesados y ni aun tenía deseos de consolarlo. En realidad no valía la pena; el chico hacía más ruido que nosotros, pero estaba menos grave: era como un enfermo que se defiende de su mal por medio de la fiebre. Cuando ni siquiera hay fiebre, es más grave.

Lloraba. Vi perfectamente que tenía lástima de sí mismo; no pensaba en la muerte. Un segundo, un solo segundo, tuve también deseos de llorar, de llorar de piedad sobre mí mismo. Pero lo que ocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre el pequeño, vi su delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tener piedad ni de los otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morir valientemente”.

Tom se levantó, se puso justo debajo de la abertura redonda y se puso a esperar el día. Pero, por encima de todo, desde que el médico nos había dicho la hora, yo sentía el tiempo que huía, que corría gota a gota.

Era todavía oscuro cuando escuché la voz de Tom:

—¿Los oyes?

—Sí.

Algunos tipos marchaban por el patio.

—¿Qué vienen a jorobar? Sin embargo no pueden tirar de noche.

Al cabo de un momento no escuchamos nada más. Dije a Tom:

—Ahí está el día.

Pedro se levantó bostezando y fue a apagar la lámpara. Dijo a su compañero:

-—Un frío de perros.

El sótano estaba totalmente gris. Escuchamos detonaciones lejanas.

—Ya empiezan —dije a Tom—, deben hacer eso en el patio de atrás.

Tom pidió al médico que le diera un cigarrillo. Pero yo no quise; no quería cigarrillos ni alcohol. A partir de ese momento no cesaron los disparos.

—¿Te das cuenta? —dijo Tom.

Quería agregar algo pero se calló; miraba la puerta. La puerta se abrió y entró un subteniente con cuatro soldados. Tom dejó caer su cigarrillo.

—¿Steinbock?

Tom no respondió. Fue Pedro quien lo designó.

—¿Juan Mirbal?

—Es ese que está sobre el jergón.

—Levántese —dijo el subteniente.

Juan no se movió. Dos soldados lo tomaron por las axilas y lo pararon. Pero en cuanto lo dejaron volvió a caer.

Los soldados dudaban.

—No es el primero que se siente mal —dijo el subteniente—; no tienen más que llevarlo entre los dos, ya se arreglarán allá.

Se volvió hacia Tom:

—Vamos, venga.

Tom salió entre dos soldados. Otros dos le seguían, llevaban al chico por las axilas y por las corvas. Cuando quise salir el subteniente me detuvo:

—¿Usted es Ibbieta?

—Sí.

—Espere aquí, vendrán a buscarlo en seguida.

Salieron. El belga y los dos carceleros salieron también; quedé solo. No comprendía lo que ocurría, pero hubiera preferido que terminaran en seguida. Escuchaba las salvas a intervalos casi regulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas de aullar y de arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes y hundía las manos en los bolsillos porque quería permanecer tranquilo.

Al cabo de una hora vinieron a buscarme y me condujeron al primer piso a una pequeña pieza que olía a cigarro y cuyo olor me pareció sofocante. Había allí dos oficiales que fumaban sentados en unos sillones, con algunos papeles sobre las rodillas.

—¿Te llamas Ibbieta?

—Sí.

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

El que me interrogaba era bajo y grueso. Tenía ojos duros detrás de los anteojos. Me dijo:

—Aproxímate.

Me aproximé. Se levantó y me tomó por los brazos mirándome con un aire como para hundirme bajo tierra. Al mismo tiempo me apretaba los bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para hacerme mal, era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario también enviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momento así; me daban más bien deseos de reír. Era necesario mucho más para intimidar a un hombre que iba a morir: eso no tenía importancia. Me rechazó violentamente y se sentó. Dijo:

—Es tu vida contra la suya. Se te perdona la vida si nos dices dónde está.

Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas, eran también hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, pero no mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en sus papeluchos, corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o suprimirlos; tenían opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas. Sus pequeñas actividades me parecieron chocantes y burlescas; no conseguía ponerme en su lugar, me parecía que estaban locos.

El gordo bajito me miraba siempre azotando sus botas con su látigo. Todos sus gestos estaban calculados para darle el aspecto de una bestia viva y feroz.

—¿Entonces? ¿Comprendido?

—No sé dónde está Gris —contesté—, creía que estaba en Madrid.

El otro oficial levantó con indolencia su mano pálida. Esta indolencia también era calculada. Veía todos sus pequeños manejos y estaba asombrado de que se encontraran hombres que se divirtieran con eso.

—Tienes un cuarto de hora para reflexionar —dijo lentamente—. Llévenlo a la ropería, lo traen dentro de un cuarto de hora. Si persiste en negar se le ejecutará de inmediato.

Sabían lo que hacían: había pasado la noche esperando; después me hicieron esperar todavía una hora en el sótano, mientras fusilaban a Tom y a Juan y ahora me encerraban en la ropería; habían debido preparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga se gastan los nervios y esperaban llevarme a eso.

Se engañaban. En la ropería me senté sobre un escabel porque me sentía muy débil y me puse a reflexionar. Pero no en su proposición. Naturalmente que sabía dónde estaba Gris; se ocultaba en casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad. Sabía también que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban (pero no parecían ni soñar en ello). Todo esto estaba perfectamente en regla, definitivo y de ningún modo me interesaba. Sólo hubiera querido comprender las razones de mi conducta. Prefería reventar antes que entregar a Gris. ¿Por qué? No quería ya a Ramón Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes del alba al mismo tiempo que mi amor por Concha, al mismo tiempo que mi deseo de vivir. Sin duda le seguía estimando: era fuerte. Pero ésa no era una razón para que aceptara morir en su lugar; su vida no tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía valor. Se iba a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que reventara: que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien que era más útil que yo a la causa de España, pero yo me cagaba en España y en la anarquía: nada tenía ya importancia. Y sin embargo yo estaba allí, podía salvar mi pellejo entregando a Gris y me negaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era obstinación. Pensaba: “Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría me invadía.

Vinieron a buscarme y me llevaron ante los dos oficiales. Una rata huyó bajo nuestros pies y eso me divirtió. Me volví hacia uno de los falangistas y le dije:

—¿Vio la rata?

No me respondió. Estaba sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganas de reír, pero me contenía temiendo no poder detenerme si comenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:

—Tendrían que cortarte los bigotes, perro.

Encontré extraño que dejara durante su vida que el pelo le invadiera la cara. Me dio un puntapié, sin gran convicción, y me callé.

—Bueno —dijo el oficial gordo— ¿reflexionaste?

Los miraba con curiosidad como a insectos de una especie muy rara. Les dije:

—Sé donde está. Está escondido en el cementerio. En una cripta o en la cabaña del sepulturero.

Era para hacerles una jugarreta. Quería verles levantarse, apretarse los cinturones y dar órdenes con aire agitado.

Pegaron un salto:

—Vamos allá. Moles, vaya a pedir quince hombres al subteniente López. En cuanto a ti —me dijo el gordo bajito—, si has dicho la verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo pagarás muy caro si te has burlado de nosotros.

Partieron con mucho ruido y esperé apaciblemente bajo la guardia de los falangistas. Sonreía de tiempo en tiempo pensando en la cara que iban a poner. Me sentía embrutecido y malicioso. Los imaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a una las puertas de las criptas. Me representaba la situación como si hubiera sido otro, ese prisionero obstinado en hacer el héroe, esos graves falangistas con sus bigotes y sus hombres uniformados que corrían entre las tumbas: era de un efecto cómico irresistible.

Al cabo de una media hora el gordo bajito volvió solo. Pensé que venía a dar la orden de ejecutarme. Los otros debían de haberse quedado en el cementerio:

El oficial me miró. No parecía molesto en absoluto.

—Llévenlo al patio grande con los otros —dijo—. Cuando terminen las operaciones militares un tribunal ordinario decidirá de su suerte.

Creí no haber comprendido. Le pregunté:

—Entonces, ¿no me… no me fusilarán?

—Por ahora no. Después, no me concierne.

Yo seguía sin comprender. Le dije:

—Pero, ¿por qué?

Se encogió de hombros sin contestar y los soldados me llevaron. En el patio grande había un centenar de prisioneros, mujeres, niños y algunos viejos. Me puse a dar vueltas alrededor del césped central, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer en el refectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía de conocerlos pero no les contesté: no sabía ni dónde estaba.

Al anochecer echaron al patio una docena de nuevos prisioneros. Reconocí al panadero García. Me dijo:

—¡Maldito suertudo! No creí volver a verte vivo.

—Me condenaron a muerte —dije—, y luego cambiaron de idea. No sé por qué.

—Me arrestaron hace dos horas, dijo García.

—¿Por qué?

García no se ocupaba de política.

—No sé —dijo—, arrestan a todos los que no piensan como ellos.

Bajó la voz:

—Lo agarraron a Gris.

Yo me eché a temblar:

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Había hecho una idiotez. Dejó a su primo el martes porque tuvieron algunas palabras. No faltaban tipos que lo querían ocultar, pero no quería deber nada a nadie. Dijo: “Me hubiera escondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado, iré a esconderme en el cementerio”.

—¿En el cementerio?

—Sí. Era idiota. Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana. Tenía que suceder. Lo encontraron en la cabaña del sepulturero. Les tiró y le liquidaron.

—¡En el cementerio!

Todo se puso a dar vueltas y me encontré sentado en el suelo: me reía tan fuertemente que los ojos se me llenaron de lágrimas.

Mario Vargas Llosa: El dato escondido. Artículo

mario_vargas_llosaEn alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias clásicas.

Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia con que lo hizo el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado «Los asesinos»? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ele Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry’s de esa localidad innominada? ¿Y por qué ese misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventárnosla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.

El ‘dato escondido’ o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector.

Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en «Los asesinos», ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones, es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.

¿Recuerda usted el gran ‘dato escondido’ de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente y que sin duda también lo ama y podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su importancia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese ‘dato escondido’ baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.

La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional –un argumento con principio, desarrollo y conclusión-, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los siglos, o los zoológicos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.

Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente significado (jalousie es celosía, una ventana enrejada, pero también los celos), alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos ‘datos escondidos’ no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo momentáneos -descolocados- podemos llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en el verso por razones de eufonía o rima («Era del año la estación florida…» en vez del orden regular: «Era la estación florida del año…»).

Quizás el ‘dato escondido’ más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia -la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake, por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz- está desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este ominoso, abominable silencio, irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del ‘mal’, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores de esta novela -la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales- es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo Santuario está armado con ‘datos escondidos’. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos ‘datos escondidos en hipérbaton’ va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias, Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato escondido’.

Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de ‘dato escondido’, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el ‘dato escondido’ -en sus dos modalidades: como hipérbaton o como elipsis- es utilizado con la destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Este es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y Cermesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.

En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico ‘real’, sino de manera discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y un ‘dato escondido’ en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y se explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber «celebración de bodas sordas», simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden ‘real’ de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera ‘muda temporal’ o ruptura de la cronología: «Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto». El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: «¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?» La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente.

Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía «toda llena de déjame estar». ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en el episodio. Este retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio.

¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta ‘muda temporal’, como usted habrá observado, se ha producido también una ‘muda espacial’, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble -temporal y espacial- introduce pues una ‘caja china’ en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o ‘muñecas rusas’. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al Conde de Varoic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.

Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento del ‘dato escondido’, la parte escrita de toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin excepción -pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total- abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.

Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon -quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura ‘realista’ de reproducir la realidad- se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera. Había falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción incluyera asimismo un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan de productor hasta el consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la salud del fumador.

De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.

De las ficciones, podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.

Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela -o, mejor, una ficción escrita- es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los ‘datos escondidos’ a que me refiero en esta carta. En efecto, mis ‘datos escondidos’ no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.

Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del ‘dato escondido’ (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).