Horacio Quiroga: EL perro rabioso. Cuento

Horacio Quiroga (4)El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.

Marzo 9.—

Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a aquel momento.

La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado —verdad que bajo un poco de presión por mi parte— con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central, fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.

Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, estrangulado, de agonía, como si el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.

Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.

Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.

Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal, al trote, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y a un chancho que halló en el trayecto.

Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.

Había de sobra para que mamá perdiera el resto de valor que le quedaba. Aunque de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera.

Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio —un tiro o una mala pedrada— han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban —si la palabra tiene sentido aquí— cuanto le exige su atroz hambre. Al menor rumor, no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así tranquilamente media o una hora, para avanzar de nuevo.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno.

En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, oí su grito:

—¡Federico! ¡Un perro rabioso!

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí sin volver el cuerpo para ir a buscar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró; y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su soledad a las siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio.

Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.

Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.

—¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?

—Sí —respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

—¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡pile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.

—¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡dile a tu marido!…

—¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.

Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda niebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía que alga firma y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentía un dolor agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

—¡Federico! ¿Qué fue eso?—gritó mamá que había oído mi detención ante la dentellada al aire.

—Nada: quería entrar.

—¡Oh!…

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

—¡Federico! ¡Está rabioso! ¡No salgas! —clamó enloquecida, sintiendo al animal tras la pared de madera, a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daba perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

El perro se había ido.

—¡Federico! exclamó mamá al sentirme volver por fin. ¿Se fue el perro?

—Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

—Sí, yo también sentí… Federico: ¿no estará en tu cuarto?… ¡No tiene puerta, mi Dios! ¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.

Antes me había curado. La mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.

Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.

Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia —provocada por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.

Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.

El único fastidio acaso que para mí ha tenido esto, es recordar, punto por punto, lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de enfermedad.

Marzo 10.—

¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene suspendida sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí pasaron también para siempre.

Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia: ¡Es la rabia que comienza! —gemían. Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por furtiva.

Y así, el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta días, otras tantas horas de inquietud.

No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido engañado , aun con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente. —¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa… ¡pero rabioso, rabioso! …

Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para resurrección de las locuras.

Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo, posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable. —¡Pero qué tienen, por favor! —acabo de decirles. —¿Me hallan algo anormal, no estoy exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso! —¡Pero Federico! —me han respondido, mirándome con sorpresa. ¡Si no te decimos nada, ni nos hemos acordado de eso!

¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

Marzo 18.—

Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!

Marzo 19.—

¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto con rabia: —¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!

No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!

8 p.m.

¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos!

¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!…

Marzo 20.— (6 a.m.).

¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor de case! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más plácido sueño, para que yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!…

7 a.m.

¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse por eso!

7,15 a.m.

¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!… Socorro! …

¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la escopeta!… ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa…

¡Qué grito ha dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!… ¡Ay! ¡¡Socorro, socorro!!

¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!…

Ahí viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ése no vivirá mucho… ¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡¡Socorro!!

¡Ahí vienen, vienen todos!… ¡Me buscan, me buscan!… ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tango más cartuchos!… ¡Me han visto!… Uno me está apuntando…

Ambrose Bierce: La muerte de Halpin Frayser. Cuento

bierce-last-photoI.

Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos (encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido a tales encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo sentimiento natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se sabe de algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se transforman en malignos después de la muerte. -Hali.

Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso. El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distancia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.

Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba, abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del durmiente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no conocía.

Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser recordado. Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.

Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma. Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas; la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.

Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la situación —la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan manifiestamente ultraterrenas— que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos para proseguirla.

—No voy a someterme sin ser escuchado —dijo—. Puede que también haya poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.

Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había movido y estaba muy cerca.

Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desaparecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado. Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su mortaja.

II.

En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville, Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido el suyo, de los líderes políticos.

El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la época colonial. Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de no considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar aquellas cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.

Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él encarnaba fielmente la mayoría de las características mentales y morales atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le consideraba depositario del don y arte divino por pura deducción. No sólo no había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira. Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre existía una gran comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo (algunos calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado ocultar su afición a todos menos a aquél que la compartía. Este delito común constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico del sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su hermosa madre —a quien desde niño llamaba Katy— se fue haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no los conocían, al observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.

Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente y, después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:

—¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?

Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata. Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos marrones así lo indicaban. —Hijo mío —dijo mirándole con infinita ternura—, debería haber adivinado que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato, señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre, cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa que no debes ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.

Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del joven. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser estrangulado en su patria chica.

—¿No hay balnearios de aguas medicinales en California —continuó la señora Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueñoen los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.

Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad. El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido. Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San Francisco. Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.

III.

La aparición del bosque —esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a su madre— era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio. La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía hechizada.

Por un instante vio ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un simple espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival. Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV.

Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor —el fantasma de una nube— que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un momento habrá desaparecido.»

Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza, tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.

Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era cazar a un hombre. —¿Está muy lejos? —preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.

—¿La iglesia blanca? Como a media milla —contestó el otro—. Por cierto —añadió—,ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé

buscarle y le advertí que viniera armado?

—Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del cementerio.

—¿Se acuerda usted de Branscom? —preguntó Jaralson, respondiendo al ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.

—¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que…

—Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.

—¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.

—Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de volver.

—Es el último lugar que se nos habría ocurrido.

—Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé allí.

—¿Y le encontró?

—¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.

Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que nunca.

—Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted —dijo el detective—. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.

—Ese hombre debe de estar loco —dijo el ayudante del sheriff. La recompensa es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.

El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.

—Bueno, lo parece —asintió Jaralson—. Debo admitir que nunca he visto un canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto… Reúne todo lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.

—De acuerdo —dijo Holker—. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde pronto yacerás —añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las inscripciones funerarias—. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir que su verdadero nombre no es Branscom.

—Entonces ¿cuál es?

—No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.

—Naturalmente.

—Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.

—Yo no sé dónde está esa tumba —contestó Jaralson, algo reacio a admitir su ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan—. He estado inspeccionando el lugar, nada más.

Precisamente identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca. El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.

—Le voy a mostrar dónde me sorprendió —dijo—. Éste es el cementerio.

Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de algún pobre mortal —quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el círculo de sus afligidos amigos— no estaba indicado más que por una depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y significativa como en una aldea de muertos olvidados.

Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con Holker tras él. Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana. El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero inútil resistencia a… no se sabe qué.

Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus caderas. La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote. Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún comentario. Después Holker rompió el silencio.

—¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.

Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo, inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.

—Esto es obra de un loco —dijo sin apartar la vista de la espesura—. La obra de Branscom… Pardee.

Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:

Víctima de algún oculto maleficio, me encontré

entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.

El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas

en simbólica y funesta hermandad.

El sauce cavilante murmuraba al tejo;

debajo, la mortal belladona y la ruda,

con siemprevivas trenzadas en extrañas formas

funerarias, crecían junto a horribles ortigas.

No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,

ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.

El aire estaba estancado y el silencio era

un ser vivo que respiraba entre los árboles.

Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,

de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.

Los árboles sangraban y las hojas exhibían,

a la luz embrujada, un fulgor rojizo.

¡Grité! El hechizo, aún sin romper,

dominaba mi espíritu y voluntad.

¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,

luché contra monstruosos presagios de maldad.!

Al fin, lo invisible…

Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a mitad de un verso.

—Suena a Bayne —dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.

—¿Quién es Bayne? —preguntó Holker sin mucho interés.

—Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este poema, por algún error, no aparece en ellos.

—Hace frío —dijo Holker—. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.

Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine Larue».

—¡Larue, Larue! —exclamó Holker con excitación repentina—. Ese es el verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!

—Aquí hay algo que me huele muy mal —dijo el detective Jaralson—. No me gustan nada estas historias.

De entre la niebla —y al parecer desde muy lejos les llegó el sonido de una risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme

Ambrose Bierce: La jarra de sirope. Cuento

bierce_youngEste relato comienza con la muerte de su protagonista. Silas Deemer falleció el dieciséis de julio de 1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y hasta los más jóvenes de su pueblo le habían conocido personalmente. De acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contemplar, por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inadvertido y cumplió las formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría mencionar un solo fallo en la ceremonia que hubiera justificado su regreso desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene siempre una gran validez en cualquier situación (incluso una vez consiguió acabar con la brujería en Salem), Silas regresó.

Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue la que en algunas partes de la Unión (país libre reconocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un comercio en el que vendía las mercancías propias de este tipo de negocios. Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio, pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El negocio de Silas era, en su mayor parte, de su propiedad, y eso, probablemente, pueda haber supuesto una diferencia. En el momento de su fallecimiento nadie recordaba un solo día, exceptuando domingos, que no hubiera pasado en la tienda desde su apertura, veinticinco años antes. Su salud había sido siempre estupenda y nunca había sentido una tentación suficientemente fuerte como para abandonar el mostrador.

Se cuenta que una vez se le citó como testigo en un importante caso y no se presentó. El abogado que tuvo la osadía de pedir que se le amonestara fue informado solemnemente de que la sala consideraba dicha petición «con extrañeza». Como a los abogados no les gusta provprovocar la sorpresa judicial, la moción fue rápidamente retirada y se llegó a un acuerdo entre las partes sobre lo que el señor Deemer habría dicho si hubiera estado presente (acuerdo que fue aprovechado hasta el límite por la acusación para que el supuesto testimonio dañara claramente los intereses de la defensa). En resumen, toda la región coincidía en que Silas Deemer representaba la única verdad inamovible en Hillbrook y en que su desplazamiento podría traer consigo una desgracia pública o una calamidad fatal. La señora Deemer y sus dos hijas mayores ocupaban el piso superior de la tienda, pero a Silas nunca se le había ocurrido dormir en otro lugar que no fuera su catre tras el mostrador. Y fue precisamente allí donde una noche le encontraron, casi por accidente, agonizando, y donde expiró sin tiempo apenas para echar el cierre. Aunque no hablaba, parecía consciente, y los que mejor le conocieron creen que, si su final se hubiera retrasado más allá de la hora normal de apertura, las consecuencias que tal situación hubiera producido sobre él habrían sido lamentables.

Tal era el carácter de Silas Deemer y tal la precisión e invariabilidad de su vida y costumbres que el humorista del pueblo (que hasta había estado una vez en la Universidad) propuso otorgarle el sobrenombre de Viejo Ibidem, y señaló sin ningún ánimo de ofender, en la edición del periódico local posterior a su muerte, que Silas se había tomado «un día libre». En realidad fue más de un día, aunque si nos remitimos a las pruebas, parece que el señor Deemer dejó bien claro, en sólo un mes, que no disponía de tiempo para estar muerto. Uno de los ciudadanos más respetables de Hillbrook era Alvan Creede, el banquero. Residía en la casa más elegante de la localidad, disponía de carruaje y era considerado digno de aprecio por muchas razones. Como solía ir a Boston con frecuencia, conocía las ventajas que proporciona viajar. Se decía incluso que una vez había estado en Nueva York, pero rechazaba con modestia tan admirable distinción. El asunto se menciona aquí con el único propósito de subrayar la valía del señor Creede ya que, en cualquier caso, honra a su inteligencia, si es que había entrado en contacto, aunque fuera temporalmente, con la cultura metropolitana; y a su franqueza, en caso contrario. Una agradable noche de verano, sobre las diez, el señor Creede, después de cruzar la verja de su jardín y recorrer bajo la luz de la luna el paseo de gravilla, subió los escalones de piedra de su elegante mansión. Se detuvo un instante y metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta se encontró con su esposa, que se dirigía a la biblioteca. Ella le saludó amablemente y sostuvo la puerta para que entrara. Pero Alvan Creede se volvió y, mirando hacia sus pies, exclamó con sorpresa:

—Pero, ¿qué diablos ha sido de la jarra?

—¿Qué jarra, Alvan? —preguntó su mujer, que no le entendía.

—Una jarra de sirope de arce que traía de la tienda y dejé ahí para abrir la puerta. ¿Dónde diablos…?

Un —Alto, alto, Alvan. Deja de hablar así —dijo la señora, interrumpiéndole.

Hay que señalar que Hillbrook no es el único lugar de la cristiandad en que un politeísmo rudimentario prohíbe tomar el nombre del diablo en vano. La jarra que, gracias a un relajado estilo de vida provinciano, el más ilustre vecino había traído desde la tienda, había desaparecido.

—¿Estás seguro, Alvan?

—Pero, querida, ¿crees que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra en las manos? Compré el sirope en la tienda de Deemer. Él mismo la llenó, me la dio y…

La frase permanece hasta hoy inconclusa. El señor Creede entró en la casa tambaleándose, cruzó el recibidor y se dejó caer sobre un sillón. Le temblaban las extremidades. De pronto se había dado cuenta de que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto. La señora Creede, en pie junto a su esposo, le observaba con sorpresa y preocupación.

—Por el amor de Dios —dijo—, ¿qué te pasa, Alvan?

Como sus males no tenían una relación aparente con un pase a mejor vida, el señor Creede no consideró necesario dar una explicación y permaneció en silencio, con la mirada perdida. Hubo un largo silencio, roto únicamente por el rítmico tictac del reloj que, más lento que de costumbre, parecía concederle cortésmente algo de tiempo para recuperar la cordura.

—Jane, me he vuelto loco, eso es lo que ocurre —farfulló con voz apagada

— Me lo podrías haber dicho antes de que los síntomas llegaran a tal extremo que yo mismo los descubriera. Imaginé que pasaba por delante del comercio de Deemer; estaba abierto y había luz dentro, al menos así me lo pareció. Ya, ya sé que lleva tiempo cerrado. Pero Silas estaba de pie detrás del mostrador. Le vi con la misma claridad que te estoy viendo a ti. Recordé que necesitabas un poco de sirope de arce, así que entré y lo compré. Eso fue todo. Compré dos cuartos a Silas Deemer que, desde luego, está bien muerto y enterrado; pero, a pesar de ello, echó el sirope del tonel a la jarra y me la dio. Incluso me dirigió la palabra; con un tono más grave, eso sí, más grave del que era su tono habitual… pero no me acuerdo de lo que me dijo. ¡Dios santo!, le vi. Le vi y hablé con él… ¡Y está muerto! Bueno, todo esto lo imaginé, porque estoy loco, mas loco que una cabra. Y tú sin decirme nada.

Este monólogo dio tiempo a la señora Creede para recuperarse.

—Alean —dijo—, tú nunca has dado muestras de locura, créeme. Sin duda todo ha sido una ilusión. No puede ser otra cosa, ¡sería horrible! Pero no estás loco; lo que pasa es que trabajas demasiado. No deberías haber asistido esta tarde al consejo de administración. No sé cómo no se dieron cuenta de que estabas enfermo. Sabía que algo iba a ocurrir.

El señor Creede seguramente pensó que el presentimiento de su mujer llegaba demasiado tarde. Pero no dijo nada porque estaba preocupado por su situación. Había conseguido tranquilizarse y ahora empezaba a pensar con coherencia.

—Sin duda el fenómeno fue subjetivo —explicó, con ridículos términos de argot científico—, pues, aunque la aparición de un espíritu e incluso su materialización son posibles, la visión y tangibilidad de una jarra de medio galón, hecha de tosca y ruda cerámica, salida de la nada, es difícilmente concebible.

Cuando estaba acabando de hablar, su hija pequeña, en camisón, entró correteando en la habitación. Se echó sobre su padre y, rodeándole el cuello, dijo:

—Papi malo, olvidaste entrar a darme un beso. Te oímos abrir la puerta y nos levantamos. —Y añadió—: Papi, Eddy dice que si se puede quedar con la jarrita cuando esté vacía.

Mientras el significado completo de aquella revelación llegaba al cerebro de Alvan Creede, éste se estremeció palpablemente. Era evidente que la niña no podía haber entendido una sola palabra de la conversación anterior. Como las propiedades de Silas Deemer estaban en manos de un administrador que consideraba que lo mejor era deshacerse del negocio, la tienda había sido cerrada a la muerte de su propietario, y los artículos vendidos a otro comerciante que se los había llevado en bloque. También estaban vacías las habitaciones superiores, pues la viuda y sus hijas se habían marchado a otra ciudad. La tarde siguiente a la aventura de Alvan Creede (que de algún modo ya era de dominio público) una multitud de hombres, mujeres y niños llenaba la acera frente a la tienda. Aunque muchos se mostraban incrédulos, todos los habitantes de Hillbrook sabían que el espíritu de Silas Deemer rondaba por el lugar. Los más agresivos y, en general, los más jóvenes lanzaban piedras contra la fachada, poniendo especial cuidado en no dar a las ventanas que aún tenían las persianas subidas: la incredulidad todavía no llegaba a maldad. Unas pocas almas audaces cruzaron la calle y golpearon en la puerta. Tras encender unas cerillas, las acercaron al escaparate con el fin de poder ver algo en el oscuro interior. Otros espectadores hacían alarde de su ingenio desafiando al fantasma con gritos y chillidos a una carrera.

Pasado un rato sin que ocurriera nada, y cuando algunos comenzaban a marcharse, los que quedaban advirtieron que el interior de la tienda estaba bañado por una luz amarillenta y difusa. En ese instante todas las manifestaciones cesaron. Los intrépidos que se habían acercado a la puerta y a las ventanas retrocedieron hasta la acera y se mezclaron con el gentío; los jóvenes dejaron de tirar piedras. Ahora nadie levantaba la voz sino que, con nerviosos susurros, señalaban hacia aquella claridad que iba en aumento. Era difícil saber cuánto tiempo había pasado desde el primer resplandor, pero al final la luz fue suficiente para iluminar todo el interior de la tienda. Y en ella, de pie tras el mostrador, junto a su mesa, se pudo ver claramente a Silas Deemer. El efecto sobre la multitud fue increíble. La gente comenzó a dispersarse con rapidez por ambos flancos, y los más asustadizos abandonaron definitivamente el lugar. Muchos corrían con todas las fuerzas que les daban sus piernas; otros, con mayor dignidad, se marchaban despacio y volvían de vez en cuando la cabeza para echar un último vistazo por encima del hombro. Al final sólo quedaron unos veinte, casi todos hombres, que permanecían en silencio, absortos, y mostraban un aspecto nervioso. El fantasma no les prestó la más mínima atención: al parecer estaba ocupado con su libro de cuentas.

Al cabo de unos instantes, tres hombres salieron del grupo que había en la acera y, llevados por un mismo impulso, cruzaron la calle. Cuando uno de ellos, el más robusto, estaba a punto de derribar la puerta con el hombro, ésta, al parecer sin mediación humana, se abrió y los audaces investigadores entraron. Apenas cruzaron el umbral, según pudieron observar los timoratos observadores exteriores, comenzaron a actuar de un modo inexplicable: tendían sus manos en busca de ayuda, seguían trayectorias tortuosas, chocaban entre ellos, con el mostrador, con las cajas y toneles… Iban de un lado para otro en busca de una salida, pero parecían incapaces de volver sobre sus pasos. A pesar de sus gritos y maldiciones, el fantasma de Silas Deemer seguía sin mostrar el menor interés en lo que ocurría.

Guiados por no se sabe qué impulsos, los de fuera hicieron una simultánea y tumultuosa acometida hacia la puerta. Como todos querían ser los primeros, la entrada quedó bloqueada, por lo que finalmente decidieron ponerse en fila y avanzar de uno en uno. Por algún extraño arte espiritual o físico la observación se transformó en acción: los espectadores comenzaron a tomar parte en el espectáculo y el público ocupó el escenario. Alvan Creede, único espectador que quedaba al otro lado de la calle, pudo ver claramente lo que ocurría en el interior de la tienda, que aparecía inundado de luz y cada vez con más gente. Para los de dentro, por el contrario, la oscuridad era total: era como si los que cruzaban el umbral quedaran ciegos y enloquecieran por tal desgracia. Andaban a tientas e intentaban salir contra la corriente, a empujones y codazos, por lo que se caían y pisoteaban una y otra vez.

Se agarraban de la ropa, del pelo, de la barba; luchaban como fieras y gritaban y se insultaban furiosamente. Cuando el señor Creede vio a la última persona penetrar en aquel espantoso tumulto, la luz que antes todo lo iluminaba se convirtió en una oscuridad tan palpable para él como para los del interior. Alvan Creede dio media vuelta y se alejó de aquel lugar. A la mañana siguiente, una multitud de curiosos se reunió en torno a la tienda. Entre ellos se encontraban los que habían huido la noche anterior, envalentonados ahora por la luz del sol, y los que iban a sus labores cotidianas. La puerta del inmueble seguía abierta, pero el lugar estaba vacío. Por todo el suelo, sobre las paredes y muebles, se veían jirones de ropa y mechones de pelo. Los virulentos habitantes de Hillbrook habían conseguido, no se sabe cómo, salir de allí y habían vuelto a casa a curar sus heridas; seguro que habían pasado una mala noche. Tras el mostrador, sobre la mesa polvorienta, estaba el libro de cuentas. Las anotaciones, con letra de Deemer, acababan el dieciséis de julio, fecha de su muerte: no quedaba constancia de una posterior venta a Alvan Creede.

Y ésta es toda la historia. Las pasiones de la gente se calmaron y la razón volvió a prevalecer. Todo Hillbrook coincidía en que, teniendo en cuenta el carácter respetable e inofensivo de su primera transacción comercial bajo las nuevas condiciones, se podía permitir que Silas Deemer, después de muerto, continuara con su negocio en el viejo local, pero sin atropellos. El cronista de la localidad, de cuya obra inédita se ha extraído el relato de los hechos, tuvo la precaución de mostrarse de acuerdo con esa idea.

Ambrose Bierce: El viudo Turmore. Cuento

Ambrose-Bierce-WPA-by-Peter-Van-ValkenburghLas circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.

Mí Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.

Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.

Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado. En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.

La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de «testimonios de estima»; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas… momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.

Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia. A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.

Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.

Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.

Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.

Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espírítus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.

En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa… ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir el país. Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.

Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.

En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.

Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.

En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.

 

Ambrose Bierce: El dedo medio del pie derecho. Cuento

ambrose-bierce_2363837kEs bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas «chiflados» tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.

En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente – una circunstancia en sí mismoa que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, «la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas». El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.

A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. «Venga», dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa – «éste es el lugar».

El aludido no se movió. «¡Por Dios!», dijo rudamente, «este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados».

«Quizá lo estoy», dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. «Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas – «.

«No tengo miedo de nada», interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto cou algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.

Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular – podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural – parecía no tener sangre.

La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.

«Caballeros», dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, «creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?».

El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.

«¿Y usted, señor Grossmith?».

El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.

«Me harán el favor de quitarse sus abrigos».

Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre – el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje – sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.

«Son exactamente iguales», dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas – pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.

Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.

«Si le place, señor Grossmith», dijo el hombre que sostenía la luz, «se colocará en esa esquina».

Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.

«Caballeros», dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos – «caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior».

Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.

Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasabe frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.

II.

Los eventos que llevaron a este «duelo en la oscuridad» fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía – o, como el personal del Advance lo expresó, «muy adicto a las compañías malignas». Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una «entrevista».

«Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer», dijo King, «ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral».

«Infiero entonces», dijo Rosser gravemente «que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa».

«Por supuesto que puedes ponerlo así», fue la respuesta; «pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella».

«En cambio», dijo Sancher, con una ligera risa, «al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada».

«Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho».

«¡Miren a ese tipo!», dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.

Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.

«¡Maldita sea su impudencia!», murmuró King, «¿qué debemos hacer?».

«Eso es fácil», replicó Rosser, levantándose. «Señor», continuó, dirigiéndose al extraño, «creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted».

El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.

«Eres apresurado e injusto», le dijo a Rosser; «este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje».

Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.

«Demando la satisfacción que merece un caballero», dijo el extraño, que se había tranquilizado. «No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor», haciendo una reverencia a Sancher, «será tan amable de representarme en este asunto».

Sancher aceptó la confianza – algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de «caballerosidad» que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.

III.

En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exhuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.

Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.

Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana – la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.

En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisada cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. «¡Dios misericordioso!», gritó repentinamente. «!Es Manton!».

«Tiene razón», dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: «Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él».

Podría haber agregado: «Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa – durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!».

Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio – circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.

Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al penderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo – dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas – ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.

«¡Miren eso!», gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. «Falta el dedo medio del pie – ¡era Gertrude!».

Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.

Ambrose Bierce: El hipnotizador. Cuento

Ambrose_Bierce-1Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero…

Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.

Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

Ambrose Bierce: El guardián del muerto. Cuento

Ambrose_Bierce_1892-10-07I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa » firmeza» en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

II

En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.

-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.

Los otros rieron.

-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.

-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.

-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.

-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama «la confabulación de las circunstancias», y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.

-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.

-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.

El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.

-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.

-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.

-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.

-¿Quién es?

-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.

Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.

-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.

-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.

Helberson contestó resueltamente:

-Acepto la apuesta.

-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?

-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.

-Muy bien. Entonces seré el cadáver.

Los otros se echaron a reír.

Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

III

Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.

No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.

Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.

Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.

Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

IV

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.

-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?

-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.

-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.

-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.

El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.

-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.

-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.

Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.

-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?

-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.

-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.

Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:

-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.

Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.

-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.

Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:

-¡Jarette, Jarette!

El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:

-¡Por allí, por allí!

Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.

En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.

-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.

-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.

Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.

-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.

El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.

-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.

-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.

Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.

-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?

-¿Cuándo?

-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.

-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

V

Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:

-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.

Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:

-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj…

Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.

-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.

-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.

El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:

-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.

-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:

-¡Dios mío, es verdad!

El desconocido sonrió vagamente.

-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.

Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.

-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.

-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después… bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!

Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.

-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.

-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.

-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos… bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.

-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

Ambrose Bierce: El engendro maldito. Cuento

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NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.

El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.

Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.

Solamente el juez le hizo un breve saludo.

-Lo esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.

-Lamento haberlos hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.

El juez sonrió.

-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.

-Como usted guste -replicó el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.

-Pero usted dice que es increíble.

-Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.

El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:

-Continuemos con la investigación.

Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.

-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.

-William Harker.

-¿Edad?

-Veintisiete años.

-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?

-Sí.

-¿Estaba usted con él cuando murió?’

-Sí, muy cerca.

-Y ¿cómo se explica…? su presencia, quiero decir.

-Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.

-Y yo a veces los leo.

-Gracias.

-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.

Algunos de los presentes se echaron a reír.

En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.

-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.

El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.

II

LO QUE PUEDE OCURRIR EN UN CAMPO DE AVENA SILVESTRE

«…apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.

»-Es un ciervo -dije-. Ojalá hubiéramos traído un rifle.

»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.

»-Venga -dije-. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?

»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.

»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.

»-Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.

»-¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse.

Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.

»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.

»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje- y vi que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba -una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.

»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.

»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.

»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»

III

UN HOMBRE, AUNQUE ESTÉ DESNUDO, PUEDE ESTAR HECHO JIRONES

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.

El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto.

Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.

-Señores -dijo el juez-, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.

El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:

-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?

-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?

Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.

-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?

-En efecto.

Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:

-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría…

-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.

Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:

-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.

IV

UNA EXPLICACIÓN DESDE LA TUMBA

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:

«…corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»

«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»

«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada…»

Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.

«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento -en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»

«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a los cobardes…»

«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»

«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»

«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»

«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.»

«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos ‘actínicos’. Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera ‘escala cromática’. No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»

«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

Ambrose Bierce: El caso del desfiladero de Coulter. Cuento

Ambrose Bierce 02-¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? -preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

-Mi general -replicó, con entusiasmo-, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente -con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

-Es el único lugar posible -afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.

El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar, aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le «agradara emplazar un cañón».

Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos estaban ordenadamente  colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado parcialmente. «Es el único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde donde llegar a ellos.»

El coronel le miró con gravedad.

-Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.

-Es verdad… para uno solo cada vez -dijo el comandante de la división esbozando algo parecido a una sonrisa-. Pero, entonces, su bravo Coulter… tiene una batería en él mismo.

Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir. El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación.

En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca, bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.

-Capitán Coulter -dijo-, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.

Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:

-¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?

-¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.

-¿Y es… necesario… abrir fuego? ¿La orden es formal?

Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino, con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.

No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.

Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía para dirigirlo. Vio que los artilleros federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.

-Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón -dijo el coronel a un ayudante de campo que estaba cerca- deben estar sufriendo como el demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la eficacia de su fuego.

Se volvió a su ayudante mayor y agregó:

-¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?

-Sí, mi coronel.

-Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.

Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:

-Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos puntos de la colina.

El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.

-Lo sé -respondió, tranquilamente.

El joven ayudante estaba visiblemente azorado.

-El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.

-Yo también -replicó el coronel con en el tono de antes-. Salude de mi parte al coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería no abra fuego.

El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.

-Coronel -dijo el ayudante mayor-, no sé si debería decir nada, pero hay algo extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?

-No. ¿Lo era, de verdad?

-Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas y…

-¡Escuche! -le interrumpió el coronel levantando la mano-. ¿Oye usted eso?

Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.

-Sí -dijo el ayudante mayor, continuando su historia-, el general conoció a la familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza… Algo que concernía a la esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.

El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de generosa indignación.

-Dígame, Morrison -dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor directamente a la cara-, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?

-No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso -enrojeció ligeramente-, pero apuesto mi vida a que es verdad.

El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.

-¡Teniente Williams! -gritó.

Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:

-Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?

El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.

-Vaya -dijo el coronel- y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No… Iré yo mismo.

Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero, franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron  Sus caballos, que los esperaban, enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron  en el desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí  era espeluznante!

En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba, dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.

Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.

Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas; el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.

-No era consciente del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin dirigirse a nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.

Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles. Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran satisfecho demasiado al enemigo.

Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación. Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de conversación.

Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.

-¿Qué ocurre, Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado sus palabras.

-Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué… creo que hay alguien allí. Yo había bajado a registrar.

-Bajaré a ver -dijo un oficial del estado mayor, levantándose.

-Yo también -repuso el coronel-. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.

Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho, contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando en todas direcciones.

-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente. No se le ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.

Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.

El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.

-¿Qué hace usted aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.

-Esta casa me pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente cortés.

-¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?

-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.

Ambrose Bierce: El amo de Moxon. Cuento

abbierceden-¿Lo dices en serio?… ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?

No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que «tenía algo que le daba vueltas en la cabeza».

-¿Qué es una «máquina»? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: «Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado». Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa… o piensa que piensa.

-Si no quieres responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no lo dices?… eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo «máquina» no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.

-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.

-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.

Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:

-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?

Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:

-¿Con qué piensa una planta… en ausencia de cerebro?

-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.

-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía- puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.

-¿Y a qué viene todo esto?

-¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.

-Aun así… ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?

-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?

-No lo explico.

-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.

Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su «taller mecánico», al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo -duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:

-¡Maldito seas!

Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una semisonrisa de disculpa:

-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había perdido la calma y rompía cosas.

Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:

-¿Cómo hace para cortarse las uñas?

Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera sucedido.

-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su inteligencia y propósitos… en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de como ésta trabaje.

«¿Recuerdas la definición de ‘vida’ de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.

«Vida -dijo- es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas'».

-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su causa.

-Eso -replicó- es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente… nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

«Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto».

Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.

Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.

Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Moxon -indagué – ¿quién está ahí dentro?

Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.

-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?

-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa.

Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller.

Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino.

Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia.

Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?

Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico».

Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.

Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.

Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto contiguo… el «taller mecánico». Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico… en realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.

Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente interesado… no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no tuve interés en ver su cara.

Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que recordaban al gorila… ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía desproporcionadamente grande.

Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo.

El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.

Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina… un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio para la exhibición eventual de este artefacto… un truco para intensificar el efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?

Buen fin éste para mis transportes intelectuales… ¡la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás, como alarmado.

En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando «jaque mate». Se puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar.

El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva y reguladora de su mecanismo de control… como si un retén se hubiera zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo… la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una expresión de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.

Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.

-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil-, todo lo que ocurrió.

-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde el incendio de la casa… de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.

-¿Y Moxon?

-Ayer lo enterraron… lo que quedaba de él.

Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:

-¿Quién me rescató?

-Bueno, si eso le interesa… yo lo hice.

-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su inventor?

El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo gravemente:

-¿Usted lo sabe todo?

-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.

Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos seguro.

Ambrose Bierce: Chickamauga. Cuento

144px-Ambrose_Bierce_1892-10-07En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.

Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.

Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.

Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.

Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.

El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.

Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.

Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.

Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!

Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.

Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce: Aceite de perro. Cuento

474px-Ambrose_Bierce1-930x416Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije, «no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente». En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Ambrose Bierce: El incidente del Puente del Búho. Cuento

1I

 

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.

El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.

Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!

Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar… Oía el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos —pensó— podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.

 

II

 

Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.

Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.

—Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril —dijo el hombre— porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.

—¿A qué distancia está el Puente del Búho? —pregunto Faquhar.

—A unos cincuenta kilómetros.

—¿No hay tropas a este lado del río?

—Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.

—Suponiendo que un hombre —un ciudadano aficionado a la horca— pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué podría hacer?

El militar pensó:

—Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.

En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.

 

III

 

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado —pensó— no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.

Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

—¡Atención, compañía …! ¡Armas al hombro…! ¡Listos…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!

Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.

Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente —pensó— no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»

A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.

El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.

Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.

Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.

Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón… y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.

Heinrich Von Kleist: Santa Cecilia o el poder de la música. Leyenda

images (7)A fines del siglo xvi, cuando las luchas iconoclastas azotaban los Países Bajos, tres hermanos, jóvenes estudiantes de Wittenberg, se reunieron con un cuarto —que tenía en Amberes un puesto de predicador protestante— en Aquisgrán. Iban a reclamar allí una herencia que les había correspondido por parte de un anciano tío desconocido para todos ellos y, no habiendo en el lugar nadie a quien pudieran dirigirse, se hospedaron en una posada. Transcurridos algunos días, que pasaron escuchando al predicador contar de los extraños incidentes ocurridos en los Países Bajos, coincidió que las monjas del convento de Santa Cecilia, el cual se hallaba por aquel entonces a las puertas de dicha ciudad, se disponían a celebrar solemnemente la festividad del Corpus Christi; de tal suerte que los cuatro hermanos, encendidos por el desenfreno de la juventud y el ejemplo de los neerlandeses, decidieron ofrecer también a la ciudad de Aquisgrán un espectáculo iconoclasta. El predicador, que ya había encabezado más de una vez idénticas acciones, reunió la víspera a buen número de jóvenes bachilleres e hijos de comerciantes afectos a las nuevas doctrinas, los cuales pasaron la noche de francachela en la posada ensartando imprecaciones contra el papado; y apenas se hubo alzado el día sobre las almenas de la ciudad se proveyeron de hachas y toda suerte de aperos de destrucción para dar comienzo a su desaforado quehacer. Alborozados acordaron una seña a la cual empezarían a apedrear los ventanales, decorados con historias bíblicas, y con la certeza de encontrar gran apoyo entre el pueblo se encaminaron al templo de inmediato, pues ya tocaban las campanas, resueltos a no dejar piedra sobre piedra.

La abadesa, quien ya al romper el día había sido enterada por un amigo del peligro que se cernía sobre el convento, en vano envió repetidas veces a solicitar del oficial imperial que estaba al mando de la ciudad una guardia que protegiera el convento; el oficial, enemigo él mismo del papado y, como tal, simpatizante al menos en secreto de las nuevas doctrinas, supo negarle la guardia con el hábil pretexto de que veía visiones y que no existía ni sombra de peligro para su convento. Entretanto llegó la hora en que había de iniciarse la ceremonia, y entre miedos y rezos se aprestaron las monjas para la misa, llenas de congoja por cuanto había de sobrevenirles. Nadie las protegía salvo un viejo alguacil septuagenario, el cual se apostó a la entrada de la iglesia con un puñado de mozos leales armados.

En los conventos, como es sabido, las propias monjas interpretan su música, duchas en tañer toda suerte de instrumentos; a menudo con una precisión, juicio y sensibilidad que en las orquestas masculinas (acaso por el género femenino de tan misterioso arte) se echa en falta. El caso era, para multiplicar la angustia, que la maestra de capilla, la hermana Antonia, la cual solía dirigir la orquesta, había enfermado pocos días antes de unas violentas fiebres tifoideas; de modo que a más de los cuatro impíos hermanos, a quienes ya se distinguía embozados en sus capas bajo las pilastras de la iglesia, el convento se hallaba asimismo inmerso en la más viva zozobra por mor de ejecutar una obra musical digna. La abadesa, que a última hora del día anterior había ordenado interpretar una antiquísima misa italiana debida a un maestro desconocido con la cual la orquesta ya había obtenido en varias ocasiones cumplidos resultados gracias a una especial sacralidad y magnificencia con que estaba compuesta, poniendo mayor ahínco que nunca en su empeño mandó bajar a la celda de la hermana Antonia por saber cómo se hallaba ésta; mas la monja que de ello se hizo cargo regresó con la noticia de que la hermana yacía postrada en estado de completa inconsciencia y que ni por asomo podía pensarse en que asumiera la dirección de la pieza prevista.

Entretanto en el templo, donde paulatinamente se habían ido congregando más de cien reprobos de todos los estamentos y edades provistos de hachas y palanquetas, se producían incidentes de la mayor gravedad: habían hostigado con suma indecencia a algunos de los guardianes apostados en los pórticos y se habían permitido las expresiones más insolentes e impúdicas contra las monjas que de tanto en tanto, ocupadas en piadosos menesteres, se dejaban ver solas por las naves; de tal suerte que el alguacil se llegó a la sacristía e imploró de rodillas a la abadesa que suspendiera la celebración y se dirigiera a la ciudad para ponerse bajo la protección del comandante. Mas la abadesa porfió inconmovible en llevar a cabo la ceremonia prevista para honra del Altísimo; recordó al alguacil su deber de proteger con alma y vida la misa y la solemne procesión que habían de celebrarse en el templo y, como sonara en aquel preciso instante la campana, ordenó a las monjas que la rodeaban medrosas y trémulas que tomasen un oratorio, sin importar cuál ni de qué mérito fuera, y con su ejecución dieran comienzo de inmediato. Sin tardanza se aprestaron a ello las monjas en la cantona del órgano: repartieron la partitura de una obra musical que ya se había ofrecido a menudo, y estaban probando y afinando violines, oboes y bajos cuando de improviso apareció por la escalera la hermana Antonia, fresca y lozana, con el rostro algo pálido; llevaba bajo el brazo la partitura de la antiquísima misa italiana en cuya interpretación había insistido la abadesa con tal premura.

Al preguntar las monjas asombradas «¿de dónde venía y cómo se había recuperado tan de repente?», respondió: «¡Tanto da, amigas, tanto da!», repartió la partitura que llevaba consigo y ardiendo de entusiasmo se sentó ella misma al órgano para asumir la dirección de la exquisita pieza. Con ello sobrevino al corazón de las piadosas mujeres un milagroso consuelo celestial: en el acto se situaron con sus instrumentos ante los atriles; la propia angustia que las atenazaba se añadió para llevar sus almas como en volandas por todos los cielos de la armonía. El oratorio fue interpretado con el mayor y más extraordinario esplendor musical; no se movió durante toda la representación ni un hálito en las naves ni en los bancos: en particular durante el Salve Regina y más aún el Gloria in Excelsis fue como si todos los presentes en la iglesia estuvieran muertos, de tal suerte que pese a los cuatro hermanos malditos de Dios y sus secuaces ni una mota del suelo se tocó, perdurando así el convento hasta finalizar la Guerra de los Treinta Años, cuando fue con todo secularizado en virtud de un artículo de la Paz de Westfalia.

Seis años más tarde, cuando ya este acontecimiento había sido olvidado largo tiempo atrás, llegó desde La Haya la madre de aquellos cuatro mozalbetes y, declarando compungida que habían desaparecido sin dejar rastro, inició ante el magistrado de Aquisgrán una investigación judicial acerca de la ruta que pudieran haber emprendido desde allí. Las últimas noticias que se había tenido de ellos en los Países Bajos, de donde eran originarios en realidad, consistían —según informó ella— en una carta del predicador escrita antes del citado período, la víspera de una festividad del Corpus Christi, a su amigo, maestro en Amberes, en cuyas cuatro páginas de apretada escritura anunciaba a éste con gran regocijo, o antes bien desenfreno, una acción prevista contra el convento de Santa Cecilia sobre la cual no quiso sin embargo la madre entrar en más detalles.

Tras algún vano esfuerzo por localizar a las personas que buscaba aquella afligida mujer, a alguien le vino por fin a las mientes que, desde hacía ya una serie de años que coincidían aproximadamente con las fechas, cuatro jóvenes de patria y procedencia desconocidas se hallaban en el manicomio de la ciudad, fundado poco antes por la providencia del Emperador. Mas como padecieran una delirante obsesión religiosa y su conducta, según dijo haber oído vagamente el tribunal, fuera en extremo atribulada y melancólica, coincidía todo ello demasiado poco con el ánimo de sus hijos, desgraciadamente bien conocido por la madre, como para que ella, ante todo al resultar casi seguro que dichas personas eran católicas, hubiera debido conceder mayor importancia a esta información. No obstante, extrañamente afectada por algunos rasgos con que los describían, se llegó un buen día al manicomio en compañía de un corchete y rogó a los alcaides que, a fin de efectuar una comprobación, le permitieran acceder a la celda de los cuatro infelices dementes allí recluidos.

Mas cómo describir el espanto de la pobre mujer cuando, a primera vista y según entraba por la puerta, reconoció a sus hijos: estaban sentados, vestidos con largas sotanas negras, en torno a una mesa sobre la que se encontraba un crucifijo al que parecían rezar, apoyados en silencio sobre el tablero con las manos juntas. Al preguntar la mujer, que se había desplomado privada de sus fuerzas sobre una silla, «¿qué estaban haciendo?», le respondieron los alcaides que «sólo estaban adorando al Salvador, del cual creían comprender mejor que nadie, según sus propias afirmaciones, que era el verdadero hijo del único Dios». Añadieron que «los muchachos llevaban aquella vida fantasmal desde hacía ya seis años; eran parcos en el yantar y el descanso; sus labios no proferían ni un sonido; únicamente al dar la medianoche se levantaban de sus asientos y entonces, con una voz que hacía estallar las ventanas de la casa, entonaban el Gloria in Excelsis». Los alcaides concluyeron asegurando que físicamente los jóvenes gozaban de perfecta salud, sin podérseles negar incluso una cierta alegría, si bien muy grave y ceremoniosa; que cuando los llamaban locos se encogían conmiserativamente de hombros y ya habían declarado más de una vez que «si la noble ciudad de Aquisgrán supiera lo que ellos, dejaría también ella sus quehaceres a un lado y asimismo se prosternaría a cantar el Gloria ante la cruz del Señor». La mujer, no pudiendo soportar la escalofriante visión de aquellos desdichados, se hizo conducir poco después de nuevo a su casa, temblándole las rodillas, y a fin de recabar información sobre las causas de tan atroz suceso se llegó a la mañana del siguiente día a casa de don Veit Gotthelf, un conocido comerciante de paños de la ciudad, pues de este hombre hacía mención la carta escrita por el predicador, desprendiéndose de ella que había participado con gran celo en el proyecto de destruir el convento de Santa Cecilia en la festividad del Corpus Christi. Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que entretanto había contraído matrimonio, engendrado varios hijos y heredado el considerable negocio de su padre, recibió a la forastera con mil atenciones; y no bien fue enterado del motivo que a él la conducía, echó el cerrojo a la puerta y tras invitarla a tomar asiento en una silla se le oyó decir lo siguiente:

«¡Querida señora mía! Si a mí, que hace seis años estuve en estrecho contacto con vuestros hijos, no vais a complicarme por ello en pesquisas judiciales, os confesaré con el corazón en la mano y sin reserva alguna que ¡sí, teníamos el propósito al que alude la carta! Por qué fracasó aquel acto, para cuya realización estaba todo dispuesto con la mayor exactitud y perfección verdaderamente demoníaca, me resulta inconcebible; el propio cielo parece haber tomado el convento de las piadosas mujeres bajo su santa protección. Pues sabed que vuestros hijos ya se habían permitido, como preludio de actuaciones más decisivas, varias bufonadas malévolas destinadas a perturbar el servicio divino: más de trescientos bribones de entre los muros de nuestra entonces descarriada ciudad, provistos de hachas y rollos embreados, no esperaban más que la señal que había de dar el predicador para arrasar el templo.

Muy al contrario, al comenzar empero la música, vuestros hijos, repentinamente y de tal guisa que llama nuestra atención, se despojan todos a una de sus sombreros y poco a poco, con honda e indecible emoción, se cubren con las manos el rostro inclinado hacia el suelo, y el predicador, volviéndose de súbito tras una pausa estremecedora, nos grita a todos en alta y terrible voz «¡que nos descubramos nosotros también!» En vano le exhortan algunos camaradas con susurros, golpeándole ligeramente con los codos, a que dé la señal convenida para el ataque iconoclasta: en lugar de responder, el predicador se arrodilla con las manos puestas sobre el pecho en forma de cruz y junto con sus hermanos, hundiendo fervorosos la frente en el polvo, recita toda la serie de plegarias de las que hasta muy poco antes había hecho mofa. Hondamente confundidos por tal escena, el triste hato de exaltados, privado de su cabecilla, queda sumido en indecisión e inacción hasta el final del oratorio cuyos sones descienden maravillosos desde la cantoría; y como en ese preciso momento, por orden del comandante, un retén efectuase varios arrestos y prendiera a algunos de los reprobos que se habían permitido desórdenes, no le resta al mísero tropel otra posibilidad que abandonar la casa de Dios al amparo del apretado gentío que emprende la marcha. A última hora, tras haber preguntado en la posada sin éxito una y otra vez por vuestros hijos, que no habían regresado, salgo de nuevo con algunos amigos, presa de la más terrible inquietud, hacia el convento para que los guardianes, que habían sido de gran ayuda a la guardia imperial, me informaran sobre ellos. Mas ¡cómo describiros mi espanto, noble señora, al ver que aquellos cuatro hombres continúan, poseídos de ardiente fervor, ante el altar de la iglesia, prosternados con las manos juntas, de bruces contra el suelo, como petrificados!

En vano los exhorta el alguacil, que pasa en aquel instante, a abandonar el templo, diciéndoles que allí ya oscurece por completo y nadie queda, tironeándoles de la capa y sacudiéndoles los brazos; ellos se incorporan a medias, como en sueños, y no le prestan oídos hasta que ordena a sus mozos que los tomen bajo el brazo y los saquen por el pórtico: donde al fin, si bien entre suspiros y volviéndose a menudo de tal guisa que desgarraba el corazón a mirar la catedral, la cual lanzaba detrás nuestro magníficos destellos bajo la radiante luz del sol, nos siguen a la ciudad. En el camino de regreso les preguntamos los amigos y yo reiteradas veces, tierna y afectuosamente, qué cosa horrenda, por todos los cielos, les había sobrevenido, capaz de trastocar en tal medida su más profundo ánimo; con amistosas miradas estrechan nuestras manos, miran pensativos al suelo y se enjugan, ¡ay!, de cuando en cuando las lágrimas de los ojos con una expresión que aún hoy me parte el corazón. Más tarde, una vez llegados a su hospedaje, con ingenio y delicadeza se tejen una cruz de ramillas de abedul y la depositan, sujeta por un montoncito de cera entre dos candelas con las que aparece la moza, sobre la gran mesa que ocupa el centro de la estancia, y mientras los amigos, cuyo número aumenta de hora en hora, permanecen aparte retorciéndose las manos y, mudos de pesar, observan en corrillos dispersos sus silenciosos y espectrales manejos, toman ellos asiento en torno a la mesa como si tuvieran cerrados los sentidos a cualquier otra imagen y en silencio se disponen con las manos juntas a la adoración. No apetecen ni las viandas que, conforme se le había ordenado por la mañana, trae la moza para agasajo de los correligionarios, ni más tarde, al caer la noche, el jergón que les ha preparado en el aposento contiguo porque parecen cansados; los amigos, por no atizar el enojo del posadero, al cual inquieta sobremanera semejante proceder, han de sentarse a una mesa opíparamente dispuesta a un lado y tomar los manjares preparados para una numerosa compañía, adobados con la sal de sus amargas lágrimas.

En ese momento toca de pronto la hora de la medianoche; vuestros cuatro hijos, tras aguzar un instante el oído hacia el sordo tañer de la campana, de improviso se yerguen todos a una de sus asientos; y mientras nosotros, truncando el festín, tornamos hacia ellos los ojos, poseídos de temerosa expectación por lo que habría de seguir a tan extraño y sorprendente inicio, con una voz horrísona y escalofriante comienzan a entonar el Gloria in Excelsis. Así han de sonar leopardos y lobos cuando en la gélida estación invernal aullan al firmamento: los pilares de la casa, os lo aseguro, se estremecieron, y las ventanas, alcanzadas por el visible aliento de sus pulmones, amenazaban tintineando con saltar en pedazos cual si lanzaran puñados de pesada arena contra su superficie. Ante tan horripilante escena huimos en desbandada, como posesos, con los cabellos erizados; nos dispersamos, abandonando capas y sombreros, por las calles adyacentes, las cuales en breve se vieron atestadas, en nuestro lugar, por más de cien personas que el pavor arrancara del sueño; el pueblo se abre paso, forzando la puerta de la casa, por la escalera que conduce a la sala para acudir a la fuente de aquel escalofriante e intolerable vocerío que, cual desde los labios de pecadores eternamente condenados al más hondo abismo del infierno en llamas, se elevaba gimiendo por lograr misericordia hasta los oídos de Dios.

Al fin, con la campanada de la una, habiendo hecho caso omiso de la cólera del posadero y de las estremecidas exclamaciones del pueblo que los rodea, cierran su boca; se enjugan con un lienzo el sudor de la frente que les corre en grandes gotas por la barbilla y el pecho; y tras desplegar sus capas se tienden sobre el entarimado para reposar una hora de tan atroces quehaceres. El posadero, que los deja hacer, apenas los ve adormecerse traza la señal de la cruz sobre ellos; y contento de verse libre por el momento de la calamidad logra que el gentío allí reunido, que murmura enigmáticamente entre sí, abandone la habitación, asegurando que la mañana producirá un cambio curativo. Mas, ¡por desdicha!, ya con el primer canto del gallo se yerguen de nuevo los infelices para reanudar frente al crucifijo que se encuentra encima de la mesa la misma yerma y espectral vida monástica que sólo el agotamiento les obligara a suspender durante breves instantes.

No aceptan del posadero, cuyo corazón se deshace ante su desgarradora estampa, consejo ni auxilio alguno; le ruegan rechace amablemente a los amigos que de ordinario solían reunirse con regularidad cada mañana en sus habitaciones; no desean nada más de él que pan y agua y algo de paja, quien ser posible, para la noche: de tal modo que este hombre, quien de otra suerte sacara pingües ganancias de su jovialidad, viose obligado a denunciar a los tribunales todo el suceso y rogarles que le sacaran de la casa a aquellos cuatro hombres, en los cuales anidaba sin duda el mal espíritu. Con lo cual fueron sometidos por orden del magistrado a revisión médica y, como sabéis, al declararlos dementes, recluidos en las dependencias del manicomio que la caridad del Emperador recién fallecido fundara intramuros de nuestra ciudad para el bien de los desdichados de tal índole». Esto y aún más contó Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que aquí omitimos por creer haber dicho ya suficiente para arrojar luz sobre las causas últimas del asunto; y exhortó a la señora una vez más a no complicarlo bajo ningún concepto en caso que se produjeran investigaciones judiciales sobre aquel hecho.

Tres días más tarde, dado que la mujer, estremecida en lo más hondo por dicho relato, había salido hacia el convento del brazo de una amiga con la melancólica intención de tener ante su vista, durante un paseo pues hacía precisamente buen tiempo, el terrible escenario en que Dios había aniquilado a sus hijos como con rayos invisibles, encontraron las señoras el templo con la entrada cerrada con tablones, ya que se encontraba en obras, y empinándose con esfuerzo para mirar por entre las aberturas de las tablas no pudieron distinguir otra cosa del interior que el rosetón lanzando magníficos destellos al fondo de la iglesia. Los obreros, cantando alegres canciones, se afanaban a centenares sobre la filigrana de frágiles andamios en elevar algo más de un tercio las torres y revestir los tejados y pináculos de éstas, que hasta entonces habían estado cubiertos sólo de pizarra, con cobre claro y resistente que relucía bajo los rayos del sol. En esto se divisaba por detrás de la construcción una tormenta, negrísima, con ribetes dorados; ya había descargado sobre la región de Aquisgrán y, luego de lanzar algunos débiles rayos en la dirección en que se encontraba el templo, descendía disuelta en brumas hacia el este, murmurando huraña.

Coincidió que, según observaban las mujeres desde lo alto de la escalera de la amplia casa conventual este doble espectáculo, sumidas a saber en qué pensamientos, descubrió por azar una hermana del convento que por allí pasaba quién era la mujer que se encontraba bajo el pórtico; de tal suerte que la abadesa, habiendo oído hablar de una carta referente al día de Corpus Christi que aquélla llevaba consigo, mandó acto seguido que bajara la hermana a buscarlas y a rogar a la señora neerlandesa que subiera a verla. Ésta, si bien conturbada por un instante, se dispuso no menos respetuosamente a obedecer el mandato que le había sido transmitido; y mientras a invitación de una monja la amiga se retiraba a un cuarto contiguo muy próximo a la entrada, se abrieron a la forastera, según ascendía por la escalera, los batientes de las puertas que daban paso a la solana de bello trazado.

Allí encontró a la abadesa, una noble dama de aspecto callado y regio, sentada en un sillón, el pie apoyado en un escabel que descansaba sobre una garra de dragón; a su lado, sobre un atril, se hallaba la partitura de una obra musical. La abadesa, tras ordenar que se le ofreciera asiento a la extranjera, le reveló que ya había sabido por el burgomaestre de su llegada a la ciudad; y tras mostrar caritativo interés por el estado de sus infelices hijos y alentarla asimismo a resignarse en lo posible al destino que sufrían pues ya nada se podía remediar, le expresó su deseo de ver la carta que escribiera el predicador a su amigo, el maestro de Amberes. La mujer, que sabía lo bastante del mundo como para comprender qué consecuencias podía acarrear semejante paso, se vio apurada por un instante; sin embargo, dado que la honorable faz de la dama exigía confianza incondicional y en modo alguno procedía pensar que pudiera ser su intención hacer público uso del contenido de aquélla, sacó pues tras una breve reflexión la carta de su seno y la entregó a la principesca dama imprimiendo un fervoroso beso en su mano. La mujer, mientras la abadesa recorría la carta, lanzó entonces una mirada a la partitura abierta al descuido sobre el atril; y como hubiera dado en pensar por el relato del comerciante de paños que bien podría haber sido el poder de las notas lo que aquel terrorífico día aniquilara y confundiera el ánimo de sus pobres hijos, preguntó a la hermana que estaba en pie detrás de su silla, volviéndose hacia ella tímidamente «si acaso era aquélla la obra musical que hacía seis años, en la mañana de cierta extraña festividad del Corpus, fue interpretada en la catedral».

Al responder la joven hermana que «¡sí!; recordaba haber oído hablar de ello y desde entonces solía encontrarse, cuando no se precisaba, en el aposento de la reverendísima madre», se puso en pie la mujer, estremecida en lo más vivo, y avanzó hasta el atril, asaltada a saber por qué pensamientos. Observó los desconocidos signos mágicos con los que un temible espíritu parecía trazarse un círculo y sintió como si la tragara la tierra al encontrarlo abierto precisamente por el Gloria in Excelsis. Fue como si todo el pavor de la música que había destruido a sus hijos sobrevolara fragoroso su cabeza; creyó perder el sentido sólo con mirarlo y, tras haber llevado la hoja a sus labios, conmovida por una infinita emoción de humildad y sometimiento a la divina omnipotencia, regresó a su asiento. Entretanto había terminado la abadesa de leer la carta y al doblarla dijo: «Dios mismo amparó el convento aquel prodigioso día contra la altanería de vuestros hijos en su grave descarrío. De qué medios se valió para ello puede seros indiferente a vos que sois protestante: incluso lo que se os pudiera decir al respecto difícilmente lo comprenderíais. Pues sabed que nadie en absoluto sabe quién, en la urgencia de la terrible hora en que la iconoclasia había de abatirse sobre nosotras, dirigió realmente la obra que veis allí abierta, serenamente sentada ante el órgano.

Por un testimonio que a la mañana del siguiente día fue tomado en presencia del alguacil y de varios hombres más y depositado en el archivo, queda probado que la hermana Antonia, la única que podía dirigir la obra, permaneció durante todo el tiempo que duró la ejecución de aquélla en el rincón de su celda, postrada, inconsciente, incapaz por completo de hacer uso de sus miembros; una monja que por ser pariente carnal le había sido asignada para que cuidara de su salud física no se movió de junto a su cabecera durante toda la mañana en que se celebró en la catedral la fiesta del Corpus. En efecto, la propia hermana Antonia hubiera sin duda confirmado y dado fe de la circunstancia de que no fue ella quien de tan extraña y perturbadora manera apareció en la cantería del órgano si su estado de completa privación de los sentidos hubiera permitido interrogarla al respecto y la enferma, a causa de las fiebres tifoideas que padecía y las cuales en un principio no parecieron en absoluto poner en peligro su vida, no hubiera fallecido al anochecer de aquel mismo día.

El propio arzobispo de Tréveris, al cual se informó de este suceso, ya ha pronunciado la única palabra que lo explica: a saber, que la propia Santa Cecilia obró tal milagro terrible y grandioso a un tiempo; y del Papa he recibido igualmente un breve pontificio con el cual confirma este extremo». Y con ello devolvió a la mujer la carta, que sólo había solicitado para obtener información más concreta sobre lo que ya sabía, con la promesa de que no haría uso alguno de ella; y luego de preguntarle aún si existía esperanza de recuperación para sus hijos, y si se podía contribuir a tal fin con algo, dinero u otro género de contribución, lo cual negó la mujer llorando y besando la orla de su manto, la despidió afablemente con la mano y la dejó marchar.

Aquí llega a su término esta leyenda. La mujer, cuya presencia en Aquisgrán era completamente inútil, después de depositar en los tribunales un pequeño capital para el bien de sus pobres hijos retornó a La Haya, donde un año más tarde, profundamente conmovida por este suceso, regresó al seno de la Iglesia Católica: los hijos por su parte murieron a edad avanzada, alegres y satisfechos, tras haber cantado una vez más de principio a fin, según su costumbre, el Gloria in Excelsis.

Heinrich Von Kleist: La Marquesa de O. Cuento

images (5)EN M…, ciudad muy principal de la Italia Superior, la marquesa viuda de O…, dama de intachable reputación y madre de varios hijos de buena crianza, hizo público en los diarios que había quedado, sin su conocimiento, en estado; que el padre del hijo que había de dar a luz diera noticias y que ella, por consideraciones familiares, estaba determinada a desposarse con él. La dama que, apremiada por circunstancias inmutables, daba con tamaña seguridad un paso tan extraordinario desafiando el escarnio del mundo, era la hija del señor de G…, comandante de la ciudadela cercana a M… Unos tres años antes había perdido a su esposo, el marqués de O…, al cual profesara el más hondo y tierno de los afectos, en el transcurso de un viaje que realizó éste a París por asuntos de la familia. De acuerdo con los deseos de la señora de G…, su digna madre, a la muerte de aquél había abandonado la quinta cercana a V…, donde hasta entonces habitara, y regresado con sus dos hijas a la Comandancia, la casa de su padre. Allí había pasado en el mayor retiro los años que siguieron, dedicada al arte, la lectura, a la educación de las niñas y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso la guerra de … atestó la región en torno con las tropas de casi todas las potencias, incluidas las rusas.

El mayor de G…, quien tenía orden de defender la plaza, conminó a su esposa e hija a retirarse a la finca rural de ésta última o a la del hijo, que se hallaba junto a V… Mas antes aún de que, sopesando a qué zozobras podrían verse expuestas en el fuerte y a qué horrores lo estarían en campo abierto, se hubiera inclinado la balanza de la femenina reflexión, ya se veía acosada la ciudadela por las tropas rusas e intimada a entregarse. El mayor declaró ante su familia que a partir de aquel momento obraría cual si ellas no se encontraran allí presentes, y respondió con balas y granadas. El enemigo por su parte bombardeó la ciudadela: incendió los polvorines, conquistó un baluarte exterior y al titubear el comandante, tras un último requerimiento, antes de entregar la plaza, ordenó entonces un ataque nocturno y tomó la fortaleza al asalto. En el preciso instante en que las tropas rusas, bajo una intensa lluvia de obuses, irrumpían desde el exterior, el ala izquierda de la Comandancia se prendió fuego, forzando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, mientras se apresuraba a seguir en pos de su hija, que huía escaleras abajo con las niñas, gritó que podrían permanecer juntas y refugiarse en las bóvedas del sótano; mas una granada que estalló en la casa justo en aquel momento completó la total confusión en ella reinante.

La marquesa vino a dar con sus dos hijas en la explanada del castillo, donde, en el ardor de la refriega, los disparos ya rasgaban centelleantes la noche y, sin saber a dónde dirigirse, la obligaron a regresar al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escabullirse por la puerta trasera, se topó con ella una tropilla de fusileros enemigos que de pronto, al verla, enmudecieron, se echaron las armas al hombro y, con abominables ademanes, la llevaron consigo. En vano gritaba la marquesa, tironeada ora aquí, ora allá por la espantosa cuadrilla que peleaba entre sí, pidiendo auxilio a sus doncellas que huían temblorosas por el portalón. La arrastraron hasta el patio trasero del castillo, donde a punto estaba, sometida a las más impúdicas vejaciones, de caer a tierra, cuando, atraído por los gritos de socorro de la dama, apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa se le antojó un ángel del cielo. Al último de los bestiales asesinos, que aún aferraba su esbelto cuerpo, lo golpeó con la empuñadura de la espada en el rostro, de tal suerte que retrocedió tambaleante, con la sangre brotándole a borbotones por la boca; ofreció entonces su brazo a la dama, dirigiéndose a ella cortésmente en francés, y la condujo, privada como estaba del habla por todos aquellos sucesos, al otro ala del palacio, aún no alcanzada por las llamas, donde nada más llegar se desplomó ella inconsciente por completo.

Allí él, al aparecer poco después las espantadas doncellas, tomó medidas para que llamaran un médico; ajustándose el sombrero aseguró que la señora no tardaría en reponerse y regresó a la lucha.

En breve fue tomada por completo la plaza y el comandante, que sólo continuaba defendiéndose porque no le concedían cuartel, ya se retiraba flaqueándole las fuerzas hacia el zaguán de la casa cuando el oficial ruso, con el rostro muy acalorado, salió de ésta y le conminó a rendirse. El comandante respondió que no esperaba más que tal requerimiento, le hizo entrega de su espada y solicitó autorización para dirigirse al castillo y ocuparse de su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su papel parecía ser uno de los capitanes del ataque, le concedió tal libertad acompañado de una guardia; con alguna precipitación se puso a la cabeza de un destacamento, decidió la lucha donde aún pudiera ser dudosa y con toda celeridad apostó hombres en los puntos fuertes de la ciudadela.

Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de poner coto al fuego, que comenzaba a propagarse furiosamente, contribuyendo él mismo a tal fin con portentoso empeño al no seguirse sus órdenes con el celo necesario. Ya trepaba, manguera en mano, por entre almenas en llamas y gobernaba el chorro de agua; ya se aventuraba en los arsenales, provocando escalofríos en el ánimo de los asiáticos, y sacaba rodando barriles de pólvora y bombas cargadas. El comandante, llegado entretanto a la casa, cayó en la consternación más extrema ante la noticia del percance que había sufrido la marquesa. Ya repuesta por completo de su desmayo sin ayuda del médico, tal como había pronosticado el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo guardaba aún cama para apaciguar la excesiva preocupación de éstos y le aseguró que no abrigaba otro deseo que poder levantarse para expresar su gratitud a su salvador. Ya sabía que era el conde F…, teniente coronel del cuerpo de cazadores de T… y caballero de una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Rogó a su padre que le suplicara encarecidamente no abandonar la ciudadela sin haberse personado un instante en el castillo. El comandante, que honraba el sentir de su hija, regresó sin tardanza al fuerte y, como aquél deambulase de un lado a otro entre incesantes ordenanzas de guerra y no se pudiera encontrar mejor ocasión, sobre las mismas murallas donde estaba pasando revista a las tiroteadas tropas le expuso el deseo de su conmovida hija. El conde aseguró que no esperaba más que el instante que pudiera sustraer de sus obligaciones para presentarle sus respetos. Aún quiso saber: «¿cómo se encontraba la señora marquesa?», cuando los informes de varios oficiales lo arrastraron de nuevo al hervidero de la guerra.

Al romper el día se personó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó el fuerte. Expresó al mayor su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera asistido mejor a su valor y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le dio fe de su gratitud y declaró estar en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F…, teniente coronel del cuerpo de cazadores de T… El general preguntó qué había sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima la hija de aquél, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F… llamándolo por su nombre. Tras dedicarle en primer lugar unas breves palabras de elogio por su noble comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, resolvió fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador y le ordenó decir quiénes eran. El conde F… respondió, con palabras confusas, que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible reconocer sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio del castillo. El general, habiendo oído que para entonces el castillo ya se encontraba en llamas, se asombró mucho ante tal declaración; recalcó que de noche era bien posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al encogerse aquél de hombros con gesto avergonzado, le encargó que indagara el asunto con máximo celo y minuciosidad. En aquel momento informó alguien, abriéndose paso desde la última fila, que uno de los criminales heridos por el conde F.., tras desplomarse en el corredor, había sido conducido por los hombres del comandante a una celda y que aún se encontraba allí. Al oír esto, el general mandó que una guardia lo trajera a su presencia, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, una vez nombrada por éste, cinco en total, fusilada.

Acto seguido el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que las restantes tropas emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se apresuraban en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el comandante y lamentó tener en tales circunstancias que despedirse con el mayor respeto de la señora marquesa; y en menos de una hora el fuerte entero se vació nuevamente de rusos.

La familia pensó entonces en cómo encontrar en el futuro ocasión de ofrecer al conde algún testimonio de su gratitud, mas cuán no los sobrecogería saber que, el mismo día en que abandonó la ciudadela, había hallado la muerte en una escaramuza con tropas enemigas. El mensajero que llevó dicha noticia a M… había visto con sus propios ojos cómo lo conducían, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P…, donde, según se sabía de cierto, en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros había expirado. El comandante, que se personó en la casa del Correo para obtener información sobre las circunstancias exactas de tal suceso, supo además que en el campo de batalla, justo al ser alcanzado por el disparo, había exclamado: «¡Julietta! ¡Esta bala te venga!», y a continuación cerrado sus labios para siempre. La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies. Se hacía los más vivos reproches por no haber acudido personalmente a verlo ante su negativa de presentarse en el castillo, debida acaso a su modestia, en opinión de ella; sufría por su infeliz tocaya, a quien dedicara él su pensamiento aún en el postrer instante; en vano se esforzó por descubrir su paradero a fin de informarla de tan triste y conmovedor suceso y pasaron varias lunas antes de que ella misma pudiera olvidarlo.

La familia tuvo a continuación que abandonar la Comandancia para hacer sitio en ella al general en jefe ruso. En un principio se pensó si no deberían trasladarse a las fincas del comandante, por lo que la marquesa sentía una fuerte inclinación, mas, no gustando el mayor de la vida campestre, la familia ocupó una casa en la ciudad y se instaló en ella como residencia permanente. Todo volvió entonces al antiguo orden de cosas. La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas de asueto cuando, siendo como era normalmente la diosa de la salud en persona, viose aquejada de repetidas indisposiciones que durante semanas enteras la inhabilitaron para la vida social. Sufría de nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extraño estado. Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre había abandonado por un instante la habitación, dijo la marquesa a su madre, despertando de un prolongado embabiamiento: «Si una mujer me dijera que se sentía exactamente igual que yo ahora, al tomar la taza, para mí pensaría que se encontraba en estado de buena esperanza.» La señora de G… dijo que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo:

«Que acababa de tener la misma sensación que estando antaño embarazada de su segunda hija». La señora de G… dijo que quizá daría a luz a Fantasio y rió. «Morfeo por lo menos», repuso la marquesa, bromeando a su vez, «o uno de los sueños de su séquito sería su padre». Volvió empero el mayor, se interrumpió la conversación y todo el asunto, al recuperarse la marquesa de nuevo en pocos días, quedó olvidado.

Poco después la familia, encontrándose precisamente también en la casa el guardabosques mayor de G…, hijo del comandante, tuvo el extraño sobresalto de oír a un camarero entrar en la estancia anunciando al conde F… «¡El conde F…!», dijeron padre e hija a un tiempo, y el asombro privó a todos del habla. El servidor aseguró haber visto y oído perfectamente y que el conde ya se encontraba esperando en la antecámara. El propio comandante saltó de su asiento para abrirle la puerta, a lo cual entró, hermoso como un joven dios, con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras asegurar el conde, como los padres alegaran «¡pero si estaba muerto!», que vivía, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la hija y su primera pregunta fue de inmediato «¿cómo se encontraba?». La marquesa aseguró que muy bien, y sólo quería saber «¿cómo había vuelto él a la vida?». Mas éste, insistiendo en su cuestión, replicó que ella no le decía la verdad, que en su faz se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, de buen humor por la cordialidad de sus palabras, repuso que «bien, en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas atrás, la cual entretanto no temía que fuera a tener consecuencias». A lo cual él, con encendida alegría, replicó que «¡él tampoco!» y añadió que si quería casarse con él. La marquesa no supo qué pensar de tal comportamiento. Miró, cada vez más arrebolada, a su madre y ésta, violenta, al hijo y al padre, mientras el conde se acercaba a la marquesa y, tomando su mano como si fuera a besarla, repitió que si le había entendido. El comandante pre guntó si no deseaba tomar asiento y le acercó de modo cortés, si bien algo grave, una silla. La comandanta dijo: «De veras, vamos a creer que es usted un fantasma hasta que nos haya revelado cómo ha salido de la tumba donde lo sepultaron en P…» El conde se sentó, dejando ir la mano de la dama y dijo que, obligado por las circunstancias, tenía que ser muy breve; que, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P…, donde había desesperado de su vida varios meses, que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, que no podía describir el gozo y el dolor que se fundían en tal quimera; que tras su restablecimiento había finalmente regresado al ejército, sintiendo allí la más viva inquietud; que en más de una ocasión había empuñado la pluma para, en una carta dirigida al señor mayor y a la señora marquesa, desahogar su corazón; que repentinamente había sido enviado a Nápoles con despachos oficiales; que no sabía si desde allí no sería destinado a Constantinopla; quizá tuviera incluso que marchar a San Petersburgo; que entretanto le era imposible continuar viviendo sin poner en claro una ineludible exigencia de su alma, y al cruzar M… no había podido resistir el impulso de dar algunos pasos encaminados a tal fin; en resumidas cuentas, que abrigaba el deseo de ser agraciado con la mano de la marquesa y con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura rogaba le concediera su favor en tal sentido.

El comandante, tras una larga pausa, replicó que si bien esta petición, de ser, como no dudaba, en serio, le resultaba muy halagadora, sin embargo a la muerte de su esposo, el marqués de O…, su hija había resuelto no contraer segundas nupcias. Mas, dado que recientemente le había quedado tan obligada, no sería imposible que por tal motivo mudara dicha decisión en consonancia con sus deseos; que entretanto solicitaba en nombre de ella licencia para poder reflexionar al respecto con sosiego durante algún tiempo. El conde aseguró que tan generosa manifestación satisfacía todas sus esperanzas y en otra situación lo hubiera hecho completamente feliz; no obstante, haciéndose cargo él mismo de cuán importuno por su parte era no tranquilizarse con ella, circunstancias acuciantes sobre las que no estaba en condiciones de decir más le hacían extraordinariamente deseable una declaración más concreta; los caballos que habían de conducirlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa —y al decir esto miró a la marquesa—, no lo dejaran partir sin una respuesta positiva. El mayor, un tanto turbado por semejante conducta, respondió que la gratitud que la marquesa sentía por él bien era cierto que le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, mas sin embargo no tan grandes; en un paso que afectaba a la felicidad de su vida no actuaría ella sin la debida prudencia.

Que era de todo punto imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Así pues lo invitaba, una vez concluido su viaje de negocios, a regresar a M… y a ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si entonces la señora marquesa podía tener la esperanza de ser feliz a su lado, entonces también a él, pero no antes, le alegraría escuchar cómo le daba una respuesta concreta. El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había predicho tal destino a sus impacientes deseos, viéndose entretanto arrojado así a la mayor desolación; que, dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable; que creía poder responder de su honor, si acaso esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en consideración; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que admitieran su afirmación de que tal afirmación era veraz. El comandante replicó, sonriendo un tanto aunque sin ironía, que suscribía todas aquellas aseveraciones. Nunca había conocido a un joven que, en tan breve tiempo, hubiera hecho gala de tantos y tan excelentes rasgos de carácter. Creía casi que un breve periodo de reflexión eliminaría la duda que aún pudiere pesar; mas antes de haber discutido al respecto tanto con su familia como con la del señor conde no era posible ninguna otra declaración que la dada. A esto expuso el conde que no tenía padres y era libre. Que su tío era el general K…, de cuyo consentimiento respondía. Añadió que era dueño de una considerable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria.

El comandante le hizo una cortés reverencia, expresó su voluntad una vez más y le rogó que, hasta concluir su viaje, se abstuviera de dicha cuestión. El conde, tras una breve pausa durante la cual dio toda muestra del mayor desasosiego, dijo dirigiéndose a la madre que había hecho absolutamente todo cuanto estaba en su mano para eludir el actual viaje de negocios; los pasos que había osado por ello ante el general en jefe y el general K…, su tío, habían sido los más decisivos que se podían dar; que sin embargo habían creído sacarlo con ello de una melancolía que le quedaba de su enfermedad y que ahora se veía arrojado a la más completa miseria. La familia no supo qué decir a semejantes palabras. El conde prosiguió, mientras se frotaba la frente, diciendo que, de existir esperanza alguna de aproximarse de tal modo al objetivo de sus deseos, interrumpiría su viaje un día, incluso algo más, para intentarlo. Al decir esto miró, uno detrás de otro, al comandante, a la marquesa y a la madre. El comandante bajó los ojos disgustado y no le respondió. La esposa del mayor dijo: «Vaya usted, vaya usted, señor conde; viaje a Nápoles; concédanos a su regreso durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.» —El conde permaneció sentado un instante y parecía meditar lo que debía hacer. A continuación, levantándose y apartando la silla, «había de reconocer», dijo, «que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y que la familia, como él no desaprobaba, insistía en conocerlo mejor, de modo que iba a devolver sus despachos a Z…, al cuartel general, para que fueran expedidas por otra vía, y a aceptar el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas».

A lo cual, con la silla en la mano, de pie junto a la pared} aún quedó inmóvil un instante mirando al comandante. Éste repuso que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que en su posición debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; que enviara los despachos y ocupara las habitaciones a él asignadas. Se le vio demudarse ante aquellas palabras, besar respetuosamente la mano a la madre, inclinarse ante los demás y salir.

Cuando hubo abandonado la habitación, no supo la familia qué pensar de tal aparición. La madre dijo que no sería posible que fuera a devolver a Z… los despachos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar M… no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el sí de una dama completamente desconocida. El guardabosques mayor expresó que «¡sin duda un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar!» «¡Y casación además!», añadió el comandante. Pero, prosiguió, no existía tal peligro. Que había sido un disparo al aire en el asalto y aún entraría en razón antes de enviar los despachos. La madre, al enterarse de riesgo tal, expresó la más viva preocupación porque sí los enviara. Su fuerte voluntad dirigida a un único objetivo, opinó, le parecía justamente capaz de tal acto. Instó al guardabosques a ir de inmediato en su pos e impedirle llevar a cabo tan funesta acción.

El guardabosques replicó que semejante paso sería contraproducente y sólo lo afirmaría en la esperanza de vencer mediante su estratagema. La marquesa era de la misma opinión, aunque aseguró que si no lo hacía se produciría sin lugar a dudas el envío de los despachos, al preferir el conde caer en desgracia que mostrar debilidad. Todos coincidieron en que su conducta era muy extraña y que parecía habituado a conquistar corazones femeninos al asalto, como fortalezas. En aquel instante advirtió el comandante que el coche del conde estaba enganchado ante la puerta. Llamó a la familia a la ventana y, asombrado, preguntó a un criado que entraba en ese momento si es que el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio y acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. El comandante, reprimiendo su consternación, bajó con el guardabosques a toda prisa y preguntó al conde, pues le vio despachando sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si no quería dirigirse a sus habitaciones, y si ordenaba alguna otra cosa.

El conde respondió, mientras continuaba escribiendo con precipitación, que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya estaban concluidos; preguntó la hora, lacrando la carta, y deseó al edecán, tras hacerle entrega de toda la valija, un feliz viaje. El comandante, que no daba crédito a sus ojos, dijo según salía el ayuda de campo: «Señor conde, si no tiene usted razones de mayor peso—» «¡Decisivas!», lo atajó el conde, acompañó a su ayudante al coche y le abrió la puerta. «En tal caso yo», prosiguió el comandante, «por lo menos los despachos…» —«No es posible», contestó el conde, ayudando al edecán a sentarse. «Los despachos carecen de toda validez en Nápoles sin mí. Ya he pensado yo también en ello. ¡Arre!» «¿Y las cartas de su señor tío?», gritó el ayuda de campo asomándose por la portezuela. «Me encontrarán», repuso el conde, «en M…» «¡Arre!», dijo el ayudante, y partió en el coche. A renglón seguido preguntó el conde F…, volviéndose hacia el comandante, si tendría la amabilidad de mandar que le indicaran su cuarto. Él mismo tendría de inmediato el honor, respondió el confundido mayor; ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje de éste y lo condujo a los aposentos de la casa destinados a los huéspedes, donde se despidió de él con gesto adusto. El conde se mudó de ropa, salió de la casa para presentarse ante el gobernador del lugar y, sin dejarse ver en la casa durante todo el resto del día, no regresó a ella hasta poco antes de la cena.

Entretanto la familia se encontraba sumida en la más viva desazón. El guardabosques mayor comentó cuán resolutas habían sido las respuestas del conde a algunas consideraciones del comandante; opinó que su comportamiento se asemejaba a un paso completamente premeditado y preguntó, qué demontre, a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. El comandante dijo que no entendía nada del asunto y exigió de la familia que no hablaran más de ello en su presencia. La madre miraba a cada instante por la ventana, no fuera a ser que volviese, lamentara su frivolo acto y lo reparase. Finalmente, ya de anochecida, se sentó junto a la marquesa, la cual trabajaba sentada a una mesa con gran afán y parecía evitar toda conversación. Le preguntó a media voz, mientras el padre paseaba arriba y abajo, si ella colegía qué había de resultar de todo aquel asunto. La marquesa respondió, dirigiendo tímidamente una mirada al comandante, que si el padre hubiera conseguido hacerlo partir para Nápoles, todo estaría en orden. «¡A Nápoles!», exclamó el comandante, que lo había oído. «¿Debería mandar llamar al sacerdote? ¿O acaso hubiera debido hacerlo encerrar y prender y haberlo enviado a Nápoles bajo custodia?» «No», respondió la marquesa, «pero las consideraciones vivaces y persuasivas hacen su efecto», y bajó de nuevo los ojos, un tanto disgustada, a su labor. Finalmente, al acercarse la noche, apareció el conde. Sólo se esperaba, tras las primeras muestras de cortesía, que el tema saliera a colación para asediarlo aunando sus fuerzas y llevarlo de ser posible a deshacer el paso que había osado dar. Mas en vano se acechó durante toda la cena tal momento.

Evitando a sabiendas todo cuanto pudiera conducir a ello, departió con el comandante sobre guerra y con el guardabosques mayor sobre caza. Al citar la escaramuza de P…, en el transcurso del cual había resultado herido, la madre lo enredó con la historia de su enfermedad, preguntándole cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas. Con tal motivo narró varios detalles de interés sobre su pasión por la marquesa: cómo había estado permanentemente sentada junto a su cabecera durante la enfermedad; cómo en los delirios de la fiebre siempre había confundido su imagen con la de un cisne que viera de muchacho en la finca de su tío; que un recuerdo en especial le había resultado conmovedor, pues cierta vez había arrojado estiércol a dicho cisne, tras lo cual éste se había sumergido en silencio y vuelto a surgir puro de las aguas; que ella siempre nadaba sobre olas de fuego y él llamaba «Thinka», que era el nombre de aquel cisne, pero no había logrado atraerla hacia sí, pues ella se divertía simplemente bogando y lanzándose al agua; aseguró de pronto, el rostro como una amapola, que la amaba extraordinariamente; bajó de nuevo la vista al plato y enmudeció. Hubo al fin que levantarse de la mesa y como el conde, tras una breve charla con la madre, se inclinara de inmediato ante la reunión y se retirase de nuevo a su alcoba, quedaron una vez más los miembros de la misma sin saber qué pensar.

El comandante opinó que se debía dejar que las cosas siguieran su curso. Que probablemente confiaba en sus parientes para dar tal paso. De lo contrario correspondía infame casación. La señora de G… preguntó a su hija qué pensaba de él, y si acaso podrían acordar alguna respuesta que evitara una desgracia. La marquesa respondió: «¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Fue sin embargo mi decisión no volver a desposarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún tan irreflexivamente.» El guardabosques señaló que, de ser aquélla su firme voluntad, también sería útil tal declaración, y que casi parecía preciso darle cualquiera que fuere, pero concreta. La esposa del mayor repuso que, habiendo afirmado aquel joven, al cual recomendaban tantas cualidades extraordinarias, estar dispuesto a fijar su residencia en Italia, a su modo de ver su petición merecía ser considerada y que se cuestionara la decisión de la marquesa. El guardabosques, sentándose junto a ella, preguntó qué opinaba de él en cuanto a su persona. La marquesa respondió, con algún embarazo: «Me gusta y me disgusta.» E invocó el sentir de los demás. La esposa del mayor dijo: «Si regresa de Nápoles y las pesquisas que entretanto pudiéramos haber realizado sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera entonces su petición?» «En tal caso», repuso la marquesa, «yo —pues sus deseos parecen de hecho tan vehementes» —titubeó, y sus ojos brillaron al decir esto— «por lo mucho que le debo, satisfaría dichos deseos». La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera unas segundas nupcias, hubo de esforzarse por ocultar su alegría sobre esta declaración y meditó qué se podría hacer con ella. El guardabosques mayor dijo, levantándose de nuevo inquieto del asiento, que si la marquesa pensaba aun remotamente en la posibilidad de concederle un día su mano, había entonces sin falta de dar inmediatamente un paso para prevenir las consecuencias de su arrebatada acción. La madre era del mismo parecer y afirmó que en último término la osadía no era demasiada, siendo apenas de temer que, con tantas y tan excelentes cualidades de las que había dado muestra la noche en que el fuerte fue tomado por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas.

La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud. «Lo que sí se podría hacer», prosiguió la madre tomando su mano, «sería hacerle llegar algo así como una promesa de que, hasta su regreso de Nápoles, tú no contraerás ningún otro compromiso.» La marquesa dijo: «Tal declaración, queridísima madre, puedo dársela; sólo me temo que a él no le tranquilice y a nosotros nos vaya a complicar.» «¡Eso déjalo de mi cuenta!», replicó la madre con viva alegría y se volvió buscando con la vista al comandante. «¡Lorenzo!», preguntó, «¿tú qué opinas?», e hizo intención de levantarse de su asiento. El comandante, que lo había oído todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no decía nada.

El guardabosques aseguró que él se comprometía a sacar al conde de la casa con tan inofensiva manifestación. «¡Entonces hacedlo, hacedlo, hacedlo!», exclamó el padre, dándose media vuelta: «¡He de entregarme a ese ruso por segunda vez!» Al oír esto se puso la madre en pie de un salto, lo besó a él y a la hija y preguntó, mientras el padre sonreía viendo su ajetreo, cómo enterar en el acto al conde de dicha decisión. Se resolvió, a propuesta del guardabosques, mandar que le rogaran tuviera la amabilidad, en caso de no haberse desvestido aún, de acudir un instante ante la familia. «¡Que tendría de inmediato el honor de presentarse!», mandó responder el conde, y apenas había vuelto el ayuda de cámara con este mensaje cuando ya entraba él mismo en el salón con pasos a los que prestaba alas la alegría y se arrojaba a los pies de la marquesa, embargado por la más vehemente de las emociones. El comandante iba a decir algo, mas él, poniéndose en pie, repuso que «¡ya sabía suficiente!», besó su mano y la de la madre, abrazó al hermano y sólo rogó que tuvieran la bondad de ayudarle de inmediato a conseguir una diligencia. La marquesa, si bien conmovida por tal escena, dijo sin embargo: «Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su…» —«¡Nada! ¡Nada!», repuso el conde. «No ha pasado nada si las pesquisas que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta sala.» Al oír esto, el comandante lo abrazó con la mayor cordialidad, el guardabosques mayor le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuere, y hubo alegría en esta partida como nunca antes en un recibimiento. Dijo el conde que esperaba alcanzar los despachos en B…, desde donde tomaría entonces un camino a Nápoles más corto que pasando por M…; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para rehusar el ulterior viaje a Constantinopla y estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, aseguró que de no impedírselo obstáculos insalvables estaría sin falta de nuevo en M… en un plazo de entre cuatro y seis semanas.

Acto seguido anunció su montero que el coche estaba enganchado y todo dispuesto para marchar. El conde tomó su sombrero, se acercó a la marquesa y tomó su mano. «Entonces, Julietta», dijo, «quedo hasta cierto punto tranquilo», y posó su mano sobre la de ella, «si bien era mi más ardiente deseo desposarla aún antes de partir». «¡Desposarla!», exclamaron todos los miembros de la familia. «Desposarla», repitió el conde besando la mano a la marquesa y aseguró, como ésta preguntara si estaba en sus cabales, que «¡llegaría el día en que ella le comprendiera!». La familia a punto estaba de enfadarse con él, mas el conde se despidió enseguida calurosísimamente de todos, les rogó no cavilar más sobre su última manifestación y partió.

Transcurrieron varias semanas en las cuales la familia, con muy diversos sentimientos, esperó impaciente el desenlace de tan extraño asunto. El comandante recibió del general K…, el tío del conde, una cortés misiva; el propio conde escribió desde Nápoles; las pesquisas que se realizaron sobre él hablaron muy en su favor; en resumidas cuentas, el compromiso se daba prácticamente por hecho cuando los achaques de la marquesa reaparecieron con mayor fuerza que nunca. Notaba una incomprensible transformación de su figura. Se descubrió con toda franqueza a su madre y dijo que no sabía qué pensar de su estado. La madre, a la que preocupaban sobremanera tan extraños contratiempos para la salud de su hija, exigió que consultara a un médico. La marquesa, esperando vencer por su propia naturaleza, se resistía; pasó aún varios días sin seguir el consejo de su madre entre los más dolorosos padecimientos hasta que una serie de sensaciones recurrentes y de extraordinaria índole la sumieron en la más viva inquietud. Hizo llamar a un médico que contaba con la confianza de su padre, le instó a sentarse en el diván, ya que su madre se encontraba ausente en aquel momento, y tras unos breves preliminares le descubrió entre bromas y veras lo que pensaba de su estado. El médico le lanzó una mirada escrutadora; guardó silencio durante algún tiempo aún después de realizado un reconocimiento exhaustivo, y respondió entonces con la mayor gravedad que la señora marquesa estaba en lo cierto. Tras explicarse, al preguntar la dama cómo entendía él tal cosa, con toda claridad y decir con una sonrisa que no pudo reprimir que estaba completamente sana y no necesitaba ningún médico, la marquesa tiró de la campanilla, lanzándole de soslayo una adusta mirada, y le rogó que se marchara. A media voz, como si no fuera digno de que le hablara, murmuró para sus adentros que no tenía ganas de bromear con él sobre asuntos tales. El doctor replicó ofendido que había de desear que siempre hubiera sido tan poco dada a bromas como en aquel momento; tomó bastón y sombrero e hizo ademán de despedirse en el acto. La marquesa aseguró que informaría a su padre de semejantes agravios. El médico respondió que podía jurar su afirmación ante tribunal, abrió la puerta, se inclinó y se dispuso a abandonar la habitación. La marquesa preguntó, al pararse él a recoger del suelo un guante que había dejado caer: «¿Y la posibilidad de algo así, señor doctor?» Éste replicó que no tendría que explicarle las causas últimas de las cosas, se inclinó una vez más ante ella y marchó.

La marquesa quedó como herida por el rayo. Sacando fuerzas de flaqueza quiso correr junto a su padre; mas la extraña seriedad del hombre por quien se veía agraviada paralizó todos sus miembros. Se arrojó sobre el diván presa de la mayor conmoción. Desconfiando de sí misma, recorrió todos los momentos del año anterior y se tuvo por loca al pensar en el último instante. Por fin apareció la madre, y al preguntar consternada por qué estaba tan agitada, refirió la hija lo que el médico acababa de revelarle. La señora de G… lo tachó de desvergonzado e indigno, y apoyó a su hija en la decisión de descubrir al padre tal ofensa. La marquesa aseguró que aquél lo había dicho completamente en serio y que parecía dispuesto a repetir ante la cara de su padre tan precipitada afirmación. La señora de G… preguntó, no poco espantada, si acaso creía en la posibilidad de tal estado. «¡Antes creo», respondió la marquesa, «en que las tumbas sean fecundadas y el seno de los cadáveres dé a luz!» «Pues entonces, mi querida fantasiosa», dijo la esposa del mayor estrechándola con vehemencia contra sí, «¿qué es lo que te inquieta? Si tu conciencia te declara pura, ¿cómo puede siquiera preocuparte un juicio, aunque fuere el de toda una comisión de médicos? Sea el suyo producto del error o de la maldad, ¿no te es por completo indiferente? Mas conviene que se lo descubramos a tu padre». «¡Oh Dios!», dijo la marquesa con un movimiento convulsivo: «¿Cómo puedo tranquilizarme? ¿Acaso no tengo en contra mía este propio sentimiento interior que demasiado bien conozco? ¿Acaso no juzgaría yo misma de otra, si supiera en ella esta sensación mía, que era cierto?» «Es espantoso», repuso la esposa del mayor. «¡Maldad, error!», prosiguió la marquesa. «¿Qué razones puede tener ese hombre, que hasta el día de hoy nos pareció digno de aprecio, para agraviarme de un modo tan caprichoso y vil, a mí que nunca lo ofendí? ¿A mí que lo recibí con confianza y con el presentimiento de futura gratitud? ¿A mí ante la cual se presentó, como daban fe sus primeras palabras, con la voluntad pura y sin doblez de ayudar y no de causar dolores más lacerantes que los que yo ya sentía? Y si en la urgencia de tener que elegip>, prosiguió mientras la madre la miraba fijamente, «quisiera creer en un error, ¿es acaso posible que un médico, aun cuando sólo fuera de mediana valía, errara en un caso tal?» —La esposa del mayor dijo un tanto mordaz: «Y aún así ha de ser necesariamente lo uno o lo otro.» «¡Sí, carísima madre mía!», repuso la marquesa mientras besaba su mano con expresión de dignidad herida y la grana ardiendo en su rostro, «¡ha de ser! Aun cuando las circunstancias sean tan extraordinarias que me esté permitido dudarlo. Juro, porque es preciso asegurarlo, que mi conciencia está igual de limpia que la de mis hijas; la suya, venerabilísima, no puede estarlo más. A despecho de todo, le ruego que me haga llamar una comadrona para que me convenza de qué pasa y sea lo que fuere me tranquilice.» «¡Una comadrona!», exclamó la señora de G… humillada. «Una conciencia limpia, ¡y una comadrona!» Y se quedó sin habla. «Una comadrona, mi queridísima madre», repitió la marquesa arrodillándose ante ella, «y al momento, si no quiere que me vuelva loca.» «Oh, con mucho gusto», repuso la esposa del mayor; «sólo ruego que el alumbramiento no tenga lugar en mi casa.» Y diciendo esto se puso en pie y se dispuso a abandonar la habitación. La marquesa, siguiéndola con los brazos abiertos, cayó de bruces y se abrazó a sus rodillas. «Si una vida irreprochable», exclamó con la elocuencia del dolor, «una vida llevada con la suya por modelo me da derecho a su aprecio, si en tanto mi culpa no quede demostrada con claridad meridiana algún sentimiento maternal habla por mí en su pecho, entonces no me abandone en estos momentos.» —«¿Qué es lo que te inquieta?», preguntó la madre. «¿No es más que la afirmación del médico? ¿Nada más que tu sensación interior?» «Nada más, madre mía», repuso la marquesa poniéndose la mano sobre el pecho. «¿Nada, Julietta?», prosiguió la madre. «Reflexiona. Un mal paso, por indeciblemente que me doliera, se podría perdonar y yo debería en último término disculparlo; mas si para escapar de la reprensión materna fueras capaz de inventar un cuento de hadas que invierte el orden del mundo y de amontonar juramentos blasfemos para cargárselos a este corazón mío que demasiado crédulo es contigo, entonces sería una infamia; jamás podría perdonártelo.» «Ojalá el Reino de la Redención esté un día tan abierto ante mí como mi alma ante usted», exclamó la marquesa. «No le callo nada, madre mía.» Esta aseveración, cargada de patetismo, conmocionó a la madre. «¡Oh cielos!», exclamó: «¡Mi hija amadísima! ¡Cómo me conmueves!» Y la levantó, y la besó, y la estrechó contra su pecho. «¿Qué temes, por ventura? Ven, estás muy enferma.» Quiso llevarla a la cama. Mas la marquesa, vertiendo abundantes lágrimas, aseguró que estaba muy sana y que no le pasaba nada de nada salvo aquel extraño e incomprensible estado. «¡Estado!», volvió a exclamar la madre, «¿qué estado? Si tu memoria sobre el pasado es tan segura, ¿qué temor delirante se ha apoderado de ti? ¿No puede acaso engañar una sensación interior, que sólo se agita oscuramente?» «¡No, no!», dijo la marquesa, «¡no me engaña! Y si llama a la comadrona oirá que la espantosa verdad, la que ha de aniquilarme, es cierta». —«Ven, hija mía querida», dijo la señora de G…, empezando a temer por su juicio. «Ven, sigúeme y échate en la cama. ¿Qué decías que te ha dicho el médico? ¡Cómo te arde la cara! ¡Cómo te tiemblan todos los miembros! ¿Qué era lo que te había dicho el médico?» Y con ello se iba llevando a la marquesa consigo, sin creer ya toda la escena que le había relatado. La marquesa dijo: «¡Querida, excelente madre!», sonriendo con los ojos llorosos. «Soy dueña de mis sentidos. El médico me ha dicho que me encuentro en estado de buena esperanza. Haga llamar a la comadrona, y tan pronto como ella diga que no es cierto estaré otra vez tranquila.» «¡Bien, bien!», respondió la madre reprimiendo su miedo. «Que venga ahora mismo; que aparezca ahora mismo, si quieres que se ría de ti y te diga que eres una soñadora y nada lista.» Y con esto tiró de la campanilla y envió al momento a uno de sus servidores a llamar a la comadrona. Aún yacía la marquesa, con el pecho agitado, en los brazos de su madre, cuando apareció aquella mujer y la esposa del mayor le explicó de qué extrañas fantasías padecía su hija. Que la señora marquesa juraba haberse conducido virtuosamente y aún así consideraba necesario, engañada por una sensación incomprensible, que una mujer entendida reconociera su estado. La comadrona, mientras la exploraba, habló de sangre joven y de la malicia del mundo; explicó, una vez terminada su tarea, que ya le habían ocurrido cosas similares; las viudas jóvenes que se encontraban en su situación decían todas ellas haber vivido en islas desiertas; tranquilizó entretanto a la señora marquesa y aseguró que ya aparecería el alegre corsario llegado con la noche. Ante estas palabras se desvaneció la marquesa. La esposa del mayor, sin poder dominar su instinto maternal, la devolvió a la vida con la ayuda de la comadrona; más la consternación venció de nuevo cuando hubo vuelto en sí. «¡Julierta!», exclamó la madre con el más vivo dolor. «¿Vas a descubrirte a mí? ¿Vas a nombrarme al padre?» Y aún parecía inclinada al perdón. Mas cuando la marquesa dijo que se iba a volver loca, dijo la madre levantándose del diván: «¡Vete, vete! ¡Eres indigna! ¡Maldita sea la hora en que te parí!», y abandonó la habitación.

La marquesa, a la que a punto estaba de nublársele de nuevo la vista, tiró de la partera hacia sí y apoyó la cabeza sobre su pecho sacudida por fuertes temblores. Preguntó, quebrada la voz, cómo regía la naturaleza por sus caminos. Y si existía la posibilidad de concebir inconscientemente. La comadrona sonrió, le soltó el pañuelo y dijo que no sería ése el caso de la señora marquesa. No, no, respondió la marquesa, ella había concebido conscientemente, sólo quería saber en general si se daba tal fenómeno en el reino de la Naturaleza. La comadrona repuso que, salvo a la Santísima Virgen, no le había ocurrido a ninguna otra mujer sobre la tierra. La marquesa tiritaba cada vez más. Creyó que iba a dar a luz en ese momento y pidió a la partera, aferrándose a ella con miedo convulsivo, que no la dejara. La comadrona la tranquilizó. Aseguró que el parto aún quedaba considerablemente lejos, le indicó los medios con los que evitar en tales casos la maledicencia del mundo y dijo que todo iría bien. Mas como a la infeliz dama tales consuelos le atravesaran el pecho como puñaladas, recuperó el control sobre sí misma, dijo que se encontraba mejor y pidió a su acompañante que se marchara.

No bien hubo salido la comadrona de la habitación cuando le trajeron un escrito de la madre en el que se expresaba de la siguiente manera: «Que el señor de G… deseaba, en las actuales circunstancias, que abandonara su casa. Le adjuntaba los documentos relativos a su fortuna y esperaba que Dios le ahorrara el pesar de volver a verla.» — La carta estaba entretanto cubierta de lágrimas y en una esquina ponía una palabra con la tinta corrida: «Dictado». A la marquesa le rebosaba el dolor por los ojos. Se dirigió, llorando con vehemencia por el error de sus progenitores y por la injusticia a que se veían llevadas tan excelentes personas, a las habitaciones de su madre. Le dijeron que estaba con su padre; trastabillando se llegó a los aposentos de éste. Al encontrarse con la puerta cerrada, se desplomó ante ella poniendo con voz doliente a todos los santos por testigos de su inocencia. Llevaría ya varios minutos allí tendida cuando el guardabosques mayor se asomó a la puerta y le dijo con el rostro flameante que entendiera de una vez que el comandante no quería verla. La marquesa exclamó: «Mi queridísimo hermano»; entre infinitos sollozos se coló en la habitación y exclamó: «¡Mi queridísimo padre!», extendiendo los brazos hacia él. El comandante, nada más verla, le volvió la espalda y se apresuró a entrar en su dormitorio. Gritó, como ella lo siguiera: «¡Fuera!», y quiso cerrar la puerta de un golpe, mas al impedir ella, entre quejas y súplicas, que lo hiciera, cedió él de pronto y, mientras la marquesa entraba en la alcoba tras él, se dirigió a toda prisa a la pared del fondo. Acababa ella de arrojarse a los pies del que le había vuelto la espalda y de abrazarse temblorosa a sus rodillas cuando, en el instante de arrancarla de la pared, se le disparó una pistola, y el tiro fue a clavarse retumbando en el techo. «¡Dios de mi vida!», gritó la marquesa, se levantó pálida como un cadáver y se apresuró a abandonar de nuevo los aposentos de aquél. Que prepararan de inmediato el coche, dijo al entrar en los propios; mortalmente abatida se dejó caer en una butaca, vistió aceleradamente a sus hijas y mandó hacer las maletas. Tenía a la más pequeña entre las rodillas y la estaba envolviendo en un chai para a renglón seguido subir al coche, pues ya todo estaba listo para partir, cuando entró el guardabosques y, por orden del comandante, exigió que dejara allí a las niñas para que se hicieran cargo de ellas. «¿Estas niñas?», preguntó ella poniéndose en pie. «¡Dile a tu desalmado padre que puede venir y matarme de un tiro, pero no arrebatarme a mis hijas!» Y armada con todo el orgullo de la inocencia levantó a sus hijas, las llevó al coche sin que el hermano hubiera osado detenerla y partió.

Habiendo trabado conocimiento consigo misma mediante tal esfuerzo, se elevó de pronto, como llevada de su propia mano, saliendo del hondo abismo en que la arrojara el destino. La conmoción que desgarraba su pecho se calmó tan pronto como estuvo al aire libre, besaba una y otra vez a sus hijas, aquel amado botín suyo, y muy satisfecha consigo misma meditaba qué victoria había obtenido en tal sentido sobre su hermano con la energía de su conciencia libre de culpa. Su juicio, lo bastante fuerte como para no quebrarse en sus extrañas circunstancias, se rindió sin oponer resistencia a la inmensa, sagrada e inexplicable organización del mundo. Veía la imposibilidad de convencer a su familia de su inocencia, comprendió que había de consolarse a tal respecto si no quería sucumbir, y transcurridos tan sólo unos pocos días desde su llegada a V… el dolor cedió por completo al heroico propósito de armarse de orgullo contra los ataques del mundo. Decidió retirarse a lo más profundo de su interior, dedicarse con celo excluyente a la educación de sus dos hijas y a cuidar con todo su amor de madre del don que Dios le había concedido con el tercero. Hizo preparativos para, en pocas semanas, tan pronto como hubiera superado el alumbramiento, volver a arreglar su bonita quinta, que había pese a todo decaído un tanto debido a la larga ausencia; se sentaba en el cenador y pensaba, mientras tejía gorritas y medias para piernecitas diminutas, cómo distribuiría cómodamente las habitaciones; también cuáles llenaría con libros y en cuál sería más conveniente instalar el caballete. Y de este modo no había pasado aún la fecha en que el conde F… debía regresar de Nápoles, cuando ella ya estaba completamente familiarizada con el destino de vivir en un eterno retiro conventual. El portero recibió orden de no permitir a nadie el acceso a la casa. Sólo le resultaba insoportable la idea de que el joven ser que había concebido en la mayor inocencia y pureza y cuyo origen, precisamente a fuer de misterioso, le parecía también más divino que el de los demás seres humanos, hubiera de llevar un estigma en la sociedad burguesa. Se le había ocurrido un recurso singular para descubrir al padre: recurso que, cuando lo pensó por primera vez, hizo que del susto la labor se le cayera de las manos. A lo largo de noches enteras pasadas en blanco por la inquietud lo retorció y revolvió para habituarse a su naturaleza, que hería su más profundo sentir. Continuaba aún resistiéndose a establecer cualquier tipo de relación con la persona que de tal modo la había embaucado, concluyendo con mucha razón que, sin remedio posible, aquél había de pertenecer a la escoria de su estirpe y dondequiera que lo imaginara en este mundo sólo podía haber salido del lodo más inmundo y repugnante. Mas al avivarse cada vez más en ella la sensación de su propia independencia y meditar que la gema mantiene su valor sea cual fuere el engaste, una mañana en que se agitaba de nuevo en sus entrañas la joven vida sacó pues fuerzas de flaqueza e hizo llegar a las gacetas de M… el singular requerimiento que se leía al principio de este relato.

El conde F…, retenido en Nápoles por obligaciones ineludibles, había escrito entretanto por segunda vez a la marquesa exhortándola a mantenerse fiel a la declaración sin palabras que le había hecho, por más extrañas circunstancias que pudieran producirse. Tan pronto logró evitar su ulterior viaje de negocios a Constantinopla y su restante situación lo permitió, salió en el acto de Nápoles y llegó asimismo a tiempo, sólo pocos días después del plazo por él fijado, a M… El comandante lo recibió con semblante abochornado, dijo que un asunto necesario le obligaba a salir y exhortó al guardabosques mayor a darle conversación mientras tanto. El guardabosques lo condujo a su aposento y le preguntó, tras una breve salutación, si ya sabía lo que había acontecido durante su ausencia en aquella casa. El conde respondió, palideciendo fugazmente, que no. A esto lo enteró el guardabosques del baldón que la marquesa había hecho caer sobre la familia y le narró cuanto nuestros lectores acaban de saber. El conde se dio una palmada en la frente. «¡Por qué se me pusieron tantas trabas en el camino!», exclamó olvidado de sí. «¡Si se hubieran celebrado los desposorios nos hubiéramos ahorrado todo el oprobio y todo el disgusto!» El guardabosques preguntó, mirándole con los ojos fuera de las órbitas, si estaba lo bastante loco como para desear estar desposado con aquella indigna. El conde replicó que ella valía más que el mundo entero que la despreciaba; que su declaración de inocencia gozaba de completo crédito por su parte y que aquel mismo día iba a dirigirse a V… y a repetir ante ella su petición. A renglón seguido echó mano a su sombrero, se despidió del guardabosques, que lo creía privado de juicio, y partió.

Montó un caballo y salió como una exhalación hacia V… Tras descabalgar ante la puerta se disponía a entrar en la explanada, cuando le informó el portero de que la señora marquesa no hablaba con persona alguna. El conde preguntó si tal disposición, adoptada para extraños, también era válida para un amigo de la casa, a lo cual respondió aquél que no sabía de ninguna excepción y poco después añadió de modo ambiguo si quizá era el conde F… El conde respondió, lanzando una ojeada inquisitiva, que no, y dijo dirigiéndose a su sirviente, mas de modo que el otro pudiera oírlo, que en tales circunstancias se hospedaría en una fonda y se anunciaría a la señora marquesa por escrito. No bien quedó fuera del alcance de la vista del portero, dobló una esquina y rodeó el muro de un amplio jardín que se extendía por detrás de la casa. Entró en los jardines por una puerta que encontró abierta, recorrió sus alamedas y se disponía a ascender por el talud posterior cuando vio a la marquesa en un cenador algo apartado, con su encantadora y enigmática figura, trabajando afanosa ante una pequeña mesita. Se aproximó a ella de modo que no pudiera verlo antes de llegar a la entrada del cenador, a tres pasitos de sus pies. «¡El conde E..!», dijo la marquesa al levantar los ojos, y el rubor de la sorpresa cruzó por su rostro. El conde sonrió, permaneció algún tiempo de pie en la entrada sin moverse; después, con tan modesto atrevimiento como era preciso para no asustarla, se sentó a su lado y, antes que ella, en su extraña posición, hubiera podido decidir nada, ciñó delicadamente su dulce cuerpo con el brazo. «¿De dónde, señor conde, puede ser que?», preguntó la marquesa bajando tímidamente los ojos al suelo. El conde dijo: «De M…», y la estrechó muy quedo contra sí; «por una puerta trasera que encontré abierta. Creí poder contar con su perdón y entré.» «¿Es que no le han dicho en M…?», preguntó ella, que seguía sin mover ni un miembro en brazos de él. «Todo, amada señora, mas totalmente convencido de su inocencia.» «¡Cómo!», exclamó la marquesa poniéndose en pie y zafándose, «¿y aun así viene?» —«A pesar del mundo», prosiguió mientras la asía, «y a pesar de su familia, y a pesar incluso de esta dulce aparición», a lo que imprimió un ardiente beso sobre su pecho. «¡Fuera!», gritó la marquesa. «Tan convencido», dijo él, «Julietta, como si fuera omnisciente, como si mi alma viviera en tu pecho.» La marquesa exclamó: «¡Déjeme!» «Vengo», concluyó él sin dejarla, «a repetir mi petición y, si quiere prestarme oídos, a recibir de su mano la dicha de los bienaventurados.» «¡Déjeme en el acto!», gritó la marquesa, «¡se lo ordeno!», se soltó violentamente de sus brazos y huyó. «¡Amada! ¡Excelsa!», susurró él, levantándose de nuevo y siguiendo en su pos. —«¡Obedezca!», gritó la marquesa, esquivándolo con un quiebro. «¡Un único susurro, en secreto!», dijo el conde tratando de asir el escurridizo brazo de ella que se le escabullía. «No quiero saber nada», repuso la marquesa, lo apartó con un enérgico golpe sobre el pecho, subió rápidamente por el talud y desapareció. Ya había llegado él a la mitad del terraplén para, costara lo que costara, conseguir que ella lo escuchase, cuando la puerta se cerró de golpe ante él y oyó el contundente estrépito del pestillo al correrse ante sus pasos con transtornada precipitación. Indeciso por un instante sobre qué hacer en tales circunstancias, permaneció allí pensando si debía saltar por una ventana que estaba abierta de aquel lado y perseguir su objetivo hasta alcanzarlo; sin embargo, por difícil que de todo punto le resultara volverse, esta vez parecía exigirlo la necesidad y, amargamente furioso contra sí mismo por haberla dejado ir de sus brazos, se deslizó terraplén abajo y salió del jardín para acudir a sus caballos. Sentía que su intento de declararse al pecho de ella había fracasado para siempre y cabalgó de vuelta a M… al paso, meditando una carta que ya estaba condenado a escribir. Por la noche, encontrándose del peor humor del mundo ante la mesa de un local público, se topó con el guardabosques mayor, quien le preguntó al punto si había llevado a feliz término su petición de mano en V… El conde respondió con un sucinto «¡No!», y se sentía inclinado a despacharlo con acritud; mas, por hacer honor a la cortesía, añadió después de un rato que había decidido dirigirse a ella por escrito y en breve se habría aclarado todo. El guardabosques dijo que lamentaba ver cómo su pasión por la marquesa lo privaba de sus sentidos. Que entretanto había de asegurarle que ella ya estaba en camino de efectuar otra elección diferente: pidió con la campanilla los últimos periódicos y le entregó la hoja en que había aparecido el requerimiento de aquélla al padre de su hijo. El conde recorrió las líneas subiéndole la sangre al rostro. Lo atravesaron sentimientos encontrados. El guardabosques preguntó si no creía que aparecería la persona que buscaba la marquesa. «¡Sin duda!», repuso el conde, mientras echado con toda su alma sobre el papel engullía ansioso el sentido de éste. A continuación, tras aproximarse un instante a la ventana mientras doblaba la hoja, dijo: «¡Está bien! ¡Ahora sé lo que tengo que hacer!», se volvió entonces y aún preguntó cortésmente al guardabosques si volverían pronto a verse, se despidió de él. y, reconciliado por completo con su destino, marchó.

Entretanto se habían producido en casa del comandante los más violentos incidentes. La comandanta estaba sobremanera resentida por la destructiva vehemencia de su esposo y por la debilidad con que, ante la tiránica expulsión de la hija, había consentido que la sojuzgara. Al sonar el disparo en el aposento del comandante y salir la hija precipitadamente de allí, había caído en un desmayo del cual se repuso pronto; mas en el momento en que volvió en sí, el comandante tan sólo había dicho que «lamentaba que hubiera pasado tal sobresalto en vano» y tirado la pistola disparada sobre una mesa. Luego, cuando se habló de retirarle a las niñas, ella osó decir tímidamente que no tenían derecho a dar semejante paso; rogó, con la voz débil y lastimera por el ataque sufrido, que se evitaran incidentes violentos en la casa, mas el comandante, dirigiéndose al guardabosques y lanzando espumarajos de rabia, no replicó más que: «¡Ve y tráemelas!» Cuando llegó la segunda carta del conde F.., el comandante había ordenado que se le enviara a la marquesa a V…, la cual, según se supo luego por el emisario, la había puesto aparte y dicho que estaba bien. La esposa del mayor, a quien de cuanto había ocurrido resultaban enigmáticas tantas cosas, y ante todo la disposición de la marquesa a contraer unas segundas nupcias que le eran de todo punto indiferentes, trató sin éxito de sacar a colación tal circunstancia. El comandante, en un tono idéntico a una orden, le pedía invariablemente que se callara; descolgando en una de tales ocasiones un retrato de ella que aún pendía de la pared, aseguró que deseaba borrarla por completo de su memoria y dijo no tener ya hija. A continuación apareció en los periódicos el extraño llamamiento de la marquesa. La esposa del mayor, vivísimamente afectada por ello, fue con la hoja del diario que le había hecho llegar el comandante a la habitación de éste, donde lo encontró trabajando ante una mesa y le preguntó qué diantres pensaba de todo aquello. El comandante dijo, mientras continuaba escribiendo: «¡Oh, es inocente!» «¡Cómo!», exclamó la señora de G… con el asombro más extremo: «¿Inocente?» «Lo hizo en sueños», dijo el comandante sin levantar la vista. «¡En sueños!», repuso la señora de G… «¿Y un suceso tan terrible sería…?» «¡La muy necia!», exclamó el comandante, amontonó los papeles y se marchó.

Al siguiente día que hubo periódico leyó la esposa del mayor, según estaban desayunando ambos, en una gaceta que acababa de llegar húmeda de la prensa la siguiente respuesta: «Si la señora marquesa de O… se encuentra el día 3 a las 11 de la mañana en casa de su padre, el señor de G…, allí mismo se arrojará a sus pies aquel a quien busca.» —A la esposa del mayor, antes aún de llegar a la mitad de este inaudito artículo, se le fue la voz; sobrevoló el final y tendió la hoja al comandante. El mayor releyó la hoja tres veces como si no pudiera creer lo que veían sus propios ojos. «Ahora dime, por amor de Dios, Lorenzo», exclamó la esposa del mayor; «¿tú qué piensas de esto?» «¡Oh, esa infame!», replicó el comandante poniéndose en pie: «¡Oh, esa redomada hipócrita! ¡Diez veces la desvergüenza de una perra, apareada con una astucia diez veces mayor que la del zorro no alcanzan aún a la suya! ¡Qué carita! ¡Qué dos ojos! ¡Un querube no los tiene más leales!», y gemía sin poder tranquilizarse. «Pero, de ser un truco, ¿qué puede, por todos los santos», preguntó la comandanta, «esperar conseguir con ello?» «¿Que qué espera conseguir? Esa indigna artimaña suya la quiere imponer a toda costa», replicó el mayor. «Ya se saben de memoria la fábula que los dos, él y ella, nos quieren hacer tragar aquí el día 3 a las 11 de la mañana. Hijita mía querida, quieren que diga yo, no lo sabía, quién podía pensarlo, perdóname, toma mi bendición y quiéreme otra vez. ¡Pero una bala al que cruce el umbral de mi puerta la mañana del día 3! Más valdría que los criados me lo sacaran de la casa.» La señora G… dijo, tras otra lectura rápida del periódico, que de tener que conceder crédito a una de entre dos cosas inconcebibles, prefería creer en un inaudita treta del destino antes que en semejante bajeza por parte de su hija, por lo demás tan excelente. Mas antes de que hubiera terminado ya gritó el comandante: «¡Hazme el favor y cállate!», y abandonó la habitación. «Me resulta odioso sólo con oírlo.»

Luego de pocos días recibió el comandante, en relación con este artículo de periódico, una carta de la marquesa en la que le rogaba de modo respetuoso y conmovedor que, por estarle negada la gracia de presentarse en su casa, tuviera la amabilidad de enviarle a V… a quien se presentara la mañana del día 3 ante él. La esposa del mayor se hallaba justamente presente cuando el comandante recibió dicha carta y, notando en su rostro a todas luces que se había confundido en su suposición —pues, ¿a qué motivo, en caso de tratarse de una artimaña, podría ahora deberse ésta, puesto que ella no parecía aspirar a su perdón en absoluto?—, cobrando así atrevimiento contraatacó con un plan que guardaba ya hacía tiempo en su pecho sacudido por las dudas. Dijo, mientras el mayor seguía mirando el papel con gesto insulso, que tenía una idea. Que si le permitía salir para V… por uno o dos días, ella sabría poner a la marquesa en tal situación que, en caso de ya conocer a aquél que le había respondido como desconocido a través de los diarios, su alma tendría que traicionarse aunque fuera la más redomada traidora. El comandante replicó, rompiendo de pronto la carta con un brusco movimiento, que ya sabía que no quería tener nada que ver con ella y le prohibió todo trato. Metió los pedazos en un sobre, lo lacró, escribió la dirección de la marquesa y se los devolvió al mensajero como respuesta. La esposa del mayor, secretamente resentida por tan arbitraria obstinación que anulaba toda medio de aclarar la verdad, decidió entonces poner en práctica su plan contra la voluntad de él. Tomó a uno de los monteros del comandante y a la mañana siguiente, estando aún su esposo en la cama, salió con él para V… Cuando hubo llegado al portón de la quinta el portero le dijo que nadie era admitido a presencia de la marquesa. La señora de G… respondió que estaba enterada de tal disposición, pero que de todos modos hiciera el favor de ir a anunciarle a la esposa del mayor de G… A lo cual aquél repuso que ello no serviría de nada, puesto que la señora marquesa no hablaba con persona alguna en el mundo. La señora de G… respondió que a ella le hablaría puesto que era su madre, y que no se demorase y cumpliera con su obligación. Mas apenas había entrado el portero en la casa para realizar dicho intento, por vano que le pareciera, cuando ya se vio a la marquesa salir corriendo hacia el portón y caer de rodillas ante el carruaje de la comandanta. La señora de G… descendió, ayudada por su montero, y levantó a la marquesa del suelo, no sin alguna emoción. La marquesa, embargada por los sentimientos, hizo una profunda reverencia al besar su mano y con todo respeto la condujo, derramando abundantes lágrimas, a las habitaciones de su casa. «¡Mi queridísima madre!», exclamó, tras haberle indicado el diván, permaneciendo en pie ante ella y enjugándose los ojos: «¿A qué feliz azar debo su inestimable aparición?» La señora de G… dijo, abrazando a su hija con familiaridad, que sólo tenía que decirle que venía a pedirle perdón por la dureza con que había sido expulsada de la casa paterna. «¡Perdón!», la interrumpió la marquesa tratando de besarle las manos. Mas aquélla, evitando el besamanos, prosiguió: «Pues no ha sido únicamente que la respuesta aparecida en los últimos boletines al consabido aviso nos haya persuadido tanto a mí como a tu padre de tu inocencia, sino que también tengo que revelarte que él mismo, para nuestro gran asombro y júbilo, ya se presentó ayer en casa. «¿Quién se ha—?, preguntó la marquesa sentándose junto a su madre; — «¿quién es el que se presentó?» y la expectación contrajo todos y cada uno de sus gestos. «Él», replicó la señora de G…, «el autor de aquella respuesta,él mismo en persona, al que se dirigía tu llamamiento.» «Pues bien», dijo la marquesa con el pecho agitado, «¿quién es?» Y otra vez, «¿quién es?» «Eso», replicó la señora de G…, «quisiera dejar que lo adivinaras tú. Pues imagínate que ayer, según estábamos tomando el té y acabábamos de leer la extraña gaceta, una persona a la que conocemos perfectamente irrumpe en la sala con ademanes de desesperación, cayendo a los pies de tu padre y a continuación a los míos. Nosotros, sin saber qué pensar de ello, le instamos a que hable. A lo cual dice que su conciencia no le deja reposo, que él es el canalla que ha burlado a la marquesa, que necesita saber cómo se juzga su crimen y, si ha de caer sobre él venganza alguna, allí está en persona para someterse a ella.» «Pero, ¿quién?, ¿quién?, ¿quién?», repuso la marquesa. «Como te he dicho», prosiguió la señora de G…, «un hombre joven, por lo demás bien educado, del cual nunca hubiéramos sospechado una iniquidad semejante. Mas no te asustará saber, hija mía, que es de clase humilde y desprovisto de todas las exigencias que en otro caso se le podrían hacer a tu esposo». «Tanto da, excelente madre mía», dijo la marquesa, «no puede ser totalmente indigno puesto que se ha arrojado a sus pies antes que a los míos. Pero ¿quién?, ¿quién? Dígame solamente quién.» «Pues bien», repuso la madre, «es Leopardo, el montero que tomó tu padre hace muy poco del Tirol y al que ya he traído conmigo, si lo aceptas, para presentártelo como futuro esposo.» «¡Leopardo, el montero!», exclamó la marquesa, oprimiéndose la frente con la mano en un gesto de desesperación. «¿Qué te asusta?», preguntó la comandanta. «¿Tienes motivos para dudarlo?» —«¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?», preguntó la marquesa confusa. «Eso», respondió aquélla, «sólo a ti quiere confiártelo. La vergüenza y el amor, dice, le hacen imposible explicárselo a otro que no seas tú. Mas si quieres, abrimos la antecámara donde espera el desenlace con el corazón palpitante y ya verás cómo le arrancas tú su secreto en cuanto yo me retire.» «¡Dios mío de mi vida!», exclamó la marquesa; «¡cierta vez me adormecí en el calor de la siesta y al despertar vi cómo se alejaba de mi diván!» Y según lo dijo cubrió con sus manecitas el rostro que le ardía de pudor. Ante estas palabras la madre cayó de rodillas ante ella. «¡Oh, hija mía!», exclamó; «¡oh, excelente!» y la abrazó. Y «¡oh, indigna de mí!», y ocultó el rostro en su regazo. La marquesa preguntó conmocionada: «¿Qué le ocurre, madre?» «Pues sabe», prosiguió la madre, «oh tú, más pura que los ángeles, que de todo cuanto te he dicho nada es cierto; que mi alma depravada no podía creer en tal inocencia como la que te alumbra, y que precisaba de tan vergonzoso ardid para persuadirme de ella.» «Mi queridísima madre», exclamó la marquesa, inclinándose hacia ella embargada por una emocionada dicha y tratando de levantarla. Aquélla repuso: «No, no me aparto de tus pies hasta que me digas si puedes perdonarme la bajeza de mi conducta, tú tan magnífica, criatura celestial.» «¡Yo perdonarla a usted, madre mía! Levántese, levántese», exclamó la marquesa, «se lo imploro.» «Escucha lo que te digo», dijo la señora de G.., «quiero saber si aún puedes quererme y honrarme tan sinceramente como siempre.» «¡Madre adorada!», exclamó la marquesa, arrodillándose a su vez ante ella; «el respeto y el cariño nunca se apartaron de mi corazón. ¿Quién podía, en tan inauditas circunstancias, concederme crédito? ¡Qué feliz soy de que esté convencida de mi intachabilidad!» «Pues bien», repuso la señora de G…, levantándose ayudada por su hija: «Voy a llevarte en palmitas, hija mía querida. Quiero que des a luz en mi casa; y si la situación fuera tal que esperara de ti un joven príncipe, no podría cuidarte con más ternura ni dignidad. En todos los días de mi vida no me apartaré ya de tu lado. Me enfrentaré al mundo entero; ya no quiero otro honor que tu oprobio; sólo con que vuelvas a quererme y no me guardes rencor por la dureza con que te rechacé.» La marquesa intentó consolarla con caricias y súplicas sin cuento; mas pasó la velada y llegó la medianoche antes de que lo lograra. Al día siguiente, como se hubiera calmado un tanto la emoción de la anciana dama, que durante la noche le había provocado fiebre, regresaron triunfantes madre e hija con las nietas a M… Durante el viaje iban sobremanera alborozadas, bromeaban sobre Leopardo, el montero, sentado en el pescante, y la madre dijo a la marquesa que había notado cómo se ruborizaba cada vez que miraba sus anchas espaldas. La marquesa respondió con una agitación que era mitad suspiro y mitad sonrisa: «¡Dios sabe quién aparecerá al final el 3 a las 11 de la mañana en nuestra casa!» Después, a medida que se aproximaban a M…, más se ensombrecían de nuevo los ánimos presintiendo los acontecimientos decisivos que aún les aguardaban. La señora de G…, sin dejar entrever nada de sus planes, al bajar del coche ante la casa condujo a la hija de nuevo a sus antiguas habitaciones; dijo que se pusiera cómoda, que volvería con ella en un momento, y se escabulló. Al cabo de una hora volvió con el rostro encendido. «Hay que ver, ¡vaya un Santo Tomás!», dijo con secreto gozo en el alma; «¡tan incrédulo como un Santo Tomás! ¿No he necesitado una hora entera de reloj para convencerle? Pero ahora está ahí sentado, llorando.» «¿Quién?», preguntó la marquesa. «Él», respondió la madre. «Quién si no el que más motivo tiene.» «¿No será mi padre?», exclamó la marquesa. «Como un niño», replicó la madre; «que si no hubiera tenido yo misma que enjugarme las lágrimas de los ojos, me hubiera reído sólo salir por la puerta.» «¿Y eso por mi causa?», preguntó la marquesa poniéndose en pie; «¿y usted quería que yo aquí—?» «¡No te muevas de donde estás!», dijo la señora de G… «¿Por qué me dictó la carta? Aquí acudirá él a ti, si quiere volver a verme mientras yo viva.» «Queridísima madre», suplicó la marquesa — «¡Sin compasión!» —la interrumpió la esposa del mayor. «¿Por qué empuñó la pistola?» «Pero se lo imploro—» «No debes», repuso la señora de G… obligando a la hija a sentarse de nuevo en la butaca. «Y si no viene antes de esta noche, mañana nos vamos juntas de aquí.» La marquesa dijo que tal actitud era dura e injusta. Mas la madre replicó: «Cálmate—», pues en ese momento oyó a alguien acercarse sollozando desde lejos: «¡Ya viene!» «¿Dónde?», preguntó la marquesa aguzando el oído. «¿Hay alguien ahí fuera, a la puerta? ¿Son esos fuertes—?» «Por supuesto», repuso la señora de G… «Quiere que le abramos la puerta.» «¡Déjeme!», gritó la marquesa levantándose de un salto de la silla. «No: si me quieres, Julietta», repuso la esposa del mayor, «quédate ahí»; y en aquel preciso instante entró ya el comandante, apretando el pañuelo contra el rostro. La madre se plantó con los brazos abiertos ante su hija y le volvió la espalda. «¡Padre mío amadísimo!», exclamó la marquesa extendiendo sus brazos hacia él. «¡No te muevas de donde estás!», dijo la señora de G…, «¡obedece a lo que te digo!». El comandante seguía plantado en el cuarto y lloraba. «Que te pida perdón», prosiguió la señora de G… «¡Por qué es tan enérgico! ¡Y por qué es tan obstinado! Yo lo quiero, pero también a ti; lo honro, pero también a ti. Y de tener que elegir, tú eres más excelente que él y me quedo contigo.» El comandante se encorvó por completo y lloró a gritos tales que retumbaban las paredes. «¡Pero Dios mío!», exclamó la marquesa, cedió de pronto a la madre y tomó su pañuelo para dejar correr sus propias lágrimas. La señora de G… dijo: «¡Sólo es que no puede hablar!», y se hizo un poco a un lado. A esto se alzó la marquesa, abrazó al comandante y le pidió que se calmara. Ella misma lloraba a mares. Le preguntó si no quería sentarse; trató de hacer que se acomodara en una butaca; le acercó un sillón para que se sentara, mas él no respondía; no hubo forma de moverlo del sitio; tampoco se sentó y continuaba simplemente allí en pie, con el rostro profundamente inclinado a tierra y llorando. La marquesa dijo, sosteniéndolo derecho, vuelta a medias hacia la madre, que iba a ponerse enfermo; la propia madre, como él gesticulara convulsivamente, parecía a punto de perder su entereza. Mas cuando al fin, ante los repetidos ruegos de la hija, él se hubo sentado y ésta, entre caricias sin cuento, cayó a sus pies, retomó aquélla la palabra; dijo que le estaba bien empleado, que entonces sí que entraría en razón, se marchó de la alcoba y los dejó solos.

En cuanto hubo salido se enjugó ella misma las lágrimas, meditó si la violenta conmoción a la que lo había sometido no podría al cabo resultar peligrosa, y si sería aconsejable mandar llamar a un médico. Para la noche le cocinó todo cuanto pudo encontrar reconstituyente y tranquilizante, le preparó y calentó la cama para meterlo en ella en el acto tan pronto como apareciese de la mano de la hija y, puesto que seguía sin venir y ya la mesa estaba puesta para la cena, se deslizó hacia el dormitorio de la marquesa para oír qué acontecía. Al aguzar el oído acercándolo apenas a la puerta, percibió un susurro que, según le pareció, provenía de la marquesa; y según pudo ver por el ojo de la cerradura, estaba ella sentada nada menos que en el regazo del comandante, lo cual él no había consentido en su vida. A esto abrió por fin la puerta y vio entonces, rebosándole el corazón de alegría: la hija en silencio, con la nuca echada hacia atrás, los ojos apretados, en brazos del padre; en tanto que éste, sentado en la butaca, imprimía prolongados, ardientes y ávidos besos en su boca, los grandes ojos cuajados de brillantes lágrimas. ¡Justo como un enamorado! La hija no hablaba, él no hablaba; sentado con el rostro inclinado sobre ella como sobre la muchacha de su primer amor, le colocaba la boca y la besaba. La madre se sintió como una bienaventurada; sin ser vista, de pie tras él, se demoró en interrumpir el goce de la jubilosa reconciliación que había vuelto a su casa. Finalmente se acercó al padre e inclinándose en torno a la silla lo miró de lado, ocupado como estaba en ese instante con dedos y labios presa de indecible deleite sobre la boca de su hija. El comandante, al verla, bajó de nuevo el rostro muy fruncido y quiso decir algo, mas ella exclamó: «¡Oh, qué caras son ésas!», lo compuso de nuevo a su vez con un beso, poniendo fin a las ternuras entre bromas y veras. Invitó y condujo a ambos, que iban como novios, a la mesa, donde el comandante, si bien muy risueño, aún sollozaba de cuando en cuando, comía y hablaba poco, bajaba la vista al plato y jugueteaba con la mano de su hija.

Se suscitó entonces la cuestión, al amanecer un nuevo día, de quién diantres se presentaría a las once de la mañana siguiente; pues ése era el temido día tres. Padre y madre, y también el hermano, que se había personado para reconciliarse a su vez, se inclinaban a toda costa, en caso de que la persona fuera mínimamente aceptable, por las nupcias: debía hacerse todo cuanto fuera posible para que la posición de la marquesa saliera bien librada. Si las circunstancias del susodicho fueran sin embargo tales que éste, incluso ayudándole con ciertas concesiones, aún quedara muy por debajo de la condición de la marquesa, entonces los padres se oponían al casamiento; decidieron mantener de un modo u otro a la marquesa en su casa y adoptar al niño. La marquesa, por el contrario, mostraba voluntad, salvo si dicha persona fuera infame, de cumplir en cualquier caso la palabra dada y, costara lo que costara, dar un padre al niño. Al anochecer preguntó la madre cómo se había de actuar a la hora de recibir a la persona en cuestión. El comandante opinó que lo más adecuado sería dejar sola a la marquesa a las 11. Por el contrario, ésta insistió en que tanto ambos padres como también el hermano debían estar presentes, puesto que no quería ella tener secretos de ninguna clase que compartir con tal persona. Asimismo opinó que este deseo parecía incluso expresado en su respuesta, al proponer la casa del comandante para el encuentro; circunstancia por la cual precisamente dicha respuesta, como había de reconocer con toda franqueza, le había agradado mucho. La madre hizo notar la inconveniencia del papel que el padre y el hermano tendrían en todo ello, pidió a la hija que aceptara que los hombres permaneciesen aparte, mientras que ella correspondería a su deseo de que asistiera a la recepción de la persona. Tras una breve reflexión por parte de la hija se acordó finalmente esta última propuesta. A continuación llegó, tras una noche pasada entre las más inquietas expectativas, la mañana del temido día tres. Al dar la campana las once, estaban sentadas ambas mujeres en el salón de las visitas, vestidas de fiesta como para una ceremonia de compromiso; su corazón latía de tal modo que se hubiera podido escuchar de haber callado el tráfago diario. Aún resonaba la oncena campanada cuando entró Leopardo, el montero que había tomado el padre del Tirol. Las mujeres palidecieron al verlo. «El conde F…», dijo, «ha parado su coche delante de la casa y manda que se le anuncie.» «¡El conde F…!», exclamaron ambas a un tiempo, arrojadas una en brazos de la otra por algo similar a una conmoción. La marquesa gritó: «¡Cerrad las puertas! ¡Para él no estamos!» Se puso en pie para echar ella misma de inmediato el cerrojo a la sala y a punto estaba de sacar a empujones al montero, que se interponía en su camino, cuando ya entraba el conde exactamente con la misma casaca, con medallas y armas como llevaba en la toma del fuerte. La marquesa creyó que la tragaba la tierra de pura turbación; echó mano a un pañuelo que había dejado en la silla y se disponía a huir hacia una habitación adyacente, mas la señora de G…, tomando su mano, gritó: «¡Julietta!», y como ahogada en pensamientos se le fue la voz. Clavó los ojos en el conde y repitió: «¡Por favor, Julietta!», tirando de eíla hacia sí: «¿A quién esperamos pues…?» La marquesa gritó, volviéndose de repente: «¿Y pues? ¿A él no—?», y lo fulminó con una mirada fulgurante como un rayo, mientras una mortal palidez atravesaba su rostro. El conde había doblado una rodilla ante ella; tenía la mano derecha sobre el corazón, la cabeza levemente inclinada sobre el pecho; allí estaba, con la mirada baja y el rostro ardiendo y callaba. «¿A quién si no?», exclamó la comandanta con voz ahogada, «¿a quién, ciegos de nosotros, si no a él?» La marquesa estaba clavada ante él y decía: «¡Voy a enloquecer, madre mía!» «Insensata», replicó la madre, la atrajo hacia sí y le susurró algo al oído. La marquesa se dio media vuelta y se derrumbó en el sofá, ambas manos cubriéndole el rostro. La madre gritó: «¡Desdichada! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha sucedido para lo que no estuvieras preparada?» El conde no se apartaba de junto a la esposa del mayor; aún de rodillas tomó el borde más externo de su vestido y lo besó. «¡Querida señora mía! ¡Venerabilísima!», musitó: una lágrima rodó por sus mejillas. La esposa del mayor dijo:

«¡Levántese, señor conde, levántese! ¡Consuélela a ella, así estamos todos en paz, así todo quedará perdonado y olvidado.» El conde se alzó llorando. Cayó de nuevo ante la marquesa, tomó quedamente su mano, como si fuera de oro y el aroma de la suya pudiera empañarla. Mas ésta gritó: «¡Vayase, vayase, vayase!», mientras se levantaba; «estaba resignada a la idea de un vicioso, pero no de un … ¡diablo!», abrió la puerta de la sala mientras lo evitaba como a un apestado y dijo: «¡Llamad al comandante!» «¡Julietta!», exclamó la comandanta atónita. La marquesa clavaba sus ojos, con mortal fiereza, ora en el conde, ora en la madre; su pecho volaba, su rostro refulgía; la mirada de una furia no puede ser más aterradora. Acudieron el comandante y el guardabosques mayor. «¡Con este hombre, padre», dijo cuando aquéllos apenas habían llegado a la entrada, «no puedo desposarme!», metió la mano en un recipiente con agua bendita fijado junto a la puerta trasera, roció con ella en un amplio movimiento a padre, madre y hermano y desapareció.

El comandante, afectado por tan extraña escena, preguntó qué había ocurrido y palideció al ver en momento tan decisivo al conde F… en la sala. La madre tomó al conde de la mano y dijo: «No preguntes. Este joven lamenta de corazón cuanto ha sucedido; dale tu bendición, dásela, dásela: así todo terminará felizmente.» El conde estaba anonadado. El comandante posó su mano sobre él; pestañeaba y tenía los labios blancos como tiza. «¡Que la maldición del cielo se aparte de estas cabezas! ¿Cuándo piensa casarse?» «Mañana», respondió la madre por él, pues era incapaz de decir palabra, «mañana u hoy mismo, como tú quieras. El señor conde, que tanto celo ha mostrado en reparar su falta, siempre preferirá la hora más próxima.» «En ese caso tendré el placer de verlo mañana a las once en la iglesia de los. agustinos», dijo el comandante, se inclinó ante él, llamó a su mujer y a su hijo para dirigirse a las habitaciones de la marquesa y lo dejó allí plantado.

En vano se esforzaron por saber de la marquesa el motivo de su extraña conducta; presa de una violenta fiebre, no quería saber absolutamente nada de casamiento y rogaba que la dejaran sola. A la pregunta de «¿por qué había cambiado repentinamente su decisión y qué era lo que le hacía al conde más odioso que otro?», miró ausente al padre, con los ojos muy abiertos, y no dio respuesta alguna. La esposa del mayor dijo que si había olvidado que era madre, a lo cual replicó ella que, en aquel caso, había de pensar más en sí que en el niño y, poniendo por testigos a todos los ángeles y los santos, aseguró una vez más que no se casaría. El padre, viéndola a todas luces en un estado de ánimo sobreexcitado, declaró que tenía que mantener su palabra; la dejó y organizó todo para las nupcias previo el correspondiente acuerdo escrito con el conde. Presentó a éste un contrato matrimonial en el que renunciaba a todos los derechos de un esposo, debiendo por el contrario asumir cuantas obligaciones de él se exigieran. El conde devolvió la hoja, empapada en lágrimas, con su firma estampada. Cuando el comandante, a la mañana siguiente, hizo entrega a la marquesa de dicho documento, ya se habían calmado un tanto los ánimos de ésta. Lo leyó varias veces sentada aún en la cama, lo dobló pensativa, lo abrió y lo releyó de nuevo; y a continuación declaró que se encontraría a las once en la iglesia de los agustinos. Se levantó, se vistió sin decir palabra, al tañer la campana subió al coche con todos los suyos y partió hacia allí.

Al conde no se le permitió unirse a la familia hasta llegar al pórtico de la iglesia. Durante la ceremonia la marquesa mantuvo la mirada fija en el retablo; ni una mirada furtiva concedió al hombre con quien intercambió los anillos. El conde le ofreció su brazo al terminar la boda, mas tan pronto hubieron salido de la iglesia se inclinó la condesa ante él: el comandante preguntó si tendría el honor de verle de cuando en cuando en los aposentos de su hija, a lo cual el conde balbuceó algo que nadie entendió, se descubrió ante la reunión y desapareció. Se instaló en un piso de M… en el cual pasó varios meses sin pisar siquiera la casa del comandante, donde permanecía la condesa. Sólo a su delicado comportamiento, digno y de todo punto ejemplar allí donde quiera que tuviese contacto alguno con la familia hubo de agradecerle que, tras alumbrar la condesa felizmente un hijo, fuera invitado al bautizo de éste. La condesa, que se encontraba guardando el puerperio, cubierta de colchas, sólo le vio un instante, al asomarse él por la puerta y saludarla respetuosamente de lejos. Entre los regalos con que los invitados dieron la bienvenida al recién nacido dejó dos documentos en su cuna, uno de los cuales era, como se vio cuando él ya se había marchado, una donación de 20.000 rublos al niño, y el otro un testamento mediante el cual, en caso de fallecimiento, nombraba a la madre heredera de toda su fortuna. A partir de ese día, a instancias de la señora de G…, se le invitó con mayor frecuencia; la casa estaba abierta para él, pronto no pasó una velada sin que se hubiera presentado. Como su buen sentido le dijera que había sido perdonado por todas las partes, a causa de la frágil condición del mundo, empezó a cortejar de nuevo a la condesa, su esposa; obtuvo de ella, al cabo de un año, un segundo sí y también se celebró una segunda boda, más alegre que la primera, tras contraer la cual la familia entera se mudó a V… Toda una serie de jóvenes rusos siguieron entonces al primero y como el conde, en una hora feliz, le preguntara un día a su esposa por qué aquel terrible día tres, resignada como parecía estar a la idea de cualquier vicioso, había huido de él como del diablo, respondió ella echándosele al cuello que «no se le habría antojado entonces un diablo si la primera vez que lo vio no le hubiera parecido un ángel».

Heinrich Von Kleist: El Duelo. Cuento

images (4)El duque Wilhelm von Breysach, quien a partir de su secreta unión con una condesa llamada Kátharina von Heersbruck, de la casa Alt-Hüningen, la cual parecía serle inferior en rango, vivía enemistado con su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, regresaba a fines del siglo xrv, cuando comenzaba a caer la noche de San Remigio, de un encuentro mantenido en Worms con el Emperador de Alemania, en el transcurso del cual obtuviera del soberano el reconocimiento, a falta de hijos legítimos que había perdido, de un hijo natural, el conde Philipp von Hüningen, engendrado con su esposa antes de contraer matrimonio. Mirando hacia el futuro con mayor júbilo que durante todo su mandato, había alcanzado ya el parque ante el cual se alzaba su palacio cuando, de improviso, surgió una flecha disparada desde la oscuridad de los arbustos que traspasó su cuerpo justo bajo el esternón. Micer Friedrich von Trota, su chambelán, profundamente consternado por tal suceso, con ayuda de algunos caballeros más lo condujo al palacio, donde sólo tuvo energías para leer, en brazos de su desolada esposa, el acta imperial de legitimación ante una asamblea de vasallos del reino convocada apresuradamente a instancias de esta última; y luego que los vasallos hubieron cumplido su última voluntad expresa, no sin viva resistencia por recaer la corona, según la ley, sobre su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, y reconocido con la salvedad de obtener el beneplácito del emperador al conde Philipp como heredero del trono y, por ser éste menor de edad, a la madre como tutora y regente, se reclinó y murió.

La duquesa ascendió sin más al trono, enterando simplemente a su cuñado, el conde Jacob Barbarroja, por medio de algunos emisarios; y las predicciones de varios caballeros de la corte, que creían entrever el talante reservado de éste, se cumplieron a juzgar cuando menos por las apariencias externas: Jacob Barbarroja se consoló, sopesando con prudencia las circunstancias vigentes, de la injusticia que su hermano había cometido con él; por de pronto se abstuvo de paso alguno que contrariase la última voluntad del duque, y deseó de corazón a su joven sobrino fortuna para el trono que había obtenido. Describió a los emisarios, a quienes sentó a su mesa con gran jovialidad y simpatía, cómo desde la muerte de su esposa, que le había legado una fortuna digna de un rey, vivía libre e independiente en su castillo; cuán adoraba a las mujeres de la nobleza vecina, su propio vino y la caza en compañía de alegres amigos, y que una cruzada hacia Palestina, en la que pensaba expiar los pecados de una turbulenta juventud, los cuales había de reconocer que iban lamentablemente en aumento con la edad, era toda la empresa que planeaba al término de su vida.

En vano le hicieron sus dos hijos varones, educados con la esperanza cierta de la sucesión al trono, los más amargos reproches a causa de la indolencia e indiferencia con la que, contra toda esperanza, toleraba que se infligiera tan irreparable agravio a sus aspiraciones: imberbes como eran, les mandó callar con breves y burlonas órdenes, los forzó a seguirlo a la ciudad el día del solemne sepelio y una vez allí a dar junto a él sepultura en la cripta al viejo duque, su tío, en debida forma; y tras rendir pleitesía en la sala del trono del palacio ducal al joven príncipe, su sobrino, en presencia de la madre regente, al igual que todos los restantes Grandes de la corte, rehusando cuantos cargos y dignidades le brindó ésta, acompañado de las bendiciones del pueblo, que lo veneraba doblemente por su generosidad y su mesura, regresó de nuevo a su castillo.

La duquesa procedió entonces, tras esta resolución inopinadamente feliz de los primeros intereses, a cumplir su segunda tarea como regente, a saber, la realización de pesquisas acerca de los asesinos de su esposo, de los cuales se decía haber visto toda una hueste en el parque, y a tal fin comprobó ella misma junto con micer Godwin von Herrthal, su chanciller, la saeta que había puesto fin a la vida de aquél. Entretanto no se encontró nada en ella que hubiera podido revelar al propietario, a no ser quizá lo exquisita y magníficamente que, de modo inquietante, estaba trabajada. Habían empendolado plumas recias, crespas y brillantes en un astil que, fino y resistente, fuera torneado en oscuro nogal; el revestimiento del extremo anterior era de reluciente latón, y sólo la punta más exterior misma, afilada como las espinas de un pez, era de acero. La flecha parecía haber sido elaborada para la armería de un hombre ilustre y rico, bien envuelto en pendencias o gran amante de la caza; y como de una fecha grabada en la contera se desprendiera que ello podía haber tenido lugar muy poco antes, la duquesa, por consejo del chanciller, envió con el sello de la corona la saeta a cuantos talleres de Alemania había en torno, a fin de encontrar al maestro que la había torneado y, en caso de lograrlo, obtener de éste el nombre de aquel por cuyo encargo había sido realizada.

Cinco lunas más tarde llegó a manos de micer Godwin, el chanciller, a quien había confiado la duquesa todas las pesquisas, la declaración de un artesano de Estrasburgo según la cual había elaborado tres años antes una sesentena completa de tales flechas, junto con la aljaba correspondiente, para el conde Jacob Barbarroja. El chanciller, profundamente consternado por tal testimonio, lo retuvo durante varias semanas en su camarín secreto; en parte creía conocer, pese a la vida libertina y disipada del conde, su noble ánimo demasiado bien como para poder considerarlo capaz de un acto tan abominable como un fratricidio; y en parte también, a despecho de muchas otras virtudes, demasiado poco la ecuanimidad de la regente como para que, en un asunto que concernía a la vida de su peor enemigo, no debiera proceder con la mayor cautela. En el ínterin realizó bajo mano averiguaciones en el sentido de tan extraña información y, como por azar averiguase a través de los magistrados del consistorio que el conde, quien de ordinario no solía abandonar su castillo nunca o sólo muy raramente, se había ausentado de él en la noche del asesinato del duque, consideró pues su deber levantar el secreto y enterar a la duquesa en una de las siguientes sesiones del consejo del reino sobre la inquietante y extraña sospecha que, debido a ambos cargos, recaía sobre su cuñado, el conde Jacob Barbarroja.

La duquesa, que se consideraba dichosa por mantener relaciones tan cordiales con su cuñado el conde, y nada temía más que ofender su susceptibilidad con algún paso irreflexivo, ante tan equívoca revelación no dio sin embargo, para sorpresa del chanciller, ni el menor signo de júbilo; antes bien, tras leer dos veces los documentos con gran atención, expresó su vivo disgusto porque se aludiera públicamente en el consejo del reino a un asunto tan incierto y de tal gravedad. Opinó que había de tratarse de un error o una calumnia, y ordenó no hacer uso alguno de la declaración ante los tribunales. Más aún, ante la extraordinaria, casi fanática veneración popular de que gozaba el conde desde su exclusión del trono, tras un giro natural de los acontecimientos, se le antojaba en extremo peligroso el mero hecho de haberlo leído en el consejo del reino; y previendo que las habladurías populares al respecto habían de llegar a oídos de aquél, envió, acompañados de un escrito verdaderamente magnánimo, ambos cargos, a los que designaba como el concurso de un extraño malentendido, junto con aquel en el cual se basaban, a manos del conde, con el ruego explícito de que, estando como estaba persuadida de antemano de su inocencia, la dispensara de la refutación de todos ellos.

El conde, quien se encontraba justamente sentado a la mesa con una reunión de amigos, se levantó cortés al entrar el caballero que portaba el mensaje de la duquesa; mas, en tanto que los amigos contemplaban al ceremonioso varón, que no quiso tomar asiento, apenas hubo leído en el arco de la ventana la carta, cuando cambió de color y tendió a los amigos los documentos diciendo: «¡Hermanos, mirad! ¡Cuan ignominiosa acusación se ha urdido contra mí por el asesinato de mi hermano!» Con una mirada relampagueante arrebató al caballero de la mano la flecha y, ocultando la aniquilación de su alma, mientras los amigos se arremolinaban inquietos en derredor suyo, prosiguió: «¡que de hecho la saeta era suya y asimismo fundada la circunstancia de que en la noche de San Remigio se había ausentado de su castillo!». Los amigos lanzaron maldiciones sobre tan taimada y vil perfidia; hicieron recaer la sospecha del asesinato sobre los propios e impíos acusadores y a punto estaban ya de ir contra el emisario, que defendía a su señora la duquesa, cuando el conde, habiendo releído una vez más los escritos, exclamó interponiéndose entre ellos: «¡Tranquilos, amigos míos!» —y con ello tomó su espada, que estaba en pie en el rincón, y se la entregó al caballero con estas palabras: «¡que era su prisionero!». Ante la consternada pregunta del caballero de si había oído bien y si realmente reconocía ambos cargos formulados por el chanciller, respondió el conde: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»—. Que entretanto esperaba verse dispensado de la necesidad de ofrecer pruebas de su inocencia de otro modo que no fuera ante el palenque de un tribunal convocado formalmente por la duquesa. En vano opusieron los caballeros, sumamente descontentos con tal declaración, que al menos en caso tal no había de rendir cuentas de las circunstancias de los hechos a nadie más que al emperador; el conde, quien en una extraña y repentina mudanza de actitud invocó la ecuanimidad de la duquesa, porfió en comparecer ante el tribunal del reino y, desasiéndose de los brazos de aquéllos, pedía ya a gritos desde la ventana sus caballos, resuelto, según dijo, a seguir de inmediato al emisario a la prisión de nobles, cuando los compañeros de armas se interpusieron a viva fuerza en su camino con una propuesta que finalmente hubo de aceptar. Redactaron entre todos un escrito dirigido a la duquesa, exigieron como un derecho que asistía a todo caballero en caso semejante un salvoconducto y, como garantía de que comparecería ante un tribunal por ella convocado y se sometería a todo cuanto éste le impusiera, ofrecieron una fianza de 20.000 marcos de plata.

La duquesa, ante tan inesperada y para ella incomprensible declaración, a causa de los infames rumores que ya corrían entre el pueblo sobre los móviles de dicha acusación, consideró lo más aconsejable poner el litigio entero en manos del emperador, retirándose ella personalmente por completo. Le remitió, por consejo del chanciller, la totalidad de las actas referentes al asunto y y le rogó se hiciera cargo en su calidad de cabeza del imperio de la instrucción de una causa en la que ella misma estaba implicada como parte. El emperador, que se hallaba en aquel preciso momento en Basilea por negociaciones con la Confederación, accedió a tal deseo; constituyó en dicha ciudad un tribunal formado por tres condes, doce caballeros y dos asesores jurídicos; y tras conceder al conde Jacob Barbarroja, de acuerdo con la petición de sus amigos, un salvoconducto a cambio de la fianza ofrecida de 20.000 marcos de plata, le exigió que compareciera ante el citado tribunal y diera cuenta ante él de los dos cargos siguientes: ¿cómo había llegado la flecha, que según propia confesión le pertenecía, a manos del asesino?, y asimismo: ¿en qué tercer lugar se encontraba en la noche de San Remigio?

Era el lunes después de Trinidad cuando el conde Jacob Barbarroja, con un rutilante séquito de caballeros, compare ció en Basilea según la citación que le había sido transmitida ante el palenque del tribunal, y allí, omitiendo la primera cuestión, para él, según afirmó, absolutamente inexplicable, se expresó sobre la segunda, decisiva para la causa, del siguiente modo: «¡Nobles señores!», y diciendo esto apoyó sus manos en la estacada y miró a los reunidos con sus ojillos centelleantes, enmarcados por pestañas rojizas. «Me acusáis, a mí que he dado pruebas suficientes de indiferencia por corona y cetro, de la acción más abominable que puede cometerse, del asesinato de mi hermano, quien aun sintiendo poca inclinación por mí no me era por ello menos querido; y como uno de los motivos en que se basa vuestra acusación aducís que en la noche de San Remigio, cuando se perpetró aquel crimen, en contra de un hábito observado a lo largo de muchos años me encontraba ausente de mi palacio. Bien sé cuán deudor es un caballero del honor de aquellas damas que le conceden secretamente su favor; ¡y vive Dios!, de no haber arrojado el cielo inesperadamente tan extraña fatalidad sobre mi testa, el secreto que duerme en mi pecho hubiera muerto conmigo, se hubiera reducido a polvo y hasta sonar la trompeta del ángel que haga abrirse las tumbas no hubiera resucitado conmigo para presentarse ante Dios. Mas la pregunta que su imperial majestad dirige a mi conciencia por vuestra boca anula, como vos mismos comprendéis, toda consideración y todo escrúpulo; y pues queréis saber por qué es improbable, incluso imposible, que participara en el asesinato de mi hermano bien en persona o indirectamente, sabed que la noche de San Remigio, y por tanto en el momento en que se perpetró, me encontraba secretamente en compañía de la bella hija del senescal Winfried von Breda, doña Wittib Littegarde von Auerstein, entregada a mi amor.»

Ahora bien, se ha de saber que doña Wittib Littegarde von Auerstein, así como la mujer más hermosa del país era igualmente, hasta el instante de aquella ignominiosa acusación, la dama más intachable y sin mancilla del reino. Desde la muerte del burgrave de Auerstein, su esposo, al que había perdido pocas lunas después de sus esponsales a causa de unas fiebres contagiosas, vivía en el silencio y retiro del castillo de su padre; y sólo por deseo del anciano hidalgo, que deseaba verla desposada de nuevo, consentía en participar alguna que otra vez en las cacerías y banquetes celebrados por la nobleza de la región en torno, y principalmente por micer Jacob Barbarroja. Muchos condes y gentilhombres de las más nobles y acaudaladas estirpes del país se arremolinaban en tales ocasiones en derredor suyo con sus peticiones de mano, siéndole de entre todos ellos micer Friedrich von Trota, el chambelán, quien en cierta ocasión salvara valerosamente su vida durante una partida de caza contra la embestida de un verraco herido, el más caro y el predilecto; entretanto, por la preocupación de disgustar a sus dos hermanos, que contaban con el legado de su fortuna, a despecho de todas las exhortaciones de su padre no había podido resolverse a concederle su mano. Es más, al desposarse Rudolph, el mayor de ambos, con una rica damisela de la vecindad y, luego de tres años de matrimonio sin hijos, nacerle para gran júbilo de la familia un heredero del apellido, ella, movida por alguna que otra declaración explícita e implícita, se despidió formalmente de micer Friedrich, su amigo, en un escrito redactado entre lágrimas sin cuento, y accedió, a fin de mantener la unidad de la casa, a la propuesta de su hermano de asumir el cargo de abadesa en un convento de monjas que se hallaba a orillas del Rin, no lejos del castillo paterno.

Justamente por la época en que se realizaban las diligencias encaminadas a tal fin ante el arzobispo de Estrasburgo y el asunto estaba en trance de realización, fue cuando el senescal micer Winíried von Breda recibió del tribunal constituido por el emperador el informe sobre el deshonor de su hija Littegarde y la orden de enviarla a Basilea para responder de la acusación realizada en su contra por el conde Jacob. Se le detallaba en el curso del escrito la hora y el lugar exacto en que el conde, según su afirmación, decía haber realizado su visita clandestina a doña Littegarde, y se le adjuntaba incluso un anillo proveniente de su esposo fallecido que aquél aseguraba haber recibido de su mano al despedirse como recuerdo de la noche pasada. Coincidió que micer Winíried, el mismo día en que llegó dicho escrito, padecía de una grave y dolo-rosa indisposición debida a la edad; en un estado de extremo padecimiento caminaba vacilante de la mano de su hija por la alcoba, viendo ya acercarse el fin que se oculta en cuanto encierra un hálito de vida; de tal suerte que, al leer tan terrible noticia, le sobrevino de inmediato un ataque y, dejando caer la hoja, paralizados todos sus miembros se desplomó sobre el pavimento. Los hermanos, que se hallaban presentes, lo alzaron conmocionados del suelo y mandaron llamar un médico que vivía en el edificio contiguo para su cuidado; mas todos los esfuerzos para devolverlo a la vida fueron vanos: mientras doña Littegarde yacía desvanecida en el regazo de sus damas, entregó él su alma, y aquélla, al volver en sí, no tuvo siquiera el agridulce consuelo de poder entregarle una sola palabra en defensa de su honor para que la llevara consigo a la eternidad. La indignación de ambos hermanos sobre tan infausto suceso y su ira por la ignominia imputada a la hermana que lo había provocado y por desdicha resultaba muy probable fue indescriptible.

Pues demasiado bien sabían que, en efecto, el conde Jacob Barbarroja la había cortejado infatigablemente durante todo el verano anterior; varios torneos y banquetes habían sido celebrados sólo en su honor y, de un modo ya entonces sumamente escandaloso, en especial para todas las restantes damas invitadas a la reunión, la había distinguido a ella. Más aún, recordaban que Littegarde, por la misma época del citado día de San Remigio, pretendió haber perdido durante un paseo justo el mismo anillo procedente de su esposo que entonces había vuelto a aparecer sorprendentemente en manos del conde Jacob; de tal suerte que ni por un momento dudaron de la veracidad de la declaración que el conde había prestado contra ella ante tribunal. En vano —mientras el cadáver paterno era sacado entre los lamentos de la servidumbre— se aferró ella a las rodillas de sus hermanos, suplicando que la escucharan sólo un instante; Rudolph, ardiendo en cólera, le preguntó dirigiéndose a ella si acaso podía citar testigo alguno de la nulidad de la imputación, y como ella, trémula y estremecida, replicara que por desdicha no podía invocar otra cosa que la intachabilidad de su conducta, por haberse encontrado ausente de su dormitorio precisamente la consabida noche su doncella a causa de una visita que había realizado a sus padres, la apartó Rudolph de sí a puntapiés, arrancó de su vaina una espada que pendía del muro y le ordenó, en el delirio de su desmedida furia, mientras mandaba acudir perros y siervos, que abandonara en el acto casa y castillo. Littegarde se alzó del suelo, pálida como la cera; rogó, mientras esquivaba callada sus maltratos, le concediera al menos el tiempo preciso para realizar los preparativos de la partida exigida; mas Rudolph, lanzando espumarajos de rabia, no respondió otra cosa que: «¡Fuera, fuera del palacio!», de tal guisa que, como no escuchara a su propia esposa, que se interpuso en su camino rogándole indulgencia y humanidad, y la arrojara furibundo a un lado asestándole tamaño golpe con el puño de la espada que le hizo brotar sangre, la desventurada Littegarde, más muerta que viva, abandonó la estancia: rodeada por las miradas del pueblo llano, atravesó con paso vacilante el patio hacia la puerta del castillo, donde Rudolph le mandó entregar un hato de ropa al que añadió algún dinero y él mismo, entre juramentos e imprecaciones, cerró los batientes del portalón.

Tan repentina caída desde las alturas de una dicha serena y casi sin sombra a los abismos de una infinita aflicción y el más completo desamparo era más de lo que la pobre mujer podía resistir. Sin saber a dónde dirigirse, descendió tambaleante, apoyada en la baranda, a lo largo del sendero rocoso, por al menos buscar albergue para la noche incipiente; mas antes de haber alcanzado siquiera la entrada de la aldehuela dispersa que se extendía por el valle, se desplomó en tierra privada de sus fuerzas. Llevaría acaso una hora allí tendida, libre de todos los padecimientos terrenos, y ya cubría la región una oscuridad total cuando volvió en sí rodeada de varios compasivos lugareños. Pues un muchacho que jugaba en la pendiente rocosa se había percatado de su presencia allí y relatado en casa de sus padres tan extraña y sorprendente escena; a lo cual éstos, que habían recibido algún que otro favor de Littegarde, sumamente conmocionados al saberla en tan desolada situación, se pusieron de inmediato en camino para asistirla en la medida de sus posibilidades. Gracias a los esfuerzos de estas gentes no tardó en reanimarse, y a la vista del castillo que estaba cerrado a cal y canto a sus espaldas recuperó también su juicio; se negó sin embargo a aceptar el ofrecimiento de dos mujeres de conducirla de vuelta al palacio, y sólo rogó que tuvieran la bondad de conseguirle sin más demora un guía para continuar su camino. En vano le hicieron ver que en su estado no podía emprender viaje alguno; Littegarde, so pretexto de que su vida corría peligro, porfió en abandonar en el acto los límites del territorio del castillo; es más, como la turba en derredor suyo fuera cada vez más en aumento sin ayudarla, hizo intentos de desasirse por la fuerza y, a despecho de la oscuridad de la noche en ciernes, ponerse sola en camino; de tal suerte que las gentes, impelidas por el temor a que, de ocurrirle algún percance, los señores les hicieran responder de ello, accedieron a sus deseos y le consiguieron un carruaje que, tras dirigirle repetidamente la pregunta de a dónde debía dirigirse, partió con ella hacia Basilea.

Mas ya antes de llegar a la aldea mudó, tras sopesar con mayor atención las circunstancias, su decisión, y ordenó a su guía que diera la vuelta y pusiera rumbo al castillo de Trota, que sólo distaba pocas millas. Pues bien entendía que, frente a un contrincante como el conde Jacob Barbarroja, nada lograría sin apoyo ante el tribunal de Basilea; y nadie le parecía más digno de la confianza de ser llamado a defender su honor que su gallardo amigo, quien como ella bien sabía continuaba profesándole un profundo amor, el excelente chambelán micer Friedrich von Trota. Sería acaso cerca de medianoche y aún se distinguían las luces en el palacio cuando, exhausta del viaje, llegó allí en su carromato.

Ordenó subir a un servidor de la casa que salió a su encuentro a que mandara anunciar a la familia su llegada; mas aún antes de que éste hubiera llevado a cabo su tarea ya salieron a la puerta doña Bertha y doña Kunigunde, las hermanas de micer Friedrich, que se hallaban casualmente en la antesala inferior, ocupadas en tareas domésticas. Entre joviales salutaciones ayudaron las amigas a descender del carruaje a Littegarde, a la que conocían bien, y la guiaron, aunque no sin cierta angustia, escaleras arriba, a la cámara de su hermano, el cual estaba sentado ante una mesa, absorto en las actas en que lo tenía sumido un proceso. Mas cómo describir el asombro de micer Friedrich cuando, ante el rumor que se elevaba detrás suyo, volvió su rostro y vio caer de rodillas ante él a doña Littegarde, descompuesta y demudada, el vivo retrato de la desesperación. «¡Mi amadísima Littegarde!», exclamó poniéndose en pie y alzándola del suelo: «¿Qué desgracia os ha ocurrido?» Littegarde, tras tomar asiento en un sillón, le relató lo sucedido: qué infame acusación había lanzado contra ella el conde Jacob Barbarroja ante el tribunal de Basilea para quedar libre de sospecha por el asesinato del duque; cómo tal noticia había provocado en el acto a su anciano padre, que padecía justamente de una indisposición, semejante ataque de nervios que, pocos minutos después, había fallecido en brazos de sus hijos; y cómo éstos, enfurecidos por la indignación, desoyendo lo que pudiera ella alegar en su defensa, la habían acosado con las más horribles vejaciones y finalmente, como a una criminal, la habían expulsado de la casa. Rogó a micer Friedrich que la condujera con el acompañamiento adecuado a Basilea y allí le designara un asesor judicial que, en su comparecencia ante el jurado constituido por el emperador, la asistiera con consejo sabio y prudente contra aquella impúdica acusación. Aseguró que oír semejante cosa de boca de un parto o un persa al que jamás hubiera visto con sus propios ojos no hubiera podido anonadarla más que del conde Jacob Barbarroja, por haberle resultado éste odioso desde siempre tanto por su mala reputación como por su figura, y los requiebros que a veces se había tomado la libertad de decirle en los festejos del verano anterior los había rechazado invariablemente con la mayor frialdad y desprecio.

«¡Basta, mi amadísima Littegarde!», exclamó micer Friedrich, mientras tomaba con noble ardor su mano y la llevaba a sus labios: «¡No malgastéis ni una sola palabra para defender y justificar vuestra inocencia! En mi pecho habla en vuestro favor una voz inmensamente más vivida y convincente que todas las aseveraciones, y aún incluso más que cuantas razones legales y pruebas podáis reunir ante el tribunal de Basilea sobre las circunstancias y hechos. Aceptadme, puesto que vuestros injustos y nada generosos hermanos os abandonan, como vuestro amigo y hermano, y concededme la gloria de ser vuestro defensor en esta causa; ¡yo restituiré el brillo de vuestro honor ante el tribunal de Basilea y ante el juicio del mundo entero!» Diciendo esto condujo a Littegarde, que derramaba vehementes lágrimas de agradecimiento y emoción ante tan nobles palabras, arriba, a las habitaciones de doña Helena, su madre, la cual se había retirado ya a su dormitorio; la presentó a esta digna y anciana dama, la cual le profesaba un especial afecto, como huésped invitada que había decidido, a causa de una riña que había estallado en el seno de su familia, morar durante algún tiempo en su castillo; aquella misma noche se le habilitó un ala entera del amplio alcázar, se llenaron profusamente los armarios que allí se encontraban con vestidos y ropajes para ella elegidos del ajuar de las hermanas; se le asignó asimismo, tal y como correspondía a su rango, servidumbre adecuada o a decir verdad magnífica: y ya al tercer día micer Friedrich von Trota, sin decir palabra sobre el modo y manera en que pensaba presentar sus pruebas ante el tribunal, con un numeroso séquito de guerreros de a caballo y escuderos, se encontraba de camino a Basilea.

Entretanto había llegado a manos del tribunal de Basilea un escrito de los señores de Breda, los hermanos de Littegarde, alusivo a los sucesos habidos en el castillo, mediante el cual entregaban enteramente a la pobre mujer, como a la convicta de un crimen, al brazo de la ley, bien fuera por considerarla en efecto culpable o por tener otras razones para desear su ruina. Cuando menos presentaban su expulsión del castillo, de modo innoble y falaz, como una fuga voluntaria; describían cómo ella, sin poder alegar nada en defensa de su inocencia, ante algunas indignadas expresiones que no habían podido reprimir, había abandonado en el acto el castillo; y al resultar vanas cuantas pesquisas afirmaban haber realizado por su causa, eran de la opinión de que probablemente erraría entonces por esos mundos de Dios con un tercer aventurero para completar la medida de su oprobio. Por ello solicitaban que, para salvaguardar el honor de la familia que ella había mancillado, se eliminara su nombre de las genealogías de la casa de Breda y, basándose en vagas interpretaciones legales, deseaban que como pena por tan descomunales delitos se la privara de todos los derechos al legado del noble padre al que su infamia había llevado a la tumba. Ahora bien, aun cuando los jueces de Basilea estaban bien lejos de considerar tal petición, que por lo demás no era de su incumbencia, como entretanto el conde Jacob, al recibir aquella noticia, diera las muestras más inequívocas y decisivas de su pesar por el destino de Littegarde y secretamente, como se supo, envió gentes a caballo para averiguar su paradero y ofrecerle alojamiento en su castillo: el tribunal no dudó más de la veracidad de su testimonio y determinó retirar de inmediato la acusación que pesaba sobre él por el asesinato del duque.

Es más, este interés que mostraba por la desdichada en tal momento de necesidad tuvo incluso un efecto asaz ventajoso sobre la opinión del pueblo, que se decantó enormemente por él en su benevolencia; se disculpó entonces lo que poco antes se había reprobado con severidad, el abandono de una mujer rendida a su amor ante el escarnio del mundo entero, y se consideró que en tan extraordinarias y atroces circunstancias, puesto que no se trataba de menos que de vida y honor, no le había restado otra posibilidad que revelar sin consideraciones la aventura acontecida en la noche de San Remigio. En consecuencia, se citó de nuevo por mandato expreso del emperador al conde Jacob Barbarroja ante el tribunal para declararlo solemnemente, a puertas abiertas, libre de la sospecha de haber tenido parte en el asesinato del duque. Acababa el heraldo de leer el escrito de los señores de Breda bajo el atrio de la amplia sala del tribunal, que de acuerdo con la resolución del emperador respecto al acusado que se encontraba en píe junto a él se disponía a proceder a una restitución formal de su honor, cuando micer Friedrich von Trota avanzó hasta el palenque y, basándose en el derecho común de todo observador imparcial, solicitó que le permitieran ver un instante la carta. Se accedió a su deseo, con los ojos del pueblo entero puestos en él; mas no bien hubo recibido micer Friedrich el escrito de manos del heraldo cuando, tras lanzar una fugaz mirada sobre él, lo rasgó de arriba abajo y arrojó los pedazos junto con su guante, que envolvió juntos, al rostro del conde Jacob Barbarroja con estas palabras: «ique era un bellaco y un indigno calumniador y que él estaba dispuesto a probar a vida o muerte la inocencia de doña Littegarde del crimen que le imputaba, ante el mundo entero, en juicio de Dios! —El conde Jacob Barbarroja, tras recoger el guante con el rostro muy pálido, dijo: «¡Tan cierto como que Dios decide justamente en el juicio de las armas, así de cierto es que probaré la veracidad de lo que, por necesidad imperiosa, revelé con respecto a doña Littegarde, en honorable y caballeresco combate singular! ¡Informad, nobles señores», dijo dirigiéndose a los jueces, «a su imperial majestad sobre el recurso interpuesto por micer Friedrich y rogadle que nos señale hora y lugar en que podamos enfrentarnos espada en mano para dirimir este pleito!» Según esto enviaron los jueces, levantando la sesión, una delegación con el informe sobre dicho suceso al emperador; y como éste, al haber salido micer Friedrich en defensa de doña Littegarde, se hallara no poco desconcertado respecto a su confianza en la inocencia del conde: así pues convocó a Basilea, tal como exigían las leyes del honor, a doña Littegarde para que presenciara la contienda, y a fin de esclarecer el extraño misterio que envolvía aquel asunto, fijó el día de Santa Margarita como el día y la explanada del castillo de Basilea como el lugar en que ambos, micer Friedrich von Trota y el conde Jacob Barbarroja, habían de contender en presencia de doña Littegarde.

De acuerdo con dicha decisión, al llegar el sol a su cénit el día de Santa Margarita sobre las torres de la ciudad de Basilea y habiéndose reunido en la explanada del castillo tan inconmensurable muchedumbre que fue menester construir bancos y grádenos para acomodarla, al triple llamado del heraldo desde la tribuna de los jueces de campo entraron en liza micer Friedrich y el conde Jacob, pertrechados ambos de pies a cabeza con centelleante metal, para dirimir su causa. La caballería entera de Suabia y de Suiza se encontraba presente casi al completo sobre la palestra del alcázar que se elevaba al fondo; sobre el balcón de éste, rodeado de sus cortesanos, estaba sentado el propio emperador junto a su esposa y los príncipes y princesas, sus hijos e hijas. Poco antes de dar comienzo El duelo, mientras los jueces distribuían sol y sombra entre los contendientes, se llegaron una vez más a las puertas de la explanada doña Helena y sus dos hijas, Bertha y Kunigunde, las cuales habían acompañado a Littegarde hasta Basilea, y rogaron a la guardia que allí se encontraba permiso para poder entrar y hablar unas palabras con doña Littegarde, la cual, según uso ancestral, estaba sentada sobre un estrado dentro del propio palenque. Pues aun cuando la conducta de aquella dama pareciera exigir el más absoluto respeto y una confianza enteramente ilimitada en la veracidad de sus aseveraciones, sin embargo el anillo que tenía para aducir el conde Jacob, y más aún la circunstancia de que Littegarde hubiera dado licencia la noche de San Remigio a su doncella, la única que habría podido servirle de testigo, sumía su ánimo en la más viva angustia; determinaron poner una vez más a prueba, en el apremio de tan decisivo instante, la seguridad de conciencia inherente a la acusada y ponderarle cuán ociosa o antes bien blasfema era la empresa, en caso que realmente pesara sobre su alma una culpa, de pretender quedar limpia de ella mediante la sagrada ordalía de las armas, que sacaría indefectiblemente la verdad a la luz. Y en efecto tenía Littegarde todos los motivos para meditar bien el paso que micer Friedrich daba entonces por su causa; la pira la esperaba tanto a ella como a su amigo, el caballero Von Trota, en caso de que Dios, en el juicio de los aceros, no se decidiera por él sino por el conde Jacob Barbarroja y por la veracidad del testimonio que éste había prestado ante el tribunal en contra de ella. Doña Littegarde, viendo entrar a la madre y las hermanas de micer Friedrich, se levantó del sitial con su característica expresión de dignidad, que por el dolor que inundaba su ser resultaba aún más conmovedora, y les preguntó saliendo a su encuentro: «¿qué era lo que las conducía a ella en un instante tan fatídico?». «Hijita mía», habló doña Helena llevándola aparte: «¿Queréis ahorrarle a una madre que en su yerma vejez no tiene otro consuelo que la posesión de su hijo el pesar de tener que llorarlo ante su tumba? ¿Queréis sentaros antes de que dé comienzo el combate en un carruaje, cargada de ajuar y ricos presentes, y aceptar como obsequio una de nuestras posesiones que se encuentra al otro lado del Rin y os recibirá de modo conveniente y con los brazos abiertos?» Littegarde, tras clavar su mirada por un momento en su rostro mientras le cruzaba por la faz una honda palidez, tan pronto hubo comprendido el significado de tales palabras en todo su alcance, hincó una rodilla ante ella. «¡Honorabilísima y excelsa señora!», dijo; «¿procede la angustia de que Dios, en esta hora decisiva, pudiera declararse contra la inocencia de mi pecho, del corazón de vuestro noble hijo?» —«¿Por qué preguntáis?», inquirió doña Helena. —«Porque en tal caso le conjuro a mejor no desenvainar la espada que no guía mano confiada y ceder ante su adversario en la palestra con cualesquiera hábiles pretextos: y abandonarme con todo a mi destino, que pongo en manos de Dios, sin prestar oídos intempestivos a una compasión de la cual no puedo aceptar ni un ápice!» —«¡No!», repuso doña Helena confusa:

«¡Mi hijo nada sabe! No sería digno de él, habiendo dado ante el tribunal su palabra de defender vuestra causa, haceros tal proposición ahora que ha llegado la hora decisiva. Firmemente convencido de vuestra inocencia arrostra, ya armado para el combate como veis, al conde, vuestro rival; fue una propuesta que nosotras, mis hijas y yo, en la angustia del momento, hemos ideado para considerar todas las ventajas y evitar toda desgracia.» —«Entonces», dijo doña Littegarde, regando con sus lágrimas la mano de la anciana dama mientras imprimía un ardiente beso en ella: «¡dejadle desempeñar su palabra! No mancha mi conciencia culpa alguna; y si fuera a la lucha sin yelmo ni coraza, ¡Dios y todos sus ángeles lo ampararían!» Y diciendo esto se alzó del suelo y condujo a doña Helena y sus hijas a unos asientos situados dentro del estrado, tras el sitial envuelto en paño rojo sobre el que ella misma se instaló.

A continuación, a un gesto del emperador, el heraldo dio con la trompeta la señal para el combate singular, y ambos caballeros, escudo y espada en mano, se acometieron mutuamente. Micer Friedrich, ya con el primer mandoble, hirió de inmediato al conde; lo alcanzó con la punta de su espada, no precisamente larga en demasía, allí donde entre brazo y mano las uniones de la armadura encajaban unas en otras; mas el conde, quien sobresaltado por el dolor retrocedió de un brinco, descubrió que, aun cuando la sangre corría copiosamente, no era sin embargo más que un rasguño superficial a ras de piel: de tal suerte que ante los murmullos de desaprobación de los caballeros que se encontraban en la palestra por lo desafortunado de tal actuación, avanzó de nuevo y prosiguió la lucha con renovadas fuerzas cual si estuviera completamente indemne. Se desencadenó entonces la lucha entre ambos contendientes como se acometen dos vientos en la tempestad, como entrechocan dos nubes en la tormenta, lanzándose sus rayos, encrespándose y envolviéndose mutuamente sin mezclarse entre el fragor de constantes truenos. Micer Friedrich, extendiendo escudo y espada hacia adelante, estaba plantado sobre el suelo como si fuera a echar raíces; hasta las espuelas se hundía, hasta los tobillos y las pantorrillas, en la tierra liberada de sus adoquines y removida adrede, apartando de pecho y testa los arteros golpes del conde, el cual, pequeño y ágil, parecía atacar a un tiempo desde todos lados. El combate, contando los instantes de descanso a los que obligaba el agotamiento de ambas partes, duraba ya casi una hora cuando se alzó de nuevo un murmullo desaprobatorio entre los espectadores que se encontraban sobre el graderío. Parecía que en tal ocasión no se refería al conde Jacob, cuyo celo en poner fin a la contienda no cejaba, sino al hecho de que micer Friedrich continuara empalado como un estafermo en un único punto y se abstuviera de todo ataque propio de un modo extraño; casi parecía intimidado, o cuando menos obcecado.

Aun pudiendo su proceder basarse en buenas razones, el sentimiento de micer Friedrich era empero demasiado débil como para no sacrificarlo sin más demora ante la exigencia de quienes en aquel instante juzgaban su honor; con una animosa zancada abandonó el punto que había elegido desde el comienzo y la especie de parapeto natural que se había formado en torno a sus pies y acometió a su contrario, cuyas fuerzas ya empezaban a declinar, lanzando sobre su testa varios rudos y recios golpes que éste supo no obstante parar mediante hábiles movimientos laterales de su escudo. Mas apenas invertido de tal guisa el combate sufrió micer Friedrich un percance que no parecía precisamente indicar la presencia de poderes superiores que rigieran el combate; al trabarse su pie en las espuelas, cayó trastabillando y mientras, bajo el peso del yelmo y la coraza que cargaban la parte superior de su cuerpo, caía de rodillas apoyando la mano en el polvo, el conde Jacob Barbarroja, no precisamente del modo más noble ni caballeresco, le hundió la espada en el costado que de tal suerte había quedado al descubierto. Micer Friedrich se alzó del suelo de un salto con un instantáneo grito de dolor. Si bien se apretó el yelmo sobre los ojos y, arrostrando velozmente a su rival, se aprestó a proseguir la lucha, mientras él se sostenía apoyado en su espada con el cuerpo encorvado por el dolor y la oscuridad rondaba su vista: el conde le hundió dos veces más su tizona en el pecho, justo bajo el corazón; a lo cual, con la armadura traqueteando con estrépito en torno, se desplomó en el suelo y dejó caer junto a sí espada y escudo.

El conde, después de arrojar las armas a un lado, le puso el pie sobre el pecho con un triple toque de trompeta; y mientras todos los espectadores, el propio emperador a la cabeza, se alzaban de sus asientos con ahogados gritos de espanto y compasión: doña Helena, con sus dos hijas en pos, se abalanzó sobre su amado hijo que se revolcaba en polvo y sangre. «¡Oh, mi Friedrich!», exclamó arrodillándose desolada junto a su testa; mientras doña Littegarde, desvanecida y exánime, era levantada del estrado sobre el que se había derrumbado y conducida a prisión por dos esbirros. «¡Y ay de esa infame», prosiguió, «esa perdida, que, con la conciencia de la culpa en el seno, osa venir y armar el brazo del amigo más fiel y más noble para que libre por ella un juicio de Dios en lance desigual!» Y al decir esto levantó gimiendo del suelo al hijo amado, mientras las hijas lo despojaban de su coraza, e intentó contenerle la sangre que brotaba de su noble pecho. Mas por orden del emperador acudieron esbirros que también lo prendieron a él como reo caído bajo el peso de la ley; con la asistencia de algunos médicos lo colocaron sobre unas angarillas y lo llevaron a su vez, acompañado por una gran turba popular, a prisión, adonde sin embargo obtuvieron doña Helena y sus hijas licencia para poder seguirlo hasta su muerte, de la que nadie dudaba.

Bien pronto se vio empero que las heridas de micer Friedrich, aun afectando a zonas vitales y delicadas, por una singular providencia del cielo no eran mortales; antes bien, los médicos que se le habían asignado pudieron ya pocos días más tarde asegurar a la familia con certeza que saldría con vida, y es más, que gracias al vigor de su naturaleza se habría recuperado en breves semanas sin quedar tullido en parte alguna de su cuerpo. Tan pronto recobró el juicio que el dolor le robara durante largo tiempo dirigía invariablemente a su madre esta única pregunta: ¿qué era de doña Littegarde? No podía reprimir las lágrimas al imaginarla en la yerma soledad de la mazmorra, abandonada a la más espantosa desesperación, y exhortó a las hermanas, acariciándoles tiernamente la barbilla, a que la visitaran y la consolaran. Doña Helena, soliviantada por tales palabras, le rogó que olvidara a aquella vil indecente; opinó que el crimen al que hiciera alusión el conde Jacob ante tribunal y que más tarde saliera a la luz por el desenlace del combate singular podría ser perdonado, mas no la impudicia y el descaro de invocar, siendo consciente de tamaña culpa, el sagrado juicio de Dios cual una inocente, sin escrúpulos para con el más noble amigo, al que arrojaba con ello a la perdición. «Ay, madre mía», dijo el chambelán, «¿qué mortal, y aun si fuera el mayor sabio de todos los tiempos, osaría interpretar la enigmática sentencia que Dios ha pronunciado en estas ordalías?» «¿Cómo?», exclamó doña Helena: «¿Por ventura se te escapa el significado de esta divina sentencia? ¿Acaso no te infligió en la lid la espada de tu rival una derrota por desdicha bien clara e inequívoca?» —«¡Sea!», concedió micer Friedrich: «Por un instante sucumbí ante él.

Mas, ¿fui vencido por el conde? ¿Acaso no estoy vivo? ¿Y por ventura no florezco y me alzo de nuevo milagrosamente como bajo un hálito celestial para, quizá ya dentro de pocos días, armado con doble y triple energía retomar de nuevo el combate en el que fui estorbado por un azar insignificante?» —«¡Necio de ti!», exclamó la madre. «¿Ignoras por ventura que existe una ley según la cual un combate, una vez los jueces de campo lo declaran concluido, no puede ser reiniciado para dirimir la misma causa en la palestra del sagrado juicio de Dios?» —«¡Tanto da!», repuso el chambelán enojado. «¿Qué se me da a mí de tan arbitrarias leyes humanas? Un duelo que no ha proseguido hasta la muerte de uno de los dos contendientes, ¿puede acaso darse por concluido si se consideran las circunstancias de manera mínimamente razonable? Y caso que se me permitiera retomarlo, ¿no podría abrigar la esperanza de remediar el percance sufrido y alcanzar con la espada otra sentencia divina muy diferente de la que, de guisa tan poco perspicaz y corta de miras, se toma ahora por tal?» «Sea como fuere», repuso la madre pensativa, «esas leyes que pretendes ignorar son las que rigen y tienen vigencia; de modo comprensible o no, ejecutan el poder de los preceptos divinos y os entregan a ti y a ella, como una pareja de criminales execrandos, a la severidad del brazo secular.» —«Ay», exclamó micer Friedrich; «¡ello es justamente lo que me arroja, cuitado de mí, a la desesperación!

La vara de la justicia ya se ha roto sobre ella cual sobre una convicta; y yo, que pretendía probar su virtud e inocencia ante el mundo, soy quien ha arrojado tamaña miseria sobre ella: un funesto traspié en las correas de mis espuelas, mediante el cual quizá Dios, independientemente por completo de su causa, quiso castigarme por los pecados que moran en mi propio pecho, entrega sus florecientes miembros a las llamas y su memoria a eterno oprobio!». Con estas palabras asomó una lágrima de ardiente dolor viril a sus ojos; tomando su pañuelo se volvió hacia el muro, y doña Helena y sus hijas se arrodillaron embargadas de muda emoción junto a su lecho y, besando su mano, mezclaron sus lágrimas con las de él. Entretanto había entrado en su celda el torrero con alimento para él y su familia, y al preguntarle micer Friedrich cómo se encontraba doña Littegarde, escuchó de éste en frases deshilvanadas y cargadas de desprecio: que yacía sobre un puñado de paja y desde el día en que había sido recluida allí no había vuelto a pronunciar palabra alguna. Tal noticia sumió a micer Friedrich en la angustia más extrema; le encargó que tranquilizara a la dama diciéndole que, por una insondable voluntad del cielo, se iba restableciendo por completo y que le rogaba licencia para, cuando hubiera recuperado totalmente la salud y el alcaide del castillo lo permitiera, visitarla alguna vez en su prisión. Mas la respuesta que el torrero dijo haber obtenido de ella, tras sacudir repetidamente su brazo, pues yacía sobre la paja como una demente, sin oír ni ver, fue que no, que mientras continuara en este mundo no quería ver a persona alguna; es más, se supo que aquel mismo día, en un escrito de su puño y letra, había ordenado al alcaide que no permitiera a nadie, quienquiera que fuese, pero al chambelán Von Trota muchísimo menos, que acudiera a verla; de tal suerte que micer Friedrich, arrastrado por la vehemente zozobra a causa de su estado, un día en que sentía regresar sus fuerzas con especial viveza se puso en camino con licencia del alcaide y, en la certeza de obtener su perdón, se llegó a su celda sin anunciarse, en compañía de su madre y sus dos hermanas.

Mas cómo describir el espanto de la infeliz Littegarde cuando, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, ante el sonido procedente del portón se incorporó sobre la paja que le habían echado y, en lugar del torrero al que esperaba, vio entrar en su celda al chambelán, su noble y excelso amigo, del brazo de Bertha y Kunigunde, con algunas señales de los sufrimientos pasados, una estampa melancólica y conmovedora. «¡Fuera!», gritó con expresión desesperada mientras se arrojaba de espaldas sobre las mantas de su jergón y ocultaba el rostro con las manos: «Si es que en tu pecho arde una sola brasa de compasión, ¡fuera!» —«¿Qué oigo, mi adorada Littegarde?», repuso micer Friedrich. Apoyándose en la madre se llegó a su vera y con indecible emoción se inclinó para tomar su mano. «¡Fuera!», gritó ella trémula, retrocediendo varios pasos de hinojos sobre la paja: «¡Si no quieres que pierda el juicio, no me toques! Me horrorizas; imenos me espanta un fuego llameante que tú!» —«¿Yo te horrorizo?», repuso micer Friedrich herido. «¿De qué modo, mi noble Littegarde, ha merecido tu Friedrich semejante recibimiento?» —Según decía esto le acercó Kunigunde una silla, a una señal de la madre, y lo invitó, débil como estaba, a sentarse en ella. «¡Oh, Jesús!», exclamó aquélla, arrojándose ante él cuán larga era poseída del más espantoso pavor, el rostro enteramente en tierra: «¡Sal de esta mazmorra, amado mío, y abandóname! Abrazo tus rodillas con ardiente fervor, lavo tus pies con mis lágrimas, te suplico, humillada ante ti en el polvo como un gusano, tan sólo un gesto de compasión: ¡vete, mi señor y dueño, vete de mi celda, vete de aquí en este preciso instante y abandóname!» —Micer Friedrich continuaba en pie ante ella, conmocionado de parte a parte. «¿Tan desagradable te es mi presencia, Littegarde?», preguntó, mirándola gravemente desde lo alto. «¡Terrorífica, insoportable, aniquiladora!», respondió Littegarde presa de desesperación, apoyada sobre las manos y ocultando por completo su rostro entre las plantas de los pies de aquél. «¡El infierno, con todos sus horrores y espantos, me es más dulce y más gustoso de contemplar que la primavera de esa faz que tornas hacia mí con clemencia y amor!» —«¡Dios del cielo!», exclamó el chambelán; «¿qué he de pensar de tamaña contrición de tu alma? ¿Acaso, desdichada, hablaron verdad las ordalías y el crimen del que te acusara el conde ante el tribunal… eres culpable de él?» —«¡Culpable, convicta, reproba! ¡Maldita y condenada así en esta vida como en la eterna!», gritó Littegarde dándose golpes de pecho como una posesa: «Vete, que mis sentidos se desgarran y se quebrantan mis fuerzas.

¡Déjame sola con mi miseria y mi desesperación!» —Ante tales palabras se desvaneció micer Friedrich; y mientras Littegarde cubría su rostro con un velo y, cual en completa renuncia al mundo, se tendía de nuevo sobre su jergón, Bertha y Kunigunde se abalanzaron gimiendo sobre su hermano exánime para devolverlo a la vida. «¡Oh, maldita seas!», exclamó doña Helena al abrir de nuevo los ojos el chambelán: «¡Sentenciada a eternos remordimientos a este lado de la tumba y más allá de ella a la condenación eterna: no por la culpa que ahora confiesas, sino por ser tan inmisericorde e inhumana de no haberla reconocido antes de arrastrar contigo a mi hijo a la perdición! ¡Necia de mí!», prosiguió apartándose de ella cargada de desprecio, «¡si hubiera concedido crédito a las palabras que, poco antes de dar comienzo el juicio de Dios, me confiara el prior del monasterio de los agustinos de esta ciudad, con el cual se confesó el conde como piadosa preparación para la hora decisiva que lo aguardaba! ¡A él le juró por la Sagrada Hostia la veracidad de la declaración que había prestado con respecto a esta miserable; le especificó la puerta del jardín ante la cual, según lo acordado, ella lo había esperado y recibido al caer la noche, le describió la alcoba, una estancia aneja de la torre deshabitada del castillo en la que lo introdujo sin que se apercibiera la guardia, y el magnífico lecho, cómodamente acolchado bajo un dosel, sobre el cual yació con él en impúdica bacanal!

Un juramento prestado en hora tal no encierra engaño: y si yo, cegada de mí, hubiera enterado a mi hijo de ello, aun cuando hubiera sido en el instante en que se desencadenaba el combate singular: le habría abierto los ojos y él se hubiera apartado, trémulo, del abismo a cuyo borde se hallaba. —«¡Mas ven!», exclamó doña Helena abrazando suavemente a micer Friedrich y estampando un beso en su frente: «La indignación que la honra con palabras es un honor para ella; ¡que vea nuestras espaldas y desespere aniquilada por los reproches de que la dispensamos!» —«¡El miserable!», repuso Littegarde, incorporándose soliviantada por tales palabras. Apoyó su testa ¿¡olorosamente sobre sus rodillas, y derramando ardientes lágrimas sobre su pañuelo, dijo: «Recuerdo que mis hermanos y yo, tres días antes de aquella noche de San Remigio, estábamos en su castillo; había celebrado, según solía, una fiesta en mi honor, y mi padre, que gustaba de ver festejada mi floreciente juventud, me había movido a aceptar la invitación en compañía de mis hermanos. Ya a deshora, acabada la danza, al subir a mi dormitorio encuentro una nota sobre mi mesa que, escrita por mano desconocida y sin firma, contenía una declaración amorosa en toda regla. Coincidió que mis dos hermanos, por concertar nuestra partida que estaba fijada para el día siguiente, se encontraban presentes en mi cámara en ese momento; y no acostumbrando a tener ningún género de secretos para con ellos, poseída de mudo asombro les mostré el extraño hallazgo que acababa de realizar.

Ellos, como reconocieran en el acto la mano del conde, se encolerizaron sobremanera y el mayor pretendía llegarse en aquel preciso instante a los aposentos de aquél con la nota; mas el menor le hizo considerar cuán delicado sería semejante paso, ya que el conde había tenido la prudencia de no firmar la esquela; a lo cual ambos, profundamente humillados por tan insultante conducta, subieron conmigo a la carroza esa misma noche y, resueltos a no volver nunca a honrar el palacio con su presencia, regresaron al castillo de su padre. —«¡Esto es lo único», añadió, «que tuve jamás en común con ese indigno canalla!» —«¿Qué oigo?», dijo el chambelán volviendo hacia ella su rostro anegado en llanto: «¡Esas palabras me suenan a música celestial! ¡Repítemelas!», dijo tras una pausa, arrodillándose ante ella y uniendo sus manos: «¿No me has traicionado por aquel miserable, y estás limpia de la culpa que te ha imputado ante tribunal?» «¡Amado mío!», susurró Littegarde oprimiéndole la mano contra sus labios —«¿Lo estás?», exclamó el chambelán: «¿Lo estás?» —«Como el pecho de un niño recién nacido, como la conciencia de quien regresa de la confesión, como el cadáver de una monja fallecida en la sacristía al tomar el velo!» —«¡Oh Dios Todopoderoso!», exclamó micer Friedrich abrazando sus rodillas: «¡Gracias! ¡Tus palabras me devuelven la vida; la muerte ya no me espanta, y la eternidad, que hasta hace un instante se extendía ante mí como un mar de inconmensurable aflicción, se alza de nuevo como un imperio cuajado de mil soles resplandecientes!» —«Cuitado», dijo Littegarde apartándose de él: «¿cómo puedes prestar oídos a lo que te dice mi boca?» —«¿Por qué no?», preguntó encendido micer Friedrich. —«¡Loco! ¡Insensato!», gritó Littegarde; «¿acaso no me ha declarado culpable el juicio de Dios? ¿No perdiste por ventura ante el conde aquel funesto combate, y no ha impuesto él la veracidad de cuanto había declarado en mi contra ante tribunal?» —«¡Oh, mi amadísima Littegarde!», exclamó el chambelán: «¡Guarda tus sentidos de la desesperación! ¡Encúmbrate sobre el sentimiento que mora en tu pecho como sobre una roca: aférrate a ella y no pierdas pie, aun cuando por encima y por debajo de ti se hundieran cielo y tierra! ¡Creamos, de entre dos ideas que confunden los sentidos, la más comprensible y concebible, y antes de que tú te tengas por culpable, creamos mejor que, en el combate singular que libré por ti, fui yo quien venció! ¡Dios, Señor de mi vida!», prosiguió cubriéndose el rostro con las manos, «¡libra mi propia alma de la confusión! Tan cierto como que quiero salvarme, creo no haber sido vencido por la espada de mi rival, pues arrojado ya bajo el polvo de su planta he resucitado de nuevo a la vida. ¿Do está escrito que la suprema sabiduría divina haya de indicar y sentenciar la verdad en el instante de fe en que se la conjura? Oh Littegarde», concluyó oprimiendo la mano de ella entre las suyas: «en esta vida esperemos la muerte, y en la muerte la eternidad, y confiemos firme e incomoviblemente: ¡tu inocencia saldrá a la serena y resplandeciente luz del sol, y lo hará gracias al singular combate que yo libré por ti!» —Así decía cuando entró el alcaide; y como viera a doña Helena sentada llorando ante una mesa, recordó que tantas emociones podrían resultar perjudiciales para su hijo: de modo que a instancias de los suyos volvió micer Friedrich de nuevo a su prisión, no sin la certeza de haber prestado y obtenido algún consuelo.

Entretanto se había instruido ante el tribunal constituido por el emperador en Basilea la acusación contra micer Friedrich von Trota así como contra su amiga, doña Littegarde von Auerstein, por invocar pecaminosamente el juicio de Dios, y de acuerdo con la ley vigente habían sido condenados ambos a sufrir, en la misma plaza donde se librara el combate singular, muerte ignominiosa en la hoguera. Se envió una delegación de consejeros para anunciarlo a los cautivos, y se hubiera ejecutado la sentencia sin demora tan pronto se restableció el chambelán de no haber sido la secreta intención del emperador ver presente al conde Jacob Barba-rroja, contra el que no podía reprimir una suerte de desconfianza. Mas éste, de un modo en verdad extraño y sorprendente, yacía aún enfermo a causa de la pequeña herida, al parecer sin importancia alguna, que le había infligido micer Friedrich al iniciarse el combate; una putridez extrema de sus humores impedía, día tras día y semana tras semana, su curación, y todo el arte de los médicos que se fue llamando desde Suabia y Suiza no logró cerrarla.

Es más, un pus corrosivo, desconocido por completo para la medicina de la época, roía como un cáncer la mano alrededor en su totalidad hasta el hueso, de tal suerte que, para espanto de todos sus amigos, había sido menester amputarle toda la mano dañada y más tarde, como con ello no se hubiera puesto coto a la corrosión del pus, incluso el brazo. Mas tal remedio, ensalzado y tenido por cura radical, como se hubiera entendido hoy día fácilmente en lugar de ayudarle sólo enconó el mal; y los médicos, al irse descomponiendo a ojos vistas su cuerpo entero en purulencia y podredumbre, declararon que no tenía salvación posible y que moriría antes de finalizar aquella semana. En vano lo exhortó el prior del monasterio de los agustinos, quien creía ver traslucir la temible mano de Dios en tan inesperado cariz que habían tomado los acontecimientos, a confesar la verdad con respecto a la querella abierta entre él y la duquesa regente; el conde, estremecido de parte a parte, tomó una vez más el sagrado sacramento por testigo de la veracidad de su declaración, y dando toda muestra del más espantoso miedo por haber podido acusar calumniosamente a doña Littegarde, entregó su alma a la condenación eterna.

Y en verdad, pese a lo licencioso de su vida, se tenía doble motivo para creer en el fondo de probidad de tal aseveración: por una parte, porque el enfermo era de hecho en cierto modo piadoso, lo cual no parecía permitir un juramento falso en situación semejante, y por otro, porque de un interrogatorio al que se había sometido al torrero del castillo de los de Breda, al cual afirmaba haber sobornado a fin de acceder secretamente a la fortaleza, resultó en verdad que tal circunstancia era fundada y que el conde había estado realmente en el interior del castillo de Breda la noche de San Remigio. Como consecuencia no le restó prácticamente al prior más que creer en un engaño sufrido por el propio conde con una tercera persona desconocida para él; y no había alcanzado aún el fin de sus días el infeliz, quien ante la noticia de la milagrosa recuperación del chambelán llegara él mismo a tan espantosa ocurrencia cuando, para su desesperación, esta idea se vio confirmada de todo punto. Pues se ha de saber que el conde, antes de que su deseo se dirigiera hacia doña Littegarde, ya llevaba largo tiempo amancebado con Rosalie, la doncella de ésta; casi a cada visita que sus señores le rendían en su castillo acostumbraba él a llamar a esta muchacha, que era una criatura frivola e inmoral, a sus aposentos durante la noche. Mas como Littegarde, durante la última visita que realizó a su castillo con sus hermanos, recibiera de él aquella tierna carta en la que le declaraba su pasión, ello despertó la susceptibilidad y los celos de esta muchacha, a la que había descuidado ya desde hacía varias lunas; durante la partida de Littegarde, ocurrida inmediatamente después, a quien hubo de acompañar, hizo llegar de vuelta al conde una nota en nombre de ésta, en la cual le comunicaba que si bien la indignación de sus hermanos por el paso que había dado él no le permitía encuentro alguno de inmediato, le invitaba sin embargo a visitarla con tal objeto la noche de San Remigio en las estancias de su castillo paterno. Aquél, lleno de alegría por la fortuna de su empresa, envió en el acto una segunda carta a Littegarde en la que le anunciaba con certeza su llegada en la susodicha noche, y sólo le rogaba, para evitar todo error, que enviara a su encuentro un fiel guía que lo condujera hasta sus aposentos; y como la criada, diestra en toda suerte de intrigas, contara con un mensaje semejante, logró hacerse con dicho escrito y decirle en una segunda respuesta falsa que ella misma lo esperaría junto a la puerta del jardín. A continuación, la víspera de la noche convenida, con el pretexto de que su hermana se encontraba enferma y quería visitarla, solicitó de Littegarde un día de asueto para marchar al campo; habiéndolo obtenido, abandonó en efecto el castillo bien entrada la tarde con un hatillo de ropa bajo el brazo y a la vista de todos emprendió el camino en la dirección en que vivía aquella mujer.

Mas en lugar de llevar a cabo tal viaje, al caer la noche se llegó de nuevo al castillo pretextando que se aproximaba una tormenta y, a fin según dijo de no importunar a su señora siendo como era su intención emprender la marcha al siguiente día muy de mañana, se procuró un lecho en una de las estancias vacías del torreón del castillo, deshabitado y apenas frecuentado. El conde, que supo obtener del torrero el acceso al castillo mediante dinero, y a la hora de la medianoche, según lo acordado, fue recibido junto a la puerta del jardín por una persona cubierta por un velo, no sospechó, como fácilmente se comprende, nada en absoluto del engaño con el cual se le embaucaba; la muchacha imprimió fugazmente un beso en su boca y lo condujo, a través de varias escaleras y corredores de la desierta ala lateral, a una de las más espléndidas estancias del propio castillo, cuyas ventanas había cerrado cuidadosamente antes. Una vez aquí, tras aguzar el oído enigmáticamente hacia las puertas en todas direcciones sujetando su mano y haberle rogado silencio con voz susurrante so pretexto de que el dormitorio del hermano se hallaba muy cerca, se acostó junto a él sobre el lecho que se encontraba a un lado; el conde, engañado por su figura y silueta, nadaba en la confusión del placer de haber logrado semejante conquista a su edad; y cuando ella, con el primer resplandor del alba, lo dejó ir y como recuerdo de la noche pasada puso en su dedo un anillo que Littegarde recibiera de su esposo y el cual ella le había hurtado la víspera con tal fin, prometióle él que, tan pronto hubiera llegado a su hogar, correspondería a su vez al obsequio con otro que había recibido de su esposa fallecida el día de sus bodas.

Tres días más tarde cumplió en efecto su palabra y le envió secretamente al castillo dicha sortija, de la cual Rosalie fue de nuevo lo bastante hábil como para apoderarse; mas sin embargo, probablemente por temor a que tal aventura pudiera conducirlo demasiado lejos, no dio noticia alguna de sí y, con algún que otro pretexto, esquivó un segundo encuentro. Más adelante la muchacha, a causa de un robo cuya sospecha recaía sobre ella con bastante certeza, fue despedida y enviada de vuelta a casa de sus padres, que vivían a orillas del Rin, y como pasados nueve meses se hicieran visibles las consecuencias de su vida disipada, y la madre la interrogara con gran severidad, indicó al conde Jacob Barbarroja como el padre de su hijo, descubriendo toda la historia secreta con que lo había burlado. Felizmente, por miedo a ser tenida por ladrona, sólo había podido ofrecer muy tímidamente en venta el anillo que le fuera remitido por el conde, y asimismo, a causa de su gran valor, no había encontrado de hecho quien mostrara interés en adquirirlo: de tal suerte que no se podía dudar de la veracidad de su declaración y los padres, apoyándose en prueba tan obvia, acudieron ante los tribunales contra el conde Jacob a causa de la manutención del niño. Los jueces, que ya habían tenido noticia de la extraña causa que se instruía en Basilea, se apresuraron a poner en conocimiento del tribunal tal descubrimiento que era de vital importancia para su desenlace; y como precisamente un concejal se dirigiera a dicha ciudad por asuntos oficiales, le entregaron una carta con el testimonio judicial de la muchacha, a la cual adjuntaron el anillo, para el conde Jacob y para elucidación del terrible enigma que tenía en jaque a toda Suabia y Suiza.

Era precisamente la fecha fijada para la ejecución de micer Friedrich y Littegarde, la cual el emperador, ignorante de las dudas que habían surgido en el pecho del propio conde, no creía poder retrasar más, cuando en la habitación del enfermo, que se retorcía en su lecho atormentado por la desesperación, penetró el concejal con este escrito. «¡Ya basta!», gritó al leer la carta y recibir el anillo: «¡Hastiado estoy de ver la luz del sol! Conseguidme», se dirigió al prior, «unas angarillas y conducidme, mísero de mí, cuya energía se deshace en polvo, al lugar de ejecución: ¡no quiero morir sin haber realizado un acto de justicia!» El prior, hondamente impresionado por este suceso, mandó que, sin más demora, cuatro siervos lo levantaran y lo tendieran, según su deseo, sobre unas andas; y al tiempo que una inconmensurable muchedumbre, reunida por el tañido de las campanas en torno a la pira sobre la que ya estaban atados micer Friedrich y Littegarde, apareció allí junto con el desdichado, que sostenía un crucifijo en la mano. «¡Alto!», gritó el prior, mandando depositar las angarillas frente a la tribuna del emperador: «Antes de que prendáis fuego a esa pira, escuchad unas palabras que ha de revelaros la boca de este pecador!» —«¿Cómo?», exclamó el emperador, alzándose de su sitial lívido como un cadáver, ««¡acaso no se han pronunciado las sagradas ordalías sobre la justicia de su causa y, tras todo lo ocurrido, es por ventura lícito siquiera pensar que Littegarde sea inocente de la culpa que le ha imputado?» —Con tales palabras descendió conmocionado de la tribuna; y más de mil caballeros, a los cuales siguió el pueblo entero salvando bancos y palenques, se arremolinaron en torno al lecho del enfermo. «¡Inocente!», repuso éste, incorporándose cuanto pudo apoyado en el prior:

«¡Tal como determinó la sentencia del Altísimo aquel funesto día ante los ojos de todos los ciudadanos de Basilea aquí reunidos! Pues él, alcanzado por tres heridas a cada cual más mortal, florece como veis pletórico de energía y vitalidad; mientras que un golpe de su mano, que apenas pareció rozar la envoltura más externa de mi vida, ha tocado su mismo núcleo devorándolo horriblemente y sin coto, y ha derribado mi fuerza como el viento de la tempestad un roble. Mas, caso que algún incrédulo aún alimentara dudas, aquí están las pruebas: ¡Rosalie, su camarera, fue quien me recibió aquella noche de San Remigio, mientras que yo, triste de mí, ofuscados mis sentidos, creí tenerla en mis brazos a ella, que siempre había rechazado mis proposiciones con desprecio!» El emperador, ante tales palabras, quedó como petrificado.

Volviéndose hacia la pira envió a un caballero con la orden de ascender en persona a la escala y desatar tanto al chambelán como a la dama, que yacía desvanecida en los brazos de su madre, y conducirlos a su presencia. «Pues bien, ¡un ángel vela por cada uno de vuestros cabellos!», exclamó cuando Littegarde, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, se presentó ante él de la mano de micer Friedrich, su amigo, cuyas propias rodillas temblaban, impresionado por tan prodigiosa salvación, atravesando el círculo del pueblo que les abría paso lleno de reverencia y asombro. Besó la frente de ambos, arrodillados ante él; y después de pedir el armiño que lucía su esposa y colocarlo sobre los hombros de Littegarde, tomó su brazo a la vista de cuantos caballeros estaban allí congregados con la intención de conducirla personalmente a los aposentos de su palacio imperial. Mientras el chambelán, en lugar del sambenito que lo cubría, era tocado a su vez con sombrero de pluma y capa caballeresca, volvióse hacia el conde que se retorcía dolorosamente sobre las angarillas y, movido por un sentimiento de compasión, pues éste no se había prestado al combate singular en modo alguno criminal ni blasfemo, le preguntó al médico que permanecía a su lado: ¿si no había salvación para el desdichado?

—«¡En vano!», respondió Jacob Barbarroja, apoyándose en el regazo de su médico entre horribles estertores: «Y he merecido la muerte que sufro. Pues sabed, ahora que el brazo de la justicia terrena ya no me alcanzará, que yo soy el asesino de mi hermano, el noble conde Wilhelm von Breysach: el canalla que lo abatió con la flecha de mi armería fue comprado por mí seis semanas antes para perpetrar tal crimen que había de conseguirme la corona!» —Con este testimonio se desplomó sobre las andas y exhaló su negra alma. «¡Ah, el presagio de mi propio esposo, el duque!», exclamó la regente, que estaba en pie junto al emperador y había descendido asimismo de la tribuna, llegándose en pos de la emperatriz a la explanada del castillo: «¡Lo que me anunció aún en el postrer instante, con palabras entrecortadas, que yo sin embargo entonces sólo comprendí de modo incompleto!» — El emperador repuso indignado: «¡Mas el brazo de la justicia ha de alcanzar aún tu cadáver! Tomadlo», gritó volviéndose hacia los esbirros, «y de inmediato, condenado como está, entregadlo a los verdugos: ¡que para deshonra de su memoria arda sobre la pira en la que poco faltó para que sacrificásemos por su causa a dos inocentes!». Y con ello, mientras el cadáver del miserable, crepitando en llamas rojizas, era dispersado en todas direcciones por el aliento del cierzo, condujo a doña Littegarde, con sus caballeros en pos, al palacio. Le concedió de nuevo por decreto imperial toda la herencia paterna de la cual ya habían tomado posesión los hermanos en su innoble codicia; y apenas tres semanas más tarde se celebraron en el castillo de Breysach las bodas de los dos excelsos novios, con motivo de las cuales la duquesa regente, muy satisfecha con el cariz que habían tomado los acontecimientos, obsequió a Littegarde como regalo de bodas con una gran parte de las propiedades del conde que correspondían a la ley. El emperador por su parte otorgó a micer Friedrich, tras los desposorios, un toisón honorífico que colocó en torno a su cuello; y, tras concluir sus asuntos en Suiza, apenas estuvo de regreso en Worms mandó añadir en los estatutos del sagrado y divino combate singular, allí do se prevé que a través suyo la culpa ha de quedar descubierta en el acto, estas palabras: «Si es la voluntad de Dios».

Heinrich Von Kleist: El Adoptado. Cuento

heinrich_von_kleistAntonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.

Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.

Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.

El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.

En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.

Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.

Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.

Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.

Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.

Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.

Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:

«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.

Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.

Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.

Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.

Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.

Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.

Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.

Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.

Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.

Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.

Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.

Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.

En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.

Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.

Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.

Edgar Allan Poe: El coloquio de Monos y Una. Cuento

edgar-allan-poeΜέλλοντα ταύτα

Cosas del futuro inmediato.

Sófocles, Antígona

Una.-¿Resucitado?

Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.

Una.-¡La muerte!

Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí… ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!

Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana… diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho… ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.

Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una… ¡ahora para siempre, para siempre mía!

Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.

Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle… Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?

Una.-¿Dónde?

Monos.-Sí.

Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.

Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.

Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.

Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!

Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.

Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno… para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.

Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.

Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad… después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.

No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.

Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.

Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.

Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.

Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.

Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.

Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.

Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme… la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.

Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.

Edgar Allan Poe: Descenso al Maelstrón. Cuento

Descenso al MaelstrónLos caminos de Dios en la naturaleza y en la providencia no son como nuestros caminos; y nuestras obras no pueden compararse en modo alguno con la vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus obras, que contienen en sí mismas una profundidad mayor que la del pozo de Demócrito.
Joseph Glanvill

Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.

-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal… o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentir vértigo?

El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.

-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes… y para contarle toda la historia con su escenario presente.

“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía-, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco… sujetándose a matas si se siente mareado… ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.”

Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.

En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.

-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre Moskoe y Vurrgh- están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios; pero… ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco… ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída.

La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:

-¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelstrón!

-Así suelen llamarlo -repuso el viejo-. Nosotros los noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.

Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo:

«Entre Lofoden y Moskoe -dice-, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se desplomaban.»

Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna -como algo difícil de creer- las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.

Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte, según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura- presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelstrón hay un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial). Esta opinión, bastante gratuita en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel abismo.

-Ya ha podido ver muy bien el remolino -dijo el anciano-, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:

-Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyendo capital por coraje.

«Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el retorno -un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta-, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.

»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca -que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo-, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.

»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18…, día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo que iba a pasar.

»Los tres –mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete -por mi reloj- levamos anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las ocho.

»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.

»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.

»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado…, y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad.

»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.

»Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundados, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!

»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström… ¡y nada podía salvarnos!

»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. ‘Probablemente -pensé- llegaremos allí en un momento de la calma… y eso nos da una esperanza.’ Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.

»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado -tan despejado como jamás he vuelto a ver-, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad; pero… ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!

»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: ‘¡Escucha!’

»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!

»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino.

»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella… arriba… más arriba… como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.

»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido… un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.

»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.

»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.

»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias… así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.

»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.

»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.

»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.

»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.

»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.

»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.

»Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacia la espuma del fondo. ‘Ese abeto -me oí decir en un momento dado- será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca’; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi corazón.

»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.

»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras `cilindro’ y `esfera’. Me explicó -aunque me he olvidado de la explicación- que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma1.

»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como serían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.

»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.

»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia… y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»

Edgar Allan Poe: Berenice. Cuento

bereniceDicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.

-Ebn Zaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Juan José Arreola: El guardagujas. Cuento

El guardagujasEl forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: «Hemos llegado a T.». Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: «Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual», dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

H.P. Lovecraft: Arthur Jermyn. Cuento

Arthur JermynI

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía… seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya de por sí- era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano… asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

Horacio Quiroga: La gallina degollada. Cuento

la gallina degolladaTodo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Peter Straub: La Esposa Del General. Cuento

Peter Straub La Esposa Del General CuentoAndy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. Phil apenas había soportado Chicago -se quejaba de los restaurantes, del clima, de la forma en que se vestía la gente-, y, durante meses, Andy había asumido que los sentimientos de su esposo por Londres eran similares a este quisquilloso aunque en el fondo poco importante nivel de disgusto. Phil había echado de menos Nueva York…, y ése era el verdadero motivo de su pesada invectiva sobre Chicago. Pero sus sentimientos sobre Londres eran mucho más profundos. Londres no sólo le disgustaba, no sólo la encontraba un ciudad incómoda e inconveniente, sino que la odiaba. Era un ciudad que siempre le ofrecía algún aspecto nuevo por el que sentirse ofendido. En su trabajo, Andy suponía que Phil era agresivo, pero por lo demás neutral; en casa él no veía razón algun para ocultar sus verdaderas actitudes. A Phil le parecía que los ingleses, y especialmente los ingleses empleados por su empresa, se mostraban con aires de superioridad, eran tramposos, poco dignos de fiar, poco honrados… Las cualidades que a Phil le disgustaban y que despreciaba en sus empleados no parecían tener fin.

-Quizá sólo son cautelosos -sugirió Andy.

-¿Cautelosos? -espetó Phil-. ¡Más les vale que lo sean! ¡Puedo despedir a todos y cada uno de esos tortuosos hijos de perra!

Andy comprendió que eso era lo que él necesitaba: un de las facetas de sí mismo que no podía permitirse mostrar en su despacho era su inseguridad. Y quizá la inseguridad de Phil era la base del odio que sentía por Londres, del mismo modo que lo era de las palizas que le daba a su esposa.

Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era un cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Be1gravia -perteneciente a la empresa, pero de ellos durante un año-, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello. De vez en cuando conocía a gente, y la escuchaba. Y verdaderamente atendía a lo que decían. Percibía esa vena de ironía que se intercala en buena parte de las conversaciones inglesas, y eso le encantaba, le parecía como un liberación. Después de un mes de perseguir sus gustos privados en Londres, terminó por comprender que la conversación podía ser un especie de deporte, siempre y cuando uno tuviera de vez en cuando la libertad suficiente para decir cosas que no fueran en serio. Andy sabía que si uno de los empleados de Phil le dijera que le gustaba el traje, la camisa o la corbata que se había puesto, le estaba diciendo en realidad lo horribles que le parecían y lo absurdas que eran en Londres, y que debería guardarlas en el fondo de un armario hasta que su propietario regresara a casa. Phil, que sólo tenía el sentido de la ironía cuando estaba enfadado, habría pensado que le estaban diciendo un cumplido.

De modo que a Andy le encantaban las conversaciones inglesas, y a Phil le disgustaban; a Andy le gustaban los manierismos sociales, mientras que Phil se sentía atacado por ellos; Andy deseaba conocer a los ejecutivos ingleses de la empresa, mientras que Phil insistía en ver sólo a los otros norteamericanos empleados por la empresa. A Phil le gustaban los partidos de béisbol en Regent’s Park, y las discusiones sobre dónde conseguir las mejores hamburguesas y pizzas, los espectáculos de circuito cerrado de la Super Copa, y las veladas de boxeo de pesos pesados en el cine de Leicester Square. Durante todo el año pasado en Inglaterra, Phil echó pestes por la forma en que los peluqueros de Harrod le cortaban el pelo… Andy pensaba que los cortes de pelo eran elegantes…, y todo lo demás banal.

-Quiero un trabajo -le dijo ella un día a finales de mayo-. Voy a ver si puedo conseguir uno.

-¿Un trabajo? -explotó Phil-. ¿Quieres un trabajo? ¿Qué clase de trabajo puedes conseguir aquí.. . si ni siquiera tienes permiso de trabajo? Además, ya ganamos por lo menos dos veces más que cualquiera en este país de nido de ratas. No podrás conseguir un trabajo aquí.

Su expresión anunciaba que volvía a sentirse perseguido por Andy.

-A pesar de todo, me gustaría buscarlo -replicó ella-. Creo que sería agradable conocer a más ingleses. Tú nunca quieres que nos veamos con la gente de la empresa. Voy a empezar a mirar los anuncios de trabajo del periódico.

-¿Anuncios de trabajo? ¿Quieres un puesto de trabajo en un fábrica donde se explota al obrero? Quizá quieras trabajar como camarera en un bar. Bueno, ahí es adonde deberías ir si quieres conocer a los ingleses. Ponte a trabajar en cualquiera de esos inmundos pubs, y te los encontrarás. Los ingleses… -comentó Phil con desprecio-, los ingleses son un puñado de hipócritas pretenciosos. Y no se puede confiar en ellos. Y mean sentados.

Aquella noche, Andy leyó ostensiblemente los anuncios de trabajo del Evening Standard, mientras Phil la miraba con el ceño fruncido desde su sillón.

-Conocerás a Andy Capp -le dijo él-. ¿Es eso lo que quieres lograr en la vida, Andy Capp?

A ella apenas le importó lo que él pensara, mientras no se excitara tanto como para golpearla. Se dirigió a la tienda más cercana donde vendían periódicos, revistas, pastelillos y cigarrillos, y se abonó al Times Educational Supplement. Apenas sabía lo que andaba buscando, pero sabía que algún día lo encontraría. Phil gruñía y gruñía, pero al cabo de pocas semanas actuó como si la febril caza del trabajo de Andy no le afectara ni en un sentido ni en otro…. quizás ya sabía que ella estaba a punto de abandonarle.

Un viernes de mediados de junio, Andy iba de compras por las tiendas de Burlington Arcade, sin objetivo concreto, cuando de pronto decidió dirigirse al Soho para almorzar. Encontraría un pequeño restaurante italiano cerca de Soho Square y después de almorzar subiría hasta Oxford Street. No tenía ningún plan preciso, sólo quería llenar el día antes de regresar a casa y prepararse para la cena (ella y Phil iban a salir con uno de los empleados norteamericanos jóvenes de la empresa y con su esposa). El joven tenía entradas para el Roya] Ballet. Después, Phil insistiría en ir al bar del Savoy, donde aún tendrían tiempo de tomar un copa apresurada antes de que cerraran. Así, Phil habría cumplido dos deseos contradictorios: aparentar haber complacido a su esposa llevándola al ballet, y haberse complacido a sí mismo charlando con todo el mundo después de la cena.

Andy se tomó su tiempo para llegar al Soho; deambuló por cualquier calle que le pareciera interesante: aún estaba en el proceso   de descubrir Londres. De modo que atravesó Regent Street y zigzagueó por las diminutas calles del Soho, decididamente más interesantes que bonitas, hasta encontrarse finalmente en la abarrotada Old Compton Street. Allí miró alegremente por los ventanales, rechazó la idea de entrar en un bistrot y después en un restaurante italiano, leyó los anuncios de «Clases de Francés» y «Terapia de Masaje» en las carteleras públicas de anuncios. Había pastelerías situadas al lado de librerías cuyos escaparates aparecían llenos de imágenes de mujeres desnudas, con cintas negras cubriendo los pezones de unos pechos que parecían almohadas, así como el vello púbico. El sexo y la comida parecían ser los principales productos de la economía del Soho.

Andy se metió por Frith Street y caminó hacia Soho Square. Compró un revista para leer algo mientras almorzaba, un reciente ejemplar de New Statesman. En Frith Street había mucho donde elegir: era la primera vez que Andy pasaba por allí, y parecía estar llena de restaurantes italianos. Andy pasó ante la Osteria Larana, la de Bianchi y algunos otros restaurantes, hasta que se encontró casi en Soho Square y entonces vio el último restaurante de la calle, anunciado mediante un simple cartel que decía «PIZZERIA». Al acercarse, vio que no tenía el aspecto de un pizzeria. A través de las botellas de vino expuestas en la ventana, pudo ver apenas unas pequeñas y bonitas mesas con manteles blancos y flores colocadas en pequeños jarrones. Debajo de este restaurante, bajando por un escarpada escalera metálica, había otro salón de masajes. Sobre la ventana leyó el nombre del restaurante: Al Camino. Era la combinación habitual del Soho: sexo y comida. Entró. Un camarero la dirigió hacia un pequeña mesa situada junto a un pared de estuco; ella pidió el almuerzo y hojeó la revista.

Al final, entremezclado con los anuncios de servicios de mecanografía y de buscadores de libros agotados, leyó: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Se añadía un dirección situada en los jardines de Kensington Park.

Andy trazó un círculo alrededor del anuncio que, de un forma extraña, casi parecía haber sido puesto para ella. Llegó su ternera Valdostana, y el camarero le sirvió el vino de un pequeña garrafa. Ella se enfrascó en las páginas de libros de la revista, leyó un largo artículo de Clive James, y finalmente volvió a leer el anuncio que había destacado: «Se busca: mujer … «. Y cerró la revista, pensando en lo que Clive James tenía que decir sobre George Bernard Shaw.

Al día siguiente, un viernes, Andy estaba en Kensington a las diez de la mañana. Tenía que devolver un blusa en Biba, porque a Phil no le gustó cuando se la puso; pensó sustituirla por uno de los toscos sombreros que allí se vendían. Tras haber devuelto la blusa en el segundo piso de la tienda, deambuló por allí un tiempo, imaginando lo furioso que se pondría Phil si comprara más ropa allí; decidió entonces no comprar el sombrero, y se marchó. Compró después un ejemplar del Spectator y entró en un pequeño café de Kensington Church Street para leer las páginas de crítica de libros.

Sentada ante un desvencijada mesa con un taza de café, Andy leyó un larga crítica de un novela de Carlos Fuentes, y decidió comprar el libro, a pesar de que la crítica le pareció confusa y hostil. Leyó por encima algunas otras críticas de libros, así como las columnas dedicadas a crítica de cine y de teatro. Sorbió el fuerte café. Se le acercó un camarera y le preguntó:

-¿Quieres más café, cariño?

Andy volvió su atención a las páginas finales de la revista y desde la página de anuncios pareció salirle al encuentro un anuncio conocido: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Andy dobló el Spectator, dejó un billete de un libra sobre la mesa, y salió del café dispuesta a tomar un taxi.

El taxi subió por Kensington Church Street, giró por la disoluta Notting Hill, y la llevó por Kensington Park Road. Andy, que no recordaba el nombre de la calle a la que quería ir, pensó desalentada que la casa estaba allí… en aquella calle perpetuamente ruidosa y abarrotada de gente situada cerca de Portobello Road. Podía oler la violación y la muerte en el aire (aunque estaba totalmente equivocada), verlas en los delgados cuerpos de los hombres que caminaban arrastrando los pies, apiñados en los pubs, con jarras de cerveza en las manos; también podía oler el perfume de la fruta exprimida. Sexo y comida.

Pero, al llegar al extremo de Ladbroke Square, el conductor del taxi se metió por un calle más tranquila, y las casas empezaron a ser grandes, silenciosas y elegantes; y aquella resultó ser la calle citada en el anuncio.

Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía un fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. Andy subió los anchos escalones de cemento gris y buscó el timbre al lado de la puerta. Pero no pudo hallar timbre alguno. En el ladrillo observó cuatro agujeros, en los que podría haber estado el timbre. Sobre la superficie gris de la puerta, unas pequeñas manchas negras, como embriones de hongos, moteaban la pintura pelada y agrietada. Andy golpeó con los nudillos cerca de los números pintados sobre la puerta y sólo entonces se dio cuenta de que éste carecía también de pomo. Dos pequeños agujeros cilíndricos mostraban los lugares ocupados antes por los tornillos. Volvió a golpear la puerta desconchada.

-¿Quién es? ¿Quién hay ahí abajo? -preguntó un voz enojada desde arriba-. Salga a la vista.

Andy retrocedió, bajando los escalones, echando el cuello hacia atrás a medida que descendía. La cabeza arrugada y pequeña de un viejo furioso le dio al principio la impresión de que surgía de la misma fachada de ladrillo. Cuando Andy se encontró de nuevo en la acera, vio que la cabeza y los hombros del hombre sobresalían de un ventana dirigida hacia arriba (unas pequeñas manchitas blancas flotaban perezosamente hacia abajo). Andy creyó que eran de polvo, hasta que se dio cuenta de que eran manchas de pintura desgajada en el momento en que el viejo abrió hacia arriba la mitad inferior de la ventana.

-¿El trabajo? -preguntó Andy-. Quiero decir que vengo a por lo del trabajo que han anunciado en el Spectator y el New Statesman. Me llamo Andrea Rivers.

-Vaya -dijo o tosió el viejo, sosteniendo un pesado bulto de algo-. Entre y suba. La llave de la puerta es la que tiene la cinta en el mango.

Dejó caer el bulto y un manojo de llaves cayó con un tintineo sobre el pavimento. Andy recogió las llaves, volvió a mirar hacia la ventana del tercer piso y vio que ya no había nadie allí. Después de algunas dificultades encontró la larga llave que mostraba un trozo de cinta sucia en su mango.

La casa olía a cerrado. Había espesas capas de polvo en los rincones de la fría entrada, que avanzaba en penumbras alrededor del lado de un estrecha escalera. Incluso después de que los ojos de Andy se hubieran ajustado al cambio de luminosidad, le pareció que la mitad descendente de la escalera -el tramo situado frente a ella, al final de la entrada- bajaba hacia la más pura oscuridad, tan profunda como un pozo. En la pared de lá derecha, inmediatamente al lado de un puerta alta de color marrón, había un polvorienta imagen de Jesús…. tan desvaída que casi tenía los mismos colores que la puerta. A continuación, Andy observó que en la parte lateral de la escalera, cubierta con paneles pintados por lo menos cincuenta años antes con un tono mortalmente oscuro, había un verdadera galería de imágenes religiosas de colores igualmente desvaídos. En un Jesús predicaba en el Huerto de los Olivos, en otra un santo se retorcía sometido al tormento con monstruos y demonios arrastrándose a su alrededor, en otra María sostenía en sus brazos al Niño Jesús. Andy comenzó a subir la escalera.

Las mismas manchas negras -ahora Andy sabía que eran brotes de moho-, crecían en la pintura amarronada de la escalera. La casa era fría y húmeda, como si de algún modo repeliera el cálido sol de junio. El polvo se levantaba allí donde ella ponía los pies.

En la parte superior de la escalera, un sucia claraboya iluminaba las tablas de madera del piso y el descolorido color verde de un puerta. Andy la abrió y entró en un vestíbulo cuyas dos puertas daban a lo que en otros tiempos podrían haber sido las dependencias del servicio. Allí arriba, Andy podía sentir el calor de junio: el aire parecía lento y pesado, como cansado.

Llamó a una de las dos puertas y escuchó un gruñido por toda respuesta. La abrió y entró en un habitación que olía a cera derretida, a carne rancia y a ropas de cama sucias. El viejo estaba tumbado en su cama, bajo un sábana gris. La observó en silencio y con desconfianza. En el fondo de la habitación había fuego…. aunque Andy se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de un especie de capilla improvisada donde había cientos de velas encendidas sobre un mesa de madera. Al otro lado de la mesa había un imagen enmarcada de Jesucristo, con las manos abiertas y extendidas ante un Sagrado Corazón en levitación y en llamas.

-Su nombre -dijo el viejo. Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era un infierno.

-Rivers. Andrea Rivers.

-Soy el general Anthony August Leck. ¿Significa eso algo para usted?

La miró desafiante desde su rostro hundido.

-Sí -contestó Andy-. Claro que le conozco.

Trató de ocultar su asombro, sin conseguirlo del todo. August Leck había sido un verdadero héroe de la segunda guerra mundial, íntimo tanto de Montgomery como de Eisenhower (algo bastante notable, teniendo en cuenta la personalidad de aquellos dos grandes egocéntricos, y mucho más sí se tenía en cuenta que el propio August Leck tenía fama de ser un hombre exigente y excéntrico). El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa?

De los detalles de su carrera, Andy sólo recordaba aquel peculiar aire de escándalo que la había acompañado. Recordó que, durante un parte de la guerra, el general había sido llamado «El Caníbal», hasta que un brillante victoria limpió su nombre. Y también recordó que había sido un notorio afeminado.

-Tiene usted el trabajo -le dijo el hombre marchito que yacía sobre la cama: en aquel cuerpo ya no quedaba nada de afeminamiento-. Las llaves.

-¿Qué?

-Devuélvame las llaves, por favor.

Y extendió un mano que parecía un garra manchada. Andy se le acercó y dejó caer las llaves sobre aquella mano.

-¿Acaba de contratarme? -preguntó-. ¿Así, sin más?

-Acabo de contratarla -replicó el viejo-. Quiero que empiece inmediatamente. No podemos permitirnos perder ningún tiempo. Su habitación estará en el piso que está justo debajo de éste, se puede traer consigo todo lo que desee, y podrá instalarse esta misma tarde. Empezará a trabajar mañana por la mañana, a las seis. En el anuncio decía que el salario era negociable, pero estoy dispuesto a pagarle cincuenta libras a la semana, y creo que eso es suficiente para dar por terminada la necesidad de entablar un negociación. ¿Lo ha comprendido?

-No puedo venir a vivir aquí -dijo Andy-. Estoy casada. Puedo ayudarle con sus memorias, pero no puedo vivir al mismo tiempo aquí. Mi esposo y yo vivimos en Belgravia,

-Estaría bien en Be1gravia -dijo el general Leck, reclinándose sobre la cama, con los ojos cerrados-. Vaya. Se supone que no debía usted estar casada. Se supone que debía vivir aquí. Eso es algo que me amarga. No quiero que esté usted casada.

Andy vio que el general era un hombre intermitentemente senil. Le temblaban las manos. Volvió a decir «Vaya», y unas lágrimas simétricas surgieron de sus ojos cerrados.

-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -preguntó con voz temblorosa.

-Mucho tiempo. Mire, general Leck, si no me quiere, me marcho. Si aún desea contratarme, puedo estar aquí a las seis para empezar a trabajar. El sueldo me parece bien. ¿Quiere darme el trabajo o no?

-¿Cuánto tiempo hace que está casada? -volvió a preguntar.

-Once años –contestó Andy con un suspiro de resignación.

-Pero no tiene hijos.

-No, no los tengo.

-En tal caso, tiene el puesto -dijo el general-. ¿Tony? ¿Dónde estás, Tony?

-Aquí -contestó un voz detrás de Andy, sobresaltándola. Volvió la cabeza y vio que el joven más hermoso de toda Inglaterra se hallaba de pie, apoyado en el marco de la puerta. Pareció sentirse perfectamente cómodo a pesar de la fijeza con que ella le miró, y Andy supuso que estaba acostumbrado a que le mirasen así. Llevaba un traje azul oscuro de corte perfecto. Le sonrió a Andy, se enderezó y entró en la habitación. Ella estaba tratando de calcular su edad cuando él llegó junto a la cama y tomó entre las suyas la mano del general. A ella le pareció un gesto natural de amor. El aún le sonreía a Andy, y también había un sonrisa en sus cálidos ojos oscuros.

-Señora Rivers, éste es mi nieto, Tony Leck -dijo el general. Andy y el joven se dirigieron un inclinación de cabeza a modo de saludo. Andy pensó que debía de tener por lo menos veinticinco años, pero entonces Tony bajó la vista, mirando a su abuelo, y su rostro adquirió de repente un expresión de adolescente.

-Llevarás a la señora Rivers a la habitación donde trabajará -dijo el general-. Mira a ver si necesita algo antes de que empiece a trabajar mañana.

Tony palmeó la mano del viejo y murmuró:

-Desde luego.

Captó la mirada de Andy y le hizo un seña hacia la puerta.

-Entonces, ofrécele algo para almorzar abajo -dijo el general-. Yo bajaré después, Tony.

-Muy bien.

Tony la condujo hacia el vestíbulo, cerrando con suavidad la puerta de la habitación del general. Su rostro no parecía hecho para expresar seriedad, pero la seriedad resultaba ser su expresión dominante.

-Hemos alquilado un máquina de escribir eléctrica para usted. ¿Le parece bien?

-Oh, sí, desde luego -contestó ella. En ese momento, bajo la débil luz del vestíbulo Tony Leck no parecía tener más de quince años.

-Eso es un alivio -dijo él, conduciéndola hacia la escalera-. Uno no sabe nunca con qué quiere escribir la gente, ¿verdad? Debe de ser algo muy personal… Quiero decir que debe de haber gente incapaz de escribir un sola palabra a menos que disponga de un determinada clase de papel y cosas así, ¿no le parece?

Bajaron la polvorienta escalera y Tony se detuvo en el rellano del segundo piso para abrir un puerta.

-Me temo que trabajará usted aquí. Desearía que fuera mejor, pero… hacemos todo lo que podemos.

Había otro pasillo polvoriento con un alfombra descolorida. Dos puertas a un lado del pasillo; un serie de imágenes religiosas colgadas de la pared. Tony abrió la primera puerta e invitó a Andy a entrar.

Era un pequeña habitación desnuda, con paredes blancas y un ventana salediza. En el centro de la pared del frente había un camastro militar, con un colchón pardo de aspecto irregular. En el otro lado de la estancia había un antiguo sofá de color azul con brazos y patas tallados. El suelo estaba cubierto por un alfombra manchada. Precisamente en el centro del espacio saledizo en el que se abría la ventana, había un pequeña mesa de madera de pino sin terminar, sobre la que se había colocado un máquina de escribir eléctrica, perfectamente centrada sobre la mesita. Los muebles habían sido dispuestos con tal exactitud como si se hubiera hecho con regla y cartabón.

-Me temo que no es mucho -dijo Tony-. Pero está bastante limpio. Eso se lo puedo asegurar. Eh, minino.

Se arrodilló para acariciar el pelaje de un gato que había entrado en la habitación. Otro gato atigrado, que no parecía haber salido de ninguna parte, se frotaba contra las piernas de Andy.

-Hay muchas ratas en Notting Hill -dijo Tony- ¿Le parece bien esta habitación? Hay otra que podría usted tener, si…, ya sabe…

-Ésta me parece maravillosa -dijo Andy, exagerando la contestación para librarle de su aparente azoramiento-. Los gatos mantendrán las ratas a raya, y si necesito inspiración siempre puedo pasear desde el sofá hasta la pequeña cama. Realmente, me parece muy bien. Gracias por haberla limpiado para mí.

Tony asintió con un gesto de cabeza. Andy creyó haber observado en él un inicio de rubor, muy débil.

-¿Puedo hacerle un pregunta, Tony?

-Dispare -dijo él. Volvió a sonreír y añadió-: Es un metáfora militar.

-No tiene que contestarla si no lo desea, pero… ¿qué edad tiene usted?

-La que se necesita -contestó él, dirigiéndole un mirada tímida, furtiva, divertida.

Comieron en la cocina del piso situado por debajo del nivel del suelo, sentados uno frente al otro ante un mesa amarilla con un hoja de esmalte resquebrajado.

-Tanto como se necesita, ¿para qué? -le preguntó Andy. Dos gatos, que no eran los mismos que había visto en el segundo piso, se retorcían alrededor de los tobillos de Andy.

Tony cogió un plato de sopa -Brown Windsor, aunque Andy no pudo identificarla- y se lo colocó delante. Después preparó un bandeja con un queso amarillento y denso y un pan blanduzco, y la puso en medio de la mesa. Se sentó, cortó un trozo de pan y puso sobre él otro trozo de queso.

-Para cuidar de mi abuelo, desde luego -contestó finalmente. Y Andy pensó que Tony Leck poseía más elegancia que cualquier joven norteamericano de su edad, fuera ésta cual fuera.

Aquella noche, Andy tuvo un pesadilla tan mala como no recordaba haber tenido desde su niñez. Nadaba en un agua pesada, salada y aceitosa; sentía los brazos agotados. Cuando sacó la- cabeza fuera del agua, sólo vio oscuridad. Se esforzó por elevar un brazo y se aupó unos pocos centímetros más por encima del nivel del agua. Algo deslizante le rozó la pierna izquierda y después se agarró a ella, dándole apenas tiempo para, llena de pánico, tomar un apresurada bocanada de aire, al tiempo que un espiral de algas se enrollaba alrededor de las piernas. Su cabeza se hundió bajo la superficie. El aire escapó de sus labios y formó burbujas. Las algas que le rodeaban las piernas eran pesadas como si fueran un cadena de hierro. Andy se inclinó en el agua oscura, tratando de soltárselas, antes de que la hundieran hacia el fondo del océano. Sus dedos arañaron un materia tosca y gomosa, al principio demasiado resbaladiza y después demasiado dura para soltársela. Otra espesa tira de algas rodeó lentamente su cintura; y sintió otro palmetazo contra la nuca.

Iba a morir…, estaba segura. Las espesas y pesadas algas la hundían cada vez más. Su boca se abriría en un segundo más y el agua entraría a borbotones, ella inhalaría y le sobrevendría un muerte muy dolorosa. Unas espesas bandas de algas pegajosas le rodeaban la cintura y ella se sentía como un roca en medio del agua. Gritó…, y el grito la despertó bruscamente antes de que el sonido llegara a su garganta. Incrédulamente, Andy contempló el techo de su dormitorio en Be1gravia y vio la lun en la parte superior de la ventana. El alivio inundó su pecho como un gran burbuja; un capa de sudor le cubría la frente, el pecho, los brazos. Permaneció tendida contra su almohada húmeda, respirando con rapidez. Junto a ella, Phil seguía durmiendo…. había incluso consuelo en el hecho de estar junto a su cuerpo inerte.

Sorprendentemente, Phil no protestó demasiado por el trabajo de Andy. Apenas escuchó la descripción que ella le hizo de haber visto el anuncio dos veces, haberse dirigido a Notting Hill, y su entrevista con el general, si es que se podía considerar como tal. Cuando hubo terminado, se limitó a decir:

-No durarás mucho en ese trabajo, Andy. Te puedo asegurar que no conservarás por mucho tiempo ningún trabajo en el que tengas que empezar a las seis de la mañana. Y mucho menos con ese tipo. ¿Sabes lo que solían decir de él? Dijeron que en un ocasión comió carne humana…, y que le gustó. No te quedarás allí ni dos semanas.

Volvió su atención al Financial Tírnes, y ella tuvo que tragarse la furia que sentía.

A la mañana siguiente, cansada a causa de las horas que había tardado en recuperar el sueño tras despertarse de la pesadilla, Andy preparó la mesa para el desayuno de Phil. Ella misma se sintió demasiado ansiosa como para desayunar. Cereales en un cuenco, con un cartón de leche al lado. Pan, preparado para colocarlo en la tostadora, un tarro de mermelada y un cuchillo junto al pan. Se movía con lentitud, tratando de imaginar qué otra cosa podría exigir Phil para su desayuno, cuando él apareció en la puerta de la cocina, mirando agriamente su reloj.

-No tienes tiempo para desayunar -le dijo-. Ya son las seis menos cuarto. Sé que esto es un error terrible.

-Éste es tu desayuno, maldita sea -replicó Andy- Quería… Oh, olvídalo. Tengo que marcharme.

-Eso es precisamente lo que yo trataba de señalar -dijo él. Todavía enojada, Andy bajó por fin del taxi en los jardines de Kensington Park a las seis y veinte… Había perdido veintidós minutos tratando de encontrar un taxi a aquella hora. Sacó del bolso la llave que Tony Leck le había entregado y subió los amplios escalones, entrando en el húmedo vestíbulo. La casa estaba en silencio. ¿Estarían todos dormidos aún? Andy subió la escalera hasta el segundo piso. En la habitación que le habían destinado, todo estaba exactamente igual que el día anterior…. con la máquina de escribir colocada en medio de la mesa situada en medio de la habitación, frente al centro de la ventana salediza. Cerró aquella puerta y siguió subiendo la escalera para ir al piso del general.

Pudo escuchar la voz del viejo murmurando para sí mismo en cuanto llegó al rellano y tomó por el pasillo. Ella sabía que el general se quejaba amargamente contra ella… Su primer día de trabajo ¡y llegaba veinte minutos tarde! Abrió la puerta y entró, esperando que él la señalara con el dedo y empezara a gritar. Sentía calambres en el estómago.

Pero no hubo ningún dedo acusador, ningún grito de cólera. El olor a cera derretida era incluso mayor que el día anterior, como si las velas hubieran estado encendidas toda la noche. Andy vio la cama vacía, con sus sábanas grises y arrugadas, y después miró hacia el altar improvisado. El general Leck estaba arrodillado ante él, murmurando algo para sí mismo. Andy se dio cuenta de que estaba rezando, y con tal concentración que ni siquiera la había oído entrar en la habitación. Entonces escuchó cierta dificultad en la voz que murmuraba: el general lloraba al mismo tiempo que rezaba.

No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpirle y preguntarle si quería ayuda? ¿Y si le dolía algo? Se acercó más a él, caminando ligeramente hacia un lado, para que él pudiera verla con su visión periférica.

El general llevaba un viejo batín azul con charreteras y ribetes rojos en el frente. Tenía la cabeza casi metida entre las rodillas y los ojos cerrados. Hablaba, pero ella no pudo comprender las palabras. Andy se aclaró la garganta. El general abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarla… Tenía los ojos enrojecidos e inflamados. Le indicó con un gesto que se marchara. Y Andy se retiró, en espera de que el general Leck terminara sus oraciones.

Poco después, la llamó con un gesto de la mano, y Andy avanzó hacia él. Le puso un mano bajo un codo y la otra en la muñeca, y le ayudó a incorporarse. El general despedía un olor a edad y aflicción, y su batín olía a viejo y a humo.

-Cama -ordenó. Andy condujo al anciano, que respiraba ruidosamente por la nariz, hacia la horrible cama. Se tambaleó hacia delante hasta que pudo apoyarse en la cama con los brazos extendidos y después se giró lo suficiente para sentarse en ella. Haciendo un visible esfuerzo, el general levantó las piernas y las metió debajo de la sábana. Finalmente, se derrumbó hacia atrás, entre las sucias almohadas.

-Empiece esta misma mañana con los papeles -dijo, apenas sin respiración-. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés. Pero léalos primero, desde el principio hasta el final. Están ahí, en mi baúl. -Haciendo un gran esfuerzo, se incorporó sobre un codo e hizo un gesto hacia la puerta de un gran armario empotrado situado junto a la cama-. Ahí dentro. Y lleve mucho cuidado.

Andy abrió la puerta y comprendió por qué el general le había advertido que llevara cuidado. Dentro del armario, en medio de varios uniformes viejos y ropas de civil colgadas de perchas, había un destartalado baúl de color verde, con bordes de cuero. Las ratas de ojos enrojecidos miraron fijamente a Andy desde la parte superior del baúl y después se escabulleron hacia la parte posterior del armario.

-Lleve cuidado con las ratas -dijo el general.

-Está bien -dijo Andy con la piel de gallina. Entró en el armario. Allí donde estaba segura de haber visto dos o tres ratas, sólo pudo ver ahora el destartalado baúl verde. Escuchó unos sonidos frenéticos procedentes de las paredes del armario. Andy se tragó todas sus objeciones y arrastró el baúl un metro hacia ella. Apresurándose, lo abrió y contempló la confusión de papeles, algunos atados juntos, o metidos en carpetas, y otros sueltos, junto con periódicos antiguos y fotografías amarillentas. Andy cogió la carpeta de arriba y cerró el baúl.

-Bien -dijo el general-. Llévese esos papeles a su habitación. Ahora mismo, señora Rivers, por favor. Tiene que empezar su trabajo.

Andy se inclinó sobre el extremo de la cama, mirando al delgado anciano, con el rostro hundido y el enmarañado pelo blanco.

-¿Puedo hacerle un pregunta, general Leck? -El viejo abrió los ojos-. ¿Por qué me ha elegido a mí? Quiero decir…. ¿por qué especialmente a un mujer norteamericana? ¿No cree que un militar retirado habría sido más…. bueno, más adecuado?

Él sacudió la cabeza con lentitud.

-Yo soy un militar retirado, señora Rivers. Deseo distancia. Quiero estar seguro de que se comprenden todos los aspectos.

-Oh, ya entiendo -dijo Andy.

-Pero quizá la quería a usted, señora Rivers. Andy asintió con un gesto; el general cerró los ojos de nuevo, y su rostro volvió a adoptar lo que parecía ser su expresión característica de entristecida cólera.

Después de dos horas de trabajo, Andy estaba tan aburrida que se preguntó si podría continuar con aquel extraño proyecto. Las primeras páginas que había leído -aprendiendo primero a descifrar la diminuta escritura del general- eran un narración no muy buena de su educación infantil. Era algo tan convencional como la prosa del general. Había tenido un padre militar, varias criadas, puestos en el Extremo Oriente, un casa de campo en Northumberland; todo se describía sin el menor rasgo de ingenio, sin la menor matización. «Redding Hall, nuestra casa de campo, era, según creo, de lo más habitual. Era grande, pero nada ostentosa. Fue más bien el refugio de mi padre, quien cuando yo tenía ocho años me enseñó a utilizar un escopeta en Redding Hall.» Andy se preguntó hasta qué punto debería reescribir todo aquel material anodino y desorganizado. Debido a la importancia del general Leck, sus memorias serían probablemente publicables. Pero toda aquella clase de material se había escrito mucho mejor en cientos de novelas.

Entonces Andy descubrió un serie de páginas escritas en francés con otro tipo de escritura. Le gustó dejar a un lado el montón de páginas del general Leck y empezó a leer el material en francés. Su aburrimiento se desvaneció como por encanto. La escritura era alegre y encantadora, y la autora se había metido de lleno tanto en el tema -su infancia en el París de los años veinte-, como en la forma de describirlo. Andy comenzó a tomar notas para su traducción. Un gato blanco saltó sobre su pequeña mesa, la miró a los ojos y comenzó a ronronear.

Trabajó a gusto durante varias horas en las páginas escritas en francés, vio con satisfacción que todavía quedaban por lo menos otras cincuenta páginas, y a las doce y media bajó la escalera para ver si alguien había pensado en el almuerzo.

Cuando llegó a la entrada llamó en voz alta:

-¡Hola!

Escuchó débilmente la respuesta de Tony. Se dirigió hacia el fondo de la polvorienta entrada y miró escalera abajo, hacia el piso inferior.

-Estoy aquí -le oyó decir a Tony- Baje. El almuerzo ya está casi preparado.

-Oh, gracias a Dios -dijo Andy. Tenía hambre, pero la exclamación fue más bien el resultado del alivio que sintió al descubrir que las comidas, a diferencia de la limpieza, eran algo regular en casa de los Leck.

El general, vestido con un traje gris, ya estaba sentado a la cabecera de un mesa larga y estrecha colocada en el centro de la cocina. Un luz brillante se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes. El cabello del general había sido cepillado y su piel tenía un aspecto sonrosado. Levantó la vista hacia Andy cuando ella entró en la cocina, y después volvió a bajar la mirada hacia donde sus manos jugueteaban vagamente con la vajilla de plata. Parecía como si no estuviera muy seguro de cuál era la función de la vajilla. No obstante, la debilidad y los terrores de la mañana habían desaparecido por completo.

-¿Disfruta usted de su investigación? -preguntó el general Leck sin mirarla.

-Sí -contestó ella-. Sobre todo con las páginas en francés.

-Las páginas en francés -murmuró él, jugueteando con los cubiertos-. ¿No tiene usted problemas con el idioma?

-No, todavía no -contestó ella. El general Leck dejó los cubiertos sobre la mesa y se limitó a emitir un sordo gruñido.

Tony trajo dos platos de sopa Brown Windsor que, al parecer, formaba parte de su comida diaria. Colocó los platos ante Andy y su abuelo, cogió después el queso del aparador y lo situó en el centro de la larga mesa. Tras haber dejado un hogaza de pan sobre la mesa, se sirvió a sí mismo y se sentó en el extremo de la mesa opuesto a donde estaba su abuelo.

El general Leck ya estaba comiendo.

-La casa es un verdadera ruina -dijo.

-Sí, señor -admitió Tony.

Andy también empezó a tomar la sopa. Tony aún permanecía sentado con las manos sobre el regazo.

-Hay ratas en las paredes –dijo el general-. Molestan mi sueño.

-Sí, señor -dijo Tony. El general miró a Tony por primera vez desde que Andy bajara la escalera, y Tony cogió entonces su cuchara.

-Sí -dijo el general Leck, y Tony empezó a tomar su sopa. Durante todo el almuerzo, el anciano ignoró a Andy, quejándose del estado de la casa y de Notting Hill en general. Tony se limitaba a decir: «Sí, señor». Cuando el general apartó su plato, Tony se levantó en silencio, avanzó a lo largo de la mesa y le cogió del brazo. Ayudó a su abuelo a salir de la estancia, y Andy no tardó en oírles subir lentamente la escalera. Terminó a solas con el último trozo de su porción de queso.

Con la intención de ayudar a Tony, recogió los platos y los puso en la pileta. Abrió un armario al azar, donde encontró siete u ocho latas de sopa Brown Windsor de Cross & Blackweil. Por un momento, se preguntó si el general comería algun otra cosa.

Y después se pasó un momento aún más prolongado sintiendo lástima de Tony. El no parecía tener un vida propia, sometido por completo al dominio de su abuelo. Ni siquiera había sido capaz de empezar a comer hasta que su abuelo se lo permitió, asintiendo con un gesto.

Al otro lado del vestíbulo que daba entrada a la cocina, estaba la habitación que debía de ser la de Tony. Cuando el general no le necesitaba, parecía disolverse detrás de aquella puerta. Andy permaneció de pie ante ella y se vio sorprendida por el fuerte y repentino impulso de abrirla y echar un vistazo. Levantó la mano y tocó el pomo de la puerta; después, retiró la mano. No podía abrirla. Eso sería un violación tanto de la intimidad de Tony como de sus propios principios. Apoyó los dedos contra la madera de la puerta y finalmente también los retiró. ¡Si Tony bajara la escalera y la viera acariciando la puerta! Ni siquiera deseaba que él la descubriera parada delante de su habitación; subió rápidamente la escalera y se metió en su propia habitación. Arriba, en la habitación del general, todo estaba en silencio.

Tres horas más tarde, seguía sumergida en las páginas escritas en francés. Éstas habían adquirido un giro tan sorprendente que Andy se preguntó si pertenecían a las otras páginas, o formaban parte de un novela abandonada que se había mezclado por descuido con las páginas autobiográficas. A lo largo de diez o quince páginas, la autora de los escritos en francés se había permitido dejarse arrastrar por un sorprendente vena de erotismo. Aquello no era pornografía, pues no había descripciones de actos sexuales; no obstante, las páginas rebosaban de sentimientos eróticos. Y toda aquella madurez de sentimientos eróticos traslucía en los escritos sin que Andy supiera a qué personas se refería.

Un hombre y un mujer se hallaban a bordo de un barco. Experimentaron un atracción mutua, simultánea e instantánea; se miraban el uno al otro en la cubierta, en el comedor. El hombre tenía algunos años más que la mujer, pero ésta parecía controlar el progreso del hombre hacia ella. Un densa, espesa y dolorosa avidez sexual -un obsesión sexual- impulsaba al hombre a recorrer todo el barco en busca de la mujer.

Se encontraron; se dijeron palabras que no tenían gran significado o importancia. Por muy trivial que fuera su conversación, tenían la sensación de que se estaba produciendo un acontecimiento de un inmensa magnitud.

Después llegaron al camarote del hombre. Él servía vino; la fruta fresca brillaba en un frutera sobre la mesa, ante ellos. Y esto, en sí inocente, estaba impregnado por la obsesión sexual.

La escena terminaba sin haber llegado a ningún desenlace: los amantes, porque eso es lo que eran, ni siquiera se habían tocado.

Andy acababa de llegar al final de esta escena cuando oyó abrirse la puerta de su habitación. Se levantó cuando Tony Leck entró en ella.

-¿Tony? -preguntó ella. Él tenía la chaqueta abierta y la corbata desanudada. Sus ojos ardían-. ¿Qué … ?

Tony avanzó directamente hacia ella y la rodeó con sus brazos.

-¿Tony? -volvió a decir ella. La boca de él se movía sobre el cuello de Andy, quien se abrazó a él y sintió su fuerza, su delgadez-. Dios mío…

Supo que iba a acostarse con él, que deseaba acostarse con él y que al cabo de pocos segundos ambos estarían desnudándose febrilmente, y que pocos segundos después sentiría la piel de él contra la suya. Supo que aquellos acontecimientos eran algo inevitable, y que serían conmovedoramente dulces. Tenía el corazón desbocado y le ardía el rostro.

-Di algo -casi le suplicó. Pero él la besó en la boca, y ella se abandonó simplemente a lo que le estaba ocurriendo. Poco después, le condujo hacia el pequeño camastro que había en su habitación.

Era la primera vez desde antes de su matrimonio que hacía el amor con otro hombre que no fuera Phil Rivers. Se sintió como si hubiera inhalado perfume, o como si hubiera ingerido alguna droga poderosamente desorientadora. La piel suave y blanca de Tony Leck olía como el pan recién hecho. Conmocionada por lo repentino de la intimidad y por lo que parecía su profundidad, sus objeciones frente al adulterio, mantenidas durante tanto tiempo, desaparecieron como el humo.

Aquella noche, en Be1gravia, Phil no observó ningún cambio en ella. Para Andy, sin embargo, aquellos cambios eran tan enormes que se imaginó estarían impresos no sólo en su rostro, sino en cada uno de sus gestos. Pero Phil tomó la cena, vio las noticias de la noche en la televisión, y hojeó el Financíal Times sin dar la menor señal de haberse dado cuenta de que la vida de Andy, y por lo tanto la suya propia, se había alterado irrevocablemente. El matrimonio Rivers se desnudó (y Andy percibió sus pechos por primera vez en quizá diez años, recordando cómo los había sostenido y besado Tony Leck), y se metió en la cama.

-Buenas noches -dijo maquinalmente Phil, cogiendo un libro titulado Dirección de personal.

Y aquella noche, Andy volvió a soñar estar ahogándose en un profundo océano aceitoso. Sus brazos volvieron a elevarse, y no pudo ver tierra por ningun parte. Sus inútiles esfuerzos por nadar no hacían sino hundirla más profundamente en la negrura.

Volvía hundir la cabeza y tragó un agua amarga.

Las tiras de algas se cerraron alrededor de sus piernas y la atrajeron hacia el fondo del océano. Andy se retorció, tratando de liberarse de las algas que le atenazaban las piernas, y fue agarrada por un cuerda verde flotante; algo duro y delgado le arañó la espalda desnuda y miró por encima del hombro para ver un calavera que flotaba entre las algas. La calavera se abalanzó contra su mejilla y los brazos del esqueleto la rodearon. Ella y el esqueleto que la abrazaba se fueron hundiendo juntos más y más, envueltos por las pesadas algas.

A la mañana siguiente, Andy estaba en Notting Hill a las cinco y media. Penetró en la casa de los jardines de Kensington Park y subió lentamente la escalera a oscuras. El cielo que se podía ver por la claraboya mostraba los primeros signos de un luz plateada que iluminaba débilmente la parte inferior de las nubes. Andy llegó al descansillo y dudó ante la puerta del general Leck.

El sonido de un respiración ligera y uniforme llegó hasta ella. Creyó que él estaría todavía durmiendo, y pensó que allá abajo, en su habitación junto a la cocina, Tony también estaría dormido en su cama.

-¿Quién está ahí? -preguntó entonces la voz del anciano al otro lado de la puerta-. ¿Quién está ahí fuera?

-Soy yo -contestó Andy-. Hoy he venido más pronto.

-Bueno, entonces será mejor que entre y comience a trabajar con los papeles -dijo el general-. Entre…, no se quede ahí en el vestíbulo.

Esta mañana no hubo lágrimas, ni rezos. El general estaba incorporado en la cama, envuelto en su batín ribeteado de rojo, con las manos extendidas a los lados. La miró fríamente y después siguió contemplando las oscuras ventanas del otro lado de la habitación.

-Buenos días -saludó Andy.

-Ya sabe usted dónde están los papeles. Por favor, empiece con ellos señora Rivers.

-Sí, general -dijo Andy. Y, ante su mirada, cruzó la habitación, dirigiéndose hacia el armario.

Cuando abrió la puerta, media docena de ratas la miraron enojadas; media docena de gruesos cuerpos grises saltaron apresuradamente al suelo de madera, y se escabulleron haciéndose invisibles. Andy sentía latir su corazón con fuerza. Tenía verdaderas ganas de cerrar la puerta de golpe y ponerse a chillar… -esta imagen la tenía tan clara en su mente que era como si estuviese sucediendo en realidad, como si ya se hubiese abandonado a su impulso destructivo y hubiese empezado a gritar-: «Amo a su nieto! ¡Me acuesto con él delante de sus narices!».

Pero en lugar de eso se limitó a abrir la tapa del baúl y cogió otro montón de papeles.

-Confío en que sepa usted lo que está haciendo -escuchó decir al general tras ella.

-¿Perdón? -dijo Andy, arreglándoselas para que su voz sonara calmadamente.

Salió del armario empotrado, llevando el montón de papeles,

-En cuanto a su trabajo aquí -dijo el general, ocultando su impaciencia. Seguía mirando hacia la oscuridad de las ventanas del dormitorio-. Sabe usted lo que implica su trabajo, ¿verdad, señora Rivers?

Andy murmuró que así lo creía. Llevando consigo el desordenado montón de papeles, se despidió con un gesto del general (que seguía mirando fijamente las ventanas), abandonó su habitación, y bajó la escalera con rapidez. Sólo se detuvo un momento en el descansillo del segundo piso, y luego siguió bajando hasta la planta baja y después hasta el piso inferior. La cocina estaba fría y vacía. Se dirigió hacia la puerta de la habitación de Tony, abrió la boca para pronunciar su nombre… y no pudo hacerlo.

Permaneció ante la puerta, con los brazos llenos de papeles, temerosa por alguna razón de pronunciar su nombre o de golpear la madera y despertarle. Andy se sintió casi como si la propia puerta representara un amenaza para ella; pero sabía que la verdadera amenaza se encontraba en lo que había al otro lado de la puerta. Parpadeó, temiendo que este último pensamiento injusto la obligara a echarse a llorar. No podía llamar a Tony Leck, ni siquiera podía tocar la puerta de su habitación como había hecho después del terrible almuerzo del día anterior. Percibía el peligro oculto en alguna parte, un peligro capaz de golpear si se atrevía a abrir aquella puerta. Estaba convencida de ello. El general Leck, pues era de él de quien procedía el peligro, estaba de algún modo enroscado detrás de aquella puerta. Andy retrocedió un paso, abrió de nuevo la boca y, de nuevo, no pudo pronunciar palabra alguna.

Aquella sensación de la existencia de un peligro definido pero inespecífico la impulsó a subir de nuevo la escalera y meterse en su propia habitación.

Aquel día, el segundo de los tres que pasó como empleada del general Leck, leyó páginas que él había escrito acerca de su esposa. Estaban escritas con la diminuta caligrafía del general, pero en francés, y todo el espíritu de la escritura parecía haberse alterado. En francés, el general no era ni descuidado ni convencional. Había amado a su esposa y en los ritmos de sus frases Andy percibió la misma obsesión sensual y erótica que había visto en los pasajes leídos el día anterior. Aquellos, según ella había decidido previamente, habían sido escritos por la esposa -la abuela de Tony-. El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra.

Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: «En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre».

Trató de seguir traduciendo, pero a las once de la mañana ya no pudo más. Era demasiado consciente de que allá abajo Tony Lek estaría trabajando en la cocina, leyendo en su habitación, o quizá permaneciese al pie de la escalera mirando hacia arriba.

Él estaba aprisionado en aquella casa. Andy pensó que si Tony Leck hubiera estado en Estados Unidos nunca habría permitido colocarse en un posición en la que se veía reducido a ser el sirviente de su abuelo, sin importar lo eminente que pudiera ser éste. Pero, tal y como estaban las cosas, había sacrificado su propia vida a la de su abuelo. Ella podría enseñarle un poco de independencia, un poco de iniciativa. Tony no podía dar un solo paso sin el permiso del general. ¿Y si ella lo secuestraba, lo sacaba de la húmeda casa de Notting Hill y le demostraba que podía ser libre?

¿Y si se lo llevaba a Be1gravia y lo alojaba en la habitación de huéspedes?

Andy reconoció que aquella última era un fantasía particularmente imposible, pero la imagen que trajo consigo de Tony Leck asomado a la ventana de la habitación de huéspedes fue lo bastante poderosa como para marearla. En sus brazos yo era siempre joven, y lo sería para siempre. Dejó las páginas de escritura apretada que tenía entre las manos y se levantó. Se dirigió indecisa hacia la puerta de su desnuda habitación blanca, no queriendo admitir todavía lo que iba a hacer.

Salió al pasillo, se mordió ligeramente un labio y se encaminó hacia la escalera.

Bajó hacia un región de oscuridad indiferenciada… La luz procedente de la claraboya terminaba bruscamente en mitad de un descansillo, y por debajo de él todo eran tinieblas. Andy se movió rápidamente y en silencio, bajando la escalera. En el piso de abajo, rodeó la parte posterior de la entrada a la casa y bajó la escalera hasta el piso inferior.

Cruzó el piso de azulejos y entró en la cocina. Vio a Tony en seguida. Llevaba un camisa con el cuello abierto -la chaqueta y la corbata estaban colgadas en el respaldo de un de las sillas-. Tony estaba sobre la pileta, y su rostro mostraba un expresión un tanto

extraña, como perdida y vacía. Tenía un mancha de sangre animal sobre la mejilla. Andy captó inmediatamente el fuerte olor a sangre que reinaba en la cocina. No pudo ver las manos de Tony, pero debía de estar despellejando algo.

El levantó la mirada hacia ella, sin parpadear, y Andy sintió como si le hubieran quitado todo el aire de los pulmones. Observó marginalmente que el aire sobre la pileta estaba lleno de moscas, que debían de haber entrado por una de las ventanas abiertas de la planta baja. Tony miró hacia abajo, con ojos desenfocados, y ahuyentó distraídamente las moscas con un gesto de la mano.

Ella se acercó a él sin hacer ningún esfuerzo consciente…. como si se deslizara por el piso de la cocina sobre un sendero engrasado. Él abrió el grifo y se enjuagó las manos sin mirarlas, y cuando la rodeó con sus brazos aún tenía manchada de sangre la parte interior de éstos. Andy sólo vio a medias la larga carcasa de la pileta encajada en el banco de la cocina, así como el montón de entrañas de color púrpura que había en ella. Cayó de rodillas sin pensar, con la cabeza dándole vueltas, y se agarró a las rodillas de él. Por encima de su cabeza, escuchó a Tony decir:

-Te amo.

-Te amo -repitió ella sobre la suave tela de sus pantalones. Desde arriba, Tony preguntó:

-¿Para siempre?

-Como tú quieras -dijo ella-. Oh, Dios mío.

Tony la hizo incorporarse y ella sintió sus labios cosquilleándole sobre la mejilla. Sus brazos habían trazado unas rayas simétricas de sangre sobre su blusa. Tony la hizo girar y, sosteniéndola firmemente por la cintura, la hizo cruzar la cocina, dirigiéndola hacia el pie de la escalera.

Allí abrió la puerta de su habitación.

-Tenía miedo de entrar aquí -dijo ella… y vio que se parecía mucho a su propia habitación, dos pisos más arriba: estaba bastante vacía.

Había dos sillas de respaldo alto en los dos rincones más alejados, y vio un periódico en el suelo. En las paredes se habían sujetado imágenes arrancadas de revistas… Ella observó apenas imágenes de rostros de mujeres, tanques, músicos de rock y la fotografía de Robert Capa en la que se ve a un republicano español alcanzado por un bala.

Tony la dirigió hacia la cama y Andy se desnudó en un santiamén -la blusa manchada de sangre y la falda le quemaban la piel-, sintiendo la piel muy caliente. Se pegó al cuerpo de Tony, recorriendo con las manos los bordes de la musculatura de su espalda, acariciando después, con un ternura infinita los planos y ángulos de su rostro. Ella misma se tendió sobre la cama y Tony gimió junto a su oreja, tendiéndose suavemente a su lado.

Y se produjo aquel hecho…, aquel hecho grande, rojo, necesario, rígido pero divertido. Andy lo rodeó con las manos y restregó la boca contra la de Tony, al tiempo que aquello latía en sus manos y después se inclinó para sostenerlo en su boca. Nunca había hecho nada igual con Phil, y quería que Tony comprendiera lo completa y totalmente que le aceptaba. Le resultó incómodo sostenerlo en la boca, pronto le dolerían las mandíbulas, pero Tony gimió con un placer extático y aturdido, y durante un rato ella lo frotó y lo lamió con sus labios.

Cuando levantó la cabeza, Tony la apretó contra sí y le abrió la boca con la lengua. La penetró y su cuerpo pareció avanzar y avanzar hacia los espacios más profundos de ella. ¡La familiaridad de su cuerpo! Andy se elevó sobre la cama, apretándose insistentemente contra él, como si tratara de salirse de sí misma.

Estaban estrechamente abrazados, moviéndose, y moviéndose y moviéndose, y Andy sintió que toda la superficie de su cuerpo se convertía en algo flotante, cálido y húmedo.

Después, puede que ella se quedara dormida durante un par de minutos; Tony seguía enorme en su interior, y ella le abrazó los hombros y deslizó los brazos hacia abajo alrededor de su delgado tronco. Él tenía los ojos cerrados y ella cerró los suyos y ambos juntaron sus frentes…

Cuando ella abrió los ojos sólo había transcurrido un instante, pero se sintió agotada, pasiva.

Vio al general Leck sentado al otro lado de la habitación, sobre una de las pequeñas sillas colocadas en un rincón. El general llevaba puesto un traje y la miraba sin expresión alguna. Andy no experimentó ningún shock al ver allí al general: supo que el general Leck había estado en la habitación durante todo el tiempo que ella y Tony habían hecho el amor, y experimentó un débil estremecimiento de sorpresa por lo poco que eso le importaba. No sintió ninguna vergüenza. Acarició con expresión ausente la espalda de Tony, que aún estaba humedecida por el sudor.

Tony levantó la cabeza y la miró, y después miró por encima del hombro hacia su abuelo. Sin decir un sola palabra, se levantó y se puso los calzoncillos. Después se vistió en silencio, mirando únicamente al suelo.

Tras haberse abotonado la camisa y abrochado el cinturón del pantalón, Tony se dirigió hacia donde estaba sentado su abuelo y le ayudó a levantarse. Le acompañó hacia la puerta y pocos segundos después ambos habían desaparecido.

Al día siguiente, tras haber pasado un noche de ansiedad en la que apenas pudo dormir, Andy volvió a llegar a la casa de Leck antes de las seis de la mañana. Había hecho a pie todo el camino desde Be1gravia, y había tardado media hora. Durante toda aquella terrible noche pasada junto a Phil, y durante todo aquel largo trayecto a pie por las oscuras inmensidades de Londres, Andy terminó por darse cuenta de que ahora era incapaz de permanecer alejada de la casa de Notting Híll… Había cruzado ya aquel límite sin haberse dado cuenta siquiera de haber pasado a su lado. Su cuerpo había decidido, o quizás el mundo había decidido por ella. Si Tony Leck era un esclavo de su abuelo, entonces Andy Rivers también lo era. Fuera cual fuese la condición de Tony Leck, ésa era también la de Andy Rivers.

Cuando abandonó su casa a las cinco y cuarto de aquella oscura madrugada, se dio cuenta de que podía decirle al general que, después de todo, había cambiado de opinión y quería quedarse a vivir en la habitación del segundo piso. Phil tardaría días en encontrarla, y para cuando lo hiciera ya habría admitido que la había perdido, no sólo a ella, sino también todo lo que hubiera podido obtener anteriormente de las palizas que le daba. Ella podía quedarse a vivir en la casa de los jardines de Kensington Park. Sin embargo, aún no había decidido que lo haría, sino que sólo pensaba que podría hacerlo. Quería conservar ante ella aquella posibilidad, aquella especie de hueco secreto de experiencia, para poder considerarlo durante algún tiempo más.

Andy llegó ante la alta casa de ladrillo a las seis menos cuarto y entró en ella. Esperaba -casi esperaba- que la llave produjera un chispa al ser introducida en la cerradura, de tan histórico como le pareció aquella mañana el hecho de abrir la puerta. Cerró silenciosamente la puerta tras ella y miró por la escalera hacia arriba.

El general estaría arrodillado y sollozando ante su altar privado, o sentado en la cama, mirando fijamente hacia las ventanas, hacia la nada.

Andy tomó un decisión. Se dirigió hacia el fondo de la entrada, pasando ante la medio invisible hilera de imágenes religiosas, y bajó rápidamente la escalera hacia el piso inferior.

Allí abajo estaba muy oscuro. De puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Tony. Por un momento, permaneció inmóvil ante ella, mordiéndose el labio inferior. Recorrió con un mano la desconchada pintura, se acercó más a la puerta y descansó la frente sobre la madera. Suspiró temblorosamente. Finalmente, llamó dos veces, con suavidad.

-El muchacho se ha ido -dijo un voz tras ella. Sintiéndose humillada, como no lo había estado el día anterior, Andy se giró. El general estaba sentado justo a la entrada de la cocina, vestido con su traje gris y un corbata regimental con un pequeño nudo, que le sobresalía por el cuello blanco y rígido de la camisa.

-Se ha ido -repitió Andy, apoyando la espalda sobre la puerta.

-Sólo por unas horas, muchacha. ¡Hmmm! Mi nieto volverá esta tarde… Le llamaron en plena noche. ¡Hmmm! Y yo mismo tendré que marcharme dentro de poco. Estaré fuera la mayor parte del día.

-Muy bien -dijo ella con suavidad, suponiendo que no era bueno que Tony se hubiera marchado.

-De todos modos, puede usted subir arriba, muchacha. Tiene mucho trabajo que hacer. Si ninguno de nosotros ha regresado al mediodía, puede usted bajar y prepararse algo para almorzar.

-Gracias, general -dijo ella, todavía ruborizada.

-Confío en no haberme equivocado con usted -dijo el general-. Sería muy grave que me hubiera equivocado. Debe usted ser para nosotros, señora Rivers. Todo depende de eso.

Andrea recordó, y lo recordó con un amarga agudeza, la imagen del general enroscado como un antigua serpiente tras la puerta de la habitación de Tony.

Sin mirarle, subió la escalera. Al llegar a la entrada de la planta baja vio que un débil luz gris comenzaba a filtrarse por la claraboya. La hilera de imágenes religiosas sujetas a los paneles de la escalera parecía brillar y susurrar cuando ella pasó por delante para llegar al tramo principal de la escalera.

Después, docenas de pares de encolerizados ojos rojos la miraron desde la parte superior y los lados del baúl.

-¡Fuera! -gritó-. ¡Fuera de aquí!

Dio un patada con el pie en el suelo y un o dos de las ratas de mayor tamaño bajaron al suelo. Andy avanzó un paso en el interior del armario, y todo el grupo de ratas que había sobre el baúl bajó de éste, sin dejar de mirarla enojadamente.

-¡Fuera de aquí! -volvió a gritar oscilando los brazos de un lado a otro.

Una de las ratas que aún estaban sobre la tapa del baúl abrió la boca y siseó hacia ella. Andy cogió uno de los pesados zapatos del general y lo lanzó hacia la rata que se escabulló y desapareció cuando el zapato golpeó a su lado. Andy avanzó un paso más y su propio zapato conectó con el cuerpo de un gruesa rata gris.

Lanzó un grito de repugnancia y después todas las ratas se desvanecieron tras las paredes, y ella avanzó más y arrastró el baúl, medio sacándolo del armario. Abrió la tapa con un movimiento rápido, pues se había imaginado que habría ratas en su interior, pero en él sólo había varias carpetas y paquetes atados y llenos de hojas y un caja plana con fotografías. Cogió uno de los paquetes y después extendió la mano para coger la caja.

Andy terminó de sacar el baúl del armario y abandonó rápidamente la habitación. Bajó la escalera y se metió en la seguridad de su pequeña habitación blanca.

«Tony», pensó.

Mareada y respirando todavía con dificultad, se sentó ante la mesa y empezó a leer las nuevas páginas.

Algo andaba mal; algo estaba desordenado. Estaba leyendo un material en secuencia con las aburridas páginas que había leído el primer día. El general estaba describiendo Sandhurst y su entrenamiento militar. Un tópico seguía a otro, los campos de juego de Eton volvieron a encontrar al duque de WeIlington, y nunca había visto a un joven tan seguro de sí mismo, tan moralista y suave, con un corazón tan fuerte y un cabeza tan sensiblera. «Esperaba que me dieran mi primer puesto de mando con la emoción adecuada. No me sentía nada orgulloso, y mucho menos aprensivo.» Ahora, Andy no podía soportar perder el tiempo leyendo aquella clase de material; pasó un hoja tras otra,

echándoles un rápido vistazo, buscando un mención de Tony, o de la mujer que había escrito las primeras páginas en francés.

Finalmente, cuando llegó a la mitad del paquete, encontró un sola página que contenía dos frases escritas por la mano de la mujer.

«Sé por qué lloras. Lloras porque no puedo darte hijos.»

Contempló fijamente las dos frases, releyéndolas. Las palabras casi parecían retorcerse sobre la página amarillenta. Andy pudo verse a sí misma escribiendo aquellas amargas palabras, pudo sentir la profundidad del autodesprecio dirigiendo la pluma…

Pasó la página y a continuación encontró otra escrita en francés por el general, en la que describía a su esposa. Era como si aquellas memorias hubieran sido liberadas por las dos sulfurosas frases de la página anterior. «Laurance es radicalmente inestable. Quiero decir que es inestable hasta la raíz, como un edificio que, inevitablemente, terminará por desmoronarse sobre sí mismo.» Andy siguió leyendo con la boca abierta, con la atención tan prendida en las frases del general que si hubiera explotado un bomba en el exterior, sobre la calle, apenas habría levantado la mirada.

Poco después de su matrimonio, Laurance Leek, la esposa francesa del general, había empezado a demostrar su «inestabílidad radical». Lloraba desconsoladamente por ninguna razón que el general pudiera discernir, se convirtió en la víctima de extraños temores y obsesiones… No podía cruzar un puente, desarrolló un fetichismo contra el comer carne de cualquier clase, y se negó a salir de la casa durante un período de tres años.

En los años treinta se convirtió en adicta a los narcóticos; por aquel entonces ya bebía mucho. Había perdido su buen aspecto. Cuando Alemania invadió Polonia y su esposo se preparaba para el período de su mayor gloria, necesitaba a su lado un enfermera permanente. En 1944, cuando el general ya se había convertido en héroe en su país natal, ella tomó un decisión con respecto a su vida. El instrumento que utilizó para ello fue un pesado cuchillo de cocina con el mango de madera. Se descubrieron muchas heridas en su cuerpo.

Las memorias terminaban allí. Andy cogió la caja de fotografías y la abrió en un lado de la mesa. Las fotografías se desparramaron sobre la madera amarillenta, junto a la máquina de escribir. Rebuscó entre ellas con los dedos. En un vio a Anthony August Leck como cadete en Sandhurst, con la espalda muy recta y el rostro en la sombra; en otras vio a un Anthony August Leck algo más viejo, en diversos momentos de su vida, con distintas graduaciones, en Malaysia, Egipto y Francia. Sus dedos lograron coger un pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a un mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía, que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.

Andy gimió. El estómago pareció querer salírsele del cuerpo.

-¿Tony? -se escuchó decir a sí misma, con un voz débil y perdida.

Revisó rápidamente las demás fotografías… y allí estaba él, de pie junto a un pared soleada, en alguna parte, con unos tejanos y un camisa de manga corta, con su pelo moreno revuelto por la brisa. ¿Quién era? Si el general no había tenido hijos, difícilmente podía haber tenido nietos. El rostro alerta y sonriente de la fotografía no le daba ninguna respuesta. Andy se encontró contemplando de nuevo fijamente la pequeña fotografía cuadrada en la que su propio doble sostenía delicadamente el brazo de un soldado profesional, su esposo.

Confundida y sintiéndose casi cerca del pánico, Andy se incorporó y dijo:

-¿Tony?

Cruzó la habitación y se dirigió a la escalera. Bajó y bajó, como en sueños, creyendo oírle trabajar en la cocina.

Pero aquel sonido no parecía ser el de Tony cuando descendió el último escalón. Parecía más bien el de un enjambre de abejas. Era un zumbido rítmico y continuo…, un sonido hipnótico de gran intensidad.

-¡Tony! -gritó Andy al llegar al último escalón, aunque apenas pudo escuchar su propia voz.

Se dirigió hacia la puerta de la cocina y entonces se detuvo, llena de temor y repugnancia. El olor a sangre llenaba la cocina y verdaderas nubes de moscas llenaban el techo, las pequeñas ventanas sobre el suelo, la mesa larga y estrecha. Las moscas eran aún mucho más numerosas cerca de la pileta y la cocina de gas, donde casi formaban un verdadero muro de aspecto sólido y negro. Y era de aquel muro de moscas de donde procedía el zumbido rítmico, como el de alguien o algo que se está alimentando.

-¿Tony? -susurró Andy.

Y echó a correr escalera arriba. Abrió todas las puertas de la planta baja y miró en el interior de las habitaciones con chimeneas de mármol pero sin muebles. Eran habitaciones llenas de un espesa capa de polvo. Tony no estaba en ningun de las dependencias de la planta baja. Subió corriendo la escalera y miró en cada un de las habitaciones que daban al pasillo, y no encontró más que nuevos espacios muertos y vacíos… como pequeños cubículos fríos con apenas algún que otro mueble. El ruido producido por los millones de moscas del piso inferior aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía… Era el sonido de la más pura y estúpida glotonería.

Andy se dirigió hacia la ventana de un de aquellas habitaciones vacías que daban a la parte posterior de la casa y miró hacia el diminuto jardín, pensando que su amante podía estar allí. Tony no estaba sobre la hierba amarillenta, ni cerca de los rosales en flor. En medio de un pequeño espacio cubierto por la hierba, los gatos se afanaban sobre algo que Andy no pudo identificar. ¿Un docena de gatos? ¿Quince?

Habían cazado algo y lo habían matado, y ahora se afanaban sobre lo que fuera aquello, desgarrándolo con sus agudos dientes…

Andy se volvió cuando el sonido de las moscas subió por la escalera.

Echó a correr hacia la parte superior de la casa, y abrió de golpe la habitación del general. Y allí estaba. Tony estaba tumbado de espaldas sobre las sábanas grises y arrugadas de la cama del general, con la cabeza hundida sobre la almohada. Tenía un aspecto agonizante… y eso fue lo primero que pensó ella: que se estaba muriendo, y relacionó aquella visión de su amante de aspecto afligido con la pobre bestia que los gatos estuvieran desgarrando allá abajo, en el jardín.

-Tony -exclamó-, ¿cuándo has vuelto? ¿Qué te ha pasado … ? ¿Por qué estás…?

Tony se subió la sábana, cubriéndose el tronco, y Andy se dio cuenta de pronto de que la sábana era roja, no gris, sino roja y húmeda… El pecho de Tony estaba abierto. Las costillas habían sido salvajemente destrozadas, y ella pudo contemplar las palpitaciones de su corazón, al tiempo que, con cada latido, más y más sangre surgía de él y empapaba la cama…

Pero aquello no podía ser… Aquello no era más que un especie de imagen mental sugerida, impuesta más bien, por las moscas de la cocina y los gatos salvajes del exterior, porque su pecho era blanco y delgado, estaba completo, y él se incorporaba, buscándola, pronunciando su nombre. «Andy, por favor, Andy.» Ella se quitó los zapatos y se tumbó a su lado. «Te necesito, Andy.» Él le desabrochaba los botones… «Por favor, Andy.» Ella misma se arrancó la blusa, sin preocuparle que se rompieran los botones, arrojándola al suelo, sintiendo la piel fría de él contra la suya. «Oh, Andy. Estoy cansado. Estoy tan cansado, cariño.» Ella estrechó su cuerpo delgado, apretó sus hombros contra ella con un mano, y las suaves nalgas con la otra: aquel cuerpo era casi tan manejable como el de un muñeco, y no parecía pesar nada.

Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… «Perdido… » Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inertes, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo…

Ella apartó la cabeza, incapaz incluso de gritar. El cuello de Tony cayó hacia un lado, y la cabeza, abandonada a sí misma, golpeó contra su mejilla, al tiempo que le salía sangre por la boca.

Pero a continuación se encontró haciendo el amor, y ya no hubo más sangre, ni sintió los pinchazos de los huesos rotos.

-Tony -dijo ella.

Los brazos que la rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. Y un voz, que no era la de Tony, susurró:

-Aaaaagh.

El pequeño cuerpo que estaba sobre el suyo se convulsionó. Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del general. Tenía los ojos empañados y las manos apretadas sobre el pecho. Y en ese momento Andy gritó, oliendo por un instante el océano de sangre que la había cubierto, y escuchando el sonido zumbante y ávido de las moscas. Se llevó el puño a la boca, y saltó de la cama. Las manos del general se lanzaron hacia su cuello. Andy sollozó, poniéndose ciegamente la falda y echándose la blusa alrededor de los hombros, y salió corriendo de la habitación.

Nunca supo si el general Leck ya estaba muerto cuando bajó a toda velocidad los escalones de cemento de la casa de los jardines de Kensington Park. Estaba abrochándose los dos botones que le quedaban en la blusa, y un taxi pasó lentamente ante ella. Le hizo señas frenéticas al conductor y abrió la puerta posterior antes de que el taxi se detuviera del todo.

El conductor se revolvió en su asiento, le dirigió un prolongada mirada y dijo:

-¿A la comisaría de policía, señorita?

-A casa -dijo ella- A casa. Chester Square, al este de Eccleston Street. Sólo lléveme a casa.

-Y lo haré a toda la velocidad que pueda, si así lo quiere –dijo el conductor, tomando a toda prisa por Ladbroke Grove.

Cuatro días después, Andy leyó en el Guardian la nota necrológica del general Anthony August Leck. La muerte se debió a «causas naturales». El cuerpo había sido descubierto por un hombre de la compañía de gas que había acudido a la casa para tomar lectura del contador. Phil nunca le preguntó por qué razón había dejado su trabajo, o si tenía intención de buscar otro… Se limitó a retirarse otros cincuenta pasos hacia el corazón frígido de su matrimonio.

Dan Simmons: El rio estigia fluye corriente arriba. Cuento

Dan SimmonsLo que amas de verdad, eso te queda;

todo lo demás es escoria. Lo que amas de verdad

nadie te lo podrá arrancar. Lo que amas de verdad,

ésa es tu verdadera herencia.

EZRA POUND Canto LXXXI

Yo quería mucho a mi madre. Después de su funeral, un vez que se hubo enterrado su ataúd, la familia regresó a casa y esperó su regreso.

En aquella época yo sólo tenía ocho años y recuerdo muy poco de la ceremonia que se hizo. Recuerdo que el cuello de la camisa del año anterior me apretaba mucho, y que la corbata, a la que no estaba acostumbrado, era como un lazo alrededor de mi cuello. Recuerdo que aquel día de junio me pareció demasiado hermoso para una reunión tan solemne. Recuerdo lo mucho que bebió el tío Will aquella mañana, y la botella de Jack Daniels que se sacó mientras regresábamos a casa, después del funeral. También recuerdo el rostro de mi padre.

La tarde fue muy larga. Yo no tenía nada que hacer en la reunión familiar de aquel día, y los adultos me ignoraron. Me encontré deambulando de una habitación a otra, con un vaso caliente de Kool-Aid, hasta que finalmente me escapé hacia el patio trasero. Hasta aquel ambiente familiar de juego y retiro se vio arruinado por la visión de los rostros pálidos y abotargados que me miraban desde las ventanas de los vecinos. Estaban esperando. Esperaban echar un vistazo. Y yo sentí ganas de gritarles, de arrojarles piedras. Pero en lugar de eso, me senté en la rueda del viejo tractor que utilizábamos como caja de arena. Muy deliberadamente, vertí el contenido rojo de la Kool-Aid sobre la arena y observé cómo se extendía la mancha, socavando un pequeño agujero.

Ahora mismo la están sepultando. Corrí hacia el columpio y, con una actitud enojada, empecé a golpear mis piernas contra el suelo. El columpio crujió a causa de la oxidación, y una de las patas de la estructura se levantó del suelo. Yo, eso ya lo han hecho, estúpido. Ahora la están cogiendo con garfios y colgándola de grandes máquinas. ¿Volverán a inyectarle la sangre?

Pensé en botellas colgantes. Recordé las grandes garrapatas rojas que se colgaban del pelaje de nuestro perro en el verano. Encolerizado, me elevé alto, pateando en el suelo con fuerza aun cuando ya no podía ganar más altura.

¿Se le retorcerán primero los dedos? ¿0 se abrirán sus ojos como los de un búho que acaba de despertarse?

Alcancé el punto más alto de mi arco y salté. Durante un instante me sentí ingrávido y permanecí suspendido sobre la tierra como Superman, como un espíritu flotando fuera de su cuerpo. Después, la gravedad me agarró, y caí pesadamente sobre mis manos y pies. Me había arañado las palmas de las manos, y manchado la rodilla derecha del verde de la hierba. Mamá se enfadaría.

Ahora caminan a su alrededor. Quizá la estén vistiendo como a uno de esos maniquíes del escaparate del señor Feldman.

Mi hermano Simon salió al patio trasero. Aunque sólo tenía dos años más que yo, aquella tarde Simon me pareció un adulto. Un adulto viejo. Su pelo rubio, cortado recientemente, como el mío, le colgaba en mechones sueltos sobre una frente pálida. Tenía una mirada de cansancio en los ojos. Simon no me gritaba casi nunca. Pero aquel día lo hizo.

-Ven aquí. Ya casi es la hora.

Le seguí a través del porche trasero. La mayoría de los parientes se habían marchado ya, pero pudimos escuchar al tío Will en la sala de estar. Estaba gritando. Sin poderlo evitar, nos detuvimos en el vestíbulo a escuchar.

Por el amor de Dios, Les, todavía estás a tiempo. No puedes hacer eso.

Ya está hecho.

Piensa en… Dios mío…, piensa en los niños.

Escuchamos la pronunciación atropellada de las palabras, y supimos que el tío Will había bebido más. Simon se llevó un dedo a los labios. Hubo un silencio.

Les, piensa en la cuestión económica. ¿Qué … ? ¿Cuánto … ? Es el veinticinco por ciento de todo lo que tienes. ¿Durante cuántos años, Les? Piensa en los niños. ¿Qué hará eso por … ?

Ya está hecho, Will.

Nunca habíamos oído hablar a mi padre con aquel tono de voz. No era el propio de una discusión…, como solía suceder cuando el tío Will se ponía a discutir de política por la noche. Tampoco era triste, como cuando habló con Simon y conmigo poco después de que trajera por primera vez a mamá a casa, de regreso del hospital. Era un tono de voz definitivo.

Hubo más palabras. Tío Will empezó a gritar. Hasta los silencios estaban llenos de rencor. Fuimos a la cocina para coger una Coca. Cuando regresamos al vestíbulo, tío Will casi tropezó con nosotros en su avidez por marcharse. La puerta se cerró de golpe tras él. Y nunca más volvió a nuestra casa.

Trajeron a mamá a casa justo después de anochecido. Simon y yo estábamos mirando por el ventanal y casi podíamos sentir a los vecinos mirando. Sólo se habían quedado la tía Helen y unos pocos de nuestros parientes más cercanos. Sentí la sorpresa de papá cuando vio el coche. No sé qué podría haber estado esperando…. quizás una gran carroza negra como la que había llevado a mamá al cementerio aquella misma mañana. Llegaron en un Toyota amarillo. Había cuatro hombres en el coche, acompañando a mamá. En lugar de trajes oscuros, como el que llevaba papá, llevaban camisas de manga corta de color pastel. Uno de ellos se apeó del coche y le ofreció la mano a mamá.

Quise echar a correr hacía la puerta y la acera para ir a su lado, pero Simon me agarró por la muñeca y permanecimos en el vestíbulo, mientras papá y los demás adultos abrían la puerta.

Ellos subieron por la acera, iluminados por la luz de gas que había sobre el césped. Mamá estaba entre dos de aquellos hombres, pero en realidad no la ayudaban a caminar, sino que sólo la guiaban un poco. Llevaba puesto el vestido azul claro que se había comprado en la tienda de Scott poco antes de ponerse enferma. Yo había esperado que parecería pálida y débil…. como cuando la vi a través de la grieta de la puerta del dormitorio, antes de que llegaran los hombres de la funeraria para llevársela…, pero su rostro estaba encendido y parecía saludable, casi moreno.

Cuando subieron los escalones de entrada, pude ver que se había puesto mucho maquillaje. Mamá nunca se había maquillado antes. Los dos hombres también tenían las mejillas sonrosadas. Y los tres mostraban la misma sonrisa.

Cuando entraron en la casa, creo que todos nosotros retrocedimos un paso … excepto papá. Él le puso las manos en los hombros a mamá, la contempló durante largo rato y la besó en la mejilla. Creo que ella no le devolvió el beso. La sonrisa de ella no cambió. A papá le corrían las lágrimas por las mejillas. Yo me sentí desconcertado.

Los resurreccionistas estaban diciendo algo. Papá y tía Helen asintieron. Mamá se limitaba a estar allí, de pie, sonriendo aún ligeramente, mirando amablemente al hombre de la camisa amarillenta, mientras éste hablaba, bromeaba y daba palmaditas en la espalda de papá. Después, nos llegó a nosotros el turno de saludar a mamá. Tía Helen hizo que Simon se adelantara, y yo seguía cogido de la mano de Simon. El la besó en la mejilla y se apartó rápidamente, colocándose junto a papá. Yo le eché los brazos al cuello y la besé en los labios. La había echado tanto de menos.

Su piel no estaba fría. Sólo era «diferente». Ella me miraba directamente a mí. «Baxter», nuestro pastor alemán empezó a llorar y arañar la puerta del fondo.

Papá acompañó a los resurreccionistas al despacho. Pudimos escuchar retazos de su conversación desde el vestíbulo.

Si cree que es un caricia… ¿Cuánto tiempo estará ella…?

Comprenderá usted la necesidad del diezmo, debido a los gastos de los cuidados mensuales, y…

Las mujeres que había en la casa permanecieron de pie, alrededor de mamá. Transcurrió un momento incómodo hasta que se dieron cuenta de que mamá no hablaba. Tía Helen extendió la mano y tocó la mejilla de su hermana. Mamá sonreía y sonreía. Entonces, papá regresó y habló con un tono de voz fuerte y conmovido. Explicó lo similar que era a un caricia suave… ¿Recordábamos al tío Richard? Mientras tanto, papá besó varias veces a todo el mundo y les dio las gracias.

Los resurreccionistas se marcharon con sonrisas y papeles firmados. Los parientes que quedaban empezaron a marcharse poco después. Papá los vio alejarse por la acera, sonrientes y saludando con las manos.

-Pensad en ello como si ella hubiera estado enferma y se hubiera recuperado -dijo papá-. Pensad en ella como si acabara de regresar a casa, procedente del hospital.

Tía Helen fue la última en marcharse. Permaneció sentada junto a mamá durante largo rato, hablando con suavidad y buscando una respuesta en el rostro de mamá. Al cabo de un rato, tía Helen empezó a llorar.

-Piensa en ello como si ella se hubiera recuperado de una enfermedad -dijo papá mientras acompañaba a la tía hasta su coche-. Piensa en ella como si acabara de regresar del hospital,

Tía Helen asintió con un gesto, sin dejar de llorar, y se marchó.

Creo que ella sabía lo que Simon y yo sabíamos. Mamá no acababa de regresar a casa procedente del hospital. Ella había regresado a casa procedente de la tumba.

La noche fue larga. En varias ocasiones creí escuchar el suave arrastrar de las zapatillas de mamá sobre el suelo del pasillo, y contuve la respiración, esperando a que se abriera la puerta. Pero no se abrió. La luz de la luna me daba en las piernas, iluminando un trozo del papel pintado de la pared, cerca de la cómoda. El dibujo que configuraba sobre el suelo parecía el rostro de un gran bestia triste. Poco antes del amanecer, Simon se inclinó hacia mí desde su cama y me susurró:

-Duérmete ya, estúpido.

Y así lo hice yo.

Durante la primera semana, papá durmió con mamá en el mismo dormitorio en el que siempre habían dormido juntos. Por la mañana tenía el rostro hundido y nos regañaba mientras comíamos nuestros cereales. Después, se marchó a su despacho y durmió en el viejo diván que había allí.

El verano fue muy cálido. Nadie quiso jugar con nosotros, de modo que Simon y yo jugarnos juntos. Papá sólo tenía clases en la universidad por la mañana. Mamá se movía por la casa y regaba mucho las plantas. En una ocasión, Símon y yo la vimos regar una planta que había muerto y sido arrancada mientras ella estuvo en el hospital, en abril. El agua desbordó la maceta y cayó al suelo. Pero mamá no se dio cuenta.

Cuando mamá salía, siempre parecía sentirse atraída por la reserva forestal situada detrás de nuestra casa. Quizá fuera la oscuridad. Simon y yo solíamos disfrutar jugando en los linderos del bosque después del atardecer, cazando luciérnagas que introducíamos en un jarro o construyendo tiendas con unas mantas, pero después de que mamá empezara a pasear por allí, Simon se pasaba las noches en el interior de la casa o en el prado situado enfrente. Yo seguía yendo a la linde del bosque porque, a veces, mamá se perdía, y entonces yo la cogía por el brazo y la conducía de vuelta a casa.

Mamá se ponía todo lo que papá le decía que se pusiera. A veces, él iba retrasado para acudir a sus clases y simplemente le decía:

-Ponte el vestido rojo.

Y mamá se pasaba todo un caluroso día de junio con el vestido rojo de gruesa lana. Pero no sudaba. A veces, él no le decía que bajara la escalera por la mañana, y en tal caso ella permanecía en su habitación hasta que papá regresaba a casa. Los días que ocurría eso, yo trataba de convencer a Simon para subir arriba y mirar; pero él me miraba fijamente y sacudía la cabeza. Papá bebía cada vez más, como solía hacer tío Will, y nos gritaba por cualquier cosa. Yo siempre lloraba cuando papá me gritaba, pero Simon ya no lloraba más.

Mamá no parpadeaba nunca. Al principio no me di cuenta, pero un día empecé a sentirme incómodo cuando percibí que ella no parpadeaba nunca. Sin embargo, no la quise menos por ello.

Ni Simon ni yo podíamos quedarnos dormidos por la noche. Mamá solía arroparnos y contarnos largas historias sobre un mago llamado Yandy que se llevaba a nuestro perro, «Baxter», para correr grandes aventuras cuando nosotros no jugábamos con él. Papá no nos contaba historias, pero solía leernos de un gran libro que él llamaba Los cantos de Pound. Yo no comprendía la mayor parte de lo que él leía, pero me hacían bien las palabras y me encantaban los-sonidos de las palabras que él decía que eran griego. Ahora, sin embargo, nadie venía a vernos después de habernos bañado, antes de acostarnos. Durante unas pocas noches, yo traté de contarle historias a Simon, pero no eran buenas, y Simon me pidió que lo dejara.

La fiesta del cuatro de julio, Tommy Wiedermeyer, que había estado en mi clase el año anterior, se ahogó en la piscina que acababan de instalar. Aquella noche, todos nos sentamos en el porche y contemplamos los fuegos artificiales por encima de los prados, a casi un kilómetro de distancia. Debido a la reserva forestal, sólo podíamos ver los cohetes más altos, claros y brillantes. Primero se veía la explosión de color, y unos cuatro o cinco segundos después nos llegaba el sonido de la explosión. Me volví para decirle algo a tía Helen y vi a mamá asomada a la ventana del segundo piso. Tenía el rostro muy pálido en contraste con la habitación a oscuras, y los colores parecían resbalar sobre ella como fluidos.

No fue mucho después de aquel día cuando encontré la ardilla muerta. Simon y yo habíamos estado jugando a los indios y la caballería en la reserva forestal. Nos turnábamos para descubrir dónde se escondía el otro…, disparábamos y nos moríamos repetidas veces, arrojándonos sobre la hierba, hasta que llegaba el momento de comenzar otra vez. Pero en esta ocasión tenía dificultades para encontrarlo. Y en lugar de a él, descubrí un claro.

Era un lugar oculto, rodeado de matas tan espesas como nuestro seto. Yo todavía avanzaba a cuatro patas, tratando de introducirme por debajo de las ramas, cuando vi la ardilla. Era grande y rojiza y ya hacía algún tiempo que estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, casi arrancada del cuerpo. La sangre se le había secado cerca de una oreja. Mostraba la pata izquierda cerrada, pero la otra estaba abierta sobre un ramita, como si hubiera estado agarrada allí. Algo le había arrancado un ojo, pero el otro miraba fijamente hacia el dosel que formaban las ramas. Tenía la boca ligeramente abierta, mostrando unos dientes sorprendentemente grandes, que amarilleaban en sus raíces. Mientras la observaba, un hormiga le salió por la boca, le cruzó el hocico oscurecido y se pasó por el ojo abierto.

«Esto es lo que es la muerte», pensé. Los matojos vibraron bajo un brisa que no logré sentir. Me asusté por estar allí y me marché, avanzando directamente hacia delante, a cuatro patas, a través de espesos ramajes que parecieron agarrarme la camisa.

En el otoño regresé a la escuela Longfellow, pero pronto me cambiaron a una escuela privada. En aquellos tiempos aún se discriminaba a las familias resurreccionistas. Los chicos se burlaban de nosotros, o nos decían motes, y nadie quería jugar con nosotros. En la nueva escuela sucedió lo mismo, sólo que no nos decían motes.

Nuestro dormitorio no tenía interruptor de pared, sino una antigua luz de perilla con una cuerda. Para encender la luz, yo tenía que cruzar media habitación hasta que encontraba la cuerda. Una noche en que Simon se quedó haciendo sus deberes hasta muy tarde, subí la escalera yo solo. Estaba haciendo oscilar el brazo por delante de mí para encontrar la cuerda, cuando mi mano tropezó con el rostro de mamá. Tenía los dientes fríos y lisos. Aparté la mano y permanecí allí durante un minuto, en la oscuridad, antes de encontrar el cordón y encender la luz.

-Hola, mamá -dije. Me senté en el borde de la cama y la miré. Ella contemplaba fijamente la cama vacía de Simon. Extendí la mano y le cogí la suya, diciéndole-: Te echo de menos.

También le dije otras cosas, pero las palabras se entremezclaron y sonaron estúpidas, de modo que me quedé allí sentado, sosteniéndole la mano, en espera de que me devolviera la presión con la suya. Se me cansó el brazo, pero yo seguí sentado allí, sosteniendo sus dedos entre los míos, hasta que subió Simon. Se detuvo en el umbral y nos miró fijamente a ambos. Yo bajé la mirada y le solté la mano. Ella se marchó pocos minutos después.

Papá hizo dormir a «Baxter» justo antes del Día de Acción de Gracias. No era un perro viejo, pero actuaba como tal. Siempre estaba gruñendo y ladrando, incluso a nosotros, y ya no quería entrar dentro de la casa. Después de que se escapara por tercera vez, los de la perrera nos llamaron por teléfono. Después de escucharles, papá les dijo:

-Pónganlo a dormir.

Y colgó el teléfono. Más tarde nos enviaron una factura.

A las clases de papá acudían cada vez menos estudiantes, y finalmente se tomó unas largas vacaciones sabáticas para escribir su libro sobre Ezra Pound. Permaneció en casa durante todo aquel año, pero no escribió mucho. A veces se pasaba la mañana en la biblioteca de la ciudad, pero regresaba a casa a la una y se ponía a ver la televisión. Empezaba a beber antes de la cena y permanecía delante del televisor hasta muy tarde. A veces, Simon y yo nos quedábamos con él, pero no nos gustaban la mayoría de los programas.

Fue por entonces cuando Simon empezó a soñar. Me lo dijo una mañana que íbamos a la escuela. Me dijo que el sueño era siempre el mismo. Cuando se quedaba dormido, soñaba que aún estaba despierto, leyendo un libro de historietas. Después, empezaba a dejar el libro sobre la mesita de noche, y éste se caía al suelo. Cuando se agachaba para recogerlo, el brazo de mamá surgía de debajo de la cama y le agarraba por la muñeca con su mano blanca. Simon decía que le agarraba muy fuerte y que, de algún modo, él sabía que ella quería que se metiera debajo de la cama, con ella. Entonces él se aferraba a las mantas todo lo fuerte que podía, sabiendo que pocos segundos después las ropas de la cama se deslizarían hasta el suelo, y él se caería de la cama.

Me dijo que, finalmente, el sueño de la noche anterior había sido un poco diferente. En esta ocasión, mamá había asomado la cabeza desde debajo de la cama. Simon dijo que fue como cuando el mecánico de un garaje asoma la cabeza por debajo de un coche. Me dijo que ella le dirigía una mueca, no un verdadera sonrisa, sino un mueca muy grande. Simon añadió que sus dientes se habían afilado hasta convertirse en puntiagudos.

Has tenido alguna vez sueños como ése? -me preguntó. Sabía que sentía habérmelo contado.

No -contesté. Yo quería a mamá.

Aquel mes de abril, los hermanos mellizos de los Farley, que vivían en la manzana contigua a la nuestra, quedaron accidentalmente atrapados en un frigorífico abandonado y se ahogaron. La señora Hargill, que venía a limpiar nuestra casa, los encontró en la parte de atrás de su garaje. Thomas Farley había sido el único chico que seguía invitando a Simon a jugar en su patio. Ahora, a Simon sólo le quedaba yo.

Fue poco antes del Día del Trabajo y del comienzo de las clases en la escuela cuando Simon hizo planes para escaparnos de casa. Yo no deseaba escaparme, pero quería mucho a Simon. El era mi hermano.

Y adónde vamos a ir?

Tenemos que salir de aquí -me dijo.

Lo que no era una respuesta a mi pregunta. Pero Simon había preparado un hatillo con ropas y hasta había cogido un plano de la ciudad. Dibujó en él el camino que íbamos a seguir, atravesando la reserva forestal, por Sherman River y el viaducto de Laurel Street, dirigiéndonos hacia la casa de tío Will, sin cruzar ninguna calle principal.

-Podemos acampar fuera -dijo Simon, y me mostró un cuerda para tender la ropa que había cogido- Tío Will nos dejará ser granjeros. Y a la primavera que viene, cuando se vaya a su rancho, podremos ir con él.

Nos marchamos poco antes del anochecer. La hora elegida no me gustaba, pero Simon dijo que papá no se daría cuenta de que nos habíamos marchado hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando se despertara. Yo llevaba una pequeña bolsa atada a la espalda y llena de comida que Simon había cogido de la nevera. Él había enrollado algo en un manta y se la había atado a la espalda con el trozo de cuerda para tender la ropa. Estuvimos bien afuera hasta que nos metimos profundamente en la reserva forestal. La corriente de agua producía un sonido gorgoteante, como el surgido de la habitación de mamá la noche que murió. Las raíces y ramas eran tan espesas que Simon tuvo que mantener la linterna encendida todo el tiempo. Y eso hacía que todo pareciera aún más oscuro. No tardamos en detenernos y Simon ató la cuerda entre dos árboles. Yo eché la manta por encima, y los dos nos pusimos a cuatro patas para buscar piedras con que sujetar las puntas.

Comimos nuestros bocadillos en la oscuridad, mientras el riachuelo producía extraños sonidos de engullimiento en la noche. Hablarnos durante unos pocos minutos, pero nuestras voces parecían muy débiles, y un rato después nos quedamos dormidos sobre el suelo frío, arrebujados en nuestras chaquetas, y con los cabezas sobre la bolsa de nailon, rodeados por todos los sonidos nocturnos del bosque.

Me desperté en plena noche. Me quedé muy quieto. Los dos nos habíamos encogido bajo las chaquetas, y Simon estaba roncando. Las hojas de los árboles habían dejado de moverse, los insectos habían desaparecido, y hasta la corriente del riachuelo había dejado de hacer ruido. Las aberturas de la improvisada tienda configuraban dos brillantes triángulos en el campo de oscuridad.

Me incorporé, con el corazón desbocado. No pude ver nada cuando acerqué la cabeza a la abertura. Pero sabía exactamente lo que había allí fuera. Me puse la cabeza bajo la chaqueta y me aparté del lado de la tienda.

Esperé que algo me tocara a través de la manta. Al principio, pensé que mamá nos había seguido, que mamá atravesaba el bosque persiguiéndonos con las pequeñas y puntiagudas ramitas golpeándole los ojos. Pero no era mamá.

Hacía frío alrededor de nuestra pequeña tienda. Y estaba todo tan oscuro como el ojo de la ardilla muerta, y algo quería entrar. Y, por primera vez en mi vida, comprendí que la oscuridad no termina con la luz de la mañana. Los dientes me castañeteaban. Me arrebujé contra Simon y le robé un poco de su calor. Sentí su respiración, suave y lenta, contra mi mejilla. Al cabo de un rato, le sacudí, despertándole, y le dije que regresaríamos a casa cuando saliera el sol, que no iba a acompañarle. Él empezó a discutir, pero entonces percibió algo en mi tono de voz, algo que no comprendió; se limitó a sacudir la cabeza y se volvió a dormir.

A la mañana siguiente, la manta estaba húmeda por el rocío, y los dos teníamos la piel fría y húmeda. Recogimos las cosas, dejamos las piedras donde estaban y regresamos a casa. No nos hablamos durante el trayecto.

Papá estaba durmiendo cuando llegamos. Simon dejó nuestras cosas en el dormitorio y después salió a la luz del sol. Yo me fui al sótano.

Estaba muy oscuro allí abajo, pero me senté en la escalera de madera sin encender la luz. Desde los rincones en sombras no llegaba ningún sonido, pero yo sabía que mamá estaba allí.

Nos hemos escapado, pero hemos vuelto -dije al fin-. Yo tuve la idea de volvernos. A través de las tablillas del ventanuco vi la hierba verde. Una regadera automática se puso en marcha con un suspiro. En alguna parte del vecindario, unos chicos gritaban. Pero yo sólo presté atención a las sombras.

Simon quería seguir -dije-, pero yo hice que regresáramos. Ha sido idea mía volver a casa.

Permanecí allí sentado unos minutos más, pero no se me ocurrió nada más que decir.

Finalmente, me levanté, me sacudí el polvo y subí la escalera para echarme una siesta.

Una semana después del Día del Trabajo, papá insistió en que fuéramos a la playa para pasar el fin de semana. Nos marchamos el viernes por la tarde, y nos dirigimos directamente a Ocean City. Mamá permanecía sentada, sola, en el asiento de atrás. Papá y tía Helen ocupaban los asientos de delante, y Simon y yo nos apretujábamos en el fondo de la furgoneta. Pero Simon se negó a contar vacas conmigo, a hablarme o a jugar con los aviones de juguete que yo me había traído.

Nos alojamos en un hotel antiguo, justo frente al paseo marítimo. Los otros resurreccionistas del grupo de papá le habían recomendado el lugar, pero todo olía a viejo, a podrido y a ratas en las paredes. Los pasillos eran de un verde desvaído, las puertas de un verde más oscuro, y sólo funcionaba una bombilla de cada tres. Los rellanos de los pisos estaban en penumbras, y uno tenía que hacer cola para subir en el ascensor. El sábado, todos excepto Simon permanecimos en el interior del hotel, sentados frente al ventilador y viendo la televisión. Ahora había por allí más de los del grupo de resurreccionistas, y uno podía escucharlos arrastrando los pies, a través de las paredes. Tras la puesta del sol salieron para ir a la playa y nosotros les acompañamos.

Yo traté de que mamá estuviera cómoda. Le extendí la toalla de baño y la volví para que estuviera frente al mar. Había salido ya la luna y soplaba una brisa fría. Le puse a mamá el suéter sobre los hombros. Detrás de nosotros, las luces de la calle iluminaban el paseo de tablas junto al mar y la montaña rusa retumbaba y gruñía.

Yo no me habría marchado si la voz de papá no me hubiera irritado tanto. Hablaba demasiado fuerte, se reía por cualquier cosa y tomaba largos tragos de una botella que llevaba en una bolsa. Tía Helen habló poco, y se limitó a observar a papá con una expresión triste, tratando de sonreír cuando él se reía. Mamá permaneció sentada tranquilamente, de modo que me disculpé y me dirigí hacia la montaña rusa en busca de Simon. Me sentía solo sin él. El lugar estaba vacío de familias y chicos, pero la montaña rusa aún funcionaba. A cada pocos minutos se escuchaba un rugido y los gritos de los pocos que habían montado en ella cuando las vagonetas se lanzaban en picado. Comí un perrito caliente y miré a mí alrededor, pero no pude encontrar a Simon por ninguna parte.

Mientras caminaba de regreso hacia la playa, vi a papá inclinado sobre tía Helen dándole un beso en la mejilla. Mamá paseaba por alguna parte, y rápidamente me ofrecí para ir a buscarla, tratando de contener las lágrimas de rabia en mis ojos. Pasé ante el lugar donde dos jóvenes se habían ahogado el fin de semana anterior. Había por allí algunos de los resurreccionistas. Estaban sentados cerca del agua, en compañía de sus familias; pero no había señales de mamá. Estaba pensando ya en regresar cuando creí observar cierto movimiento bajo el paseo de madera.

Estaba increíblemente oscuro allí abajo. Unas estrechas líneas de luz que seguían los extraños modelos de los postes de madera y los maderos cruzados, penetraban por entre las grietas de las tablas de arriba. Los pasos y el arrastrar de pies sobre las tablas sonaban como puños golpeando contra la tapa de un ataúd. Entonces me detuve. Percibí una imagen repentina de docenas de ellos allí, entre la oscuridad. Docenas, mamá entre ellos, rodeados por diminutos dibujos de luz, de modo que se podía ver una mano, o una camisa, o un ojo que miraba fijamente en la oscuridad. Pero no estaban allí. Mamá no estaba allí. Allí había otra cosa.

No sé lo que me hizo mirar hacia arriba. Quizá fueron los pasos. Un pequeño vaiven, algo que permanecía colgado entre las sombras. Pude ver dónde había subido él los maderos cruzados, sorteando un obstáculo aquí, elevándose allí hacia un madero mayor. No habría sido duro.

Habíamos subido de aquella forma miles de veces. Le miré fijamente a los ojos, pero fue la cuerda para tender la ropa lo que reconocí primero.

Papá dejó de dar clases tras la muerte de Simon. Ya nunca regresó a su trabajo después del año sabático, y sus notas para el libro sobre Pound permanecieron apiladas en el sótano, junto con los periódicos del año anterior. Los resurreccionistas le ayudaron a encontrar un trabajo como guardián en un cercano centro comercial, y no solía regresar a casa antes de las dos de la madrugada.

Después de Navidad me llevaron a una escuela situada a dos estados de distancia. Para entonces, los resurreccionistas habían inaugurado el instituto, y más y más familias se iban convirtiendo a sus ideas. Más tarde, pude ir a la universidad hasta terminar una carrera. A pesar del pacto, raras veces regresé a casa durante aquellos años, y, durante mis breves visitas, papá siempre estaba borracho. Una vez me emborraché con él y nos sentamos en la cocina y lloramos juntos. Había perdido casi todo el pelo, a excepción de unas pocas hebras en los lados, y sus ojos aparecían hundidos en un rostro arrugado. El alcohol le había dejado innumerables vasos sanguíneos rotos en las mejillas, y parecía como si se hubiera maquillado mucho más que mamá.

La señora Hargill me llamó tres días antes de mi graduación. Papá había llenado el baño con agua caliente y después se había cortado la vena con una cuchilla, pero no a través, sino vena arriba. Sin duda alguna había leído a Plutarco. Transcurrieron dos días antes de que la señora Hargill lo encontrara, y cuando llegué a casa a la noche siguiente, la bañera aún mostraba círculos coagulados y endurecidos. Después del funeral, revisé todos sus viejos papeles y encontré un diario que había estado escribiendo desde hacía varios años. Lo quemé todo junto con el montón de notas para el libro que nunca terminó.

Nuestra política con el instituto fue premiada a pesar de las circunstancias, y eso me ayudó a pasar los años siguientes. Mi carrera es algo más que un trabajo para mí… Creo en lo que hago y soy bueno haciéndolo. Fue idea mía aprovechar algunas de las escuelas vacías para nuestros nuevos centros de barrio. La semana pasada me vi envuelto en un embotellamiento de tráfico y cuando poco a poco me acerqué al accidente que lo había causado, vi una pequeña figura cubierta por un manta, y cristales rotos por todas partes. También observé que una multitud de ellos se había reunido en el terraplén. En estos tiempos también hay muchos de ellos.

Yo tenía acciones en un condominio situado en una de las últimas secciones iluminadas de la ciudad, pero cuando se puso en venta nuestra vieja casa, aproveché la oportunidad y la compré. He conservado buena parte de los muebles antiguos, de modo que ahora se parece mucho a como solía ser antes. Mantener una casa antigua como esa es caro, pero yo no me gasto mi dinero tontamente. Después del trabajo, muchos de los que trabajan conmigo en el instituto se van a los bares, pero yo no. Después de haber guardado mi equipo y limpiado las mesas del quirófano, regreso directamente a casa. Mi familia está allí, esperándome.

Bram Stoker: El entierro de las ratas. Cuento

el entierro de las ratasSi abandona París por la carretera de Orleans, cruce la Enceinte y, si gira a la derecha, se encontrará en un distrito algo salvaje y en absoluto placentero. A derecha e izquierda, delante y detrás, por todos lados se alzan grandes montones de basura y otros residuos acumulados por los procesos del tiempo.

París tiene su vida nocturna además de la diurna, y el viajero que penetra en su hotel de la Rue de Rivoli o la Rue St. Honoré a última hora de la noche o lo abandona a primera hora de la mañana puede adivinar, al llegar cerca de Montrouge -si no lo ha hecho ya antes- la finalidad de esos grandes carros que parecen como calderas sobre ruedas y que puede hallar pase por donde pase.

Cada ciudad tiene sus instituciones peculiares creadas para sus propias necesidades, y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera hora de la mañana -y la vida de París empieza a una hora muy temprana- pueden verse colocadas en la mayoría de las calles, al otro lado de cada Patio y callejón y entre tantos edificios, como todavía en algunas ciudades norteamericanas e incluso en partes de Nueva York, grandes cajas de madera en las que las criadas o los inquilinos de las casas vacían la basura acumulada del día anterior. Alrededor de estas cajas se reúnen y circulan, una vez llenas, escuálidos y macilentos hombres y mujeres cuyas herramientas del oficio Consisten en un burdo saco o cesto colgado del hombro Y un pequeño rastrillo con el cual remueven y sondean y examinan minuciosamente los cubos de basura. Recogen y depositan en sus cestos, con ayuda de sus rastrillos, todo lo que pueden encontrar, con la misma facilidad con la que un chino utiliza sus palillos para comer.

París es una ciudad de centralización, y centralización y clasificación están estrechamente aliadas. En los primeros tiempos, cuándo la centralización se está convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son similares o análogas son agrupadas juntas, y del agrupamiento de esos grupos surge un punto total o central. Vemos radiar muchos largos, brazos con innumerables tentáculos, y en el centro surge una gigantesca cabeza con un amplio cerebro y ojos atentos que miran a todos lados y con oídos sensibles todos los sonidos…. y una boca voraz para tragar.

Otras ciudades se parecen a todas las aves y animales y peces cuyos apetitos y digestiones son normales. Sólo París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la centralización llevada a un ad absurdum, representa con justicia el pez diablo; y en ningún otro aspecto es más curioso el parecido que en la similitud con el aparato digestivo.

Los turistas inteligentes que, tras rendir su individualidad a las manos de los señores Cook o Gaze, hacen París en tres días, se sienten a menudo desconcertados al saber que la cena que en Londres cuesta unos seis chelines puede obtenerse por tres francos en un café en el Palais Royal. No necesitarán sorprenderse si consideran que la clasificación es una especialidad teórica de la vida parisina, que adopta a todo su alrededor el hecho que fue la génesis de los traperos.

El París de 1850 no era como el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón y del barón Hausseman difícilmente podrán comprender la existencia del estado de cosas hace cuarenta y cinco años.

Entre algunas cosas, sin embargo, que no han cambiado están esos distritos donde se recoge la basura. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y el parecido familiar de los montones de basura es perfecto. En consecuencia, el viajero que visita los alrededores de Montrouge puede retroceder sin ninguna dificultad al año 1850.

En ese año yo estaba realizando una prolongada estancia en París. Estaba muy enamorado de una joven dama que, aunque correspondía a mi pasión, cedía de tal modo a los deseos de sus padres que había prometido no verme ni cartearse conmigo durante un año. Yo también me había visto obligado a acceder a estas condiciones bajo la vaga esperanza de la aprobación paterna. Durante el tiempo de prueba había prometido permanecer fuera del país y no escribirle a mi amor hasta que hubiera transcurrido el año.

Por supuesto, el tiempo me pesaba horriblemente. No había nadie de mi familia o círculo que pudiera hablarme de Alice, y nadie de su propia familia tenía, lamento decirlo, la suficiente generosidad como para enviarme siquiera alguna palabra de aliento ocasional relativa a su salud y bienestar. Pasé seis meses vagando por Europa, pero como no podía hallar una distracción satisfactoria en el viaje, decidí ir a París, donde al menos estaría al alcance de cualquier llamada de Londres en caso de que la buena suerte me reclamara antes de terminar el plazo. Ese «la esperanza diferida enferma el corazón» nunca estuvo mejor ejemplificado que en mi caso, porque, además del perpetuo anhelo de ver el rostro que amaba, siempre estaba conmigo la torturante ansiedad de que algún accidente pudiera impedirme mostrarle a Alice a su debido tiempo que, durante el largo período de prueba, había sido fiel a su confianza y a mi amor. Así, cualquier aventura que emprendí tenía en sí misma un intenso placer, Porque estaba cargada de posibles consecuencias más de las que normalmente hubiera afrontado.

Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés al primer mes de mi estancia, y al segundo mes me sentí impulsado a buscar diversión allá donde pudiera. Tras efectuar diversas excursiones a los suburbios más conocidos, empecé a ver que existía una terra incognita, en lo que a las guías de viaje se refería, en las selvas sociales que se extendían entre esos puntos de atracción. En consecuencia, empecé a sistematizar mis investigaciones, y cada día tomaba el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había dejado caer el día anterior.

A lo largo del tiempo, mi vagabundeo me llevó cerca de Montrouge, y vi que por allí se extendía la última Thule de la exploración social, un país tan poco conocido como el que rodea las fuentes del Nilo Blanco. Y así decidí investigar filosóficamente a los traperos: su hábitat, su vida y sus medios de vida.

El trabajo era desagradable, difícil de realizar y con pocas esperanzas de una recompensa adecuada. Sin, embargo, pese a la razón, prevaleció la obstinación, y entré en mi nueva investigación con más energía de la que hubiera podido apelar para que me ayudara en, cualquier otra investigación que me condujera a cualquier otro fin, valioso o digno de estima.

Un día, a última hora de una espléndida tarde de finales de setiembre, entré en el sanctasanctórum de la Ciudad de la Basura. El lugar era evidentemente la morada reconocida de un buen número de traperos, porque se manifestaba una especie de orden en la formación de los montículos de basura al lado de la carretera. Pasé entre esos montículos, que se erguían como ordenados centinelas, decidido a penetrar más profundamente y rastrear la basura hasta su última localización.

Mientras avanzaba, vi detrás de los montículos de basura algunas formas que iban de aquí para allá, vigilando evidentemente con interés la aparición de cualquier extraño a aquel lugar. El distrito era como una pequeña Suiza, y mientras avanzaba mi tortuoso camino se cerró a mis espaldas.

Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos. Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las remotas partes del pantano de Allan -toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos-, lugares a los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había una de las más extrañas adaptaciones -no puedo decir habitaciones- que jamás haya visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII, o Enrique 11, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas, de modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban, fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados. Evidentemente, eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes hablaban con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión perdida y consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese semblante de adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado estaba como en sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido cortados en profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había habilitado una cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían en aquella estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la mirada tras haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada conferencia. No me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy solitario Y los hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi ninguna causa para tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como cuando uno patina en una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a los puntos cardinales.

Cuando hube penetrado un poco más vi, al doblar la esquina de un medio montículo, sentado sobre un montón de paja, a un viejo soldado con una deshilachada chaqueta.

«Vaya -me dije a mí mismo-; la Primera República está bien representada aquí en sus soldados. »

Cuando pasé por su lado, el viejo ni siquiera alzó la vista hacia mí, sino que miró al suelo con estólida persistencia. De nuevo observé para mí mismo: «¡Mira lo que puede hacer una vida de duras batallas! La curiosidad de este hombre es una cosa del pasado».

Cuando hube dado algunos pasos más, sin embargo., miré bruscamente hacia atrás y vi que la curiosidad no, estaba muerta, porque el veterano había alzado la cabeza y me estaba mirando con una expresión muy curiosa. Tuve la impresión de que su aspecto era muy parecido al de los seis respetables de antes. Cuando me vio mirarle, bajó la cabeza; y sin pensar más en él seguí mi camino, satisfecho de que hubiera un extraño parecido entre aquellos viejos guerreros.

Poco después hallé a otro viejo soldado en las mismas condiciones. Él tampoco reparó en mí cuando pasé por su lado.

Por aquel entonces era ya última hora de la tarde, y empecé a pensar en volver sobre mis pasos. Así que di la vuelta para regresar, pero pude ver un cierto número de caminos que iban entre los diferentes montículos y no pude decidir cuál de ellos debía tomar. En mi perplejidad, deseé ver a alguien a quien poder preguntarle el camino, pero no vi a nadie. Decidí avanzar más e intentar encontrar a alguien…. no un veterano.

Conseguí mi objetivo, porque, después de recorrer un par de cientos de metros, vi delante de mí una choza como nunca había visto antes, con la diferencia sin embargo de que no era para vivir, sino simplemente un techo con tres paredes, abierta por delante. Por las evidencias que mostraba el vecindario, supuse que era un lugar de clasificación y distribución. Dentro había una vieja mujer arrugada y encorvada por la edad; me acerque a ella para preguntarle el camino.

Se levantó cuando me aproximé y le pregunté por dónde debía ir. Inmediatamente inició una conversación, y se me ocurrió que allá en el centro mismo del Reino de la Basura estaba el lugar donde reunir detalles sobre la historia de los traperos parisinos, en particular si podía obtenerlos de los labios de alguien que parecía como si fuera uno de sus más antiguos habitantes.

Empecé con mis preguntas, y la vieja me dio repuestas muy interesantes: había sido una de las mujeres que hacían calceta mientras se sentaban cada día ante la guillotina, y había tomado una parte activa entre las mujeres que se destacaron por su violencia en la revolución. Mientras hablábamos, dijo de pronto:

-Pero m’sieur tiene que estar cansado de estar de pie.

Y le quitó el polvo a un viejo y tambaleante taburete para que me sentara. No me gustó hacerlo por muchas razones, pero la pobre vieja era tan educada que no quise correr el riesgo de ofenderla rehusando, y además, la conversación de alguien que había estado en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y así prosiguió nuestra conversación.

Mientras hablábamos, un hombre viejo -más viejo y más encorvado y lleno de arrugas incluso que la mujer apareció de detrás de la choza.

-Éste es Pierre -me dijo ella-. m’sieur puede oír ahora las historias que desee, pues Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla  hasta Waterloo.

El viejo tomó otro taburete a petición mía, y nos sumergimos en un mar de reminiscencias revolucionarias. Este viejo, aunque vestido como un espantapájaros, era como cualquiera de los seis veteranos.

Ahora estaba sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el hombre a mi derecha, los dos un poco frente a mí. El lugar estaba lleno de todo tipo de curiosos objetos de madera, y de mucha

otras cosas que hubiera deseado que estuviesen muy lejos. En una esquina había un montón de trapos que parecían moverse por la cantidad de bichos que contenían y, en la otra, un montón de huesos cuyo olor estremecía un poco. De tanto en tanto, al mirar aquellos montones, podía ver los relucientes ojos de alguna de,, las ratas que infestaban el lugar. Aquellos asquerosos objetos eran ya bastante malos, pero lo que tenía peor aspecto todavía era una vieja hacha de carnicero con un mango de hierro manchado con coágulos de sangre apoyada contra la pared a la derecha. De todos modos, estas cosas no me preocupaban mucho. La charla de los dos viejos era tan fascinante que seguí y seguí, hasta que llegó la noche y los montículos de trapos arrojaron oscuras sombras sobre los valles que había entre ellos,

Al cabo de un tiempo, empecé a intranquilizarme, no podía decir cómo ni por qué, pero de alguna forma no me sentía satisfecho. La intranquilidad es un instinto y una advertencia. La facultades psíquicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando hacen sonar la alarma, la razón empieza a actuar, aunque quizá no conscientemente.

Así ocurrió conmigo. Empecé a tomar consciencia de dónde estaba y de lo que me rodeaba , y a preguntarme cómo actuaría en caso de ser atacado; y luego estalló bruscamente en mí el pensamiento, aunque sin ninguna causa definida, de que estaba en peligro. La prudencia susurró: «Quédate quieto y no hagas ningún signo», y así me quedé quieto y no hice ningún signo, porque sabía que cuatro ojos astutos estaban sobre mí. «Cuatro ojos…. si no más.» ¡Dios mío, qué horrible pensamiento! ¡Toda la choza podía estar rodeada en tres de sus lados por villanos! Podía estar en medio de una pandilla de desesperados como sólo medio siglo de revoluciones periódicas puede producir.

Con la sensación de peligro, mi intelecto y mis facultades de observación se agudizaron, y me volví más cauteloso que de costumbre. Me di cuenta de que los ojos de la vieja estaban dirigiéndose constantemente hacia mis manos. Las miré también, y vi la causa: mis anillos. En el dedo meñique de mi izquierda llevaba un gran sello y en la derecha un buen diamante.

Pensé que si había allí algún peligro, mi primera precaución era evitar las sospechas. En consecuencia, empecé a desviar la conversación hacia la recogida de la basura, hacia las alcantarillas, hacia las cosas que se encontraban allí; y así, poco a poco, hacia las joyas. Luego, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si sabía algo de aquellas cosas. Ella respondió que sí, un poco. Alcé la mano derecha y, mostrándole el diamante, le pregunté qué pensaba de aquello. Ella respondió que tenía malos los ojos y se inclinó sobre mi mano. Tan indiferentemente como pude, dije:

-¡Perdón! ¡Así lo verá mejor!

Y me lo quité y se lo tendí. Una malvada luz iluminó su viejo y arrugado rostro cuando lo tocó. Me lanzó una furtiva mirada tan rápida como el destello de un rayo.

Se inclinó por un momento sobre el anillo, con el rostro completamente neutro mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente a la parte delantera de la choza ante él, mientras rebuscaba en sus bolsillos y extraía un poco de tabaco envuelto en un papel y una pipa y procedía a llenarla. Aproveché la pausa y el momentáneo descanso de los inquisitivos ojos sobre mi rostro para mirar cuidadosamente a mi alrededor, ahora sombrío a la escasa luz. Todavía estaban allí todos los montículos de variada y apestosa asquerosidad; la terrible hacha manchada de sangre estaba apoyada contra la esquina de la pared de la derecha, y por todas partes, pese a la escasa luz, destellaba el refulgir de los ojos de las ratas. Las pude ver incluso a través de algunos de los resquicios de las tablas de la parte de atrás, muy junto al suelo. ¡Pero cuidado! ¡Aquellos ojos parecían más grandes y brillantes y ominosos de lo normal!

Por un instante pareció como si se me parara el corazón, y me sentí presa de aquella vertiginosa condición mental en la que uno siente una especie de embriaguez espiritual, Y como si el cuerpo se mantuviera erguido tan sólo en el sentido de que no hay tiempo de caer antes de recuperarte. Luego, en otro segundo, la calma regresó a mí…, una fría calma, con todas las energías en pleno vigor, con un autocontrol que sentía perfecto con todas mis sensaciones e instintos alertas.

Ahora sabía toda la extensión del peligro: ¡era vigilado y estaba rodeado por gente desesperada! Ni siquiera podía calcular cuántos de ellos estaban tendidos allí en el suelo detrás de la choza, aguardando el momento para. atacar. Yo me sabía grande y fuerte, y ellos lo sabían también. También sabían, como yo, que era inglés y que por lo tanto lucharía; y así aguardaban. Tenía la sensación de que en los últimos segundos había conseguido una ventaja, porque sabía el peligro y comprendía la situación. Ésta, pensé, es mi prueba de valor…, la prueba de resistencia: ¡la prueba de lucha vendría más tarde!

La vieja mujer levantó la cabeza y me dijo de forma un tanto satisfecha:

-Un espléndido anillo, ciertamente…. ¡un hermoso anillo! ¡Oh, sí! Hubo un tiempo en que yo tuve anillos así, montones de ellos, y brazaletes y pendientes. ¡Oh, porque en aquellos espléndidos días yo era la reina del baile! ¡Pero ahora me han olvidado! ¡Me han olvidado¡ ¡En realidad nunca han oído hablar de mí! ¡Quizá sus abuelos sí me recuerden, a menos algunos de ellos.

Y dejó escapar una seca y cacareante risa. Y debo decir que entonces me sorprendió, porque me tendió de vuelta el anillo con un cierto asomo de gracia pasada de modo que no dejaba de ser patética.

El viejo la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantado de su taburete, y me dijo de pronto, roncamente:

-¡Déjemelo ver!

Estaba a punto de tenderle el anillo cuando la vieja dijo:

-¡No, no se lo entregue a Pierre! Pierre es excéntrico. Pierde las cosas; ¡y es un anillo tan hermoso!

-¡Zorra! -dijo el viejo salvajemente.

De pronto la vieja dijo, un poco más fuerte de lo necesario:

-¡Espere! Tengo que contarle algo acerca de un anillo.

Había algo en el sonido de su voz que me impresionó. Quizá fuera mi hipersensibilidad, fomentada por mi excitación nerviosa, pero por un momento pensé que no se estaba dirigiendo a mí. Lancé una mirada furtiva por el lugar y vi los ojos de las ratas en los montículos de huesos, pero no vi los ojos a lo largo del fondo. Pero mientras miraba los vi aparecer de nuevo. El «i Espere! » de la vieja me había proporcionado un respiro del ataque, y los hombres habían vuelto a hundirse en su postura tendida.

-Una vez perdí un anillo…. un hermoso aro de diamantes que había pertenecido a una reina y que me fue entregado por un recaudador de impuestos, que después se cortó la garganta porque yo lo rechacé. Pensé que debía de haber sido robado, y entre todos lo buscamos; pero no pudimos hallar ningún rastro. Vino la policía y Sugirió que debía de haber ido a las alcantarillas. Bajamos…. ¡yo con mis finas ropas, porque no les iba a confiar a ellos mi hermoso anillo! Desde entonces sé mucho Más sobre las alcantarillas, ¡y sobre las ratas también¡ Pero nunca olvidaré el horror de aquel lugar, lleno de ojos llameantes, un muro de ellos justo más allá de la luz de nuestras antorchas. Bien, bajamos debajo de mi casa. Buscamos la salida de la alcantarilla y allá, en medio de las inmundicias, hallamos mi anillo, y salimos.,

»¡Pero también hallamos algo más antes de salir! Cuando nos dirigíamos hacia la salida, un montón de ratas de alcantarilla -humanas esta vez- vino hacia nosotros. Dijeron a la policía que uno de ellos había ido a las alcantarillas pero no había regresado. Había ido sólo un poco antes que nosotros y, si se había perdido, no podía estar muy lejos. Pidieron que les ayudaran, así que volvimos. Intentaron impedir que fuera con ellos, pero insistí. Era una nueva excitación, y ¿no había recuperado mi anillo? No habíamos ido muy lejos cuando tropezamos con algo. Había muy poca agua, y el fondo de la alcantarilla estaba lleno de ladrillos, residuos y materia de muy variada índole. Había luchado, incluso,cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado mucho! Los huesos todavía estaba calientes, pero completamente mondos. Incluso hablan devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. Los otros -los humanos- se lo tomaron con tranquilidad, y bromearon sobre su camarada cuando lo hallaron muerto. Bah, ¿qué más da, vivo o muerto?

-¿Y no tuvo usted miedo? -le pregunté.

-¡Miedo! -dijo con una risa-. ¿Yo miedo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero entonces era más joven y, mientras recorría aquella horrible alcantarilla con su pared de ansiosos ojos, siempre moviéndose más allá del círculo de la luz de las antorchas, no me sentí tranquila. ¡Sin embargo, avancé por delante de los hombres! ¡Así es como lo hago siempre! Nunca he dejado que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que deseo es una oportunidad y un medio! Y ellas lo devoraron…, se lo llevaron todo excepto los huesos; ¡y nadie se enteró, nadie oyó ningún sonido]

Entonces estalló en un cloqueo del más terrible regocijo que jamás haya oído y visto.

Una gran poetisa describe a su heroína cantando: «¡Oh, verla u oírla cantar! Apenas puedo decir qué es lo más divino». Y puedo aplicar la misma idea a la vieja bruja…, en todo menos en la divinidad, porque difícilmente puedo decir qué era lo más diabólico, si la dura, maliciosa, satisfecha, cruel risa, o la maliciosa sonrisa y la horrible abertura cuadrada de la boca, como una máscara trágica, y el amarillento brillo de los pocos dientes descoloridos en las informes encías. En esa risa y con esa sonrisa y la cloqueante satisfacción supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardaban el, momento apropiado para su realización. Pude leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes a sus cómplices. «Esperad -parecía decirles-, concedeos vuestro tiempo. Yo daré el primer golpe. ¡Hallad las armas para mí, y yo hallaré la oportunidad! ¡No escapará! Mantenedlo tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo! »

Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada por la choza a mi alrededor: todo. seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al suelo.

Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:

-¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!

Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.

-¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! -le gritó la mujer.

Él la apagó de inmediato y dijo:

-De acuerdo, madre, la buscaré.

Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en la oscuridad:

-¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo demás falla.

Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo.

De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna.

«Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase si dentro fracasamos. »

Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el cielo. ¡Estaba realmente rodeado! ¡Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.

La linterna empezó a arder.

-Tráela aquí, Pierre -dijo la mujer-. Colócala en la entrada, donde pueda verla. ¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!

¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de mí a cada lado.

Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella.

Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su lugar exacto, a fin de no fallar al agarTarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la exactitud serían preciosos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. 0 bien me creerla un falso -y cualquier enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del pensamiento-, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando, como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera visto alguna inquietud en mi rostro hubiera sabido que había llegado el momento, y hubiera saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado.

Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles, pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella dirección.

Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las facultades que dependen de la mente crece en proporción. Entonces lo sentí. En un instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida para permitir algo así sin siquiera un ruido.

La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados -había visto de nuevo sus ojos a través de, las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última vez- mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que ser alguna vez, que fuera ahora!

Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la choza.

Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento, trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al desplomarse en una masa informe.

Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima. Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.

El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima, jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos, a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París!

Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la choza era una ruina…. una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien, porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.

No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, por que, cuando observé a mi alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro que no podía haber allí dos de aquellas armas!

Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.

¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha. Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado.

Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta, incansable, y todavía en un hosco silencio.

En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños que antes, aunque -porque la noche se estaba cerrando- aparentaban ser más grandes en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé rápidamente por el montículo que tenía delante.

¡Alegría de alegrías ! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de Montmartre…. una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y allá.

Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a una cierta distancia a mi alrededor.

Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta, con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre.. Un momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.

Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que. puesto que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al frente.

No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo peor. El ter-reno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de una forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a ninguno de mis’ perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer se movían para adelantarme.

Creí que con mi habilidad como corredor podría de nuevo eludir a mis enemigos en aquel juego, y así eché a correr a toda velocidad.

¡Chap!

Mis pies cayeron en una masa fangosa, y caí cuando largo era en un hediondo charco de agua estancada. El agua y el lodo en el cual mis brazos se hundieron hasta el codo eran sucios y nauseabundos más allá de toda descripción, y con lo repentino de mi caída llegué a tragar algo de aquella asquerosa materia, que casi estuvo a punto de ahogarme y me hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los momentos durante los cuales me mantuve inmóvil tras ponerme en pie, intentando recuperarme, al borde del desvanecimiento, del fétido olor del asqueroso charco, cuyos blancuzcos vapores se alzaban como fantasmas a mi alrededor. Lo peor de todo fue que, con la aguda desesperación del animal cazado cuando ve a la jauría perseguidora lanzarse contra él, vi ante mis ojos, mientras permanecía de pie, impotente, las oscuras formas de mis perseguidores avanzando rápidamente para rodearme.

Resulta curioso cómo nuestras mentes elaboran extraños vericuetos incluso cuando las energías del pensamiento se hallan en apariencia concentrados en alguna terrible y apremiante necesidad. Mi vida estaba en momentáneo peligro, mi seguridad dependía de mi acción, y mi elección de alternativas tenía que actuar ahora casi a cada paso que diera, y sin embargo no podía pensar más que en la extraña y testaruda persistencia de aquellos viejos. Su silenciosa resolución, su firme y hosca

persistencia, despertaban incluso en aquellas circunstancias en mí, además de miedo, una cierta medida de respeto. Me pregunté qué hubiera ocurrido de estar en el vigor de su juventud. ¡Ahora podía comprender aquel arranque de energía en el puente de Arcola, aquella burlona exclamación de la Vieja Guardia en Waterloo! El homenaje inconsciente tiene sus propios placeres, incluso en tales momentos; pero afortunadamente no choca de ninguna forma con el pensamiento del cual brota la acción.

Me di cuenta a primera vista de que, aunque me sentía derrotado en mi objetivo, mis enemigos todavía no habían vencido. Habían conseguido rodearme por tres lados y estaban intentando empujarme hacia la izquierda, donde había ya algún peligro para mí, pero no habían dejado guardia. Acepté la alternativa: era un caso de elección de Hobson y de correr. Tenía que mantenerme en terreno bajo, porque mis perseguidores estaban en los lugares más altos. Sin embargo, aunque el rezumante y quebrado suelo dificultaba mi marcha, mi juventud y mi entrenamiento me permitieron mantener la distancia y conservar una línea en diagonal que no sólo les impedía ganar terreno sobre mí, sino que incluso empezó a distanciarlos. Esto me dio nuevo valor y fuerza, y por aquel entonces mi entrenamiento habitual empezaba a tomar de nuevo el mando y había recuperado el aliento. Delante de mí, el terreno ascendía ligeramente. Me apresuré ladera arriba y descubrí delante de mí una extensión de chapoteante terreno, con un bajo dique o talud de aspecto oscuro y ominoso más allá. Tuve la sensación de que si podía alcanzar con seguridad aquel dique, entonces, con terreno sólido bajo mis pies y algún tipo de sendero que me guiara, podría hallar con cierta facilidad una forma de salir de mis apuros. Tras una mirada a derecha e izquierda y sin ver a nadie cerca, mantuve los ojos durante unos breves minutos fijos en mis pies, para comprobar que trabajaban correctamente a la hora de cruzar aquel terreno pantanoso. Fue un trabajo duro y desagradable, pero había poco peligro, tan sólo esfuerzo; y al poco tiempo estaba en el dique. Subí exultante su ladera, pero allí me sacudió una nueva conmoción. A ambos lados de mí se alzaron un cierto número de figuras agazapadas. Se lanzaron contra mí desde la derecha y desde la izquierda. Entre todos, a cada lado, sujetaban una cuerda.

El cerco estaba casi completo. No podía ir a ningún lado, y el fin estaba cerca.

Sólo había una posibilidad, y la tomé. Me dejé resbalar por el dique y, para escapar de las garras de mis enemigos, me lancé a la corriente.

En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que el agua estaba sucia y asquerosa, pero ahora le di la bienvenida como si fuera una corriente cristalina para un viajero sediento. ¡Era un camino a la seguridad!

Mis perseguidores se lanzaron tras de mí. Si tan sólo uno de ellos hubiera sujetado la cuerda, me hubieran cogido, porque me hubiera enredado con ella antes de tener tiempo de dar una brazada; pero las muchas manos que la sujetaban les dificultaron y retrasaron, y cuando la cuerda golpeó el agua oí el chapoteo muy detrás de mí. Unos minutos de fuertes brazadas me llevaron al otro lado de la corriente. Refrescado por la inmersión y alentado por la escapatoria, subí al dique del otro lado con un espíritu relativamente alegre.

Miré hacia atrás desde arriba. Por entre la oscuridad vi a mis asaltantes dispersarse a lo largo del dique hacia arriba y hacia abajo. Evidentemente, la persecución no había terminado, y de nuevo tuve que elegir mi camino. Más allá del dique donde me hallaba había un terreno salvaje y pantanoso muy similar al que había cruzado. Decidí evitar aquel lugar, y por un momento dudé en ir dique arriba o dique abajo. Creí oír un sonido, el apagado rumor de unos remos, así que escuché y luego grité.