Horacio Quiroga: EL perro rabioso. Cuento

Horacio Quiroga (4)El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.

Marzo 9.—

Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a aquel momento.

La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado —verdad que bajo un poco de presión por mi parte— con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central, fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.

Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, estrangulado, de agonía, como si el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.

Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.

Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.

Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal, al trote, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y a un chancho que halló en el trayecto.

Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.

Había de sobra para que mamá perdiera el resto de valor que le quedaba. Aunque de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera.

Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio —un tiro o una mala pedrada— han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban —si la palabra tiene sentido aquí— cuanto le exige su atroz hambre. Al menor rumor, no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así tranquilamente media o una hora, para avanzar de nuevo.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno.

En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, oí su grito:

—¡Federico! ¡Un perro rabioso!

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí sin volver el cuerpo para ir a buscar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró; y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su soledad a las siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio.

Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.

Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.

—¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?

—Sí —respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

—¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡pile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.

—¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡dile a tu marido!…

—¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.

Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda niebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía que alga firma y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentía un dolor agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

—¡Federico! ¿Qué fue eso?—gritó mamá que había oído mi detención ante la dentellada al aire.

—Nada: quería entrar.

—¡Oh!…

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

—¡Federico! ¡Está rabioso! ¡No salgas! —clamó enloquecida, sintiendo al animal tras la pared de madera, a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daba perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

El perro se había ido.

—¡Federico! exclamó mamá al sentirme volver por fin. ¿Se fue el perro?

—Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

—Sí, yo también sentí… Federico: ¿no estará en tu cuarto?… ¡No tiene puerta, mi Dios! ¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.

Antes me había curado. La mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.

Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.

Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia —provocada por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.

Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.

El único fastidio acaso que para mí ha tenido esto, es recordar, punto por punto, lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de enfermedad.

Marzo 10.—

¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene suspendida sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí pasaron también para siempre.

Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia: ¡Es la rabia que comienza! —gemían. Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por furtiva.

Y así, el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta días, otras tantas horas de inquietud.

No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido engañado , aun con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente. —¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa… ¡pero rabioso, rabioso! …

Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para resurrección de las locuras.

Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo, posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable. —¡Pero qué tienen, por favor! —acabo de decirles. —¿Me hallan algo anormal, no estoy exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso! —¡Pero Federico! —me han respondido, mirándome con sorpresa. ¡Si no te decimos nada, ni nos hemos acordado de eso!

¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

Marzo 18.—

Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!

Marzo 19.—

¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto con rabia: —¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!

No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!

8 p.m.

¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos!

¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!…

Marzo 20.— (6 a.m.).

¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor de case! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más plácido sueño, para que yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!…

7 a.m.

¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse por eso!

7,15 a.m.

¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!… Socorro! …

¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la escopeta!… ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa…

¡Qué grito ha dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!… ¡Ay! ¡¡Socorro, socorro!!

¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!…

Ahí viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ése no vivirá mucho… ¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡¡Socorro!!

¡Ahí vienen, vienen todos!… ¡Me buscan, me buscan!… ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tango más cartuchos!… ¡Me han visto!… Uno me está apuntando…

Ambrose Bierce: La muerte de Halpin Frayser. Cuento

bierce-last-photoI.

Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos (encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido a tales encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo sentimiento natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se sabe de algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se transforman en malignos después de la muerte. -Hali.

Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso. El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distancia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.

Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba, abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del durmiente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no conocía.

Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser recordado. Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.

Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma. Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas; la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.

Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la situación —la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan manifiestamente ultraterrenas— que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos para proseguirla.

—No voy a someterme sin ser escuchado —dijo—. Puede que también haya poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.

Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había movido y estaba muy cerca.

Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desaparecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado. Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su mortaja.

II.

En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville, Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido el suyo, de los líderes políticos.

El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la época colonial. Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de no considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar aquellas cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.

Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él encarnaba fielmente la mayoría de las características mentales y morales atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le consideraba depositario del don y arte divino por pura deducción. No sólo no había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira. Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre existía una gran comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo (algunos calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado ocultar su afición a todos menos a aquél que la compartía. Este delito común constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico del sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su hermosa madre —a quien desde niño llamaba Katy— se fue haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no los conocían, al observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.

Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente y, después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:

—¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?

Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata. Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos marrones así lo indicaban. —Hijo mío —dijo mirándole con infinita ternura—, debería haber adivinado que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato, señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre, cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa que no debes ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.

Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del joven. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser estrangulado en su patria chica.

—¿No hay balnearios de aguas medicinales en California —continuó la señora Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueñoen los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.

Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad. El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido. Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San Francisco. Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.

III.

La aparición del bosque —esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a su madre— era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio. La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía hechizada.

Por un instante vio ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un simple espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival. Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV.

Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor —el fantasma de una nube— que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un momento habrá desaparecido.»

Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza, tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.

Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era cazar a un hombre. —¿Está muy lejos? —preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.

—¿La iglesia blanca? Como a media milla —contestó el otro—. Por cierto —añadió—,ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé

buscarle y le advertí que viniera armado?

—Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del cementerio.

—¿Se acuerda usted de Branscom? —preguntó Jaralson, respondiendo al ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.

—¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que…

—Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.

—¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.

—Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de volver.

—Es el último lugar que se nos habría ocurrido.

—Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé allí.

—¿Y le encontró?

—¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.

Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que nunca.

—Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted —dijo el detective—. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.

—Ese hombre debe de estar loco —dijo el ayudante del sheriff. La recompensa es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.

El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.

—Bueno, lo parece —asintió Jaralson—. Debo admitir que nunca he visto un canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto… Reúne todo lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.

—De acuerdo —dijo Holker—. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde pronto yacerás —añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las inscripciones funerarias—. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir que su verdadero nombre no es Branscom.

—Entonces ¿cuál es?

—No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.

—Naturalmente.

—Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.

—Yo no sé dónde está esa tumba —contestó Jaralson, algo reacio a admitir su ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan—. He estado inspeccionando el lugar, nada más.

Precisamente identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca. El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.

—Le voy a mostrar dónde me sorprendió —dijo—. Éste es el cementerio.

Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de algún pobre mortal —quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el círculo de sus afligidos amigos— no estaba indicado más que por una depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y significativa como en una aldea de muertos olvidados.

Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con Holker tras él. Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana. El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero inútil resistencia a… no se sabe qué.

Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus caderas. La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote. Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún comentario. Después Holker rompió el silencio.

—¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.

Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo, inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.

—Esto es obra de un loco —dijo sin apartar la vista de la espesura—. La obra de Branscom… Pardee.

Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:

Víctima de algún oculto maleficio, me encontré

entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.

El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas

en simbólica y funesta hermandad.

El sauce cavilante murmuraba al tejo;

debajo, la mortal belladona y la ruda,

con siemprevivas trenzadas en extrañas formas

funerarias, crecían junto a horribles ortigas.

No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,

ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.

El aire estaba estancado y el silencio era

un ser vivo que respiraba entre los árboles.

Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,

de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.

Los árboles sangraban y las hojas exhibían,

a la luz embrujada, un fulgor rojizo.

¡Grité! El hechizo, aún sin romper,

dominaba mi espíritu y voluntad.

¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,

luché contra monstruosos presagios de maldad.!

Al fin, lo invisible…

Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a mitad de un verso.

—Suena a Bayne —dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.

—¿Quién es Bayne? —preguntó Holker sin mucho interés.

—Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este poema, por algún error, no aparece en ellos.

—Hace frío —dijo Holker—. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.

Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine Larue».

—¡Larue, Larue! —exclamó Holker con excitación repentina—. Ese es el verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!

—Aquí hay algo que me huele muy mal —dijo el detective Jaralson—. No me gustan nada estas historias.

De entre la niebla —y al parecer desde muy lejos les llegó el sonido de una risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme

Ambrose Bierce: La jarra de sirope. Cuento

bierce_youngEste relato comienza con la muerte de su protagonista. Silas Deemer falleció el dieciséis de julio de 1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y hasta los más jóvenes de su pueblo le habían conocido personalmente. De acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contemplar, por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inadvertido y cumplió las formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría mencionar un solo fallo en la ceremonia que hubiera justificado su regreso desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene siempre una gran validez en cualquier situación (incluso una vez consiguió acabar con la brujería en Salem), Silas regresó.

Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue la que en algunas partes de la Unión (país libre reconocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un comercio en el que vendía las mercancías propias de este tipo de negocios. Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio, pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El negocio de Silas era, en su mayor parte, de su propiedad, y eso, probablemente, pueda haber supuesto una diferencia. En el momento de su fallecimiento nadie recordaba un solo día, exceptuando domingos, que no hubiera pasado en la tienda desde su apertura, veinticinco años antes. Su salud había sido siempre estupenda y nunca había sentido una tentación suficientemente fuerte como para abandonar el mostrador.

Se cuenta que una vez se le citó como testigo en un importante caso y no se presentó. El abogado que tuvo la osadía de pedir que se le amonestara fue informado solemnemente de que la sala consideraba dicha petición «con extrañeza». Como a los abogados no les gusta provprovocar la sorpresa judicial, la moción fue rápidamente retirada y se llegó a un acuerdo entre las partes sobre lo que el señor Deemer habría dicho si hubiera estado presente (acuerdo que fue aprovechado hasta el límite por la acusación para que el supuesto testimonio dañara claramente los intereses de la defensa). En resumen, toda la región coincidía en que Silas Deemer representaba la única verdad inamovible en Hillbrook y en que su desplazamiento podría traer consigo una desgracia pública o una calamidad fatal. La señora Deemer y sus dos hijas mayores ocupaban el piso superior de la tienda, pero a Silas nunca se le había ocurrido dormir en otro lugar que no fuera su catre tras el mostrador. Y fue precisamente allí donde una noche le encontraron, casi por accidente, agonizando, y donde expiró sin tiempo apenas para echar el cierre. Aunque no hablaba, parecía consciente, y los que mejor le conocieron creen que, si su final se hubiera retrasado más allá de la hora normal de apertura, las consecuencias que tal situación hubiera producido sobre él habrían sido lamentables.

Tal era el carácter de Silas Deemer y tal la precisión e invariabilidad de su vida y costumbres que el humorista del pueblo (que hasta había estado una vez en la Universidad) propuso otorgarle el sobrenombre de Viejo Ibidem, y señaló sin ningún ánimo de ofender, en la edición del periódico local posterior a su muerte, que Silas se había tomado «un día libre». En realidad fue más de un día, aunque si nos remitimos a las pruebas, parece que el señor Deemer dejó bien claro, en sólo un mes, que no disponía de tiempo para estar muerto. Uno de los ciudadanos más respetables de Hillbrook era Alvan Creede, el banquero. Residía en la casa más elegante de la localidad, disponía de carruaje y era considerado digno de aprecio por muchas razones. Como solía ir a Boston con frecuencia, conocía las ventajas que proporciona viajar. Se decía incluso que una vez había estado en Nueva York, pero rechazaba con modestia tan admirable distinción. El asunto se menciona aquí con el único propósito de subrayar la valía del señor Creede ya que, en cualquier caso, honra a su inteligencia, si es que había entrado en contacto, aunque fuera temporalmente, con la cultura metropolitana; y a su franqueza, en caso contrario. Una agradable noche de verano, sobre las diez, el señor Creede, después de cruzar la verja de su jardín y recorrer bajo la luz de la luna el paseo de gravilla, subió los escalones de piedra de su elegante mansión. Se detuvo un instante y metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta se encontró con su esposa, que se dirigía a la biblioteca. Ella le saludó amablemente y sostuvo la puerta para que entrara. Pero Alvan Creede se volvió y, mirando hacia sus pies, exclamó con sorpresa:

—Pero, ¿qué diablos ha sido de la jarra?

—¿Qué jarra, Alvan? —preguntó su mujer, que no le entendía.

—Una jarra de sirope de arce que traía de la tienda y dejé ahí para abrir la puerta. ¿Dónde diablos…?

Un —Alto, alto, Alvan. Deja de hablar así —dijo la señora, interrumpiéndole.

Hay que señalar que Hillbrook no es el único lugar de la cristiandad en que un politeísmo rudimentario prohíbe tomar el nombre del diablo en vano. La jarra que, gracias a un relajado estilo de vida provinciano, el más ilustre vecino había traído desde la tienda, había desaparecido.

—¿Estás seguro, Alvan?

—Pero, querida, ¿crees que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra en las manos? Compré el sirope en la tienda de Deemer. Él mismo la llenó, me la dio y…

La frase permanece hasta hoy inconclusa. El señor Creede entró en la casa tambaleándose, cruzó el recibidor y se dejó caer sobre un sillón. Le temblaban las extremidades. De pronto se había dado cuenta de que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto. La señora Creede, en pie junto a su esposo, le observaba con sorpresa y preocupación.

—Por el amor de Dios —dijo—, ¿qué te pasa, Alvan?

Como sus males no tenían una relación aparente con un pase a mejor vida, el señor Creede no consideró necesario dar una explicación y permaneció en silencio, con la mirada perdida. Hubo un largo silencio, roto únicamente por el rítmico tictac del reloj que, más lento que de costumbre, parecía concederle cortésmente algo de tiempo para recuperar la cordura.

—Jane, me he vuelto loco, eso es lo que ocurre —farfulló con voz apagada

— Me lo podrías haber dicho antes de que los síntomas llegaran a tal extremo que yo mismo los descubriera. Imaginé que pasaba por delante del comercio de Deemer; estaba abierto y había luz dentro, al menos así me lo pareció. Ya, ya sé que lleva tiempo cerrado. Pero Silas estaba de pie detrás del mostrador. Le vi con la misma claridad que te estoy viendo a ti. Recordé que necesitabas un poco de sirope de arce, así que entré y lo compré. Eso fue todo. Compré dos cuartos a Silas Deemer que, desde luego, está bien muerto y enterrado; pero, a pesar de ello, echó el sirope del tonel a la jarra y me la dio. Incluso me dirigió la palabra; con un tono más grave, eso sí, más grave del que era su tono habitual… pero no me acuerdo de lo que me dijo. ¡Dios santo!, le vi. Le vi y hablé con él… ¡Y está muerto! Bueno, todo esto lo imaginé, porque estoy loco, mas loco que una cabra. Y tú sin decirme nada.

Este monólogo dio tiempo a la señora Creede para recuperarse.

—Alean —dijo—, tú nunca has dado muestras de locura, créeme. Sin duda todo ha sido una ilusión. No puede ser otra cosa, ¡sería horrible! Pero no estás loco; lo que pasa es que trabajas demasiado. No deberías haber asistido esta tarde al consejo de administración. No sé cómo no se dieron cuenta de que estabas enfermo. Sabía que algo iba a ocurrir.

El señor Creede seguramente pensó que el presentimiento de su mujer llegaba demasiado tarde. Pero no dijo nada porque estaba preocupado por su situación. Había conseguido tranquilizarse y ahora empezaba a pensar con coherencia.

—Sin duda el fenómeno fue subjetivo —explicó, con ridículos términos de argot científico—, pues, aunque la aparición de un espíritu e incluso su materialización son posibles, la visión y tangibilidad de una jarra de medio galón, hecha de tosca y ruda cerámica, salida de la nada, es difícilmente concebible.

Cuando estaba acabando de hablar, su hija pequeña, en camisón, entró correteando en la habitación. Se echó sobre su padre y, rodeándole el cuello, dijo:

—Papi malo, olvidaste entrar a darme un beso. Te oímos abrir la puerta y nos levantamos. —Y añadió—: Papi, Eddy dice que si se puede quedar con la jarrita cuando esté vacía.

Mientras el significado completo de aquella revelación llegaba al cerebro de Alvan Creede, éste se estremeció palpablemente. Era evidente que la niña no podía haber entendido una sola palabra de la conversación anterior. Como las propiedades de Silas Deemer estaban en manos de un administrador que consideraba que lo mejor era deshacerse del negocio, la tienda había sido cerrada a la muerte de su propietario, y los artículos vendidos a otro comerciante que se los había llevado en bloque. También estaban vacías las habitaciones superiores, pues la viuda y sus hijas se habían marchado a otra ciudad. La tarde siguiente a la aventura de Alvan Creede (que de algún modo ya era de dominio público) una multitud de hombres, mujeres y niños llenaba la acera frente a la tienda. Aunque muchos se mostraban incrédulos, todos los habitantes de Hillbrook sabían que el espíritu de Silas Deemer rondaba por el lugar. Los más agresivos y, en general, los más jóvenes lanzaban piedras contra la fachada, poniendo especial cuidado en no dar a las ventanas que aún tenían las persianas subidas: la incredulidad todavía no llegaba a maldad. Unas pocas almas audaces cruzaron la calle y golpearon en la puerta. Tras encender unas cerillas, las acercaron al escaparate con el fin de poder ver algo en el oscuro interior. Otros espectadores hacían alarde de su ingenio desafiando al fantasma con gritos y chillidos a una carrera.

Pasado un rato sin que ocurriera nada, y cuando algunos comenzaban a marcharse, los que quedaban advirtieron que el interior de la tienda estaba bañado por una luz amarillenta y difusa. En ese instante todas las manifestaciones cesaron. Los intrépidos que se habían acercado a la puerta y a las ventanas retrocedieron hasta la acera y se mezclaron con el gentío; los jóvenes dejaron de tirar piedras. Ahora nadie levantaba la voz sino que, con nerviosos susurros, señalaban hacia aquella claridad que iba en aumento. Era difícil saber cuánto tiempo había pasado desde el primer resplandor, pero al final la luz fue suficiente para iluminar todo el interior de la tienda. Y en ella, de pie tras el mostrador, junto a su mesa, se pudo ver claramente a Silas Deemer. El efecto sobre la multitud fue increíble. La gente comenzó a dispersarse con rapidez por ambos flancos, y los más asustadizos abandonaron definitivamente el lugar. Muchos corrían con todas las fuerzas que les daban sus piernas; otros, con mayor dignidad, se marchaban despacio y volvían de vez en cuando la cabeza para echar un último vistazo por encima del hombro. Al final sólo quedaron unos veinte, casi todos hombres, que permanecían en silencio, absortos, y mostraban un aspecto nervioso. El fantasma no les prestó la más mínima atención: al parecer estaba ocupado con su libro de cuentas.

Al cabo de unos instantes, tres hombres salieron del grupo que había en la acera y, llevados por un mismo impulso, cruzaron la calle. Cuando uno de ellos, el más robusto, estaba a punto de derribar la puerta con el hombro, ésta, al parecer sin mediación humana, se abrió y los audaces investigadores entraron. Apenas cruzaron el umbral, según pudieron observar los timoratos observadores exteriores, comenzaron a actuar de un modo inexplicable: tendían sus manos en busca de ayuda, seguían trayectorias tortuosas, chocaban entre ellos, con el mostrador, con las cajas y toneles… Iban de un lado para otro en busca de una salida, pero parecían incapaces de volver sobre sus pasos. A pesar de sus gritos y maldiciones, el fantasma de Silas Deemer seguía sin mostrar el menor interés en lo que ocurría.

Guiados por no se sabe qué impulsos, los de fuera hicieron una simultánea y tumultuosa acometida hacia la puerta. Como todos querían ser los primeros, la entrada quedó bloqueada, por lo que finalmente decidieron ponerse en fila y avanzar de uno en uno. Por algún extraño arte espiritual o físico la observación se transformó en acción: los espectadores comenzaron a tomar parte en el espectáculo y el público ocupó el escenario. Alvan Creede, único espectador que quedaba al otro lado de la calle, pudo ver claramente lo que ocurría en el interior de la tienda, que aparecía inundado de luz y cada vez con más gente. Para los de dentro, por el contrario, la oscuridad era total: era como si los que cruzaban el umbral quedaran ciegos y enloquecieran por tal desgracia. Andaban a tientas e intentaban salir contra la corriente, a empujones y codazos, por lo que se caían y pisoteaban una y otra vez.

Se agarraban de la ropa, del pelo, de la barba; luchaban como fieras y gritaban y se insultaban furiosamente. Cuando el señor Creede vio a la última persona penetrar en aquel espantoso tumulto, la luz que antes todo lo iluminaba se convirtió en una oscuridad tan palpable para él como para los del interior. Alvan Creede dio media vuelta y se alejó de aquel lugar. A la mañana siguiente, una multitud de curiosos se reunió en torno a la tienda. Entre ellos se encontraban los que habían huido la noche anterior, envalentonados ahora por la luz del sol, y los que iban a sus labores cotidianas. La puerta del inmueble seguía abierta, pero el lugar estaba vacío. Por todo el suelo, sobre las paredes y muebles, se veían jirones de ropa y mechones de pelo. Los virulentos habitantes de Hillbrook habían conseguido, no se sabe cómo, salir de allí y habían vuelto a casa a curar sus heridas; seguro que habían pasado una mala noche. Tras el mostrador, sobre la mesa polvorienta, estaba el libro de cuentas. Las anotaciones, con letra de Deemer, acababan el dieciséis de julio, fecha de su muerte: no quedaba constancia de una posterior venta a Alvan Creede.

Y ésta es toda la historia. Las pasiones de la gente se calmaron y la razón volvió a prevalecer. Todo Hillbrook coincidía en que, teniendo en cuenta el carácter respetable e inofensivo de su primera transacción comercial bajo las nuevas condiciones, se podía permitir que Silas Deemer, después de muerto, continuara con su negocio en el viejo local, pero sin atropellos. El cronista de la localidad, de cuya obra inédita se ha extraído el relato de los hechos, tuvo la precaución de mostrarse de acuerdo con esa idea.

Ambrose Bierce: El viudo Turmore. Cuento

Ambrose-Bierce-WPA-by-Peter-Van-ValkenburghLas circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.

Mí Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.

Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.

Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado. En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.

La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de «testimonios de estima»; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas… momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.

Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia. A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.

Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.

Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.

Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.

Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espírítus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.

En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa… ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir el país. Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.

Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.

En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.

Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.

En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.

 

Ambrose Bierce: El dedo medio del pie derecho. Cuento

ambrose-bierce_2363837kEs bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas «chiflados» tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.

En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente – una circunstancia en sí mismoa que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, «la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas». El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.

A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. «Venga», dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa – «éste es el lugar».

El aludido no se movió. «¡Por Dios!», dijo rudamente, «este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados».

«Quizá lo estoy», dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. «Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas – «.

«No tengo miedo de nada», interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto cou algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.

Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular – podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural – parecía no tener sangre.

La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.

«Caballeros», dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, «creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?».

El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.

«¿Y usted, señor Grossmith?».

El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.

«Me harán el favor de quitarse sus abrigos».

Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre – el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje – sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.

«Son exactamente iguales», dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas – pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.

Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.

«Si le place, señor Grossmith», dijo el hombre que sostenía la luz, «se colocará en esa esquina».

Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.

«Caballeros», dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos – «caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior».

Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.

Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasabe frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.

II.

Los eventos que llevaron a este «duelo en la oscuridad» fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía – o, como el personal del Advance lo expresó, «muy adicto a las compañías malignas». Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una «entrevista».

«Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer», dijo King, «ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral».

«Infiero entonces», dijo Rosser gravemente «que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa».

«Por supuesto que puedes ponerlo así», fue la respuesta; «pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella».

«En cambio», dijo Sancher, con una ligera risa, «al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada».

«Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho».

«¡Miren a ese tipo!», dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.

Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.

«¡Maldita sea su impudencia!», murmuró King, «¿qué debemos hacer?».

«Eso es fácil», replicó Rosser, levantándose. «Señor», continuó, dirigiéndose al extraño, «creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted».

El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.

«Eres apresurado e injusto», le dijo a Rosser; «este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje».

Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.

«Demando la satisfacción que merece un caballero», dijo el extraño, que se había tranquilizado. «No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor», haciendo una reverencia a Sancher, «será tan amable de representarme en este asunto».

Sancher aceptó la confianza – algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de «caballerosidad» que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.

III.

En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exhuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.

Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.

Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana – la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.

En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisada cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. «¡Dios misericordioso!», gritó repentinamente. «!Es Manton!».

«Tiene razón», dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: «Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él».

Podría haber agregado: «Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa – durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!».

Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio – circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.

Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al penderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo – dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas – ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.

«¡Miren eso!», gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. «Falta el dedo medio del pie – ¡era Gertrude!».

Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.

Ambrose Bierce: El hipnotizador. Cuento

Ambrose_Bierce-1Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero…

Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.

Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

Ambrose Bierce: El guardián del muerto. Cuento

Ambrose_Bierce_1892-10-07I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa » firmeza» en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

II

En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.

-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.

Los otros rieron.

-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.

-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.

-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.

-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama «la confabulación de las circunstancias», y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.

-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.

-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.

El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.

-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.

-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.

-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.

-¿Quién es?

-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.

Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.

-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.

-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.

Helberson contestó resueltamente:

-Acepto la apuesta.

-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?

-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.

-Muy bien. Entonces seré el cadáver.

Los otros se echaron a reír.

Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

III

Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.

No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.

Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.

Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.

Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

IV

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.

-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?

-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.

-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.

-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.

El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.

-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.

-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.

Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.

-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?

-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.

-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.

Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:

-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.

Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.

-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.

Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:

-¡Jarette, Jarette!

El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:

-¡Por allí, por allí!

Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.

En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.

-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.

-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.

Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.

-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.

El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.

-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.

-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.

Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.

-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?

-¿Cuándo?

-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.

-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

V

Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:

-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.

Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:

-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj…

Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.

-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.

-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.

El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:

-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.

-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:

-¡Dios mío, es verdad!

El desconocido sonrió vagamente.

-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.

Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.

-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.

-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después… bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!

Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.

-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.

-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.

-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos… bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.

-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

Ambrose Bierce: El engendro maldito. Cuento

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NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.

El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.

Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.

Solamente el juez le hizo un breve saludo.

-Lo esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.

-Lamento haberlos hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.

El juez sonrió.

-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.

-Como usted guste -replicó el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.

-Pero usted dice que es increíble.

-Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.

El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:

-Continuemos con la investigación.

Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.

-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.

-William Harker.

-¿Edad?

-Veintisiete años.

-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?

-Sí.

-¿Estaba usted con él cuando murió?’

-Sí, muy cerca.

-Y ¿cómo se explica…? su presencia, quiero decir.

-Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.

-Y yo a veces los leo.

-Gracias.

-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.

Algunos de los presentes se echaron a reír.

En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.

-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.

El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.

II

LO QUE PUEDE OCURRIR EN UN CAMPO DE AVENA SILVESTRE

«…apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.

»-Es un ciervo -dije-. Ojalá hubiéramos traído un rifle.

»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.

»-Venga -dije-. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?

»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.

»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.

»-Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.

»-¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse.

Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.

»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.

»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.

»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.

»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.

»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»

III

UN HOMBRE, AUNQUE ESTÉ DESNUDO, PUEDE ESTAR HECHO JIRONES

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.

El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.

Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.

-Señores -dijo el juez-, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.

El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:

-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?

-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?

Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.

-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?

-En efecto.

Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:

-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría…

-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.

Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:

-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.

IV

UNA EXPLICACIÓN DESDE LA TUMBA

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:

«…corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»

«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»

«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada…»

Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.

«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»

«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes…»

«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»

«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»

«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»

«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.»

«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos ‘actínicos’. Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera ‘escala cromática’. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»

«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

Ambrose Bierce: El caso del desfiladero de Coulter. Cuento

Ambrose Bierce 02-¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? -preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

-Mi general -replicó, con entusiasmo-, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente -con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

-Es el único lugar posible -afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.

El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar, aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le «agradara emplazar un cañón».

Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos estaban ordenadamente  colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado parcialmente. «Es el único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde donde llegar a ellos.»

El coronel le miró con gravedad.

-Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.

-Es verdad… para uno solo cada vez -dijo el comandante de la división esbozando algo parecido a una sonrisa-. Pero, entonces, su bravo Coulter… tiene una batería en él mismo.

Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir. El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación.

En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca, bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.

-Capitán Coulter -dijo-, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.

Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:

-¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?

-¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.

-¿Y es… necesario… abrir fuego? ¿La orden es formal?

Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino, con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.

No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.

Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía para dirigirlo. Vio que los artilleros federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.

-Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón -dijo el coronel a un ayudante de campo que estaba cerca- deben estar sufriendo como el demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la eficacia de su fuego.

Se volvió a su ayudante mayor y agregó:

-¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?

-Sí, mi coronel.

-Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.

Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:

-Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos puntos de la colina.

El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.

-Lo sé -respondió, tranquilamente.

El joven ayudante estaba visiblemente azorado.

-El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.

-Yo también -replicó el coronel con en el tono de antes-. Salude de mi parte al coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería no abra fuego.

El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.

-Coronel -dijo el ayudante mayor-, no sé si debería decir nada, pero hay algo extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?

-No. ¿Lo era, de verdad?

-Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas y…

-¡Escuche! -le interrumpió el coronel levantando la mano-. ¿Oye usted eso?

Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.

-Sí -dijo el ayudante mayor, continuando su historia-, el general conoció a la familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza… Algo que concernía a la esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.

El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de generosa indignación.

-Dígame, Morrison -dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor directamente a la cara-, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?

-No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso -enrojeció ligeramente-, pero apuesto mi vida a que es verdad.

El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.

-¡Teniente Williams! -gritó.

Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:

-Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?

El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.

-Vaya -dijo el coronel- y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No… Iré yo mismo.

Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero, franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron  Sus caballos, que los esperaban, enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron  en el desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí  era espeluznante!

En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba, dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.

Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.

Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas; el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.

-No era consciente del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin dirigirse a nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.

Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles. Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran satisfecho demasiado al enemigo.

Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación. Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de conversación.

Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.

-¿Qué ocurre, Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado sus palabras.

-Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué… creo que hay alguien allí. Yo había bajado a registrar.

-Bajaré a ver -dijo un oficial del estado mayor, levantándose.

-Yo también -repuso el coronel-. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.

Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho, contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando en todas direcciones.

-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente. No se le ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.

Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.

El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.

-¿Qué hace usted aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.

-Esta casa me pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente cortés.

-¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?

-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.

Ambrose Bierce: El amo de Moxon. Cuento

abbierceden-¿Lo dices en serio?… ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?

No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que «tenía algo que le daba vueltas en la cabeza».

-¿Qué es una «máquina»? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: «Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado». Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa… o piensa que piensa.

-Si no quieres responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no lo dices?… eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo «máquina» no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.

-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.

-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.

Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:

-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?

Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:

-¿Con qué piensa una planta… en ausencia de cerebro?

-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.

-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía- puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.

-¿Y a qué viene todo esto?

-¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.

-Aun así… ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?

-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?

-No lo explico.

-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.

Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su «taller mecánico», al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo -duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:

-¡Maldito seas!

Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una semisonrisa de disculpa:

-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había perdido la calma y rompía cosas.

Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:

-¿Cómo hace para cortarse las uñas?

Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera sucedido.

-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su inteligencia y propósitos… en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de como ésta trabaje.

«¿Recuerdas la definición de ‘vida’ de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.

«Vida -dijo- es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'».

-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su causa.

-Eso -replicó- es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente… nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

«Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto».

Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.

Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.

Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Moxon -indagué – ¿quién está ahí dentro?

Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.

-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?

-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.

Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller.

Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.

Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia.

Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?

Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico».

Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.

Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.

Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto contiguo… el «taller mecánico». Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico… en realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.

Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente interesado… no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no tuve interés en ver su cara.

Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que recordaban al gorila… ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía desproporcionadamente grande.

Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.

El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.

Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina… un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio para la exhibición eventual de este artefacto… un truco para intensificar el efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?

Buen fin éste para mis transportes intelectuales… ¡la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás, como alarmado.

En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando «jaque mate». Se puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar.

El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva y reguladora de su mecanismo de control… como si un retén se hubiera zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo… la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una expresión de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.

Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.

-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil-, todo lo que ocurrió.

-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde el incendio de la casa… de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.

-¿Y Moxon?

-Ayer lo enterraron… lo que quedaba de él.

Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:

-¿Quién me rescató?

-Bueno, si eso le interesa… yo lo hice.

-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su inventor?

El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo gravemente:

-¿Usted lo sabe todo?

-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.

Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos seguro.

Ambrose Bierce: Chickamauga. Cuento

144px-Ambrose_Bierce_1892-10-07En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.

Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.

Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.

Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.

Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.

El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.

Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.

Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.

Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!

Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.

Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce: Aceite de perro. Cuento

474px-Ambrose_Bierce1-930x416Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije, «no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente». En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Ambrose Bierce: El incidente del Puente del Búho. Cuento

1I

 

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.

El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.

Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!

Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.

 

II

 

Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.

Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.

—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.

—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.

—A unos cincuenta kilómetros.

—¿No hay tropas a este lado del río?

—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.

—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué podría hacer?

El militar pensó:

—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.

En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.

 

III

 

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó— no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.

Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

—¡Atención, compañía …! ¡Armas al hombro…! ¡Listos…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!

Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.

Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»

A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.

El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.

Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.

Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.

Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón… y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.

Heinrich Von Kleist: Santa Cecilia o el poder de la música. Leyenda

images (7)A fines del siglo xvi, cuando las luchas iconoclastas azotaban los Países Bajos, tres hermanos, jóvenes estudiantes de Wittenberg, se reunieron con un cuarto —que tenía en Amberes un puesto de predicador protestante— en Aquisgrán. Iban a reclamar allí una herencia que les había correspondido por parte de un anciano tío desconocido para todos ellos y, no habiendo en el lugar nadie a quien pudieran dirigirse, se hospedaron en una posada. Transcurridos algunos días, que pasaron escuchando al predicador contar de los extraños incidentes ocurridos en los Países Bajos, coincidió que las monjas del convento de Santa Cecilia, el cual se hallaba por aquel entonces a las puertas de dicha ciudad, se disponían a celebrar solemnemente la festividad del Corpus Christi; de tal suerte que los cuatro hermanos, encendidos por el desenfreno de la juventud y el ejemplo de los neerlandeses, decidieron ofrecer también a la ciudad de Aquisgrán un espectáculo iconoclasta. El predicador, que ya había encabezado más de una vez idénticas acciones, reunió la víspera a buen número de jóvenes bachilleres e hijos de comerciantes afectos a las nuevas doctrinas, los cuales pasaron la noche de francachela en la posada ensartando imprecaciones contra el papado; y apenas se hubo alzado el día sobre las almenas de la ciudad se proveyeron de hachas y toda suerte de aperos de destrucción para dar comienzo a su desaforado quehacer. Alborozados acordaron una seña a la cual empezarían a apedrear los ventanales, decorados con historias bíblicas, y con la certeza de encontrar gran apoyo entre el pueblo se encaminaron al templo de inmediato, pues ya tocaban las campanas, resueltos a no dejar piedra sobre piedra.

La abadesa, quien ya al romper el día había sido enterada por un amigo del peligro que se cernía sobre el convento, en vano envió repetidas veces a solicitar del oficial imperial que estaba al mando de la ciudad una guardia que protegiera el convento; el oficial, enemigo él mismo del papado y, como tal, simpatizante al menos en secreto de las nuevas doctrinas, supo negarle la guardia con el hábil pretexto de que veía visiones y que no existía ni sombra de peligro para su convento. Entretanto llegó la hora en que había de iniciarse la ceremonia, y entre miedos y rezos se aprestaron las monjas para la misa, llenas de congoja por cuanto había de sobrevenirles. Nadie las protegía salvo un viejo alguacil septuagenario, el cual se apostó a la entrada de la iglesia con un puñado de mozos leales armados.

En los conventos, como es sabido, las propias monjas interpretan su música, duchas en tañer toda suerte de instrumentos; a menudo con una precisión, juicio y sensibilidad que en las orquestas masculinas (acaso por el género femenino de tan misterioso arte) se echa en falta. El caso era, para multiplicar la angustia, que la maestra de capilla, la hermana Antonia, la cual solía dirigir la orquesta, había enfermado pocos días antes de unas violentas fiebres tifoideas; de modo que a más de los cuatro impíos hermanos, a quienes ya se distinguía embozados en sus capas bajo las pilastras de la iglesia, el convento se hallaba asimismo inmerso en la más viva zozobra por mor de ejecutar una obra musical digna. La abadesa, que a última hora del día anterior había ordenado interpretar una antiquísima misa italiana debida a un maestro desconocido con la cual la orquesta ya había obtenido en varias ocasiones cumplidos resultados gracias a una especial sacralidad y magnificencia con que estaba compuesta, poniendo mayor ahínco que nunca en su empeño mandó bajar a la celda de la hermana Antonia por saber cómo se hallaba ésta; mas la monja que de ello se hizo cargo regresó con la noticia de que la hermana yacía postrada en estado de completa inconsciencia y que ni por asomo podía pensarse en que asumiera la dirección de la pieza prevista.

Entretanto en el templo, donde paulatinamente se habían ido congregando más de cien reprobos de todos los estamentos y edades provistos de hachas y palanquetas, se producían incidentes de la mayor gravedad: habían hostigado con suma indecencia a algunos de los guardianes apostados en los pórticos y se habían permitido las expresiones más insolentes e impúdicas contra las monjas que de tanto en tanto, ocupadas en piadosos menesteres, se dejaban ver solas por las naves; de tal suerte que el alguacil se llegó a la sacristía e imploró de rodillas a la abadesa que suspendiera la celebración y se dirigiera a la ciudad para ponerse bajo la protección del comandante. Mas la abadesa porfió inconmovible en llevar a cabo la ceremonia prevista para honra del Altísimo; recordó al alguacil su deber de proteger con alma y vida la misa y la solemne procesión que habían de celebrarse en el templo y, como sonara en aquel preciso instante la campana, ordenó a las monjas que la rodeaban medrosas y trémulas que tomasen un oratorio, sin importar cuál ni de qué mérito fuera, y con su ejecución dieran comienzo de inmediato. Sin tardanza se aprestaron a ello las monjas en la cantona del órgano: repartieron la partitura de una obra musical que ya se había ofrecido a menudo, y estaban probando y afinando violines, oboes y bajos cuando de improviso apareció por la escalera la hermana Antonia, fresca y lozana, con el rostro algo pálido; llevaba bajo el brazo la partitura de la antiquísima misa italiana en cuya interpretación había insistido la abadesa con tal premura.

Al preguntar las monjas asombradas «¿de dónde venía y cómo se había recuperado tan de repente?», respondió: «¡Tanto da, amigas, tanto da!», repartió la partitura que llevaba consigo y ardiendo de entusiasmo se sentó ella misma al órgano para asumir la dirección de la exquisita pieza. Con ello sobrevino al corazón de las piadosas mujeres un milagroso consuelo celestial: en el acto se situaron con sus instrumentos ante los atriles; la propia angustia que las atenazaba se añadió para llevar sus almas como en volandas por todos los cielos de la armonía. El oratorio fue interpretado con el mayor y más extraordinario esplendor musical; no se movió durante toda la representación ni un hálito en las naves ni en los bancos: en particular durante el Salve Regina y más aún el Gloria in Excelsis fue como si todos los presentes en la iglesia estuvieran muertos, de tal suerte que pese a los cuatro hermanos malditos de Dios y sus secuaces ni una mota del suelo se tocó, perdurando así el convento hasta finalizar la Guerra de los Treinta Años, cuando fue con todo secularizado en virtud de un artículo de la Paz de Westfalia.

Seis años más tarde, cuando ya este acontecimiento había sido olvidado largo tiempo atrás, llegó desde La Haya la madre de aquellos cuatro mozalbetes y, declarando compungida que habían desaparecido sin dejar rastro, inició ante el magistrado de Aquisgrán una investigación judicial acerca de la ruta que pudieran haber emprendido desde allí. Las últimas noticias que se había tenido de ellos en los Países Bajos, de donde eran originarios en realidad, consistían —según informó ella— en una carta del predicador escrita antes del citado período, la víspera de una festividad del Corpus Christi, a su amigo, maestro en Amberes, en cuyas cuatro páginas de apretada escritura anunciaba a éste con gran regocijo, o antes bien desenfreno, una acción prevista contra el convento de Santa Cecilia sobre la cual no quiso sin embargo la madre entrar en más detalles.

Tras algún vano esfuerzo por localizar a las personas que buscaba aquella afligida mujer, a alguien le vino por fin a las mientes que, desde hacía ya una serie de años que coincidían aproximadamente con las fechas, cuatro jóvenes de patria y procedencia desconocidas se hallaban en el manicomio de la ciudad, fundado poco antes por la providencia del Emperador. Mas como padecieran una delirante obsesión religiosa y su conducta, según dijo haber oído vagamente el tribunal, fuera en extremo atribulada y melancólica, coincidía todo ello demasiado poco con el ánimo de sus hijos, desgraciadamente bien conocido por la madre, como para que ella, ante todo al resultar casi seguro que dichas personas eran católicas, hubiera debido conceder mayor importancia a esta información. No obstante, extrañamente afectada por algunos rasgos con que los describían, se llegó un buen día al manicomio en compañía de un corchete y rogó a los alcaides que, a fin de efectuar una comprobación, le permitieran acceder a la celda de los cuatro infelices dementes allí recluidos.

Mas cómo describir el espanto de la pobre mujer cuando, a primera vista y según entraba por la puerta, reconoció a sus hijos: estaban sentados, vestidos con largas sotanas negras, en torno a una mesa sobre la que se encontraba un crucifijo al que parecían rezar, apoyados en silencio sobre el tablero con las manos juntas. Al preguntar la mujer, que se había desplomado privada de sus fuerzas sobre una silla, «¿qué estaban haciendo?», le respondieron los alcaides que «sólo estaban adorando al Salvador, del cual creían comprender mejor que nadie, según sus propias afirmaciones, que era el verdadero hijo del único Dios». Añadieron que «los muchachos llevaban aquella vida fantasmal desde hacía ya seis años; eran parcos en el yantar y el descanso; sus labios no proferían ni un sonido; únicamente al dar la medianoche se levantaban de sus asientos y entonces, con una voz que hacía estallar las ventanas de la casa, entonaban el Gloria in Excelsis». Los alcaides concluyeron asegurando que físicamente los jóvenes gozaban de perfecta salud, sin podérseles negar incluso una cierta alegría, si bien muy grave y ceremoniosa; que cuando los llamaban locos se encogían conmiserativamente de hombros y ya habían declarado más de una vez que «si la noble ciudad de Aquisgrán supiera lo que ellos, dejaría también ella sus quehaceres a un lado y asimismo se prosternaría a cantar el Gloria ante la cruz del Señor». La mujer, no pudiendo soportar la escalofriante visión de aquellos desdichados, se hizo conducir poco después de nuevo a su casa, temblándole las rodillas, y a fin de recabar información sobre las causas de tan atroz suceso se llegó a la mañana del siguiente día a casa de don Veit Gotthelf, un conocido comerciante de paños de la ciudad, pues de este hombre hacía mención la carta escrita por el predicador, desprendiéndose de ella que había participado con gran celo en el proyecto de destruir el convento de Santa Cecilia en la festividad del Corpus Christi. Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que entretanto había contraído matrimonio, engendrado varios hijos y heredado el considerable negocio de su padre, recibió a la forastera con mil atenciones; y no bien fue enterado del motivo que a él la conducía, echó el cerrojo a la puerta y tras invitarla a tomar asiento en una silla se le oyó decir lo siguiente:

«¡Querida señora mía! Si a mí, que hace seis años estuve en estrecho contacto con vuestros hijos, no vais a complicarme por ello en pesquisas judiciales, os confesaré con el corazón en la mano y sin reserva alguna que ¡sí, teníamos el propósito al que alude la carta! Por qué fracasó aquel acto, para cuya realización estaba todo dispuesto con la mayor exactitud y perfección verdaderamente demoníaca, me resulta inconcebible; el propio cielo parece haber tomado el convento de las piadosas mujeres bajo su santa protección. Pues sabed que vuestros hijos ya se habían permitido, como preludio de actuaciones más decisivas, varias bufonadas malévolas destinadas a perturbar el servicio divino: más de trescientos bribones de entre los muros de nuestra entonces descarriada ciudad, provistos de hachas y rollos embreados, no esperaban más que la señal que había de dar el predicador para arrasar el templo.

Muy al contrario, al comenzar empero la música, vuestros hijos, repentinamente y de tal guisa que llama nuestra atención, se despojan todos a una de sus sombreros y poco a poco, con honda e indecible emoción, se cubren con las manos el rostro inclinado hacia el suelo, y el predicador, volviéndose de súbito tras una pausa estremecedora, nos grita a todos en alta y terrible voz «¡que nos descubramos nosotros también!» En vano le exhortan algunos camaradas con susurros, golpeándole ligeramente con los codos, a que dé la señal convenida para el ataque iconoclasta: en lugar de responder, el predicador se arrodilla con las manos puestas sobre el pecho en forma de cruz y junto con sus hermanos, hundiendo fervorosos la frente en el polvo, recita toda la serie de plegarias de las que hasta muy poco antes había hecho mofa. Hondamente confundidos por tal escena, el triste hato de exaltados, privado de su cabecilla, queda sumido en indecisión e inacción hasta el final del oratorio cuyos sones descienden maravillosos desde la cantoría; y como en ese preciso momento, por orden del comandante, un retén efectuase varios arrestos y prendiera a algunos de los reprobos que se habían permitido desórdenes, no le resta al mísero tropel otra posibilidad que abandonar la casa de Dios al amparo del apretado gentío que emprende la marcha. A última hora, tras haber preguntado en la posada sin éxito una y otra vez por vuestros hijos, que no habían regresado, salgo de nuevo con algunos amigos, presa de la más terrible inquietud, hacia el convento para que los guardianes, que habían sido de gran ayuda a la guardia imperial, me informaran sobre ellos. Mas ¡cómo describiros mi espanto, noble señora, al ver que aquellos cuatro hombres continúan, poseídos de ardiente fervor, ante el altar de la iglesia, prosternados con las manos juntas, de bruces contra el suelo, como petrificados!

En vano los exhorta el alguacil, que pasa en aquel instante, a abandonar el templo, diciéndoles que allí ya oscurece por completo y nadie queda, tironeándoles de la capa y sacudiéndoles los brazos; ellos se incorporan a medias, como en sueños, y no le prestan oídos hasta que ordena a sus mozos que los tomen bajo el brazo y los saquen por el pórtico: donde al fin, si bien entre suspiros y volviéndose a menudo de tal guisa que desgarraba el corazón a mirar la catedral, la cual lanzaba detrás nuestro magníficos destellos bajo la radiante luz del sol, nos siguen a la ciudad. En el camino de regreso les preguntamos los amigos y yo reiteradas veces, tierna y afectuosamente, qué cosa horrenda, por todos los cielos, les había sobrevenido, capaz de trastocar en tal medida su más profundo ánimo; con amistosas miradas estrechan nuestras manos, miran pensativos al suelo y se enjugan, ¡ay!, de cuando en cuando las lágrimas de los ojos con una expresión que aún hoy me parte el corazón. Más tarde, una vez llegados a su hospedaje, con ingenio y delicadeza se tejen una cruz de ramillas de abedul y la depositan, sujeta por un montoncito de cera entre dos candelas con las que aparece la moza, sobre la gran mesa que ocupa el centro de la estancia, y mientras los amigos, cuyo número aumenta de hora en hora, permanecen aparte retorciéndose las manos y, mudos de pesar, observan en corrillos dispersos sus silenciosos y espectrales manejos, toman ellos asiento en torno a la mesa como si tuvieran cerrados los sentidos a cualquier otra imagen y en silencio se disponen con las manos juntas a la adoración. No apetecen ni las viandas que, conforme se le había ordenado por la mañana, trae la moza para agasajo de los correligionarios, ni más tarde, al caer la noche, el jergón que les ha preparado en el aposento contiguo porque parecen cansados; los amigos, por no atizar el enojo del posadero, al cual inquieta sobremanera semejante proceder, han de sentarse a una mesa opíparamente dispuesta a un lado y tomar los manjares preparados para una numerosa compañía, adobados con la sal de sus amargas lágrimas.

En ese momento toca de pronto la hora de la medianoche; vuestros cuatro hijos, tras aguzar un instante el oído hacia el sordo tañer de la campana, de improviso se yerguen todos a una de sus asientos; y mientras nosotros, truncando el festín, tornamos hacia ellos los ojos, poseídos de temerosa expectación por lo que habría de seguir a tan extraño y sorprendente inicio, con una voz horrísona y escalofriante comienzan a entonar el Gloria in Excelsis. Así han de sonar leopardos y lobos cuando en la gélida estación invernal aullan al firmamento: los pilares de la casa, os lo aseguro, se estremecieron, y las ventanas, alcanzadas por el visible aliento de sus pulmones, amenazaban tintineando con saltar en pedazos cual si lanzaran puñados de pesada arena contra su superficie. Ante tan horripilante escena huimos en desbandada, como posesos, con los cabellos erizados; nos dispersamos, abandonando capas y sombreros, por las calles adyacentes, las cuales en breve se vieron atestadas, en nuestro lugar, por más de cien personas que el pavor arrancara del sueño; el pueblo se abre paso, forzando la puerta de la casa, por la escalera que conduce a la sala para acudir a la fuente de aquel escalofriante e intolerable vocerío que, cual desde los labios de pecadores eternamente condenados al más hondo abismo del infierno en llamas, se elevaba gimiendo por lograr misericordia hasta los oídos de Dios.

Al fin, con la campanada de la una, habiendo hecho caso omiso de la cólera del posadero y de las estremecidas exclamaciones del pueblo que los rodea, cierran su boca; se enjugan con un lienzo el sudor de la frente que les corre en grandes gotas por la barbilla y el pecho; y tras desplegar sus capas se tienden sobre el entarimado para reposar una hora de tan atroces quehaceres. El posadero, que los deja hacer, apenas los ve adormecerse traza la señal de la cruz sobre ellos; y contento de verse libre por el momento de la calamidad logra que el gentío allí reunido, que murmura enigmáticamente entre sí, abandone la habitación, asegurando que la mañana producirá un cambio curativo. Mas, ¡por desdicha!, ya con el primer canto del gallo se yerguen de nuevo los infelices para reanudar frente al crucifijo que se encuentra encima de la mesa la misma yerma y espectral vida monástica que sólo el agotamiento les obligara a suspender durante breves instantes.

No aceptan del posadero, cuyo corazón se deshace ante su desgarradora estampa, consejo ni auxilio alguno; le ruegan rechace amablemente a los amigos que de ordinario solían reunirse con regularidad cada mañana en sus habitaciones; no desean nada más de él que pan y agua y algo de paja, quien ser posible, para la noche: de tal modo que este hombre, quien de otra suerte sacara pingües ganancias de su jovialidad, viose obligado a denunciar a los tribunales todo el suceso y rogarles que le sacaran de la casa a aquellos cuatro hombres, en los cuales anidaba sin duda el mal espíritu. Con lo cual fueron sometidos por orden del magistrado a revisión médica y, como sabéis, al declararlos dementes, recluidos en las dependencias del manicomio que la caridad del Emperador recién fallecido fundara intramuros de nuestra ciudad para el bien de los desdichados de tal índole». Esto y aún más contó Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que aquí omitimos por creer haber dicho ya suficiente para arrojar luz sobre las causas últimas del asunto; y exhortó a la señora una vez más a no complicarlo bajo ningún concepto en caso que se produjeran investigaciones judiciales sobre aquel hecho.

Tres días más tarde, dado que la mujer, estremecida en lo más hondo por dicho relato, había salido hacia el convento del brazo de una amiga con la melancólica intención de tener ante su vista, durante un paseo pues hacía precisamente buen tiempo, el terrible escenario en que Dios había aniquilado a sus hijos como con rayos invisibles, encontraron las señoras el templo con la entrada cerrada con tablones, ya que se encontraba en obras, y empinándose con esfuerzo para mirar por entre las aberturas de las tablas no pudieron distinguir otra cosa del interior que el rosetón lanzando magníficos destellos al fondo de la iglesia. Los obreros, cantando alegres canciones, se afanaban a centenares sobre la filigrana de frágiles andamios en elevar algo más de un tercio las torres y revestir los tejados y pináculos de éstas, que hasta entonces habían estado cubiertos sólo de pizarra, con cobre claro y resistente que relucía bajo los rayos del sol. En esto se divisaba por detrás de la construcción una tormenta, negrísima, con ribetes dorados; ya había descargado sobre la región de Aquisgrán y, luego de lanzar algunos débiles rayos en la dirección en que se encontraba el templo, descendía disuelta en brumas hacia el este, murmurando huraña.

Coincidió que, según observaban las mujeres desde lo alto de la escalera de la amplia casa conventual este doble espectáculo, sumidas a saber en qué pensamientos, descubrió por azar una hermana del convento que por allí pasaba quién era la mujer que se encontraba bajo el pórtico; de tal suerte que la abadesa, habiendo oído hablar de una carta referente al día de Corpus Christi que aquélla llevaba consigo, mandó acto seguido que bajara la hermana a buscarlas y a rogar a la señora neerlandesa que subiera a verla. Ésta, si bien conturbada por un instante, se dispuso no menos respetuosamente a obedecer el mandato que le había sido transmitido; y mientras a invitación de una monja la amiga se retiraba a un cuarto contiguo muy próximo a la entrada, se abrieron a la forastera, según ascendía por la escalera, los batientes de las puertas que daban paso a la solana de bello trazado.

Allí encontró a la abadesa, una noble dama de aspecto callado y regio, sentada en un sillón, el pie apoyado en un escabel que descansaba sobre una garra de dragón; a su lado, sobre un atril, se hallaba la partitura de una obra musical. La abadesa, tras ordenar que se le ofreciera asiento a la extranjera, le reveló que ya había sabido por el burgomaestre de su llegada a la ciudad; y tras mostrar caritativo interés por el estado de sus infelices hijos y alentarla asimismo a resignarse en lo posible al destino que sufrían pues ya nada se podía remediar, le expresó su deseo de ver la carta que escribiera el predicador a su amigo, el maestro de Amberes. La mujer, que sabía lo bastante del mundo como para comprender qué consecuencias podía acarrear semejante paso, se vio apurada por un instante; sin embargo, dado que la honorable faz de la dama exigía confianza incondicional y en modo alguno procedía pensar que pudiera ser su intención hacer público uso del contenido de aquélla, sacó pues tras una breve reflexión la carta de su seno y la entregó a la principesca dama imprimiendo un fervoroso beso en su mano. La mujer, mientras la abadesa recorría la carta, lanzó entonces una mirada a la partitura abierta al descuido sobre el atril; y como hubiera dado en pensar por el relato del comerciante de paños que bien podría haber sido el poder de las notas lo que aquel terrorífico día aniquilara y confundiera el ánimo de sus pobres hijos, preguntó a la hermana que estaba en pie detrás de su silla, volviéndose hacia ella tímidamente «si acaso era aquélla la obra musical que hacía seis años, en la mañana de cierta extraña festividad del Corpus, fue interpretada en la catedral».

Al responder la joven hermana que «¡sí!; recordaba haber oído hablar de ello y desde entonces solía encontrarse, cuando no se precisaba, en el aposento de la reverendísima madre», se puso en pie la mujer, estremecida en lo más vivo, y avanzó hasta el atril, asaltada a saber por qué pensamientos. Observó los desconocidos signos mágicos con los que un temible espíritu parecía trazarse un círculo y sintió como si la tragara la tierra al encontrarlo abierto precisamente por el Gloria in Excelsis. Fue como si todo el pavor de la música que había destruido a sus hijos sobrevolara fragoroso su cabeza; creyó perder el sentido sólo con mirarlo y, tras haber llevado la hoja a sus labios, conmovida por una infinita emoción de humildad y sometimiento a la divina omnipotencia, regresó a su asiento. Entretanto había terminado la abadesa de leer la carta y al doblarla dijo: «Dios mismo amparó el convento aquel prodigioso día contra la altanería de vuestros hijos en su grave descarrío. De qué medios se valió para ello puede seros indiferente a vos que sois protestante: incluso lo que se os pudiera decir al respecto difícilmente lo comprenderíais. Pues sabed que nadie en absoluto sabe quién, en la urgencia de la terrible hora en que la iconoclasia había de abatirse sobre nosotras, dirigió realmente la obra que veis allí abierta, serenamente sentada ante el órgano.

Por un testimonio que a la mañana del siguiente día fue tomado en presencia del alguacil y de varios hombres más y depositado en el archivo, queda probado que la hermana Antonia, la única que podía dirigir la obra, permaneció durante todo el tiempo que duró la ejecución de aquélla en el rincón de su celda, postrada, inconsciente, incapaz por completo de hacer uso de sus miembros; una monja que por ser pariente carnal le había sido asignada para que cuidara de su salud física no se movió de junto a su cabecera durante toda la mañana en que se celebró en la catedral la fiesta del Corpus. En efecto, la propia hermana Antonia hubiera sin duda confirmado y dado fe de la circunstancia de que no fue ella quien de tan extraña y perturbadora manera apareció en la cantería del órgano si su estado de completa privación de los sentidos hubiera permitido interrogarla al respecto y la enferma, a causa de las fiebres tifoideas que padecía y las cuales en un principio no parecieron en absoluto poner en peligro su vida, no hubiera fallecido al anochecer de aquel mismo día.

El propio arzobispo de Tréveris, al cual se informó de este suceso, ya ha pronunciado la única palabra que lo explica: a saber, que la propia Santa Cecilia obró tal milagro terrible y grandioso a un tiempo; y del Papa he recibido igualmente un breve pontificio con el cual confirma este extremo». Y con ello devolvió a la mujer la carta, que sólo había solicitado para obtener información más concreta sobre lo que ya sabía, con la promesa de que no haría uso alguno de ella; y luego de preguntarle aún si existía esperanza de recuperación para sus hijos, y si se podía contribuir a tal fin con algo, dinero u otro género de contribución, lo cual negó la mujer llorando y besando la orla de su manto, la despidió afablemente con la mano y la dejó marchar.

Aquí llega a su término esta leyenda. La mujer, cuya presencia en Aquisgrán era completamente inútil, después de depositar en los tribunales un pequeño capital para el bien de sus pobres hijos retornó a La Haya, donde un año más tarde, profundamente conmovida por este suceso, regresó al seno de la Iglesia Católica: los hijos por su parte murieron a edad avanzada, alegres y satisfechos, tras haber cantado una vez más de principio a fin, según su costumbre, el Gloria in Excelsis.

Heinrich Von Kleist: La Marquesa de O. Cuento

images (5)EN M…, ciudad muy principal de la Italia Superior, la marquesa viuda de O…, dama de intachable reputación y madre de varios hijos de buena crianza, hizo público en los diarios que había quedado, sin su conocimiento, en estado; que el padre del hijo que había de dar a luz diera noticias y que ella, por consideraciones familiares, estaba determinada a desposarse con él. La dama que, apremiada por circunstancias inmutables, daba con tamaña seguridad un paso tan extraordinario desafiando el escarnio del mundo, era la hija del señor de G…, comandante de la ciudadela cercana a M… Unos tres años antes había perdido a su esposo, el marqués de O…, al cual profesara el más hondo y tierno de los afectos, en el transcurso de un viaje que realizó éste a París por asuntos de la familia. De acuerdo con los deseos de la señora de G…, su digna madre, a la muerte de aquél había abandonado la quinta cercana a V…, donde hasta entonces habitara, y regresado con sus dos hijas a la Comandancia, la casa de su padre. Allí había pasado en el mayor retiro los años que siguieron, dedicada al arte, la lectura, a la educación de las niñas y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso la guerra de … atestó la región en torno con las tropas de casi todas las potencias, incluidas las rusas.

El mayor de G…, quien tenía orden de defender la plaza, conminó a su esposa e hija a retirarse a la finca rural de ésta última o a la del hijo, que se hallaba junto a V… Mas antes aún de que, sopesando a qué zozobras podrían verse expuestas en el fuerte y a qué horrores lo estarían en campo abierto, se hubiera inclinado la balanza de la femenina reflexión, ya se veía acosada la ciudadela por las tropas rusas e intimada a entregarse. El mayor declaró ante su familia que a partir de aquel momento obraría cual si ellas no se encontraran allí presentes, y respondió con balas y granadas. El enemigo por su parte bombardeó la ciudadela: incendió los polvorines, conquistó un baluarte exterior y al titubear el comandante, tras un último requerimiento, antes de entregar la plaza, ordenó entonces un ataque nocturno y tomó la fortaleza al asalto. En el preciso instante en que las tropas rusas, bajo una intensa lluvia de obuses, irrumpían desde el exterior, el ala izquierda de la Comandancia se prendió fuego, forzando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, mientras se apresuraba a seguir en pos de su hija, que huía escaleras abajo con las niñas, gritó que podrían permanecer juntas y refugiarse en las bóvedas del sótano; mas una granada que estalló en la casa justo en aquel momento completó la total confusión en ella reinante.

La marquesa vino a dar con sus dos hijas en la explanada del castillo, donde, en el ardor de la refriega, los disparos ya rasgaban centelleantes la noche y, sin saber a dónde dirigirse, la obligaron a regresar al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escabullirse por la puerta trasera, se topó con ella una tropilla de fusileros enemigos que de pronto, al verla, enmudecieron, se echaron las armas al hombro y, con abominables ademanes, la llevaron consigo. En vano gritaba la marquesa, tironeada ora aquí, ora allá por la espantosa cuadrilla que peleaba entre sí, pidiendo auxilio a sus doncellas que huían temblorosas por el portalón. La arrastraron hasta el patio trasero del castillo, donde a punto estaba, sometida a las más impúdicas vejaciones, de caer a tierra, cuando, atraído por los gritos de socorro de la dama, apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa se le antojó un ángel del cielo. Al último de los bestiales asesinos, que aún aferraba su esbelto cuerpo, lo golpeó con la empuñadura de la espada en el rostro, de tal suerte que retrocedió tambaleante, con la sangre brotándole a borbotones por la boca; ofreció entonces su brazo a la dama, dirigiéndose a ella cortésmente en francés, y la condujo, privada como estaba del habla por todos aquellos sucesos, al otro ala del palacio, aún no alcanzada por las llamas, donde nada más llegar se desplomó ella inconsciente por completo.

Allí él, al aparecer poco después las espantadas doncellas, tomó medidas para que llamaran un médico; ajustándose el sombrero aseguró que la señora no tardaría en reponerse y regresó a la lucha.

En breve fue tomada por completo la plaza y el comandante, que sólo continuaba defendiéndose porque no le concedían cuartel, ya se retiraba flaqueándole las fuerzas hacia el zaguán de la casa cuando el oficial ruso, con el rostro muy acalorado, salió de ésta y le conminó a rendirse. El comandante respondió que no esperaba más que tal requerimiento, le hizo entrega de su espada y solicitó autorización para dirigirse al castillo y ocuparse de su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su papel parecía ser uno de los capitanes del ataque, le concedió tal libertad acompañado de una guardia; con alguna precipitación se puso a la cabeza de un destacamento, decidió la lucha donde aún pudiera ser dudosa y con toda celeridad apostó hombres en los puntos fuertes de la ciudadela.

Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de poner coto al fuego, que comenzaba a propagarse furiosamente, contribuyendo él mismo a tal fin con portentoso empeño al no seguirse sus órdenes con el celo necesario. Ya trepaba, manguera en mano, por entre almenas en llamas y gobernaba el chorro de agua; ya se aventuraba en los arsenales, provocando escalofríos en el ánimo de los asiáticos, y sacaba rodando barriles de pólvora y bombas cargadas. El comandante, llegado entretanto a la casa, cayó en la consternación más extrema ante la noticia del percance que había sufrido la marquesa. Ya repuesta por completo de su desmayo sin ayuda del médico, tal como había pronosticado el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo guardaba aún cama para apaciguar la excesiva preocupación de éstos y le aseguró que no abrigaba otro deseo que poder levantarse para expresar su gratitud a su salvador. Ya sabía que era el conde F…, teniente coronel del cuerpo de cazadores de T… y caballero de una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Rogó a su padre que le suplicara encarecidamente no abandonar la ciudadela sin haberse personado un instante en el castillo. El comandante, que honraba el sentir de su hija, regresó sin tardanza al fuerte y, como aquél deambulase de un lado a otro entre incesantes ordenanzas de guerra y no se pudiera encontrar mejor ocasión, sobre las mismas murallas donde estaba pasando revista a las tiroteadas tropas le expuso el deseo de su conmovida hija. El conde aseguró que no esperaba más que el instante que pudiera sustraer de sus obligaciones para presentarle sus respetos. Aún quiso saber: «¿cómo se encontraba la señora marquesa?», cuando los informes de varios oficiales lo arrastraron de nuevo al hervidero de la guerra.

Al romper el día se personó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó el fuerte. Expresó al mayor su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera asistido mejor a su valor y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le dio fe de su gratitud y declaró estar en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F…, teniente coronel del cuerpo de cazadores de T… El general preguntó qué había sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima la hija de aquél, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F… llamándolo por su nombre. Tras dedicarle en primer lugar unas breves palabras de elogio por su noble comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, resolvió fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador y le ordenó decir quiénes eran. El conde F… respondió, con palabras confusas, que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible reconocer sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio del castillo. El general, habiendo oído que para entonces el castillo ya se encontraba en llamas, se asombró mucho ante tal declaración; recalcó que de noche era bien posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al encogerse aquél de hombros con gesto avergonzado, le encargó que indagara el asunto con máximo celo y minuciosidad. En aquel momento informó alguien, abriéndose paso desde la última fila, que uno de los criminales heridos por el conde F.., tras desplomarse en el corredor, había sido conducido por los hombres del comandante a una celda y que aún se encontraba allí. Al oír esto, el general mandó que una guardia lo trajera a su presencia, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, una vez nombrada por éste, cinco en total, fusilada.

Acto seguido el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que las restantes tropas emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se apresuraban en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el comandante y lamentó tener en tales circunstancias que despedirse con el mayor respeto de la señora marquesa; y en menos de una hora el fuerte entero se vació nuevamente de rusos.

La familia pensó entonces en cómo encontrar en el futuro ocasión de ofrecer al conde algún testimonio de su gratitud, mas cuán no los sobrecogería saber que, el mismo día en que abandonó la ciudadela, había hallado la muerte en una escaramuza con tropas enemigas. El mensajero que llevó dicha noticia a M… había visto con sus propios ojos cómo lo conducían, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P…, donde, según se sabía de cierto, en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros había expirado. El comandante, que se personó en la casa del Correo para obtener información sobre las circunstancias exactas de tal suceso, supo además que en el campo de batalla, justo al ser alcanzado por el disparo, había exclamado: «¡Julietta! ¡Esta bala te venga!», y a continuación cerrado sus labios para siempre. La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies. Se hacía los más vivos reproches por no haber acudido personalmente a verlo ante su negativa de presentarse en el castillo, debida acaso a su modestia, en opinión de ella; sufría por su infeliz tocaya, a quien dedicara él su pensamiento aún en el postrer instante; en vano se esforzó por descubrir su paradero a fin de informarla de tan triste y conmovedor suceso y pasaron varias lunas antes de que ella misma pudiera olvidarlo.

La familia tuvo a continuación que abandonar la Comandancia para hacer sitio en ella al general en jefe ruso. En un principio se pensó si no deberían trasladarse a las fincas del comandante, por lo que la marquesa sentía una fuerte inclinación, mas, no gustando el mayor de la vida campestre, la familia ocupó una casa en la ciudad y se instaló en ella como residencia permanente. Todo volvió entonces al antiguo orden de cosas. La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas de asueto cuando, siendo como era normalmente la diosa de la salud en persona, viose aquejada de repetidas indisposiciones que durante semanas enteras la inhabilitaron para la vida social. Sufría de nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extraño estado. Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre había abandonado por un instante la habitación, dijo la marquesa a su madre, despertando de un prolongado embabiamiento: «Si una mujer me dijera que se sentía exactamente igual que yo ahora, al tomar la taza, para mí pensaría que se encontraba en estado de buena esperanza.» La señora de G… dijo que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo:

«Que acababa de tener la misma sensación que estando antaño embarazada de su segunda hija». La señora de G… dijo que quizá daría a luz a Fantasio y rió. «Morfeo por lo menos», repuso la marquesa, bromeando a su vez, «o uno de los sueños de su séquito sería su padre». Volvió empero el mayor, se interrumpió la conversación y todo el asunto, al recuperarse la marquesa de nuevo en pocos días, quedó olvidado.

Poco después la familia, encontrándose precisamente también en la casa el guardabosques mayor de G…, hijo del comandante, tuvo el extraño sobresalto de oír a un camarero entrar en la estancia anunciando al conde F… «¡El conde F…!», dijeron padre e hija a un tiempo, y el asombro privó a todos del habla. El servidor aseguró haber visto y oído perfectamente y que el conde ya se encontraba esperando en la antecámara. El propio comandante saltó de su asiento para abrirle la puerta, a lo cual entró, hermoso como un joven dios, con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras asegurar el conde, como los padres alegaran «¡pero si estaba muerto!», que vivía, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la hija y su primera pregunta fue de inmediato «¿cómo se encontraba?». La marquesa aseguró que muy bien, y sólo quería saber «¿cómo había vuelto él a la vida?». Mas éste, insistiendo en su cuestión, replicó que ella no le decía la verdad, que en su faz se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, de buen humor por la cordialidad de sus palabras, repuso que «bien, en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas atrás, la cual entretanto no temía que fuera a tener consecuencias». A lo cual él, con encendida alegría, replicó que «¡él tampoco!» y añadió que si quería casarse con él. La marquesa no supo qué pensar de tal comportamiento. Miró, cada vez más arrebolada, a su madre y ésta, violenta, al hijo y al padre, mientras el conde se acercaba a la marquesa y, tomando su mano como si fuera a besarla, repitió que si le había entendido. El comandante pre guntó si no deseaba tomar asiento y le acercó de modo cortés, si bien algo grave, una silla. La comandanta dijo: «De veras, vamos a creer que es usted un fantasma hasta que nos haya revelado cómo ha salido de la tumba donde lo sepultaron en P…» El conde se sentó, dejando ir la mano de la dama y dijo que, obligado por las circunstancias, tenía que ser muy breve; que, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P…, donde había desesperado de su vida varios meses, que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, que no podía describir el gozo y el dolor que se fundían en tal quimera; que tras su restablecimiento había finalmente regresado al ejército, sintiendo allí la más viva inquietud; que en más de una ocasión había empuñado la pluma para, en una carta dirigida al señor mayor y a la señora marquesa, desahogar su corazón; que repentinamente había sido enviado a Nápoles con despachos oficiales; que no sabía si desde allí no sería destinado a Constantinopla; quizá tuviera incluso que marchar a San Petersburgo; que entretanto le era imposible continuar viviendo sin poner en claro una ineludible exigencia de su alma, y al cruzar M… no había podido resistir el impulso de dar algunos pasos encaminados a tal fin; en resumidas cuentas, que abrigaba el deseo de ser agraciado con la mano de la marquesa y con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura rogaba le concediera su favor en tal sentido.

El comandante, tras una larga pausa, replicó que si bien esta petición, de ser, como no dudaba, en serio, le resultaba muy halagadora, sin embargo a la muerte de su esposo, el marqués de O…, su hija había resuelto no contraer segundas nupcias. Mas, dado que recientemente le había quedado tan obligada, no sería imposible que por tal motivo mudara dicha decisión en consonancia con sus deseos; que entretanto solicitaba en nombre de ella licencia para poder reflexionar al respecto con sosiego durante algún tiempo. El conde aseguró que tan generosa manifestación satisfacía todas sus esperanzas y en otra situación lo hubiera hecho completamente feliz; no obstante, haciéndose cargo él mismo de cuán importuno por su parte era no tranquilizarse con ella, circunstancias acuciantes sobre las que no estaba en condiciones de decir más le hacían extraordinariamente deseable una declaración más concreta; los caballos que habían de conducirlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa —y al decir esto miró a la marquesa—, no lo dejaran partir sin una respuesta positiva. El mayor, un tanto turbado por semejante conducta, respondió que la gratitud que la marquesa sentía por él bien era cierto que le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, mas sin embargo no tan grandes; en un paso que afectaba a la felicidad de su vida no actuaría ella sin la debida prudencia.

Que era de todo punto imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Así pues lo invitaba, una vez concluido su viaje de negocios, a regresar a M… y a ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si entonces la señora marquesa podía tener la esperanza de ser feliz a su lado, entonces también a él, pero no antes, le alegraría escuchar cómo le daba una respuesta concreta. El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había predicho tal destino a sus impacientes deseos, viéndose entretanto arrojado así a la mayor desolación; que, dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable; que creía poder responder de su honor, si acaso esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en consideración; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que admitieran su afirmación de que tal afirmación era veraz. El comandante replicó, sonriendo un tanto aunque sin ironía, que suscribía todas aquellas aseveraciones. Nunca había conocido a un joven que, en tan breve tiempo, hubiera hecho gala de tantos y tan excelentes rasgos de carácter. Creía casi que un breve periodo de reflexión eliminaría la duda que aún pudiere pesar; mas antes de haber discutido al respecto tanto con su familia como con la del señor conde no era posible ninguna otra declaración que la dada. A esto expuso el conde que no tenía padres y era libre. Que su tío era el general K…, de cuyo consentimiento respondía. Añadió que era dueño de una considerable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria.

El comandante le hizo una cortés reverencia, expresó su voluntad una vez más y le rogó que, hasta concluir su viaje, se abstuviera de dicha cuestión. El conde, tras una breve pausa durante la cual dio toda muestra del mayor desasosiego, dijo dirigiéndose a la madre que había hecho absolutamente todo cuanto estaba en su mano para eludir el actual viaje de negocios; los pasos que había osado por ello ante el general en jefe y el general K…, su tío, habían sido los más decisivos que se podían dar; que sin embargo habían creído sacarlo con ello de una melancolía que le quedaba de su enfermedad y que ahora se veía arrojado a la más completa miseria. La familia no supo qué decir a semejantes palabras. El conde prosiguió, mientras se frotaba la frente, diciendo que, de existir esperanza alguna de aproximarse de tal modo al objetivo de sus deseos, interrumpiría su viaje un día, incluso algo más, para intentarlo. Al decir esto miró, uno detrás de otro, al comandante, a la marquesa y a la madre. El comandante bajó los ojos disgustado y no le respondió. La esposa del mayor dijo: «Vaya usted, vaya usted, señor conde; viaje a Nápoles; concédanos a su regreso durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.» —El conde permaneció sentado un instante y parecía meditar lo que debía hacer. A continuación, levantándose y apartando la silla, «había de reconocer», dijo, «que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y que la familia, como él no desaprobaba, insistía en conocerlo mejor, de modo que iba a devolver sus despachos a Z…, al cuartel general, para que fueran expedidas por otra vía, y a aceptar el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas».

A lo cual, con la silla en la mano, de pie junto a la pared} aún quedó inmóvil un instante mirando al comandante. Éste repuso que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que en su posición debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; que enviara los despachos y ocupara las habitaciones a él asignadas. Se le vio demudarse ante aquellas palabras, besar respetuosamente la mano a la madre, inclinarse ante los demás y salir.

Cuando hubo abandonado la habitación, no supo la familia qué pensar de tal aparición. La madre dijo que no sería posible que fuera a devolver a Z… los despachos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar M… no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el sí de una dama completamente desconocida. El guardabosques mayor expresó que «¡sin duda un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar!» «¡Y casación además!», añadió el comandante. Pero, prosiguió, no existía tal peligro. Que había sido un disparo al aire en el asalto y aún entraría en razón antes de enviar los despachos. La madre, al enterarse de riesgo tal, expresó la más viva preocupación porque sí los enviara. Su fuerte voluntad dirigida a un único objetivo, opinó, le parecía justamente capaz de tal acto. Instó al guardabosques a ir de inmediato en su pos e impedirle llevar a cabo tan funesta acción.

El guardabosques replicó que semejante paso sería contraproducente y sólo lo afirmaría en la esperanza de vencer mediante su estratagema. La marquesa era de la misma opinión, aunque aseguró que si no lo hacía se produciría sin lugar a dudas el envío de los despachos, al preferir el conde caer en desgracia que mostrar debilidad. Todos coincidieron en que su conducta era muy extraña y que parecía habituado a conquistar corazones femeninos al asalto, como fortalezas. En aquel instante advirtió el comandante que el coche del conde estaba enganchado ante la puerta. Llamó a la familia a la ventana y, asombrado, preguntó a un criado que entraba en ese momento si es que el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio y acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. El comandante, reprimiendo su consternación, bajó con el guardabosques a toda prisa y preguntó al conde, pues le vio despachando sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si no quería dirigirse a sus habitaciones, y si ordenaba alguna otra cosa.

El conde respondió, mientras continuaba escribiendo con precipitación, que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya estaban concluidos; preguntó la hora, lacrando la carta, y deseó al edecán, tras hacerle entrega de toda la valija, un feliz viaje. El comandante, que no daba crédito a sus ojos, dijo según salía el ayuda de campo: «Señor conde, si no tiene usted razones de mayor peso—» «¡Decisivas!», lo atajó el conde, acompañó a su ayudante al coche y le abrió la puerta. «En tal caso yo», prosiguió el comandante, «por lo menos los despachos…» —«No es posible», contestó el conde, ayudando al edecán a sentarse. «Los despachos carecen de toda validez en Nápoles sin mí. Ya he pensado yo también en ello. ¡Arre!» «¿Y las cartas de su señor tío?», gritó el ayuda de campo asomándose por la portezuela. «Me encontrarán», repuso el conde, «en M…» «¡Arre!», dijo el ayudante, y partió en el coche. A renglón seguido preguntó el conde F…, volviéndose hacia el comandante, si tendría la amabilidad de mandar que le indicaran su cuarto. Él mismo tendría de inmediato el honor, respondió el confundido mayor; ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje de éste y lo condujo a los aposentos de la casa destinados a los huéspedes, donde se despidió de él con gesto adusto. El conde se mudó de ropa, salió de la casa para presentarse ante el gobernador del lugar y, sin dejarse ver en la casa durante todo el resto del día, no regresó a ella hasta poco antes de la cena.

Entretanto la familia se encontraba sumida en la más viva desazón. El guardabosques mayor comentó cuán resolutas habían sido las respuestas del conde a algunas consideraciones del comandante; opinó que su comportamiento se asemejaba a un paso completamente premeditado y preguntó, qué demontre, a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. El comandante dijo que no entendía nada del asunto y exigió de la familia que no hablaran más de ello en su presencia. La madre miraba a cada instante por la ventana, no fuera a ser que volviese, lamentara su frivolo acto y lo reparase. Finalmente, ya de anochecida, se sentó junto a la marquesa, la cual trabajaba sentada a una mesa con gran afán y parecía evitar toda conversación. Le preguntó a media voz, mientras el padre paseaba arriba y abajo, si ella colegía qué había de resultar de todo aquel asunto. La marquesa respondió, dirigiendo tímidamente una mirada al comandante, que si el padre hubiera conseguido hacerlo partir para Nápoles, todo estaría en orden. «¡A Nápoles!», exclamó el comandante, que lo había oído. «¿Debería mandar llamar al sacerdote? ¿O acaso hubiera debido hacerlo encerrar y prender y haberlo enviado a Nápoles bajo custodia?» «No», respondió la marquesa, «pero las consideraciones vivaces y persuasivas hacen su efecto», y bajó de nuevo los ojos, un tanto disgustada, a su labor. Finalmente, al acercarse la noche, apareció el conde. Sólo se esperaba, tras las primeras muestras de cortesía, que el tema saliera a colación para asediarlo aunando sus fuerzas y llevarlo de ser posible a deshacer el paso que había osado dar. Mas en vano se acechó durante toda la cena tal momento.

Evitando a sabiendas todo cuanto pudiera conducir a ello, departió con el comandante sobre guerra y con el guardabosques mayor sobre caza. Al citar la escaramuza de P…, en el transcurso del cual había resultado herido, la madre lo enredó con la historia de su enfermedad, preguntándole cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas. Con tal motivo narró varios detalles de interés sobre su pasión por la marquesa: cómo había estado permanentemente sentada junto a su cabecera durante la enfermedad; cómo en los delirios de la fiebre siempre había confundido su imagen con la de un cisne que viera de muchacho en la finca de su tío; que un recuerdo en especial le había resultado conmovedor, pues cierta vez había arrojado estiércol a dicho cisne, tras lo cual éste se había sumergido en silencio y vuelto a surgir puro de las aguas; que ella siempre nadaba sobre olas de fuego y él llamaba «Thinka», que era el nombre de aquel cisne, pero no había logrado atraerla hacia sí, pues ella se divertía simplemente bogando y lanzándose al agua; aseguró de pronto, el rostro como una amapola, que la amaba extraordinariamente; bajó de nuevo la vista al plato y enmudeció. Hubo al fin que levantarse de la mesa y como el conde, tras una breve charla con la madre, se inclinara de inmediato ante la reunión y se retirase de nuevo a su alcoba, quedaron una vez más los miembros de la misma sin saber qué pensar.

El comandante opinó que se debía dejar que las cosas siguieran su curso. Que probablemente confiaba en sus parientes para dar tal paso. De lo contrario correspondía infame casación. La señora de G… preguntó a su hija qué pensaba de él, y si acaso podrían acordar alguna respuesta que evitara una desgracia. La marquesa respondió: «¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Fue sin embargo mi decisión no volver a desposarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún tan irreflexivamente.» El guardabosques señaló que, de ser aquélla su firme voluntad, también sería útil tal declaración, y que casi parecía preciso darle cualquiera que fuere, pero concreta. La esposa del mayor repuso que, habiendo afirmado aquel joven, al cual recomendaban tantas cualidades extraordinarias, estar dispuesto a fijar su residencia en Italia, a su modo de ver su petición merecía ser considerada y que se cuestionara la decisión de la marquesa. El guardabosques, sentándose junto a ella, preguntó qué opinaba de él en cuanto a su persona. La marquesa respondió, con algún embarazo: «Me gusta y me disgusta.» E invocó el sentir de los demás. La esposa del mayor dijo: «Si regresa de Nápoles y las pesquisas que entretanto pudiéramos haber realizado sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera entonces su petición?» «En tal caso», repuso la marquesa, «yo —pues sus deseos parecen de hecho tan vehementes» —titubeó, y sus ojos brillaron al decir esto— «por lo mucho que le debo, satisfaría dichos deseos». La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera unas segundas nupcias, hubo de esforzarse por ocultar su alegría sobre esta declaración y meditó qué se podría hacer con ella. El guardabosques mayor dijo, levantándose de nuevo inquieto del asiento, que si la marquesa pensaba aun remotamente en la posibilidad de concederle un día su mano, había entonces sin falta de dar inmediatamente un paso para prevenir las consecuencias de su arrebatada acción. La madre era del mismo parecer y afirmó que en último término la osadía no era demasiada, siendo apenas de temer que, con tantas y tan excelentes cualidades de las que había dado muestra la noche en que el fuerte fue tomado por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas.

La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud. «Lo que sí se podría hacer», prosiguió la madre tomando su mano, «sería hacerle llegar algo así como una promesa de que, hasta su regreso de Nápoles, tú no contraerás ningún otro compromiso.» La marquesa dijo: «Tal declaración, queridísima madre, puedo dársela; sólo me temo que a él no le tranquilice y a nosotros nos vaya a complicar.» «¡Eso déjalo de mi cuenta!», replicó la madre con viva alegría y se volvió buscando con la vista al comandante. «¡Lorenzo!», preguntó, «¿tú qué opinas?», e hizo intención de levantarse de su asiento. El comandante, que lo había oído todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no decía nada.

El guardabosques aseguró que él se comprometía a sacar al conde de la casa con tan inofensiva manifestación. «¡Entonces hacedlo, hacedlo, hacedlo!», exclamó el padre, dándose media vuelta: «¡He de entregarme a ese ruso por segunda vez!» Al oír esto se puso la madre en pie de un salto, lo besó a él y a la hija y preguntó, mientras el padre sonreía viendo su ajetreo, cómo enterar en el acto al conde de dicha decisión. Se resolvió, a propuesta del guardabosques, mandar que le rogaran tuviera la amabilidad, en caso de no haberse desvestido aún, de acudir un instante ante la familia. «¡Que tendría de inmediato el honor de presentarse!», mandó responder el conde, y apenas había vuelto el ayuda de cámara con este mensaje cuando ya entraba él mismo en el salón con pasos a los que prestaba alas la alegría y se arrojaba a los pies de la marquesa, embargado por la más vehemente de las emociones. El comandante iba a decir algo, mas él, poniéndose en pie, repuso que «¡ya sabía suficiente!», besó su mano y la de la madre, abrazó al hermano y sólo rogó que tuvieran la bondad de ayudarle de inmediato a conseguir una diligencia. La marquesa, si bien conmovida por tal escena, dijo sin embargo: «Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su…» —«¡Nada! ¡Nada!», repuso el conde. «No ha pasado nada si las pesquisas que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta sala.» Al oír esto, el comandante lo abrazó con la mayor cordialidad, el guardabosques mayor le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuere, y hubo alegría en esta partida como nunca antes en un recibimiento. Dijo el conde que esperaba alcanzar los despachos en B…, desde donde tomaría entonces un camino a Nápoles más corto que pasando por M…; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para rehusar el ulterior viaje a Constantinopla y estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, aseguró que de no impedírselo obstáculos insalvables estaría sin falta de nuevo en M… en un plazo de entre cuatro y seis semanas.

Acto seguido anunció su montero que el coche estaba enganchado y todo dispuesto para marchar. El conde tomó su sombrero, se acercó a la marquesa y tomó su mano. «Entonces, Julietta», dijo, «quedo hasta cierto punto tranquilo», y posó su mano sobre la de ella, «si bien era mi más ardiente deseo desposarla aún antes de partir». «¡Desposarla!», exclamaron todos los miembros de la familia. «Desposarla», repitió el conde besando la mano a la marquesa y aseguró, como ésta preguntara si estaba en sus cabales, que «¡llegaría el día en que ella le comprendiera!». La familia a punto estaba de enfadarse con él, mas el conde se despidió enseguida calurosísimamente de todos, les rogó no cavilar más sobre su última manifestación y partió.

Transcurrieron varias semanas en las cuales la familia, con muy diversos sentimientos, esperó impaciente el desenlace de tan extraño asunto. El comandante recibió del general K…, el tío del conde, una cortés misiva; el propio conde escribió desde Nápoles; las pesquisas que se realizaron sobre él hablaron muy en su favor; en resumidas cuentas, el compromiso se daba prácticamente por hecho cuando los achaques de la marquesa reaparecieron con mayor fuerza que nunca. Notaba una incomprensible transformación de su figura. Se descubrió con toda franqueza a su madre y dijo que no sabía qué pensar de su estado. La madre, a la que preocupaban sobremanera tan extraños contratiempos para la salud de su hija, exigió que consultara a un médico. La marquesa, esperando vencer por su propia naturaleza, se resistía; pasó aún varios días sin seguir el consejo de su madre entre los más dolorosos padecimientos hasta que una serie de sensaciones recurrentes y de extraordinaria índole la sumieron en la más viva inquietud. Hizo llamar a un médico que contaba con la confianza de su padre, le instó a sentarse en el diván, ya que su madre se encontraba ausente en aquel momento, y tras unos breves preliminares le descubrió entre bromas y veras lo que pensaba de su estado. El médico le lanzó una mirada escrutadora; guardó silencio durante algún tiempo aún después de realizado un reconocimiento exhaustivo, y respondió entonces con la mayor gravedad que la señora marquesa estaba en lo cierto. Tras explicarse, al preguntar la dama cómo entendía él tal cosa, con toda claridad y decir con una sonrisa que no pudo reprimir que estaba completamente sana y no necesitaba ningún médico, la marquesa tiró de la campanilla, lanzándole de soslayo una adusta mirada, y le rogó que se marchara. A media voz, como si no fuera digno de que le hablara, murmuró para sus adentros que no tenía ganas de bromear con él sobre asuntos tales. El doctor replicó ofendido que había de desear que siempre hubiera sido tan poco dada a bromas como en aquel momento; tomó bastón y sombrero e hizo ademán de despedirse en el acto. La marquesa aseguró que informaría a su padre de semejantes agravios. El médico respondió que podía jurar su afirmación ante tribunal, abrió la puerta, se inclinó y se dispuso a abandonar la habitación. La marquesa preguntó, al pararse él a recoger del suelo un guante que había dejado caer: «¿Y la posibilidad de algo así, señor doctor?» Éste replicó que no tendría que explicarle las causas últimas de las cosas, se inclinó una vez más ante ella y marchó.

La marquesa quedó como herida por el rayo. Sacando fuerzas de flaqueza quiso correr junto a su padre; mas la extraña seriedad del hombre por quien se veía agraviada paralizó todos sus miembros. Se arrojó sobre el diván presa de la mayor conmoción. Desconfiando de sí misma, recorrió todos los momentos del año anterior y se tuvo por loca al pensar en el último instante. Por fin apareció la madre, y al preguntar consternada por qué estaba tan agitada, refirió la hija lo que el médico acababa de revelarle. La señora de G… lo tachó de desvergonzado e indigno, y apoyó a su hija en la decisión de descubrir al padre tal ofensa. La marquesa aseguró que aquél lo había dicho completamente en serio y que parecía dispuesto a repetir ante la cara de su padre tan precipitada afirmación. La señora de G… preguntó, no poco espantada, si acaso creía en la posibilidad de tal estado. «¡Antes creo», respondió la marquesa, «en que las tumbas sean fecundadas y el seno de los cadáveres dé a luz!» «Pues entonces, mi querida fantasiosa», dijo la esposa del mayor estrechándola con vehemencia contra sí, «¿qué es lo que te inquieta? Si tu conciencia te declara pura, ¿cómo puede siquiera preocuparte un juicio, aunque fuere el de toda una comisión de médicos? Sea el suyo producto del error o de la maldad, ¿no te es por completo indiferente? Mas conviene que se lo descubramos a tu padre». «¡Oh Dios!», dijo la marquesa con un movimiento convulsivo: «¿Cómo puedo tranquilizarme? ¿Acaso no tengo en contra mía este propio sentimiento interior que demasiado bien conozco? ¿Acaso no juzgaría yo misma de otra, si supiera en ella esta sensación mía, que era cierto?» «Es espantoso», repuso la esposa del mayor. «¡Maldad, error!», prosiguió la marquesa. «¿Qué razones puede tener ese hombre, que hasta el día de hoy nos pareció digno de aprecio, para agraviarme de un modo tan caprichoso y vil, a mí que nunca lo ofendí? ¿A mí que lo recibí con confianza y con el presentimiento de futura gratitud? ¿A mí ante la cual se presentó, como daban fe sus primeras palabras, con la voluntad pura y sin doblez de ayudar y no de causar dolores más lacerantes que los que yo ya sentía? Y si en la urgencia de tener que elegip>, prosiguió mientras la madre la miraba fijamente, «quisiera creer en un error, ¿es acaso posible que un médico, aun cuando sólo fuera de mediana valía, errara en un caso tal?» —La esposa del mayor dijo un tanto mordaz: «Y aún así ha de ser necesariamente lo uno o lo otro.» «¡Sí, carísima madre mía!», repuso la marquesa mientras besaba su mano con expresión de dignidad herida y la grana ardiendo en su rostro, «¡ha de ser! Aun cuando las circunstancias sean tan extraordinarias que me esté permitido dudarlo. Juro, porque es preciso asegurarlo, que mi conciencia está igual de limpia que la de mis hijas; la suya, venerabilísima, no puede estarlo más. A despecho de todo, le ruego que me haga llamar una comadrona para que me convenza de qué pasa y sea lo que fuere me tranquilice.» «¡Una comadrona!», exclamó la señora de G… humillada. «Una conciencia limpia, ¡y una comadrona!» Y se quedó sin habla. «Una comadrona, mi queridísima madre», repitió la marquesa arrodillándose ante ella, «y al momento, si no quiere que me vuelva loca.» «Oh, con mucho gusto», repuso la esposa del mayor; «sólo ruego que el alumbramiento no tenga lugar en mi casa.» Y diciendo esto se puso en pie y se dispuso a abandonar la habitación. La marquesa, siguiéndola con los brazos abiertos, cayó de bruces y se abrazó a sus rodillas. «Si una vida irreprochable», exclamó con la elocuencia del dolor, «una vida llevada con la suya por modelo me da derecho a su aprecio, si en tanto mi culpa no quede demostrada con claridad meridiana algún sentimiento maternal habla por mí en su pecho, entonces no me abandone en estos momentos.» —«¿Qué es lo que te inquieta?», preguntó la madre. «¿No es más que la afirmación del médico? ¿Nada más que tu sensación interior?» «Nada más, madre mía», repuso la marquesa poniéndose la mano sobre el pecho. «¿Nada, Julietta?», prosiguió la madre. «Reflexiona. Un mal paso, por indeciblemente que me doliera, se podría perdonar y yo debería en último término disculparlo; mas si para escapar de la reprensión materna fueras capaz de inventar un cuento de hadas que invierte el orden del mundo y de amontonar juramentos blasfemos para cargárselos a este corazón mío que demasiado crédulo es contigo, entonces sería una infamia; jamás podría perdonártelo.» «Ojalá el Reino de la Redención esté un día tan abierto ante mí como mi alma ante usted», exclamó la marquesa. «No le callo nada, madre mía.» Esta aseveración, cargada de patetismo, conmocionó a la madre. «¡Oh cielos!», exclamó: «¡Mi hija amadísima! ¡Cómo me conmueves!» Y la levantó, y la besó, y la estrechó contra su pecho. «¿Qué temes, por ventura? Ven, estás muy enferma.» Quiso llevarla a la cama. Mas la marquesa, vertiendo abundantes lágrimas, aseguró que estaba muy sana y que no le pasaba nada de nada salvo aquel extraño e incomprensible estado. «¡Estado!», volvió a exclamar la madre, «¿qué estado? Si tu memoria sobre el pasado es tan segura, ¿qué temor delirante se ha apoderado de ti? ¿No puede acaso engañar una sensación interior, que sólo se agita oscuramente?» «¡No, no!», dijo la marquesa, «¡no me engaña! Y si llama a la comadrona oirá que la espantosa verdad, la que ha de aniquilarme, es cierta». —«Ven, hija mía querida», dijo la señora de G…, empezando a temer por su juicio. «Ven, sigúeme y échate en la cama. ¿Qué decías que te ha dicho el médico? ¡Cómo te arde la cara! ¡Cómo te tiemblan todos los miembros! ¿Qué era lo que te había dicho el médico?» Y con ello se iba llevando a la marquesa consigo, sin creer ya toda la escena que le había relatado. La marquesa dijo: «¡Querida, excelente madre!», sonriendo con los ojos llorosos. «Soy dueña de mis sentidos. El médico me ha dicho que me encuentro en estado de buena esperanza. Haga llamar a la comadrona, y tan pronto como ella diga que no es cierto estaré otra vez tranquila.» «¡Bien, bien!», respondió la madre reprimiendo su miedo. «Que venga ahora mismo; que aparezca ahora mismo, si quieres que se ría de ti y te diga que eres una soñadora y nada lista.» Y con esto tiró de la campanilla y envió al momento a uno de sus servidores a llamar a la comadrona. Aún yacía la marquesa, con el pecho agitado, en los brazos de su madre, cuando apareció aquella mujer y la esposa del mayor le explicó de qué extrañas fantasías padecía su hija. Que la señora marquesa juraba haberse conducido virtuosamente y aún así consideraba necesario, engañada por una sensación incomprensible, que una mujer entendida reconociera su estado. La comadrona, mientras la exploraba, habló de sangre joven y de la malicia del mundo; explicó, una vez terminada su tarea, que ya le habían ocurrido cosas similares; las viudas jóvenes que se encontraban en su situación decían todas ellas haber vivido en islas desiertas; tranquilizó entretanto a la señora marquesa y aseguró que ya aparecería el alegre corsario llegado con la noche. Ante estas palabras se desvaneció la marquesa. La esposa del mayor, sin poder dominar su instinto maternal, la devolvió a la vida con la ayuda de la comadrona; más la consternación venció de nuevo cuando hubo vuelto en sí. «¡Julierta!», exclamó la madre con el más vivo dolor. «¿Vas a descubrirte a mí? ¿Vas a nombrarme al padre?» Y aún parecía inclinada al perdón. Mas cuando la marquesa dijo que se iba a volver loca, dijo la madre levantándose del diván: «¡Vete, vete! ¡Eres indigna! ¡Maldita sea la hora en que te parí!», y abandonó la habitación.

La marquesa, a la que a punto estaba de nublársele de nuevo la vista, tiró de la partera hacia sí y apoyó la cabeza sobre su pecho sacudida por fuertes temblores. Preguntó, quebrada la voz, cómo regía la naturaleza por sus caminos. Y si existía la posibilidad de concebir inconscientemente. La comadrona sonrió, le soltó el pañuelo y dijo que no sería ése el caso de la señora marquesa. No, no, respondió la marquesa, ella había concebido conscientemente, sólo quería saber en general si se daba tal fenómeno en el reino de la Naturaleza. La comadrona repuso que, salvo a la Santísima Virgen, no le había ocurrido a ninguna otra mujer sobre la tierra. La marquesa tiritaba cada vez más. Creyó que iba a dar a luz en ese momento y pidió a la partera, aferrándose a ella con miedo convulsivo, que no la dejara. La comadrona la tranquilizó. Aseguró que el parto aún quedaba considerablemente lejos, le indicó los medios con los que evitar en tales casos la maledicencia del mundo y dijo que todo iría bien. Mas como a la infeliz dama tales consuelos le atravesaran el pecho como puñaladas, recuperó el control sobre sí misma, dijo que se encontraba mejor y pidió a su acompañante que se marchara.

No bien hubo salido la comadrona de la habitación cuando le trajeron un escrito de la madre en el que se expresaba de la siguiente manera: «Que el señor de G… deseaba, en las actuales circunstancias, que abandonara su casa. Le adjuntaba los documentos relativos a su fortuna y esperaba que Dios le ahorrara el pesar de volver a verla.» — La carta estaba entretanto cubierta de lágrimas y en una esquina ponía una palabra con la tinta corrida: «Dictado». A la marquesa le rebosaba el dolor por los ojos. Se dirigió, llorando con vehemencia por el error de sus progenitores y por la injusticia a que se veían llevadas tan excelentes personas, a las habitaciones de su madre. Le dijeron que estaba con su padre; trastabillando se llegó a los aposentos de éste. Al encontrarse con la puerta cerrada, se desplomó ante ella poniendo con voz doliente a todos los santos por testigos de su inocencia. Llevaría ya varios minutos allí tendida cuando el guardabosques mayor se asomó a la puerta y le dijo con el rostro flameante que entendiera de una vez que el comandante no quería verla. La marquesa exclamó: «Mi queridísimo hermano»; entre infinitos sollozos se coló en la habitación y exclamó: «¡Mi queridísimo padre!», extendiendo los brazos hacia él. El comandante, nada más verla, le volvió la espalda y se apresuró a entrar en su dormitorio. Gritó, como ella lo siguiera: «¡Fuera!», y quiso cerrar la puerta de un golpe, mas al impedir ella, entre quejas y súplicas, que lo hiciera, cedió él de pronto y, mientras la marquesa entraba en la alcoba tras él, se dirigió a toda prisa a la pared del fondo. Acababa ella de arrojarse a los pies del que le había vuelto la espalda y de abrazarse temblorosa a sus rodillas cuando, en el instante de arrancarla de la pared, se le disparó una pistola, y el tiro fue a clavarse retumbando en el techo. «¡Dios de mi vida!», gritó la marquesa, se levantó pálida como un cadáver y se apresuró a abandonar de nuevo los aposentos de aquél. Que prepararan de inmediato el coche, dijo al entrar en los propios; mortalmente abatida se dejó caer en una butaca, vistió aceleradamente a sus hijas y mandó hacer las maletas. Tenía a la más pequeña entre las rodillas y la estaba envolviendo en un chai para a renglón seguido subir al coche, pues ya todo estaba listo para partir, cuando entró el guardabosques y, por orden del comandante, exigió que dejara allí a las niñas para que se hicieran cargo de ellas. «¿Estas niñas?», preguntó ella poniéndose en pie. «¡Dile a tu desalmado padre que puede venir y matarme de un tiro, pero no arrebatarme a mis hijas!» Y armada con todo el orgullo de la inocencia levantó a sus hijas, las llevó al coche sin que el hermano hubiera osado detenerla y partió.

Habiendo trabado conocimiento consigo misma mediante tal esfuerzo, se elevó de pronto, como llevada de su propia mano, saliendo del hondo abismo en que la arrojara el destino. La conmoción que desgarraba su pecho se calmó tan pronto como estuvo al aire libre, besaba una y otra vez a sus hijas, aquel amado botín suyo, y muy satisfecha consigo misma meditaba qué victoria había obtenido en tal sentido sobre su hermano con la energía de su conciencia libre de culpa. Su juicio, lo bastante fuerte como para no quebrarse en sus extrañas circunstancias, se rindió sin oponer resistencia a la inmensa, sagrada e inexplicable organización del mundo. Veía la imposibilidad de convencer a su familia de su inocencia, comprendió que había de consolarse a tal respecto si no quería sucumbir, y transcurridos tan sólo unos pocos días desde su llegada a V… el dolor cedió por completo al heroico propósito de armarse de orgullo contra los ataques del mundo. Decidió retirarse a lo más profundo de su interior, dedicarse con celo excluyente a la educación de sus dos hijas y a cuidar con todo su amor de madre del don que Dios le había concedido con el tercero. Hizo preparativos para, en pocas semanas, tan pronto como hubiera superado el alumbramiento, volver a arreglar su bonita quinta, que había pese a todo decaído un tanto debido a la larga ausencia; se sentaba en el cenador y pensaba, mientras tejía gorritas y medias para piernecitas diminutas, cómo distribuiría cómodamente las habitaciones; también cuáles llenaría con libros y en cuál sería más conveniente instalar el caballete. Y de este modo no había pasado aún la fecha en que el conde F… debía regresar de Nápoles, cuando ella ya estaba completamente familiarizada con el destino de vivir en un eterno retiro conventual. El portero recibió orden de no permitir a nadie el acceso a la casa. Sólo le resultaba insoportable la idea de que el joven ser que había concebido en la mayor inocencia y pureza y cuyo origen, precisamente a fuer de misterioso, le parecía también más divino que el de los demás seres humanos, hubiera de llevar un estigma en la sociedad burguesa. Se le había ocurrido un recurso singular para descubrir al padre: recurso que, cuando lo pensó por primera vez, hizo que del susto la labor se le cayera de las manos. A lo largo de noches enteras pasadas en blanco por la inquietud lo retorció y revolvió para habituarse a su naturaleza, que hería su más profundo sentir. Continuaba aún resistiéndose a establecer cualquier tipo de relación con la persona que de tal modo la había embaucado, concluyendo con mucha razón que, sin remedio posible, aquél había de pertenecer a la escoria de su estirpe y dondequiera que lo imaginara en este mundo sólo podía haber salido del lodo más inmundo y repugnante. Mas al avivarse cada vez más en ella la sensación de su propia independencia y meditar que la gema mantiene su valor sea cual fuere el engaste, una mañana en que se agitaba de nuevo en sus entrañas la joven vida sacó pues fuerzas de flaqueza e hizo llegar a las gacetas de M… el singular requerimiento que se leía al principio de este relato.

El conde F…, retenido en Nápoles por obligaciones ineludibles, había escrito entretanto por segunda vez a la marquesa exhortándola a mantenerse fiel a la declaración sin palabras que le había hecho, por más extrañas circunstancias que pudieran producirse. Tan pronto logró evitar su ulterior viaje de negocios a Constantinopla y su restante situación lo permitió, salió en el acto de Nápoles y llegó asimismo a tiempo, sólo pocos días después del plazo por él fijado, a M… El comandante lo recibió con semblante abochornado, dijo que un asunto necesario le obligaba a salir y exhortó al guardabosques mayor a darle conversación mientras tanto. El guardabosques lo condujo a su aposento y le preguntó, tras una breve salutación, si ya sabía lo que había acontecido durante su ausencia en aquella casa. El conde respondió, palideciendo fugazmente, que no. A esto lo enteró el guardabosques del baldón que la marquesa había hecho caer sobre la familia y le narró cuanto nuestros lectores acaban de saber. El conde se dio una palmada en la frente. «¡Por qué se me pusieron tantas trabas en el camino!», exclamó olvidado de sí. «¡Si se hubieran celebrado los desposorios nos hubiéramos ahorrado todo el oprobio y todo el disgusto!» El guardabosques preguntó, mirándole con los ojos fuera de las órbitas, si estaba lo bastante loco como para desear estar desposado con aquella indigna. El conde replicó que ella valía más que el mundo entero que la despreciaba; que su declaración de inocencia gozaba de completo crédito por su parte y que aquel mismo día iba a dirigirse a V… y a repetir ante ella su petición. A renglón seguido echó mano a su sombrero, se despidió del guardabosques, que lo creía privado de juicio, y partió.

Montó un caballo y salió como una exhalación hacia V… Tras descabalgar ante la puerta se disponía a entrar en la explanada, cuando le informó el portero de que la señora marquesa no hablaba con persona alguna. El conde preguntó si tal disposición, adoptada para extraños, también era válida para un amigo de la casa, a lo cual respondió aquél que no sabía de ninguna excepción y poco después añadió de modo ambiguo si quizá era el conde F… El conde respondió, lanzando una ojeada inquisitiva, que no, y dijo dirigiéndose a su sirviente, mas de modo que el otro pudiera oírlo, que en tales circunstancias se hospedaría en una fonda y se anunciaría a la señora marquesa por escrito. No bien quedó fuera del alcance de la vista del portero, dobló una esquina y rodeó el muro de un amplio jardín que se extendía por detrás de la casa. Entró en los jardines por una puerta que encontró abierta, recorrió sus alamedas y se disponía a ascender por el talud posterior cuando vio a la marquesa en un cenador algo apartado, con su encantadora y enigmática figura, trabajando afanosa ante una pequeña mesita. Se aproximó a ella de modo que no pudiera verlo antes de llegar a la entrada del cenador, a tres pasitos de sus pies. «¡El conde E..!», dijo la marquesa al levantar los ojos, y el rubor de la sorpresa cruzó por su rostro. El conde sonrió, permaneció algún tiempo de pie en la entrada sin moverse; después, con tan modesto atrevimiento como era preciso para no asustarla, se sentó a su lado y, antes que ella, en su extraña posición, hubiera podido decidir nada, ciñó delicadamente su dulce cuerpo con el brazo. «¿De dónde, señor conde, puede ser que?», preguntó la marquesa bajando tímidamente los ojos al suelo. El conde dijo: «De M…», y la estrechó muy quedo contra sí; «por una puerta trasera que encontré abierta. Creí poder contar con su perdón y entré.» «¿Es que no le han dicho en M…?», preguntó ella, que seguía sin mover ni un miembro en brazos de él. «Todo, amada señora, mas totalmente convencido de su inocencia.» «¡Cómo!», exclamó la marquesa poniéndose en pie y zafándose, «¿y aun así viene?» —«A pesar del mundo», prosiguió mientras la asía, «y a pesar de su familia, y a pesar incluso de esta dulce aparición», a lo que imprimió un ardiente beso sobre su pecho. «¡Fuera!», gritó la marquesa. «Tan convencido», dijo él, «Julietta, como si fuera omnisciente, como si mi alma viviera en tu pecho.» La marquesa exclamó: «¡Déjeme!» «Vengo», concluyó él sin dejarla, «a repetir mi petición y, si quiere prestarme oídos, a recibir de su mano la dicha de los bienaventurados.» «¡Déjeme en el acto!», gritó la marquesa, «¡se lo ordeno!», se soltó violentamente de sus brazos y huyó. «¡Amada! ¡Excelsa!», susurró él, levantándose de nuevo y siguiendo en su pos. —«¡Obedezca!», gritó la marquesa, esquivándolo con un quiebro. «¡Un único susurro, en secreto!», dijo el conde tratando de asir el escurridizo brazo de ella que se le escabullía. «No quiero saber nada», repuso la marquesa, lo apartó con un enérgico golpe sobre el pecho, subió rápidamente por el talud y desapareció. Ya había llegado él a la mitad del terraplén para, costara lo que costara, conseguir que ella lo escuchase, cuando la puerta se cerró de golpe ante él y oyó el contundente estrépito del pestillo al correrse ante sus pasos con transtornada precipitación. Indeciso por un instante sobre qué hacer en tales circunstancias, permaneció allí pensando si debía saltar por una ventana que estaba abierta de aquel lado y perseguir su objetivo hasta alcanzarlo; sin embargo, por difícil que de todo punto le resultara volverse, esta vez parecía exigirlo la necesidad y, amargamente furioso contra sí mismo por haberla dejado ir de sus brazos, se deslizó terraplén abajo y salió del jardín para acudir a sus caballos. Sentía que su intento de declararse al pecho de ella había fracasado para siempre y cabalgó de vuelta a M… al paso, meditando una carta que ya estaba condenado a escribir. Por la noche, encontrándose del peor humor del mundo ante la mesa de un local público, se topó con el guardabosques mayor, quien le preguntó al punto si había llevado a feliz término su petición de mano en V… El conde respondió con un sucinto «¡No!», y se sentía inclinado a despacharlo con acritud; mas, por hacer honor a la cortesía, añadió después de un rato que había decidido dirigirse a ella por escrito y en breve se habría aclarado todo. El guardabosques dijo que lamentaba ver cómo su pasión por la marquesa lo privaba de sus sentidos. Que entretanto había de asegurarle que ella ya estaba en camino de efectuar otra elección diferente: pidió con la campanilla los últimos periódicos y le entregó la hoja en que había aparecido el requerimiento de aquélla al padre de su hijo. El conde recorrió las líneas subiéndole la sangre al rostro. Lo atravesaron sentimientos encontrados. El guardabosques preguntó si no creía que aparecería la persona que buscaba la marquesa. «¡Sin duda!», repuso el conde, mientras echado con toda su alma sobre el papel engullía ansioso el sentido de éste. A continuación, tras aproximarse un instante a la ventana mientras doblaba la hoja, dijo: «¡Está bien! ¡Ahora sé lo que tengo que hacer!», se volvió entonces y aún preguntó cortésmente al guardabosques si volverían pronto a verse, se despidió de él. y, reconciliado por completo con su destino, marchó.

Entretanto se habían producido en casa del comandante los más violentos incidentes. La comandanta estaba sobremanera resentida por la destructiva vehemencia de su esposo y por la debilidad con que, ante la tiránica expulsión de la hija, había consentido que la sojuzgara. Al sonar el disparo en el aposento del comandante y salir la hija precipitadamente de allí, había caído en un desmayo del cual se repuso pronto; mas en el momento en que volvió en sí, el comandante tan sólo había dicho que «lamentaba que hubiera pasado tal sobresalto en vano» y tirado la pistola disparada sobre una mesa. Luego, cuando se habló de retirarle a las niñas, ella osó decir tímidamente que no tenían derecho a dar semejante paso; rogó, con la voz débil y lastimera por el ataque sufrido, que se evitaran incidentes violentos en la casa, mas el comandante, dirigiéndose al guardabosques y lanzando espumarajos de rabia, no replicó más que: «¡Ve y tráemelas!» Cuando llegó la segunda carta del conde F.., el comandante había ordenado que se le enviara a la marquesa a V…, la cual, según se supo luego por el emisario, la había puesto aparte y dicho que estaba bien. La esposa del mayor, a quien de cuanto había ocurrido resultaban enigmáticas tantas cosas, y ante todo la disposición de la marquesa a contraer unas segundas nupcias que le eran de todo punto indiferentes, trató sin éxito de sacar a colación tal circunstancia. El comandante, en un tono idéntico a una orden, le pedía invariablemente que se callara; descolgando en una de tales ocasiones un retrato de ella que aún pendía de la pared, aseguró que deseaba borrarla por completo de su memoria y dijo no tener ya hija. A continuación apareció en los periódicos el extraño llamamiento de la marquesa. La esposa del mayor, vivísimamente afectada por ello, fue con la hoja del diario que le había hecho llegar el comandante a la habitación de éste, donde lo encontró trabajando ante una mesa y le preguntó qué diantres pensaba de todo aquello. El comandante dijo, mientras continuaba escribiendo: «¡Oh, es inocente!» «¡Cómo!», exclamó la señora de G… con el asombro más extremo: «¿Inocente?» «Lo hizo en sueños», dijo el comandante sin levantar la vista. «¡En sueños!», repuso la señora de G… «¿Y un suceso tan terrible sería…?» «¡La muy necia!», exclamó el comandante, amontonó los papeles y se marchó.

Al siguiente día que hubo periódico leyó la esposa del mayor, según estaban desayunando ambos, en una gaceta que acababa de llegar húmeda de la prensa la siguiente respuesta: «Si la señora marquesa de O… se encuentra el día 3 a las 11 de la mañana en casa de su padre, el señor de G…, allí mismo se arrojará a sus pies aquel a quien busca.» —A la esposa del mayor, antes aún de llegar a la mitad de este inaudito artículo, se le fue la voz; sobrevoló el final y tendió la hoja al comandante. El mayor releyó la hoja tres veces como si no pudiera creer lo que veían sus propios ojos. «Ahora dime, por amor de Dios, Lorenzo», exclamó la esposa del mayor; «¿tú qué piensas de esto?» «¡Oh, esa infame!», replicó el comandante poniéndose en pie: «¡Oh, esa redomada hipócrita! ¡Diez veces la desvergüenza de una perra, apareada con una astucia diez veces mayor que la del zorro no alcanzan aún a la suya! ¡Qué carita! ¡Qué dos ojos! ¡Un querube no los tiene más leales!», y gemía sin poder tranquilizarse. «Pero, de ser un truco, ¿qué puede, por todos los santos», preguntó la comandanta, «esperar conseguir con ello?» «¿Que qué espera conseguir? Esa indigna artimaña suya la quiere imponer a toda costa», replicó el mayor. «Ya se saben de memoria la fábula que los dos, él y ella, nos quieren hacer tragar aquí el día 3 a las 11 de la mañana. Hijita mía querida, quieren que diga yo, no lo sabía, quién podía pensarlo, perdóname, toma mi bendición y quiéreme otra vez. ¡Pero una bala al que cruce el umbral de mi puerta la mañana del día 3! Más valdría que los criados me lo sacaran de la casa.» La señora G… dijo, tras otra lectura rápida del periódico, que de tener que conceder crédito a una de entre dos cosas inconcebibles, prefería creer en un inaudita treta del destino antes que en semejante bajeza por parte de su hija, por lo demás tan excelente. Mas antes de que hubiera terminado ya gritó el comandante: «¡Hazme el favor y cállate!», y abandonó la habitación. «Me resulta odioso sólo con oírlo.»

Luego de pocos días recibió el comandante, en relación con este artículo de periódico, una carta de la marquesa en la que le rogaba de modo respetuoso y conmovedor que, por estarle negada la gracia de presentarse en su casa, tuviera la amabilidad de enviarle a V… a quien se presentara la mañana del día 3 ante él. La esposa del mayor se hallaba justamente presente cuando el comandante recibió dicha carta y, notando en su rostro a todas luces que se había confundido en su suposición —pues, ¿a qué motivo, en caso de tratarse de una artimaña, podría ahora deberse ésta, puesto que ella no parecía aspirar a su perdón en absoluto?—, cobrando así atrevimiento contraatacó con un plan que guardaba ya hacía tiempo en su pecho sacudido por las dudas. Dijo, mientras el mayor seguía mirando el papel con gesto insulso, que tenía una idea. Que si le permitía salir para V… por uno o dos días, ella sabría poner a la marquesa en tal situación que, en caso de ya conocer a aquél que le había respondido como desconocido a través de los diarios, su alma tendría que traicionarse aunque fuera la más redomada traidora. El comandante replicó, rompiendo de pronto la carta con un brusco movimiento, que ya sabía que no quería tener nada que ver con ella y le prohibió todo trato. Metió los pedazos en un sobre, lo lacró, escribió la dirección de la marquesa y se los devolvió al mensajero como respuesta. La esposa del mayor, secretamente resentida por tan arbitraria obstinación que anulaba toda medio de aclarar la verdad, decidió entonces poner en práctica su plan contra la voluntad de él. Tomó a uno de los monteros del comandante y a la mañana siguiente, estando aún su esposo en la cama, salió con él para V… Cuando hubo llegado al portón de la quinta el portero le dijo que nadie era admitido a presencia de la marquesa. La señora de G… respondió que estaba enterada de tal disposición, pero que de todos modos hiciera el favor de ir a anunciarle a la esposa del mayor de G… A lo cual aquél repuso que ello no serviría de nada, puesto que la señora marquesa no hablaba con persona alguna en el mundo. La señora de G… respondió que a ella le hablaría puesto que era su madre, y que no se demorase y cumpliera con su obligación. Mas apenas había entrado el portero en la casa para realizar dicho intento, por vano que le pareciera, cuando ya se vio a la marquesa salir corriendo hacia el portón y caer de rodillas ante el carruaje de la comandanta. La señora de G… descendió, ayudada por su montero, y levantó a la marquesa del suelo, no sin alguna emoción. La marquesa, embargada por los sentimientos, hizo una profunda reverencia al besar su mano y con todo respeto la condujo, derramando abundantes lágrimas, a las habitaciones de su casa. «¡Mi queridísima madre!», exclamó, tras haberle indicado el diván, permaneciendo en pie ante ella y enjugándose los ojos: «¿A qué feliz azar debo su inestimable aparición?» La señora de G… dijo, abrazando a su hija con familiaridad, que sólo tenía que decirle que venía a pedirle perdón por la dureza con que había sido expulsada de la casa paterna. «¡Perdón!», la interrumpió la marquesa tratando de besarle las manos. Mas aquélla, evitando el besamanos, prosiguió: «Pues no ha sido únicamente que la respuesta aparecida en los últimos boletines al consabido aviso nos haya persuadido tanto a mí como a tu padre de tu inocencia, sino que también tengo que revelarte que él mismo, para nuestro gran asombro y júbilo, ya se presentó ayer en casa. «¿Quién se ha—?, preguntó la marquesa sentándose junto a su madre; — «¿quién es el que se presentó?» y la expectación contrajo todos y cada uno de sus gestos. «Él», replicó la señora de G…, «el autor de aquella respuesta,él mismo en persona, al que se dirigía tu llamamiento.» «Pues bien», dijo la marquesa con el pecho agitado, «¿quién es?» Y otra vez, «¿quién es?» «Eso», replicó la señora de G…, «quisiera dejar que lo adivinaras tú. Pues imagínate que ayer, según estábamos tomando el té y acabábamos de leer la extraña gaceta, una persona a la que conocemos perfectamente irrumpe en la sala con ademanes de desesperación, cayendo a los pies de tu padre y a continuación a los míos. Nosotros, sin saber qué pensar de ello, le instamos a que hable. A lo cual dice que su conciencia no le deja reposo, que él es el canalla que ha burlado a la marquesa, que necesita saber cómo se juzga su crimen y, si ha de caer sobre él venganza alguna, allí está en persona para someterse a ella.» «Pero, ¿quién?, ¿quién?, ¿quién?», repuso la marquesa. «Como te he dicho», prosiguió la señora de G…, «un hombre joven, por lo demás bien educado, del cual nunca hubiéramos sospechado una iniquidad semejante. Mas no te asustará saber, hija mía, que es de clase humilde y desprovisto de todas las exigencias que en otro caso se le podrían hacer a tu esposo». «Tanto da, excelente madre mía», dijo la marquesa, «no puede ser totalmente indigno puesto que se ha arrojado a sus pies antes que a los míos. Pero ¿quién?, ¿quién? Dígame solamente quién.» «Pues bien», repuso la madre, «es Leopardo, el montero que tomó tu padre hace muy poco del Tirol y al que ya he traído conmigo, si lo aceptas, para presentártelo como futuro esposo.» «¡Leopardo, el montero!», exclamó la marquesa, oprimiéndose la frente con la mano en un gesto de desesperación. «¿Qué te asusta?», preguntó la comandanta. «¿Tienes motivos para dudarlo?» —«¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?», preguntó la marquesa confusa. «Eso», respondió aquélla, «sólo a ti quiere confiártelo. La vergüenza y el amor, dice, le hacen imposible explicárselo a otro que no seas tú. Mas si quieres, abrimos la antecámara donde espera el desenlace con el corazón palpitante y ya verás cómo le arrancas tú su secreto en cuanto yo me retire.» «¡Dios mío de mi vida!», exclamó la marquesa; «¡cierta vez me adormecí en el calor de la siesta y al despertar vi cómo se alejaba de mi diván!» Y según lo dijo cubrió con sus manecitas el rostro que le ardía de pudor. Ante estas palabras la madre cayó de rodillas ante ella. «¡Oh, hija mía!», exclamó; «¡oh, excelente!» y la abrazó. Y «¡oh, indigna de mí!», y ocultó el rostro en su regazo. La marquesa preguntó conmocionada: «¿Qué le ocurre, madre?» «Pues sabe», prosiguió la madre, «oh tú, más pura que los ángeles, que de todo cuanto te he dicho nada es cierto; que mi alma depravada no podía creer en tal inocencia como la que te alumbra, y que precisaba de tan vergonzoso ardid para persuadirme de ella.» «Mi queridísima madre», exclamó la marquesa, inclinándose hacia ella embargada por una emocionada dicha y tratando de levantarla. Aquélla repuso: «No, no me aparto de tus pies hasta que me digas si puedes perdonarme la bajeza de mi conducta, tú tan magnífica, criatura celestial.» «¡Yo perdonarla a usted, madre mía! Levántese, levántese», exclamó la marquesa, «se lo imploro.» «Escucha lo que te digo», dijo la señora de G.., «quiero saber si aún puedes quererme y honrarme tan sinceramente como siempre.» «¡Madre adorada!», exclamó la marquesa, arrodillándose a su vez ante ella; «el respeto y el cariño nunca se apartaron de mi corazón. ¿Quién podía, en tan inauditas circunstancias, concederme crédito? ¡Qué feliz soy de que esté convencida de mi intachabilidad!» «Pues bien», repuso la señora de G…, levantándose ayudada por su hija: «Voy a llevarte en palmitas, hija mía querida. Quiero que des a luz en mi casa; y si la situación fuera tal que esperara de ti un joven príncipe, no podría cuidarte con más ternura ni dignidad. En todos los días de mi vida no me apartaré ya de tu lado. Me enfrentaré al mundo entero; ya no quiero otro honor que tu oprobio; sólo con que vuelvas a quererme y no me guardes rencor por la dureza con que te rechacé.» La marquesa intentó consolarla con caricias y súplicas sin cuento; mas pasó la velada y llegó la medianoche antes de que lo lograra. Al día siguiente, como se hubiera calmado un tanto la emoción de la anciana dama, que durante la noche le había provocado fiebre, regresaron triunfantes madre e hija con las nietas a M… Durante el viaje iban sobremanera alborozadas, bromeaban sobre Leopardo, el montero, sentado en el pescante, y la madre dijo a la marquesa que había notado cómo se ruborizaba cada vez que miraba sus anchas espaldas. La marquesa respondió con una agitación que era mitad suspiro y mitad sonrisa: «¡Dios sabe quién aparecerá al final el 3 a las 11 de la mañana en nuestra casa!» Después, a medida que se aproximaban a M…, más se ensombrecían de nuevo los ánimos presintiendo los acontecimientos decisivos que aún les aguardaban. La señora de G…, sin dejar entrever nada de sus planes, al bajar del coche ante la casa condujo a la hija de nuevo a sus antiguas habitaciones; dijo que se pusiera cómoda, que volvería con ella en un momento, y se escabulló. Al cabo de una hora volvió con el rostro encendido. «Hay que ver, ¡vaya un Santo Tomás!», dijo con secreto gozo en el alma; «¡tan incrédulo como un Santo Tomás! ¿No he necesitado una hora entera de reloj para convencerle? Pero ahora está ahí sentado, llorando.» «¿Quién?», preguntó la marquesa. «Él», respondió la madre. «Quién si no el que más motivo tiene.» «¿No será mi padre?», exclamó la marquesa. «Como un niño», replicó la madre; «que si no hubiera tenido yo misma que enjugarme las lágrimas de los ojos, me hubiera reído sólo salir por la puerta.» «¿Y eso por mi causa?», preguntó la marquesa poniéndose en pie; «¿y usted quería que yo aquí—?» «¡No te muevas de donde estás!», dijo la señora de G… «¿Por qué me dictó la carta? Aquí acudirá él a ti, si quiere volver a verme mientras yo viva.» «Queridísima madre», suplicó la marquesa — «¡Sin compasión!» —la interrumpió la esposa del mayor. «¿Por qué empuñó la pistola?» «Pero se lo imploro—» «No debes», repuso la señora de G… obligando a la hija a sentarse de nuevo en la butaca. «Y si no viene antes de esta noche, mañana nos vamos juntas de aquí.» La marquesa dijo que tal actitud era dura e injusta. Mas la madre replicó: «Cálmate—», pues en ese momento oyó a alguien acercarse sollozando desde lejos: «¡Ya viene!» «¿Dónde?», preguntó la marquesa aguzando el oído. «¿Hay alguien ahí fuera, a la puerta? ¿Son esos fuertes—?» «Por supuesto», repuso la señora de G… «Quiere que le abramos la puerta.» «¡Déjeme!», gritó la marquesa levantándose de un salto de la silla. «No: si me quieres, Julietta», repuso la esposa del mayor, «quédate ahí»; y en aquel preciso instante entró ya el comandante, apretando el pañuelo contra el rostro. La madre se plantó con los brazos abiertos ante su hija y le volvió la espalda. «¡Padre mío amadísimo!», exclamó la marquesa extendiendo sus brazos hacia él. «¡No te muevas de donde estás!», dijo la señora de G…, «¡obedece a lo que te digo!». El comandante seguía plantado en el cuarto y lloraba. «Que te pida perdón», prosiguió la señora de G… «¡Por qué es tan enérgico! ¡Y por qué es tan obstinado! Yo lo quiero, pero también a ti; lo honro, pero también a ti. Y de tener que elegir, tú eres más excelente que él y me quedo contigo.» El comandante se encorvó por completo y lloró a gritos tales que retumbaban las paredes. «¡Pero Dios mío!», exclamó la marquesa, cedió de pronto a la madre y tomó su pañuelo para dejar correr sus propias lágrimas. La señora de G… dijo: «¡Sólo es que no puede hablar!», y se hizo un poco a un lado. A esto se alzó la marquesa, abrazó al comandante y le pidió que se calmara. Ella misma lloraba a mares. Le preguntó si no quería sentarse; trató de hacer que se acomodara en una butaca; le acercó un sillón para que se sentara, mas él no respondía; no hubo forma de moverlo del sitio; tampoco se sentó y continuaba simplemente allí en pie, con el rostro profundamente inclinado a tierra y llorando. La marquesa dijo, sosteniéndolo derecho, vuelta a medias hacia la madre, que iba a ponerse enfermo; la propia madre, como él gesticulara convulsivamente, parecía a punto de perder su entereza. Mas cuando al fin, ante los repetidos ruegos de la hija, él se hubo sentado y ésta, entre caricias sin cuento, cayó a sus pies, retomó aquélla la palabra; dijo que le estaba bien empleado, que entonces sí que entraría en razón, se marchó de la alcoba y los dejó solos.

En cuanto hubo salido se enjugó ella misma las lágrimas, meditó si la violenta conmoción a la que lo había sometido no podría al cabo resultar peligrosa, y si sería aconsejable mandar llamar a un médico. Para la noche le cocinó todo cuanto pudo encontrar reconstituyente y tranquilizante, le preparó y calentó la cama para meterlo en ella en el acto tan pronto como apareciese de la mano de la hija y, puesto que seguía sin venir y ya la mesa estaba puesta para la cena, se deslizó hacia el dormitorio de la marquesa para oír qué acontecía. Al aguzar el oído acercándolo apenas a la puerta, percibió un susurro que, según le pareció, provenía de la marquesa; y según pudo ver por el ojo de la cerradura, estaba ella sentada nada menos que en el regazo del comandante, lo cual él no había consentido en su vida. A esto abrió por fin la puerta y vio entonces, rebosándole el corazón de alegría: la hija en silencio, con la nuca echada hacia atrás, los ojos apretados, en brazos del padre; en tanto que éste, sentado en la butaca, imprimía prolongados, ardientes y ávidos besos en su boca, los grandes ojos cuajados de brillantes lágrimas. ¡Justo como un enamorado! La hija no hablaba, él no hablaba; sentado con el rostro inclinado sobre ella como sobre la muchacha de su primer amor, le colocaba la boca y la besaba. La madre se sintió como una bienaventurada; sin ser vista, de pie tras él, se demoró en interrumpir el goce de la jubilosa reconciliación que había vuelto a su casa. Finalmente se acercó al padre e inclinándose en torno a la silla lo miró de lado, ocupado como estaba en ese instante con dedos y labios presa de indecible deleite sobre la boca de su hija. El comandante, al verla, bajó de nuevo el rostro muy fruncido y quiso decir algo, mas ella exclamó: «¡Oh, qué caras son ésas!», lo compuso de nuevo a su vez con un beso, poniendo fin a las ternuras entre bromas y veras. Invitó y condujo a ambos, que iban como novios, a la mesa, donde el comandante, si bien muy risueño, aún sollozaba de cuando en cuando, comía y hablaba poco, bajaba la vista al plato y jugueteaba con la mano de su hija.

Se suscitó entonces la cuestión, al amanecer un nuevo día, de quién diantres se presentaría a las once de la mañana siguiente; pues ése era el temido día tres. Padre y madre, y también el hermano, que se había personado para reconciliarse a su vez, se inclinaban a toda costa, en caso de que la persona fuera mínimamente aceptable, por las nupcias: debía hacerse todo cuanto fuera posible para que la posición de la marquesa saliera bien librada. Si las circunstancias del susodicho fueran sin embargo tales que éste, incluso ayudándole con ciertas concesiones, aún quedara muy por debajo de la condición de la marquesa, entonces los padres se oponían al casamiento; decidieron mantener de un modo u otro a la marquesa en su casa y adoptar al niño. La marquesa, por el contrario, mostraba voluntad, salvo si dicha persona fuera infame, de cumplir en cualquier caso la palabra dada y, costara lo que costara, dar un padre al niño. Al anochecer preguntó la madre cómo se había de actuar a la hora de recibir a la persona en cuestión. El comandante opinó que lo más adecuado sería dejar sola a la marquesa a las 11. Por el contrario, ésta insistió en que tanto ambos padres como también el hermano debían estar presentes, puesto que no quería ella tener secretos de ninguna clase que compartir con tal persona. Asimismo opinó que este deseo parecía incluso expresado en su respuesta, al proponer la casa del comandante para el encuentro; circunstancia por la cual precisamente dicha respuesta, como había de reconocer con toda franqueza, le había agradado mucho. La madre hizo notar la inconveniencia del papel que el padre y el hermano tendrían en todo ello, pidió a la hija que aceptara que los hombres permaneciesen aparte, mientras que ella correspondería a su deseo de que asistiera a la recepción de la persona. Tras una breve reflexión por parte de la hija se acordó finalmente esta última propuesta. A continuación llegó, tras una noche pasada entre las más inquietas expectativas, la mañana del temido día tres. Al dar la campana las once, estaban sentadas ambas mujeres en el salón de las visitas, vestidas de fiesta como para una ceremonia de compromiso; su corazón latía de tal modo que se hubiera podido escuchar de haber callado el tráfago diario. Aún resonaba la oncena campanada cuando entró Leopardo, el montero que había tomado el padre del Tirol. Las mujeres palidecieron al verlo. «El conde F…», dijo, «ha parado su coche delante de la casa y manda que se le anuncie.» «¡El conde F…!», exclamaron ambas a un tiempo, arrojadas una en brazos de la otra por algo similar a una conmoción. La marquesa gritó: «¡Cerrad las puertas! ¡Para él no estamos!» Se puso en pie para echar ella misma de inmediato el cerrojo a la sala y a punto estaba de sacar a empujones al montero, que se interponía en su camino, cuando ya entraba el conde exactamente con la misma casaca, con medallas y armas como llevaba en la toma del fuerte. La marquesa creyó que la tragaba la tierra de pura turbación; echó mano a un pañuelo que había dejado en la silla y se disponía a huir hacia una habitación adyacente, mas la señora de G…, tomando su mano, gritó: «¡Julietta!», y como ahogada en pensamientos se le fue la voz. Clavó los ojos en el conde y repitió: «¡Por favor, Julietta!», tirando de eíla hacia sí: «¿A quién esperamos pues…?» La marquesa gritó, volviéndose de repente: «¿Y pues? ¿A él no—?», y lo fulminó con una mirada fulgurante como un rayo, mientras una mortal palidez atravesaba su rostro. El conde había doblado una rodilla ante ella; tenía la mano derecha sobre el corazón, la cabeza levemente inclinada sobre el pecho; allí estaba, con la mirada baja y el rostro ardiendo y callaba. «¿A quién si no?», exclamó la comandanta con voz ahogada, «¿a quién, ciegos de nosotros, si no a él?» La marquesa estaba clavada ante él y decía: «¡Voy a enloquecer, madre mía!» «Insensata», replicó la madre, la atrajo hacia sí y le susurró algo al oído. La marquesa se dio media vuelta y se derrumbó en el sofá, ambas manos cubriéndole el rostro. La madre gritó: «¡Desdichada! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha sucedido para lo que no estuvieras preparada?» El conde no se apartaba de junto a la esposa del mayor; aún de rodillas tomó el borde más externo de su vestido y lo besó. «¡Querida señora mía! ¡Venerabilísima!», musitó: una lágrima rodó por sus mejillas. La esposa del mayor dijo:

«¡Levántese, señor conde, levántese! ¡Consuélela a ella, así estamos todos en paz, así todo quedará perdonado y olvidado.» El conde se alzó llorando. Cayó de nuevo ante la marquesa, tomó quedamente su mano, como si fuera de oro y el aroma de la suya pudiera empañarla. Mas ésta gritó: «¡Vayase, vayase, vayase!», mientras se levantaba; «estaba resignada a la idea de un vicioso, pero no de un … ¡diablo!», abrió la puerta de la sala mientras lo evitaba como a un apestado y dijo: «¡Llamad al comandante!» «¡Julietta!», exclamó la comandanta atónita. La marquesa clavaba sus ojos, con mortal fiereza, ora en el conde, ora en la madre; su pecho volaba, su rostro refulgía; la mirada de una furia no puede ser más aterradora. Acudieron el comandante y el guardabosques mayor. «¡Con este hombre, padre», dijo cuando aquéllos apenas habían llegado a la entrada, «no puedo desposarme!», metió la mano en un recipiente con agua bendita fijado junto a la puerta trasera, roció con ella en un amplio movimiento a padre, madre y hermano y desapareció.

El comandante, afectado por tan extraña escena, preguntó qué había ocurrido y palideció al ver en momento tan decisivo al conde F… en la sala. La madre tomó al conde de la mano y dijo: «No preguntes. Este joven lamenta de corazón cuanto ha sucedido; dale tu bendición, dásela, dásela: así todo terminará felizmente.» El conde estaba anonadado. El comandante posó su mano sobre él; pestañeaba y tenía los labios blancos como tiza. «¡Que la maldición del cielo se aparte de estas cabezas! ¿Cuándo piensa casarse?» «Mañana», respondió la madre por él, pues era incapaz de decir palabra, «mañana u hoy mismo, como tú quieras. El señor conde, que tanto celo ha mostrado en reparar su falta, siempre preferirá la hora más próxima.» «En ese caso tendré el placer de verlo mañana a las once en la iglesia de los. agustinos», dijo el comandante, se inclinó ante él, llamó a su mujer y a su hijo para dirigirse a las habitaciones de la marquesa y lo dejó allí plantado.

En vano se esforzaron por saber de la marquesa el motivo de su extraña conducta; presa de una violenta fiebre, no quería saber absolutamente nada de casamiento y rogaba que la dejaran sola. A la pregunta de «¿por qué había cambiado repentinamente su decisión y qué era lo que le hacía al conde más odioso que otro?», miró ausente al padre, con los ojos muy abiertos, y no dio respuesta alguna. La esposa del mayor dijo que si había olvidado que era madre, a lo cual replicó ella que, en aquel caso, había de pensar más en sí que en el niño y, poniendo por testigos a todos los ángeles y los santos, aseguró una vez más que no se casaría. El padre, viéndola a todas luces en un estado de ánimo sobreexcitado, declaró que tenía que mantener su palabra; la dejó y organizó todo para las nupcias previo el correspondiente acuerdo escrito con el conde. Presentó a éste un contrato matrimonial en el que renunciaba a todos los derechos de un esposo, debiendo por el contrario asumir cuantas obligaciones de él se exigieran. El conde devolvió la hoja, empapada en lágrimas, con su firma estampada. Cuando el comandante, a la mañana siguiente, hizo entrega a la marquesa de dicho documento, ya se habían calmado un tanto los ánimos de ésta. Lo leyó varias veces sentada aún en la cama, lo dobló pensativa, lo abrió y lo releyó de nuevo; y a continuación declaró que se encontraría a las once en la iglesia de los agustinos. Se levantó, se vistió sin decir palabra, al tañer la campana subió al coche con todos los suyos y partió hacia allí.

Al conde no se le permitió unirse a la familia hasta llegar al pórtico de la iglesia. Durante la ceremonia la marquesa mantuvo la mirada fija en el retablo; ni una mirada furtiva concedió al hombre con quien intercambió los anillos. El conde le ofreció su brazo al terminar la boda, mas tan pronto hubieron salido de la iglesia se inclinó la condesa ante él: el comandante preguntó si tendría el honor de verle de cuando en cuando en los aposentos de su hija, a lo cual el conde balbuceó algo que nadie entendió, se descubrió ante la reunión y desapareció. Se instaló en un piso de M… en el cual pasó varios meses sin pisar siquiera la casa del comandante, donde permanecía la condesa. Sólo a su delicado comportamiento, digno y de todo punto ejemplar allí donde quiera que tuviese contacto alguno con la familia hubo de agradecerle que, tras alumbrar la condesa felizmente un hijo, fuera invitado al bautizo de éste. La condesa, que se encontraba guardando el puerperio, cubierta de colchas, sólo le vio un instante, al asomarse él por la puerta y saludarla respetuosamente de lejos. Entre los regalos con que los invitados dieron la bienvenida al recién nacido dejó dos documentos en su cuna, uno de los cuales era, como se vio cuando él ya se había marchado, una donación de 20.000 rublos al niño, y el otro un testamento mediante el cual, en caso de fallecimiento, nombraba a la madre heredera de toda su fortuna. A partir de ese día, a instancias de la señora de G…, se le invitó con mayor frecuencia; la casa estaba abierta para él, pronto no pasó una velada sin que se hubiera presentado. Como su buen sentido le dijera que había sido perdonado por todas las partes, a causa de la frágil condición del mundo, empezó a cortejar de nuevo a la condesa, su esposa; obtuvo de ella, al cabo de un año, un segundo sí y también se celebró una segunda boda, más alegre que la primera, tras contraer la cual la familia entera se mudó a V… Toda una serie de jóvenes rusos siguieron entonces al primero y como el conde, en una hora feliz, le preguntara un día a su esposa por qué aquel terrible día tres, resignada como parecía estar a la idea de cualquier vicioso, había huido de él como del diablo, respondió ella echándosele al cuello que «no se le habría antojado entonces un diablo si la primera vez que lo vio no le hubiera parecido un ángel».

Heinrich Von Kleist: El Duelo. Cuento

images (4)El duque Wilhelm von Breysach, quien a partir de su secreta unión con una condesa llamada Kátharina von Heersbruck, de la casa Alt-Hüningen, la cual parecía serle inferior en rango, vivía enemistado con su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, regresaba a fines del siglo xrv, cuando comenzaba a caer la noche de San Remigio, de un encuentro mantenido en Worms con el Emperador de Alemania, en el transcurso del cual obtuviera del soberano el reconocimiento, a falta de hijos legítimos que había perdido, de un hijo natural, el conde Philipp von Hüningen, engendrado con su esposa antes de contraer matrimonio. Mirando hacia el futuro con mayor júbilo que durante todo su mandato, había alcanzado ya el parque ante el cual se alzaba su palacio cuando, de improviso, surgió una flecha disparada desde la oscuridad de los arbustos que traspasó su cuerpo justo bajo el esternón. Micer Friedrich von Trota, su chambelán, profundamente consternado por tal suceso, con ayuda de algunos caballeros más lo condujo al palacio, donde sólo tuvo energías para leer, en brazos de su desolada esposa, el acta imperial de legitimación ante una asamblea de vasallos del reino convocada apresuradamente a instancias de esta última; y luego que los vasallos hubieron cumplido su última voluntad expresa, no sin viva resistencia por recaer la corona, según la ley, sobre su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, y reconocido con la salvedad de obtener el beneplácito del emperador al conde Philipp como heredero del trono y, por ser éste menor de edad, a la madre como tutora y regente, se reclinó y murió.

La duquesa ascendió sin más al trono, enterando simplemente a su cuñado, el conde Jacob Barbarroja, por medio de algunos emisarios; y las predicciones de varios caballeros de la corte, que creían entrever el talante reservado de éste, se cumplieron a juzgar cuando menos por las apariencias externas: Jacob Barbarroja se consoló, sopesando con prudencia las circunstancias vigentes, de la injusticia que su hermano había cometido con él; por de pronto se abstuvo de paso alguno que contrariase la última voluntad del duque, y deseó de corazón a su joven sobrino fortuna para el trono que había obtenido. Describió a los emisarios, a quienes sentó a su mesa con gran jovialidad y simpatía, cómo desde la muerte de su esposa, que le había legado una fortuna digna de un rey, vivía libre e independiente en su castillo; cuán adoraba a las mujeres de la nobleza vecina, su propio vino y la caza en compañía de alegres amigos, y que una cruzada hacia Palestina, en la que pensaba expiar los pecados de una turbulenta juventud, los cuales había de reconocer que iban lamentablemente en aumento con la edad, era toda la empresa que planeaba al término de su vida.

En vano le hicieron sus dos hijos varones, educados con la esperanza cierta de la sucesión al trono, los más amargos reproches a causa de la indolencia e indiferencia con la que, contra toda esperanza, toleraba que se infligiera tan irreparable agravio a sus aspiraciones: imberbes como eran, les mandó callar con breves y burlonas órdenes, los forzó a seguirlo a la ciudad el día del solemne sepelio y una vez allí a dar junto a él sepultura en la cripta al viejo duque, su tío, en debida forma; y tras rendir pleitesía en la sala del trono del palacio ducal al joven príncipe, su sobrino, en presencia de la madre regente, al igual que todos los restantes Grandes de la corte, rehusando cuantos cargos y dignidades le brindó ésta, acompañado de las bendiciones del pueblo, que lo veneraba doblemente por su generosidad y su mesura, regresó de nuevo a su castillo.

La duquesa procedió entonces, tras esta resolución inopinadamente feliz de los primeros intereses, a cumplir su segunda tarea como regente, a saber, la realización de pesquisas acerca de los asesinos de su esposo, de los cuales se decía haber visto toda una hueste en el parque, y a tal fin comprobó ella misma junto con micer Godwin von Herrthal, su chanciller, la saeta que había puesto fin a la vida de aquél. Entretanto no se encontró nada en ella que hubiera podido revelar al propietario, a no ser quizá lo exquisita y magníficamente que, de modo inquietante, estaba trabajada. Habían empendolado plumas recias, crespas y brillantes en un astil que, fino y resistente, fuera torneado en oscuro nogal; el revestimiento del extremo anterior era de reluciente latón, y sólo la punta más exterior misma, afilada como las espinas de un pez, era de acero. La flecha parecía haber sido elaborada para la armería de un hombre ilustre y rico, bien envuelto en pendencias o gran amante de la caza; y como de una fecha grabada en la contera se desprendiera que ello podía haber tenido lugar muy poco antes, la duquesa, por consejo del chanciller, envió con el sello de la corona la saeta a cuantos talleres de Alemania había en torno, a fin de encontrar al maestro que la había torneado y, en caso de lograrlo, obtener de éste el nombre de aquel por cuyo encargo había sido realizada.

Cinco lunas más tarde llegó a manos de micer Godwin, el chanciller, a quien había confiado la duquesa todas las pesquisas, la declaración de un artesano de Estrasburgo según la cual había elaborado tres años antes una sesentena completa de tales flechas, junto con la aljaba correspondiente, para el conde Jacob Barbarroja. El chanciller, profundamente consternado por tal testimonio, lo retuvo durante varias semanas en su camarín secreto; en parte creía conocer, pese a la vida libertina y disipada del conde, su noble ánimo demasiado bien como para poder considerarlo capaz de un acto tan abominable como un fratricidio; y en parte también, a despecho de muchas otras virtudes, demasiado poco la ecuanimidad de la regente como para que, en un asunto que concernía a la vida de su peor enemigo, no debiera proceder con la mayor cautela. En el ínterin realizó bajo mano averiguaciones en el sentido de tan extraña información y, como por azar averiguase a través de los magistrados del consistorio que el conde, quien de ordinario no solía abandonar su castillo nunca o sólo muy raramente, se había ausentado de él en la noche del asesinato del duque, consideró pues su deber levantar el secreto y enterar a la duquesa en una de las siguientes sesiones del consejo del reino sobre la inquietante y extraña sospecha que, debido a ambos cargos, recaía sobre su cuñado, el conde Jacob Barbarroja.

La duquesa, que se consideraba dichosa por mantener relaciones tan cordiales con su cuñado el conde, y nada temía más que ofender su susceptibilidad con algún paso irreflexivo, ante tan equívoca revelación no dio sin embargo, para sorpresa del chanciller, ni el menor signo de júbilo; antes bien, tras leer dos veces los documentos con gran atención, expresó su vivo disgusto porque se aludiera públicamente en el consejo del reino a un asunto tan incierto y de tal gravedad. Opinó que había de tratarse de un error o una calumnia, y ordenó no hacer uso alguno de la declaración ante los tribunales. Más aún, ante la extraordinaria, casi fanática veneración popular de que gozaba el conde desde su exclusión del trono, tras un giro natural de los acontecimientos, se le antojaba en extremo peligroso el mero hecho de haberlo leído en el consejo del reino; y previendo que las habladurías populares al respecto habían de llegar a oídos de aquél, envió, acompañados de un escrito verdaderamente magnánimo, ambos cargos, a los que designaba como el concurso de un extraño malentendido, junto con aquel en el cual se basaban, a manos del conde, con el ruego explícito de que, estando como estaba persuadida de antemano de su inocencia, la dispensara de la refutación de todos ellos.

El conde, quien se encontraba justamente sentado a la mesa con una reunión de amigos, se levantó cortés al entrar el caballero que portaba el mensaje de la duquesa; mas, en tanto que los amigos contemplaban al ceremonioso varón, que no quiso tomar asiento, apenas hubo leído en el arco de la ventana la carta, cuando cambió de color y tendió a los amigos los documentos diciendo: «¡Hermanos, mirad! ¡Cuan ignominiosa acusación se ha urdido contra mí por el asesinato de mi hermano!» Con una mirada relampagueante arrebató al caballero de la mano la flecha y, ocultando la aniquilación de su alma, mientras los amigos se arremolinaban inquietos en derredor suyo, prosiguió: «¡que de hecho la saeta era suya y asimismo fundada la circunstancia de que en la noche de San Remigio se había ausentado de su castillo!». Los amigos lanzaron maldiciones sobre tan taimada y vil perfidia; hicieron recaer la sospecha del asesinato sobre los propios e impíos acusadores y a punto estaban ya de ir contra el emisario, que defendía a su señora la duquesa, cuando el conde, habiendo releído una vez más los escritos, exclamó interponiéndose entre ellos: «¡Tranquilos, amigos míos!» —y con ello tomó su espada, que estaba en pie en el rincón, y se la entregó al caballero con estas palabras: «¡que era su prisionero!». Ante la consternada pregunta del caballero de si había oído bien y si realmente reconocía ambos cargos formulados por el chanciller, respondió el conde: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»—. Que entretanto esperaba verse dispensado de la necesidad de ofrecer pruebas de su inocencia de otro modo que no fuera ante el palenque de un tribunal convocado formalmente por la duquesa. En vano opusieron los caballeros, sumamente descontentos con tal declaración, que al menos en caso tal no había de rendir cuentas de las circunstancias de los hechos a nadie más que al emperador; el conde, quien en una extraña y repentina mudanza de actitud invocó la ecuanimidad de la duquesa, porfió en comparecer ante el tribunal del reino y, desasiéndose de los brazos de aquéllos, pedía ya a gritos desde la ventana sus caballos, resuelto, según dijo, a seguir de inmediato al emisario a la prisión de nobles, cuando los compañeros de armas se interpusieron a viva fuerza en su camino con una propuesta que finalmente hubo de aceptar. Redactaron entre todos un escrito dirigido a la duquesa, exigieron como un derecho que asistía a todo caballero en caso semejante un salvoconducto y, como garantía de que comparecería ante un tribunal por ella convocado y se sometería a todo cuanto éste le impusiera, ofrecieron una fianza de 20.000 marcos de plata.

La duquesa, ante tan inesperada y para ella incomprensible declaración, a causa de los infames rumores que ya corrían entre el pueblo sobre los móviles de dicha acusación, consideró lo más aconsejable poner el litigio entero en manos del emperador, retirándose ella personalmente por completo. Le remitió, por consejo del chanciller, la totalidad de las actas referentes al asunto y y le rogó se hiciera cargo en su calidad de cabeza del imperio de la instrucción de una causa en la que ella misma estaba implicada como parte. El emperador, que se hallaba en aquel preciso momento en Basilea por negociaciones con la Confederación, accedió a tal deseo; constituyó en dicha ciudad un tribunal formado por tres condes, doce caballeros y dos asesores jurídicos; y tras conceder al conde Jacob Barbarroja, de acuerdo con la petición de sus amigos, un salvoconducto a cambio de la fianza ofrecida de 20.000 marcos de plata, le exigió que compareciera ante el citado tribunal y diera cuenta ante él de los dos cargos siguientes: ¿cómo había llegado la flecha, que según propia confesión le pertenecía, a manos del asesino?, y asimismo: ¿en qué tercer lugar se encontraba en la noche de San Remigio?

Era el lunes después de Trinidad cuando el conde Jacob Barbarroja, con un rutilante séquito de caballeros, compare ció en Basilea según la citación que le había sido transmitida ante el palenque del tribunal, y allí, omitiendo la primera cuestión, para él, según afirmó, absolutamente inexplicable, se expresó sobre la segunda, decisiva para la causa, del siguiente modo: «¡Nobles señores!», y diciendo esto apoyó sus manos en la estacada y miró a los reunidos con sus ojillos centelleantes, enmarcados por pestañas rojizas. «Me acusáis, a mí que he dado pruebas suficientes de indiferencia por corona y cetro, de la acción más abominable que puede cometerse, del asesinato de mi hermano, quien aun sintiendo poca inclinación por mí no me era por ello menos querido; y como uno de los motivos en que se basa vuestra acusación aducís que en la noche de San Remigio, cuando se perpetró aquel crimen, en contra de un hábito observado a lo largo de muchos años me encontraba ausente de mi palacio. Bien sé cuán deudor es un caballero del honor de aquellas damas que le conceden secretamente su favor; ¡y vive Dios!, de no haber arrojado el cielo inesperadamente tan extraña fatalidad sobre mi testa, el secreto que duerme en mi pecho hubiera muerto conmigo, se hubiera reducido a polvo y hasta sonar la trompeta del ángel que haga abrirse las tumbas no hubiera resucitado conmigo para presentarse ante Dios. Mas la pregunta que su imperial majestad dirige a mi conciencia por vuestra boca anula, como vos mismos comprendéis, toda consideración y todo escrúpulo; y pues queréis saber por qué es improbable, incluso imposible, que participara en el asesinato de mi hermano bien en persona o indirectamente, sabed que la noche de San Remigio, y por tanto en el momento en que se perpetró, me encontraba secretamente en compañía de la bella hija del senescal Winfried von Breda, doña Wittib Littegarde von Auerstein, entregada a mi amor.»

Ahora bien, se ha de saber que doña Wittib Littegarde von Auerstein, así como la mujer más hermosa del país era igualmente, hasta el instante de aquella ignominiosa acusación, la dama más intachable y sin mancilla del reino. Desde la muerte del burgrave de Auerstein, su esposo, al que había perdido pocas lunas después de sus esponsales a causa de unas fiebres contagiosas, vivía en el silencio y retiro del castillo de su padre; y sólo por deseo del anciano hidalgo, que deseaba verla desposada de nuevo, consentía en participar alguna que otra vez en las cacerías y banquetes celebrados por la nobleza de la región en torno, y principalmente por micer Jacob Barbarroja. Muchos condes y gentilhombres de las más nobles y acaudaladas estirpes del país se arremolinaban en tales ocasiones en derredor suyo con sus peticiones de mano, siéndole de entre todos ellos micer Friedrich von Trota, el chambelán, quien en cierta ocasión salvara valerosamente su vida durante una partida de caza contra la embestida de un verraco herido, el más caro y el predilecto; entretanto, por la preocupación de disgustar a sus dos hermanos, que contaban con el legado de su fortuna, a despecho de todas las exhortaciones de su padre no había podido resolverse a concederle su mano. Es más, al desposarse Rudolph, el mayor de ambos, con una rica damisela de la vecindad y, luego de tres años de matrimonio sin hijos, nacerle para gran júbilo de la familia un heredero del apellido, ella, movida por alguna que otra declaración explícita e implícita, se despidió formalmente de micer Friedrich, su amigo, en un escrito redactado entre lágrimas sin cuento, y accedió, a fin de mantener la unidad de la casa, a la propuesta de su hermano de asumir el cargo de abadesa en un convento de monjas que se hallaba a orillas del Rin, no lejos del castillo paterno.

Justamente por la época en que se realizaban las diligencias encaminadas a tal fin ante el arzobispo de Estrasburgo y el asunto estaba en trance de realización, fue cuando el senescal micer Winíried von Breda recibió del tribunal constituido por el emperador el informe sobre el deshonor de su hija Littegarde y la orden de enviarla a Basilea para responder de la acusación realizada en su contra por el conde Jacob. Se le detallaba en el curso del escrito la hora y el lugar exacto en que el conde, según su afirmación, decía haber realizado su visita clandestina a doña Littegarde, y se le adjuntaba incluso un anillo proveniente de su esposo fallecido que aquél aseguraba haber recibido de su mano al despedirse como recuerdo de la noche pasada. Coincidió que micer Winíried, el mismo día en que llegó dicho escrito, padecía de una grave y dolo-rosa indisposición debida a la edad; en un estado de extremo padecimiento caminaba vacilante de la mano de su hija por la alcoba, viendo ya acercarse el fin que se oculta en cuanto encierra un hálito de vida; de tal suerte que, al leer tan terrible noticia, le sobrevino de inmediato un ataque y, dejando caer la hoja, paralizados todos sus miembros se desplomó sobre el pavimento. Los hermanos, que se hallaban presentes, lo alzaron conmocionados del suelo y mandaron llamar un médico que vivía en el edificio contiguo para su cuidado; mas todos los esfuerzos para devolverlo a la vida fueron vanos: mientras doña Littegarde yacía desvanecida en el regazo de sus damas, entregó él su alma, y aquélla, al volver en sí, no tuvo siquiera el agridulce consuelo de poder entregarle una sola palabra en defensa de su honor para que la llevara consigo a la eternidad. La indignación de ambos hermanos sobre tan infausto suceso y su ira por la ignominia imputada a la hermana que lo había provocado y por desdicha resultaba muy probable fue indescriptible.

Pues demasiado bien sabían que, en efecto, el conde Jacob Barbarroja la había cortejado infatigablemente durante todo el verano anterior; varios torneos y banquetes habían sido celebrados sólo en su honor y, de un modo ya entonces sumamente escandaloso, en especial para todas las restantes damas invitadas a la reunión, la había distinguido a ella. Más aún, recordaban que Littegarde, por la misma época del citado día de San Remigio, pretendió haber perdido durante un paseo justo el mismo anillo procedente de su esposo que entonces había vuelto a aparecer sorprendentemente en manos del conde Jacob; de tal suerte que ni por un momento dudaron de la veracidad de la declaración que el conde había prestado contra ella ante tribunal. En vano —mientras el cadáver paterno era sacado entre los lamentos de la servidumbre— se aferró ella a las rodillas de sus hermanos, suplicando que la escucharan sólo un instante; Rudolph, ardiendo en cólera, le preguntó dirigiéndose a ella si acaso podía citar testigo alguno de la nulidad de la imputación, y como ella, trémula y estremecida, replicara que por desdicha no podía invocar otra cosa que la intachabilidad de su conducta, por haberse encontrado ausente de su dormitorio precisamente la consabida noche su doncella a causa de una visita que había realizado a sus padres, la apartó Rudolph de sí a puntapiés, arrancó de su vaina una espada que pendía del muro y le ordenó, en el delirio de su desmedida furia, mientras mandaba acudir perros y siervos, que abandonara en el acto casa y castillo. Littegarde se alzó del suelo, pálida como la cera; rogó, mientras esquivaba callada sus maltratos, le concediera al menos el tiempo preciso para realizar los preparativos de la partida exigida; mas Rudolph, lanzando espumarajos de rabia, no respondió otra cosa que: «¡Fuera, fuera del palacio!», de tal guisa que, como no escuchara a su propia esposa, que se interpuso en su camino rogándole indulgencia y humanidad, y la arrojara furibundo a un lado asestándole tamaño golpe con el puño de la espada que le hizo brotar sangre, la desventurada Littegarde, más muerta que viva, abandonó la estancia: rodeada por las miradas del pueblo llano, atravesó con paso vacilante el patio hacia la puerta del castillo, donde Rudolph le mandó entregar un hato de ropa al que añadió algún dinero y él mismo, entre juramentos e imprecaciones, cerró los batientes del portalón.

Tan repentina caída desde las alturas de una dicha serena y casi sin sombra a los abismos de una infinita aflicción y el más completo desamparo era más de lo que la pobre mujer podía resistir. Sin saber a dónde dirigirse, descendió tambaleante, apoyada en la baranda, a lo largo del sendero rocoso, por al menos buscar albergue para la noche incipiente; mas antes de haber alcanzado siquiera la entrada de la aldehuela dispersa que se extendía por el valle, se desplomó en tierra privada de sus fuerzas. Llevaría acaso una hora allí tendida, libre de todos los padecimientos terrenos, y ya cubría la región una oscuridad total cuando volvió en sí rodeada de varios compasivos lugareños. Pues un muchacho que jugaba en la pendiente rocosa se había percatado de su presencia allí y relatado en casa de sus padres tan extraña y sorprendente escena; a lo cual éstos, que habían recibido algún que otro favor de Littegarde, sumamente conmocionados al saberla en tan desolada situación, se pusieron de inmediato en camino para asistirla en la medida de sus posibilidades. Gracias a los esfuerzos de estas gentes no tardó en reanimarse, y a la vista del castillo que estaba cerrado a cal y canto a sus espaldas recuperó también su juicio; se negó sin embargo a aceptar el ofrecimiento de dos mujeres de conducirla de vuelta al palacio, y sólo rogó que tuvieran la bondad de conseguirle sin más demora un guía para continuar su camino. En vano le hicieron ver que en su estado no podía emprender viaje alguno; Littegarde, so pretexto de que su vida corría peligro, porfió en abandonar en el acto los límites del territorio del castillo; es más, como la turba en derredor suyo fuera cada vez más en aumento sin ayudarla, hizo intentos de desasirse por la fuerza y, a despecho de la oscuridad de la noche en ciernes, ponerse sola en camino; de tal suerte que las gentes, impelidas por el temor a que, de ocurrirle algún percance, los señores les hicieran responder de ello, accedieron a sus deseos y le consiguieron un carruaje que, tras dirigirle repetidamente la pregunta de a dónde debía dirigirse, partió con ella hacia Basilea.

Mas ya antes de llegar a la aldea mudó, tras sopesar con mayor atención las circunstancias, su decisión, y ordenó a su guía que diera la vuelta y pusiera rumbo al castillo de Trota, que sólo distaba pocas millas. Pues bien entendía que, frente a un contrincante como el conde Jacob Barbarroja, nada lograría sin apoyo ante el tribunal de Basilea; y nadie le parecía más digno de la confianza de ser llamado a defender su honor que su gallardo amigo, quien como ella bien sabía continuaba profesándole un profundo amor, el excelente chambelán micer Friedrich von Trota. Sería acaso cerca de medianoche y aún se distinguían las luces en el palacio cuando, exhausta del viaje, llegó allí en su carromato.

Ordenó subir a un servidor de la casa que salió a su encuentro a que mandara anunciar a la familia su llegada; mas aún antes de que éste hubiera llevado a cabo su tarea ya salieron a la puerta doña Bertha y doña Kunigunde, las hermanas de micer Friedrich, que se hallaban casualmente en la antesala inferior, ocupadas en tareas domésticas. Entre joviales salutaciones ayudaron las amigas a descender del carruaje a Littegarde, a la que conocían bien, y la guiaron, aunque no sin cierta angustia, escaleras arriba, a la cámara de su hermano, el cual estaba sentado ante una mesa, absorto en las actas en que lo tenía sumido un proceso. Mas cómo describir el asombro de micer Friedrich cuando, ante el rumor que se elevaba detrás suyo, volvió su rostro y vio caer de rodillas ante él a doña Littegarde, descompuesta y demudada, el vivo retrato de la desesperación. «¡Mi amadísima Littegarde!», exclamó poniéndose en pie y alzándola del suelo: «¿Qué desgracia os ha ocurrido?» Littegarde, tras tomar asiento en un sillón, le relató lo sucedido: qué infame acusación había lanzado contra ella el conde Jacob Barbarroja ante el tribunal de Basilea para quedar libre de sospecha por el asesinato del duque; cómo tal noticia había provocado en el acto a su anciano padre, que padecía justamente de una indisposición, semejante ataque de nervios que, pocos minutos después, había fallecido en brazos de sus hijos; y cómo éstos, enfurecidos por la indignación, desoyendo lo que pudiera ella alegar en su defensa, la habían acosado con las más horribles vejaciones y finalmente, como a una criminal, la habían expulsado de la casa. Rogó a micer Friedrich que la condujera con el acompañamiento adecuado a Basilea y allí le designara un asesor judicial que, en su comparecencia ante el jurado constituido por el emperador, la asistiera con consejo sabio y prudente contra aquella impúdica acusación. Aseguró que oír semejante cosa de boca de un parto o un persa al que jamás hubiera visto con sus propios ojos no hubiera podido anonadarla más que del conde Jacob Barbarroja, por haberle resultado éste odioso desde siempre tanto por su mala reputación como por su figura, y los requiebros que a veces se había tomado la libertad de decirle en los festejos del verano anterior los había rechazado invariablemente con la mayor frialdad y desprecio.

«¡Basta, mi amadísima Littegarde!», exclamó micer Friedrich, mientras tomaba con noble ardor su mano y la llevaba a sus labios: «¡No malgastéis ni una sola palabra para defender y justificar vuestra inocencia! En mi pecho habla en vuestro favor una voz inmensamente más vivida y convincente que todas las aseveraciones, y aún incluso más que cuantas razones legales y pruebas podáis reunir ante el tribunal de Basilea sobre las circunstancias y hechos. Aceptadme, puesto que vuestros injustos y nada generosos hermanos os abandonan, como vuestro amigo y hermano, y concededme la gloria de ser vuestro defensor en esta causa; ¡yo restituiré el brillo de vuestro honor ante el tribunal de Basilea y ante el juicio del mundo entero!» Diciendo esto condujo a Littegarde, que derramaba vehementes lágrimas de agradecimiento y emoción ante tan nobles palabras, arriba, a las habitaciones de doña Helena, su madre, la cual se había retirado ya a su dormitorio; la presentó a esta digna y anciana dama, la cual le profesaba un especial afecto, como huésped invitada que había decidido, a causa de una riña que había estallado en el seno de su familia, morar durante algún tiempo en su castillo; aquella misma noche se le habilitó un ala entera del amplio alcázar, se llenaron profusamente los armarios que allí se encontraban con vestidos y ropajes para ella elegidos del ajuar de las hermanas; se le asignó asimismo, tal y como correspondía a su rango, servidumbre adecuada o a decir verdad magnífica: y ya al tercer día micer Friedrich von Trota, sin decir palabra sobre el modo y manera en que pensaba presentar sus pruebas ante el tribunal, con un numeroso séquito de guerreros de a caballo y escuderos, se encontraba de camino a Basilea.

Entretanto había llegado a manos del tribunal de Basilea un escrito de los señores de Breda, los hermanos de Littegarde, alusivo a los sucesos habidos en el castillo, mediante el cual entregaban enteramente a la pobre mujer, como a la convicta de un crimen, al brazo de la ley, bien fuera por considerarla en efecto culpable o por tener otras razones para desear su ruina. Cuando menos presentaban su expulsión del castillo, de modo innoble y falaz, como una fuga voluntaria; describían cómo ella, sin poder alegar nada en defensa de su inocencia, ante algunas indignadas expresiones que no habían podido reprimir, había abandonado en el acto el castillo; y al resultar vanas cuantas pesquisas afirmaban haber realizado por su causa, eran de la opinión de que probablemente erraría entonces por esos mundos de Dios con un tercer aventurero para completar la medida de su oprobio. Por ello solicitaban que, para salvaguardar el honor de la familia que ella había mancillado, se eliminara su nombre de las genealogías de la casa de Breda y, basándose en vagas interpretaciones legales, deseaban que como pena por tan descomunales delitos se la privara de todos los derechos al legado del noble padre al que su infamia había llevado a la tumba. Ahora bien, aun cuando los jueces de Basilea estaban bien lejos de considerar tal petición, que por lo demás no era de su incumbencia, como entretanto el conde Jacob, al recibir aquella noticia, diera las muestras más inequívocas y decisivas de su pesar por el destino de Littegarde y secretamente, como se supo, envió gentes a caballo para averiguar su paradero y ofrecerle alojamiento en su castillo: el tribunal no dudó más de la veracidad de su testimonio y determinó retirar de inmediato la acusación que pesaba sobre él por el asesinato del duque.

Es más, este interés que mostraba por la desdichada en tal momento de necesidad tuvo incluso un efecto asaz ventajoso sobre la opinión del pueblo, que se decantó enormemente por él en su benevolencia; se disculpó entonces lo que poco antes se había reprobado con severidad, el abandono de una mujer rendida a su amor ante el escarnio del mundo entero, y se consideró que en tan extraordinarias y atroces circunstancias, puesto que no se trataba de menos que de vida y honor, no le había restado otra posibilidad que revelar sin consideraciones la aventura acontecida en la noche de San Remigio. En consecuencia, se citó de nuevo por mandato expreso del emperador al conde Jacob Barbarroja ante el tribunal para declararlo solemnemente, a puertas abiertas, libre de la sospecha de haber tenido parte en el asesinato del duque. Acababa el heraldo de leer el escrito de los señores de Breda bajo el atrio de la amplia sala del tribunal, que de acuerdo con la resolución del emperador respecto al acusado que se encontraba en píe junto a él se disponía a proceder a una restitución formal de su honor, cuando micer Friedrich von Trota avanzó hasta el palenque y, basándose en el derecho común de todo observador imparcial, solicitó que le permitieran ver un instante la carta. Se accedió a su deseo, con los ojos del pueblo entero puestos en él; mas no bien hubo recibido micer Friedrich el escrito de manos del heraldo cuando, tras lanzar una fugaz mirada sobre él, lo rasgó de arriba abajo y arrojó los pedazos junto con su guante, que envolvió juntos, al rostro del conde Jacob Barbarroja con estas palabras: «ique era un bellaco y un indigno calumniador y que él estaba dispuesto a probar a vida o muerte la inocencia de doña Littegarde del crimen que le imputaba, ante el mundo entero, en juicio de Dios! —El conde Jacob Barbarroja, tras recoger el guante con el rostro muy pálido, dijo: «¡Tan cierto como que Dios decide justamente en el juicio de las armas, así de cierto es que probaré la veracidad de lo que, por necesidad imperiosa, revelé con respecto a doña Littegarde, en honorable y caballeresco combate singular! ¡Informad, nobles señores», dijo dirigiéndose a los jueces, «a su imperial majestad sobre el recurso interpuesto por micer Friedrich y rogadle que nos señale hora y lugar en que podamos enfrentarnos espada en mano para dirimir este pleito!» Según esto enviaron los jueces, levantando la sesión, una delegación con el informe sobre dicho suceso al emperador; y como éste, al haber salido micer Friedrich en defensa de doña Littegarde, se hallara no poco desconcertado respecto a su confianza en la inocencia del conde: así pues convocó a Basilea, tal como exigían las leyes del honor, a doña Littegarde para que presenciara la contienda, y a fin de esclarecer el extraño misterio que envolvía aquel asunto, fijó el día de Santa Margarita como el día y la explanada del castillo de Basilea como el lugar en que ambos, micer Friedrich von Trota y el conde Jacob Barbarroja, habían de contender en presencia de doña Littegarde.

De acuerdo con dicha decisión, al llegar el sol a su cénit el día de Santa Margarita sobre las torres de la ciudad de Basilea y habiéndose reunido en la explanada del castillo tan inconmensurable muchedumbre que fue menester construir bancos y grádenos para acomodarla, al triple llamado del heraldo desde la tribuna de los jueces de campo entraron en liza micer Friedrich y el conde Jacob, pertrechados ambos de pies a cabeza con centelleante metal, para dirimir su causa. La caballería entera de Suabia y de Suiza se encontraba presente casi al completo sobre la palestra del alcázar que se elevaba al fondo; sobre el balcón de éste, rodeado de sus cortesanos, estaba sentado el propio emperador junto a su esposa y los príncipes y princesas, sus hijos e hijas. Poco antes de dar comienzo El duelo, mientras los jueces distribuían sol y sombra entre los contendientes, se llegaron una vez más a las puertas de la explanada doña Helena y sus dos hijas, Bertha y Kunigunde, las cuales habían acompañado a Littegarde hasta Basilea, y rogaron a la guardia que allí se encontraba permiso para poder entrar y hablar unas palabras con doña Littegarde, la cual, según uso ancestral, estaba sentada sobre un estrado dentro del propio palenque. Pues aun cuando la conducta de aquella dama pareciera exigir el más absoluto respeto y una confianza enteramente ilimitada en la veracidad de sus aseveraciones, sin embargo el anillo que tenía para aducir el conde Jacob, y más aún la circunstancia de que Littegarde hubiera dado licencia la noche de San Remigio a su doncella, la única que habría podido servirle de testigo, sumía su ánimo en la más viva angustia; determinaron poner una vez más a prueba, en el apremio de tan decisivo instante, la seguridad de conciencia inherente a la acusada y ponderarle cuán ociosa o antes bien blasfema era la empresa, en caso que realmente pesara sobre su alma una culpa, de pretender quedar limpia de ella mediante la sagrada ordalía de las armas, que sacaría indefectiblemente la verdad a la luz. Y en efecto tenía Littegarde todos los motivos para meditar bien el paso que micer Friedrich daba entonces por su causa; la pira la esperaba tanto a ella como a su amigo, el caballero Von Trota, en caso de que Dios, en el juicio de los aceros, no se decidiera por él sino por el conde Jacob Barbarroja y por la veracidad del testimonio que éste había prestado ante el tribunal en contra de ella. Doña Littegarde, viendo entrar a la madre y las hermanas de micer Friedrich, se levantó del sitial con su característica expresión de dignidad, que por el dolor que inundaba su ser resultaba aún más conmovedora, y les preguntó saliendo a su encuentro: «¿qué era lo que las conducía a ella en un instante tan fatídico?». «Hijita mía», habló doña Helena llevándola aparte: «¿Queréis ahorrarle a una madre que en su yerma vejez no tiene otro consuelo que la posesión de su hijo el pesar de tener que llorarlo ante su tumba? ¿Queréis sentaros antes de que dé comienzo el combate en un carruaje, cargada de ajuar y ricos presentes, y aceptar como obsequio una de nuestras posesiones que se encuentra al otro lado del Rin y os recibirá de modo conveniente y con los brazos abiertos?» Littegarde, tras clavar su mirada por un momento en su rostro mientras le cruzaba por la faz una honda palidez, tan pronto hubo comprendido el significado de tales palabras en todo su alcance, hincó una rodilla ante ella. «¡Honorabilísima y excelsa señora!», dijo; «¿procede la angustia de que Dios, en esta hora decisiva, pudiera declararse contra la inocencia de mi pecho, del corazón de vuestro noble hijo?» —«¿Por qué preguntáis?», inquirió doña Helena. —«Porque en tal caso le conjuro a mejor no desenvainar la espada que no guía mano confiada y ceder ante su adversario en la palestra con cualesquiera hábiles pretextos: y abandonarme con todo a mi destino, que pongo en manos de Dios, sin prestar oídos intempestivos a una compasión de la cual no puedo aceptar ni un ápice!» —«¡No!», repuso doña Helena confusa:

«¡Mi hijo nada sabe! No sería digno de él, habiendo dado ante el tribunal su palabra de defender vuestra causa, haceros tal proposición ahora que ha llegado la hora decisiva. Firmemente convencido de vuestra inocencia arrostra, ya armado para el combate como veis, al conde, vuestro rival; fue una propuesta que nosotras, mis hijas y yo, en la angustia del momento, hemos ideado para considerar todas las ventajas y evitar toda desgracia.» —«Entonces», dijo doña Littegarde, regando con sus lágrimas la mano de la anciana dama mientras imprimía un ardiente beso en ella: «¡dejadle desempeñar su palabra! No mancha mi conciencia culpa alguna; y si fuera a la lucha sin yelmo ni coraza, ¡Dios y todos sus ángeles lo ampararían!» Y diciendo esto se alzó del suelo y condujo a doña Helena y sus hijas a unos asientos situados dentro del estrado, tras el sitial envuelto en paño rojo sobre el que ella misma se instaló.

A continuación, a un gesto del emperador, el heraldo dio con la trompeta la señal para el combate singular, y ambos caballeros, escudo y espada en mano, se acometieron mutuamente. Micer Friedrich, ya con el primer mandoble, hirió de inmediato al conde; lo alcanzó con la punta de su espada, no precisamente larga en demasía, allí donde entre brazo y mano las uniones de la armadura encajaban unas en otras; mas el conde, quien sobresaltado por el dolor retrocedió de un brinco, descubrió que, aun cuando la sangre corría copiosamente, no era sin embargo más que un rasguño superficial a ras de piel: de tal suerte que ante los murmullos de desaprobación de los caballeros que se encontraban en la palestra por lo desafortunado de tal actuación, avanzó de nuevo y prosiguió la lucha con renovadas fuerzas cual si estuviera completamente indemne. Se desencadenó entonces la lucha entre ambos contendientes como se acometen dos vientos en la tempestad, como entrechocan dos nubes en la tormenta, lanzándose sus rayos, encrespándose y envolviéndose mutuamente sin mezclarse entre el fragor de constantes truenos. Micer Friedrich, extendiendo escudo y espada hacia adelante, estaba plantado sobre el suelo como si fuera a echar raíces; hasta las espuelas se hundía, hasta los tobillos y las pantorrillas, en la tierra liberada de sus adoquines y removida adrede, apartando de pecho y testa los arteros golpes del conde, el cual, pequeño y ágil, parecía atacar a un tiempo desde todos lados. El combate, contando los instantes de descanso a los que obligaba el agotamiento de ambas partes, duraba ya casi una hora cuando se alzó de nuevo un murmullo desaprobatorio entre los espectadores que se encontraban sobre el graderío. Parecía que en tal ocasión no se refería al conde Jacob, cuyo celo en poner fin a la contienda no cejaba, sino al hecho de que micer Friedrich continuara empalado como un estafermo en un único punto y se abstuviera de todo ataque propio de un modo extraño; casi parecía intimidado, o cuando menos obcecado.

Aun pudiendo su proceder basarse en buenas razones, el sentimiento de micer Friedrich era empero demasiado débil como para no sacrificarlo sin más demora ante la exigencia de quienes en aquel instante juzgaban su honor; con una animosa zancada abandonó el punto que había elegido desde el comienzo y la especie de parapeto natural que se había formado en torno a sus pies y acometió a su contrario, cuyas fuerzas ya empezaban a declinar, lanzando sobre su testa varios rudos y recios golpes que éste supo no obstante parar mediante hábiles movimientos laterales de su escudo. Mas apenas invertido de tal guisa el combate sufrió micer Friedrich un percance que no parecía precisamente indicar la presencia de poderes superiores que rigieran el combate; al trabarse su pie en las espuelas, cayó trastabillando y mientras, bajo el peso del yelmo y la coraza que cargaban la parte superior de su cuerpo, caía de rodillas apoyando la mano en el polvo, el conde Jacob Barbarroja, no precisamente del modo más noble ni caballeresco, le hundió la espada en el costado que de tal suerte había quedado al descubierto. Micer Friedrich se alzó del suelo de un salto con un instantáneo grito de dolor. Si bien se apretó el yelmo sobre los ojos y, arrostrando velozmente a su rival, se aprestó a proseguir la lucha, mientras él se sostenía apoyado en su espada con el cuerpo encorvado por el dolor y la oscuridad rondaba su vista: el conde le hundió dos veces más su tizona en el pecho, justo bajo el corazón; a lo cual, con la armadura traqueteando con estrépito en torno, se desplomó en el suelo y dejó caer junto a sí espada y escudo.

El conde, después de arrojar las armas a un lado, le puso el pie sobre el pecho con un triple toque de trompeta; y mientras todos los espectadores, el propio emperador a la cabeza, se alzaban de sus asientos con ahogados gritos de espanto y compasión: doña Helena, con sus dos hijas en pos, se abalanzó sobre su amado hijo que se revolcaba en polvo y sangre. «¡Oh, mi Friedrich!», exclamó arrodillándose desolada junto a su testa; mientras doña Littegarde, desvanecida y exánime, era levantada del estrado sobre el que se había derrumbado y conducida a prisión por dos esbirros. «¡Y ay de esa infame», prosiguió, «esa perdida, que, con la conciencia de la culpa en el seno, osa venir y armar el brazo del amigo más fiel y más noble para que libre por ella un juicio de Dios en lance desigual!» Y al decir esto levantó gimiendo del suelo al hijo amado, mientras las hijas lo despojaban de su coraza, e intentó contenerle la sangre que brotaba de su noble pecho. Mas por orden del emperador acudieron esbirros que también lo prendieron a él como reo caído bajo el peso de la ley; con la asistencia de algunos médicos lo colocaron sobre unas angarillas y lo llevaron a su vez, acompañado por una gran turba popular, a prisión, adonde sin embargo obtuvieron doña Helena y sus hijas licencia para poder seguirlo hasta su muerte, de la que nadie dudaba.

Bien pronto se vio empero que las heridas de micer Friedrich, aun afectando a zonas vitales y delicadas, por una singular providencia del cielo no eran mortales; antes bien, los médicos que se le habían asignado pudieron ya pocos días más tarde asegurar a la familia con certeza que saldría con vida, y es más, que gracias al vigor de su naturaleza se habría recuperado en breves semanas sin quedar tullido en parte alguna de su cuerpo. Tan pronto recobró el juicio que el dolor le robara durante largo tiempo dirigía invariablemente a su madre esta única pregunta: ¿qué era de doña Littegarde? No podía reprimir las lágrimas al imaginarla en la yerma soledad de la mazmorra, abandonada a la más espantosa desesperación, y exhortó a las hermanas, acariciándoles tiernamente la barbilla, a que la visitaran y la consolaran. Doña Helena, soliviantada por tales palabras, le rogó que olvidara a aquella vil indecente; opinó que el crimen al que hiciera alusión el conde Jacob ante tribunal y que más tarde saliera a la luz por el desenlace del combate singular podría ser perdonado, mas no la impudicia y el descaro de invocar, siendo consciente de tamaña culpa, el sagrado juicio de Dios cual una inocente, sin escrúpulos para con el más noble amigo, al que arrojaba con ello a la perdición. «Ay, madre mía», dijo el chambelán, «¿qué mortal, y aun si fuera el mayor sabio de todos los tiempos, osaría interpretar la enigmática sentencia que Dios ha pronunciado en estas ordalías?» «¿Cómo?», exclamó doña Helena: «¿Por ventura se te escapa el significado de esta divina sentencia? ¿Acaso no te infligió en la lid la espada de tu rival una derrota por desdicha bien clara e inequívoca?» —«¡Sea!», concedió micer Friedrich: «Por un instante sucumbí ante él.

Mas, ¿fui vencido por el conde? ¿Acaso no estoy vivo? ¿Y por ventura no florezco y me alzo de nuevo milagrosamente como bajo un hálito celestial para, quizá ya dentro de pocos días, armado con doble y triple energía retomar de nuevo el combate en el que fui estorbado por un azar insignificante?» —«¡Necio de ti!», exclamó la madre. «¿Ignoras por ventura que existe una ley según la cual un combate, una vez los jueces de campo lo declaran concluido, no puede ser reiniciado para dirimir la misma causa en la palestra del sagrado juicio de Dios?» —«¡Tanto da!», repuso el chambelán enojado. «¿Qué se me da a mí de tan arbitrarias leyes humanas? Un duelo que no ha proseguido hasta la muerte de uno de los dos contendientes, ¿puede acaso darse por concluido si se consideran las circunstancias de manera mínimamente razonable? Y caso que se me permitiera retomarlo, ¿no podría abrigar la esperanza de remediar el percance sufrido y alcanzar con la espada otra sentencia divina muy diferente de la que, de guisa tan poco perspicaz y corta de miras, se toma ahora por tal?» «Sea como fuere», repuso la madre pensativa, «esas leyes que pretendes ignorar son las que rigen y tienen vigencia; de modo comprensible o no, ejecutan el poder de los preceptos divinos y os entregan a ti y a ella, como una pareja de criminales execrandos, a la severidad del brazo secular.» —«Ay», exclamó micer Friedrich; «¡ello es justamente lo que me arroja, cuitado de mí, a la desesperación!

La vara de la justicia ya se ha roto sobre ella cual sobre una convicta; y yo, que pretendía probar su virtud e inocencia ante el mundo, soy quien ha arrojado tamaña miseria sobre ella: un funesto traspié en las correas de mis espuelas, mediante el cual quizá Dios, independientemente por completo de su causa, quiso castigarme por los pecados que moran en mi propio pecho, entrega sus florecientes miembros a las llamas y su memoria a eterno oprobio!». Con estas palabras asomó una lágrima de ardiente dolor viril a sus ojos; tomando su pañuelo se volvió hacia el muro, y doña Helena y sus hijas se arrodillaron embargadas de muda emoción junto a su lecho y, besando su mano, mezclaron sus lágrimas con las de él. Entretanto había entrado en su celda el torrero con alimento para él y su familia, y al preguntarle micer Friedrich cómo se encontraba doña Littegarde, escuchó de éste en frases deshilvanadas y cargadas de desprecio: que yacía sobre un puñado de paja y desde el día en que había sido recluida allí no había vuelto a pronunciar palabra alguna. Tal noticia sumió a micer Friedrich en la angustia más extrema; le encargó que tranquilizara a la dama diciéndole que, por una insondable voluntad del cielo, se iba restableciendo por completo y que le rogaba licencia para, cuando hubiera recuperado totalmente la salud y el alcaide del castillo lo permitiera, visitarla alguna vez en su prisión. Mas la respuesta que el torrero dijo haber obtenido de ella, tras sacudir repetidamente su brazo, pues yacía sobre la paja como una demente, sin oír ni ver, fue que no, que mientras continuara en este mundo no quería ver a persona alguna; es más, se supo que aquel mismo día, en un escrito de su puño y letra, había ordenado al alcaide que no permitiera a nadie, quienquiera que fuese, pero al chambelán Von Trota muchísimo menos, que acudiera a verla; de tal suerte que micer Friedrich, arrastrado por la vehemente zozobra a causa de su estado, un día en que sentía regresar sus fuerzas con especial viveza se puso en camino con licencia del alcaide y, en la certeza de obtener su perdón, se llegó a su celda sin anunciarse, en compañía de su madre y sus dos hermanas.

Mas cómo describir el espanto de la infeliz Littegarde cuando, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, ante el sonido procedente del portón se incorporó sobre la paja que le habían echado y, en lugar del torrero al que esperaba, vio entrar en su celda al chambelán, su noble y excelso amigo, del brazo de Bertha y Kunigunde, con algunas señales de los sufrimientos pasados, una estampa melancólica y conmovedora. «¡Fuera!», gritó con expresión desesperada mientras se arrojaba de espaldas sobre las mantas de su jergón y ocultaba el rostro con las manos: «Si es que en tu pecho arde una sola brasa de compasión, ¡fuera!» —«¿Qué oigo, mi adorada Littegarde?», repuso micer Friedrich. Apoyándose en la madre se llegó a su vera y con indecible emoción se inclinó para tomar su mano. «¡Fuera!», gritó ella trémula, retrocediendo varios pasos de hinojos sobre la paja: «¡Si no quieres que pierda el juicio, no me toques! Me horrorizas; imenos me espanta un fuego llameante que tú!» —«¿Yo te horrorizo?», repuso micer Friedrich herido. «¿De qué modo, mi noble Littegarde, ha merecido tu Friedrich semejante recibimiento?» —Según decía esto le acercó Kunigunde una silla, a una señal de la madre, y lo invitó, débil como estaba, a sentarse en ella. «¡Oh, Jesús!», exclamó aquélla, arrojándose ante él cuán larga era poseída del más espantoso pavor, el rostro enteramente en tierra: «¡Sal de esta mazmorra, amado mío, y abandóname! Abrazo tus rodillas con ardiente fervor, lavo tus pies con mis lágrimas, te suplico, humillada ante ti en el polvo como un gusano, tan sólo un gesto de compasión: ¡vete, mi señor y dueño, vete de mi celda, vete de aquí en este preciso instante y abandóname!» —Micer Friedrich continuaba en pie ante ella, conmocionado de parte a parte. «¿Tan desagradable te es mi presencia, Littegarde?», preguntó, mirándola gravemente desde lo alto. «¡Terrorífica, insoportable, aniquiladora!», respondió Littegarde presa de desesperación, apoyada sobre las manos y ocultando por completo su rostro entre las plantas de los pies de aquél. «¡El infierno, con todos sus horrores y espantos, me es más dulce y más gustoso de contemplar que la primavera de esa faz que tornas hacia mí con clemencia y amor!» —«¡Dios del cielo!», exclamó el chambelán; «¿qué he de pensar de tamaña contrición de tu alma? ¿Acaso, desdichada, hablaron verdad las ordalías y el crimen del que te acusara el conde ante el tribunal… eres culpable de él?» —«¡Culpable, convicta, reproba! ¡Maldita y condenada así en esta vida como en la eterna!», gritó Littegarde dándose golpes de pecho como una posesa: «Vete, que mis sentidos se desgarran y se quebrantan mis fuerzas.

¡Déjame sola con mi miseria y mi desesperación!» —Ante tales palabras se desvaneció micer Friedrich; y mientras Littegarde cubría su rostro con un velo y, cual en completa renuncia al mundo, se tendía de nuevo sobre su jergón, Bertha y Kunigunde se abalanzaron gimiendo sobre su hermano exánime para devolverlo a la vida. «¡Oh, maldita seas!», exclamó doña Helena al abrir de nuevo los ojos el chambelán: «¡Sentenciada a eternos remordimientos a este lado de la tumba y más allá de ella a la condenación eterna: no por la culpa que ahora confiesas, sino por ser tan inmisericorde e inhumana de no haberla reconocido antes de arrastrar contigo a mi hijo a la perdición! ¡Necia de mí!», prosiguió apartándose de ella cargada de desprecio, «¡si hubiera concedido crédito a las palabras que, poco antes de dar comienzo el juicio de Dios, me confiara el prior del monasterio de los agustinos de esta ciudad, con el cual se confesó el conde como piadosa preparación para la hora decisiva que lo aguardaba! ¡A él le juró por la Sagrada Hostia la veracidad de la declaración que había prestado con respecto a esta miserable; le especificó la puerta del jardín ante la cual, según lo acordado, ella lo había esperado y recibido al caer la noche, le describió la alcoba, una estancia aneja de la torre deshabitada del castillo en la que lo introdujo sin que se apercibiera la guardia, y el magnífico lecho, cómodamente acolchado bajo un dosel, sobre el cual yació con él en impúdica bacanal!

Un juramento prestado en hora tal no encierra engaño: y si yo, cegada de mí, hubiera enterado a mi hijo de ello, aun cuando hubiera sido en el instante en que se desencadenaba el combate singular: le habría abierto los ojos y él se hubiera apartado, trémulo, del abismo a cuyo borde se hallaba. —«¡Mas ven!», exclamó doña Helena abrazando suavemente a micer Friedrich y estampando un beso en su frente: «La indignación que la honra con palabras es un honor para ella; ¡que vea nuestras espaldas y desespere aniquilada por los reproches de que la dispensamos!» —«¡El miserable!», repuso Littegarde, incorporándose soliviantada por tales palabras. Apoyó su testa ¿¡olorosamente sobre sus rodillas, y derramando ardientes lágrimas sobre su pañuelo, dijo: «Recuerdo que mis hermanos y yo, tres días antes de aquella noche de San Remigio, estábamos en su castillo; había celebrado, según solía, una fiesta en mi honor, y mi padre, que gustaba de ver festejada mi floreciente juventud, me había movido a aceptar la invitación en compañía de mis hermanos. Ya a deshora, acabada la danza, al subir a mi dormitorio encuentro una nota sobre mi mesa que, escrita por mano desconocida y sin firma, contenía una declaración amorosa en toda regla. Coincidió que mis dos hermanos, por concertar nuestra partida que estaba fijada para el día siguiente, se encontraban presentes en mi cámara en ese momento; y no acostumbrando a tener ningún género de secretos para con ellos, poseída de mudo asombro les mostré el extraño hallazgo que acababa de realizar.

Ellos, como reconocieran en el acto la mano del conde, se encolerizaron sobremanera y el mayor pretendía llegarse en aquel preciso instante a los aposentos de aquél con la nota; mas el menor le hizo considerar cuán delicado sería semejante paso, ya que el conde había tenido la prudencia de no firmar la esquela; a lo cual ambos, profundamente humillados por tan insultante conducta, subieron conmigo a la carroza esa misma noche y, resueltos a no volver nunca a honrar el palacio con su presencia, regresaron al castillo de su padre. —«¡Esto es lo único», añadió, «que tuve jamás en común con ese indigno canalla!» —«¿Qué oigo?», dijo el chambelán volviendo hacia ella su rostro anegado en llanto: «¡Esas palabras me suenan a música celestial! ¡Repítemelas!», dijo tras una pausa, arrodillándose ante ella y uniendo sus manos: «¿No me has traicionado por aquel miserable, y estás limpia de la culpa que te ha imputado ante tribunal?» «¡Amado mío!», susurró Littegarde oprimiéndole la mano contra sus labios —«¿Lo estás?», exclamó el chambelán: «¿Lo estás?» —«Como el pecho de un niño recién nacido, como la conciencia de quien regresa de la confesión, como el cadáver de una monja fallecida en la sacristía al tomar el velo!» —«¡Oh Dios Todopoderoso!», exclamó micer Friedrich abrazando sus rodillas: «¡Gracias! ¡Tus palabras me devuelven la vida; la muerte ya no me espanta, y la eternidad, que hasta hace un instante se extendía ante mí como un mar de inconmensurable aflicción, se alza de nuevo como un imperio cuajado de mil soles resplandecientes!» —«Cuitado», dijo Littegarde apartándose de él: «¿cómo puedes prestar oídos a lo que te dice mi boca?» —«¿Por qué no?», preguntó encendido micer Friedrich. —«¡Loco! ¡Insensato!», gritó Littegarde; «¿acaso no me ha declarado culpable el juicio de Dios? ¿No perdiste por ventura ante el conde aquel funesto combate, y no ha impuesto él la veracidad de cuanto había declarado en mi contra ante tribunal?» —«¡Oh, mi amadísima Littegarde!», exclamó el chambelán: «¡Guarda tus sentidos de la desesperación! ¡Encúmbrate sobre el sentimiento que mora en tu pecho como sobre una roca: aférrate a ella y no pierdas pie, aun cuando por encima y por debajo de ti se hundieran cielo y tierra! ¡Creamos, de entre dos ideas que confunden los sentidos, la más comprensible y concebible, y antes de que tú te tengas por culpable, creamos mejor que, en el combate singular que libré por ti, fui yo quien venció! ¡Dios, Señor de mi vida!», prosiguió cubriéndose el rostro con las manos, «¡libra mi propia alma de la confusión! Tan cierto como que quiero salvarme, creo no haber sido vencido por la espada de mi rival, pues arrojado ya bajo el polvo de su planta he resucitado de nuevo a la vida. ¿Do está escrito que la suprema sabiduría divina haya de indicar y sentenciar la verdad en el instante de fe en que se la conjura? Oh Littegarde», concluyó oprimiendo la mano de ella entre las suyas: «en esta vida esperemos la muerte, y en la muerte la eternidad, y confiemos firme e incomoviblemente: ¡tu inocencia saldrá a la serena y resplandeciente luz del sol, y lo hará gracias al singular combate que yo libré por ti!» —Así decía cuando entró el alcaide; y como viera a doña Helena sentada llorando ante una mesa, recordó que tantas emociones podrían resultar perjudiciales para su hijo: de modo que a instancias de los suyos volvió micer Friedrich de nuevo a su prisión, no sin la certeza de haber prestado y obtenido algún consuelo.

Entretanto se había instruido ante el tribunal constituido por el emperador en Basilea la acusación contra micer Friedrich von Trota así como contra su amiga, doña Littegarde von Auerstein, por invocar pecaminosamente el juicio de Dios, y de acuerdo con la ley vigente habían sido condenados ambos a sufrir, en la misma plaza donde se librara el combate singular, muerte ignominiosa en la hoguera. Se envió una delegación de consejeros para anunciarlo a los cautivos, y se hubiera ejecutado la sentencia sin demora tan pronto se restableció el chambelán de no haber sido la secreta intención del emperador ver presente al conde Jacob Barba-rroja, contra el que no podía reprimir una suerte de desconfianza. Mas éste, de un modo en verdad extraño y sorprendente, yacía aún enfermo a causa de la pequeña herida, al parecer sin importancia alguna, que le había infligido micer Friedrich al iniciarse el combate; una putridez extrema de sus humores impedía, día tras día y semana tras semana, su curación, y todo el arte de los médicos que se fue llamando desde Suabia y Suiza no logró cerrarla.

Es más, un pus corrosivo, desconocido por completo para la medicina de la época, roía como un cáncer la mano alrededor en su totalidad hasta el hueso, de tal suerte que, para espanto de todos sus amigos, había sido menester amputarle toda la mano dañada y más tarde, como con ello no se hubiera puesto coto a la corrosión del pus, incluso el brazo. Mas tal remedio, ensalzado y tenido por cura radical, como se hubiera entendido hoy día fácilmente en lugar de ayudarle sólo enconó el mal; y los médicos, al irse descomponiendo a ojos vistas su cuerpo entero en purulencia y podredumbre, declararon que no tenía salvación posible y que moriría antes de finalizar aquella semana. En vano lo exhortó el prior del monasterio de los agustinos, quien creía ver traslucir la temible mano de Dios en tan inesperado cariz que habían tomado los acontecimientos, a confesar la verdad con respecto a la querella abierta entre él y la duquesa regente; el conde, estremecido de parte a parte, tomó una vez más el sagrado sacramento por testigo de la veracidad de su declaración, y dando toda muestra del más espantoso miedo por haber podido acusar calumniosamente a doña Littegarde, entregó su alma a la condenación eterna.

Y en verdad, pese a lo licencioso de su vida, se tenía doble motivo para creer en el fondo de probidad de tal aseveración: por una parte, porque el enfermo era de hecho en cierto modo piadoso, lo cual no parecía permitir un juramento falso en situación semejante, y por otro, porque de un interrogatorio al que se había sometido al torrero del castillo de los de Breda, al cual afirmaba haber sobornado a fin de acceder secretamente a la fortaleza, resultó en verdad que tal circunstancia era fundada y que el conde había estado realmente en el interior del castillo de Breda la noche de San Remigio. Como consecuencia no le restó prácticamente al prior más que creer en un engaño sufrido por el propio conde con una tercera persona desconocida para él; y no había alcanzado aún el fin de sus días el infeliz, quien ante la noticia de la milagrosa recuperación del chambelán llegara él mismo a tan espantosa ocurrencia cuando, para su desesperación, esta idea se vio confirmada de todo punto. Pues se ha de saber que el conde, antes de que su deseo se dirigiera hacia doña Littegarde, ya llevaba largo tiempo amancebado con Rosalie, la doncella de ésta; casi a cada visita que sus señores le rendían en su castillo acostumbraba él a llamar a esta muchacha, que era una criatura frivola e inmoral, a sus aposentos durante la noche. Mas como Littegarde, durante la última visita que realizó a su castillo con sus hermanos, recibiera de él aquella tierna carta en la que le declaraba su pasión, ello despertó la susceptibilidad y los celos de esta muchacha, a la que había descuidado ya desde hacía varias lunas; durante la partida de Littegarde, ocurrida inmediatamente después, a quien hubo de acompañar, hizo llegar de vuelta al conde una nota en nombre de ésta, en la cual le comunicaba que si bien la indignación de sus hermanos por el paso que había dado él no le permitía encuentro alguno de inmediato, le invitaba sin embargo a visitarla con tal objeto la noche de San Remigio en las estancias de su castillo paterno. Aquél, lleno de alegría por la fortuna de su empresa, envió en el acto una segunda carta a Littegarde en la que le anunciaba con certeza su llegada en la susodicha noche, y sólo le rogaba, para evitar todo error, que enviara a su encuentro un fiel guía que lo condujera hasta sus aposentos; y como la criada, diestra en toda suerte de intrigas, contara con un mensaje semejante, logró hacerse con dicho escrito y decirle en una segunda respuesta falsa que ella misma lo esperaría junto a la puerta del jardín. A continuación, la víspera de la noche convenida, con el pretexto de que su hermana se encontraba enferma y quería visitarla, solicitó de Littegarde un día de asueto para marchar al campo; habiéndolo obtenido, abandonó en efecto el castillo bien entrada la tarde con un hatillo de ropa bajo el brazo y a la vista de todos emprendió el camino en la dirección en que vivía aquella mujer.

Mas en lugar de llevar a cabo tal viaje, al caer la noche se llegó de nuevo al castillo pretextando que se aproximaba una tormenta y, a fin según dijo de no importunar a su señora siendo como era su intención emprender la marcha al siguiente día muy de mañana, se procuró un lecho en una de las estancias vacías del torreón del castillo, deshabitado y apenas frecuentado. El conde, que supo obtener del torrero el acceso al castillo mediante dinero, y a la hora de la medianoche, según lo acordado, fue recibido junto a la puerta del jardín por una persona cubierta por un velo, no sospechó, como fácilmente se comprende, nada en absoluto del engaño con el cual se le embaucaba; la muchacha imprimió fugazmente un beso en su boca y lo condujo, a través de varias escaleras y corredores de la desierta ala lateral, a una de las más espléndidas estancias del propio castillo, cuyas ventanas había cerrado cuidadosamente antes. Una vez aquí, tras aguzar el oído enigmáticamente hacia las puertas en todas direcciones sujetando su mano y haberle rogado silencio con voz susurrante so pretexto de que el dormitorio del hermano se hallaba muy cerca, se acostó junto a él sobre el lecho que se encontraba a un lado; el conde, engañado por su figura y silueta, nadaba en la confusión del placer de haber logrado semejante conquista a su edad; y cuando ella, con el primer resplandor del alba, lo dejó ir y como recuerdo de la noche pasada puso en su dedo un anillo que Littegarde recibiera de su esposo y el cual ella le había hurtado la víspera con tal fin, prometióle él que, tan pronto hubiera llegado a su hogar, correspondería a su vez al obsequio con otro que había recibido de su esposa fallecida el día de sus bodas.

Tres días más tarde cumplió en efecto su palabra y le envió secretamente al castillo dicha sortija, de la cual Rosalie fue de nuevo lo bastante hábil como para apoderarse; mas sin embargo, probablemente por temor a que tal aventura pudiera conducirlo demasiado lejos, no dio noticia alguna de sí y, con algún que otro pretexto, esquivó un segundo encuentro. Más adelante la muchacha, a causa de un robo cuya sospecha recaía sobre ella con bastante certeza, fue despedida y enviada de vuelta a casa de sus padres, que vivían a orillas del Rin, y como pasados nueve meses se hicieran visibles las consecuencias de su vida disipada, y la madre la interrogara con gran severidad, indicó al conde Jacob Barbarroja como el padre de su hijo, descubriendo toda la historia secreta con que lo había burlado. Felizmente, por miedo a ser tenida por ladrona, sólo había podido ofrecer muy tímidamente en venta el anillo que le fuera remitido por el conde, y asimismo, a causa de su gran valor, no había encontrado de hecho quien mostrara interés en adquirirlo: de tal suerte que no se podía dudar de la veracidad de su declaración y los padres, apoyándose en prueba tan obvia, acudieron ante los tribunales contra el conde Jacob a causa de la manutención del niño. Los jueces, que ya habían tenido noticia de la extraña causa que se instruía en Basilea, se apresuraron a poner en conocimiento del tribunal tal descubrimiento que era de vital importancia para su desenlace; y como precisamente un concejal se dirigiera a dicha ciudad por asuntos oficiales, le entregaron una carta con el testimonio judicial de la muchacha, a la cual adjuntaron el anillo, para el conde Jacob y para elucidación del terrible enigma que tenía en jaque a toda Suabia y Suiza.

Era precisamente la fecha fijada para la ejecución de micer Friedrich y Littegarde, la cual el emperador, ignorante de las dudas que habían surgido en el pecho del propio conde, no creía poder retrasar más, cuando en la habitación del enfermo, que se retorcía en su lecho atormentado por la desesperación, penetró el concejal con este escrito. «¡Ya basta!», gritó al leer la carta y recibir el anillo: «¡Hastiado estoy de ver la luz del sol! Conseguidme», se dirigió al prior, «unas angarillas y conducidme, mísero de mí, cuya energía se deshace en polvo, al lugar de ejecución: ¡no quiero morir sin haber realizado un acto de justicia!» El prior, hondamente impresionado por este suceso, mandó que, sin más demora, cuatro siervos lo levantaran y lo tendieran, según su deseo, sobre unas andas; y al tiempo que una inconmensurable muchedumbre, reunida por el tañido de las campanas en torno a la pira sobre la que ya estaban atados micer Friedrich y Littegarde, apareció allí junto con el desdichado, que sostenía un crucifijo en la mano. «¡Alto!», gritó el prior, mandando depositar las angarillas frente a la tribuna del emperador: «Antes de que prendáis fuego a esa pira, escuchad unas palabras que ha de revelaros la boca de este pecador!» —«¿Cómo?», exclamó el emperador, alzándose de su sitial lívido como un cadáver, ««¡acaso no se han pronunciado las sagradas ordalías sobre la justicia de su causa y, tras todo lo ocurrido, es por ventura lícito siquiera pensar que Littegarde sea inocente de la culpa que le ha imputado?» —Con tales palabras descendió conmocionado de la tribuna; y más de mil caballeros, a los cuales siguió el pueblo entero salvando bancos y palenques, se arremolinaron en torno al lecho del enfermo. «¡Inocente!», repuso éste, incorporándose cuanto pudo apoyado en el prior:

«¡Tal como determinó la sentencia del Altísimo aquel funesto día ante los ojos de todos los ciudadanos de Basilea aquí reunidos! Pues él, alcanzado por tres heridas a cada cual más mortal, florece como veis pletórico de energía y vitalidad; mientras que un golpe de su mano, que apenas pareció rozar la envoltura más externa de mi vida, ha tocado su mismo núcleo devorándolo horriblemente y sin coto, y ha derribado mi fuerza como el viento de la tempestad un roble. Mas, caso que algún incrédulo aún alimentara dudas, aquí están las pruebas: ¡Rosalie, su camarera, fue quien me recibió aquella noche de San Remigio, mientras que yo, triste de mí, ofuscados mis sentidos, creí tenerla en mis brazos a ella, que siempre había rechazado mis proposiciones con desprecio!» El emperador, ante tales palabras, quedó como petrificado.

Volviéndose hacia la pira envió a un caballero con la orden de ascender en persona a la escala y desatar tanto al chambelán como a la dama, que yacía desvanecida en los brazos de su madre, y conducirlos a su presencia. «Pues bien, ¡un ángel vela por cada uno de vuestros cabellos!», exclamó cuando Littegarde, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, se presentó ante él de la mano de micer Friedrich, su amigo, cuyas propias rodillas temblaban, impresionado por tan prodigiosa salvación, atravesando el círculo del pueblo que les abría paso lleno de reverencia y asombro. Besó la frente de ambos, arrodillados ante él; y después de pedir el armiño que lucía su esposa y colocarlo sobre los hombros de Littegarde, tomó su brazo a la vista de cuantos caballeros estaban allí congregados con la intención de conducirla personalmente a los aposentos de su palacio imperial. Mientras el chambelán, en lugar del sambenito que lo cubría, era tocado a su vez con sombrero de pluma y capa caballeresca, volvióse hacia el conde que se retorcía dolorosamente sobre las angarillas y, movido por un sentimiento de compasión, pues éste no se había prestado al combate singular en modo alguno criminal ni blasfemo, le preguntó al médico que permanecía a su lado: ¿si no había salvación para el desdichado?

—«¡En vano!», respondió Jacob Barbarroja, apoyándose en el regazo de su médico entre horribles estertores: «Y he merecido la muerte que sufro. Pues sabed, ahora que el brazo de la justicia terrena ya no me alcanzará, que yo soy el asesino de mi hermano, el noble conde Wilhelm von Breysach: el canalla que lo abatió con la flecha de mi armería fue comprado por mí seis semanas antes para perpetrar tal crimen que había de conseguirme la corona!» —Con este testimonio se desplomó sobre las andas y exhaló su negra alma. «¡Ah, el presagio de mi propio esposo, el duque!», exclamó la regente, que estaba en pie junto al emperador y había descendido asimismo de la tribuna, llegándose en pos de la emperatriz a la explanada del castillo: «¡Lo que me anunció aún en el postrer instante, con palabras entrecortadas, que yo sin embargo entonces sólo comprendí de modo incompleto!» — El emperador repuso indignado: «¡Mas el brazo de la justicia ha de alcanzar aún tu cadáver! Tomadlo», gritó volviéndose hacia los esbirros, «y de inmediato, condenado como está, entregadlo a los verdugos: ¡que para deshonra de su memoria arda sobre la pira en la que poco faltó para que sacrificásemos por su causa a dos inocentes!». Y con ello, mientras el cadáver del miserable, crepitando en llamas rojizas, era dispersado en todas direcciones por el aliento del cierzo, condujo a doña Littegarde, con sus caballeros en pos, al palacio. Le concedió de nuevo por decreto imperial toda la herencia paterna de la cual ya habían tomado posesión los hermanos en su innoble codicia; y apenas tres semanas más tarde se celebraron en el castillo de Breysach las bodas de los dos excelsos novios, con motivo de las cuales la duquesa regente, muy satisfecha con el cariz que habían tomado los acontecimientos, obsequió a Littegarde como regalo de bodas con una gran parte de las propiedades del conde que correspondían a la ley. El emperador por su parte otorgó a micer Friedrich, tras los desposorios, un toisón honorífico que colocó en torno a su cuello; y, tras concluir sus asuntos en Suiza, apenas estuvo de regreso en Worms mandó añadir en los estatutos del sagrado y divino combate singular, allí do se prevé que a través suyo la culpa ha de quedar descubierta en el acto, estas palabras: «Si es la voluntad de Dios».

Heinrich Von Kleist: El Adoptado. Cuento

heinrich_von_kleistAntonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.

Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.

Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.

El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.

En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.

Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.

Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.

Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.

Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.

Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.

Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:

«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.

Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.

Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.

Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.

Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.

Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.

Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.

Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.

Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.

Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.

Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.

Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.

En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.

Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.

Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.

Edgar Allan Poe: El coloquio de Monos y Una. Cuento

edgar-allan-poeΜέλλοντα ταύτα

Cosas del futuro inmediato.

Sófocles, Antígona

Una.-¿Resucitado?

Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.

Una.-¡La muerte!

Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí… ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!

Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana… diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho… ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.

Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una… ¡ahora para siempre, para siempre mía!

Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.

Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle… Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?

Una.-¿Dónde?

Monos.-Sí.

Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.

Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.

Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.

Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!

Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.

Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno… para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.

Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.

Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad… después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.

No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.

Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.

Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.

Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.

Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.

Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.

Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.

Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme… la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.

Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.

Edgar Allan Poe: Descenso al Maelstrón. Cuento

Descenso al MaelstrónLos caminos de Dios en la naturaleza y en la providencia no son como nuestros caminos; y nuestras obras no pueden compararse en modo alguno con la vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus obras, que contienen en sí mismas una profundidad mayor que la del pozo de Demócrito.
Joseph Glanvill

Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.

-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal… o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentir vértigo?

El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.

-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes… y para contarle toda la historia con su escenario presente.

“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía-, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco… sujetándose a matas si se siente mareado… ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.”

Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.

En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.

-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre Moskoe y Vurrgh- están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios; pero… ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco… ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída.

La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:

-¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelstrón!

-Así suelen llamarlo -repuso el viejo-. Nosotros los noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.

Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo:

«Entre Lofoden y Moskoe -dice-, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se desplomaban.»

Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna -como algo difícil de creer- las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.

Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte, según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura- presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelstrón hay un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial). Esta opinión, bastante gratuita en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel abismo.

-Ya ha podido ver muy bien el remolino -dijo el anciano-, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:

-Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyendo capital por coraje.

«Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el retorno -un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta-, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.

»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca -que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo-, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.

»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18…, día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo que iba a pasar.

»Los tres –mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete -por mi reloj- levamos anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las ocho.

»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.

»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.

»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado…, y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad.

»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.

»Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundados, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!

»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström… ¡y nada podía salvarnos!

»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. ‘Probablemente -pensé- llegaremos allí en un momento de la calma… y eso nos da una esperanza.’ Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.

»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado -tan despejado como jamás he vuelto a ver-, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad; pero… ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!

»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: ‘¡Escucha!’

»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!

»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino.

»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella… arriba… más arriba… como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.

»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido… un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.

»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.

»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.

»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias… así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.

»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.

»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.

»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.

»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.

»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.

»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.

»Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacia la espuma del fondo. ‘Ese abeto -me oí decir en un momento dado- será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca’; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi corazón.

»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.

»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras `cilindro’ y `esfera’. Me explicó -aunque me he olvidado de la explicación- que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma1.

»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como serían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.

»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.

»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia… y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»

Edgar Allan Poe: Berenice. Cuento

bereniceDicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.

-Ebn Zaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Juan José Arreola: El guardagujas. Cuento

El guardagujasEl forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: «Hemos llegado a T.». Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

H.P. Lovecraft: Arthur Jermyn. Cuento

Arthur JermynI

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía… seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya de por sí- era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano… asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

Horacio Quiroga: La gallina degollada. Cuento

la gallina degolladaTodo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Peter Straub: La Esposa Del General. Cuento

Peter Straub La Esposa Del General CuentoAndy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. Phil apenas había soportado Chicago -se quejaba de los restaurantes, del clima, de la forma en que se vestía la gente-, y, durante meses, Andy había asumido que los sentimientos de su esposo por Londres eran similares a este quisquilloso aunque en el fondo poco importante nivel de disgusto. Phil había echado de menos Nueva York…, y ése era el verdadero motivo de su pesada invectiva sobre Chicago. Pero sus sentimientos sobre Londres eran mucho más profundos. Londres no sólo le disgustaba, no sólo la encontraba un ciudad incómoda e inconveniente, sino que la odiaba. Era un ciudad que siempre le ofrecía algún aspecto nuevo por el que sentirse ofendido. En su trabajo, Andy suponía que Phil era agresivo, pero por lo demás neutral; en casa él no veía razón algun para ocultar sus verdaderas actitudes. A Phil le parecía que los ingleses, y especialmente los ingleses empleados por su empresa, se mostraban con aires de superioridad, eran tramposos, poco dignos de fiar, poco honrados… Las cualidades que a Phil le disgustaban y que despreciaba en sus empleados no parecían tener fin.

-Quizá sólo son cautelosos -sugirió Andy.

-¿Cautelosos? -espetó Phil-. ¡Más les vale que lo sean! ¡Puedo despedir a todos y cada uno de esos tortuosos hijos de perra!

Andy comprendió que eso era lo que él necesitaba: un de las facetas de sí mismo que no podía permitirse mostrar en su despacho era su inseguridad. Y quizá la inseguridad de Phil era la base del odio que sentía por Londres, del mismo modo que lo era de las palizas que le daba a su esposa.

Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era un cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Be1gravia -perteneciente a la empresa, pero de ellos durante un año-, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello. De vez en cuando conocía a gente, y la escuchaba. Y verdaderamente atendía a lo que decían. Percibía esa vena de ironía que se intercala en buena parte de las conversaciones inglesas, y eso le encantaba, le parecía como un liberación. Después de un mes de perseguir sus gustos privados en Londres, terminó por comprender que la conversación podía ser un especie de deporte, siempre y cuando uno tuviera de vez en cuando la libertad suficiente para decir cosas que no fueran en serio. Andy sabía que si uno de los empleados de Phil le dijera que le gustaba el traje, la camisa o la corbata que se había puesto, le estaba diciendo en realidad lo horribles que le parecían y lo absurdas que eran en Londres, y que debería guardarlas en el fondo de un armario hasta que su propietario regresara a casa. Phil, que sólo tenía el sentido de la ironía cuando estaba enfadado, habría pensado que le estaban diciendo un cumplido.

De modo que a Andy le encantaban las conversaciones inglesas, y a Phil le disgustaban; a Andy le gustaban los manierismos sociales, mientras que Phil se sentía atacado por ellos; Andy deseaba conocer a los ejecutivos ingleses de la empresa, mientras que Phil insistía en ver sólo a los otros norteamericanos empleados por la empresa. A Phil le gustaban los partidos de béisbol en Regent’s Park, y las discusiones sobre dónde conseguir las mejores hamburguesas y pizzas, los espectáculos de circuito cerrado de la Super Copa, y las veladas de boxeo de pesos pesados en el cine de Leicester Square. Durante todo el año pasado en Inglaterra, Phil echó pestes por la forma en que los peluqueros de Harrod le cortaban el pelo… Andy pensaba que los cortes de pelo eran elegantes…, y todo lo demás banal.

-Quiero un trabajo -le dijo ella un día a finales de mayo-. Voy a ver si puedo conseguir uno.

-¿Un trabajo? -explotó Phil-. ¿Quieres un trabajo? ¿Qué clase de trabajo puedes conseguir aquí.. . si ni siquiera tienes permiso de trabajo? Además, ya ganamos por lo menos dos veces más que cualquiera en este país de nido de ratas. No podrás conseguir un trabajo aquí.

Su expresión anunciaba que volvía a sentirse perseguido por Andy.

-A pesar de todo, me gustaría buscarlo -replicó ella-. Creo que sería agradable conocer a más ingleses. Tú nunca quieres que nos veamos con la gente de la empresa. Voy a empezar a mirar los anuncios de trabajo del periódico.

-¿Anuncios de trabajo? ¿Quieres un puesto de trabajo en un fábrica donde se explota al obrero? Quizá quieras trabajar como camarera en un bar. Bueno, ahí es adonde deberías ir si quieres conocer a los ingleses. Ponte a trabajar en cualquiera de esos inmundos pubs, y te los encontrarás. Los ingleses… -comentó Phil con desprecio-, los ingleses son un puñado de hipócritas pretenciosos. Y no se puede confiar en ellos. Y mean sentados.

Aquella noche, Andy leyó ostensiblemente los anuncios de trabajo del Evening Standard, mientras Phil la miraba con el ceño fruncido desde su sillón.

-Conocerás a Andy Capp -le dijo él-. ¿Es eso lo que quieres lograr en la vida, Andy Capp?

A ella apenas le importó lo que él pensara, mientras no se excitara tanto como para golpearla. Se dirigió a la tienda más cercana donde vendían periódicos, revistas, pastelillos y cigarrillos, y se abonó al Times Educational Supplement. Apenas sabía lo que andaba buscando, pero sabía que algún día lo encontraría. Phil gruñía y gruñía, pero al cabo de pocas semanas actuó como si la febril caza del trabajo de Andy no le afectara ni en un sentido ni en otro…. quizás ya sabía que ella estaba a punto de abandonarle.

Un viernes de mediados de junio, Andy iba de compras por las tiendas de Burlington Arcade, sin objetivo concreto, cuando de pronto decidió dirigirse al Soho para almorzar. Encontraría un pequeño restaurante italiano cerca de Soho Square y después de almorzar subiría hasta Oxford Street. No tenía ningún plan preciso, sólo quería llenar el día antes de regresar a casa y prepararse para la cena (ella y Phil iban a salir con uno de los empleados norteamericanos jóvenes de la empresa y con su esposa). El joven tenía entradas para el Roya] Ballet. Después, Phil insistiría en ir al bar del Savoy, donde aún tendrían tiempo de tomar un copa apresurada antes de que cerraran. Así, Phil habría cumplido dos deseos contradictorios: aparentar haber complacido a su esposa llevándola al ballet, y haberse complacido a sí mismo charlando con todo el mundo después de la cena.

Andy se tomó su tiempo para llegar al Soho; deambuló por cualquier calle que le pareciera interesante: aún estaba en el proceso   de descubrir Londres. De modo que atravesó Regent Street y zigzagueó por las diminutas calles del Soho, decididamente más interesantes que bonitas, hasta encontrarse finalmente en la abarrotada Old Compton Street. Allí miró alegremente por los ventanales, rechazó la idea de entrar en un bistrot y después en un restaurante italiano, leyó los anuncios de «Clases de Francés» y «Terapia de Masaje» en las carteleras públicas de anuncios. Había pastelerías situadas al lado de librerías cuyos escaparates aparecían llenos de imágenes de mujeres desnudas, con cintas negras cubriendo los pezones de unos pechos que parecían almohadas, así como el vello púbico. El sexo y la comida parecían ser los principales productos de la economía del Soho.

Andy se metió por Frith Street y caminó hacia Soho Square. Compró un revista para leer algo mientras almorzaba, un reciente ejemplar de New Statesman. En Frith Street había mucho donde elegir: era la primera vez que Andy pasaba por allí, y parecía estar llena de restaurantes italianos. Andy pasó ante la Osteria Larana, la de Bianchi y algunos otros restaurantes, hasta que se encontró casi en Soho Square y entonces vio el último restaurante de la calle, anunciado mediante un simple cartel que decía «PIZZERIA». Al acercarse, vio que no tenía el aspecto de un pizzeria. A través de las botellas de vino expuestas en la ventana, pudo ver apenas unas pequeñas y bonitas mesas con manteles blancos y flores colocadas en pequeños jarrones. Debajo de este restaurante, bajando por un escarpada escalera metálica, había otro salón de masajes. Sobre la ventana leyó el nombre del restaurante: Al Camino. Era la combinación habitual del Soho: sexo y comida. Entró. Un camarero la dirigió hacia un pequeña mesa situada junto a un pared de estuco; ella pidió el almuerzo y hojeó la revista.

Al final, entremezclado con los anuncios de servicios de mecanografía y de buscadores de libros agotados, leyó: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Se añadía un dirección situada en los jardines de Kensington Park.

Andy trazó un círculo alrededor del anuncio que, de un forma extraña, casi parecía haber sido puesto para ella. Llegó su ternera Valdostana, y el camarero le sirvió el vino de un pequeña garrafa. Ella se enfrascó en las páginas de libros de la revista, leyó un largo artículo de Clive James, y finalmente volvió a leer el anuncio que había destacado: «Se busca: mujer … «. Y cerró la revista, pensando en lo que Clive James tenía que decir sobre George Bernard Shaw.

Al día siguiente, un viernes, Andy estaba en Kensington a las diez de la mañana. Tenía que devolver un blusa en Biba, porque a Phil no le gustó cuando se la puso; pensó sustituirla por uno de los toscos sombreros que allí se vendían. Tras haber devuelto la blusa en el segundo piso de la tienda, deambuló por allí un tiempo, imaginando lo furioso que se pondría Phil si comprara más ropa allí; decidió entonces no comprar el sombrero, y se marchó. Compró después un ejemplar del Spectator y entró en un pequeño café de Kensington Church Street para leer las páginas de crítica de libros.

Sentada ante un desvencijada mesa con un taza de café, Andy leyó un larga crítica de un novela de Carlos Fuentes, y decidió comprar el libro, a pesar de que la crítica le pareció confusa y hostil. Leyó por encima algunas otras críticas de libros, así como las columnas dedicadas a crítica de cine y de teatro. Sorbió el fuerte café. Se le acercó un camarera y le preguntó:

-¿Quieres más café, cariño?

Andy volvió su atención a las páginas finales de la revista y desde la página de anuncios pareció salirle al encuentro un anuncio conocido: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Andy dobló el Spectator, dejó un billete de un libra sobre la mesa, y salió del café dispuesta a tomar un taxi.

El taxi subió por Kensington Church Street, giró por la disoluta Notting Hill, y la llevó por Kensington Park Road. Andy, que no recordaba el nombre de la calle a la que quería ir, pensó desalentada que la casa estaba allí… en aquella calle perpetuamente ruidosa y abarrotada de gente situada cerca de Portobello Road. Podía oler la violación y la muerte en el aire (aunque estaba totalmente equivocada), verlas en los delgados cuerpos de los hombres que caminaban arrastrando los pies, apiñados en los pubs, con jarras de cerveza en las manos; también podía oler el perfume de la fruta exprimida. Sexo y comida.

Pero, al llegar al extremo de Ladbroke Square, el conductor del taxi se metió por un calle más tranquila, y las casas empezaron a ser grandes, silenciosas y elegantes; y aquella resultó ser la calle citada en el anuncio.

Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía un fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. Andy subió los anchos escalones de cemento gris y buscó el timbre al lado de la puerta. Pero no pudo hallar timbre alguno. En el ladrillo observó cuatro agujeros, en los que podría haber estado el timbre. Sobre la superficie gris de la puerta, unas pequeñas manchas negras, como embriones de hongos, moteaban la pintura pelada y agrietada. Andy golpeó con los nudillos cerca de los números pintados sobre la puerta y sólo entonces se dio cuenta de que éste carecía también de pomo. Dos pequeños agujeros cilíndricos mostraban los lugares ocupados antes por los tornillos. Volvió a golpear la puerta desconchada.

-¿Quién es? ¿Quién hay ahí abajo? -preguntó un voz enojada desde arriba-. Salga a la vista.

Andy retrocedió, bajando los escalones, echando el cuello hacia atrás a medida que descendía. La cabeza arrugada y pequeña de un viejo furioso le dio al principio la impresión de que surgía de la misma fachada de ladrillo. Cuando Andy se encontró de nuevo en la acera, vio que la cabeza y los hombros del hombre sobresalían de un ventana dirigida hacia arriba (unas pequeñas manchitas blancas flotaban perezosamente hacia abajo). Andy creyó que eran de polvo, hasta que se dio cuenta de que eran manchas de pintura desgajada en el momento en que el viejo abrió hacia arriba la mitad inferior de la ventana.

-¿El trabajo? -preguntó Andy-. Quiero decir que vengo a por lo del trabajo que han anunciado en el Spectator y el New Statesman. Me llamo Andrea Rivers.

-Vaya -dijo o tosió el viejo, sosteniendo un pesado bulto de algo-. Entre y suba. La llave de la puerta es la que tiene la cinta en el mango.

Dejó caer el bulto y un manojo de llaves cayó con un tintineo sobre el pavimento. Andy recogió las llaves, volvió a mirar hacia la ventana del tercer piso y vio que ya no había nadie allí. Después de algunas dificultades encontró la larga llave que mostraba un trozo de cinta sucia en su mango.

La casa olía a cerrado. Había espesas capas de polvo en los rincones de la fría entrada, que avanzaba en penumbras alrededor del lado de un estrecha escalera. Incluso después de que los ojos de Andy se hubieran ajustado al cambio de luminosidad, le pareció que la mitad descendente de la escalera -el tramo situado frente a ella, al final de la entrada- bajaba hacia la más pura oscuridad, tan profunda como un pozo. En la pared de lá derecha, inmediatamente al lado de un puerta alta de color marrón, había un polvorienta imagen de Jesús…. tan desvaída que casi tenía los mismos colores que la puerta. A continuación, Andy observó que en la parte lateral de la escalera, cubierta con paneles pintados por lo menos cincuenta años antes con un tono mortalmente oscuro, había un verdadera galería de imágenes religiosas de colores igualmente desvaídos. En un Jesús predicaba en el Huerto de los Olivos, en otra un santo se retorcía sometido al tormento con monstruos y demonios arrastrándose a su alrededor, en otra María sostenía en sus brazos al Niño Jesús. Andy comenzó a subir la escalera.

Las mismas manchas negras -ahora Andy sabía que eran brotes de moho-, crecían en la pintura amarronada de la escalera. La casa era fría y húmeda, como si de algún modo repeliera el cálido sol de junio. El polvo se levantaba allí donde ella ponía los pies.

En la parte superior de la escalera, un sucia claraboya iluminaba las tablas de madera del piso y el descolorido color verde de un puerta. Andy la abrió y entró en un vestíbulo cuyas dos puertas daban a lo que en otros tiempos podrían haber sido las dependencias del servicio. Allí arriba, Andy podía sentir el calor de junio: el aire parecía lento y pesado, como cansado.

Llamó a una de las dos puertas y escuchó un gruñido por toda respuesta. La abrió y entró en un habitación que olía a cera derretida, a carne rancia y a ropas de cama sucias. El viejo estaba tumbado en su cama, bajo un sábana gris. La observó en silencio y con desconfianza. En el fondo de la habitación había fuego…. aunque Andy se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de un especie de capilla improvisada donde había cientos de velas encendidas sobre un mesa de madera. Al otro lado de la mesa había un imagen enmarcada de Jesucristo, con las manos abiertas y extendidas ante un Sagrado Corazón en levitación y en llamas.

-Su nombre -dijo el viejo. Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era un infierno.

-Rivers. Andrea Rivers.

-Soy el general Anthony August Leck. ¿Significa eso algo para usted?

La miró desafiante desde su rostro hundido.

-Sí -contestó Andy-. Claro que le conozco.

Trató de ocultar su asombro, sin conseguirlo del todo. August Leck había sido un verdadero héroe de la segunda guerra mundial, íntimo tanto de Montgomery como de Eisenhower (algo bastante notable, teniendo en cuenta la personalidad de aquellos dos grandes egocéntricos, y mucho más sí se tenía en cuenta que el propio August Leck tenía fama de ser un hombre exigente y excéntrico). El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa?

De los detalles de su carrera, Andy sólo recordaba aquel peculiar aire de escándalo que la había acompañado. Recordó que, durante un parte de la guerra, el general había sido llamado «El Caníbal», hasta que un brillante victoria limpió su nombre. Y también recordó que había sido un notorio afeminado.

-Tiene usted el trabajo -le dijo el hombre marchito que yacía sobre la cama: en aquel cuerpo ya no quedaba nada de afeminamiento-. Las llaves.

-¿Qué?

-Devuélvame las llaves, por favor.

Y extendió un mano que parecía un garra manchada. Andy se le acercó y dejó caer las llaves sobre aquella mano.

-¿Acaba de contratarme? -preguntó-. ¿Así, sin más?

-Acabo de contratarla -replicó el viejo-. Quiero que empiece inmediatamente. No podemos permitirnos perder ningún tiempo. Su habitación estará en el piso que está justo debajo de éste, se puede traer consigo todo lo que desee, y podrá instalarse esta misma tarde. Empezará a trabajar mañana por la mañana, a las seis. En el anuncio decía que el salario era negociable, pero estoy dispuesto a pagarle cincuenta libras a la semana, y creo que eso es suficiente para dar por terminada la necesidad de entablar un negociación. ¿Lo ha comprendido?

-No puedo venir a vivir aquí -dijo Andy-. Estoy casada. Puedo ayudarle con sus memorias, pero no puedo vivir al mismo tiempo aquí. Mi esposo y yo vivimos en Belgravia,

-Estaría bien en Be1gravia -dijo el general Leck, reclinándose sobre la cama, con los ojos cerrados-. Vaya. Se supone que no debía usted estar casada. Se supone que debía vivir aquí. Eso es algo que me amarga. No quiero que esté usted casada.

Andy vio que el general era un hombre intermitentemente senil. Le temblaban las manos. Volvió a decir «Vaya», y unas lágrimas simétricas surgieron de sus ojos cerrados.

-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -preguntó con voz temblorosa.

-Mucho tiempo. Mire, general Leck, si no me quiere, me marcho. Si aún desea contratarme, puedo estar aquí a las seis para empezar a trabajar. El sueldo me parece bien. ¿Quiere darme el trabajo o no?

-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -volvió a preguntar.

-Once años –contestó Andy con un suspiro de resignación.

-Pero no tiene hijos.

-No, no los tengo.

-En tal caso, tiene el puesto -dijo el general-. ¿Tony? ¿Dónde estás, Tony?

-Aquí -contestó un voz detrás de Andy, sobresaltándola. Volvió la cabeza y vio que el joven más hermoso de toda Inglaterra se hallaba de pie, apoyado en el marco de la puerta. Pareció sentirse perfectamente cómodo a pesar de la fijeza con que ella le miró, y Andy supuso que estaba acostumbrado a que le mirasen así. Llevaba un traje azul oscuro de corte perfecto. Le sonrió a Andy, se enderezó y entró en la habitación. Ella estaba tratando de calcular su edad cuando él llegó junto a la cama y tomó entre las suyas la mano del general. A ella le pareció un gesto natural de amor. El aún le sonreía a Andy, y también había un sonrisa en sus cálidos ojos oscuros.

-Señora Rivers, éste es mi nieto, Tony Leck -dijo el general. Andy y el joven se dirigieron un inclinación de cabeza a modo de saludo. Andy pensó que debía de tener por lo menos veinticinco años, pero entonces Tony bajó la vista, mirando a su abuelo, y su rostro adquirió de repente un expresión de adolescente.

-Llevarás a la señora Rivers a la habitación donde trabajará -dijo el general-. Mira a ver si necesita algo antes de que empiece a trabajar mañana.

Tony palmeó la mano del viejo y murmuró:

-Desde luego.

Captó la mirada de Andy y le hizo un seña hacia la puerta.

-Entonces, ofrécele algo para almorzar abajo -dijo el general-. Yo bajaré después, Tony.

-Muy bien.

Tony la condujo hacia el vestíbulo, cerrando con suavidad la puerta de la habitación del general. Su rostro no parecía hecho para expresar seriedad, pero la seriedad resultaba ser su expresión dominante.

-Hemos alquilado un máquina de escribir eléctrica para usted. ¿Le parece bien?

-Oh, sí, desde luego -contestó ella. En ese momento, bajo la débil luz del vestíbulo Tony Leck no parecía tener más de quince años.

-Eso es un alivio -dijo él, conduciéndola hacia la escalera-. Uno no sabe nunca con qué quiere escribir la gente, ¿verdad? Debe de ser algo muy personal… Quiero decir que debe de haber gente incapaz de escribir un sola palabra a menos que disponga de un determinada clase de papel y cosas así, ¿no le parece?

Bajaron la polvorienta escalera y Tony se detuvo en el rellano del segundo piso para abrir un puerta.

-Me temo que trabajará usted aquí. Desearía que fuera mejor, pero… hacemos todo lo que podemos.

Había otro pasillo polvoriento con un alfombra descolorida. Dos puertas a un lado del pasillo; un serie de imágenes religiosas colgadas de la pared. Tony abrió la primera puerta e invitó a Andy a entrar.

Era un pequeña habitación desnuda, con paredes blancas y un ventana salediza. En el centro de la pared del frente había un camastro militar, con un colchón pardo de aspecto irregular. En el otro lado de la estancia había un antiguo sofá de color azul con brazos y patas tallados. El suelo estaba cubierto por un alfombra manchada. Precisamente en el centro del espacio saledizo en el que se abría la ventana, había un pequeña mesa de madera de pino sin terminar, sobre la que se había colocado un máquina de escribir eléctrica, perfectamente centrada sobre la mesita. Los muebles habían sido dispuestos con tal exactitud como si se hubiera hecho con regla y cartabón.

-Me temo que no es mucho -dijo Tony-. Pero está bastante limpio. Eso se lo puedo asegurar. Eh, minino.

Se arrodilló para acariciar el pelaje de un gato que había entrado en la habitación. Otro gato atigrado, que no parecía haber salido de ninguna parte, se frotaba contra las piernas de Andy.

-Hay muchas ratas en Notting Hill -dijo Tony- ¿Le parece bien esta habitación? Hay otra que podría usted tener, si…, ya sabe…

-Ésta me parece maravillosa -dijo Andy, exagerando la contestación para librarle de su aparente azoramiento-. Los gatos mantendrán las ratas a raya, y si necesito inspiración siempre puedo pasear desde el sofá hasta la pequeña cama. Realmente, me parece muy bien. Gracias por haberla limpiado para mí.

Tony asintió con un gesto de cabeza. Andy creyó haber observado en él un inicio de rubor, muy débil.

-¿Puedo hacerle un pregunta, Tony?

-Dispare -dijo él. Volvió a sonreír y añadió-: Es un metáfora militar.

-No tiene que contestarla si no lo desea, pero… ¿qué edad tiene usted?

-La que se necesita -contestó él, dirigiéndole un mirada tímida, furtiva, divertida.

Comieron en la cocina del piso situado por debajo del nivel del suelo, sentados uno frente al otro ante un mesa amarilla con un hoja de esmalte resquebrajado.

-Tanto como se necesita, ¿para qué? -le preguntó Andy. Dos gatos, que no eran los mismos que había visto en el segundo piso, se retorcían alrededor de los tobillos de Andy.

Tony cogió un plato de sopa -Brown Windsor, aunque Andy no pudo identificarla- y se lo colocó delante. Después preparó un bandeja con un queso amarillento y denso y un pan blanduzco, y la puso en medio de la mesa. Se sentó, cortó un trozo de pan y puso sobre él otro trozo de queso.

-Para cuidar de mi abuelo, desde luego -contestó finalmente. Y Andy pensó que Tony Leck poseía más elegancia que cualquier joven norteamericano de su edad, fuera ésta cual fuera.

Aquella noche, Andy tuvo un pesadilla tan mala como no recordaba haber tenido desde su niñez. Nadaba en un agua pesada, salada y aceitosa; sentía los brazos agotados. Cuando sacó la- cabeza fuera del agua, sólo vio oscuridad. Se esforzó por elevar un brazo y se aupó unos pocos centímetros más por encima del nivel del agua. Algo deslizante le rozó la pierna izquierda y después se agarró a ella, dándole apenas tiempo para, llena de pánico, tomar un apresurada bocanada de aire, al tiempo que un espiral de algas se enrollaba alrededor de las piernas. Su cabeza se hundió bajo la superficie. El aire escapó de sus labios y formó burbujas. Las algas que le rodeaban las piernas eran pesadas como si fueran un cadena de hierro. Andy se inclinó en el agua oscura, tratando de soltárselas, antes de que la hundieran hacia el fondo del océano. Sus dedos arañaron un materia tosca y gomosa, al principio demasiado resbaladiza y después demasiado dura para soltársela. Otra espesa tira de algas rodeó lentamente su cintura; y sintió otro palmetazo contra la nuca.

Iba a morir…, estaba segura. Las espesas y pesadas algas la hundían cada vez más. Su boca se abriría en un segundo más y el agua entraría a borbotones, ella inhalaría y le sobrevendría un muerte muy dolorosa. Unas espesas bandas de algas pegajosas le rodeaban la cintura y ella se sentía como un roca en medio del agua. Gritó…, y el grito la despertó bruscamente antes de que el sonido llegara a su garganta. Incrédulamente, Andy contempló el techo de su dormitorio en Be1gravia y vio la lun en la parte superior de la ventana. El alivio inundó su pecho como un gran burbuja; un capa de sudor le cubría la frente, el pecho, los brazos. Permaneció tendida contra su almohada húmeda, respirando con rapidez. Junto a ella, Phil seguía durmiendo…. había incluso consuelo en el hecho de estar junto a su cuerpo inerte.

Sorprendentemente, Phil no protestó demasiado por el trabajo de Andy. Apenas escuchó la descripción que ella le hizo de haber visto el anuncio dos veces, haberse dirigido a Notting Hill, y su entrevista con el general, si es que se podía considerar como tal. Cuando hubo terminado, se limitó a decir:

-No durarás mucho en ese trabajo, Andy. Te puedo asegurar que no conservarás por mucho tiempo ningún trabajo en el que tengas que empezar a las seis de la mañana. Y mucho menos con ese tipo. ¿Sabes lo que solían decir de él? Dijeron que en un ocasión comió carne humana…, y que le gustó. No te quedarás allí ni dos semanas.

Volvió su atención al Financial Tírnes, y ella tuvo que tragarse la furia que sentía.

A la mañana siguiente, cansada a causa de las horas que había tardado en recuperar el sueño tras despertarse de la pesadilla, Andy preparó la mesa para el desayuno de Phil. Ella misma se sintió demasiado ansiosa como para desayunar. Cereales en un cuenco, con un cartón de leche al lado. Pan, preparado para colocarlo en la tostadora, un tarro de mermelada y un cuchillo junto al pan. Se movía con lentitud, tratando de imaginar qué otra cosa podría exigir Phil para su desayuno, cuando él apareció en la puerta de la cocina, mirando agriamente su reloj.

-No tienes tiempo para desayunar -le dijo-. Ya son las seis menos cuarto. Sé que esto es un error terrible.

-Éste es tu desayuno, maldita sea -replicó Andy- Quería… Oh, olvídalo. Tengo que marcharme.

-Eso es precisamente lo que yo trataba de señalar -dijo él. Todavía enojada, Andy bajó por fin del taxi en los jardines de Kensington Park a las seis y veinte… Había perdido veintidós minutos tratando de encontrar un taxi a aquella hora. Sacó del bolso la llave que Tony Leck le había entregado y subió los amplios escalones, entrando en el húmedo vestíbulo. La casa estaba en silencio. ¿Estarían todos dormidos aún? Andy subió la escalera hasta el segundo piso. En la habitación que le habían destinado, todo estaba exactamente igual que el día anterior…. con la máquina de escribir colocada en medio de la mesa situada en medio de la habitación, frente al centro de la ventana salediza. Cerró aquella puerta y siguió subiendo la escalera para ir al piso del general.

Pudo escuchar la voz del viejo murmurando para sí mismo en cuanto llegó al rellano y tomó por el pasillo. Ella sabía que el general se quejaba amargamente contra ella… Su primer día de trabajo ¡y llegaba veinte minutos tarde! Abrió la puerta y entró, esperando que él la señalara con el dedo y empezara a gritar. Sentía calambres en el estómago.

Pero no hubo ningún dedo acusador, ningún grito de cólera. El olor a cera derretida era incluso mayor que el día anterior, como si las velas hubieran estado encendidas toda la noche. Andy vio la cama vacía, con sus sábanas grises y arrugadas, y después miró hacia el altar improvisado. El general Leck estaba arrodillado ante él, murmurando algo para sí mismo. Andy se dio cuenta de que estaba rezando, y con tal concentración que ni siquiera la había oído entrar en la habitación. Entonces escuchó cierta dificultad en la voz que murmuraba: el general lloraba al mismo tiempo que rezaba.

No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpirle y preguntarle si quería ayuda? ¿Y si le dolía algo? Se acercó más a él, caminando ligeramente hacia un lado, para que él pudiera verla con su visión periférica.

El general llevaba un viejo batín azul con charreteras y ribetes rojos en el frente. Tenía la cabeza casi metida entre las rodillas y los ojos cerrados. Hablaba, pero ella no pudo comprender las palabras. Andy se aclaró la garganta. El general abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarla… Tenía los ojos enrojecidos e inflamados. Le indicó con un gesto que se marchara. Y Andy se retiró, en espera de que el general Leck terminara sus oraciones.

Poco después, la llamó con un gesto de la mano, y Andy avanzó hacia él. Le puso un mano bajo un codo y la otra en la muñeca, y le ayudó a incorporarse. El general despedía un olor a edad y aflicción, y su batín olía a viejo y a humo.

-Cama -ordenó. Andy condujo al anciano, que respiraba ruidosamente por la nariz, hacia la horrible cama. Se tambaleó hacia delante hasta que pudo apoyarse en la cama con los brazos extendidos y después se giró lo suficiente para sentarse en ella. Haciendo un visible esfuerzo, el general levantó las piernas y las metió debajo de la sábana. Finalmente, se derrumbó hacia atrás, entre las sucias almohadas.

-Empiece esta misma mañana con los papeles -dijo, apenas sin respiración-. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés. Pero léalos primero, desde el principio hasta el final. Están ahí, en mi baúl. -Haciendo un gran esfuerzo, se incorporó sobre un codo e hizo un gesto hacia la puerta de un gran armario empotrado situado junto a la cama-. Ahí dentro. Y lleve mucho cuidado.

Andy abrió la puerta y comprendió por qué el general le había advertido que llevara cuidado. Dentro del armario, en medio de varios uniformes viejos y ropas de civil colgadas de perchas, había un destartalado baúl de color verde, con bordes de cuero. Las ratas de ojos enrojecidos miraron fijamente a Andy desde la parte superior del baúl y después se escabulleron hacia la parte posterior del armario.

-Lleve cuidado con las ratas -dijo el general.

-Está bien -dijo Andy con la piel de gallina. Entró en el armario. Allí donde estaba segura de haber visto dos o tres ratas, sólo pudo ver ahora el destartalado baúl verde. Escuchó unos sonidos frenéticos procedentes de las paredes del armario. Andy se tragó todas sus objeciones y arrastró el baúl un metro hacia ella. Apresurándose, lo abrió y contempló la confusión de papeles, algunos atados juntos, o metidos en carpetas, y otros sueltos, junto con periódicos antiguos y fotografías amarillentas. Andy cogió la carpeta de arriba y cerró el baúl.

-Bien -dijo el general-. Llévese esos papeles a su habitación. Ahora mismo, señora Rivers, por favor. Tiene que empezar su trabajo.

Andy se inclinó sobre el extremo de la cama, mirando al delgado anciano, con el rostro hundido y el enmarañado pelo blanco.

-¿Puedo hacerle un pregunta, general Leck? -El viejo abrió los ojos-. ¿Por qué me ha elegido a mí? Quiero decir…. ¿por qué especialmente a un mujer norteamericana? ¿No cree que un militar retirado habría sido más…. bueno, más adecuado?

Él sacudió la cabeza con lentitud.

-Yo soy un militar retirado, señora Rivers. Deseo distancia. Quiero estar seguro de que se comprenden todos los aspectos.

-Oh, ya entiendo -dijo Andy.

-Pero quizá la quería a usted, señora Rivers. Andy asintió con un gesto; el general cerró los ojos de nuevo, y su rostro volvió a adoptar lo que parecía ser su expresión característica de entristecida cólera.

Después de dos horas de trabajo, Andy estaba tan aburrida que se preguntó si podría continuar con aquel extraño proyecto. Las primeras páginas que había leído -aprendiendo primero a descifrar la diminuta escritura del general- eran un narración no muy buena de su educación infantil. Era algo tan convencional como la prosa del general. Había tenido un padre militar, varias criadas, puestos en el Extremo Oriente, un casa de campo en Northumberland; todo se describía sin el menor rasgo de ingenio, sin la menor matización. «Redding Hall, nuestra casa de campo, era, según creo, de lo más habitual. Era grande, pero nada ostentosa. Fue más bien el refugio de mi padre, quien cuando yo tenía ocho años me enseñó a utilizar un escopeta en Redding Hall.» Andy se preguntó hasta qué punto debería reescribir todo aquel material anodino y desorganizado. Debido a la importancia del general Leck, sus memorias serían probablemente publicables. Pero toda aquella clase de material se había escrito mucho mejor en cientos de novelas.

Entonces Andy descubrió un serie de páginas escritas en francés con otro tipo de escritura. Le gustó dejar a un lado el montón de páginas del general Leck y empezó a leer el material en francés. Su aburrimiento se desvaneció como por encanto. La escritura era alegre y encantadora, y la autora se había metido de lleno tanto en el tema -su infancia en el París de los años veinte-, como en la forma de describirlo. Andy comenzó a tomar notas para su traducción. Un gato blanco saltó sobre su pequeña mesa, la miró a los ojos y comenzó a ronronear.

Trabajó a gusto durante varias horas en las páginas escritas en francés, vio con satisfacción que todavía quedaban por lo menos otras cincuenta páginas, y a las doce y media bajó la escalera para ver si alguien había pensado en el almuerzo.

Cuando llegó a la entrada llamó en voz alta:

-¡Hola!

Escuchó débilmente la respuesta de Tony. Se dirigió hacia el fondo de la polvorienta entrada y miró escalera abajo, hacia el piso inferior.

-Estoy aquí -le oyó decir a Tony- Baje. El almuerzo ya está casi preparado.

-Oh, gracias a Dios -dijo Andy. Tenía hambre, pero la exclamación fue más bien el resultado del alivio que sintió al descubrir que las comidas, a diferencia de la limpieza, eran algo regular en casa de los Leck.

El general, vestido con un traje gris, ya estaba sentado a la cabecera de un mesa larga y estrecha colocada en el centro de la cocina. Un luz brillante se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes. El cabello del general había sido cepillado y su piel tenía un aspecto sonrosado. Levantó la vista hacia Andy cuando ella entró en la cocina, y después volvió a bajar la mirada hacia donde sus manos jugueteaban vagamente con la vajilla de plata. Parecía como si no estuviera muy seguro de cuál era la función de la vajilla. No obstante, la debilidad y los terrores de la mañana habían desaparecido por completo.

-¿Disfruta usted de su investigación? -preguntó el general Leck sin mirarla.

-Sí -contestó ella-. Sobre todo con las páginas en francés.

-Las páginas en francés -murmuró él, jugueteando con los cubiertos-. ¿No tiene usted problemas con el idioma?

-No, todavía no -contestó ella. El general Leck dejó los cubiertos sobre la mesa y se limitó a emitir un sordo gruñido.

Tony trajo dos platos de sopa Brown Windsor que, al parecer, formaba parte de su comida diaria. Colocó los platos ante Andy y su abuelo, cogió después el queso del aparador y lo situó en el centro de la larga mesa. Tras haber dejado un hogaza de pan sobre la mesa, se sirvió a sí mismo y se sentó en el extremo de la mesa opuesto a donde estaba su abuelo.

El general Leck ya estaba comiendo.

-La casa es un verdadera ruina -dijo.

-Sí, señor -admitió Tony.

Andy también empezó a tomar la sopa. Tony aún permanecía sentado con las manos sobre el regazo.

-Hay ratas en las paredes –dijo el general-. Molestan mi sueño.

-Sí, señor -dijo Tony. El general miró a Tony por primera vez desde que Andy bajara la escalera, y Tony cogió entonces su cuchara.

-Sí -dijo el general Leck, y Tony empezó a tomar su sopa. Durante todo el almuerzo, el anciano ignoró a Andy, quejándose del estado de la casa y de Notting Hill en general. Tony se limitaba a decir: «Sí, señor». Cuando el general apartó su plato, Tony se levantó en silencio, avanzó a lo largo de la mesa y le cogió del brazo. Ayudó a su abuelo a salir de la estancia, y Andy no tardó en oírles subir lentamente la escalera. Terminó a solas con el último trozo de su porción de queso.

Con la intención de ayudar a Tony, recogió los platos y los puso en la pileta. Abrió un armario al azar, donde encontró siete u ocho latas de sopa Brown Windsor de Cross & Blackweil. Por un momento, se preguntó si el general comería algun otra cosa.

Y después se pasó un momento aún más prolongado sintiendo lástima de Tony. El no parecía tener un vida propia, sometido por completo al dominio de su abuelo. Ni siquiera había sido capaz de empezar a comer hasta que su abuelo se lo permitió, asintiendo con un gesto.

Al otro lado del vestíbulo que daba entrada a la cocina, estaba la habitación que debía de ser la de Tony. Cuando el general no le necesitaba, parecía disolverse detrás de aquella puerta. Andy permaneció de pie ante ella y se vio sorprendida por el fuerte y repentino impulso de abrirla y echar un vistazo. Levantó la mano y tocó el pomo de la puerta; después, retiró la mano. No podía abrirla. Eso sería un violación tanto de la intimidad de Tony como de sus propios principios. Apoyó los dedos contra la madera de la puerta y finalmente también los retiró. ¡Si Tony bajara la escalera y la viera acariciando la puerta! Ni siquiera deseaba que él la descubriera parada delante de su habitación; subió rápidamente la escalera y se metió en su propia habitación. Arriba, en la habitación del general, todo estaba en silencio.

Tres horas más tarde, seguía sumergida en las páginas escritas en francés. Éstas habían adquirido un giro tan sorprendente que Andy se preguntó si pertenecían a las otras páginas, o formaban parte de un novela abandonada que se había mezclado por descuido con las páginas autobiográficas. A lo largo de diez o quince páginas, la autora de los escritos en francés se había permitido dejarse arrastrar por un sorprendente vena de erotismo. Aquello no era pornografía, pues no había descripciones de actos sexuales; no obstante, las páginas rebosaban de sentimientos eróticos. Y toda aquella madurez de sentimientos eróticos traslucía en los escritos sin que Andy supiera a qué personas se refería.

Un hombre y un mujer se hallaban a bordo de un barco. Experimentaron un atracción mutua, simultánea e instantánea; se miraban el uno al otro en la cubierta, en el comedor. El hombre tenía algunos años más que la mujer, pero ésta parecía controlar el progreso del hombre hacia ella. Un densa, espesa y dolorosa avidez sexual -un obsesión sexual- impulsaba al hombre a recorrer todo el barco en busca de la mujer.

Se encontraron; se dijeron palabras que no tenían gran significado o importancia. Por muy trivial que fuera su conversación, tenían la sensación de que se estaba produciendo un acontecimiento de un inmensa magnitud.

Después llegaron al camarote del hombre. Él servía vino; la fruta fresca brillaba en un frutera sobre la mesa, ante ellos. Y esto, en sí inocente, estaba impregnado por la obsesión sexual.

La escena terminaba sin haber llegado a ningún desenlace: los amantes, porque eso es lo que eran, ni siquiera se habían tocado.

Andy acababa de llegar al final de esta escena cuando oyó abrirse la puerta de su habitación. Se levantó cuando Tony Leck entró en ella.

-¿Tony? -preguntó ella. Él tenía la chaqueta abierta y la corbata desanudada. Sus ojos ardían-. ¿Qué … ?

Tony avanzó directamente hacia ella y la rodeó con sus brazos.

-¿Tony? -volvió a decir ella. La boca de él se movía sobre el cuello de Andy, quien se abrazó a él y sintió su fuerza, su delgadez-. Dios mío…

Supo que iba a acostarse con él, que deseaba acostarse con él y que al cabo de pocos segundos ambos estarían desnudándose febrilmente, y que pocos segundos después sentiría la piel de él contra la suya. Supo que aquellos acontecimientos eran algo inevitable, y que serían conmovedoramente dulces. Tenía el corazón desbocado y le ardía el rostro.

-Di algo -casi le suplicó. Pero él la besó en la boca, y ella se abandonó simplemente a lo que le estaba ocurriendo. Poco después, le condujo hacia el pequeño camastro que había en su habitación.

Era la primera vez desde antes de su matrimonio que hacía el amor con otro hombre que no fuera Phil Rivers. Se sintió como si hubiera inhalado perfume, o como si hubiera ingerido alguna droga poderosamente desorientadora. La piel suave y blanca de Tony Leck olía como el pan recién hecho. Conmocionada por lo repentino de la intimidad y por lo que parecía su profundidad, sus objeciones frente al adulterio, mantenidas durante tanto tiempo, desaparecieron como el humo.

Aquella noche, en Be1gravia, Phil no observó ningún cambio en ella. Para Andy, sin embargo, aquellos cambios eran tan enormes que se imaginó estarían impresos no sólo en su rostro, sino en cada uno de sus gestos. Pero Phil tomó la cena, vio las noticias de la noche en la televisión, y hojeó el Financíal Times sin dar la menor señal de haberse dado cuenta de que la vida de Andy, y por lo tanto la suya propia, se había alterado irrevocablemente. El matrimonio Rivers se desnudó (y Andy percibió sus pechos por primera vez en quizá diez años, recordando cómo los había sostenido y besado Tony Leck), y se metió en la cama.

-Buenas noches -dijo maquinalmente Phil, cogiendo un libro titulado Dirección de personal.

Y aquella noche, Andy volvió a soñar estar ahogándose en un profundo océano aceitoso. Sus brazos volvieron a elevarse, y no pudo ver tierra por ningun parte. Sus inútiles esfuerzos por nadar no hacían sino hundirla más profundamente en la negrura.

Volvía hundir la cabeza y tragó un agua amarga.

Las tiras de algas se cerraron alrededor de sus piernas y la atrajeron hacia el fondo del océano. Andy se retorció, tratando de liberarse de las algas que le atenazaban las piernas, y fue agarrada por un cuerda verde flotante; algo duro y delgado le arañó la espalda desnuda y miró por encima del hombro para ver un calavera que flotaba entre las algas. La calavera se abalanzó contra su mejilla y los brazos del esqueleto la rodearon. Ella y el esqueleto que la abrazaba se fueron hundiendo juntos más y más, envueltos por las pesadas algas.

A la mañana siguiente, Andy estaba en Notting Hill a las cinco y media. Penetró en la casa de los jardines de Kensington Park y subió lentamente la escalera a oscuras. El cielo que se podía ver por la claraboya mostraba los primeros signos de un luz plateada que iluminaba débilmente la parte inferior de las nubes. Andy llegó al descansillo y dudó ante la puerta del general Leck.

El sonido de un respiración ligera y uniforme llegó hasta ella. Creyó que él estaría todavía durmiendo, y pensó que allá abajo, en su habitación junto a la cocina, Tony también estaría dormido en su cama.

-¿Quién está ahí? -preguntó entonces la voz del anciano al otro lado de la puerta-. ¿Quién está ahí fuera?

-Soy yo -contestó Andy-. Hoy he venido más pronto.

-Bueno, entonces será mejor que entre y comience a trabajar con los papeles -dijo el general-. Entre…, no se quede ahí en el vestíbulo.

Esta mañana no hubo lágrimas, ni rezos. El general estaba incorporado en la cama, envuelto en su batín ribeteado de rojo, con las manos extendidas a los lados. La miró fríamente y después siguió contemplando las oscuras ventanas del otro lado de la habitación.

-Buenos días -saludó Andy.

-Ya sabe usted dónde están los papeles. Por favor, empiece con ellos señora Rivers.

-Sí, general -dijo Andy. Y, ante su mirada, cruzó la habitación, dirigiéndose hacia el armario.

Cuando abrió la puerta, media docena de ratas la miraron enojadas; media docena de gruesos cuerpos grises saltaron apresuradamente al suelo de madera, y se escabulleron haciéndose invisibles. Andy sentía latir su corazón con fuerza. Tenía verdaderas ganas de cerrar la puerta de golpe y ponerse a chillar… -esta imagen la tenía tan clara en su mente que era como si estuviese sucediendo en realidad, como si ya se hubiese abandonado a su impulso destructivo y hubiese empezado a gritar-: «Amo a su nieto! ¡Me acuesto con él delante de sus narices!».

Pero en lugar de eso se limitó a abrir la tapa del baúl y cogió otro montón de papeles.

-Confío en que sepa usted lo que está haciendo -escuchó decir al general tras ella.

-¿Perdón? -dijo Andy, arreglándoselas para que su voz sonara calmadamente.

Salió del armario empotrado, llevando el montón de papeles,

-En cuanto a su trabajo aquí -dijo el general, ocultando su impaciencia. Seguía mirando hacia la oscuridad de las ventanas del dormitorio-. Sabe usted lo que implica su trabajo, ¿verdad, señora Rivers?

Andy murmuró que así lo creía. Llevando consigo el desordenado montón de papeles, se despidió con un gesto del general (que seguía mirando fijamente las ventanas), abandonó su habitación, y bajó la escalera con rapidez. Sólo se detuvo un momento en el descansillo del segundo piso, y luego siguió bajando hasta la planta baja y después hasta el piso inferior. La cocina estaba fría y vacía. Se dirigió hacia la puerta de la habitación de Tony, abrió la boca para pronunciar su nombre… y no pudo hacerlo.

Permaneció ante la puerta, con los brazos llenos de papeles, temerosa por alguna razón de pronunciar su nombre o de golpear la madera y despertarle. Andy se sintió casi como si la propia puerta representara un amenaza para ella; pero sabía que la verdadera amenaza se encontraba en lo que había al otro lado de la puerta. Parpadeó, temiendo que este último pensamiento injusto la obligara a echarse a llorar. No podía llamar a Tony Leck, ni siquiera podía tocar la puerta de su habitación como había hecho después del terrible almuerzo del día anterior. Percibía el peligro oculto en alguna parte, un peligro capaz de golpear si se atrevía a abrir aquella puerta. Estaba convencida de ello. El general Leck, pues era de él de quien procedía el peligro, estaba de algún modo enroscado detrás de aquella puerta. Andy retrocedió un paso, abrió de nuevo la boca y, de nuevo, no pudo pronunciar palabra alguna.

Aquella sensación de la existencia de un peligro definido pero inespecífico la impulsó a subir de nuevo la escalera y meterse en su propia habitación.

Aquel día, el segundo de los tres que pasó como empleada del general Leck, leyó páginas que él había escrito acerca de su esposa. Estaban escritas con la diminuta caligrafía del general, pero en francés, y todo el espíritu de la escritura parecía haberse alterado. En francés, el general no era ni descuidado ni convencional. Había amado a su esposa y en los ritmos de sus frases Andy percibió la misma obsesión sensual y erótica que había visto en los pasajes leídos el día anterior. Aquellos, según ella había decidido previamente, habían sido escritos por la esposa -la abuela de Tony-. El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra.

Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: «En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre».

Trató de seguir traduciendo, pero a las once de la mañana ya no pudo más. Era demasiado consciente de que allá abajo Tony Lek estaría trabajando en la cocina, leyendo en su habitación, o quizá permaneciese al pie de la escalera mirando hacia arriba.

Él estaba aprisionado en aquella casa. Andy pensó que si Tony Leck hubiera estado en Estados Unidos nunca habría permitido colocarse en un posición en la que se veía reducido a ser el sirviente de su abuelo, sin importar lo eminente que pudiera ser éste. Pero, tal y como estaban las cosas, había sacrificado su propia vida a la de su abuelo. Ella podría enseñarle un poco de independencia, un poco de iniciativa. Tony no podía dar un solo paso sin el permiso del general. ¿Y si ella lo secuestraba, lo sacaba de la húmeda casa de Notting Hill y le demostraba que podía ser libre?

¿Y si se lo llevaba a Be1gravia y lo alojaba en la habitación de huéspedes?

Andy reconoció que aquella última era un fantasía particularmente imposible, pero la imagen que trajo consigo de Tony Leck asomado a la ventana de la habitación de huéspedes fue lo bastante poderosa como para marearla. En sus brazos yo era siempre joven, y lo sería para siempre. Dejó las páginas de escritura apretada que tenía entre las manos y se levantó. Se dirigió indecisa hacia la puerta de su desnuda habitación blanca, no queriendo admitir todavía lo que iba a hacer.

Salió al pasillo, se mordió ligeramente un labio y se encaminó hacia la escalera.

Bajó hacia un región de oscuridad indiferenciada… La luz procedente de la claraboya terminaba bruscamente en mitad de un descansillo, y por debajo de él todo eran tinieblas. Andy se movió rápidamente y en silencio, bajando la escalera. En el piso de abajo, rodeó la parte posterior de la entrada a la casa y bajó la escalera hasta el piso inferior.

Cruzó el piso de azulejos y entró en la cocina. Vio a Tony en seguida. Llevaba un camisa con el cuello abierto -la chaqueta y la corbata estaban colgadas en el respaldo de un de las sillas-. Tony estaba sobre la pileta, y su rostro mostraba un expresión un tanto

extraña, como perdida y vacía. Tenía un mancha de sangre animal sobre la mejilla. Andy captó inmediatamente el fuerte olor a sangre que reinaba en la cocina. No pudo ver las manos de Tony, pero debía de estar despellejando algo.

El levantó la mirada hacia ella, sin parpadear, y Andy sintió como si le hubieran quitado todo el aire de los pulmones. Observó marginalmente que el aire sobre la pileta estaba lleno de moscas, que debían de haber entrado por una de las ventanas abiertas de la planta baja. Tony miró hacia abajo, con ojos desenfocados, y ahuyentó distraídamente las moscas con un gesto de la mano.

Ella se acercó a él sin hacer ningún esfuerzo consciente…. como si se deslizara por el piso de la cocina sobre un sendero engrasado. Él abrió el grifo y se enjuagó las manos sin mirarlas, y cuando la rodeó con sus brazos aún tenía manchada de sangre la parte interior de éstos. Andy sólo vio a medias la larga carcasa de la pileta encajada en el banco de la cocina, así como el montón de entrañas de color púrpura que había en ella. Cayó de rodillas sin pensar, con la cabeza dándole vueltas, y se agarró a las rodillas de él. Por encima de su cabeza, escuchó a Tony decir:

-Te amo.

-Te amo -repitió ella sobre la suave tela de sus pantalones. Desde arriba, Tony preguntó:

-¿Para siempre?

-Como tú quieras -dijo ella-. Oh, Dios mío.

Tony la hizo incorporarse y ella sintió sus labios cosquilleándole sobre la mejilla. Sus brazos habían trazado unas rayas simétricas de sangre sobre su blusa. Tony la hizo girar y, sosteniéndola firmemente por la cintura, la hizo cruzar la cocina, dirigiéndola hacia el pie de la escalera.

Allí abrió la puerta de su habitación.

-Tenía miedo de entrar aquí -dijo ella… y vio que se parecía mucho a su propia habitación, dos pisos más arriba: estaba bastante vacía.

Había dos sillas de respaldo alto en los dos rincones más alejados, y vio un periódico en el suelo. En las paredes se habían sujetado imágenes arrancadas de revistas… Ella observó apenas imágenes de rostros de mujeres, tanques, músicos de rock y la fotografía de Robert Capa en la que se ve a un republicano español alcanzado por un bala.

Tony la dirigió hacia la cama y Andy se desnudó en un santiamén -la blusa manchada de sangre y la falda le quemaban la piel-, sintiendo la piel muy caliente. Se pegó al cuerpo de Tony, recorriendo con las manos los bordes de la musculatura de su espalda, acariciando después, con un ternura infinita los planos y ángulos de su rostro. Ella misma se tendió sobre la cama y Tony gimió junto a su oreja, tendiéndose suavemente a su lado.

Y se produjo aquel hecho…, aquel hecho grande, rojo, necesario, rígido pero divertido. Andy lo rodeó con las manos y restregó la boca contra la de Tony, al tiempo que aquello latía en sus manos y después se inclinó para sostenerlo en su boca. Nunca había hecho nada igual con Phil, y quería que Tony comprendiera lo completa y totalmente que le aceptaba. Le resultó incómodo sostenerlo en la boca, pronto le dolerían las mandíbulas, pero Tony gimió con un placer extático y aturdido, y durante un rato ella lo frotó y lo lamió con sus labios.

Cuando levantó la cabeza, Tony la apretó contra sí y le abrió la boca con la lengua. La penetró y su cuerpo pareció avanzar y avanzar hacia los espacios más profundos de ella. ¡La familiaridad de su cuerpo! Andy se elevó sobre la cama, apretándose insistentemente contra él, como si tratara de salirse de sí misma.

Estaban estrechamente abrazados, moviéndose, y moviéndose y moviéndose, y Andy sintió que toda la superficie de su cuerpo se convertía en algo flotante, cálido y húmedo.

Después, puede que ella se quedara dormida durante un par de minutos; Tony seguía enorme en su interior, y ella le abrazó los hombros y deslizó los brazos hacia abajo alrededor de su delgado tronco. Él tenía los ojos cerrados y ella cerró los suyos y ambos juntaron sus frentes…

Cuando ella abrió los ojos sólo había transcurrido un instante, pero se sintió agotada, pasiva.

Vio al general Leck sentado al otro lado de la habitación, sobre una de las pequeñas sillas colocadas en un rincón. El general llevaba puesto un traje y la miraba sin expresión alguna. Andy no experimentó ningún shock al ver allí al general: supo que el general Leck había estado en la habitación durante todo el tiempo que ella y Tony habían hecho el amor, y experimentó un débil estremecimiento de sorpresa por lo poco que eso le importaba. No sintió ninguna vergüenza. Acarició con expresión ausente la espalda de Tony, que aún estaba humedecida por el sudor.

Tony levantó la cabeza y la miró, y después miró por encima del hombro hacia su abuelo. Sin decir un sola palabra, se levantó y se puso los calzoncillos. Después se vistió en silencio, mirando únicamente al suelo.

Tras haberse abotonado la camisa y abrochado el cinturón del pantalón, Tony se dirigió hacia donde estaba sentado su abuelo y le ayudó a levantarse. Le acompañó hacia la puerta y pocos segundos después ambos habían desaparecido.

Al día siguiente, tras haber pasado un noche de ansiedad en la que apenas pudo dormir, Andy volvió a llegar a la casa de Leck antes de las seis de la mañana. Había hecho a pie todo el camino desde Be1gravia, y había tardado media hora. Durante toda aquella terrible noche pasada junto a Phil, y durante todo aquel largo trayecto a pie por las oscuras inmensidades de Londres, Andy terminó por darse cuenta de que ahora era incapaz de permanecer alejada de la casa de Notting Híll… Había cruzado ya aquel límite sin haberse dado cuenta siquiera de haber pasado a su lado. Su cuerpo había decidido, o quizás el mundo había decidido por ella. Si Tony Leck era un esclavo de su abuelo, entonces Andy Rivers también lo era. Fuera cual fuese la condición de Tony Leck, ésa era también la de Andy Rivers.

Cuando abandonó su casa a las cinco y cuarto de aquella oscura madrugada, se dio cuenta de que podía decirle al general que, después de todo, había cambiado de opinión y quería quedarse a vivir en la habitación del segundo piso. Phil tardaría días en encontrarla, y para cuando lo hiciera ya habría admitido que la había perdido, no sólo a ella, sino también todo lo que hubiera podido obtener anteriormente de las palizas que le daba. Ella podía quedarse a vivir en la casa de los jardines de Kensington Park. Sin embargo, aún no había decidido que lo haría, sino que sólo pensaba que podría hacerlo. Quería conservar ante ella aquella posibilidad, aquella especie de hueco secreto de experiencia, para poder considerarlo durante algún tiempo más.

Andy llegó ante la alta casa de ladrillo a las seis menos cuarto y entró en ella. Esperaba -casi esperaba- que la llave produjera un chispa al ser introducida en la cerradura, de tan histórico como le pareció aquella mañana el hecho de abrir la puerta. Cerró silenciosamente la puerta tras ella y miró por la escalera hacia arriba.

El general estaría arrodillado y sollozando ante su altar privado, o sentado en la cama, mirando fijamente hacia las ventanas, hacia la nada.

Andy tomó un decisión. Se dirigió hacia el fondo de la entrada, pasando ante la medio invisible hilera de imágenes religiosas, y bajó rápidamente la escalera hacia el piso inferior.

Allí abajo estaba muy oscuro. De puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Tony. Por un momento, permaneció inmóvil ante ella, mordiéndose el labio inferior. Recorrió con un mano la desconchada pintura, se acercó más a la puerta y descansó la frente sobre la madera. Suspiró temblorosamente. Finalmente, llamó dos veces, con suavidad.

-El muchacho se ha ido -dijo un voz tras ella. Sintiéndose humillada, como no lo había estado el día anterior, Andy se giró. El general estaba sentado justo a la entrada de la cocina, vestido con su traje gris y un corbata regimental con un pequeño nudo, que le sobresalía por el cuello blanco y rígido de la camisa.

-Se ha ido -repitió Andy, apoyando la espalda sobre la puerta.

-Sólo por unas horas, muchacha. ¡Hmmm! Mi nieto volverá esta tarde… Le llamaron en plena noche. ¡Hmmm! Y yo mismo tendré que marcharme dentro de poco. Estaré fuera la mayor parte del día.

-Muy bien -dijo ella con suavidad, suponiendo que no era bueno que Tony se hubiera marchado.

-De todos modos, puede usted subir arriba, muchacha. Tiene mucho trabajo que hacer. Si ninguno de nosotros ha regresado al mediodía, puede usted bajar y prepararse algo para almorzar.

-Gracias, general -dijo ella, todavía ruborizada.

-Confío en no haberme equivocado con usted -dijo el general-. Sería muy grave que me hubiera equivocado. Debe usted ser para nosotros, señora Rivers. Todo depende de eso.

Andrea recordó, y lo recordó con un amarga agudeza, la imagen del general enroscado como un antigua serpiente tras la puerta de la habitación de Tony.

Sin mirarle, subió la escalera. Al llegar a la entrada de la planta baja vio que un débil luz gris comenzaba a filtrarse por la claraboya. La hilera de imágenes religiosas sujetas a los paneles de la escalera parecía brillar y susurrar cuando ella pasó por delante para llegar al tramo principal de la escalera.

Después, docenas de pares de encolerizados ojos rojos la miraron desde la parte superior y los lados del baúl.

-¡Fuera! -gritó-. ¡Fuera de aquí!

Dio un patada con el pie en el suelo y un o dos de las ratas de mayor tamaño bajaron al suelo. Andy avanzó un paso en el interior del armario, y todo el grupo de ratas que había sobre el baúl bajó de éste, sin dejar de mirarla enojadamente.

-¡Fuera de aquí! -volvió a gritar oscilando los brazos de un lado a otro.

Una de las ratas que aún estaban sobre la tapa del baúl abrió la boca y siseó hacia ella. Andy cogió uno de los pesados zapatos del general y lo lanzó hacia la rata que se escabulló y desapareció cuando el zapato golpeó a su lado. Andy avanzó un paso más y su propio zapato conectó con el cuerpo de un gruesa rata gris.

Lanzó un grito de repugnancia y después todas las ratas se desvanecieron tras las paredes, y ella avanzó más y arrastró el baúl, medio sacándolo del armario. Abrió la tapa con un movimiento rápido, pues se había imaginado que habría ratas en su interior, pero en él sólo había varias carpetas y paquetes atados y llenos de hojas y un caja plana con fotografías. Cogió uno de los paquetes y después extendió la mano para coger la caja.

Andy terminó de sacar el baúl del armario y abandonó rápidamente la habitación. Bajó la escalera y se metió en la seguridad de su pequeña habitación blanca.

«Tony», pensó.

Mareada y respirando todavía con dificultad, se sentó ante la mesa y empezó a leer las nuevas páginas.

Algo andaba mal; algo estaba desordenado. Estaba leyendo un material en secuencia con las aburridas páginas que había leído el primer día. El general estaba describiendo Sandhurst y su entrenamiento militar. Un tópico seguía a otro, los campos de juego de Eton volvieron a encontrar al duque de WeIlington, y nunca había visto a un joven tan seguro de sí mismo, tan moralista y suave, con un corazón tan fuerte y un cabeza tan sensiblera. «Esperaba que me dieran mi primer puesto de mando con la emoción adecuada. No me sentía nada orgulloso, y mucho menos aprensivo.» Ahora, Andy no podía soportar perder el tiempo leyendo aquella clase de material; pasó un hoja tras otra,

echándoles un rápido vistazo, buscando un mención de Tony, o de la mujer que había escrito las primeras páginas en francés.

Finalmente, cuando llegó a la mitad del paquete, encontró un sola página que contenía dos frases escritas por la mano de la mujer.

«Sé por qué lloras. Lloras porque no puedo darte hijos.»

Contempló fijamente las dos frases, releyéndolas. Las palabras casi parecían retorcerse sobre la página amarillenta. Andy pudo verse a sí misma escribiendo aquellas amargas palabras, pudo sentir la profundidad del autodesprecio dirigiendo la pluma…

Pasó la página y a continuación encontró otra escrita en francés por el general, en la que describía a su esposa. Era como si aquellas memorias hubieran sido liberadas por las dos sulfurosas frases de la página anterior. «Laurance es radicalmente inestable. Quiero decir que es inestable hasta la raíz, como un edificio que, inevitablemente, terminará por desmoronarse sobre sí mismo.» Andy siguió leyendo con la boca abierta, con la atención tan prendida en las frases del general que si hubiera explotado un bomba en el exterior, sobre la calle, apenas habría levantado la mirada.

Poco después de su matrimonio, Laurance Leek, la esposa francesa del general, había empezado a demostrar su «inestabílidad radical». Lloraba desconsoladamente por ninguna razón que el general pudiera discernir, se convirtió en la víctima de extraños temores y obsesiones… No podía cruzar un puente, desarrolló un fetichismo contra el comer carne de cualquier clase, y se negó a salir de la casa durante un período de tres años.

En los años treinta se convirtió en adicta a los narcóticos; por aquel entonces ya bebía mucho. Había perdido su buen aspecto. Cuando Alemania invadió Polonia y su esposo se preparaba para el período de su mayor gloria, necesitaba a su lado un enfermera permanente. En 1944, cuando el general ya se había convertido en héroe en su país natal, ella tomó un decisión con respecto a su vida. El instrumento que utilizó para ello fue un pesado cuchillo de cocina con el mango de madera. Se descubrieron muchas heridas en su cuerpo.

Las memorias terminaban allí. Andy cogió la caja de fotografías y la abrió en un lado de la mesa. Las fotografías se desparramaron sobre la madera amarillenta, junto a la máquina de escribir. Rebuscó entre ellas con los dedos. En un vio a Anthony August Leck como cadete en Sandhurst, con la espalda muy recta y el rostro en la sombra; en otras vio a un Anthony August Leck algo más viejo, en diversos momentos de su vida, con distintas graduaciones, en Malaysia, Egipto y Francia. Sus dedos lograron coger un pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a un mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía, que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.

Andy gimió. El estómago pareció querer salírsele del cuerpo.

-¿Tony? -se escuchó decir a sí misma, con un voz débil y perdida.

Revisó rápidamente las demás fotografías… y allí estaba él, de pie junto a un pared soleada, en alguna parte, con unos tejanos y un camisa de manga corta, con su pelo moreno revuelto por la brisa. ¿Quién era? Si el general no había tenido hijos, difícilmente podía haber tenido nietos. El rostro alerta y sonriente de la fotografía no le daba ninguna respuesta. Andy se encontró contemplando de nuevo fijamente la pequeña fotografía cuadrada en la que su propio doble sostenía delicadamente el brazo de un soldado profesional, su esposo.

Confundida y sintiéndose casi cerca del pánico, Andy se incorporó y dijo:

-¿Tony?

Cruzó la habitación y se dirigió a la escalera. Bajó y bajó, como en sueños, creyendo oírle trabajar en la cocina.

Pero aquel sonido no parecía ser el de Tony cuando descendió el último escalón. Parecía más bien el de un enjambre de abejas. Era un zumbido rítmico y continuo…, un sonido hipnótico de gran intensidad.

-¡Tony! -gritó Andy al llegar al último escalón, aunque apenas pudo escuchar su propia voz.

Se dirigió hacia la puerta de la cocina y entonces se detuvo, llena de temor y repugnancia. El olor a sangre llenaba la cocina y verdaderas nubes de moscas llenaban el techo, las pequeñas ventanas sobre el suelo, la mesa larga y estrecha. Las moscas eran aún mucho más numerosas cerca de la pileta y la cocina de gas, donde casi formaban un verdadero muro de aspecto sólido y negro. Y era de aquel muro de moscas de donde procedía el zumbido rítmico, como el de alguien o algo que se está alimentando.

-¿Tony? -susurró Andy.

Y echó a correr escalera arriba. Abrió todas las puertas de la planta baja y miró en el interior de las habitaciones con chimeneas de mármol pero sin muebles. Eran habitaciones llenas de un espesa capa de polvo. Tony no estaba en ningun de las dependencias de la planta baja. Subió corriendo la escalera y miró en cada un de las habitaciones que daban al pasillo, y no encontró más que nuevos espacios muertos y vacíos… como pequeños cubículos fríos con apenas algún que otro mueble. El ruido producido por los millones de moscas del piso inferior aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía… Era el sonido de la más pura y estúpida glotonería.

Andy se dirigió hacia la ventana de un de aquellas habitaciones vacías que daban a la parte posterior de la casa y miró hacia el diminuto jardín, pensando que su amante podía estar allí. Tony no estaba sobre la hierba amarillenta, ni cerca de los rosales en flor. En medio de un pequeño espacio cubierto por la hierba, los gatos se afanaban sobre algo que Andy no pudo identificar. ¿Un docena de gatos? ¿Quince?

Habían cazado algo y lo habían matado, y ahora se afanaban sobre lo que fuera aquello, desgarrándolo con sus agudos dientes…

Andy se volvió cuando el sonido de las moscas subió por la escalera.

Echó a correr hacia la parte superior de la casa, y abrió de golpe la habitación del general. Y allí estaba. Tony estaba tumbado de espaldas sobre las sábanas grises y arrugadas de la cama del general, con la cabeza hundida sobre la almohada. Tenía un aspecto agonizante… y eso fue lo primero que pensó ella: que se estaba muriendo, y relacionó aquella visión de su amante de aspecto afligido con la pobre bestia que los gatos estuvieran desgarrando allá abajo, en el jardín.

-Tony -exclamó-, ¿cuándo has vuelto? ¿Qué te ha pasado … ? ¿Por qué estás…?

Tony se subió la sábana, cubriéndose el tronco, y Andy se dio cuenta de pronto de que la sábana era roja, no gris, sino roja y húmeda… El pecho de Tony estaba abierto. Las costillas habían sido salvajemente destrozadas, y ella pudo contemplar las palpitaciones de su corazón, al tiempo que, con cada latido, más y más sangre surgía de él y empapaba la cama…

Pero aquello no podía ser… Aquello no era más que un especie de imagen mental sugerida, impuesta más bien, por las moscas de la cocina y los gatos salvajes del exterior, porque su pecho era blanco y delgado, estaba completo, y él se incorporaba, buscándola, pronunciando su nombre. «Andy, por favor, Andy.» Ella se quitó los zapatos y se tumbó a su lado. «Te necesito, Andy.» Él le desabrochaba los botones… «Por favor, Andy.» Ella misma se arrancó la blusa, sin preocuparle que se rompieran los botones, arrojándola al suelo, sintiendo la piel fría de él contra la suya. «Oh, Andy. Estoy cansado. Estoy tan cansado, cariño.» Ella estrechó su cuerpo delgado, apretó sus hombros contra ella con un mano, y las suaves nalgas con la otra: aquel cuerpo era casi tan manejable como el de un muñeco, y no parecía pesar nada.

Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… «Perdido… » Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inertes, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo…

Ella apartó la cabeza, incapaz incluso de gritar. El cuello de Tony cayó hacia un lado, y la cabeza, abandonada a sí misma, golpeó contra su mejilla, al tiempo que le salía sangre por la boca.

Pero a continuación se encontró haciendo el amor, y ya no hubo más sangre, ni sintió los pinchazos de los huesos rotos.

-Tony -dijo ella.

Los brazos que la rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. Y un voz, que no era la de Tony, susurró:

-Aaaaagh.

El pequeño cuerpo que estaba sobre el suyo se convulsionó. Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del general. Tenía los ojos empañados y las manos apretadas sobre el pecho. Y en ese momento Andy gritó, oliendo por un instante el océano de sangre que la había cubierto, y escuchando el sonido zumbante y ávido de las moscas. Se llevó el puño a la boca, y saltó de la cama. Las manos del general se lanzaron hacia su cuello. Andy sollozó, poniéndose ciegamente la falda y echándose la blusa alrededor de los hombros, y salió corriendo de la habitación.

Nunca supo si el general Leck ya estaba muerto cuando bajó a toda velocidad los escalones de cemento de la casa de los jardines de Kensington Park. Estaba abrochándose los dos botones que le quedaban en la blusa, y un taxi pasó lentamente ante ella. Le hizo señas frenéticas al conductor y abrió la puerta posterior antes de que el taxi se detuviera del todo.

El conductor se revolvió en su asiento, le dirigió un prolongada mirada y dijo:

-¿A la comisaría de policía, señorita?

-A casa -dijo ella- A casa. Chester Square, al este de Eccleston Street. Sólo lléveme a casa.

-Y lo haré a toda la velocidad que pueda, si así lo quiere –dijo el conductor, tomando a toda prisa por Ladbroke Grove.

Cuatro días después, Andy leyó en el Guardian la nota necrológica del general Anthony August Leck. La muerte se debió a «causas naturales». El cuerpo había sido descubierto por un hombre de la compañía de gas que había acudido a la casa para tomar lectura del contador. Phil nunca le preguntó por qué razón había dejado su trabajo, o si tenía intención de buscar otro… Se limitó a retirarse otros cincuenta pasos hacia el corazón frígido de su matrimonio.

Dan Simmons: El rio estigia fluye corriente arriba. Cuento

Dan SimmonsLo que amas de verdad, eso te queda;

todo lo demás es escoria. Lo que amas de verdad

nadie te lo podrá arrancar. Lo que amas de verdad,

ésa es tu verdadera herencia.

EZRA POUND Canto LXXXI

Yo quería mucho a mi madre. Después de su funeral, un vez que se hubo enterrado su ataúd, la familia regresó a casa y esperó su regreso.

En aquella época yo sólo tenía ocho años y recuerdo muy poco de la ceremonia que se hizo. Recuerdo que el cuello de la camisa del año anterior me apretaba mucho, y que la corbata, a la que no estaba acostumbrado, era como un lazo alrededor de mi cuello. Recuerdo que aquel día de junio me pareció demasiado hermoso para una reunión tan solemne. Recuerdo lo mucho que bebió el tío Will aquella mañana, y la botella de Jack Daniels que se sacó mientras regresábamos a casa, después del funeral. También recuerdo el rostro de mi padre.

La tarde fue muy larga. Yo no tenía nada que hacer en la reunión familiar de aquel día, y los adultos me ignoraron. Me encontré deambulando de una habitación a otra, con un vaso caliente de Kool-Aid, hasta que finalmente me escapé hacia el patio trasero. Hasta aquel ambiente familiar de juego y retiro se vio arruinado por la visión de los rostros pálidos y abotargados que me miraban desde las ventanas de los vecinos. Estaban esperando. Esperaban echar un vistazo. Y yo sentí ganas de gritarles, de arrojarles piedras. Pero en lugar de eso, me senté en la rueda del viejo tractor que utilizábamos como caja de arena. Muy deliberadamente, vertí el contenido rojo de la Kool-Aid sobre la arena y observé cómo se extendía la mancha, socavando un pequeño agujero.

Ahora mismo la están sepultando. Corrí hacia el columpio y, con una actitud enojada, empecé a golpear mis piernas contra el suelo. El columpio crujió a causa de la oxidación, y una de las patas de la estructura se levantó del suelo. Yo, eso ya lo han hecho, estúpido. Ahora la están cogiendo con garfios y colgándola de grandes máquinas. ¿Volverán a inyectarle la sangre?

Pensé en botellas colgantes. Recordé las grandes garrapatas rojas que se colgaban del pelaje de nuestro perro en el verano. Encolerizado, me elevé alto, pateando en el suelo con fuerza aun cuando ya no podía ganar más altura.

¿Se le retorcerán primero los dedos? ¿0 se abrirán sus ojos como los de un búho que acaba de despertarse?

Alcancé el punto más alto de mi arco y salté. Durante un instante me sentí ingrávido y permanecí suspendido sobre la tierra como Superman, como un espíritu flotando fuera de su cuerpo. Después, la gravedad me agarró, y caí pesadamente sobre mis manos y pies. Me había arañado las palmas de las manos, y manchado la rodilla derecha del verde de la hierba. Mamá se enfadaría.

Ahora caminan a su alrededor. Quizá la estén vistiendo como a uno de esos maniquíes del escaparate del señor Feldman.

Mi hermano Simon salió al patio trasero. Aunque sólo tenía dos años más que yo, aquella tarde Simon me pareció un adulto. Un adulto viejo. Su pelo rubio, cortado recientemente, como el mío, le colgaba en mechones sueltos sobre una frente pálida. Tenía una mirada de cansancio en los ojos. Simon no me gritaba casi nunca. Pero aquel día lo hizo.

-Ven aquí. Ya casi es la hora.

Le seguí a través del porche trasero. La mayoría de los parientes se habían marchado ya, pero pudimos escuchar al tío Will en la sala de estar. Estaba gritando. Sin poderlo evitar, nos detuvimos en el vestíbulo a escuchar.

Por el amor de Dios, Les, todavía estás a tiempo. No puedes hacer eso.

Ya está hecho.

Piensa en… Dios mío…, piensa en los niños.

Escuchamos la pronunciación atropellada de las palabras, y supimos que el tío Will había bebido más. Simon se llevó un dedo a los labios. Hubo un silencio.

Les, piensa en la cuestión económica. ¿Qué … ? ¿Cuánto … ? Es el veinticinco por ciento de todo lo que tienes. ¿Durante cuántos años, Les? Piensa en los niños. ¿Qué hará eso por … ?

Ya está hecho, Will.

Nunca habíamos oído hablar a mi padre con aquel tono de voz. No era el propio de una discusión…, como solía suceder cuando el tío Will se ponía a discutir de política por la noche. Tampoco era triste, como cuando habló con Simon y conmigo poco después de que trajera por primera vez a mamá a casa, de regreso del hospital. Era un tono de voz definitivo.

Hubo más palabras. Tío Will empezó a gritar. Hasta los silencios estaban llenos de rencor. Fuimos a la cocina para coger una Coca. Cuando regresamos al vestíbulo, tío Will casi tropezó con nosotros en su avidez por marcharse. La puerta se cerró de golpe tras él. Y nunca más volvió a nuestra casa.

Trajeron a mamá a casa justo después de anochecido. Simon y yo estábamos mirando por el ventanal y casi podíamos sentir a los vecinos mirando. Sólo se habían quedado la tía Helen y unos pocos de nuestros parientes más cercanos. Sentí la sorpresa de papá cuando vio el coche. No sé qué podría haber estado esperando…. quizás una gran carroza negra como la que había llevado a mamá al cementerio aquella misma mañana. Llegaron en un Toyota amarillo. Había cuatro hombres en el coche, acompañando a mamá. En lugar de trajes oscuros, como el que llevaba papá, llevaban camisas de manga corta de color pastel. Uno de ellos se apeó del coche y le ofreció la mano a mamá.

Quise echar a correr hacía la puerta y la acera para ir a su lado, pero Simon me agarró por la muñeca y permanecimos en el vestíbulo, mientras papá y los demás adultos abrían la puerta.

Ellos subieron por la acera, iluminados por la luz de gas que había sobre el césped. Mamá estaba entre dos de aquellos hombres, pero en realidad no la ayudaban a caminar, sino que sólo la guiaban un poco. Llevaba puesto el vestido azul claro que se había comprado en la tienda de Scott poco antes de ponerse enferma. Yo había esperado que parecería pálida y débil…. como cuando la vi a través de la grieta de la puerta del dormitorio, antes de que llegaran los hombres de la funeraria para llevársela…, pero su rostro estaba encendido y parecía saludable, casi moreno.

Cuando subieron los escalones de entrada, pude ver que se había puesto mucho maquillaje. Mamá nunca se había maquillado antes. Los dos hombres también tenían las mejillas sonrosadas. Y los tres mostraban la misma sonrisa.

Cuando entraron en la casa, creo que todos nosotros retrocedimos un paso … excepto papá. Él le puso las manos en los hombros a mamá, la contempló durante largo rato y la besó en la mejilla. Creo que ella no le devolvió el beso. La sonrisa de ella no cambió. A papá le corrían las lágrimas por las mejillas. Yo me sentí desconcertado.

Los resurreccionistas estaban diciendo algo. Papá y tía Helen asintieron. Mamá se limitaba a estar allí, de pie, sonriendo aún ligeramente, mirando amablemente al hombre de la camisa amarillenta, mientras éste hablaba, bromeaba y daba palmaditas en la espalda de papá. Después, nos llegó a nosotros el turno de saludar a mamá. Tía Helen hizo que Simon se adelantara, y yo seguía cogido de la mano de Simon. El la besó en la mejilla y se apartó rápidamente, colocándose junto a papá. Yo le eché los brazos al cuello y la besé en los labios. La había echado tanto de menos.

Su piel no estaba fría. Sólo era «diferente». Ella me miraba directamente a mí. «Baxter», nuestro pastor alemán empezó a llorar y arañar la puerta del fondo.

Papá acompañó a los resurreccionistas al despacho. Pudimos escuchar retazos de su conversación desde el vestíbulo.

Si cree que es un caricia… ¿Cuánto tiempo estará ella…?

Comprenderá usted la necesidad del diezmo, debido a los gastos de los cuidados mensuales, y…

Las mujeres que había en la casa permanecieron de pie, alrededor de mamá. Transcurrió un momento incómodo hasta que se dieron cuenta de que mamá no hablaba. Tía Helen extendió la mano y tocó la mejilla de su hermana. Mamá sonreía y sonreía. Entonces, papá regresó y habló con un tono de voz fuerte y conmovido. Explicó lo similar que era a un caricia suave… ¿Recordábamos al tío Richard? Mientras tanto, papá besó varias veces a todo el mundo y les dio las gracias.

Los resurreccionistas se marcharon con sonrisas y papeles firmados. Los parientes que quedaban empezaron a marcharse poco después. Papá los vio alejarse por la acera, sonrientes y saludando con las manos.

-Pensad en ello como si ella hubiera estado enferma y se hubiera recuperado -dijo papá-. Pensad en ella como si acabara de regresar a casa, procedente del hospital.

Tía Helen fue la última en marcharse. Permaneció sentada junto a mamá durante largo rato, hablando con suavidad y buscando una respuesta en el rostro de mamá. Al cabo de un rato, tía Helen empezó a llorar.

-Piensa en ello como si ella se hubiera recuperado de una enfermedad -dijo papá mientras acompañaba a la tía hasta su coche-. Piensa en ella como si acabara de regresar del hospital,

Tía Helen asintió con un gesto, sin dejar de llorar, y se marchó.

Creo que ella sabía lo que Simon y yo sabíamos. Mamá no acababa de regresar a casa procedente del hospital. Ella había regresado a casa procedente de la tumba.

La noche fue larga. En varias ocasiones creí escuchar el suave arrastrar de las zapatillas de mamá sobre el suelo del pasillo, y contuve la respiración, esperando a que se abriera la puerta. Pero no se abrió. La luz de la luna me daba en las piernas, iluminando un trozo del papel pintado de la pared, cerca de la cómoda. El dibujo que configuraba sobre el suelo parecía el rostro de un gran bestia triste. Poco antes del amanecer, Simon se inclinó hacia mí desde su cama y me susurró:

-Duérmete ya, estúpido.

Y así lo hice yo.

Durante la primera semana, papá durmió con mamá en el mismo dormitorio en el que siempre habían dormido juntos. Por la mañana tenía el rostro hundido y nos regañaba mientras comíamos nuestros cereales. Después, se marchó a su despacho y durmió en el viejo diván que había allí.

El verano fue muy cálido. Nadie quiso jugar con nosotros, de modo que Simon y yo jugarnos juntos. Papá sólo tenía clases en la universidad por la mañana. Mamá se movía por la casa y regaba mucho las plantas. En una ocasión, Símon y yo la vimos regar una planta que había muerto y sido arrancada mientras ella estuvo en el hospital, en abril. El agua desbordó la maceta y cayó al suelo. Pero mamá no se dio cuenta.

Cuando mamá salía, siempre parecía sentirse atraída por la reserva forestal situada detrás de nuestra casa. Quizá fuera la oscuridad. Simon y yo solíamos disfrutar jugando en los linderos del bosque después del atardecer, cazando luciérnagas que introducíamos en un jarro o construyendo tiendas con unas mantas, pero después de que mamá empezara a pasear por allí, Simon se pasaba las noches en el interior de la casa o en el prado situado enfrente. Yo seguía yendo a la linde del bosque porque, a veces, mamá se perdía, y entonces yo la cogía por el brazo y la conducía de vuelta a casa.

Mamá se ponía todo lo que papá le decía que se pusiera. A veces, él iba retrasado para acudir a sus clases y simplemente le decía:

-Ponte el vestido rojo.

Y mamá se pasaba todo un caluroso día de junio con el vestido rojo de gruesa lana. Pero no sudaba. A veces, él no le decía que bajara la escalera por la mañana, y en tal caso ella permanecía en su habitación hasta que papá regresaba a casa. Los días que ocurría eso, yo trataba de convencer a Simon para subir arriba y mirar; pero él me miraba fijamente y sacudía la cabeza. Papá bebía cada vez más, como solía hacer tío Will, y nos gritaba por cualquier cosa. Yo siempre lloraba cuando papá me gritaba, pero Simon ya no lloraba más.

Mamá no parpadeaba nunca. Al principio no me di cuenta, pero un día empecé a sentirme incómodo cuando percibí que ella no parpadeaba nunca. Sin embargo, no la quise menos por ello.

Ni Simon ni yo podíamos quedarnos dormidos por la noche. Mamá solía arroparnos y contarnos largas historias sobre un mago llamado Yandy que se llevaba a nuestro perro, «Baxter», para correr grandes aventuras cuando nosotros no jugábamos con él. Papá no nos contaba historias, pero solía leernos de un gran libro que él llamaba Los cantos de Pound. Yo no comprendía la mayor parte de lo que él leía, pero me hacían bien las palabras y me encantaban los-sonidos de las palabras que él decía que eran griego. Ahora, sin embargo, nadie venía a vernos después de habernos bañado, antes de acostarnos. Durante unas pocas noches, yo traté de contarle historias a Simon, pero no eran buenas, y Simon me pidió que lo dejara.

La fiesta del cuatro de julio, Tommy Wiedermeyer, que había estado en mi clase el año anterior, se ahogó en la piscina que acababan de instalar. Aquella noche, todos nos sentamos en el porche y contemplamos los fuegos artificiales por encima de los prados, a casi un kilómetro de distancia. Debido a la reserva forestal, sólo podíamos ver los cohetes más altos, claros y brillantes. Primero se veía la explosión de color, y unos cuatro o cinco segundos después nos llegaba el sonido de la explosión. Me volví para decirle algo a tía Helen y vi a mamá asomada a la ventana del segundo piso. Tenía el rostro muy pálido en contraste con la habitación a oscuras, y los colores parecían resbalar sobre ella como fluidos.

No fue mucho después de aquel día cuando encontré la ardilla muerta. Simon y yo habíamos estado jugando a los indios y la caballería en la reserva forestal. Nos turnábamos para descubrir dónde se escondía el otro…, disparábamos y nos moríamos repetidas veces, arrojándonos sobre la hierba, hasta que llegaba el momento de comenzar otra vez. Pero en esta ocasión tenía dificultades para encontrarlo. Y en lugar de a él, descubrí un claro.

Era un lugar oculto, rodeado de matas tan espesas como nuestro seto. Yo todavía avanzaba a cuatro patas, tratando de introducirme por debajo de las ramas, cuando vi la ardilla. Era grande y rojiza y ya hacía algún tiempo que estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, casi arrancada del cuerpo. La sangre se le había secado cerca de una oreja. Mostraba la pata izquierda cerrada, pero la otra estaba abierta sobre un ramita, como si hubiera estado agarrada allí. Algo le había arrancado un ojo, pero el otro miraba fijamente hacia el dosel que formaban las ramas. Tenía la boca ligeramente abierta, mostrando unos dientes sorprendentemente grandes, que amarilleaban en sus raíces. Mientras la observaba, un hormiga le salió por la boca, le cruzó el hocico oscurecido y se pasó por el ojo abierto.

«Esto es lo que es la muerte», pensé. Los matojos vibraron bajo un brisa que no logré sentir. Me asusté por estar allí y me marché, avanzando directamente hacia delante, a cuatro patas, a través de espesos ramajes que parecieron agarrarme la camisa.

En el otoño regresé a la escuela Longfellow, pero pronto me cambiaron a una escuela privada. En aquellos tiempos aún se discriminaba a las familias resurreccionistas. Los chicos se burlaban de nosotros, o nos decían motes, y nadie quería jugar con nosotros. En la nueva escuela sucedió lo mismo, sólo que no nos decían motes.

Nuestro dormitorio no tenía interruptor de pared, sino una antigua luz de perilla con una cuerda. Para encender la luz, yo tenía que cruzar media habitación hasta que encontraba la cuerda. Una noche en que Simon se quedó haciendo sus deberes hasta muy tarde, subí la escalera yo solo. Estaba haciendo oscilar el brazo por delante de mí para encontrar la cuerda, cuando mi mano tropezó con el rostro de mamá. Tenía los dientes fríos y lisos. Aparté la mano y permanecí allí durante un minuto, en la oscuridad, antes de encontrar el cordón y encender la luz.

-Hola, mamá -dije. Me senté en el borde de la cama y la miré. Ella contemplaba fijamente la cama vacía de Simon. Extendí la mano y le cogí la suya, diciéndole-: Te echo de menos.

También le dije otras cosas, pero las palabras se entremezclaron y sonaron estúpidas, de modo que me quedé allí sentado, sosteniéndole la mano, en espera de que me devolviera la presión con la suya. Se me cansó el brazo, pero yo seguí sentado allí, sosteniendo sus dedos entre los míos, hasta que subió Simon. Se detuvo en el umbral y nos miró fijamente a ambos. Yo bajé la mirada y le solté la mano. Ella se marchó pocos minutos después.

Papá hizo dormir a «Baxter» justo antes del Día de Acción de Gracias. No era un perro viejo, pero actuaba como tal. Siempre estaba gruñendo y ladrando, incluso a nosotros, y ya no quería entrar dentro de la casa. Después de que se escapara por tercera vez, los de la perrera nos llamaron por teléfono. Después de escucharles, papá les dijo:

-Pónganlo a dormir.

Y colgó el teléfono. Más tarde nos enviaron una factura.

A las clases de papá acudían cada vez menos estudiantes, y finalmente se tomó unas largas vacaciones sabáticas para escribir su libro sobre Ezra Pound. Permaneció en casa durante todo aquel año, pero no escribió mucho. A veces se pasaba la mañana en la biblioteca de la ciudad, pero regresaba a casa a la una y se ponía a ver la televisión. Empezaba a beber antes de la cena y permanecía delante del televisor hasta muy tarde. A veces, Simon y yo nos quedábamos con él, pero no nos gustaban la mayoría de los programas.

Fue por entonces cuando Simon empezó a soñar. Me lo dijo una mañana que íbamos a la escuela. Me dijo que el sueño era siempre el mismo. Cuando se quedaba dormido, soñaba que aún estaba despierto, leyendo un libro de historietas. Después, empezaba a dejar el libro sobre la mesita de noche, y éste se caía al suelo. Cuando se agachaba para recogerlo, el brazo de mamá surgía de debajo de la cama y le agarraba por la muñeca con su mano blanca. Simon decía que le agarraba muy fuerte y que, de algún modo, él sabía que ella quería que se metiera debajo de la cama, con ella. Entonces él se aferraba a las mantas todo lo fuerte que podía, sabiendo que pocos segundos después las ropas de la cama se deslizarían hasta el suelo, y él se caería de la cama.

Me dijo que, finalmente, el sueño de la noche anterior había sido un poco diferente. En esta ocasión, mamá había asomado la cabeza desde debajo de la cama. Simon dijo que fue como cuando el mecánico de un garaje asoma la cabeza por debajo de un coche. Me dijo que ella le dirigía una mueca, no un verdadera sonrisa, sino un mueca muy grande. Simon añadió que sus dientes se habían afilado hasta convertirse en puntiagudos.

Has tenido alguna vez sueños como ése? -me preguntó. Sabía que sentía habérmelo contado.

No -contesté. Yo quería a mamá.

Aquel mes de abril, los hermanos mellizos de los Farley, que vivían en la manzana contigua a la nuestra, quedaron accidentalmente atrapados en un frigorífico abandonado y se ahogaron. La señora Hargill, que venía a limpiar nuestra casa, los encontró en la parte de atrás de su garaje. Thomas Farley había sido el único chico que seguía invitando a Simon a jugar en su patio. Ahora, a Simon sólo le quedaba yo.

Fue poco antes del Día del Trabajo y del comienzo de las clases en la escuela cuando Simon hizo planes para escaparnos de casa. Yo no deseaba escaparme, pero quería mucho a Simon. El era mi hermano.

Y adónde vamos a ir?

Tenemos que salir de aquí -me dijo.

Lo que no era una respuesta a mi pregunta. Pero Simon había preparado un hatillo con ropas y hasta había cogido un plano de la ciudad. Dibujó en él el camino que íbamos a seguir, atravesando la reserva forestal, por Sherman River y el viaducto de Laurel Street, dirigiéndonos hacia la casa de tío Will, sin cruzar ninguna calle principal.

-Podemos acampar fuera -dijo Simon, y me mostró un cuerda para tender la ropa que había cogido- Tío Will nos dejará ser granjeros. Y a la primavera que viene, cuando se vaya a su rancho, podremos ir con él.

Nos marchamos poco antes del anochecer. La hora elegida no me gustaba, pero Simon dijo que papá no se daría cuenta de que nos habíamos marchado hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando se despertara. Yo llevaba una pequeña bolsa atada a la espalda y llena de comida que Simon había cogido de la nevera. Él había enrollado algo en un manta y se la había atado a la espalda con el trozo de cuerda para tender la ropa. Estuvimos bien afuera hasta que nos metimos profundamente en la reserva forestal. La corriente de agua producía un sonido gorgoteante, como el surgido de la habitación de mamá la noche que murió. Las raíces y ramas eran tan espesas que Simon tuvo que mantener la linterna encendida todo el tiempo. Y eso hacía que todo pareciera aún más oscuro. No tardamos en detenernos y Simon ató la cuerda entre dos árboles. Yo eché la manta por encima, y los dos nos pusimos a cuatro patas para buscar piedras con que sujetar las puntas.

Comimos nuestros bocadillos en la oscuridad, mientras el riachuelo producía extraños sonidos de engullimiento en la noche. Hablarnos durante unos pocos minutos, pero nuestras voces parecían muy débiles, y un rato después nos quedamos dormidos sobre el suelo frío, arrebujados en nuestras chaquetas, y con los cabezas sobre la bolsa de nailon, rodeados por todos los sonidos nocturnos del bosque.

Me desperté en plena noche. Me quedé muy quieto. Los dos nos habíamos encogido bajo las chaquetas, y Simon estaba roncando. Las hojas de los árboles habían dejado de moverse, los insectos habían desaparecido, y hasta la corriente del riachuelo había dejado de hacer ruido. Las aberturas de la improvisada tienda configuraban dos brillantes triángulos en el campo de oscuridad.

Me incorporé, con el corazón desbocado. No pude ver nada cuando acerqué la cabeza a la abertura. Pero sabía exactamente lo que había allí fuera. Me puse la cabeza bajo la chaqueta y me aparté del lado de la tienda.

Esperé que algo me tocara a través de la manta. Al principio, pensé que mamá nos había seguido, que mamá atravesaba el bosque persiguiéndonos con las pequeñas y puntiagudas ramitas golpeándole los ojos. Pero no era mamá.

Hacía frío alrededor de nuestra pequeña tienda. Y estaba todo tan oscuro como el ojo de la ardilla muerta, y algo quería entrar. Y, por primera vez en mi vida, comprendí que la oscuridad no termina con la luz de la mañana. Los dientes me castañeteaban. Me arrebujé contra Simon y le robé un poco de su calor. Sentí su respiración, suave y lenta, contra mi mejilla. Al cabo de un rato, le sacudí, despertándole, y le dije que regresaríamos a casa cuando saliera el sol, que no iba a acompañarle. Él empezó a discutir, pero entonces percibió algo en mi tono de voz, algo que no comprendió; se limitó a sacudir la cabeza y se volvió a dormir.

A la mañana siguiente, la manta estaba húmeda por el rocío, y los dos teníamos la piel fría y húmeda. Recogimos las cosas, dejamos las piedras donde estaban y regresamos a casa. No nos hablamos durante el trayecto.

Papá estaba durmiendo cuando llegamos. Simon dejó nuestras cosas en el dormitorio y después salió a la luz del sol. Yo me fui al sótano.

Estaba muy oscuro allí abajo, pero me senté en la escalera de madera sin encender la luz. Desde los rincones en sombras no llegaba ningún sonido, pero yo sabía que mamá estaba allí.

Nos hemos escapado, pero hemos vuelto -dije al fin-. Yo tuve la idea de volvernos. A través de las tablillas del ventanuco vi la hierba verde. Una regadera automática se puso en marcha con un suspiro. En alguna parte del vecindario, unos chicos gritaban. Pero yo sólo presté atención a las sombras.

Simon quería seguir -dije-, pero yo hice que regresáramos. Ha sido idea mía volver a casa.

Permanecí allí sentado unos minutos más, pero no se me ocurrió nada más que decir.

Finalmente, me levanté, me sacudí el polvo y subí la escalera para echarme una siesta.

Una semana después del Día del Trabajo, papá insistió en que fuéramos a la playa para pasar el fin de semana. Nos marchamos el viernes por la tarde, y nos dirigimos directamente a Ocean City. Mamá permanecía sentada, sola, en el asiento de atrás. Papá y tía Helen ocupaban los asientos de delante, y Simon y yo nos apretujábamos en el fondo de la furgoneta. Pero Simon se negó a contar vacas conmigo, a hablarme o a jugar con los aviones de juguete que yo me había traído.

Nos alojamos en un hotel antiguo, justo frente al paseo marítimo. Los otros resurreccionistas del grupo de papá le habían recomendado el lugar, pero todo olía a viejo, a podrido y a ratas en las paredes. Los pasillos eran de un verde desvaído, las puertas de un verde más oscuro, y sólo funcionaba una bombilla de cada tres. Los rellanos de los pisos estaban en penumbras, y uno tenía que hacer cola para subir en el ascensor. El sábado, todos excepto Simon permanecimos en el interior del hotel, sentados frente al ventilador y viendo la televisión. Ahora había por allí más de los del grupo de resurreccionistas, y uno podía escucharlos arrastrando los pies, a través de las paredes. Tras la puesta del sol salieron para ir a la playa y nosotros les acompañamos.

Yo traté de que mamá estuviera cómoda. Le extendí la toalla de baño y la volví para que estuviera frente al mar. Había salido ya la luna y soplaba una brisa fría. Le puse a mamá el suéter sobre los hombros. Detrás de nosotros, las luces de la calle iluminaban el paseo de tablas junto al mar y la montaña rusa retumbaba y gruñía.

Yo no me habría marchado si la voz de papá no me hubiera irritado tanto. Hablaba demasiado fuerte, se reía por cualquier cosa y tomaba largos tragos de una botella que llevaba en una bolsa. Tía Helen habló poco, y se limitó a observar a papá con una expresión triste, tratando de sonreír cuando él se reía. Mamá permaneció sentada tranquilamente, de modo que me disculpé y me dirigí hacia la montaña rusa en busca de Simon. Me sentía solo sin él. El lugar estaba vacío de familias y chicos, pero la montaña rusa aún funcionaba. A cada pocos minutos se escuchaba un rugido y los gritos de los pocos que habían montado en ella cuando las vagonetas se lanzaban en picado. Comí un perrito caliente y miré a mí alrededor, pero no pude encontrar a Simon por ninguna parte.

Mientras caminaba de regreso hacia la playa, vi a papá inclinado sobre tía Helen dándole un beso en la mejilla. Mamá paseaba por alguna parte, y rápidamente me ofrecí para ir a buscarla, tratando de contener las lágrimas de rabia en mis ojos. Pasé ante el lugar donde dos jóvenes se habían ahogado el fin de semana anterior. Había por allí algunos de los resurreccionistas. Estaban sentados cerca del agua, en compañía de sus familias; pero no había señales de mamá. Estaba pensando ya en regresar cuando creí observar cierto movimiento bajo el paseo de madera.

Estaba increíblemente oscuro allí abajo. Unas estrechas líneas de luz que seguían los extraños modelos de los postes de madera y los maderos cruzados, penetraban por entre las grietas de las tablas de arriba. Los pasos y el arrastrar de pies sobre las tablas sonaban como puños golpeando contra la tapa de un ataúd. Entonces me detuve. Percibí una imagen repentina de docenas de ellos allí, entre la oscuridad. Docenas, mamá entre ellos, rodeados por diminutos dibujos de luz, de modo que se podía ver una mano, o una camisa, o un ojo que miraba fijamente en la oscuridad. Pero no estaban allí. Mamá no estaba allí. Allí había otra cosa.

No sé lo que me hizo mirar hacia arriba. Quizá fueron los pasos. Un pequeño vaiven, algo que permanecía colgado entre las sombras. Pude ver dónde había subido él los maderos cruzados, sorteando un obstáculo aquí, elevándose allí hacia un madero mayor. No habría sido duro.

Habíamos subido de aquella forma miles de veces. Le miré fijamente a los ojos, pero fue la cuerda para tender la ropa lo que reconocí primero.

Papá dejó de dar clases tras la muerte de Simon. Ya nunca regresó a su trabajo después del año sabático, y sus notas para el libro sobre Pound permanecieron apiladas en el sótano, junto con los periódicos del año anterior. Los resurreccionistas le ayudaron a encontrar un trabajo como guardián en un cercano centro comercial, y no solía regresar a casa antes de las dos de la madrugada.

Después de Navidad me llevaron a una escuela situada a dos estados de distancia. Para entonces, los resurreccionistas habían inaugurado el instituto, y más y más familias se iban convirtiendo a sus ideas. Más tarde, pude ir a la universidad hasta terminar una carrera. A pesar del pacto, raras veces regresé a casa durante aquellos años, y, durante mis breves visitas, papá siempre estaba borracho. Una vez me emborraché con él y nos sentamos en la cocina y lloramos juntos. Había perdido casi todo el pelo, a excepción de unas pocas hebras en los lados, y sus ojos aparecían hundidos en un rostro arrugado. El alcohol le había dejado innumerables vasos sanguíneos rotos en las mejillas, y parecía como si se hubiera maquillado mucho más que mamá.

La señora Hargill me llamó tres días antes de mi graduación. Papá había llenado el baño con agua caliente y después se había cortado la vena con una cuchilla, pero no a través, sino vena arriba. Sin duda alguna había leído a Plutarco. Transcurrieron dos días antes de que la señora Hargill lo encontrara, y cuando llegué a casa a la noche siguiente, la bañera aún mostraba círculos coagulados y endurecidos. Después del funeral, revisé todos sus viejos papeles y encontré un diario que había estado escribiendo desde hacía varios años. Lo quemé todo junto con el montón de notas para el libro que nunca terminó.

Nuestra política con el instituto fue premiada a pesar de las circunstancias, y eso me ayudó a pasar los años siguientes. Mi carrera es algo más que un trabajo para mí… Creo en lo que hago y soy bueno haciéndolo. Fue idea mía aprovechar algunas de las escuelas vacías para nuestros nuevos centros de barrio. La semana pasada me vi envuelto en un embotellamiento de tráfico y cuando poco a poco me acerqué al accidente que lo había causado, vi una pequeña figura cubierta por un manta, y cristales rotos por todas partes. También observé que una multitud de ellos se había reunido en el terraplén. En estos tiempos también hay muchos de ellos.

Yo tenía acciones en un condominio situado en una de las últimas secciones iluminadas de la ciudad, pero cuando se puso en venta nuestra vieja casa, aproveché la oportunidad y la compré. He conservado buena parte de los muebles antiguos, de modo que ahora se parece mucho a como solía ser antes. Mantener una casa antigua como esa es caro, pero yo no me gasto mi dinero tontamente. Después del trabajo, muchos de los que trabajan conmigo en el instituto se van a los bares, pero yo no. Después de haber guardado mi equipo y limpiado las mesas del quirófano, regreso directamente a casa. Mi familia está allí, esperándome.

Bram Stoker: El entierro de las ratas. Cuento

el entierro de las ratasSi abandona París por la carretera de Orleans, cruce la Enceinte y, si gira a la derecha, se encontrará en un distrito algo salvaje y en absoluto placentero. A derecha e izquierda, delante y detrás, por todos lados se alzan grandes montones de basura y otros residuos acumulados por los procesos del tiempo.

París tiene su vida nocturna además de la diurna, y el viajero que penetra en su hotel de la Rue de Rivoli o la Rue St. Honoré a última hora de la noche o lo abandona a primera hora de la mañana puede adivinar, al llegar cerca de Montrouge -si no lo ha hecho ya antes- la finalidad de esos grandes carros que parecen como calderas sobre ruedas y que puede hallar pase por donde pase.

Cada ciudad tiene sus instituciones peculiares creadas para sus propias necesidades, y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera hora de la mañana -y la vida de París empieza a una hora muy temprana- pueden verse colocadas en la mayoría de las calles, al otro lado de cada Patio y callejón y entre tantos edificios, como todavía en algunas ciudades norteamericanas e incluso en partes de Nueva York, grandes cajas de madera en las que las criadas o los inquilinos de las casas vacían la basura acumulada del día anterior. Alrededor de estas cajas se reúnen y circulan, una vez llenas, escuálidos y macilentos hombres y mujeres cuyas herramientas del oficio Consisten en un burdo saco o cesto colgado del hombro Y un pequeño rastrillo con el cual remueven y sondean y examinan minuciosamente los cubos de basura. Recogen y depositan en sus cestos, con ayuda de sus rastrillos, todo lo que pueden encontrar, con la misma facilidad con la que un chino utiliza sus palillos para comer.

París es una ciudad de centralización, y centralización y clasificación están estrechamente aliadas. En los primeros tiempos, cuándo la centralización se está convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son similares o análogas son agrupadas juntas, y del agrupamiento de esos grupos surge un punto total o central. Vemos radiar muchos largos, brazos con innumerables tentáculos, y en el centro surge una gigantesca cabeza con un amplio cerebro y ojos atentos que miran a todos lados y con oídos sensibles todos los sonidos…. y una boca voraz para tragar.

Otras ciudades se parecen a todas las aves y animales y peces cuyos apetitos y digestiones son normales. Sólo París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la centralización llevada a un ad absurdum, representa con justicia el pez diablo; y en ningún otro aspecto es más curioso el parecido que en la similitud con el aparato digestivo.

Los turistas inteligentes que, tras rendir su individualidad a las manos de los señores Cook o Gaze, hacen París en tres días, se sienten a menudo desconcertados al saber que la cena que en Londres cuesta unos seis chelines puede obtenerse por tres francos en un café en el Palais Royal. No necesitarán sorprenderse si consideran que la clasificación es una especialidad teórica de la vida parisina, que adopta a todo su alrededor el hecho que fue la génesis de los traperos.

El París de 1850 no era como el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón y del barón Hausseman difícilmente podrán comprender la existencia del estado de cosas hace cuarenta y cinco años.

Entre algunas cosas, sin embargo, que no han cambiado están esos distritos donde se recoge la basura. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y el parecido familiar de los montones de basura es perfecto. En consecuencia, el viajero que visita los alrededores de Montrouge puede retroceder sin ninguna dificultad al año 1850.

En ese año yo estaba realizando una prolongada estancia en París. Estaba muy enamorado de una joven dama que, aunque correspondía a mi pasión, cedía de tal modo a los deseos de sus padres que había prometido no verme ni cartearse conmigo durante un año. Yo también me había visto obligado a acceder a estas condiciones bajo la vaga esperanza de la aprobación paterna. Durante el tiempo de prueba había prometido permanecer fuera del país y no escribirle a mi amor hasta que hubiera transcurrido el año.

Por supuesto, el tiempo me pesaba horriblemente. No había nadie de mi familia o círculo que pudiera hablarme de Alice, y nadie de su propia familia tenía, lamento decirlo, la suficiente generosidad como para enviarme siquiera alguna palabra de aliento ocasional relativa a su salud y bienestar. Pasé seis meses vagando por Europa, pero como no podía hallar una distracción satisfactoria en el viaje, decidí ir a París, donde al menos estaría al alcance de cualquier llamada de Londres en caso de que la buena suerte me reclamara antes de terminar el plazo. Ese «la esperanza diferida enferma el corazón» nunca estuvo mejor ejemplificado que en mi caso, porque, además del perpetuo anhelo de ver el rostro que amaba, siempre estaba conmigo la torturante ansiedad de que algún accidente pudiera impedirme mostrarle a Alice a su debido tiempo que, durante el largo período de prueba, había sido fiel a su confianza y a mi amor. Así, cualquier aventura que emprendí tenía en sí misma un intenso placer, Porque estaba cargada de posibles consecuencias más de las que normalmente hubiera afrontado.

Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés al primer mes de mi estancia, y al segundo mes me sentí impulsado a buscar diversión allá donde pudiera. Tras efectuar diversas excursiones a los suburbios más conocidos, empecé a ver que existía una terra incognita, en lo que a las guías de viaje se refería, en las selvas sociales que se extendían entre esos puntos de atracción. En consecuencia, empecé a sistematizar mis investigaciones, y cada día tomaba el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había dejado caer el día anterior.

A lo largo del tiempo, mi vagabundeo me llevó cerca de Montrouge, y vi que por allí se extendía la última Thule de la exploración social, un país tan poco conocido como el que rodea las fuentes del Nilo Blanco. Y así decidí investigar filosóficamente a los traperos: su hábitat, su vida y sus medios de vida.

El trabajo era desagradable, difícil de realizar y con pocas esperanzas de una recompensa adecuada. Sin, embargo, pese a la razón, prevaleció la obstinación, y entré en mi nueva investigación con más energía de la que hubiera podido apelar para que me ayudara en, cualquier otra investigación que me condujera a cualquier otro fin, valioso o digno de estima.

Un día, a última hora de una espléndida tarde de finales de setiembre, entré en el sanctasanctórum de la Ciudad de la Basura. El lugar era evidentemente la morada reconocida de un buen número de traperos, porque se manifestaba una especie de orden en la formación de los montículos de basura al lado de la carretera. Pasé entre esos montículos, que se erguían como ordenados centinelas, decidido a penetrar más profundamente y rastrear la basura hasta su última localización.

Mientras avanzaba, vi detrás de los montículos de basura algunas formas que iban de aquí para allá, vigilando evidentemente con interés la aparición de cualquier extraño a aquel lugar. El distrito era como una pequeña Suiza, y mientras avanzaba mi tortuoso camino se cerró a mis espaldas.

Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos. Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las remotas partes del pantano de Allan -toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos-, lugares a los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había una de las más extrañas adaptaciones -no puedo decir habitaciones- que jamás haya visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII, o Enrique 11, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas, de modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban, fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados. Evidentemente, eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes hablaban con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión perdida y consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese semblante de adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado estaba como en sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido cortados en profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había habilitado una cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían en aquella estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la mirada tras haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada conferencia. No me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy solitario Y los hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi ninguna causa para tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como cuando uno patina en una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a los puntos cardinales.

Cuando hube penetrado un poco más vi, al doblar la esquina de un medio montículo, sentado sobre un montón de paja, a un viejo soldado con una deshilachada chaqueta.

«Vaya -me dije a mí mismo-; la Primera República está bien representada aquí en sus soldados. »

Cuando pasé por su lado, el viejo ni siquiera alzó la vista hacia mí, sino que miró al suelo con estólida persistencia. De nuevo observé para mí mismo: «¡Mira lo que puede hacer una vida de duras batallas! La curiosidad de este hombre es una cosa del pasado».

Cuando hube dado algunos pasos más, sin embargo., miré bruscamente hacia atrás y vi que la curiosidad no, estaba muerta, porque el veterano había alzado la cabeza y me estaba mirando con una expresión muy curiosa. Tuve la impresión de que su aspecto era muy parecido al de los seis respetables de antes. Cuando me vio mirarle, bajó la cabeza; y sin pensar más en él seguí mi camino, satisfecho de que hubiera un extraño parecido entre aquellos viejos guerreros.

Poco después hallé a otro viejo soldado en las mismas condiciones. Él tampoco reparó en mí cuando pasé por su lado.

Por aquel entonces era ya última hora de la tarde, y empecé a pensar en volver sobre mis pasos. Así que di la vuelta para regresar, pero pude ver un cierto número de caminos que iban entre los diferentes montículos y no pude decidir cuál de ellos debía tomar. En mi perplejidad, deseé ver a alguien a quien poder preguntarle el camino, pero no vi a nadie. Decidí avanzar más e intentar encontrar a alguien…. no un veterano.

Conseguí mi objetivo, porque, después de recorrer un par de cientos de metros, vi delante de mí una choza como nunca había visto antes, con la diferencia sin embargo de que no era para vivir, sino simplemente un techo con tres paredes, abierta por delante. Por las evidencias que mostraba el vecindario, supuse que era un lugar de clasificación y distribución. Dentro había una vieja mujer arrugada y encorvada por la edad; me acerque a ella para preguntarle el camino.

Se levantó cuando me aproximé y le pregunté por dónde debía ir. Inmediatamente inició una conversación, y se me ocurrió que allá en el centro mismo del Reino de la Basura estaba el lugar donde reunir detalles sobre la historia de los traperos parisinos, en particular si podía obtenerlos de los labios de alguien que parecía como si fuera uno de sus más antiguos habitantes.

Empecé con mis preguntas, y la vieja me dio repuestas muy interesantes: había sido una de las mujeres que hacían calceta mientras se sentaban cada día ante la guillotina, y había tomado una parte activa entre las mujeres que se destacaron por su violencia en la revolución. Mientras hablábamos, dijo de pronto:

-Pero m’sieur tiene que estar cansado de estar de pie.

Y le quitó el polvo a un viejo y tambaleante taburete para que me sentara. No me gustó hacerlo por muchas razones, pero la pobre vieja era tan educada que no quise correr el riesgo de ofenderla rehusando, y además, la conversación de alguien que había estado en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y así prosiguió nuestra conversación.

Mientras hablábamos, un hombre viejo -más viejo y más encorvado y lleno de arrugas incluso que la mujer apareció de detrás de la choza.

-Éste es Pierre -me dijo ella-. m’sieur puede oír ahora las historias que desee, pues Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla  hasta Waterloo.

El viejo tomó otro taburete a petición mía, y nos sumergimos en un mar de reminiscencias revolucionarias. Este viejo, aunque vestido como un espantapájaros, era como cualquiera de los seis veteranos.

Ahora estaba sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el hombre a mi derecha, los dos un poco frente a mí. El lugar estaba lleno de todo tipo de curiosos objetos de madera, y de mucha

otras cosas que hubiera deseado que estuviesen muy lejos. En una esquina había un montón de trapos que parecían moverse por la cantidad de bichos que contenían y, en la otra, un montón de huesos cuyo olor estremecía un poco. De tanto en tanto, al mirar aquellos montones, podía ver los relucientes ojos de alguna de,, las ratas que infestaban el lugar. Aquellos asquerosos objetos eran ya bastante malos, pero lo que tenía peor aspecto todavía era una vieja hacha de carnicero con un mango de hierro manchado con coágulos de sangre apoyada contra la pared a la derecha. De todos modos, estas cosas no me preocupaban mucho. La charla de los dos viejos era tan fascinante que seguí y seguí, hasta que llegó la noche y los montículos de trapos arrojaron oscuras sombras sobre los valles que había entre ellos,

Al cabo de un tiempo, empecé a intranquilizarme, no podía decir cómo ni por qué, pero de alguna forma no me sentía satisfecho. La intranquilidad es un instinto y una advertencia. La facultades psíquicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando hacen sonar la alarma, la razón empieza a actuar, aunque quizá no conscientemente.

Así ocurrió conmigo. Empecé a tomar consciencia de dónde estaba y de lo que me rodeaba , y a preguntarme cómo actuaría en caso de ser atacado; y luego estalló bruscamente en mí el pensamiento, aunque sin ninguna causa definida, de que estaba en peligro. La prudencia susurró: «Quédate quieto y no hagas ningún signo», y así me quedé quieto y no hice ningún signo, porque sabía que cuatro ojos astutos estaban sobre mí. «Cuatro ojos…. si no más.» ¡Dios mío, qué horrible pensamiento! ¡Toda la choza podía estar rodeada en tres de sus lados por villanos! Podía estar en medio de una pandilla de desesperados como sólo medio siglo de revoluciones periódicas puede producir.

Con la sensación de peligro, mi intelecto y mis facultades de observación se agudizaron, y me volví más cauteloso que de costumbre. Me di cuenta de que los ojos de la vieja estaban dirigiéndose constantemente hacia mis manos. Las miré también, y vi la causa: mis anillos. En el dedo meñique de mi izquierda llevaba un gran sello y en la derecha un buen diamante.

Pensé que si había allí algún peligro, mi primera precaución era evitar las sospechas. En consecuencia, empecé a desviar la conversación hacia la recogida de la basura, hacia las alcantarillas, hacia las cosas que se encontraban allí; y así, poco a poco, hacia las joyas. Luego, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si sabía algo de aquellas cosas. Ella respondió que sí, un poco. Alcé la mano derecha y, mostrándole el diamante, le pregunté qué pensaba de aquello. Ella respondió que tenía malos los ojos y se inclinó sobre mi mano. Tan indiferentemente como pude, dije:

-¡Perdón! ¡Así lo verá mejor!

Y me lo quité y se lo tendí. Una malvada luz iluminó su viejo y arrugado rostro cuando lo tocó. Me lanzó una furtiva mirada tan rápida como el destello de un rayo.

Se inclinó por un momento sobre el anillo, con el rostro completamente neutro mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente a la parte delantera de la choza ante él, mientras rebuscaba en sus bolsillos y extraía un poco de tabaco envuelto en un papel y una pipa y procedía a llenarla. Aproveché la pausa y el momentáneo descanso de los inquisitivos ojos sobre mi rostro para mirar cuidadosamente a mi alrededor, ahora sombrío a la escasa luz. Todavía estaban allí todos los montículos de variada y apestosa asquerosidad; la terrible hacha manchada de sangre estaba apoyada contra la esquina de la pared de la derecha, y por todas partes, pese a la escasa luz, destellaba el refulgir de los ojos de las ratas. Las pude ver incluso a través de algunos de los resquicios de las tablas de la parte de atrás, muy junto al suelo. ¡Pero cuidado! ¡Aquellos ojos parecían más grandes y brillantes y ominosos de lo normal!

Por un instante pareció como si se me parara el corazón, y me sentí presa de aquella vertiginosa condición mental en la que uno siente una especie de embriaguez espiritual, Y como si el cuerpo se mantuviera erguido tan sólo en el sentido de que no hay tiempo de caer antes de recuperarte. Luego, en otro segundo, la calma regresó a mí…, una fría calma, con todas las energías en pleno vigor, con un autocontrol que sentía perfecto con todas mis sensaciones e instintos alertas.

Ahora sabía toda la extensión del peligro: ¡era vigilado y estaba rodeado por gente desesperada! Ni siquiera podía calcular cuántos de ellos estaban tendidos allí en el suelo detrás de la choza, aguardando el momento para. atacar. Yo me sabía grande y fuerte, y ellos lo sabían también. También sabían, como yo, que era inglés y que por lo tanto lucharía; y así aguardaban. Tenía la sensación de que en los últimos segundos había conseguido una ventaja, porque sabía el peligro y comprendía la situación. Ésta, pensé, es mi prueba de valor…, la prueba de resistencia: ¡la prueba de lucha vendría más tarde!

La vieja mujer levantó la cabeza y me dijo de forma un tanto satisfecha:

-Un espléndido anillo, ciertamente…. ¡un hermoso anillo! ¡Oh, sí! Hubo un tiempo en que yo tuve anillos así, montones de ellos, y brazaletes y pendientes. ¡Oh, porque en aquellos espléndidos días yo era la reina del baile! ¡Pero ahora me han olvidado! ¡Me han olvidado¡ ¡En realidad nunca han oído hablar de mí! ¡Quizá sus abuelos sí me recuerden, a menos algunos de ellos.

Y dejó escapar una seca y cacareante risa. Y debo decir que entonces me sorprendió, porque me tendió de vuelta el anillo con un cierto asomo de gracia pasada de modo que no dejaba de ser patética.

El viejo la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantado de su taburete, y me dijo de pronto, roncamente:

-¡Déjemelo ver!

Estaba a punto de tenderle el anillo cuando la vieja dijo:

-¡No, no se lo entregue a Pierre! Pierre es excéntrico. Pierde las cosas; ¡y es un anillo tan hermoso!

-¡Zorra! -dijo el viejo salvajemente.

De pronto la vieja dijo, un poco más fuerte de lo necesario:

-¡Espere! Tengo que contarle algo acerca de un anillo.

Había algo en el sonido de su voz que me impresionó. Quizá fuera mi hipersensibilidad, fomentada por mi excitación nerviosa, pero por un momento pensé que no se estaba dirigiendo a mí. Lancé una mirada furtiva por el lugar y vi los ojos de las ratas en los montículos de huesos, pero no vi los ojos a lo largo del fondo. Pero mientras miraba los vi aparecer de nuevo. El «i Espere! » de la vieja me había proporcionado un respiro del ataque, y los hombres habían vuelto a hundirse en su postura tendida.

-Una vez perdí un anillo…. un hermoso aro de diamantes que había pertenecido a una reina y que me fue entregado por un recaudador de impuestos, que después se cortó la garganta porque yo lo rechacé. Pensé que debía de haber sido robado, y entre todos lo buscamos; pero no pudimos hallar ningún rastro. Vino la policía y Sugirió que debía de haber ido a las alcantarillas. Bajamos…. ¡yo con mis finas ropas, porque no les iba a confiar a ellos mi hermoso anillo! Desde entonces sé mucho Más sobre las alcantarillas, ¡y sobre las ratas también¡ Pero nunca olvidaré el horror de aquel lugar, lleno de ojos llameantes, un muro de ellos justo más allá de la luz de nuestras antorchas. Bien, bajamos debajo de mi casa. Buscamos la salida de la alcantarilla y allá, en medio de las inmundicias, hallamos mi anillo, y salimos.,

»¡Pero también hallamos algo más antes de salir! Cuando nos dirigíamos hacia la salida, un montón de ratas de alcantarilla -humanas esta vez- vino hacia nosotros. Dijeron a la policía que uno de ellos había ido a las alcantarillas pero no había regresado. Había ido sólo un poco antes que nosotros y, si se había perdido, no podía estar muy lejos. Pidieron que les ayudaran, así que volvimos. Intentaron impedir que fuera con ellos, pero insistí. Era una nueva excitación, y ¿no había recuperado mi anillo? No habíamos ido muy lejos cuando tropezamos con algo. Había muy poca agua, y el fondo de la alcantarilla estaba lleno de ladrillos, residuos y materia de muy variada índole. Había luchado, incluso,cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado mucho! Los huesos todavía estaba calientes, pero completamente mondos. Incluso hablan devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. Los otros -los humanos- se lo tomaron con tranquilidad, y bromearon sobre su camarada cuando lo hallaron muerto. Bah, ¿qué más da, vivo o muerto?

-¿Y no tuvo usted miedo? -le pregunté.

-¡Miedo! -dijo con una risa-. ¿Yo miedo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero entonces era más joven y, mientras recorría aquella horrible alcantarilla con su pared de ansiosos ojos, siempre moviéndose más allá del círculo de la luz de las antorchas, no me sentí tranquila. ¡Sin embargo, avancé por delante de los hombres! ¡Así es como lo hago siempre! Nunca he dejado que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que deseo es una oportunidad y un medio! Y ellas lo devoraron…, se lo llevaron todo excepto los huesos; ¡y nadie se enteró, nadie oyó ningún sonido]

Entonces estalló en un cloqueo del más terrible regocijo que jamás haya oído y visto.

Una gran poetisa describe a su heroína cantando: «¡Oh, verla u oírla cantar! Apenas puedo decir qué es lo más divino». Y puedo aplicar la misma idea a la vieja bruja…, en todo menos en la divinidad, porque difícilmente puedo decir qué era lo más diabólico, si la dura, maliciosa, satisfecha, cruel risa, o la maliciosa sonrisa y la horrible abertura cuadrada de la boca, como una máscara trágica, y el amarillento brillo de los pocos dientes descoloridos en las informes encías. En esa risa y con esa sonrisa y la cloqueante satisfacción supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardaban el, momento apropiado para su realización. Pude leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes a sus cómplices. «Esperad -parecía decirles-, concedeos vuestro tiempo. Yo daré el primer golpe. ¡Hallad las armas para mí, y yo hallaré la oportunidad! ¡No escapará! Mantenedlo tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo! »

Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada por la choza a mi alrededor: todo. seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al suelo.

Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:

-¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!

Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.

-¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! -le gritó la mujer.

Él la apagó de inmediato y dijo:

-De acuerdo, madre, la buscaré.

Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en la oscuridad:

-¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo demás falla.

Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo.

De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna.

«Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase si dentro fracasamos. »

Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el cielo. ¡Estaba realmente rodeado! ¡Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.

La linterna empezó a arder.

-Tráela aquí, Pierre -dijo la mujer-. Colócala en la entrada, donde pueda verla. ¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!

¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de mí a cada lado.

Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella.

Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su lugar exacto, a fin de no fallar al agarTarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la exactitud serían preciosos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. 0 bien me creerla un falso -y cualquier enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del pensamiento-, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando, como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera visto alguna inquietud en mi rostro hubiera sabido que había llegado el momento, y hubiera saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado.

Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles, pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella dirección.

Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las facultades que dependen de la mente crece en proporción. Entonces lo sentí. En un instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida para permitir algo así sin siquiera un ruido.

La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados -había visto de nuevo sus ojos a través de, las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última vez- mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que ser alguna vez, que fuera ahora!

Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la choza.

Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento, trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al desplomarse en una masa informe.

Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima. Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.

El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima, jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos, a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París!

Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la choza era una ruina…. una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien, porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.

No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, por que, cuando observé a mi alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro que no podía haber allí dos de aquellas armas!

Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.

¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha. Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado.

Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta, incansable, y todavía en un hosco silencio.

En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños que antes, aunque -porque la noche se estaba cerrando- aparentaban ser más grandes en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé rápidamente por el montículo que tenía delante.

¡Alegría de alegrías ! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de Montmartre…. una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y allá.

Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a una cierta distancia a mi alrededor.

Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta, con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre.. Un momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.

Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que. puesto que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al frente.

No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo peor. El ter-reno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de una forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a ninguno de mis’ perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer se movían para adelantarme.

Creí que con mi habilidad como corredor podría de nuevo eludir a mis enemigos en aquel juego, y así eché a correr a toda velocidad.

¡Chap!

Mis pies cayeron en una masa fangosa, y caí cuando largo era en un hediondo charco de agua estancada. El agua y el lodo en el cual mis brazos se hundieron hasta el codo eran sucios y nauseabundos más allá de toda descripción, y con lo repentino de mi caída llegué a tragar algo de aquella asquerosa materia, que casi estuvo a punto de ahogarme y me hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los momentos durante los cuales me mantuve inmóvil tras ponerme en pie, intentando recuperarme, al borde del desvanecimiento, del fétido olor del asqueroso charco, cuyos blancuzcos vapores se alzaban como fantasmas a mi alrededor. Lo peor de todo fue que, con la aguda desesperación del animal cazado cuando ve a la jauría perseguidora lanzarse contra él, vi ante mis ojos, mientras permanecía de pie, impotente, las oscuras formas de mis perseguidores avanzando rápidamente para rodearme.

Resulta curioso cómo nuestras mentes elaboran extraños vericuetos incluso cuando las energías del pensamiento se hallan en apariencia concentrados en alguna terrible y apremiante necesidad. Mi vida estaba en momentáneo peligro, mi seguridad dependía de mi acción, y mi elección de alternativas tenía que actuar ahora casi a cada paso que diera, y sin embargo no podía pensar más que en la extraña y testaruda persistencia de aquellos viejos. Su silenciosa resolución, su firme y hosca

persistencia, despertaban incluso en aquellas circunstancias en mí, además de miedo, una cierta medida de respeto. Me pregunté qué hubiera ocurrido de estar en el vigor de su juventud. ¡Ahora podía comprender aquel arranque de energía en el puente de Arcola, aquella burlona exclamación de la Vieja Guardia en Waterloo! El homenaje inconsciente tiene sus propios placeres, incluso en tales momentos; pero afortunadamente no choca de ninguna forma con el pensamiento del cual brota la acción.

Me di cuenta a primera vista de que, aunque me sentía derrotado en mi objetivo, mis enemigos todavía no habían vencido. Habían conseguido rodearme por tres lados y estaban intentando empujarme hacia la izquierda, donde había ya algún peligro para mí, pero no habían dejado guardia. Acepté la alternativa: era un caso de elección de Hobson y de correr. Tenía que mantenerme en terreno bajo, porque mis perseguidores estaban en los lugares más altos. Sin embargo, aunque el rezumante y quebrado suelo dificultaba mi marcha, mi juventud y mi entrenamiento me permitieron mantener la distancia y conservar una línea en diagonal que no sólo les impedía ganar terreno sobre mí, sino que incluso empezó a distanciarlos. Esto me dio nuevo valor y fuerza, y por aquel entonces mi entrenamiento habitual empezaba a tomar de nuevo el mando y había recuperado el aliento. Delante de mí, el terreno ascendía ligeramente. Me apresuré ladera arriba y descubrí delante de mí una extensión de chapoteante terreno, con un bajo dique o talud de aspecto oscuro y ominoso más allá. Tuve la sensación de que si podía alcanzar con seguridad aquel dique, entonces, con terreno sólido bajo mis pies y algún tipo de sendero que me guiara, podría hallar con cierta facilidad una forma de salir de mis apuros. Tras una mirada a derecha e izquierda y sin ver a nadie cerca, mantuve los ojos durante unos breves minutos fijos en mis pies, para comprobar que trabajaban correctamente a la hora de cruzar aquel terreno pantanoso. Fue un trabajo duro y desagradable, pero había poco peligro, tan sólo esfuerzo; y al poco tiempo estaba en el dique. Subí exultante su ladera, pero allí me sacudió una nueva conmoción. A ambos lados de mí se alzaron un cierto número de figuras agazapadas. Se lanzaron contra mí desde la derecha y desde la izquierda. Entre todos, a cada lado, sujetaban una cuerda.

El cerco estaba casi completo. No podía ir a ningún lado, y el fin estaba cerca.

Sólo había una posibilidad, y la tomé. Me dejé resbalar por el dique y, para escapar de las garras de mis enemigos, me lancé a la corriente.

En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que el agua estaba sucia y asquerosa, pero ahora le di la bienvenida como si fuera una corriente cristalina para un viajero sediento. ¡Era un camino a la seguridad!

Mis perseguidores se lanzaron tras de mí. Si tan sólo uno de ellos hubiera sujetado la cuerda, me hubieran cogido, porque me hubiera enredado con ella antes de tener tiempo de dar una brazada; pero las muchas manos que la sujetaban les dificultaron y retrasaron, y cuando la cuerda golpeó el agua oí el chapoteo muy detrás de mí. Unos minutos de fuertes brazadas me llevaron al otro lado de la corriente. Refrescado por la inmersión y alentado por la escapatoria, subí al dique del otro lado con un espíritu relativamente alegre.

Miré hacia atrás desde arriba. Por entre la oscuridad vi a mis asaltantes dispersarse a lo largo del dique hacia arriba y hacia abajo. Evidentemente, la persecución no había terminado, y de nuevo tuve que elegir mi camino. Más allá del dique donde me hallaba había un terreno salvaje y pantanoso muy similar al que había cruzado. Decidí evitar aquel lugar, y por un momento dudé en ir dique arriba o dique abajo. Creí oír un sonido, el apagado rumor de unos remos, así que escuché y luego grité.

Ninguna respuesta, pero el sonido cesó. De alguna forma, mis enemigos habían conseguido un bote de algún tipo. Puesto que estaban más arriba de mi, tomé el camino descendente y empecé a correr. Cuando pasé a la izquierda de donde había entrado en el agua oí varios chapoteos, blandos y furtivos, como el sonido que hace una rata al sumergirse en una con-¡ente, pero mucho mayor; y cuando miré, vi el oscuro brillo del agua roto por las ondulaciones de varias cabezas que avanzaban. Algunos enemigos estaban cruzando también a nado la corriente.

Y ahora detrás de mí, corriente arriba, el silencio se vio roto por el rápido crujir y resonar de remos; mis enemigos aceleraban su persecución. Empleé todas mis energías y seguí corriendo. Al cabo de un par de minutos, miré hacia atrás y, a la luz que se filtraba a través de las nubes, vi varias formas oscuras trepar al terraplén tras de mí. Había empezado a alzarse viento, y el agua a mi lado se estaba agitando y empezando a romperse en pequeñas olas contra la orilla. Tenia que mantener los ojos muy atentos al terreno delante de mí para evitar tropezar, porque sabía que tropezar era la muerte. Al cabo de otros pocos minutos miré de nuevo hacia atrás. En el dique sólo había unas pocas figuras oscuras, pero cruzando el terreno pantanoso había muchas más. Ignoraba qué nuevo peligro significaba esto, sólo podía suponerlo. Luego, mientras corría, tuve la sensación de que mi camino seguía desviándose hacia la derecha. Miré al frente y vi que el río era mucho más ancho que antes, y que el dique sobre el que estaba desaparecía allí delante, y que más allá había otra corriente en cuya orilla más cercana vi algunas de las formas oscuras ahora al otro lado del pantano. Me hallaba en una isla de algún tipo.

Mi situación era entonces realmente terrible, porque mis enemigos me habían atrapado entre ambos lados. Detrás de mí llegaba el acelerado rumor de los remos, como si mis perseguidores supieran que el fin estaba cerca. A mi alrededor, a cada lado, sólo había desolación; no había ningún techo, ninguna luz, hasta tan lejos como podía ver. Muy lejos a la derecha se alzaba una masa oscura, pero no sabía lo que era. Me detuve un momento para pensar en qué debía hacer, no mucho tiempo, porque mis perseguidores se estaban acercando. Entonces me decidí. Me deslicé orilla abajo y me lancé al agua. Lo hice de cabeza, a fin de aprovechar la corriente para rebasar el remolino de la isla. Aguardé hasta que una nube cruzó por delante de la luna y lo sumió todo en la oscuridad. Entonces me quité el sombrero y lo deposité suavemente en el agua, dejando que flotara con la corriente, y un segundo más tarde me zambullí hacia la derecha y me mantuve bajo el agua con todas mis fuerzas. Supongo que estuve medio minuto bajo el agua, y cuando salí lo hice tan suavemente como pude; me volví y miré hacia atrás. Allá iba mi sombrero de color pardo claro flotando alegremente corriente abajo. Muy cerca detrás apareció un viejo bote desvencijado, impulsado furiosamente por un par de remeros. La luna estaba todavía parcialmente oscurecida por las derivantes nubes, pero a la media luz pude ver a un hombre en la proa sujetando, lista para golpear, lo que me pareció que era la misma terrible hacha de la que antes habla escapado. Mientras miraba, el bote se acercó, se acercó, y el hombre golpeó salvajemente. El sombrero desapareció. El hombre cayó hacia adelante, casi fuera del bote. Sus camaradas lo sujetaron pero sin el hacha, y luego, mientras me volvía con todas mis energías para alcanzar la otra orilla, oí el feroz retumbar de la palabra «Sacré!» que indicaba la ira de mis frustrados perseguidores.

Ése fue el primer sonido que oí de unos labios humanos durante toda aquella terrible caza, y por muchas amenazas y peligros que me acechasen, fue un sonido bienvenido porque rompió aquel terrible silencio que me envolvía y abrumaba. Era como un signo claro de que mis oponentes eran hombres y no fantasmas, y que ante ellos tenía al menos las posibilidades de un hombre, aunque uno contra muchos.

Pero ahora que el conjuro del silencio se había roto, los sonidos llegaron numerosos y rápidos. Del bote a la orilla y de vuelta de la orilla al bote llegaron una rápida pregunta y una rápida respuesta, todo ello en feroces susurros. Miré hacia atrás, un movimiento fatal, puesto que en aquel instante alguien vio mi rostro, que se reflejó blanco en la oscura agua, y gritó. Varias manos me señalaron, y en uno o dos momentos el bote estuvo en marcha de nuevo tras de mí. Me quedaba poco trecho que recorrer, pero el bote se acercaba más y más. Unas brazadas más y estaría en la orilla, pero sentía que el bote se aproximaba, y esperé a cada segundo el golpear de un remo o cualquier otra arma contra mi cabeza. De no haber visto aquella terrible hacha desaparecer en el agua creo que no hubiera alcanzado la orilla. Oí las murmuradas maldiciones de aquellos que no remaban y la afanosa respiración de los remeros. Con un supremo esfuerzo por la vida o la libertad alcancé la orilla y salté a ella. No había un solo segundo que perder, porque detrás de mí el bote varó y varias formas saltaron en mi persecución. Alcancé la parte superior del dique y, manteniéndome a la izquierda, corrí de nuevo. El bote se separó de la orilla y siguió corriente abajo. Al ver aquello temí el peligro en aquella dirección y, volviéndome rápidamente, corrí dique abajo por el otro lado, y tras pasar un corto trecho de terreno pantanoso alcancé una llanura abierta y seguí corriendo.

Mis incansables perseguidores seguían detrás de mí. Muy lejos, más abajo, vi la misma masa oscura de antes, pero ahora estaba más cerca y era más grande. Mi corazón se estremeció de deleite, porque supe que debía de ser la fortaleza de Bicétre, y seguí corriendo con nuevas energías.. Había oído que entre cada uno y todos los fuertes que protegían París había caminos estratégicos, carreteras profundamente hundidas donde los soldados que avanzaban por ellas quedaban protegidos del enemigo. Sabía que si podía alcanzar esa carretera estaría a salvo, pero en la oscuridad no podía ver ningún signo de ella, así que seguí corriendo con la ciega esperanza de alcanzarla.

De pronto, llegué al borde de un profundo corte, Y descubrí que allá abajo avanzaba una carretera protegida a cada lado por una zanja de agua con una alta pared vertical a cada lado.

Cada vez más débil y aturdido, seguí corriendo; el terreno se volvió quebrado, cada vez más y más, hasta que me tambaleé y caí, y me levanté de nuevo, y corrí con la ciega angustia de los perseguidos. De nuevo el pensamiento de Alice me dio nervio. No destrozada su vida; lucharía y me debatida hasta el final. Con un gran esfuerzo llegué a la muralla del fuerte. Mientras me izaba trepando como un gato montés, sentí realmente una mano que intentaba agarrar la suela de mi zapato. Me hallaba ahora en una especie de calzada elevada, y delante de mí vi una débil luz. Ciego y aturdido, seguí corriendo, me tambaleé, caí, me levanté de nuevo, cubierto de polvo y sangre.

-Halt là!

Las palabras sonaron como una voz celestial. Un chorro de luz pareció envolverme, y grité de alegría.

-Qui va lá?

El sonido de unos mosquetes, el destello del acero ante mis ojos. Me agaché instintivamente, pensando que muy cerca detrás de mí venían mis perseguidores.

Otra palabra o dos, y de una puerta brotó, o eso me pareció, una marea de rojo y azul cuando salió la guardia. Todo a mi alrededor parecía arder con luz, y el destello del acero, el resonar y el cliquetear de las armas y las fuertes y secas voces de mando me aturdieron. Cuando caí hacia adelante, totalmente agotado, un soldado me sujetó. Miré hacia atrás con temida expectación, y vi la masa de formas oscuras desaparecer en la noche. Luego debí desvanecerme. Cuando recobré mis sentidos estaba en la sala de guardia. Me dieron brandy, y tras unos momentos fui capaz de contarles algo de lo que había pasado. Luego apareció un comisario de policía, al parecer surgido del aire, como suelen hacer los agentes de policía parisinos. Escuchó atentamente, y luego consultó durante unos momentos con el oficial al mando. Al parecer estuvieron de acuerdo, porque me preguntaron si estaba con fuerzas para ir con ellos.

-¿Adónde? -pregunté, mientras me levantaba para partir.

-De vuelta a los montículos de basura. ¡Puede que quizá todavía los atrapemos 1

-¡Lo intentaré! –dije.

Me miró fijamente por un momento, y de pronto dijo

-¿No preferiría aguardar un poco o hasta mañana, joven inglés?

Aquello despertó en mí la fibra sensible que sin duda esperaba y salté en pie.

-¡Vamos ahora! –dije-. ¡Ahora, ahora! ¡Un inglés siempre está dispuesto a cumplir con su deber!

El comisario era un buen tipo, además de astuto; me dio una amable palmada en el hombro.

-Brave garçon! –dijo-. Discúlpeme, pero sabía que esto le haría bien. La guardia está preparada. ¡Vamos!

Y así, cruzando directamente la sala de guardia y un largo pasadizo abovedado, salimos a la noche. Algunos de los hombres que iban delante llevaban poderosas linternas. A través de patios y por un camino descendente salimos a través de un bajo arco hasta una carretera hundida, la misma que había visto en mi huida. Se dio orden de marcha, y con un rápido y elástico paso, medio correr, medio caminar, los soldados avanzaron. Sentí renovadas mis fuerzas…. ésta es la diferencia entre cazador y cazado. Una breve distancia nos llevó a un bajo puente de pontones que cruzaba la corriente. Evidentemente, se habían hecho algunos esfuerzos para dañarlo, porque las cuerdas habían sido cortadas y una de las cadenas estaba rota. Oí al oficial decir al comisario:

-¡Hemos llegado justo a tiempo! Unos minutos más, y hubieran destruido el puente. ¡Adelante, más aprisa todavía!

Y seguimos. De nuevo alcanzamos un pontón sobre la corriente; cuando llegamos a él oímos el hueco retumbar de los tambores metálicos mientras los esfuerzos por destruir el puente se renovaban. Una orden de mando, y varios hombres alzaron sus rifles.

-¡Fuego!

Sonó una descarga. Hubo un grito ahogado, y las formas oscuras se dispersaron. Pero el mal ya estaba hecho, y vimos el otro extremo del pontón derivar en la corriente. Aquello significó un retraso importante, y había transcurrido casi una hora antes de que hubiéramos renovado las cuerdas y restablecido lo suficiente el puente como para cruzarlo.

Reanudamos la persecución. Avanzamos más y más rápidamente hacia los montículos de basura.

Al cabo de un tiempo llegamos a un lugar que conocía. Había los restos de un fuego…. unas pocas cenizas de madera quemada aún dejaban escapar un resplandor rojizo, pero la mayor palie estaban frías. Reconocí el emplazamiento de la choza y el montículo detrás de ella por el que había escapado y, en el parpadeante resplandor, los ojos de las ratas todavía brillaban con una especie de fosforescencia. El comisario dijo una palabra al oficial, y éste gritó:

-¡Alto!

Se ordenó a los soldados que se desplegaran y vigilaran, y luego empezamos a examinar las ruinas. El propio comisario empezó a levantar las carbonizadas tablas y la porquería, que los soldados fueron retirando y apilando a un lado. De pronto se echó hacia atrás, luego se inclinó y, alzándose, me hizo una seña.

-¡Mire! -dijo.

Era una horrible visión. Había allí un esqueleto boca abajo, una mujer por la forma, una mujer vieja por la tosca fibra de los huesos. Entre las costillas asomaba una larga daga como una púa hecha con un cuchillo de carnicero afilado, con la punta enterrada en la espina dorsal.

-Observará -dijo el comisario al oficial y a mi mientras sacaba su bloc de notas- que la mujer debió de caer sobre su daga. Las ratas son muchas aquí, vea sus ojos brillar entre ese montón de huesos. Observará también -me estremecí cuando colocó su mano sobre el esqueleto- que esperaron poco tiempo, ¡porque los huesos apenas están fríos!

No había signos de nadie más cerca, ni vivo ni muerto; y así, desplegados de nuevo en línea, los soldados siguieron avanzando. Finalmente llegamos a la choza hecha con el viejo guardarropa. Nos acercamos. En cinco de los seis compartimentos había un viejo durmiendo … durmiendo tan profundamente que ni siquiera el resplandor de las linternas los despertó. Parecían viejos y hoscos y canosos, con sus rostros hundidos, arrugados y curtidos y sus bigotes blancos.

El oficial dio seca y fuertemente una voz de mando, y todos estuvieron de pie delante de nosotros en posición de firmes

-¿Que hacéis aquí?

-Estábamos durmiendo -fue la respuesta.

-¿Dónde están los otros chiffoniers? -preguntó el comisario.

-Han ido a trabajar. ¿Y vosotros?

-¡Estamos de guardia!

-¡Peste! -rió el oficial hoscamente, mientras miraba a los viejos a la cara uno tras otro y añadía con fría y deliberada crueldad-: ¡Dormidos en servicio! ¿Así es como se comporta la Vieja Guardia? ¡No me extraña lo que ocurrió en Waterloo!

A la luz de la linterna vi los hoscos y viejos rostros ponerse mortalmente pálidos, y casi me estremecí ante la expresión de los ojos del viejo cuando las risas de los soldados hicieron eco a la burla del oficial.

En aquel momento tuve la sensación de que en cierta medida había sido vengado.

Por un momento pareció como si fueran a arrojarse contra su atormentador, pero años de vida en el ejército les habían enseñado y permanecieron inmóviles.

-Sólo sois cinco –dijo el comisario-; ¿dónde está el sexto?

La respuesta llegó con una lúgubre risita.

-¡Está aquí! -y el que hablaba señaló al fondo del guardarropa-. Murió la otra noche. No va a hallar mucho de él. ¡El entierro de las ratas es rápido!

El comisario se inclinó y miró. Luego se volvió al oficial y dijo tranquilamente.

-Será mejor que nos marchemos. Ya no hay ninguna huella ahora; nada que pruebe que este hombre fue el herido por las balas de sus soldados. Probablemente lo asesinaron para cubrir sus huellas. ¡Mire! -Se inclinó de nuevo y apoyó sus manos sobre el esqueleto-. Las ratas trabajan rápido y son muchas. ¡Estos huesos todavía están calientes!

Me estremecí, y lo mismo hicieron varios de los que estaban a mi alrededor.

-¡Formen! -dijo el oficial; y así, en orden de marcha, con las linternas oscilando al frente y los veteranos arnanillados en medio, avanzamos con paso firme fuera de los montículos de basura y regresamos a la fortaleza de Bicétre.

Mi año de prueba terminó hace mucho tiempo, y ahora Alice es mi esposa. Pero cuando miro en retrospectiva el lapso de aquellos doce meses de mi vida, uno de los más vívidos incidentes que recuerda mi memoria es el asociado con mi visita a la Ciudad de la Basura

Henry James: Los amigos de los amigos. Cuento

henry jamesI

Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Ésa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas.» Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades –cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente–. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.

Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que puso los ojos en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Ella corrió hacia él, gritando descompuesta: «¿Papá, qué te pasa?»; pero a esto siguió una demostración de sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre se desvanecía sin más, dejándola consternada entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían seguido. Esas personas, el empleado, la tía, los primos, fueron pues, en cierto modo, testigos del hecho –del hecho, al menos, de la impresión que había recibido–; y hubo además el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico prescribió un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: «Espere a ver si no ocurre nada en su casa.» Sí había ocurrido algo: el pobre padre, víctima de un mal súbito y violento, había fallecido aquella misma mañana. La tía, hermana de la madre, recibió en el día un telegrama en el que se le anunciaba el suceso y se le pedía que preparase a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y ni que decir tiene que aquella aparición dejó en ella una huella indeleble. A todos nosotros, como amigos suyos, nos había sido transmitida, y todos nos la habíamos transmitido unos a otros con cierto estremecimiento. De eso hacía doce años, y ella, como mujer que había hecho una boda desafortunada y vivía separada de su marido, había cobrado interés por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido frecuente, y como además su separación judicial apenas era distinción en los tiempos que corrían, era habitual singularizarla como «ésa, sí, la que vio al fantasma de su padre».

En cuanto a él, él había visto al de su madre…, ¡qué más hacía falta! Yo no lo había sabido hasta esta ocasión en que nuestro trato más íntimo, más agradable, le llevó, por algo que había salido en nuestra conversación a mencionarlo y con ello a inspirarme el impulso de hacerle saber que tenía un rival en ese terreno –una persona con quien comparar impresiones–. Más tarde, esa historia vino a ser para él, quizá porque yo la repitiese indebidamente, también una cómoda etiqueta mundana; pero no era con esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos, como ella, la pobre, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de ellos desde el primer momento –que los descubrí antes de que él descubriera los míos–. Recuerdo haber observado ya en aquel entonces que su percepción de los míos se avivó por esto de que yo pudiera corresponder, aunque desde luego no con nada de mi propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa esa anécdota, como la de ella, de una docena de años atrás: de un año en el que, estando en Oxford, por no sé qué razones se había quedado a hacer el curso «largo». Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie y como con los ojos fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verle le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y al adelantarse él abriendo los suyos, lleno de alegría, se desvaneció. Él le escribió aquella noche, contándole lo sucedido; la carta había sido cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquel azar de nuestra conversación hizo que se quedara muy impresionado por el pequeño prodigio que yo pude presentarle. Nunca se había tropezado con otro caso. Desde luego que tenían que conocerse, mi amiga y él; seguro que tendrían cosas en común. Yo me encargaría, ¿verdad? –si ella no tenía inconveniente–; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella en la primera ocasión, y en la misma semana pude hacerlo. De «inconveniente» tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verle. A pesar de lo cual no había de haber encuentro –como vulgarmente se entienden los encuentros.

II

La mitad de mi cuento está en eso: de qué forma extraordinaria se vio obstaculizado. Fue culpa de una serie de accidentes; pero esos accidentes, persistiendo al cabo de los años, acabaron siendo, para mí y para otras personas, objeto de diversión con cada una de las partes. Al principio tuvieron bastante gracia, luego ya llegaron a aburrir. Lo curioso es que él y ella estaban muy bien dispuestos: no se podía decir que se mostrasen indiferentes, ni muchísimo menos reacios. Fue uno de esos caprichos del azar, ayudado, supongo, por una oposición bastante arraigada de las ocupaciones y costumbres de uno y otra. Las de él tenían por centro su cargo, su sempiterna inspección, que le dejaba escaso tiempo libre, reclamándole constantemente y obligándole a anular compromisos. Le gustaba la vida social, pero en todos lados la encontraba y la cultivaba a la carrera. Yo nunca sabía dónde podía estar en un momento dado, y a veces transcurrían meses sin que le viera. Ella, por su parte, era prácticamente suburbana: vivía en Richmond y no «salía» nunca. Era persona de distinción, pero no de mundo, y muy sensible, como se decía, a su situación. Decididamente altiva y un tanto caprichosa, vivía su vida como se la había trazado. Había cosas que era posible hacer con ella, pero era imposible hacerla ir a las reuniones en casa ajena. De hecho éramos los demás los que íbamos, algo más a menudo de lo que hubiera sido normal, a las suyas, que consistían en su prima, una taza de té y la vista. El té era bueno; pero la vista nos era ya familiar, aunque tal vez su familiaridad no alcanzara, como la de la prima –una solterona desagradable que formaba parte del grupo cuando aquello del museo que ahora vivía con ella–, al grado de lo ofensivo. Aquella vinculación a un pariente inferior, que en parte obedecía a motivos económicos –según ella su acompañante era una administradora maravillosa–, era una de las pequeñas manías que le teníamos que perdonar. Otro era su estimación de lo que le exigía el decoro por haber roto con su marido. Esta era extremada –muchos la calificaban hasta de morbosa–. No tomaba con nadie la iniciativa; cultivaba el escrúpulo; sospechaba desaires, o quizá me esté mejor decir que los recordaba: era una de las pocas mujeres que he conocido a quienes esa particular posición había hecho modestas más que atrevidas. ¡La pobre, cuánta delicadeza! Especialmente marcados eran los límites que había puesto a las posibles atenciones de parte de hombres: siempre estaba pensando que su marido no hacía sino esperar la ocasión para atacar. Desalentaba, si no prohibía las visitas de personas del sexo masculino no seniles: decía que para ella todas las precauciones eran pocas.

Cuando por primera vez le mencioné que tenía un amigo al que los hados habían distinguido de la misma extraña manera que a ella, le dejé todo el margen posible para que me dijera: «¡Ah, pues traéle a verme!» Seguramente habría podido llevarle, y se habría producido una situación del todo inocente, o por lo menos relativamente simple. Pero no dijo nada de eso; no dijo más que: «Tendré que conocerle; ¡a ver si coincidimos!» Eso fue la causa del primer retraso, y entretanto pasaron varias cosas. Una de ellas fue que con el transcurso del tiempo, y como era una persona encantadora, fue haciendo cada vez más amistades, y matemáticamente esos amigos eran también lo suficientemente amigos de él como para sacarle a relucir en la conversación. Era curioso que sin pertencer, por así decirlo, al mismo mundo, o, según una expresión horrenda, al mismo ambiente, mi sorprendida pareja hubiera venido a dar en tantos casos con las mismas personas y a hacerles entrar en el extraño coro. Ella tenía amigos que no se conocían entre sí, pero que inevitable y puntualmente le hablaban bien de él. Tenía también un tipo de originalidad, un interés intrínseco, que hacía que cada uno de nosotros la tuviera como un recurso privado, cultivado celosamente, más o menos en secreto, como una de esas personas a las que no se ve en una reunión social, a las que no todo el mundo –no el vulgo– puede abordar, y con quien, por tanto, el trato es particularmente difícil y particularmente precioso. La veíamos cada cual por separado, con citas y condiciones, y en general nos resultaba más conducente a la armonía no contárnoslo. Siempre había quien había recibido una nota suya más tarde que otro. Hubo una necia que durante mucho tiempo, entre los no privilegiados, debió a tres simples visitas a Richmond la fama de codearse con «cantidad de personas inteligentísimas y fuera de serie».

Todos hemos tenido amigos que parecía buena idea juntar, y todos recordamos que nuestras mejores ideas no han sido nuestros mayores éxitos; pero dudo que jamás se haya dado otro caso en el que el fracaso estuviera en proporción tan directa con la cantidad de influencia puesta en juego. Realmente puede ser que la cantidad de influencia fuera lo más notable de éste. Los dos, la dama y el caballero, lo calificaron ante mí y ante otros de tema para una comedia muy divertida. Con el tiempo, la primera razón aducida se eclipsó, y sobre ella florecieron otras cincuenta mejores. Eran tan parecidísimos: tenían las mismas ideas, mañas y gustos, los mismos prejuicios, supersticiones y herejías; decían las mismas cosas y, a veces, las hacían; les gustaban y les desagradaban las mismas personas y lugares, los mismos libros, autores y estilos; había toques de semejanza hasta en su aspecto y sus facciones. Como no podía ser menos, los dos eran, según la voz popular, igual de «simpáticos» y casi igual de guapos. Pero la gran identidad que alimentaba asombros y comentarios era su rara manía de no dejarse fotografiar. Eran las únicas personas de quienes se supiera que nunca habían «posado» y que se negaban a ello con pasión. Que no y que no –nada, por mucho que se les dijera–. Yo había protestado vivamente; a él, en particular, había deseado tan en vano poder mostrarle sobre la chimenea del salón, en un marco de Bond Street. Era, en cualquier caso, la más poderosa de las razones por las que debían conocerse –de todas las poderosas razones reducidas a la nada por aquella extraña ley que les había hecho cerrarse mutuamente tantas puertas en las narices, que había hecho de ellos los cubos de un pozo, los dos extremos de un balancín, los dos partidos del Estado, de suerte que cuando uno estaba arriba el otro estaba abajo, cuando uno estaba fuera el otro estaba dentro; sin la más mínima posibilidad para ninguno de entrar en una casa hasta que el otro la hubiera abandonado, ni de abandonarla desavisado hasta que el otro estuviera a tiro–. No llegaban hasta el momento en que ya no se les esperaba, que era precisamente también cuando se marchaban. Eran, en una palabra, alternos e incompatibles; se cruzaban con un empecinamiento que sólo se podía explicar pensando que fuera preconvenido. Tan lejos estaba de serlo, sin embargo, que acabó –literalmente al cabo de varios años– por decepcionarles y fastidiarles. Yo no creo que su curiosidad fuera intensa hasta que se manifestó absolutamente vana. Mucho, por supuesto, se hizo por ayudarles, pero era como tender alambres para hacerles tropezar. Para poner ejemplos tendría que haber tomado notas; pero sí recuerdo que ninguno de los dos había podido jamás asistir a una cena en la ocasión propicia. La ocasión propicia para uno era la ocasión frustrada para el otro. Para la frustrada eran puntualísimos, y al final todas quedaron frustradas. Hasta los elementos se confabulaban, secundados por la constitución humana. Un catarro, un dolor de cabeza, un luto, una tormenta, una niebla, un terremoto, un cataclismo se interponían infaliblemente. El asunto pasaba ya de broma.

III

Cuando para coronar nuestra larga relación acepté su renovada oferta de matrimonio, se dijo humorísticamente, lo sé, que yo había puesto como condición que me regalara una fotografía suya. Lo que era verdad era que yo me había negado a darle la mía sin ella. El caso es que le tenía por fin, todo pimpante, encima de la chimenea; y allí fue donde ella, el día que vino a darme la enhorabuena, estuvo más cerca que nunca de verle. Al posar para aquel retrato le había dado él un ejemplo que yo la invité a seguir; ya que él había depuesto su terquedad, ¿por qué no deponía ella la suya? También ella me tenía que regalar algo por mi compromiso: ¿por qué no me regalaba la pareja? Se echó a reír y meneó la cabeza; a veces hacía ese gesto con un impulso que parecía venido desde tan lejos como la brisa que mueve una flor. Lo que hacía pareja con el retrato de mi futuro marido era el retrato de su futura mujer. Ella tenía tomada su decisión, y era tan incapaz de apartarse de ella como de explicarla. Era un prejuicio, un entêtement, un voto –viviría y se moriría sin dejarse fotografiar–. Ahora, además, estaba sola en ese estado: eso era lo que a ella le gustaba; le otorgaba una originalidad tanto mayor. Se regocijó de la caída de su ex correligionario, y estuvo largo rato mirando su efigie, sin hacer sobre ella ningún comentario memorable, aunque hasta le dio la vuelta para verla por detrás. En lo tocante a nuestro compromiso se mostró encantadora, todo cordialidad y cariño.

–Llevas tú más tiempo conociéndole que yo sin conocerle –dijo–. Parece una enormidad.

Sabiendo cuánto habíamos trajinado juntos por montes y valles, era inevitable que ahora descansásemos juntos. Preciso todo esto porque lo que le siguió fue tan extraño que me da como un cierto alivio marcar el punto hasta donde nuestras relaciones fueron tan naturales como habían sido siempre. Yo fui quien con una locura súbita las alteró y destruyó. Ahora veo que ella no me dio el menor pretexto, y que donde únicamente lo encontré fue en su forma de mirar aquel apuesto semblante metido en un marco de Bond Street. ¿Y cómo habría querido yo que lo mirase? Lo que yo había deseado desde el principio era interesarla por él. Y lo mismo seguí deseando –hasta un momento después de que me prometiera que esa vez contaría realmente con su ayuda para romper el absurdo hechizo que los había tenido separados–. Yo había acordado con él que cumpliera con su parte si ella triunfalmente cumplía con la suya. Yo estaba ahora en otras condiciones –en condiciones de responder por él–. Me comprometía rotundamente a tenerle allí mismo a las cinco de la tarde del sábado siguiente. Había salido de la ciudad por un asunto urgente, pero jurando mantener su promesa al pie de la letra: regresaría ex profeso y con tiempo de sobra. «¿Estás totalmente segura?», recuerdo que preguntó, con gesto serio y meditabundo; me pareció que palidecía un poco. Estaba cansada, no estaba bien: era una pena que al final fuera a conocerla en tan mal estado. ¡Si la hubiera conocido cinco años antes! Pero yo le contesté que esta vez era seguro, y que, por tanto, el éxito dependía únicamente de ella. A las cinco en punto del sábado le encontraría en un sillón concreto que le señalé, el mismo en el que solía sentarse y en el que –aunque esto no se lo dije– estaba sentado hacía una semana, cuando me planteó la cuestión de nuestro futuro de una manera que me convenció. Ella lo miró en silencio, como antes había mirado la fotografía, mientras yo repetía por enésima vez que era el colmo de lo ridículo que no hubiera manera de presentarle mi otro yo a mi amiga más querida.

–¿Yo soy tu amiga más querida? –me preguntó con una sonrisa que por un instante le devolvió la belleza.

Yo respondí estrechándola contra mi pecho; tras de lo cual dijo:

–De acuerdo, vendré. Me da mucho miedo, pero cuenta conmigo.

Cuando se marchó empecé a preguntarme qué sería lo que le daba miedo, porque lo había dicho como si hablara completamente en serio. Al día siguiente, a media tarde, me llegaron unas líneas suyas: al volver a casa se había encontrado con la noticia del fallecimienco de su marido. Hacía siete años que no se veían, pero quería que yo lo supiera por su conducto antes de que me lo contaran por otro. De todos modos, aunque decirlo resultara extraño y triste, era tan poco lo que con ello cambiaba su vida que mantendría escrupulosamente nuestra cita. Yo me alegré por ella, pensando que por lo menos cambiaría en el sentido de tener más dinero; pero aún con aquella distracción, lejos de olvidar que me había dicho que tenía miedo, me pareció atisbar una razón para que lo tuviera. Su temor, conforme avanzaba la tarde, se hizo contagioso, y el contagio tomó en mi pecho la forma de un pánico repentino. No eran celos –no era más que pavor a los celos–. Me llamé necia por no haberme estado callada hasta que fuéramos marido y mujer. Después de eso me sentiría de algún modo segura. Tan sólo era cuestión de esperar un mes más –cosa seguramente sin importancia para quienes llevaban esperando tanto tiempo–. Se había visto muy claro que ella estaba nerviosa, y ahora que era libre su nerviosismo no sería menor. ¿Qué era aquello, pues, sino un agudo presentimiento? Hasta entonces había sido víctima de interferencias, pero era muy posible que de allí en adelante fuera ella su origen. La víctima, en tal caso, sería sencillamente yo. ¿Qué había sido la interferencia sino el dedo de la Providencia apuntando a un peligro? Peligro, por supuesto, para mi modesta persona. Una serie de accidentes de frecuencia inusitada lo habían tenido a raya; pero bien se veía que el reino del accidente tocaba a su fin. Yo tenía la íntima convicción de que ambas partes mantendrían lo pactado. Se me hacía más patente por momentos que se estaban acercando, convergiendo. Eran como los que van buscando un objeto perdido en el juego de la gallina ciega; lo mismo ella que él habían empezado a «quemarse». Habíamos hablado de romper el hechizo; pues bien, efectivamente se iba a romper –salvo que no hiciera sino adoptar otra forma y exagerar sus encuentros como había exagerado sus huidas–. Fue esta idea la que me robó el sosiego; la que me quitó el sueño –a medianoche no cabía en mí de agitación–. Sentí, al cabo, que no había más que un modo de conjurar la amenaza. Si el reino del accidente había terminado, no me quedaba más remedio que asumir su sucesión. Me senté a escribir unas líneas apresuradas para que él las encontrara a su regreso y, como los criados ya se habían acostado, yo misma salí destocada a la calle vacía y ventosa para echarlas en el buzón más próximo. En ellas le decía que no iba a poder estar en casa por la tarde, como había pensado, y que tendría que posponer su visita hasta la hora de la cena. Con ello le daba a entender que me encontraría sola.

Pero como broma había que seguir tomándolo, aunque no pudiera uno por menos de pensar que con la broma la cosa se había puesto seria, se había producido por ambas partes una conciencia, una incomodidad, un miedo real al último accidente de todos, el único que aún podía tener algo de novedoso, al accidente que sí les reuniese. El efecto último de sus predecesores había sido encender ese instinto. Estaban francamente avergonzados –quizá incluso un poco el uno del otro–. Tanto preparativo, tanta frustración: ¿qué podía haber, después de tanto y tanto, que lo mereciera? Un mero encuentro sería mera vaciedad. ¿Me los imaginaba yo al cabo de los años, preguntaban a menudo, mirándose estúpidamente el uno al otro, y nada más? Si era aburrida la broma, peor podía ser eso. Los dos se hacían exactamente las mismas reflexiones, y era seguro que a cada cual le llegaran por algún conducto las del contrario. Yo tengo el convencimiento de que era esa peculiar desconfianza lo que en el fondo controlaba la situación. Quiero decir que si durante el primer año o dos habían fracasado sin poderlo evitar, mantuvieron la costumbre porque –¿cómo decirlo?– se habían puesto nerviosos. Realmente había que pensar en una volición soterrada para explicarse una cosa tan repetida y tan ridícula.

IV

Cuando ella, según lo acordado, se presentó a las cinco me sentí, naturalmente, falsa y ruin. Mi acción había sido una locura momentánea, pero lo menos que podía hacer era tirar para adelante, como se suele decir. Ella permaneció una hora en casa; él, por supuesto, no apareció; y yo no pude sino persistir en mi perfidia. Había creído mejor dejarla venir; aunque ahora me parece chocante, juzgué que aminoraba mi culpa. Y aún así, ante aquella mujer tan visiblemente pálida y cansada, doblegada por la consciencia de todo lo que la muerte de su marido había puesto sobre el tapete, sentí una punzada verdaderamente lacerante de lástima y de remordimiento. Si no le dije en aquel mismo momento lo que había hecho fue porque me daba demasiada vergüenza. Fingí asombro –lo fingí hasta el final–; protesté que si alguna vez había tenido confianza era aquel día. Me sonroja contarlo –lo tomo como penitencia–. No hubo muestra de indignación contra él que no diera; inventé suposiciones, atenuantes; reconocí con estupor, viendo correr las manecillas del reloj, que la suerte de los dos no había cambiado. Ella se sonrió ante esa visión de su «suerte», pero su aspecto era de preocupación –su aspecto era desacostumbrado–: lo único que me sostenía era la circunstancia de que, extrañamente, llevara luto –no grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso–. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Eso, ayudado por un tanto de reflexión aguda, me daba un poco la razón. Me había escrito diciendo que el súbito evento no signifcaba ningún cambio para ella, pero evidentemente hasta ahí sí lo había habido. Si se inclinaba a seguir las formalidades de rigor, ¿por qué no observaba la de no hacer visitas en los primeros días? Había alguien a quien tanto deseaba ver que no podía esperar a tener sepultado a su marido. Semejante revelación de ansia me daba la dureza y la crueldad necesarias para perpetrar mi odioso engaño, aunque al mismo tiempo, según se iba consumiendo aquella hora, sospeché en ella otra cosa todavía más profunda que el desencanto, y un tanto peor disimulada. Me refiero a un extraño alivio subyacente, la blanda y suave emisión del aliento cuando ha pasado un peligro. Lo que ocurrió durante aquella hora estéril que pasó conmigo fue que por fin renunció a él. Le dejó ir para siempre. Hizo de ello la broma más elegante que yo había visto hacer de nada; pero fue, a pesar de todo, una gran fecha de su vida. Habló, con su suave animación, de todas las otras ocasiones vanas, el largo juego de escondite, la rareza sin precedentes de una relación así. Porque era, o había sido, una relación, ¿acaso no? Ahí estaba lo absurdo. Cuando se levantó para marcharse, yo le dije que era una relación más que nunca, pero que yo no tenía valor, después de lo ocurrido, para proponerle por el momento otra oportunidad. Estaba claro que la única oportunidad válida sería la celebración de mi matrimonio. ¡Por supuesto que iría a mi boda! Cabía incluso esperar que él fuera también.

–¡Si voy yo, no irá él!–; recuerdo la nota aguda y el ligero quiebro de su risa. Concedí que podía llevar algo de razón. Lo que había que hacer entonces era tenernos antes bien casados.

–No nos servirá de nada. ¡Nada nos servirá de nada! –dijo dándome un beso de despedida–. ¡No le veré jamás, jamás!

Con esas palabras me dejó.

Yo podía soportar su desencanto, como lo he llamado; pero cuando, un par de horas más tarde, le recibí a él para la cena, descubrí que el suyo no lo podía soportar. No había pensado especialmente en cómo pudiera tomarse mi maniobra; pero el resultado fue la primera palabra de reproche que salía de su boca. Digo «reproche», y esa expresión apenas parece lo bastante fuerte para los términos en que me manifestó su sorpresa de que, en tan extraordinarias circunstancias, no hubiera yo encontrado alguna forma de no privarle de semejante ocasión. Sin duda podría haber arreglado las cosas para no tener que salir, o para que su encuentro hubiera tenido lugar de todos modos. Podían haberse entendido muy bien, en mi salón, sin mí. Ante eso me desmoroné: confesé mi iniquidad y su miserable motivo. Ni había cancelado mi cita con ella ni había salido; ella había venido y, tras una hora de estar esperándole, se había marchado convencida de que sólo él era culpable de su ausencia.

–¡Bonita opinión se habrá llevado de mí! –exclamó– ¿Me ha llamado –y recuerdo el trago de aire casi perceptible de su pausa– lo que tenía derecho a llamarme?

–Te aseguro que no ha dicho nada que demostrara el menor enfado. Ha mirado tu fotografía, hasta le ha dado la vuelta para mirarla por detrás, donde por cierto está escrita tu dirección. Pero no le ha inspirado ninguna demostración. No le preocupas tanto.

–¿Entonces por qué te da miedo?

–No era ella la que me daba miedo. Eras tú.

–¿Tan seguro veías que me enamorase de ella? No habías aludido nunca a esa posibilidad –prosiguió mientras yo guardaba silencio–. Aunque la describieras como una persona admirable, no era bajo esa luz como me la presentabas.

–¿O sea, que si sí lo hubiera sido a estas alturas ya habrías conseguido conocerla? Yo entonces no temía nada –añadí–. No tenía los mismos motivos.

A esto me respondió él con un beso y al recordar que ella había hecho lo mismo un par de horas antes sentí por un instante como si él recogiera de mis labios la propia presión de los de ella. A pesar de los besos, el incidente había dejado una cierta frialdad, y la consciencia de que él me hubiera visto culpable de una mentira me hacía sufrir horriblemente. Lo había visto sólo a través de mi declaración sincera, pero yo me sentía tan mal como si tuviera una mancha que borrar. No podía quitarme de la cabeza de qué manera me había mirado cuando hablé de la aparente indiferencia con que ella había acogido el que no viniera. Por primera vez desde que le conocía fue como si pusiera en duda mi palabra. Antes de separanos le dije que la iba a sacar del engaño: que a primera hora de la mañana me iría a Richmond, y le explicaría que él no había tenido ninguna culpa. Iba a expiar mi pecado, dije; me iba a arrastrar por el polvo; iba a confesar y pedir perdón. Ante esto me besó una vez más.

V

En el tren, al día siguiente, me pareció que había sido mucho consentir por su parte; pero mi resolución era firme y seguí adelante. Ascendí el largo repecho hasta donde comienza la vista, y llamé a la puerta. No dejó de extrañarme un poco el que las persianas estuvieran todavía echadas, porque pensé que, aunque la contrición me hubiera hecho ir muy temprano, aun así había dejado a los de la casa tiempo suficiente para levantarse.

–¿Que si está en casa, señora? Ha dejado esta casa para siempre.

Aquel anuncio de la anciana criada me sobresaltó extraordinariamente.

–¿Se ha marchado?

–Ha muerto, señora.

Y mientras yo asimilaba, atónita, la horrible palabra:

–Anoche murió.

El fuerte grito que se me escapó sonó incluso a mis oídos como una violación brutal del momento. En aquel instante sentí como si yo la hubiera matado; se me nubló la vista, y a través de una borrosidad vi que la mujer me tendía los brazos. De lo que sucediera después no guardo recuerdo, ni de otra cosa que aquella pobre prima estúpida de mi amiga, en una estancia a media luz, tras un intervalo que debió de ser muy corto, mirándome entre sollozos ahogados y acusatorios. No sabría decir cuánto tiempo tardé en comprender, en creer y luego en desasirme, con un esfuerzo inmenso, de aquella cuchillada de responsabilidad que supersticiosamente, irracionalmente, había sido al pronto casi lo único de que tuve consciencia. El médico, después del hecho, se había pronunciado con sabiduría y claridad superlativas: había corroborado la existencia de una debilidad del corazón que durante mucho tiempo había permanecido latente, nacida seguramente años atrás de las agitaciones y los terrores que a mi amiga le había deparado su matrimonio. Por aquel entonces había tenido escenas crueles con su marido, había temido por su vida. Después, ella misma había sabido que debía guardarse resueltamente de toda emoción, de todo lo que significara ansiedad y zozobra, como evidentemente se reflejaba en su marcado empeño de llevar una vida tranquila; pero ¿cómo asegurar que nadie, y menos una «señora de verdad», pudiera protegerse de todo pequeño sobresalto? Un par de días antes lo había tenido con la noticia del fallecimiento de su marido –porque había impresiones fuertes de muchas clases, no sólo de dolor y de sorpresa–. Aparte de que ella jamás había pensado en una liberación tan próxima: todo hacía suponer que él viviría tanto como ella. Después, aquella tarde, en la ciudad, manifiestamente había sufrido algún percance: algo debió ocurrirle allí, que sería imperativo esclarecer. Había vuelto muy tarde –eran más de las once–, y al recibirla en el vestíbulo su prima, que estaba muy preocupada, había confesado que venía fatigada y que tenía que descansar un momento antes de subir las escaleras. Habían entrado juntas en el comedor, sugiriendo su compañera que tomase una copa de vino y dirigiéndose al aparador para servírsela. No fue sino un instante, pero cuando mi informadora volvió la cabeza nuestra pobre amiga no había tenido tiempo de sentarse. Súbitamente, con un débil gemido casi inaudible, se desplomó en el sofá. Estaba muerta. ¿Qué «pequeño sobresalto» ignorado le había asestado el golpe? ¿Qué choque, cielo santo, la estaba esperando en la ciudad? Yo cité inmediatamente la única causa de perturbación concebible –el no haber encontrado en mi casa, donde había acudido a las cinco invitada con ese fin, al hombre con el que yo me iba a casar, que accidentalmente no había podido presentarse, y a quien ella no conocía en absoluto–. Poco era, obviamente; pero no era difícil que le hubiera sucedido alguna otra cosa: nada más posible en las calles de Londres que un accidente, sobre todo un accidente en aquellos infames coches de alquiler. ¿Qué había hecho, a dónde había ido al salir de mi casa? Yo había dado por hecho que volviera directamente a la suya. Las dos nos acordamos entonces de que a veces, en sus salidas a la capital, por comodidad, por darse un respiro, se detenía una hora o dos en el «Gentlewomen», un tranquilo club de señoras, y yo prometí que mi primer cuidado sería hacer una indagación seria en ese establecimiento. Pasamos después a la cámara sombría y terrible en donde yacía en los brazos de la muerte, y donde yo, tras unos instantes, pedí quedarme a solas con ella y permanecí media hora. La muerte la había embellecido, la había dejado hermosa; pero lo que yo sentí, sobre todo, al arrodillarme junto al lecho, fue que la había silenciado, la había dejado muda. Había echado el cerrojo sobre algo que a mí me importaba saber.

A mi regreso de Richmond, y después de cumplir con otra obligación, me dirigí al apartamento de él. Era la primera vez, aunque a menudo había deseado conocerlo. En la escalera, que, dado que la casa albergaba una veintena de viviendas, era lugar de paso público, me encontré con su criado, que volvió conmigo y me hizo pasar. Al oírme entrar apareció él en el umbral de otra habitación más interior, y en cuanto quedamos solos le di la noticia:

–¡Está muerta!

–¿Muerta? –La impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.

–Murió anoche…, al volver de mi casa.

Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.

–¿Anoche… al volver de tu casa? –repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez –¡Imposible! Si yo la vi.

–¿Cómo que «la viste»?

–Ahí mismo…, donde tú estás.

Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.

–En la hora de la muerte…, comprendo: lo mismo que viste a tu madre.

–No, no como vi a mi madre…; no así, no! –Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción–. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.

Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:

–¿Y se puede saber a qué venía?

El había tenido ya un minuto para pensar –para recobrarse y calibrar efectos–, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.

–Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.

Miré la habitación donde ella había estado –donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.

–¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?

–Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! –exclamó con una risa singular.

Yo iba de asombro en asombro.

–O sea, ¿que no te dijo nada?

–No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.

–¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?

Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.

–Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable.– Repitió incluso la risa discordante.

–¡Ya se ve que «te resultó agradable»!

Entonces reflexioné un instante: –¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

–No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.

–¡Veinte minutos de silencio! –empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella–. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?

Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.

–Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.

Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.

VI

Él lo rompió al cabo, diciendo:

–¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?

–Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.

Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.

–¿Qué aspecto tiene?

–Un aspecto… de paz.

Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:

–¿Entonces a qué hora…?

–Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa…, de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.

Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:

–¡Era maravillosa!

Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:

–Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche…

Le atajé inmediatamente.

–¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? –pregunté– ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente…, estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo…, he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.

–¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?

Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él –sí–, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo –durante casi todo este tiempo– en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.

–Ya. Pero ¿hasta qué hora?

–Sobre eso –tuve que responder– los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.

Le vino de perlas.

–Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.

–No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo –declaré–. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.

–Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía…, tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.

–Para ponerte en zapatillas –fue mi contestación– y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana…, ¡la viste en sueños!

Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:

–Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora…; sea, nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?

–¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.

–¡Ahórratelo! –clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí–: ¿Le abrió tu criado?

–No estaba…, nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio…, sólo hacía falta un poco de valor.

–¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.

–Pues lo tuvo,.. y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento –añadió– que no fuera una cosa sumamente extraña!

Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:

–¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?

–Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.

–¿Y cómo iba vestida?

–De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo –continuó– tiene una pequeña cicatriz vertical…

Le corté en seco.

–La señal de una caricia de su marido –luego añadí–: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!

A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.

–Bueno, adiós.

–¿No te quedas un rato? –volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé–. Su visita tuvo su belleza –murmuró teniéndome abrazada–, pero la tuya tiene más.

Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.

–Es que yo soy la vida –respondí–. Lo que viste anoche era la muerte.

–¡Era la vida…, era la vida!

Hablaba con suave terquedad –yo me desasí. Nos miramos fijamente.

–Describes la escena – si a eso se puede llamar descripción– en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?

–Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.

–¿Y qué hiciste entonces?

–Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriendo, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.

–¿Simplemente mirándose de hito en hito?

Protestó impaciente.

–¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!

–No, porque estamos hablando.

–También hablamos ella y yo…, en cierto modo –se perdió en el recuerdo–. Fue tan cordial como esto.

Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.

–No del todo –repuso–, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era…, quién podía ser únicamente.

Medité un poco.

–¿Y al final cómo se fue?

–Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.

–¿Deprisa…, despacio?

–Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás –sonrió para añadir–. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.

Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago. –Bueno, pues ahora te toca acatar la mía…, y dejarme marchar a mí.

Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa –no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes –la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre–. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.

–¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!

–¡Estaba muerta, muerta! –afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencialmente. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.

–¡Se ha ido…, se nos ha ido para siempre! –sollocé.

–Eso exactamente es lo que yo siento –exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí–. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? –se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.

VII

Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible –es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente–, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía –era sólo indulgencia; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ése, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara –tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención–. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.

Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemence vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma –no habría podido hacer otra cosa–. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos –ésa era la máscara de la Medusa–. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí –para salvarme–, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi –dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba– más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.

Él me miró sin parpadear, valiente.

–¿Cómo que se ha alterado?

–Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.

No se tomó más que un instante para pensar.

–No voy a fingir que no sé a quién te refieres –sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente–. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!

–Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo…; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.

–¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?

–No –respondí–, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.

–¿Y qué es, hija mía?

–Que estás completamente cambiado.

–¿Por aquel absurdo? –rió.

–No tanto por aquél como por otros absurdos que le han seguido.

–¿Que son cuáles?

Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.

–¿De veras pretendes –pregunté– no saber cuáles son?

–¡Querida mía –me repuso–, me has hecho un esbozo demasiado vago!

Reflexioné un momento.

–¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica –y desde el primer momento–, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?

Él se acogió a la vaguedad –cosa que siempre hacía muy bien.

–¿Mi idiosincrasia?

–Tu notoria, tu peculiar facultad.

Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.

–¡Ah, mi peculiar facultad!

–Tu accesibilidad a formas de vida –proseguí fríamente–, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás –para nuestro bien o para nuestro mal– nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí…, fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.

–Pero vamos a ver –inquirió suplicante–, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? –Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación–. ¿Cómo diantres actúa? –continuó–, ¿y cómo te afecta?

–Cinco años te estuvo echando en falta –dije–, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!

–¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? –había empezado a pasar del blanco al rojo.

–¡La ves…, la ves; la ves todas las noches! –él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa–. Viene a ti como vino aquella noche –declaré–; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!

Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero ésas fueron las palabras exactas –y que entonces no me parecieron nada vagas– que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.

–¿Te atreves a negar –pregunté entonces– que la ves habitualmente?

Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:

–Bueno, querida, ¿y si la veo qué?

–Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.

–¿Qué dices?

–Que tienes que elegir entre ella o yo.

Me miró duramente.

–Ya –y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí–. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?

–¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmence enfermo de la felicidad que te da? –atajé su rápida protesta con un ademán más rápido–. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!

Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.

No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que –porque las desmenucé, ¡ya lo creo!– yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.

H.G. Wells: La historia del difunto míster Elvesham. Cuento

La historia del difunto míster ElveshamEscribo esta historia, no con la esperanza de que sea creída, sino para prepararle, en la medida de lo posible, una escapatoria a la próxima víctima. Tal vez ésta pueda beneficiarse de mi infortunio.

Me llamo Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire, pues mi padre era un empleado de los jardines de aquella ciudad. Perdí a mi madre cuando tenía tres años y a mi padre cuando tenía cinco; mi tío George Eden me adoptó entonces como hijo suyo. Era soltero, autodidacta y muy conocido en Birmingham como periodista emprendedor; él me educó generosamente y estimuló mi ambición de triunfar en el mundo y, a su muerte, que acaeció hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos los gastos pertinentes. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba que invirtiera el dinero en completar mi educación. Yo ya había elegido la carrera de medicina y, gracias a su generosidad y a mi buena estrella al serme concedida una beca, me convertí en estudiante de medicina en la Universidad de Londres. Cuando comienza mi relato, me alojaba en el 110 de la University Street, en una pequeña buhardilla, de mobiliario muy zarrapastroso y muy expuesta a las corrientes, que daba a la parte posterior del local de Schoolbred. En este cuartito vivía y dormía, pues deseaba aprovechar los recursos de que disponía hasta el último chelín.

Llevaba yo un par de botas a arreglar a una zapatería de Tottenham Court Road cuando me encontré por primera vez con el viejecito de cara amarillenta con el que mi vida se ha enmarañado tan inextricablemente en este momento. El viejo estaba de pie, en la acera, contemplando el número de la puerta de mi casa en actitud vacilante, cuando yo la abrí. Sus ojos, unos ojos grises inexpresivos y enrojecidos en los bordes de los párpados, se posaron sobre mi cara, y su semblante adquirió inmediatamente una expresión de arrugada afabilidad.

—Aparece usted en el momento oportuno —dijo—; había olvidado el número de su casa. ¿Cómo está usted, señor Eden?

Me quedé un poco sorprendido ante la familiaridad de su tono, puesto que yo jamás había visto a ese hombre. También estaba un poco irritado de que me hubiera pillado con las botas bajo el brazo. Él reparó en mi falta de cordialidad.

—Se estará usted preguntando quién diablos soy, ¿verdad? Un amigo, se lo aseguro. Lo he visto a usted antes, aunque usted no me haya visto a mí. ¿Puedo hablar con usted en alguna parte?

Yo vacilé. El desaliño de mi buhardilla no era cosa que se pudiera enseñar a cualquier desconocido.

—Tal vez podríamos hablar mientras paseamos —dije yo—. Lamentablemente, esto me impide… —mi gesto explicó la frase antes de que pudiera terminarla.

—Como guste —dijo, y se volvió primero hacia un lado y luego hacia otro—. ¿En qué dirección quiere que paseemos? —añadió, mientras yo deslizaba mis botas en el zaguán—. ¡Mire! —dijo bruscamente—, este asunto es un galimatías. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Yo soy viejo, muy viejo, y las explicaciones no se me dan bien, y con mi voz atiplada y el estrépito del tráfico…

Y posó una mano enjuta y persuasiva que tembló un poco sobre mi brazo.

Yo no era tan mayor como para que un viejo no pudiera invitarme a almorzar. Y sin embargo, su repentina invitación no terminaba de agradarme.

—Yo preferiría… —empecé a decir.

—Ande, no se haga de rogar —me interrumpió—; acepte mi invitación aunque no sea más que por el respeto que merecen mis canas.

De modo que acabé por aceptar y me marché con él.

Me llevó al Blativiski y tuve que andar despacio para acomodarme a su paso. Durante el almuerzo, que resultó ser el mejor de toda mi vida, él se resistió a contestar a mi principal pregunta y yo tomé nota de su aspecto. Tenía la cara afeitada, flaca y llena de arrugas, sus labios ajados medio ocultaban una dentadura postiza y su pelo cano era fino y bastante largo; era pequeño de estatura, aunque la verdad es que a mí me parecía pequeña mucha gente, y tenía los hombros redondeados y la espalda encorvada. Al mirarle, no pude dejar de observar que él también estaba tomando buena nota de mí, recorriéndome con la vista con una curiosa mirada de codicia, desde mis anchas espaldas hasta mis manos tostadas por el sol, volviendo otra vez hasta mi cara pecosa.

—Y ahora —dijo mientras encendíamos nuestros cigarrillos— debo hablarle del asunto que me traigo entre manos. Debo decirle, pues, que soy viejo, muy viejo… —se detuvo un instante—, y sucede que tengo dinero que pronto deberé dejar en herencia y no tengo ningún hijo a quien legárselo.

Me acordé del truco de la confidencia y resolví permanecer alerta para conservar el resto de mis quinientas libras. Él prosiguió haciendo hincapié en su soledad y en los problemas con que se había enfrentado para hallar un destino adecuado para su dinero.

—He tomado en consideración un plan tras otro: beneficencia, instituciones de caridad, becas de estudio y biblioteca, y por fin he llegado a esta conclusión —dijo mirándome fijamente—: quiero encontrar a un joven ambicioso, de mente pura, que sea pobre, sano de cuerpo y alma, para, en breve, convertirlo en mi heredero y darle todo cuanto poseo —y repitió—: darle todo cuanto poseo, de modo que, repentinamente aliviado de todos los problemas y esfuerzos en los que su sensibilidad haya sido educada, se haga un hombre libre e influyente.

Traté de mostrarme desinteresado. Con no disimulada hipocresía, dije:

—Y usted quiere mi ayuda, mis servicios profesionales quizá, para encontrar a esa persona.

Él sonrió y me miró por encima de su cigarrillo, y yo me reí ante su tranquila reacción a mi modesta pretensión.

—¡Qué carrera podría hacer este hombre! —dijo—. Me llena de envidia pensar que otro puede gastar lo que yo he acumulado… Pero hay algunas condiciones, naturalmente, unas cargas que le impondré. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. No se puede esperar todo a cambio de nada. Y además debo estar al corriente de todas las circunstancias de su vida, antes de poder aceptarlo. Debe ser intachable. Debo conocer sus antecedentes, cómo murieron sus padres y sus abuelos, y llevar a cabo la más estricta investigación sobre su moral privada.

Esto alteró un tanto mi naciente y secreto júbilo.

—Y, ¿he de entender —dije— que yo…?

—Sí —dijo casi impetuosamente—. Usted. Usted.

No contesté ni una sola palabra. Mi imaginación se encontraba en plena efervescencia, mi escepticismo innato resultaba inútil para reprimir el paroxismo que me embargaba. No había en mi cabeza ni un asomo de gratitud…, no sabía ni qué decir, ni cómo decirlo.

—Pero, ¿por qué yo precisamente? —logré decir por fin.

Dijo que por casualidad había oído hablar de mí al profesor Haslar, quien me había descrito como un típico joven sano y honesto, y él deseaba, en la medida de lo posible, dejarle su dinero a alguien cuya salud e integridad estuvieran garantizadas.

Ése fue mi primer encuentro con el viejecito. Se mostró misterioso con respecto a sí mismo, no quiso desvelarme todavía su nombre y, después de contestarle algunas de sus preguntas, me dejó en el vestíbulo del Blativiski. Reparé en que había sacado un puñado de monedas de oro del bolsillo cuando llegó el momento de pagar la cuenta. Su insistencia sobre mi salud física resultaba curiosa. De acuerdo con el trato que hicimos, aquel mismo día solicité una póliza de seguro de vida por una gran suma en la Royal Insurance Company, y durante la semana siguiente tuve que soportar los exhaustivos reconocimientos de los asesores médicos de aquella compañía. Ni siquiera eso le satisfizo e insistió que debía pasar un nuevo reconocimiento médico efectuado por el gran doctor Henderson.

Hasta el viernes de la semana de Pentecostés no llegamos a un acuerdo. Me llamó para que bajara a última hora de la tarde, hacia las nueve, haciéndome abandonar el atracón que me estaba dando de ecuaciones de química para mi examen preliminar de Ciencias. Estaba en pie en el zaguán bajo la débil luz de una lámpara de gas y su rostro era una grotesca interacción de sombras. Me pareció más encorvado que el primer día que lo había visto y tenía las mejillas un poco más hundidas.

Su voz tembló de emoción.

—Todo ha resultado satisfactorio, señor Eden —dijo—. Todo ha resultado muy, pero que muy satisfactorio. Y esta noche más que nunca debe usted cenar conmigo para celebrar su… ascenso —le sobrevino un ataque de tos—. Además, tampoco tendrá que esperar mucho —añadió, secándose los labios con su pañuelo y asiéndome la mano con su larga y huesuda garra que parecía tener una extraña vida propia—. Ciertamente, no será una larga espera.

Salimos a la calle y llamamos un coche. Recuerdo con mucha claridad cada uno de los incidentes de ese trayecto, la ligereza y la comodidad de aquel vaivén, el vívido contraste entre la luz de gas, la de petróleo y la luz eléctrica, la multitud de personas que había en las calles, el lugar de Regent Street adonde fuimos, y la suntuosa cena que allí nos sirvieron. Al principio me sentí desconcertado por las miradas que el camarero, bien uniformado, lanzaba a mi raída indumentaria; pero a medida que el champán me caldeaba la sangre, sentí revivir mi confianza. El anciano comenzó por hablar de sí mismo. Ya me había revelado su nombre en el coche: era Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre conocía yo desde que era niño en el colegio. Me parecía increíble que este hombre, cuya inteligencia había dominado la mía en época tan temprana, esta gran abstracción, se manifestara repentinamente en la forma de esta figura familiar y decrépita. Me atrevería a decir que todo joven que se haya visto rodeado de improviso por celebridades habrá experimentado una sensación de decepción parecida a la que yo experimenté. Me contaba ahora el futuro que se abriría ante mí al secarse el débil flujo de su vida: fincas, derechos de autor, inversiones. jamás había sospechado que los filósofos pudieran ser tan ricos. Me contemplaba, mientras bebía y comía, con una punta de envidia.

—¡Qué vitalidad desprende usted! —me dijo. Y luego, con un suspiro, con lo que me pareció un suspiro de alivio, añadió—: No tardará mucho.

—¡Ay! —dije, con la cabeza ya embotada por el champán—. Tal vez el futuro… me depare alguna alegría pasajera, gracias a usted. A partir de ahora tendré el honor de llevar su apellido. Pero usted tiene un pasado y semejante pasado vale tanto como mi futuro.

Negó con la cabeza sonriendo, dando muestras, pensé entonces, de apreciar mi aduladora admiración con una sombra de tristeza.

—Sinceramente —dijo—, ¿cambiaría usted ese futuro por mi pasado? —en ese momento se acercó el camarero con los licores—. Tal vez no le importe adoptar mi nombre, asumir mi posición, ¿pero estaría dispuesto de veras a cargar con mis años voluntariamente?

—Con su prestigio, sí —dije galantemente.

Volvió a sonreír.

—Kummel para los dos —le dijo al camarero y dirigió su atención a un paquetito envuelto en papel que había sacado del bolsillo.

—Este momento —dijo—, este momento de la sobremesa es el de las pequeñas cosas. Éste es un fragmento de mi sabiduría inédita —abrió el paquete con sus dedos amarillos y temblorosos, y dejó entrever un poco de polvo rosáceo en el papel—. Bien —añadió—, ahora debe usted adivinar lo que es esto. Póngale usted al Kummel una pizca… de este polvo: es Himmel_.

Sus grandes ojos grises se fijaron en los míos con una expresión inescrutable.

Me resultó un poco chocante constatar que este gran maestro le concediera importancia al sabor de los licores. No obstante, fingí interés por su debilidad, porque estaba lo bastante ebrio como para hacerle esa pequeña lisonja.

Dividió el polvo entre las dos copitas y, levantándose súbitamente con extraña e inesperada solemnidad, alargó la mano hacia mí. Yo imité su gesto, y las copas tintinearon.

—Por una rápida sucesión —dijo, y se llevó la copa a los labios.

—No, eso no —dije apresuradamente— Por eso, no.

Detuvo su copa a la altura de la barbilla y sus ojos centellearon en los míos.

—Por una larga vida —dije.

Él vaciló.

—Por una larga vida —dijo por fin, con una carcajada repentina, y, con los ojos fijos el uno en el otro, vaciamos las copitas. Su mirada se clavó en la mía, y mientras apuraba mi bebida noté una sensación particularmente intensa. Su primer efecto fue el de organizar un furioso tumulto en mi cerebro; me parecía sentir una auténtica agitación física en el cráneo y un zumbido ensordecedor en los oídos, que me los humedeció por completo. No noté el sabor en la boca, ni la fragancia que llenaba mi garganta; tan sólo percibía la intensidad grisácea de la mirada del anciano que ardía en la mía. La bebida, la confusión mental, el ruido y la agitación en mi cabeza parecieron durar una eternidad. Unas imágenes curiosas y vagas de hechos semiolvidados bailaron y se desvanecieron en el borde de mi consciencia. Por fin él rompió el hechizo. Con un suspiro repentino y explosivo apoyó la copa sobre la mesa.

—¿Qué le parece? —dijo.

—Es excelente —dije, aunque no había paladeado el sabor.

Como la cabeza me daba vueltas, tomé asiento. Mi cerebro estaba sumido en el caos. Entonces mi poder de percepción se volvió más claro y minucioso, como si estuviera viendo las cosas en un espejo cóncavo. El viejo parecía ahora inquieto y nervioso. Sacó el reloj e hizo una mueca al ver la hora.

—¡Las once y siete! Y esta noche debo…, a las once y treinta y dos. ¡Waterloo! Debo irme inmediatamente.

Pidió la cuenta y pugnó por ponerse el abrigo. Solícitos camareros acudieron en nuestra ayuda. Al instante me estaba despidiendo de él, ante la portezuela del coche, y aún con aquella absurda sensación de minuciosa transparencia, como si…, ¿cómo podría expresarlo… ?, no sólo estuviera viendo, sino palpando a través de unos gemelos de teatro.

—No debí darle esos polvos —dijo llevándose la mano a la frente—. Mañana le dolerá la cabeza. Un momento. Tenga —y me tendió un sobrecito con algo que semejaba polvos de seidlitz_. Tómelos diluidos en agua cuando se vaya a la cama. Lo otro era una droga. Pero cuidado, tómelos justo cuando vaya a acostarse. Le despejarán la cabeza. Eso es todo. Otro apretón de manos… ¡por el futuro!

Apreté su contraída garra.

—Adiós —dijo, y por la caída de sus párpados juzgué que él también se hallaba un poco bajo el influjo de ese cordial perturbador.

Luego, con sobresalto, recordó algo más, se palpó el bolsillo del interior de la chaqueta y sacó otro paquete, esta vez un cilindro de la forma y el tamaño del jabón de afeitar.

—Tenga —dijo—. Casi se me olvida. Pero no lo abra hasta que yo regrese mañana.

Era tan pesado que casi se me cae.

—¡De acuerdo! —contesté, y él me sonrió enseñando los dientes por la ventanilla del coche mientras el cochero fustigaba ligeramente a su caballo adormilado.

Me había dado un paquete blanco, lacrado en los dos extremos y a media altura. «Si no es dinero», me dije sopesándolo, «debe de ser platino o plomo.»

Me lo metí en el bolsillo con cuidado y, con la cabeza dándome vueltas, me fui andando a casa, vagando por Regent Street y por las oscuras calles a espaldas de Portland Roadl. Recuerdo aún muy vívidamente las sensaciones de aquel paseo, por muy extrañas que fueran. Aún conservaba el dominio de mí mismo, puesto que me daba cuenta de mi extraño estado mental, y me preguntaba si aquel polvo que había tomado era opio, droga que jamás había experimentado. Me resulta difícil describir ahora la peculiaridad de mi extrañamiento mental, si bien podría decirse que era como una vaga sensación de tener un desdoblamiento mental. Mientras subía por Regent Street, me asaltó la extravagante convicción de que se trataba de la estación de Waterloo, y sentí un extraño impulso de meterme en el Politécnico, como si fuese un tren al que debiera subir. Me froté los ojos, y sin duda estaba en Regent Street. ¿Cómo podría expresarlo? Es como un actor consumado que os mira en silencio, luego hace una mueca y ¡hete aquí que es otra persona! Resultaría demasiado extravagante si os dijera que me parecía que Regent Street hubiera hecho todo eso en un instante. Luego, persuadido de que volvía a ser Regent Street, me sentí estrambóticamente confuso al aflorar a mi mente unas reminiscencias fantásticas.

«Hace treinta años», pensé, «me peleé en este mismo jugar con mi hermano». Luego estallé en una carcajada, ante el asombro y el estímulo de un grupo de noctámbulos Hace treinta años yo no existía y en modo alguno tenía un hermano. Aquella substancia debía de ser seguramente una insensatez en forma líquida, ya que el agudo pesar por la pérdida de mi hermano aún persistía en mi memoria. Bajando por Portland Road, aquella locura adquirió un nuevo giro. Empecé a recordar tiendas inexistentes y a comparar el aspecto de la calle con el que antaño tuvo. Las ideas confusas, trastornadas, resultan bastante comprensibles después de lo que había bebido, pero lo que me dejaba perplejo eran estos recuerdos fantasmales curiosamente vívidos, que se habían insinuado en mi mente de forma tan clara que hasta me parecía estar presenciándolos. Me detuve frente a Steven’s, los comerciantes de historia natural, y me devané los sesos tratando de recordar algo relacionado con ellos. Pasó un ómnibus, pero hizo exactamente el mismo ruido que un tren. Me pareció estar buceando en algún oscuro y remoto pozo de recuerdos.

—Claro —dije por fin—, me prometió tres ranas para mañana. Es sorprendente que lo haya olvidado.

¿Se les sigue enseñando a los niños imágenes en disolvencia? En ellas recuerdo que una imagen empezaba como una aparición espectral que iba creciendo hasta desalojar a otra. Y exactamente de la misma manera luchaban en mí una serie de sensaciones espectrales con las mías propias…

Proseguí por Euston Road hasta alcanzar Tottenham Court Road, perplejo y un poco asustado, sin reparar apenas en el camino insólito que había escogido, ya que, generalmente, solía acortar por la maraña de callejuelas secundarias intermedias. Doblé por University Street para descubrir que había olvidado el número de mi casa. Sólo mediante un tenaz esfuerzo pude recordar el número 110, e incluso entonces me pareció que se trataba de algo que me había contado alguna persona ya olvidada. Intenté ordenar mi mente recordando las incidencias de la cena y a fe mía que no logré conjurar ninguna imagen de mi anfitrión; lo veía únicamente como un perfil indefinido, tal y como uno mismo puede verse reflejado en una ventana por la que está mirando. Sin embargo, en su lugar tuve una curiosa visión de mí mismo, sentado a la mesa, arrebolado, con los ojos brillantes y locuaz.

«Debo tomar estos otros polvos», me dije. «Esto es insoportable.»

Intenté buscar la bujía y las cerillas en el lado opuesto del vestíbulo al que solía dejarlas, y me entró la duda de en qué descansillo se encontraría mi cuarto.

«Estoy ebrio», me dije, «no cabe duda», y di un traspié en la escalera que confirmó mi sospecha.

A primera vista mi cuarto me pareció poco familiar.

—¡Qué sandez! —dije mirando a mi alrededor.

Creí recuperarme del esfuerzo y la extraña sensación fantasmagórica dejó paso a la realidad concreta y familiar. Allí estaban mis notas en papeles pegados con albúmina_ en una esquina del marco y mi viejo traje de diario tirado por el suelo. Y sin embargo, no resultaba tan real después de todo. Sentí una especie de absurda sensación que trataba de insinuarse en mi cerebro, y era que me hallaba en un vagón de tren que acababa de detenerse, y yo me asomaba por la ventanilla escudriñando el nombre de alguna estación desconocida. Me agarré firmemente a la barandilla de la cama para tranquilizarme.

—Tal vez sea clarividencia —dije—. Debo escribir a la Physical Research Society_.

Puse el cartucho sobre el tocador, me senté en la cama y empecé a quitarme las botas. Era como si la imagen de mis sensaciones actuales estuviera pintada sobre alguna otra imagen que intentara abrirse paso.

—¡Maldita sea! —dije— ¿Estoy perdiendo el juicio o es que estoy en dos lugares a la vez?

Medio desvestido, agité los polvos en un vaso y me los tomé de un trago. Antes de meterme en la cama, mi cerebro ya se había tranquilizado, sentí la blandura de la almohada sobre la mejilla y a partir de entonces debí quedarme dormido.

Me desperté sobresaltado de un sueño en el que aparecían extrañas bestias y me encontré tumbado boca arriba. Probablemente todo el mundo ha tenido ese sueño lúgubre e impresionante del que uno escapa al despertar, pero extrañamente acobardado. Tenía un sabor raro en la boca, una sensación de cansancio en los miembros y una especie de molestia cutánea. Me quedé inmóvil con la cabeza sobre la almohada, esperando que mi sensación de extrañeza y de terror se disipara y que fuera pronto vencida por el sopor. Pero en vez de eso, mis misteriosas sensaciones se incrementaron. Al principio no pude percibir nada preocupante a mi alrededor. Había una débil luz en la habitación, tan débil que era lo que más se aproximaba a las tinieblas, y los muebles resaltaban en ella como vagas manchas de oscuridad absoluta. Miré fijamente por encima de las mantas.

Me sobrevino la idea de que alguien había entrado en la habitación para arrebatarme el paquete con dinero, pero, después de permanecer tumbado unos momentos, respirando rítmicamente para simular estar dormido, me di cuenta de que esto era mera fantasía. No obstante, la inquietante seguridad de que algo no iba bien se apoderó fuertemente de mí. Haciendo un esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada y escudriñé la oscuridad a mi alrededor. No podía concebir de qué se trataba. Contemplé las formas borrosas que me rodeaban, los oscuros bultos más o menos voluminosos que sugerían cortinas, mesa, chimenea, estanterías y demás. Entonces comencé a percibir algo poco familiar en las formas que se insinuaban en las tinieblas. ¿Había girado en redondo la cama? Allí debería estar la estantería, pero en su lugar se levantaba algo pálido y amortajado, algo que, tras una atenta observación, no se asemejaba en absoluto a una estantería. Tampoco podía tratarse de mi camisa arrojada sobre la silla, pues era muchísimo más grande.

Sobreponiéndome a un terror infantil, eché a un lado las mantas y saqué una pierna de la cama. Me incorporé, pero, al intentar apoyar los pies en el suelo, me percaté de que apenas alcanzaban el borde del colchón. Di otro paso, por así decirlo, y me senté en el borde de la cama. junto a ella debía estar la bujía, y las cerillas sobre la silla rota. Alargué la mano, pero no toqué nada. Agité la mano en las tinieblas y tropezó contra un pesado cortinaje, grueso y de suave textura, que produjo como un crujido ante mi contacto. Lo agarré y tiré de él, y resultó ser una cortina suspendida sobre la cabecera de mi cama.

Ahora ya me encontraba totalmente despierto y empezaba a darme cuenta de que me hallaba en una habitación extraña. Estaba anonadado. Intenté recordar las circunstancias de la noche anterior y, curiosamente, ahora las tenía muy vívidas en la memoria: la cena, la entrega de los paquetitos, mis interrogantes sobre si estaría intoxicado, mi lenta manera de desvestirme, la frialdad de la almohada contra mi cara arrebolada… Sentí una súbita inquietud. ¿Había sido anoche o la noche anterior? En cualquier caso esta habitación me resultaba extraña y no se me ocurría cómo había podido ir a parar hasta ella. Un pálido y borroso perfil cobraba poco a poco consistencia y yo me percaté de que se trataba de una ventana (junto a la que se percibía la oscura forma de un espejo ovalado de tocador) contra la tenue insinuación del alba, que se filtraba a través de la persiana. Al levantarme me sorprendió una curiosa sensación de debilidad y falta de equilibrio. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé hacia la ventana lentamente, a pesar de lo cual me lastimé en una rodilla al tropezar con .una silla que se interponía en mi camino. Busqué a tientas alrededor del espejo, que era grande y con elegantes candelabros de bronce, intentando localizar el cordón de la persiana. No lograba encontrar ninguno. Por azar topé con la borla y, con el chasquido de un resorte, la persiana se levantó.

Apareció ante mis ojos una escena que me resultaba absolutamente extraña. El cielo estaba encapotado y, a través del gris aterciopelado del cúmulo de nubes, se filtraba la débil penumbra del alba. En un extremo del cielo el dosel de nubes tenía los bordes tintados de un rojo sangriento.

Todo estaba oscuro e indistinto: colinas borrosas a lo lejos, una vaga masa de edificios que se levantaban como pináculos, árboles como tinta derramada y, bajo la ventana, una tracería_ de arbustos negros y de senderos de un gris pálido. Todo me resultaba tan poco familiar que por un momento pensé que aún estaba soñando. Palpé la mesa del tocador. Parecía estar hecha de alguna madera barnizada y estaba trabajada con gran esmero; encima había varios frasquitos de cristal tallado y un cepillo. Sobre un platito, había también un pequeño objeto extraño que, al tacto, me pareció que tenía forma de herradura, con relieves duros y lisos. No pude encontrar ni cerillas ni palmatoria.

Dirigí los ojos de nuevo hacia la habitación. Ahora que la persiana estaba subida, los tenues espectros de su mobiliario empezaron a cobrar consistencia. Había una enorme cama con cortinajes, y la chimenea situada a sus pies tenía una gran repisa blanca con un brillo marmóreo.

Me apoyé en la mesa del tocador, cerré los ojos, volví a abrirlos de nuevo e intenté pensar. Todo resultaba demasiado real para ser un sueño. Me inclinaba a pensar que aún había ciertas lagunas en mi memoria como consecuencia de la ingestión de aquel extraño licor; que quizás había pasado a disfrutar de mi herencia y que de improviso había perdido la noción de todo desde que me había sido anunciada mi buena suerte. Tal vez, si esperaba un poco, volvería a ver claramente las cosas. Sin embargo, la cena con el viejo Elvesham me resultaba ahora singularmente nítida y reciente: el champán, los obsequiosos camareros, los polvos y los licores. Hubiera apostado mi alma a que eso había sucedido hacía pocas horas.

Y luego me sucedió algo tan trivial y, sin embargo, tan terrible que un escalofrío me recorre al pensar en aquel momento. Hablé en voz alta y dije:

—¿Cómo diablos he venido a parar aquí?…

Y la voz que habló no era la mía.

No, no era la mía, pues ésta era fina y farfullaba al articular las palabras; la resonancia de mis huesos faciales era, además, diferente. Entonces, para tranquilizarme, puse una mano encima de la otra, y percibí unos pliegues de piel caída, con la laxitud propia de la edad.

—Sin duda —dije con aquella horrible voz que de alguna manera se había instalado en mi garganta—, ¡sin duda, esto es un sueño!

Inmediatamente, y de forma involuntaria, me metí los dedos en la boca. Mi dentadura había desaparecido. Las yemas de mis dedos recorrieron la fláccida superficie de una hilera uniforme de encías encogidas. La congoja y la repugnancia me produjeron náuseas.

Experimenté entonces un apasionado deseo de verme, de comprobar enseguida en todo su horror la horripilante transformación que se había operado en mí. Fui tambaleándome hacia la repisa de la chimenea y la tanteé buscando las cerillas. Mientras lo hacía, una tos aguda brotó de mi garganta y me apreté contra un grueso camisón de franela en el que descubrí que estaba envuelto. Allí no había cerillas, y súbitamente me percaté de que tenía frío en las extremidades. Moqueando y tosiendo, gimoteando un poco tal vez, regresé a tientas hacia la cama. «Seguro que es un sueño», me susurré a mí mismo mientras me arrastraba, «seguro que es un sueño». Era una repetición senil. Me subí las mantas por encima de los hombros y hasta las orejas, metí la mano enjuta bajo la almohada resuelto a conciliar el sueño. Claro que se trataba de un sueño: por la mañana todo habría terminado y yo volvería a despertar con la fuerza y el vigor de mi juventud y regresaría a mis estudios. Cerré los ojos, respiré con regularidad y, hallándome desvelado, repetí lentamente la tabla de multiplicar.

Pero el ansiado sueño no acababa de llegar. No lograba dormir. Y la persuasión de la inexorable realidad de la transformación que había sufrido iba creciendo en mí progresivamente. Abandonada la tabla de multiplicar, me encontré con los ojos abiertos de par en par y los dedos huesudos en mis encogidas encías. Me había convertido repentina y bruscamente en un viejo. De una manera inexplicable había malogrado mi vida y había llegado a la vejez, de algún extraño modo me habían robado lo mejor de mi vida, el amor, la fuerza y el ardor vitales, la esperanza. Me debatí en la almohada intentando persuadirme de que semejante alucinación no era posible. Imperceptiblemente, sin pausa, avanzaba el clarear del alba.

Por fin, perdida toda esperanza de conciliar el sueño, me incorporé en la cama y miré a mi alrededor. Una fría y tenue penumbra hacía visible toda la habitación. Era espaciosa y estaba bien amueblada, mejor amueblada que cualquier habitación en la que yo hubiera dormido. Distinguí débilmente una bujía y unas cerillas sobre un pequeño pedestal en un nicho. Aparté las mantas y, tiritando por la crudeza del amanecer, aunque era verano, salí de la cama y encendí la bujía. Entonces, temblando horriblemente, avancé tambaleándome hacia el espejo y vi… ¡la cara de Elvesham! Y no resultó menos horrible porque yo ya lo hubiera presentido vagamente. Él ya me había parecido físicamente débil y digno de lástima, pero al verlo ahora, vestido solamente con un camisón de basta franela, que se abría revelando el correoso pescuezo, y encarnado en mi propio cuerpo, me resulta difícil describir su desolada decrepitud: las mejillas hundidas, los dispersos mechones de sucio pelo gris, los nublados ojos catarrosos, los labios temblorosos y encogidos, el inferior con el viso rosáceo de la parte interna, y aquellas espantosas encías negras. Vosotros, que tenéis un cuerpo y un alma formando una sola unidad, a vuestra edad natural, no podéis imaginar lo que significó para mí este diabólico encarcelamiento. Ser joven y estar lleno del deseo y de la energía de un joven y encontrarse atrapado y poco después aplastado en este cuerpo ruinoso y tambaleante…

Pero me estoy desviando del rumbo de mi relato. Durante algún tiempo debí quedar aturdido por esta transformación que me había sobrevenido. Era ya de día cuando logré por fin estar en condiciones de pensar. De alguna forma inexplicable había sido transformado, si bien no alcanzaba a comprender cómo y mediante qué mágico ardid lo habían llevado a cabo. Y mientras pensaba, la diabólica inventiva de Elvesham se fue perfilando cada vez más en mente. Me pareció evidente que, puesto que yo me encontraba en el suyo, él debía estar en posesión de mi cuerpo, de mi fuerza y de mi futuro. ¿Pero cómo demostrarlo?

Entonces, mientras pensaba, el hecho me pareció tan increíble que mi mente flaqueó y tuve que pellizcarme, palpar mis desdentadas encías, mirarme al espejo y tocar los objetos que me rodeaban, antes de calmarme y poder volver a enfrentarme con los hechos. ¿Acaso toda la vida era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él yo? ¿Había estado yo soñando con Eden la noche pasada? ¿Acaso existía algún Eden? Pero si yo era Elvesham, debería recordar donde había estado la mañana anterior, el nombre de la ciudad en la que vivía, qué había sucedido antes de que empezara el sueño. Luché denodadamente con mis pensamientos. Rememoré la estrambótica duplicidad de mis recuerdos la noche pasada. Pero ahora tenía la mente lúcida. podía evocar no el espectro de unos recuerdos sino aquellos propios de Eden.

—¡Estoy al borde la locura! —grité con mi voz aguda. Me puse de pie tambaleándome, arrastré mis endebles y pesados miembros hasta el palanganero y zambullí mi canosa cabeza en una palangana de agua fría. Luego, secándome con una toalla, volví a intentarlo. Fue inútil. Sentía, fuera de toda duda, que yo era realmente Eden, no Elvesham. Pero ¡Eden en el cuerpo de Elvesham!

Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría entregado a mi sino como una persona hechizada, Pero en estos tiempos de escepticismo los milagros no son nada corrientes. Aquí había algún truco psicológico. Lo que podía hacerse con una droga y una mirada fija, podía sin duda deshacerse con otra droga u otra mirada fija o con algún tratamiento similar. No sería la primera vez que algún hombre pierde la memoria. Pero ¡intercambiar memorias como quien intercambia paraguas! Reí. Aunque, ¡ay de mí!, no con una risa saludable, sino con una risita dificultosa y senil. Podía imaginarme al viejo Elvesham riéndose ante mi súplica, y un regusto de rabia petulante, insólito en mí, pasó arrasando mis sentimientos. Empecé a vestirme afanosamente con la ropa que encontré diseminada por el suelo, y sólo cuando me hube vestido me percaté de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el armario ropero y encontré más trajes de diario, un par de pantalones de cuadros y una bata anticuada. Me puse una venerable chistera sobre mi venerable cabeza, y, tosiendo un poco a causa del esfuerzo realizado, salí tambaleándome al descansillo.

Eran entonces, quizás, las seis menos cuarto, y las persianas estaban cuidadosamente cerradas y la casa muy silenciosa. El descansillo era espacioso, y una ancha y alfombrada escalera bajaba hasta perderse en las tinieblas del vestíbulo y, ante mí, una puerta entornada me mostraba un escritorio, una estantería de libros giratoria, el respaldo de un sillón del despacho y una espléndida colección de libros encuadernados, estante sobre estante.

—Mi despacho —refunfuñé cruzando el descansillo. Entonces, el sonido de mi voz suscitó en mí un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza, que se deslizó en mi boca con la naturalidad de un antiguo hábito—. Eso está mejor —dije, haciéndola rechinar mientras regresaba al despacho.

Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La estantería giratoria también estaba cerrada con llave.

Pero no vi llave alguna por ningún lado y tampoco las encontré en los bolsillos de mis pantalones. Regresé inmediatamente al dormitorio y registré el traje de etiqueta y después los bolsillos de todas las prendas que pude encontrar. Estaba muy impaciente, tanto que, cualquiera que hubiera visto el estado en que quedó mi habitación cuando hube terminado, habría dicho que allí habían entrado ladrones. No sólo no había llaves, sino ni siquiera una moneda o un papel viejo, excepto el recibo de la cuenta de la cena de la noche anterior.

Entonces sentí una curiosa laxitud. Me senté y contemplé las prendas diseminadas aquí y allá, con los bolsillos vueltos hacia afuera. Mi frenesí inicial ya se había desvanecido. Comenzaba a darme cuenta por momentos de la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo, al ver con una claridad creciente lo desesperado de mi situación. Me levanté con esfuerzo y, cojeando, regresé apresuradamente al despacho. En la escalera se encontraba ya una criada subiendo las persianas. Se quedó mirándome fijamente a causa quizá de la expresión que debía tener mi cara. Cerré la puerta del despacho tras de mi y, agarrando un atizador, empecé a arremeter contra el escritorio. Así es como me encontraron. El tablero del escritorio se hallaba resquebrajado, la cerradura destrozada, las cartas rasgadas y diseminadas por toda la habitación. En mi furor senil había arrojado al suelo las plumas y otros pequeños útiles de escritorio, además de derramar la tinta. Más aún, se había roto un gran jarrón encima de la repisa de la chimenea, sin que yo supiera cómo. No pude encontrar ni el talonario de cheques, ni dinero, ni la menor pista para la recuperación de mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo, con la ayuda de dos criadas, me agarró fuertemente y me contuvo.

Ésa es, en suma, la historia de mi transformación. Pero nadie cree mis agónicas palabras. Me tratan como a un demente e incluso en este momento estoy bajo vigilancia. Pero yo estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y para demostrarlo me he sentado a escribir esta historia minuciosamente, tal y como me sucedió. Apelo al lector, para que él diga si hay indicios de demencia en el estilo o en el método de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven encerrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le resulta increíble la innegable realidad de este hecho. Naturalmente, yo les pareceré demente a aquellos que no crean esto; naturalmente, no conozco el nombre de mis secretarios, ni el de los doctores que vienen a verme, ni el de mis criados, ni el de mis vecinos, ni el de esta ciudad (dondequiera que esté) en la que ahora me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y sufro incomodidades de toda índole. Naturalmente, formulo las preguntas más extravagantes. Naturalmente, lloro y grito y padezco paroxismos de desesperación. No tengo ni dinero ni talonario cheques. El banco no quiere reconocer mi firma porque supongo que, a pesar de la endeblez de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. La gente que me rodea no me permite ir al banco personalmente. Parece como si no hubiera ningún banco en esta ciudad y que yo tengo una cuenta en alguna parte de Londres. Al parecer, Elvesham le ocultó el nombre de su abogado a todos los suyos. No puedo indagar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de las ciencias mentales y todas mis declaraciones de los hechos del caso no hacen sino confirmar la teoría de que mi demencia es la consecuencia de una cavilación excesiva sobre la Psicología. ¡Desvaríos sobre la identidad personal, no cabe duda! Hace dos días yo era un joven sano con toda la vida por delante. Ahora soy un viejo furioso, desgreñado, desesperado y lastimoso, que merodea por una gran mansión, lujosa y extraña, vigilado, temido y evitado como un lunático por todos cuantos me rodean. Y en Londres está Elvesham comenzando una nueva vida en cuerpo vigoroso y con todos los conocimientos y la sabiduría acumulada durante setenta años. Me ha robado la vida.

Lo que ha sucedido, no lo sé con claridad. En el despacho hay volúmenes de notas manuscritas referentes principalmente a la psicología de la memoria y fragmentos de lo que podrían ser bien cálculos o bien cifras en símbolos que me resultan absolutamente extraños. En algunos pasajes hay indicios de que también se ocupaba de la filosofía de las matemáticas. Deduzco que ha transferido la totalidad de sus recuerdos, la acumulación que conforma su personalidad, desde su marchitado cerebro al mío y, de un modo similar, que ha transferido mi personalidad a su desechada envoltura. Es decir, que prácticamente ha intercambiado los cuerpos. Pero cómo puede ser posible semejante intercambio, está fuera del alcance de mi entendimiento. Yo he sido un materialista a lo largo de toda mi vida, pero he aquí, de pronto, un caso claro de un hombre separado de la materia

Estoy a punto de intentar un experimento desesperado. Estoy aquí sentado escribiendo antes de llevar a cabo mi propósito. Esta mañana, con la ayuda de un cuchillo de mesa del que me había apoderado en secreto durante el desayuno, logré forzar un cajón secreto, aunque bastante evidente, de este escritorio destrozado. No descubrí nada excepto un pequeño vial” de cristal verde que contenía un polvo blanco. Alrededor del cuello del vial había una etiqueta sobre la que estaba escrita esta palabra: Liberación. Puede que esto, con toda probabilidad, sea veneno. Comprendo que Elvesham haya puesto veneno a mi alcance y estoy seguro de que su intención era la de desembarazarse del único ser viviente que podría atestiguar en su contra, de no haber sido por este cauteloso ocultamiento. Ese hom. bre ha resuelto prácticamente el problema de la inmortalidad. A no ser por los avatares del azar, vivirá en mi cuerpo hasta que envejezca y entonces lo desechará y asumirá la juventud y la fuerza de alguna otra víctima. Cuando uno se para a cavilar sobre su crueldad, resulta terrible pensar en la experiencia que va acumulando… ¿Cuánto tiempo lleva saltando de un cuerpo a otro?.. . Pero estoy cansado de escribir. El polvo parece soluble en agua… El sabor no es desagradable…

* * *

Ahí termina la narración hallada sobre el escritorio del señor Elvesham. Su cadáver yace entre el escritorio y el sillón. Este último había sido desplazado hacia atrás, probablemente debido a sus postreras convulsiones. La historia estaba escrita a lápiz con letra de demente, muy distinta de sus minuciosos caracteres. Sólo quedan dos hechos curiosos por registrar. Indiscutiblemente existió alguna relación entre Eden y Elvesham, puesto que todas las propiedades de Elvesham fueron legadas al joven. Pero jamás las heredó. Cuando Elvesham se suicidó, Eden, por muy extraño que parezca, ya había muerto. Veinticuatro horas antes fue atropellado por un coche y murió en el acto, en el cruce atestado de gente en la intersección de Gower Street con Euston Road. Así, la única persona que podría haber arrojado luz sobre esta fantástica narración no puede ya contestar pregunta alguna. Sin más comentarios, someto este extraordinario asunto al juicio personal del lector.

Rudyard Kipling: El rickshaw fantasma. Cuento

Rudyard KiplingUna de las pocas ventajas que la India tiene sobre Inglaterra es una gran facilidad de conocimiento. Tras cinco años de servicio, un hombre tiene relaciones, directas o indirectas, con los doscientos o trescientos funcionarios de su provincia, todos los ranchos de diez o doce regimientos y baterías, y unas mil quinientas personas más de la casta sin puesto oficial. A los diez años esas relaciones habrán doblado el número, y al final de veinte años conoce, o sabe algo de, todo inglés del imperio, y puede viajar a cualquier lugar, a todos los sitios, sin tener que pagar hotel. Quienes viajan por el mundo considerando un derecho que se les dé alojamiento han embotado, incluso en el periodo de mi vida, esta generosidad; no obstante, si hoy día se pertenece al círculo íntimo y no se es ni oso ni oveja negra, todas las puertas están abiertas, y nuestro pequeño mundo se muestra muy, muy amable y colaborador.

Rickett de Kamartha se hospedó con Polder de Kumaon hará unos quince años. Pensaba quedarse dos noches, pero lo puso en cama una fiebre reumática y por seis semanas desorganizó el establecimiento de Polder, le impidió a éste trabajar y casi se le muere en el dormitorio. Polder se comporta como si hubiera quedado de por vida deudor de Rickett, y cada año envía a los hijos de éste una caja con regalos y juguetes. Lo mismo ocurre en todos los sitios. Los hombres no se toman la molestia de ocultarnos su opinión, en el sentido de que somos unos asnos incompetentes, o las mujeres que denigran nuestro carácter y no comprenden las diversiones de nuestras esposas, se quedarán en los huesos ayudándonos si caemos enfermos o tenemos problemas serios. Heatherlegh, el doctor, mantenía, aparte de su clientela regular, un hospital a costa de su propio bolsillo —según lo llamaban sus amigos, un agrupamiento de cubículos desvencijados para incurables— en realidad, se trataba de una especie de cobertizo adaptado para las tripulaciones que han sido dañadas por los temporales. En la India el tiempo suele ser sofocante, y como la entrega de ladrillos es siempre una cantidad fija y la única libertad existente es el permiso de trabajar horas extras sin recibir ni las gracias, los hombres se derrumban de vez en cuando y quedan tan confundidos como las metáforas de esta oración.

Heatherlegh es el doctor más adorable que haya existido, y su receta invariable para todos los pacientes: «acuéstese, tómese las cosas con calma y no se violente». Dice que mueren más hombres debido al exceso de trabajo de lo que justifica la importancia de este mundo. Afirma que el exceso de trabajo mató a Pansay, quien murió en sus manos hará unos tres años. Tiene, desde luego, el derecho de hablar con toda autoridad, y se ríe de mi teoría: que en la cabeza de Pansay había una hendedura y un poquito del mundo oscuro entró por ella y lo presionó hasta matarlo. «Pansay perdió la chaveta», dice Heatherlegh, «debido al estímulo de unas largas vacaciones en casa. Pudo o no haberse comportado como un canalla con la señora Keith-Wessington. En mi opinión, su trabajo en la colonia de Katabundi le agotó las energías, y le dio por la melancolía y por exagerar un mero coqueteo tenido durante un viaje. Desde luego que estaba comprometido con la señorita Mannering, y desde luego que ella rompió el compromiso. Entonces, agarró un enfriamiento febricitante, y de allí todas esas tonterías acerca de fantasmas. El exceso de trabajo inició la enfermedad, la mantuvo activa y lo mató, ¡pobre diablo! Atribúyalo a un sistema que utiliza un hombre para que haga el trabajo de dos y medio.»

No creo en esto. Solía sentarme con Pansay ciertas ocasiones en que a Heatherlegh lo llamaban para que fuera a ver pacientes, y sucede que estaba yo a mano para sus confidencias. El hombre me hacía de lo más infeliz describiéndome en voz baja e inalterable, la procesión que sin cesar pasaba a los pies de su cama. Manejaba el lenguaje con la capacidad de un enfermo. Sugerí que, cuando se recuperara, escribiera todo lo sucedido, de principio a fin, pues sabía que la tinta podría ayudarlo a calmar la mente. Sufría de fiebre elevada mientras lo escribía, y el tono de revista tremendista que adoptó no llegó a calmarlo. A los dos meses lo declararon listo para servicio; pero, a pesar de que necesitaban urgentemente su ayuda para que un grupo de trabajo escaso de personal pudiera sobrevivir una etapa de déficit, prefirió morir, jurando al final de todo que lo acosaban brujas. Obtuve el manuscrito antes de que él muriera, y ésta es su versión de los hechos, fechada en 1885, tal y como la escribió:

El doctor me dice que necesito descanso y un cambio de aires. No es improbable que antes de mucho obtenga los dos; un descanso que ni el mensajero de chaqueta roja ni el cañón disparado a mediodía interrumpirán; un cambio de aires más definitivo que el que pueda darme cualquier vapor en camino a casa. Mientras tanto, estoy resuelto a permanecer donde me encuentro; y, desobedeciendo tajantemente las órdenes de mi médico, hacer de todo el mundo mi confidente. Por sí mismos se enterarán de la naturaleza precisa de mi enfermedad y, asimismo, juzgarán si hombre alguno nacido de mujer en esta tierra fatigante fue alguna vez tan atormentado como yo.

Ahora que hablo como un criminal condenado podría hablar antes de que caigan los cerrojos, pienso que mi historia, por extraña y horriblemente improbable que pueda parecer, merece por lo menos atención. De ninguna manera supongo que puedan creerla. Hace dos meses habría calificado de loco o borracho al hombre que osara contarme algo parecido. Hace dos meses era el hombre más feliz de la India. Hoy, de Peshavar a la costa, nadie hay más infeliz. Sólo mi doctor y yo sabemos de esto. Explica todo diciendo que mi cerebro, mi digestión y mi vista se encuentran ligeramente afectados, dando lugar a mis frecuentes y persistentes «ilusiones» ¡Ilusiones, cómo no! Lo considero un tonto. Pero me sigue atendiendo con la misma sonrisa infatigable, el mismo trato profesional suave, las mismas patillas rojas cuidadosamente recortadas, hasta que comienzo a sospecharme un inválido desagradecido y de mal carácter. Pero ustedes juzgarán por sí mismos. Hace tres años fue mi fortuna —mi gran infortunio— navegar de Gravesend a Bombay, tras unas largas vacaciones, con una cierta Agnes Keith-Wessington, esposa de un oficial asignado a Bombay. No les concierne en lo más mínimo saber qué tipo de mujer era. Básteles saber que, antes de terminar el viaje, estábamos desesperada e irrazonablemente enamorados uno del otro. Bien sabe el cielo que puedo hoy admitir esto sin asomo alguno de vanidad. En este tipo de asuntos siempre hay uno que da y otro que acepta. Desde el primer día de nuestra malhadada unión tuve conciencia de que la pasión de Agnes era un sentimiento más fuerte, más dominante y —si se me permite usar la expresión— más puro que el mío. Ignoro si ella reconoció ese hecho entonces. Después, fue amargamente claro para los dos.

Llegados a Bombay la primavera de aquel año, tomamos nuestros respectivos caminos, para no vernos ya los tres o cuatro meses siguientes, cuando mis vacaciones y su amor nos llevaron a Simla. Allí pasamos la temporada juntos y, allí, mi fuego de paja llegó a una lamentable extinción con la terminación del año. No intenté dar ninguna excusa. No me disculpé. La señora Wessington había renunciado a muchas cosas a causa mía, y estaba dispuesta a renunciar a todo. De mis propios labios supo, en agosto de 1882, que me sentía hastiado de su presencia, cansado de su compañía y aburrido del sonido de su voz. Noventa y nueve mujeres de cien se habrían aburrido de mí como yo de ellas; setenta y cinco de esa cifra se habrían vengado prontamente mediante un coqueteo activo y franco con otros hombres. La señora Wessington era la número cien. En ella no tuvieron el menor efecto ni mi aversión tan claramente expresada ni las crueldades hirientes con que adornaba yo nuestras entrevistas.

—¡Jack, querido —era su eterna exclamación tonta—, estoy segura de que todo es un error, un error terrible; algún día volveremos a ser buenos amigos. Por favor, querido Jack, perdóname!

Yo era el ofensor, y lo sabía. Aquel conocimiento transformó mi piedad en una resistencia pasiva y, con el tiempo, en un odio ciego; se trata del mismo instinto, supongo, que impulsa a un hombre a aplastar salvajemente la araña que había matado a medias. Con este odio en mi pecho vino a su fin la temporada de 1882. Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Simla, ella con su rostro monótono y sus tímidos intentos de reconciliación; yo, con aquel odio por ella en todas las fibras de mi cuerpo. No pude evitar verme a solas con ella en varias ocasiones; en cada una de éstas sus palabras fueron exactamente las mismas: ese lamento irracional de que todo era un «error» y luego la esperanza de que con el tiempo «seríamos amigos». De haberme preocupado por mirar, podría haber visto que sólo la esperanza la mantenía viva. Mes con mes palidecía y adelgazaba. Estarán de acuerdo conmigo al menos en esto: que esa conducta habría hecho caer en la desesperación a cualquiera. Era innecesaria, infantil, poco femenina. Afirmo que ella tenía mucho de la culpa. Y sin embargo a veces, en mis negras y enfebrecidas vigilias nocturnas, he comenzado a pensar que pude ser un poco más amable con ella. Pero ésa sí es una «ilusión». No podía seguir pretendiendo que la amaba cuando no ocurría así, ¿no es cierto? Hubiera sido injusto para los dos.

El año pasado volvimos a reunirnos, en las mismas condiciones. Los mismos llamados fatigantes, las mismas respuestas secas de mis labios. Finalmente, decidí hacerla comprender cuán totalmente equivocados y sin esperanza eran sus intentos de reanudar la vieja relación. Según avanzaba la temporada, nos fuimos separando; es decir, le fue difícil reunirse conmigo, pues tenía yo otros intereses más absorbentes a los cuales atender. Cuando, calmadamente, repaso todo eso en mi cuarto de enfermo, la temporada de 1884 me parece una pesadilla confusa, en la que luz y sombra estuvieran entremezcladas fantásticamente: mi cortejo de la pequeña Kitty Mannering; mis esperanzas, dudas y miedos; nuestros largos paseos a caballo juntos; mi temblorosa aceptación de que estaba enamorado; su respuesta; de vez en cuando la visión de un rostro blanco que pasa en el carrito con las libreas blancas y negras que en alguna ocasión esperé con tanta ansia; la mano enguantada de la señora Wessington saludándome; y, cuando estábamos solos, lo que ocurría rara vez, la molesta monotonía de su queja. Amaba yo a Kitty Mannering; la amaba honestamente y con todo el corazón; y al crecer mi amor por ella, crecía mi odio por Agnes. En agosto Kitty y yo quedamos comprometidos. Al día siguiente encontré a espaldas del Jakko a esos malditos jhampanies «corvinos» y, llevado de un pasajero sentimiento de piedad, me detuve junto a la señora Wessington para contarle todo. Ya lo sabía.

—Escuché decir que estás comprometido, querido Jack —y entonces, sin mediar pausa alguna—: Estoy segura de que todo es un error, un error terrible. Alguna vez seremos tan buenos amigos, Jack. como siempre lo fuimos.

Mi respuesta habría hecho respingar incluso a un hombre. Cortó a la mujer moribunda que ante mí tenía como el golpe de un látigo.

—Por favor, Jack, perdóname. No quise enojarte. Pero ¡es cierto, es cierto!

Y la señora Wessington se derrumbó totalmente. Me di la vuelta y dejé que terminara su viaje en paz, sintiendo, aunque sólo por uno o dos segundos, que me había comportado como una alimaña indeciblemente cruel. Miré hacia atrás y vi que había hecho dar vuelta al carrito, con la idea, supongo, de alcanzarme. Aquella escena y los alrededores quedaron fotografiados en mi memoria. El cielo cargado de lluvia (estábamos a finales de la temporada de lluvias), los pinos empapados y deslucidos, el camino lodoso y los farallones hendidos por la pólvora formaban un lóbrego telón de fondo, contra el cual destacaban claramente las libreas negras y blancas de los jhampanies, el carrito de paredes amarillas y la abatida cabeza dorada de la señora Wessington. Con el pañuelo apretado en la mano izquierda, se apoyaba extenuada en los cojines del carrito. Llevé mi caballo por una vereda cercana al Sanjowlie Reservoir y, literalmente, huí. En una ocasión creí escuchar un lejano «¡Jack!» Tal vez fuera mi imaginación. Nunca me detuve a confirmarlo. Diez minutos más tarde me encontré con Kitty, que venía a caballo. En el deleite que me produjo el largo paseo con ella, olvidé todo lo concerniente a la entrevista ocurrida.

Una semana después moría la señora Wessington, y mi vida se vio libre de la inenarrable carga de su existencia. Me fui a Plainsward totalmente feliz. Antes de los tres meses me había olvidado de ella por completo, excepto que en ocasiones hallar una de sus viejas cartas me traía desagradables recuerdos de aquella relación concluida. En enero había desenterrado de entre mis dispersas pertenencias lo que de nuestra correspondencia quedaba, quemándolo. A comienzos de abril de este año, 1885, estaba una vez más en Simla, en una semidesierta Simla, hundido en pláticas y paseos de amante con Kitty. Se había decidido que nos casáramos a fines de junio. Por consiguiente comprenderán que, amando a Kitty como la amaba, no exagero al decir que era, en aquellos momentos, el hombre más feliz de la India. Casi habían pasado catorce días deliciosos antes de que notara su desaparición. Entonces, alertado a la conciencia de lo que era propio entre mortales comprometidos como lo estábamos ella y yo, le hice ver a Kitty que un anillo de compromiso era la señal externa y visible de su dignidad de muchacha prometida en matrimonio; que debía venir de inmediato conmigo a Hamilton para que le midieran uno. Hasta ese momento, le doy mi palabra, habíamos olvidado por completo asunto tan trivial. Así, a Hamilton nos fuimos el día 15 de abril de 1885. Recuérdese que, diga lo que diga en contra mi doctor, poseía entonces una salud perfecta, gozaba de una mente bien equilibrada y de un espíritu por todo concepto tranquilo. Kitty y yo entramos en Hamilton juntos y, allí, sin tomar en cuenta el orden de llegada, medí el dedo de Kitty en presencia del divertido dependiente. El anillo tenía un zafiro y dos diamantes. A continuación bajamos por la cuesta que conduce al puente de Combermere y al establecimiento de Peliti.

Mientras mi Waler avanzaba cautelosamente por el esquisto suelto, y Kitty charlaba y reía a mi lado —mientras todo Simla, es decir, tantas personas como las llegadas hasta ese momento de las llanuras, se agrupaban alrededor del cuarto de lectura y el porche de Peliti—, sentí que alguien, al parecer desde una gran distancia, me llamaba por mi nombre de pila. Tuve la impresión de haber escuchado esa voz antes, aunque sin poder determinar de pronto cuándo y dónde. En el breve tiempo que toma cubrir la distancia entre el camino que parte de Hamilton y la primera plancha del puente de Combermere pensé en una media docena de personas que hubieran podido haber cometido aquel solecismo, y terminé decidiendo que debió tratarse de algún rumor en mis oídos. Justo frente al establecimiento de Peliti atrajo a mi vista la imagen de cuatro jhampanies,en libreas de «cuervo», que tiraban de un vulgar carrito de mercado, de paredes amarillas. Con una sensación de disgusto e irritación, al instante mi mente regresó a la temporada anterior y a la señora Wessington. ¿No era suficiente que la mujer hubiera muerto y desaparecido, sino que ahora viniera la aparición de sus servidores en blanco y negro a echarme a perder la felicidad sentida ese día? Decidí visitar a quienquiera que los ocupara y pedirle, como un favor personal, que cambiara las libreas de sus jhampanies. Alquilaría yo mismo a esos hombres y, de ser necesario, les compraría sus libreas. Es imposible expresar aquí el flujo de memorias desagradables que su presencia despertó.

—Kitty —exclamé—, ¡han vuelto los jhampanies de la pobre señora Wessington! Me pregunto quién los emplea ahora.

Kitty había conocido ligeramente a la señora Wessington la temporada anterior, habiendo mostrado un interés constante por la enfermiza mujer.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó—. No los veo por ninguna parte.

Y justo mientras hablaba, su caballo, por evitar una mula cargada, se puso directamente frente al carrito en marcha. Apenas había tenido tiempo de gritar una advertencia cuando, para mi horror indescriptible, caballo y jinete pasaron a través de los hombres y el vehículo como si fueran éstos de aire puro.

—¿Qué te ocurre? —exclamó Kitty—. ¿Por qué gritaste de un modo tan tonto, Jack? Si estoy comprometida, no quiero que todo el mundo se entere de ello. Había muchísimo espacio entre la mula y el porche. Y si te imaginas que no sé cabalgar, ¡pues entonces…!

Dicho esto, la testaruda Kitty se lanzó a medio galope, la delicada cabecita al aire, en dirección al quiosco de música, sin la menor duda, según me dijo después, de que la seguiría. ¿Qué me ocurría? Casi nada. O bien estaba yo loco o borracho, o Simla estaba rondada por diablos. Contuve con las riendas a mi impaciente montura y me volví. También el carrito había dado la vuelta y estaba ahora frente a mí, próximo al pretil izquierdo del puente Combermere.

—¡Jack, querido Jack! —esta vez no había equivocación ninguna respecto a las palabras; resonaron en mi mente como si las hubieran gritado a mi oído—. Se trata de un terrible error, estoy segura. Por favor, perdóname, Jack, y volvamos a ser amigos.

La capota del carrito había caído hacia atrás y dentro, tal como espero y ruego de día por la muerte que de noche temo, estaba la señora Keith-Wessington, el pañuelo en la mano, la dorada cabeza inclinada sobre el pecho. No sé por cuanto tiempo la contemplé inmóvil. Finalmente, me despertó mi sirviente al asir la brida de Waler y preguntarme si me sentía mal. De lo horrible a lo común y corriente sólo hay un paso. Desmonté del caballo y me precipité, medio desmayado, en Peliti, donde pedí una copa de brandy de cereza. Dos o tres parejas se hallaban reunidas alrededor de las mesas, comentando los chismes del día. Su charla trivial fue más reconfortante para mí en aquel momento que los consuelos de la religión pudieran haberlo sido. De inmediato me sumergí en medio de la conversación; platicaba, reía y hacía bromas con una cara (cuando de refilón la vi en un espejo) tan blanca y desencajada como la de un cadáver. Tres o cuatro hombres notaron la condición en que estaba; sin duda atribuyéndolo a las consecuencias de haber bebido demasiados tragos, caritativamente se esforzaron por apartarme del resto de los parroquianos. Pero me rehusé a separarme de ellos. Quería la compañía de los de mi condición, tal como un niño se precipita en medio de una fiesta tras haber recibido un susto en la oscuridad. Llevaría hablando unos diez minutos, aunque a mí me parecieron una eternidad, cuando escuché fuera la clara voz de Kitty preguntando por mí. Un minuto después estaba dentro del local, dispuesta a reconvenirme por descuidar tan señaladamente mis deberes. Algo en mi rostro la contuvo.

—Pero Jack —exclamó—, ¿en qué te has metido? ¿Qué sucede? ¿Estás enfermo?

Así conducido a una mentira directa, dije que el sol había resultado demasiado fuerte para mí. Eran cerca de las cinco, una encapotada tarde de abril, y el sol había estado oculto todo el día. Comprendí mi error en cuanto las palabras terminaron de salir de mi boca; intenté cubrirlas; disparaté lamentablemente y seguí a Kitty, cuyo enojo era de alcurnia, al exterior, entre las sonrisas de mis conocidos. Inventé alguna excusa (olvidé cuál) argumentando que me sentía débil y al paso largo busqué mi hotel, dejando que Kitty terminara sola el paseo. En mi habitación me senté e intenté con toda calma encontrarle alguna explicación a lo sucedido. Heme aquí, yo, Theobald Jack Pansay, un funcionario civil con buenos estudios, en el año de gracia de 1885, supuestamente cuerdo, sin duda alguna sano, a quien la aparición de una mujer muerta y enterrada ocho meses atrás causa tal terror que lo separa del lado de la novia. Son hechos ante los cuales no puedo cerrar los ojos. Nada más lejano de mi pensamiento que la memoria de la señora Wessington cuando Kitty y yo salimos de Hamilton. Nada más común y corriente que la porción de muro frente a Peliti. A plena luz del día, el camino lleno de gente. Y sin embargo allí, fíjense, desafiando toda ley de la probabilidad, en violación directa de lo ordenado por la naturaleza, se me aparece un rostro venido de la tumba.

El caballo árabe de Kitty había pasado a través del carrito: así quedaba eliminada mi primera esperanza, que una mujer milagrosamente parecida a la señora Wessington hubiera alquilado el carrito, junto con los culies de librea. Una y otra vez di vueltas alrededor de esa maraña de pensamientos; una y otra vez me rendí, perplejo y desesperado. La voz era tan inexplicable como la aparición. De principio tuve la idea descabellada de confesarle todo a Kitty, rogarle que se casara conmigo de inmediato y, en sus brazos, desafiar a la fantasmal ocupante del carrito. «Después de todo», argüía, «la presencia del carrito basta como prueba de la existencia de una ilusión espectral. Es posible ver fantasmas de hombres y mujeres, pero de seguro nunca de culies y vehículos. Todo esto es absurdo. ¡Imagínense, ver el fantasma de un montañés!» A la mañana siguiente envié a Kitty una nota de disculpa, implorándole que pasara por alto mi extraña conducta de la tarde anterior. Mi divinidad seguía muy enojada, y fue necesario dar disculpas personalmente. Expliqué, con una fluidez nacida de haber estado meditando toda la noche una mentira, que me vi atacado por una súbita palpitación del corazón, resultado de una indigestión. Esa solución eminentemente práctica tuvo su efecto: Kitty y yo paseamos a caballo aquella tarde con la sombra de mi primera mentira apartándonos.

Se encaprichó en un paseo al paso largo alrededor del Jakko. Con los nervios aún trastornados por la noche anterior, protesté débilmente contra la idea, sugiriendo la colina Observatory, Jutogh, el camino de Boileaugunge, cualquier cosa excepto el círculo del Jakko. Kitty estaba enojada y un tanto herida, así que cedí, temeroso de provocar un malentendido mayor; por tanto, partimos juntos hacia Chota Simla. Fuimos al paso gran parte de la ruta y, según era nuestra costumbre, al paso largo desde poco más o menos una milla antes de Convent hasta el tramo de camino uniforme que está junto al Sanjowlie Reservoir. Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía cada vez con mayor rapidez según nos acercábamos a la cresta de la pendiente. Mi mente había estado ocupada toda la tarde con la señora Wessington; cada pulgada del camino del Jakko era testigo de nuestros paseos y charlas. Los cantos rodados estaban plenos de aquello; los pinos lo cantaban potentes por encima de nosotros; invisibles, los torrentes alimentados por la lluvia reían contenidos, reían entre dientes de aquella historia vergonzante; y, en mis oídos, el viento salmodiaba la iniquidad cometida. Como una culminación lógica, en medio del trecho que los hombres llaman la Milla de las Damas, el horror me esperaba. Ningún otro carrito a la vista; únicamente los cuatro jhampanies en blanco y negro, el vehículo de paredes amarillas y, dentro, la dorada cabeza de la mujer, ¡todo aparentemente como lo había dejado ocho meses y quince días atrás! Por un instante imaginé que Kitty debía ver lo que yo veía, tan maravillosamente coincidíamos en todas las cosas. Sus siguientes palabras me desengañaron: «¡Ni un alma a la vista! ¡Vamos Jack, te juego una carrera hasta los edificios del Reservoir!» Su musculoso caballito pura sangre partió como una exhalación, mi Waler inmediatamente detrás, y en ese orden nos lanzamos al filo de los farallones. En medio minuto estábamos a cincuenta yardas del carrito. Frené a mi Waler y me retrasé un poco. El carrito estaba justo en medio del camino y, una vez más, el pura sangre pasó a través de él, siguiéndolo mi caballo, «¡Jack, querido Jack, por favor, perdóname!» —oí el lamento en mis oídos y, al cabo de un intervalo—: «¡Todo fue un error, un error terrible!»

Espoleé a mi caballo como un hombre poseído. Cuando, en las instalaciones del Reservoir, volví la cabeza, las libreas en blanco y negro seguían esperando, pacientemente esperando, al pie de la gris colina, y el viento me trajo un eco burlón de las palabras escuchadas. Por el resto del paseo Kitty me embromó mucho a causa de mi silencio. Hasta ese momento había hablado sin freno y alocadamente. Ni para salvar mi vida habría podido hablar, a partir de allí, de un modo natural, y desde Sanjowlie hasta la iglesia sabiamente me mantuve en silencio. Tenía cena con los Mannering aquella noche, y apenas me alcanzaba el tiempo para cabalgar hasta casa y cambiarme. Camino de Elysium Hill escuché a dos hombres que hablaban en la oscuridad. «Es curioso», dijo uno, «cómo desapareció toda huella de él. Ya sabe cuán locamente encariñada estaba mi esposa de esa mujer (aunque no entiendo qué pueda haber visto en ella), y quería que consiguiera yo su viejo carrito con los culies, no importa a qué precio. Lo llamo un capricho un tanto malsano, pero tengo que hacer lo que memsahib pida. Aunque no lo crea, el hombre que se lo alquilaba me ha dicho que los cuatro hombres —eran hermanos— murieron de cólera camino de Hardwar, ¡pobres diablos! En cuanto al carrito, él mismo lo deshizo. Me dijo que nunca usaba el carrito de una memsahib muerta. Que es de mala suerte. Extraña idea, ¿no le parece? ¡Imagínese, la pobre señora Wessington echándole a perder la suerte a alguien que no fuera ella misma!» En ese punto me reí en voz alta, y la risa me sacudió mientras la emitía. ¡De modo que sí había fantasmas de carritos, después de todo, con funciones fantasmales en el otro mundo! ¿Cuánto pagaba la señora Wessington a sus hombres? ¿Qué horario tenían? ¿Adónde iban?

Y como una respuesta visible a mi última pregunta, vi aquella cosa infernal en la luz mortecina, obstaculizándome el camino. Los muertos viajan rápido, y por atajos que los culies ordinarios desconocen. Reí en voz alta una segunda vez, cortando de pronto la carcajada, temeroso de estarme volviendo loco. Debí estar loco en cierta medida, pues recuerdo que frené con las riendas a mi caballo llegando al carrito y, cortésmente le deseé «Buenas noches» a la señora Wessington. Su respuesta fue una que conocía yo demasiado bien. La escuché hasta el final. Repliqué entonces que todo aquello lo había oído ya antes, pero que si ella tenía algo que agregar, atendería con gusto. Algún demonio maligno, más fuerte que yo, debió entrar en mí aquella noche, pues tengo vagas memorias de haber comentado, por cinco minutos, los sucesos cotidianos de aquel día con la cosa que tenía enfrente.

—¡Está loco de atar el pobre diablo, o borracho! Max, mira si puedes convencerlo que se vaya a su casa.

¡De seguro aquélla no era la voz de la señora Wessington! Los dos hombres me habían escuchado hablar con el aire, y regresaban para cuidarme. Se mostraron muy amables y considerados, y de sus palabras deduje que me creían sumamente borracho. Les di las gracias atropelladamente y cabalgué hasta mi hotel, donde me cambié; llegué diez minutos tarde a casa de los Mannering. Alegué como excusa lo oscuro de la noche, Kitty me reprochó por mi nada romántica tardanza y nos sentamos. La conversación se había generalizado ya. A socapa de ella dirigía yo algunas frases tiernas a mi novia cuando capté que, al extremo de la mesa, un hombre de corta estatura y patillas rojas describía, con mucho adorno, su encuentro aquella noche con un loco desconocido. Unas cuantas oraciones me convencieron de que repetía el incidente de media hora atrás. En medio de su relato miró en derredor buscando aplausos, como hacen los narradores profesionales, tropezó con mi cara y sin más se desmoronó. Hubo un momento de penoso silencio, y el hombre de patillas rojas murmuró algo en el sentido de que «había olvidado el resto», sacrificando con ello la reputación de buen contador que había ido ganando las seis últimas temporadas. Lo bendije desde el fondo de mi alma y… seguí comiendo mi pescado.

A su debido tiempo la cena llegó a su fin. Con pesar genuino me separé de Kitty; tan cierto como estaba de mi existencia sabía que aquello me estaba esperando al otro lado de la puerta. El hombre de patillas rojas, que me fue presentado como el doctor Heatherlegh, de Simla, me ofreció compañía hasta donde nuestros caminos se separaran. Acepté la oferta con gratitud. El instinto no me había engañado. Estaba presto en el Mall y, con lo que parecía una burla demoniaca de nuestras costumbres, tenía la lámpara frontal encendida. El hombre de patillas rojas abordó la cuestión de inmediato, mostrando con su modo de hacerlo que había estado pensando sobre el caso durante toda la cena.

—Dígame, Pansay, ¿qué diablos le ocurrió esta noche en el Elysium Road?

Lo súbito de la pregunta me arrancó una respuesta antes de que tuviera conciencia de estar respondiendo.

—¡Eso! —dije, señalando aquello.

—Eso puede ser delirium tremens o la vista, por lo que deduzco. Ahora bien, usted no bebe. Lo comprobé durante la cena, así que no puede ser delirium tremens. Nada hay en absoluto allí donde señala, aunque esté usted sudando y temblando de miedo, como un pony asustado. Por tanto, saco en conclusión que se trata de la vista. Y de eso creo saberlo todo. Venga a casa conmigo. Vivo en la parte baja de Blessington.

Con intenso gozo vi que el carrito, en lugar de esperarnos, se mantenía veinte yardas adelante, fuéramos al paso, al trote o al paso largo. En el transcurso de aquella larga cabalgata nocturna dije a mi acompañante casi tanto como lo comunicado a ustedes aquí.

—Bien, pues ha echado a perder usted uno de los mejores cuentos con que haya tropezado —dijo—, pero se lo perdono tomando en cuenta por lo que ha pasado usted. Ahora, venga a casa y haga lo que le pida. Y cuando lo haya curado, jovencito, que esto le sirva de lección: hasta el día de su muerte manténgase alejado de las mujeres y de la comida indigesta.

El carrito se mantenía adelante, y mi amigo de las patillas rojas parecía derivar un gran placer de escucharme decirle dónde exactamente se encontraba el vehículo.

—La vista, Pansay; la vista, el cerebro y el estómago. Y el estómago es el peor de ellos. Tiene usted un exceso de cerebro engreído, demasiado poco estómago y una vista totalmente enferma. Ponga en condiciones el estómago y lo demás vendrá por sí solo. Y todo esto lo resolverán unas píldoras para el hígado. A partir de este momento me hago cargo de su cuidado médico, pues es usted un fenómeno demasiado interesante para que lo deje pasar.

En aquel instante estábamos en la parte baja de Blessington, en lo más profundo de sus sombras, y el carrito se detuvo bajo un grupo de pinos, situado en un saliente de pizarra. Instintivamente me detuve también, explicando la razón. Heatherlegh lanzó un juramento.

—Mire, si supone que me voy a pasar esta fría noche al pie de una colina a causa de una ilusión provocada por el estómago cum cerebro cum vista… ¡Dios nos apiade, qué ha sido eso?

Se escuchó un estallido apagado, justo frente a nosotros se levantó una cegadora nube de polvo, hubo un crujido, el ruido de ramas desgajadas y unas diez yardas del farallón —pinos, maleza y todo lo demás— se deslizó hasta el camino, bloqueándolo por completo. Los árboles desenraizados oscilaron y se tambalearon por un momento en la oscuridad, como gigantes ebrios, y enseguida cayeron postrados entre sus compañeros con un estrépito atronador. Nuestros caballos quedaron inmóviles, sudando de miedo. En cuanto el ruido de la tierra y las piedras derribadas cesó, mi acompañante murmuró:

—Amigo, si hubiéramos seguido avanzando, en este momento estaríamos en nuestras tumbas, a diez pies de profundidad. «Hay más cosas en el cielo y en la tierra…» Venga a casa, Pansay, y demos gracias a Dios. Necesito de inmediato un trago.

Buscamos otro camino por Church Ridge y, poco después de la medianoche, llegué a casa del doctor Heatherlegh. Casi de inmediato comenzaron sus intentos por curarme, y en una semana no me separé de su lado. A lo largo de esa semana, en muchas ocasiones bendije a mi buena fortuna, que me había puesto en contacto con el mejor y más amable doctor de Simla. Día a día mi espíritu ganaba en alegría y se serenaba. Asimismo, día a día me inclinaba más por aceptar la teoría de Heatherlegh sobre una «ilusión espectral» relacionada con vista, cerebro y estómago. Escribí a Kitty, diciéndole que un esguince ligero, provocado por una caída del caballo, me tendría en cama unos días; que me recuperaría antes de que tuviera tiempo de lamentar mi ausencia. El tratamiento aplicado por Heatherlegh era sencillo en cierta medida. Consistía en píldoras para el hígado, baños de agua fría y ejercicios enérgicos, hechos al oscurecer o muy temprano por la mañana, porque, como sagazmente observó el doctor: «Un hombre con un tobillo torcido no camina una docena de millas al día, y su joven amiga pudiera entrar en sospechas de verlo».

Al finalizar la semana, tras examinarme mucho la pupila y el pulso, y tras darme instrucciones estrictas respecto a la dieta y mis caminatas, Heatherlegh me despidió con igual brusquedad que cuando se hizo cargo de mí. He aquí su bendición de despedida: «Amigo, certifico su cura mental, lo que equivale a decir que he curado una gran parte de sus dolencias corporales. Ahora, tome sus bártulos y váyase lo antes posible; váyase y corteje a la señorita Kitty.» Me esforzaba en expresarle mi agradecimiento por sus bondades, pero me interrumpió sin más:

—No piense que lo hice porque me agrade usted. Entiendo que se ha comportado como un verdadero canalla. Pero, de cualquier manera, es usted un fenómeno, y un fenómeno curioso en igual medida que canalla. ¡No! —y me silenció una segunda vez—. Ni una rupia, por favor. Salga de aquí y mire a ver si encuentra nuevamente ese problema de ojos-cerebro-estómago. Le daré un lakh cada ocasión que lo vea.

Media hora más tarde estaba en la sala de los Mannering con Kitty, ebrio con los efluvios de mi felicidad actual y el conocimiento de que nunca más me perturbaría aquella presencia espantosa. Firme gracias a la sensación de mi recién hallada seguridad, propuse un paseo en el acto y, de preferencia, al paso largo alrededor de Jakko. Nunca me había sentido mejor, tan lleno de vitalidad y simple espíritu animal, como aquella tarde del 30 de abril. Kitty se mostró dichosa con mi cambio de aspecto, y me felicitó por ello con su estilo tan deliciosamente franco y abierto. Dejamos juntos la casa de los Mannering, riendo y hablando, y como en los viejos tiempos fuimos al paso largo por el camino de Chota Simla. Tenía prisa de llegar al Sanjowlie Reservoir, para allí dos veces hacer segura mi seguridad. Los caballos daban su mejor esfuerzo, que parecía demasiado lento para mi mente impaciente. A Kitty le asombraba mi bullicio.

—¡Pero Jack —exclamó finalmente —, te estás comportando como un chiquillo! ¿Qué haces?

Estábamos justo antes del convento, y por un mero impulso de travesura hacía que mi Waler cabriolara y corcoveara a lo ancho del camino, cosquilleándolo con el lazo de mi látigo.

—¿Que qué hago ? —respondí—. Nada, querida. Exactamente ocurre eso. Si nada has hecho por una semana, excepto estar en cama, te sentirías tan alborotada como yo.

Cantando y murmurando de alegría festiva,

feliz de verte vivo;

señor de la natura, de la tierra visible

de los cinco sentidos.

No acababa de expresar mi cita cuando ya habíamos rodeado la curva que está después del convento; a las pocas yardas, veíamos hasta Sanjowlie. En el centro del recto camino estaban las libreas negras y blancas, el carrito de paredes amarillas y la señora Keith-Wessington. Tiré de las riendas, miré, me restregué los ojos y, creo, algo dije. Mi siguiente memoria es de verme boca abajo sobre el camino, Kitty, en llanto, arrodillada a mi lado.

—¿Se ha ido, pequeña? —pregunté entrecortadamente, Kitty se limitó a llorar con mayor amargura.

—¿Se ha ido qué, Jack querido? ¿Qué significa todo esto? Debe haber algún error en alguna parte, Jack. Un error terrible.

Estas palabras últimas me pusieron de pie, enloquecido, desvariando por unos momentos.

—Sí, hay un error en alguna parte —repetí—, un error terrible. Ven y míralo.

Tengo una idea vaga de haber arrastrado a Kitty, de la muñeca, por el camino hasta donde aquello estaba, implorándole que, por piedad, le hablara, le dijera que ella y yo estábamos comprometidos, que ni la muerte ni el infierno podrían romper el nexo que nos unía, y sólo Kitty sabe cuántas expresiones más en la misma línea. Una y otra vez pedí apasionadamente al terror sentado en el carrito que comprobara todo lo que le había dicho, que me librara de una tortura que me estaba matando. Supongo que, mientras hablaba, debí contar a Kitty de mis relaciones con la señora Wessington, porque la vi escuchar atentamente, el rostro blanco y los ojos en llamas.

—Gracias, señor Pansay —dijo—, eso es más que suficiente. Syce ghora láo.

Los sirvientes, impasibles como lo están siempre los orientales, habían regresado con los caballos. Cuando Kitty montaba, así la rienda y rogué a mi amada que me oyera y perdonara. La respuesta fue una cortadura hecha con su látigo, que me cruzó el rostro de la boca al ojo, junto con una o dos palabras de adiós que, incluso ahora, me es imposible escribir. Por ello juzgo, y juzgo acertadamente, que Kitty lo sabía todo. Tambaleante, volví junto al carrito. Tenía el rostro cortado y sangrante; el golpe del látigo había producido un lívido cardenal. No tenía yo pundonor. Justo en ese momento Heatherlegh, quien debió estar siguiéndonos a cierta distancia, se acercó.

—Doctor —dije, señalando mi rostro—, he aquí la firma de la señorita Mannering en mi orden de baja y… le agradeceré que me pague ese lakh en cuanto le sea posible.

Incluso en la profunda infelicidad en que me veía, la expresión de Heatherlegh me movió a risa.

—Apuesto mi reputación profesional… —comenzó a decir.

—No sea tonto —susurré—. He perdido la felicidad de mi vida. Será mejor que me lleve a casa.

Mientras hablaba, el carrito desapareció. Entonces, perdí toda conciencia de lo que pasaba. La cima del Jakko pareció elevarse, girar como la cresta de una nube y caer sobre mí. Siete días más tarde (es decir, el 7 de mayo) tuve conciencia de encontrarme acostado en la habitación de Heatherlegh, tan débil como un niño. Heatherlegh me miraba fijamente tras los papeles puestos en su escritorio. Sus primeras palabras no fueron consoladoras, pero me encontraba demasiado agotado para que me sacudieran.

—La señorita Kitty le regresó sus cartas. Ustedes, los jóvenes, se escriben mucho. Hay aquí un paquete que parece contener un anillo, y una especie de nota jovial de papá Mannering, que me tomé la libertad de leer y quemar. El anciano caballero no está contento con usted.

—¿Y Kitty? —pregunté apagadamente.

—Bastante más conmovida que su padre, por lo que dice. Con base en esto, supongo que dejó escapar usted un cierto número de recuerdos peculiares justo antes de llegar yo. Dice que cuando un hombre se ha comportado con una mujer como usted con la señora Wessington, debería matarse de lástima por los de su especie. Esta conquista suya es un diablillo arrebatado. Afirma, además, que sufría usted delirium tremens cuando aquella trifulca en el camino del Jakko. Dice que prefiere morir antes que volverle a hablar.

Gruñí y me puse de espaldas.

—Tiene usted una salida, amigo mío. Es necesario romper este compromiso, y los Mannering no desean mostrarse muy severos con usted. ¿Qué produjo la ruptura, el delirium tremens o ataques de epilepsia? Siento no poder ofrecerle mejor opción, a menos que prefiera una locura hereditaria. Déme su consentimiento y les diré que se trata de epilepsia. Todo Simla sabe lo ocurrido en Ladies’Mile. Le doy cinco minutos para pensarlo.

Creo que durante esos cinco minutos exploré a fondo los círculos más bajos del infierno que le es permitido al hombre transitar en esta tierra. Al mismo tiempo, me veía andar a tientas por el oscuro laberinto de la duda, la aflicción y la desesperación total. Me preguntaba, como Heatherlegh, en su silla, hubiera podido preguntárselo, cuál de esas terribles alternativas adoptar. Al poco, me oí responder en una voz que apenas reconocí:

—Por estos lugares se muestran execrablemente puntillosos acerca de la moral. Ofrézcales los ataques, Heatherlegh, junto con mi cariño. Y ahora, permítame dormir un poco más.

Entonces se unieron mis dos yo, y fui tan sólo yo (el medio enloquecido, el poseído por el diablo) que me revolví en la cama, siguiendo paso a paso lo ocurrido en el último mes. «Pero estoy en Simla —me repetía sin cesar—. Yo, Jack Pansay, estoy en Simla, y en Simla no hay fantasmas. No tiene lógica que esa mujer insista en que los hay. ¿Por qué no pudo Agnes dejarme solo? Jamás le hice daño alguno. Bien pudo sucederme a mí en lugar de a ella. Sólo que yo nunca habría vuelto con el propósito de matarla. ¿Por qué no pueden dejarme solo, solo y feliz?» Era pleno mediodía cuando desperté; muy bajo en el cielo estaba el sol cuando me dormí como duerme en el potro del tormento un criminal torturado: demasiado agotado para sentir ya el dolor. Al día siguiente no pude levantarme. Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido respuesta del señor Mannering y que, gracias a sus buenos oficios (de él, Heatherlegh), la historia de mi desgracia se había dispersado a lo largo y a lo ancho de Simla, en donde todo el mundo sentía lástima por mí.

—Y es más de lo que se merece —concluyó con tono placentero—, aunque bien sabe el Señor que ha pasado usted por una prueba muy severa. No se preocupe usted, fenómeno perverso, que todavía lograremos curarlo.

Me negué firmemente a ser curado.

—Ha sido usted demasiado amable conmigo, viejo amigo —dije—, pero no creo que sea necesario molestarlo más.

En mi corazón sabía que nada de lo que Heatherlegh pudiera hacer aliviaría la carga puesta sobre mis hombros. Junto con ese convencimiento vino una sensación de desesperanza, de rebelión impotente ante la sinrazón del asunto. Había docenas de hombres tan malos como yo, a quienes el castigo les había sido reservado para el otro mundo; sentí que era amarga y cruelmente injusto que sólo a mí se me escogiera para destino tan espantoso. Al cabo de un tiempo aquel estado de ánimo dio lugar a otro, en el cual parecía que el carrito y yo fuéramos las únicas realidades en el mundo de sombras: que Kitty era un fantasma; que Mannering, Heatherlegh y los demás hombres y mujeres que conocía eran todos fantasmas; y las grandes y grises colinas sombras vanas, creadas para torturarme. Pasando de un humor a otro, por siete fatigantes días me revolví en todas direcciones; mi cuerpo se fortalecía cada día más, hasta que el espejo de la habitación me dijo que había vuelto yo a la vida cotidiana y era, de nuevo, como los otros hombres. Cosa bastante curiosa, mi rostro no mostraba señales de la lucha ocurrida. Estaba pálido, desde luego, pero tan falto de expresión y tan común y corriente como siempre. Esperaba ver alguna alteración permanente, alguna prueba visible de la enfermedad que me consumía. Nada hallé.

El 15 de mayo dejé la casa de Heatherlegh a las once de la mañana. Mi instinto de soltero me llevó al club. Descubrí que todos conocían mi historia en la versión de Heatherlegh, y se mostraron, con desmañadas maneras, desusadamente amables y atentos No obstante, comprendí que, el resto de mi vida natural, estaría entre ellos, pero no sería de ellos, y envidié con amargura suma a los risueños culies del Mall. Almorcé en el club y, a las cuatro, anduve sin propósito fijo por el Mall, con la vaga esperanza de tropezar con Kitty. Cerca del quiosco para la banda se me unieron las libreas en blanco y negro, y escuché a mi lado el consabido llamado de la señora Wessington. Lo venía esperando desde que salí, y lo único que me sorprendió fue cuánto tardó en presentarse. El carrito fantasma y yo caminamos en silencio, uno junto al otro, por el camino de Chota Simla. Cerca del bazar, Kitty y un hombre, a caballo, nos alcanzaron y dejaron atrás. Si me atengo a la actitud de ella, bien podría haber sido yo un perro de la calle. Ni siquiera me ofreció el cumplido de acelerar el paso, que en la lluviosa tarde habría sido una buena excusa.

Así, Kitty y su acompañante, tal como yo y mi fantasmal enamorada, dimos vuelta al Jakko en parejas. El camino fluía de agua, los pinos desbordaban como desagües sobre las rocas y el aire estaba lleno de una lluvia fina y violenta. Dos o tres veces me sorprendí diciéndome casi en voz alta: «Soy Jack Pansay, de permiso en Simla, en Simla. En la Simla de todos los días, en la Simla ordinaria. No debo olvidar esto, no debo olvidar esto.» Entonces trataba de recordar algunas de las hablillas escuchadas en el club: los precios que fulano de tal pedía por sus caballos.., de hecho, cualquier cosa relacionada con el mundo anglo-indio cotidiano que tan bien conocía. Incluso me repetí con premura las tablas de multiplicar, para asegurarme de que no estaba perdiendo los sentidos. Me consoló mucho, e incluso debió impedirme por un tiempo escuchar a la señora Wessington. Una vez más subí lentamente la cuesta del convento y entré al camino recto. Aquí Kitty y el hombre tomaron el paso largo y quedé a solas con la señora Wessington. «Agnes», dije, «¿quieres bajar el toldo y explicarme de qué se trata?» La capota bajó silenciosamente y quedé cara a cara con mi fenecida y enterrada amante. Llevaba puesto el vestido en que la vi por última vez viva; en la mano derecha tenía el mismo pañuelo diminuto y, en la izquierda, el mismo tarjetero. (Una mujer muerta ocho meses antes ¡con un tarjetero!) Tuve que asirme a las tablas de multiplicar y sujetarme con ambas manos al parapeto de piedra del camino para asegurarme de que al menos todo eso era real.

—Agnes —repetí—, por el amor de Dios dime lo que significa todo esto.

La señora Wessington se inclinó hacia adelante, con ese gesto de la cabeza rápido y peculiar que tan bien le conocía, y habló.

Si mi relato no hubiera sobrepasado ya, tan locamente, los límites de toda credulidad humana, debería pedir disculpas en este momento. Como sé que nadie —ni siquiera Kitty, para quien lo escribo como una especie de justificación de mi conducta— me creerá, continuaré. La señora Wessington habló, y caminé con ella del camino de Sanjowlie hasta la desviación junto a la casa del general en jefe, tal como podría haber caminado al lado del carrito de cualquier mujer viva, hundido en profunda conversación. La segunda y más atormentadora de mis condiciones de enfermo se había apoderado súbitamente de mí y, como el príncipe en el poema de Tennyson, «parecía moverme en un mundo de fantasmas». En casa del general en jefe se había dado una reunión, y los dos nos unimos a la multitud que se encaminaba a sus casas. Al mirarlos, pensé que ellos eran las sombras —sombras impalpables, fantásticas—, que se apartaban para dejar pasar el carrito de la señora Wessington. No puedo —en realidad, no me atrevo a— contar lo que dijimos en el transcurso de aquella entrevista sobrenatural. Por todo comentario Heatherlegh habría reído brevemente y comentado que «estuve coqueteando con una quimera creada por el cerebro-ojo-estómago». Fue una experiencia espantosa y, sin embargo, de algún modo indefinible, maravillosamente apreciable. ¿Será posible, me pregunté, que vaya a cortejar en esta vida, una segunda vez, a la mujer que maté con mis descuidos y crueldades?

Tropecé con Kitty en el camino a casa: una sombra entre sombras.

Si describiera todos los incidentes de los quince días siguientes en el orden que ocurrieron, nunca terminaría mi relato y agotaría la paciencia de ustedes. Una mañana tras otra, un atardecer tras otro, el carrito fantasma y yo paseábamos juntos por todo Simla. Fuera adonde fuere, las cuatro libreas en negro y blanco me seguían, dándome compañía desde y hasta mi hotel. En el teatro, los encontraba en medio de la aullante multitud de jhampanies; en el porche del club tras una larga velada de whist; en el baile, esperando pacientemente mi salida; a plena luz del día cuando iba de visita. Excepto que no producía una sombra, el carrito era, en todos los sentidos, tan real de ver como uno de madera y hierro. De hecho más de una vez hube de contenerme para no advertir a un amigo lanzado al galope que estaba por chocar contra él. Más de una vez caminé Mall abajo en honda conversación con la señora Wessington, para indescriptible asombro de los transeúntes. Antes de que hubiera pasado una semana de mi regreso, supe que la teoría de los «ataques» había sido descartada en favor de una locura. Sin embargo, en nada cambié mi modo de vida. Fui de visita, paseé a caballo y cené fuera tan a menudo como antes. Tenía por la sociedad de mi clase una pasión como jamás la había sentido; ansiaba verme entre las realidades de la vida; al mismo tiempo, me sentía vagamente infeliz cuando por un lapso demasiado largo me veía separado de mi fantasmal compañía. Sería casi imposible describir los estados de ánimo variables por que pasé del 15 de mayo a la fecha.

La presencia del carrito me llenaba, por etapas, de horror, de miedo ciego, de una especie de placer apagado y de completa desesperación. No me atrevía a dejar Simla; sabía a la vez, que mi estancia allí me mataba. Sabía, además, que mi destino era morir lentamente, un poco cada día. Mi única obsesión era concluir con el castigo lo más calladamente posible. Alternadamente, anhelaba ver a Kitty, y con divertido interés observaba sus coqueteos desaforados con mi sucesor o, para hablar con mayor precisión, mis sucesores. Era tan ajena a mi vida como yo a la suya. De día vagaba con la señora Wessington, casi satisfecho. De noche, imploraba al cielo que me permitiera volver al mundo de antaño. Y por encima de esos estados de ánimo variables flotaba la sensación de un pasmo apagado y adormecedor porque lo visible y lo invisible se mezclaban de un modo tan extraño en este mundo para llevar a la tumba a una pobre alma. Agosto 27. Heatherlegh se ha mostrado infatigable en los cuidados que me presta; apenas ayer me dijo que debería solicitar un permiso por enfermedad. ¡Un permiso para escapar de la compañía de un fantasma! ¡Una petición para que el gobierno me permita graciosamente librarme de cinco fantasmas y de un carrito incorpóreo yéndome a Inglaterra! La propuesta de Heatherlegh me hizo caer en una risa casi histérica. Le dije que esperaría el fin tranquilamente en Simla, y estoy seguro de que ese fin no se encuentra muy lejano. Créanme, temo su llegada más de lo que pueda expresar palabra alguna, y noche a noche me torturo con mil especulaciones acerca de cómo moriré.

¿Moriré en mi cama decentemente, como corresponde a un caballero inglés? ¿Ocurrirá que en un último paseo por el Mall me arrancarán el alma, colocándola para siempre jamás al lado de ese fantasma espeluznante? En el otro mundo ¿volveré a la relación perdida o me uniré a Agnes odiándola, atado a ella por toda la eternidad? ¿Rondaremos ambos, por el escenario en donde transcurrieron nuestras vidas, hasta la terminación del tiempo? Según se acerca el día de mi muerte, crece en intensidad el horror profundo que toda carne viviente siente por todo espíritu escapado de la tumba. Es una cosa terrible hundirse rápidamente entre los muertos cuando apenas se ha completado una mitad de la vida. Mil veces más terrible es esperar, como yo lo hago en medio de ustedes, por no sé cuál terror inimaginable. Compadézcanme, aunque sólo sea en razón de mi «ilusión», pues bien sé que jamás creerán lo escrito aquí. Pero si alguna vez un hombre fue llevado a la muerte por los poderes de las tinieblas, ese hombre soy yo. Para, además, ser justos, compadézcanla. Porque tan seguro como alguna vez un hombre haya matado a una mujer, yo maté a la señora Wessington. Y la última parte de mi castigo comienza a caer sobre mí.

 

Robert Louis Stevenson: Markheim. Cuento

robert-louis-stevenson-Sí-dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados-y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso-continuó-recojo el beneficio debido a mi integridad. Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza. El anticuario rió entre dientes. -Viene usted a verme el día de Navidad-continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello. El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó: -¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego! Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror. -Esta vez-dijo-está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama-continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse. A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo. -De acuerdo, señor-dijo el anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama-continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista. El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo. -Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea. -¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no? Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible. -¿Y usted me pregunta por qué no?-dijo-. Basta con que mire aquí…, mírese en él… ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta… ni a ningún hombre. El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes. -La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor-dijo el anticuario. -Le pido-replicó Markheim-un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras… ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo. El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad. -¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario. -¿No es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo? -Voy a decirle lo que es en realidad-empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama. -¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello. -Yo-exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo? ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo? -¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos ! -Sólo tengo una cosa que decirle-respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda! -Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa. El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar eI espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes. -Esto, quizá, resulte adecuado-hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un manojo de trapos. El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido. De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental para el asesino. Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas-una tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres. El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Amsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd. El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa. Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos…, era consciente, inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio. A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra? Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante. Aquello era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves. Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas. Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más leve rastro. Con esto, después de apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la puerta de par en par. La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías. En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia. Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles. Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió. El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar. -¿Me llamaba?-preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta. Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de Dios. Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de extraordinario. Markheim no contestó. -Debo advertirle-continuó el otro-que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de vuelta. Si Mr. Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias. -¿Me conoce usted?-exclamó el asesino. El visitante sonrió. -Hace mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con frecuencia. -¿Quién es usted?-exclamó Markheim-: ¿el Demonio? -Lo que yo pueda ser-replicó el otro-no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle. -¡Sí que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no! -Le conozco-replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos. -¡Me conoce!-exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control…, si se les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy. -¿Ante mí?-preguntó el visitante. -Sobre todo ante usted-replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mi con caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo? -Se expresa usted con mucho sentimiento-fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero? -¿A qué precio?-preguntó Markheim. -Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro. Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria. -No -dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal. -No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte-hizo notar el visitante. -¡Porque no cree usted en su eficacia! exclamó Markheim. -No diría yo eso-respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de esperanza. -Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente misma del bien? -El asesinato no constituye para mí una categoría especial-replicó el otro-. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim. -Voy a abrirle mi corazón-contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi destino. -Va usted a usar el dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado, ¿no a perdido usted allí anteriormente varios miles? -Sí-dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura. -También perderá esta vez-replicó, calmosamente, el visitante. -¡Me guardaré la mitad!-exclamó Markheim. -También la perderá-dijo el otro. La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor. -Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos. Pero el visitante alzó un dedo. -Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía retroceda?… ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo. -Es verdad-dijo Markheim con voz ronca-que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a lo que les rodea. -Voy a hacerle una pregunta muy simple-dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo? -¿En algún aspecto particular?-repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No-añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo. -Entonces-dijo el visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito. Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio. -Siendo ésa la situación-dijo-, ¿debo mostrarle el dinero? -¿Y la gracia?-exclamó Markheim. -¿No lo ha intentado ya?-replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza? -Es cierto-dijo Markheim-; y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy. En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud. -¡La criada!-exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe! Markheim miró fijamente a su consejero. -Si estoy condenado a hacer el mal-dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad…, puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor. Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental… el escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en impaciente clamor. Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa. -Será mejor que avise a la policía-dijo-: he matado a su señor.

Charles Dickens: La casa encantada. Cuento

Casa encantadaLa casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable, que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido, pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal. La forma en que yo la vi fue la siguiente.

Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino para ver la casa. Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente, demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable (que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable. La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro, así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de viaje y le dije:

-Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? -pues en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.

El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí, como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:

-¿En usted, señor… B.?

-¿B, señor? -pregunté yo a mi vez, calentándome. -No tengo nada que ver con usted, señor -replicó el caballero-. Le ruego que me escuche… O. Enunció esta vocal tras una pausa, y la anotó.

Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.

-Espero que me excuse -dijo el caballero con, tono despreciativo-, si me encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par-, preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi tiempo, en una relación espiritual.

-¡Ah! -exclamé yo con cierta acritud.

-Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje -siguió diciendo el caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno-: «las malas comunicaciones corrompen las buenas maneras».

-Es sensato -intervine yo-. ¿Pero te es absolutamente nuevo?

-Es nuevo viniendo de los espíritus -contestó el caballero.

Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser favorecido con el conocimiento de la última comunicación.

-Un pájaro en mano vale más que dos en el busque -anunció el caballero leyendo con gran solemnidad su última anotación.

-Soy, verdaderamente, de la misma opinión -comenté yo-. Pero ano debería ser bosque?

-A mí me llegó busque -replicó el caballero. Luego el caballero me informó que en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.

-Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos.

¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus, aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera que a usted le sea cómodo el viaje.

También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica: «estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté lo bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas maneras. John Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses. Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas nubes y vapore por el aire libre del cielo.

Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa y me detuve para examinarla atentamente. Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jorges. Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían reparado, sin gastar mucho dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera barata porque lo habían hecho superficialmente, por lo que aunque los colores se mantuvieran frescos, la pintura y la escayola se estaban cayendo ya. Un tablero colgado sobre el muro del jardín, y más inclinado por un lado que por el otro, anunciaba que «se alquila en condiciones muy razonables, bien amueblada».

Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los árboles, y en particular había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que las volvía excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy mal elegida. Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el pueblo, hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia situado a menos de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción natural era que tenía fama de ser una casa encantada. Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan solemne como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme muy temprano y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del desayuno, y en esas ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y soledad que me rodea. Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de estar rodeado por rostros familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos que nos son más queridos y que más nos quieren se sienten profundamente inconscientes de nosotros, en un estado impasible que anticipa esa condición misteriosa a la que todos tendemos: la vida detenida, los hilos rotos del ayer, el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación que ha sido abandonada sin que estuviera terminada… todo imágenes de la muerte. La tranquilidad de esa hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa misma asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser más nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso del rostro gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto juvenil Además, en esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y bien, y no dijo nada, pero le vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda, en un silla que hay junto a mi cama. Reposaba la cabeza en su mano y no pude averiguar si estaba dormitando c apesadumbrado. Sorprendido de verle allí, me enderecé en la cama, cambié de posición, salí de ella, le observé. Como él no se moviera, me alarmé y la puse una mano en el hombro, o lo que yo pensaba que lo era… pero no había nada.

Por todas estas razones, y también por otras que no es tan fácil explicar brevemente, la primera hora de la mañana me resulta la más fantasmagórica. En ese momento cualquier casa me parece encantada en mayor o menor medida; y una casa encantada difícilmente puede parecérmelo más en otro momento. Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré con el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el desayuno y saqué el tema de la casa.

-¿Está hechizada? -pregunté.

El posadero me- miró, sacudió la cabeza y respondió:

-Yo no digo nada. -¿Entonces lo está?

-¡Bueno!… Yo no dormiría en ella -me espetó el posadero en un arranque de franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.

-¿Y por qué no?

-Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las tocara; y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en ellas; y escuchar todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues bien, entonces sí dormiría en esa casa -explicó el posadero.

-¿Han visto a alguien allí?

El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación, gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.

El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo y redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda, nariz vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y botones d madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo podaba a tiempo, de taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.

-Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos -dijo el posadero.

-Mujer capuchada con bullo -explicó lkey con gran viveza.

-¿Quiere decir «armando bulla», gritando? -No, señor, un pájaro.

-Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?

-Vi al bullo.

-¿Y nunca a la mujer?

-No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.

-¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?

-¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Quiénes?

-¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Por ejemplo el tendero que está abriendo tienda allí enfrente?

-¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor! -comentó el joven con considerable fuerza-. No es muy listo, Perkins no es, pero no es tan tonto como eso.

(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)

-¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?

-¡Vaya! -exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra se rascaba la cabeza-. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.

Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un ataque y se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también que un personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo tuerto, que responde al nombre de Joby, a menos que le desafiaras llamándole por su apodo, Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así, ocúpate de tus asuntos», se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o seis veces. Pero esos testigos no pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero estaba en California y el último, tal como dijo Ikey (y confirmó el posadero), estaría en cualquier parte. Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran juicio y el cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la audacia de pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo reconciliar las puertas que golpean, las campanas que suenan, los tablones del suelo que crujen, e insignificancias semejantes, con la majestuosa belleza la analogía penetrante de todas las reglas divinas que se me ha permitido entender, de la misma forma que tampoco había podido, poco antes, uncir la relación espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente. Además, había vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella un antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por esa causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar que la casa tenía una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y poseía en una habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a cualquier hora, y junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría Amablemente le sugerí al posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella casa tenía mala reputación, razoné con él, diciéndole que cuántas cosas tienen mala fama inmerecidamente, y lo fácil que manchar un nombre, y que si no creía que si él y empezábamos a murmurar persistentemente por pueblo que cualquier viejo calderero borracho de vecindad se había vendido al diablo, con el tiempo sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa prudente conversación resultó absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que confesar que fue el mayor fracaso que he tenido en mi vida.

Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y estaba ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí las llaves de manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que regenta la oficina de correos y está sometido a una rigurosísima esposa perteneciente a la secta de la segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a la casa asistido por mi posadero y por Ikey. El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal construida, mal planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de podredumbre, había en ella un olor a ratas y era triste víctima de esa decadencia indescriptible que se apodera de toda obra hecha con manos humanas cuando ésta ya no recibe la atención del hombre. Las cocinas y habitaciones auxiliares eran demasiado grandes y se encontraban demasiado alejadas unas de otras. Por encima y por debajo de las escaleras, pasillos estériles se cruzaban entre las zonas de fertilidad que representaban las habitaciones; y había un viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto como una trampa asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la doble fila de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro con descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que más sonaba.

-¿Quién era el Amo B.? -pregunté-. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho ululaba?

-Tocaba la campana -contestó Ikey.

Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y desagradable que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas tenían escrito el nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables: como «habitación del cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj», etcétera, Siguiendo hasta su origen la campana del Amo B., descubrí que el joven caballero sólo tuvo un acomodo de tercera categoría en una habitación triangular bajo el desván, con una chimenea esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que ser muy bajito para poder ser capaz de calentarse con ella, y una parte frontal piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El empapelado de un lado de la habitación se había venido abajo totalmente llevándose con él trozos de escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que el Amo B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería. No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con escasez. Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la casa; lo demás pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para negociar sobre la casa me enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la ciudad. Fui ese mismo día y la alquilé por seis meses.

A mediados de octubre me mudé allí con mi hermana soltera (me puedo permitir decir que tiene treinta y ocho años, pues es muy hermosa, sensata y emprendedora). Llevamos con nosotros a un mozo de caballos sordo, mi sabueso Turk, dos sirvientas y a una joven a la que le llamaban Chica Extraña. Tengo razones para citar a la última de la lista, miembro de las Huérfanas de la Unión de San Lorenzo, pues resultó un error fatal y un compromiso desastroso. El año estaba muriendo pronto, las hojas caían rápidamente, y fue un día frío cuando tomamos posesión de la casa, cuya tristeza resultaba de lo más deprimente. La cocinera (una mujer amable, pero de débil capacidad intelectual) rompió a llorar al contemplar la cocina y pidió que su reloj de plata se le entregara a su hermana (Tuppintock’s Gardens, Ligg’s Walk, Clapham Rise) en el caso de que le sucediera algo por la humedad. La doncella, Streaker, fingió alegría, pero era la mayor mártir de todas. La Chica Extraña, que nunca había estado en el campo, fue la única que quedó complacida y tomó las disposiciones necesarias para sembrar una bellota en el jardín, detrás de un roble, cerca de la ventana del fregadero.

Antes de oscurecer habíamos pasado por todas las desgracias naturales (en oposición a las sobrenaturales), lógicas de nuestro estado. Informes desesperanzadores subían (como el humo) desde el sótano porque no había rodillos, tampoco salamandra (lo que no me sorprendió porque no sé lo que es), no había nada en la casa, y lo que había estaba roto, pues sus últimos habitantes debieron vivir como cerdos… ¿cuál sería el significado de lo que había dicho el posadero? A pesar de todos estos males, la Chica Extraña se mostró alegre y ejemplar. Pero cuatro horas después de oscurecer ya habíamos entrado en una cavidad sobrenatural y la Chica Extraña había visto «ojos» y estaba histérica. Mi hermana y yo acordamos reservar el encantamiento estrictamente para nosotros, y mi impresión era, y sigue siendo, que yo no tenía que dejar que lkey, cuando ayudaba a descargar la carreta, se quedara a solas con ninguna de las mujeres ni siquiera un minuto. Sin embargo, tal como dije, la Chica Extraña había «visto ojos» (no pudimos sacarle ninguna otra explicación) antes de las nueve, y a las diez ya le habíamos aplicado tanto vinagre como para adobar un buen salmón. Dejo al inteligente lector que juzgue por sí mismo mis sentimientos cuando, tras estas circunstancias indeseables, hacia las diez y media la campanilla del Amo B. empezó a sonar de la manera más furiosa y Turk se puso a aullar hasta que la casa entera resonó con sus lamentaciones.

Espero no volver a encontrarme nunca en un estado mental tan poco cristiano como aquel en el que viví durante unas semanas en relación con la memoria del Amo B. No sé si su campanilla sonaba por causa de las ratas, o los ratones, los murciélagos, el viento o cualquier otra vibración accidental, a veces por una causa y a veces por otra, y otras veces por la unión de varias de ellas; pero lo cierto es que sonaba dos noches de cada tres, hasta que concebí la feliz idea de retorcerle el cuello al Amo B. -en otras palabras, cortar su campanilla-, silenciando a ese caballero, por lo que sé y creo, para siempre. Pero para entonces la Chica Extraña había desarrollado tal progreso en su capacidad cataléptica que había llegado a convertirse en un ejemplo brillante de ese desgraciado trastorno. En las ocasiones más irrelevantes se quedaba rígida como un Guy Fawkes privado de razón. Me dirigía a los criados de una manera lúcida señalándoles que había pintado la habitación del Amo B., y quitado el papel, que había quitado la campanilla del Amo B. evitando que sonara, y que puesto que podían suponer que ese confundido muchacho había vivido y muerto, revistiéndose de una conducta no mejor que la que incuestionablemente le habría llevado a un estrecho conocimiento entre él y las partículas más afiladas de una escoba de abedul, en su actual e imperfecto estado de existencia, ¿no podían suponer también que un simple y pobre ser humano, como era yo, fuera capaz de esos despreciables medios de contrarrestar y limitar los poderes de los espíritus descarnados del muerto, o de cualquier otro espíritu? Diría que en esos discursos me volvía enfático y convincente, por no decir bastante complaciente, hasta que sin razón alguna la Chica Extraña se ponía de pronto rígida desde los dedos de los pies hacia arriba, y miraba entre nosotros como una estatua petrificada de la parroquia.

También Streaker, la doncella, tenía un incomodísimo atributo de la naturaleza. Soy incapaz de decir si era de un temperamento inusualmente linfático o qué otra cosa le sucedía, pero esta joven se convertía en una simple destilería dedicada a la producción de las más grandes y transparentes lágrimas que he visto nunca. Unido a estas características se daba en esas muestras lacrimosas una peculiar tenacidad de agarre, por lo que en lugar de caer quedaban colgando de su rostro y nariz. En esas condiciones, y sacudiendo suave y deplorablemente la cabeza, su silencio me afectaba más de lo que lo habría hecho el admirable Crichton en una disputa verbal por una bolsa de dinero. También la cocinera me cubría siempre de confusión, como si me colocara un vestido, terminando la sesión con la protesta de que el río Ouse la estaba desgastando y repitiendo dócilmente sus últimos deseos con respecto al reloj de plata. Por lo que respecta a nuestra vida nocturna, estaba entre nosotros el contagio de la sospecha y el miedo, y no existe tal contagio bajo el cielo. ¿La mujer encapuchada? De acuerdo con los relatos estábamos en un verdadero convento de mujeres encapuchadas. ¿Ruidos? Con ese contagio abajo, yo mismo me quedaba sentado en el triste salón escuchando, hasta haber oído tantos y tan extraños ruidos que hubieran congelado mi sangre de no ser porque yo mismo la calentaba saliendo a hacer descubrimientos. Pruebe el lector a hacerlo en la cama en la quietud de la noche; pruébelo cómodamente frente a su chimenea, en la vida de la noche. Puede encontrar que cualquier casa está llena de ruidos hasta llegar a tener un ruido para cada nervio de su sistema nervioso.

Repito que el contagio de la sospecha y el miedo estaba entre nosotros, y que no existe ese contagio bajo el cielo. Las mujeres (que tenían todas la nariz en un estado crónico de excoriación de tanto oler sales) estaban siempre listas y preparadas para un desmayo, y bien dispuestas a hacerlo a la mínima. Las dos mayores destacaban a la Chica Extraña en todas las expediciones que se consideraban muy arriesgadas, y ella establecía siempre la fama de que la aventura lo había merecido regresando en estado cataléptico. Si después de oscurecer la cocinera o Streaker subían, sabíamos que acabaríamos por escuchar un golpe en nuestro techo; y eso sucedía con tanta frecuencia que era como si andara por la casa un luchador administrando un toque de su arte, una llave que creo que se llama «el subastador», a toda criada con la que se encontraba. Era inútil hacer nada. Era inútil asustarse, por el momento y por uno mismo, por causa de un búho auténtico, y luego enseñar el búho. Era inútil descubrir, tocando accidentalmente una discordancia en el piano, que Turk siempre aullaba en determinadas notas y combinaciones. Era en vano ser un Radamanto de las campanas, y si una desafortunada campana sonaba sin cesar, echarla abajo inexorablemente y silenciarla. Era en vano dejar que el fuego subiera por las chimeneas, lanzar antorchas al pozo, entrar furiosamente a la carga en las habitaciones y habitáculos sospechosos. Cambiamos de servidumbre y la cosa no mejoró. La nueva escapó, y llegó una tercera sin que mejorara nada. Finalmente, el cuidado confortable de la casa llegó a estar tan desorganizado y echado a perder que una noche, abatido, le dije a mi hermana:

-Patty, empiezo a desesperar de que consigamos criados que vengan aquí con nosotros, y creo que deberíamos abandonar.

Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:

-No, John, no abandones. No te des por vencido, John. Hay otro modo.

-¿Y cuál es? -pregunté yo.

John, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos de nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.

-Pero las criadas -dije yo.

-No las tengamos -contestó audazmente mi hermana.

Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en la vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de los criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré dubitativamente.

-Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas a otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; -comentó mi hermana.

-Con la excepción de Bottles -comenté yo el tono meditativo.

(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro ejemplo en Inglaterra.)

-Evidentemente, John -asintió mi hermana-. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba eso?

Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.

Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las noches a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más compañía que un aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como un hecho digno de recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin anunciar en el camino de Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el aventador me cruzaría el cuerpo. Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo de los numerosos alborotos que montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se había sentado a tomar su cena mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña se volvía de mármol, y lo único que hacía era coger otra patata o aprovecharse de la desgracia general para servirse más ración de pastel del carne.

-Y por ello -siguió diciendo mi hermana-, descarto a Bottles. Y considerando, John, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para que la podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que sucede.

Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a poner en marcha su plan con el mayor ardor. Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el mes cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa encantada. Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara en la casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo dejé en la perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al pueblo que cualquiera que se pusiera delante del perro no debía esperar separarse de él sin un mordisco en la garganta. Luego, de modo casual, pregunté a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.

-Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla -respondió él, y yo le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.

-Es una de verdad, señor -dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón que unos años antes había comprado en Nueva York-. No hay ningún error sobre ella, señor.

-Ikey-le dije yo-. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.

-¿No, señor? -susurró abriendo codiciosamente los ojos-. ¿La mujer capuchada, señor?

-No se asuste -repliqué yo-. Era una figura bastante parecida a usted.

-¡Dios mío, señor!

-¡Ikey! -exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que afectuosamente-. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo haré con esta escopeta si vuelvo a verla!

El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así, estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No es necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás, del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier cuestión de este tipo

Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio, en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo, asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después, solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera que lo rompiéramos.

En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del reloj. Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras.

 

Juan Rulfo: Talpa. Cuento

Juan Rulfo Talpa CuentoNatalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo», dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.

Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvarera; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.

Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
“… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios…”
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.

Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

H.P. Lovecraft: El morador de las tinieblas. Cuento

lovecraftLas personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence -con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él -había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario. No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y -sobre todo- el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo -hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras- dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal. El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina -College Hill- inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.

El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas -ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio- miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él. Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador.

Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos -El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños. Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros.

Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche. De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815. A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.

En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños. A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta, flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida. De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida.

De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha. Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones. Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.

La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela -cerrada con candado- a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir. Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.

Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O’Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche. Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.

El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.

Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.

En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles… de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado. Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.

Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante. Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondu oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.

En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.

Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes equívocas en la antigüedad -símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco-, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto. Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era él, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?

Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.

La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.

Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales -curiosamente diseñados- a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.

Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.

Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:

El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos. El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844. 97 fieles a finales de 1845. 1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente. 7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre. La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos. El padre O’Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos. Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular. Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente. Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.

Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido. 6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle. Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril. En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr… y demás miembros. 181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.

Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877 Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos. Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.

Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca. A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.

Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas. Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión… y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía percibir en la distancia.

Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.

En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.

A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.

En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse. Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas.

Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior. Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.

La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake -aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores- fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo. Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.

De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones -durante las tormentas- telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.

En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche. En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra. Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota -Azathoth, Señor de Todas las Cosas- circundado por una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.

Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad. En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.

Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.

La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible. Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente -a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro- la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.

Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.

Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia -muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental-. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción… cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.

Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre. Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.

Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados. Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.

Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.

El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.

Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar: La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos.

¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente. Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz. A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos! ¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final. Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.

Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.

¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.

H.P. Lovecraft: La decisión de Randolph Carter. Cuento

La decisión de Randolph CarterLes repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso -y casi espero- que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla -deseo fervientemente que así haya sido-, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra -o alguna innombrable criatura que no me es posible describir-, podrían contar.

Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los sobrenaturales estudios de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace -volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo-, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.

Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo -con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes-; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso.

Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas; y bajo sus rayos trémulos y tenues puede distinguir un repulsivo panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros musgosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana.

La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado.

La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un tufo de gases miasmáticos tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:

-Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior -dijo-, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de tan frágiles nervios como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya te digo que no te puedes imaginar cómo son realmente estas cosas! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!

Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.

Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente.

Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido:

-¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!

No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:

-¡Carter, es terrible…, monstruoso…, increíble!

Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un aluvión de excitadas preguntas. Aterrado, seguí repitiendo:

-¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?

De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación:

-¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo… ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así!

Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:

-¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!… ¡Rápido! Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!

Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren:

-¡Esfúmate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y esfúmate, Carter!

Aquella jerga infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:

-¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!

Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación:

-¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa es mía. Pon la losa y corre… ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya!

El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.

-¡Rápido…, antes de que sea demasiado tarde!

Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror.

-¡Carter…, apúrate! Es inútil…, debes irte…, mejor uno solo que los dos… la losa…

Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren:

-Ya casi ha terminado todo… No me hagas esto más difícil todavía… Cubre esa escalera maldita y salva tu vida… Estás perdiendo tiempo… Adiós, Carter…, nunca te volveré a ver.

Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos…

-¡Malditas sean estas criaturas infernales…, son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!

Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:

-¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?

Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:

-¡Warren!, ¿estás ahí?

Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa -aquella voz-, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más… La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba las sombras amorfas necrófagas, bajo una maldita luna menguante.

Y esto fue lo que dijo:

-¡Tonto, Warren ya está MUERTO!

Horacio Quiroga: El almohadón de plumas. Cuento

el almohadon de plumasSu luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

H.G. Wells: La verdad acerca de Pyecraft. Cuento

hgwellsEstá sentado a unos diez metros de mi. Si miro por encima del hombro puedo verlo. Y si nuestras miradas se encuentran —lo que generalmente sucede— advierto en él una expresión…

Es más que nada una mirada implorante… y no obstante suspicaz.

¡Al diablo con su suspicacia! Si hubiera querido delatarlo, tendría que haberlo hecho hace rato. No, señor, no lo haré, y él debería tranquilizarse. Tanto como pueda estarlo algo tan gordo y grueso como él. ¿Quién me creería si yo hablara?

¡Pobre Pyecraft! ¡Enorme gelatina incómoda! El socio más gordo de cualquier club de Londres.

Se sienta junto a una de las mesitas que hay en el amplio espacio que rodea la chimenea, y engulle. Pero, ¿qué es lo que engulle? Observo discretamente y le descubro mordiendo un bollo caliente con mantequilla, con sus ojos clavados en mí. ¡Maldito sea!, ¡sus ojos clavados en mí!

¡Eso resuelve el problema, Pyecraft! Puesto que quieres ser abyecto, puesto que quieres actuar como si yo no fuera un hombre de honor, voy a escribirlo todo, la pura verdad sobre Pyecraft, aquí mismo, frente a tus ojos embutidos. Pyecraft, el hombre al que ayudé, al que protegí, y que me lo agradeció transformando mi club en un lugar insoportable, absolutamente insoportable, con su súplica líquida. Con su perpetuo «no lo diga» en la mirada.

Además, ¿por qué está eternamente comiendo?

Pues bien, ¡aquí va la verdad, toda la verdad y nada mas que la verdad!

Pyecraft. Trabé relación con él en este mismo salón para fumadores Yo era un nuevo miembro, joven y nervioso, y él lo percibió. Yo estaba sentado, completamente solo, deseando poder conocer a otros miembros, cuando de pronto llegó él, una masa bamboleante de papada y abdomen, se acercó y, mascullando un saludo, se sentó en una silla cercana; jadeó unos instantes, raspó varias veces un fósforo y, tras encender un cigarro, se dirigió a mí. No recuerdo qué me dijo en-¡onces —algo acerca de las cerillas, que no encendían bien—, después se dedicó a detener a todos los camareros, uno por uno, y a comentarles lo de las cerillas con su voz fina y aflautada. Como fuera, comenzamos a conversar a propósito de algo por el estilo.

Habló sobre varias cosas hasta que se tocó el tema de los juegos De allí, derivó a mi figura y al color de su tez,

—Usted debe ser un buen jugador de críquet —dijo.

Admito que soy un individuo delgado, lo que algunos llamarían enjuto, y además mas bien moreno: no me avergüenzo de tener una bisabuela india, pero en cualquier caso no me entusiasma la idea de que un extraño la vea a ella reflejada en mí. De manera que, de entrada, me vi enfrentado a Pyecraft.

Pero hablaba de mí nada más que para llegar a hablar de él.

—Me imagino —dijo— que no hará usted más ejercicio que yo, y probablemente no comerá usted menos. (Como toda la gente excesivamente obesa, él imaginaba que no comía nada.) No obstante —y esbozó una sonrisa torcida—, somos distintos.

Y entonces comenzó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que hacía por su gordura y todo lo que haría por su gordura; lo que le habían aconsejado hacer por su gordura y lo que se había enterado que otros hacían por una gordura como la suya.

—A priori —dijo—, uno creería que un problema de nutrición podría resolverse con dietética y uno de asimilación, con medicamentos.

Era asfixiante. Un parloteo indigesto. De sólo oírlo me sentía hinchado.

En un club, de vez en cuando hay que tolerar este tipo de cosas, pero llegado un momento me pregunté si no estaba aguantando demasiado. Simpatizaba conmigo de un modo demasiado ostensible. Nunca podía entrar en-el salón de fumadores sin que se arrastrara hasta mí, y en ocasiones me asediaba, sin abandonar su glotonería, mientras yo almorzaba. A veces parecía estar como colgado de mí. Era un pesado, pero no tan temible como para limitarse a mí, y desde un principio advertí en él la convicción —como si supiera, como si penetrara en el hecho de que yo podía— de que yo representaba una ocasión remota, excepcional, que nadie más le ofrecía.

Era como si se estuviera diciendo: «Daría cualquier cosa por lograrlo, cualquier cosa», y me miraba atentamente detrás de sus vastas mejillas y su jadeo.

¡Pobre Pyecraft! Acababa de llamar al camarero, sin duda para pedir otro bollo con mantequilla.

Un día, por fin, abordó el tema,

—Nuestra farmacopea —dijo— no es ni por asomo la última palabra en la ciencia médica. Me han dicho que en Oriente…

Se detuvo y me observó. Era como estar en un acuario.

Logró enojarme casi de inmediato:

—Vamos a ver —le dije—, ¿quién le ha hablado a usted de las recetas de mi bisabuela?

—Bueno… —se defendió.

—Durante una semana, cada vez que nos hemos encontrado —y eso ha ocurrido con bastante frecuencia— usted ha hecho alguna alusión más o menos abierta a ese secretillo mío.

—Bueno —me contestó—, ahora que ya hemos levantado la liebre, pues sí, lo admito, así es. Lo supe por…

—¿Por Pattison?

—Indirectamente —dijo—, pero creo que mentía.

—Pattison —repliqué— se tragó esa tontería por su cuenta y riesgo.

Arqueó la boca y se inclinó levemente.

—Las recetas de mi bisabuela —expliqué— son raras para manejarlas. Mi padre casi me hizo prometer…

—¿No lo hizo?

—No. Pero me advirtió. Él mismo empleó una, en cierta ocasión.

—¡Ah!… ¿Pero usted cree…? Suponga… suponga que justamente era una que…

—Se trata de documentos curiosos —dije—. Hasta el olor que tienen. ¡No!

Pero llegado ese punto, Pyecraft estaba decidido a hacerme ir más lejos. Yo siempre abrigaba un cierto temor de que si abusaba de su paciencia se abalanzaría sobre mí de improviso y me ahogaría. Sé que fui débil. Pero Pyecraft también me fastidiaba. Había llegado a sentir por él una sensación que me impulsaba a decir: «Bueno, ¡arriésgate!» El asuntillo de Pattison, que he mencionado antes, era una cuestión completamente distinta. No viene al caso ahora, pero de todos modos yo sabía que la receta que empleé en esa ocasión era segura. Del resto no supe mucho más, y en general me inclinaba a dudar de que fueran completamente seguras.

Aun en el caso de que Pyecraft resultara envenenado…

Debo confesar que el envenenamiento de Pyecraft me impresionaba como una empresa grandiosa.

Aquella tarde cogí de mi caja de seguridad la curiosa cajita de sándalo, con su peculiar perfume, y desplegué las susurrantes hojitas de piel. El caballero que escribió las recetas para mi bisabuela era evidentemente aficionado a las pieles del más variado origen, y su letra era apretada en grado sumo. Algunas cosas me resultaban prácticamente ilegibles, pese a que mi familia, con sus asociaciones del Servicio Civil Indio, había mantenido el conocimiento del indostaní a través de generaciones; nada de lo escrito era cuestión de coser y cantar.

Pero al poco rato ya había encontrado la receta que buscaba, y me senté en el suelo para estudiarla con atención.

—Mire —le dije a Pyecraft al día siguiente, poniendo la hoja fuera de su alcance—. Según puedo entender, ésta es la receta para perder peso. («¡Ah!», dijo Pyecraft.) No estoy completamente seguro, pero creo que es ésta. Y si le interesa mi consejo, olvídese del asunto. Porque, en fin, usted sabe… yo he mancillado mi estirpe por su causa, Pyecraft… Además, por lo que sé, mis ancestros eran unos tipos bastante raros, ¿me entiende?

—Déjeme probarlo —repuso Pyecraft.

Me recliné en mi sillón. Mi imaginación realizó un inmenso esfuerzo, pero por fin se rindió dentro de mí.

—Por Dios, Pyecraft, ¿cómo cree usted que quedará cuando adelgace?

Permaneció impermeable a todo razonamiento. Le hice prometer que pasara lo que pasara nunca más me diría una palabra de su repugnante gordura, y le entregué aquella hojita de piel. —Es una porquería —dije. —No importa —respondió él, y la cogió. La miró con ojos desorbitados. —Pero… pero… —exclamó. Acababa de descubrir que no estaba en inglés. —Se la traduciré lo mejor que pueda —le dije. Hice lo que pude. Después de eso no hablamos durante un par de semanas. Cada vez que se me acercaba, le rechazaba frunciendo el ceño, y él respetó nuestro pacto; pero al cabo de una semana seguía tan gordo como siempre. Entonces volvió de nuevo a dirigirme la palabra.

—He de hablar con usted —dijo—. Algo no va bien. Debe haber algún error. No hace usted justicia a su bisabuela. —¿Dónde está la receta? La sacó con cuidado de la billetera. Recorrí con la vista los ingredientes. —¿El huevo estaba podrido? —pregunté. —No. ¿Tenía que estarlo?

—Eso —repuse— se da por supuesto en todas las recetas de mi querida bisabuela. Cuando no se especifica la calidad o condición, debe elegir la peor. Ella era así, cosas drásticas o nada… Pero existen una o dos alternativas para algunos de los ingredientes. ¿Tiene veneno fresco de crótalo?

—Conseguí el crótalo de Jamrach. Me costó… me costó…

—En cualquier caso eso es asunto suyo. En cuanto a esto último…

—Conozco a un hombre que…

—Sí. Ya lo sé. Bien, le pondré por escrito las alternativas. Por lo que conozco del idioma, la receta tiene unas faltas de ortografía atroces. Entre paréntesis, este perro que dice aquí probablemente deberá ser un perro pana.

Durante el mes siguiente vi a Pyecraft constantemente en el club, tan gordo y ansioso como siempre. Mantuvo el trato, pero a veces transgredía el espíritu de éste golpeándose la cabeza con un gesto de desaliento. Hasta que un día, en el guardarropa, me dijo:

—Su bisabuela..

—Ni una palabra contra ella —me apresuré a replicar.

Imaginé que había desistido, y le vi con tres nuevos miembros del club, un día, hablándoles de su gordura como si buscara nuevas recetas. Fue por aquel entonces, inesperadamente, cuando me llegó su telegrama.

—¡Señor Formalyn! —vociferó un mensajero en mis narices; cogí el telegrama y lo abrí inmediatamente.

Venga, por lo que más quiera. — Pyecraft.

—Mm —me dije, y sinceramente me sentía tan satisfecho con la rehabilitación de mi bisabuela que esto parecía anunciar, que lo celebré con un excelente almuerzo.

El portero me facilitó la dirección de Pyecraft. Vivía en los altos de una casa en Bloomsbury, y en cuanto terminé mi café y mi Chartreuse me dirigí hacia allí. No esperé a terminar el cigarro.

—¿Señor Pyecraft? —llamé, ante la puerta de entrada.

Me dijeron que creían que estaba enfermo; no había salido durante dos días.

—Él me espera —aclaré, y me hicieron pasar arriba.

Toqué el timbre junto a la puerta de celosía, sobre el rellano.

De todos modos no tendría que haberlo intentado —pensé—, un hombre que come como un cerdo debe parecer un cerdo.

Me hizo pasar una mujer de aspecto respetable, de expresión ansiosa y con una cofia colocada con descuido.

Cuando le dije mi nombre abrió la puerta con una expresión de duda.

—Usted dirá —interrogué, ya en la parte del rellano perteneciente a Pyecraft.

—Me ha dicho que le hiciera pasar si venía —dijo, y se quedó mirándome, sin indicarme dónde. Y añadió, en tono confidencial—; Está encerrado, señor.

—¿Encerrado?

—Se encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie, señor. Maldice una y otra vez, ¡Dios mío!

Miré hacia la puerta que ella había indicado con la mirada.

—¿Es allí?—pregunté.

—Sí, señor.

—¿Qué le ocurre?

Se llevó la mano a la frente con tristeza.

—No deja de pedir comida, señor, comida pesada. Le traigo lo que puedo. Carne de cerdo, morcilla, salchichas, cosas así. Se lo dejo junto a la puerta y me marcho. Es tremendo lo que come, señor.

Un grito aflautado salió de la habitación:

—¿Formalyn?

—¿Es usted, Pyecraft? —grité, golpeando la puerta.

—Dígale a ella que se vaya.

Así lo hice. Oí un extraño correteo y como si alguien tanteara el picaporte en la oscuridad, y en seguida los característicos gruñidos de Pyecraft.

—Está bien —dije—, ya se ha ido.

Pero la puerta permaneció cerrada un largo tiempo.

Oí girar la llave. Y luego la voz de Pyecraft:

—Pase.

Giré el picaporte y abrí la puerta. Naturalmente, esperaba encontrar a Pyecraft.

Pues bien, ¡no estaba allí!

En mi vida he sufrido una impresión como aquélla, La sala estaba sucia y desordenada, con fuentes de comida y platos entre los libros y papeles, varias sillas caídas, pero Pyecraft…

—Vamos, hombre, cierre la puerta —dijo, y entonces le vi.

Estaba subido a la cornisa del rincón próximo a la puerta, como si le hubieran pegado al techo. Su rostro mostraba ansiedad y enojo. Jadeaba y gesticulaba.

—Cierre la puerta —-dijo—, si esa mujer se llega a enterar…

Cerré la puerta y le miré, manteniéndome a cierta distancia.

—Si algo cede y usted se cae, Pyecraft, se romperá la nuca —le advertí.

—Ojalá pudiera —suspiró.

—Un hombre de su edad y de su peso haciendo semejantes cabriolas…

—Cállese —agonizó—. Su maldita bisabuela…

—Cuidado —le previne.

—Ahora le contaré —gesticuló.

—¿Cómo demonios ha subido usted ahí arriba? —dije.

De repente me di cuenta de que no se había subido a nada, que estaba flotando como un globo de gas. Comenzó a luchar trabajosamente para apartarse del techo ayudándose con la pared, en dirección a mí. Cuando lo logró, dijo jadeando:

—Es esa receta. Su bisab…

—¡No! —grité.

Descuidadamente, mientras hablaba, se aferró a una moldura, ésta cedió y se vio arrojado nuevamente al techo, mientras la pintura caía sobre el sofá. Rebotó en el cielo raso y entonces entendí por qué las curvas más salientes de su cuerpo se encontraban completamente blancas. Volvió a intentar el descenso con más cuidado, cogiéndose de la chimenea.

Era un espectáculo de lo mas extraordinario, aquel hombre inmenso, gordo, apoplético, tratando de bajar del techo al suelo.

—Esa receta —dijo—. Demasiado eficaz.

—¿Cómo?

—Una pérdida de peso casi completa.

Y entonces, claro, comprendí.

—¡Por Dios, Pyecraft —exclamé—, lo que usted quería era curarse la gordura! Pero usted siempre habló de peso. Siempre lo llamaba peso…

En cierto modo yo estaba encantado. En ese momento Pyecraft casi me gustaba.

—¡Déjeme que le ayude! —añadí, y tomándole de la mano le hice bajar. Tropezando, trató de hacer pie en algún sitio. Era como llevar un gallardete en un día de viento.

—Esa mesa —dijo— es de caoba maciza y muy pesada. Si usted lograra ponerme debajo…

Lo hice, y comenzó a moverse como un globo cautivo, mientras yo le hablaba de pie delante de la chimenea. Encendí un cigarro.

—Dígame, ¿qué pasó? —le pregunté.

—La tomé —respondió.

—¿Qué sabor tenía?

—¡Oh, espantoso!

Debí imaginar que todas esas pócimas sabrían igual. Ya sea que uno considere los ingredientes, la composición probable, o los resultados, casi todos los remedios de mi bisabuela me parecen cuando menos extraordinariamente poco atrayentes. Por mi parte…

—Primero tomé un sorbito.

-¿Sí?

—Y como al cabo de una hora me sentía mejor y como más ligero, decidí bebérmela de un trago.

—¡Mi querido Pyecraft!

—Me tapé la nariz —siguió explicando—. Comencé a sentirme cada vez más y más liviano… e impotente, claro.

De pronto cedió a un estallido emocional:

—Por el amor de Dios, ¿qué debo hacer?

—Lo más evidente —dije— es lo que no debe hacer. Si usted sale afuera, se elevará indefinidamente.

Alcé mi brazo en forma ondulante.

—Tendrían que llamar a Santos Dumont para que le fuera a rescatar.

—Supongo que el efecto se desvanecerá, ¿no?

Me llevé la mano a la frente.

—No creo que pueda contar con eso —le dije.

Entonces, en otro acceso de desesperación, empezó a dar puntapiés a las sillas cercanas y a golpear contra el piso. Actuaba exactamente como yo esperaba que lo hiciera un hombre obeso, enorme, desmedido, frente a tales circunstancias, es decir, muy mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una absoluta falta de discreción.

—Yo nunca le pedí que tomara la pócima —dije.

Y soslayando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en su sillón y comencé a hablarle de un modo comedido y amistoso.

Le señalé cómo él mismo se había ocasionado el problema, y que en ello había algo de poética justicia. Había comido demasiado. Él lo negó, y estuvimos discutiendo el asunto durante un rato.

Se puso ruidoso y violento, de manera que desistí de continuar con este punto de la lección.

—Además —le dije—, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca lo llamó Gordura, lo cual es justo y vergonzoso, sino Peso. Usted…

Me interrumpió para decirme que reconocía todo eso. Pero, ¿qué debía hacer ahora?

Le aconsejé que se adaptara a la nueva situación. Y así llegamos al punto realmente importante de la cuestión. Le sugerí que no le resultaría difícil aprender a caminar por el techo, con las manos…

—No puedo dormir —objetó.

Pero eso no era una gran dificultad. Era bastante posible, afirmé, acomodarle bajo un somier metálico, asegurar todo con cintas, y sostener la almohada, sábanas y mantas con botones laterales. Le hice ver que tendría que confiar en su ama de llaves, y tras algunas protestas acabó por aceptar. (Resultó encantador, más tarde, ver de qué manera tan hermosa y natural aquella buena mujer tomó todos estos asombrosos recados.) Se le podría dejar la comida en el estante superior de la biblioteca. Pensamos también en un ingenioso sistema por el cual podría llegar al piso cuando quisiera: consistía simplemente en colocar la Enciclopedia Británica (décima edición) sobre las estanterías superiores. Cogiendo un par de volúmenes, podría llegar al suelo de inmediato. Coincidimos asimismo en dejar pesas de hierro junto a los zócalos, de manera que, asido a ellas, pudiera desplazarse por la zona mas baja de la habitación.

A medida que avanzábamos en los planes, yo me encontraba más y mas interesado. Yo mismo llamé al ama de llaves y le di las instrucciones necesarias, y fui yo sobre todo quien fijó la cama invertida. De hecho, pasé dos días enteros en su casa. Soy un individuo hábil con un destornillador en la mano, y realicé toda clase de ingeniosas adaptaciones: alargué un cable para que pudiera tocar la campanilla, puse del revés todas las luces, y así sucesivamente. Todo este asunto me resultaba extremadamente curioso e interesante, y me encantaba pensar en Pyecraft como un inmenso y gordo moscardón, trepando por el techo y cruzando a gatas los dinteles de las puertas de un cuarto a otro, sin volver al club nunca, nunca más…

Pero entonces mi fatal ingenio me jugó una mala pasada. Yo me hallaba junto a la chimenea, bebiendo su whisky, y él en su rincón favorito, junto a la comisa, claveteando una alfombra turca en el cielo raso, cuando me sobrevino una ocurrencia.

—¡Por Dios, Pyecraft! —exclamé—, todo esto es completamente innecesario.

Y sin calcular las consecuencias de mi descubrimiento, le revelé mi idea.

—Ropa interior de plomo —dije. El daño estaba hecho.

Pyecraft recibió la revelación casi entre lágrimas.

—Todo en su sitio nuevamente… —dijo.

Le participé todo el secreto antes de caer en la cuenta de hasta dónde me llevaría.

—Compre láminas de plomo —le dije—, estámpelas en discos. Córtelas sobre el patrón de su ropa hasta tener una cantidad suficiente. Póngase unos zapatos con suela de plomo y lleve una bolsa de plomo macizo, ¡eso será suficiente! En lugar de permanecer aquí como un prisionero, puede volver al extranjero, ¡Pyecraft! Puede viajar…

Se me ocurrió otra idea aún mas afortunada.

—Jamás tendrá que temer un naufragio. En tal caso le bastaría con deshacerse de alguna de sus ropas, conservando en la mano la cantidad necesaria de equipaje, y quedaría flotando en el aire…

En su emoción, dejó caer, a dos dedos de mi cabeza, el martillo con que había estado fijando la alfombra.

—¡Cielos! —exclamó—, podré volver al club.

Me quedé helado.

—¡Cielos! —repetí débilmente—. Sí, por supuesto que podrá.

Lo hizo. Lo hace. Está sentado a mis espaldas engullendo ya su tercer bollo con mantequilla. Nadie en el mundo sabe —salvo su ama de llaves y yo— que no pesa prácticamente nada, que es una simple masa molesta de materia asimilante, puras nubes vestidas, mente, nefas, y el más insignificante de los hombres. Allí está sentado, mirándome hasta que yo haya terminado de escribir esto. Luego, si puede, me acechará. Se acercará sinuosamente…

Me lo volverá a contar todo de nuevo, cómo se siente, cómo no se siente, cómo confía a veces en que se le esté pasando un poquito. Y siempre, en algún momento de aquel discurso gordo y abundante, me diga:

—Es un secreto, ¿en? Si alguien se enterara me daría tanta vergüenza… A cualquiera lo haría quedar como un tonto, ¿entiende? Arrastrarse contra el cielo raso y todo eso…

Y ahora, a esquivar a Pyecraft, que ocupa justamente una posición estratégicamente admirable entre la puerta y yo.

Ambrose Bierce: Un habitante de Carcosa. Cuento

Un habitante de CarcosaExisten diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo

perdura, en otras se desvanece  por completo con el espíritu.

Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad  (tal es la

voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final,

decimos que el hombre  se ha perdido para siempre o que ha

partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad.  Pero, a

veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo

testimonio es la prueba.  En una clase de muerte el espíritu

muere también, y se ha comprobado que puede suceder  que el

cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces,

como se ha testificado de  forma irrefutable, el espíritu muere al

mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,  resucita en

el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.

A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: «¿Cómo llegué aquí?». Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: «Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta.» Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.

Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

-¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

***

Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

Théophile Gautier: La muerta enamorada. Cuento

la muerte enamoradaMe preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.

Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el exterior.

No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.

Digo esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.

Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.

Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.

Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados, eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.

Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.

Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.

La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.

Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.

Me decía:

-Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.

«Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él.»

Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.

Todo terminó. Ya era sacerdote.

Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.

El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini.» Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.

Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: «Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.

Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.

¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades -que no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.

«¡Ah! -me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!»

Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.

No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.

-Romualdo, amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.

El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.

-Venía a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de C**: El sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para mañana.

Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.

¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.

A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.

-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a Serapion.

Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:

-Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.

En ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!

¡Oh! ¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella, yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.

La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.

Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Una terraza adornada con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.

Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.

No voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después se montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero los veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.

-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.

Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.

No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: «¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo». Pero mi corazón contestaba: «es ella, claro que es ella». Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.

Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.

No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.

-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.

Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.

Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.

Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.

Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:

-La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.

Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:

-Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te guarde, Romualdo.

Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues partió hacia S** inmediatamente después.

Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.

Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:

-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo de nuevo… ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.

-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!

«¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz.»

Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:

-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?

-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.

-Mañana, sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.

La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.

Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio un toque suavemente diciendo:

-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.

Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:

-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?

Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.

Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su obra.

-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.

En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.

El caso es que me encontraba – o creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.

La salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.

Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente restablecida.

-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.

Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:

-No contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has caído!

El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:

-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja… Puesto que aún me amas no moriré… ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.

Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:

-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.

Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:

-Sólo hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se encuentra el objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar en razón.

Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:

Aquí yace Clarimonda

Que fue mientras vivió

La más bella del mundo.

-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de tranquilizador.

Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:

-¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al Lido y a Fusine con esta belleza?

Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:

-¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y nunca más volví a verla.

¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.

Edgar Allan Poe: El Extraño caso del señor Valdemar. Cuento

la-verdad-sobre-el-caso-del-senor-valdemarDe ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.

El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente:

Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.

Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.

Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.

Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:

Estimado P…:

Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.

Valdemar

Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E..

Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.

Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.

El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.

Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.

Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»

Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.

A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.

Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.

A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.

Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron.

Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.

Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.

-Valdemar…, ¿duerme usted? -pregunté.

No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:

-Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!

Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:

-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?

La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:

-No sufro… Me estoy muriendo.

No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.

-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?

Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:

-Sí… Dormido… Muriéndome.

La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.

Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.

Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.

El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.

He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:

-Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto.

Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.

Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l.

Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.

Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.

Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.

A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:

-Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?

Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:

-¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!

Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.

Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.

Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

Edgar Allan Poe: El pozo y el péndulo. Cuento

El pozo y el pénduloImpia tortorum longas hic turba furores

Sanguina innocui, nao satiata, aluit.

Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,

Mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un

mercado que ha de ser erigido en el

emplazamiento del Club de los Jacobinos en París.)

Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver… ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos… más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más que silencio, calma y noche.

Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la había perdido por completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo… ¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los sopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su atención.

Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo… descendiendo… siempre descendiendo… hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.

Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente recordar.

Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente suprimida.

Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos.

Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa muerte.

Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó en dominarme.

Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no podía impedirme pensar que lo era.

Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí violentamente de bruces.

En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación.

Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente las características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me habían desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal para la clase de torturas que me aguardaban.

Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi imaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el coraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.

La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel.

Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no había ningún otro en el calabozo.

Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecía un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente condimentada.

Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pintura representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de la celda.

Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.

Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.

Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.

¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos… más y más íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis sentidos… Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete.

Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de mi desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un pensamiento apenas esbozado de alegría… de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña de mi sayo…, retornaría para repetir la operación… otra vez…, otra vez… A pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilante violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.

Bajaba… seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha… a la izquierda… hacia los lados, con el aullido de un espíritu maldito… hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara.

Bajaba… ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar un alud!

Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.

Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido… pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a ejecutarlo.

Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.

Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio… la cesación de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil.

No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.

Libre… ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentos pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la abertura.

Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.

¡Irreal…! Al respirar llegó a mis narices el olor característico del vapor que surgía del hierro recalentado… Aquel olor sofocante invadía más y más la celda… Los sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos… Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.

El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de producirse en la celda…, y esta vez el cambio tenía que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara por apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me tambaleaba al borde del pozo… Desvié la mirada…

Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.

H.P. Lovecraft: Las ratas de las paredes. Cuento

las ratas en las paredesEl 16 de julio de 1923 me mudé a Exham Priory, después de que el último obrero acabara su tarea. Los trabajos de restauración habían constituido una imponente tarea, pues de la abandonada construcción apenas si quedaba un montón de ruinas, pero por tratarse del lar de mis antepasados no escatimé en gastos. Nadie habitaba la finca desde el reinado de Jacobo I, en que una tragedia de caracteres terriblemente dramáticos, aunque en gran medida incomprensibles, se cernió sobre el cabeza de la familia, cinco de sus hijos y varios criados, y obligó a marcharse de allí, en medio de sombras de sospecha y terror, al tercer hijo, mi progenitor por línea paterna y único superviviente del infortunado baje.

Con el único heredero denunciado por asesinato, la propiedad volvió a manos de la corona, sin que el acusado hiciera el menor intento por excusarse o recuperar la heredad. Trastornado por un horror mayor que el de la conciencia o la ley, y expresando sólo el rabioso deseo de borrar aquella antigua mansión de su vista y memoria, Walter de la Poer, undécimo barón de Exhain, marchó a Virginia, en donde se estableció y fundó la familia que, en el siglo siguiente, era conocida por el nombre de Delapore.

Exham Priory quedó abandonado, aunque con el tiempo pasó a formar parte de las propiedades de la familia Norrys y fue objeto de numerosos estudios como consecuencia de su singular arquitectura, consistente en unas torres góticas levantadas sobre una infraestructura sajona o románica, cuyos cimientos a su vez eran de un estilo o mezcla de estilos de época anterior: romano y hasta druida o el címrico originario, si es cierto lo que cuentan las leyendas. Los cimientos eran de aspecto muy singular, pues se confundían por uno de sus lados con la sólida caliza del precipicio desde cuyo borde el priorato dominaba un desolado valle que se extendía tres millas al oeste del pueblo de Anchester.

A los arquitectos y anticuarios les encantaba estudiar esta extraña reliquia de épocas remotas, pero los naturales del lugar la detestaban con todas sus fuerzas. La detestaban desde hacía siglos, cuando aún vivían allí mis antepasados, y la seguían detestando ahora en que, debido a su estado de abandono, la cubría una capa de musgo y mantillo. No llevaba siquiera un día en Anchester cuando me enteré de que descendía de una familia maldita. Pero ya esta semana los obreros han volado por los aires lo que quedaba de Exham Priory, y están atareados en borrar las huellas de sus cimientos. De siempre he conocido la historia, sin aditamentos, de mi linaje familiar, y sé perfectamente que mi primer antepasado americano se trasladó a las colonias envuelto en las sombras de extrañas sospechas. De los detalles, con todo, jamás he sabido nada debido a la reticencia mantenida por generaciones entre los Delapore. Al contrario que los colonos de nuestra vecindad, rara vez nos jactamos de antepasados que batallaron en las Cruzadas o de contar en nuestro linaje con héroes medievales o renacentistas, ni se nos transmitieron otras tradiciones que las que pudieran encerrarse en el sobre lacrado que todo hacendado latifundista dejó a su primogénito antes de estallar la Guerra Civil para su apertura póstuma. Las únicas glorias de las que nos jactábamos en la familia eran las alcanzadas tras la emigración, las glorias de un orgulloso y honorable, si bien un tanto retraído e insociable, linaje de Virginia.

En el curso de la guerra toda nuestra fortuna se perdió y nuestra existencia entera se vio alterada por el incendio de Carfax, residencia de la familia a orillas del río James. Mi abuelo, de edad ya avanzada, pereció entre las llamas del voraz incendio, y con él se quemó el sobre que nos ligaba al pasado. Todavía hoy puedo recordar aquel incendio que presencié con mis propios ojos a la edad de siete años, mientras los soldados federales vociferaban, las mujeres chillaban y los negros daban alaridos y rezaban. Mi padre se había alistado en el ejército y participaba en la defensa de Richmond, y, tras múltiples formalidades, mi madre y yo logramos atravesar las líneas enemigas para unirnos a él.

Cuando terminó la guerra, nos trasladamos al norte, de donde provenía mi madre, y allí crecí, me hice un hombre y, en última instancia, acumulé riquezas como corresponde a todo yanqui emprendedor. Ni mi padre ni yo supimos jamás qué contenía el sobre testamentario destinado a nosotros; además, una vez sumido en el monótono curso de la vida mercantil de Massachusetts, perdí todo interés por desvelar los misterios que, sin duda, se ocultaban en el remoto pasado de mi árbol genealógico. ¡Con qué alegría habría dejado Exham Priory a la suerte de sus murciélagos, telarañas y mantillo si hubiera mínimamente intuido lo que escondía tras sus muros!

Mi padre murió en 1904, pero sin ningún mensaje que dejar para mí ni para mi único hijo, Alfred, un muchacho de diez años huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien alteró el orden en que venía transmitiéndole la información familiar, pues, si bien sólo pude hacerle conjeturas en tono burlón sobre el pasado familiar, me escribió contándome algunas leyendas ancestrales del mayor interés cuando, con ocasión de la pasada guerra, fue enviado a Inglaterra en 1917 en calidad de oficial de aviación. Al parecer, sobre los Delapore circulaba una pintoresca y un tanto siniestra historia. Un amigo de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Royal Flying Corps, residía en las proximidades de nuestro solar familiar en Anchester y contaba unas supersticiones campesinas que pocos novelistas podrían llegar a igualar por lo increíbles y demenciales que eran. Norrys, por supuesto, no las tomaba en serio, pero a mi hijo lo divertían y le sirvieron de tema para llenar muchas de las cartas que me escribió. Fueron estas leyendas las que finalmente atrajeron mi atención hacia mi heredad trasatlántica, y me decidieron a comprar y restaurar el solar familiar que Norrys mostró a Alfred en todo su pintoresco abandono, al mismo tiempo que se ofrecía a conseguírselo por una suma harto razonable, dado que el actual propietario era tío suyo.

Compré Exham Priory en 1918, pero casi al punto me olvidé de los planes de restauración en que había estado pensando ante el regreso de mi hijo inválido de las piernas. Durante los dos años que aún vivió me dediqué por entero a su cuidado, dejando incluso la dirección del negocio en manos de mis socios.

En 1921, sumido en la mayor desolación y sin saber qué hacer, apartado de toda actividad laboral y notando ya que la vejez se me venía encima, resolví distraer el resto de mis años ocupado en la nueva posesión. Llegué a Anchester un día de diciembre, hospedándome en casa del capitán Norrys, un joven algo gordo y afable que estimaba mucho a mi hijo, y me ofreció su colaboración en la tarea de acopiar planos y anécdotas en los que. inspirarse al emprender las obras de restauración. No sentía la menor emoción en presencia de Exham Priory, un revoltijo de abandonadas ruinas medievales cubiertas de líquenes y acribilladas de nidos de grajos, balanceándose amenazadoramente al borde de un enorme precipicio y sin el menor rastro de suelos o cualquier otro resto de interiores, salvo los muros de piedra de las separadas torres.

Tras formarme poco a poco una idea de cómo debió ser el edificio cuando lo abandonaron mis antepasados tres siglos atrás, me puse a contratar obreros para iniciar las tareas de reconstrucción. En todos los casos me vi obligado a buscarlos fuera de la localidad más próxima, pues los naturales de Anchester profesaban un miedo y una aversión decididamente increíbles hacia aquel lugar. La magnitud del sentimiento era tal que a veces llegaba a contagiar a los trabajadores que venían de otros lugares, siendo esta la causa de numerosas deserciones. Por lo demás, su alcance se extendía tanto al priorato como a la antigua familia propietaria del mismo.

Ya me había adelantado mi hijo que durante sus visitas al pueblo la gente se mostró un tanto reacia con él por ser un De la Poer, y ahora, por idéntica razón, yo me sentía también sutilmente rechazado hasta que logré convencerlos de que apenas sabía nada de mis antepasados. Y aun así los vecinos del lugar se mostraban huraños conmigo, por cuanto me vi obligado a recurrir a Norrys para recopilar la mayoría de las tradiciones populares que aún seguían circulando sobre el lugar. Lo que aquellas gentes no podían perdonar era, al menos eso creía entender yo, que había venido a restaurar un símbolo que aborrecían con todas sus fuerzas; pues, racionalmente o no, para ellos Exham Priory no era otra cosa que un nido de arpías y hombres lobo.

Reuniendo todas las historias que Norrys recogió para mí y completándolas con lo que habían dicho varios estudiosos que en su día examinaron las ruinas, deduje que Exham Priory se levantaba sobre el lugar ocupado en otro tiempo por un templo prehistórico: una construcción druida, o incluso anterior a dicho período, que debió ser contemporánea de Stonehenge. Casi nadie duda de que allí se habían celebrado abominables ritos, y circulaban toda clase de espeluznantes historias sobre el paso de tales ritos al culto de Cibeles posteriormente introducido por los romanos.

En el sótano podían aún verse inscripciones con letras tan inconfundibles como «DIV… OPS… MAGNA. MAT…», signo de la Magna Mater cuyo tenebroso culto fue en vano prohibido a los ciudadanos romanos. Anchester había sido campamento de la tercera legión Augusta, tal como atestiguaban numerosos restos, y, según todos los indicios, el templo de Cibeles debió ser una imponente construcción abarrotada de fieles que concelebraban multitud de ceremonias presididos por un sacerdote frigio. Las historias añadían que la caída de la antigua religión no puso fin a las orgías que tenían lugar en el templo, sino que, muy al contrario, los sacerdotes se convirtieron a la nueva fe sin cambiar en lo fundamental sus creencias. Asimismo, se decía que los ritos no desaparecieron con la llegada de los romanos y que algunos sajones se sumaron a lo que quedaba del templo, dándole el perfil característico que habría de distinguirle con el tiempo a la vez que hacían de él el centro de irradiación de un culto temido en la mitad del territorio al que se extendía la heptarquía. Hacia el año 1000 d.c. el lugar aparece mencionado en una crónica como un priorato, esencialmente construido a base de piedra, en el que se albergaba una poderosa y extraña orden monástica, y rodeado de grandes jardines que no precisaban de murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Jamás llegaron a destruirlo los daneses, si bien su suerte debió declinar radicalmente tras la conquista normanda, pues no hubo el menor impedimento para que Enrique III confiriera su propiedad a mi antepasado Gilbert de la Poer, primer barón de Exham, en 1261.

De mi familia no se conservan testimonios adversos antes de esa fecha, pero algo raro debió acontecer por entonces. Ya en una crónica de 1307 hay una referencia a un De la Poer al que se califica de «renegado de Dios», mientras que en las leyendas populares se aprecia un miedo cerval a decir nada del castillo que se erigió sobre los cimientos del antiguo templo y priorato. Los cuentos de viejas que corrían sobre el lugar eran de lo más espeluznantes, más terroríficos si cabe por la tenebrosa reticencia y sombrías evasivas de que hacían gala. En ellos se representaba a mis antepasados como un linaje de demonios junto a los que personajes de la talla de un Gilles de Retz o un Marqués de Sade no pasaban de meros aprendices, y se dejaba intuir veladamente su responsabilidad por las ocasionales desapariciones de aldeanos en el transcurso de varias generaciones.

Los peores de toda la parentela, a tenor de lo que dice la tradición, fueron los barones y sus herederos directos. Al menos, la mayoría de las historias que circulaban se referían a ellos. Si un heredero mostraba inclinaciones más saludables, se decía en ellas, fallecía con toda seguridad en edad temprana y misteriosamente para dejar paso a otro descendiente más en consonancia con el apellido. Los De la Poer parecían profesar un culto propio, presidido por el cabeza de familia y a veces restringido a unos cuantos miembros de la misma. El temperamento más que el linaje era el fundamento de dicho culto, pues en él participaban también quienes ingresaban en la familia por razón de matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, mujer de Godfrey, el hijo segundo del quinto barón, acabó por convertirse en uno de los fantasmas predilectos de los niños de todo el país y en diabólica heroína de un horripilante y antiguo romance que aún se oye en las proximidades de la frontera galesa. Conservada también en los romances, aunque no tan ilustrativa al respecto, merece citarse la espeluznante historia de Lady Mary de la Poer, que al poco de casarse con el barón de Shrewsfield murió asesinada a manos de éste y de su madre, siendo posteriormente absueltos y bendecidos ambos criminales por el sacerdote al que confesaron aquello que no se atreverían a decir en público.

Estos mitos y romances, característicos de la más descarnada superstición, me repelían en extremo. Su persistencia y su asociación a tan larga descendencia de mis antepasados, resultaban especialmente irritantes; en tanto que las acusaciones de hábitos monstruosos recordaban, de manera harto desagradable, el único escándalo conocido de mis inmediatos antepasados: me refiero al caso de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, que se fue a vivir con los negros y se hizo oficiante del rito vudú a su regreso de la guerra de México.

Bastante menos me inquietaban las historias que corrían sobre lamentos y aullidos en el valle desolado y barrido por el viento que se abría al pie del precipicio de caliza; así como otras sobre los fétidos hedores que emanaban de las tumbas tras las primaverales lluvias, sobre el torpón y aullador objeto Manco que el caballo de sir John Clave pisó una noche en medio de un solitario campo, o sobre el criado que se había vuelto loco a causa de algo indefinible que vio en el priorato a plena luz del día. Todo ello no eran sino retazos de historias fantásticas que habían arraigado en el vulgo, y por aquel entonces yo era un escéptico a carta cabal. Los relatos sobre aldeanos desaparecidos no debían desecharse del todo, aun cuando no eran especialmente significativos a la vista de las prácticas medievales. La voraz curiosidad significaba la muerte, y más de una cercenada cabeza se había mostrado en público en los bastiones -de los que, afortunadamente, ya no quedaba huella- que se levantaban en los aledaños de Exham Priory.

Algunas de las historias que corrían eran sumamente pintorescas, hasta el punto de hacerme sentir no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Así, por ejemplo, aún subsistía la creencia de que una legión de diablos con alas de vampiro se reunía todas las noches en el priorato para celebrar sus rituales aquelarres, legión cuyo mantenimiento alimenticio podía hallar explicación en la desproporcionada abundancia de verduras ordinarias cultivadas en aquellos enormes huertos. La más gráfica de todas las historias que circulaban sobre el lugar era una que relataba la dramática epopeya de las ratas -un insaciable ejército de obscenas alimañas que había surgido en tropel del interior del castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al más absoluto abandono-, una cenceña, nauseabunda y famélica soldadesca que había barrido todo a su paso, devorando aves, gatos, perros, cerdos, ovejas y hasta dos desventurados seres humanos antes de ver acallado su furor. En torno a tan inolvidable plaga de roedores gira todo un ciclo independiente de mitos, pues las alimañas se dispersaron por entre las casas del pueblo suscitando toda clase de imprecaciones y horrores a su paso.

Tales eran las historias que se cernían sobre mí cuando me dispuse a acometer, con la obstinación propia de un anciano, las obras de restauración de mi ancestral solar. No debe creerse, ni siquiera por un momento, que tales historias constituían lo esencial del entorno sicológico en que me desenvolvía. Por otro lado, contaba con el apoyo decidido y constante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y asistían en mi tarea. Una vez terminada la obra, algo más de dos años después de iniciada, pude contemplar aquel conjunto de amplias habitaciones, revestidos muros, abovedados techos, ventanas con parteluces y anchas escaleras, con un orgullo que compensaba con creces los cuantiosos gastos que supuso la restauración.

No había detalle medieval que no estuviera diestramente reproducido, y las partes nuevas armonizaban a la perfección con los muros y cimientos originales. El solar de mis antepasados estaba de nuevo en pie, y ahora sólo me quedaba redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Me quedaría a vivir allí permanentemente y demostraría a todos que un De la Poer (pues había adoptado de nuevo la grafía original del apellido) no tenía por qué ser un ser diabólico. Mi confort se vio en parte aumentado por el hecho de que, aunque Exham Priory estaba construido según los cánones medievales, su interior era absolutamente nuevo y se hallaba libre de vetustos fantasmas y nocivas alimañas.

Como ya he dicho, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me hacían compañía en mi nueva residencia siete criados y nueve gatos, animal éste por el que siento una especial atracción. Mi gato más viejo, «Negrito», tenía siete años y vino conmigo desde Bolton, en Massachusetts; el resto de los gatos los había ido reuniendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys, en el curso de las obras de restauración del priorato.

Durante cinco días nuestra rutina prosiguió en medio de la más absoluta calma, empleando la mayor parte del tiempo en la clasificación de antiguos documentos relativos a la familia. Disponía ya de unas cuantas descripciones muy detalladas de la tragedia final y la huida de Walter de la Poer, que supuse sería lo que encerraba el legajo hereditario perdido en el incendio de Carfax. Al parecer, a mi antepasado se le acusó, con sobrada razón, de matar al resto de los moradores de la casa -salvo cuatro criados cómplices suyos- mientras dormían, unas dos semanas después de un sorprendente descubrimiento que habría de alterar toda su forma de ser, pero que no debió desvelar más que a los criados que colaboraron con él en el asesinato y, seguidamente, huyeron lejos del alcance de la justicia.

Esta degollina premeditada -en total, un padre, tres hermanos y dos hermanas-, fue en gran medida condonada por los aldeanos y con tal negligencia dictaminada por la justicia que su instigador pudo huir -con todos los honores, sin sufrir el menor daño ni tener que disfrazarse- a Virginia. El sentir general que circulaba por el pueblo era que había librado aquellas tierras de la maldición inmemorial que sobre ellas pesaba. Ni siquiera puedo conjeturar cuál fue el descubrimiento que llevó a mi antepasado a cometer tan abominable acción. Walter de la Poer debía conocer desde hacía tiempo las siniestras historias que se contaban sobre su familia, por lo que no creo que el motivo que desató todo proviniera de dicha fuente. ¿Presenciaría acaso algún antiguo y espeluznante rito o se daría de bruces con algún tenebroso símbolo revelador en el priorato o en sus aledaños? En Inglaterra se le tenía por un joven tímido y de buenos modales. En Virginia, parecía más un ser de carácter atormentado y aprensivo que un tipo duro o amargado. De él se decía en el diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, que era un hombre sin par en lo tocante al sentido de la justicia, el honor y la discreción.

El 22 de julio tuvo lugar el primer incidente, el cual, aunque apenas se le prestó atención en aquel momento, adquiere un significado premonitorio en relación con ulteriores acontecimientos. Fue tan poca cosa que casi no se le dio importancia, y apenas pudo advertirse en las circunstancias reinantes; pues debe recordarse que al ser el edificio prácticamente nuevo en su totalidad, salvo los muros, y hallarse atendido por una avezada servidumbre, toda aprensión habría sido absurda no obstante las historias que corrían sobre el lugar.

A poco más que esto se reduce lo que pude recordar a posteriori: mi viejo gato negro, cuyo humor tan bien conozco, estaba indudablemente alerta e inquieto en una medida que no concordaba en nada con su habitual modo de ser. Iba de una habitación a otra, dando la impresión de estar intranquilo y preocupado por algo, y olisqueaba constantemente los muros que formaban parte de la estructura gótica. Comprendo perfectamente cuán trillado suena todo esto -algo así como el inevitable perro del cuento de fantasmas, que no cesa de gruñir hasta que su amo ve finalmente la figura envuelta en sábanas-, pero en este caso concreto creo que tiene su importancia.

Al día siguiente, un criado vino a darme cuenta de la inquietud reinante entre los gatos de la casa. Yo me encontraba en mi estudio, una habitación de techo alto y orientada al occidente que había en el segundo piso, con arcos de aristas artesonado de roble oscuro y una triple ventana gótica que daba al precipicio de roca caliza y desde la que se divisaba el inhóspito valle. Mientras me hablaba el criado, pude ver cómo la forma de azabache de Negrito se arrastraba a lo largo del muro oeste y arañaba el nuevo artesonado que cubría la antigua piedra.

Le dije al criado que debía tratarse de algún extraño olor o emanación procedente de la antigua mampostería, y que, si bien era imperceptible al olfato humano, debía afectar a los sensibles órganos de los felinos a pesar del artesonado que lo recubría. Así lo creía sinceramente, y cuando aquel hombre aludió a la posible presencia de roedores, le dije que en aquel lugar no había habido ratas durante trescientos años, y que difícilmente podrían encontrarse los ratones de la campiña que lo circundaba en tan altos muros, pues nunca se los había visto merodeando por allí. Aquella misma tarde llamé al capitán Norrys, quien me aseguró que le parecía bastante increíble que los ratones del campo infestaran de repente el priorato pues, que él supiera, no había precedentes de nada semejante.

Aquella noche, prescindiendo como de costumbre de la ayuda del mayordomo, me retiré a la cámara de la torre orientada al occidente que me había reservado; a ella se llegaba desde el estudio tras subir por una escalinata de piedra y atravesar una pequeña galería; la primera antigua en parte, la segunda enteramente restaurada. La estancia era circular, de techo muy alto y sin revestimiento alguno, si bien de la pared colgaban unos tapices que había comprado en Londres.

Tras comprobar que Negrito se hallaba conmigo, cerré la pesada puerta gótica y me recogí a la luz de aquellas bombillas eléctricas que tanto se asemejaban a bujías; al cabo de un rato, apagué la luz y me dejé hundir en la taraceada y endoselada cama coronada por cuatro baldaquines, con el venerable gato en su habitual lugar a mis pies. No eché las cortinas, quedando mi mirada fija en la angosta ventana que daba al norte y tenía justo frente a mí. Un esbozo de aurora se dibujaba en el cielo destacando la siempre grata silueta de las primorosas tracerías de la ventana.

En un momento dado debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo claramente una sensación de despertar de extraños sueños, cuando el gato dio un brusco respingo abandonando la serena posición en que se encontraba. Pude verlo gracias al tenue resplandor de la aurora; tenía la cabeza enhiesta hacia delante, las patas delanteras clavadas en mis tobillos y las traseras estiradas cuan largas eran. Miraba fijamente a un punto de la pared situado algo al oeste de la ventana, un punto en el que mi vista no encontraba nada digno de resaltar, pero en el que se concentraban ahora mis cinco sentidos.

Mientras observaba, comprendí el motivo de la excitación de Negrito. Si se movieron o no los tapices es algo que no sabría decir. A mí me pareció que sí, aunque muy ligeramente. Pero lo que sí puedo jurar es que detrás de los tapices oí un ruido, leve pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. No había transcurrido un segundo cuando ya el gato se había arrojado materialmente sobre el tapiz de matizados colores, haciendo caer al suelo, debido a su peso, la parte a la que se agarró y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, retocado aquí y allá por los restauradores, y sin la menor traza de roedores merodeando por sus inmediaciones.

Negrito recorrió de arriba abajo el suelo de aquella parte del muro, desgarrando el tapiz caído e intentando en ocasiones introducir sus garras entre el muro y la tarima del suelo. Pero no encontró nada, y al cabo de un rato volvió muy fatigado a su habitual posición a mis pies. Yo no me había levantado de la cama, pero no volví a conciliar el sueño en toda la noche.

A la mañana siguiente indagué entre la servidumbre pero nadie había advertido nada anormal, excepto la cocinera, que recordaba el anómalo comportamiento de un gato que dormitaba en el alféizar de su ventana. El gato en cuestión se puso a maullar a cierta hora de la noche, despertando a la cocinera justo a tiempo de verlo lanzarse a toda velocidad por la puerta abierta escaleras abajo. Al mediodía me quedé un rato amodorrado y al despertarme fui a visitar de nuevo al capitán Norrys, que mostró especial interés en lo que le conté. Los incidentes extraños -tan raros a la vez que tan curiosos- despertaban en él el sentido de lo pintoresco, y le trajeron a la memoria multitud de recuerdos de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos salir de nuestro estupor ante la presencia de las ratas, y lo único que se le ocurrió a Norrys fue dejarme unos cepos y unos polvos de verde de París que, de vuelta a casa, mandé a los criados colocar en lugares estratégicos.

Me fui pronto a la cama pues tenía mucho sueño, pero mientras dormía me asaltaron atroces pesadillas. En ellas miraba hacia abajo desde una impresionante altura a una gruta débilmente iluminada cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol; en el interior de dicha gruta había un demonio porquerizo de canosa barba que dirigía con su cayado un rebaño de bestias fungiformes y fláccidas cuya sola vista me produjo una indescriptible repugnancia. Luego, mientras el porquero se detenía un instante y se inclinaba para divisar su rebaño, un impresionante enjambre de ratas llovió del cielo sobre el hediondo abismo y se puso a devorar a animales y hombre.

Tras tan terrorífica visión me desperté bruscamente a causa de los bruscos movimientos de Negrito, que como de costumbre dormía a mis pies. Esta vez no tuve que inquirir por el origen de sus gruñidos y resoplidos ni por el miedo que le impulsaba a hundir sus garras en mis tobillos, inconsciente de su efecto, pues las cuatro paredes de la estancia bullían de un sonido nauseabundo: el repugnante deslizarse de gigantescas ratas famélicas. En esta ocasión no había aurora que permitiera ver en qué estado se encontraba el tapiz -cuya sección caída había sido reemplazada-, pero no vacilé ni un instante en encender la luz.

Al resplandor de ésta pude ver cómo todo el tapiz era presa de una espantosa sacudida, hasta el punto de que los dibujos, de por sí ya un tanto originales, se pusieron a ejecutar una singular danza de la muerte. La agitación desapareció casi al instante, y con ella los ruidos. Saltando del lecho, hurgué en el tapiz con el largo mango del calentador de cama que había en la habitación, y levanté una parte del mismo para ver qué habla debajo Pero allí no había sino el restaurado muro de piedra, y para entonces ya había remitido el estado de tensión en que se encontraba el gato debido al olfateo de algo anómalo. Cuando examiné el cepo circular que había colocado en la habitación, pude ver que todos los orificios se encontraban forzados, aunque no quedase rastro de lo que debió escaparse tras caer en la trampa.

Naturalmente, ni se me pasó por la cabeza volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta y salí a la galería al final de la cual estaban las escaleras que conducían a mi estudio, con Negrito siempre pegado a mis talones. Antes de llegar a la escalinata de piedra, empero, el gato salió disparado delante de mí y desapareció tras el antiguo tramo. Mientras bajaba las escaleras, llegaron de repente hasta mí unos sonidos producidos en la gran estancia que quedaba debajo, unos sonidos de tal naturaleza que no podían inducir a equivoco.

Los muros de artesonado de roble bullían de ratas que se deslizaban y se arremolinaban en un inusitado frenesí, mientras Negrito corría de un lado para otro con la irritación propia del cazador burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero no por ello remitió el ruido esta vez. Las ratas seguían alborotadas, dispersándose en baraúnda con tal estrépito y nitidez que finalmente no me fue difícil asignar una dirección precisa a sus movimientos. Aquellas criaturas, en número al parecer incalculable, estaban embarcadas en un impresionante movimiento migratorio desde inimaginables alturas hasta una profundidad desconocida.

Seguidamente, oí un ruido de pasos en el corredor, y unos instantes después dos criados abrían de golpe la maciza puerta. Rastreaban toda la casa en busca del origen de aquel revuelo que llevó a todos los gatos de la casa a lanzar estridentes maullidos y a saltar precipitadamente varios tramos de escalera hasta llegar ante la puerta cerrada del sótano, donde se agazaparon sin dejar de maullar. Les pregunté a los criados si habían visto las ratas, pero su respuesta fue negativa. Y cuando me volteé para llamar su atención a los sonidos que se oían en el interior del artesonado, pude advertir que el ruido había cesado.

Junto con aquellos dos hombres bajé hasta la puerta del sótano, pero para entonces ya se habían dispersado los gatos. Luego, decidí explorar la cripta que había debajo, pero de momento me limité a inspeccionar los cepos. Todos habían saltado, pero no tenían ni un solo ocupante. Contento porque excepto los felinos y yo nadie más había oído las ratas, me senté en mi estudio hasta que alboreó el día, reflexionando intensamente sobre cuál pudiera ser la causa de todo ello y tratando de recordar todo fragmento de leyenda desenterrado por mí que hiciera referencia al edificio en que habitaba.

Dormí un poco por la mañana, reclinado en el único sillón confortable del gabinete que mi medieval diseño del mobiliario no logró proscribir. Al despertarme llamé por teléfono al capitán Norrys, quien se presentó al cabo de un rato y me acompañó en la exploración del sótano.

No encontramos absolutamente nada que nos llamase la atención, aunque no pudimos reprimir un escalofrío al enterarnos de que la cripta databa de tiempos de los romanos. Todos los arcos bajos y macizos pilares eran de estilo romano; no del estilo degradado de los chapuceros sajones, sino del severo y armónico clasicismo de la era de los césares. Como cabía esperar, las paredes abundaban en inscripciones familiares a los arqueólogos que habían explorado en repetidas ocasiones el lugar; podían leerse cosas del estilo de «P. GETAE. PROP… TEMP… DONA…» y «L. PRAEC… VS… PONTIFI… ATYS…», y otras más.

La referencia a Atys me produjo un estremecimiento, pues había leído a Catulo y sabía algo de los abominables ritos dedicados al dios oriental, cuyo culto tanto se confundía con el de Cibeles. Norrys y yo, a la luz de unos faroles, tratamos de interpretar los extraños y descoloridos dibujos que se veían en unos bloques de piedra irregularmente rectangulares que debieron ser altares en otro tiempo, pero no pudimos sacar nada en claro. Recordamos que uno de aquellos dibujos, una especie de sol del que salían unos rayos en todas las direcciones, fue escogido por los estudiantes para mostrar que no era de origen romano, sugiriendo que los sacerdotes romanos se habían limitado a adoptar aquellos altares que provendrían de un templo más antiguo y probablemente aborigen levantado sobre aquel mismo suelo. En uno de aquellos bloques se advertían unas manchas marrones que me dieron que pensar. El mayor de todos ellos, un bloque que se encontraba en el centro de la estancia, tenía ciertos detalles en la cara superior que indicaban que había estado en contacto con el fuego; probablemente se trataba de ofrendas incineradas.

Tales eran las cosas que se veían en aquella cripta ante cuya puerta los gatos habían estado maullando, y donde Norrys y yo habíamos decidido pasar la noche. Los criados, a quienes se les advirtió que no se preocuparan por los movimientos de los gatos durante la noche, bajaron sendos sofás, y Negrito fue admitido en calidad de ayuda a la vez que de compañía. Juzgamos oportuno cerrar herméticamente la gran puerta de roble -una réplica moderna con rendijas para la ventilación- y, seguidamente, nos retiramos con los faroles aún encendidos a aguardar cuanto pudiera depararnos la noche.

La cripta estaba en la parte inferior de los cimientos del priorato y al fondo de la cara del prominente precipicio que dominaba el desolado valle. No dudaba que aquel había sido el objetivo de las infatigables e inexplicables ratas, aun cuando no sabría decir el motivo. Mientras aguardábamos expectantes, mi vigilia se entremezclaba ocasionalmente con sueños a medio formar de los que me despertaban los inquietos movimientos del gato que, como de costumbre, se encontraba a mis pies.

Pero aquella noche mis sueños no tuvieron nada de agradable; al contrario, fueron tan espeluznantes como los de la noche anterior. De nuevo aparecían ante mí la siniestra gruta en penumbra y el porquero con sus innombrables y fungiformes bestias revolcándose en el cieno, y al mirar a aquellos seres me parecían más cerca y con perfiles más precisos, tan precisos que casi podía ver sus rasgos físicos. Luego, pude ver la fláccida fisonomía de uno de ellos…, cuando, de repente, desperté profiriendo tal grito que Negrito dio un violento respingo, mientras el capitán Norrys, que no había pegado el ojo en toda la noche, se echó a reír a carcajadas. Y aún más -o quién sabe si menos- habría reído Norrys de haber sabido el motivo de mi estruendoso grito. Pero ni yo mismo lo recordé hasta pasado un rato: el horror descarnado tiene la virtud de paralizar a menudo la memoria.

Norrys me despertó al empezar a manifestarse el fenómeno. En el curso del referido y espantoso sueño me desveló con una ligera sacudida instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Y bien que podía escucharse!, pues al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, había una verdadera baraúnda de felinos aullando y arañando en la madera, mientras Negrito, absorto por completo de cuanto pudieran estar haciendo sus congéneres, corría alocadamente a lo largo de los desnudos muros de piedra, en los que pude percibir claramente el mismo ajetreo de ratas deslizándose que tanto me había atribulado la noche anterior.

Un indescriptible terror se apoderó de mí, pues aquellas anomalías no podían explicarse por procedimientos normales. Aquellas ratas, de no ser las criaturas procedentes de un estado febril que sólo yo compartía con los gatos, debían escabullirse y tener su madriguera entre los muros romanos que creí estaban formados por bloques de caliza sólida. A menos, se me ocurrió pensar, que la acción del agua en el curso de más de diecisiete siglos hubiera horadado sinuosos túneles que los roedores habrían posteriormente despejado y ensanchado. Pero aun así, el horror espectral que experimentaba no era menor; pues, en el supuesto de que se tratase de alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía su repugnante alboroto? ¿Por qué me instó a que observara a Negrito y escuchara los maullidos de los gatos afuera? ¿Y por qué intuía difusamente y sin fundamento los motivos que les llevaban a armar aquel revuelo?

Para cuando conseguí decirle, de la forma más racional que pude, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último tenue sonido de aquel incansable revuelo. Ahora daba la impresión de que el ruido se alejaba, se oía aún más abajo, muy por debajo del nivel del sótano, hasta el punto de que todo el precipicio parecía acribillado de ratas en continuo ajetreo. Norrys no se mostraba tan escéptico como yo había anticipado, sino que parecía profundamente agitado. Me indicó por señas que ya había cesado el estrépito de los gatos, los cuales parecían dar a las ratas por perdidas. Entre tanto, Negrito era presa de nuevo desasosiego y se ponía a arañar frenéticamente la base del gran altar de piedra levantado en el centro de la habitación, si bien se encontraba más próximo del sofá de Norrys que del mío.

Llegado a este punto, mi temor hacia lo desconocido había alcanzado proporciones inconmensurables. Entonces ocurrió algo sorprendente, y pude ver cómo el capitán Norrys, un hombre más joven, corpulento y, presumiblemente, de ideas más materialistas que las mías, se hallaba tan inquieto como yo… probablemente porque conocía harto bien y de toda la vida la leyenda local. De momento no podíamos hacer sino limitarnos a observar cómo Negrito hundía sus garras, cada vez con menos fervor, en la base del altar, levantando de vez en cuando la cabeza y maullando en dirección mía de aquella manera tan persuasiva con que acostumbraba hacerlo cuando quería algo de mí.

Norrys acercó un farol al altar y examinó de cerca el lugar donde Negrito estaba arañando. Se arrodilló en silencio y desbrozó los líquenes que estaban allí desde hacía siglos y unían el macizo bloque prerromano al teselado suelo. Pero tras mucho escarbar no encontró nada de particular, y ya estaba a punto de cejar en sus esfuerzos cuando advertí una circunstancia trivial que me hizo estremecer, aun cuando no podía decirse que me cogiera totalmente de improviso.

Hice partícipe de mi descubrimiento a Norrys, y ambos nos pusimos a examinar aquella casi imperceptible manifestación con la fijeza propia de quien realiza un fascinante hallazgo que confirma lo acertado de sus pesquisas. En suma, se trataba de lo siguiente: la llama del farol colocado junto al altar oscilaba, ligera pero evidentemente, debido a una corriente de aire que no soplaba antes, y que sin duda procedía de la rendija que había entre el suelo y el altar en donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.

Pasamos el resto de la noche en el estudio inundado de luz, discutiendo en medio de una cierta excitación el paso siguiente a dar. El descubrimiento bajo aquellas malditas ruinas de una cripta por debajo de los cimientos inferiores que se conocían de la mampostería romana, una cripta que había pasado inadvertida a los avezados anticuarios que exploraron el edificio por espacio de tres siglos, habría bastado para excitarmos a Norrys y a mí, profanos en todo lo que se relacionaba con lo siniestro. Por decirlo así, la fascinación tenía una doble vertiente, y vacilamos no sabiendo si cejar en nuestras pesquisas y abandonar de una vez para siempre el priorato por supersticiosa precaución o satisfacer nuestro sentido de la aventura y el riesgo, cualesquiera que fuesen los horrores que pudieran esperarnos al adentramos en aquellos desconocidos abismos.

Ya de mañana, llegamos a un acuerdo: Iríamos a Londres en busca de arqueólogos y científicos capacitados para desvelar aquel misterio. Debo decir, asimismo, que antes de abandonar el sótano intentamos en vano correr el altar central, al que ahora reconocíamos como la puerta de acceso a nuevas simas de indefinible terror. A hombres más doctos que nosotros tocaría desvelar qué secretos misterios ocultaba aquella puerta.

Durante nuestra larga estancia en Londres, el capitán Norrys y yo dimos a conocer los hechos, conjeturas y legendarias anécdotas a cinco eminentes autoridades científicas, todas ellas personas en las que podía confiarse que sabrían tratar con la debida discreción cualquier revelación sobre el pasado familiar que pudiera ponerse al descubierto en el curso de las investigaciones. La mayoría de aquellos hombres parecían poco inclinados a tomar el asunto a la ligera; al contrario, desde el primer momento demostraron un gran interés y una sincera comprensión. No creo que haga falta dar el nombre de todos los expedicionarios, pero puedo decir que entre ellos se encontraba dir William Brinton, cuyas excavaciones en el Troad llamaron la atención de casi todo el mundo en su día. Al tomar con ellos el tren para Anchester sentí una especie de desasosiego, algo así como si estuviera al borde de espeluznantes revelaciones…, una sensación reflejada por entonces en el afligido semblante de muchos americanos que vivían en Londres debido a la inesperada muerte de su Presidente al otro lado del océano.

El 7 de agosto por la tarde llegamos a Exham Priory, donde los criados me aseguraron que nada extraño había ocurrido en mi ausencia. Los gatos, incluso el anciano Negrito, habían estado absolutamente tranquilos y ni un solo cepo se había levantado en toda la casa. Las exploraciones iban a dar comienzo al día siguiente. Entre tanto, asigné a cada uno de mis huéspedes habitaciones equipadas con todo lo que pudieran necesitar.

Yo me fui a dormir a mi cámara de la torre, con Negrito siempre a mis pies. Al poco caí dormido, pero espantosos sueños volvieron a asaltarme. Tuve una pesadilla de una fiesta romana como la de Trimalción en la que pude ver una abominable monstruosidad en una fuente cubierta. Luego, volví a ver aquella maldita y recurrente visión del porquero y su hedionda piara en la tenebrosa gruta. Pero cuando me desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oían ruidos anormales. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado lo más mínimo, y Negrito seguía durmiendo plácidamente. Al bajar, comprobé que en el resto de la casa reinaba una absoluta quietud. A juicio de uno de los científicos que me acompañaban -un tipo llamado Thornton, estudioso de los fenómenos síquicos- ello se debía a que ahora se me mostraba únicamente lo que ciertas fuerzas desconocidas querían que yo viera, razonamiento éste, a decir verdad, que encontré bastante absurdo.

Todo estaba dispuesto para empezar, así que a las once de la mañana de aquel día los siete hombres que integrábamos el grupo, provistos de focos eléctricos y herramientas para excavaciones, bajamos al sótano y cerramos la puerta con cerrojo tras de nosotros. Negrito nos acompañaba, pues los investigadores no hallaron oportuno despreciar su excitabilidad y prefirieron que se hallase presente por si se producían difusas manifestaciones de la presencia de roedores. Apenas reparamos unos momentos en las inscripciones romanas y en los indescifrables dibujos del altar, pues tres de los científicos ya los habían visto anteriormente y todos los componentes de la expedición estaban al tanto de sus características. Atención especial se prestó al imponente altar central; al cabo de una hora sir William Brinton había logrado desplazarlo hacia atrás, gracias a la ayuda de una especie de palanca para mí desconocida.

Ante nosotros se puso al descubierto tal horror que no habríamos sabido cómo reaccionar de no estar prevenidos. A través de un orificio casi cuadrado abierto en el enlosado suelo, y desparramados a lo largo de un tramo de escalera tan desgastado que parecía poco más que una superficie plana con una ligera inclinación en el centro, se veía un horrible amasijo de huesos de origen humano o, cuando menos, semihumano. Los esqueletos que conservaban su postura original evidenciaban actitudes de infernal pánico, y en todos los huesos se apreciaba la huella de mordeduras de roedores. No había nada en aquellos cráneos que indujera a pensar que pertenecieran a seres con un alto grado de idiocia o cretinismo, o siquiera en la posibilidad de que fueran restos de antropoides prehistóricos.

Por encima de los escalones rebosantes de inmundicia se abría en forma de arco un pasadizo en descenso, que parecía labrado en la roca viva, por el que circulaba una corriente de aire. Pero aquella corriente no era una bocanada brusca y hedionda cual si de una cripta cerrada se tratase, sino una agradable brisa con algo de aire fresco. Tras detenernos un momento, nos aprestamos, en medio de un general escalofrío, a abrirnos paso escalera abajo. Fue entonces cuando sir William, tras examinar atentamente los labrados muros, hizo la sorprendente observación de que el pasadizo, a tenor de la dirección de los golpes, parecía haber sido labrado desde abajo.

Ahora debo meditar detenidamente lo que digo y elegir con sumo cuidado las palabras.

Tras abrirnos paso unos escalones a través de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros; no se trataba de una fosforescencia mística ni nada por el estilo, sino de luz solar filtrada que no podía proceder sino de ignotas fisuras abiertas en el precipicio que se erigía sobre el desolado valle. No tenía nada de particular que nadie desde el exterior hubiera parado mientes en aquellas rendijas, pues aparte de estar el valle totalmente despoblado la altura y pendiente del precipicio eran tales que sólo un aeronauta podría estudiar su cara en detalle. Unos pasos más y nuestro aliento quedó literalmente arrebatado ante el espectáculo que se nos ofrecía a la vista; tan literalmente, que Thornton, el investigador de lo síquico, cayó desmayado en los brazos del aturdido expedicionario que marchaba detrás suyo. Norrys, con su rechoncha cara totalmente lívida y fláccida, se limitó a lanzar un grito inarticulado, y en cuanto a mí creo que emití un resuello o siseo y me tapé los ojos.

El hombre que marchaba detrás de mí -el único componente del grupo de más edad que yo- profirió el manido «¡Dios mío!» con la más quebrada voz que recuerdo. Del total de los siete expedicionarios, sólo sir William Brinton conservó el aplomo, algo que debe apuntársele en su haber, sobre todo si se tiene en cuenta que encabezaba el grupo y, por tanto, debió ser el primero en verlo todo.

Nos encontrábamos ante una gruta iluminada por una tenue luz y enormemente alta, que se prolongaba más allá del campo de nuestra visión. Todo un mundo subterráneo de infinito misterio y horribles premoniciones se abría ante nosotros. Allí podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos -con una mirada presa de terror divisé un extraño túmulo, un imponente círculo de monolitos, unas ruinas romanas de baja bóveda, una pira funeraria sajona derruida y una primitiva construcción inglesa de madera-, pero todo quedaba empequeñecido ante el repulsivo espectáculo que podía divisarse hasta donde llegaba la vista: unos metros más allá de donde acababa la escalera se extendía por todo el recinto una demencial maraña de huesos humanos, o al menos igual de humanos que los que habíamos visto unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todo el ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmente como esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas que reflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenaza o aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales.

Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría, aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de Pilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor duda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unos pocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados. No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, pero también por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellos podían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejército que había cerrado un antiguo ciclo épico.

Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aquel día de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarse una escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva, ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquella sombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos… Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todo pensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil años atrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió a desmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debían descender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones que les precedieron.

A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas. Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentes de las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, de donde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o el miedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentemente por la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aún encontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientes de piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados tenían aquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido! No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadas de roedores.

Sir William, de pie y enfocando con su linterna la ruina romana, tradujo en voz alta el más sorprendente ritual que jamás haya conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles encontraron y entremezclaron con el suyo propio.

Norrys, acostumbrado como estaba a la vida de las trincheras, no podía caminar derecho al salir de la construcción inglesa. El edificio en cuestión era una carnicería y una cocina -justo lo que Norrys esperaba encontrar-, pero ya no era tan normal ver utensilios ingleses familiares en semejante lugar y poder leer inscripciones inglesas que resultaban conocidas, algunas de fecha tan cercana como 1610. Yo no pude entrar en el edificio, aquel edificio testigo de diabólicas celebraciones que sólo se vieron interrumpidas por la daga de mi antepasado Walter de la Poer.

Sí me aventuré a entrar en lo que resultó ser el edificio bajo sajón cuya puerta de roble se hallaba en el suelo y en él me encontré una impresionante hilera de diez celdas de piedra con herrumbrosos barrotes. Tres tenían ocupantes, todos ellos esqueletos de grado superior, y en el huesudo dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con mi escudo de armas. Sir William encontró una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana, pero en este caso las celdas estaban vacías. Debajo había una cripta de techo bajo llena de nichos con huesos alineados, algunos de los cuales mostraban terribles inscripciones geométricas esculpidas en latín, en griego y en la lengua de Frigia.

Mientras tanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricos descubriendo en su interior unos cráneos de escasa capacidad, poco más desarrollados que los de los gorilas, con unos signos ideográficos indescifrables. Mi gato permaneció imperturbable ante todo aquel espectáculo. En una ocasión lo vi pavorosamente subido encima de una montaña de huesos, y me pregunté qué secretos podrían ocultarse tras aquellos relampagueantes ojos amarillos.

Tras habernos hecho una ligera idea de las espantosas revelaciones que se escondían en aquella parte de la sombría cueva -lugar aquél tan horriblemente presagiado en mi recurrente sueño- volvimos a aquel aparente abismo sin fin, a la nocturnal caverna en donde ni un solo rayo de luz se filtraba a través del precipicio. Jamás sabremos qué invisibles mundos estigios se abrían más allá de la pequeña distancia que recorrimos, pues no creímos que el conocimiento de tales secretos pudiera redundar en pro de la humanidad. Pero había suficientes cosas en las que fijarnos en torno nuestro, pues apenas habíamos dado unos pasos cuando la luz de los focos puso al descubierto la espeluznante infinidad de pozos en que las ratas se habían dado festín y cuyo repentino agotamiento fue la causa de que el ejército de famélicos roedores se lanzaran, en un primer momento, sobre los rebaños vivos de hambrientos seres, y luego se escapara en tropel del priorato en aquella histórica y devastadora orgía que jamás olvidarán los vecinos del lugar.

¡Dios mío! ¡Qué inmundos pozos de quebrados y descarnados huesos y abiertos cráneos! ¡Qué simas de pesadilla rebosantes de huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses de incontables centurias de vida no cristiana! En unos casos estaban repletos y sería imposible decir qué profundidad tuvieron en otro tiempo. En otros, la luz de nuestros focos no llegaba siquiera al fondo y se los veía abarrotados de las más increíbles cosas. ¿Y qué habría sido, pensé, de las desventuradas ratas que se dieron de bruces con aquellos cepos en medio de la oscuridad de tan horripilante Tártaro?

En cierta ocasión mi pie casi se introdujo en un horrible foso abierto, haciéndome pasar unos instantes de terror extático. Debí quedarme absorto un buen rato, pues salvo al capitán Norrys no pude ver a nadie del grupo. Seguidamente, se oyó un sonido procedente de aquella tenebrosa e infinita distancia que creí reconocer, y vi a mi viejo gato negro pasar raudo delante de mí como si fuese un alado dios egipcio que se dirigiese a los insondables abismos de lo desconocido. Pero el ruido no se oía tan lejano, pues al instante comprendí perfectamente de qué se trataba: era de nuevo el espantado corretear de aquellas endiabladas ratas, siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas intrincadas cavernas del centro de la tierra donde Nyarlathotep, el enloquecido dios sin rostro, aúlla a ciegas en la más tenebrosa oscuridad a los acordes de dos necios y amorfos flautistas.

Mi foco se apagó, pero no por ello dejé de correr. Oía voces, alaridos y ecos, pero por encima de todo percibía ligeramente aquel abominable e inconfundible corretear, en un principio tenuemente y luego con mayor intensidad, como un cadáver rígido e hinchado se desliza mansamente por la corriente de un río de grasa que discurre bajó infinitos puentes de ónix hasta desembocar en un negro y putrefacto mar.

Algo me rozó, algo fláccido y rechoncho. Debían ser las ratas; ese viscoso, gelatinoso y famélico ejército que halla deleite en vivos y muertos… ¿Por qué no iban a comer las ratas a un De la Poer si los De la Poer no se recataban de comer cosas prohibidas?… La guerra se comió a mi hijo, ¡al diablo todos!… y las llamas yanquis devoraron Carfax, reduciendo a cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia… ¡No, no, repito que no soy el demonio porquero de la oscura gruta! No era la gordinflona cara de Edward Norrys lo que había encima de aquel fláccido ser fungiforme. El seguía vivo, pero mi hijo murió… ¿Cómo pueden ser propiedad de un Norrys las tierras de un De la Poer?… Es vudú, te lo digo yo… esa serpiente moteada… ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mi familia! ¡Por los clavos de Cristo, canalla!, te va gustar de la sangre… pero ¿es que quieren que los siga por estos infernales recovecos?… ¡Magna Mater! ¡Magna Mater!… Atys… Dia ad aghaidh ad aodaun… ¡agus bas dunach ort! . . .¡Dhonas dholas ort, agus eat-sa!… Ungl… ungl… rrlh… cbcbch…

Estas cosas y otras, según cuentan, decía yo cuando me encontraron en medio de las tinieblas tres horas después. Estaba agazapado en aquella tenebrosa oscuridad sobre el cuerpo rechoncho y a medio devorar del capitán Norrys, mientras Negrito se abalanzaba sobre mí y me desgarraba la garganta.

Pero ya ha pasado todo: Exham Priory ha volado por los aires, se han llevado de mi lado a mi viejo gato negro, me han encerrado en esta enrejada habitación de Hanwell, y espantosos rumores circulan acerca de mi heredad y de lo que me acaeció en ella. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Tratan, asimismo, de que no lleguen al dominio público la mayoría de las cosas que se saben sobre el priorato. Siempre que hablo del pobre Norrys me acusan de haber cometido algo horrible, pero deberían saber que no lo hice yo. Deberían saber que fueron las ratas, las escurridizas e insaciables ratas con su continuo ajetreo que no me deja conciliar el sueño, las endiabladas ratas que corretean tras los acolchados muros de la habitación en que ahora me encuentro y me reclaman para que las siga en pos de horrores que no pueden compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que ellos no pueden oír, las ratas, las ratas de las paredes.

Ray Bradbury: La multitud. Cuento

The CrowdEl señor Spallner se llevó las manos a la cara.

Hubo una impresión de movimiento en el aire, un grito delicadamente torturado, el impacto y el vuelco del automóvil, contra una pared, a través de una pared, hacia arriba y hacia abajo como un juguete, y el señor Spallner fue arrojado afuera. Luego…silencio.

La multitud llegó corriendo. Débilmente, tendido en la calle, el señor Spallner los oyó correr. Hubiera podido decir qué edad tenían y de qué tamaño eran todos ellos, oyendo aquellos pies numerosos que pisaban la hierba de verano y luego las aceras cuadriculadas y el pavimento de la calle, trastabillando entre los ladrillos desparramados donde el auto colgaba a medias apuntando al cielo de la noche, con las ruedas hacia arriba girando aún en un insensato movimiento centrífugo.

No sabía en cambio de dónde salía aquélla multitud. Miró y las caras de la multitud se agruparon sobre él, colgando allá arriba como las hojas anchas y brillantes de unos árboles inclinados. Eran un anillo apretado, móvil, cambiante de rostros que miraban hacia abajo, leyéndole en la cara el tiempo de vida o muerte,transformándole la cara en un reloj de luna, donde la luz de la luna arrojaba la sombra de la nariz sobre la mejilla, señalando el tiempo de respirar o de no respirar ya nunca más.

«Qué rápidamente se reúne una multitud, como un iris que se cierra de pronto en el ojo» pensó Spallner.

Una sirena. la voz de un policía. Un movimiento. De la boca del señor Spallner cayeron unas gotas de sangre; lo metieron en una ambulancia. Alguien preguntó:

-¿ Está muerto?

Y alguien respondió:

-No, no está muerto.

Y el señor Spallner vio más allá, en la noche, los rostros de la multitud y supo mirando esos rostros que no iba a morir. Y esto era raro. Vio la cara de un hombre, delgada, brillante, pálida; el hombre tragó saliva y se mordió los labios. Había una mujer menuda también, de cabello rojo y de mejillas y labios muy pintarrajeados. Y un niño de cara pecosa. Caras de otros. Un anciano de boca arrugada; una vieja con una verruga en el mentón. Todos habían venido…¿de dónde? Casas, coches,callejones, del mundo inmediato sacudido por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de la nada.

Las gentes miraron al señor Spallner y él miró y no le gustaron. Había algo allí que no estaba bien, de ningún modo.. No alcanzaba a entenderlo. Esas gentes eran mucho peores que el accidente mecánico.

Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. el señor Spallner podía ver los rostros de la gente, que espiaba y espiaba por las ventanillas. Esa multitud que llegaba siempre tan pronto, con una rapidez inexplicable, a formar un círculo, a fisgonear, a sondear, a clavar estúpidamente los ojos, a preguntar, a señalar, a perturbar, a estropear la intimidad de un hombre en agonía con una curiosidad desenfada.

La ambulancia partió. El señor Spallner se dejó caer en la camilla y las caras le miraban todavía la cara, aunque tuviera los ojos cerrados.

Las ruedas del coche, le giraron en la mente días y días. Una rueda, cuatro ruedas, que giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas.

El señor Spallner sabía que algo no estaba bien. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de los pies y la curiosidad. Los rostros de la multitud se confundían y giraban en la rotación alocada de las ruedas.

Se despertó.

La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso.

-¿Cómo se siente?-le preguntó el médico.

las ruedas se desvanecieron. El señor Spallner miró alrededor.

-Bien, creo.

Trató de encontrar las palabras adecuadas acerca del accidente.

-¿Doctor?

-¿Si?

-Esa multitud…¿Ocurrió anoche?

-Hace dos noches. Está usted aquí desde el jueves. Todo marcha bien, sin embargo. Ha reaccionado usted. No trate de levantarse.

-Esa multitud. Algo pasó también con las ruedas. Los accidentes… bueno, ¿traen desvaríos?

-A veces.

El señor Spallner se quedó mirando al doctor.

-¿Le alteran a uno el sentido del tiempo?

-Si, el pánico trae a veces esos efectos.

-¿Hace que un minuto parezca una hora, o que quizá una hora parezca un minuto?

-Si.

-Permítame explicarle entonces.- El señor Spallner sintió la cama debajo del cuerpo, la luz del sol en la cara- Pensará ud que estoy loco. Yo iba demasiado rápido, lo sé. Lo lamento ahora. Salté a la acera yo choqué contra la pared. me hice daño y estaba aturdido, lo sé, pero todavía recuerdo. La multitud sobre todo.- Esperó un momento y luego decidió seguir, pues entendió de pronto por qué se sentía preocupado.-La multitud llegó demasiado rápidamente. Treinta segundos después del choque estaban todos junto a mi, mirándome… No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de la noche.

-Le pareció a ud que eran treinta segundos-dijo el doctor-Quizá pasaron tres o cuatro minutos. Los sentidos de usted…

-Si, ya sé, mis sentidos, el choque. ¡Pero estaba consciente! Recuerdo algo que lo aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas del coche, allá arriba. ¡Cuando llegó la multitud las ruedas todavía giraban!

El médico sonrió.

El hombre de la cama prosiguió diciendo:

-¡Estoy seguro! Las ruedas giraban, giraban rápidamente. Las ruedas delanteras. las ruedas no giran mucho tiempo, la fricción las para. ¡Y éstas giraban de veras!

-Se confunde ud.

-No me confundo. La calle estaba desierta. No había un alma a la vista. Y luego el accidente y las ruedas que giraban aún y todas esas caras sobre mi, en seguida. Y el modo cómo me miraban, yo sabía que no iba a morir.

-Efectos del shock-dijo el médico alejándose hacia la luz del sol.

El señor Spallner salió del hospital dos semanas mas tarde. Volvió a su casa en un taxi. Habían venido a visitarle en esas dos semanas que había pasado en cama, boca arriba, y les había contado a todos la historia del accidente, de las ruedas que giraban y la multitud. Todos se habían reído, olvidando en seguida el asunto.

Se inclinó hacia adelante y golpeó la ventanilla.

-¿Qué pasa?

El conductor volvió la cabeza.

-Lo siento, jefe. Es una ciudad del demonio para el tránsito. Hubo un accidente ahí enfrente. ¿Quiere que demos un rodeo?

-Si. No. ¡No! Espere. Siga. Echemos una ojeada.

El taxi siguió su marcha, tocando la bocina.

-Maldita cosa-dijo el conductor-¡Eh, usted! ¡Sálgase del camino!-Sereno-:

Qué raro…más de esa condenada gente. Gente alborotadora.

El señor Spallner bajó los ojos y se miró los dedos que le temblaban en la rodilla.

-¿Ud también lo notó?

-Claro-dijo el conductor-. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el muerto fuera la propia madre.

-Llegan al sitio con una rapidez espantosa-dijo el hombre del asiento de atrás.

-Lo mismo pasa con los incendios o las explosiones. No hay nadie cerca. Bum, y un montón de gente alrededor. No entiendo.

-¿Vio alguna vez un accidente de noche?

El conductor asintió.

-Claro. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud.

Llegaron al sitio. Un cadáver yacía en la calle. Era evidentemente un cadáver, aunque no se lo viera. Ahí estaba la multitud. Las gentes que le daban la espalda, mientras él miraba el taxi. Le daban la espalda. El señor Spallner abrió la ventanilla y casi se puso a gritar. Pero no se animó. Si gritaba podían darse vuelta.

Y el señor Spallner tenía miedo de verles las caras.

-Parece como si yo tuviera un imán para los accidentes-dijo luego, en la oficina. Caía la tarde. El amigo del señor Spallner estaba sentado del otro lado del escritorio, escuchando-Salí del hospital esta mañana y casi en seguida tuvimos que dar unrodeo a causa de un choque.

– Las cosas ocurren en ciclos-dijo Morgan.

-Deja que te cuente lo de mi accidente.

-ya lo oí, lo oí todo.

-Pero fue raro, tienes que admitirlo.

-Lo admito. Bueno, ¿tomamos una copa?

Siguieron hablando durante media hora o más. Mientras hablaban, todo el tiempo, un relojito seguía marchando en la nuca de Spallner, un relojito que nunca necesita cuerda. El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras.

Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Morgan asintió con un movimiento de cabeza, se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

-¿Qué te dije? Ciclos. Un camión y un Cadillac color crema. Si, si.

Spallner fue hasta la ventana. Tenía mucho frío y, mientras estaba allí de pie, se miró el reloj pulsera, la manecilla diminuta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos-gente que corría-ocho, nueve, diez, once-gente que llegaba corriendo de todas partes-quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho segundos-más gente, más coches, más bocinas ensordecedoras. Curiosamente distante, Spallner observaba la escena como una explosión en retroceso: los fragmentos de la detonación eran succionados de vuelta al punto de impulsión. Diecinueve, veinte, veintiún segundos, y allí estaba la multitud. Spallner los señaló con un ademán, mudo.

La multitud se había reunido tan rápidamente.

Alcanzó a ver el cuerpo de una mujer antes que la multitud la devorase.

-No tienes buena cara-dijo Morgan-Toma, termina tu copa.

-Estoy bien, estoy bien. Déjame solo. Estoy bien. ¿Puedes ver a esa gente? ¿Puedes ver la cara de alguno? Me gustaría que los viéramos de más cerca.

-¿Adónde diablos vas?- gritó Morgan.

Spallner había salido de la oficina. Morgan corrió detrás, escalera abajo, precipitadamente.

-Vamos, rápido.

-Tranquilízate, ¡no estás bien todavía!

Salieron a la calle. Spallner se abrió paso entre la gente. Le pareció ver a una mujer pelirroja con las mejillas y los labios muy pintarrajeados.

-¡Ahí!- Se volvió rápidamente hacia Morgan-¿La viste?

-¿A quién?

-Maldición, desapareció. Se perdió entre la gente.

La multitud ocupaba todo el sitio, respirando y mirando y arrastrando los pies y moviéndose y murmurando y cerrando el paso cuando el señor Spallner trataba de acercarse. Era evidente que la pelirroja lo había visto y había huido.

Vio de pronto otra cara familiar. Un niño pecoso. Pero hay tantos niños pecosos en el mundo. Y, de todos modos, no le sirvió de nada, pues antes que el señor Spallner llegara allí el niño pecoso corrió y desapareció entre la gente.

-¿Está muerta?-preguntó una voz-¿Está muerta?

-Está muriéndose-replicó alguien-Morirá antes de que llegue la ambulancia. No tenían que haberla movido. No tenían que haberla movido.

Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban mirando hacia abajo, hacia abajo.

-Eh, señor, no empuje.

-¿Adónde pretende ir, compañero?

Spallner retrocedió, y sintió que se caía. Morgan lo sostuvo.

-Tonto rematado. Todavía estás enfermo. ¿Para qué diablos has tenido que venir aquí?

-No sé, realmente no sé. La movieron, Morgan, alguien movió a la mujer. Nunca hay que mover a un accidentado en la calle. Los mata. Los mata.

-Si. La gente es así. Idiotas.

Spallner ordenó los recortes de periódicos.

Morgan los miró.

-¿De qué se trata? Parece como si todos los accidentes de tránsito fueran ahora parte de tu vida. ¿Qué son estas cosas?

-Recortes de noticias de choques de autos, y fotos. Míralas. No, no los coches-dijo Spallner-La gente que está alrededor de los coches.-Señaló-Mira. Compara esta foto de un accidente en el distritote Wilshire con esta de Westwood. No hay ningún parecido. Pero toma ahora esta foto de Westwood y ponla junto a esta otra también del distrito de Westwood de hace diez años.-Mostró otra vez con el dedo.-Esta mujer está en las dos fotografías.

-Una coincidencia. Ocurrió que la mujer estaba allí en mil novecientos treinta y seis y luego en mil novecientos cuarenta y seis.

-Coincidencia una vez-quizá. Pero doce en un período de diez años, en sitios separados por distancias de hasta cinco kilómetros, no.-El señor Spallner extendió sobre la mesa una docena de fotografías-¡Está en todas!

-Quizá es una perversa.

-Es más que eso. ¿Cómo consigue estar ahí tan pronto luego de cada accidente? ¿Y cómo está vestida siempre del mismo modo en fotografías tomadas en un período de diez años?

Sé que sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos.

-¿Qué has hecho?¿Comprar un servicio de recortes de periódicos mientras estabas en el hospital?-Spallner asintió. Morgan tomó un sorbo. Estaba haciéndose tarde. En la calle, bajo la oficina, se encendían las luces-¿A qué lleva todo esto?

Se juntan multitudes. Siempre se juntan. Y como tú y como yo, todos se han preguntado año tras año cómo se juntan tan rápidamente, y por qué. Conozco la respuesta. Aquí está- Dejó caer los recortes-Me asusta.

-Esa gente…¿no podrían ser buscadores de sensaciones escalofriantes, ávidos perversos a quienes complace la sangre y la enfermedad?

Spallner se encogió de hombros.

-¿Explica eso que se los encuentre en todos los accidentes? Notarás que se limitan a ciertos territorios. Un accidente en Brentwood atraerá un grupo. En Huntingtong Park a otro. Pero hay una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones.

-No son siempre las mismas caras. ¿No es cierto?-dijo Morgan.

-Claro que no. Los accidentes también atraen a gente normal, en el curso del tiempo. Pero he descubierto que éstas sin siempre las primeras.

-¿Quiénes son? ¿Qué quieren? Haces insinuaciones, pero no lo dices todo, Señor debes de tener alguna idea. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mí sobre ascuas.

-He tratado de acercarme a ellos, pero alguien me detiene y siempre llego demasiado tarde. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a algunos de sus miembros. Me ven llegar.

-Como si fueran una especie de asociación.

-Algo tienen en común. Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión o en los avatares de una guerra, o en cualquier demostración pública de eso que llaman muerte. Buitres, hienas o santos. No sé qué son, no lo sé de veras. Pero iré a la policía esta noche. Ya ha durado bastante. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer esta tarde. No debían haberla tocado. Eso la mató.

Spallner guardó los recortes en una cartera de mano. Morgan se incorporó y se deslizó dentro del abrigo. Spallner cerró la cartera.

-O también podría ser…Se me acaba de ocurrir.

-¿Qué?

-¿Quizá querían que ella muriese?

-¿Y por qué?

-Quién sabe. ¿Me acompañas?

-Lo siento. Es tarde. Te veré mañana. Que tengas suerte.-Salieron juntos- Dale mis saludos a la policía. ¿Piensas que te creerán?

-Oh, claro que me creerán. Buenas noches.

Spallner iba en el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente.

“Quiero llegar-se dijo-vivo.”

Cuando el camión salió de una callejuela lateral directamente hacia él, sintió que se le encogía el corazón, pero de algún modo no le sorprendió demasiado. Se felicitaba a sí mismo (era realmente un buen observador) y preparaba las frases que les diría a los policías cuando el camión golpeó el coche.

No era realmente su coche, y en el primer momento esto fue lo que mas le preocupó. Se sintió lanzado de aquí para allá mientras pensaba, qué vergüenza, Morgan me ha prestado su otro coche unos días mientras me arreglan el mío y aquí estoy otra vez. El parabrisas le martilló la cara. Cayó hacia atrás y hacia delante en breves sacudidas.

Luego cesó todo el movimiento y todo ruido y sólo sintió el dolor.

Oyó los pies de la gente que corría y corría. Alargó la mano hacia el pestillo de la portezuela. La portezuela se abrió y Spallner cayó afuera, mareado, y se quedó allí tendido con la oreja en el asfalto, oyendo cómo llegaban. Eran como una vasta llovizna de muchas gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra. Esperó unos pocos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débilmente, expectante, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.

Podía olerles los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y aspira el aire que otro hombre necesita para vivir. Se apretaban unos contra otros y aspiraban y aspiraban todo el aire de alrededor de la cara jadeante, hasta que Spallner trató de decirles que retrocedieran, que estaban haciéndole vivir en un vacío. Le sangraba la cabeza. Trató de moverse y notó que a su espina dorsal le había pasado algo malo. No se había dado cuenta en el choque, pero se había lastimado la columna. No se atrevió a moverse.

No podía hablar. Abrió la boca y no salió nada, solo un jadeo.

-Denme una mano-dijo alguien-. Le daremos la vuelta y lo pondremos en una posición más cómoda.

Spallner sintió que le estallaba el cerebro.

¡No! ¡No me muevan!

-Lo moveremos-dijo la voz, como casualmente.

¡Idiotas, me matarán, no lo hagan!

Pero Spallner no podía decir nada de esto en voz alta, sólo podía pensarlo.

Unas manos le tomaron el cuerpo. Empezaron a levantarlo. Spallner gritó y sintió que una náusea le ahogaba. Lo enderezaron en un paroxismo de agonía. Dos hombres. Uno de ellos era delgado, brillante, pálido, despierto, joven. El otro era muy viejo y tenía el labio superior arrugado.

Spallner había visto esas caras antes.

Una voz familiar dijo:

-¿Está…. está muerto?

Otra voz, uno voz memorable, respondió:

-No, no todavía, pero morirá antes que llegue la ambulancia

Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. Spallner chilló histéricamente ante el muro estólido de caras. Estaban todas alrededor, jueces y jurados con rostros que había visto ya una vez. En medio del dolor, contó las caras.

El niño pecoso. El viejo del labio arrugado.

La mujer pelirroja, de mejillas pintarrajeadas. Una vieja con una verruga en la mejilla.

“Sé por qué están aquí”, pensó Spallner. Están aquí como están en todos los accidentes. Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen que morir. Por eso me levantaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que seguiría vivo si me dejaban solo.

Y así ha sido desde el principio de los tiempos, cuando las multitudes se juntaron por vez primera. De ese modo el asesinato es mucho más fácil. La coartada es muy simple; no sabían que es peligroso mover a un herido. No querían hacerle daño.

Los miró, allá arriba, y sintió la curiosidad que siente un hombre debajo del agua mientras mira a los que pasan por un puente.

¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo llegan aquí tan pronto? Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo. Pisando a las gentes para que se mueran de veras.

Y no hay ninguna duda. Esos son ustedes, los conozco a todos.

Era un monólogo cortés.

La multitud no dijo nada. Caras. El viejo. La mujer pelirroja.

-¿De quién es esto?-preguntaron. Alguien levantó la cartera de mano.

¡Es mía! ¡Ahí están mis pruebas contra ustedes!

Ojos invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros. Caras.

En algún sitio…una sirena, llegaba la ambulancia. Pero mirando las caras, las facciones, el color, la forma de las caras Spallner supo que era demasiado tarde. Lo leyó en aquéllas caras.

Ellos sabían.

Trató de hablar. Le salieron unas sílabas;

-P…parece que me uniré a ustedes….creo…creo que seré un miembro del grupo…de ustedes.

Cerró luego los ojos, y esperó al empleado de la policía que vendría a verificar la muerte.

Stephen King: La balsa. Cuento

La balsaLa distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara.

Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar.

La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto.

—¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina!

—Deke… —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz.

Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla.

Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia…, pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla.

—¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo.

Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.

Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.

Deke entró en el agua y gritó:

—¡Qué fría está, María Santísima!

Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.

Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.

—Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?

Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.

Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex–alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).

Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña. pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.

—Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.

Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.

—Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.

—La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.

Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado.

Pero ahora la muchacha le miró a él.

—Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo.

—Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como… —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.

Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo…, ni siquiera Deke.

—El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne.

—Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?

El aludido asintió.

—Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.

—Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos…, por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.

Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.

—Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio!

—Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.

De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.

—¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.

—¡Sí, hagámoslo!

—Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada.

—No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.

Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.

«Olvídalo, Cisco… yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).

—¡Me apunto! —exclamó.

—¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho?

El había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos… Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta…

—¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.

Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenia una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro…

—¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho?

—¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.

En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.

—¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.

Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo.

Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.

«¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo. ..?»

Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse.

—¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.

—Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?

—¡Sí, estoy completamente sobrio!

Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.

Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.

—¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.

—¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.

Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.

—¡Nadad! —gritó a las chicas.

Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.

—¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es…?

LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.

—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta…?

—¡Nada, LaVerne, nada!

Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.

LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.

—¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.

Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsas con uno de sus bordes ahora recto.

—¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido!

Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.

—¿Es que te has vuelto loco, Randy?

LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.

—Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke?

Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí.

—Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.

—Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy — Eres un…

—No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.

—Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.

—Me va a salir un morado —dijo Rachel.

Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.

—¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.

—Iba a por las chicas —dijo Randy.

—Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.

—Iba a por las chicas —repitió tercamente.

Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».

—¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?

Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenia la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua…, eso era lo que le preocupaba.

—Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.

—Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología.

—Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenia el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.

Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».

—Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.

Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.

—Entonces vámonos —dijo LaVerne.

También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel…. pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.

Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel…, el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.

—Tengo miedo —dijo Rachel.

—¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.

El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisofia y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.

—Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.

LaVerne le sonrió con indulgencia.

—Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño— Quiero ver la salida de las estrellas.

Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.

Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.

Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto…

Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy?

—No lo sé.

Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad.

Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.

—No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.

—Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo.

Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.

Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua.

—¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.

Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.

LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.

—Rachel, será mejor que… —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.

—¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores!

—¡Rachel!

La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas.

—Ra. . .

Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.

Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.

La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.

La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.

—¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado?

Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto.

—No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.

Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.

—¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO !

El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.

—No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho.

Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones.

LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.

Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.

Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.

LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.

«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».

Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas», entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.

Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.

—Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.

—¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?

—No lo sé. ¿No me has oído antes?

—¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos cursos de ciencias!

Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.

—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.

La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.

—Es más grande —gimió LaVerne.

Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenia un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio.

—¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar de nuevo.

—Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.

Tenía los ojos desorbitados.

Deke miró de nuevo a Randy.

—¿Estás bien, Pancho?

—No lo sé. Supongo que sí.

—Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía. ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser?

Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa… o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía?

¿Quién podía saberlo?

—¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy.

—¡No! —gritó LaVerne.

—Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo.

—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.

—Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto.

Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.

—Inténtalo —le dijo a Deke.

El muchacho sonrió con gran esfuerzo.

—Ajá, Pancho.

—Ajá, Cisco.

—Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo?

Ninguno de los dos le respondió.

—Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse.

—Tal vez.

Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.

—¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?

—Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer.

Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.

—Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado.

Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza.

—Ahora déjame en paz —le dijo.

Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.

Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.

—Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo.

—Exactamente —replicó Randy.

—No se lo hemos dicho a nadie.

—No.

—Así que nadie sabe que estamos aquí.

—No.

—¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando!

—Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto?

—Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal.

—Con casas de campo cada quince metros.

—Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros.

—¿Y qué? Algún vigilante.

Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso.

—No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.

—Cazadores…

—Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.

También había conseguido asustarse.

—Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa— Quizá sólo… bueno…, nos dejará en paz.

—Puede que los cerdos… —empezó a decir Deke.

—Se está moviendo —le interrumpió Randy.

LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.

La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando…

Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:

—¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires ! ¡Los colores te atontan !

—Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa mierda, Cisco?

Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.

Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.

—¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?

—Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.

—¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no…

—Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha— Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.

Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.

—Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas.

—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.

Dio un par de pasos y se detuvo.

Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.

—¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.

Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.

—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!

Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.

Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.

La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había…

—¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!

—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.

La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.

Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más.

Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.

«Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca… Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.»

LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.

Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible.

La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.

Deke aulló.

«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.

Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.

«No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.»

—Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres?

Esta vez él lo hizo.

Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.

Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.

Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.

—¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!

Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.

La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».

La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.

Y entonces, de repente, falleció.

Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.

Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.

Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.

Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenia un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.

«Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.»

«Calla.»

Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado».

Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica.

Deke se derrumbó.

Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.

Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.

El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.

Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.

Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.

Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»

Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.

La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.

Los ojos todavía estaban abiertos.

Aún tenía la lengua fuera de la boca.

—Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.

Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.

«Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.»

Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.

El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse.

Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid.

Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.

Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.

«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?»

Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne. fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.

La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua —un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.

Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.

Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).

Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC.

—¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto.

Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.

Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.

La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.

Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas.

—¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!

Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.

—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!

Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.

—¡No puedo respirar!

Ella aflojó un poco la presa.

—Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si…

Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.

—Ponte de pie en las tablas.

—¡No!

Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.

—No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.

—No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,…

Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.

—Baja o te tiro, LaVerne.

La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.

—¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes— ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!

—Deke…

—Está muerto.

Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.

—Randy —susurró— ¿Dónde está?

—Debajo. Mira.

Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.

—Randy, por favor.

—Calla.

Permanecieron allí, de pie.

Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.

—Voy a sentarme —dijo Randy.

—¡No!

—Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma —Le dio su reloj—. Quince minutos.

—Devoró a Deke —susurró ella.

—Sí.

—¿Qué es?

—No lo sé.

—Tengo frío.

—Yo también.

—Entonces abrázame.

—Ya te he abrazado bastante.

Ella dejó de insistir.

Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.

—¿Qué vamos a hacer, Randy?

Él reflexionó un momento.

—Esperar.

Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.

—Calla —dijo él— es sólo un somorgujo.

—Me estoy helando, Randy. Estoy aterida.

—No puedo remediarlo.

—Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa.

El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.

—De acuerdo.

Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.

Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.

—No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.

—Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada— Puedo vigilarlo.

Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.

Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.

Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenia los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole

(colores)

color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores

(se mueve, está empezando a moverse)

y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankees cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de

(pelo su pelo SU PELO ESTA EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO)

Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.

Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.

Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.

Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.

Una media hora después, cuando ya hacia mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron responder con sus gritos.

La noche fue interminable.

El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible! —aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.

«¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!»

La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.

Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.

Miró a la izquierda y allí estaba la cosa, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista en seguida.

—Vete a casa —graznó— Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística.

Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría «como un murciélago salido del infierno». La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único.»

Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.

La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o… lo que fuera.

Randy esperó.

Esta vez Pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.

Llegó la tarde.

Randy lloraba.

Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.

—Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke— Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz.

La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como Si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.

Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».

Estaba de pie en la balsa.

El sol se puso.

Tres horas después salió la luna.

No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.

Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor, tal vez los colores eran para eso.

La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.

—Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.

Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.

Bram Stoker: La casa del juez. Cuento

la casa del juezPróxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías.

Cuando al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se dio cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.

En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.

—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla…, aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como usted, que desea quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.

—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.

Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:

—¡Sí, no cabe duda…, no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.

Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras pudieran preocuparle.

—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo… Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.

La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:

—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica, las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!

La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó

con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años.

La buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.

Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:

—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche… Pero, laverdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de…, ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme!

La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente.

La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.

—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas…, ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo…, tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas…, ¡y no crea otra cosa!

—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.

—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.

—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!

La vieja se rió secamente.

—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro que encontrará aquí toda la soledad que desea.

Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba), se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.

—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.

Tras terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té.

Siempre había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.

«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.

¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban!

Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una rata, cuyos brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.

Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang froid, sufrió un sobresalto.

Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza.

Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.

Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.

Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum, emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a la calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:

—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!

—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y no se habría marchado de no haberla yo amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana de alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.

—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.

—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.

—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!

Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.

—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia…, eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla…

Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.

Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón.

A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared.

Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.

Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.

De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.

Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia desapareció el animal, pues la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.

Miró su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del divertissement, avivó el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar.

«Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:

—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!

Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.

De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.

Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.

—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante, mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea: no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!

¡Qué extraña coincidencia!

Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.

Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.

—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros…, especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.

Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en «El Buen Viajero». La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:

—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.

El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:

—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?

—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?

El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció

vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:

—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la

idea que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.

Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.

—¡Choque esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda.

Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?

—Estupendo —dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.

Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:

—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?

—Sí, siempre.

—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.

—¡No!

—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.

Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado.

Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.

—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.

El doctor Thornhill respondió:

—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.

Pero luego están las ratas…, y esa sugerencia del diablo… —El doctor agitó la cabeza y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro que eso le hubiera humillado.

Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.

—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?

—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.

Y el doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.

Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, un alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada. La tarde era muy fría para el mes de abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado.

Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que disponía.

Durante más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.

Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra.

Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.

Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.

Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.

A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.

Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.

El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.

Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.

La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.

—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.

Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.

Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.

En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.

Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír.

Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza.

Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.

Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.

Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.

Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y tomó el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.

Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.

El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.

Algernon Blackwood: El Wendigo. Cuento

Algernon BlackwoodI

Aquel año se organizaron numerosas partidas de caza, pero apenas si se llegó a descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente tímidos aquella temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor Cathcart, como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio, el recuerdo de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces cazados en su vida. Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba interesado en otras cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana. Sin embargo, esta singular historia no figura en su libro La Alucinación colectiva por la sencilla razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo) vivió los hechos demasiado de cerca para poder opinar con entera objetividad…

Además de él y de su guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que era estudiante de teología y visitaba por primera vez los apartados bosques del Canadá, y el guía de éste, Défago. Joseph Défago era un franco-canadiense que había huido de su originaria provincia de Quebec años antes, y había conseguido trabajo en Rat Portage, cuando el Canadian Pacific Railway estaba en construcción. Era un hombre que, además de sus incomparables conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas canciones de viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De ahí, sin duda, la certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus misterios.

Fue Hank quien lo escogió para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía plena confianza en él. Y él le correspondía del mismo modo, «como buen compadre». Tenía un vocabulario salpicado de juramentos pintorescos, aunque totalmente carentes de significado, y la conversación entre los dos fornidos cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar esta riada de exabruptos por respeto a su viejo «patrón de caza», el doctor Cathcart -a quien llamaba «Doc», según costumbre del país-, y también porque sabía que el joven Simpson era ya « medio cura». Con todo, Défago tenía un defecto y solo uno, a juicio suyo, y era que, como franco-canadiense, daba muestras de lo que Hank definía como «un maldito carácter»; esto significaba, al parecer, que a veces se comportaba como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en los que nadie en el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que Défago era imaginativo y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado largas en la «civilización» parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban unos pocos días en despoblado para curarse por completo.

Estos eran, pues, los cuatro expedicionarios que se encontraban en el campamento durante la última semana del mes de octubre de aquel «año de alces tímidos», en la región de selvática espesura que se extiende, abandonada y solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba Punk, un cocinero indio que siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank en sus cacerías de años anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer en el campamento, pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba vestido con las ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y espeso y su tez oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un piel roja como un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de eso, Punk poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y su gran resistencia. Y también sus supersticiones.

El grupo, sentado alrededor del fuego, se sentía desanimado aquella noche porque había pasado una semana sin descubrir un solo rastro de alce. Défago había cantado su canción y había comenzado uno de sus relatos. Pero Hank, de mal humor, le recordaba tan a menudo que «lo estás contando mal, no fue así», que el «francés» se hundió finalmente en un hosco silencio del que nada probablemente podría sacarle ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y rezongando para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde acabó por dormirse. Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se consumía. Allá arriba, las estrellas brillaban en un cielo completamente invernal; y hacía tan poco viento, que comenzaban ya, solapadamente, a helarse las orillas del lago que se extendía a sus espaldas. El silencio de la inmensidad del bosque se desplegaba en torno para envolverlos.

De pronto, lo quebró inesperadamente la voz nasal de Hank:

-Deberíamos intentarlo por otra zona, Doc -exclamó con energía mirando a su patrón-. Por aquí ya se ve que no tenemos maldita la suerte.

-Vale -dijo Cathcart, que era hombre de pocas palabras-. Buena idea.

-Claro que es buena -continuó Hank con confianza-. ¿Qué tal si, para variar, diésemos una batida hacia el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no hemos explorado esa zona solitaria.

-De acuerdo.

-Y tú, Défago, te llevas al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso, pasas el Lago de las Cincuenta Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El año pasado estaba aquello lleno de alces, y por lo que llevamos visto hasta ahora, puede que también lo esté ahora, nada más que para fastidiarnos.

Défago, con los ojos clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba ofendido aún por la interrupción de su relato.

-Por esa parte no se ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar! -añadió Hank con énfasis. Miraba a su patrón con astucia-. Mejor sería recoger la tienda y alejarnos un par de noches -concluyó, como si el asunto estuviera definitivamente decidido.

A Hank se le reconocía una gran competencia para organizar cacerías, y era el encargado de esta expedición.

Para todo el mundo estaba claro que Défago no aprobaba el plan, pero su silencio parecía dar a entender algo más que una simple desaprobación. Por su sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa expresión, como un fugaz resplandor de llamas, que no pasó desapercibido para los tres hombres que estaban allí.

-Me parece que tiene miedo por alguna razón -comentaría Simpson más tarde, una vez solos su tío y él en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no replicó inmediatamente, aunque pareció interesarse y tomar nota mentalmente de la observación. La expresión de Défago le había causado una pasajera inquietud, sin motivo aparente a la sazón.

Pero Hank, como era natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que, en lugar de irritarse o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara inmediatamente a gastarle bromas.

-Me parece a mí que no hay ninguna razón especial para que vayamos allí este año -dijo, con cierta ironía en el tono-; ¡al menos, no la razón que quieres dar a entender! El año pasado fue el incendio lo que contuvo a la gente. Este año me parece que… que la gente ya no quiere ir. ¡Eso es todo! -su actitud trataba de ser alentadora.

Joseph Défago alzó los ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga de viento se deslizó por el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas pasajeras. El doctor Cathcart observó nuevamente el semblante del guía, y tampoco esta vez le agradó su expresión. Le traicionaba su mirada. Por un instante, vio en aquellos ojos el destello de un hombre verdaderamente asustado. Esto le inquietó más de lo que le habría gustado admitir.

-¿Hay indios peligrosos en esa dirección? -preguntó con una sonrisa conciliadora, en tanto que Simpson, demasiado soñoliento para percatarse de estas sutilezas, se marchaba a la cama con un prodigioso bostezo- ¿o… o pasa algo? -añadió, cuando su sobrino ya no podía oírle.

Hank le miró con menos franqueza que de costumbre.

-Está asustado -exclamó, fingiendo buen humor-. está asustado por algún cuento de hadas que le han contado. Eso es todo, ¿eh, viejo? -y le dio amistosamente en el pie que tenía más cercano al fuego.

Défago alzó los ojos con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún sueño, de un sueño que, sin embargo, no le había abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor.

-¿Asustado…? ¡Ni hablar! -contestó con desafiadora animación-. No hay nada en el bosque que pueda asustar a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! -y la natural energía con que habló, hizo imposible saber si contaría toda la verdad, o sólo una parte.

Hank se volvió hacia el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo bruscamente y miró en torno. Justo detrás de ellos, en la oscuridad, había sonado un ruido que les hizo estremecer a los tres. Era el viejo Punk, que había abandonado su yacija mientras hablaban y ahora estaba de pie, un poco más allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.

-Ahora no, Doc -susurró Hank haciendo un guiño- ; más adelante, cuando no haya moros en la costa.

Y poniéndose en pie de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y exclamó sonoramente:

-¡Acércate al fuego y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! -lo arrastró hacia el fuego y echó más leña-. Ha sido muy buena la comida que nos has preparado antes -continuó cordialmente, como si quisiera encauzar los pensamientos del hombre por otros derroteros- y no sería de cristianos dejarte ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros estamos aquí bien calentitos.

Punk avanzó, y se calentó los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que comprendía sólo a medias, pero no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que era imposible proseguir la conversación, siguió el ejemplo de su sobrino y se metió en la tienda, dejando a los tres hombres que siguieran fumando alrededor de las renovadas llamas del fuego.

No es fácil desnudarse en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y Cathcart, hombre duro y de sangre ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo al raso lo que Hank habría descrito como «una temeridad». Mientras se desnudaba observó que Punk había regresado a su yacija, y que Hank y Défago seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena convencional del Oeste: el fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y sombras. Défago, con el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el papel de malvado; Hank, con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de hombros con indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk, escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El doctor sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su interior como si algo muy hondo -no sabía qué- le oprimiera un poco, como si un soplo casi imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su alma, desapareciendo antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la «expresión asustada» que había observado en los ojos de Défago. «Probablemente»… porque de no ser a esto, no sabía a qué atribuir esta sombra de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad de análisis. Le dio la impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le parecía un guía tan seguro como Hank, por ejemplo… aunque no sabía exactamente por qué.

Antes de zambullirse en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente, observó un poco más a los dos hombres. Hank juraba como un africano loco en una sala de fiestas; pero sus juramentos eran de «afecto». Los pintorescos denuestos brotaban libremente, ahora que dormía la causa de sus anteriores represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima del hombro de su camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la tienda. Punk siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre sus malolientes mantas, en el otro extremo del claro.

El doctor Cathcart se retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente contra una oscura curiosidad por averiguar qué había al otro lado de las Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar a Défago… Se preguntaba también por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar lo que había empezado a decir. Después, el sueño le venció. Mañana lo sabría. Se lo contaría Hank mientras caminaran en pos de los alces huidizos.

Un profundo silencio descendió sobre el pequeño campamento, tan atrevidamente instalado ante las mismas fauces de la selva. El lago brillaba como una lámina de cristal negro bajo las estrellas. Picaba el aire frío. En las brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades del bosque, con mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar, flotaban ya unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno. El hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la fragancia del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la redonda, la viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca. Incluso Hank y Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían olfateado en vano…

Pero una hora más tarde, cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el viejo Punk salió a gatas de entre sus mantas y se escurrió como una sombra hasta la orilla del lago, en silencio, como únicamente un indio sabe moverse. Después levantó la cabeza y miró a su alrededor. La espesa negrura hacía casi imposible toda visibilidad; pero, como los animales, poseía él otros sentidos que la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego olfateó el aire. Se quedó quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco minutos, estiró de nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso hormigueo de nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego, se sumergió en la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes, y regresó finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.

Poco después de dormirse, el cambio de viento que había presentido agitaba blandamente el reflejo de las estrellas en el lago. Procedía de las lejanas montañas de la región situada al otro lado del Lago de las Cincuenta Islas, venía en la dirección que había observado él, pasaba por encima del campamento dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante, apenas perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos sentidos del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente inquietante; un olor de algo raro… absolutamente desconocido.

El franco-canadiense y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su sueño, aunque ninguno de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor innominado se alejó para perderse entre las regiones remotas del bosque deshabitado.

II

Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.

-¡El viento ha cambiado! -gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa-. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! -añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre- ¡Bonne chance!

Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.

La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.

Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el «señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. El solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.

Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje -la primera vez que salía de su pequeña Escocia natal-, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.

Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él, contra una muchedumbre… o, al menos, ¡contra un Titán!

La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacían sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.

Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:

-Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?

Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa -otro símbolo del poder del hombre- debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.

Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.

-El Lago de las Cincuenta Islas -anunció Défago con voz cansada-, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza pelada! -añadió poéticamente, sin darse cuenta.

Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.

-Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos -dijo mientras se iba-, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.

Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos, y ya había desaparecido.

No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas. Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.

El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas -seguramente más cerca de las cien que de las cincuenta- flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.

Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas…

El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y a fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.

Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría… qué podría hacer yo si… si sucediera algo y no regresara?»…

Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.

Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.

-Défago -dijo-, estos bosques son… cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto… tranquilo, quiero decir… ¿no?

Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.

-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores-, Es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.

Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:

-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.

Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.

-Si ellos fuesen en dirección oeste -observó Défago con desgana-, ahora estarían a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.

Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.

-Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado- rogó-. una de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.

Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no producía ecos ni resonancias.

Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie… olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.

-¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! -exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad-. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…

Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.

El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.

-¿Qué es? -repitió alarmado- ¿Siente el olor de algún alce? ¿O… o pasa algo? -acabó, bajando la voz instintivamente.

La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida… y había desaparecido.

Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.

-Yo no he dicho que he oído… o he olido nada -dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada-. Sólo quería echar una mirada alrededor… por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.

Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:

-¿Tiene cerillas, jefe?

Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.

Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.

-Se me han quitado las ganas de cantar -.explicó espontáneamente-. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?

Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada -ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente- podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio… todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…

Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación… Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.

Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.

En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.

-¿En qué piensa usted? -preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.

-En este momento estaba pensando en… en los bosques de juguete que tenemos allí -balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento- y los comparaba con todo esto -añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.

Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.

-De todos modos, yo que usted no me reiría -exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson-. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás… Nadie sabe lo que se oculta ahí.

El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.

-¿Tan grande es?

Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».

-Oiga, Simpson -exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire-, ¿no nota usted… no nota nada en el olor… nada de particular, quiero decir?

Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.

-Nada, aparte el olor a leña quemada -contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.

-Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún… ningún olor? -insistió el guía, mirándole por encima del resplandor-. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?

-No; desde luego que no -replicó agresivamente, casi con mal humor.

El rostro de Défago se aclaró.

-¡Eso está bien! -exclamó con evidente alivio-. Me gusta oír eso.

-¿Y usted? -preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.

El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.

-Creo que no -dijo, sin demasiada convicción-. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.

-¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? -preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.

Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo -o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja-, fue:

-No es nada… nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más… Una especie de animal que vive por allá -sacudió la cabeza hacia el norte-, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree… ¡Eso es todo!

-Una superstición de los bosques -comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo- ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer! …

El guía iba pisándole los talones.

-Ya voy, ya voy -dijo.

Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en una clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.

Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.

Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía… y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas… Después, el sueño se apoderó de él.

III

Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua, junto a la tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.

Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…

Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.

Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente… ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico… Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le helaba la sangre.

-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué sucede? ¿Se siente usted mal?

No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.

-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-. ¿Tiene usted frío?

Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.

Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.

-Dígame si le ocurre algo -murmuró- o si puedo hacer alguna cosa por usted. Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse… mal.

No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo le afligía. Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.

Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada…extraña a más no poder.

IV

Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción. Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido conciencia de todo cuanto le rodeaba.

Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.

Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía ser la clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del momento. Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio: «Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»

Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía y oía, una sucesión de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.

Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de protección, huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.

Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta -con el aturdimiento del despertar, no recuerda exactamente qué-, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es natural, no supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su cama de Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.

Después -casi inmediatamente-, en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que componían el nombre del guía: «¡Dé-fa-go!»

El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias. El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente poderoso»…

Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente para abrirse camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó por la entrada de la tienda… y se marchó. Y al marcharse -con tan asombrosa rapidez, que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos- gritaba con un acento de angustia y terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo…

-¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera abrasadora!

Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo sobre la floresta.

Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él, Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado, resonaban en sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos… No eran únicamente los sentidos de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la tienda.

La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles, permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera. Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente como envueltas en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios despejados del bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún, frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos evanescentes de su voz. Se había ido… definitivamente.

No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.

Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una operación muy ardua; y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido. Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a leones» es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.

Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa de percibir el hálito de un gran Horror Exterior… y todavía no había tenido tiempo de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.

Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba, y unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre los arbustos… y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su compañero desaparecido, con el fin de socorrerle.

Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! -vociferaba, y los árboles le devolvían el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:

-¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!

Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión aumentaba con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por último, fracasados sus intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento, completamente agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los árboles, y se sintió a salvo.

El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de juicio, y comprendió que se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado, debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.

Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña para marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el sol brillaba por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.

Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente, a… este…

Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle… Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le vino oscuramente a la memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.

Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.

Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.

Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El bosque le cercaba.

Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro…

Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.

Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas. Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.

Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él también… Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño franco-canadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.

V

Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.

Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venta a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.

Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.

Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.

Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!

En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera… y sucedió.

Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.

Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como si se le hubiera secado.

-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.

Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación que aniquila… En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.

Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar…

El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.

Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio de sus nervios.

No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de suceder.

Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y cerillas… ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!

Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada… y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.

No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:

-Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.

No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.

De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.

VI

La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.

Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.

De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir «inmediatamente».

En el curso del día siguiente -salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas-, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo» que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera de la tienda…

El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.

-El hechizo de estas inmensas soledades -decía- es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenia tu edad. El animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental… excitación que resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar es… es ese… ese condenado olor.

-Me puso enfermo, te lo aseguro -declaró su sobrino-; estuve a punto de marearme.

La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!

-Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo -concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.

-Lo que me maravilla -comentó éste-, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada peor.

Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.

Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.

-Bueno, señores, aquí no hay nadie -exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya-; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.

La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.

Propongo -añadió- que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el infierno, si es necesario.

El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método de su tío para explicar -para «desechar» más bien- sus terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.

-Y esa es la dirección que tomó al echar a correr -dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises-. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros…

Hank y el doctor Cathcart se miraron.

-Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección -prosiguió, con algo de su antiguo terror en la voz-; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen… ¡se terminan!

-Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás -exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.

-Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones -añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.

La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.

Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano… ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.

Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.

Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión -no se sabía qué-, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo humanamente posible por encontrarlo.

Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había persuadido para que fuese allí.

-Cuando un indio se vuelve loco -explicó, como hablando consigo mismo-, se dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!…

Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Unicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.

-Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo -insistió el doctor-. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.

Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquel.

Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante -acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla- e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más allá de, los necesarios para obtenerla.

VII

Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.

-Es bastante curiosa la leyenda esa -observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar-. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.

-Eso es -dijo Hank-. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio nombre.

Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.

-La alegoría es significativa -dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba-, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.

El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.

-Se dice también -añadió- que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.

Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.

-No siempre anda por el suelo -comentó Hank arrastrando las palabras-, pues sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come es… ¡musgo! -y se rió con una risa nerviosa. -Sí, el Wendigo come musgo -añadió, mirando con excitación el rostro de sus compañeros-. Es un comedor de musgo -repitió, con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.

Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles. Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.

De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría insoportable.

Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.

-Eso para Défago -dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora-, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.

Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.

Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:

-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!

Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.

Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:

-Ese es exactamente el grito que oí… ¡y las mismas palabras que dijo!

Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:

-¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!…

Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.

-¡Es él, que el buen Dios nos asista! -se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.

-¡Y viene! ¡Y viene! -añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.

Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una pesadilla.

VIII

Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno. Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era… Défago.

Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.

Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:

-Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado -era una voz seca, débil, jadeante-. Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno… No ha estado mal…

Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato… extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.

Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío -duro y forzado– que decía algo sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la vez.

Sin embargo, fue él -con menos experiencia y habilidad que los otros dos- quien profirió la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento que encogía el corazón de los tres.

-¿Eres… eres TÚ, Défago? -preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.

E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:

-¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?… es que está exhausto de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?

Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.

Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta… hasta perder toda consistencia.

Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:

-¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú… pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! -los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda-. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! -añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.

Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verle como oír lo que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.

Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.

Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le salió una voz firme:

-Défago, díganos qué ha sucedido… no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos ayudarle -preguntó con acento autoritario, casi como una orden.

Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y diabólico.

-¡Vamos, hombre, vamos! -gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta-. No podemos estarnos aquí toda la noche… -era el grito del instinto sobre la razón.

Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:

-He visto al gran Wendigo -susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia-. He estado con él, también…

Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:

-¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!

Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.

Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.

-Ahora, vosotros lo habéis visto también -jadeó-. ¡Habéis visto mis ardientes pies de fuego! Y ahora… bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar… poco falta para…

Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora. Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel torpe movimiento con que había venido… se marchó. Pero lo hizo a una velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito que parecía provenir de una altura inmensa.

-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!…

Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.

El doctor Cathcart -que había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado también de la situación- agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a lanzarse hacia la espesura.

-¡Quiero que conste! -gritaba el guía-, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna manera! ¡Ese es algún… demonio que le ha usurpado el sitio!

De una u otra forma -el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo consiguió–, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de dominar sus propias energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta ese momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación, pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.

Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en la que velocidad, altura y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de teología.

-¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante y se acercan al campamento!

Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque, escuchaba atento, y susurraba:

-¡Qué terribles son, en la espesura salvaje… los pies de… de los que…

Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.

Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.

Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las huellas de su rostro…

Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud interior recobrando más o menos el sosiego.

IX

Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de su «civilización» luchaban contra la experiencia de un hecho bastante singular. Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas. Sea como fuere, a él le costó mucho más «encontrarse a sí mismo».

Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador que había logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba como una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió cuando, años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y salvajes que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como ahora la concebimos».

Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:

-¿Puedes decirme, al menos, cómo… cómo eran? -preguntó Simpson.

La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:

-Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.

-Bueno, ¿y aquel olor?… -insistió el sobrino–. ¿Qué opinas de él?

El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,

-Los olores -contestó- no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.

Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta vez, sin embargo, no lo fue.

Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.

Y así era, en efecto.

Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense -es decir, lo que quedaba de él-, hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.

Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras de conocer a quien le había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.

En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y los vómitos continuos que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.

Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió unas pocas semanas.

Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde -esto es, una hora antes de que regresara el grupo expedicionario-, cuando vio a la caricatura del guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.

En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el Wendigo».

Robert Louis Stevenson: Janet la torcida. Cuento

Janet la torcidaEl reverendo Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida, sin familia, ni criado, ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su comportamiento en el pulpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet se lamentaba.

La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos, con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado —ya muy al inicio del ministerio del Sr. Soulis— a ser evitada en las horas del anochecer por todos aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario. Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary, situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.

Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más atrevidos se lanzaban —con el corazón latiéndoles a pleno ritmo— a jugar a «seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero mucha de la gente incluso de la parroquia ignoraba los acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del Sr. Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir nada —por ser de naturaleza reservada— y otros temían hablar sobre aquel asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida solitaria del reverendo.

Cincuenta años atrás, cuando el Sr. Soulis llegó por primera vez a Balweary, aún era un hombre joven —un mozo, decía la gente— lleno de sabiduría académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y las mujeres mayores, preocupados y serios se conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso, y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días de los moderados… malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en el corazón. No cabía duda ninguna de que el Sr. Soulis había estado en la universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros — más de los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio—, y harto trabajo le costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía falta tantos, sobretodo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó ser que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente para alguien tan joven y con escasa experiencia.

De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas. Le recomendaron a una vieja de mala reputación —Janet M’Clour, la llamaban— y le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían visto hablando sola en Key’s Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le comentó que Janet estaba poseída por el demonio le pareció un rumor sin fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor trató de convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el demonio estaba misericordiosamente comedido.

Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a entrar a servir en la casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente; normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo reverendo!

—Mujeres —dijo él, que tenía una voz magnífica—, en nombre de Dios os ordeno que la soltéis.

Janet corrió hacia él —estaba realmente aterrorizada—, se le abrazó y le rogó en nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.

—Mujer —le dijo a Janet—, ¿es eso verdad?

—Pongo a Dios por testigo —dijo ella— y como me hizo Dios que no es verdad ni una palabra. Aparte del hijo —dijo ella—, he sido una mujer decente toda mi vida.

—¿Renuncias —dijo el señor Soulis—, en nombre de Dios y ante mí, su indigno pastor, renuncias al diablo y a sus obras?

Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca. Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de todos.

—Y ahora —dijo el señor Soulis a las señoras—, id a vuestras casas y pedid perdón a Dios.

Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora. Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.

Janet venía bajando por la aldea —ella o alguien que se le parecía, nadie podría decirlo con certeza— con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado, como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M’Clour, pues para ellos la vieja ya estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de la gente, que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas con ella bajo el Hanging Shaw.

Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre, al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.

A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez, estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias. Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de casa.

Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando en círculos sobre el viejo cementerio.

Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros muchas veces, pero en éste había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo. Éste aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.

Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y, mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró con Janet M’Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta de verle. En ese instante recordó que cuando la vio por primera vez sintió la misma escalofriante sensación de terror.

—Janet —dijo—, ¿has visto a un hombre negro?

—¡Un hombre negro! —dijo ella— ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera, reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.

Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como un poni con el freno de la brida en la boca.

—Bueno —dijo él—. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el inquisidor de la Hermandad.

Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la boca.

—Caray —dijo ella—, debería darle vergüenza, reverendo —dándole un poco de coñac que tenía siempre a mano.

Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un bebé recién bautizado y no pensaba en nada.

Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua, profunda y negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo. El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y afligida, sin amigos salvo él.

Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca —porque el corazón le saltaba en el pecho— y, al atardecer, se fue a la cama.

Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella, ni una gota de aire. Uno no podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.

Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó estar enfermo; y enfermo estaba, pero… poco sospechaba de qué enfermedad.

Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo —quizá por el frío que sentía en los pies—, pero se le ocurrió de repente que había una cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a estar silencioso como una tumba.

El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró —pocos le habrían seguido—, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.

«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está muerta.»

Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el palpito de su propio corazón. Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta, cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.

Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra; nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.

Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» —dijo—, «dame fuerza para luchar esta noche contra el poder del mal.»

Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro —viva, se podría decir… muerta, como bien sabía el reverendo Soulis—, en el umbral de la casa.

Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo, pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el Sr. Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto, aquello era el final.

—¡Bruja, diablo! —gritó—, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si estás muerta o al Infierno si estás condenada.

Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia la aldea.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M’Llellan le vio cruzando los oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en Balweary.

Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser el mismo.

Arthur Machen: El gran dios Pan. Cuento

el gran dios pan cuentoI. El experimento

-Estoy contento de que hayas venido, Clarke; de hecho, muy contento. No estaba seguro de que pudieras darte el tiempo.

-Pude hacer algunos arreglos por unos pocos días; las cosas no están muy activas justamente ahora. Pero Raymond, ¿no tienes dudas? ¿Es absolutamente seguro?

Los dos hombres paseaban lentamente por la terraza frente a la casa del doctor Raymond. El sol oriental aún colgaba sobre la línea montañosa, pero brillaba con un pálido resplandor rojizo que no producía sombras, y el aire estaba en calma; una dulce brisa vino desde el bosque en la ladera, colina arriba, y con ella, por intervalos, el suave y murmurante arrullo de las palomas silvestres. Abajo, en el largo y hermoso valle, el río serpenteaba entre las colinas solitarias y, mientras el sol flotaba y se desvanecía hacia el oeste, una suave bruma, de un blanco puro, comenzó a emerger desde las colinas. El doctor Raymond se volvió seriamente hacia su amigo:

-¿Seguro? Por supuesto que lo es. La operación es en sí misma una intervención perfectamente simple, cualquier cirujano podría hacerla.

-¿Y no hay peligro durante alguna otra etapa?

-Ninguno; absolutamente ningún riesgo físico. Te doy mi palabra. Siempre eres tan tímido, Clarke, siempre, pero tú conoces mi historia. Me he dedicado a la medicina trascendental durante los últimos veinte años. He sido llamado farsante, charlatán e impostor, sin embargo, todo el tiempo supe que me encontraba en el camino correcto. Hace cinco años alcancé la meta, y cada día desde entonces ha sido una preparación para lo que haremos esta noche.

-Me gustaría creer que todo eso es cierto -Clarke frunció el entrecejo y miró dubitativamente al doctor Raymond-. ¿Estás perfectamente seguro, Raymond, que tu teoría no es una fantasmagórica -por cierto que una visión espléndida, sin embargo, una mera visión después de todo?

El Dr. Raymond detuvo su marcha y se volvió seriamente. Era un hombre de mediana edad, macilento y delgado, de complexión amarillo pálida, sin embargo, mientras le respondía y enfrentaba a Clarke, un rubor asomó en sus mejillas.

-Mira a tu alrededor, Clarke. Puedes ver las montañas, las colinas, como ondulación tras ondulación, puedes ver los bosques y los huertos, los campos maduros de maíz, y las praderas que se extienden hasta los lechos de caña junto al río. Puedes verme aquí a tu lado, y oír mi voz; mas te digo, que todas estas cosas -sí, desde la estrella que acaba de brillar en el cielo hasta el suelo sólido bajo tus pies- te digo, que todas son sólo sueños y sombras; las sombras que ocultan a nuestros ojos el verdadero mundo. Existe un mundo real, pero trasciende este glamour y esta visión, y se encuentra más allá de todo esto, tras un velo. No sé si alguna vez algún ser humano ha corrido ese velo; sin embargo, Clarke, sé que tú y yo lo veremos levantarse esta misma noche, en los ojos de otra persona. Quizá pienses que todo esto es un sinsentido extravagante; puede ser extraño, pero es real, y los antiguos sabían lo que significaba descorrer ese velo. Lo llamaban presenciar al dios Pan.

Clarke se estremeció; la bruma blanca que se juntaba sobre el río estaba helada.

-Esto es realmente asombroso-dijo-. Estamos parados al borde de un mundo extraño, si lo que dices, Raymond, es verdad. ¿Debo suponer que el cuchillo es absolutamente necesario?

-Sí. Una pequeña lesión en la sustancia gris, eso es todo; un insignificante reordenamiento de ciertas células, una alteración microscópica que escaparía a la atención de noventa y nueve de cien especialistas. Clarke, no quiero molestarte hablándote de mi oficio; podría darte muchos detalles técnicos que sonarían imponentes, mas tú quedarías tan iluminado como estás ahora. Sin embargo, supongo que habrás leído, por casualidad, en las apartadas esquinas de tu periódico, acerca de los inmensos pasos que se han dado recientemente en la fisiología del cerebro. El otro día divisé un párrafo de la teoría de Digby, y de los descubrimientos de Browne Feber. ¡Teorías y descubrimientos! Donde ellos se encuentran ahora yo ya estuve hace quince años, y no necesito decirte que no he estado inactivo durante los últimos quince años. Bastará que te diga que, hace cinco años hice el descubrimiento al que aludí cuando dije que hace diez años había alcanzado la meta. Luego de años de labor, luego de años de esfuerzo y de andar a tientas en la oscuridad, luego de días y noches de desilusiones y, algunas veces, de desesperación, en los cuales, una que otra vez, temblaba y me ponía helado ante el pensamiento de que quizá otros estaban buscando lo que yo buscaba; pero por fin, después de tanto tiempo, una punzada de alegría estremeció mi alma y supe que el largo viaje había llegado a su fin. A través de lo que parecía y aún parece suerte, por la sugerencia de un pensamiento fútil desprendido de las líneas familiares y los caminos que había recorrido cientos de veces, la verdad me invadió, y ví, delineado en líneas de visión, un mundo completo, una esfera desconocida; islas y continentes, y grandes océanos, en los cuales barco alguno ha navegado (según creo) desde que el hombre alzó por primera vez su mirada y vislumbró el sol y las estrellas del cielo, y la tranquila tierra debajo. Pensarás que esto es sólo lenguaje alegórico, Clarke, pero es tan difícil ser literal. Y, sin embargo, no sé si acaso lo que estoy insinuando no pueda ponerse en términos sencillos y aislados. Por ejemplo, actualmente este mundo nuestro se encuentra completamente conectado con cables y alambres de telégrafo; y con algo menor que la velocidad del pensamiento, cruzan como un relámpago desde el amanecer al atardecer, desde norte a sur, a través de las inundaciones y los desiertos. Supón que un eléctrico de hoy se diera cuenta que él y sus colegas han estado meramente jugando con guijarros, confundiéndolos con las bases del mundo, supón que un hombre como aquél vislumbrara el espacio infinito extendiéndose abierto frente a la corriente, y las voces de los hombres viajando a la velocidad del trueno hacia el sol y más allá del sol, hacia los sistemas más alejados, y el eco de la voz articulada de los hombres en el desolado vacío que confina nuestro pensamiento. En relación a las analogías, ésta es una muy buena analogía de lo que he hecho; puedes entender ahora un poco de lo que sentí aquí una tarde; una tarde de verano como ésta y el valle luciendo como ahora. Yo me encontraba aquí y, frente a mí, vi el abismo inefable e impensable que se abre profundo entre dos mundos, el mundo de la materia y el mundo del espíritu; vi el vacío y gran abismo extenderse mortecino frente a mí, y, en aquel instante, un puente de luz saltó desde la tierra hacia la orilla desconocida, y el abismo fue unido. Puedes mirar en el libro de Browne Faber, si lo deseas, y te darás cuenta que hasta el día de hoy los hombres de ciencia son incapaces de dar cuenta de la presencia, o de especificar, las funciones de un cierto grupo de neuronas del cerebro. Aquel grupo es, así como era, tierra de nadie, sólo una pérdida de espacio para poner teorías imaginativas. Yo no estoy el la posición de Browne Faber ni de los especialistas, yo estoy perfectamente enterado de las posibles funciones de aquellos centros nerviosos en el esquema de las cosas .Con un toque puedo hacerlas entrar en juego, con un toque digo, puedo liberar la corriente, con un toque puedo completar la comunicación entre este mundo de los sentidos y… podremos terminar la oración más tarde. Sí, el cuchillo es necesario; mas imagina lo que ese cuchillo realizará. Nivelará totalmente la sólida muralla de los sentidos y, probablemente, por primera vez desde que el hombre fue creado, un espíritu contemplará un mundo de espíritus. Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!

-Pero, ¿recuerdas lo que me escribiste?. Pensé que era requisito que ella… -susurró el resto al oído del doctor.

-No, para nada, para nada. Esas son tonterías. Te lo aseguro. De hecho, es mejor como está; estoy completamente seguro de eso.

-Considera bien el asunto, Raymond. Es una gran responsabilidad. Algo podría salir mal; serías un hombre miserable por el resto de tus días.

-No, no lo creo, aún si lo peor sucediera. Como sabes, yo rescaté a Mary de la cuneta y de una muerte casi segura, cuando era una niña; pienso que su vida es mía, para usarla como estime conveniente. Vamos, se está haciendo tarde, mejor entramos.

El doctor Raymond encabezó la marcha hacia la casa, a través del hall, y hacia abajo por un largo y oscuro corredor. Sacó una llave de su bolsillo y abrió una pesada puerta, y le indicó a Clarke la entrada a su laboratorio. Éste había sido alguna vez una sala de billar, iluminado por una cúpula de vidrio en el centro del techo, donde aún brillaba una luz triste y gris sobre la figura del doctor, mientras encendía una lámpara de pesada pantalla y la ponía sobre una mesa en el centro de la habitación.

Clarke miró a su alrededor. Escasamente un pie del muro se mantenía desnudo; por todos lados había estantes atiborrados con botellas y frasquitos, de todas las formas y colores, y a un extremo se encontraba un pequeño librero estilo Chippendale. Raymond le apuntó:

-¿Ves aquel pergamino de Osward Crollius? Él fue uno de los primeros en mostrarme el camino, aunque pienso que él mismo jamás lo encontrara. Éste es un extraño dicho suyo: «En cada grano de trigo se esconde el alma de una estrella»

No habían muchos muebles en el laboratorio. La mesa en el centro, en una esquina un mesón de piedra con un desagüe, las dos butacas en las que Raymond y Clarke estaban sentados; eso era todo, excepto una silla de extraña apariencia en el extremo más alejado de la habitación. Clarke la miro y alzó sus cejas:

-Sí, ésa es la silla -dijo Raymond-. Debemos ponerla en posición. Se levantó y empujó la silla hacia la luz, y comenzó a elevarla y a bajarla, dejando el asiento abajo, poniendo el respaldo en varios ángulos, y ajustando la pisadera. Se veía bastante cómoda, y Clarke pasó su mano sobre el terciopelo verde, mientras el doctor manipulaba las palancas.

-Clarke, ponte cómodo. Yo tengo un par de horas de trabajo ante mí, tuve que dejar algunos asuntos para el final.

Raymond se dirigió hacia el mesón de piedra, mientras Clarke, melancólicamente, lo observaba inclinarse sobre una hilera de frascos y encender la llama bajo el crisol. El doctor tenía una pequeña lámpara de mano, ensombrecida como la más grande, en una saliente sobre su instrumental. Clarke, sentado en las sombras, examinó la gran sala en penumbras, asombrándose ante los grotescos efectos del contraste entre la luz brillante y la oscuridad indefinida. Pronto tuvo conciencia de un extraño olor en la habitación, al comienzo la mera sugerencia de un olor, pero al hacerse más definido se sorprendió de no evocar una farmacia o un pabellón. Clarke se encontró a sí mismo esforzándose inútilmente por analizar la sensación y, poco conciente, comenzó a pensar en un día, quince años atrás, que pasó vagando a través de los bosques y praderas cercanas a su propio hogar. Era un caluroso día de comienzos de agosto, el calor había desdibujado con una suave bruma los contornos de todas las cosas y de todas las distancias, y la gente que observaba el termómetro hablaba de un registro anormal, de una temperatura que era casi tropical. Extrañamente, aquel caluroso día de los cincuentas emergió nuevamente en la imaginación de Clarke; la sensación de encandilamiento por la luz del sol que lo invadía todo, parecía anular las sombras y las luces del laboratorio, y sintió nuevamente el aire caliente golpeando en ráfagas sobre su rostro, y vio el resplandor elevándose de la turba, y oyó los millares de murmullos del verano.

-Espero que el olor no te moleste, Clarke; no hay nada dañino en él. Te pone un tanto soñoliento, eso es todo.

Clarke oyó las palabras claramente, y se dio cuenta de que Raymond se dirigía a él, sin embargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo podía pensar en la caminata solitaria que había tomado, quince años atrás; era la última visión que tenía desde que era niño de los campos y bosques que había conocido, y ahora, todo eso surgía en una luz brillante, como una fotografía, ante él. Y por encima de todo llegó hasta su nariz el aroma del verano, el olor mezclado de las flores, de los bosques y de los lugares templados en lo profundo de las verdes profundidades, emanando producto del calor del sol; y el aroma de la buena tierra, yaciendo con los brazos abiertos y los labios sonrientes, abrumándolo todo. Sus fantasías le hicieron vagar, como había vagado hace mucho tiempo atrás, desde los campos hacia el bosque, recorriendo un pequeño sendero entre la maleza brillante de las hayas; mientras el hilo de agua que goteaba desde la piedra caliza sonaba como una melodía de ensueño. Sus pensamientos comenzaron a extraviarse y a fundirse con otros pensamientos; la avenida de hayas se transformó en un sendero entre las encinas, y eventualmente, alguna parra trepaba de rama en rama, confinando a los oscilantes zarcillos y se inclinaba a causa de sus uvas púrpuras, y las escasas hojas verdi-grises del olivo silvestre contrastaban con las oscuras sombras de la encina. Clarke, en los profundos pliegues del sueño, estaba conciente que el sendero que partía de la casa de su padre lo había llevado hacia un país desconocido. Repentinamente, mientras reflexionaba sobre la extrañeza de todo esto, el murmullo del verano fue reemplazado por un silencio infinito que parecía cernirse sobre todas las cosas, el bosque estaba en silencio. Y por un momento se encontró cara a cara con una presencia, que no era hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino todas las cosas a la vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma. Y en ese momento, el sacramento entre el cuerpo y el ama se disolvió y una voz pareció gritar: «déjennos salir», y entonces vino la oscuridad más oscura, de más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.

Clarke se despertó de un sobresalto y vio a Raymond vertiendo unas cuantas gotas de un líquido oleoso en un frasquito verde, tapándolo apretadamente.

-Estuviste dormitando -le dijo-, el viaje debe haberte agotado. Todo está listo. Iré por Mary; estaré de vuelta en diez minutos.

Clarke se reclinó en su butaca, reflexionando. Le parecía como si solamente hubiera pasado de un sueño a otro. Casi esperaba ver las paredes del laboratorio derretirse y disolverse, y despertar en Londres, estremeciéndose frente a sus propias ensoñaciones. Pero finalmente la puerta se abrió y el doctor regresó. Tras de él venía una joven de aproximadamente diecisiete años, toda vestida de blanco. Era tan hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctor le había escrito. Su rostro, cuello y brazos se habían sonrojado, pero Raymond se mantenía inconmovible.

-Mary -le dijo-, ha llegado el momento. Eres completamente libre. ¿Estás dispuesta a confiarte enteramente a mí?

-Sí, querido.

-¿Oíste eso, Clarke? Tú eres mi testigo. Mary, aquí está la silla. Es bastante simple. Sólo siéntate y recuéstate. ¿Estás lista?

-Si, querido, completamente lista. Bésame antes de comenzar.

El doctor se inclinó y la besó benévolamente en los labios.

-Ahora cierra tus ojos -le dijo.

La joven cerró sus párpados, como si estuviera cansada y anhelara dormir, y Raymond puso el frasquito verde bajo su nariz. Su rostro se puso blanco, más blanco que su vestido; luchó suavemente, mas luego, con el sentimiento de sumisión tan fuerte en su interior, cruzó los brazos sobre su pecho, como una niña pequeña a punto de decir sus oraciones. El brillo de la lámpara cayó de lleno sobre ella, y Clarke observó los cambios pasar rápidamente por su rostro, como cambian las colinas cuando las nubes del verano flotan sobre el sol. Y luego allí estaba ella, totalmente quieta y pálida, mientras el doctor levantaba uno de sus párpados. Estaba completamente inconsciente. Raymond presionó con fuerza una de las palancas e instantáneamente la silla se hundió hacia atrás. Clarke observó cómo le cortaba el cabello, trazando un círculo parecido a una tonsura. Raymond acercó la lámpara y sacó de su maletín un pequeño y brillante instrumento, Clarke se volteó estremeciéndose. Al mirar nuevamente el doctor estaba vendando la herida que había hecho.

-Despertará en cinco minutos -Raymond se mantenía aún perfectamente tranquilo-. No hay nada más que hacer, sólo podemos esperar.

Los minutos pasaban lentamente; podían oír el lento y pesado tic tac de un antiguo reloj en el pasillo. Clarke se sentía enfermo y débil; sus rodillas temblaban, casi no podía mantenerse en pie.

Repentinamente, mientras vigilaban, percibieron un largo suspiro y, de súbito, el color perdido regresó a las mejillas de la joven y sus ojos se abrieron. Clarke se amilanó ante ellos. Brillaban con una luz impresionante, mirando a la distancia, y un gran asombro se dibujó en su rostro, y sus brazos se estiraron como para asir lo invisible; sin embargo, en un instante el asombro se disolvió y fue reemplazado por el más abominable terror. Los músculos de su rostro se convulsionaron horriblemente, temblando desde la cabeza a los pies; su alma parecía estremecerse y luchar dentro de ese hogar de carne. Fue una visión espantosa, y Clarke se precipitó hacia adelante mientras ella caía al suelo, temblando.

Tres días después Raymond condujo a Clarke junto al lecho de Mary. Ella se encontraba completamente despierta, moviendo su cabeza de lado a lado y gesticulando inexpresivamente.

-Sí -dijo el doctor, aun completamente sereno-, es una lástima, se ha convertido en una idiota sin remedio. Sin embargo, no se pudo evitar y, después de todo, ella ha visto al Gran Dios Pan.

II. Las Memorias del Señor Clarke

Clarke, el caballero elegido por el Dr. Raymond para presenciar el extraño experimento del dios Pan, era una persona en cuyo carácter la cautela y la curiosidad estaban peculiarmente mezcladas. En sus momentos de seriedad pensaba en lo inusual y lo excéntrico con una abierta aversión, sin embargo, en lo profundo de su corazón, exhibía una ingenua curiosidad respecto a los elementos más esotéricos y recónditos de la naturaleza humana. Esta última tendencia había prevalecido cuando aceptó la invitación de Raymond y, aunque su juicio siempre había repudiado las teorías del doctor, considerándolas como las necedades más extravagantes, secretamente abrazaba la creencia en la fantasía, y se hubiera regocijado de ver confirmada aquella creencia. Los horrores que presenció en aquel espantoso laboratorio resultaron, hasta cierto punto, terapéuticos; era conciente de estar involucrado en un asunto no del todo honorable, y por muchos años después, se aferró firmemente a lo trivial, rechazando todas las oportunidades de investigación ocultista. De hecho, sobre un principio homeopático, por algún tiempo asistió a las sesiones de distinguidos médiums, esperando que los torpes trucos de aquellos caballeros le llevaran a enemistarse con cualquier tipo de misticismo, sin embargo, el remedio, aunque cáustico, no era eficaz. Clarke sabía que aún se consumía por lo invisible, y, poco a poco, la antigua pasión comenzó a reafirmarse, al tiempo que el rostro de Mary, estremeciéndose y convulsionado con un desconocido terror, se desvanecía lentamente en su memoria. Ocupado todo el día en labores tanto serias como lucrativas, la tentación de relajarse por la tarde era muy grande, especialmente durante los meses de invierno, cuando el fuego echaba un cálido fulgor sobre su cómodo departamento de soltero, y una botella de algún vino escogido descansaba presto a la mano. Una vez digerida la cena, haría una breve pretensión de leer el periódico de la tarde, sin embargo, el mero catálogo de noticias palidecía pronto ante él, y Clarke se descubría echando vistazos de cálido deseo en dirección de un antiguo escritorio japonés, que se erguía a una agradable distancia del hogar. Como un niño frente a un armario atestado, por unos pocos minutos lo rondaba indeciso, pero el placer siempre prevalecía, y Clarke terminaba por acercar su silla, prender una vela y sentarse frente al escritorio. Sus casilleros y cajones rebosaban con documentos acerca de los más mórbidos temas, y en su espacio cerrado, descansaba un gran volumen manuscrito, en el cual, esmeradamente, había introducido los tesoros de su colección. Clarke sentía un magnífico desdén hacia la literatura publicada; la historia más fantasmagórica dejaba de interesarle si resultaba estar impresa; su único placer se encontraba en la lectura, compilación y reorganización de lo que él llamaba, sus «Memorias para probar la Existencia del Diablo» y, entregado a esta ocupación, la tarde parecía volar y la noche parecía muy corta.

Durante una velada en particular, una horrible noche de diciembre oscurecida por la niebla y congelada con escarcha, Clarke apuró su cena y, escasamente, se dignó a observar su acostumbrado ritual de tomar el periódico y dejarlo nuevamente a un lado. Se paseó dos o tres veces por la habitación, abrió el escritorio, se mantuvo estático por un momento, y se sentó. Se reclinó, absorbido por una de esas ensoñaciones de las que era objeto y, al fin, sacó su libro y lo abrió en la última entrada. Allí habían tres o cuatro páginas densamente cubiertas por la redonda y ornada caligrafía de Clarke, y al principio, había escrito lo siguiente, a mano y en una letra algo más grande:

«Singular narración relatada por mi Amigo, el Doctor Phillips. Me ha asegurado que todos los hechos relatados aquí son estricta y completamente Verdaderos, pero se niega a entregar, ya sea los Apellidos de las Personas Afectadas, o los Lugares donde estos Extraordinarios Eventos sucedieron.

El señor Clake comenzó a leer, por décima vez, la narración, dando un vistazo de vez en cuando a las notas que había hecho a lápiz cuando su amigo lo sugería. Una de sus gracias era enorgullecerse de una cierta habilidad literaria; pensaba bien de su estilo, y se esforzó en arreglar de forma dramática las circunstancias. Leyó la siguiente historia:

«Las personas involucradas en esta exposición son: Helen V., quien, si aún está viva, debe ser una mujer de veintitrés, Rachel M., ya fallecida, quien era un año menor que la anterior, y Trevor W., un idiota, de 18 años. Estas personas, durante el período de la historia, habitaban en una villa en los límites de Gales, un lugar de alguna importancia durante la época de ocupación Romana, pero ahora un caserío disperso de no más de quinientas almas. Se empalma sobre terreno elevado, aproximadamente a seis millas del mar, y se encuentra protegida por un extenso y pintoresco bosque.

«Hace unos once años atrás, Helen V. llegó a la aldea bajo circunstancias peculiares. Era sabido que, siendo huérfana, fue adoptada en su infancia por un pariente lejano, quien la crió en su hogar hasta que cumplió los doce años. Sin embargo, pensando que sería mejor para la niña tener compañeros de juegos de su misma edad, publicó en varios periódicos locales avisos buscando un buen hogar para una niña de doce en una cómoda hacienda. Este aviso fue contestado por el señor R., un granjero acomodado, de la aldea antes mencionada. Siendo sus referencias satisfactorias, el caballero envió a su hija adoptiva con el señor R. La joven portaba una carta, en la cual se estipulaba que la niña debería tener una habitación para ella sola y afirmaba que sus cuidadores no necesitaban preocuparse por el tema de su educación, pues ella estaba lo suficientemente educada para la posición que ocuparía en la vida. De hecho, el señor R. fue dado a entender que debía permitir a la niña encontrar sus propias actividades y pasar el tiempo como ella deseara. Puntualmente, el Sr. R. la recibió en la estación más cercana, a siete millas de su casa, y al parecer no advirtió nada fuera de lo común acerca de la niña, excepto que se mostraba reservada respecto a su antigua vida y a su padre adoptivo. Sin embargo, ella era diferente a la gente del pueblo; su piel era de un oliva pálido y claro, y sus rasgos eran bien marcados, en cierto modo, tenía un tipo extranjero. Al parecer, se acostumbró fácilmente a la vida de la granja, y se convirtió en la favorita de los niños, quienes algunas veces la acompañaban en sus vagabundeos por el bosque, ya que éste era su pasatiempo favorito. El Señor R. relata que conocía los vagabundeos solitarios de la joven, salía inmediatamente después del desayuno, y no retornaba hasta después del atardecer, y que, sintiéndose intranquilo de que una jovencita se encontrara sola fuera de la casa por tantas horas, se comunicó con su padre adoptivo, quién respondió, en una breve nota, que Helen debía hacer lo que eligiera. En el invierno, cuando los caminos del bosque son intransitables, pasaba la mayor parte del tiempo en su dormitorio, donde dormía sola, de acuerdo a las instrucciones de su pariente. Fue durante una de estas expediciones al bosque cuando sucedió el primero de los singulares incidentes con los cuales la niña está conectada, siendo aproximadamente un año después de su llegada al pueblo. El invierno anterior había sido extraordinariamente severo, la nieve se había acumulado hasta grandes profundidades, y la escarcha se había mantenido por un período sin precedente, y el verano siguiente fue igual de notable por su calor excesivo. Durante uno de los días más calurosos de dicho verano, Helen V. abandonó la casa para dar uno de sus largos paseos por el bosque, llevando con ella, como era usual, algo de pan y carne para almorzar. Fue vista por algunos hombres en los campos dirigiéndose hacia la antigua Calzada Romana, un verde sendero que recorre la parte más alta del bosque. Se sorprendieron al observar que la niña se había quitado el sombrero, a pesar de que el calor del sol era casi tropical. Mientras pasaba, un obrero de nombre Joseph W. trabajaba en el bosque cerca de la Calzada Romana. A las doce de día su hijo Trevor le llevó al hombre su comida de pan y queso. Después de la merienda, el chico, de aproximadamente siete años en aquella época, dejó a su padre en el trabajo para buscar flores en el bosque, y el hombre, que podía escucharlo gritar con deleite ante sus descubrimientos, no se sintió intranquilo. Sin embargo, repentinamente, se horrorizó al escuchar los gritos más espantosos, evidentemente producto de un gran terror, que procedían de la dirección en que su hijo había ido. Rápidamente dejó sus herramientas y corrió para ver qué había sucedido. Siguiendo su pista por el sonido, encontró al pequeño niño corriendo precipitadamente, y se encontraba, era evidente, terriblemente asustado. Al preguntarle, el hombre se enteró que el niño, luego de recoger un ramillete de flores se sintió cansado y se acostó en el pasto quedándose dormido. Fue súbitamente despertado, como relató, por un ruido peculiar, una especie de canto -así lo llamó- y, atisbando a través de las ramas, vio a Helen V. jugando en el pasto con un «extraño hombre desnudo», a quien fue incapaz de describir con más detalle. Dijo haberse sentido terriblemente asustado y que corrió alejándose y llamando a su padre. Joseph W. se dirigió al lugar indicado por su hijo, y encontró a Helen V. sentada en el pasto en el centro de un claro, o de un espacio abierto dejado por los quemadores de carbón. Irritadamente la culpó de haber asustado a su pequeño hijo, pero ella negó completamente la acusación y se rió de la historia del niño sobre un «hombre extraño», historia a la cual él mismo no le atribuía mucho crédito. Joseph W. llegó a la conclusión de que el niño había despertado con un súbito temor, como a veces les sucede a los niños, mas Trevor persistía en su historia, y continúo en aquel evidente estrés hasta que finalmente su padre lo llevó a casa, esperando que su madre fuese capaz de consolarlo. Sin embargo, por varias semanas el niño les dio a sus padres muchas preocupaciones: sus maneras se tornaron nerviosas y extrañas, negándose a abandonar la cabaña solo, y alarmando constantemente a la familia al despertar gritando: ¡El hombre del bosque! ¡Padre! ¡Padre!»

Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la impresión pareció desgastarse y, cerca de tres meses después, acompañó a su padre a la casa de un caballero del vecindario para el cual Joseph W. ocasionalmente trabajaba. El hombre fue conducido al estudio y el pequeño niño fue dejado sentado en la recepción. Pero pocos minutos después, mientras el caballero daba sus instrucciones a W., los dos fueron espantados por un grito desgarrador y el sonido de una caída. Precipitándose fuera descubrieron al chico sin sentido sobre el suelo, su cara desfigurada por el terror. Inmediatamente llamaron al doctor, quien luego de examinarlo declaró que el niño había sufrido una especie de ataque, producto de un shock inesperado. El niño fue llevado a uno de los dormitorios, y luego de un tiempo recuperó la conciencia, pero solo para pasar a un estado, descrito por el médico, como histeria violenta. El doctor le suministró un sedante fuerte, y en el curso de dos horas, le declaro capaz de caminar a casa. Pero al pasar por la recepción, los paroxismos de terror retornaron, con más violencia. El padre notó que el niño apuntaba hacia algún objeto y oyó el antiguo grito, «¡El hombre del bosque!», y mirando hacia la dirección señalada vio una cabeza de piedra de apariencia grotesca, que había sido edificada en la pared sobre una de las puertas. Al parecer, recientemente el dueño de la casa había hecho algunas alteraciones en sus establecimientos, y mientras cavaba en las fundaciones de algunas dependencias el hombre encontró una curiosa cabeza, evidentemente del período Romano, la que había sido dispuesta en la manera descrita. Los arqueólogos más experimentados del distrito habían declarado que la cabeza era la de un fauno o de un sátiro. (El doctor Phillips me cuenta que él ha visto la cabeza en cuestión, y me asegura que nunca ha percibido una manifestación tan vívida de intensa maldad).

Pero cualquiera haya sido la causa, este segundo golpe pareció demasiado severo para el joven Trevor, y actualmente sufre de una debilidad del intelecto, que ofrece escasa esperanza de recuperación. El asunto, en aquel tiempo, causó una gran de sensación, y Helen fue detenidamente interrogada por el señor R., pero sin resultados, pues ella negaba resueltamente que había asustado o molestado a Trevor de alguna forma.

El segundo suceso con el que el nombre de la niña está conectado tuvo lugar hace aproximadamente seis años, y es de un carácter aún más extraordinario.

A comienzos del verano de 1882, Helen trabó una amistad, de características peculiarmente íntimas, con Rachel M., la hija de un próspero granjero de la vecindad. Esta joven, un año menor que Helen, era considerada por la mayoría como la más linda de las dos, a pesar de que los rasgos de Helen se habían suavizado en gran medida mientras crecía. Las dos niñas, que estaban juntas cada vez que fuera posible, exhibían un singular contraste, la una con su clara y olivácea piel, casi de apariencia italiana, y la otra con el proverbial rojo y blanco de nuestros distritos rurales. Debe mencionarse, que los pagos que señor R. hacía para la manutención de Helen, eran conocidos en la villa por su excesiva generosidad, y era de impresión general que algún día ella heredaría de su pariente una gran suma de dinero. De esta forma, los padres de Rachel no se oponían a la amistad de su hija con la joven, e incluso fomentaban la intimidad, aunque ahora se arrepienten amargamente de haberlo hecho. Helen aún conservaba su extraordinaria inclinación por el bosque y, en varias ocasiones Rachel la acompañaba. Ambas amigas salían temprano por la mañana y se quedaban en el bosque hasta el crepúsculo. Una o dos veces después de aquellas excursiones la señora M. notó algo peculiar en el comportamiento de su hija; se la veía ida y lánguida, como ha sido expresado, «diferente a sí misma», sin embargo, estas peculiaridades le parecieron demasiado insignificantes como para ser comentadas. Mas una tarde, luego del retorno de Rachel al hogar, su madre oyó un ruido que sonaba como un llanto reprimido en la habitación de la joven, y al entrar la encontró tirada sobre su cama, medio desnuda, evidentemente presa de una gran angustia. Tan pronto como vio a su madre exclamó: «Ah, madre, madre, ¿por qué me permitiste ir al bosque con Helen?». La señora M. se sorprendió frente a tan extraña pregunta, y procedió a indagar. Rachel le relató una extravagante historia. Contó que…»

Clarke cerró el libro con un estruendo y volvió su silla hacia el fuego. La tarde en que su amigo se encontraba sentado en esa misma silla, narrando su historia, Clarke lo había interrumpido en un punto algo posterior a este, cortando sus palabras en un paroxismo de horror. «¡Dios mío! -exclamó- Piensa, piensa en lo que estás diciendo. Es demasiado increíble, demasiado monstruoso; cosas como esas no pueden suceder en este modesto mundo, donde los hombres y mujeres viven y mueren, y luchan, y conquistan, o quizá caen bajo el dolor y el arrepentimiento, y sufren de extrañas suertes por varios años; pero no esto, Phillips, no cosas como estas. Debe haber alguna explicación, alguna salida de este terror. Porque, hombre, si tal situación fuera posible, nuestra tierra sería una pesadilla.»

Sin embargo, Phillips había contado su historia hasta el final, concluyendo:

«Su huída permanece hasta hoy como un misterio; se desvaneció a plena luz del sol; la vieron caminado por una pradera y, pocos minutos después, ya no estaba allí».

Clarke trató de imaginarse el asunto una vez más, sentado junto al fuego, y su mente nuevamente se estremeció y retrocedió, consternada ante la visión de tales horribles e innombrables elementos, entronados como estaban, triunfantes en la carne humana. Ante él se extendía la oscura visión de la verde calzada en el bosque, como su amigo la había descrito; vio las hojas oscilantes y las temblorosas sombras sobre el pasto, vio la luz del sol y las flores, y, en la distancia, ambas figuras se acercaban hacia él. Una era Rachel, ¿y la otra?

Clarke ha tratado de no creer en ello, sin embargo, al final del relato, como está escrito en su libro, puso la siguiente inscripción:

ET DIABOLUS INCARNATE EST. ET HOMO FACTUS EST.

III. Ciudad de Resurrecciones

-¡Dios mío, Herbert! ¿Es esto posible?

-Sí, mi nombre es Herbert. Creo que conozco su cara también, pero no recuerdo su nombre. Mi memoria está estropeada.

-¿No recuerdas a Villiers de Wadham?

-Así es, así es. Ruego me disculpes Villiers, nunca pensé que le estaba mendigando a un antiguo amigo de universidad. Buenas noches.

-Mi querido amigo, esta prisa es innecesaria. Mis habitaciones están cerca de aquí, pero no iremos allí inmediatamente. ¿Qué te parece si caminamos un poco por Shaftesbury Avenue? Pero Herbert, ¿cómo en nombre del cielo llegaste a esta situación?

-Es una larga historia, Villiers, y extraña también, pero puedes escucharla si así lo deseas.

-Vamos, entonces. Toma mi brazo, no luces muy fuerte.

La dispar pareja se movió lentamente por la calle Rupert; el uno en sucios y funestos andrajos, y el otro, ataviado en el uniforme reglamentario de un hombre de ciudad, ordenado, lustroso y distinguidamente acomodado. Villiers había salido de su restaurante luego de una excelente cena de muchos platos, asistido por un congraciador frasco de Chianti. Mas, en aquel marco mental que casi era crónico en él, se había demorado junto a la puerta, atisbando alrededor en la mortecina luz de la calle, en busca de aquellos misteriosos incidentes y personas que abundan en las calles de Londres a cada hora. Villiers se enorgullecía de sí mismo por ser un hábil explorador de aquellos oscuros laberintos y desvíos de la vida londinense, y en esta improductiva ocupación desplegaba una asiduidad que era digna de actividades más serias. De esta forma, se encontraba junto al poste de luz examinado a los transeúntes con una abierta curiosidad y con la seriedad sólo conocida por el comensal sistemático, cuando, habiendo recién enunciado en su mente la siguiente fórmula: «Londres ha sido llamada la ciudad de los encuentros; pero es más que eso, es la ciudad de las Resurrecciones», sus reflexiones fueron súbitamente interrumpidas por un lastimero gemido junto a él, y un lamentable pedido de limosna. Miró a su alrededor con enojo, y con un súbito impacto se vio confrontado con la prueba encarnada de sus pomposas fantasías. Allí, a su lado, la cara alterada y desfigurada por la pobreza y desgracia, el cuerpo escasamente cubierto por unos grasientos y mal traídos andrajos, se encontraba su antiguo amigo Charles Herbert, quién se había matriculado el mismo día que él, con el cual había sido feliz y sagaz por doce revueltos períodos académicos. Ocupaciones diferentes y diversos intereses habían interrumpido la amistad, y hacía seis años que Villiers no veía a Herbert; y ahora lo encontraba, a esa ruina de hombre, con dolor y desaliento, mezclado con una cierta curiosidad respecto a qué espantosa cadena de circunstancias lo habrían arrastrado a tan triste situación. Villiers sintió junto con la compasión, todo el deleite del aficionado a los misterios, y se felicitó por sus pausadas especulaciones fuera del restaurante.

Caminaron en silencio por algún tiempo, y más de algún transeúnte miró sorprendido aquel insólito espectáculo de un hombre bien vestido con un indiscutible mendigo aferrado a su brazo. Villiers, dándose cuenta de esto, dirigió los pasos hacia una oscura calle en el Soho. Aquí repitió su pregunta:

-¿Cómo diablos sucedió, Herbert? Siempre creí que asumirías una gran posición en Dorsetshire. ¿Acaso tu padre te desheredó? ¿Seguramente no?

-No, Villiers; obtuve toda la propiedad cuando mi pobre padre murió, falleció un año después que dejé Oxford. Fue un buen padre para mí, y lamenté su muerte sinceramente. Pero tú sabes cómo son los jóvenes; pocos meses después me vine a la ciudad y entré en sociedad. Tuve, por supuesto, presentaciones excelentes, y logré divertirme mucho de una forma sana. Jugaba un poco ciertamente, pero nunca a grandes riesgos, y las pocas apuestas que hice en las carreras me dieron dinero -sólo unos cuantos peniques, tú sabes-, pero suficiente para pagar los puros y aquellos placeres insignificantes. Fue durante mi segunda temporada que la marea cambió. ¿Por supuesto supiste que me casé?

-No, nunca escuché nada sobre eso.

-Si, me casé Villiers. Conocí a una joven, una muchacha de la más maravillosa y extraña belleza en la casa de ciertas personas que conocía. No podría decirte su edad; nunca la supe. Hasta donde puedo imaginarme, debo pensar que tendría cerca de diecinueve cuando trabamos conocimiento. Mis amigos la habían conocido en Florencia; les había contado que era huérfana, hija de padre Inglés y madre Italiana, y los cautivó tal como me cautivó a mí. La primera vez que la vi fue durante una velada nocturna. Yo estaba junto a la puerta, conversando con un amigo cuando de repente, sobre el murmullo y barullo de la conversación, escuché una voz que pareció estremecer mi corazón. Estaba cantando una canción italiana. Me la presentaron esa tarde, y a los tres meses me casé con Helen. Villiers, esa mujer, si es que puedo llamarla mujer, pervirtió mi alma. En la noche de bodas me encontré sentado en su habitación de hotel, escuchándola. Ella estaba sentada sobre la cama, mientras yo la escuchaba hablar con su hermosa voz. Habló de cosas que aún ahora no me atrevería a susurrar en la noche más oscura, aunque estuviera en medio del desierto. Villiers, puedes creer que conoces la vida, y Londres, y lo que sucede día y noche en esta horrorosa ciudad; podrás haber escuchado las palabras de los más viles, pero te digo, que no puedes concebir lo que yo sé, ni siquiera en tus sueños más fantásticos y repugnantes podrías imaginar una pálida sombra de lo que yo he oído… y visto. Sí, visto. He visto lo increíble, horrores tales que incluso yo mismo algunas veces me detengo en medio de la calle, y me pregunto si es posible que un hombre sea testigo de tales cosas y sobreviva. En un año, Villiers, era un hombre arruinado, en cuerpo y alma… en cuerpo y alma.

-Pero, Herbert, ¿tu propiedad? Tenías tierras en Dorset.

– La vendí; los campos y los bosques, la querida y antigua casa… todo.

– ¿Y el dinero?

-Se lo llevó todo.

-¿Y luego te dejó?

-Si; desapareció una noche. No sé adónde fue, pero estoy seguro de que si la viera otra vez eso me mataría. El resto de mi historia no interesa; sórdida miseria, eso es todo. Quizá pienses que he exagerado y he hablado para causar efecto, Villiers; pero no te he contado ni la mitad. Podría contarte ciertas cosas que te convencerían, pero nunca más tendrías un día feliz. Pasarías el resto de tu vida como yo, un hombre maldito, un hombre que ha visto el infierno.

Villiers llevó al desafortunado a sus habitaciones, y le dio alimento. Herbert logró comer un poco, y escasamente tocó el vaso de vino dispuesto ante él. Se sentó taciturno junto al fuego, y pareció aliviado cuando Villiers lo despidió con un pequeño presente en dinero.

-A propósito, Herbert -dijo Villiers, mientras se separaban en la puerta-, ¿cuál era el nombre de tu esposa? Creo que dijiste Helen. ¿Helen cuánto?

-El nombre por el que pasaba cuando la conocí era Helen Vaughan, pero cuál sería su verdadero nombre, no podría decirlo. No creo que tuviera algún nombre. Sólo los seres humanos tienen nombres, Villiers, no podría decirte nada más. Adiós. Sí, no dejaré de llamar si necesito algo en lo que puedas ayudarme. Buenas noches.

El hombre salió a la amarga noche, y Villiers regresó junto al fuego. Había algo acerca de Herbert que lo impactó inesperadamente; no sus pobres andrajos ni las marcas que la pobreza había impreso en su rostro, sino más bien un terror indefinido que colgaba de él como una niebla. Había reconocido que él mismo no estaba desprovisto de culpa; la mujer, había declarado, lo había pervertido en cuerpo y alma, y Villiers sintió que este hombre, alguna vez su amigo, había actuado en escenas de una maldad que está más allá del poder de las palabras. Su historia no necesitaba de confirmación, él mismo era la prueba encarnada de ella. Villiers meditó con curiosidad acerca de la historia que había oído, y se preguntó si había oído tanto el principio como el final de ella. No -pensó-, ciertamente no el final, probablemente sólo el comienzo. Un caso como este es como un nido de cajas Chinas; abres una tras otra y descubres un exótico artificio en cada caja. Seguramente el pobre Herbert no es más que una de las cajas exteriores; hay algunas más extrañas que le siguen.

Villiers no pudo desligar su mente de Herbert y su historia, la que pareció más desenfrenada a medida que pasaba la noche. El fuego parecía arder débilmente, y el frío aire de la mañana se filtraba dentro de la habitación; Villiers se levantó dando una mirada sobre su hombro y, estremeciéndose ligeramente, se fue a la cama.

Unos días después encontró a uno de sus conocidos en su club, se llamaba Austin y era famoso por su íntimo conocimiento de la vida londinense, tanto en sus fases tenebrosas como luminosas. Villiers, aún repleto de su encuentro en el Soho y sus consecuencias, pensó que quizá Austin podría echarle algo de luz a la historia de Herbert, y así, luego de un poco de charla informal, lanzó la pregunta:

-¿Por casualidad sabes algo de un hombre llamado Herbert -Charles Herbert?

Austin se volteó seriamente y miró a Villiers con asombro.

-¿Charles Herbert? ¿No estabas en la ciudad hace tres años? No; ¿entonces no oíste acerca del caso de Paul Street? Causó gran sensación en aquel tiempo.

-¿Cuál fue el caso?

-Bueno, un caballero, un hombre de muy buena posición fue hallado muerto, tiesamente muerto, en el terreno de cierta casa en Paul Street, lejos de Tottenham Court Road. Por supuesto que la policía no hizo el descubrimiento; si te pasas despierto toda la noche y tienes luz en tu ventana, el policía llamará a tu puerta, sin embargo, si sucede que yaces muerto en el patio de alguien, te dejan solo. En este caso, como en muchos otros, la alarma fue dada por una suerte de vagabundo; no me refiero a un vago común, o a un haragán de alguna taberna, sino a un caballero, cuyo negocio o placer, o ambos, lo convirtieron en un espectador de Londres a las cinco de la mañana. Este individuo estaba, como dijo, «yendo a casa», no se supo desde dónde ni hacia dónde, y tuvo la ocasión de pasar por Paul Street entre las cuatro y las cinco a.m. Algo captó su mirada en el número 20; bastante absurdamente dijo, que la casa tenía la fisonomía más desagradable que había visto, pero que de todas formas había mirado. Se sorprendió bastante al ver a un hombre yaciendo sobre las piedras, sus extremidades completamente agazapadas, y su rostro vuelto hacia arriba. A nuestro caballero el rostro le pareció extrañamente espectral y, de esta forma, partió corriendo en busca del policía más cercano. Al comienzo, el alguacil se inclinaba a tratar el caso ligeramente, sospechando una borrachera común; sin embargo, se dirigió al lugar y, luego de mirar el rostro del hombre, cambió su tono, bastante rápidamente. El madrugador, quien había recogido este «gusanito», fue enviado en busca del doctor, mientras el policía golpeaba y llamaba a la puerta de la casa, hasta que una desaliñada sirvienta, luciendo más que un poco dormida, abrió la puerta. El alguacil le señaló el contenido del terreno a la sirvienta, quien gritó lo suficientemente fuerte para despertar a toda la calle, mas no sabía nada acerca del hombre; nunca lo había visto en la casa, etcétera. Mientras tanto, el descubridor original había regresado con el médico, y lo siguiente fue ingresar al área. La reja estaba abierta, por lo que el cuarteto completo bajó pesadamente las escaleras. El doctor escasamente necesitó un momento de inspección; dijo que el pobre tipo había estado muerto por varias horas. Entonces fue cuando el caso se puso interesante. El muerto no había sido asaltado, y en uno de sus bolsillos estaban sus papeles identificándolo como…bueno, como un hombre de buena familia y medios, un favorito de la sociedad, un enemigo de nadie, hasta donde se puede saber. No te digo su nombre, Villiers, porque nada tiene que ver con la historia, además no es nada bueno desentrañar estos asuntos de los muertos cuando no hay familiares vivos. El siguiente punto curioso fue que el médico no pudo acordar cómo encontró su muerte. Habían algunos ligeros moretones en los hombros, pero eran tan tenues que parecía como si hubiese sido empujado rudamente fuera por la puerta de la cocina, y no arrojado por sobre la reja desde la calle o, más aún, arrastrado escaleras abajo. Sin embargo, no había absolutamente ninguna otra marca de violencia en él, por cierto ninguna que diera cuenta de su muerte; y cuando hicieron la autopsia, no habían rastros de veneno, de ningún tipo. La policía, obviamente, quería saber todo acerca de las personas del número 20 de Paul Street, y aquí nuevamente, como he escuchado de fuentes privadas, surgieron uno o dos puntos muy curiosos. Al parecer los ocupantes de la casa eran el señor y la señora Charles Herbert; se decía que él era un terrateniente, lo que impactó a la gente pues Paul Street no era exactamente un lugar en el cual buscar a la burguesía hacendada. En cuanto a la señora Herbert, nadie parecía saber quién o qué era y, entre nosotros, imagino que los que se sumergieron tras la historia, se encontraron en aguas más bien extrañas. Por supuesto que ambos negaron saber algo acerca del fallecido y, por falta de evidencia en contra de ellos, fueron dejados en libertad. Sin embargo, algunas cosas muy extrañas salieron respecto a ellos. A pesar de que eran entre las cinco y las seis de la mañana cuando el muerto fue removido, un gran gentío se reunió, y varios de los vecinos corrieron a ver qué estaba sucediendo. Eran bastante desatados en sus cometarios, en todo caso, y de estos apareció que el número 20 tenía muy mala fama en Paul Street. Los detectives trataron de rastrear estos rumores hacia algún fundamento sólido de los hechos, pero no pudieron agarrarse en nada. La gente negaba con su cabeza y elevaban sus cejas pues los Herberts les parecían más bien «raros», «mejor no ser visto entrando a su casa», y etcétera. Pero no había nada tangible. Las autoridades estaban moralmente convencidas que el hombre había encontrado su muerte, de alguna u otra forma, en la casa y que había sido arrojado fuera por la puerta de la cocina, pero no podían probarlo, y la ausencia de indicios de violencia o envenenamiento los dejó impotentes. Un caso singular, ¿no es cierto?. Pero curiosamente, hay algo más que no te he dicho. Resulta que conozco a uno de los médicos que fue consultado acerca de la causa de muerte, y algún tiempo después de la investigación me lo encontré, y le pregunte acerca del tema. «¿Realmente quieres decirme -le dije-, que te viste desconcertado con el caso, y que realmente no sabes de qué murió aquel hombre?» «Discúlpame -respondió- conozco perfectamente bien la causa de la muerte. Blank murió de miedo, de un verdadero y espantoso terror; nunca durante el curso de mi práctica he visto rasgos tan terriblemente desfigurados, y le he visto las caras a un sinnúmero de muertos». El doctor era usualmente un tipo bastante sereno, pero un cierta intensidad en sus modos me impresionó, sin embargo, no pude sonsacarle nada más. Supongo que Hacienda no encontró la manera de procesar a los Herberts por asustar a un hombre hasta matarlo; de cualquier forma, nada se hizo, y el caso se retiró de la mente de los hombres. ¿Por casualidad, sabes tú algo sobre Herbert?

-Bueno -contestó Villiers-, era un antiguo amigo de universidad.

-No me digas. ¿Viste alguna vez a su esposa?

-No, nunca. Perdí de vista a Herbert por muchos años.

-Es extraño, ¿verdad?, separarse de un hombre en la puerta de la universidad o en Paddington, no saber nada de él por años, y luego, encontrarlo asomando su cabeza en tan extraño lugar. Pero a mí me hubiera gustado ver a la señora Herbert; se dicen cosas extraordinarias acerca de ella.

-¿Qué clase de cosas?

-Bueno, casi no sé cómo contártelo. Todos los que la vieron en la corte policial dijeron que era, al mismo tiempo, la mujer más hermosa y la más repulsiva, sobre la que hayan fijado sus ojos. Hablé con un hombre que la había visto, y te lo aseguro, realmente se estremecía mientras trataba de describirme a la mujer, mas no podía decir por qué. Parece que ella era una especie de enigma; y yo creo que si aquel muerto hubiera podido contar cuentos, habría narrado unos extraordinariamente raros. Y nuevamente nos encontramos frente a otro acertijo, ¿que podría haber querido el señor Blank (lo llamaremos así, si no te molesta) en una casa tan extravagante como la del número 20?. Es un caso del todo extraño, ¿no lo crees?.

-Realmente lo es, Austin; un caso extraordinario. Nunca pensé, al preguntarte por mi antiguo amigo que me encontraría frente a tan extraño metal. Bueno, debo irme, buen día.

Villiers se alejó, pensando en su propia idea ingeniosa de las cajas Chinas; aquí había un artificio exótico, de hecho.

IV. El Descubrimiento en Paul Street

Pocos meses después del encuentro entre Villiers y Herbert, el señor Clarke se encontraba, como era usual, sentado junto al hogar después de la cena, cuidando resueltamente que sus fantasías no erraran en dirección a su escritorio. Por más de una semana había logrado mantenerse lejos de sus «Memorias», abrigando esperanzas de una completa auto-reformación; sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, no podía acallar el interés y la extraña curiosidad que el caso que había escrito, excitaba en él. Le había expuesto el caso, o más bien un resumen de él , en forma de supuesto, a un amigo científico, quien meneó su cabeza pensando que Clarke se estaba volviendo excéntrico, y durante esta noche en especial, Clarke se esforzaba en racionalizar la historia, cuando un repentino golpe a la puerta lo sacó de sus meditaciones

-El señor Villiers le busca, señor.

-¡Dios mío!. Villiers, es muy amable de tu parte venir a visitarme, no te había visto en muchos meses, debo pensar que cerca de un año. Entra, entra. ¿Cómo estás, Villiers? ¿Necesitas algún consejo sobre inversiones?

-No, gracias, creo que todo lo que tengo en ese sentido está completamente a salvo. No, Clarke, vine más bien a consultarte sobre una materia realmente curiosa de la cual me enteré no hace mucho. Me temo que puedas encontrarla del todo absurda cuando te la cuente. A veces yo mismo lo hago, y por esa razón decidí recurrir a ti, pues sé que eres un hombre pragmático.

El seños Villiers ignoraba las «Memorias para probar la existencia del Diablo».

-Bueno, Villiers, estaré feliz de darte mi consejo, si mi habilidad lo permite. ¿Cuál es la naturaleza del caso?

-Es un asunto del todo extraordinario. Tú me conoces, siempre mantengo los ojos abiertos en las calles, y durante mi vida me he encontrado con tipos realmente extraños, y casos extraños también, pero creo que éste, los sobrepasa a todos. Hace cerca de tres meses venía saliendo de un restaurante una desagradable noche de invierno; había consumido una cena importante y una buena botella de Chianti, y me detuve un momento en la acera, pensando acerca del misterio que hay alrededor de las calles de Londres y de los visitantes que las recorren. Una botella de vino rojo da alas a estas fantasías, Clarke, y me atrevo a decir que debo haber pasado a través de una página pero fui interrumpido por un mendigo que había aparecido trás de mí, y hacía las peticiones usuales. Pos supuesto mire a mi alrededor y este mendigo resultó ser lo que quedaba de un viejo amigo mío, un hombre llamado Herbert. Le pregunté cómo había llegado a tan miserable pasar, y me lo dijo. Caminamos por una de aquellas largas y oscuras calles del Soho, y allí escuché su historia. Dijo que se había casado con una mujer hermosa, algunos años más joven que él y, según dijo, lo había pervertido en cuerpo y alma. No entró en detalles; dijo que no se atrevía, que lo que había visto y oído lo acechaba día y noche, y al mirar en su rostro supe que decía la verdad. Había algo respecto al hombre que me hacía estremecer. No sé por qué, pero estaba allí. Le di algo de dinero y lo despedí, y te aseguro que cuando se fue jadeé al respirar. Su presencia parecía congelar la sangre.

– Yo creo que el pobre tipo contrajo un matrimonio imprudente, y, en ingles llano, se fue por las malas.

-Bueno, escucha esto -Villiers le contó a Clarke la historia que había oído de Austin-. Ya ves -finalizó- casi no hay duda de que este señor Blank, quienquiera que haya sido, muriera de un verdadero terror; presenció algo tan espantoso, tan terrible, que le arrebató la vida. Y lo que vio, seguramente lo vio en aquella casa, la cual, de una u otra forma, tiene una mala reputación en el vecindario. Tuve curiosidad de ir y ver el lugar por mí mismo. Es una calle del tipo deprimente; las casa son suficientemente antiguas para ser despreciables y terribles, pero no lo suficientemente viejas para ser extravagantes. Hasta donde pude observar, la mayoría de ellas eran hospedajes, amobladas y no amobladas, y casi cada casa tenía tres campanillas en su puerta. Aquí y allá, los primeros pisos habían sido transformados en negocios de la clase más corriente; es una calle lúgubre, en todos los sentidos. Encontré que el número 20 estaba en alquiler, y fui donde el agente y obtuve la llave. Por supuesto que no hubiera escuchado nada de los Herberts en ese cuarto, pero le pregunté al hombre, directamente, hace cuánto habían dejado la casa y si habían habido otros inquilinos mientras tanto. Me miro extrañamente por un minuto, y me dijo que los Herberts la habían abandonado inmediatamente después de lo enojoso, como lo llamaba, y desde entonces la casa ha permanecido vacía.

Villiers se detuvo por un momento.

-Siempre me he sentido atraído por entrar a las casa vacías, hay una suerte de fascinación en los desolados cuartos vacíos, con los clavos en las paredes, y el polvo acumulado sobre los alfeizares de las ventanas. Pero no gocé entrando al número 20 de Paul Street. Difícilmente había puesto un pie dentro del pasaje, cuando noté un extraño y pesado sentimiento en el aire de la casa. Por supuesto que todas las casas vacías son sofocantes, y otras cosas, pero esto era algo totalmente diferente; no te lo puedo describir, pero parecía cortar la respiración. Fui a la habitación delantera y a la trasera, y a las cocinas escaleras abajo; todas estaban suficientemente sucias y polvorientas, como esperarías, mas había algo extraño en todas ellas. No podría definirlo, sólo se que me sentí raro. Sin embargo, una de las habitaciones del primer piso era la peor. Era una habitación más bien grande, y alguna vez el papel mural debió haber sido alegre, pero cuando yo la vi, la pintura, el papel, y todo eran de lo más lúgubre. Y la habitación estaba llena de horror; sentí rechinar mis dientes al poner la mano sobre la puerta, y cuando entré, pensé que iba a desmayarme. Sin embargo, me dominé y me situé junto a la pared del fondo, preguntándome qué diablos podría haber en esa habitación que hacía temblar mis extremidades y hacía latir mi corazón como si estuviera en la hora de la muerte. En una esquina había un montón de periódicos esparcidos por el suelo; comencé a mirarlos. Eran periódicos de hace tres o cuatro años, algunos de ellos medio rasgados y algunos arrugados, como si hubieran sido usados para embalar. Di vuelta toda la pila, y entre ellos encontré un curioso dibujo -te lo mostraré inmediatamente. Pero no pude quedarme en la habitación, sentía que me aplastaba. Agradecí haber salido de allí al aire abierto, sano y salvo. La gente me miraba mientras caminaba por la calle, y un hombre dijo que estaba borracho. Me tambaleaba de un lado a otro de la acera, y lo más que pude hacer fue llegar donde el agente con la llave e irme a casa. Estuve en cama por una semana, sufriendo de lo que mi doctor diagnosticó como impacto nervioso y agotamiento. Uno de esos días estaba leyendo el periódico y me topé por casualidad con el siguiente titular: «Murió de hambre». Era lo usual, un hospedaje típico en Marleybone, una puerta cerrada durante varios días, y un hombre muerto en su silla cuando forzaron la puerta.»El fallecido -decía el párrafo- era conocido como Charles Herbert, y se cree que alguna vez fue un próspero hacendado. Su nombre fue familiar para el público tres años atrás en conexión con la misteriosa muerte en Paul Street, Tottenham Court Road, siendo el difunto el inquilino de la casa número 20, en cuyo terreno fue encontrado muerto un caballero de buena posición, bajo circunstancias no desprovistas de sospechas». Un trágico final, ¿verdad?. Pero después de todo, si lo que me contó era verdad, y estoy seguro que lo era, la vida de aquel hombre era una completa tragedia, y una tragedia de la suerte más extraña que la que pusieron en las tablillas.

-Y esa es la historia, ¿no es cierto?

-Sí, esa es la historia.

-Bueno, Villiers, realmente no sé que decir al respecto. No hay duda que existen circunstancias en el caso que parecen peculiares, el descubrimiento de un muerto en el terreno de la casa de Herbert, por ejemplo, y la extraordinaria opinión del médico respecto a la causa de la muerte; sin embargo, después de todo, es posible que todos esos hechos puedan ser explicados de una forma directa. En relación a tus propias sensaciones cuando visitaste la casa, sugiero que pudieron deberse a una imaginación vívida; debes haber estado meditando, en un estado semiconsciente, sobre lo que habías escuchado. No veo exactamente qué más podría decirse o hacerse al respecto; evidentemente crees que hay un misterio de algún tipo, pero Herbert está muerto; ¿dónde propones buscar?.

-Propongo buscar a la mujer; la mujer con la que se casó. Ella es un misterio.

Los dos hombres estaban en silencio junto al fuego; Clarke se felicitaba por haber mantenido el personaje de abogado del lugar común, y Villiers se envolvía en sus oscuras fantasías.

-Creo que fumaré un cigarrillo -dijo finalmente, y pasó su mano por el bolsillo palpando la cajetilla de cigarros.

-¡Ah! -dijo, sobresaltándose ligeramente-. Había olvidado que tenía algo que mostrarte. ¿Recuerdas que te dije que había encontrado un curioso bosquejo entre el montón de periódicos viejos en la casa de Paul Street?. Aquí está.

Villiers sacó un pequeño paquete de su bolsillo. Estaba cubierto con un papel marrón, y asegurado con un cordel, y los nudos ofrecían problemas. A pesar de sí mismo, Clarke sintió curiosidad; se inclinó en su silla mientras Villiers deshacía con esfuerzo el cordel, y desenvolvía la cubierta exterior. Dentro había una segunda envoltura de papel que Villiers sacó, y sin una palabra, le alcanzó el pequeño pedazo de papel a Clarke.

Hubo un silencio mortal en la habitación durante cinco minutos. Los dos hombres estaban tan quietos que podían oír el sonido del anticuado reloj que se encontraba afuera en el hall, y en la mente de uno de ellos, la lenta monotonía del sonido despertó una memoria lejana. Miraba intensamente el boceto a tinta y lápiz de la cabeza de la mujer; era evidente que había sido dibujado con gran cuidado y por un verdadero artista, ya que el alma de la mujer asomaba por sus ojos, y los labios se abrían en una extraña sonrisa. Clarke observaba inmóvil el rostro; le trajo a la memoria una tarde de verano, hace mucho tiempo; nuevamente presenció el largo y hermoso valle, el río serpenteando entre las colinas, las praderas y los maizales, el pálido sol rojizo, y la blanca y fría bruma elevándose del agua. Escuchó una voz hablándole a través de las oleadas de años, diciendo: «Clarke, ¡Mary verá al Dios Pan!» , y luego se encontraba en la siniestra habitación junto al doctor, escuchando el pesado tic tac del reloj, esperando y observando, observando la figura que se encontraba tendida en la silla verde bajo la lámpara. Mary se levantó, él miró en sus ojos y su corazón se enfrío en su interior.

-¿Quién es esta mujer? -dijo finalmente. Su voz era seca y rasposa.

-Es la mujer con la que Herbert se casó.

Clarke miró nuevamente el boceto; no era Mary después de todo. Indudablemente era el rostro de Mary, pero había algo más, algo que no había visto en los rasgos de Mary cuando entró al laboratorio vestida de blanco con el doctor, tampoco en su horrible despertar, ni cuando yacía gesticulando en la cama. Fuera lo que fuera, la mirada que venía de aquellos ojos, la sonrisa en los labios llenos, o la expresión del rostro entero, hizo estremecer a Clarke en lo más recóndito de su alma, y reflexionó de manera inconsciente sobre las palabras del doctor Phillips: «el presentimiento de maldad más vívido que he visto». Mecánicamente volteó el papel en su mano y miró la parte de atrás.

-¡Dios mío, Clarke! ¿Que sucede? Estás pálido como la muerte.

Villiers saltó violentamente de su silla, mientras Clarke se reclinaba con un quejido, dejando caer el papel de sus manos.

-No me siento muy bien, Villiers, soy objeto de estos ataques. Sírveme un poco de vino; gracias, esto servirá. Me sentí mejor en unos minutos.

Villiers recogió el caído boceto y lo volteó como Clarke había hecho.

-¿Viste eso? -dijo-. Así fue como la identifiqué como el retrato de la esposa de Herbert, o debo decir su viuda. ¿Cómo te sientes ahora?

-Mejor, gracias, fue sólo un mareo pasajero. No creo que te entienda claramente. ¿Qué dijiste que te permitió identificar la imagen?

-Esta palabra -Helen- estaba escrita atrás. ¿No te dije que su nombre era Helen? Sí, Helen Vaughan.

Clarke lanzó un gemido; no había ninguna sombra de duda.

-Ahora – dijo Villiers-, ¿no estas de acuerdo que en la historia que te he contado esta noche, y el papel que esta mujer juega en ella, hay algunos puntos muy extraños?

– Sí, Villiers -musitó Clarke-, realmente es una historia extraña; una extraña historia, realmente. Debes darme tiempo para reflexionar sobre ella, y quizá pueda ayudarte y quizá no. ¿Te retiras ahora? Bueno, buenas noches Villiers, buenas noches. Ven a visitarme en el transcurso de una semana.

V. La carta de advertencia

-¿Sabes Austin -dijo Villiers, mientras ambos amigos paseaban serenamente a lo largo de Picadilly una agradable mañana de mayo- sabes que estoy convencido que lo que me contaste acerca de Paul Street y de los Herberts es un mero episodio de una historia extraordinaria? Además, debo confesarte que cuando te pregunté por Herbert hace unos meses atrás, recién me lo había encontrado.

-¿Lo habías visto? ¿Dónde?

-Me pidió limosna una noche en la calle. Se encontraba en la condición más lamentable, pero reconocí al hombre y lo tuve contándome su historia, o por lo menos un esbozo de ella. En resumen, llegó a lo siguiente: había sido arruinado por su mujer.

-¿De qué forma?

-No me lo dijo; sólo dijo que ella lo había destruido, en cuerpo y alma. El hombre está muerto ahora.

-¿Y que fue de su mujer?

-Ah, eso es lo que me gustaría saber, y pretendo encontrarla tarde o temprano. Conozco a un hombre llamado Clarke, un tipo seco, de hecho, un hombre de negocios, pero suficientemente despierto. Tú comprendes a lo que me refiero, no despierto en el mero sentido comercial de la palabra, sino que un hombre que realmente sabe algo acerca del hombre y la vida. Bueno, le expuse el caso y realmente se impresionó. Dijo que necesitaba ser considerado y me pidió que volviera en el transcurso de una semana. Pocos días después, recibí esta extraordinaria carta.

Austin tomó el sobre, extrajo la carta y leyó con curiosidad. Decía lo siguiente:

«MI QUERIDO VILLIERS, he pensado en el caso sobre el cual me consultaste la otra noche, y mi consejo es el siguiente. Arroja el retrato al fuego, borra la historia de tu mente. Nunca le dediques otro pensamiento, Villiers, o te arrepentirás. Pensarás, sin duda, que poseo alguna información secreta, y hasta cierto punto ese es el caso. Pero sólo conozco un poco; sólo soy como un viajero que ha atisbado sobre el abismo y se ha retirado con horror. Lo que sé, es suficientemente extraño y terrible, sin embargo, más allá de mi conocimiento hay profundidades y horrores aún más espantosos, más increíbles que cualquier cuento narrado una noche de invierno junto al fuego. He resuelto no explorar ni un ápice más allá, y nada conmoverá tal resolución, y si valoras tu felicidad tomarás la misma determinación.

Ven a verme de todos modos; pero hablaremos de temas más alegres que éste.

Austin dobló metódicamente la carta, y se la devolvió a Villiers.

-Ciertamente es una carta particular -dijo- ¿a qué se refiere el hombre con el retrato?

-¡Oh! Había olvidado mencionar que estuve en Paul Street e hice un descubrimiento.

Villiers relató su historia como lo había hecho con Clarke, miestras Austin escuchaba en silencio. Parecía intrigado.

-¡Qué curioso que experimentaras una sensación tan desagradable en aquella habitación! -dijo finalmente-. Difícilmente creo que haya sido una mera cuestión de la imaginación; en resumen, un sentimiento de repulsión.

-No. Era más físico que mental. Era como si en cada inhalación, respirara alguna emanación mortífera, que parecía penetrar en cada nervio, hueso y tendón de mi cuerpo. Me sentí tironeado de pies a cabeza, mis ojos comenzaron a oscurecerse, fue como la entrada a la muerte.

-Sí, sí, realmente muy extraño. Como ves, tu amigo confesó que hay una historia muy oscura conectada con esta mujer. ¿Percibiste alguna emoción particular en él cuando le relatabas tu experiencia?

-Sí. Se puso muy débil, pero me aseguró que no era más que un ataque pasajero de los cuales era objeto.

-¿Le creíste?

-En el momento lo hice, pero ahora no. Escuchó lo que yo tenía que decir con bastante indiferencia, hasta que le mostré el retrato. Entonces fue cuando el ataque del que hablo le sobrevino. Te aseguro que lucía cadavérico.

-Entonces debe haber visto a la mujer alguna vez. Sin embargo, puede haber otra explicación; puede haber sido el nombre y no el rostro, el que le era familiar. ¿Qué crees tú?

-No podría decírtelo. Hasta donde creo, fue luego de voltear el retrato en su mano que casi se cae de la silla. El nombre, como sabes, estaba escrito en la parte de atrás.

-¡Correcto! Después de todo, es imposible llegar a una conclusión en un caso como este. Odio el melodrama, y nada me choca más que la trivialidad y el tedio de las historias comerciales de fantasmas; pero Villiers, realmente parece que hay algo muy extraño en el fondo de todo esto.

Sin darse cuenta, los dos hombres habían doblado por Ashley Street, dirigiéndose al norte de Picadilly. Era una calle larga, y más bien sombría, mas aquí y allá, un gusto más brillante había iluminado las oscuras casas con flores, y cortinas alegres, y una agradable pintura en las puertas. Villiers observaba al tiempo que Austín terminaba de hablar, y miró una de aquellas casas; de cada alféizar colgaban geranios, rojos y blancos y cada ventana estaba cubierta con cortinas de color narciso.

-Se ve alegre, ¿no te parece? -dijo.

-Sí, y el interior es aún más alegre. Una de las casas más agradables de la temporada, así he oído. Yo mismo no he estado allí, pero he conocido a varios hombres que sí lo han hecho, y me cuentan que es notablemente jovial.

– ¿De quién es la casa?

-De una tal señorita Beaumont.

-¿Y quién es ella?

-No sabría decirte. He escuchado que viene de Sudamérica, pero después de todo, quién es ella es de poca importancia. Es una mujer muy rica, no cabe duda de ello, y algunas de las personas más distinguidas se han asociado con ella. He escuchado que posee un clarete espléndido, un vino verdaderamente maravilloso, que debe haberle costado una suma fabulosa. Lord Argentine me estaba contando al respecto; estuvo allí la tarde del domingo pasado. Me ha asegurado que nunca había probado un vino como ese y, como sabes, Argentine es un experto. A propósito, eso me recuerda, debe ser una mujer del tipo singular, esta señora Beaumont. Argentine le preguntó acerca de la antigüedad del vino y, ¿qué crees que le respondió?. «Al rededor de unos mil años, creo». Lord Argentine pensó que lo estaba engañando, tú sabes, pero cuando se río ella le dijo que hablaba totalmente en serio y le ofreció mostrarle la jarra. Por supuesto que luego de eso no pudo decir nada más; pero me parece algo anticuado para una bebida, ¿no te parece? Bueno, ya llegamos a mis habitaciones. ¿Quieres pasar?

-Gracias, creo que lo haré. No he visto la tienda de curiosidades hace un buen tiempo.

Era una habitación ricamente amoblada, aunque extravagantemente, donde cada jarrón, armario y mesa, y cada alfombra, jarra y ornamento parecían ser una cosa aparte, preservando cada una su propia individualidad.

-¿Algo fresco últimamente? -dijo Villiers luego de un rato.

-No; creo que no. ¿Ya viste esos cántaros extraños, no es cierto? Me lo imaginaba. No creo haberme topado con nada durante las últimas semanas.

Austin examinó la pieza de aparador en aparador, de estante a estante, en busca de alguna nueva rareza. Finalmente, sus ojos se posaron sobre un extraño cofre, agradable y exquisitamente tallado, que se encontraba en una oscura esquina del cuarto.

-Ah -dijo- lo estaba olvidando, tengo algo que mostrarte. Austin abrió el cofre, extrajo un grueso volumen empastado, lo dejó sobre la mesa, y retomó el cigarro que había dejado a un lado.

-Villiers, ¿conociste a Arthur Meyrick, el pintor?

-Algo. Lo vi una o dos veces en la casa de un amigo mío. ¿Qué ha sido de él? No he escuchado la mención de su nombre por algún tiempo.

-Murió.

-¡Díos mío! Tan joven, ¿verdad?

-Si, tenía sólo treinta cuando murió.

-¿De qué falleció?

-No lo sé. Era un íntimo amigo mío, y un tipo realmente bueno. Acostumbraba a venir y hablar conmigo durante horas, era uno de los mejores conversadores que he conocido. Incluso podía hablar de la pintura, y eso es más de lo que se puede decir de la mayoría de los pintores. Hace aproximadamente dieciocho meses comenzó a sentirse estresado, y en parte siguiendo mi consejo, se embarcó en una especie de expedición errante, sin un final ni un objetivo muy definidos. Me parece que Nueva York sería uno de sus primeros puertos, pero nunca supe de él. Hace tres meses recibí este libro, acompañado de una cortés nota de un doctor inglés trabajando en Buenos Aires, afirmando que había atendido al fallecido señor Meyrick durante su enfermedad, y que el difunto había expresado el intenso deseo de que el paquete sellado debía serme enviado luego de su muerte. Eso era todo.

-¿Y no escribiste para pedir nuevos pormenores?

-He pensado en hacerlo. ¿Tú me aconsejarías escribirle al doctor?

-Ciertamente. ¿Y el libro?

-Estaba sellado cuando lo recibí. No creo que el doctor lo haya mirado.

-¿No es algo muy extraño? ¿Era Meyrick un coleccionista?

-No, no lo creo, difícilmente un coleccionista. Dime, ¿qué es lo que piensas de estas vasijas Ainu?

-Son singulares, pero me gustan. Pero, ¿no me vas a mostrar el legado del pobre Meyrick?

-Si. Sí, por cierto. Lo que sucede es que es un objeto bastante peculiar y no se lo he mostrado a nadie. Si yo fuera tú, no diría nada al respecto. Aquí está.

Villiers cogió el libro y lo abrió a azar.

-No es un volumen impreso, entonces -dijo.

-No. Es una colección de dibujos en blanco y negro hechos por mi pobre amigo Meyrick.

Villiers dio vuelta la primera página, estaba en blanco; la segunda llevaba una pequeña inscripción que decía:

«Silet per diem universus, nec sine horror secretus est; lucet mocturnis ignibus, chorus Aeipanum undique personatur: audiuntur et cantus tibiarum, et tinnitus cymbalorum per oram maritimam».

En la tercera página había un diseño que sobresaltó a Villiers y miró inmediatamente a Austin; éste miraba abstraídamente por la ventana. Villiers volteó página tras página, absorto, a pesar de sí mismo, en las espantosas Noches de Walpurgis de la maldad, una maldad extraña y monstruosa, que el artista había plasmado en duro blanco y negro. Las figuras de Faunos, Sátiros y Aegipos bailaban frente a sus ojos, la oscuridad de la espesura, la danza en las cumbres, las escenas de costas solitarias, en verdes viñedos, en lugares desiertos y rocosos, pasaron frente a él: un mundo frente al cual el alma humana se retrae y se estremece. Villiers pasó rápidamente las páginas restantes; había visto suficiente, mas el dibujo de la última págna captó su mirada, cuando casi cerraba el libro.

-¡Austin!

-Bueno, ¿qué sucede?

-¿Sabes quién es?

Era el rostro de una mujer, sola en la página blanca.

-¿Que si la conozco? No, por supuesto que no.

-Yo sí.

-¿Quién es?

-Es la señora Herbert.

-¿Estás seguro?

-Estoy perfectamente seguro de ello. ¡Pobre Meyrick! Es un capítulo más en su historia.

-¿Qué te parecen los diseños?

-Son terribles. Sella el libro nuevamente, Austin. Si yo fuera tú, lo quemaría; debe ser una horrible compañía aún estando en un cofre.

-Sí, son unos dibujos singulares. Pero me pregunto, ¿qué conexión había entre Meyrick y la señora Herbert, o qué vínculo había entre ella y estos diseños?

-¿Quién podría decirlo? Es posible que este asunto termine aquí, y nunca sepamos, sin embargo, en mi opinión, esta Helen Vaughan o señora Herbert, es sólo el principio. Volverá a Londres, Austin; pierde cuidado, ella regresará, y entonces sabremos más acerca de ella. Dudo que sean noticias muy agradables.

VI. Los Suicidios

Lord Argentine era un gran favorito en la sociedad londinense. A los veinte años había sido un hombre pobre, adornado por el apellido de una ilustre familia, sin embargo, forzado a ganarse el sustento como fuera, y ni el más especulativo de los prestamistas le hubiera confiado 5 peniques sobre la eventualidad de que alguna vez cambiara su nombre por un título y su pobreza por una gran fortuna. Su padre había estado lo suficientemente cerca de la fuente de las cosas buenas como para asegurar a uno de los miembros vivos de la familia, pero el hijo, aún si hubiera tomado los votos, no hubiera obtenido más que eso, además, no tenía vocación para la orden eclesiástica. De esta forma, enfrentó al mundo con una armadura no mejor que la toga de bachiller y el ánimo de un joven nieto del hijo, equipamiento con el cual se las ingeniaba de alguna forma para hacer de esa una batalla bastante tolerable. A los veinticinco el señor Charles Aubernon era aún un hombre de luchas y contiendas contra el mundo, sin embargo, de los siete que se encontraban antes que él en los lugares más altos de su familia, sólo quedaban tres. Estos tres,aunque «bien vivos», no eran a prueba de la lanza Zulu ni de la fiebre tifoidea, por lo que, una mañana, Aubernon despertó siendo Lord Argentine, un hombre de treinta años que había enfrentado las dificultades de la existencia, y las había conquistado. La situación lo divertía inmensamente, y resolvió que la riqueza sería tan agradable para él como lo había sido siempre la pobreza. Luego de algunas consideraciones, Argentine llegó a la conclusión de que la cena, mirada como una de las bellas artes, era quizá la ocupación más entretenida abierta a la humanidad arruinada, de esta forma, sus cenas se hicieron famosas en Londres, y una invitación para su mesa era algo codiciosamente deseado. Luego de diez años de señoría y cenas, Argentine aún rehusaba a cansarse y siguió disfrutando de la vida , y, como una suerte de infección, era reconocido como causa de alegría para los demás, en suma, como la mejor de las compañías. De este modo, su repentina y trágica muerte causó una extensa y profunda sensación. La gente difícilmente lo creía, aún teniendo el periódico frente a sus ojos y el grito de «Misteriosa muerte de un noble» resonando por las calles. Mas allí estaba el párrafo: «Lord Argentine fue hallado muerto esta mañana por su asistente bajo circunstancias intranquilizantes. Se ha afirmado que no hay duda de que su señoría se habría suicidado, aunque no se ha encontrado un motivo para el acto. El fallecido caballero era ampliamente conocido en sociedad, y muy querido por sus joviales maneras y su regia hospitalidad. Ha sido sucedido por…» etc, etc.

Lentamente los detalles salieron a la luz, pero el caso era aún un misterio. El testigo principal del interrogatorio era el ayudante del difunto, quien afirmó que la noche anterior a la muerte Lord Argentine había cenado con una señora de buena posición, cuyo nombre fue suprimido por los períodicos. Lord Argentine había regresado aproximadamente a las once y había informado a su hombre que no requeriría de sus servicios hasta la mañana siguiente. Un poco más tarde, el sirviente tuvo la oportunidad de pasar por el hall y asombrarse al ver a su amo saliendo tranquilamente por la puerta principal. Se había cambiado la tenida de noche y vestía un abrigo Norfolk, unos bombachos, y un sombrero bajo color marrón. El ayudante no tenía ninguna razón para suponer que Lord Argentine lo había visto, y aunque su amo rara vez se quedaba hasta tarde, jamás pensó en lo que ocurriría a la mañana siguiente al llamar a su puerta un cuarto para las nueve, como era usual. No recibió respuesta, y luego de golpear una o dos veces, entró a la habitación y vio el cuerpo de Lord Argentine inclinado en ángulo desde los pies de la cama. Descubrió que su amo había atado firmemente una cuerda a uno de los postes cortos de la cama, y luego hizo un nudo corredizo y se lo deslizó alrededor del cuello, el pobre hombre debe haberse dejado caer resueltamente, para morir lentamente estrangulado. Vestía el delgado traje con el que el sirviente lo había visto salir, y el doctor que fue llamado declaró que la su vida se había extinguido hacía más de cuatro horas. Todos los papeles, cartas, y demás, estaban en perfecto orden, y no se descubrió nada que apuntara remotamente a algún escándalo, fuera grande o pequeño. Hasta aquí llegaba la evidencia; nada más pudo ser descubierto. Varias personas se encontraban presentes en la cena a la que Lord Argentine había asistido, y a todas ellas les pareció que se encontraba de un humor afable, como siempre. Sin embargo, el asistente afirmó que su amo le había parecido algo agitado al llegar a casa, mas la alteración era a su manera muy tenue, de hecho, difícilmente perceptible. Buscar más pistas parecía inútil, y la sugerencia de que Lord Argentine había sufrido de un repentino ataque de manía suicida aguda, fue ampliamente aceptado.

Sin embargo, resultó de otra manera, cuando dentro de las tres semanas siguientes, otros tres caballeros, uno de ellos un noble, y dos hombres más de buena posición y abundantes medios, perecieron atrozmente en casi la misma forma. Lord Swanleigh fue encontrado una mañana en su vestidor, colgando de un gancho fijado a la pared, y el señor Collier-Stuart y el señor Herries habían elegido morir como Lord Argentine. Ninguno de los casos tenía explicación; uno cuantos hechos conocidos: un hombre vivo en la tarde y un cadáver con el rostro hinchado y amoratado, en la mañana. La policía se vio obligada a declararse impotente para arrestar o explicar los sórdidos asesinaos de Whitechapel; sin embargo, ante los horribles suicidios de Picadilly y Mayfair se encontraban atónitos, porque ni siquiera la sola ferocidad que había servido como explicación de los crímenes del East End, podía servir en el West. Todos estos hombres que habían resuelto morir una muerte tormentosa y vergonzosa eran ricos, prósperos y, según las apariencias, enamorados del mundo, y ni siquiera la investigación más detallada pudo descubrir en alguno de los casos alguna sombra de un motivo latente. Había horror en el aire, y los hombres se miraban unos a otros al encontrarse, cada uno preguntándose si el otro sería la víctima de la quinta tragedia sin nombre. Los periodistas revisaban en vano sus apuntes en busca de material con el cual mezclar artículos anteriores. Y el periódico matutino era abierto en más de algún hogar con un sentimiento de terror; nadie sabía cuándo o dónde atacaría el próximo golpe.

Poco tiempo después del último de estos terribles sucesos, Austin fue a visitar al señor Villiers. Sentía curiosidad por saber si Villiers había tenido éxito en descubrir alguna pista fresca de la señora Herbert, ya fuera a través de Clarke o de otra fuente, y a penas se hubo sentado hizo la pregunta.

-No -dijo Villiers-, le escribí a Clarke pero sigue inexorable, y he tratado por otros canales sin resultados. No he podido saber qué ha sido de Helen Vaughan después de dejar Paul Street, pienso que deber haberse ido al extranjero. Pero para serte franco Austin, no le he prestado mucha atención al tema durante las últimas semanas; conocía íntimamente al pobre Herries, y su terrible muerte ha sido un gran golpe para mí, un gran golpe.

-Lo creo -contestó Austin solemnemente-, tú sabes que Argentine era amigo mío. Si recuerdo correctamente, estuvimos hablando de él ese día que viniste a mis habitaciones.

-Sí; era en relación a aquella casa en Ashley Street, la casa de la señora Beaumont. Dijiste algo acerca de Argentine cenando allá.

-De hecho. Seguramente sabrás que fue allí donde Argentine cenó la noche antes… antes de su muerte.

-No, no había escuchado eso.

-Oh, si; el nombre fue excluido de los períodicos para ahorrarle molestias a la señora Beaumont. Argentine era un gran favorito suyo, y se comentaba que ella se encontraba en un terrible estado.

Una curiosa expresión asomó en el rostro de Villliers; parecía indeciso acerca de hablar o no. Austin comenzó nuevamente.

-Nunca experimenté tal sentimiento de horror como cuando leí el informe de la muerte de Argentine. En el momento no lo comprendí, y tampoco ahora. Lo conocía bien, y mi entendimiento se ve completamente superado al preguntarme por qué posible causa él -o cualquiera de los otros- podría haber resuelto morir a sangre fría, de aquella espantosa manera. Tú sabes cómo los hombres murmuran sobre cada personaje de Londres, y te aseguro que cualquier escándalo enterrado o esqueleto escondido habría aparecido en un caso como este; pero nada por el estilo ha sucedido. Y respecto a la teoría de manía, bueno, eso está muy bien para la improvisación del forense, pero todos sabemos que es una tontería. La manía suicida no es una pequeña infección.

Austin se hundió en un oscuro silencio. Villiers también estaba en silencio, observando a su amigo. La expresión de indecisión aún se movía por su rostro; parecía sopesar sus pensamientos en una balanza, y las consideraciones que estaba tomando lo mantenían en silencio. Austin trató de quitarse de encima las memorias de tragedias tan imposibles y confusas como el laberinto de Dédalo, y comenzó a hablar con voz indiferente de sucesos más agradables y de las aventuras de la temporada.

-Esa señora Beaumont -dijo- de la cual hablábamos, es un gran éxito; ha tomado Londres casi por asalto. La conocí la otra noche en Fulham; realmente es una mujer extraordinaria.

-¿Conociste a la señora Beaumont?

-Sí; estaba rodeada por un verdadero séquito. Supongo que podría decirse que es muy atractiva, sin embargo, hay algo en su rostro que no me agradó. Sus rasgos son exquisitos, pero la expresión es extraña. Y durante todo el tiempo que la estuve observando, y luego, cuando me dirigía a casa, tuve la curiosa sensación de que me era familiar, de alguna u otra forma.

-La debes haber visto en la calle.

-No, estoy seguro que nunca había visto a la mujer; eso es lo que lo hace misterioso. Y según creo, nunca he visto a nadie como ella; lo que sentí fue como un recuerdo lejano y velado, vago pero persistente. La única sensación con la que puedo compararlo es ese extraño sentimiento que se tiene a veces en los sueños, cuando las ciudades fantásticas, las tierras maravillosas y los personajes fantasmales nos parecen familiares y habituales.

Villiers asintió y echó un vistazo sin dirección al rededor de la habitación, posiblemente en busca de algo sobre lo que continuar la conversación. Sus ojos se posaron en un antiguo cofre situado debajo de un escudo gótico, parecido en cierta forma a aquél en que el artista había escondido su extraño legado.

-¿Le escribiste al doctor acerca del pobre Meyrick? -preguntó.

-Sí, le escribí pidiéndole todos los pormenores respecto a su enfermedad y su muerte. No espero recibir respuesta durante otras tres semanas o un mes. Pensé que también debería indagar si Meyrick conocía a alguna mujer inglesa apellidada Herbert, y si ese era el caso, si el doctor podía entregarme información sobre ella. Sin embargo, es muy posible que Meyrick se halla encontrado con ella en Nueva York, o México, o San Francisco. No tengo idea del alcance o dirección de sus viajes.

-Sí, y es muy posible que esta mujer tenga más de un nombre.

-Exactamente. Hubiera deseado pensar en pedirte el retrato de ella que posees. Podría haberlo incluido en mi carta al doctor Matthews.

-Podrías haberlo hecho; nunca se me había ocurrido. Debemos enviarlo ahora.¡Escucha! ¿Qué están gritando esos niños?

Mientras los dos hombres conversaban, un ruido confuso de gritos había aumentado gradualmente en intensidad. El ruido se elevaba desde la parte este y cobraba fuerzas en Picadilly, acercándose más y más, como un torrente de sonido; agitando las calles usualmente tranquilas, y haciendo de cada ventana el marco para una cara, curiosa o excitada. Los gritos y las voces reverberaban a lo largo de la silenciosa calle donde vivía Villiers, haciéndose más claras a medida que avanzaban, y mientras Villiers hablaba, la respuesta subió desde la acera:

«¡Los Horrores del West End; otro espantoso suicidio; informe completo!»

Austin se precipitó escaleras abajo y compró un periódico, y le leyó a Villiers, mientras el alboroto en la calle se elevaba y decaía. La ventana estaba abierta y el aire parecía estar lleno de ruido y terror.

«Otro caballero ha caído víctima de la terrible epidemia de suicidios que, durante el último mes, ha prevalecido en West End. El señor Sydney Crashaw, de Stoke House, Fulhan y King’s Pomeroy, Devon, fue hallado muerto a la una de esta tarde, luego de una prolongada búsqueda, colgado a la rama de un árbol en su jardín. El difunto caballero cenó anoche en el Club Carlton y su salud y humor se veían como siempre. Abandonó el club cerca de las diez y, algo más tarde fue visto caminando sin prisa por St. James Street. Luego de esto, se le pierde el rastro a sus movimientos. Apenas encontrado el cuerpo se llamó al médico, pero era evidente que la vida se había extinguido hace tiempo. Hasta donde se sabe, el señor Crashaw no tenía ningún tipo de problema o ansiedad. Este doloroso suicidio, como se recordará, es el quinto de su clase en el último mes. Las autoridades de Scotland Yard son incapaces de sugerir alguna explicación para estos terribles sucesos.»

Austin dejó el periódico con un mudo horror.

-Dejaré Londres mañana -declaró-, esta es una ciudad de pesadilla. ¡Qué espantoso es esto, Villiers!

El señor Villiers estaba sentado junto a la ventana, tranquilamente mirando a la calle. Había escuchado atentamente al informe del períodico, y la huella de indecisión había desaparecido de su rostro.

-Espera, Austin -replicó- he decidido mencionarte un asunto que sucedió anoche. ¿Creo que se afirmaba que Crashaw había sido visto con vida en St. James Street, poco después de las diez?

-Sí, eso creo. Miraré nuevamente. Si, estás en lo cierto.

-Correcto. Entonces, me encuentro en la posición de contradecir completamente el relato. Crashaw fue visto después de eso; de hecho, considerablemente más tarde.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque por casualidad vi a Crashaw, cerca de las dos de esta madrugada.

-¿Viste a Crashaw? ¿Tú, Villiers?

-Sí, lo vi claramente, de hecho, nos separaban tan sólo unos pocos pasos.

-¿Dónde, en nombre del cielo, lo viste?

-No lejos de aquí. Lo ví en Ashley Street. Precisamente cuando salía de una casa.

-¿Reconociste cuál era la casa?

-Sí. Era la de la señora Beaumont.

-¡Villiers! Piensa en lo que estás diciendo; debe haber algún error. ¿Cómo podría Crashaw haber estado en casa de la señora Beaumont a las dos de la mañana? Seguro, seguro debes haber estado soñando, Villiers; siempre has sido algo fantasioso.

-No; estaba completamente despierto.Incluso si hubiera estado soñando, como tú dices, lo que ví me hubiera despertado efectivamente.

-¿Lo que viste? ¿Qué viste? ¿Había algo extraño en Crashaw? Pero no lo puedo creer, es imposible.

-Bueno, si lo deseas te contaré lo que vi, o si te place, lo que creo haber visto. Puedes juzgar por tí mismo.

-Muy bien, Villiers.

El ruido y el clamor de la calle se habían extinguido, aunque algunos sonidos de gritos aún llegaban repentinamente desde la distancia, y el apagado y pesado silencio se parecía a la calma que sigue al terremoto o a la tormenta. Villiers dio la espalda a la ventana y comenzó a hablar.

-Anoche yo estaba en una casa cerca de Regent’s Park y al dejarla, me asaltó la idea de caminar a casa en vez de tomar un cabriolé. Era una noche lo suficientemente clara y agradable, y luego de unos minutos ya tenía las calles para mí solo. Es curioso, Austin, estar solo en Londres de noche, las lámparas alargándose en perspectiva, y el silencio sin vida, y quizá de repente, la acometida y estruendo de un coche sobre las piedras y los cascos de los caballos echando chispas. Caminaba vigorosamente pues me sentía algo cansado de estar fuera en la noche, y cuando los relojes daban las dos, doblé por Ashley Street, la que, como sabes, está en mi camino. Estaba más tranquila que nunca y eran pocas las lámparas; en resumen, lucía tan oscura y tenebrosa como un bosque en invierno. Había recorrido casi la mitad de la calle cuando oí el sonido de una puerta cerrándose suavemente y, como es natural, miré para ver quién andaba allí como yo, a tales horas. Por casualidad hay una lámpara cerca de la casa en cuestión y vi a un hombre en el portal. Recién había cerrado la puerta y su cara estaba hacia mí, inmediatamente reconocí a Crashaw. Nunca lo conocí tanto como para hablarle, sin embargo, lo había visto frecuentemente, por lo que estoy seguro que no confundí a mi hombre. Le miré a la cara por un momento, y entonces -debo decir la verdad- emprendí una buena carrera y seguí corriendo hasta que estaba en mi propia puerta.

-¿Por qué?

-¿Por qué? Porque verle la cara a ese hombre me congeló la sangre. Nunca habría imaginado que una combinación de pasiones como aquella podría haber fulgurado en los ojos de ningún hombre. Casi me desmayé al mirar. Sabía que había atisbado en los ojos de un alma perdida, Austin. El exterior de ese hombre permanecía, pero todo el infierno estaba dentro de él. Una lasciva furiosa y un odio que era como el fuego, más la pérdida de toda esperanza y la completa oscuridad de la desesperación parecían dar alaridos a la noche, aunque su boca estaba cerrada. Estoy seguro que no me vio; no veía nada de lo que tú o yo podemos ver, sin embargo, lo que presenciaba espero que jamás lo veamos. No sé cuándo murió; supongo que dentro de una hora, o quizá dos, pero cuando pasé por Ashley Street y oí la puerta cerrándose, el hombre ya no pertenecía a este mundo. Lo que ví fue la cara de un demonio.

Hubo un intervalo de silencio en la habitación cuando Villiers terminó de hablar. La luz estaba menguando y todo el tumulto de una hora atrás se había acallado por completo. Austin había inclinado su cabeza al final del relato, y las manos cubrían sus ojos.

-¿Qué puede significar todo esto? -dijo finalmente.

-Quién sabe, Austin, quién sabe. Este es un asunto oscuro, pero creo que será mejor que quede entre nosotros por ahora, sea como sea. Veré si puedo saber algo acerca de esa casa a través de algunos canales privados de información, y si me encuentro con algo, te lo haré saber.

VII. Encuentros en el Soho

Tres semanas más tarde Austin recibió una nota de Villiers, pidiéndole que lo visitara aquella noche o la siguiente. Eligió la fecha más cercana. Encontró a Villiers sentado, como era usual, junto a la ventana, aparentemente perdido en meditaciones en el adormecedor tráfico de las calles. A su lado había una mesa de bambú, un objeto fantástico, enriquecido con oropel y exóticas escenas pintadas, y sobre ella había una pila de papeles arreglados y rotulados tan pulcramente como cualquier cosa en la oficina del señor Clarke.

-Bueno, Villiers, ¿has hecho algunos descubrimientos durante las últimas tres semanas?

-Eso creo: aquí tengo uno o dos apuntes que me impactaron por su singularidad, y hay un informe sobre el cual quisiera llamar tu atención.

-¿Y estos documentos se relacionan con la señora Beaumont? ¿Era realmente Crashw a quien viste esa noche en la puerta de la casa de Ashley Street?

-En relación a ese asunto mi creencia se mantiene inalterada, sin embargo, ninguna de mis indagaciones ni sus resultados tiene alguna especial relación con Crashaw. Pese a eso, mis investigaciones han tenido un extraño resultado. ¡He descubierto quién es la señora Beaumont!

-¿A qué te refieres con quién es ella?

-Me refiero a que tú y yo la conocemos mejor bajo otro nombre.

-¿Cuál es ese nombre?

-Herbert.

-¡Herbert! -Austin repitió esta palabra aturdido por la sorpresa.

-Sí, la señora Herbert de Paul Street, o Helen Vaughan, cuyas anteriores aventuras desconocía. Tuviste razón al reconocer la expresión de su rostro; al llegar a casa observa el rostro del libro de horrores de Meyrick, y conocerás la fuente de tus recuerdos.

-¿Tienes pruebas de esto?

-Sí, la mejor de las pruebas. He visto a la señora Beaumont, ¿o debo decir la señora Herbert?

-¿Dónde la viste?

-En un lugar donde difícilmente esperarías ver a una dama que vive en Ashley Street, Picadilly. La vi entrando a una casa en una de las calles más despreciables y de peor reputación del Soho. De hecho, yo había concertado una cita, aunque no con ella, y ella estaba precisamente allí, en el mismo lugar y al mismo tiempo.

-Todo esto parece muy sorprendente, pero no puedo llamarlo increíble. Debes recordar Villliers, que yo he visto a esta mujer en la corriente aventura de la sociedad londinense, conversando y riéndose, sorbiendo su café en un salón común y corriente, con gente común y corriente. Pero tú sabes lo que dices.

-Lo sé; no me he permitido ser guiado por conjeturas ni fantasías. No era con la intención de descubrir a Helen Vaughan que buscaba a la señora Beaumont en las oscuras aguas de la vida londinense, sin embargo, ese ha sido el resultado.

-Debes haber estado en lugares extraños, Villiers.

-Sí, he estado en lugares bastante extraños. Como sabes, hubiera sido inútil dirigirme a Ashley Street y haberle pedido a la señora Beaumont que me hiciera un corto esbozo de su historia pasada. No; asumiendo que, como tuve que asumir, sus antecedentes no eran de los más limpios, era bastante seguro que en algún período pasado debió haberse movido en círculos no tan refinado como los actuales. Si ves lodo en la superficie del arroyo, puede estar seguro que alguna vez estuvo en el fondo. Y yo fui hacia el fondo. Siempre me he sido aficionado a sumergirme en la Calle Extraña por placer, y me di cuenta que mi conocimiento de la localidad y sus habitantes me era muy útil. Tal vez sea innecesario mencionar que mis amigos jamás habían escuchado el apellido Beaumont, y como yo jamás había visto a la dama y no podía dar su descripción, tuve que ponerme a trabajar de una manera indirecta. La gente del lugar me conoce; eventualmente he podido prestarles algún servicio, así que no pusieron ninguna dificultad en darme su información; estaban concientes que yo no tenía ninguna comunicación directa o indirecta con Scotland Yard. Sin embargo, tuve que eliminar una buena cantidad de líneas antes de obtener lo que quería, y cuando pesqué el pez no pensé ni por un momento que ese era mi pez. Sin embargo escuché lo que me decían desde un constitucional aprecio por la información inútil, y me encontré en posesión de una historia muy curiosa, aunque como imaginé, no la historia que buscaba. Resultó ser lo siguiente.. Aproximadamente cinco o seis años atrás, una mujer de apellido Raymond apareció repentinamente en el barrio al que me refiero. Me la describieron como una mujer bastante joven, probablemente de no más de diecisiete o dieciocho, muy atractiva, y luciendo como si viniera del campo. Me equivocaría si dijera que ella encontró su nivel entrando a este barrio en particular, o asociándose con esta gente, pues por lo que me contaron, pensaría que la peor pocilga de Londres es demasiado buena para ella. La persona de la cual obtuve la información, no un gran puritano como puedes suponer, se estremeció y se puso pálido al contarme acerca de las infamias sin nombre de las que se le acusaba. Después de vivir allí por un año, o quizá un poco más, desapareció tan repentinamente como había llegado, y no supieron nada de ella hasta la época del caso de Paul Street. Al principio venía a su guarida ocasionalmente, luego con más frecuencia y finalmente, se estableció allí como antes, y permaneció por seis u ocho meses. No tiene sentido que entre en detalles acerca de la vida que la mujer llevaba; si quieres detalles puedes mirar en el legado de Meyrick. Aquellos diseños salieron de su imaginación. Ella desapareció nuevamente, y nadie del lugar la vio hasta hace unos pocos meses atrás. Mi informante me contó que había tomado algunas habitaciones en una casa que me indicó, y que tenía el hábito de visitarlas una o dos veces a la semana, siempre a las diez de la mañana. Esperaba que realizara una de esas visitas cierto día de la semana pasada, y de acuerdo a ello logré estar vigilando, acompañado de mi cicerone un cuarto para las diez, y la hora y la dama llegaron con igual puntualidad. Mi amigo y yo nos encontrabamos bajo un pasaje abovedado, algo retirado de la calle, sin embargo, ella nos vio y me dirigió una mirada que me tomará tiempo olvidar. Aquella mirada fue suficiente para mí; sabía que la señora Raymond era la señora Herbert; mientras que la señora Beaumont se había ido completamente de mi cabeza. Entró a la casa, y vigilé hasta las cuatro de la tarde, cuando salió, y luego la seguí. Fue una larga cacería, y tuve que mantener gran cuidado de mantenerme a lo lejos, en un segundo plano, pero sin perder de vista a la mujer. Me llevó por el Strand, luego hacia Westminster, para continuar por St Jame’s Street, y a lo largo de Picadilly. Me sentí de lo más extraño cuando la vi doblar por Ashley Street; la idea de que la señora Herbert era la señora Beaumont vino a mi mente, pero parecía demasiado imposible para ser verdad. Esperé en la esquina, sin perderla de vista en ningún momento, poniendo especial cuidado en identificar la casa en la que se había detenido. Era la casa de las cortinas alegres, la casa de las flores, la casa de la cual Crashaw salió la noche en que se colgó en su jardín. Casi me estaba yendo con mi descubrimiento, cuando vi que un carruaje vacío viró y se detuvo frente a la casa, llegué a la conclusión que la señora Herbert tomaría un paseo, y tenía razón. Allí, de casualidad, me encontré con un hombre que conocía, y estuvimos conversando a poca distancia del camino por donde pasaría el carruaje, que se encontraba a mis espaldas. No habíamos estado allí ni diez minutos cuando mi amigo se quitó el sombrero, di un vistazo a mi alrededor y allí vi a la dama a la que había estado siguiendo todo el día. «¿Quién es ella?» -le pregunté. Y su respuesta fue: «La señora Beaumont; vive en Ashley Street». Después de eso no cabía ninguna duda. No sé si ella me vio, pero creo que no lo hizo. Inmediatamente regresé a casa y, considerándolo, pensé que tenía un caso suficientemente bueno como para presentarme donde Clarke.

-¿Por qué donde Clarke?

-Porque estoy seguro de que Clarke conoce hechos acerca de esta mujer, hechos de los que yo no sé nada.

-Bueno, ¿qué pasó entonces?

El señor Villiers se reclinó en su butaca y miró a Austin reflexivamente un momento antes de contestar su pregunta:

-Mi idea era que Clake y yo deberíamos visitar a la señora Beaumont.

-¿Jamás irías a una casa como esa? No, no, Villiers, no puedes hacerlo. Además, considera qué resultado…

-Pronto te lo diré. Pero iba decirte que mi información no terminaba aquí; sino que fue completada de una forma extraordinaria.

Mira este lindo paquetito manuscrito; está compaginado, como ves, y tuve que perdonar la atenta coquetería de una banda de cinta roja. ¿Cierto que tiene un aire casi legal? Desliza tus ojos por él, Austin. Es la relación de las diversiones que la señora Beaumont prodigaba a sus invitados favoritos. El hombre que escribió esto escapó con vida, pero pienso que no vivirá muchos años. Los doctores le han dicho que debe haber sufrido algún severo impacto nervioso.

Austín cogió el manuscrito pero nunca lo leyó. Al abrir sus elegantes páginas al azar, su mirada fue atrapada por una palabra y una frase que le seguían; y, angustiado, con los labios pálidos y un sudor frío corriendo como agua por sus sienes, arrojó los papeles al suelo.

-Llévatelo, Villiers, nunca menciones esto nuevamente. ¿Estás hecho de piedra, hombre? Porque ni el temor ni el horror de la misma muerte, ni los pensamientos del hombre que se encuentra en el aire punzante de la mañana sobre la oscura plataforma, condenado, escuchando el tañido de las campanas, esperando que el severo rayo retumbe, no son nada comparados con esto. No lo leeré; y jamás podré conciliar el sueño.

-Muy bien, puedo imaginarme lo que viste. Sí, es lo suficientemente horrible; pero después de todo es una vieja historia, un antiguo misterio representado en nuestros días, en las oscuras calles de Londres en vez de entre los viñedos y los jardines de olivos. Ambos sabemos lo que le ocurre a aquellos que llegan a conocer al Gran Dios Pan, y aquellos que son prudentes saben que todos los símbolos son símbolo de algo, no de nada. De hecho, fue bajo un símbolo exquisito que los hombres velaron, hace mucho tiempo, su conocimiento de las fuerzas más terribles y más secretas, fuerzas que se encuentran en el corazón de todas las cosas; fuerzas ante las cuales el alma de los hombres se marchita y muere, y se ennegrece, como sus cuerpos al electrocutarse. Tales fuerzas no pueden ser nombradas, no se puede hablar de ellas, no pueden ser imaginadas excepto bajo un velo y un símbolo, un símbolo que a la mayoría nos parece una imagen exótica y poética , mientras para otros es un disparate. De todos modos, tú y yo hemos conocido algo del terror que debe habitar en el secreto lugar de la vida, manifestado en carne humana; aquello que no tiene forma tomando para sí una forma. Oh, Austin, ¿cómo eso puede existir? ¿Cómo es que la misma luz del sol no se oscurece frente a esta cosa ni la sólida tierra se derrite y hierve bajo tal carga?

Villiers se movía de un lado a otro por la habitación, y las gotas de sudor resaltaban en su frente. Austin se mantuvo en silencio por un rato, sin embargo, Villiers lo vio realizando un signo sobre su pecho.

-Nuevamente te digo, Villiers, ¿no serás capaz de entrar en una casa como esa? Jamás saldrías de ella con vida.

-Sí, Austin. Saldré con vida… y Clarke conmigo.

-¿A qué te refieres? No puedes, no te atreverías…

-Espera un momento. Esta mañana el aire estaba muy fresco y agradable; soplaba una brisa, incluso por esta calle deprimente, pensé entonces en dar un paseo. Picadilly se extendía clara frente a mí, el sol destellaba sobre los carruajes y sobre las hojas temblorosas del parque. Era una mañana alegre, los hombres y las mujeres miraban hacia el cielo y sonreían mientras se dirigían a su trabajo o a sus placeres, y el viento soplaba tan despreocupadamente como lo hace sobre las praderas y el aromático tojo. Pero de una u otra manera me alejé del bullicio y del alborozo, me descubrí caminando lentamente a lo largo de una tranquila y oscura calle, donde parecía no existir la luz del sol ni el aire, y donde los pocos peatones vagabundeaban al caminar, y merodeaban indecisos por las esquinas y las arcadas. Seguí caminando, sin saber realmente hacia dónde me dirigía o qué estaba haciendo allí, mas me sentía empujado, como a veces uno se siente, a explorar aún más allá, con la vaga idea de alcanzar alguna meta desconocida. De esta forma avancé por la calle, notando el movimiento en la lechería, y sorprendido por la incongruente mezcla de pipas de un penique, tabaco negro, dulces, y canciones cómicas, que aquí y allá se empujaban unas a otras en el reducido espacio de una sola ventana. Creo que un escalofrío que me recorrió repentinamente fue lo que en un principio me indicó que había encontrado lo que quería. Miré desde la acera y me detuve frente a un polvoriento negocio sobre el cual la inscripción se había borrado, donde los ladrillos de doscientos años se habían tiznado, donde las ventanas habían acumulado el polvo de los innumerables inviernos. Vi lo que necesitaba; sin embargo, creo que pasaron cinco minutos antes de que me calmara y pudiera entrar y pedir con una voz tranquila y un rostro impasible. Creo que aún así hubo un ligero temblor en mis palabras, pues el viejo que salió de la recepción, tambaleándose lentamente entre su mercancía, me observó de un manera extraña al envolverme el paquete. Le pagué lo que pedía, y me mantuve inclinado sobre el mostrador con un extraño rechazo a tomar mi mercadería e irme. Le pregunté por el negocio y me entré que las ventas no estaban buenas y que los beneficios habían bajado deprimentemente; que la calle no era la misma que antes de que el tráfico fuera desviado, pero eso había sido hace cuarenta años, «justo antes que mi padre muriera» -dijo. Finalmente me alejé y caminé solemnemente; era realmente una calle lúgubre y estuve feliz de volver a bullicio y al ruido.¿Quisieras ver mi adquisición?

Austín no dijo nada, pero asintió suavemente con su cabeza; aún se veía pálido y enfermo. Villiers abrió uno de los cajones de la mesa de bambú y le enseñó a Austin un largo rollo e cuerda, nueva y resistente; y en un extremo había un nudo corredizo.

-Es la mejor cuerda de cáñamo -dijo Villiers-, tal como las que se hacían antes, según me dijo el hombre. Ni una sola pulgada de yuta de punta a cabo.

Austin apretó los dientes y miró a Villiers, palideciendo cada vez más.

-No deberías hacerlo -murmuró finalmente. ¡Por Dios! No te ensuciarías las manos con sangre -exclamó con una repentina vehemencia-, ¿no hablas en serio, Villiers, eso te convertiría en un verdugo?

-No. Ofreceré la opción, dejaré a Helen Vaughan sola con esta soga por quince minutos en una habitación cerrada. Si cuando entre la cosa no está hecha, llamaré al policía más cercano. Eso es todo.

-Debo irme. No puedo quedarme ni un minuto más, no puedo soportar esto. Buenas noches.

-Buenas noches, Austin.

La puerta se cerró, pero se abrió nuevamente en un momento. Austin estaba en la entrada, pálido y cadavérico.

-Se me estaba olvidando -dijo-, que yo también tengo algo que contarte. Recibí una carta del doctor Hardon desde Buenos Aires. Me dice que él atendió a Meytick durante los tres meses anteriores a su muerte.

-¿Y menciona qué se lo llevó a la tumba en la flor de su vida? ¿No fue la fiebre?

-No, no fue la fiebre. De acuerdo al doctor, fue un colapso total del sistema, probablemente causado por algún shock severo. Pero asegura que el paciente no le mencionó nada, por lo que se encontraba en cierta desventaja para tratar el caso.

-¿Hay algo más?

-Sí, el doctor Harding concluye su carta diciendo: «Creo que esta es toda la información que puedo darle acerca de su pobre amigo. No estuvo mucho tiempo en Buenos Aires, y casi no conocía a nadie, a excepción de una persona que no ostentaba el mejor de los caracteres, y que desde entonces se ha marchado… una tal señora Vaughan.

VIII. Los Fragmentos

[Hoja de un manuscrito, cubierta con anotaciones hechas a lápiz, encontrada entre los papeles del conocido médico, doctor Robert Matheson, de Ashley Street, Picadilly, quien murió repentinamente de un ataque de apoplejía, a comienzos de 1892. Las notas se encontraban en latín, muy abreviadas y, evidentemente escritas con gran prisa. El manuscrito fue descifrado con gran dificultad y algunas palabras han evadido, hasta ahora, todos los esfuerzos de los expertos contratados. La fecha, XXV de julio de 1888, está escrita en el costado superior derecho del manuscrito. Lo siguiente es la traducción del manuscrito del doctor Matheson]

No sé si acaso la ciencia se vería beneficiada por la publicación de estas notas, en caso de que pudieran ser publicadas, mas lo dudo. Pero ciertamente, nunca tomaría la responsabilidad de publicar o divulgar ninguna palabra de lo que aquí escribo, no sólo en consideración del juramento que presté libremente a aquellas dos personas que estuvieron presentes, sino además porque los detalles son demasiado abominables. Probablemente, luego de una consideración madura y luego de sopesar el bien y el mal, destruiré este texto, o por lo menos se lo entregaré sellado a mi amigo D, confiando en su discrección, para usarlo o quemarlo, como él estime apropiado.

Como era apropiado, hice todo lo que mis conocimientos me sugería para estar seguro de que no me encontraba delirando. Pasmado en el comienzo difícilmente podía pensar, pero en poco tiempo estuve seguro que mi pulso era estable y regular, y que yo me encontraba en mis cabales. Después de eso fijé tranquilamente mis ojos en lo que estaba frente a mí.

A pesar que dentro de mí surgieron el horror y la náusea, y un hedor de podredumbre sofocó mi respiración, me mantuve firme. Fui entonces privilegiado o maldito, no me atrevo a decir cuál de las dos, de ver aquello que se encontraba sobre la cama, yaciendo negro como la tinta, transformándose frente a mis ojos. La piel, la carne, los músculos, los huesos y la firme estructura del cuerpo humano que yo había creído invariable y permanente como el diamante, comenzó a derretirse y disolverse.

Sé que el cuerpo puede ser dividido en sus elementos por agentes externos, pero me hubiera negado a creer lo que vi. Porque allí había alguna fuerza interna, de la cual nada sé, que causaba la disolución y el cambio.

Aquí también se encontraba todo el trabajo través del cual fue creado el hombre, recreado frente a mis ojos Vi aquella forma oscilando de sexo a sexo, dividiéndose a sí mismo de sí mismo, y luego nuevamente reunido. Luego vi el cuerpo descender hacia las bestias desde donde ascendió, y aquello que estaba en las alturas bajar a las profundidades, incluso hasta el abismo de todo ser. El principio de la vida, que crea al organismo, se mantuvo siempre mientras la forma exterior cambiaba.

La luz del cuarto se había transformado en oscuridad, no la oscuridad de la noche donde los objetos se perciben difusamente, pues yo podía ver claramente y sin dificultad. Sin embargo, era la negación de la luz; los objetos se presentaban a mi visión, si puedo decirlo de esta manera, sin ninguna mediación, de tal manera que si hubiera habido un prisma en la habitación no hubiera visto ningún color representado sobre él.

Miré y al final no vi nada más que una sustancia gelatinosa. Luego ascendió nuevamente el escalafón… [aquí el manuscrito se hace ilegible] … por un momento vi un Forma, perfilada frente a mí en la oscuridad , la cual no describiré en detalle. Sin embargo, el símbolo de esta forma puede ser vista en antiguas esculturas y en las pinturas que sobrevivieron a la lava, demasiado obscenas para ser nombradas… como una horrible e indescriptible figura, ni hombre ni bestia, fue cambiando hasta tomar forma humana, cuando finalmente llegó la muerte.

Yo, que presencié todas estas cosas, no sin el gran horror y aversión de mi alma, escribo aquí mi nombre, declarando que todo lo que puse en este papel es verdad.

ROBERT METHESON, Med. Dr.

***

…Raymond, este es el relato de lo que se y he visto. La carga era demasiado pesada para llevarla yo solo y, sin embargo, no podía contárselo a nadie más que a tí. Villiers, quien se encontraba conmigo en el final no sabe nada de aquel terrible secreto del bosque, de cómo aquello que ambos vimos perecer sobre la verde y suave hierba, entre las flores del varano, mitad en la luz mitad en penumbra, sosteniendo la mano de la joven Rachel, llamó y convocó a aquellos compañeros que adoptaron la forma de sólidas figuras sobre la tierra que pisamos, convocó al terror que nosotros sólo podemos insinuar, aquel que sólo podemos nombrar bajo una figura. No le contaré a Villiers de esto, ni tampoco acerca de aquel parecido que me impactó como un golpe en el corazón al ver el retrato, que colmó en el final la copa del terror. No me atrevo a adivina qué puede significar esto. Estoy seguro de que lo que vi perecer no era Mary, sin embargo, en la última agonía fueron los ojos de Mary los que me miraron. No sé si existe alguien que pueda mostrarme el último eslabón de la cadena de este horrible misterio, pero si hay alguien que puede hacerlo, ese eres tú, Raymond. Y si conoces el secreto, depende de tí si lo revelas o no, como prefieras.

Te escribo esta carta inmediatamente al regresar a la ciudad. He estado en el campo durante los últimos día; posiblemente seas capaz de adivinar dónde. Mientras en Londres el terror y asombro estaban en su punto máximo -pues la señora Beaumont, como te había contado, era conocida en sociedad-, le escribí a mi amigo el doctor Phillips, dándole un breve resumen, más bien una insinuación, de lo que había sucedido, y pidiéndole que me revelara el nombre de la aldea donde sucedieron los eventos que me había relatado. Me dio el nombre, pues como dijo sin el menor titubeo, los padres de Rachel habían fallecido, y el resto de la familia se habían marchado donde un pariente en el estado de Washington, seis meses atrás. Me dijo que los padres habían muerto, indudablemente, debido al dolor y el espanto causados por la terrible muerte de la hija, y por aquello que había acontecido antes de esa muerte. La misma tarde del día que recibí la carta de Phillips, ya me encontraba en Caermaen Y bajo las desmoronadas murallas romanas, blancas por los inviernos de diecisiete siglos, miré hacia la pradera donde alguna vez se irguió el templo al «Dios de los Abismos», y vi una casa brillando en la luz del sol. Era la casa donde Helen había vivido. Me quedé en Caermaen por varios días. La gente del lugar, descubrí, poco sabían y aún menos habían adivinado. Aquellos con los que hablé sobre la materia parecían asombrarse de que un anticuario (así fue como me presenté) se preocupara por la tragedia del pueblo, sobre la cual me dieron una versión muy trivial y, como puedes imaginarte, no les revelé nada de lo que yo sabía. Pasé la mayoría del tiempo en el gran bosque que se eleva justo sobre la aldea, escalando la ladera, y se descuelga hacia el río en el valle; otro hermoso y extenso valle, Raymond, como aquel que observamos una noche, yendo de un lado a otro frente a tu casa. Por varias horas me extraviaba en el laberíntico bosque, ahora virando hacia la derecha y ahora hacia la izquierda, caminando lentamente a lo largo de pasadizos de maleza, sombríos y helados, incluso bajo el sol del mediodía y deteniéndome bajo los inmensos robles. Yaciendo en la hierba rala de algún claro donde el suave y dulce aroma de las rosas silvestres me era traído por el viento, mezclado con el fuerte perfume del saúco, cuyos aromas mezclados se parecen al hedor que hay en la habitación de un muerto, un vaho de incienso y podredumbre. Estuve en los confines del bosque, observando toda la pompa y desfile de las dedaleras, elevándose entre los helechos y brillando rojizas en el pronunciado atardecer, y más allá de ellas, hacía la espesura de la maleza abigarrada, donde los manantiales bullen desde la roca, regando los juncos, húmedos y nocivos. Sin embargo, durante todos mis vagabundeos, evité una parte del bosque; no fue sino hasta ayer que ascendí hasta la cima de la colina, y me paré sobre la antigua calzada romana que se abre paso a través de la cresta más alta del bosque. Por aquí habían caminado ellas, Helen y Rachel, a lo largo de esta tranquila calzada, sobre el pavimento de hierba verde, encerrada a ambos lados por bancos de tierra roja y protegida por los elevados setos de hayas. Y por aquí seguí sus pasos, una y otra vez mirando a través de los espacios entre las ramas, viendo a un lado el alcance del bosque, extendiéndose lejos hacia la derecha y hacia la izquierda, y sumergiéndose en el valle. Y, más allá, el océano amarillo, y la tierra allende del mar. Al otro lado se encontraba el valle y el río, y colina tras colina como onda tras onda, y el bosque, y la pradera, y los maizales, las brillantes casa blancas, la gran pared montañosa, y los lejanos picos azules en el norte. Hasta que finalmente llegué al lugar. La huella ascendía por una suave pendiente y se ensanchaba hacia el espacio abierto, rodeada por una espesa muralla de maleza, y se estrechaba nuevamente, para perderse en la distancia y en la tenue y azulosa niebla de verano. Y en este agradable claro estival Rachel le entregó y le dejó algo a una joven, quién sabe qué. No me quedé allí por mucho tiempo.

En un pequeño pueblo cercano a Caermaen hay un museo, que contiene la mayor parte de los vestigios romanos que se han encontrado durante todas las épocas en los alrededores. El día siguiente a mi llegada a Caermaen me dirigí al pueblo en cuestión, y aproveché la oportunidad de inspeccionar el museo. Luego de haber visto la mayor parte de las esculturas en piedra, los baúles, anillos, monedas y fragmentos de pavimento teselado que contiene el lugar, fui llevado ante un pequeño pilar rectangular de piedra blanca, el cual había sido recientemente descubierto en el bosque sobre el cual he estado hablando y, como me enteré indagando, en aquel espacio abierto donde la calzada romana se ensancha. A un lado del pilar había una inscripción, de la cual tomé nota. Alguna de las letras han sido borradas, sin embargo pienso que no cabe duda sobre las otras que puedo proveer. La inscripción es la siguiente:

DEVOMNODENTi FLAvIVSSENILISPOSSvit PROPTERNVPtias quaSVIDITSVBVMra

«Al gran dios Nodens (el Gran Dios de las Profundidades o de los Abismos), Flavius Senilis ha erguido este pilar en consideración del matrimonio que presenció bajo esta sombra»

El guardia del museo me informó que los anticuarios locales se encontraban muy intrigados, no por la inscripción, o por alguna dificultad en traducirla, sino por la circunstancia o rito al que se alude.

***

… Y ahora, mi querido Clarke, acerca de lo que me cuentas sobre Helen Vaughan, a quien me dices que viste morir bajo circunstancias de lo más y del más increíble horror. Me sentí interesado por tu relato, sin embargo, de lo que me contaste yo ya sabía, si no todo, una buena parte. Comprendo el extraño parecido que notaste entre el retrato y el rostro mismo; tú viste a la madre de Helen. Recuerdas aquella tranquila noche de verano, hace muchos años atrás, cuando te hablé del mundo más allá de las sombras y del dios Pan. Recuerdas a Mary. Ella era la madre de Helen Vaughan, quien nació nueve meses después de aquella noche.

Mary jamás recobró la razón. Todo el tiempo yació en cama, como tú la viste, y pocos días después del parto murió. Tengo la idea de que justo al final me reconoció; me encontraba junto a su cama cuando la antigua mirada asomó en sus ojos por un segundo, y luego se estremeció y gimió, y estaba muerta. Hice un funesto trabajo aquella noche en que estuviste presente; forcé la entrada a la casa de la vida, sin saber o sin importarme lo que sucedería al entrar allí. Te recuerdo en ese momento diciéndome, solemne y correctamente también, que, en cierto sentido, había arruinado la razón de un ser humano a causa de un ridículo experimento basado en una teoría absurda. Hiciste bien en culparme, sin embargo, mi teoría no era del todo absurda. Lo que dije que Mary vería, lo vio, pero olvidé que ningún ojo humano puede presenciar tal visión sin impunidad. Y, como recién mencioné, olvidé que cuando la casa de la vida es echada abajo de esa manera, puede entrar aquello para lo cual no poseemos un nombre, y la carne puede convertirse en un velo de horror que uno no se atrevería a expresar. Jugué con energías que no comprendía, tu viste el resultado de ello. Helen Vaughan hizo bien al atarse la cuerda al rededor de su cuello y morir, a pesar de que la muerte fue horrible. La cara amoratada, la obscena forma sobre la cama, cambiando y disolviéndose frente a tus ojos, de mujer a hombre, de hombre a bestia, de bestia a algo peor que las bestias, todos estos extraños horrores que presenciaste, no me sorprenden en lo absoluto. Aquello frente a lo que el doctor que mandaron a buscar vio y frente a lo que se estremeció, yo ya lo había conocido hace tiempo; supe lo que había hecho desde que la niña nació, y cuando escasamente tenía cinco años la sorprendí, no una vez ni dos, sino muchas veces, con un compañero de juegos…..tú puedes adivinar de qué tipo. Para mí era una constante, un horror encarnado, y luego de unos pocos años sentí que no podía soportarlo más, por lo que mandé a Helen lejos. Ahora sabes qué asustó al niño en el bosque. El resto de esta espantosa historia, y todo lo demás que me has contado que tu amigo descubrió, me las he ingeniado para conocerlo, de tiempo en tiempo, hasta casi el último capítulo. Y Helen ahora está con sus compañeros…

Arthur Machen: Vinum Sabbati (o Polvo blanco). Cuento

Vinum sabbatiMi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio. Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso, aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.

-Me cuidaré -dijo-, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.

Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba, sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.

El doctor Haberden me animó, después de la consulta.

-No es nada grave -me dijo-. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.

Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.

Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había perdido el tiempo.

-He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho -decía riéndose-; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca Nacional.

He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.

-¿Cuándo nos vamos? -pregunté-. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.

-No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía, y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos servirá de nada.

Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador, como, si fuera un vino de la cava más selecta.

-¿Tiene algún sabor especial? -pregunté.

-No; es como si fuera sólo agua-. Se levantó de la silla y empezó a pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.

-¿Vamos al salón a tomar café? -le pregunté-. ¿O prefieres fumar?

-No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable. Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.

La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden por esta mejoría.

Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.

-Caminé sin pensar adónde iba -dijo gozando de la frescura del aire, y vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados. Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo compañero de la universidad, y después… bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche; algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.

Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio le sobrevino poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.

-¡Oh, Francis! –exclamé- ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?

Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra esos pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.

Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que no era un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la noche… sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma. Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano.

A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había descubierto hacía apenas media hora.

Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una expresión de gran compasión en su rostro.

-Mi querida señorita Leicester -dijo- usted se ha angustiado por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro  ¿no es así?

-Sí, me tiene preocupada -dije Desde hace una o dos semanas no he estado tranquila.

-Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.

-Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.

-Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.

Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber qué hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente, le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella mancha de fuego negro.

-¿Qué tienes en la mano, Francis? -le pregunté con firmeza.

-Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre. Me lo vendé lo mejor que pude.

-Yo te lo curaré bien, si quieres.

-No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos? Tengo mucha hambre.

Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de la mañana, fui de nuevo a la casa del médico.

El doctor Haberden movió la cabeza, contrariado e incrédulo y pareció reflexionar durante unos minutos.

-¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.

Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.

-Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester -dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel.

-Sí -dijo-, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.

– Por favor, déjeme ver el preparado -dijo Haberden.

El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el contenido y miró con extrañeza al anciano.

-¿De dónde sacó esto? -dijo-. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina correcta.

-La he tenido mucho tiempo –dijo el anciano, aterrado-. Se la compré a Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.

-Sería mejor que me lo diera -dijo Haberden-. Me temo que ha habido una equivocación.

Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el frasco envuelto en papel.

-Doctor Haberden -dije, cuando ya llevábamos un rato caminando-, doctor Haberden.

-Sí -dijo él, mirándome sobriamente.

-Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante poco más de un mes.

-Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.

Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.

-Bueno -dijo al fin-. Todo esto es muy extraño. Es natural que se sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana, aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, está por ver qué contiene realmente este frasco.

Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.

-Sí -dijo-. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.

Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.

-Lo mandaré analizar -dijo Haberden-. Tengo un amigo 1 que se dedica a la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no pensar más en eso.

Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.

-Ya me he divertido lo suficiente -dijo con una risa extraña- y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado, tras una dosis tan sobrecargada de placer -sonrió para sí mismo. Poco después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.

El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.

-No tengo ninguna noticia especial para usted -dijo-. Chambers está fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.

-Está en su habitación -dije-. Le diré que está usted aquí.

-No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.

El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una, hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa, mientras las manecillas del reloj caminaban lentamente. Oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara, en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta. Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.

 

-He visto a ese hombre -comenzó, en un áspero susurro-. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra fortaleza… ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! -y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión.

-No me mande llamar otra vez, señorita Leicester -dijo, recobrando un poco la compostura-. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.

Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana.

Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados. Desde aquel día, me pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.

He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé sobrecogida de un terror sin forma ni figura. Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies, perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.

-¡Francis, Francis! -grité-. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala fuera de aquí!

Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.

-Aquí no hay nada -dijo la voz-. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.

Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme. Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con mi hermano. Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído. Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer. El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la escalera. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.

-¡Oh, señorita Helen! -murmuró-. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!

La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su mano.

-No te comprendo -dije-. ¿Quieres explicarte?

-Estaba arreglando su habitación hace un momento -comenzó-. Estaba cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de mí.

Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.

-Ven conmigo -dije-. Trae tu vela.

La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que empapaba la blanca ropa de mi cama.

Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta

-¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?

Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.

A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo.

Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.

-En recuerdo de su padre –dijo finalmente-, iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.

Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.

No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó con voz fuerte y decidida:

-Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.

No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.

-Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me veré obligado a echarla abajo -dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que hizo eco por todo el edificio-: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir la puerta.

-¡Ah! -exclamó, después de unos pesados momentos de silencio-, estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?

Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.

-Muy bien –dijo-, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor Leicester -gritó por el ojo de la cerradura-, que voy a destrozar la puerta!

Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la oscuridad.

-Sostenga la lámpara -dijo entonces el doctor. Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.

-Ahí está -dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro-. Mire, en ese rincón.

Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa, y cómo trató de levantarse algo que bien podía ser un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el silencio.

Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.

-He traspasado mi consultorio -comenzó-. Mañana emprendo un largo viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.

En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar. Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia que narra:

«Mi querido Haberden -comenzaba la carta-: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar, pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.”

«Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del ‘ocultismo’ actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace muchos años me convencí -me he convencido a pesar de mi anterior escepticismo-, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que, no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica, Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que imaginábamos. El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como espirituales y están sujetos a una actividad interior.”

“Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen, debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será casi un proverbio.”

«Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es prácticamente desconocida hoy en día. Jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico. Efectivamente, como dice, pudo comprar en un almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,, repetidas año tras año durante periodos irregulares, con distinta intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vínum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa. Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático -unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua-, la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado. Tales eran las nuptiae sabbatí.”

«Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción.»

Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:

«Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Y si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.

Dr. Joseph Haberden”

Juan Rulfo: Luvina. Cuento

luvinaDe los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.

…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.

Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.

Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.

-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:

-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…

Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”

Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:

-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.

“…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”

Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

“…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.

”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.

El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:

-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:

“-Yo me vuelvo -nos dijo.

“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.

“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.

“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.

“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento…

“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.

“Entonces yo le pregunté a mi mujer:

“-¿En qué país estamos, Agripina?

“Y ella se alzó de hombros.

“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.

“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.

“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.

“-¿Qué haces aquí Agripina?

“-Entré a rezar -nos dijo.

“-¿Para qué? -le pregunté yo.

“Y ella se alzó de hombros.

“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.

“-¿Dónde está la fonda?

“-No hay ninguna fonda.

“-¿Y el mesón?

“-No hay ningún mesón

“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.

“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.

“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.

“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.

“-¿Qué país éste, Agripina?

“ Y ella volvió a alzarse de hombros.

“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.

“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.

“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:

“-¿Qué es? -me dijo.

“-¿Qué es qué? -le pregunté.

“-Eso, el ruido ese.

“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.

“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?

“ Una de ellas respondió:

“-Vamos por agua.

“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.

“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.

“…¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”

-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.

“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.

“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.

“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van… Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…

“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.

“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’

“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.

“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?

“Les dije que sí.

“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.

“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.

“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.

“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.

“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.

“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.

“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.

“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.

“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’

En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..

“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!

“Pues sí, como le estaba yo diciendo…”

Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.

Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.

El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

 

Jack London: El burlado. Cuento

jack londonAquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.

Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza… así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia… eso era lo terrible.

No había tenido ocasión de escapar. Desde el primer momento, desde el día en que se había entregado al sueño apasionado de la independencia de Polonia, había sido un títere en manos del destino. Desde el primer momento… A través de Varsovia, de San Petersburgo, de las minas de Siberia, de Kamchatka, de los barcos alucinantes de los ladrones de pieles, el destino le había ido conduciendo hasta este terrible final. Indudablemente, en los cimientos del universo estaba escrito que acabaría así. Él, un hombre fino y sensible, con los nervios a flor de piel, un soñador, un poeta, un artista… Aun antes de que nadie imaginara su existencia se había sentenciado que aquel manojo estremecido de sensibilidad que había de ser su persona sería condenado a vivir en la brutalidad más cruda y vociferante y a morir en ese reino lejano de la noche, en ese lugar oscuro situado más allá del último confín.

Suspiró. Aquel bulto informe que tenía ante él era el Gran Iván, el gigante, el hombre sin nervios, el de temple de acero, el cosaco convertido en pirata de los mares, flemático como el buey y dotado de un sistema nervioso tan resistente que lo que el hombre común consideraba dolor era para él apenas un simple cosquilleo. Pues bien, nadie como esos indios nulatos para encontrar los nervios de Iván y seguirlos hasta la raíz de su espíritu estremecido. Indudablemente lo habían conseguido. Era inconcebible que un hombre pudiera sufrir tanto y, sin embargo, seguir viviendo. El Gran Iván estaba pagando caro el temple de sus nervios. Ya había durado más del doble que cualquiera de los otros.

Subienkow se dio cuenta de que no podía aguantar por más tiempo el sufrimiento del cosaco. ¿Por qué no moría ya? Si no dejaba de oír sus gritos, pronto se volvería loco. Pero cuando éstos cesaran, le llegaría el turno a él. Y para colmo, allí estaba Yakaga, sonriéndole de antemano con una mueca brutal… Yakaga, el hombre a quien sólo la semana anterior había arrojado del fuerte cruzándole la cara con el látigo que utilizaba para los perros. Yakaga se encargaría con gusto de él. Seguro que le reservaba torturas más refinadas, más exquisitas que las que destinaban a los otros.

¡Ay! Del grito de Iván dedujo que aquél había sido un buen golpe. Las indias que se cernían sobre el cosaco retrocedieron un paso entre palmas y carcajadas. Subienkow vio entonces la acción monstruosa que habían perpetrado y comenzó a reír histéricamente. Las mujeres le miraron asombradas. Pero Subienkow no podía dejar de reír.

Así no llegaría a ninguna parte. Se dominó, y poco a poco sus sacudidas espasmódicas se fueron calmando. Se esforzó por pensar en otras cosas y comenzó a leer en su pasado. Recordó a su padre y a su madre y al pony de pintas que le habían regalado, y al profesor de francés que le había enseñado a bailar y le había prestado a hurtadillas un libro de Voltaire, viejo y manoseado. Una vez más vio a París, y el Londres melancólico, y la alegre Viena, y Roma. Y una vez más vio a aquel grupo bravío de jóvenes que, como él, habían soñado con una Polonia independiente y con instaurar a un rey polaco en el trono de Varsovia. Allí había comenzado el largo camino. Al menos él era el que más había durado. Uno por uno, comenzando por los dos que habían ejecutado en San Petersburgo, había visto caer a todos aquellos valientes: uno aquí a manos de un carcelero, otro allá en el camino sangriento de exilio que habían recorrido durante meses sin fin, otro más vencido por los golpes y malos tratos de los guardas cosacos. Siempre el mismo salvajismo; un salvajismo brutal, bestial… Habían muerto de fiebres, en las minas, bajo el azote del látigo. Los dos últimos habían sucumbido en la huida, en la batalla con los cosacos. Sólo él había logrado llegar a Kamchatka con los documentos y el dinero robados a un viajero que había dejado agonizando sobre la nieve.

No había visto sino brutalidad. Todos aquellos años, mientras tenía el pensamiento puesto en salones, en teatros y en cortes, la brutalidad lo había asediado. Había comprado su vida con sangre. Todos se habían manchado las manos. Él mismo había asesinado a aquel viajero para poder robarle el pasaporte. Había tenido que probar su valor manteniendo sendos duelos con dos oficiales rusos en un mismo día. Había tenido que demostrar su valentía para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Tras él quedaba el interminable camino que atravesaba toda Siberia y toda Rusia. No podía volver atrás; por allí no había escape posible. No le quedaba más opción que seguir adelante, atravesar el mar de Bering, oscuro y helado, para llegar a Alaska. El camino lo había llevado del puro y simple salvajismo a un salvajismo aún más refinado. En los barcos de ladrones de pieles, castigados por el escorbuto, sin comida ni agua, asediados por las inacabables tormentas de aquel mar tormentoso, los hombres se convertían en animales. Tres veces había salido de Kamchatka en dirección al Este. Y otras tantas, después de pasar toda clase de sufrimientos y penalidades, los sobrevivientes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de huir y no podía volver al punto de partida, donde las minas y el látigo aguardaban. De nuevo, por cuarta y última vez, había zarpado hacia el Este. Había partido con los que descubrieron las fabulosas islas de las Focas, pero no había regresado con ellos para participar en el reparto de pieles ni en las bulliciosas orgías de Kamchatka. Había jurado no volver atrás. Sabía que si quería llegar a sus queridas capitales de Europa tenía que seguir siempre adelante. Y por eso había subido a bordo de otro barco y había permanecido en las oscuras tierras del Nuevo Continente. Sus compañeros de tripulación eran cazadores eslavos, aventureros rusos y aborígenes mongoles, tártaros y siberianos. Juntos habían abierto un camino de sangre entre los salvajes de aquel mundo nuevo. Habían exterminado aldeas enteras y se habían negado a pagar los tributos de pieles, pero a su vez habían sido víctimas de las matanzas a que los sometían otras tripulaciones. Él y un tal Finn habían sido los únicos supervivientes de la suya. Habían pasado un invierno de soledad y de hambre en una isla desierta del archipiélago de las Aleutianas y al fin, en primavera, la posibilidad entre mil de que los rescatara otro navío se había realizado.

Pero el salvajismo más terrible los seguía asediando. De barco en barco, siempre negándose a volver, había ido a parar a un navío que se dirigía a explorar las tierras del Sur. A todo lo largo de la costa de Alaska no habían encontrado sino hordas de salvajes. Cada anclaje que efectuaban entre las islas abruptas o bajo los acantilados amenazadores de la tierra firme había significado una batalla o una tormenta. O soplaban vientos que amenazaban con destruirlos o llegaban las canoas cargadas de nativos vociferantes con rostros cubiertos de pinturas de guerra que venían a aprender qué virtudes sangrientas poseía la pólvora de aquellos señores del mar. Siempre navegando rumbo al Sur, habían bordeado la costa hasta llegar a las míticas tierras de California. Se decía que grupos de aventureros españoles habían logrado abrirse camino hasta allí partiendo de México. En esos aventureros españoles había puesto su esperanza. Si hubiera logrado encontrarse con ellos, el resto habría sido fácil (un año o dos más, ¿qué importaba?). Habría llegado a México; luego un barco, y Europa habría sido suya. Pero no había dado con los españoles. Sólo había tropezado con la eterna muralla inexpugnable de salvajismo. Los habitantes de los confines del mundo, cubiertos sus rostros de pinturas de guerra, les habían obligado a replegarse una y otra vez. Al fin, un día en que éstos lograron apoderarse de uno de sus barcos y exterminar a toda la tripulación, el que tenía el mando de la flota decidió abandonar la empresa y regresar al Norte.

Pasaron los años. Estuvo a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte de Michaelovski. Pasó dos años en la región del Kuskokwim. Dos veranos, en junio logró llegar al extremo del estrecho de Kotzebue. Allí era donde las tribus se reunían a traficar, donde se encontraban pieles moteadas de venado siberiano, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas del Ártico, extraños candiles de piedra que pasaban de tribu en tribu y cuyo origen nadie conocía, y hasta un cuchillo de caza fabricado en Inglaterra. Aquél, Subienkow lo sabía, era el mejor lugar para aprender geografía. Porque halló allí esquimales del estrecho de Norton, de las islas del Rey y de la isla de San Lorenzo, del cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. Allí aquellos lugares tenían otros nombres y las distancias se medían en jornadas.

Era una región vasta la de procedencia de aquellos salvajes, y más vasta todavía era la región desde donde habían llegado hasta ellos, por caminos interminables, los candiles de piedra y el cuchillo de acero. Subienkow amenazaba, halagaba y sobornaba. Todos los viajeros y los nativos de alguna extraña tribu eran llevados a su presencia. Allí se mencionaban peligros sin cuento, animales salvajes, tribus hostiles, bosques impenetrables y majestuosas cadenas montañosas; y siempre, de lugares aún más lejanos, llegaban rumores de la existencia de hombres de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios que peleaban como diablos y que buscaban pieles. Hacia el Este decían que se hallaban; muy lejos, siempre hacia el Este. Nadie los había visto. Era un rumor que corría de boca en boca.

Fue aquél un duro aprendizaje. Se adquirían conocimientos de geografía a través de extraños dialectos, a través de mentes oscuras que mezclaban la realidad con la fábula y que medían las distancias en jornadas, que variaban según la dificultad del camino. Pero al fin llegó un rumor que le hizo concebir esperanzas. Al Este había un gran río donde se hallaban los hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur del fuerte Michaelovski desembocaba otro gran río que los rusos conocían con el nombre de Kwikpak. Los dos eran el mismo, decía el rumor.

Subienkow volvió a Michaelovski. Durante un año trató de organizar una expedición al Kwikpak. Al fin convenció a Malakoff, el mestizo ruso, de que se pusiera al frente de una mixtura infernal, la horda más salvaje y feroz de aventureros mestizos que jamás hubiera salido de Kamchatka. Subienkow iba de lugarteniente. Recorrieron los laberintos del delta del Kwikpak, atravesaron las colinas de la ribera norte del río y en canoas de piel cargadas hasta la borda de mercancías para traficar y de munición lucharon a lo largo de quinientas millas contra las corrientes de cinco nudos de aquel río de una anchura que oscilaba entre dos y diez millas y de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir un fuerte en Nulato. Subienkow le instó a seguir adelante, pero pronto se reconcilió con la idea. El largo invierno se echaba encima. Sería mejor esperar. A comienzos del verano siguiente, cuando se derritieran los hielos, remontarían el Kwikpak y se abrirían paso hasta las factorías de la Compañía de la Bahía de Hudson. Malakoff no había oído el rumor de que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkow no se lo dijo.

Y comenzaron a construir el fuerte. Lo hicieron sobre la base de trabajos forzados. Las murallas formadas por hileras de troncos se elevaron entre suspiros y quejas de los indios mulatos. El látigo restalló sobre sus espaldas, y era la mano de hierro de los bucaneros del mar la que sostenía el látigo. Algunos indios huían. Cuando lograban capturarlos, los traían hasta el fuerte, los obligaban a tenderse de bruces ante la puerta y allí demostraban a la tribu la eficacia del látigo. Dos murieron bajo los azotes; muchos quedaron mutilados de por vida, y el resto aprendió la lección y no volvió a intentar la huida. Antes de que vinieran las nieves, el fuerte estaba terminado. Había llegado la época de las pieles. Impusieron a la tribu un pesado tributo. Para obligar a los indios a satisfacerlo, redoblaron los golpes y los latigazos, tomaron a mujeres y niños como rehenes y les trataron con la crueldad de que sólo los ladrones de pieles son capaces. Habían sembrado sangre y llegó el momento de la cosecha. Ahora el fuerte había desaparecido. A la luz de las llamas la mitad de los ladrones de pieles fue pasada a cuchillo. La otra mitad murió como consecuencia de las torturas. Sólo quedaba Subienkow o, mejor dicho, sólo quedaban Subienkow y el Gran Iván, si es que aquella masa informe que gemía y gimoteaba sobre la nieve podía llamarse el Gran Iván. Subienkow sorprendió en el rostro de Yakaga una mueca dirigida a él. Con Yakaga allí no había posibilidad de salvación. Aún llevaba en el rostro la marca de su látigo. Después de todo no podía reprochárselo, pero lo estremecía pensar lo que aquel indio podía hacerle. Pensó en recurrir a Makamuk, el jefe de la tribu, pero su sentido común le dijo que sería inútil. Pensó también en romper sus ligaduras y morir peleando. Al menos así su fin sería más rápido. Pero no pudo desatarse. Las correas de caribú eran más fuertes que él. Siguió pensando y se le ocurrió una idea. Pidió ver a Makamuk y que trajeran un intérprete que conociera la lengua de la costa.

-¡Oh, Makamuk! -le dijo-. Yo no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre y sería una locura que muriera. En verdad debo seguir viviendo. Yo no soy como esta carroña -miró el bulto gimiente que había sido el Gran Iván y lo rozó despectivamente con la punta de su mocasín-. Yo sé demasiado para morir. Mira que poseo una gran medicina. Yo sólo sé el secreto. Y como no voy a morir, cambiaré la medicina contigo.

-¿Qué medicina es esa? -preguntó Makamuk.

-Es una medicina muy extraña.

Subienkow fingió debatir consigo mismo unos momentos, como si íntimamente se resistiera a compartir su secreto.

-Te lo diré. Si aplicas un poco de esta medicina a tu piel, ésta se vuelve tan dura como la piedra, tan dura como el hierro, de modo que ni el arma más afilada puede cortarla. El filo más agudo, el golpe más fiero, resultan vanos contra ella. Esa medicina torna el cuchillo de hueso en un pedazo de barro y mella el filo de los cuchillos de acero que nosotros les hemos dado a conocer. ¿Qué me darás a cambio de mi secreto?

-Te daré la vida -respondió Makamuk a través del intérprete. Subienkow rió despectivamente-. Y serás esclavo en mi casa hasta tu muerte.

El polaco rió con desprecio aún mayor.

-Ordena que me desaten las manos y los pies y hablaremos -dijo.

El jefe de la tribu dio la señal. Cuando se vio libre, Subienkow lió un cigarro y lo encendió.

-Esto es absurdo -dijo Makamuk-. No existe tal medicina. No puede ser. Nada puede resistir al filo del cuchillo -Makamuk no lo creía… y, sin embargo, dudaba. Los ladrones de pieles habían llevado a cabo ante sus ojos demasiados milagros. No podía desoír sus palabras totalmente-. Te daré tu vida y no serás mi esclavo -anunció.

-Quiero más que eso -Subienkow se mostraba tan sereno como si regateara por una piel de zorro-. Es una medicina milagrosa. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones. Quiero un trineo con perros, y que seis de tus cazadores viajen conmigo río abajo hasta que me encuentre a una jornada de distancia del fuerte Michaelovski.

-Tienes que quedarte entre nosotros y enseñarnos todas tus artes -fue la respuesta.

Subienkow se encogió de hombros y guardó silencio. Exhaló el humo de su cigarrillo en el aire helado y miró con curiosidad lo que quedaba del gran cosaco.

-Mira esa cicatriz -dijo Makamuk de pronto, señalando el cuello del polaco, donde un trazo lívido delataba la cuchillada recibida una vez en una escaramuza de Kamchatka-. Tu medicina no sirve de nada. El filo de hierro fue más fuerte que ella.

-El hombre que me hirió era muy fuerte -Subienkow meditó-. Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él.

De nuevo rozó con la punta del mocasín el cuerpo del cosaco. Había perdido el sentido, ofrecía un espectáculo estremecedor y, sin embargo, la vida seguía aferrada a su cuerpo torturado por el dolor, y se resistía a abandonarlo.

-Además, la medicina era débil. En ese lugar no crecían las bayas necesarias. En cambio, ustedes la tienen en abundancia. Mi medicina aquí será fuerte.

-Te dejaré ir río abajo -dijo Makamuk-, y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores que has pedido para que te acompañen hasta que te halles a salvo.

-Tardaste en decidirte -fue la fría respuesta-. Has ofendido a mi medicina al no aceptar inmediatamente mis condiciones. Ahora pido más. Quiero cien pieles de castor -Makamuk hizo una mueca irónica-. Quiero también cien libras de pescado seco -Makamuk asintió porque el pescado allí era abundante y barato-. Quiero dos trineos, uno para mí y otro para transportar las pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvas mi rifle. Si no aceptas en pocos minutos, el precio subirá más.

Yakaga susurró algo al oído del jefe.

-¿Cómo sabré que tu medicina obra el milagro que dices? -preguntó Makamuk.

-Eso será fácil. Primero iré al bosque…

Yakaga volvió a susurrar al oído de Makamuk, que negó con gesto de recelo.

-Manda a veinte cazadores conmigo -continuó Subienkow-. Tengo que recoger las bayas y las raíces con que fabricar la medicina. Cuando hayas traído a mi presencia los dos trineos y los hayan cargado con el pescado y las pieles de castor y el rifle, y cuando hayas seleccionado a los seis cazadores que han de acompañarme, cuando todo esté listo me frotaré el cuello con la medicina y pondré la cabeza sobre ese tronco. Entonces ordenarás al más fuerte de tus cazadores que aseste tres hachazos sobre mi cuello. Tú mismo puedes hacerlo, si así lo deseas.

Makamuk permaneció en pie con la boca entreabierta, empapándose en aquella última y más portentosa de las maravillas de los ladrones de pieles. -Pero primero -añadió apresuradamente el polaco-, entre hachazo y hachazo has de permitirme que me aplique la medicina. El hacha es fuerte y pesada y no puedo arriesgarme a cometer un error.

-Todo lo que has pedido será tuyo -dijo Makamuk, apresurándose a aceptar-. Comienza a preparar tu medicina.

Subienkow ocultó como pudo su alegría. Era aquella una partida desesperada y no podía permitirse el menor desliz. Habló con arrogancia.

-Has sido lento. Mi medicina se ha ofendido. Para enmendar la ofensa habrás de darme a tu hija.

Señaló a la muchacha, una criatura de expresión maligna, con una nube en un ojo y afilados dientes de lobo. Makamuk se enfureció, pero el polaco seguía imperturbable. Lió y encendió otro cigarro.

-Date prisa -le amenazó-. Si no te decides enseguida, pediré más.

En el silencio que siguió, la tenebrosa escena nórdica se esfumó ante sus ojos, y vio una vez más su tierra natal, y Francia, y en un momento que miraba a la muchacha de dientes de lobo recordó a otra muchacha, una bailarina y cantante que había conocido cuando, muy joven, había ido por primera vez a París.

-¿Para qué quieres a la muchacha? -le preguntó Makamuk.

-Para que me acompañe en mi viaje -Subienkow la estudió con ojo crítico-. Será una buena esposa y constituirá un honor digno de mi medicina emparentar con una mujer de tu sangre.

De nuevo recordó a la bailarina y tarareó en voz alta una canción que ella le había enseñado. Revivía su pasado, pero de un modo impersonal, lejano, mirando las imágenes de su juventud como si se trataran de fotografías impresas en el libro de la vida de otra persona. La voz del jefe rompió abruptamente el silencio sacándolo de su abstracción.

-Así se hará -dijo Makamuk-. La muchacha irá contigo. Pero quedamos de acuerdo en que seré yo quien descargue los tres hachazos sobre tu cuello.

-Pero recuerda que antes de cada uno de ellos habré de aplicarme la medicina -contestó Subienkow, poniendo una ligera nota de ansiedad en la pregunta.

-Te aplicarás la medicina antes de cada hachazo. Aquí están los cazadores que se encargarán de impedir tu huida. Ve al bosque y recoge lo que necesites para tu medicina.

La fingida rapacidad del polaco había convencido a Makamuk. Sólo la más maravillosa de las medicinas podía impulsar a un hombre amenazado de muerte a regatear como una anciana.

-Además -susurró Yakaga cuando el polaco hubo desaparecido entre los abetos, acompañado de su escolta-, cuando tengas el secreto de la medicina puedes matarle.

-¿Cómo podré matarle? -respondió Makamuk-. Su medicina me impedirá hacerlo.

Subienkow no perdió mucho tiempo mientras reunía los ingredientes para su pócima. Seleccionó todo lo que le vino a las manos: agujas de abeto, cortezas de sauce, un trozo de corteza de abedul y unas bayas que hizo extraer de la tierra a los cazadores después de limpiar el terreno de nieve. Recogió por último unas cuantas raíces heladas y regresó al campamento.

Makamuk y Yakaga lo observaban en cuclillas a sus espaldas, anotando mentalmente qué ingredientes añadía a la olla de agua hirviendo y en qué cantidades.

-Hay que tener cuidado de poner las bayas primero -explicó-. Me olvidaba. Falta una cosa. El dedo de un hombre. Déjame, Yakaga, que te corte un dedo.

Pero Yakaga ocultó la mano y frunció el ceño.

-Sólo el dedo índice -rogó Subienkow.

-Yakaga, dale el dedo -ordenó Makamuk.

-Ahí tiene todos los dedos que quiera -gruñó Yakaga, señalando el montón informe de cadáveres torturados que se apilaba sobre la nieve.

-Tiene que ser el dedo de un hombre vivo -objetó el polaco.

-Tendrás el dedo de un hombre vivo -Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo-. Aún no ha muerto -anunció, arrojando el trofeo sangriento a los pies del polaco-. Además es un buen dedo, porque es muy grande.

Subienkow lo arrojó directamente al fuego y comenzó a cantar. Era una canción de amor francesa la que, con gran solemnidad, cantaba a la poción.

-Sin esta fórmula, la medicina no valdría para nada -explicó-. Son estas palabras lo que le dan su fuerza. Mira, ya está lista.

-Di las palabras despacio, para que pueda aprenderlas -ordenó Makamuk.

-Te las diré después de la prueba. Cuando el hacha caiga tres veces sobre mi cuello te comunicaré la fórmula secreta.

-Pero, ¿y si la medicina no sirve? -preguntó ansioso Makamuk.

Subienkow se volvió hacia él enfurecido.

-Mi medicina siempre es buena. Y si no lo es, haz conmigo lo que hiciste con los otros. Despedázame como has hecho con él -dijo señalando al cosaco-. La medicina ya se ha enfriado. Me la aplicaré en el cuello con otra fórmula mágica.

Y mientras se frotaba el cuello con aquella mixtura entonó gravemente una estrofa de La Marsellesa.

Un alarido vino a interrumpir la comedia. El cosaco gigante, obedeciendo al último impulso de su vitalidad monstruosa, se había puesto de rodillas. Y cuando el Gran Iván, un momento después, comenzó a arrastrarse a espasmos sobre la nieve, los mulatos acogieron el hecho con carcajadas, gritos de sorpresa y aplausos.

Subienkow sintió náuseas ante aquel espectáculo, pero supo dominarse y fingir enojo.

-Así no se puede hacer nada -dijo-. Acaba con él y luego haremos la prueba. Tú, Yakaga, encárgate de que cesen esos ruidos.

Mientras Yakaga obedecía, Subienkow se volvió hacia Makamuk.

-Y recuérdalo, el hachazo tiene que ser muy fuerte. No se trata de un juego de niños. Dale un par de tajos a ese tronco, para que pueda ver que manejas el hacha como un hombre.

Makamuk obedeció y asestó al tronco dos hachazos precisos y vigorosos que arrancaron una gran astilla de madera.

-Muy bien -Subienkow miró en torno suyo al círculo de rostros salvajes que parecían simbolizar la muralla de brutalidad que lo había rodeado desde aquel día lejano en que la policía del zar lo había arrestado en Varsovia-. Toma tu hacha, Makamuk, y ponte de pie aquí. Yo me echaré sobre el tronco. Cuando levante la mano asesta el golpe. Hazlo con toda tu fuerza, y ten cuidado de que nadie se ponga detrás de ti. La medicina es buena y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos.

Miró los dos trineos con los perros enganchados y cargados de pieles y pescado. Sobre las pieles de castor yacía su rifle, y junto a los trineos esperaban los seis cazadores que iban a constituir su guardia.

-¿Dónde está la muchacha? -preguntó el polaco-. Que la lleven junto a los trineos antes de que dé comienzo la prueba.

Cuando hubieron satisfecho su deseo, Subienkow se echó en la nieve y puso la cabeza sobre el tronco, como un niño fatigado que se dispone a dormir. Había vivido tantos años y tan terribles, que de verdad estaba cansado.

-Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk -dijo-. Pega y pega fuerte.

Levantó la mano. Makamuk blandió el hacha, una segura de las que utilizaban los indios para cortar troncos. El acero hendió como un rayo el aire helado, se detuvo una fracción de segundo a la altura de su cabeza y descendió después sobre el cuello desnudo de Subienkow. Carne y hueso cortó la hoja limpiamente, abriendo después una profunda hendidura en el tronco. Los salvajes, asombrados, vieron caer la cabeza a un metro de distancia del tronco ensangrentado.

Se hizo un profundo silencio, durante el cual, poco a poco, se fue abriendo camino en las mentes de aquellos salvajes la idea de que no existía tal medicina. El ladrón de pieles los había engañado. De todos los prisioneros, sólo él había escapado de la tortura. En eso había consistido su jugada. De pronto se levantó una oleada de risotadas. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles lo había burlado. Lo había ridiculizado ante los ojos de todos. Mientras los salvajes continuaban riendo a carcajadas, Makamuk se volvió y se alejó con la cabeza agachada. Sabía que desde aquel día ya no sería Makamuk. Sería el burlado. La fama de su vergüenza lo seguiría hasta la muerte, y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en el verano para traficar, junto a las hogueras de los campamentos se referiría la historia de cómo el ladrón de pieles había muerto una muerte digna a manos del burlado. ¿Quién fue el burlado?, oía preguntar en su imaginación a un jovenzuelo insolente. El burlado, le responderían, fue aquél a quien llamaban Makamuk antes de que cortara la cabeza al ladrón de pieles.