Néstor Valdivia: El brillo de obsidiana. Cuento

Esta vez un sueño distinto al que siempre le aquejaba lo despertó antes del amanecer. Un sueño repentino y sin explicación alguna, como todo sueño sí, pero este más fatídico e incomprensible, con un gusto agrio de premonición que le asqueó la lengua al paladearlo y le apretó el pecho en una angustia bravía. Despierto y exaltado, procuró recordarlo pero todo fue tan rápido que no pudo retener las imágenes terribles en la memoria. Le quedó solo esa sensación extraña de ser más un recuerdo que un insólito sueño, una evocación que parecía haber lactado directo de su madre a través del dulce calostro que bebió al ser alumbrado.

Aquella mañana Hombre la ocupó puliendo un pedazo de obsidiana negra contra una piedra más grande y dura, adelgazando a pulso de paciencia y goterones de agua los bordes toscos e irregulares de la piedra volcánica. Con el dedo gordo de la mano comprobó la delgadez del filo. La pequeña gota de sangre era la prueba infalible que el esfuerzo había dado frutos y se sintió satisfecho. Sentado en el pórtico de su covacha tomó las tiras de cuero de un roedor y con ellas ató la piedra alisada al hueso de la cadera de un animal salvaje ya tallado con anticipación y puesto a secar a la intemperie. Mientras aguzaba la punta del cuchillo ya acabado y el hambre le retorcía las tripas, lamentó su poca suerte. Pero suerte no es. Aunque él no lo sepa, cada acto de su vida, cada decisión lo encaminó a este punto, a este instante de modo irremediable, como a todos los personajes de su universo conocido, donde cada uno, a su vez, daba su aporte para ello y del que nadie y menos Hombre, ya viejo, solitario y cansado, podía desprenderse de las ataduras de lo que ahora bien llamamos destino y que le había encadenado a una sucesión de hechos desde siempre, incluso, antes de su propia existencia.

Ya caía la tarde y desde el pequeño otero donde ubicó su casa para guarecerse de las lluvias y el sol; debajo de un gran molle frondoso, observa distraído su aldea de casas dispuestas en un orden aparentemente sin tino pero que guardaba relación con la incipiente división social imperante. Las covachas de piedras, con puertas orientadas al sol naciente, eran circulares, de una sola entrada y con una altura no superior a la de sus habitantes, esto para mantener el calor dentro de ellas. Techos de paja brava las protegían de las inclemencias climáticas. Al centro de ellas había un amplio patio, también circular, a modo de plaza, donde los más pequeños retozaban y los viejos disfrutaban del calor solar tirados en el suelo aplanado de tierra. Al medio del patio cuatro troncos largos a manera de bancas formaban un cuadrado, que servía de sala de reuniones a cielo abierto y de comedor permanente de la tribu. Por las noches se encendía el fogón para calentar los cuerpos y cocer la comida recolectada y las carnes secas de las presas cazadas en épocas de abundancia. Hombre espera que anochezca y con lentitud baja por la pendiente. Algunos niños al verle entrar al patio, juegan con él lanzándole objetos, tironeándole de sus ropas sucias y gastadas. Los adultos lo miran con desprecio y arrogancia. Se ríen y él, complaciente y resignado, hace lo mismo.

Todos están al rededor de la fogata. El humo se levanta sinuoso hasta lo más alto y Hombre, manteniendo cierta distancia al inicio y temeroso, se aproxima al fogón central. De a pocos va acercándose, casi a rastras y con la cerviz humillada, hasta llegar a sentir el calor de la hoguera que le calienta los pies y le sonroja las mejillas. El olor de la carne cocida le hace salivar, vuelven los retortijones del estómago, quiere estirar la mano para coger un bocado pero su estatus no se lo permite. Todos comen en orden de rangos definidos. Los hombres adultos se alimentan primero, luego los más viejos, los jóvenes, las mujeres, las mujeres viejas, los niños, niñas y al último, Hombre, disputa las sobras con los perros. Nadie, si quiera, le brinda una mirada de desprecio mientras va arrancando a mordiscos las piltrafas de carne y tendones pegadas al hueso.

Ya de regreso a casa tomó la quena que heredó de Padre cuando este murió. Sintió en sus dedos las muescas entrañables, los orificios suavizados por el uso. La melodía dulce y triste que comenzó a entonar fue bajando por la colina como una brisa gélida aquietando todo a su paso: a los árboles, matorrales, al incipiente pasto, a las nubes y a los sueños de todos para luego, lánguida, irse perdiendo entre el largo valle de su comarca.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Reflexionó con tristeza. En tan poco tiempo había pasado de ser el líder de su asentamiento a alguien postergado a la menor posición del escalafón social.

Hombre está viejo. Sus cabellos encanecieron. Sus músculos que antes mostraba orgulloso a los más jóvenes, cada vez los siente más flácidos. Sus piernas, casi inútiles, no soportan los largos trotes del grupo de caza. Se quedaba relegado y, a pesar de ello, hasta unas estaciones atrás, aún mantenía el respeto y la cabeza de la tribu. Pero llegó aquel día infortunado cuando un macho más joven, también cazador, le espetó sus errores tras dejar escapar una presa fácil. Y en el patio, delante de todos, le retó mostrando los dientes y furioso se le fue encima. No dándole a Hombre tiempo para nada, ni para evitar los golpes que le cegaban la visión, ni limpiarse la sangre que corría por su rostro. Solo de manera automática, instintiva, pudo desenfundar el puñal y en movimientos involuntarios, cercenarle algunos dedos de la mano al macho joven, antes que este, más frenético aún, le hiriera casi de muerte golpeándole la cabeza con una roca.

Sintió a Sol irritándole el rostro, despertó lento al cabo de unos días. Se encontraba tirado a las orillas de Río, sobre un esponjoso colchón natural de hierbas y lodo que le enfriaba la espalda. Se incorporó como pudo. La cabeza le daba vueltas. El estomago se le revolvió y las arcadas solo le permitieron expulsar un vómito amarillo y espumoso y se sintió morir. Ya mejorado, lavó sus heridas, su ropa, su cuerpo dolido, sus cabellos pegoteados de sangre y la herida de la frente le ardió en fuego vivo. Se quedó sentado pensando en lo ocurrido. Todo era confuso. Rostros, miradas, indiferencia, sangre, el suelo, nubes, golpes, puños y lo único claro, la piedra acercándosele veloz para luego llenarle toda la memoria de una blancura tan espesa como la neblina más tupida de las tardes de verano.

Hombre, adolorido y aún con mareos repentinos que le hacían trastrabillar y con más resignación que valor, tomó la pequeña cuesta rocosa para llegar a Aldea. Y mientras se sujetaba de una piedra para darse impulso y con la otra mano presionaba otra para calcular la resistencia al peso, cuestionó su decisión:

– ¿Por qué nadie salió en mi defensa? – Pensó- ¿Por qué me dejaron ahí tirado? ¡Nadie me defendió, nadie me auxilió!- Ni Hembra, su joven pareja, salió a protegerle o detener la pelea o ya tirado en Río limpiarle las heridas, cubrirla con plantas para acelerar la curación y no dejarlo ahí, como una simple osamenta que abandonaban luego de algún festín tribal. – ¿Todo habría sido planeado? – Se preguntó.– Sí, puede ser – Recapacitó – Pero… Y si fue así… ¿Para qué volver? – Sería repelido por el grupo al instante y quizá, ya no correría la misma suerte de ahora. Herido, maltrecho pero vivo al fin.

Hombre está sentado a la ribera. Hombre y sus pensamientos. Hombre y Río bramando su bajo caudal. Hombre y Río respondiéndole a cada una de sus preguntas en un eco de lenguaje sibilino. Y recordó que Padre alguna vez le dijo que ellos habían aprendido de los animales que habitaban las alturas. Cuando un joven macho llega a la edad de procreación se aleja del núcleo familiar, se junta con otros de su misma condición y forman una manada nómade, recorriendo nuevas regiones de pastoreo hasta encontrar una hembra para el apareamiento. Con la diferencia que los hombres errantes o raptaban a las hembras y las hacían suyas por la fuerza y formaban un nuevo clan o simplemente merodeaban por los alrededores de las poblaciones vecinas y poco a poco eran admitidos por su colaboración e identificación con el grupo.

– Así es como Abuelo llegó a Aldea– Le dijo Padre una tarde mientras descansaban luego que le enseñase el modo adecuado de tocar la quena. La confesión de Padre, escasa en detalles y con la mirada fugitiva, le causó extrañeza. Raudo, evitando la pregunta no formulada, acomodó los dedos en los agujeros del instrumento de hueso, enjugó los labios y luego sopló suave arrancándole una vieja canción que le estremeció el alma, como una gota el agua, como un relámpago quiebra al aire. – Al inicio no fue aceptado– Continuó luego. Era evidente, un macho joven y de tribu diferente guardaba mucho recelo en sus pares. Pero con el transcurrir de las estaciones, Abuelo fue ganándose un lugar en los tablones del patio. Con su destreza con las armas, pericia y fortaleza, tomó el liderazgo de los cazadores. Y así, al cabo de un tiempo fue visto como uno más. Pero Hombre nunca había salido de su entorno. De pequeño y con los demás niños del clan sólo se habían aventurado a cruzar, pocas veces, a la otra ribera sabiendo la prohibición de los mayores:

– ¡No es nuestro territorio! – Le decían señalándole una piedra apuntalada en el suelo, con diseños raspados en su superficie, a modo de hito de la tribu vecina; del cual pendían bestias desgarradas por la muerte, con las carnes ennegrecidas y los huesos expuestos y partidos destilando aceites rancios y hediondos debido al calor del medio día; como claro recordatorio de la suerte que se correría al traspasar la frontera. Y se quedaba observando el más allá, hasta que Sol parecía haberse convertido en un gigante ojo irritado que ensangrentaba el yermo de piedras grises y las nubes del extenso territorio inexplorado por los suyos. Y del otro lado, por el oriente, por encima del valle, el bosque de cceñuas de troncos retorcidos y cortezas escamadas. Más allá el pajonal y más lejos aún, los cerros tutelares de blancuras inescrutables, cuyas cumbres, apenas visibles desde su caserío, eran como las afiladas dentaduras de un viejo puma petrificado, en una constante y eterna lucha por querer morder la inalcanzable panza abovedada de Cielo.

¿Pero Hombre, a dónde iría? En su condición le sería difícil adaptarse a la nueva situación, sin tomar en cuenta que podrían pasar días, incluso semanas antes de encontrar al grupo. Y si lo lograse, ¿De qué serviría? Nadie en absoluto aceptaría su presencia. Un estorbo dirían, una carga para la gavilla de jóvenes en la plenitud de sus capacidades, con liderazgos ya definidos y objetivos amatorios bien proyectados. No cargarían con él a cuestas. Entonces ¿Le quedaría el exilio? Marcharse lo más lejos posible y vérselas él solo: construir su morada, recolectar, cazar. Sí, era una opción. Y sus pensamientos se le esfumaron al observar sus manos huesudas, las pecas de ancianidad en el dorso de ellas y de pronto como si hubiera descubierto el camino no previsto, se vio en el reflejo del agua y este le devolvió implacable, un rostro viejo, arrugado, reseco. Con las mismas grietas de un leño añejo y se sintió desolado y vulnerable. Y como momentos antes, comenzó a subir la pendiente que marcaba la garganta de la ribera.

Ya en la explanada el blando tufo almizclado de carnes y frutos descompuestos, característico de Aldea, lo sintió pegado a sus narices como un recuerdo que no podía quitarse de la cabeza. A cada paso su presencia era más irrisoria y detestable. Como un mecanismo de defensa, o de derrota, su cuerpo enjuto, viejo para su época a pesar de sus escasos 35 años, se le fue encorvando como el tallo de las quinuas salvajes por el peso de su fruto, hasta llegar a convertirse en la miserable estampa de un futuro roído por la desesperanza y la traición. Nadie le dijo nada, nadie le sonrío al entrar al patio, nadie expresó una mueca de asombro. Sólo las miradas de vilipendio le calaron el espíritu como cuando el viento arranca desde sus raíces a las hierbas moribundas. Eso era, un hombre moribundo.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Volvió a cuestionarse al recordar aquel episodio de su vida, que le arremolinó la memoria en un estrépito de voces acusadoras que no cesaban de sonar. Puso la quena a un lado e ingresó a su covacha y en un largo suspiro fue calmando los bostezos que luego se convirtieron en ronquidos y quietud.

Al amanecer del día siguiente la Estrella Solitaria y el rojo indio pálido de Cielo marcaban la hora para que Hombre se levantara de una noche pesada por la ansiedad, en la que apenas pudo dormir y complacerse en el imaginario de su retorno a Aldea, con la presa despanzurrada sobre sus espaldas, siendo la envidia de muchos y el orgullo de los más pequeños por la hazaña de haber logrado una cacería impecable sin la ayuda de nadie. Entre vítores ingresaría por las fronteras invisibles de Aldea, teniendo el reconocimiento del grupo y haciéndose merecedor de las atenciones de todos, de las hembras jóvenes y, cómo no, de escoger el mejor pedazo de carne para sí. Ya no sería mal visto ni reprochado por los demás.

Llegó la hora. Se colgó el cuchillo al cuello con una cuerda. Tomó el arco y se lo cruzó por el hombro. Seleccionó las mejores flechas, las ajustó con la soga de maguey a la espalda y se alejó de Aldea. En una marcha ligera y al cabo de pocas horas, Hombre remontó el valle y desde ahí pudo distinguir a lo lejos la planicie. El frío arreciaba pero eso es lo que menos le importaba. Siguió el resto del camino apretando el paso, mientras los rayos solares iban reduciendo las sombras de las descomunales rocas míticas, que según contaban en las noches, alrededor de la hoguera, eran colosos petrificados por desobediencias imperdonables al Dios de las Varas, que vino en tiempos inmemoriales desde el gran lago salado a poner orden por estas tierras. Siguió su correría hasta adentrarse en el pajonal. Con cautela, agitado y de panza al suelo, se situó detrás de una elevación, a recuperar el aliento.

– ¡Va a llover¡– Pensó al ver como aparecía tras los cerros una pared de nubes negras. Respiró profundo, con los ojos cerrados, como queriendo distinguir un aroma delicioso y esperado en el aire que se hacía más frío y húmedo.- ¡Sí, va a llover¡– Sentenció para sí.

Ya recuperado del cansancio sacó de su bolso el idolillo de trapo que preparó para esta ocasión y lo enterró haciendo el ritual de pago a la tierra. Luego, asomó la cabeza y divisó un abrevadero. Se escabulló, tratando de pasar desapercibido, arrastrándose hasta llegar a ocultarse detrás del montículo de piedras que le permitía una proximidad adecuada al ojo de agua. Esperó paciente. Ya las nubes estaban sobre él preñadas de agua a punto de romperse y  caer. Siguió tirado, esperando la cercanía del momento, con el cuerpo laxo. Siendo arrullado por el sonido del viento al atravesar por entre el ischu, se fue sumiendo en un sueño liviano, el mismo de la madrugada, dónde ahora sí pudo distinguir con claridad las lenguas de fuego que abrazaban las casas de Aldea y la voz de Padre retumbando en su cabeza recordándole sus orígenes como aquella tarde que le enseñó a tocar la quena. Se despertó, otra vez, sobresaltado por el extraño sueño. Le pareció tan vívido que el humo tóxico del incendio inexistente, le irritó la garganta y le hizo lagrimear los ojos vivarachos de águila que tenía. Oyó pasos. Volvió a levantar la cabeza por entre las rocas y allí, frente a él, a una treintena de pasos, divisó a una familia de vicuñas que saciaban su sed en el aguadero. Éstas estaban separadas de la enorme manada que pastaba calma, alimentándose del tierno herbaje que crecía después de las lluvias. Dispuso las flechas de punta de pedernal en el suelo. Tomó una de ellas, ensalivó la pluma guía y mientras tiraba de la cuerda hasta el punto adecuado, afinando la vista, imploró al Dios Perro por una buena puntería. Soltó el cable del arco que rechinaba a la presión recibida. La saeta marcó una trayectoria curva a lo largo del recorrido a causa del viento que lo empujaba de lado y terminó por atravesar el cuello del macho alfa que segundos antes, y distraído, sin advertir la presencia de Hombre, había girado la cabeza hacia el silbido, que no demoró más que un parpadeo para apagarle la respiración en un resoplido quedo cuyo sonido se propagó como el resplandor de un trueno por la pradera, alertando a los demás. El macho se desplomó y el núcleo familiar, sin saber qué hacer, se movió siguiendo en tropel a la masa compacta marrón de la manada que asemejaba un bloque gigante de tierra en cataclismo, que de pronto había cobrado vida, trasladándose de un lado al otro de la estepa, dejando al descubierto la pisoteada hierba amarillenta de la pampa. Hombre presuroso corrió al encuentro de su presa. Se agachó para beber de los últimos borbotones de sangre con el mismo placer y determinación de un cachorro al succionar la teta de su madre. Ya satisfecho, estrenó en rápidos cortes el cuchillo de obsidiana degollando al animal, sacándole las vísceras y tripas para luego lavarlas en el riachuelo que como una cicatriz en un rostro, partía en 2 el frío páramo. Limpió sus manos aún manchadas de sangre, que resplandecía a sus ojos exaltados por la proeza, en el fino vellón del animal del que todavía brotaban vapores de su cuerpo tibio.

La tarde se acercaba y el viento soplaba acariciando en ráfagas el rostro agradecido de Hombre que, como si de un hálito divino se tratase, le hizo sentirse rejuvenecido. Con la carga preciada sobre sus espaldas, ya sin cansancio y resuelto, con premura emprendió el camino a casa.

– ¡Ya estoy cerca! – Pensó al cabo de unas horas, al cruzar los cceñuales.

Se sentó a descansar y otra vez recayó, como deslizándose dentro de un desfiladero del que no se puede ni quiere escapar, en las imágenes del sueño que instantes antes lo había sacudido. Masticó la coca sagrada refrescando el sabor áspero de la hoja y de los malos recuerdos con la cal del pequeño recipiente de calabaza que siempre llevaba consigo.

Nadie en Aldea tenía recuerdo de cómo comenzó todo. Si primero fue una casa, luego otra o vinieron todos juntos y fueron levantando de a pocos el pueblo disponiendo las puertas al naciente. Para cuando Hombre tenía uso de razón, todo ya era viejo, como si siempre Aldea hubiera estado ahí, como un ser milenario cuyo destino era enterrar en su vientre a todos sus hijos por la eternidad. Tan vieja como las piedras, como Cerro, como Sol, como Luna. Tan antigua como su propia estirpe pero ya desmemoriada, quizá, por propia voluntad. Un pasado tan confuso y tal vez tan siniestro que ya nadie tiene el valor de recordar. Como cerrar los ojos y pretender que lo visible desaparecerá al abrirlos otra vez. Pero se convierte en un recordatorio rutinario. Una pestilencia ya lejana pero que carga el ambiente y nos transporta a un momento justo, indicado, del pasado.

– ¿Cómo llegamos acá?– Hombre le preguntó alguna vez a Padre, y este le respondió con un silencio profundo.

Y quizá la respuesta sea única. Quizá. Sus antepasados llegaron de madrugada y a mansalva quemaron a sus habitantes dentro de sus casas. A los que se resistieron los colgaron de los pies para luego arrancarles la piel aún estando vivos. Hicieron tambores de guerra con sus pellejos curtidos. Con sus cabellos, conjuros para evitar el maleficio de sus enemigos. Comieron de sus carnes. De sus cráneos bebieron chicha. De sus tripas tensaron arcos y fabricaron amuletos de sus dientes. Mataron y violaron a las mujeres (nadie puede especular el orden adecuado). Lanzaron a los niños y lactantes y recién destetados a Río, y sólo dejaron con vida a las hembras más jóvenes y vírgenes para que los guerreros las desposaran y los líderes disfrutaran de ellas, en otro tipo de festín cárnico, compartiendo sus camas, con sus mujeres del clan, tal y como indicaba la usanza de sus épocas, para aumentar la prole. Con Aldea desolada ya solo bastaba entrar a la vivienda elegida recientemente deshabitada. Tomar posesión de ella, redecorar las paredes, mejoras por aquí y por allá, nada especial. Unos simples retoques bastaban para convertirlas en suyas y hacer como si nada hubiese pasado, para sentirse como en casa.

Masticando la coca, la lluvia le sorprendió y a Hombre le embargó en una sensación de placidez parecida a la felicidad. Hombre nació en una familia de cazadores, lo criaron como cazador, morirá como cazador. Sus gustos, como de los otros de la tribu, ya adulto, era sentirse complacido con cotidianidades básicas. Sacarse los piojos de encima, después de los alimentos. Masticarlos disfrutando el chasquido de sus cuerpos al reventarlos con los dientes. Sentarse a contemplar la lluvia caer por horas sobre el verde pasto. Recordar a Hembra en sus faenas diarias de amamantar a su único hijo que le quedó vivo después de aquel invierno crudo que mató a dos de sus críos. Sobrevivencia que tampoco valió de mucho, ya que llegado el siguiente invierno, luego de la pelea que perdió ante Tullido, éste terminó por liquidarlo estrellándole contra los cantos rodados que dejó a la vista el bajo caudal para evitar futuras venganzas.

Se levantó de su asiento improvisado, volvió a colgar la presa sobre sus espaldas y siguió en trote hasta llegar a Aldea.

Ya era de noche cuando arribó. El fogón central ardía y los miembros de la tribu, unos sentados en los tablones, otros en el suelo, comían entretenidos. Algunas risas sueltas, conversaciones distendidas. Nadie advirtió la presencia de Hombre, que por el día trajinado que había tenido, parecía un ser venido del más allá, como si hubiera sido parido de alguna bestia imaginaria, como si la tierra misma le haya tragado y expulsado de sus entrañas, enlodado de pies a cabeza y con rastros de sangre por todo el cuerpo. Se aproximó un poco más. Todos callaron. Las risas se convirtieron en murmullos. Parsimonioso, con el pecho henchido, mostró el producto de la cacería arrojando la presa muy cerca al fuego para que todos la vieran. Tullido con otros líderes se levantaron, cogieron al animal y en menos de lo que esperaba, una mujer vieja ya estaba troceando al animal muerto. Hombre esbozó una sonrisa y los demás volvieron a tomar sus lugares. Y cuando se disponía a sentarse con los suyos, dos cazadores le salieron en su encuentro y le empujaron hasta que Hombre cayó. Quiso ponerse de pie, no comprendía lo que pasaba. Otro empujón y entonces entendió que nunca más sería aceptado en el grupo. Que no importaba lo que hiciera ahora o hiciese en un futuro para merecerse, como antes, un puesto digno. No era más que un objeto, el recordatorio de la vergonzosa cara de lo que la tribu ya no representaba.

Hombre iracundo subió a su otero. La esperanza se le evaporó como las lágrimas de impotencia al escurrírseles por su rostro quemándole las mejillas. De alguna forma inexplicable y ruin, los logros de un hombre no se miden en sus objetivos cumplidos sino en las tragedias que le encaminaron a ellos. Tomó la quena, quiso tocarla pero sus manos y labios temblorosos no se lo permitieron. Miró el cielo ya despejado. La cruz del sur se mostraba limpia sobrepuesta ante las demás estrellas y en un momento de ira incontrolable, como si con ello quisiera acabar con el pacto oculto, no firmado de un porvenir que le era adverso, rompió entre sus manos el añorado instrumento de Padre.

Abajo terminaron de comer, saciados con la carne fresca que Hombre les había procurado, y uno a uno entraron a sus casas. El brillo del cuchillo de obsidiana que aún llevaba consigo, que aún lo tenía colgado del cuello con una cuerda, de pronto lo llevó a una idea descabellada. Este era su momento de venganza. Algo incomprensible, dirán, para aquellos hombres de aquellos tiempos. Que su cerebro tenía las facultades de un hombre moderno, sí, pero vayamos a saber de qué tipo de artilugios mentales estaba provisto aquel disco biológico. Sabemos bien que la capacidad de almacenamiento de un recipiente tiene poco que ver con la cantidad que éste trae y claro está, con la calidad de ese contenido. De lo que no cabe dudas es de los miedos, desconfianzas de su propia sobrevivencia, en este mundo inmenso y abarrotado de fenómenos que apenas, Hombre y los suyos, pueden tantear una explicación práctica y muchas veces absurda y llena de prejuicios. Útil para su época pero donde los sentimientos tan prescindibles por la rutinas y necesidades de su cotidianidad, vacía ha de estar pero asumamos nuevamente. En su pecho germinó ese algo que va creciendo pero no ocupa espacio y a la vez una llenura ardiente que no puede ser expulsada. Una comida, digámoslo así, que se resiste a ser digerida ni puede ser regurgitada. Avinagrándose a lo largo de muchas lunas y muchas estaciones, dentro de sí. La rabia le brota por los ojos en forma de lágrimas y empuñando el mango de hueso con hoja de obsidiana brillosa, destellante a la luz de Luna gorda que alumbraba todo con su refracción pálida en un gris de sombras perpetuas como aquellas que obnubilan su razonamiento arcaico. Hombre es cazador nato, sabe como acechar y acorralar a su presa, una destreza que no se olvida fácil. Imita el caminar sigiloso de los félidos que atormentan sus pesadillas de cuando en cuando repitiendo una y otra vez hasta el cansancio la escena en donde Padre fue devorado por uno de ellos un día lejano cuando Hombre era aún un cachorro inexperto. Y en ese entonces, no pudo hacer nada. ¿O tal vez sí? Había sacado su pequeño puñal del cinto, amenazante quiso lanzarse sobre el lomo de Puma para salvar a Padre pero de pronto las piernas no le respondieron, la visión se le cristalizó. Un escalofrío repentino le erizó los cabellos, le subió por la espina encorvada y sólo atinó a esconderse tras un matorral, mientras veía absorto como Padre iba pataleando, cada vez con menos ímpetu, al mordisco mortal que le abría la garganta y le quebraba las cervicales, siendo arrastrado, luego, por las alturas de la colina, dejando un rastro de sangre que Hombre no tuvo el valor de seguir.

Y Hombre se vio otra vez a la luz de Luna, arrastrándose por el patio central, no como lo hacía para comer, no con la humillación de siempre. Ahora con arrojo hasta llegar frente al montículo de piedras con las que él había construido su casa y que Tullido se la había arrebatado aquella funesta tarde que perdió la pelea. Lento, descorrió a un lado la tela de fibra vegetal que hacía de puerta. Al fondo vio una sombra movediza. Era Tullido que se acurrucaba y distendía cadencioso sobre el cuerpo de Hembra, como un gusano sobre una hoja, en suaves ronroneos y quejidos que ya en esa época eran distinción inequívoca de aplacar los deseos que se agitan debajo del vientre. Con sus dientes, por el mango, Hombre sostiene el cuchillo de obsidiana pulida y a cuatro patas va cercando a su presa. Hembra observa abstraída el techo oscuro, tan negro como el mohín de sus sentimientos, para olvidar y distanciarse de las acometidas toscas que le invadían sin consideración su cavidad seca. Desvió la mirada perdida al sentir la presencia de alguien más y la fija sobre los ojos también negros de Hombre que hervían en un fuego vivo e inacabable como el brillo del cuchillo de obsidiana a la luz de la Luna. Fue sólo un segundo y en ese momento Tullido también lo vio, sin más, éste se lanzó sobre él y se enredaron en una lucha de golpes secos y gruñidos indescifrables. Un instante después, otro silbido que cortaba el aire tal como el que atravesó al auquénido horas antes, como el que cercenó los dedos de Tullido mucho tiempo atrás y que ahora desvaneció a uno de ellos con el abdomen abierto de lado a lado, sobre el suelo polvoriento de la covacha.

A fuera Cielo está despejado por el brillo de Luna, ni una nube interrumpe la visión de alguien que quiera contemplar su belleza. Las estrellas parecían cientos, miles de luciérnagas atrapadas en la eterna telaraña de manto negro con que Sol se tapaba para dormir. Ni un sonido interrumpía la totalidad. El fogón central de la tribu crepitaba mudo y los insectos revoloteaban sobre los restos de la comida consumida horas antes. Dentro, ya nada importaba, ni la proximidad del día, ni las increpaciones de los otros miembros del grupo, ni las represalias que tomarían contra él por la muerte de su líder. Nada importaba, este era su momento de gloria. Ahora era Hombre sobre Hembra, como minutos antes lo estaba Tullido que yace destripado al otro extremo de la habitación roncando sus últimos alientos de vida con el cuchillo de obsidiana, brillando sobre su regazo.

Mario Var­gas Llosa: Elo­gio de la Lec­tura y La Ficción. Discurso de aceptación del Nobel de literatura, 2010. Discurso.

principal-alfaguara-publicara-septiembre-2013-i-b-heroe-discreto-b-i-nueva-novela-b-mario-vargas-llosa-bAprendí a leer a los cinco años, en la clase del her­mano Jus­ti­niano, en el Cole­gio de la Salle, en Cocha­bamba (Boli­via). Es la cosa más impor­tante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años des­pués recuerdo con niti­dez cómo esa magia, tra­du­cir las pala­bras de los libros en imá­ge­nes, enri­que­ció mi vida, rom­piendo las barre­ras del tiempo y del espa­cio y per­mi­tién­dome via­jar con el capi­tán Nemo veinte mil leguas de viaje sub­ma­rino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Por­tos y Ara­mís con­tra las intri­gas que ame­na­zan a la Reina en los tiem­pos del sinuoso Riche­lieu, o arras­trarme por las entra­ñas de París, con­ver­tido en Jean Val­jean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lec­tura con­ver­tía el sueño en vida y la vida en sueño y ponla al alcance del peda­cito de hom­bre que era yo el uni­verso de la lite­ra­tura. Mi madre me contó que las pri­me­ras cosas que escribí fue­ron con­ti­nua­cio­nes de las his­to­rias que lela pues me ape­naba que se ter­mi­na­ran o que­ría enmen­dar­les el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: pro­lon­gando en el tiempo, mien­tras cre­cía, madu­raba y enve­je­cía, las his­to­rias que lle­na­ron mi infan­cia de exal­ta­ción y de aventuras.

Me gus­ta­ría que mi madre estu­viera aquí, ella que solía emo­cio­narse y llo­rar leyendo los poe­mas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y tam­bién el abuelo Pedro, de gran nariz y calva relu­ciente, que cele­braba mis ver­sos, y el tío Lucho que tanto me animó a vol­carme en cuerpo y alma a escri­bir aun­que la lite­ra­tura, en aquel tiempo y lugar, ali­men­tan tan mal a sus cul­to­res. Toda la vida he tenido a mi lado gen­tes así, que me que­rían y alen­ta­ban, y me con­ta­gia­ban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y sin duda, tam­bién, a mi ter­que­dad y algo de suerte, he podido dedi­car buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y mara­vi­lla que es escri­bir, crear una vida para­lela donde refu­giar­nos con­tra la adver­si­dad, que vuelve natu­ral lo extra­or­di­na­rio y extra­or­di­na­rio lo natu­ral, disipa el caos, embe­llece lo feo, eter­niza el ins­tante y torna la muerte un espec­táculo pasajero.

No era fácil escri­bir his­to­rias. Al vol­verse pala­bras, los pro­yec­tos se mar­chi­ta­ban en el papel y las ideas e imá­ge­nes des­fa­lle­cían. ¿Cómo reani­mar­los? Por for­tuna, allí esta­ban los nues­tros para apren­der de ellos y seguir su ejem­plo. Flau­bert me enseñó que el talento es una dis­ci­plina tenaz y una larga pacien­cia. Faulk­ner, que es la forma –la escri­tura y la estruc­tura– lo que engran­dece o empo­brece los temas. Mar­to­rell, Cer­van­tes, Dickens, Bal­zac, Tols­toi, Con­rad, Tho­mas Mann, que el número y la ambi­ción son un impo­nen­tes en una novela como la des­treza esti­lís­tica y la estra­te­gia narra­tiva. Sar­tre, que las pala­bras son, actos y que una novela una obra de tea­tro, un ensayo, com­pro­me­ti­dos con la actua­li­dad y las mejo­res opcio­nes, pue­den cam­biar el curso de la his­to­ria. Camus y Orwell, que una lite­ra­tura des­pro­vista de moral es inhu­mana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actua­li­dad tanto como en el tiempo de los argo­nau­tas, la Odi­sea y la Ilíada.

Si con­vo­cara en este dis­curso a todos los escri­to­res a los que debo algo o mucho sus som­bras nos sumi­rían en la oscu­ri­dad. Son innu­me­ra­bles. Ade­más de reve­larme los secre­tos del ofi­cio de con­tar, me hicie­ron explo­rar los abis­mos de lo humano, admi­rar sus haza­ñas y horro­ri­zarme con sus des­va­ríos. Fue­ron los ami­gos más ser­vi­cia­les, los ani­ma­do­res de mi voca­ción, en cuyos libros des­cu­brí que, aun en las peo­res cir­cuns­tan­cias, hay espe­ran­zas y que vale la pena vivir, aun­que fuera sólo por­que sin la vida no podría­mos leer ni fan­ta­sear historias.

Algu­nas veces me pre­gunté si en paí­ses como el mío, con esca­sos lec­to­res y tan­tos pobres, anal­fa­be­tos e injus­ti­cias, donde la cul­tura era pri­vi­le­gio de tan pocos, escri­bir no era un lujo solip­sista. Pero estas dudas nunca asfi­xia­ron mi voca­ción y seguí siem­pre escri­biendo, incluso en aque­llos perio­dos en que los tra­ba­jos ali­men­ti­cios absor­bían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la lite­ra­tura flo­rezca en una socie­dad fuera requi­sito alcan­zar pri­mero la alta cul­tura, la liber­tad, la pros­pe­ri­dad y la jus­ti­cia, ella no hubiera exis­tido nunca. Por el con­tra­rio, gra­cias a la lite­ra­tura. a las con­cien­cias que formó. a los deseos y anhe­los que ins­piró, al desen­canto de lo real con que vol­ve­mos del viaje a una bella Fan­ta­sía, la civi­li­za­ción es ahora menos cruel que cuando los con­ta­do­res de cuen­tos comen­za­ron a huma­ni­zar la vida con sus fábu­las. Sería­mos peo­res de lo que somos sin los bue­nos libros que len­tos, más con­for­mis­tas, menos inquie­tos e insu­mi­sos y el espí­ritu crí­tico, mecer del pro­greso, ni siquiera exis­tida. Igual que escri­bir, leer es pro­tes­tar con­tra las insu­fi­cien­cias de la vida. Quien busca en la fic­ción lo que no tiene, dice, sin nece­si­dad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para col­mar nues­tra sed de abso­luto, fun­da­mento de la con­di­ción humana, y que debe­ría ser mejor. Inven­ta­mos las fic­cio­nes para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que qui­sié­ra­mos tener cuando ape­nas dis­po­ne­mos de una sola.

Sin las fic­cio­nes sería­mos menos cons­cien­tes de la impor­tan­cia de la liber­tad para que la vida sea vivi­ble y del infierno en que se con­vierte cuando es con­cul­cada por un tirano, una ideo­lo­gía o una reli­gión. Quie­nes dudan de que la lite­ra­tura ade­más de sumir­nos en el sueño de la belleza y la feli­ci­dad, nos alerta con­tra toda for­mas de opre­sión, pre­gún­tense por qué todos los regí­me­nes empa­pa­dos en con­tro­lar la con­ducta de los ciu­da­da­nos de la cuna a la tumba, la temen tanto que esta­ble­cen sis­te­mas de cen­sura para repri­mirla y vigi­lan con tanta sus­pi­ca­cia a los escri­to­res inde­pen­dien­tes. Lo hacen por­que saben el riesgo que corren dejando que la ima­gi­na­ción dis­cu­rra por los libros, lo sedi­cio­sas que se vuel­ven las fic­cio­nes cuando el lec­tor coteja la liber­tad que las hace posi­bles y que en ellas se ejerce, con el oscu­ran­tismo y el miedo que lo ace­chan en el mundo real. Lo quie­ran o no, lo sepan o no, los tabu­la­do­res, al inven­tar his­to­rias, pro­pa­gan la insa­tis­fac­ción, mos­trando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fan­ta­sía es más rica que la de la rutina coti­diana. Esa com­pro­ba­ción, si echa raí­ces en la sen­si­bi­li­dad y la con­cien­cia, vuelve a los ciu­da­da­nos más difí­ci­les de mani­pu­lar, de acep­tar las men­ti­ras de quie­nes qui­sie­ran hacer­les creer que, entre barro­tes, inqui­si­do­res y car­ce­le­ros viven más segu­ros y mejor.

La buena lite­ra­tura tiende puen­tes entre gen­tes dis­tin­tas y, hacién­do­nos gozar, sufrir o sor­pren­de­mos, nos une por debajo de las len­guas, creen­cias, usos, cos­tum­bres y pre­jui­cios que nos sepa­ran. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capi­tán Ahab en el mar, se encoge el cora­zón de los lec­to­res idén­ti­ca­mente en Tokio, Lima o Tom­buctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsé­nico. Anna Kare­nina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patí­bulo, y cuando, en El Sur, el urbano doc­tor Juan Dahl­mann sale de aque­lla pul­pe­ría de la pampa a enfren­tarse 31 cuchi­llo de un matón, o adver­ti­mos que todos los pobla­do­res de Comala, el pue­blo de Pedro Páramo, están muer­tos, el estre­me­ci­miento es seme­jante en el lec­tor que adora a Buda, Con­fu­cio, Cristo, Alá o es un agnós­tico, vista saco y cor­bata, chi­laba, kimono o bom­ba­chas. La lite­ra­tura crea una fra­ter­ni­dad den­tro de la diver­si­dad humana y eclipsa las fron­te­ras que eri­gen entre hom­bres y muje­res la igno­ran­cia, las ideo­lo­gías, las reli­gio­nes, los idio­mas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espan­tos, la nues­tra es la de los faná­ti­cos, la de los terro­ris­tas sui­ci­das, anti­gua espe­cie con­ven­cida de que matando se gana el paraíso, que la san­gre de los inocen­tes lava las afren­tas colec­ti­vas, corrige las injus­ti­cias e impone la ver­dad sobre las fal­sas creen­cias. Innu­me­ra­bles víc­ti­mas son inmo­la­das cada día en diver­sos luga­res del mundo por quie­nes se sien­ten posee­do­res de ver­da­des abso­lu­tas. Creía­mos que, con el des­plome de los impe­rios tota­li­ta­rios, la con­vi­ven­cia, la paz, el plu­ra­lismo, los dere­chos huma­nos, se impon­drían y el mundo deja­ría atrás los holo­caus­tos, geno­ci­dios, inva­sio­nes y gue­rras de exter­mi­nio. Nada de eso ha ocu­rrido. Nue­vas for­mas de bar­ba­rie pro­li­fe­ran ati­za­das por el fana­tismo y, con la mul­ti­pli­ca­ción de armas de des­truc­ción masiva, no se puede excluir que cual­quier gru­púsculo de enlo­que­ci­dos reden­to­res pro­vo­que un día un cata­clismo nuclear. Hay que salir­les al paso, enfren­tar­los y derro­tar­los. No son muchos, aun­que el estruendo de sus crí­me­nes retumbe por todo el pla­neta y nos abru­men de horror las pesa­di­llas que pro­vo­can. No debe­mos dejar­nos inti­mi­dar por quie­nes qui­sie­ran arre­ba­tar­nos la liber­tad que hemos ido con­quis­tando en la larga hazaña de la civi­li­za­ción. Defen­da­mos la demo­cra­cia libe­ral, que, con todas sus limi­ta­cio­nes, sigue sig­ni­fi­cando el plu­ra­lismo poli­tice, la con­vi­ven­cia, la tole­ran­cia, los dere­chos huma­nos el res­peto a la crí­tica, la lega­li­dad, las elec­cio­nes libres, la alter­nan­cia en el poder, todo aque­llo que nos ha ido sacando de la vida feral y acer­cán­do­nos –aun­que nunca lle­ga­re­mos a alcan­zarla– a la her­mosa y per­fecta vida que finge la lite­ra­tura, aque­lla que sólo inven­tán­dola, escri­bién­dola y leyén­dola pode­mos mere­cer. Enfren­tán­do­nos a los faná­ti­cos homi­ci­das defen­de­mos nues­tro dere­cho a soñar y a hacer nues­tros sue­ños realidad.

En mi juven­tud, como muchos escri­to­res de mi gene­ra­ción, fui mar­xista y creí que el socia­lismo sería el reme­dio para la explo­ta­ción y las injus­ti­cias socia­les que arre­cia­ban en mi país. Amé­rica Latina y el resto del Ter­cer Mundo. Mi decep­ción del esta­tismo y el colec­ti­vismo y mi trán­sito hacia el demó­crata y el libe­ral que soy –que trato de ser– fue largo, difí­cil, y se llevó a cabo des­pa­cio y a raíz de epi­so­dios como la con­ver­sión de la Revo­lu­ción Cubana, que me había entu­sias­mado al prin­ci­pio, al modelo auto­ri­ta­rio y ver­ti­cal de la Unión Sovié­tica, el tes­ti­mo­nio de los disi­den­tes que con­se­guía escu­rrirse entre las alam­bra­das del Gulag, la inva­sión de Che­cos­lo­va­quia por los paí­ses del Pacto de Var­so­via, y gra­cias a pen­sa­do­res como Ray­mond Aron, Jean-Francois Revel, Isaiah Ber­lin y Karl Pap­per, a quie­nes debo mi reva­lo­ri­za­ción de la cul­tura demo­crá­tica y de las socie­da­des abier­tas. Esos maes­tros fue­ron un ejem­plo de luci­dez y gallar­día cuando la inte­lli­gen­tsia de Occi­dente pare­cía, por fri­vo­li­dad u opor­tu­nismo haber sucum­bido al hechizo del socia­lismo sovié­tico, o, peor toda­vía, al aque­la­rre san­gui­na­rio de la revo­lu­ción cul­tu­ral china.

De niño soñaba con lle­gar algún día a París por­que, des­lum­brado con la lite­ra­tura fran­cesa, creía que vivir allí y res­pi­rar el aire que res­pi­ra­ron Bal­zac, Stend­hal, Bau­de­laire, Proust, me ayu­da­ría a con­ver­tirme en un ver­da­dero escri­tor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escri­tor de dial domin­gos y feria­dos. Y la ver­dad es que debo a Fran­cia, a la cul­tura fran­cesa, ense­ñan­zas inol­vi­da­bles, como que la lite­ra­tura es tanto una voca­ción como una dis­ci­plina, un tra­bajo y una ter­que­dad. Viví allí cuando Sar­tre y Camus esta­ban vivos y escri­biendo, en los años de Ionesco, Beckett, Batai­lle y Cio­ran, del des­cu­bri­miento del tea­tro de Bre­cht y el cine de Ing­mar Berg­man, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nou­ve­lle Vague y le Nou­veau Roz­nan y los dis­cur­sos, bellí­si­mas pie­zas lite­ra­rias, de André Malraux, y, tal vez, el espec­táculo más tea­tral de la Europa de aquel tiempo, las con­fe­ren­cias de prensa y los true­nos olím­pi­cos del Gene­ral de Gau­lle. Pero, acaso, lo que más !e agra­dezco a Fran­cia sea el des­cu­bri­miento de Amé­rica Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comu­ni­dad a la que her­ma­na­ban la his­to­ria, la geo­gra­fía, la pro­ble­má­tica social y polí­tica, una cierta nunca de ser y la sabrosa len­gua en que hablaba y escri­bía. Y que en esos mis­mos anos pro­du­cía una lite­ra­tura nove­dosa y pujante. Allí leí a Bor­ges, a Octa­vio Paz. Cor­tá­zar, Gar­cía Már­quez, Fuen­tes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Car­pen­tier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escri­tos esta­ban revo­lu­cio­nando la narra­tiva en len­gua espa­ñola y gra­cias a los cua­les Europa y buena parte del mundo des­cu­brían que Amé­rica Latina no era sólo el con­ti­nente de los gol­pes de Estado, los cau­di­llos de ope­reta, los gue­rri­lle­ros bar­bu­dos y las mara­cas del mambo y el cha­cha­chá, sino tam­bién ideas, for­mas artís­ti­cas y fan­ta­sías lite­ra­rias que tras­cen­dían lo pin­to­resco y habla­ban un len­guaje universal.

De enton­ces a esta época, no sin tro­pie­zos y res­ba­lo­nes, Amé­rica Latina ha ido pro­gre­sando, aun­que, como decía el verso de César Vallejo, toda­vía Hay, her­ma­nos, machismo que hacer. Pade­ce­mos menos dic­ta­du­ras que antaño, sólo Cuba y su can­di­data a secun­darla, Vene­zuela, y algu­nas seudo demo­cra­cias popu­lis­tas y paya­sas, como las de Boli­via y Nica­ra­gua. Pero en el resto del con­ti­nente, mal que mal la demo­cra­cia está fun­cio­nando, apo­yada en amplios con­sen­sos popu­la­res, y, por pri­mera vez en nues­tra his­to­ria, tene­mos una izquierda y una dere­cha que, como en Bra­sil. Chile, Uru­guay, Perú, Colom­bia, Repú­blica Domi­ni­cana, México y casi todo Cen­troa­mé­rica, res­pe­tan la lega­li­dad, la liber­tad de crí­tica, las elec­cio­nes y la reno­va­ción en el poder. Ése es el buen camino y, si per­se­vera en él, com­bate la insi­diosa corrup­ción y sigue inte­grán­dose al mundo. Amé­rica Latina dejará por fin de ser el con­ti­nente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sen­tido un extran­jero en Europa, ni, en ver­dad, en nin­guna parte. En todos los luga­res donde he vivido, en París, en Lon­dres, en Bar­ce­lona, en Madrid, en Ber­lín, en Washing­ton. Nueva York. Bra­sil o la Repú­blica Domi­ni­cana, me sentí en mi casa. Siem­pre he hallado una que­ren­cia donde podía vivir en paz y tra­ba­jando. apren­der cosas, alen­tar ilu­sio­nes, encon­trar ami­gos, bue­nas lec­tu­ras y temas para escri­bir. No me parece que haberme con­ve­nido, sin pro­po­nér­melo, en un ciu­da­dano del mundo, haya debi­li­tado eso que lla­man “las raí­ces”, mis víncu­los con mi pro­pio país –lo que tam­poco ten­dría mucha importancia-, por­que, si así fuera, las expe­rien­cias perua­nas no segui­rían ali­men­tán­dome como escri­tor y no aso­ma­rían siem­pre en mis his­to­rias, aun cuando éstas parez­can ocu­rrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fiera del país donde nací ha for­ta­le­cido más bien aque­llos víncu­los, aña­dién­do­les una pers­pec­tiva más lúcida, y la nos­tal­gia, que sabe dife­ren­ciar lo adje­tivo y lo sus­tan­cial y man­tiene rever­be­rando los recuer­dos. El amor al país en que uno nació no puede ser obli­ga­to­rio, sino, al igual que cual­quier otro amor, un movi­miento espon­tá­neo del cora­zón, como el que une a los aman­tes, a padres e hijos, a los ami­gos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entra­ñas por­que en él nací, crecí, me formé, y viví aque­llas expe­rien­cias de niñez y juven­tud que mode­la­ron mi per­so­na­li­dad, fra­gua­ron mi voca­ción. y por­que allí amé. Odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocu­rre me afecta más, me con­mueve y exas­pera más que lo que sucede en otras par­tes. No lo he bus­cado ni me lo he impuesto, sim­ple­mente es así. Algu­nos com­pa­trio­tas me acu­sa­ron de trai­dor y estuve a punto de per­der la ciu­da­da­nía cuando, durante la última dic­ta­dura, pedí a los gobier­nos demo­crá­ti­cos del mundo que pena­li­za­ran al régi­men con san­cio­nes diplo­má­ti­cas y eco­nó­mi­cas, como lo he techo siem­pre con todas las dic­ta­du­ras, de cual­quier índole, la de Pino­cha, la de Fidel Cas­tro, la de los tali­ba­nes en Afga­nis­tán, la de los ima­nes de Irán, la del apart­heid de África del Sur, la de los sátra­pas uni­for­ma­dos de Bir­ma­nia (hoy Myan­mar). Y lo vol­ve­ría a hacer mañana si –el des­tino no lo quiera y los perua­nos no lo per­mi­tan– el Perú fiera víc­tima una vez vas de un golpe de Estado que ani­qui­lan nues­tra frá­gil demo­cra­cia. Aque­lla no fue la acción pre­ci­pi­tada y pasio­nal de un resen­tido, como escri­bie­ron algu­nos polí­gra­fos acos­tum­bra­dos a juz­gar a los den­las desde su pro­pia peque­ñez. Fue un acto cohe­rente con mi con­vic­ción de que una dic­ta­dura repre­senta el mal abso­luto para un país, una fuente de bru­ta­li­dad y corrup­ción y de heri­das pro­fun­das que urdan mucho en cerrar, enve­ne­nan su futuro y crean hábi­tos y prác­ti­cas mal­sa­nas que se pro­lon­gan a lo largo de las gene­ra­cio­nes demo­rando la recons­truc­ción demo­crá­tica. Por eso, las dic­ta­du­ras deben ser com­ba­ti­das sin con­tem­pla­cio­nes, por todos los medios a nues­tro alcance, inclui­das las san­cio­nes eco­nó­mi­cas. Es lamen­ta­ble que los gobier­nos demo­crá­ti­cos, en vez de dar el ejem­plo, soli­da­ri­zán­dose con quie­nes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resis­ten­tes vene­zo­la­nos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfren­tan con remen­dad a las dic­ta­du­ras que sufren, se mues­tren a menudo com­pla­cien­tes no con ellos sino con sus ver­du­gos. Aque­llos valien­tes, luchando por su liber­tad, tam­bién luchan por la nuestra.

Un com­pa­triota mío, José María Argue­das, llamó al Perú el país de “Todas las san­gres”. No creo que haya fór­mula que lo defina mejor. Eso somos y eso lle­var­nos den­tro todos los perua­nos, nos guste o no: una suma de tra­di­cio­nes, razas, creen­cias y cul­tu­ras pro­ce­den­tes de los cua­tro pun­tos car­di­na­les. A mí me enor­gu­llece sen­tirme here­dero de las cul­tu­ras prehis­pá­ni­cas que fabri­ca­ron los teji­dos y man­tos de plu­mas de Nazca y Para­cas y los cera­mios mochi­cas o incas que se exhi­ben en los mejo­res mus­cos del mundo, de los cons­truc­to­res de Machu Pic­chu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kue­lap, Sipán, las hua­cas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los espa­ño­les que, con sus alfor­jas, espa­das y caba­llos, tra­je­ron al Perú a Gre­cia, Roma, la tra­di­ción judeo¬cristiana, el Rena­ci­miento, Cer­van­tes, Que­vedo y Gón­gora, y a len­gua recia de Cas­ti­lla que los Andes dul­ci­fi­ca­ron. Y de que con España lle­gara tam­bién el África con su recie­dum­bre, su música y su efer­ves­cente ima­gi­na­ción, a enri­que­cer la hete­ro­ge­nei­dad peruana. Si escar­ba­mos un poco des­cu­bri­mos que el Perú, como el Aleph de Bor­ges, es en pequeño for­mato el mundo entero. ¡Qué extra­or­di­na­rio pri­vi­le­gio el de un país que no tiene una iden­ti­dad por­que las tiene todas!

La con­quista de Amé­rica fue cruel y vio­lenta, como todas las con­quis­tas, desde luego, y debe­mos cri­ti­cada, pero sin olvi­dar, al hacerlo, que quie­nes come­tie­ron aque­llos des­po­jos y crí­me­nes fue­ron, en gran número, nues­tros bisa­bue­los y tata­ra­bue­los, los espa­ño­les que fue­ron a Amé­rica y allí se acrio­lla­ron, no los que se que­da­ron en su tie­rra. Aque­llas cri­ti­cas, pan ser jus­tas, deben ser una auto­cri­tica. Por­que, al inde­pen­di­za­mos de España, hace dos­cien­tos alas, quie­nes asu­mie­ron el poder en las anti­guas colo­nias, en vez de redi­mir al indio y hacerle jus­ti­cia por los anti­guos agra­vios, siguie­ron explo­tán­dolo con tanta codi­cia y fero­ci­dad como los con­quis­ta­do­res, y, en algu­nos paí­ses, diez­mán­dolo y exter­mi­nán­dolo. Digá­moslo con toda cla­ri­dad: desde hace dos siglos la eman­ci­pa­ción de los indí­ge­nas es una res­pon­sa­bi­li­dad exclu­si­va­mente nues­tra y la hemos incum­plido. Ella sigue siendo una asig­na­tura pen­diente en toda Amé­rica Latina. No hay una sola excep­ción a este opro­bio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agra­de­ci­miento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera lle­gado a esta tri­buna, ni a ser un escri­tor cono­cido, y tal vez, como tan­tos cole­gas des­afor­tu­na­dos, anda­ría en el limbo de los escri­bi­do­res sin suerte, sin edi­to­res, ni pre­mios, ni lec­to­res, cuyo talento acaso –triste con­suelo– des­cu­bri­ría algún día la pos­te­ri­dad. En España se publi­ca­ron todos mis libros, recibí reco­no­ci­mien­tos exa­ge­ra­dos, ami­gos como Car­los Barral y Car­men Bal­ce­lls y tan­tos otros se des­vi­vie­ron por­que mis his­to­rias tuvie­ran lec­to­res. Y España me con­ce­dió una segunda nacio­na­li­dad cuando podía per­der la mía. Jamás he sen­tido la menor incom­pa­ti­bi­li­dad eme ser peruano y tener un pasa­porte espa­ñol por­que siem­pre he sen­tido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña per­sona, tam­bién en reali­da­des esen­cia­les como la his­to­ria, la len­gua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo espa­ñol, recuerdo con ful­gor los cinco que pasé en la que­rida Bar­ce­lona a comien­zos de los años setenta. La dic­ta­dura de Franco estaba toda­vía en pie y aún fusi­laba, pero era ya un fósil en hila­chas, y, sobre todo en el campo de la cul­tura, inca­paz de man­te­ner los con­tro­les de antaño. Se abrían ren­di­jas y res­qui­cios que la cen­sura no alcan­zaba a par­char y por ellas la socie­dad espa­ñola absor­bía nue­vas ideas, libros, corrien­tes de pen­sa­miento y valo­res y for­mas artís­ti­cas hasta enco­ra­res prohi­bi­dos por sub­ver­si­vos. Nin­guna ciu­dad apro­ve­chó tanto y mejor que Bar­ce­lona este comienzo de apeno ni vivió una efer­ves­cen­cia seme­jante en todos los cam­pos de las ideas y la crea­ción. Se con­vir­tió en la capi­tal cul­tu­ral de España, el lugar donde fobia que estar para res­pi­rar el anti­cipo de la liber­tad que se ven­dría. Y, en cierto modo, fue tam­bién la capi­tal cul­tu­ral de Amé­rica Latina por la can­ti­dad de pin­to­res, escri­to­res, edi­to­res y artis­tas pro­ce­den­tes de los paí­ses lati­noa­me­ri­ca­nos que allí se ins­ta­la­ron, o iban y venían a Bar­ce­lona, por­que era donde había que estar si uno que­ría ser un poeta, nove­lista, pin­tor o com­po­si­tor de nues­tro tiempo. Pan mi, aque­llos fue­ron unos años inol­vi­da­bles de com­pa­ñe­rismo, amis­tad, cons­pi­ra­cio­nes y fecundo tra­bajo inte­lec­tual. Igual que antes París, Bar­ce­lona fue una Torre de Babel, una ciu­dad cos­mo­po­lita y uni­ver­sal, donde en esti­mu­lante vivir y tra­ba­jar, y donde, por pri­mera vez desde los tiem­pos de la perra civil, escri­to­res espa­ño­les y lati­noa­me­ri­ca­nos se mez­cla­ron y fra­ter­ni­za­ron, reco­no­cién­dose due­ños de una misma tra­di­ción y alia­dos en una empresa común y una cenen: que el final de la dic­ta­dura cm inmi­nente y que en la España demo­crá­tica la cul­tura sería la pro­ta­go­nista principal.

Aun­que no ocu­rrió así exac­ta­mente, la tran­si­ción espa­ñola de la dic­ta­dura a la demo­cra­cia ha sido una de las mejo­res his­to­rias de los tiem­pos moder­nos, un ejem­plo de cómo, cuando la sen­sa­tez y la racio­na­li­dad pre­va­le­cen y los adver­sa­rios polí­ti­cos apar­can el sec­ta­rismo en favor del bien común, pue­den ocu­rrir hechos tan pro­di­gio­sas como los de las nove­las del rea­lismo mágico. La tran­si­ción espa­ñola del auto­ri­ta­rismo a la liber­tad, del sub­de­sa­rro­llo a la pros­pe­ri­dad, de una socie­dad de con­tras­tes eco­nó­mi­cos y desigual­da­des ter­cer­mun­dis­tas a un país de cla­ses medias, su inte­gra­ción a Europa y su adop­ción en pocos años de una cul­tura demo­crá­tica, ha admi­rado al mundo entero y dis­pa­rado la moder­ni­za­ción de España. Ha sido para mí una expe­rien­cia emo­cio­nante y alec­cio­na­dora vivirla de muy cerca y a ratos desde den­tro. Ojalá que los nacio­na­lis­mos, plaga incu­ra­ble del mundo moderno y tam­bién de España, no estro­peen esta his­to­ria feliz.

Detesto toda forma de nacio­na­lismo, ideo­lo­gía –o, más bien, reli­gión– pro­vin­ciana, de corto vuelo, exclu­yente, que recorta el hori­zonte inte­lec­tual y disi­mula en su seno pre­jui­cios étni­cos y racis­tas, pues con­viene en valor supremo, en pri­vi­le­gio moral y onto­ló­gico, la cir­cuns­tan­cia for­tuita del lugar de naci­miento. Junto con la reli­gión, el nacio­na­lismo ha sido la casa de las peo­res car­ni­ce­rías de la his­to­ria, como las de las dos gue­rras mun­dia­les y la san­gría actual del Medio Oriente. Nada ha con­tri­buido tanto como el nacio­na­lismo a que Amé­rica Latina se haya bal­ca­ni­zado, ensan­gren­tado en insen­sa­tas con­tien­das y liti­gios y derro­chado astro­nó­mi­cos recur­sos en com­prar armas en vez de cons­truir escue­las, biblio­te­cas y hospitales.

No hay que con­fun­dir el nacio­na­lismo de ore­je­ras y su rechazo del “otro”, siem­pre semi­lla de vio­len­cia, con el patrio­tismo, sen­ti­miento sano y gene­roso, de amor a la tie­rra donde uno vio la luz, donde vivie­ron sus ances­tros y se for­ja­ron los pri­me­ros sue­ños, pai­saje fami­liar de geo­gra­fías, seres que­ri­dos y ocu­rren­cias que se con­vie­nen en hitos de la memo­ria y escu­dos corea la sole­dad. La patria no son las ban­de­ras ni !os him­nos, ni los dis­cur­sos apo­díc­ti­cos sobre los héroes emble­má­ti­cos, sino un puñado de luga­res y per­so­nas que pue­blan nues­tros recuer­dos y los tiñen de melan­co­lía, la sen­sa­ción cálida de que, no importa donde este­mos, existe un hogar al que pode­mos volver.

El Perú es para mí una Are­quipa donde nací pero nunca viví, una ciu­dad que mi madre, mis abue­los y mis dos me ense­ña­ron a cono­cer a tra­vés de sus recuer­dos y año­ran­zas, por­que toda mi tribu fami­liar, como sue­len hacer los are­qui­pe­ños. se llevó siem­pre a la Ciu­dad Blanca con ella en su anda­riega exis­ten­cia. Es la Piura del desierto, el alga­rrobo y el sufrido bue­nito, al que los piu­ra­nos de mi juven­tud lla­ma­ban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo-, donde des­cu­brí que ro eran las cigüe­ñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabri­ca­ban las pare­jas haciendo unas bar­ba­ri­da­des que eran pecado mor­tal. Es el Cole­gio San Miguel y el Tea­tro Varie­da­des donde por pri­mera vez vi subir al esce­na­rio una obra escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Mira­flo­res limeño –la lla­má­ba­mos el Barrio Alegre-, donde cam­bié el pan­ta­lón cono por el largo, fumé mi pri­mer ciga­rri­llo, aprendí a bai­lar, a enamo­rar y a decla­rarme a las chi­cas. Es la pol­vo­rienta y tem­blo­rosa redac­ción del dia­rio La Cró­nica donde, a mis die­ci­séis años, velé mis pri­me­ras armas de perio­dista, ofi­cio que, con la lite­ra­tura, ha ocu­pado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, cono­cer mejor el mundo y fre­cuen­tar a gente de todas panes y de todos los regis­tros, gente exce­lente, buena, mala y exe­cra­ble. Es el Cole­gio Mili­tar Leon­cio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta enton­ces con­fi­nado y pro­te­gido, sino un país grande, anti­guo, coro­nado, desigual y sacu­dido por toda clase de tor­men­tas socia­les. Son las célu­las clan­des­ti­nas de Cahuide en las que con un puñado de san­mar­qui­nos pre­pa­rá­ba­mos la revo­lu­ción mun­dial. Y el Perú son mis ami­gos y ami­gas del Movi­miento Liber­tad con los que por tres años, entre las bom­bas, apa­go­nes y ase­si­na­tos del terro­rismo, tra­ba­ja­mos en defensa de la demo­cra­cia y la cul­tura de la libertad.

El Perú es Patri­cia, La prima de nari­cita res­pin­gada y carác­ter indo­ma­ble con la que tuve la for­tuna de casarme hace 45 años y que toda­vía soporta las manías, neu­ro­sis y rabie­tas que me ayu­dan a escri­bir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un tor­be­llino caó­tico y no hubie­ran nacido Álvaro, Gon­zalo, Mor­gana ni los seis nie­tos que nos pro­lon­gan y ale­gran la exis­ten­cia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los pro­ble­mas, admi­nis­tra la eco­no­mía, pone orden en el caos man­tiene a raya a los perio­dis­tas y a los intru­sos, defiende mi tiempo, decide las citas y los via­jes, hace y des­hace las male­zas, y es tan gene­rosa que, hasta cuándo cree que me riñe, me hace el mejor de los elo­gios: “Mario, para lo único que tú sir­ves es para escri­bir”.

Vol­va­mos a la lite­ra­tura. El paraíso de la infan­cia no es para mí un mito lite­ra­rio sino una reali­dad que viví y gocé en la gran casa fami­liar de tres patios. en Cocha­bamba, donde con mis pri­mas y com­pa­ñe­ros de cole­gio podía­mos repro­du­cir las his­to­rias de Tar­zán y de Sal­gari, y en la Pre­fec­tura de Piura, en cuyos entre­te­chos anida­ban los mur­cié­la­gos, som­bras silen­tes que lle­na­ban de mis­te­rio las noches estre­lla­das de esa tie­rra caliente. En esos años, escri­bir fue jugar un juego que me cele­braba la fami­lia, una gra­cia que me mer­cera aplau­sos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, por­que mi padre habla muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uni­forme de marino, cuya foto enga­la­naba mi vela­dor y a la que yo rezaba y besaba antes de dor­mir. Una mañana piu­rana, de la que toda­vía no creo haberme reco­brado, mi madre me reveló que aquel caba­llero, en ver­dad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iría­mos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y. desde enton­ces, todo cam­bió. Perdí la inocen­cia y des­cu­brí la sole­dad. la auto­ri­dad, la vida adulta y el miedo. Mi sal­va­ción fue leer, leer los bue­nos libros, refu­giarme en esos mun­dos donde vivir era exal­tante, intenso, una aven­tura tras otra, donde podía sen­tirme libre y vol­vía a ser feliz. Y fue escri­bir, a escon­di­das, como quien se entrega a un vicio incon­fe­sa­ble, a una pasión prohi­bida. La lite­ra­tura dejó de ser un juego. Se vol­vió una manera de resis­tir la adver­si­dad, de pro­tes­tar, de rebe­larme, de esca­par a lo into­le­ra­ble, mi razón de vivir. Desde enton­ces y hasta ahora. en todas las cir­cuns­tan­cias en que me he sen­tido aba­tido o gol­peado, a ori­llas de la deses­pe­ra­ción, entre­garme en cuerpo y alma a mi tra­bajo de tabu­la­dor ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de sal­va­ción que lleva al náu­frago a la playa.

Aun­que me cuesta mucho tra­bajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escri­tor, siento a veces la ame­naza de la pará­li­sis de la sequía de la ima­gi­na­ción, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años cons­tru­yendo una his­tona, desde su incierto des­pun­tar, esa ima­gen que la memo­ria alma­cenó de alguna expe­rien­cia vivida, que se vol­vió un desa­so­siego, un entu­siasmo, un fan­ta­seo que ger­minó luego en un pro­yecto y en la deci­sión de inten­tar con­ver­tir esa nie­bla agi­tada de fan­tas­mas en una his­to­ria. “Escri­bir es una manen de vivir”, dijo Flau­bert. Si, muy cierto, una manera de vivir con ilu­sión y ale­gría y un fuego chis­po­rro­teante en la cabeza, peleando con las pala­bras dís­co­las hasta amaes­trar­las, explo­rando el ancho mundo corno un caza­dor en pos de pre­sas codi­cia­bles para ali­men­tar la fic­ción en cier­nes y apla­car ese ape­tito voraz de toda his­to­ria que al cre­cer qui­siera tra­garse todas las his­to­rias. Lle­gar a sen­tir el vér­tigo al que nos con­duce una novela en ges­ta­ción, cuando una forma y parece empe­zar a vivir por cuenta pro­pia, con per­so­na­jes que se mue­ven, actúan, pien­san, sien­ten y exi­gen res­peto y con­si­de­ra­ción, a los que ya no es posi­ble impo­ner arbi­tra­ria­mente una con­ducta, ni pri­va­dos de su libre albe­drío sin matar­los sin que la his­to­ria pierda poder de per­sua­sión es una expe­rien­cia que me sigue hechi­zando como la pri­mera vez tan plena y ver­ti­gi­nosa como hacer el amor con la mujer amada dial sema­nas y meses, sin cesar.

Al hablar de la fic­ción, he hablado mucho de la novela y poco del tea­tro, otra de sus for­mas excel­sas. Una gran injus­ti­cia, desde luego. El tea­tro fue mi pri­mer amor, desde que, ado­les­cente, vi en el Tea­tro Segura, de Lima. La muerte de un via­jante, de Art­hur Miller, espec­táculo que me dejó tras­pa­sado de emo­ción y me pre­ci­pitó a escri­bir un drama con incas. Si en la Lima de los cin­cuenta hubiera habido un movi­miento tea­tral habría sido dra­ma­turgo antes que nove­lista. No lo había y eso debió orien­tarme cada vez más hacia la narra­tiva. Pero mi amor por el tea­tro nunca cesó, dor­mitó acu­rru­cado a la som­bra de las nove­las, como una ten­ta­ción y una nos­tal­gia sobre toda cuando veía alguna pieza sub­yu­gante. A fines de los setenta, el recuerdo per­ti­naz de una tía abuela cen­te­na­ria, la Mamaé, que, en los últi­mos altos de su vida, cortó con la reali­dad cir­cun­dante para refu­giarse en los recuer­dos y la fic­ción, me sugi­rió una his­to­ria. Y sentí, de manera fatí­dica, que aque­lla era una his­to­ria para el tea­tro que sólo sobre un esce­na­rio cobrarla la ani­ma­ción y el esplen­dor de las fic­cio­nes logra­das. La escribí con el tem­blor exci­tado del prin­ci­piante y gocé tanto vién­dola en escena con Norma Mean­dro en el papel de la heroína, que, desde enton­ces entre novela y novela, ensayo y ensayo, he rein­ci­dido varias veces. Eso sí, nunca ima­giné que a mis setenta años, me subirla (debe­ría decir mejor me arras­trarla) a un esce­na­rio a actuar. Esa teme­ra­ria aven­tura me hizo vivir por pri­mera vez en carne y hueso el mila­gro que es, para alguien que se ha pasado la vida escri­biendo fic­cio­nes, encar­nar por unas horas a un per­so­naje de la fan­ta­sía. vivir la fic­ción delante de un público. Nunca podré agra­de­cer bas­tante a mis que­ri­dos ami­gos, el direc­tor Joan 0llé y la actriz Aitana Sán­chez Gijón, haberme ani­mado a com­par­tir con ellos esa fan­tás­tica expe­rien­cia (pese al pánico que la acompañó).

La lite­ra­tura es una repre­sen­ta­ción falaz de la vida que, sin embargo. ros ayuda a enten­derla mejor, a orien­tar­nos por el labe­rinto en el que naci­mos, trans­cu­rrir­nos y mori­mos. Ella nos des­agra­via de los reve­ses y frus­tra­cio­nes que nos inflige la vida ver­da­dera y gra­cias a ella des­ci­fra­mos al menos par­cial­mente, el jero­glí­fico que suele ser la exis­ten­cia para la gran mayo­ría de los seres huma­nos, prin­ci­pal­mente aque­llos que alen­ta­mos iras dudas que cer­te­zas, y con­fe­sa­mos nues­tra per­ple­ji­dad ante temas como la tras­cen­den­cia, el des­tino indi­vi­dual y colec­tivo, el alma, el sen­tido o el sin­sen­tido de la his­to­ria, el más acá y el más allá del cono­ci­miento racional.

Siem­pre me ha fas­ci­nado ima­gi­nar aque­lla incierta cir­cuns­tan­cia en que nues­tros ante­pa­sa­dos, ape­nas dife­ren­tes toda­vía del ani­mal, recién nacido el len­guaje que les per­mi­tía comu­ni­carse, empe­za­ron, en las caver­nas, en torno a las hogue­ras, en noches hir­vien­tes de ame­na­zas –rayos, true­nos, gru­ñi­dos de las fieras-, a inven­tar ilus­trar­las y a con­tár­se­las. Aquel fue el momento cru­cial de nues­tro des­tino, por­que, en esas ron­das de seres pri­mi­ti­vos sus­pen­sos por la voz y la fan­ta­sía del con­ta­dor, comento la civi­li­za­ción, el largo trans­cu­rrir que poco a poco nos huma­ni­za­ría y nos lle­va­ría a inven­tar al indi­vi­duo sobe­rano y a des­ga­jarlo de la tribu, la cien­cia, las artes, el dere­cho, la liber­tad, a escru­tar las enca­las de La natu­ra­leza, del cuerpo humano, del espa­cio y a via­jar a las estre­llas. Aque­llos cuen­tos, fábu­las, mitos, leyen­das, que reso­na­ron por pri­mera vez como una música nueva ante audi­to­rios inti­mi­da­dos por los mis­te­rios y peli­gros de un mundo donde todo era des­co­no­cido y peli­groso, debie­ron ser un baño refres­cante, un remanso para esos espí­ri­tus siem­pre en el quién vive, para los que exis­tir que­ría decir ape­nas comer, gua­re­cerse de los ele­men­tos, matar y for­ni­car. Desde que empe­za­ron a soñar en colec­ti­vi­dad, a com­par­tir los sue­ños, inci­ta­dos par los con­ta­do­res de cuen­tos, deja­ron de estar ata­dos a la nona de la super­vi­ven­cia, un remo­lino de queha­ce­res embru­te­ce­do­res, y su vida se vol­vió sueño. goce, fan­ta­sía y un desig­nio revo­lu­cio­na­rio: rom­per aquel con­fi­na­miento y cam­biar y mejo­rar, una lucha para apla­car aque­llos deseos y ambi­cio­nes que en ellos azu­za­ban las vidas figu­ra­das, y la curio­si­dad por des­pe­jar las incóg­ni­tas de que estaba cons­te­lado su entorno.

Ese pro­ceso nunca inte­rrum­pido se enri­que­ció cuando nació la escri­tura y las his­to­rias, ade­más de escu­charse, pudie­ron leerse y alcan­za­ron la per­ma­nen­cia que les con­fiere la lite­ra­tura. Por eso, hay que repe­tirlo sin yegua hasta con­ven­cer de ello a las nue­vas gene­ra­cio­nes: la fic­ción es más que un entre­te­ni­miento, más que un ejer­ci­cio inte­lec­tual que aguza la sen­si­bi­li­dad y des­pierta el espí­ritu crí­tico. Es una nece­si­dad impres­cin­di­ble para que la civi­li­za­ción siga exis­tiendo, reno­ván­dose y con­ser­vando en noso­tros lo mejor de lo humano. Para que no retro­ce­da­mos a la bar­ba­rie de la inco­mu­ni­ca­ción y la vida no se reduzca al prag­ma­tismo de los espe­cia­lis­tas que ven las cosas en pro­fun­di­dad pero igno­ran lo que las rodea, pre­cede y con­ti­núa. Para que no pase­mos de ser­vir­nos de las máqui­nas que inven­tar­nos a ser sus sir­vien­tes y escla­vos. Y por­que un mundo sin lite­ra­tura sería un mundo sin deseos ni idea­les ni desaca­tos, un mundo de autó­ma­tas pri­va­dos de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capa­ci­dad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, mode­la­das con la arci­lla de nues­tros sueños.

De la caverna al ras­ca­cie­los, del garrote a las armas de des­truc­ción masiva, de la vida tau­to­ló­gica de la tribu a la era de la glo­ba­li­za­ción, las fic­cio­nes de la lite­ra­tura han mul­ti­pli­cado las expe­rien­cias huma­nas, impi­diendo que hom­bres y muje­res sucum­ba­mos al letargo, al ensi­mis­ma­miento, a la resig­na­ción. Nada ha sem­brado tanto la inquie­tud, remo­vido tanto la ima­gi­na­ción y los deseos, como esa vida de men­ti­ras que aña­di­mos a la que tene­mos gra­cias a la lite­ra­tura para pro­ta­go­ni­zar las gran­des aven­tu­ras, las gran­des pasio­nes, que la sida ver­da­dera nunca nos dará. Las men­ti­ras de la lite­ra­tura se vuel­ven ver­da­des a tra­vés de noso­tros, los lec­to­res trans­for­ma­dos, con­ta­mi­na­dos de anhe­los y, por culpa de la fic­ción, en per­ma­nente entre­di­cho con la medio­cre reali­dad, hechi­ce­ría que, al ilu­sio­nar­nos con tener lo que no tener­nos, ser lo que no somos, acce­der a esa impo­si­ble exis­ten­cia donde, como dio­ses paga­nos, nos sen­tir­nos terre­na­les y eter­nos a la vez la lite­ra­tura intro­duce en nues­tros espí­ri­tus la incon­for­mi­dad y la rebel­día, que están darás de todas las haza­ñas que han con­tri­buido a dis­mi­nuir la vio­len­cia en las rela­cio­nes huma­nas. A dis­mi­nuir la vio­len­cia, no a aca­bar con ella. Por­que la nues­tra será siem­pre, por for­tuna, una his­to­ria incon­clusa. Por eso tene­mos que seguir soñando, leyendo y escri­biendo, la más efi­caz manera que haya­mos encon­trado de ali­viar nues­tra con­di­ción pere­ce­dera, de derro­tar a la car­coma del tiempo y de con­ver­tir en posi­ble lo imposible.

Octavio Paz: La búsqueda del presente. Discurso al recibir el Nobel de literatura, 1990. Discurso.

octavio_paz3Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.
Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas trasplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas trasplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.
A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español… pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.
La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.
La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.
En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.
La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.
El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.
¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama «caer en la cuenta» es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. «Vuelven de la guerra», me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.
Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.
Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.
¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al Medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la «postmodernidad». ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?
Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de «europeizar» a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.
La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.
La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.
Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.
El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como «postmodernidad», no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.
En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.
En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.
En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.
Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.
Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.
La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.
La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.
En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

Miguel Ángel Asturias: Discurso durante el banquete al recibir el premio Nobel, 1967. Discurso

140_1692523-WMi voz en el umbral. Mi voz llegada de muy lejos, de mi Guatemala natal. Mi voz en el umbral de esta Academia. Es difícil entrar a formar parte de una familia. Y es fácil. Lo saben las estrellas. Las familias de antorchas luminosas. Entrar a formar parte de la familia Nobel. Ser heredero de Alfredo Nobel. A los lazos de sangre, al parentesco político, se agrega una consanguinidad, un parentesco más sutil, nacido del espíritu y la obra creadora. Y esa fue, quizás no confesada, la intención del fundador de esta gran familia de los Premios Nobel. Ampliar, a través del tiempo, de generación en generación, el mundo de los suyos. En mi caso entro a formar parte de la familia Nobel, como el menos llamado entre los muchos que pudieron ser escogidos.

Y entro por voluntad de esta Academia cuyas puertas se abren y se cierran una vez al año para consagrar a un escritor y por el uso que hice de la palabra en mis novelas y poemas, de la palabra más que bella, responsable, preocupación a la que no fue ajeno aquel soñador que andando el tiempo pasmaría al mundo con sus inventos, el hallazgo de explosivos hasta entonces los más destructores, para ayudar al hombre en su quehacer titánico en minas, perforación de túneles y construcción de caminos y canales.

No sé si es atrevido el parangón. Pero se impone. El uso de las fuerzas destructoras, secreto que Alfredo Nobel arrancó a la naturaleza, permitió en nuestra América, las empresas más colosales. El canal de Panamá, entre estas. Magia de la catástrofe que cabría parangonarla con el impulso de nuestras novelas, llamadas a derrumbar estructuras injustas para dar camino a la vida nueva.

Las secretas minas de lo popular sepultadas bajo toneladas de incomprensión, prejuicios, tabúes, afloran en nuestra narrativa a golpes de protesta, testimonio y denuncia, entre fábulas y mitos, diques de letras que como arenas atajan la realidad para dejar correr el sueño, o por el contrario, atajan el sueño para que la realidad escape.

Cataclismos que engendraron una geografía de locura, traumas tan espantosos, como el de la Conquista, no son antecedentes para una literatura de componenda y por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó. Continentes hundidos en el mar, razas castradas al surgir a la vida independiente y la fragmentación del Nuevo Mundo. Como antecedentes de una literatura, ya son trágicos.

Y es de allí que hemos tenido que sacar no al hombre derrotado, sino al hombre esperanzado, ese ser ciego que ambula por nuestros cantos. Somos gentes de mundos que nada tienen que ver con el ordenado desenvolverse de las contiendas europeas a dimensión humana, las nuestras fueron en los siglos pasados a dimensión de catástrofes.

Andamiajes. Escalas. Nuevos vocabularios. La primitiva recitación de los textos. Los rapsodas. Y luego, de nuevo, la trayectoria quebrada. La nueva lengua. Largas cadenas de palabras. El pensamiento encadenado. Hasta salir de nuevo, después de las batallas lexicales, más encarnizadas, a las expresiones propias. No hay reglas. Se inventan. Y tras mucho inventar, vienen los gramáticos con sus tijeras de podar idiomas. Muy bien el español americano, pero sin lo hirsuto. La gramática se hace obsesión. Correr el riesgo de la antigramática.

Y en eso estamos ahora. La búsqueda de las palabras actuantes. Otra magia. El poeta y el escritor de verbo activo. La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo en ebullición. No hacer literatura. No sustituir las cosas por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre, por añadidura. La evasión es imposible. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla. Y que fue escuchado en esta Academia. No nos pidáis genealogías, escuelas, tratados. Os traemos las probabilidades de un mundo. Verificadlas. Son singulares. Es singular su movimiento, el diálogo, la intriga novelesca. Y lo más singular, que a través de las edades no se ha interrumpido su creación constante.

Miguel Ángel Asturias: La novela latinoamericana, testimonio de una época. Discurso al aceptar el premio Nobel de literatura, 1967.

Miguel-Ángel-AsturiasHubiera querido que a este encuentro no se le llamara conferencia sino coloquio, diálogo de dudas y afirmaciones sobre el tema que nos ocupa. Empezaremos analizando los antecedentes de la literatura latinoamericana en general, deteniendo nuestra atención en aquellos que más atingencia tienen con la novela. Vamos a remontar las fuentes hasta los orígenes milenarios de la literatura indígena, en sus tres grandes momentos: Maya, Azteca e Incaica.
Surge como primera cuestión la siguiente pregunta: ¿Existió un género parecido a la novela entre los indígenas? Creo que sí. La historia en las culturas autóctonas tiene más de lo que nosotros occidentales llamamos novela, que de historia. Hay que pensar que estos libros de su historia, sus novelas, diríamos ahora, eran pintados entre los Aztecas y Mayas y guardados en formas figurativas aún no conocidas en el incanato. Presupone esto el uso de pinacogramas, de los que, la voz del lector, – los indígenas no distinguen entre leer y contar, para ellos es la misma cosa -, sacaba el texto que en forma de canto iba relatando a sus oyentes.
El lector, contador de cuentos cantados, o «gran lengua», único conocedor de lo que los pinacogramas decían, realizaba una interpretación de los mismos recreándolos, para regalo de los que le escuchaban. Más tarde, estas historias pintadas se fijan en la memoria de los oyentes y pasan en forma oral, de generación en generación, hasta que el alfabeto traído por los españoles las fija en sus lenguas nativas con caracteres latinos o directamente en castellano. Es así como llegan a nuestro conocimiento textos indígenas poco expuestos a la contaminación occidental. La lectura de estos documentos es lo que nos ha permitido afirmar que entre los americanos la historia tenía más de novela que de historia. Son narraciones en las que la realidad queda abolida al tornarse fantasía, leyenda, revestimiento de belleza, y en las que la fantasía a fuerza de detallar todo lo real que hay en ella termina recreando una realidad que podríamos llamar surrealista. A esta característica de la anulación de la realidad por la fantasía y de la recreación de una superrealidad, se agrega una constante anulación del tiempo y el espacio, y algo más importante y característico: el uso y abuso de la palabra en estilo paralelístico, o sea el empleo paralelo de diferentes vocablos para señalar el mismo objeto, dar la misma idea, expresar los mismos sentimientos. Insisto en esto, el paralelismo en los textos indígenas es un juego de matices que para nosotros occidentales no tiene valor, pero que indudablemente permitían una gradación poética imponderable, destinada a provocar ciertos estados de conciencia que se tomaban por magia.
Volviendo al tema del origen de un género literario similar a la novela, entre los primitivos pueblos de América, cabría emparentar el nacimiento de la forma novelesca con la epopeya. La leyenda heroica, superando las posibilidades de la historia ficción, va en labios de los rapsodas, grandes lenguas de las tribus o «cuicanimes» que recorrían las ciudades recitando los textos, para que circulara entre los pueblos la belleza de sus cantos, como la sangre dorada de sus dioses.
Estos cantos épicos, tan abundantes en la literatura americana indígena, y tan poco conocidos, poseen eso que nosotros llamamos «intriga novelesca», y que los frailes y doctrineros españoles designaban con el nombre de «embustes».
Estos relatos novelados que en sus orígenes eran testimonio de su antigüedad, memoria y fama de las cosas grandes que en oyéndolas otros querían hacer, esta literatura de realidad y fantasía-realidad, se quiebra en el instante de avasallamiento, y queda corno una de las tantas vasijas rotas de aquellas grandes civilizaciones. Va a seguir, sin embargo, en esta misma forma documental no ya el testimonio de la grandeza, sino de la miseria, no ya el testimonio de la libertad, sino el de la esclavitud, no ya el testimonio de los señores, sino el de los vasallos, y una nueva literatura americana, naciente, intentará llenar los vacíos silencios de una época. Pero los géneros literarios que florecían en la península Ibérica no arraigan eri América, tal el caso de la novela realista y el teatro. Por el contrario es el borbotón indígena, savia y sangre, río, mar y miraje, lo que incide sobre la mentalidad del primer español que va a escribir la primera gran novela americana, «novela» como debe llamarse a la «Verdadera Historia de los Sucesos de la Conquista de Nueva España» por Bernal Díaz del Castillo. ¿Será atrevimiento llamar «novela» a lo que el soldado aquél llamó no historia sino «verdadera historia»? ¡Cuántas veces las novelas son la verdadera historia! Pero pregunto: ¿Será atrevimiento dar el nombre de novela a la obra del insigne cronista? Al que esto crea, a quien me llame atrevido, lo invitaría a internarse en la prosa trotona y anhelante de este hombre de infantería y de todas armas y advertirá que insensiblemente al entrar en ella, irá olvidando que lo que le sucedió era realidad y más le parecerá obra de pura fantasía. ¡Si hasta el mismo Bernal lo dice, próximo a los muros cíe Tenochtitlán: «que parecía las cosas de encantamiento que cuentan en el Libro de Amadís»! Pero este libro es español, se nos dirá, aunque de español sólo tiene el haber sido escrito por un peninsular avecindado en Santiago de los Caballeros de Guatemala, donde conservamos el glorioso manuscrito, y el haber sido trazado en la vieja lengua de Castilla, aunque más participa de ese disfracismo propio de la literatura indígena. Al mismo Don Marcelino Menéndez y Pelayo, versadísimo en letras clásicas hispánicas, le parece raro el sabor de esa prosa y le sorprende que haya sido escrita por un soldado. No para mientes el gran polígrafo en que Bernal a sus ochenta años no sólo había oído muchos textos de la literatura indígena, influenciándose con ella, sirio que por ósmosis se había absorbido América y ya era americano.
Pero hay otro parentesco más impresionante. Los indígenas, en sus últimos dolorosos cantos, ya avasallados, demandan justicia, y Bernal Díaz del Castillo se abre el pecho para dar salida a un cronicón que es un rugido de protesta, por el olvido en que se le dejó después «del batallar y el conquistar».
A partir de este momento toda la literatura latinoamericana, el cantar y el novelar, va a tornarse no sólo en testimonio de cada época, sino como dice el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en «Un Instrumento de Lucha». Toda la gran literatura es de testimonio y reivindicación, pero lejos de ser un documento frío, son páginas apasionantes del que sabe que tiene en las manos un instrumento para deleitar y convencer.
¿El sur nos va a dar un mestizo? El mestizo por excelencia pues para que nada le faltara fue el primer desterrado que tuvo América: el Inca Garcilaso. Este desterrado criollo sigue las voces indígenas ya extinguidas, en su denuncia contra los opresores del Perú. El Inca nos ofrece en su prosa magnífica, ya no sólo lo americano, ni sólo lo español, sino la mezcla, en la fusión de las sangres y en la misma demanda de vida y de justicia.
De momento nadie advierte en la prosa del Inca el «mensaje» como se dice ahora. Esto quedará esclarecido durante la lucha de la independencia. El Inca aparecerá entonces con la prestancia del indio que supo burlarse del imperio «de los dos cuchillos» o sea la censura civil y eclesiástica. Tarde se dan cuenta las autoridades españolas del recado que encierra tanta donosura, imaginación y melancolía, y ordenan recoger sagazmente la historia del Inca Garcilaso, donde han aprendido esos naturales «muchas cosas perjudiciales».
Y no sólo la poesía y obras de ficción dan testimonio. Los autores más insospechados, como los: Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre, Andrés Calvo, Manuel Fabri, Andrés de Guevara, dieron nacimiento a una literatura de desterrados que es y seguirá siendo testimonio de su época.
Hasta el mismo poeta guatemalteco Rafael Landívar tiene su forma de rebelarse. Su protesta es silencio, a los españoles los llama «hispani» sin otro adjetivo. Y nos referimos a Landívar porque a pesar de ser el menos conocido debe considerársele como el abanderado de la literatura americana, cuando es auténtica expresión de nuestras tierras, hombres y paisaje. Landívar, dice Pedro Henriquez-Ureña, «es entre los poetas de las colonias españolas el primer maestro del paisaje, el primero que rompe decididamente con las convenciones del Renacimiento y descubre los rasgos característicos de la naturaleza en el Nuevo Mundo, su flora y su fauna, sus campos y montañas, sus lagos y cascadas. En sus descripciones de costumbres, de industrias y juegos hay una graciosa vivacidad y a lo largo cíe todo el poema, honda simpatía y comprensión por la supervivencia de las culturas indígenas.»
En Módena, Italia, aparece en 1781 con el título de «Rusticatio Mexicana» una obra poética de 3425 exámetros latinos, distribuida en 10 cantos, original de Rafael Landívar. Un año después en Bolonia aparece la segunda edición. Ante los europeos, el poeta llamado por Menéndez Pelayo «el Virgilio de la modernidad», pregona en su obra las excelencias de la tierra, de la vida y del hombre americano. Ansiaba que los habitantes del viejo mundo supieran que al Vesubio y al Etna se les podía enfrentar el Jorullo, volcán mexicano, a las famosas fuentes de Castalia y Aretusa, las cascadas y grutas de San Pedro Mártir en Guatemala, y, al hablar del cenzontle, el pájaro de las 400 voces en la garganta, lo hacía volar más alto en el reino de la fama que el ruiseñor.
Canta los tesoros de la campiña, el oro y la plata que estaban llenando el orbe de valiosas monedas y los pilones de azúcar ofrecidos a las mesas de los reyes.
No faltan en el poema las estadísticas de la riqueza americana encaminada a deslumhrar al europeo. Cita las manadas de ganados caballares y vacunos, los rebaños de ovejas, los ganados caprino y porcino, las fuentes medicinales, los juegos populares, algunos desconocidos en Europa, como el palo volador, y no calla la gloria del cacao y del chocolate de Guatemala. Pero hay algo que debemos señalar en el canto landivariano: su amor al nativo. Canta en el indio a la raza que en todo sale airosa, pinta la maravilla de los huertos flotantes creados por los indios, los tiene como ejemplo de gracia y maestría pero no olvida sus inmensos sufrimientos. Así va dejando substancia poética, poesía naturalista ajena a lo simbólico, de un hecho que siempre ha querido negarse: la superioridad del indio americano como campesino, artífice y obrero.
A la pintura del indio malo, haragán y vicioso, tan propalada en Europa y tan creída en América por los americanos que lo explotan, Landívar opone la estampa del indio sobre cuyos hombros ha pesado y sigue pesando el trabajo en América.
Y no lo hace simplemente enunciándolo, caso en el que podía creérsele o no creérsele, sino que en su poema vemos al indio a bordo de la piragua placentera, transportando sus mercancías o viajando y lo admiramos extrayendo la púrpura y la grana, extendiendo los nivosos gusanos que producen la seda, agarrándose con tesón a las peñas para arrancarles el marisco precioso que da el color de las púnicas rosas, arando paciente y testarudo, cultivando el añil, extrayendo de la mina la nativa plata, agotando las venas de oro … El Rusticado de Landívar confirma lo que hemos dicho de la gran literatura americana, que no podrá conformarse con un papel pasivo, mientras en nuestros suelos, pueblos famélicos, vivan sobre estas tierras opulentas, y es por su contenido una forma de novelar en verso. Andrés Bello iba a renovar 50 años después la aventura americana en su famosa «Silva», obra inmortal y perfecta en la que vuelve a aparecer la naturaleza del Nuevo Mundo con el maíz a la cabeza, como «jefe altanero de la espigada tribu», el cacao en «urnas de coral», los cafetales, el banano, el trópico en toda su potencia vegetal y animal, y contrastando con esta visión grandiosa «del rico suelo», el habitante empobrecido.
Bello nos recuerda al Inca Garcilaso, por desterrado; es de la estirpe americana de Landívar; ambos inician, sin balbuceos, la gran jornada americana en la literatura universal.
A partir de este momento la imagen de la naturaleza del Nuevo Mundo, despertará en Europa un interés muy particular pero nunca llegará con la fidelidad candente que mantiene en Landívar y en Bello. Su visión deformada hacia lo maravilloso, idílico, paradisíaco, nos la ofrece Chateaubriand en «Átala» y «Los Nátchez».
En los europeos la naturaleza es un telón de fondo sin la gravitación que alcanzará en el marco del romanticismo criollo. Los románticos dan a la naturaleza lugar permanente en las creaciones de poetas y novelistas de la época. Así José María de Heredia cantando a las Cataratas del Niágara, así Esteban Echeverría en las descripciones del desierto de «La Cautiva» para no citar a otros.
El romanticismo en América no fue solamente una escuela literaria sino una bandera de patriotismo. Poetas, historiadores, novelistas, reparten sus días y sus noches entre las actividades políticas y el sueño de sus creaciones. ¡Jamás ha sido más hermoso ser poeta en América! Entre los poetas influidos por la Patria convertida en musa, vemos aparecer a José Mármol, autor de una de las novelas más leídas en América, «Amalia». Las páginas de este libro han pasado por nuestros dedos febriles y sudorosos, cuando sufríamos en carne propia las dictaduras que han asolado a Centro América. Los críticos al referirse – a la novela de Mármol señalan desigualdades, desaliños, sin darse cuenta que una obra de esa índole, se escribe con el corazón saltando en el pecho, pulsaciones que van a dejar en la frase, en el párrafo, en la página, esa taquicardia de la incorrección vital que aquejaba a la Patria entera.
Estamos en presencia de uno de los testimonios más ardientes de la novela americana. A través del tiempo «Amalia» como las imprecaciones de José Mármol, sigue sacudiendo a los lectores hasta constituir por ello, para muchos un acto de fe.
Y es en ese instante cuando va a sonar la voz de Sarmiento, plantando en la puerta de los siglos su famoso dilema: «Civilización o Barbarie». Y el mismo Sarmiento se sobrecogerá cuando se dé cuenta que «Facundo» vuelve armas contra él y contra todos declarándose auténtico representante de la América criolla, de la América que se niega a morir y que busca hendir con el pecho que ya se le ha hecho duro, el esquema antitético de civilización o barbarie para encontrar entre estos extremos el punto en que sus pueblos integren con valores esenciales propios, su auténtica personalidad.
A mediados del siglo pasado otro romántico no menos apasionado aparece en Guatemala: José Batres Montúfar. En medio de las narraciones de carácter festivo el lector siente que debe olvidar la fiesta para escuchar al poeta. Con cuánta gracia cargada de amargura el inmortal José Batres Montúfar caló hondo en problemas que ya entonces, a mediados del siglo pasado, eran candentes.
Otra voz iba a llegar de norte a sur, le de José Martí. El estará presente, desterrado o en su patria, con su verbo encendido de poeta o de periodista, presente también con su ejemplo hasta su sacrificio.
El siglo XX se nos llena de poetas, de poetas que ya no dicen nada, salvo muy contados nombres, entre los que sobresalen el del inmortal Rubén Darío y Juan Ramón Molina, el hondureno. Los podas se evaden de la realidad, tal vez por ser esa una de las formas de ser poeta. Pero en muchos de ellos nada hay vivo en su obra que se va tornando habladuría. Ignoran la clara lección de los rapsodas indígenas, olvidan a los forjadores coloniales de nuestra, gran literatura, satisfechos en la imitación sin sangre de la poesía de otras latitudes, y ridiculizan a los que cantaron nuestra gesta libertadora, considerándolos encandilados por un patriotismo local.
Y no es sino pasada la primera guerra, que un puñado de hombres, hombres y artistas, salen a la reconquista de lo propio, van al encuentro de lo indígena, recalan junto a lo español materno y vuelven con el mensaje que tienen que entregar al futuro.
La literatura americana va a renacer bajo otros signos no ya el del verso. Ahora es una prosa táctil, plural e irreverente con las formas, herida por caminos de misterio, la que servirá a los designios de esta nueva cruzada cuyo primer paso fue hundirse, así, hundirse en la realidad, no para objetivar, forma de estar y no estar en ella, sino penetrando en los hechos para solidarizarse con los problemas humanos. Nada de lo que es humano, nada de lo que es real le será ajeno a esta literatura urgida por el contacto con América. Y este es el caso de la novela latinoamericana. Nadie pone en duda que esta novela va colocándose a la cabeza del género en el mundo entero. Se cultiva en todos nuestros países, por autores de diversas tendencias, lo que hace que también en la novela todo sea material americano, testimonio humano de nuestro momento histórico.
Y es que nosotros, novelistas del hoy americano, dentro de la tradición constante de compromiso con nuestros pueblos, en que se ha desarrollado nuestra gran, literatura, nuestra sustentadora poesía, también tenemos tierras que reclamar para nuestros desposeídos, minas que exigir para nuestros explotados y reivindicaciones que hacer en favor de las masas humanas que perecen en los yerbatales, que se queman en las plantaciones de banano, que se tornan bagazo humano en los ingenios azucareros, y por eso que para mí, la auténtica novela americana es el reclamo de todas estas cosas, es el grito que viene del fondo de los siglos y que se reparte en miles de páginas. Novela auténticamente nuestra que está de pie en sus páginas leales al espíritu, a los puños de nuestros obreros, al sudor de nuestros campesinos, al dolor por nuestros niños mal nutridos reclamando por que la sangre y la savia de nuestras vastas tierras corran otra vez hacia los mares para enriquecer nuevas metrópolis.
Esta novela participa, consciente o inconscientemente, de las características de los textos indígenas, frescos, lacerados y pujantes; de la angustia numísmata de los ojos de los criollos que asomaban a esperar el alba en la media noche colonial, más clara, sin embargo, que esta media noche que nos está amenazando ahora, y sobre todo de la afirmación, del optimismo lustral de aquellos hombres de pluma que desafiando a la inquisición abrieron en las conciencias brecha, para el paso de los libertadores.
La novela latinoamericana, nuestra novela, para ser tal, no puede traicionar el gran espíritu que ha informado, e informa, toda nuestra gran literatura. Si escribes novela sólo para distraer, ¡quémala! cabría decir evangélicamente, pues si no la quemas tú, se borrará contigo en el correr del tiempo, se borrará de la memoria del pueblo que es donde un poeta o novelista debe aspirar a quedar. ¡Cuántos hubo que en el pasado escribieron novelas para divertir! En todas las épocas. ¿Y quién los recuerda? En cambio qué fácil es repetir los nombres de los que entre nosotros escribieron para dar testimonio. Dar testimonio. El novelista da testimonio, como el Apóstol de los Gentiles. Es el Pablo que cuando intenta escapar se encuentra con la realidad rugiente del mundo que le rodea, esta realidad de nuestros países que nos ahoga y nos deslumbra, y al hacernos rodar por tierra nos obliga a gritar: ¿PARA QUÉ ME PERSIGUES? Sí, somos unos perseguidos de esta realidad que no podemos negar, que es carne de gente de la revolución mexicana, en los personajes cíe Mariano Azuela, de Agustín Yáñez y de Juan Rulfo, tan afilados de conceptos como sus cuchillos; que con Jorge Icaza, Ciro Alegría, Jesús Lara, es grito de protesta contra la explotación y el abandono del indio; que con Rómulo Gallegos en «Doña Bábara» nos crea a nuestra Prometea. Que con Horacio Quiroga nos devuelve a la pesadilla del trópico, pesadilla tan suya como americana que parece ser su estilo; que con «Los ríos profundos» de José María Arguedas, el «Río oscuro» del argentino Alfredo Várela, «Hijo de hombre» del paraguayo Roa Bastos, y «La ciudad y los perros» del peruanoVargas Llosa, nos hace ver cómo se desangra el trabajador en nuestras tierras. Con Mancisidor nos lleva a los campos petrolíferos, hacia donde van, abandonando sus casas, los habitantes de «Casas muertas» de Miguel Otero Silva … Con David Viñas nos enfrenta a la Patagonia trágica, con Enrique Wernicke nos arrastra con las aguas que sumergen pueblos y con Verbitsky y María de Jesús nos lleva a las villas miserias, los barrios dantescos e infrahumanos de nuestras grandes ciudades … El hijo del salitre de Teitelboim nos cuenta del duro trabajo en los campos salitreros, como Nicomedes Guzmán nos hace palpar la vida de los niños en los barrios obreros chilenos, y el campo salvadoreño en «Jaragua» de Napoleón Rodríguez Ruiz y nuestros pequeños pueblos en «Cenizas del Izalco» de Flakol y Clarivel Alegría. No podemos pensar en la pampa sin hablar de «Don Segundo Sombra» de Güiraldes, ni hablar de la selva sin «La vorágine» de Eustasio Rivera, ni de los negros sin Jorge Amado, ni de los llanos del Brasil sin el «Gran Sertao» de Guimaraes Rosa, ni de los llanos de Venezuela sin Ramón Díaz Sánchez.
Nuestros libros no llevan un fin de sensacionalismo o truculencia para hacernos un lugar en la república de las letras. Somos seres humanos emparentados por la sangre, la geografía, la vida, a esos cientos, miles, millones de americanos que padecen miseria en nuestra opulenta y rica América. Nuestras novelas buscan movilizar en el mundo las fuerzas morales que han de servirnos para defender a esos hombres. Está ya avanzado el proceso de mestizaje de nuestras letras al que correspondía en el reencuentro americano dar a su grandiosa naturaleza una dimensión humana. Pero ni naturaleza para dioses como en los textos de los indios, ni naturaleza para héroes como en los escritos de los románticos, naturaleza para hombres, en la que serán replanteados con vigor y audacia los problemas humanos. Aunque como buenos americanos nos apasiona la bella forma de decir las cosas, cada una de nuestras novelas es por eso una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. No es fácil darse cuenta en la obra realizada del esfuerzo y empeño por lograr los materiales empleados, palabras. Sí, esto es, palabras, pero usadas con qué leyes. Con qué reglas. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Suenan como maderas. Gomo metales. Es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje lo primero que debe plantearse es la onomatopeya. Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases. Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas sino habladas. Hay una dinámica verbal de la poesía que la misma palabra encierra, y que se revela primero como sonido, después como concepto.
Por eso las grandes novelas hispanoamericanas son masas musicales vibrantes, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que con ellas nacen.
La aventura sigue en la confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres, además de las lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay mezcla de las lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América.
Otro idioma va a regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes. Nuestras novelas parecen escritas no sólo con palabras sino con imágenes. No son pocos los que leyendo nuestras novelas las ven cinematográficamente. Y no porque se persiga una dramática afirmación de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en fabulaciones y rico en imágenes. No es un lenguaje artificialmente creado para dar cabida a esa fabulación, o la llamada prosa poética, es un lenguaje vivo que conserva en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana. La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Pienso que lo que más atrae a los lectores no americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin caer en lo pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas, resabios ancestrales de esas lenguas que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ella. Y también por la importancia de la palabra, entidad absoluta, símbolo. Nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene en la nuestra un valor en sí, tal como lo tenía en las lenguas indígenas. Palabra, concepto, sonido, transposición fascinante y rica. Nadie entendería nuestra literatura, nuestra poesía, si quita a la palabra su poder de encantamiento.
Palabra y lenguaje harán participar al lector en la vida de nuestras creaciones. Inquietar, desasosegar, obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir, entrará a compartir el juego cíe situaciones y personajes, en una novelística que mantiene intactos sus valores humanos. Nada se usa para desvirtuar al hombre, sino para completarlo y esto es tal vez lo que conquista y perturba en ella, lo que transforma nuestra novela en vehículo de ideas, en intérprete de pueblos usando como instrumento un lenguaje con dimensión literaria, con valor mágico imponderable y con profunda proyección humana.

John Steinbeck: Discurso al aceptar el premio Nobel de literatura, 1962. Discurso.

 

BRAND_BIO_BSFC_120766_SF_2997_005_20131219_V1_HD_768x432-16x9Doy gracias a la academia sueca por encontrar mi obra digna de tan alto honor. En mi corazón puede que haya duda de si merezco el Premio Nobel en vez de los otros hombres letrados por quienes siento respeto y reverencia, pero no hay ninguna duda de mi placer y orgullo en recibirlo.

Es costumbre que el receptor de este galardón ofrezca un comentario erudito o personal sobre la naturaleza y dirección de la literatura. Sin embargo, pienso que sería bueno, ahora en especial, el considerar los notables deberes y responsabilidades de los creadores de la literatura.

Tal es el prestigio del Premio Nobel y de este lugar donde me encuentro, que me siento impulsado a no hablar con agradecimiento y disculpas como un ratón, sino con el rugido de un león por el orgullo que siento de mi profesión y de los hombres grandes y buenos que la han practicado a través de las épocas.

La literatura no fue promulgada por un grupo de sacerdotes críticos, pálidos y emasculados que cantaban sus letanías en una iglesia vacía, ni tampoco es un juego para los elegidos al claustro, los mendicantes de hojalata de un desespero barato.

La literatura es tan antigua como el habla. Surgió de la necesidad humana y no ha cambiado, excepto para hacerse más necesaria. Los escaldos, los bardos, los escritores no son un grupo exclusivo ni separado. Desde el principio, sus funciones, sus deberes, sus responsabilidades han sido decretadas por nuestra especie.

La humanidad ha pasado por un tiempo gris y desolado de confusión. Mi gran predecesor, William Faulkner, al hablar aquí se refirió a éste como una tragedia de temor físico universal, sostenido por tanto tiempo que no hubo ya más problemas del espíritu, de manera que escribir sobre el corazón humano en conflicto consigo mismo pareció ser lo único digno de emprender. Faulkner, más que la mayoría de los otros hombres, estaba consciente tanto de la fuerza humana como de la debilidad humana. El sabía que el entender y el resolver el temor son gran parte de la razón de ser del escritor.

Esta no es una novedad. La encomienda antigua del escritor no ha cambiado. Se le encarga exponer nuestros tantos defectos y fracasos dolorosos, sacar a la luz nuestros sueños oscuros y peligrosos en aras del mejoramiento.

Además, en el escritor se delega para declarar y celebrar la capacidad demostrada que tiene el hombre para la grandeza de corazón y espíritu, para la gallardía en la derrota, para el valor, la compasión y el amor. En la interminable guerra contra la debilidad y la desesperanza, éstas son las banderas brillantes de la esperanza y de la emulación. Sostengo que un autor que no crea apasionadamente en la capacidad de perfeccionamiento del hombre no tiene dedicación ni ningún lugar en la literatura.

El presente miedo universal ha sido el resultado de una ola progresiva en nuestro conocimiento y manipulación de ciertos factores peligrosos en el mundo físico. Es verdad que otras fases del entendimiento aún no han alcanzado este gran escalón, pero no hay razón para creer que no puedan o no vayan a adelantar. Ciertamente, es parte de la responsabilidad del escritor asegurarse de que así lo hagan. Con la larga y digna historia que tiene la humanidad de mantenerse firme en contra de todos sus enemigos naturales, algunas veces en frente de una derrota casi cierta y de la extinción, seríamos cobardes y estúpidos al dejar el campo en la víspera de nuestra mayor victoria posible.

Como podrá entenderse, he estado leyendo la vida de Alfred Nobel, un hombre solitario, dicen los libros, un hombre pensativo. El perfeccionó el estreno de fuerzas explosivas que son capaces de una buena creación o de una destrucción malvada, pero sin tener elección, sin regirse por la conciencia o el juicio.

Nobel vio algunos de los crueles y sangrientos malos usos de sus invenciones. Tal vez hasta pudo prever los resultados finales de todas sus investigaciones: acceso a una violencia absoluta, a una destrucción final. Algunos dicen que llegó a volverse cínico, pero yo no creo esto. Creo que se esforzó para encontrar un control, una llave de seguridad. Creo que la encontró finalmente y sólo en la mente humana y en el espíritu humano.

Para mí, sus pensamientos se reflejan claramente en las categorías de estos premios. Se otorgan en reconocimiento al creciente y continuo saber del hombre y de su mundo, al entendimiento y la comunicación, los cuales son las funciones de la literatura. Se otorgan en reconocimiento a las demostraciones de la capacidad para alcanzar la paz, la culminación de todas las demás.

Menos de cincuenta años después de su muerte, se abrió la puerta a la naturaleza y se nos ofreció la temible carga de la elección. Hemos usurpado muchos de los poderes que una vez fueron atribuidos a Dios. Temerosos y sin estar preparados, hemos asumido señoría sobre la vida y la muerte de todo el mundo de seres vivientes. El peligro, la gloria y la elección reposan finalmente sobre el hombre. La prueba que mide su capacidad para la perfección está a la mano.

Habiendo tomado un poder divino, debemos buscar en nosotros mismos la responsabilidad y la sabiduría que una vez rogamos que tuviera la deidad. El hombre mismo se ha convertido en nuestra más grande amenaza y en nuestra única esperanza. Así que hoy, podemos parafrasear las palabras de San Juan Apóstol: Al final está la palabra, y la palabra es el hombre, y la palabra está con el hombre.

 

Saint John Perse: Discurso de aceptación del premio Nobel, 1960. Discurso

john_perseHe aceptado para la poesía el homenaje que aquí se le rinde, y tengo prisa por restituírselo.

 

La poesía no recibe honores a menudo. Pareciera que la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales fuera en aumento. Apartamiento aceptado, pero no perseguido por el poeta, y que existiría también para el sabio si no mediasen las aplicaciones prácticas de la ciencia.

 

Pero ya se trate del sabio o del poeta, lo que aquí pretende honrarse es el pensamiento desinteresado. Que aquí, por lo menos, no sean ya considerados como hermanos enemigos, Pues ambos se plantean idéntico interrogante, al borde de un común abismo; y sólo los modos de investigación difieren.

 

Cuando consideramos el drama de la ciencia moderna que descubre sus límites racionales hasta en lo absoluto matemático; cuando vemos, en la física, que dos grandes doctrinas fundamentales plantean, una, un principio general de relatividad, otra, un principio “cuántico” de incertidumbre y de indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud misma de las medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y garante de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocaba la intuición para que socorriese a lo racional y proclamaba que “la imaginación es el verdadero terreno de la germinación científica”, y hasta reclamaba para el científico los beneficios de una verdadera “visión artística”, ¿no tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico?

 

En verdad, toda creación del espíritu es, ante todo, “poética”, en el sentido propio de la palabra. Y en la equivalencia de las formas sensibles y espirituales, inicialmente se ejerce una misma función para la empresa del sabio y para la del poeta. Entre el pensamiento discursivo y la elipse poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por las fulguraciones de la intuición. ¿Cuál es el que sale a flote más pronto y más cargado de breve fosforescencia? Poco importa la respuesta. El misterio es común. Y la gran aventura del espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas dramáticas de la ciencia moderna. Algunos astrónomos han podido perder el juicio ante la teoría de un universo en expansión; no hay menos expansión en el infinito moral del hombre: ese universo. Por lejos que la ciencia haga retroceder sus fronteras, en toda la extensión del arco de esas fronteras se oirá correr todavía la jauría cazadora del poeta. Pues si la poesía no es, como se ha dicho, “lo real absoluto”, es por cierto la codicia más cercana y la más cercana aprehensión en ese límite extremo de complicidad en que lo real en el poema parece informarse a sí mismo.

 

Por el pensamiento analógico y simbólico, por la iluminación lejana de la imagen mediadora y por el juego de sus correspondencias, en miles de cadenas de reacciones y de asociaciones extrañas, merced, finalmente, a un lenguaje al que se trasmite el movimiento mismo del ser, el poeta se inviste de una superrealidad que no puede ser la de la ciencia. ¿Puede existir en el hombre una dialéctica más sobrecogedora y que comprometa más al hombre? Cuando los filósofos mismos abandonan el umbral metafísico, acude el poeta para relevar al metafísico; y es entonces la poesía, no la filosofía, la que se revela como la verdadera “hija del asombro”, según la expresión del filósofo antiguo para quien la poesía fue asaz sospechosa.

 

Pero más que modo de conocimiento, la poesía es, ante todo, un modo de vida, y de vida integral. El poeta existía en el hombre de las cavernas; existirá en el hombre de las edades atómicas: porque es parte irreductible del hombre. De la exigencia poética, que es exigencia espiritual, han nacido las religiones mismas, y por la gracia poética la chispa de lo divino vive para siempre en el sílex humano. Cuando las mitologías se desmoronan, lo divino encuentra en la poesía su refugio; aun tal vez su relevo. Y hasta en el orden social y en lo inmediato humano, cuando las Portadoras de pan del antiguo cortejo dan paso a las Portadoras de antorchas, en la imaginación poética se enciende todavía la alta pasión de los pueblos en busca de claridad.

 

¡Altivez del hombre en marcha bajo su carga de eternidad! Altivez del hombre en marcha bajo su carga de humanidad -cuando para él se abre un nuevo humanismo-, de universidad real y de integridad psíquica… Fiel a su oficio, que es el de profundizar el misterio mismo del hombre, la poesía moderna se interna en una empresa cuya finalidad es perseguir la plena integración del hombre. No hay nada pítico en esta poesía. Tampoco nada puramente estético. No es arte de embalsamador ni de decorador. No cría perlas de cultivo ni comercia con simulacros ni emblemas, y no podría contentarse con ninguna fiesta musical. Traba alianza en su camino con la belleza –suprema alianza-, pero no hace de ella su fin ni su único alimento. Negándose a disociar el arte de la vida, y el amor del conocimiento, es acción, es pasión, es poder y es renovación que siempre desplaza los lindes. El amor es su hogar, la insumisión su ley, y su lugar está siempre en la anticipación. Nunca quiere ser ausencia ni rechazo.

 

Nada espera sin embargo de las ventajas del siglo. Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce igual a la vida misma, que nada tiene que justificar de sí mismo. Y con un mismo abrazo, como con una sola y grande estrofa viviente, enlaza al presente todo lo pasado y lo por venir, lo que humano con lo sobrehumano y todo el espacio planetario con el espacio universal. La oscuridad que se le reprocha no proviene de su naturaleza propia, que es la de esclarecer, sino de la noche misma que explora, a la que está consagrada a explorar: la del alma misma y la del misterio que baña al ser humano. Su expresión se ha prohibido siempre la oscuridad y esa expresión no es menos exigente que la de la ciencia.

 

Ahí, por su adhesión total a lo que existe, el poeta nos enlaza con la permanencia y la unidad del ser. Y su lección es de optimismo. Para él una misma ley de armonía rige el mundo entero de las cosas. Nada puede, ocurrir en ella que, por naturaleza, sobrepuje los límites del hombre. Los peores trastornos de la historia no son sino ritmos de las estaciones en un más vasto ciclo de encadenamientos y de renovaciones. Y las Furias que atraviesan el escenario, con la antorcha en alto, no iluminan sino un instante del muy largo tema que sigue su curso. Las civilizaciones que maduran no mueren de los tormentos de un otoño; no hacen sino transformarse. Sólo la inercia es amenaza. Poeta es aquél que rompe, para nosotros, la costumbre.

 

Y es así también como el poeta se encuentra ligado, a pesar de él, al acontecer histórico. Y nada le es extraño en el drama de su tiempo. ¡Que diga a todos, claramente, el gusto de vivir este tiempo fuerte! Pues la hora es grande y nueva para recobrarse de nuevo. ¿Y a quién le cederíamos, pues, el honor de nuestro tiempo?…

 

“No temas”, dice la Historia, quitándose un día la máscara de violencia y haciendo con la mano levantada ese ademán conciliador de la Divinidad asiática en el momento más fuerte de su danza destructora. “No temas, ni dudes, pues la duda es estéril y el temor servil. Escucha más bien ese latido rítmico que mi mano en alto imprime, renovadora, a la gran frase humana siempre en vías de creación. No es verdad que la vida pueda renegar de sí misma. Nada viviente procede de la nada, ni de la nada se enamora. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no finca en la metamorfosis misma. El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. El hombre iluminado sobre una vertiente ¿irá acaso a oscurecerse en la otra? Y su maduración forzada, en una comunidad sin comunión, ¿no sería quizá una falsa madurez?…”

 

Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.

 

Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo.

 

William Faulkner: Me niego a aceptar el fin del hombre. Discuros de aceptación del Nobel de literatura, 1949. Discurso.

Una rosa para EmilyPienso que este premio no se otorga a mi persona sino a mi trabajo; el trabajo de una vida en el sudor y la agonía del espíritu humano, no por la gloria, y menos que nada por la ganancia, sino por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Así que este premio sólo se me confía.

No será difícil encontrar un destino a su parte monetaria que sea adecuado al propósito y significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con la proclama, al emplear este momento como una cumbre desde la cual pueda ser escuchado por los hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma labor y angustia, entre los cuales se encuentra ya aquel que ocupará el lugar que ahora ocupo yo.

Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal, sostenido por tanto tiempo que incluso podemos sopesarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Sólo existe la pregunta: ¿Cuándo me barreran? Por este motivo, el hombre o mujer joven que escribe hoy ha olvidado el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir; sólo eso merece el sudor y la agonía. Él debe aprenderlo otra vez.

Debe enseñarse así mismo que tener miedo es lo más bajo que hay; y al enseñarse eso, olvidar el miedo para siempre, y no dejar espacio en su taller a nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón; las viejas verdades universales sin las cuales una historia es efímera y está condenada a morir: amor y honor y caridad y orgullo y compasión y sacrificio. Mientras no haga eso, trabajo bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza, y lo peor de todo, sin caridad ni compasión. Sus aflicciones no se duelen en huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas. Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si asistiera al fin del hombre y lo contemplara.

Me rehuso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará: prevalecerá. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de éstas cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado. No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer.

Hermann Hesse: Discurso de aceptación del Nobel de literatura 1946. Discurso leído por Henry Vallotton

images (2)Lamentamos profundamente que la enfermedad mantiene a Hermann Hesse en Suiza. Pero sus pensamientos están con nosotros, y su gratitud habla a través de este mensaje que me pidió que le lea a usted:

«En el envío de saludos cordiales y respetuosas a su reunión festiva, quisiera ante todo expresar mi pesar por no poder ser su invitado en persona, para saludar y darle las gracias. Mi salud ha sido siempre delicado, y se me ha dejado un inválido permanente por las aflicciones de los años transcurridos desde 1933, que han destruido el trabajo de mi vida y una y otra vez han me cargados de fuertes derechos. Pero mi mente no se ha roto, y me siento afín a usted ya la idea que inspiró a la Fundación Nobel, la idea de que la mente es internacional y supranacional, que debería servir no para la guerra y la aniquilación, sino la paz y la reconciliación .My ideal, sin embargo, no es la difuminación de las características nacionales, como llevaría a una humanidad intelectualmente uniforme. Por el contrario, puede diversidad en todas las formas y colores de larga vida sobre esta querida tierra nuestra. ¡Qué cosa maravillosa es la existencia de muchas razas, muchos pueblos, muchos idiomas, y muchas variedades de actitud y perspectiva! Si me siento el odio y la enemistad irreconciliable hacia las guerras, conquistas y anexiones, lo hago por muchas razones, pero también porque muchos cultivan orgánicamente, logros altamente individuales, y ricamente diferenciadas de la civilización humana han sido víctimas de estos poderes oscuros. Odio los simplificateurs grands, y me encanta el sentido de la calidad, de la artesanía y la singularidad inimitable. Como su huésped agradecido y colega, por tanto, extiendo mi saludo a Suecia, su país, a su lengua y de la civilización, su rica historia y orgulloso, y su perseverancia en el mantenimiento y la formación de su carácter individual. Nunca he estado en Suecia, pero durante décadas muchos una cosa buena y amable ha venido a mí de su país desde que el primer regalo que recibí de él: es ahora hace cuarenta años y era un libro sueco, una copia de la primera edición de Leyendas de Cristo con una dedicatoria personal por Selma Lagerlöf. En el curso de los años ha habido muchos un valioso intercambio con su país hasta que ahora me has sorprendido con la última gran presente. Permítanme expresarles mi profunda gratitud»

Charles Bukowski: Tres mujeres. Cuento

64-SOLOBUKOWSKILinda y yo vivíamos justo frente al parque McArthur, y una noche que estábamos bebiendo vimos por la ventana que caía un hombre. una visión extraña, parecía un chiste, pero no era ningún chiste pues el cuerpo se estrelló en la calle. «dios mío», le dije a Linda, «¡se espachurró como un tomate pasado! ¡no somos más que tripas y mierda y material pegajoso! ¡ven! ¡ven! ¡míralo! ». Linda se acercó a la ventana, luego corrió al baño y vomitó. luego volvió. me volví y la miré. «te lo digo de veras, querida, es exactamente igual que un gran cuenco de espaguettis y carne podrida, aderezado con una camisa y un traje rotos!». Linda volvió corriendo al baño y vomitó otra vez.
Me senté y seguí bebiendo vino. pronto oí la sirena. lo que necesitaban en realidad era el departamento de basuras. bueno, qué coño, todos tenemos nuestros problemas. yo no sabía nunca de dónde iba a venir el dinero del alquiler y estábamos demasiado enfermos de tanto beber para buscar trabajo. cuando nos preocupábamos, lo único que podíamos hacer para eliminar nuestras preocupaciones era joder. esto nos hacía olvidar un rato. jodíamos mucho y, para suerte mía, Linda tenía un polvo magnífico. todo aquel hotel estaba lleno de gente como nosotros, que bebían vino y jodían y no sabían después qué. de vez en cuando, uno de ellos se tiraba por la ventana. Pero el dinero siempre nos llegaba de algún sitio; justo cuando todo parecía indicar que tendríamos que comernos nuestra propia mierda, una vez trescientos dólares de una tía muerta, otra un reembolso fiscal demorado. otra vez, iba yo en autobús y en el asiento de enfrente aparecen aquellas monedas de cincuenta centavos. yo no sabía, ni lo sé todavía, qué significaba aquello, quién lo había dejado allí. me cambié de asiento y empecé a guardarme las monedas. cuando llené los bolsillo, apreté el timbre y bajé en la primera parada. nadie dijo nada ni intentó detenerme. en fin, cuando estás borracho, sueles ser afortunado; aunque no seas un tipo de suerte, puedes ser afortunado.
Pasábamos siempre parte del día en el parque mirando los patos. te aseguro que cuando andas mal de salud por darle sin parar a la botella y por falta de comida decente, y estás cansado de joder intentando olvidar, no hay como irse a ver los patos. Quiero decir, tienes que salir del cuarto, porque puedes caer en la tristeza profunda profunda y puedes verte en seguida saltando por la ventana. Es más fácil de lo que te imaginas. así que Linda y yo nos sentábamos en un banco a mirar los patos. a los patos les da todo igual, no tienen que pagar alquiler, ni ropa, tienen comida en abundancia, les basta con flotar de aquí para allá cagando y graznando. picoteando, mordisqueando, comiendo siempre. de cuando en cuando, de noche, uno de los del hotel captura un pato, lo mata, lo mete en su habitación, lo limpia y lo guisa. nosotros lo pensamos pero nunca lo hicimos. Además es difícil cogerlos; en cuanto te acercas ¡SLUUUSCH! una rociada de agua y el cabrón se fue… nosotros solíamos comer pastelitos hechos de harina y agua, o de vez en cuando robábamos alguna mazorca de maíz (había un tipo que tenía un plantel de maíz) no creo que llegase a conseguir comer ni una mazorca, y luego robábamos siempre algo en los mercados al aire libre… me refiero a las tiendas que tienen mercancías expuestas a la puerta; esto significaba un tomate o dos o un pepino pequeño de cuando en cuando, pero éramos ladronzuelos, raterillos, y nos basábamos sobre todo en la suerte. los cigarrillos era más fácil, te dabas un paseo de noche y siempre alguien dejaba la ventanilla de un coche sin subir y un paquete o medio paquete de cigarrillos en la guantera. en fin nuestros auténticos problemas eran la bebida y el alquiler. Y jodíamos y nos preocupábamos por esto.
Y como siempre llegan los días de desesperación total, llegaron los nuestros. No había vino, no había suerte, ya no había nada. no había crédito de la casera ni de la bodega. Decidí poner el despertador a las cinco y media de la mañana y bajar al Mercado de Trabajo Agrícola, pero ni siquiera el despertador funcionó bien. se había estropeado y yo lo había abierto para arreglarlo. Tenía un muelle roto y el único medio que se me ocurrió de arreglarlo fue romper un trozo y enganchar de nuevo el resto, cerrarlo y darle cuerda. ¿queréis saber lo que les pasa a los despertadores, y supongo que a toda clase de relojes, si les pones un muelle más pequeño? os lo diré: cuanto más pequeño sea el muelle, más deprisa andan las manecillas. era una especie de reloj loco, os lo aseguro, y cuando nos cansábamos de joder para olvidar las preocupaciones, solíamos contemplar aquel reloj e intentar determinar la hora que era realmente. y veías correr aquel minutero… nos reíamos mucho.
Luego, un día, tardamos una semana en adivinarlo, descubrimos que el reloj andaba treinta horas por cada doce horas reales de tiempo. y había que darle cuerda cada siete u ocho, porque si no se paraba. a veces despertábamos y mirábamos el reloj y nos preguntábamos qué hora sería.
—¿te das cuenta, querida? —decía yo— el reloj anda dos veces y media más deprisa de lo normal. es muy fácil.
—sí, pero ¿qué hora era cuando pusiste el reloj por última vez? —me preguntó ella.
—que me cuelguen si lo sé, nena, estaba borracho.
—bueno, será mejor que le des cuerda porque si no se parará.
—de acuerdo.
Le di cuerda, luego jodimos.
Así que la mañana que decidí ir al Mercado de Trabajo Agrícola no conseguí que el reloj funcionase. conseguimos en algún sitio una botella de vino y la bebimos lentamente. yo miraba aquel reloj, sin entenderlo, temiendo no despertar. simplemente me tumbé en la cama y no dormí en toda la noche. luego me levanté, me vestí y bajé a la calle San Pedro. había demasiada gente por allí, paseando y esperando. vi unos cuantos tomates en las ventanas y cogí dos o tres y me los comí. había un gran cartel: SE NECESITAN RECOGEDORES DE ALGODÓN PARA BAKERSFIELD. COMIDA Y ALOJAMIENTO. ¿qué demonios era aquello? ¿algodón en Bakersfield, California? pensé en Eli Whitney y el motor que había eliminado todo aquello. luego apareció un camión grande y resultó que necesitaban recogedores de tomates. bueno, mierda, me fastidiaba dejar a Linda en aquella cama tan sola. no la creía capaz de dormir sola mucho tiempo. pero decidí intentarlo. todos empezaron a subir al camión. yo esperé y me aseguré de que todas las damas estaban a bordo, y las había grandes. cuando todos estaban arriba, intenté subir yo. un mejicano alto, evidentemente el capataz, empezó a subir el cierre de la caja: «¡lo siento, señor, completo»! y se fueron sin mí.
eran casi las nueve y el paseo de vuelta hasta el hotel me llevó una hora. me cruzaba con mucha gente bien vestida y con expresión estúpida. estuvo a punto de atropellarme un tipo furioso con un Caddy negro. no sé por qué estaba furioso. quizás el tiempo. hacía mucho calor. cuando llegué al hotel, tuve que subir andando porque el ascensor quedaba junto a la puerta de la casera y ella andaba siempre jodiendo con el ascensor, limpiándolo y frotándolo, o simplemente allí sentada espiando.
eran seis plantas y cuando llegué oí risas en mi habitación. la zorra de Linda no había esperado mucho. en fin, le daré una buena zurra y también a él. abrí la puerta.
eran Linda, Jeannie y Eve.
—¡querido! —dijo Linda. se acercó a mí. estaba toda elegante, con zapatos de tacón alto. me dio un montón de lengua cuando nos besamos.
—¡Jeannie acaba de recibir su primer cheque del desempleo y Eve está en la ayuda a los desocupados! ¡estamos celebrándolo!
había mucho vino de Oporto. entré y me di un baño y luego salí con mis pantalones cortos. me gusta mucho enseñar las piernas. nunca he visto unas piernas de hombre tan grandes y vigorosas como las mías. el resto de mi persona no vale demasiado. me senté con mis raídos pantalones cortos y posé los pies en la mesita de café.
—¡mierda! ¡mirad esas piernas! —dijo Jeannie. —sí, sí —dijo Eve.
Linda sonrió.
me sirvieron un vaso de vino.
ya sabéis cómo son esas cosas. bebimos y hablamos, hablamos y bebimos. las chicas salieron a por más botellas. más charla. el reloj daba vueltas y vueltas. pronto oscureció. yo bebía solo, aún con mis raídos pantalones cortos. Jeannie había ido al dormitorio y se había derrumbado en la cama. Eve se había derrumbado en el sofá y Linda en otro sofá de cuero más pequeño que había en el vestíbulo, delante del baño. yo seguía sin entender por qué me había dejado en tierra aquel mejicano. me sentía desgraciado. entré en el dormitorio y me metí en la cama con Jeannie. era una mujer grande, estaba desnuda. empecé a besarle los pechos, chupándolos.
—eh, ¿qué haces?
—¿qué hago? ¡joderte! le metí el dedo en el coño y lo moví arriba y abajo.
—¡voy a joderte!
—¡no! ¡Linda me mataría!
—¡nunca lo sabrá!
la monté y luego muy lenta lenta quedamente para que los muelles no rincharan, pues no debía oírse el menor rumor, entré y salí y entré y salí siempre despacio despacio y cuando me corrí pensé que nunca pararía. uno de los mejores polvos de mi vida. mientras me limpiaba con las sábanas, se me ocurrió este pensamiento: quizás el hombre lleve siglos jodiendo mal.
luego salí de allí, me senté en la oscuridad, bebí un poco más. no recuerdo cuánto tiempo estuve allí sentado. bebí bastante. luego me acerqué a Eve. Eve la de la ayuda a los desocupados. era una cosa gorda, un poco arrugada, pero tenía unos labios muy atractivos, obscenos, feos, muy cachondos. Empecé a besar aquella boca terrible y bella. no protestó en absoluto, abrió las piernas y entré. se portó como una cerdita, gruñendo y tirando pedos y sornando y retorciéndose. no fue como con Jeannie, largo y emocionante, fue sólo plaf plaf y fuera. salí de allí. y antes de que pudiese llegar a mi sillón otra vez la oí roncar de nuevo. sorprendente… jodía igual que respiraba… no le daba la menor importancia. cada mujer jode de un modo distinto, y eso es lo que mantiene al hombre en movimiento. eso es lo que mantiene a un hombre atrapado.
me senté y bebí algo más pensando en lo que me había hecho aquel sucio mejicano hijo de puta. no merece la pena ser cortés. luego empecé a pensar en la ayuda a los desocupados. ¿podrían acogerse a ella un hombre y una mujer que no estuviesen casados? por supuesto que no. que se muriesen de hambre. y amor era una especie de palabra sucia. pero eso era algo de lo que había entre Linda y yo: amor. por eso pasábamos hambre juntos, bebíamos juntos, vivíamos juntos. ¿qué significaba matrimonio? matrimonio significaba un JODER santificado y un JODER santificado siempre y finalmente, sin remisión, significa ABURRIMIENTO, llega a ser un TRABAJO. pero eso era lo que el mundo quería: un pobre hijo de puta, atrapado y desdichado, con un trabajo que hacer. bueno, mierda, me iré a vivir al barrio chino y traspasaré a Linda a Big Eddie. Big Eddie era un imbécil, pero al menos compraría a Linda algo de ropa y le metería filetes en el estómago, que era más de lo que yo podía hacer.
Bukowski Piernas de Elefante, el fracasado.
terminé la botella y decidí que necesitaba dormir un poco. di cuerda al despertador y me acosté con Linda. se despertó y empezó a frotarse conmigo.
—oh mierda, oh mierda —dijo—. ¡no sé que me pasa!
—¿qué hubo, nena? ¿estás mala? ¿quieres que llame al Hospital General?
—oh no, mierda, sólo estoy ¡CALIENTE! ¡CALIENTE! ¡MUY CALIENTE!
—¿qué?
—¡digo que estoy muy caliente! ¡JODEME!
—Linda…
—¿qué? ¿qué? —estoy cansadísimo. llevo dos noches sin dormir. ese largo paseo hasta el mercado de trabajo y luego la vuelta, treinta y dos manzanas, con aquel sol… es inútil. no hay nada que hacer. estoy hecho migas.
—¡yo te AYUDARE!
—¿qué quieres decir?
se arrastró por el sofá y empezó a chupármela. gruñí agotado.
—querida, treinta y dos manzanas con aquel sol… estoy liquidado.
ella siguió. tenía una lengua como papel de lija y sabía usarla.
—querida —le dije— ¡soy una nulidad social! ¡no te merezco! ¡déjalo, por favor!
como digo, ella sabía hacerlo. unas pueden; otras no. La mayoría sólo conocen el viejo chup chup. Linda empezó con el pene, lo dejó, pasó a las bolas, luego las dejó, volvió otra vez al pene, fue subiendo en espiral, despertando un maravilloso volumen de energía, Y DEJANDO SIEMPRE EL CAPULLO PROPIAMENTE DICHO. INTACTO. Por último, yo me disparé y me lancé a decirle las diversas mentiras sobre lo que haría por ella cuando consiguiese por fin enderezar el culo y dejar de ser un golfo.
entonces ella atacó el capullo, colocó la boca a un tercio de su longitud, hizo esa pequeña presión con los dientes, el mordisquito de lobo y yo me corrí OTRA VEZ… lo cual significaba cuatro veces aquella noche. quedé completamente agotado. Hay mujeres que saben más que la ciencia médica.
cuando desperté estaban todas levantadas y vestidas, y con buen aspecto. Linda, Jeannie y Eve. intentaron destaparme, riendo.
—¡bueno, Hank, vamos a divertirnos un poco! ¡y necesitamos un trago! ¡estaremos en el bar de Tommi-Hi!
—¡vale, vale, adiós! salieron las tres meneando el culo.
todo el Género Humano estaba condenado para siempre.
cuando ya iba a dormirme sonó el teléfono interior.
—¿sí?
—¿señor Bukowski?
—¿sí?
—¡vi a esas mujeres! ¡venían de su casa!
—¿y cómo lo sabe? tiene usted ocho pisos y unas siete u ocho habitaciones por piso.
—conozco a todos mis inquilinos, señor Bukowski. aquí no hay más que gente trabajadora y respetable.
—¿sí?
—sí, señor Bukowski, llevo regentando este lugar veinte años, y nunca jamás había visto cosas como las que pasan en su casa. siempre hemos tenido aquí gente respetable, señor Bukowski.
—sí, son tan respetables que cada poco un hijo de puta se sube a la terraza y se tira de cabeza a la calle y va a caer a la entrada entre esas plantas artificiales que tienen ustedes allí.
—¡le doy de plazo hasta el mediodía para irse, señor Bukowski!
—¿qué hora es en este momento?
—las ocho.
—gracias.
colgué..
busqué un alka-seltzer. lo bebí en un vaso sucio. luego busqué un poco de vino. corrí las cortinas y miré el sol. era un mundo duro, no me decía nada, pero odiaba la idea de volver otra vez al barrio chino. me gustan las habitaciones pequeñas, sitios pequeños donde poder pelearse un poco. una mujer. un trago. pero nada de trabajo diario. no podía soportarlo. no era lo bastante listo. pensé en tirarme por la ventana pero no podía. me vestí y bajé a Tommi-Hi’s. las chicas reían al fondo del bar con dos tipos. Marty, el encargado, me conocía. le hice una seña. no hay dinero. me senté allí.
apareció ante mí un whisky con agua y una nota.
«reúnete conmigo en el Hotel Cucaracha, habitación 12, a medianoche, la habitación será para nosotros. amor, Linda.»
bebí el whisky, salí de allí, fui al Hotel Cucaracha a medianoche.
—no, señor —me dijo el recepcionista—, no hay ninguna habitación 12 reservada a nombre de Bukowski.
volví a la una. había estado todo el día en el parque, toda la noche. allí sentado. lo mismo.
—no hay ninguna habitación 12 reservada para usted, señor.
—¿ninguna habitación reservada para mí a ese nombre o a nombre de Linda Bryan?
comprobó sus libros.
—nada, señor.
—¿le importa que mire en la habitación 12?
—no hay nadie allí, señor. se lo aseguro.
—estoy enamorado, amigo, lo siento. ¡déjeme echar un vistazo, por favor!
me echó una de esas miradas que se reservan para los idiotas de cuarta categoría y me dio la llave.
—si tarda más de cinco minutos en volver, tendrá problemas. abrí la puerta, encendí las luces.
—¡Linda!
las cucarachas, al ver la luz, volvieron todas corriendo a meterse debajo del empapelado. había miles. cuando apagué la luz, las oí corretear saliendo otra vez. el propio empapelado no parecía más que una gran piel de cucaracha.
volví a bajar en ascensor.
—gracias dije—, tenía usted razón. no hay nadie en la habitación 12.
por primera vez, su voz pareció adoptar un vago tono amable.
—lo siento, amigo.
—gracias —dije.
salí del hotel y giré a la izquierda, es decir hacia el Este, es decir, hacia el barrio chino. mientras mis pies me arrastraban lentamente hacia allí, me preguntaba, «¿por qué mienten las personas?» ahora ya no me lo pregunto, pero aún recuerdo, y ahora, cuando mienten, casi lo sé mientras están mintiendo, pero aún no soy tan sabio como el recepcionista del Hotel Cucaracha que sabía que la mentira estaba en todas partes, o la gente que pasaba volando ante mi ventana mientras yo bebía oporto en cálidas tardes de Los Angeles frente al parque McArthur, donde aún cazan, matan y devoran a los patos, y a la gente.
el hotel aún sigue allí, y también la habitación en la que parábamós, y si algún día te molestas en venir, te lo enseñaré. pero eso tiene poco sentido, ¿verdad? digamos sólo que una noche jodí a tres mujeres, o me jodieron ellas. y cerremos con esto la historia.

Julio Ramón Ribeyro: Los merengues. Cuento

foto-ribeyro19Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató, asombrado que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
—¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, lagunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, sitenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
—¡Empara!— dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
—¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otro parroquianos.
—¿No ha oído? – insistió Perico excitándose— ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
—¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
—¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
—¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
—Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
—Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
—Déme los merengues— pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
—¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente
—Despácheme antes.
—¿Quién te ha encargado que compres esto?
—Mi mamá.
—Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
—¡Déme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
—¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
—¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

Julio Ramón Ribeyro: Espumante en el sótano. Cuento

Julio-Ramón-Ribeyro-600x300Aníbal se detuvo un momento ante la fachada del Ministerio de Educación y contempló, conmovido, los veintidós pisos de ese edificio de concreto y vidrio. Los ómnibus que pasaban rugiendo por la avenida Abancay le impidieron hacer la menos invocación nostálgica y, limitándose a emitir un suspiro, penetró rápidamente por la puerta principal.
A pesar de ser las nueve y media de la mañana, el gran hall de la entrada estaba atestado de gente que hacía cola delante de los ascensores. Aníbal cruzó el tumulto, tomó un pasadizo lateral, y en lugar de coger alguna de las escaleras que daban a las luminosas oficinas de los altos, desapareció por una especie de escotilla que comunicaba al sótano.
—¡Ya llegó el hombre! – exclamó, entrando en una habitación cuadrangular, donde tres empleados se dedicaban a clasificar documentos. Pero ni Rojas ni Pinilla ni Calmet levantaron la cara.
—¿Sabes lo que es el occipucio? – Preguntaba Rojas.
—¿Occipucio? Tu madre, por si acaso – Respondió Calmet.
—Gentuza – dijo Aníbal —. No saben ni saludar.
Solo en ese momento sus tres colegas se percataron que Aníbal Hernández llevaba un termo azul cruzado, un paquete en la mano derecha y dos botellas envueltas en papel celofán, apretadas contra el corazón.
—Mira, se nos vuelve a casar el viejo – dijo Pinilla.
—Yo diría que es su santo – agregó Rojas.
—Nada de eso – protestó Aníbal —. Óiganlo bien: hoy, primero de abril, cumplo veinticinco años en el Ministerio.
—¿Veinticinco años? Ya debes ir pensando en jubilarte – dijo Calmet —. Pero la jubilación completa. La del cajón con cuatro cintas.
—Más respeto – dijo Aníbal —.Mi padre me enseñó a entrar en palacio y en choza. Tengo boca para todo gentuza.
La puerta se abrió en ese momento y por las escaleras descendió un hombre canoso, con anteojos.
—¿Están listas las copias? El secretario del Ministerio las necesita para las diez.
—Buenos días, señor Gómez – dijeron los empleados —. Allí se las hemos dejado al señor Hernández para que las empareje.
Aníbal se acercó al recién llegado, haciéndole una reverencia.
—Señor Gómez, sería para mí un honor que usted se dignase hacerse presente…
—¿Y las copias?
—Justamente, las copias, pero sucede que hoy hace exactamente veinticinco años que…
—Vea, Hernández, hágame antes esas copias y después hablaremos.
Sin decir más, se retiró. Aníbal quedó mirando la puerta mientras sus tres compañeros se echaban a reír.
—¿Es verdad entonces? – preguntó Calmet.
—Es un trabajo urgente, viejo – intervino Pinilla.
—¿Y cuándo le he corrido yo al trabajo? – se quejó Aníbal —. Si hoy me he retrasado es por ir a comprar las empanadas y el champán. Todo para invitar a los amigos. Y no sigas hablando que te pongo la pata de chalina.
Empujando una puerta con el pie, penetró en la habitación contigua, minúsculo reducto donde apenas cabia una mesa en la cual dejó sus paquetes, junto a la guillotina para cortar papel. La luz penetraba por una alta ventana que daba a la avenida Abancay. Por ella se veían durante el día, zapatos, bastas de pantalón, de vez en cuando algún perro que se detenía ante el tragaluz como para espiar el interior y terminaba por levantar una pata para mear con dignidad.
—Siempre lo he dicho – rezongó —. En palacio y en choza. Pero eso sí, el que me busca me encuentra.
Quitándose el saco, lo colgó cuidadosamente en un gancho y se puso un mandil negro. En la mesa había ya un alto de copias fotostáticas. Acecándose a la guillotina, empezó su trabajo de verdugo. Al poco rato Pinilla asomó.
—Dame las cincuenta primeras para llevárselas al jefe.
—Yo se las voy a llevar – dijo Aníbal —. Y oye bien lo que te voy a decir: cuando tú y los otros eran niños de teta, yo trabajaba ya en el Ministerio. Pero no en este edificio, era
una casa vieja del centro. En esa época…
—Ya sé, ya sé, las copias.
—No sabes. Y si lo sabes. Es bueno que te lo repita. En esa época yo era jefe del
servicio de Almacenamiento.
—¿Han oído? – preguntó Pinilla volviéndose hacia sus dos colegas.
—Si – contestó Calmet —. Era jefe del Servicio de Almacenamiento. Pero cambió el gobierno y tuvo que cambiar de piso. De arriba a abajo. Mira, aquí hay cien papeles más para cortar, en el orden en el que están.
—Oye tú, Calmet, hijo de la gran… bretaña. Tú tienes sólo dos años aquí. Estudiaste para abogado, ¿verdad? Para aboasto no seria. Pues te voy a decir algo más: Gómez, nuestro jefe, entró junto conmigo. Claro, ahora ha trepado. Ahora es un señor, ¿no?.
—Las copias y menos labia.
Aníbal cogió las copias emparejadas y se dirigió hacia la escalera.
—Y todavía hay una cosa: el Director de Educación Secundaria, don Paúl Escobedo, ¿lo conocen? Seguramente ni le han visto el peinado. Don Paúl Escobedo vendrá a tomar una copa conmigo. Ahora lo voy a invitar, lo mismo que a Gómez.
—¿Y porqué no al ministro?— preguntó Rojas pero ya Aníbal se lanzaba por las escaleras para llevar las copias a su jefe.
Gómez lo recibió serio:
—Esas copias me urgen, Aníbal. No quise decírtelo delante de tus compañeros pero tengo la impresión que hoy llegaste con bastante retraso.
—Señor Gómez, he traído unas botellitas para festejar mis veinticinco años de servicio. Espero que no me va a desairar. Allá las he dejado en el sótano. ¡Ya tenemos veinticinco años aquí!
—Es verdad – dijo Gómez.
—Irán todos los muchachos del servicio de fotografías, los miembros de la Asociación de Empleados y don Paúl Escobedo.
—¿Escobedo? – preguntó Gómez —. ¿El director?
—Hace diez años trabajamos juntos en la Mesa de Partes. Después él ascendió. Tú estabas en provincia en esa época.
—Está bien, iré. ¿A qué hora?
—A golpe de doce, para no interrumpir el servicio.
En lugar de bajar a su oficina, Aníbal aprovechó que un ascensor se detenía para colarse.
—Al veintavo, García – dijo al ascensorista y acercándose a su oído agregó —: Vente a la oficina de copias fotostáticas a mediodía. Cumplo veinticinco años de servicio. Habrá champán.
En la puerta del despacho del director Escobedo, un ujier lo detuvo.
—¿Tiene cita?
—¿No me ve con mandil? Es por un asunto de servicio.
Pero salvado este primer escollo, tropezó con una secretaria que se limitó a señalarle la sala de espera atestada.
—Hay once personas antes que usted.
Aníbal vacilaba entre irse o esperar, cuando la puerta del director se abrió y don Paúl
Escobedo asomó conversando con un señor, al que acompañó hasta el pasillo.
—Por supuesto, señor diputado – dijo, retornando a su despacho.
Aníbal lo interceptó.
—Paúl un asintió.
—Pero bueno, Hernández, ¿qué se te ofrece?
—Fíjate, Paúl, una cosita de nada.
—Espera, ven por acá.
El director lo condujo hasta el pasillo.
—Tú sabes. Mis obligaciones…
Aníbal le repitió el discurso que había repetido ante el señor Gómez.
—¡En los líos que me metes, caramba!
—No me dejes plantado, Paúl, acuérdate de las viejas épocas.
—Iré, pero eso sí, sólo un minuto. Tenemos una reunión de directores, luego un almuerzo.
Aníbal agradeció y salió disparado hacia su oficina. Allí sus tres colegas lo esperaban coléricos.
—¿Así que en la esquina, tomándose un cordial? ¿Sabes que han mandado tres veces por las copias?
—Toquen esta mano – dijo Aníbal —. Huélanla, denle una lamidita, zambos. Me la ha apretado en director. ¡Ah, pobres diablos! No saben ustedes con quién trabajan.
Poco antes del medio día, después de haber emparejado quinientas copias, Aníbal se dio cuenta que no tenía copas. Cambiando su mandil por su saco cruzado, corrió a la calle. En la chingana de la esquina se tomó una leche con coñac y le explicó su problema al
patrón.
—Tranquilo, don Aníbal. Un amigo es un amigo. ¿Cuántas necesita?
Con veinticuatro copas en una caja de cartón, volvió a la oficina. Allí encontró al ascensorista y a tres empleados de la Asociación. Sus colegas, después de poner un poco de orden, habían retirado de una mesa todos los implementos de trabajo para que sirviera de buffet.
Aníbal dispuso encima de ella las empanadas, las copas y las botellas de champán, mientras por las escaleras seguían llegando invitados. Pronto la habitación estuvo repleta de gente. Como no había suficientes ceniceros echaban la ceniza al suelo. Aníbal notó que los presentes miraban con insistencia las botellas.
—Hace calor – decía alguien.
Como las alusiones se hacían cada vez más clamorosas, no le quedó más remedio que descorchar su primera botella, sin esperar la llegada de sus superiores.
—Aníbal se ha rajado con su champán – decía Pinilla.
—Ojalá que todos los días cumpla bordas de plata.
Aníbal pasó las empanadas en un portapapeles, pero a mitad de su recorrido las empanadas se acabaron.
—Excusas – dijo —. Uno siempre se queda corto.
Por atrás alguien murmuró:
—Deben ser de la semana pasada. Ya me reventé el hígado.
Temiendo que su segunda botella de champán se terminara, Aníbal sirvió apenas undedo en cada copa. Éstas no alzanzaban.
—Tomaremos por turnos – dijo Aníbal —. Democráticamente. ¿Nadie tiene miedo al contagio?
—¿Para eso me han hecho venir? – volvió a escucharse al fondo.
Aníbal trató de identificar al bromista, pero sólo vio un centenar de rostros amables que
sonreían.
—¿Qué esperamos para hacer el primer bindris? – preguntó Calmet —. Esto se me va a evaporar.
Pero en ese momento el grupo se hendió para dejar paso al señor Gómez. Aníbal se
precipitó hacia él para recibirlo y ofrecerle una copa más generosa.
—¿No ha venido el director Escobedo? – le preguntó en voz baja.
—Ya no tarda – dijo Aníbal —. De todos modos haremos el primer brindis.
Después de carraspear varias veces logró imponer un poco de silencio a su alrededor.
—Señores – dijo —. Les agradezco que hayan venido, que se hayan dignado realzar
su presencia en este modesto agapé. Levanto esta copa y les digo a todos los presentes: prosperidad y salud.
Los salud que respondieron en coro ahogaron el comentario del bromista:
—¿Y con qué brindo? ¿Quieren que me chupe el dedo?
Aníbal se apresuró a llenar las copas vacías que se acumulaban en la mesa y las repartió entre sus invitados. Al hacerlo, notó que estos se hallaban un poco cohibidos por la presencia del señor Gómez; no se atrevían a entablar una conversación general y preferían hacerlo por parejas, de modo que su reunión corría el riesgo de convertirse en una yuxtaposición de diálogos privados, sin armonía ni comunicación entre sí. Para relajar la atmósfera, empezó a relatar una historia graciosa que le había ocurrido hacía quince años, cuando el señor Gómez y él trabajaban juntos en el servicio de mensajeros. Pero para asombro suyo Gómez le interrumpió:
—Debe de ser un error, señor Hernández, en esa época yo era secretario de la biblioteca.
Algunos de los presentes rieron y otros, defraudados por la pobreza del trago, se aprestaron a retirarse con disimulo, cuando por las escaleras apareció el director Paúl Escobedo.
—¡Pero esto parece una asamblea de conspiradores! – exclamó, al encontrarse en el estrecho reducto —. Se diría que están tramando echar abajo el ministerio. ¿Qué tal, Aníbal? Vamos durando viejo. Es increíble que haya pasado, ¿cuánto dijiste?, casi un cuarto de siglo desde que entramos a trabajar. ¿Ustedes saben que el señor Hernández y yo fuimos colegas en la Mesa de Partes?.
Aníbal destapó de inmediato su segunda botella, mientras el señor Gómez, rectificando un desfallecimiento de su memoria decía:
—Ahora que me acuerdo, es cierto lo que decía antes, Aníbal, cuando estuvimos en el servicio de mensajeros…
Aníbal llenó las copas de sus dos superiores, se sirvió para sí una hasta el borde y abandonó la botella al resto de los presentes.
—¡Ha servirse muchachos! Como en su casa.
Los empleados se acercaron rápidamente a la mesa, formando un tumulto, y se repartieron el champán que quedaba entre bromas y disputas. Mientras Aníbal avanzaba hacia sus dos jefes con su copa en la mano se dio cuenta que al fin la reunión cuajaba. El director Escobedo se dirigía familiarmente a sus subalternos, tuteándolos, dándoles palmaditas en la espalda, mientras Gómez pugnaba por entablar con su jefe una conversación elevada.
—Sin duda esto es un poco estrecho – decía —. Yo he elevado un memorándum al señor ministro en el que hablo del espacio vital.
—Lo que sucede es que faltó previsión – respondió Escobedo —. Una participación como la nuestra necesita duplicar su presupuesto. Veremos si este año podemos hacer algo.
—¡Viva el señor director! – Exclamó Aníbal, sin poderse contener.
Después de un momento de vacilación, los empleados respondieron en coro:
—¡Viva!
—¡Viva nuestro ministro!
Los vivas se repitieron.
—¡Viva la Asociación de Empleados y su justa lucha por sus mejoras materiales! – gritó alguien a quien, por suerte, le había tocado tres ruedas de champán. Pero su arenga no encontró eco y las pocas respuestas que se articularon quedaron coaguladas en una mueca en la boca de sus gestores.
—¿Me permiten unas breves palabras? – dijo Aníbal, sorbiendo el corcho de su champán — . No se trata de un discurso. Yo he sido siempre un mal orador. Sólo unas palabras emocionadas de un hombre humilde.
En el silencio que se hizo, alguien decía en el fondo de la pieza:
—¿Champán? ¡Esto es un infame espumante!
Aníbal no oyó esto, pero sí al director Escobedo, que se apresuró a intervenir.
—Nos agradaría mucho, Aníbal. Pero esto no es una ceremonia oficial. Estamos reunidos entre amigos sólo para beber una copa de champán en tu honor.
—Solo dos palabras –insistió Aníbal —. Con el permiso de ustedes, quiero decirles algo que llevo aquí en el corazón; quiero decirles que tengo el orgullo, la honra, mejor dicho, el honor imperecedero, de haber trabajado veinticinco años aquí… Mi querida esposa, en paz descanse, quiero decir la primera, pues mis colegas saben que enviudé y contraje segundas nupcias, mi querida esposa siempre me dijo: Aníbal, lo más seguro es el ministerio. De allí no te muevas. Pase lo que pase. Con terremoto, con revolución. No ganarás mucho, pero al fin de mes tendrás tu paga fija, con que, con que…
—Con que hacer un sancochado.— dijo alguien.
—Eso – convino Aníbal —. Un sancochado. Yo le hice caso y me quedé, para felicidad mía. Mi trabajo lo he hecho siempre con toda voluntad, con todo cariño. Yo he servido a mi patria desde aquí. Yo no he tenido luces para ser un ingeniero, un ministro, un señorón de negocios, pero en mi oficina he tratado de dejar bien el nombre del país.
—¡Bravo! – gritó Calmet.
—Es cierto que en una época estuve mejor. Fue durante el gobierno de nuestro ilustre presidente José Luis Bustamante, cuando era jefe del servicio del almacenamiento. Pero no e puedo quejar. Perdí mi rango, pero no perdí mi puesto. Además, ¿qué mayor recompensa para mí que contar ahora con la presencia del director don Paúl Escobedo y de nuestro jefe, señor Gómez?
Algunos empleados aplaudieron.
—No es para tanto – intervino Aníbal —. Aún no he terminado. Yo decía, ¿qué mayor orgullo para mí que contar con la presencia de tan notorios caballeros?. Pero no quiero tampoco dejar pasar la ocasión de recordar en estos momentos de emoción a tan buenos compañeros aquí presentes, como Aquilino Calmet, Juan Rojas, y Eusebio Pinilla, y a tantos otros que cambiaron de trabajo o pasaron por a mejor vida. A todos ellos va mi humilde, mi amistosa palabra.
—Fíjate, Aníbal – intervino nuevamente Escobedo mirando su reloj —. Me vas a disculpar…
—Ahora termino— prosiguió Aníbal —. A todos va mi humilde, mi amistosa palabra. Por eso es que, emocionado, levanto mi copa y digo: ése ha sido uno de los más bello días de mi vida. Aníbal Hernández, un hombre honrado, padre de seis hijos, se lo dice con toda sinceridad. Si tuviera que trabajar veinte años más acá, lo haría con gusto. Si volviera a nacer, también. Si Cristo recibiera en el Paraíso a un pobre pecador como yo y le preguntara, ¿qué quieres hacer?, yo le diría: trabajar en el servicio de copias del Ministerio de Educación. ¡Salud, compañeros!
Aníbal levantó su copa entre los aplausos de los concurrentes. Fatalmente, a nadie le quedaba champán y todos se limitaron a hacer un brindis simbólico.
—Muy bien, Aníbal; mis felicitaciones otra vez. Pero ahora me disculpas. Como te dije, tengo una serie de cosas por hacer.
Saludando en bloque al resto de los empleados, se retiró deprisa, seguido de cerca por el señor Gómez. El resto fue desfilando ante Aníbal para estrecharle la mano y despedirse. En pocos segundos el sótano quedó vacío.
Aníbal miró su reloj, comprobó que eran las doce y media y se precipitó a su reducto para pasarse por los zapatos una franela que guardaba en su armario. Su mujer le había dicho que no se demorara, pues le iba a preparar un buen almuerzo. Sería conveniente pasar por una bodega para llevar una botella de vino.
Cuando se lanzaba por las escaleras, se detuvo en seco. En lo alto de ellas estaba el señor Gómez, inmóvil, con las manos en los bolsillos.
—Todo está muy bien, Aníbal, pero esto no puede quedar así. Estarás de acuerdo en que la oficina parece un chiquero. ¿Me haces el favor?.
Sacando una mano del bolsillo, hizo un gesto circular, como quien pasa un estropajo, y dando media vuelta desapareció.
Aníbal, nuevamente solo, observó con atención su contorno: el suelo estaba lleno de colillas, de pedazos de empanada, de manchas de champán, de palitos de fósforos quemados, de fragmentos de una copa rota. Nada estaba en su sitio. No era solamente un sótano miserable y oscuro, sino – ahora lo notaba— una especie de celda, un lugar de expiación.
—¡Pero mi mujer me espera con el almuerzo! –se quejó en alta voz, mirando a lo alto de las escaleras. El señor Gómez había desaparecido. Quitándose el saco, se levantó las mangas de la camisa, se puso en cuatro pies y con una hoja de periódico comenzó a recoger la basura, gateando por debajo las mesas, sudando, diciéndose que si no fuera una caballero les pondría a todos la pata de chalina.

(París, 1967)

Julio Ramón Ribeyro: El profesor suplente. Cuento

julio_ramon_ribeyro_gaHacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
—¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
—Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
—No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición – que le recordó a los jurados de su infancia – fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
—Por favor – decía — ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
—¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! – Balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

(Amberes, 1975)

Julio Ramón Ribeyro: La insignia. Cuento

Julio Ramón Ribeyro 8Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: «Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo».
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: «Aquí tenemos libros de Feifer». Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: «Feifer estuvo en Pilsen». Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: «Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga». Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
—Es usted nuevo, ¿verdad? —me interrogó, un poco desconfiado.
—Sí —respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia—. Tengo poco tiempo.
—¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
—Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…
—¿Quién? ¿Martín?
—Sí, Martín.
—¡Ah, es un colaborador nuestro!
—Yo soy un viejo cliente suyo.
—¿Y de qué hablaron?
—Bueno… de Feifer.
—¿Qué le dijo?
—Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía —¿No lo sabía?
—No —repliqué con la mayor tranquilidad.
—¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
—Eso también me lo dijo.
—¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
—En efecto —confirmé— Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
—Tráigame en la próxima semana —dijo— una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
—¡Admirable! —exclamó— Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. «Ha ascendido usted un grado», me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)

Julio Ramón Ribeyro: Interior «L». Cuento

JRREl colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.
—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.
Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamenre preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.
—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente —y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.
—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.
—¿Y esa tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.
—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco?
Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida.
Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa.
Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.
—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y…
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya.
Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en que la
solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.
Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú… ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud te pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.
Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!…
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.
Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.
Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho
calor. Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación.
El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareciócon el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo.
El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarte estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.
—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras canto la chica puede necesitar algo.
De modo que lo mejor es que usted acepte esto… —y se llevó la mano a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces.
Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «…el juez se entenderá con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo.
Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El
recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo:
«¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.
El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.
Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras
sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco.
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse… ¿era imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:
—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.
Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)

Julio Ramón Ribeyro: Mar adentro. Cuento

imagen-ribeyroDesde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.
—¿Faltará mucho para amanecer?
Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar negra.
Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él, precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:
—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la barraca, agitando la sartén del pescado.
Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus compañeros.
—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa sorda.
Más tarde habló otra vez:
—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—. Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.
Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además, estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.
—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.
Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.
—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—. Échate un trago y pásamela.
Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.
Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar. Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.
Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado. —Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo su salario.
El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento. ¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido. Para cerciorarse, aventuró una pregunta.
—¿Sigues jugando a los dados?
Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una respuesta.
—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—: Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su asiento como si buscara algo. Por
último se recostó en la proa y comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar. Quiero silbar también… —Y sus silbidos viajaban hacia la costa, detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.
Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada. Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.
—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva voz. —Estuve toda la noche —replicó Janampa.
Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué importancia tendría recordarlo?
—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se gozara en su secreto.
Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo el cordón de sábanas flotantes.
—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de pescador y soy soltero.
Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:
—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto antes.
La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de barriada vanidoso y violento.
—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el caldo… Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.
Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo, que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se dedicaba a la pesca.
—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.
Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo desde atrás, lo golpeó como una pedrada.
—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?
Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la orilla:
—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en cuando cae bien. Se toma el fresco…
La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado. Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto, con las manos aferradas a los remos inmóviles.
—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano… —empezó Janampa— y no apagaban el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta… —replicó Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.
Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio, que miraba hacia atrás.
—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos. ¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.
A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces caminando por la orilla.
—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.
Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.
—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando… Ya, sin embargo, todo se ha arreglado…
Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto. Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma. La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era casi como una mano tercamente apoyada en él.
—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos de Janampa y los vio aproximarse decididamente.
Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del pescado.
¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar… Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»…
—Ya me tienes aquí… —murmuró y quiso añadir algo más, hacer alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer…
Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.
—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.
Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde, pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas… Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado…
—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.
Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la hora de la puñalada.

(París, 1954)

Julio Ramón Ribeyro: La solución. Cuento

20080918060044—Bueno, Armando, vamos a ver, ¿qué estás escribiendo ahora?
La temida pregunta terminó por llegar. Ya habían acabado de cenar y estaban ahora en el salón de la residencia barranquina, tomando el café. Por la ventana entreabierta se veían los faroles del malecón y la niebla invernal que subía de los acantilados.
—No te hagas el desentendido —insistió Oscar— Ya sé que a los escritores no les gusta a veces hablar de lo que están haciendo. Pero nosotros somos de confianza. Danos esa primicia.
Armando carraspeó, miró a Berta como diciéndole qué pesados son nuestros amigos, pero finalmente encendió un cigarrillo y se decidió a responder.
—Estoy escribiendo un relato sobre la infidelidad. Como verán ustedes, el tema no es muy original. ¡Se ha escrito tanto sobre la infidelidad! Acuérdense de Rojo y Negro, Madame Bovary, Ana Karenina, para citar sólo obras maestras… Pero, precisamente, yo me siento atraído por lo que no es original, por lo ordinario, por lo trillado… Al respecto he interpretado a mi manera una frase de Claude Monet: el tema es para mí indiferente; lo importante son las relaciones entre el tema y yo.. Berta, por favor, ¿por qué no cierras la ventana? ¡Se nos está metiendo la neblina!
—Como preámbuló no está mal —dijo Carlos— Vamos ahora al grano.
—A eso voy. Se trata de un hombre que sospecha de pronto que su mujer lo engaña. Digo de pronto pues en veinte o más años de casados nunca le había pasado esta idea por la cabeza. El hombre, que para el caso llamaremos Pedro o Juan, como ustedes quieran, había tenido siempre una confianza ciega en su mujer y como adamás era un hombre liberal, moderno, le permitía tener lo que se llama su «propia vida», sin pedirle jamás cuentas de nada.
—El marido ideal —dijo Irma— ¿Me escuchas Oscar?
—En cierto sentido sí —prosiguió Armando— El marido ideal… Bueno, como decía, Pedro, lo llamaremos así, comienza a dudar de la fidelidad de su mujer. No voy a entrar en detalles sobre las causas de esta duda. Lo cierto es que cuando esto ocurre siente que el mundo se le viene abajo. No solo porque él le había sido siempre fiel, salvo aventurillas sin consecuencia, sino porque quería profundamente a su mujer. Sin la pasión de la juventud, claro, pero quizás en forma más perdurable, como pueden ser la comprensión, el respeto, la tolerancia; todas esas pequeñas atanciones y concesiones que nacen de la rutina y en las que se funda la convivencia conyugal.
—Eso de la rutina no me gusta —dijo Carlos— La rutina es la negación del amor.
—Es posible —dijo Armando— Aunque esa me parece una frase como cualquier otra. Pero déjame continuar. Como decía, Pedro sospecha que su mujer lo engaña. Pero como se trata sólo de una sopecha, tanto más angustiosa cuanto incierta, decide buscar pruebas. Y mientras busca las pruebas de esta infidelidad descubre una segunda infidelidad, más grave todavía, pues databa de más tiempo y era más apasionada.
—¿Qué pruebas eran? —preguntó Oscar— Sobre este asunto de la infidelidad las pruebas son difíciles de producir.
—Digamos cartas o fotos o testimonios de personas de absoluta buena fe. Pero esto es secundario por ahora. Lo cierto es que Pedro se hunde un grado más en la desesperación, pues ya no se trata de uno sino de dos amantes: el más reciente, del cual tiene saspechas y el más antiguo, del cual cree tener pruebas. Pero el asunto no termina allí. Al seguir investigando sobre la frecuencia, la gravedad, las circunstancias de este segundo engaño, descubre la presencia de un tercer amante y al tratar de averiguar algo más sobre este tercero aparece un cuarto…
—Una Mesalina, quieres decir —intervino Carlos— ¿Cuántos tenía al fin?
—Para los efectos del relato me bastan cuatro. Es la cifra apropiada. Aumentarla habría sido posible, pero me hubiera traído problemas de composición. Bueno, la mujer de Pedro tenía pues cuatro amantes. Y simultáneamente además, lo que no debe extrañar pues los cuatro eran muy diferentes entre sí (uno bastante menor que ella, otro mayor, uno muy culto y fino, otro más bien ignorante, etc.) de modo que satisfacían diversas apetencias de su carne y de su espíritu.
—¿Y qué hace Pedro? —preguntó Amalia.
—A eso voy. Imaginarán ustedes el horrible estado de angustia, de rabia, de celos en que esta situación lo pone. Muchas páginas del relato estarán dedicadas al análisis y descripción de su estado de ánimo. Pero esto se los ahorro. Solo diré que, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad y sobre todo a su sentido exacerbado del decoro, no deja traslucir sus sentimientos y se limita a buscar solo, sin confiarse a nadie, la solución de su problema.
—Eso es lo que queremos saber —dijo Oscar— ¿Qué demonios hace?
—Para ser justo, yo tampoco lo sé. El relato no está terminado. Pienso que Pedro se plantea una serie de alternativas, pero no sé aún cuál es la que va a elegir… Por favor, Berta, ¿me sirves otro café?… Pero se dice, en todo caso, que cuando surge un obstáculo en nuestra vida hay que eliminarlo; para restablecer la situación original. ¡Pero, claro, no se trata de un obstáculo sino de cuatro! Si solo existiera un amante no vacilaría en matarlo…
—¿Un crimen? —preguntó Irma— ¿Pedro sería capaz de eso?
—Un crimen, sí. Pero un crimen pasional. Ustedes saben que la legislación penal de todo el mundo contiene disposiciones que atenúan la pena en caso de crimen pasional. Sobre todo si un buen abogado demuestra que el agente del crimen lo cometió en estado de pasión violenta. Digamos que Pedro está dispuesto a correr los riesgos del asesinato, sabiendo que dadas las circunstancias la pena no sería muy grave. Pero, como comprenderán, matar a uno de los amantes no resolvería nada, pues quedarían los otros tres. Y matar a los cuatro sería ya un delito muy grave, una verdadera masacre, que le costaría la pena capital. En consecuencia, Pedro descarta la idea del crimen.
—De los crímenes —dijo Irma.
—Justo, de los crímenes. Pero, entonces, se le ocurre una idea genial: enfrentar a los amantes, de modo que sean ellos quienes se eliminen. La idea la concibe así: puesto que son cuatro —y comprenderán ahora por qué ese número me convenía— haré una especie de eliminatorias, como en un torneo deportivo. Enfrentar a dos contra dos y luego a los dos ganadores, de modo que por lo menos tres queden eliminados…
—Eso me parece ya novelesco —dijo Carlos —¿Cómo diablos hace? En la práctica no creo que funcione.
—Pero estamos justamente en el mundo de la literatura, es decir, de la probabilidad. Todo reside en que el lector crea lo que le cuento. Y este es asunto mío. Bueno, Pedro divide a los amantes en el Uno y el Dos y en el Tres y el Cuatro. Mediante cartas anónimas o llamadas telefónicas u otros medios revela al Uno la existencia del Dos y al Tres la existencia del Cuatro. Todo ello mediante una estrategia gradual y una técnica de la perfidia que le permiten despertar en el agente escogido no solo los celos más atroces sino un violento deseo de aniquilar al rival. Me olvidaba decirles que los amantes de Rosa, así llamaremos a la mujer, estaban ferozmente enamorados de ella, se creían los únicos depositarios de su amor y por lo tanto la revelación de la existencia de competidores los ofusca tanto como a Pedro mismo.
—Eso sí es posible —dijo Carlos— Un amante debe tener más celos de otro amante que el mismo marido.
—Para resumir —prosiguió Armando— Pedro lleva tan bien el asunto que el amante Uno mata al Dos y el Tres al Cuatro. Quedan en consecuencia solo dos. Y con estos procede de la misma manera, de modo que el amante Uno mata al Tres. Y al sobreviviente de esta matanza lo mata el propio Pedro, es decir, que comete directamente un solo crimen y como se trata de uno solo y de origen pasional goza de un veredicto benévolo. Y al mismo tiempo logra lo que se había propuesto o sea eliminar los obstáculos que contrariaban su amor.
—Me parece ingenioso —dijo Oscar— Pero insisto en que en la práctica no funcionaría. Suponte que el amante Uno no logre matar al Dos, que simplemente lo hiera. O que el amante Tres, por más que esté enamorado de Rosa, sea incapaz de cometer un crimen.
—Tienes razón —dijo Armando— Y por eso es que Pedro renuncia a esta solución. Eso de enfrentar a los amantes con el fin de que se exterminen no es viable, ni en la realidad ni en la literatura.
—¿Qué hace entonces? —preguntó Berta.
—Bueno, yo mismo no lo sé… Ya les he dicho que el relato no está terminado. Por eso mismo se los cuento. ¿No se les ocurre nada a ustedes?
—Sí —dijo Berta— Divorciarse. ¡Nada más simple!
—Había pensado en eso. Pero, ¿qué resolvería el divorcio? Sería un escándalo inútil, pues mal que bien un divorcio es siempre escandaloso, más aún en una ciudad como esta que, en muchos aspectos, sigue siendo provinciana. No, el divorcio dejaría intacto el problema de la existencia de los amantes y del sufrimiento de Pedro. Y ni siquiera aplacaría su deseo de venganza. El divorcio no sería la buena solución. Pienso más bien en otra: Pedro expulsa a Rosa de la casa, luego de demostrarle e increparle su traición. La pone en la calle brutalmente, con todos sus bártulos o sin ellos. Sería una solución varonil y moralmente justificada.
—Lo mismo pienso yo —dijo Oscar— Una solución de macho. ¡Puesto que me has engañado, toma! Ahora te las arreglas como puedas.
—El asunto no es tan simple —continuó Armando— Y creo que Pedro tampoco elegiría esta solución. La razón principal es que expulsar a su mujer le sería prácticamente insoportable, puesto que lo que él desea es retenerla. Expulsarla sería hacerla aún más dependiente de sus amantes, arrojarla a sus brazos y alejarla más de sí. No, la expulsión del hogar, si bien posible, no resuelve nada. Pedro piensa que lo más sensato sería más bien lo contrario.
—¿Qué entiendes tú por contrario? —preguntó Irma.
—Irse de la casa. Desaparecer. No dejar rastros. Dejar sólo una carta o no dejar nada. Su mujer comprendería las razones de esa desaparición. Irse y emprender en un país lejano una nueva vida, una vida diferente, otro trabajo, otros amigos, otra mujer, sin dar jamás cuenta de su persona. Y ello aún suponiendo que Pedro y Rosa tengan hijos, aunque mejor sería que no los tuvieran, pues complicaría demasiado la historia. Pero Pedro se iría, abandonando incluso a sus supuestos hijos, pues la pasión amorosa está por encima de la pasión paternal.
—Bueno, Pedro se va, ¿y qué? —preguntó Berta.
—Pedro no se va, Berta, no se va. Porque irse tampoco es la buena solución. ¿Qué ganaría con irse? Nada. Perdería más bien todo. Sería un buen recurso si Rosa dependiera económicamente de Pedro, pues tendría al menos ese motivo para sufrir su ausencia, pero había olvidado decirles que ella tenía fortuna personal (padres ricos, bienes de familia, lo que sea), de modo que podría muy bien prescindir de él. Aparte de ello, Pedro ya no es un mozo y le sería difícil emprender una nueva vida en un país nuevo. Obviamente, la fuga beneficiaría solo a su mujer, la que se vería desembarazada de Pedro, estrecharía sus relaciones con sus amantes y podría tener todos los otros que le viniera en gana. Pero la razón principal es que Pedro, así lograra instalarse y prosperar en una ciudad lejana y como se dice «rehacer su vida», viviría siempre atormentado por el recuerdo de su mujer infiel y por el gozo que seguiría procurando y obteniendo del comercio con sus amantes.
—Es verdad —dijo Amalia— Eso de desaparecer, me parece un disparate.
—Pero este recurso de la fuga tiene una variante —empalmó Armando— Una variante que me seduce. Digamos que Pedro no desaparece sin dejar rastros, sino que simplemente se muda a otra casa luego de una serena explicación con su mujer y una separación amigable. ¿Qué puede pasar entonces? Algo que me parece posible, al menos teóricamente. Pero esto requiere cierto desarrollo. ¿Me permiten? Yo pienso que los amantes son raramente superiores a los maridos, no sólo intelectual o moral o humanamente sino hasta sexualmente hablando. Lo que sucede es que las relaciones del marido con la mujer están contaminadas, viciadas y desvalorizadas por lo cotidiano. En ellas interfieren cientos de problemas que nacen de la vida conyugal y que son motivo de constantes discrepancias, desde la forma de educar a los hijos, cuando los hay, hasta las cuentas por pagar, los muebles que es necesario renovar, lo que se debe cenar en la noche…
—Las visitas que es necesario hacer o recibir —añadió Oscar.
—Exacto. Estos problemas no existen en las relaciones entre la mujer y el amante, pues sus relaciones se dan exclusivamente en el plano del erotismo. La mujer y el amante se encuentran sólo para hacer el amor, con exclusión de toda otra preocupación. El marido y la mujer, en cambio, llevan a casa y confrontan a cada momento la carga de su vida en común, lo que impide o dificulta el contacto amoroso. Por ello digo que si el marido se va de la casa, desaparecerían las barreras que se interponen entre él y su mujer, lo que dejaría el campo libre para una relación placentera. En fin, lo que quiero decir es que la separación amigable tendría para Pedro la ventaja de endosar a los amantes los problemas cotidianos, con todo lo que esto trae de perturbador y de destructor de la pasión amorosa. Pedro, al alejarse de su mujer, se acercaría en realidad a ella, pues los amantes terminarían por asumir el papel del marido y él el de amante. Al convivir más estrechamente con los amantes, gracias a la partida de Pedro, y al ver a este solo ocasionalmente, la situación se invertiría y en adelante irían a los amantes las espinas y al marido las rosas. Es decir, Rosa donde Pedro.
—Todo eso me parece muy elocuente y bien dicho —intervino Oscar— Invertir los papeles, gracias a una retirada estratégica. ¡No esta mal! ¿Qué les parece a ustedes? A mi juicio es el mejor recurso.
—Pero no lo es —dijo Armando— Y créanme que me molesta que no lo sea. Un autor, por más frío y objetivo que quiera ser, tiene siempre sus preferencias. ¡Ah, sería maravilloso que las cosas pudieran ocurrir así! Preservar la condición de marido y ser al mismo tiempo el amante. Pero en esta solución hay una o varias fallas. La principal, en todo caso, es que Rosa ya está probablemente cansada de Pedro y no puede soportarlo ni de cerca ni de lejos, ni como marido ni como amante. Todo lo que se relaciona con él está impregnado de las escorias de su vida en común de modo que, por más que no vivieran juntos, le bastaría verlo para que resurgieran en su espíritu todos los fantasmas de su experiencia doméstica. El esposo arrastra consigo la carga de su pasado marital. Lo que le impedirá siempre acercarse a su mujer como un desconocido.
—En definitiva —dijo Carlos— veo que las posibilidades de Pedro se agotan…
—No, hay todavía otra posibilidad. Simplemente no hacer nada, aceptar la situación y continuar su vida con Rosa como si nada hubiera ocurrido. Esta solución me parece inteligente y además elegante. Revelaría comprensión, realismo, sentido de las conveniencias, incluso cierta nobleza, cierta sabiduría. Es decir, Pedro aceptaría tener en la cabeza un par, o mejor dicho, cuatro pares de magníficos cachos y pasar a formar parte resignadamente de la corporación de los cornudos que, como es sabido, es una corporación infinita.
—¡Hum! —dijo Carlos— No estoy de acuerdo con eso. Claro, revela amplitud de espíritu, ausencia de prejuicios, como dices, pero creo que sería poco digno, humillante. Yo al menos no lo aguantaría.
—Yo tampoco —dijo Oscar— Y atención, Amalia. Llegado el caso, que sirva de advertencia.
—¡Oh, qué maridos tenemos! —dijo Amalia— Unos verdaderos falócratas.
—Pero esta alternativa tiene sus ventajas —insistió Armando— La principal es que, al aceptar la situación, Pedro mantendría a su mujer a su lado. Una mujer que lo engaña, es cierto, y que carnal y espiritualmente pertenece a otros, pero que al fin está allí, a su alcance y de la cual puede recibir esporádicamente un gesto errante de cariño. Conservaría no su cuerpo ni su alma, pero sí su presencia. Y esto me parece una maravillosa prueba de amor, de parte de él, una prueba digna de quitarse el sombrero.
—Sombrero que no podría calarse Pedro en su adornadísima cabeza —dijo Oscar— No, evidentemente, no me parece bien eso de aceptar la situación. Consentir, en este caso, es disminuirse como hombre, como marido.
—Es posible —dijo Armando— Pero sigo pensando que sería una solución ponderada y que requiere cierta grandeza de alma. Es preferible quizás ser infeliz al lado de la mujer querida que dichoso lejos de ella… Pero en fin, digamos que tampoco es el buen recurso.
—No puede matar a los amantes… —dijo Carlos— No puede echar a la mujer de la casa, no puede tampoco desaparecer, ni divorciarse, ni acomodarse a la situación. ¿Qué le queda entonces? Hay que reconocer que tu personaje se encuentra metido en menudo lío.
—Hay todavía otro recurso —dijo Armando— Un recurso directo, limpio: suicidarse.
Irma, Amalia y Berta protestaron al unísono.
—¡Ah, no! —dijo Irma— ¡Nada de suicidios! ¡Pobre Pedro! La verdad es que me cae simpático. ¿Y a ti, Berta? Tú que tienes influencia sobre Armando, convéncelo para que no lo mate.
—No creo que lo mate —dijo Berta —El relato se convertiría en un vulgar melodrama. Y además Pedro es demasiado inteligente para suicidarse.
—No sé si será inteligente o no —dijo Oscar— Después de todo es una suposición tuya. Pero la situación es tan enredada que lo mejor sería pegarse un tiro. ¿No crees, Armando?
—¿Un tiro? —repitió Armando— Sí, un tiro… Pero, ¿qué resolvería esto? Nada. No, no creo que el suicidio sea lo indicado. Y no porque se trate de un desenlace melodramático, como dice Berta. A mí me encanta el melodrama y pienso que nuestra vida está hecha de sucesivos melodramas. Lo que ocurre es que esta solución sería tan mala como la de desaparecer sin dejar rastros. Con el agravante de que se trataría de una desaparición sin posibilidad de regreso. Si Pedro se va de la casa le queda la esperanza del retorno y hasta de la reconciliación. ¡Pero si se suicida!
—Es verdad —dijo Carlos— Yo prefiero tener siempre en el bolsillo mi ticket de regreso. Pero tampoco es una solución absurda. Si Pedro se suicida se borra del mundo, borra también a Rosa, a sus amantes, es decir, borra su problema. Lo que es una manera de resolverlo.
—No te falta razón —dijo Armando— Y voy a reconsiderar esta hipótesis. Aunque entre resolver un problema y eludirlo hay una gran diferencia. Y además ¡quién sabe! ¡A lo mejor el dolor de Pedro es tan grande que lo perseguiría más allá de la muerte!
—En buena cuenta tu personaje está fregado —bostezó Oscar— Veo que no has encontrado una solución a tu historia. Pero nuestra historia es que ya pasó la medianoche y que mañana trabajamos. Y nosotros sí tenemos una solución: irnos al tiro.
—Espera —dijo Armando— Me había olvidado de otra posibilidad…
—¿Todavía hay otra? —preguntó Berta.
—Y una de las más importantes. En realidad debería haberla mencionado al comienzo. También es posible que Pedro llegue a la conclusión de que Rosa no le es infiel, que todas las pruebas que ha reunido son falsas. Ustedes saben bien, tratándose de un asunto como este la única prueba plena es el flagrante delito. Todo lo demás, cartas, fotos, testimonios, son recusables. Puede haber error de interpretación, puede tratarse de documentos apócrifos o falsificados, de testimonios malévolos, en fin, de circunstancias que se prestan a una acusación sin fundamento. Y la verdad es que Pedro no tiene la prueba plena.
—¡Acabáramos! —dijo Oscar— Debías haber empezado por allí. Nos has tenido dándole vueltas a un problema que en realidad no existía. ¿Nos vamos, Irma?
—¿No quieren un coñac, una menta? —preguntó Berta.
—Gracias —dijo Carlos— La historia de Armando nos ha divertido, pero Oscar tiene razón, ya es tarde. De todos modos, Armando, espero que cuando nos reunamos la próxima vez hayas terminado tu relato y nos lo puedas leer.
—¡Oh! —dijo Armando— Los relatos que más nos interesan son por lo general aquellos que nunca podemos concluir… Pero esta vez haré un esfuerzo para terminarlo. Y con la buena solución.
—¿Nos traes nuestras cosas, Berta? —dijo Amalia.
—Yo se las traigo —dijo Armando— Pónganse de acuerdo con Berta para la próxima reunión.
Armando se retiró hacia el interior, mientras Berta y las dos parejas se despedían. ¿Dónde sería la próxima cena? ¿Donde Oscar? ¿Donde Carlos? ¿Dentro de quince días? ¿Dentro de un mes? Un ruido seco, perentorio, llegó del fondo de la casa. Quedaron paralizados.
—Se diría un tiro— dijo Oscar.
Berta fue la primera en precipitarse por el corredor, justo cuando Armando reaparecía
llevando un bolso, una bufanda, un abrigo. Estaba pálido.
—¡Curioso! —dijo— Estas son las coincidencias que a uno lo desconciertan. Al buscar una pastilla en mi mesa de noche desplacé mi revólver y no sé cómo salió un tiro. Atravesó el cajón de la mesa y rebotó contra la pared.
—¡Buen susto nos has dado! —dijo Oscar— Es así como ocurren los accidentes. Es por eso que yo jamás tengo armas a la mano. Pon un poco más de atención otra vez.
—¡Va! —dijo Armando— Tampoco hay que exagerar. Después de todo no ha pasado nada. Los acompaño hasta la puerta.
El malecón seguía brumoso. Armando esperó que los autos arrancaran y entrando a la casa corrió el picaporte y regresó a la sala. Berta llevaba a la cocina los ceniceros sucios.
—Ya mañana la muchacha pondrá orden aquí. Estoy muy cansada ahora.
—Yo en cambio no tengo sueño. La conversación me ha dado nuevas ideas. Voy a trabajar un momento en mi relato. No me has dicho qué te pareció…
—Por favor, Armando, te digo que estoy cansada. Mañana hablaremos de eso.
Berta se retiró y Armando se dirigió a su escritorio. Largo rato estuvo revisando su manuscrito, tarjando, añadiendo, corrigiendo. Al fin apagó la luz y pasó al dormitorio. Berta dormida de lado, su lámpara del velador encendida. Armando observó sus rubios cabellos extendidos sobre la almohada, su perfil, su delicioso cuello, sus formas que respiraban bajo el edredón. Abriendo el cajón de su mesa de noche sacó su revólver y estirando el brazo le disparó un tiro en la nuca.

Julio Ramón Ribeyro: La molicie. Cuento

20070904-escritor_peruano_Julio_Ramon_RibeyroMi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.
Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.
A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.
A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.
A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta— habían perecido estrepitosamente.
La poca gente que disponía de recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.
Las siete de la noche era la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brlllaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.
Al promediar la estación la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fué la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba —pilas de carbón vegetal, víveres malolientes— fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?), la cuenta de los días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Eramos fardos de materia viva, desposeidos de toda humanidad.
¿Cuanto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no podria decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca— la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.
Madrid, 1953

 

Julio Ramón Ribeyro: Sólo para fumadores. Cuento

julio ramon ribeyroSin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.

Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.

Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.

No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.

De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los dedos.

Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios.

Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía con amigos la víspera de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella, aparecida no se sabía cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio su contrapeso. Y esos paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos, dábamos libre curso a nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en un perfume de Lucky. El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor. Todos me eran preciosos, pero algunos de ellos se distinguían de los otros por su carácter sacramental, pues su presencia era indispensable para el perfeccionamiento de un acto: el primero del día después del desayuno, el que encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y el descanso luego del combate amoroso.

¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo pensaba que mi relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que en adelante mi vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta entonces inocua compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me esperaba una existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su abundancia, jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.

Mi viaje en barco a Europa fue un verdadero sueño para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en puertos libres o a marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados, sino porque nuevos escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco privilegiado. Verdaderos cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del trasatlántico mirando los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el bar de segunda jugando una encarnizada partida de dados con una banda de pasajeros mafiosos. Era lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas cambiaron. La beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendían en canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. “No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.

Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive sin tabaco, no merece vivir”. Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa época el tabaco se aspiraba La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: “Diga lo que diga por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: “Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar”.

El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno —salvo el dormir— podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.

Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses —y en consecuencia leer mis cartas—, y tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos”, en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. “Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”. Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo.

Días más tarde erraba desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto—stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint—Germain, empezando por el Museo Cluny, en dirección ala Plazadela Concordia. Peroen lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba enla Plazadela Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue Dela Harpe. Meaventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le dije: “¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?”. El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba.

Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.

Este incidente me marcó tan profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico.

Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los “pobres estudiantes”, hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.

Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con trescientos kilos de periódicos en el triciclo.

Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.

Fue en esa época que conocí a Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón gritando “¡Pólice!”. Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso si se arma de un punzón. “¡Soy amigo de Carlos!”, exclamé. A buena hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel. Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que Panchito era menos pequeño de lo que suponía.

A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.

A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba.

Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias.

Uno de los últimos recuerdos que guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l’Odeon. Cerraban el bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino, salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces, esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de Alá, armados posiblemente de corvas navajas?

“Salgamos tranquilamente”, dijo Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos peludos, aceleraban el paso y se acercaban. “Sigan no más ustedes”, dijo Panchito, “yo les doy el alcance después”. Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. “Asunto arreglado”, dijo echándose a reír. “Pero, ¿qué has hecho?”, le preguntó Santiago. “Nada”, dijo Panchito y al poco rato añadió: “Toca”, y se señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.

Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. “Ya lo sabrás por los periódicos”, agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención “Especial Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima”. El télex decía que un delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años porla Interpol, había sido capturado en los pasillos de un gran hotel dela Costa Azulcuando se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.

Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés… Munich, finalmente, donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.

Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como “escribir es un acto complementario al placer de fumar”, me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, puesla Fraucerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Parala Fraudel kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.

Me encontré pues en una situación terrible —sin poder fumar y en consecuencia escribir— y sin solución a la vista, pues en Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.

Yo estaba alojado en casa de este obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.

Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.

Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.

En muchas ocasiones —es tiempo de decirlo— traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.

Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente —poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza— que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.

Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.

Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla —no fumar más— sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.

Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.

Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.

Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas dela Agencia France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.

Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa —aparte de medicinas y régimen alimenticio— de no fumar más.

¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro vacías. M—a—r—l—b—o—r—o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water—closet.

Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba sólo un rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.

¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo rampante de sus caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si entendemos por vicio un acto repetitivo, progresivo y pernicioso que nos produce placer. Pero examinando el asunto de más cerca me daba cuenta de que el placer estaba excluido del fumar. Me refiero a un placer sensorial, ligado a un sentido particular, como el placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis primeros años de fumador sentí un agradable sabor o aroma en el tabaco, pero con el tiempo esta sensación se había mellado y podría decir incluso que fumar me era desagradable, pues me dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y ácido el estómago. Si placer había, me dije, debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso, pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres, sensoriales o espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles, difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los efectos de la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración, sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir en consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para sentirme anímicamente bien. Pero si lo que necesitaba era la nicotina contenida en el cigarrillo, ¿por qué diablos no recurría a los puros o al tabaco de pipa que tenía a mano cuando carecía de cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis peores momentos, pues lo que necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto cuyo envoltorio de papel contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el que me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación, su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas.

Esta reflexión me llevó a considerar que el cigarrillo, aparte de una droga, era para mí un hábito y un rito. Como todo hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de modo que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo rito estaba sometido a la observación de un protocolo riguroso, sancionado por la ejecución de actos precisos y el empleo de objetos de culto irremplazables. Podía así llegar a la conclusión de que fumar era un vicio que me procuraba, a falta de placer sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto de la nicotina que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi comportamiento social mediante actos rituales. Todo esto está muy bien, me dije, era coherente y hasta bonito, pero no me satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando estaba solo y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que escribir, ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que representar. La tiranía del cigarrillo debía tener en consecuencia causas más profundas, probablemente subconscientes. Lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por él sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov —exagerando, sin duda— se refería a Freud como al “charlatán de Viena”.

No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.

El cuchillo del doctor Dupont fue mi espada de Damocles, con la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió años más tarde, cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras —bar, lar, loma, ralo, rabo, etc.— había sido remplazado por el Dunhill en su lindo estuche burdeos con guardilla dorada. Me encontraba entonces en Cannes siguiendo un nuevo tratamiento para librarme del tabaco, luego de una última estada en el hospital. Dupont había decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi mujer, convertida en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora de mi vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente. Ocupaba mis jornadas en jogging matinal, baños de sol y de mar, larga siesta, remo en bote de goma y bicicleta crepuscular. Ello alternado con comidas sanas y actividades espirituales pero de bajo perfil, como hacer solitarios, leer novelas de espionaje y ver folletones de televisión. Este calendario no dejaba ninguna fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto que mi mujer no me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes estaba tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste. De nada me servía percibir mejor la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el sabor de las comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí insípida.

Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo o esconderlo en casa encontré en la playa un rincón apartado, donde hice un hueco, lo guardé, lo cubrí con arena y dejé encima como seña una piedra ovalada. Es así que muy de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la mirada asombrada de mi mujer que me observaba desde el balcón orgullosa de mis disposiciones atléticas, sin sospechar que el objetivo de esa carrera no era mejorar mi forma ni batir ningún récord sino llegar cuanto antes al hueco en la arena. Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta, concentrada y hasta angustiosamente, pues sabía que serían los únicos del día. Esta estratagema, lo reconozco, pudo servir mis gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante mi propia consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis promesas y traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que mi plan no estuvo exento de imprevistos, como esa mañana que llegué a mi reducto y no encontré la piedra ovalada. El empleado que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había sido remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco en la arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi cajetilla. Decidí entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco huecos y poner cinco señas y dejar cinco probabilidades abiertas a mi pasión.

Si uno quisiera contar prolijamente las cosas no terminaría nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin. Es por ello que me propongo concluir esta confesión.

Aquí entramos a la parte más dramática del asunto, con la reaparición del doctor Dupont, sus sondas y sermones y sobre todo su premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis dolencias y problemas ligados al abuso del tabaco, llegué a convivir con ellos y a tirar para adelante, como se dice, tirando de paso pitada sobre pitada. Hasta que fui víctima de una molestia que nunca había conocido: la comida se me quedaba atracada en la garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan frecuente que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para someterme a nuevos y complicados exámenes y a los pocos días, sin explicaciones claras, rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago.

Prefiero no recordar las semanas que pasé en el hospital alimentado por la vena y luego por la boca con papillas que me daban en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues Dupont se había olvidado al parecer de cortar algo y me abrió nuevamente por la misma vía, aprovechando que el dibujo en mi piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo decir del establecimiento donde me enviaron a convalecer, convertido en un guiñapo humano, luego de tan rudas intervenciones.

Se llamaba “Clínica dietética y de recuperación pos—operatoria” y quedaba en las afueras de París, en medio de un extenso y hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy amplias y disponían de baño propio, terraza, televisión y teléfono. A ella iban a parar los que habían sufrido graves operaciones de las vías digestivas para que reaprendieran a comer, digerir y asimilar, hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos. Las dos primeras semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un fornido terapeuta que me masajeaba las piernas, me hacía levantar con los brazos pequeñas barras y con la respiración cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en el tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos pasos por el cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me anunció que ya estaba en condiciones de someterme al control cotidiano.

De qué control se trataba lo supe al día siguiente, cuando vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera salida de mi habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de la clínica. ¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de seres extenuados, tristes y macilentos, en pijama y zapatillas como yo, que hacían cola ante una balanza romana. Una enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un grueso registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y desaparecían en sus habitaciones por el resto del día.

Al horror siguió la reflexión: ¿a dónde diablos había ido a parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue campestre poblado de espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar la realidad. Ello no podía ser una clínica, sino la antesala de lo irreparable. A ese lugar enviaban a los desechados de la ciencia para que, entre árboles y flores, vivieran sus postrimerías en un decorado de vacaciones. La pesada era solamente el último test que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de un milagro. Enfermo que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o más tenía la esperanza de salir viviente de allí.

Esta sospecha la comprobé cuando dos vecinos de corredor dejaron de asistir a la pesada y luego me enteré, por una conversación entre enfermeras, de que se habían “dulcemente extinguido”. Ello redobló mi zozobra, lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de peso. Los platos que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el W.C. o los envolvía en kleenex que echaba a la papelera. Mi mujer y algunos fieles amigos me visitaban en las tardes y hacían lo indecible, con un temple admirable, para no mostrarse alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron. Mi mujer me trajo un finísimo pijama de seda, lo que interpreté por un razonamiento tortuoso como “Si te tienes que morir que sea al menos en un pijama Pierre Cardin”. Algunos amigos insistieron en tomarme fotos, dándome cuenta entonces de que se trataba de fotos póstumas, las que no alcanzaría a ver pegadas en ningún álbum de familia.

Me estaba pues muriendo o más bien “dulcemente extinguiendo”, como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza. El jefe de la clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me alimentaran a la fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a través de la sonda, con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al estómago. La sonda tenía que conservarla en forma permanente, su extremo visible pegado en la frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los dos días la arranqué y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó para sermonearme y como me resistí a que me la volvieran a poner se retiró despechado, diciéndome antes de salir: “Me importa un bledo. Pero de aquí no sale hasta que no aumente de peso. Usted asume toda la responsabilidad”.

A ese imbécil no lo volví a ver más, pero a quienes vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que fueron surgiendo detrás de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de los amplios ventanales. Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón y como ya habían levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran visibles desde mi cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares cálidos y pobres, Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero me sorprendió fue la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y desaparecían subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua, instrumentos de albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía tropiezos ni improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie de sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras, recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar, los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos de sobremesa.

Esa visión me salvó. Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era imperioso vencer la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en ese lugar y esa comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la pesada, metía en los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco. Progresivamente fui añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y pesadas, que cambiaba al repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos cientos de gramos, lo que no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces a mi mujer que me trajera de casa un juego completo de cubiertos, alegando que con ellos podría tal vez alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la clínica. Eran los sólidos y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en un momento de delirio, a pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su destino, se volvían realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis bolsillos, los fui colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de café hasta llegar a la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y más todavía cuando cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las enfermeras estaban asombradas por esa recuperación que no iba con mi apariencia. Un galeno me visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e interrogó y días más tarde la dirección me extendió la autorización de partida. Horas antes de que mi mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie, vestido, mirando una vez más por la ventana a los albañiles que ágiles, ingrávidos, aéreos y diría angelicales terminaban de levantar el segundo piso de ese nuevo pabellón de los desahuciados.

Demás está decir que a la semana de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes bebía una copa de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron otros y otros y otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras me esfuerzo por concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita de vía Tragara, contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida por el escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto estableció aquí su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó diez palacios. Es cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que ver con el tema, pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su humo y cenizas cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un largo período de decadencia.

Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha costado tantas horas de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar de él conclusión ni moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba contra el tabaco, me da igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador, como a Flaubert le gustaba llamarse. Y ahora que recuerdo, Flaubert fue un fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo. Como lo fue Gorki, quien vivió además en esta isla. Y como lo fue Hemingway, que si bien no estuvo aquí residió en una isla del Caribe. Entre escritores y fumadores hay un estrecho vínculo, como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá otro entre fumadores e islas? Renuncio a esta nueva digresión, por virgen que sea la isla a la que me lleve. Veo además con aprensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco.

 

Gabriel García Márquez: El verano feliz de la señora Forbes. Cuento

Gabriel Garcia MarquezPor la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recriminando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.

— Es una murena helena — nos dijo—, así llamada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestirnos para la cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.
— Todavía es de día — le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.
— No es por eso — dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes. Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, masticando diez veces con un carrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin probarlo.
— No me gusta — dijo.—. La señora Forbes interrumpió la lección.
— No puedes saberlo — le dijo—, ni siquiera lo has probado.
Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.
— La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío — le dijo Fulvia Flamínea—. Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobrenatural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De manera que no había ninguna razón válida para no comer. Yo, que había probado la murena antes de saber lo que era, me quedé para siempre con la contradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.
— Vas al baño — le dijo la señora Forbes sin alterarse—, te lavas bien y vuelves a comer. Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto ‘e costaba atravesar la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse.
Pero volvió muy pronto, con otra camisa limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubiertos.
— No lo voy a comer — dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.
— Está bien — dijo—, pero no comerás postre.
El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal cómo la señora Forbes nos enseñó que debía hacerse al terminar, y dije:
— Yo tampoco comeré postre.
— Ni verán la televisión — replicó ella.
— Ni veremos la televisión — dije.
La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego nos mandó al dormitorio, con la advertencia de que debíamos dormirnos en el mismo tiempo que ella necesitaba para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de ciruelas, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escritor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siempre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.
La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo marcial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió distinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía quedarse con nosotros ni un minuto más del indispensable para la clase de natación submarina. Nos prohibió volver de noche a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad excesiva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del almuerzo.
Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se había vuelto irrespirable.
Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma se hubiera reprobado durante el día. Una madrugada la sorprendimos en la cocina, con el camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre guardaba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y compostura, se atragantaba sin sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de prevalecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma. — La voy a matar— dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadirlo.
— Te cortarán la cabeza — le dije.
— En Sicilia no hay guillotina — dijo él—. Además, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, donde estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo para averiguar la naturaleza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según habíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea dejaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días después de la sustitución del vino, mientras desayunábamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.
Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles. Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le volvieron aún más ansiosos cuando encontró en la canasta de los panecillos una carta con sellos de Alemania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por la cara las ráfagas de claridad que irradiaban las palabras escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompañó en la exploración de los fondos marinos, y estuvimos divagando por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con un gesto provocador.
— Estoy hasta los cojones de esta agua de lombrices — dijo.
Fue como si hubiera tirado en la mesa una granada de guerra. La señora Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una capitulación sin gloria.
— Hagan lo que les dé la gana — dijo—. Yo no existo.
Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero antes de la media noche, cuando ya nos suponía dormidos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de chocolate y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de lástima.
— Pobre señora Forbes — dije. Mi hermano no respiraba en paz.
— Pobres nosotros si no se muere esta noche — dijo.
Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a Schiller a grandes voces, inspirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Luego suspiró muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, todavía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mortales en la puerta con la palma de su mano de negrero. Mi hermano puso la oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un suspiro de liberación.
— ¡Ya está! — dijo—. Lo único que se oye es el mar.
Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a hacer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos esperado a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior había sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a almorzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, haciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados. Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y seguimos nadando sin permiso de nadie.
El día estaba nublado y había un clamor de truenos oscuros en el horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde calculábamos que habíamos visto los torpedos de guerra en el principio del verano.
Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Flamínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos horas, convencidos de que no había nuevos misterios por descubrir, salimos a la superficie con el último sorbo de oxígeno.
Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con chillidos feroces sobre el reguero de pescados moribundos en la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la policía frente a la puerta, y entonces tuvimos concien- cia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso trémulo y trató de regresar.
— Yo no entro— dijo.
Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.
— Tate tranquilo— le dije—. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.
Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fumando sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la sala, las mujeres del vecindario rezaban en dialecto sentadas en las sillas que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres estaban amontonados en el patio hablando de cualquier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la ma- ñana. En el de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la puerta estaba abierta. Nos asomamos al interior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:
— ¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta métrica, mientras otrotomaba fotografías con una cámara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.

Gabriel García Márquez: Tramontana. Cuento

1001332_478786605539550_535027751_nLo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.

— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.
Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.
— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.
Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.
— Es que éste es más antiguo — dijo.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir.
Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de es- panto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo me- tieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.
— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

Gabriel García Márquez: Diecisiete ingleses envenenados. Cuento

497342Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.

Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
— Mamma mía — dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.
— Debió caerse de una boda — dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.
Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.
— Nadie debe estar aquí a esta hora – le dijo el oficial con cierta amabilidad-.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul – dijo ella.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.
— Es inútil que siga rezando — dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos.
Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso — dijo.
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.
—No importa — dijo ella.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio.
«Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron.
«Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
— Me voy sola y con el hábito de San Francisco — les advirtió—. Es una manda.
Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér- prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
— Para mí — dijo— sería como comerme un hijo.
Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un cas- tellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.
— Desde hace siglos — concluyó el cura— los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad.
— Ni siquiera pararon el barco — dijo ella.
— Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto — dijo el cura— Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
— ¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? — preguntó.
El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
— ¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? — preguntó ella.
— El Santo Padre no confiesa a nadie — dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.
— No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos —
dijo ella.
— Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando — dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.
— ¡Ave María Purísima! — dijo—. Me bastaría con verlo. — Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!
En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.
El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe.
Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.
Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
— Todos están muertos — le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!
Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.

Abril 1980.

Gabriel García Márquez: María Dos Prazeres. Cuento

21gabo_en_aracataca_0El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen- tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.

— Perdóneme esta facha de murciélago — dijo— pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
— Eres un hombre como los de mis tiempos — dijo María dos Prazeres con una carcajada de granizo—. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
— Perdóneme — dijo—. Me he equivocado de puerta.
— Ojalá — dijo ella—, pero la muerte no se equivoca.
El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de marear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventureros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció convertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descansar en paz, y no el pequeño cementerio de San Gervasio, tan cercano y familiar.
— Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas — dijo.
— Pues aquí es — dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una estilográfica de acero— No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición — dijo— de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
— Y sobre todo, que me entierren acostada.
En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circulaba el rumor de que se estaban haciendo enterramientos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa versión era un infundio perverso de las empresas funerarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
— No se preocupe — dijo en voz muy baja—. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus pormenores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
— Lo que quiero decir — dijo— es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el vecindario, y al entrar padeció un arrebato de alborozo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó para moderar sus ímpetus.
— ¡Noi! — le dijo sin gritar—. ¡Baixa d’ací!
El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró perplejo.
— ¡Collons!, — exclamó él—. ¡Ha llorado!
— Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora — lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
— ¡Pero ha llorado, cono! — repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
— Todos los perros pueden hacerlo si los enseñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos? Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las sombras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras guardaba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo estremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
— ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? — preguntó él. Ella lo dirigió hacia la puerta.
— Por supuesto — le dijo—, siempre que no sea la edad.
— Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto — dijo él—. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le contestó muerta de risa:
— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.
— Lo siento.
— Más debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres meses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las escaleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido comprando poco a poco, durante muchos años, a precios de ocasión y en remates secretos. El único vínculo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el último viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le demostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numerosos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejarlo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante insomne. Pero el tercer domingo aprovechó un descuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lápida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el in- vierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tumba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.
El domingo del ensayo final, a las tres de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no llevaban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó a percibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes entró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcones, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor.
Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío — se dijo asombrada— es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los catorce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años. Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
— Entonces los fusilarán sin remedio — dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo. María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
— Pues ruégale a Dios que no — dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
— ¿Y eso por qué?
— Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admitirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.
— ¿Te gustan los perros? — le preguntó.
— Me encantan — dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propuesta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
— Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi — le dijo— con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cumplió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviembre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuerpo el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba atención a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
— Voy muy lejos — dijo María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
— Dígame adonde va — insistió él.
— A Gracia — dijo ella. s La puerta se abrió sin tocarla.
— Es mi rumbo — dijo él—. Suba. ‘ En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
— Esto es un trasatlántico — dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno— Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
— En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío — dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
— Me lo imagino — suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de seguir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la cabeza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme — dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme de nadie — dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.

Mayo 1979.

Gabriel García Márquez: Me alquilo para soñar. Cuento

4jm2QnuIRsIA las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
— Lo que ese sueño significa — dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem- plar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡bogavante, y me dijo en voz muy baja:
alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
— Sólo la poesía es clarividente — dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.
— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.
— ¿Ya está escrito?
— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebrade la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y unaenorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?
— Nada — me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

Gabriel García Márquez: Buen viaje, Señor Presidente. Cuento

1.-gabriel-garcia-marquez-610x430ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
— Señor presidente — murmuró.
— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
— No me dirá que es médico — le dijo el presidente.
— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
— ¿De dónde es usted?
— Del Caribe.
— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
— Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
— Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
— Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
— ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero.
— Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
— Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no
parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
— ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón.
— No — dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
— Para esos — dijo— tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
— No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono.
— En realidad, tengo prohibido todo.
— También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
— ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto escolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró.
«Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
— Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
— Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
— ¡Era una criatura!
— Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
— Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted — dijo.
— Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
— ¿Y luego?
— ¿Quién lo puede saber más que usted? — dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
— Lo que no me explico — dijo— es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no- che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
— Me alegro que lo haya hecho — dijo el presidente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
— No es justo.
— ¿Por qué? — preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
— Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina— dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
— Sin embargo — dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
— Sus probabilidades de salir bien son muy altas— dijo Homero. El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
— ¡Ah caray! — exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
— En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias — dijo Homero.
— Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
— En todo caso, usted no moriría en vano — dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad. El presidente fingió un asombro cómico.
— Gracias por prevenirme — dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
— Había decidido no preocuparme por mi cadáver, — dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
— Será inútil — bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
— Ha sido un placer — concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
— ¿Y por qué no antes? — dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas.
— Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto — dijo él—. Dígame cuándo.
— El jueves es mi día libre — dijo Homero.
— Perfecto — dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
— Yo pasaré a recogerlo — dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l’Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
— Correcto, — dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
— Claro, señor — dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios.
En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la re- sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem.
«No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
— ¡Entonces no hay nada que hacer! — exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
— A lo mejor es pobre de verdad — dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
— Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa es ser pendejo — dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
— No más eso nos faltaba, — gritó Lazara— que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare- ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
— ¿Qué día nació usted?
— Once de marzo.
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d’un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo — dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.
— Sáyago,— dijo Homero.
— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le preguntó. Homero, alarmado, intervino:
— Son mentiras.
— Son mentiras y no lo son — dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
— ¡Ah, caray! — dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
— La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia.
— Ese es el presidente mejor tumbado del mundo — dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
— Y todo eso — concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
— ¿Qué puede ganar con eso? — dijo Homero.
— Nada — dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
— ¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
— Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante — le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos:
varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
— Es todo lo que me queda en la vida — dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
— No creo que alguien tenga facturas de cosas así — dijo. Homero fue inflexible.
— En ese caso — reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara. Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
— No seas bruto, negro — dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
— Carajo — dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
— ¿Y por qué no? — dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
— Por tacaño — dijo Lazara.
— O por pobre — dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
— ¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.
— Me lo imagino — dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.
— ¿Cómo lo sabe?
— Por el modo de ser — dijo Lazara. Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
— ¿De dónde viene todo esto?
— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
— Ocurre a menudo, señora.
— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
— ¿También esto? — preguntó el joyero.
— Todo — dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
— Ya vendimos uno — dijo el presidente.
— Si, pero no por el reloj sino por el oro.
— También este es de oro — dijo el presidente.
— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
— Además — dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d’Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
— Carajo — dijo.
— ¿Qué?
_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea- lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poetaAimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial.

Junio 1979

Ernest Hemingway: El gato bajo la lluvia. Cuento.

ernest-hemingwaySólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.

Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!

Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

H.P. Lovecraft: Los gatos de Ulthar. Cuento.

lovecraftSe dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

Truman Capote: Las paredes están frías. Cuento

01_truman_capote_115606926_gallery_image—… así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.

La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.

Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros…, oh, al diablo todo.

—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.

—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.

La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.

Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.

El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:

—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?

—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?

El marino estaba azorado.

—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.

—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona— . Sois del Sur, ¿verdad?

Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.

—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?

Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.

—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.

Él sonrió.

—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.

—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?

—No, no puedo decir que la conozca.

De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.

—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.

—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.

—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.

Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.

Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.

—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca­Cola?

—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.

Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.

—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.

No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.

—¿Qué edad tienes? —preguntó él.

Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.

—Dieciséis.

—¿Y nunca te han besado…?

Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.

—O sea, violado.

Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.

—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.

Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.

—Ven, te enseñaré todo esto.

Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.

—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.

Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.

—Bueno, Jake…, ¿qué te parece, me va bien este cuarto?

—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara…, pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga…, ese verde… parece tan frío…

Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.

—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.

Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.

—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!

—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?

Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca. —Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?

Él se sentó a su lado.

—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.

—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?

—Ocho meses.

—¿Te gusta?

—No importa mucho si me gusta o no… He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.

—¿Por qué te alistaste, entonces?

—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.

—¿Lo es?

—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?

En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:

—Quieres besarme, ¿verdad?

Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.

—¿Por qué no lo haces?

—No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.

Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.

—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.

—Ni siquiera sé lo que es eso.

—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.

Él se inclinó hacia ella.

—Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.

Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.

Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.

—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.

Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.

La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.

—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto…, la función para la tropa?

—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?

—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor…, a todos?

Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.

Charles Bukowski: Una ciudad maligna. Cuento

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Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.

Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.

El empleado de recepción le llamó:

—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?

Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.

—Hemos estado observándole, señor Evans.

El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.

—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.

El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.

—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?

—No nos desviemos del asunto, señor Evans.

—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?

—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?

—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.

El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.

—Aquí tiene, señor Evans.

—Gracias.

Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este. Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.

Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO ÉL LA BESÓ.

Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.

Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.

Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.

Y AQUEL INDIVIDUO VIOLÓ A BLANCHE MIENTRAS ESTA ESTABA INDEFENSA.

Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya en el asiento de al lado.

—Oh mierda —decía el tipo—, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!

CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE COMPRENDIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.

Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacia él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.

Frank apretó el botón de la navaja automática.

—¡Cuidado! —le dijo a aquel tipo—. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!

—¡Oh, Dios santo! —dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.

POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.

Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puerta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.

—Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!

En la partición que separaba los waters había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.

—¡Ooooh ooooh, marrano! —dijo el tipo—. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!

Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.

—¿Sí? —preguntó Frank.

—Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.

—¿El qué? —Ya sabe.

—No, no sé.

—Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.

—Sí estoy perdiendo el juicio —dijo Frank—. Y gracias por el queso.

Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:  

Querida madre:

Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.

Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos… tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…

 

Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.

—Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.

—Muy bien, pase.

El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.

—Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.

—No sé de qué me habla usted.

-—Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.

—Le perdono. Ahora váyase.

—Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.

—Está bien. ¿De qué se trata?

—Le quiero, señor Evans.

—¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?

—No, su cuerpo, señor Evans.

—¿Qué?

—Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!

—¿Qué?

—QUE ME DE POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.

—¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!

El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su boca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Apestaba. Frank le dio un empujón.

—¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!

—¡Le amo, señor Evans!

—¡Cerdo asqueroso!

Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.

—Señor Evans… Dios mío…

El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.

—¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!

Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.

—Oh Dios mío Dios mío Dios mío… —dijo el empleado.

Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el water. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.

…se fueron pero yo había visto la Eternidad.

Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad… quizá sea San Francisco o Portland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.

Recibe todo el cariño de tu hijo

Frank.  

Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.

Charles Bukowski: Demasiado sensible. Cuento

4600094_f520«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente sucia, y cinco veces de cada nueve se tratará de un hombre excepcional»

 

Charles Bukowski, 27-6-67′, hacia  la 19.a botella de cerveza.

 

 

«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente limpia, y ocho veces de cada nueve se tratará de un hombre de cualidades espirituales detestables».

Charles Bukowski, 27-6-67 hacia  la 20.a botella de cerveza.

 

 

a menudo, el estado de la cocina es el estado de la mente, los pensadores son hombres confusos e inseguros, hombres flexibles, sus cocinas son como sus mentes, llenas de basura, de cubiertos sucios, de impureza, pero ellos son conscientes de su estado mental y encuentran cierto humor en él. a veces, en una violenta explosión de fuego, desafían a las deidades eternas y aparecen todos resplandecientes con lo que solemos llamar creación; y lo mismo hay otras veces que están medio borrachos y limpian sus cocinas. pero pronto cae todo de nuevo en desorden y ellos vuelven a verse en la oscuridad, y necesitan, píldoras, oración, sexo, suerte y salvación, el hombre que tiene la cocina siempre ordenada es un chiflado, sin embargo, cuidado con él. el estado de su cocina es el estado de su mente: todo en orden, asentado, ese hombre ha dejado que la vida le condicione rápidamente a un complejo vil y endurecido de orden mental, defensivo y suave, si le escuchas diez minutos te darás cuenta de que todo lo que dice en su vida será básicamente insignificante y siempre estúpido, es un hombre de cemento, hay más hombres de cemento que de otras clases, así que si buscas un hombre vivo, mira primero su cocina y ahorrarás tiempo.

ahora bien, la mujer que tiene la cocina sucia es otro asunto… desde el punto de vista del varón, si no está empleada en otro sitio y no tiene hijos, la limpieza o la suciedad de su cocina está casi siempre (hay excepciones, por supuesto) en relación directa con lo que se preocupa por ti. unas mujeres tienen teorías sobre cómo salvar el mundo, pero no son capaces de lavar una taza de café, si se lo mencionas, te dirán: «lavar tazas de café no es importante», por desgracia lo es. sobre todo para un hombre que se ha pasado ocho horas seguidas más dos extras con un torno, se empieza a salvar el mundo salvando a los hombres de uno en uno. todo lo demás o es romanticismo grandilocuente o es política. hay mujeres buenas en el mundo, yo he conocido incluso a una o dos. luego, hay de la otra clase, por entonces, el maldito trabajo me destrozaba tanto que al final de ocho o doce horas todo mi cuerpo quedaba agarrotado en una tabla de dolor, digo «tabla» porque no encuentro otro término que lo exprese mejor, quiero decir que, por la noche, ni siquiera podía ponerme la chaqueta, me resultaba imposible levantar los brazos y meterlos en las mangas, el dolor era excesivo y no podía alzar tanto los brazos, cualquier movimiento provocaba unas explosiones de dolor horribles y calambres, en fin algo de locura, me habían puesto por entonces una serie de multas de tráfico, la mayoría de ellas a las tres o las cuatro de la madrugada, volviendo a casa del trabajo, esta noche concreta, cuando intentaba protegerme de pequeñas formalidades, quise sacar el brazo izquierdo para indicar un giro a la izquierda, las luces indicadoras del coche ya no funcionaban, pues había arrancado los cables del volante estando borracho, así que intenté sacar el brazo izquierdo, sólo conseguí llegar con la muñeca hasta la ventanilla y sacar un dedito. mi brazo no se alzaba más y el dolor era ridículo, tan ridículo que empecé a reírme, me parecía divertidísimo, aquel dedito saliendo para obedecer a las reglas de cortesía de Los Angeles, en aquella noche negra y vacía, sin nadie por ninguna parte, y yo haciendo aquella frustrada y absurda señal, no podía parar de reírme y estuve a punto de chocar con un coche aparcado mientras giraba, riendo, e intentando controlar el volante con aquel otro brazo piojoso, el caso es que salí bien librado, aparqué como pude, cerré la puerta del coche y entré en casa, ay, el hogar.

allí estaba ella, en la cama, comiendo chocolatinas (¡de veras!) y repasando el New Yorker y la Saturday Review of Literature. era miércoles o jueves y los periódicos del domingo aún estaban en el suelo de la habitación principal, yo estaba demasiado cansado para comer y llené la bañera sólo hasta la mitad para no ahogarme (es mejor elegir el momento a que lo elijan por ti).

cuando salí de la condenada bañera centímetro a centímetro, como un ciempiés, me abrí camino hasta la cocina con el propósito de beber un vaso de agua, la fregadera estaba atascada, con agua gris y hedionda hasta el borde; casi vomito, había basura por todas partes, y además, aquella mujer parecía tener la afición de guardar tarros vacíos y tapas de tarros, y, flotando en el agua, entre platos, etc., estaban aquellos tarros medio vacíos y aquellas tapas, en una especie de amable e irracional burla de todo.

lavé un vaso y bebí un poco de agua, luego me dirigí al dormitorio, no podéis imaginaros el calvario que fue llevar mi cuerpo de la posición erecta a la posición horizontal sobre la cama, la única salida era no moverme, y así, allí me quedé como un jodido pez congelado, torpe y tonto, la oía pasar páginas, y queriendo establecer cierto contacto humano, probé a hacer preguntas.

—¿cómo te ha ido esta noche en el taller de poesía?

—oh, estoy muy preocupada con lo de Benny Adimson —contestó.

—¿Benny Adimson?

—sí, el que escribe esas historias tan divertidas sobre la iglesia católica, tienen mucha gracia, sólo ha publicado una vez en una revista canadiense, y ya no manda sus cosas a nadie, no creo que las revistas estén preparadas para él. pero es muy divertido, de veras, tiene mucha gracia.

—¿y qué problema tiene?

—bueno, perdió el trabajo que tenía con el camión de reparto, hablé con él fuera de la iglesia antes de que empezara la lectura, dice que cuando no tiene trabajo no puede escribir, para escribir necesita tener un trabajo.

—qué extraño —dije yo—, yo escribí algunas de mis mejores cosas cuando no trabajaba, cuando estaba muriéndome de hambre.

—¡pero Benny Adimson —contestó ella—, Benny Adimson no escribe sobre SI MISMO! escribe sobre OTRA gente.

—ah.

decidí olvidarlo, sabía que habrían de pasar por lo menos tres horas para que pudiese dormir, por entonces, algunos de los dolores se habrían filtrado al fondo del colchón, y pronto sería hora de levantarse y volver al mismo sitio, la oía pasar páginas del New Yorker. me sentía muy mal, pero decidí que HABÍA otros modos de pensar, quizás en el taller de poesía hubiese realmente algunos escritores; era improbable pero PODÍA ser.

esperé a que mi cuerpo se relajara, oí el rumor de otra página, el rumor del envoltorio de otra chocolatina. luego habló otra vez:

—sí, Benny Adimson necesita un trabajo, necesita una base para trabajar, estamos intentando todos animarle a que envíe cosas a las revistas, me gustaría que leyeses sus relatos anticatólicos, el fue católico, sabes.

—no, no lo sabía.

—pero necesita un trabajo, estamos intentando buscarle un trabajo para que pueda escribir.

hubo un espacio de silencio, francamente, yo no pensaba siquiera en Benny Adimson y su problema, luego intenté pensar en Benny Adimson y su problema.

—oye —dije—, yo puedo resolver el problema de Benny Adimson.

—¿TU?

—sí.

—¿cómo?

—están contratando gente en correos, mucha gente, puede ir mañana mismo por la mañana, así podrá escribir.

—¿correos?

—sí.

pasó otra página, luego habló:

—¡Benny Adimson es demasiado SENSIBLE para trabajar en una oficina de correos.

—ah.

escuché pero no oí más rumor de páginas ni de papeles de chocolatinas. ella estaba muy interesada por entonces en un autor de relatos cortos llamado Choates o Coates o Caos o algo así, que escribía una prosa deliberadamente desmañada que llenaba las largas columnas entre los anuncios de licores y de viajes en barco con bostezos y luego acababa siempre, por ejemplo, con un tipo que tiene una colección completa de Verdi y una resaca de Bacardí y que asesina a una niñita de tres años de bombachos azules en alguna sucia calleja de Nueva York a las cuatro y trece de la tarde, ésta era la jodida y subnormal idea que tenían los editores del New Yorker de la sofisticación vanguardista: queriendo decir que la muerte siempre gana y que todos tenemos mierda debajo de las uñas, esto lo hizo todo y mejor hace cincuenta años alguien llamado Ivan Bunin, en una cosa que se llamaba El caballero de San francisco, desde la muerte de Thurber, el New Yorker ha estado vagando como un murciélago muerto entre las resacas hielo-cueva de la guardia roja china, dando a entender que lo habían logrado.

—buenas noches —le dije.

hubo una larga pausa, luego, decidió corresponderme.

—buenas noches —dijo por fin.

desolados chillidos azules rasgueaban sus banjos, pero sin un sonido, me puse bocabajo tardé en hacerlo por lo menos cinco minutos, y esperé a que llegara la mañana y otro día.

quizás haya sido malévolo con esta dama, quizás haya pasado de las cocinas a la venganza, hay mucha basura en todas nuestras almas, muchísima en la mía, y me enredé en las cocinas, casi siempre me enredo, la dama que he mencionado tenía mucho valor en varios sentidos, fue sólo que aquella noche no era una buena noche ni para ella ni para mí.

y espero que ese bastardo de las historias anticatólicas y las angustias haya encontrado un trabajo que se ajuste a su sensibilidad y que todos nos veamos recompensados con su genio inédito (salvo en Canadá).

entretanto, yo escribo sobre mí mismo y bebo demasiado.

pero eso ya lo sabéis.

Charles Bukowski: Los cristos estúpidos. Cuentos

4438698_60fa2a533d_mtres hombres tenían que alzar la masa de goma y colocarla en la máquina y la máquina la fragmentaba en las diversas cosas para las que estaba prevista; la calentaba y la cortaba y luego la cagaba: pedales de bicicleta, gorros de baño, bolsas de agua caliente… tenías que mirar cómo metías aquello en la máquina porque si no te comía un brazo, y cuando estabas de resaca te preocupaba especialmente el que te dejara sin un brazo, les había pasado a dos tipos en los tres últimos años. Durbin y Peterson. a Durbin le pusieron en nómina… podías verle allí sentado con la manga colgando, a Peterson le dieron una escoba y una bayeta y limpiaba las letrinas, vaciaba los cubos de basura, colocaba el papel higiénico, etc., todos decían que era asombroso lo bien que hacía Peterson todas aquellas cosas sólo con un brazo.

las ocho horas estaban a punto de terminar. Dan Skorski ayudó a meter la última masa de goma, había trabajado las ocho horas con una de las peores resacas de su carrera: los minutos se le habían convertido en el trabajo en horas, los segundos habían sido minutos, siempre que alzabas los ojos, allí estaban sentados cinco tipos en la rotonda, siempre que alzabas la vista estaban allí aquellos diez OJOS mirándote.

Dan se volvió para ir a la estantería de las fichas cuando entró un hombre delgado que parecía un cigarro puro, cuando el cigarro caminaba, sus pies ni siquiera tocaban el suelo, el cigarro se llamaba señor Blackstone.

—¿dónde demonios va? —preguntó a Dan.

—fuera de aquí, ahí es adonde voy.

—HORAS EXTRAS —dijo el señor Blackstone.

—¿qué?

—lo que dije: HORAS EXTRAS, vamos, hay que sacar eso.

Dan miró, había por todas partes montones y montones de goma para las máquinas, y lo peor de las horas extras era que nunca podías saber cuándo terminaban, podían ser dos horas o cinco, nunca sabías, sólo te quedaba tiempo para volver a la cama, tumbarte, levantarte otra vez y empezar a meter aquella goma en las máquinas, y nunca terminabas, siempre había más goma, más pedidos, más máquinas, todo el edificio explotaba, se corría, soltando goma, montones de goma goma goma y los cinco tipos de la rotonda iban haciéndose más ricos y más ricos y más ricos.

—¡vuelva usted al TRABAJO! —dijo el cigarro puro.

—no, no puedo —dijo Dan—. no puedo levantar una pieza más de goma.

—¿y cómo vamos a sacarnos todo este material de encima? —preguntó el cigarro—. tenemos que hacer sitio para el suministro que llega mañana.

—alquile otro edificio, contrate más gente, están matando al personal, destrozándoles el cerebro, ni siquiera saben dónde están, ¡MÍRELOS! ¡mire a esos pobres idiotas!

y era verdad, los obreros apenas parecían humanos, tenían los ojos vidriosos, tenían un aire abatido y demente, se reían por cualquier cosa y se burlaban unos de otros continuamente, los habían vaciado por dentro, habían sido asesinados.

—son sus compañeros, son buena gente —dijo el cigarro.

—claro que lo son. la mitad de su salario va al Estado en impuestos, la otra mitad se va en coches nuevos, televisión en color, esposas estúpidas y cuatro o cinco tipos distintos de seguros.

—si no trabaja usted las horas extras como los demás, se queda sin trabajo, Skorski.

—entonces me quedo sin trabajo, Blackstone.

—soy un hombre honrado y quiero pagarle.

—en la oficina de trabajo del Estado.

—allí le enviaremos su cheque por correo.

—muy bien, y háganlo rápido.

al abandonar el edificio, tuvo la misma sensación de libertad y maravilla que experimentaba siempre que le despedían o que dejaba un trabajo, al dejar aquel edificio, al dejarles allí dentro… «¡has encontrado un hogar, Skorski! ¡nunca habías tenido una cosa tan buena!» por muy mierda que fuese el trabajo, los obreros siempre le decían eso.

Skorski paró en la bodega, compró una botella de Grandad y empezó a darle, era una tarde agradable y terminó la botella y se fue a la cama y durmió en una cómoda gloria que no había sentido en muchos años, ningún despertador le arrojaría a las seis y media hacia una falsa y bestial humanidad.

durmió hasta el mediodía, se levantó, tomó dos alka-seltzers y bajó hasta el buzón, había una carta:

Querido señor Skorski:

Soy desde hace mucho tiempo admirador de sus poemas y relatos cortos, y pude apreciar también la gran calidad de los cuadros que expuso usted recientemente en la Universidad de N. Tenemos un puesto libre aquí en el departamento editorial de World-Way Books, Incs. Estoy seguro de que habrá oído hablar de nosotros. Nuestras publicaciones se distribuyen en Europa, África, Australia y, sí, incluso en Oriente. Hemos estado siguiendo su trabajo durante varios años y hemos visto que fue usted editor de la pequeña revista LAMEBIRD, los años 1962-63, y nos gusta mucho su criterio en la selección de poesía y prosa. Creemos que es usted el hombre que necesitamos aquí, en nuestro departamento editorial. Creo que podríamos llegar a un acuerdo, ha proposición inicial sería de doscientos dólares por semana y nos honraría mucho tenerle con nosotros. Si le atrae nuestra proposición, telefonéenos, por favor a…, y le enviaremos por giro telegráfico el precio del billete del avión y una suma que consideramos generosa para los gastos de traslado.

Humildemente suyo,

 

D. R. Signo, 

Redactor Jefe 

WorldWay Books, Inc.»

Dan tomó una cerveza, puso un par de huevos a hervir y telefoneó a Signo. Signo parecía hablar a través de un trozo de acero enrollado, pero Signo había publicado a algunos de los mejores escritores del mundo, y Signo parecía muy distante, muy distinto a la carta.

—¿quieren de verdad que trabaje ahí? —le preguntó Dan.

—desde luego —dijo Signo—. tal como le indicamos.

—de acuerdo, envíenme el dinero y me pondré en camino.

—el dinero está en camino —dijo Signo—. lo adivinamos.

colgó. Signo, claro. Dan sacó los huevos, se fue a la cama y durmió otras dos horas…

en el avión de Nueva York, las cosas podrían haber ido mejor. Dan no podía determinar si la causa había sido el que fuese la primera vez que volaba o el extraño tono de la voz de Signo hablando a través de acero enrollado, de la goma al acero, bueno, quizá Signo estuviese muy ocupado, podría ser. había hombres que estaban muy ocupados, siempre, de todos modos, cuando Skorski subió en el avión, estaba ya bastante colocado, y llevaba además con él un poco de Grandad. Sin embargo, se le acabó a mitad de camino y empezó a acosar a la azafata pidiéndole bebida, no tenía la menor idea de lo que le servía la azafata: era una cosa dulce, de color purpúreo, y no parecía ligar muy bien con el Grandad, pronto estaba hablando a todos los pasajeros, diciéndoles que él era Rocky Graziano. ex boxeador, al principio se reían, pero luego se quedaron callados, al ver que él seguía insistiendo:

—soy Rock, sí, soy Rock, ¡vaya puños que tenía! ¡coraje y pegada! ¡cómo aullaba la gente!

luego se puso malo y se fue al cagadero, al vomitar, parte del vómito se le quedó en los zapatos y los calcetines y se sacó zapatos y calcetines y salió descalzo, puso los calcetines a secar en algún sitio y luego los zapatos en otro y luego se olvidó de dónde había puesto ambas cosas.

caminaba pasillo arriba y pasillo abajo, descalzo.

—señor Skorski —le dijo la azafata—, quédese en su asiento, por favor.

—Graziano. Rocky. ¿y quién demonios me robó mis zapatos y mis calcetines? ¿voy a atizarles un puñetazo en la barriga a cada uno de ustedes.

vomitó allí en el pasillo y una vieja lanzó un bufido realmente como de una culebra.

—señor Skorski —dijo la azafata—. ¡insisto en que vuelva a su asiento!

Dan la agarró por la cintura.

—me gustas, creo que te violaré aquí mismo en el pasillo, ¡piénsalo! ¡violación en el cielo! ¡te encantará! ¡ex boxeador, Rocky Graziano, viola a azafata en el cielo de Illinois! ¡ven p’acá!

Dan la tenía cogida por la cintura, ella de cara pálida e insulsa. joven, mezquina y fea. con el coeficiente de inteligencia de una rata tetuda pero sin tetas, pero fuerte, se soltó y corrió al compartimiento del piloto. Dan vomitó un poco más y luego se sentó.

salió el copiloto. un hombre de gran trasero y mandíbula alargada, casa de tres plantas, cuatro hijos y una esposa loca.

—¿qué pasa, amigo? —dijo el copiloto.

—¿qué pasa, gilipollas?

—compórtese, tengo entendido que está usted organizando un escándalo.

—¿un escándalo? ¿qué es eso? ¿es que eres marica, niño volador?

—¡le repito que se comporte!

—¡cierra el pico, comemierda! ¡yo pago mi pasaje!

Trasero Inmenso agarró el cinturón de seguridad y ató a Dan a su asiento con despreocupado desdén y gran aparato y amenaza de fuerza, como un elefante que arrancase un mango del suelo con la trompa.

—¡ahora QUÉDESE ahí!

—soy Rocky Graziano —dijo Dan al copiloto. el copiloto estaba ya en su compartimiento, cuando pasó la azafata y vio a Skorski atado a su asiento, rió entre dientes.

—¡tengo más de TREINTA CENTÍMETROS de polla! —le gritó Dan.

la vieja volvió a bufarle como una culebra…

en el aeropuerto, descalzo, cogió un taxi y se dirigió al nuevo Village. encontró una habitación sin problemas, y también un bar a la vuelta de la esquina, bebió en el bar hasta primera hora de la mañana y nadie hizo comentario alguno sobre sus pies descalzos, nadie se fijó en él siquiera, ni le habló, estaba en Nueva York, no había duda.

incluso cuando compró zapatos y calcetines a la mañana siguiente, al entrar descalzo en la tienda, nadie le dijo nada, era una ciudad con siglos de vejez y refinada más allá de todo significado y/o sentimiento.

un par de días después telefoneó a Signo.

—¿ha tenido buen viaje, señor Skorski?

—oh, sí.

—bueno, yo como en Griffo’s. queda justo en la esquina de WorldWay. ¿podemos vernos allí dentro de media hora?

—¿dónde está Griffo’s? quiero decir, ¿cuál es la dirección?

—basta que le dé el nombre al taxista: Griffo’s —colgó.

—sí, claro.

le dijo al taxista lo de Griffo’s. y allá se fueron, entró, se quedó en la entrada, había cuarenta y cinco personas dentro, ¿cuál era Signo?

—Skorski —dijo una voz—. ¡aquí!

estaba a una mesa. Signo, otro, estaban tomando cocktails. cuando se sentó apareció el camarero y le puso un cocktail delante. bueno, aquello estaba mejor.

—¿cómo supo usted quién era? —preguntó a Signo.

—bueno, lo supe —digo Signo.

Signo jamás miraba a los ojos, siempre miraba por encima de uno, como si estuviese esperando un mensaje o que entrara un pájaro volando o un dardo envenenado de un ubangi.

—sí que lo es —dijo Dan.

—quiero decir que éste es el señor Extraño, uno de nuestros jefes de redacción.

—hola —dijo Extraño—. siempre he admirado su obra.

Extraño era exactamente lo contrario: siempre miraba hacia el suelo como si esperase que brotara algo de entre las tablas: aceite rezumante o un gato montes o una invasión de cucarachas enloquecidas por la cerveza, nadie decía nada. Dan terminó su combinado y les esperó, ellos bebían muy despacio, como si no importase, como si fuese agua de tiza, tomaron otra ronda y se fueron a la oficina…

le enseñaron su mesa, cada mesa estaba separada de las otras por aquellos altos acantilados de cristal blanquecino, no se podía ver a través del cristal, y detrás de la mesa había una puerta de cristal blanquecino, cerrada, y apretando un botón, se cerraba un cristal allí mismo delante de la mesa y quedabas absolutamente solo, uno podía tirarse allí mismo a una secretaria sin que nadie se enterara, una de las secretarias le había sonreído. ¡Dios mío, qué cuerpo! toda aquella carne, fluida y bamboleante y deseando ser jodida, y luego la sonrisa… qué tortura medieval.

jugueteó con una regla de cálculo que había en su mesa, era para medir cíceros o píceros o algo así. él no sabía manejar aquella regla, claro, sólo se sentaba allí a jugar con ella, pasaron cuarenta y cinco minutos, empezó a sentir sed. abrió la puerta posterior y caminó entre las hileras de mesas con aquellas paredes de cristal blanco, tras cada una de aquellas paredes de cristal había un hombre, unos hablaban por teléfono, otros jugaban con papeles, todos parecían saber qué estaban haciendo, encontró Griffo’s. se sentó en la barra y echó dos tragos, luego volvió a subir, se sentó y se puso a jugar otra vez con la regla, pasaron treinta minutos, se levantó y volvió a bajar a Griffo’s. tres tragos, vuelta otra vez a la regla, y así estuvo bajando a Grifo’s y subiendo, perdió la cuenta, pero más tarde, ese mismo día, cuando pasaba frente a las mesas, cada redactor apretó su botón y la hoja de cristal se cerró frente a él. flip, flip, flip, flip, y así todo el camino hasta que llegó a su mesa, sólo un redactor no cerró su pared de cristal. Dan se quedó parado frente a él y le miró: era un hombre inmenso, agonizante, con un cuello grueso pero flácido, los tejidos fofos, y la cara redonda e hinchada, redonda como el balón de playa de un niño con los rasgos difusamente marcados, el hombre no le miraba, miraba al techo, por encima de la cabeza de Dan, y estaba furioso… rojo primero, pálido después, decayendo, decayendo. Dan llegó hasta su mesa, apretó el botón y se encerró, alguien llamó a su puerta, la abrió, era Signo. Signo miraba por encima de la cabeza de Dan.

—hemos decidido que no podemos utilizarle.

—¿y los gastos de vuelta?

—¿cuánto necesita?

—ciento setenta y cinco bastarían.

Signo extendió un cheque por ciento setenta y cinco, lo dejó sobre la mesa y…

Skorski, en vez de coger el avión para Los Angeles, se decidió por San Diego, llevaba mucho tiempo sin ir a la pista de carreras de Caliente, y consiguió que resultase lo del 5-10. pensó que podría coger 5 X 6 sin demasiadas combinaciones, prefirió establecer una relación peso-distancia-velocidad que pareciese lo bastante segura, se mantuvo aceptablemente sobrio en el viaje de vuelta, se quedó una noche en San Diego y luego cogió un taxi para Tijuana. cambió de taxi en la frontera y el taxista mejicano le encontró un buen hotel en el centro de la ciudad, metió su bolsa de andrajos en un armario del cuarto del hotel y luego salió a ver la población, eran las seis de la tarde y el sol rosado parecía suavizar la pobreza y la cólera del pueblo, pobres mierdas, lo bastante cerca de los Estados Unidos para hablar el idioma y conocer su corrupción, pero sin poder más que rebañar un poco de la riqueza, como una rémora adosada al vientre de un tiburón.

Dan encontró un bar y tomó un tequila, la máquina tocaba música mejicana, había cuatro o cinco hombres sentados por allí bebiendo y haciendo tiempo, no había ninguna mujer, bueno, eso no era problema en Tijuana. y lo que menos deseaba en aquel momento era una mujer, asediándole, presionándole; las mujeres fastidian siempre, pueden matar a un hombre de nueve mil modos distintos, después de conseguir el 5-10, cogería sus cincuenta o sesenta de los grandes, se agenciaría una casita en la costa, entre Los Angeles y Dago, y luego compraría una máquina de escribir eléctrica y sacaría el pincel, bebería vino francés y daría largos paseos nocturnos por la orilla del mar. pasar de vivir mal a vivir bien era sólo cuestión de un poco de suerte y Dan tenía la sensación de que le llegaba aquel poco de suerte, los libros, los libros contables, se lo debían…

preguntó al tipo del bar qué día era y el del bar dijo «jueves», así que tenía un par de días, no había carreras hasta el sábado. Aleseo tenía que esperar a que las multitudes norteamericanas pasaran la frontera para sus dos días de locura tras cinco de infierno. Tijuana se cuidaba de ellos. Tijuana se cuidaba de su dinero por ellos, pero los norteamericanos nunca sabían cuánto les odiaban los mejicanos; el dinero les cegaba y no podían verlo, y andaban por Tijuana como si fuesen los amos de todo, y toda mujer era un polvo y todo poli sólo era una especie de payaso, pero los norteamericanos habían olvidado que le habían ganado a Méjico unas cuantas guerras, como norteamericanos o téjanos o lo que fuese, para los norteamericanos esto era sólo una historia en un libro, para los mejicanos era muy real, no te sentías a gusto como norteamericano en un bar mejicano un jueves por la noche, los norteamericanos habían acabado con las corridas de toros, los norteamericanos habían acabado con todo.

Dan pidió más tequila.

—¿quiere una chica guapa, señor? —dijo el del bar.

—gracias, amigo —contestó él—, pero soy escritor, estoy más interesado en la humanidad en general que en joder en concreto.

el comentario nacía de su timidez, se sintió muy mal después de hacerlo, el otro se fue.

pero se estaba tranquilo allí, bebió y escuchó la música mejicana, era agradable dejar un rato el suelo patrio, estar sentado allí y sentir y escuchar el trasero de otra cultura, ¿qué clase de palabra era aquélla? cultura, de cualquier modo, era agradable.

estuvo cuatro o cinco horas bebiendo y nadie le molestó y él no molestó a nadie y salió un poco cargado y subió a su cuarto, levantó la persiana, contempló la luna de Méjico, se estiró, se sintió absoluta y totalmente en paz con todo, se durmió…

encontró un café por la mañana donde pudo obtener jamón y huevos, y alubias refritas, el jamón duro, los huevos quemados por los bordes, el café malo, pero le gustó, el sitio estaba vacío. y la camarera era tan gorda y boba como una cucaracha, un ser no pensante… jamás había tenido un dolor de muelas, nunca había estado siquiera acatarrada, nunca había pensado en la muerte y sólo un poco en la vida, tomó otro café y fumó un cigarrillo mejicano dulce-azúcar, los cigarrillos mejicanos ardían de modo distinto… ardían caliente como si estuviesen vivos.

era temprano, alrededor del mediodía, demasiado temprano sin duda para empezar a beber, pero la carrera no era hasta el sábado y no tenía máquina de escribir, tenía que escribir directamente a máquina, no podía escribir con lápiz o pluma, le gustaba el rumor de ametralladora de la máquina, le ayudaba a escribir.

Skorski volvió al mismo bar. seguía habiendo música mejicana, parecían seguir sentados allí los cuatro o cinco tipos del día anterior, el camarero llegó con el tequila, parecía más amable que el día antes, quizás aquellos cuatro o cinco tipos tuviesen una historia que contar. Dan se acordó de cuando andaba por los bares negros de Avenida Central, solo, mucho antes de que ser pronegro se convirtiese en la cosa intelectual que había que ser, se convirtiese en juego y puro cuento, se acordó de que se ponía a hablar con ellos y tenía que cortar y largarse porque hablaban y pensaban exactamente igual que los blancos… eran materialistas, mucho, y se había derrumbado borracho encima de sus mesas y no le habían asesinado, cuando lo que él quería en realidad era que le asesinasen, cuando la muerte era el único sitio adonde ir.

y ahora aquello. Méjico.

se emborrachó muy pronto y empezó a meter monedas en la máquina, música mejicana, apenas si la entendía, parecía tener toda el mismo sonsonete romántico jerga-mierda tañido-sueño.

aburrido, pidió una mujer, la mujer vino y se sentó a su lado, era algo más vieja de lo que había supuesto, tenía un diente de oro en el centro de la boca y él no sentía absolutamente ningún deseo, ninguno, de joderla. le dio sus cinco dólares y le dijo de la forma más amable posible, creía él, que se fuese. Se fue.

más tequila, los cinco tipos y el del bar seguían sentados, observándole, ¡tenía que llegar a sus almas! tenían que tenerlas, ¿cómo podían estar allí así? ¿cómo dentro de capullos? ¿como moscas en el cristal de una ventana tomando perezosamente el sol de la tarde?

Skorski se levantó y metió más monedas en la máquina.

luego abandonó su sitio y empezó a bailar, ellos reían y gritaban, era alentador, ¡al fin se animaba la cosa!

Dan siguió echando monedas en la máquina y bailando, pronto los otros dejaron de gritar y de reír y se limitaron a observarle, en silencio, pidió tequila tras tequila, pagó tragos a los cinco silenciosos, y luego al camarero cuando el sol ya se ocultaba, cuando la noche empezaba a arrastrarse como un gato mojado y sucio a través del alma de Tijuana, Dan bailaba, bailaba y bailaba, sin ningún control ya, claro, pero era perfecto, la ruptura, al fin. era Avenida Central de nuevo, 1955. él era perfecto, estaba siempre allí primero antes de que la masa y los oportunistas viniesen a joderlo.

toreó incluso con uno silla y el paño del camarero…

Dan Skorski despertó en el parque público, la plaza, sentado en un banco, lo primero que advirtió fue el sol. eso era bueno, luego advirtió las gafas sobre su cabeza, colgaban de una oreja. y uno de los cristales estaba salido de la montura, colgaba sujeto sólo por la punta, cuando alzó la mano y lo tocó, el roce de su mano hizo que se desprendiera y cayera, cayó el cristal, después de estar colgando toda la noche, cayó en el cemento y se rompió.

Dan cogió lo que quedaba de las gafas y lo metió en el bolsillo de la camisa, luego pasó al movimiento siguiente que SABÍA que sería inútil, inútil, inútil… pero TENÍA que hacerlo, que saberlo, finalmente…

buscó su cartera.

no estaba, en ella tenía todo su dinero.

ante sus pies pasó andando perezosamente una paloma, le resultaba siempre odioso el movimiento del cuello de las palomas, estupidez, como esposas estúpidas y jefes estúpidos y presidentes estúpidos y Cristos estúpidos.

y había una historia estúpida que nunca había sido capaz de contarles, la noche que estaba borracho y vivía en aquel barrio donde tenían LA LUZ PÚRPURA, tenían aquel pequeño cubículo de cristal y en medio de aquel jardín de flores estaba aquel Cristo de tamaño natural, un poco triste y un poco cochambroso, que miraba hacia abajo, hacia los dedos de sus pies … SOBRE EL BRILLABA LA LUZ PÚRPURA.

a Dan le fastidiaba, por último, una noche que estaba bastante borracho, estaban sentadas las viejas allí en el jardín, mirando su Cristo púrpura y Skorski había entrado, borracho, y empezó a trabajar, intentando sacar el Cristo de su jaula de plástico, pero era difícil, luego salió un tío corriendo.

—¡señor! ¿qué intenta hacer usted?

—… sólo quería sacar a este cabrón de su jaula, ¿qué pasa?

—lo siento, señor, pero hemos llamado a la policía…

—¿la policía?

Skorski dejó el Cristo y se largó rápido.

y había bajado hasta la plaza mejicana de ningún sitio.

le tocó en la rodilla un jovencito. un jovencito todo vestido de blanco, hermosos ojos, no había visto nunca ojos tan lindos.

—¿quiere usted joder a mi hermana, señor? —preguntó el muchacho—. tiene doce años.

—no, no, de veras, hoy, no.

el muchachito se alejó realmente triste, baja la cabeza, había fracasado, a Dan le dio pena.

luego se levantó y salió de la plaza, pero no hacia el norte, hacia la tierra de la Libertad, sino hacia el sur. hacia el interior de Méjico.

algunos niños, cuando pasaba por un fangoso callejón, camino de algún sitio, le tiraban piedras.

pero no importaba, al menos, esta vez, tenía zapatos.

y él sólo quería lo que ellos le diesen. y lo que ellos diesen era lo que él quería.

todo estaba en manos de idiotas.

cruzando un pueblecito, a pie, camino de Ciudad de Méjico, dicen que parecía casi un Cristo púrpura, bueno, estaba en realidad AZUL, lo cual es aproximarse.

luego, jamás volvieron a verle.

lo cual significa que quizá nunca debió haberse bebido aquellos combinados tan deprisa en la ciudad de Nueva York.

o quizá sí.

Charles Bukowski: La gran boda Zen. Cuento

1334952Yo iba en la parte de atrás, embutido entre el pan rumano, las salchichas de hígado, la cerveza, las gaseosas; con corbata verde, la primera corbata desde la muerte de mi padre diez años atrás. Ahora era el padrino de una boda zen, Hollis iba a casi ciento cuarenta por hora, y la barba de metro de Roy flotaba alrededor de mi cara. íbamos en mi Comer del 62, pero yo no podía conducir… no tenía seguro, dos accidentes conduciendo borracho y estaba medio trompa ya. Hollis y Roy habían vivido sin casarse tres años. Hollis mantenía a Roy. Yo sorbía cerveza sentado allí detrás. Roy me explicaba quiénes eran los miembros de la familia de Hollis uno por uno. A Roy le iba mejor con la mierda intelectual. O con la lengua. Las paredes de la casa en que vivían estaban cubiertas con fotos de ésas de tíos agachados hacia el chisme y chupando.

También una instantánea de Roy corriéndose al final de una paja. La había hecho Roy solo. Quiero decir, él mismo accionó la cámara. Un hilo o un alambre. Algún truco. Roy afirmaba haber tenido que meneársela seis veces para lograr la foto perfecta. Toda una jornada de trabajo. Allí estaba: aquel globo lechoso: una obra de arte. Hollis se desvió de la autopista. No era muy lejos. Algunos ricos tienen caminos de coches de kilómetro y medio. Este no estaba mal del todo: casi un kilómetro. Salimos. Jardines tropicales. Cuatro o cinco perros. Grandes bestias negras lanudas, estúpidas, babosas. No llegamos a la puerta: allí estaba él, el rico, de pie en la baranda, mirando hacia abajo, un vaso en la mano. Y Roy gritó:

—¡Ay, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte!

Harvey esbozó una sonrisilla:

—También yo me alegro de verte, Roy.

Uno de aquellos grandes bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.

—¡Echa a tu perro, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.

—¡Aristóteles, vamos, BASTA ya!

Aristóteles se apartó, justo a tiempo.

Y.

Subimos y bajamos escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones. Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.

Cuando lo tuvimos todo allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.

—Charles Bukowski…

Me levanté.

—Oh, Charles Bukowski.

—Uj juj.

Luego:

—Este es Marty.

—Hola, Marty.

—Y ésta es Elsie.

—Qué hay, Elsie.

¿De veras —preguntó ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso cuando, te emborrachas?

—Uj juj.

—Pues eres un poco viejo para eso.

—Vamos, Elsie, déjate de historias…

—Y ésta es Tina.

—Hola, Tina.

Me senté.

¡Nombres! Había estado casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había dicho a mi mujer: «Esta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos y les había dicho: «Esta es mi mujer… ésta es mi mujer… ésta es…» y por último tuve que mirarla y preguntarle: «¿COMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,

—Barbara.

—Esta es Barbara —dije…

No había llegado el maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.

Luego llegó más gente. Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida. Cogí otra cerveza.

Seguían subiendo las escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.

Me retrepé en mi rincón.

Había uno que estaba bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma. Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso. Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los puntos vitales.

Había otros. Alguien que daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro. Me presentaron a los mayores asesinos y traficantes del siglo.

Yo, bueno yo traficaba por ahí.

Luego se acercó Harvey.

—Bukowski, ¿te apetece un poco de whisky con agua?

—Claro, Harvey, claro.

Fuimos hacia la cocina.

—¿Para qué es la corbata?

—Es que tengo rota la parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va encima del pijo.

—Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.

—Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?

Harvey me enseñó la botella de whisky.

—Yo siempre bebo de éste… desde que tú lo mencionas en tus relatos.

—Pero Harv, ya he cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.

—¿Cómo se llama?

—Que me condenen si me acuerdo.

Busqué un vaso grande de agua y serví mitad whisky, mitad agua.

—Para los nervios —le dije—. Ya sabes.

—Claro, Bukowski.

Me lo bebí de un trago.

—¿Otra ronda?

—Claro.

Cogí el vaso y fui al salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA LLEGADO!

El maestro zen llevaba aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá fueran así.

El maestro zen necesitaba mesas. Roy empezó a buscar mesas.

Y el maestro zen estaba muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.

Entró una chica de pelo dorado. Unos once años.

—Bukowski, he leído algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi vida!

Largos bucles rubios. Gafas. Cuerpo delgado.

—Muy bien, niña. Tú hazte mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré joder con los chavales. Miraré, incluso.

—¡Bukowski! ¡Sólo porque tengo el pelo largo piensas que soy una chávala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos presentaron! ¿No te acuerdas?

El padre de Paul, Harvey, me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie logra engañar eternamente.

Pero el chaval era estupendo:

—¡Da igual, Bukowski! ¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer algunos de tus relatos.

Entonces se apagaron todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas…

Pero se encendieron velas por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a encenderlas.

—Mierda, son sólo los plomos. Hay que cambiarlos —dije.

Alguien dijo que no eran los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.

—Tienes un hijo estupendo, Harvey. Tu chico, Peter…

—Paul.

—Perdona. Lo bíblico.

—Entiendo.

(Los ricos entienden; simplemente no obran en consecuencia.)

Harvey descorchó otra botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse zampado todo aquel whisky. El no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un borracho… en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o perder a Bukowski.

Así que por fin el asunto se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.

—Ruego —dijo el zen— que no fumen ni beban durante la ceremonia.

Vacié el vaso. Me puse a la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.

Luego, el maestro zen esbozó una sonrisilla boba.

Yo conocía las ceremonias nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen. Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la varilla zen y a Holis que colocase la suya al otro lado.

Pero las varillas no iban del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar las varillas a nuevas profundidades y alturas.

Luego, sacó un aro de cuentas marrones.

Entregó el aro de cuentas a Roy.

—¿Ahora? —preguntó Roy.

Maldita sea, pensé, Roy siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha hecho con su propia boda?

El zen se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las cuentas rodearon ambas manos.

—Quieres…

—Quiero…

(¿Aquello era zen?, pensé.)

—Y quieres tú, Hollis…

—Quiero…

Mientras tanto, a la luz de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me puso nervioso. Podría haber sido el FBI.

¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!

Por supuesto, todos estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.

Luego me fijé en las orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.

El maestro zen tenía las orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡Aquello era lo que le hacía sagrado! ¡Yo tenía que tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter debajo de la almohada.

Por supuesto, yo sabía que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al mismo tiempo, olvidé esto por completo.

Seguí mirando fijamente las orejas del maestro zen.

Y seguían las palabras.

—…Y tú Roy, ¿prometes no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?

Pareció producirse una pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:

—Prometo —dijo Roy—, no…

Pronto terminó. O pareció terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.

Toqué a Roy en un hombro:

—Enhorabuena.

Luego me incliné. Cogí la cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.

Aún seguían todos sentados. Una nación de subnormales.

Nadie se movía. Las velas brillaban como velas subnormales.

Me acerqué al maestro zen. Le estreché la mano:

—Gracias. Hizo usted muy bien la ceremonia.

Pareció realmente complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters… mafiosos… eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen. Podría haber sido un matrimonio pistola en mano… ¡Toda aquella familia! En fin, yo habría sido el último en saber o el último al que se lo dijeran.

Después de terminada la boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose. Yo no era capaz de entender el género humano, pero alguien tenía que hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:

—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE NO TENÉIS HAMBRE?

Me lancé y empecé a agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos, animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra cosa hacer.

Les dejé mascando y me fui a por el whisky y el agua.

Cuando estaba en la cocina, repostando, oí decir al maestro zen:

—Debo irme ya.

—Ooooh, no se vaya… —oí elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California pertenecía a aquello.

Debía ser un arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.

En cuanto oí al maestro zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones, busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y la cerré luego y allí estaba yo… unos quince escalones detrás del señor zen. Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al aparcamiento.

Le alcancé, bajando los escalones de dos en dos.

—¡Eh, maestro! —grité.

Zen se volvió.

—¿Sí, viejo?

—¿Viejo?

Los dos quedamos allí plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima. Entonces le dije:

—Quiero o tus jodidas orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!

—¡Estás chiflado, viejo!

—Yo creí que el zen tenía más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas. ¡Me desilusionas, maestro!

El zen juntó las manos y miró hacia arriba.

—Quiero —le dije— ¡o tu jodida ropa o tus jodidas orejas!

Siguió con las manos juntas, mirando hacia arriba.

Me lancé escaleras abajo, un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me enderezó:

—Hijo mío, hijo mío…

Estábamos cuerpo a cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la luna vi la parte delantera de mis pantalones… salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.

—¡Encontraste a tu maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. El esperó. Los años de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos. Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de peso.

Zen soltó un breve jadeo, suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme delicadamente.

Mierda, lleva por lo menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón. El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el pañuelo.

—¡Mierda! ¡Necesito un trago! —aullé.

Apareció Harvey con uno. Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres humanos hablando? Vi una mujer que me habían presentado como la madre de la novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y yo sólo era medio tonto.

Me levanté, me acerqué a la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus lindas rodillas y empecé a subir, besando.

La luz de las velas ayudaba. Todo.

—¡Eh! —se despertó bruscamente—. ¿Qué demonios hace?

—¡Menudo polvo voy a echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?

Me empujó y caí hacía atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo, debatiéndome, intentando levantarme.

—¡Condenada amazona! —le grité.

Por último, tres o cuatro minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los píes asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo trinqué. Luego me serví otro y salí.

Allí estaban: todos los malditos parientes.

—¿Roy o Hollis? —pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?

—Claro —dijo Roy—, ¿por qué no?

El regalo estaba envuelto en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato desenvolviéndolo. Por fin, terminó.

—¡Feliz matrimonio! —grité.

Todos lo vieron. La habitación quedó en silencio.

Era un pequeño ataúd de artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor, salvo que quizás estuviese hecho con más amor.

Roy me lanzó una mirada asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la tapa.

Todos seguían callados. El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron otra vez a soltar chorradas.

Yo guardé silencio. En realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.

—¿Sabe usted lo que es esto?

—¿Qué?

—¡Esto es un ataúd!

Lo abrí y se lo enseñé.

—Esas hormigas están volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?

—¿Qué?

—Voy a matar a todas esas hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.

Se echó a reír.

—¡Lo mejor del día! —dijo.

Y es que ya no se puede uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí de allí…

Pero ahora, en la boda, nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices. ¿O no? Harvey, el magnate, finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:

«¿Preferirías ser rico o ser un artista?»

«Preferiría ser rico, pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las casas de los ricos.»

Eché un trago de la botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi botella.

—Decidme, ¿tirasteis mi pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué tirasteis mi pequeño ataúd?

—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí tienes tu ataúd!

Roy lo alzó hacia mí, lo echó hacia mí.

—¡Está bien, está bien!

—¿Lo quieres?

—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo para vosotros! ¡Vuestro único regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!

—De acuerdo.

El resto del viaje fue bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la cabeza chocó con la acera. ¡PAF!

Ambos se pararon y contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí gritarles:

—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!

Se quedaron parados un momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.

Aquello era el pago por algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o padrino… yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación… cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura estupidez y miedo animal.

Lo entendí todo allí, comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas. Cinco minutos más, pensé. Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos. No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de sus funciones, les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.

Pasaron dos mujeres, se volvieron y me miraron.

—¡Oh, mira! ¿Qué le pasará?

—Está borracho.

—No está enfermo, ¿verdad?

—Qué va, mira cómo agarra esa botella, como si fuese un niño de pecho.

Oh, mierda. Les grité:

—¡VOY A CHUPAROS LA VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARE SECO EL COÑO!

—¡Oooooh!

Las dos salieron corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.

Entonces, aparecieron. Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.

—Bukowski —dijo el de la linterna—, siempre metido en líos, ¿eh?

Conocía mi nombre de alguna parte, de otros tiempos.

—Mira —dije—, resbalé. Me di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso. ¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros. Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo más decente?

—Señor, dos damas informaron que usted intentó violarlas.

—Caballeros, yo jamás intentaría violar a dos damas al mismo tiempo.

Uno de los policías mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran sensación de superioridad.

—¡Sólo treinta metros para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?

—Eres el peor comediante de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.

—Bien, veamos… Esta cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda, una boda zen.

—¿Quieres decir que una mujer intentó realmente casarse contigo?

—No conmigo, gilipollas…

El de la linterna la acercó a mi nariz.

—Exigimos respeto a los funcionarios de policía.

—Lo lamento. Por un momento se me olvidó.

Me bajaba la sangre por el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado… De todo.

—Bukowski —dijo el que acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?

—Basta de coñazo —dije yo—, vamos a la cárcel.

Me esposaron y me metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.

Fuimos despacio, hablando de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas… como de ampliar el porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres auténticos) los Dodgers aún tenían una oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna, ellos aterrizaban en la luna. Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos… ¿no tiene identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a pedirle unos centavos a un policía. Las estadísticas son claras.

Y, sí, me hicieron pasar por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.

Allí estaba, una vez más, en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían. Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo que había sido… un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.

Me sacaron la foto otra vez. Otra vez las huellas dactilares.

Me bajaron a la celda de los borrachos, abrieron la puerta.

Después, sólo fue cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de un muchacho.

—¡Se la chupo por veinticinco centavos, señor!

En principio, te quitan todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc., y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.

—Lo siento amigo —le dije—, me quitaron hasta el último céntimo.

Cuatro horas después, conseguí dormir.

Allí.

Padrino en una boda zen, y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche. Claro que alguien acabó bien jodido.

Charles Bukowski: En la cárcel con el enemigo público número uno. Cuento

28549_19249_6estaba escuchando a Brahms en Filadelfia, en 1942. tenía un pequeño tocadiscos, era el segundo movimiento de Brahms. vivía solo entonces, iba bebiendo lentamente una botella de oporto y fumando un puro barato, la habitación era pequeña y limpia, alguien llamó a la puerta, pensé que vendrían a darme el premio Nobel o el Pulitzer. eran dos zoquetes grandes con pinta de palurdos.

¿Bukowski?

sí.

me enseñaron la chapa: FBI.

venga con nosotros, es mejor que se ponga la chaqueta, estará fuera un tiempo.

yo no sabía lo que había hecho, no pregunté, imaginé que todo estaba perdido, de cualquier modo, uno apagó a Brahms. bajamos, salimos a la calle, había cabezas en las ventanas como si todos supieran.

luego la eterna voz de mujer: ¡oh ahí va ese hombre horrible! ¡le han cogido!

tengo poco éxito con las damas, no hay duda.

empecé a pensar en lo que podría haber hecho y lo único que se me ocurrió fue que hubiese asesinado a alguien estando borracho. pero no podía entender por qué intervenía en aquello el FBI.

¡manos en las rodillas y sin moverse!

iban dos delante y dos atrás, así que pensé que tenía que haber matado a alguien, a alguien importante.

arrancamos de allí y luego se me olvidó y levanté la mano para rascarme la nariz.

¡¡LA MANO QUIETA!!

cuando llegamos a la oficina, uno de los agentes señaló una hilera de fotos que recorría las cuatro paredes.

¿ve esas fotos?, preguntó con dureza.

miré las fotos, estaban muy bien enmarcadas pero ninguna de las caras me decía nada.

sí, ya vi las fotos, le dije.

eso son hombres que han sido asesinados sirviendo al FBI.

como no sabía lo que él esperaba que dijera, no dije nada.

me llevaron a otra habitación, había un hombre detrás de una mesa.

¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN? me gritó.

¿qué? pregunté.

¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN?

yo no sabía qué quería decir, por un momento, pensé que quería decir que yo llevaba una especie de herramienta secreta con la que mataba a la gente cuando estaba borracho, me sentía muy nervioso y todo me parecía absurdo y sin sentido.

me refiero a ¡JOHN BUKOWSKI!

oh, murió.

¡mierda!, ¡por eso no podemos localizarle!

me bajaron a una celda amarillo-naranja, era un sábado por la tarde, desde la ventana de la celda veía pasar a la gente caminando ¡qué suerte tenían! al otro lado de la calle, había una tienda de discos, un altavoz lanzaba música hacia mí. todo parecía tan libre y cómodo allá fuera, me quedé allí intentando descubrir lo que había hecho, me daban ganas de llorar, pero no conseguí averiguar nada, era una especie de enfermedad triste, de tristeza enferma, en que llega un momento en que ya no puedes sentirte peor, creo que sabes lo que quiero decir, creo que todo el mundo siente esto de vez en cuando, pero yo lo he sentido muy a menudo, demasiado a menudo.

la Prisión de Moyamensing me recordaba a un viejo castillo, los grandes portones de madera se abrieron para dejarme paso, me sorprende que no tuviésemos que pasar por un puente levadizo.

me metieron con un hombre gordo que parecía un contable.

soy Courtney Taylor, enemigo público número uno, me dijo.

¿y por qué estás aquí?, me preguntó.

(entonces ya lo sabía, lo había preguntado al entrar.)

por no querer hacer el servicio militar.

hay dos cosas que no podemos soportar aquí: los que rehuyen el servicio militar y los exhibicionistas.

honor entre ladrones, ¿eh? mantener firme al país para poder saquearlo.

aún no nos gustan quienes rehuyen el servicio militar.

en realidad, soy inocente, me trasladé y se me olvidó dejar la dirección en la oficina militar, lo notifiqué en la oficina de correos, recibí una carta de San Luis estando en esa ciudad, en la que me decían que me presentara para un examen relacionado con el servicio militar, les dije que no podía ir a San Luis para que me hicieran aquí el examen, me agarraron y me metieron aquí, no lo comprendo: si intentase eludir el servicio militar, no les hubiese dado mi dirección.

vosotros siempre sois inocentes, eso a mí me suena a cuento.

me tumbé en el jergón.

pasó un segundo.

¡LEVANTA EL CULO DE AHÍ! me gritó.

alcé mi culo prófugo.

¿quieres suicidarte? me preguntó Taylor.

sí, dije.

no tienes más que sacar esa tubería de arriba donde está la luz de la celda, luego llenas este cubo de agua y metes los pies dentro, sacas la bombilla y metes el dedo, así saldrás de aquí.

miré la luz largo rato.

gracias, Taylor, eres muy amable.

apagadas las luces me tumbé y empezaron, las chinches.

¿qué coño es esto? grité.

chinches, dijo Taylor, tenemos chinches.

apostaría a que yo tengo más que tú, dije.

apuesta.

¿diez centavos?

diez centavos.

empecé a capturar y matar las mías, fui dejándolas en la mesita de madera.

cuando se acabó el tiempo, llevamos nuestras chinches junto a la puerta de la celda, donde había luz, y las contamos, yo tenía trece, él tenía dieciocho, le di el dinero, más tarde descubrí que él partía las suyas por la mitad y las estiraba, había sido estafador, era un buen profesional el muy hijoputa.

tuve suerte con los dados en el patio, ganaba todos los días y estaba haciéndome rico, rico de cárcel, ganaba de quince a veinte billetes diarios, los dados estaban prohibidos y nos apuntaban con las ametralladoras desde las torres y aullaban ¡DISUÉLVANSE! pero siempre conseguíamos organizar otra vez el juego, precisamente fue un exhibicionista el que consiguió pasar los dados, era un exhibicionista que no me gustaba un pelo, en realidad no me gustaba ninguno, todos tenían barbillas débiles, ojos acuosos, caderas estrechas y modales relamidos, sólo eran hombres en una décima parte, no tenían la culpa, supongo, pero no me gustaba mirarles, éste se dedicaba a rondarme después de cada juego. estás de suerte, estás ganando mucho, dame un poco, anda, yo dejaba caer unas cuantas monedas en aquella mano de lirio y él se largaba, aquel marrano que soñaba con enseñarles la polla a niñas de tres años, tenía que hacerlo para quitármelo de encima sin pegarle porque si le pegabas a alguien te mandaban a celda de castigo, y el agujero era depresivo, pero era aún peor lo de estar a pan y agua, les había visto salir de allí y tardaban un mes en recuperar el aspecto normal, pero todos estábamos locos, yo era un loco, un chiflado, y a aquel tipo lo tenía atravesado, sólo podía razonar cuando no le miraba.

yo era rico, el cocinero bajaba después de apagarse las luces, con platos de comida, comida buena y abundante, helados, tartas, pasteles, buen café. Taylor dijo que nunca le diera más de quince centavos, que era suficiente, el cocinero susurraba gracias y preguntaba si debía volver la noche siguiente.

desde luego, le decía yo.

aquélla era la comida de los guardias, y los guardias, evidentemente, comían bien, los presos se morían todos de hambre, y Taylor y yo andábamos que parecíamos con embarazo de nueve meses.

es un buen cocinero, decía Taylor. asesinó a dos hombres, mató a uno y luego salió y se cargó en seguida a otro, está aquí para mucho tiempo, si no puede fugarse, la otra noche agarró a un marinero y le dio por el culo, le dejó destrozado, no podrá andar en una semana.

me gusta el cocinero, dije, creo que es buen tío.

es buen tío, confirmó Taylor.

nos quejábamos siempre de las chinches al carcelero, y el carcelero nos gritaba:

¿pero qué creéis que es esto? ¿un hotel? ¡las trajisteis vosotros !

esto, por supuesto, lo considerábamos un insulto.

los carceleros eran serviles, los carceleros eran tontos y malos, los carceleros tenían miedo, lo sentía por ellos.

por fin, nos colocaron a Taylor y a mí en celdas distintas y fumigaron la nuestra.

me encontré con Taylor en el patio.

me han metido con un chaval, dijo Taylor, un infeliz, es tonto, no sabe nada, es insoportable.

a mí me metieron con un viejo que no hablaba inglés y que se pasaba el día sentado en el water diciendo, ¡TARA BUBBA COMER TARA BUBBA CAGAR! lo decía sin parar, su vida consistía en comer y cagar, creo que hablaba de alguna figura mitológica de su tierra natal, quizá Taras Bulba… no sé. el viejo me rasgó la sábana de mi jergón la primera vez que fui al patio y se hizo con ella una cuerda para tender la ropa, y colgó allí los calcetines y los calzoncillos y yo entré y todo goteaba, el viejo no salía nunca de la celda, ni siquiera para ducharse, decían que no había cometido ningún delito, que simplemente quería estar allí y le dejaban, ¿un acto de bondad? a mí me volvía loco porque no me gusta que las mantas de lana me rocen la piel, tengo una piel muy delicada.

¡viejo de mierda, le grité, ya he matado a un hombre, y si no miras lo que haces, serán dos!

pero él seguía allí sentado riéndose de mí y diciendo ¡TARA BUBBA COMER, BUBBA CAGAR!

tuve que dejarlo, pero he de reconocer, de todos modos, que nunca tuve que fregar el suelo, su maldito hogar estaba siempre húmedo y fregado, teníamos la celda más limpia de Norteamérica, del mundo, le encantaba aquella comida extra de la noche. le entusiasmaba.

el FBI decidió que yo era inocente de tentativa deliberada de eludir el servicio militar y me llevaron al centro de reclutamiento, nos llevaron a muchos, y pasé el examen físico y luego entré a ver al psiquiatra.

¿cree usted en la guerra? me preguntó.

no.

¿quiere usted ir a la guerra?

sí.

(tenía la loca idea de salir de la trinchera y avanzar hacia las ametralladoras hasta que me mataran.)

estuvo un rato callado escribiendo en un papel, luego, alzó los ojos. por cierto, el próximo miércoles por la noche haremos una fiesta para médicos, artistas y escritores, deseo invitarle, ¿vendrá?

no.

de acuerdo, dijo, no tiene que ir.

¿ir adonde?

a la guerra.

le miré.

no creyó usted que lo entenderíamos, ¿verdad?

no.

déle este papel al hombre de la mesa siguiente.

fue un largo paseo, el papel estaba doblado y pegado a mi carnet con un clip, alcé el borde y miré: «…oculta una sensibilidad extrema bajo una cara de póquer…» qué risa, pensé, ¡por amor de Dios! yo ¡¡sensible!!

y así fue lo de Myamensing. y así fue como gané la guerra.

Charles Bukowski: Un 45 para pagar los gastos del mes. Cuento

6832_b_2538Duke tenía aquella hija, Lala, le llamaban, de cuatro años era su primer crío y él siempre había procurado no tener hijos, temiendo que pudiesen asesinarle, o algo así, pero ahora estaba loco y ella le encantaba, ella sabía todo lo que Duke pensaba, pues había una especie de cable que iba de ella a él y de él a ella.

Duke estaba en el supermercado con Lala, y hablaban, decían cosas, hablaban de todo y ella le decía todo lo que sabía, y sabía mucho, instintivamente, y Duke no sabía mucho, pero le decía lo que podía, y el asunto funcionaba, eran felices juntos.

—¿qué es eso? —preguntó ella.

—eso es un coco.

—¿qué tiene dentro?

—leche y cosa de masticar.

—¿por qué está ahí?

—porque se siente a gusto ahí, toda esa leche y esa carne mascable, se siente bien dentro de esa cáscara, se dice: «¡oh qué bien me siento aquí!».

—¿y por qué se siente bien ahí?

—porque cualquier cosa se sentiría bien ahí. yo me sentiría bien.

—no, tú no. no podrías conducir el coche desde ahí dentro, ni verme desde ahí dentro, no podrías comer huevos con jamón desde ahí.

—los huevos y el jamón no lo son todo.

—¿qué es todo?

—no sé. quizás el interior del sol, sólido congelado.

—¿el INTERIOR del SOL…? ¿SOLIDO CONGELADO?

—sí.

—¿cómo sería el interior del sol si fuese sólido congelado?

—bueno, el sol debe ser corno una pelota de fuego, no creo que los científicos estuviesen de acuerdo conmigo, pero yo creo que debe ser eso.

Duke cogió un aguacate.

—¡oh!

—sí, eso es un aguacate: sol congelado, comemos el sol y luego podemos andar por ahí y sentirnos calientes.

—¿está el sol en toda esa cerveza que tú bebes?

—sí, lo está.

—¿está el sol dentro de mí?

—no he conocido a nadie que tenga dentro tanto sol como tú.

—¡pues yo creo que tú tienes dentro un SOL INMENSO!

—gracias, querida.

siguieron y terminaron sus compras. Duke no eligió nada. Lala llenó el cesto de cuanto quiso, parte de ello no comestible: globos, lapiceros, una pistola de juguete, un hombre espacial al que le salía un paracaídas de la espalda al lanzarlo al cielo, un hombre espacial magnífico.

a Lala no le gustó la cajera, la miró ceñuda, hosca, pobre mujer: le habían ahuecado la cara y se la habían vaciado. era un espectáculo de horror y ni siquiera lo sabía.

—¡hola bonita! —dijo la cajera. Lala no contestó. Duke no la empujó a hacerlo, pagaron su dinero y volvieron al coche.

—cogen nuestro dinero —dijo Lala.

—sí.

—y luego tú tienes que ir a trabajar de noche para ganar más. no me gusta que marches de noche, yo quiero jugar a mamá, quiero ser mamá y que tú seas un niño.

—bueno, yo seré el niño ahora mismo, ¿qué tal, mamá?

—muy bien, niño, ¿puedes conducir el coche?

—puedo intentarlo.

luego, en el coche, cuando iban conduciendo, un hijo de puta apretó el acelerador e intentó embestirlos en un giro a la izquierda.

—¿por qué quiere la gente pegarnos con sus coches, niño?

—bueno, mamá, es porque son desgraciados y a los desgraciados les gusta destrozar las cosas.

—¿no hay gente feliz?

—hay mucha gente que finge ser feliz.

—¿por qué?

—porque están avergonzados y asustados y no tienen el valor de admitirlo.

—¿tú estás asustado?

—yo sólo tengo el valor de admitirlo contigo… estoy tan asustado y tengo tanto miedo, mamá, que podría morirme en este mismo instante.

—¿quieres tu biberón, niño?

—sí, mamá, pero espera a que lleguemos a casa.

siguieron su camino, giraron a la derecha en Normandie. Por la derecha les resultaba más difícil embestir.

—¿trabajarás esta noche, niño?

—sí.

—¿por qué trabajas de noche?

—porque está más oscuro y la gente no puede verme.

—¿por qué no quieres que la gente te vea?

—porque si me viesen podrían detenerme y meterme en la cárcel.

—¿qué es cárcel?

—todo es cárcel.

—¡yo no soy cárcel!

aparcaron y subieron las compras a casa.

—¡mamá! —dijo Lala— ¡hemos comprado muchas cosas! ¡soles congelados, hombres espaciales, todo!

mamá (la llamaban «Mag») mamá dijo:

—qué bien.

luego dijo a Duke:

—diablos, no quiero que salgas esta noche, tengo un presentimiento, no salgas, Duke.

¿tú tienes un presentimiento, querida? yo lo tengo siempre, es cosa del oficio, tengo que hacerlo, estamos sin blanca, la niña echó de todo en el carrito, desde jamón enlatado a caviar.

—¿pero es que no puedes controlar a la niña?

—quiero que sea feliz.

—no será feliz si tú estás en la cárcel.

—mira, Mag, en mi profesión, sólo tienes que hacerte a la idea de que pasarás temporadas en la cárcel, yo ya pasé una, muy corta, he tenido más suerte que la mayoría.

—¿y si hicieras un trabajo honrado?

—nena, trabajar a presión es espantoso, te hunde, y además no hay trabajos honrados, de un modo u otro te mueres, y yo ya estoy metido por este camino… soy una especie de dentista, digamos, que le saca dientes a la sociedad, no sé hacer otra cosa, es demasiado tarde, y ya sabes cómo tratan a los ex presidiarios, ya sabes las cosas que te hacen, ya te lo he dicho, yo…

—ya sé que me lo has dicho, pero…

—¡pero pero pero… perooo! —dijo Duke—. déjame acabar, condenada!

—acaba, acaba.

—esos soplapollas industriales de esclavos que viven en Beverly Hills y Malibu. esos tipos especializados en «rehabilitar» presidiarios, ex presidiarios, es algo que hace que la libertad vigilada de mierda huela a rosas, un cuento, trabajo de esclavos, los funcionarios de libertad vigilada lo saben, lo saben de sobra, y lo sabemos nosotros, ahorra dinero al estado, haz dinero para otro, mierda, mierda todo. todo, hacen trabajar el triple al individuo normal mientras ellos roban a todos dentro de la ley: les venden mierda por diez o veinte veces su valor real, pero eso está dentro de la ley, su ley…

—cállate ya, he oído eso tantas veces…

—¡pues lo oirás OTRA VEZ, maldita sea! ¿crees que no lo veo y no lo siento? ¿crees que debo callármelo? ¿delante de mi propia mujer? tú eres mi mujer, ¿no? ¿no jodemos? ¿no vivimos juntos? ¿eh?

—el jodido eres tú. ahora te pones a gritar.

—¡TU eres la jodida! ¡cometí un error, un error técnico! era joven; no entendía sus reglas de mierda…

—¡y ahora intentas justificar tu estupidez!

—¡ésa sí que es buena! eso ME GUSTO, mi mujercita, mi coñito. mi coñito. eres sólo un coñito en las escaleras de la Casa Blanca, abierto del todo y acribillado mentalmente…

—Duke, que nos oye la niña.

—bueno, terminaré, coñito mío. REHABILITADO, ésa es la palabra, eso es lo que dicen los mamones de Beverly Hills. son tan condenadamente decentes, tan HUMANOS, sus mujeres escuchan a Mahler en el centro musical y hacen caridad, donaciones libres de impuestos, y las eligen entre las diez mejores mujeres del año en el Times de Los Angeles, ¿y sabes lo que te hacen sus MARIDOS? te tratan como a un perro, te recortan el jornal y se lo embolsan, y no hay más que hablar, ¿cómo no verá la gente que todo es una mierda? ¿es que nadie lo ve?

—yo…

—¡CÁLLATE! ¡Mahler, Beethoven, STRAVINSKY! te hacen trabajar de más por nada, están siempre dándote patadas en el culo, y como digas una palabra, cogen el teléfono y hablan con el funcionario de libertad vigilada, y estás listo, «lo siento, Jensen, pero no tengo más remedio que decírtelo, tu hombre robó veinticinco dólares de la caja, empezaba a caernos simpático, pero…»

—¿y qué clase de justicia quieres tú? Dios mío, Duke, no sé qué hacer, gritas y gritas, te emborrachas y me cuentas que Dillinger fue el hombre más grande de todos los tiempos, te acunas en la mecedora, completamente borracho, y te pones a dar vivas a Dillinger. yo también estoy viva, escúchame…

—¡a la mierda Dillinger! está muerto, ¿justicia? en Norteamérica no hay justicia, sólo hay una justicia, pregunta a los Kennedy, pregunta a los muertos, pregunta a cualquiera.

Duke se levantó de la mecedora, se acercó al armario, hurgó debajo de la caja de adornos navideños y sacó la pipa, un cuarenta y cinco.

—ésta, ésta, ésta es la única justicia de Norteamérica, esto es lo único que entienden todos.

y agitó en el aire el condenado trasto.

Lala estaba jugando con el hombre espacial, el paracaídas no abría bien, lógico: una estafa, otra estafa, como la gaviota de los ojos muertos, como el bolígrafo, como Cristo dando voces al Papa con las líneas cortadas.

—oye —dijo Mag—, guarda ese maldito revólver, trabajaré yo. déjame trabajar.

—¡trabajarás tú! ¿cuánto hace que oigo eso? tú sólo sirves para joder, para andar sin hacer nada tumbada por ahí leyendo revistas y comiendo bombones.

—oh, Dios mío, eso no es cierto… yo te amo, Duke, de veras. a él ya le cansaba.

—de acuerdo vale, entonces, recoge y coloca las compras, y prepárame algo de comer antes de que salga a la calle.

Duke volvió a guardar la pipa en el armario, se sentó y encendió un cigarrillo.

—Duke —preguntó Lala—, ¿quieres que te llame Duke o que te llame papá?

—como tú quieras, cariño, como tú quieras.

—¿por qué tienen pelo los cocos?

—ay, Dios mío, y yo qué sé. ¿por qué tengo yo pelos en los huevos?

Mag salió de la cocina con una lata de guisantes en la mano.

—no tienes por qué hablarle a mi hija de ese modo.

—¿tu hija? ¿es que no ves esa boca que tiene? como la mía. ¿y esos ojos? exactamente iguales que los míos, tu hija… sólo porque salió de tu agujero y mamó de ti. ella no es hija de nadie, ella es su propia niña.

insisto —dijo Mag— ¡en que no le hables así a la niña!

—insistes… insistes…

—¡sí, insisto! —sostuvo en el aire la lata de guisantes, equilibrada en la palma de la mano izquierda—. ¡insisto!

—¡si no quitas esa lata de mi vista te juro por Dios que te la meto POR EL CULO!

Mag entró en la cocina con los guisantes, se quedó allí.

Duke sacó del armario el abrigo y la pistola, dio un beso de despedida a su hijita. era más dulce aquella niña que un bronceado de diciembre y seis caballos blancos corriendo por una loma verde, eso era lo que le evocaba; empezaba a dolerle. se largó deprisa, cerró la puerta despacio.

Mag salió de la cocina.

—Duke se fue —dijo la niña.

—sí, ya lo sé.

—tengo un poco de sueño, mamá, léeme un libro.

se sentaron juntas en el sofá.

—¿volverá Duke, mamá?

—sí, claro que volverá ese hijo de puta.

—¿qué es un hijo de puta?

—Duke lo es. y yo le amo.

—¿amas a un hijo de puta?

—si —dijo Mag riendo—. sí, ven aquí, cariño, siéntate encima de mí.

abrazó a la niña.

—¡eres tan rica tan rica como el jamón como las galletas!

—¡yo, no soy jamón ni galletas! ¡tú eres jamón y galletas!

—esta noche hay luna llena, demasiada luna, demasiada luz. tengo miedo, mucho miedo. Dios mío, le amo, oh Dios mío…

Mag cogió una carpeta de cartón y sacó un libro de cuentos.

—mamá, ¿por qué tienen pelo los cocos?

—¿los cocos tienen pelo?

—sí.

—escucha, puse un poco de café, acabo de oír que hierve, déjame ir a apagarlo.

—bueno.

Mag entró en la cocina y Lala se quedó esperando sentada en el sofá.

mientras Duke estaba a la puerta de una bodega entre Hollywood y Normandie, cavilando: demonios demonios demonios.

no tenía buen aspecto, no le olía bien, podía haber un tipo detrás con una Luger, mirando por un agujero, así habían cazado a Louis. le habían hecho trizas, como a un muñeco de barro, asesinato legal, todo el jodido mundo nada en la mierda del asesinato legal.

el sitio no parecía bueno, quizás un bar pequeño esta noche, un bar de maricas, algo fácil, dinero suficiente para un mes.

estoy perdiendo el valor, pensaba Duke, cuando me dé cuenta estaré sentado oyendo a Shostakovitch.

volvió a meterse en el ford negro del 61.

y enfiló hacia el norte, tres manzanas, cuatro manzanas, seis manzanas, doce manzanas en el mundo en congelación, mientras Mag sentada con la niña en el regazo empezaba a leer un libro, LA VIDA EN EL BOSQUE…

«las comadrejas y sus primos, los visones, y las martas son criaturas delgadas, ágiles, rápidas y feroces, son carnívoros y compiten continua y sanguinariamente por el…» entonces, la hermosa niña se quedó dormida y salió la luna llena.

Charles Bukowski: Un coño blanco. Cuento

3577_f248es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mejicano y luego a varias cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres que molesten, sólo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no sólo te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, ésa es la clave, ésa es la táctica, para no acabar en el manicomio.

así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mejicano de la Sonrisa Eterna.

—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?

—los muchachos dicen que «no»… por ahora, ha habido muchos problemas últimamente.

—pero lo necesito.

—todos lo necesitamos, págame una cerveza.

la Sonrisa Mejicana Eterna me paga una cerveza.

a) está tomándome el pelo.

b) está loco.

c) quiere liarme.

d) es un poli.

e) no sabe nada.

—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.

—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y dinamitar el agujero, muy anticuado y muy ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me salga un asunto.

me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.

—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.

—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría superior.

—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?

—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beberly Hills, donde no lleguen los motines.

—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.

—-¿qué clase de amigos tienes?

—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.

—por eso necesito tres verdes.

—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.

—¿cómo sabes que no voy a largarme?

—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.

tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.

—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.

—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?

—bueno —dije.

—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños, luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.

—bueno —dije.

—¿eras tú?

—supongo.

—¿qué pasó?

—tuve suerte.

—¿qué?

—claro, sólo me tocaron un poco, estamos en la Década Loca de los Asesinos. Kennedy. Oswald. el doctor King. Che G. Lumumba. olvido varios, seguro, tuve suerte, no era lo bastante importante para un asesinato.

—¿y quién te hizo aquello?

—todos.

—¿todos?

—claro.

—¿qué piensas del asunto de King?

—una chorrada, como todos los asesinatos desde Julio César.

—¿crees que los negros tienen razón?

—no creo que yo merezca morir a manos de un negro, pero creo que hay algunos blancos enfermos de fantasías que sí, quiero decir ELLOS quieren morir a manos de un negro, pero creo que una de las cosas mejores de la Revolución Negra es que ellos están INTENTÁNDOLO, la mayoría de nosotros los lindos blanquitos hemos olvidado ya esto, incluido yo. ¿pero qué tiene eso que ver con los tres verdes?

—bueno, a mí me dijeron que tenías contactos y necesito pasta, pero creo que estás un poco loco.

—FBI.

—¿cómo?

—¿eres del FBI?

—¿estás paranoico? —pregunta él.

—por supuesto, ¿qué hombre sano no?

—¡tú estás loco! —parece fastidiado y echa hacia atrás la silla y se va. Teddy, el nuevo propietario, llega con otra cerveza.

—¿quién era? —pregunta.

—un tío que quería liarme.

—¿sí?

—sí. así que le lié yo.

Teddy se alejaba nada impresionado pero así son los de los bares, termino la cerveza, salgo y bajo hasta el bar mejicano grande de la baranda de bronce, querían matarme allí dentro, yo era mal actor estando borracho, era agradable ser blanco y estar loco y ser tan desenvuelto, ella se acerca, la camarera, recuerdo la cara, la banda empieza «Vuelven los días felices», quieren engañarme, esto activa la navaja automática.

—necesito recuperar mis llaves.

ella busca en el delantal (le sienta bien ese delantal; a las mujeres siempre les sientan bien los delantales; algún día joderé a una que no tenga más que el delantal, quiero decir encima de ELLA) y coloca las llaves sobre la barra, allí estaban: las llaves del coche, las del apartamento, las llaves para llegar al interior de mi cráneo.

—anoche dijiste que volvías.

miro alrededor, hay por allí, por la barra, dos o tres, groguis. revolotean las moscas sobre sus cabezas, sin carteras, el asunto olía a droga en la bebida, en fin, ellos se lo merecen, yo no. pero los mejicanos eran fríos: nosotros les robamos su tierra pero ellos siguieron tocando sus trompetas, y yo digo:

—se me olvidó volver.

—la consumición es por mi cuenta.

—oye, ¿crees que soy Bob Hope contando chistes navideños a los soldados? un whisky con droga, fuerte.

se echa a reír y va a mezclar el veneno, vuelvo la cabeza para facilitarle las cosas, se sienta frente a mí.

—me gusta —dice—. quiero que jodamos otra vez. haces buenos trucos para ser un viejo.

—gracias, es por esa peluca blanca que llevas, soy un chiflado: me gustan las jóvenes que se fingen viejas, y las viejas que se fingen jóvenes, me gustan los ligueros, los tacones altos, las braguitas rosa, todo ese rollo picante.

—hago una escena en que me tiño el coño de blanco.

—perfecto.

—bebe tu veneno.

—oh sí, gracias.

—no hay de qué.

bebí el whisky con droga, pero les engañé, salí inmediatamente y tuve la suerte de ver un taxi allí mismo en Sunset, al sol, entré y cuando llegué a casa apenas pude pagar, abrir la puerta y cerrarla, luego quedé paralizado, un coño blanco, sí, ella no quería joder conmigo, quería joderme. conseguí llegar al sofá y quedar paralizado allí, salvo en el pensamiento, oh sí, tres verdes, ¿quién no lo aceptaría? al diablo el interés y la cláusula de penalización final, treinta y. cinco días, ¿cuántos hombres han tenido treinta y cinco días libres en sus vidas? y luego, se puso oscuro, así que no pude contestarme mi propia pregunta.

ujjujj.

Charles Bukowski: La barba blanca. Cuento

800x533-Faye-Dunaway-Charles-Bukowski-Mickey-Rourke-barfly507Y Herb hacía un agujero en una sandía y se jodía la sandía y luego obligaba a Talbot, al pequeño Talbot, a comérsela. Nos levantábamos a las seis y media de la mañana a recoger las manzanas y las peras y estábamos casi en la frontera y los bombardeos estremecían la tierra mientras tú arrancabas manzanas y peras, procurando ser buen chico, procurando recoger sólo las maduras, y luego bajabas a mear (hacía frío por las mañana) y a fumar un poco de hash en el water. No había quién entendiera todo aquello. Estábamos cansados y nos daba igual. Estábamos a miles de kilómetros de casa en un país extranjero y todo nos daba igual. Era como si hubiesen excavado un espantoso agujero en la tierra y nos hubiesen tirado por él. Trabajábamos sólo por el alojamiento y la comida y un pequeñísimo salario y lo que podíamos robar. Ni siquiera el sol se portaba bien; estaba cubierto de aquella especie de sutil celofán rojo que los rayos no podían atravesar, así que siempre andábamos enfermos, siempre en la enfermería, donde lo único que hacían era alimentarte con aquellos inmensos pollos fríos. Aquellos pollos sabían a goma y te sentabas en la cama y comías aquellos pollos de goma, uno detrás de otro, moqueando sin parar, chorreándote los mocos por la nariz, por la cara, y tenías que aguantar los pedos de aquellas enfermeras culigordas. Tan mal estaba uno allí que tenía que sanar y volver en seguida a aquellos estúpidos manzanos y perales.

La mayoría habíamos huido de algo: mujeres, facturas, niños, incapacidad para soportar. Estábamos descansando y cansados, enfermos y cansados, estábamos liquidados.

—No deberías obligarle a comerse esa sandía —dije.

—Venga, cómela —dijo Herb—. ¡Cómela o te juro que te arranco la cabeza de los hombros!

El pequeño Talbot mordía aquella sandía, tragando las pepitas y el semen de Herb, llorando en silencio. A los hombres cuando se aburren, les gusta pensar cosas para no volverse locos. O quizá se vuelvan locos. El pequeño Talbot estuvo enseñando álgebra en un instituto de enseñanza media de los Estados Unidos, pero había tenido algún problema y se había largado a nuestro pozo de mierda, y ahora estaba comiendo semen mezclado con jugo de sandía.

Herb era un tipo grande, con unas manos como palas mecánicas, barba negra como de alambre y tiraba tantos pedos como aquellas enfermeras. Llevaba siempre aquel inmenso cuchillo de caza a la cadera, metido en una vaina de cuero. No lo necesitaba, podía matar a cualquiera sin él.

—Oye Herb —dije—, ¿por qué no sales ahí y terminas de una vez con esta guerra? Ya estoy harto.

—No quiero desequilibrar la balanza —dijo Herb.

Talbot había acabado con la sandía.

—Sí, ¿por qué no echas un vistazo a los calzoncillos, a ver si los tienes cagados? —preguntó a Herb.

—Una palabra más —contestó Herb— y tendrás que llevar el culo en una mochila.

Salimos a la calle y allí estaba toda aquella gente culiflaca en pantalones cortos, armados y con barba de días. Hasta algunas de las mujeres parecían necesitar un afeitado. Había por todas partes un vago olor a mierda, y de cuando en cuando ¡BURUMB… BURUMB!, oías el bombardeo. Menudo «alto el fuego»…

Entramos en un sitio, cogimos una mesa y pedimos un poco de vino barato. En el local ardían velas. Había algunos árabes sentados en el suelo, inertes y soñolientos. Uno tenía un cuervo en el hombro y de vez en cuando alzaba la palma de la mano. En la palma había una o dos semillas. El cuervo las cogía y parecía tener dificultades para tragarlas. Vaya mierda de tregua. Vaya mierda de cuervo.

Luego vino y se sentó a nuestra mesa una chica de trece o catorce años. Tenía los ojos de un azul lechoso, si es que puede concebirse un azul lechoso, y la pobrecilla no tenía más que pechos. Era sólo un cuerpo, brazos, cabeza, etc., colgando de aquellos pechos. Unos pechos mayores que el mundo, que aquel mundo que estaba matándonos. Talbot la miraba a los pechos, Herb la miraba a los pechos, yo la miraba a los pechos. Era como si nos hubiese visitado el último milagro, y sabíamos que los milagros habían terminado. Estiré la mano y toqué uno de aquellos pechos. No pude evitarlo. Luego lo apreté. La chica se echó a reír y dijo, en inglés:

—Te ponen caliente, ¿eh?

Me eché a reír. Ella vestía una cosa amarilla transparente. Llevaba bragas y sostén rojos; zapatos de tacón alto verdes y grandes pendientes verdes. Le brillaba la cara como si la hubiesen barnizado y tenía la piel entre marrón pálido y amarillo oscuro. En fin, no soy pintor, no sé decirlo exactamente. Tenía pezones. Tenía pechos. Era todo un espectáculo.

El cuervo voló una vez alrededor del local en un falso círculo, aterrizó otra vez en el hombro del árabe. Yo, allí sentado, pensaba en los pechos, y en Herb y en Talbot también. En Herb y en Talbot, en que jamás me habían dicho qué les había llevado allí y en que yo jamás había dicho qué me había llevado allí y en que éramos unos absolutos fracasos, unos imbéciles que nos escondíamos, intentando no pensar ni sentir, pero sin decidirnos todavía a matarnos, vegetando aún por el mundo. Nuestro sitio era aquél. Pertenecíamos a aquello. Luego cayó una bomba en la calle y la vela de nuestra mesa se desprendió de su soporte. Herb la cogió y yo besé a la chica, acariciándole los pechos. Estaba volviéndome loco.

—¿Quieres joder? —preguntó ella.

Me indicó el precio, pero era demasiado alto. Le dije que éramos sólo recolectores de fruta y que cuando aquello acabase tendríamos que ir a trabajar a las minas. Las minas no eran ninguna juerga. La última vez la mina estaba en la montaña. En vez de cavar en el suelo, derribamos la montaña. El filón estaba en la cima y el único medio de extraerlo era desde abajo. Así que excavamos aquellos agujeros hacia arriba formando un círculo, cortamos la dinamita, cortamos las mechas y metimos los cartuchos en aquel círculo de agujeros. Había que unir todas las mechas a una mecha general más larga, encenderla y largarle. Tenías dos minutos y medio para alejarte lo más posible. Luego, después de la explosión, volvías y paleabas toda aquella mierda y luego repetías el proceso. Subías y bajabas corriendo aquella escalerilla como un mono. De vez en cuando, encontraban una mano o un pie, y nada más. Los dos minutos y medio no habían bastado. O una de las mechas estaba mal, y el fuego se había corrido. El fabricante había hecho trampas, pero estaba demasiado lejos para preocuparse. Era como tirarse en paracaídas: si no se abría, no había a quién reclamar en realidad.

Subí con la chica. El cuarto no tenía ventana, y la luz era también de velas. Había un colchón en el suelo. Nos sentamos los dos en él. Ella encendió la pipa de hash y me la pasó. Le di una chupada y se la pasé, contemplando otra vez aquellos pechos. Me parecía casi ridícula, allí colgada de aquellas dos cosas. Era casi un crimen. Ya dije casi. Y, después de todo, hay otras cosas además de los pechos. Las cosas que van con ellos, por ejemplo. En fin, yo no había visto nada parecido en Norteamérica. Pero claro, en Norteamérica, cuando había algo como aquello, los ricos le echaban mano y lo escondían hasta que se estropeaba o cambiaba, y entonces nos dejaban probar a los demás.

Pero yo estaba furioso contra Norteamérica porque me habían echado de allí. Siempre habían intentado matarme, enterrarme. Hubo incluso un poeta conocido mío, Larsen Castile, que escribió un largo poema sobre mí en el que al final encontraban un montículo en la nieve una mañana y paleaban la nieve y allí estaba yo. «Larsen, gilipollas —le dije—, eso es lo que tú quieres.»

En fin, me lancé a los pechos, chupando primero uno, luego el otro, me sentía como un niño. Al menos sentía lo que yo imaginaba que podría sentir un niño. Me daban ganas de llorar de lo bueno que era. Teñía la sensación de poder estar allí chupando aquellos pechos eternamente. A la chica parecía no importarle. ¡De hecho, brotó una lágrima! ¡Era tan delicioso, el que brotara una lágrima! Una lágrima de plácido gozo. Navegando, navegando. Dios, ¡lo que tienen que aprender los hombres! Yo había sido siempre hombre de pierna, mis ojos siempre quedaban atrapados por las piernas: las mujeres que salían de los coches me dejaban siempre absolutamente extasiado. No sabía qué hacer. Ay, cuando salía una mujer de un coche y yo veía aquellas PIERNAS… SUBIENDO. Todo aquel nylon, aquellas trampas, toda aquella mierda… ¡SUBIENDO! ¡Demasiado! ¡No puedo soportarlo! ¡Piedad! ¡Que me capen como a los bueyes!… Sí, era demasiado… Y ahora, me veía chupando pechos. En fin.

Metí las manos bajo aquellos pechos, los alcé. Toneladas de carne. Carne sin boca ni ojos. CARNE CARNE CARNE. Me la metí en la boca y volé al cielo.

Luego me lancé a su boca y empecé a bajarle las bragas rojas. Luego la monté. Pasaban navegando vapores en la oscuridad. Me echaban chorros de supor por la espalda los elefantes. Temblaban en el viento flores azules. Ardía trementina. Eructaba Moisés. Un neumático bajó rodando una verde ladera. Y así terminó todo. No tardé mucho. Bueno… en fin.

Ella sacó una pequeña palangana y me lavó y luego me vestí y bajé la escalera. Herb y Talbot estaban esperándome. La eterna pregunta:

—¿Qué tal?

—Bueno, casi como las demás.

—¿Quieres decir que no se lo hiciste en los pechos?

—Demonios. Yo sólo sé que se lo hice en algún sitio.

Herb subió.

—Voy a matarle —me dijo Talbot—. Le mataré esta noche con su propio cuchillo cuando esté dormido.

—¿Te cansaste de comer sandías?

—Nunca me gustaron las sandías.

—¿No quieres probarla? Quizá lo haga también.

—Los árboles están casi vacíos. Creo que pronto tendremos que irnos a las minas.

—Al menos allí no estará Herb apestando los pozos con sus pedos.

—Ah sí, no me acordaba. Vas a matarle.

—Sí, esta noche, con su propio cuchillo. No me lo estropearás, ¿verdad?

—No es asunto mío. Supongo que me lo dices como un secreto.

—Gracias.

—De nada…

Luego bajó Herb. Las escaleras se estremecían con sus pisadas. Todo el local se estremecía. No podías diferenciar el ruido de las bombas del ruido que hacía Herb. Luego bombardeó él. Pudimos oírlo, FLURRRRPPPP, luego pudimos olerlo, por todas partes se extendió el olor. Un árabe que había estado durmiendo apoyado en la pared, despertó, soltó un taco y salió corriendo a la calle.

—Se la metí entre los pechos —dijo Herb—. Y luego fue como un mar debajo de su barbilla. Cuando se levantó, le colgaba como una barba blanca. Necesitó dos toallas para limpiarse. Después de hacerme a mí, tiraron el molde.

—Después de hacerte a ti se olvidaron de tirar de la cadena —dijo Talbot.

Herb se limitó a sonreír.

—¿No vas a probarla tú, pajarillo? —le dijo.

—No, cambié de idea.

—Miedo, ¿eh? Me lo figuraba.

—No, es que tengo otra cosa en la cabeza.

—Probablemente la polla de alguien.

—Puede que tengas razón. Me has dado una idea.

—No hace falta mucha imaginación. Basta con que te la metas en la boca. En fin, haz lo que quieras.

—No es eso lo que pienso.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Que te la metan por el culo?

—Ya lo descubrirás.

—Lo descubriré, ¿eh? ¿Qué me importa a mí lo que hagas con la polla de otro?

Luego, Talbot se echó a reír.

—Este pajarillo se ha vuelto loco. Ha comido demasiada sandía.

—Quizá, quizá —dije yo.

Bebimos un par de rondas de vino y nos fuimos. Era nuestro día libre, pero nos habíamos quedado sin dinero. Lo único que podíamos hacer era volver, tumbarnos en los catres y esperar el sueño. Hacía mucho frío allí de noche, y no había calefacción y sólo nos daban dos mantas muy finas. Tenías que echar encima de las mantas toda la ropa: chaquetas, camisas, calzoncillos, toallas, todo. Ropa sucia, ropa limpia, todo. Y cuando Herb tiraba un pedo, tenías que taparte la cabeza con todo aquello. Volvimos, pues, y yo me sentía muy triste. Nada podía hacer. A las manzanas les daba igual, a las peras les daba igual. Norteamérica nos había echado o nosotros habíamos escapado. A dos manzanas de distancia cayó una bomba encima de un autobús escolar. Los niños volvían de una excursión. Cuando pasamos había trozos de niños por todas partes. La carretera estaba llena de sangre.

—Pobres niños —dijo Herb—. Nunca les joderán.

Yo pensé que ya lo habían hecho. Seguimos nuestra ruta.

Charles Bukowski: Un compañero de trago. Cuento

600full-charles-bukowskiConocí a Jeff en un almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto, jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra. Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto alguien dijo, «…y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí. Sólo alcé mi cerveza:

—Sí —dije, bebí un trago, dejé el vaso.

Cuando volví a mirar, una joven negra se había traído su cerveza.

—Mira, amigo —dijo—, mira amigo…

—Hola —dije yo.

—Mira, amigo, no dejes que esa Flo te hunda, no la dejes que te hunda, amigo. Puedes superarlo.

—Ya sé que puedo superarlo. Aún no me he rendido.

—Bueno. Es que pareces triste, sabes. Pareces tan triste.

—Claro, lo estoy. La tenía muy dentro. Pero pasará. ¿Cerveza?

—Sí. Y pago yo.

Dormimos esa noche en mi casa, pero fue mi despedida de las mujeres… por catorce o dieciocho meses. Si no andas a la caza, puedes conseguir esos períodos de descanso.

Así que después del trabajo, me dedicaba a beber solo todas las noches, en mi casa, y me quedaba lo suficiente para ir a las carreras el sábado y la vida era simple y no demasiado dolorosa. Quizá sin demasiada razón, pero apartarse del dolor era bastante razonable. Conocí muy pronto a Jeff. Aunque era más joven que yo, reconocí en él un modelo más joven de mí mismo.

—Tienes una resaca infernal, muchacho —le dije una mañana.

—Qué le vamos a hacer —dijo él—. Hay que olvidar.

—Quizá tengas razón —dije—. Es mejor la resaca que el manicomio.

Aquella noche fuimos a un bar cercano después del trabajo. El era como yo, no le preocupaba la comida, un hombre nunca pensaba en la comida. Y, en realidad, éramos dos de los hombres más fuertes del almacén, aunque nunca se llegara a hacer comprobaciones. La comida era simplemente algo aburrido. Yo ya estaba harto de los bares por entonces: todos aquellos imbéciles chiflados esperando a que entrara una mujer y les llevara al país de las maravillas. Los dos grupos más detestables eran los que iban a las carreras de caballos y los de los bares, y me refiero básicamente a los varones de ambos grupos. Los perdedores que seguían perdiendo y no eran capaces de plantarse y afrontar el asunto. Y allí estaba yo, en el medio mismo de ellos. Jeff me hacía más fáciles las cosas. Quiero decir con esto que el rollo era más nuevo para él y él animaba la fiesta, conseguía casi hacerla realista, como si estuviésemos haciendo algo significativo en vez de derrochar nuestros míseros salarios bebiendo o jugando, viviendo en habitaciones miserables, perdiendo empleos, encontrándolos, rechazados por las mujeres, siempre en el infierno e ignorándolo. Todo ese rollo.

—Quiero que conozcas a mi amigo Gramercy Edwards —dijo. —¿Gramercy Edwards? —Sí, Gram ha estado más dentro que fuera.

—¿Cárcel?

—Cárcel y manicomio.

—No está mal. Dile que baje.

—Voy a llamarle por teléfono. Vendrá, si no está demasiado borracho…

Gramercy Edwards vino como una hora después. Para entonces, yo ya me sentía más capaz de manejar las cosas, y esto fue bueno, pues allí llegaba Gramercy, cruzando la puerta: una auténtica víctima de reformatorios y cárceles. Parecía hacer rodar constantemente los ojos hacia atrás, hacia el interior de la cabeza, como si intentase mirar al interior de su cerebro para ver qué error había. Vestía con andrajos y de un bolsillo rasgado de sus pantalones salía una gran botella de vino. Apestaba y llevaba en los labios un cigarrillo liado. Jeff nos presentó. Gram sacó del bolsillo la botella de vino y me ofreció un trago. Bebí. Y allí estuvimos bebiendo hasta la hora de cerrar. Luego, bajamos por la calle hasta el hotel de Gramercy. En aquellos tiempos, antes de que se instalara la industria en la zona, había casas viejas que alquilaban habitaciones a los pobres, y en una de aquellas casas la propietaria tenía un bulldog al que dejaba suelto por la noche para que guardase su preciosa propiedad. Era un perro de lo más cabrón e hijoputa. Me había asustado más de una noche de borrachera hasta que aprendí qué lado de la calle era el suyo y qué lado el mío. Y elegí el lado que él no quería.

—Vale —dijo Jeff—. Vamos a agarrar a ese cabrón esta noche. Bueno, Gram, yo me encargo de agarrarle. Pero cuando lo tenga agarrado, tendrás que rajarlo tú.

—Tú agárralo —dijo Gramercy—. Traje el corte. Está recién afilado.

Y hacia allá fuimos. Pronto oímos gruñidos y vimos acercarse a saltos al bulldog. Era muy hábil mordiendo pantorrillas. Un perro guardián magnífico. Venía saltando con mucho aplomo. Jeff esperó a que estuviese casi encima de nosotros y entonces se puso de lado y saltó por encima de él. El bulldog patinó, se movió rápidamente y Jeff le agarró cuando le pasaba por debajo. Le metió los brazos debajo de las patas delanteras y tiró hacia arriba. El bulldog pataleaba y lanzaba mordiscos desesperado, con la barriga al descubierto.

—Jejejejeje —decía Gramercy—. ¡Jejejeje!

Y metió el cuchillo y cortó un rectángulo. Luego lo dividió en cuatro partes.

—Jesús —dijo Jeff.

Había sangre por todas partes. Jeff dejó al perro. El perro no se movía.

—Jejejeje —-siguió Gramercy—. Ese hijoputa no volverá a molestar a nadie.

—Me dais asco —dije yo. Subí a mi habitación pensando en aquel pobre bulldog. Estuve enfadado con Jeff dos o tres días. Luego lo olvidé…

Nunca volví a ver a Gramercy, pero seguí emborrachándome con Jeff. Qué otra cosa podíamos hacer.

Todas las mañanas, en el trabajo, nos sentíamos enfermos… Era nuestro chiste particular. Y todas las noches volvíamos a emborracharnos. ¿Qué va a hacer un pobre? Las chicas no buscan a los vulgares trabajadores. Las chicas buscan médicos, científicos, abogados, negociantes, etc. Nosotros las conseguimos cuando ya les repugnan a ellos, cuando ya no son chicas… nos toca el material usado, deformado, nos tocan las enfermas, las locas. Cuando llevas un tiempo aguantando esto, en vez de conformarte con segundos o terceros o cuartos platos, renuncias. O intentas renunciar. El trago ayuda. Y a Jeff le gustaban los bares, así que yo le acompañaba. El problema de Jeff era que cuando se emborrachaba le gustaba la bronca. Por suerte, no se peleaba conmigo. Era muy bueno en eso, era un buen luchador, sabía esquivar y tenía fuerza, quizá sea el hombre más fuerte que haya conocido. No era fanfarrón, pero después de beber un rato, sencillamente parecía volverse loco. Le vi en una ocasión arrear a tres tipos. Era de noche y les miró tirados en la calleja, metió las manos en los bolsillos, luego me miró:

—Venga, vamos a echar otro trago.

Nunca presumía de ello.

Por supuesto, las noches de los sábados eran las mejores. Teníamos el domingo para superar la resaca. Casi siempre nos preparábamos otra para el día siguiente, pero por lo menos la mañana del domingo no tenías que estar en aquel almacén por un salario de esclavos en un trabajo que acabarías dejando o del que te echarían.

Aquella noche de sábado estábamos sentados en La Luz Verde y al final se nos despertó el hambre. Nos acercamos al Chino, que era un sitio bastante limpio y con cierta clase. Subimos por la escalera a la segunda planta y cogimos una mesa al fondo. Jeff estaba borracho y tiró una lámpara de mesa. Se rompió con mucho estrépito. Todo el mundo miraba. El camarero chino que estaba en otra mesa nos dirigió una mirada particularmente hostil.

—Tómeselo con calma —dijo Jeff—. Puede incluirlo en la cuenta. Lo pagaré.

Una mujer embarazada miraba fijamente a Jeff. Parecía muy contrariada por lo que Jeff había hecho. Yo no era capaz de entenderlo. No podía ver que fuese tan grave. El camarero no quería servirnos, o quería hacernos esperar, y aquella mujer embarazada seguía mirando. Era como si Jeff hubiese cometido el más odioso de los crímenes.

—¿Qué pasa, nena? ¿Necesitas un poquito de amor? Si quieres puedo entrar por la puerta trasera. ¿Te encuentras sola. cariño?

—Llamaré ahora mismo a mi marido. Está abajo, ha ido al servicio. Voy a llamarle. Ahora mismo, le llamaré. ¡El le enseñará!

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Jeff—. ¿Una colección de sellos? ¿O mariposas debajo de un cristal?

—¡Voy a decírselo! ¡Ahora mismo! —dijo ella.

—No lo haga, señora, por favor —dije yo—. Necesita usted a su marido. No lo haga, señora, por favor.

—Claro que lo haré —dijo ella—. ¡Ahora mismo!

Se levantó y corrió hacia la escalera. Jeff corrió detrás de ella, la agarró, le dio la vuelta y dijo:

—¡Toma, te ayudaré a bajar!

Y le pegó un puñetazo en la barbilla y allá la mandó saltando y rodando escaleras abajo. Aquello me puso enfermo. Era tan terrible como lo del perro.

—¡Dios del cielo, Jeff! Has tirado por la escalera de un puñetazo a una mujer embarazada. Eso es cobarde y estúpido. Puedes haber matado a dos personas. Eres un mal bicho, ¿qué diablos quieres demostrar?

—¡Calla o te arreo a ti también! —dijo Jeff.

Jeff estaba bestialmente borracho, allí plantado de pie en lo alto de la escalera, tambaleándose. Abajo se había reunido mucha gente alrededor de la mujer. Aún parecía viva y no parecía tener nada roto, pero yo no sabía del niño. Deseé que el niño estuviese perfectamente. Luego salió el marido del water y vio a su mujer. Le explicaron lo que había pasado y luego le señalaron a Jeff. Jeff se volvió y se dispuso a regresar a la mesa. El marido subió las escaleras como un tiro. Era alto, tan alto como Jeff e igual de joven. Yo no me sentía nada a gusto con Jeff, así que no le avisé. El marido le saltó a la espalda y le sujetó en una llave de estrangulamiento. Jeff se ahogaba y se le puso toda la cara roja, pero por debajo sonreía. Le encantaban las peleas. Consiguió poner una mano en la cabeza del tipo y luego maniobró con la otra y logró alzar el cuerpo del tipo y colocarlo paralelo al suelo. El marido aún le tenía cogido por el cuello cuando Jeff se aproximó a la boca de la escalera. Se plantó allí y luego simplemente se apartó al tipo del cuello, lo alzó en el aire y lo lanzó al espacio. El marido, cuando dejó de rodar, se quedó muy quieto. Yo empecé a pensar en la forma de salir de allí. Abajo había varios chinos dando vueltas. Cocineros, camareros, propietarios. Parecían comunicarse entre sí. Empezaron a subir por la escalera. Yo tenía media botella en el abrigo y me senté en la mesa a contemplar el espectáculo. Jeff se plantó al final de la escalera y fue echándoles abajo a puñetazos. Pero venían más y más. No sé de dónde saldrían todos aquellos chinos. La simple presión del número fue haciendo retroceder a Jeff de la escalera y, por último, se vio en el centro de la estancia derribándolos a puñetazos. En otra ocasión, yo habría ayudado a Jeff, pero entonces no podía dejar de pensar en aquel pobre perro y aquella pobre mujer embarazada y seguí allí sentado bebiendo de la botella y observando.

Por fin un par de ellos agarraron a Jeff por detrás, uno le agarró un brazo, otros dos el otro brazo, otro una pierna, el otro por el cuello. Era como una araña arrastrada por una masa de hormigas. Luego cayó al suelo y todos intentaban inmovilizarle. Como dije, era el hombre más fuerte que he visto en mi vida. Le tenían allí sujeto, pero no conseguían inmovilizarle del todo. De vez en cuando, salía volando un chino del montón, como lanzado por una fuerza invisible. Luego volvía a saltar encima. Jeff simplemente no se rendía. Y aunque le tenían allí sujeto, no podían hacer nada con él. Seguía luchando y los chinos parecían muy desconcertados y muy preocupados al ver que no se rendía.

Bebí otro trago, metí la botella en el abrigo, me levanté. Me acerqué allí.

—Si vosotros le sujetáis —dije— yo lo dejaré listo. Me matará por esto, pero no hay otra salida.

Me agaché y me senté en su pecho.

—¡Sujetadle! ¡Ahora sujetadle la cabeza! ¡No puedo atizarle si sigue moviéndose así! ¡Agarradle bien, coño! ¡Maldita sea, sois una docena! ¿Es que no vais a ser capaces de sujetar a un hombre? ¡Vamos, vamos, agarradle bien!

No eran capaces de inmovilizarle. Jeff seguía dando vueltas y debatiéndose. Parecía tener una fuerza inagotable. Renuncié, me senté otra vez en la mesa, eché otro trago. Debieron pasar otros cinco minutos.

Luego, de pronto, Jeff se quedó muy quieto. Dejó de moverse. Los chinos le observaban sin dejar de sujetarle. Empecé a oír un llanto. ¡Jeff estaba llorando! Tenía la cara cubierta de lágrimas. Toda la cara le brillaba como un lago. Luego gritó, muy quejumbrosamente, una palabra…

—¡MADRE!

Fue entonces cuando oí la sirena. Me levanté, pasé ante ellos y bajé la escalera. Cuando iba a la mitad, me crucé con la policía.

—¡Está allá arriba, agentes! ¡Deprisa!

Salí lentamente por la puerta principal. Luego, en la primera calleja, empecé a correr. Salí a la otra calle y cuando lo hacía pude oír las ambulancias que se acercaban. Me metí en mi habitación, cerré todas las cortinas y apagué la luz. Terminé la botella en la cama.

Jeff no fue a trabajar el lunes. Jeff no fue a trabajar el martes. Ni el miércoles. En fin, no volví a verle. No indagué en las cárceles. Poco después, me echaron por absentismo y me mudé a la zona oeste de la ciudad, donde encontré trabajo como mozo de almacén en Sears Roebuck. Los mozos de almacén de Sears Roebuck nunca tenían resaca y eran muy dóciles, y bastante flacuchos. Nada parecía alterarlos. Yo comía solo y hablaba muy poco con el resto.

No creo que Jeff fuese un ser humano excelente. Cometió muchos errores, errores brutales, pero había sido interesante, bastante interesante. Supongo que ahora está cumpliendo condena o que le ha matado alguien. Nunca encontraré otro compañero de trago como él. Todo el mundo está dormido y es sensato y correcto. Se necesita, de vez en cuando, un verdadero hijo de puta como él. Pero como dice la canción: «¿Dónde se han ido todos?».

Charles Bukowski: El asesinato de Ramón Vásquez. Cuento

600full-charles-bukowski (3)Este relato es ficción, y el acontecimiento o semiacontecimiento de la vida real que pueda reflejar no ha influido en el autor a favor o en contra de ninguna de las personas implicadas o no implicadas. En otras palabras, se dejaron correr libres pensamiento, imaginación y capacidad creadora, y eso significa invención, que creo motivada y causada por el hecho de vivir un año menos de medio siglo entre la especie humana… Y no se ciñó la historia a ningún caso concreto, o casos, o noticias de periódico, y no se escribió para perjudicar, sacar consecuencias o hacer injusticia a ninguno de mis semejantes que se haya visto en circunstancias similares a las que se verán en la historia que sigue.

Sonó el timbre de la puerta. Dos hermanos, Lincoln, 23, y Andrew, 17.

El mismo salió a abrir.

Allí estaba, Ramón Vasquez, el viejo astro del cine mudo y principios del sonoro. Andaba ya por los sesenta. Pero aún tenía el mismo aire delicado. En los viejos tiempos, en la pantalla y fuera de ella, llevaba el pelo empastado en brillantina y peinado recto hacia atrás. Y con la nariz larga y fina y el fino bigote y la forma que tenía de mirar intensamente a las mujeres a los ojos, en fin, era demasiado. Le habían llamado «El Gran Amante». Las mujeres se desmayaban cuando le veían en la pantalla. Pero en realidad Ramón Vasquez era homosexual. Ahora tenía el pelo majestuosamente blanco y el bigote un poco más ancho.

Era una cruda noche californiana y la casa de Ramón estaba en una zona aislada de colinas. Los muchachos vestían pantalones del ejército y camisetas blancas. Los dos eran del tipo musculoso, con caras bastante agradables, agradables y tímidas.

Lincoln fue quien habló.

—Hemos leído sobre usted, señor Vasquez. Siento molestarle, pero estamos interesadísimos por los ídolos de Hollywood. Nos enteramos dónde vivía y pasábamos por aquí y no pudimos evitar llamar al timbre.

—Debe hacer bastante frío ahí fuera, muchachos.

—Sí, sí que lo hace.

—¿Por qué no entráis un momento?

—No queremos molestarle, no queremos interrumpirle para nada.

—No hay problema. Entrad. Estoy solo.

Los chicos entraron. Se quedaron de pie en el centro de la habitación, mirando, embarazados y confusos.

—¡Sentaos, por favor! —dijo Ramón.

Indicó un sofá. Los chicos se acercaron a él, se sentaron, torpemente. Había un pequeño fuego en la chimenea.

—Os traeré algo para que entréis en calor. Un momento.

Ramón volvió con una botella de buen vino francés, la abrió. Se fue otra vez, luego volvió con tres vasos. Sirvió tres tragos.

—Bebed un poco. Es muy bueno.

Lincoln vació el suyo con bastante rapidez. Andrew, que lo vio, hizo lo mismo. Ramón volvió a llenar los vasos.

—¿Sois hermanos?

—Sí.

—Me lo imaginé.

—Yo me lamo Lincoln. El es mi hermano menor, se llama Andrew.

—Vaya, vaya. Andrew tiene un rostro fascinante, muy delicado. Un rostro caviloso. Con un pequeño toque cruel también. Quizá sea el grado de crueldad justo. Mmmmm. Podría entrar en el cine. Aún tengo cierta influencia, sabéis.

—¿Y mi cara, señor Vasquez? —preguntó Lincoln.

—No es tan delicada y es más cruel. Tan cruel como para tener casi una belleza animal; eso y con tu… cuerpo. Perdona, pero tienes una constitución… como un mono al que le hubiesen afeitado el pelo… pero me gustas mucho… Irradias… algo.

—Quizá sea hambre —dijo Andrew, hablando por primera vez—. Acabamos de llegar a la ciudad. Venimos en coche de Kansas. Tuvimos varios pinchazos. Luego se nos jodió un pistón. Se nos fue casi todo el dinero entre neumáticos y reparaciones. Lo tenemos ahí fuera, un Plymouth del 56, no nos daban ni diez dólares por él como chatarra.

—¿Tenéis hambre?

—¡Mucha!

—Bueno, esperad, demonios, os traeré algo, os prepararé algo. ¡Mientras tanto, bebed!

Ramón entró en la cocina.

Lincoln cogió la botella y bebió a morro. Mucho rato. Luego se la pasó a Andrew.

—Termínala.

Andrew acababa de terminar la botella cuando volvió Ramón con una bandeja grande: aceitunas, rellenas y con hueso; queso; salami, pastrami, galletas, cebolletas, jamón y huevos rellenos.

—¡Oh, el vino! ¡Lo habéis acabado! ¡Estupendo!

Ramón salió y volvió con dos botellas frías. Las abrió.

Los chicos se lanzaron sobre la comida. No duró mucho. La bandeja quedó limpia.

Luego empezaron con el vino.

—¿Conoció usted a Bogart?

—Bueno, muy poco.

—¿Y a la Garbo?

—Claro, qué tonto eres.

—¿Y a Gable?

—Superficialmente.

—¿Y a Cagney?

—No conocí a Cagney. La mayoría de los que mencionáis son de épocas distintas. A veces creo que algunos de los astros posteriores estaban resentidos conmigo, por el hecho de que hubiese ganado la mayor parte de mi dinero antes de que los impuestos fuesen tan terribles. Pero se olvidan de que en términos de ganancias yo nunca gané su tipo de dinero inflacionario. Que están ahora aprendiendo a proteger con el asesoramiento de especialistas fiscales que les enseñan las artimañas… Reinvertir y todo eso. De todos modos, en fiestas y demás, esto provoca sentimientos contradictorios. Creen que soy rico; yo creo que los ricos son ellos. Todos nos preocupamos demasiado del dinero y de la fama y el poder. A mí sólo me queda lo suficiente para vivir con holgura lo que me queda de vida.

—Hemos leído cosas sobre usted, Ramón —dijo Lincoln—. Un periodista, no, dos periodistas, dicen que usted siempre tiene en casa escondidos cinco de los grandes en efectivo. Una especie de reserva. Y que desconfía usted de los bancos y del sistema bancario.

—No sé de dónde habéis sacado eso. No es cierto.

—De SCREEN —dijo Lincoln—, el número de septiembre de 1968. THE HOLLYWOOD STAR, YOUNG AND OLD, número de enero de 1969. Tenemos la revista ahí fuera en el coche.

—Es falso. El único dinero que tengo en casa es el que llevo en la cartera. Aquí la tengo. Veinte o treinta dólares.

—A ver.

—¿Por qué no?

Ramón sacó la cartera. Había un billete de veinte y tres de dólar.

Lincoln agarró la cartera.

—¡Eso me lo quedo!

—¿Qué te pasa, Lincoln? Si quieres el dinero cógelo, pero devuélveme la cartera. Llevo ahí mis cosas… el permiso de conducir, son cosas que necesito.

—¡Vete a la mierda!

—¿Qué?

—¡Que te vayas a la mierda, he dicho!

—Óyeme, tendré que pediros que salgáis de esta casa. ¡Os estáis comportando muy groseramente!

—¿Hay más vino?

—¡Sí, sí, hay más vino! Podéis cogerlo todo, hay diez o doce botellas de los mejores vinos franceses. ¡Cogedlas y marchaos, por favor! ¡Os lo suplico!

—¿Estás preocupado por los cinco billetes?

—Te aseguro que no tengo cinco mil dólares escondidos. ¡Te digo con toda sinceridad que no los tengo!

—¡Chupapollas mentiroso!

—¿Por qué tienes que ser tan grosero?

—¡Chupapollas! ¡CHUPAPOLLAS!

—Os ofrezco mi hospitalidad, soy amable con vosotros y vosotros correspondéis así.

—¿Lo dices por esa mierda de comida que nos diste? ¿Llamas comida a eso?

—¿Qué tenía de malo?

—¡Era comida de maricas!

—¡No comprendo!

—Aceitunas, huevitos rellenos… ¡Los hombres no comen esa mierda!

—Vosotros lo comisteis.

—¿Intentas tomarme el pelo, CHUPAPOLLAS?

Lincoln se levantó del sofá, se acercó a Ramón que seguía sentado en su silla, le abofeteó, fuerte, a mano abierta. Tres veces. Lincoln tenía unas manos muy grandes.

Ramón bajó la cabeza y empezó a llorar.

—Lo siento. Yo intenté hacerlo lo mejor posible.

Lincoln miró a su hermano.

—¿Le ves? ¡Jodido marica! ¡LLORANDO COMO UN NIÑO! ¡AMIGO, VOY A HACERLE LLORAR! ¡VOY A HACERLE LLORAR DE VERAS SI NO SUELTA ESOS 5 MIL!

Lincoln cogió una botella de vino y bebió a morro un buen trago.

—Bebe —le dijo a Andrew—. Tenemos que trabajar. Andrew bebió de su botella, también bastante. Luego, mientras Ramón lloraba, los dos se sentaron bebiendo vino y mirándose y pensando.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó Lincoln a su hermano.

—¿Qué?

—¡Voy a hacer que me la chupe!

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Sólo por reírnos, por eso!

Lincoln bebió otro trago. Luego se acercó a Ramón. Le agarró por la barbilla y le alzó la cabeza.

—Eh, mamón…

—¿Qué? ¡Oh, por favor, DEJADME, POR FAVOR!

—¡Vas a chupármela, CHUPAPOLLAS!

—¡Oh no, por favor!

—¡Sabemos que eres marica! ¡Venga, mamón!

—¡NO! ¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!

Lincoln abrió la bragueta.

—ABRE LA BOCA.

—¡Oh, no, por favor!

Esta vez Lincoln pegó con el puño cerrado.

—Te amo, Ramón: ¡chupa!

Ramón abrió la boca. Lincoln le puso la punta de la polla en los labios.

—¡Si me muerdes, cabrón, TE MATO!

Ramón, llorando, empezó a chupar.

Lincoln le dio un revés en la frente.

—¡Un poco de ACCIÓN! ¡Dale un poco de vida al asunto!

Ramón chupó con más fuerza. Movió la lengua. Luego Lincoln, cuando vio que iba a correrse, agarró a Ramón por la nuca y apretó, sujetándole bien. Ramón mascullaba, ahogándose. Lincoln se la dejó dentro hasta terminar.

—¡Vamos! ¡Ahora chúpasela a mi hermano!

—Oye Linc, prefiero que no lo haga.

—¿Tienes miedo?

—No, no es eso.

—¿No te atreves?

—No, no…

—Echa otro trago.

Andrew bebió. Caviló un rato.

—Bueno, puede chupármela.

—¡OBLÍGALE A HACERLO!

Andrew se levantó, abrió la bragueta.

—Prepárate a chupar, mamón.

Ramón seguía sentado allí, quieto, llorando.

—Levántale la cabeza. Si en realidad le gusta.

Andrew le alzó la cabeza a Ramón.

—No quiero pegarte, viejo, separa los labios. Acabaré en seguida.

Ramón abrió la boca.

—Ves —dijo Lincoln—, vés cómo lo hace. Si no hay ningún problema.

Ramón movía la cabeza, usó la lengua, Andrew se corrió.

Ramón lo escupió en la alfombra.

—Pedazo de cabrón —dijo Lincoln—. ¡Tenías que tragarlo!

Y se acercó y abofeteó a Ramón, que había dejado de llorar y parecía en una especie de trance.

Los hermanos volvieron a sentarse, terminaron las botellas de vino. Encontraron más en la cocina. Las trajeron, las descorcharon, bebieron otro poco.

Ramón Vasquez, parecía ya la figura de cera de una estrella muerta del museo de Hollywood.

—Vamos a hacernos con esos cinco billetes y luego nos largamos —dijo Lincoln.

—El dijo que no los tenía aquí —dijo Andrew.

—Los maricas son mentirosos natos. Yo se los sacaré. Tú quédate aquí sentado disfrutando del vino. Ya me encargaré yo de este mierda.

Lincoln cogió a Ramón, se lo echó al hombro y lo llevó al dormitorio.

Andrew siguió allí sentado bebiendo vino. Oía voces y gritos en el dormitorio. Luego vio el teléfono. Marcó un número de la ciudad de Nueva York, y cargó la llamada al teléfono de Ramón. Allí era donde estaba su chica. Se había ido de Kansas City para actuar en el musical. Pero aún le escribía cartas. Largas. Aún no había empezado a triunfar.

—¿Quién?

—Andrew.

—Oh, Andrew, ¿pasa algo?

—¿Estabas dormida?

—Acababa de acostarme.

—¿Sola?

—Claro.

—Bueno, no pasa nada. Este tío va a meterme en lo de las películas. Dice que tengo una cara muy fina.

—¡Qué maravilla, Andrew! Tienes una cara bellísima, y te quiero, ya lo sabes.

—Lo sé. ¿Y tú qué tal, gatita?

—No tan bien, Andrew. Nueva York es una ciudad fría. Todos intentan meterte la mano en las bragas. Es lo único que quieren. Estoy trabajando de camarera, es una mierda. Pero creo que conseguiré un papel en una obra de Broadway.

—¿Qué tipo de obra?

—Oh, no sé. Parece un poco verde. Una cosa que escribió un negro.

—No te fíes de los negros, nena.

—No me fío. Es sólo por la experiencia. Han conseguido la colaboración de una actriz muy famosa.

—Bueno, eso está bien. ¡Pero no te fíes de los negros!

—No me fío, Andrew, demonios. No me fío de nadie. Es sólo por la experiencia.

—¿Quién es el negro?

-—No sé. Un escritor. Sólo está por allí sentado, fumando yerba y hablando de la revolución. Es el rollo de ahora. Hay que seguirlo mientras dure.

—¿No estarás jodiendo con ese escritor?

—No seas imbécil, Andrew. Me trata muy bien, pero es sólo un pagano, un animal… Si vieras qué harta estoy de ser camarera. Todos esos aprovechados pellizcándote el culo porque dejan unos centavos de propina. Es una mierda.

—Pienso en ti constantemente, nena.

—Yo pienso en ti, cara linda, Andy pijo grande. Y te amo.

—A veces dices cosas divertidas, divertidas y reales, por eso te amo, nena.

—¡Eh! ¡Qué gritos son esos que oigo!

—Es una broma, nena. Estoy en una fiesta aquí en Beverly Hills. Ya sabes cómo son los actores.

—Pues parece que estuvieran matando a alguien.

—No te preocupes, nena. Interpretan. Están todos borrachos. Y ensayan sus papeles. Te amo. Te telefonearé otra vez o te escribiré pronto.

—Hazlo, por favor, Andrew. Te amo.

—Buenas noches, querida.

—Buenas noches, Andrew.

—Andrew colgó y se acercó al dormitorio. Entró. Allí estaba Ramón en la cama de matrimonio. Ramón estaba lleno de sangre. Las sábanas estaban llenas de sangre. Lincoln tenía el bastón en la mano. Era el famoso bastón que utilizaba en la película El Gran Amante. Estaba todo ensangrentado.

—Este hijo de puta no suelta prenda —dijo Lincoln—. Tráeme otra botella de vino.

Andrew volvió con el vino, lo descorchó, Lincoln bebió un buen trago.

—Quizá no estén aquí los cinco mil —dijo Andrew.

—Están. Y los necesitamos. Los maricas son peor que los judíos. Tengo entendido que los judíos prefieren morir a dar un centavo. ¡Y los maricas MIENTEN! ¿Entiendes?

Lincoln volvió a mirar el cuerpo de la cama.

—¿Dónde escondiste los cinco grandes, Ramón?

—Lo juro… Lo juro… ¡Juro por mi madre que no los tengo, lo juro! ¡Lo juro!

Lincoln cruzó otra vez con el bastón la cara del Gran Amante. Luego otra. Corrió la sangre. Ramón perdió el conocimiento.

—Así no adelantamos nada. ¡Dale una ducha! —dijo Lincoln a su hermano—. Reanímalo. Límpiale la sangre. Empezaremos otra vez. Y ahora… no sólo la cara sino también la polla y los huevos. Hablará. Cualquiera hablaría. Límpiale mientras echo un trago. Lincoln salió. Andrew contempló la masa de rojo ensangrentado, le dio una arcada y vomitó en el suelo. Se sintió mejor después de vomitar. Levantó el cuerpo, lo arrastró hacia el baño. Ramón pareció revivir por un momento.

—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios…

Lo dijo una vez más antes de llegar al baño.

—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios…

Andrew le metió en el baño y le quitó la ropa empapada de sangre, luego le puso en la ducha y comprobó el agua hasta ponerla a la temperatura adecuada. Luego se quitó él mismo los zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos y camiseta, se metió en la ducha con Ramón, le sujetó debajo del chorro de agua. La sangre empezó a desaparecer. Andrew vio cómo el agua aplastaba los cabellos grises sobre el cráneo del que había sido ídolo de la Feminidad. Ramón sólo parecía un viejo triste, hundido en la misericordia de sí mismo. Luego, de pronto, como por un impulso, cerró el agua caliente, dejó sólo la fría.

Apoyó la boca en el oído de Ramón.

—Sólo queremos tus cinco mil, viejo. Nos largaremos. Danos los cinco, luego te dejaremos en paz, ¿entendido?

—Virgen Santa… —decía el viejo.

Andrew le sacó de la ducha. Le llevó al dormitorio, le echó en la cama. Lincoln tenía otra botella de vino. Estaba bebiéndola.

—Bueno —dijo—. ¡Esta vez habla!

—No creo que tenga los cinco mil. Yo no aguantaría una paliza así por cinco mil!

—¡Los tiene! ¡Es un marica de mierda! ¡Esta vez HABLA!

Le pasó la botella a Andrew que se la llevó inmediatamente a la boca. Lincoln cogió el bastón:

—¡Venga! ¡Mamón ¿DONDE ESTÁN LOS CINCO MIL?

El hombre de la cama no contestó. Lincoln dio la vuelta al bastón, es decir, cogió el extremo más delgado, luego con la punta curvada bajó hasta la polla y los huevos de Ramón.

Lo único que Ramón hizo fue lanzar series continuas de gemidos.

Los órganos sexuales de Ramón quedaron casi completamente borrados.

Lincoln se tomó un momento para echar un buen trago de vino y luego agarró el bastón y empezó a atizarle en todas partes: en la cara, en vientre, manos, nariz, cabeza, por todas partes, sin preguntar ya nada sobre los cinco mil. Ramón tenía la boca abierta y la sangre de la nariz rota y de otras partes de la cara se le metió en ella. La tragó y se ahogó en su propia sangre. Luego se quedó muy quieto y el batir del bastón tuvo muy poco efecto ya.

—Lo mataste —dijo Andrew desde la silla, mirando—. Iba a meterme en las películas.

—¡No lo maté yo! —dijo Lincoln—. ¡Lo mataste tú! Yo estaba sentado ahí viendo cómo le matabas con su propio bastón. ¡El bastón que le hizo famoso en sus películas!

—No jodas, anda —dijo Andrew—, hablas como un borracho. Ahora lo principal es salir de aquí. El resto ya lo arreglaremos más tarde. ¡Este tío esta muerto! ¡Vámonos!

—Primero hay que despistarles —dijo Lincoln—. He leído en las revistas de estas cosas. Lo de mojar los dedos en su sangre y escribir cosas en las paredes, todo ese rollo.

—¿Qué?

—Sí. Podemos poner, por ejemplo: «¡CERDOS DE MIERDA! ¡MUERTE A LOS CERDOS!». Luego, escribes un nombre encima, un nombre masculino… Por ejemplo «Louie». ¿Entiendes?

—Entiendo.

Mojaron los dedos en su sangre y escribieron sus letreritos. Luego salieron.

El Plymouth del 56 arrancó. Pusieron rumbo sur con los 23 dólares de Ramón más el vino que le habían robado. Entre Sunset y Western vieron a dos chicas de mini junto a la esquina haciendo auto-stop. Pararon. Cruzaron unas palabras y luego las dos chicas entraron. El coche tenía radio. Era casi todo lo que tenía. La encendieron. Rodaban botellas de caro vino francés por el coche.

—Oye —dijo una de las chicas—, creo que estos tíos tienen muy buen rollo.

—Óyeme tú —dijo Lincoln—, vamos hasta la playa a tumbarnos en la arena y beber este vino y ver salir el sol.

—Vale —dijo la otra chica.

Andrew consiguió descorchar una, era difícil. Tuvo que usar su navaja, que era de hoja fina, habían dejado atrás a Ramón y el magnífico sacacorchos de Ramón… y la navaja no servía tan bien, tenían que beber el vino mezclado con trozos de corcho.

Lincoln iba delante conduciendo, así que sólo podía mirar a la suya. Andrew, en el asiento trasero, ya le había metido a la suya la mano entre las piernas. Le abrió las bragas por un lado. Le costó trabajo, pero por fin consiguió meterle el dedo. De pronto ella se apartó, le dio un empujón y dijo:

—Creo que antes debemos conocernos un poco.

—De acuerdo —dijo Andrew—. Nos faltan aún 20 o 30 minutos para llegar a la arena y hacerlo. Me llamo —dijo Andrew— Harold Anderson.

—Yo me llamo Claire Edwards.

Volvieron a abrazarse.

El Gran Amante estaba muerto. Pero ya habría otros. Y también muchachos medianos. Sobre todo de éstos. Así funcionaban las cosas. O no funcionaban.

Charles Bukowski: Cuantos chochos queramos. Cuento

600full-charles-bukowski (2)Harry y Duke. La botella en medio, un hotel barato del centro de Los Angeles. Noche de sábado en una de las ciudades más crueles del mundo. La cara de Harry era completamente redonda y estúpida con sólo una puntita de nariz saliendo y unos ojos odiosos; en realidad, Harry resultaba odioso en cuanto le mirabas, así que no le mirabas. Duke era un poco más joven, buen oyente, sólo una levísima sonrisa cuando escuchaba. Le gustaba escuchar; la gente era su mayor espectáculo y no había que pagar entrada. Harry estaba parado y Duke era conserje. Los dos habían estado en chirona y volverían otra vez. Lo sabían. Daba igual.

De la botella faltaban dos tercios y había latas de cerveza vacías por el suelo. Liaban cigarrillos con la tranquila calma de los que han vivido vidas duras e imposibles antes de los treinta y cinco y siguen vivos. Sabían que todo era un cubo de mierda, pero se negaban a renunciar.

—Mira —dijo Harry, dando una calada al cigarro—, te escogí, amigo. Sé que puedo confiar en ti. Tú no te asustarás. Creo que tu coche sirve. Iremos a medias.

—Explícame el asunto —dijo Duke.

—No vas a creerlo.

—Explícamelo.

—Mira, hay oro allí, tirado en el suelo. Oro auténtico. Sólo hay que ir y cogerlo. Sé que parece una locura, pero está allí. Yo lo he visto.

—¿Y cuál es el problema?

—Bueno, es un terreno del Ejército, de la artillería. Bombardean todo el día y a veces de noche, ése es el problema. Hacen falta huevos. Pero el oro está allí. Puede que las bombas y los proyectiles lo desenterraran, no sé. Lo que sí sé es que de noche no suelen bombardear.

—Iremos de noche.

—De acuerdo. Y cogeremos el oro y lo sacaremos de allí. Seremos ricos. Tendremos cuantos chochos queramos. Piénsalo… cuantos chochos queramos.

—Parece buena idea.

—Si tiran, nos metemos en el primer agujero de bomba. No van a apuntar allí otra vez. Si dan en el blanco, se dan por satisfechos; si no, no van a dirigir el tiro siguiente al mismo sitio.

—Sí, claro, natural.

Harry sirvió más whisky.

—Pero hay otra pega.

—¿Sí?

—Allí hay serpientes. Por eso hacen falta dos hombres. Sé que eres bueno con el revólver. Mientras yo recojo el oro, tú te ocupas de las serpientes. Si aparecen, les vuelas la cabeza. Hay serpientes de cascabel. Creo que para esto eres el indicado.

—¿Por qué no? ¡Claro!

Siguieron fumando y bebiendo, sentados allí, pensándose el asunto.

—Tendremos oro —dijo Harry—. Tendremos mujeres.

—Sabes —dijo Duke— quizá los cañonazos desenterrasen un cofre de un tesoro antiguo.

—Sea lo que sea, lo cierto es que ahí hay oro.

Cavilaron un rato más.

—¿Y sí —preguntó Duke— después de recogido el oro disparo contra ti?

—Bueno, tengo que correr ese riesgo.

—¿Te fías de mí?

—Yo no me fío de nadie.

Duke abrió otra cerveza, bebió otro trago.

.—Mierda, ya no tienes por qué ir a trabajar el lunes, ¿verdad?

—Ya no.

—Yo ya me siento rico.

—Yo casi también.

—Todo lo que uno necesita es una oportunidad —dijo Duke—, después te tratan como a un señor.

—Sí.

—¿Y dónde está ese sitio? —preguntó Duke.

—Ya lo sabrás cuando lleguemos.

—¿Vamos a medias?

—A medias.

—¿No tienes miedo que te liquide?

—¿Por qué vuelves con eso, Duke? Podría matarte yo a ti.

—Vaya, no se me ocurrió. ¿Serías capaz de matar a un camarada?

—¿Somos amigos?

—-Bueno, sí, yo diría que sí, Harry.

—Habrá oro y mujeres suficientes para los dos. Seremos ricos toda la vida. Se acabará la mierda de libertad vigilada. Se acabó el lavar platos. Las putas de Beverly Hills andarán detrás de nosotros. No tendremos más preocupaciones.

—¿Crees de veras que podremos sacarlo?

—Claro.

—¿De verdad hay oro allí?

—Hazme caso, te digo que sí.

—De acuerdo.

Bebieron y fumaron un rato más. Sin hablar. Pensaban los dos en el futuro. Era una noche calurosa. Algunos de los inquilinos tenían la puerta abierta. Casi todos tenían su botella de vino. Los hombres estaban sentados en camiseta, cómodos, pensativos, tristes. Algunos tenían incluso mujeres, no precisamente damas, pero sí capaces de aguantarles el vino.

—Será mejor que cojamos otra botella —dijo Duke— antes de que cierren.

—Yo no tengo un céntimo.

—Pago yo.

—Vale.

Se levantaron, salieron a la puerta. Giraron a la derecha al fondo del pasillo, camino de la parte de atrás.

La bodega estaba al fondo de la calleja, a la izquierda. En lo alto de las escaleras posteriores había un tipo andrajoso tumbado a la entrada.

—Vaya, si es mi viejo camarada Franky Cannon. La ha cogido buena esta noche. Lo quitaré de la entrada.

Harry le agarró por los pies y, a rastro, le retiró de allí. Luego se inclinó sobre él.

—¿Crees que ya le habrán registrado?

—No sé -—dijo Duke—. Comprueba.

Duke dio vuelta a todos los bolsillos de Franky. Tanteó la camisa. Le abrió los pantalones, palpó por la cintura. Sólo encontró una caja de cerillas que decía:

 

APRENDA

A DIBUJAR

EN CASA

Miles de trabajos

bien pagados le esperan

—Me parece que alguien pasó antes —dijo Harry.

Bajaron las escaleras posteriores hasta la calleja.

—¿Estás seguro de que hay oro allí? —preguntó Duke.

—¡Oye —dijo Harry—, es que quieres tomarme el pelo! ¿Crees que estoy loco?

—No.

—¡Pues entonces no vuelvas a preguntármelo!

Entraron en la bodega. Duke pidió una botella de whisky y una caja de cerveza de malta. Harry robó una bolsa de frutos secos. Duke pagó lo que había pedido y salieron.

Cuando llegaron a la calleja apareció una mujer joven; bueno, joven para aquel barrio, debía tener unos treinta, buena figura, pero despeinada y farfullante.

—¿Qué lleváis en esa bolsa?

—Tetas de gato —dijo Duke.

Ella se acercó a Duke y se frotó contra la bolsa.

—No quiero beber vino. ¿Tienes whisky ahí?

—Claro, niña, ven.

—Déjame ver la botella.

A Duke le pareció bien. Era esbelta y llevaba el vestido ceñido, muy ceñido, y estaba muy buena. Sacó la botella.

—Vale —dijo ella—, vamos.

Subieron por la calleja, ella en medio. Le daba con la cadera a Harry al andar. Harry la agarró y la besó. Ella le apartó bruscamente.

—¡Déjame, hijoputa! —gritó.

—¡Vas a estropearlo todo, Harry! —dijo Duke—. ¡Si vuelves a hacer eso, te doy una hostia.

—¡Tú qué vas a dar!

—¡Vuelve a hacerlo y vas a ver!

Subieron la calleja y luego la escalera y abrieron la puerta. Ella miró a Franky Cannon que seguía allí tirado, pero no dijo nada. Siguieron hasta la habitación. Ella se sentó, cruzando las piernas. Unas lindas piernas.

—Me llamo Ginny —dijo.

Duke sirvió los tragos.

—Yo Duke. Y él Harry.

Ginny sonrió y cogió su vaso.

—El hijo de puta con el que estaba me tenía desnuda, me encerraba la ropa con llave en el armario. Estuve allí una semana. Esperé a que se durmiera, le quité la llave, cogí este vestido y me largué.

—Está bien el vestido.

—Muy bien.

—Te favorece mucho.

—Gracias. Decidme, chicos, ¿vosotros qué hacéis?

—¿Hacer? —preguntó Duke.

—Sí, quiero decir, ¿cómo os lo montáis?

—Somos buscadores de oro —dijo Harry.

—Venga, no me vengáis con cuentos.

—De verdad —dijo Duke—, somos buscadores de oro.

—Y además ya lo hemos encontrado. En una semana seremos ricos —dijo Harry.

Luego, Harry tuvo que ir a echar una meada. El retrete quedaba al final del pasillo- En cuanto se fue, Ginny dijo:

—Quiero joder primero contigo, chato. El no me gusta gran cosa.

—Vale —dijo Duke.

Sirvió tres tragos más. Cuando Harry volvió, Duke le dijo:

—Joderá primero conmigo.

—¿Quién lo dijo?

—Nosotros —dijo Duke.

—Así es —dijo Ginny.

—Creo que deberíamos incluirla también a ella —dijo Duke.

—Primero vamos a ver cómo jode —dijo Harry.

—Vuelvo locos a los hombres —dijo Ginny—. Los hago aullar. ¡No hay mejor coño en toda California!

—De acuerdo —dijo Duke— ahora lo veremos.

—Primero otro trago —dijo ella, vaciando el vaso.

Duke le sirvió.

—Te advierto que yo también tengo un buen aparato, nena, lo más probable es que te parta en dos.

—Como no le metas los pies —dijo Harry.

Ginny se limitó a sonreír sin dejar de beber. Terminó el vaso.

—Venga —dijo a Duke—. Vamos.

Ginny se acercó a la cama y se quitó el vestido. Tenía bragas azules y un sostén de un rosa desvaído sujeto atrás con un imperdible. Duke tuvo que quitarle el imperdible.

—¿Va a quedarse mirando? —le preguntó.

—Si quiere —dijo Duke—, qué coño importa.

—Bueno —dijo Ginny.

Se metieron los dos en la cama. Hubo unos minutos de calentamiento y maniobraje mientras Harry observaba. La manta estaba en el suelo. Harry sólo podía ver movimiento debajo de una sábana bastante sucia. Luego, Duke la montó, Harry veía el trasero de Duke subir y bajar debajo la sábana.

Luego Duke dijo:

—¡Oh, mierda!

—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.

—¡Me salí! ¿No decías que era el mejor coño de California?

—¡Yo la meteré! ¡Ni siquiera me di cuenta de que estabas dentro!

—¡Pues en algún sitio estaba! —dijo Duke.

Luego, el culo de Duke volvió a subir y bajar. Nunca debí contarle a ese hijo de puta lo del oro, pensó Harry. Ahora está por medio esa zorra. Pueden aliarse contra mí. Claro que si él muriera, se quedaba conmigo, seguro.

Entonces Ginny lanzó un gemido y empezó a hablar:

—¡Oh, querido, querido! ¡Oh Dios, querido, oh Dios mío!

Puro cuento, pensó Harry.

Se levantó y se acercó a la ventana de atrás. La parte de atrás del hotel quedaba muy cerca del desvío de Vermont de la autopista de Hollywood. Miró los faros y luces de los coches. Siempre la asombraba el que unos tuvieran tanta prisa por ir en una dirección y otros por ir en otra. Alguien tenía que estar equivocado. O si no, no era todo más que un juego sucio. Entonces oyó la voz de Ginny:

—¡Ay que me corro ya! ¡Ay, Dios mío, que me corro! ¡Ay, Dios mío…!

Cuento, pensó, y luego se volvió para mirarla. Duke estaba trabajando firmemente. Ginny tenía los ojos vidriosos miraba fijamente al techo, tenía la vista clavada en una bombilla sin pantalla que colgaba de él; aquellos ojos vidriosos miraban fijamente por encima de la oreja izquierda de Duke…

Quizá tenga que pegarle un tiro en ese campo de artillería, pensó Harry. Sobre todo, si ella tiene un coño tan prieto. Oro, todo ese oro.

Charles Bukowski: El día que hablamos de James Thurber. Cuento

500fullO estaba de mala suerte, o se me había terminado el talento. Creo que fue Huxley, o uno de sus personajes, quien dijo en Contrapunto: «A los veinticinco años, cualquiera puede ser un genio. A los cincuenta, cuesta bastante trabajo». En fin, yo tenía cuarenta y nueve, que no son cincuenta, faltan unos meses. Mis perspectivas no eran nada alentadoras. Había publicado hacía poco un librito de poemas: El cielo es el mayor de todos los coños, por el que había recibido cien dólares cuatro meses antes, y que había pasado a ser ejemplar de coleccionista, valorado en veinticinco dólares en las listas de los traficantes de libros raros. Ni siquiera tenía un ejemplar de mi propio libro. Me lo había robado un amigo estando yo borracho. ¿Un amigo?

La suerte me era adversa. Me conocían Genet, Henry Miller, Picasso, etc., etc., y ni siquiera podía conseguir trabajo como lavaplatos. Probé en un sitio pero sólo duré una noche con mi botella de vino. Una señora gorda y grande, una de las propietarias, proclamó: «¡Este hombre no sabe lavar platos!». Luego me enseñó que había que poner primero los platos en una parte de la fregadera (donde había una especie de ácido) y luego trasladarlos a la otra parte, donde había agua y jabón. Me despidieron aquella noche. Pero, de todos modos, conseguí liquidar dos botellas de vino y zamparme media pata de cordero que habían dejado justo detrás de mí.

Era, en cierto modo, aterrador terminar siendo un cero a la izquierda, pero lo que más me dolía era que había una hija mía de cinco años en San Francisco, la única persona que quería en el mundo, que tenía necesidad de mí, y de zapatos y vestidos y comida y amor y cartas y juguetes y una visita de vez en cuando.

Me vi obligado a vivir con cierto gran poeta francés que estaba por entonces en Venice, California, y el tipo era ambidextro… quiero decir que se jodía a hombres y a mujeres y le jodían hombres y mujeres. Era agradable y hablaba con gracia y con inteligencia. Tenía además una peluca pequeña que se le escurría siempre, y andaba colocándosela continuamente mientras hablaba contigo. Hablaba siete idiomas, pero si estaba yo, tenía que hablar inglés. Y hablaba todos esos idiomas como si fuesen su lengua materna.

—No té preocupes, Bukowski —me decía sonriendo—. ¡Yo me cuidaré de ti!

Tenía una polla de veinticinco centímetros, sin empalmar, y había aparecido en algunos de los periódicos underground al llegar a Venice, con noticias de él y comentarios sobre sus virtudes como poeta (uno de los comentarios lo había escrito yo), pero algunos de los periódicos underground habían publicado la foto del gran poeta francés… desnudo. Medía más o menos uno cincuenta de altura y tenía pelo por todo el pecho y los brazos. Tenía pelo desde el cuello a las bolas (negro, rizado, apestoso) y allí en medio de la foto aparecía su monstruoso chisme colgando, con la cabeza redonda, grueso: una polla de toro en un muñequito mal hecho.

Frenchy era uno de los grandes poetas del siglo. Lo único que hacía era andar por allí sentado y escribir sus mierdosos poemitas inmortales y tenía dos o tres mecenas que le mandaban dinero. Así cualquiera: polla inmortal, poemas inmortales. Conocía a Corso, a Burroughs, a Ginsberg, la tira. Conocía a todo aquel primer grupo del hotel que vivían juntos, empeñaban juntos, jodían juntos y creaban separadamente. Se había encontrado incluso a Miró y a Hem bajando por la avenida, Miró llevaba los guantes de boxeo de Hem cuando ambos iban hacia el campo de batalla donde esperaba Hemingway para arrearle una paliza a alguien. Por supuesto, se conocían todos y pararon un momento a soltar un poquito de inteligente mierda dialogal.

El inmortal poeta francés había visto a Burroughs arrastrarse por el suelo «borracho perdido» en casa de B.

—Me lo recuerdas, Bukowski. No hay fachada. Bebe hasta que cae, hasta que se le ponen los ojos vidriosos. Y aquella noche se arrastraba por la alfombra demasiado borracho para incorporarse y me miró y me dijo: «¡Me jodieron, me emborracharon! Firmé el contrato. ¡Vendí los derechos cinematográficos de Almuerzo desnudo por quinientos dólares! ¡Mierda, ahora ya es demasiado tarde!».

Por supuesto, Burroughs tuvo suerte: la opción caducó y ganó quinientos dólares. A mí me emborracharon y me sacaron una mierda mía a cincuenta dólares la opción por dos años, y aún me quedan por sudar dieciocho meses. Cazaron a Nelson Algren del mismo modo con El hombre del brazo de oro; millones para ellos y para Algren cáscaras de cacahuetes. Se emborrachó y no leyó la letra pequeña.

También me la jugaron con los derechos cinematográficos de Notas de un viejo asqueroso. Yo estaba borracho y me trajeron aquel chochito de dieciocho años con minifalda hasta las caderas, tacones altos y largas medias: llevaba dos años sin poder llevarme nada a la boca. Comprometí mi vida. Y probablemente podría haber entrado por aquella vagina con un camión de cuatro ejes. En realidad, no pude comprobarlo siquiera.

Así estaba yo, pues, absolutamente liquidado, sin suerte ni talento, incapaz de conseguir un trabajo ni de repartidor de periódicos, portero, lavaplatos, y el poeta francés inmortal siempre tenía algún asunto en su casa, jovencitos y jovencitas llamando siempre a su puerta. ¡Y un apartamento tan limpio! Parecía que nadie hubiese cagado nunca en aquel water. Los mosaicos brillaban blancos y pulidos, y había aquellas alfombritas gordas y blandas por todas partes. Sofás nuevos, sillones nuevos. Una nevera que brillaba como un diente inmenso y majestuoso al que hubiesen lavado y cepillado hasta hacerle llorar. Todo, todo adornado con la delicadeza de ningún dolor, ninguna preocupación, ningún mundo fuera de allí. Por otra parte, todos sabían qué decir y qué hacer y cómo actuar, era el código, discretamente y sin ruidos: dar por el culo, chuparla, meter el dedo y todo lo demás. Se admitían hombres, mujeres y niños. Y muchachos.

Y allí estaba el Gran C. El gran H. y Hash. Mary. Todos. Era un arte que se hacía con calma, todos sonreían corteses, suaves, esperando, luego haciendo. Se iban, volvían de nuevo.

Había incluso whisky, cerveza, vino para tipos como yo… cigarros y la estupidez del pasado.

El inmortal poeta francés seguía y seguía con sus diversas cosas. Se levantaba temprano y hacía varios ejercicios de yoga. Y luego se dedicaba a contemplarse en el espejo de cuerpo entero, frotándose su poquito de sudor, y luego, estiraba la mano y acariciaba su inmensa polla, sus huevos; dejaba la polla y los huevos para el final, los alzaba, los palpaba, luego los dejaba caer: PLUNK. Y entonces yo entraba en el baño y vomitaba. Salía.

—¿No habrás ensuciado el suelo, eh Bukowski?

No me preguntaba si estaba muriéndome. Sólo le preocupaba tener limpio el suelo del baño.

—No, André, deposité todo el vómito en los canales adecuados.

—¡Buen chico!

Luego, por exhibirse, sabiendo que yo estaba peor que diez infiernos, se dirigía al rincón, se plantaba de cabeza con sus jodidas bermudas, cruzaba las piernas, me miraba al revés y decía:

—Oye, Bukowski, si te mantuvieses sereno un día y te pusieses un smoking, te aseguro una cosa: no tendrías más que entrar así vestido en un sitio y todas las mujeres se desmayarían.

—No lo dudo.

Luego hizo un pequeño floreo y aterrizó de pie:

—¿Te apetece desayunar?

—André, llevo treinta y dos años sin que me apetezca desayunar.

Luego sonaba una llamadita en la puerta, muy leve, tan delicada que parecía como si fuese un pajarillo que llamase con un ala, en plena agonía, a pedir un traguito de agua.

Solían ser dos o tres jóvenes, sexo masculino, mierdosas barbas pajizas.

Predominaban los hombres, aunque de vez en cuando aparecía una jovencita, absolutamente deliciosa, y a mí siempre me fastidiaba irme cuando era una chica. Pero él tenía casi treinta centímetros sin erección más la inmortalidad. Así que yo siempre sabía cuál era mi papel.

—Oye, André, no se me quita este dolor de cabeza… creo que voy a salir a dar una vuelta por la playa.

—¡Oh, no, Charles! ¡No hay ninguna necesidad!

Y antes incluso de que yo llegase a la puerta, si miraba hacia atrás furtivamente, la chica le había abierto ya la bragueta a André, o si las bermudas no tenían bragueta, allí estaban en el suelo, rodeando sus tobillos franceses, y la tipa agarrando aquello casi treinta centímetros sin erección para ver de lo que era capaz si la azuzaban un poco. Y André la tenía siempre desnuda ya hasta las caderas y escarbaba con el dedo buscando el agujero secreto en el hueco que quedaba entre sus apretadas bragas color rosa impecablemente lavadas. Y siempre había algo para el dedo: el ojo del culo aparentemente nuevo y melodramático o si, siendo como era un maestro, podía deslizarse alrededor y a través de la apretada y lavada tela rosa, hacia arriba, allá se iba, a preparar aquel coño que sólo había tenido dieciocho horas de descanso.

Y yo siempre tenía que darme aquel paseo por la playa. Como era tan temprano no tenía que contemplar aquella gigantesca extensión de humanidad desperdiciada, codo con codo, trozos de carne que croaban y parloteaban, tumores de Frogs. No tenía que verles caminar ni haraganear por allí con sus cuerpos horribles y sus vidas vendidas (sin ojos, ni voces, sin nada, y sin saberlo), aquella mierda, aquella basura, el olor a lo largo del paseo. Pero por las mañanas temprano no era tan malo, sobre todo en los días de trabajo. Todo me pertenecía, hasta las feísimas gaviotas (que se hacían más feas cuando empezaban a desaparecer las bolsas y las migajas y desperdicios, hacia el jueves o el viernes) pues esto era para ellas el final de la Vida. No tenían medio de saber que el sábado y el domingo la gente estaría de vuelta con sus perros calientes y sus diversos bocadillos y emparedados. En fin, pensaba yo, quizá las gaviotas estén peor que yo. Quizás.

André aceptó un buen día una oferta para ir a hacer una lectura de poemas a un sitio, no recuerdo cuál (Chicago, Nueva York, San Francisco, no sé), y se fue y yo me quedé allí en aquella casa solo. Tenía la oportunidad de utilizar la máquina de escribir. Poco bueno salió de aquella máquina. André era capaz de hacer que aquel chisme funcionase casi perfectamente. Era extraño que él fuese tan gran escritor y yo no. No parecía que hubiese tanta diferencia entre nosotros. Pero la había: él sabía cómo colocar una palabra tras otra. Y cuando yo me senté delante de aquella hoja en blanco simplemente me quedé allí sentado y la hoja me miró. Cada hombre tiene sus diversos infiernos, pero yo llevaba una ventaja de tres largos a todos los demás.

Así que bebía más y más vino y esperaba la noche. André se había ido hacía un par de días cuando una mañana sobre las diez y media alguien llamó a la puerta. Yo dije «un momento», entré en el baño, vomité, me lavé la boca. Me puse unos pantalones cortos y luego me eché encima una de las túnicas de seda de André. Abrí la puerta.

Eran un chico y una chica. Ella llevaba una falda muy corta y tacones altos y las medias de nylon le subían casi hasta el culo. El chico era sólo un chico, joven, una especie de tipo Buquet Cachemira: jersey blanco de manga corta, delgado, la boca abierta, las manos a los lados un poco separadas, como si estuviese a punto de despegar y salir volando.

—¿André? —preguntó la chica.

—No. Soy Hank. Charles. Bukowski.

—¿Bromeas, verdad André? —preguntó la chica.

—Sí. Soy una broma —contesté.

Llovía un poco allí fuera. Ellos seguían bajo la lluvia.

—Bueno, en fin, entrad, que llueve.

—¡Tú eres André! —dijo la zorra—. Te reconozco, esa cara de anciano… ¡como de doscientos años!

—Bueno, bueno —dije—. Adelante. Soy André.

Traían dos botellas de vino. Fui a la cocina a por el sacacorchos y los vasos. Serví tres vinos. Y allí me planté de pie a beber mi vino, mirando todo lo posible aquellas piernas, cuando el tipo se abalanzó sobre mí, me abrió la bragueta y empezó a chupármela.

Hacía mucho ruido con la boca. Le di unas palmaditas en la nuca y luego le pregunté a la chica:

—¿Cómo te llamas?

—Wendy —dijo—, y he admirado siempre tu poesía, André. Creo que eres uno de los poetas más grandes del mundo.

El chico seguía con lo suyo, chupando y sorbiendo, y cabeceando como una máquina descompuesta.

—¿Uno de los más grandes? —pregunté—. ¿Quiénes son los otros?

—El otro —dijo Wendy—. Ezra Pound.

—Ezra siempre me aburrió —dije.

—¿De veras?

—De veras. Trabaja demasiado las cosas. Es demasiado serio, demasiado sabio y en último término no es más que un torpe artesano.

—¿Por qué firmas tus obras simplemente «André»?

—Porque me gusta.

Por entonces, el tipo estaba culminando ya su tarea. Agarré su cabeza, la empujé hacia mí, descargué.

Luego me subí la cremallera y serví otros tres vinos.

Seguimos simplemente allí sentados, hablando y bebiendo. No sé cuánto duró el asunto. Wendy tenía unas piernas maravillosas y unos tobillos finos y torneados que giraba constantemente como si tuviese fuego debajo o algo así. Conocían su literatura. Hablamos de varias cosas. Sherwood Anderson… Wines-burg, todo ese rollo. Dos. Camus. Los Granecs, los Dickeys, las Bronté; Balzac, Thurber, etc., etc..

Terminamos los vinos y busqué más material en la nevera. Seguimos con aquello. Luego, no sé. Creo que perdí el control y empecé a meterle la mano por debajo de la falda, lo que no era mucho camino a recorrer. Vi un poco de enagua y bragas. Luego arranqué el vestido por la parte superior, arranqué el sostén. Agarré una teta. Agarré una teta. Era gorda. La besé y la chupé. Luego la retorcí con la mano hasta que ella chilló, y cuando lo hizo puse mi boca sobre la suya, ahogando los chillidos.

Rasgué por completo el vestido: nylon, piernas, rodillas, carne de nylon. Y la levanté de la silla y le quité aquellas mierdosas bragas y se la metí.

—André —dijo—. Oh, André.

Miré por encima del hombro de la chica y el tipo nos miraba meneándosela en su sillón.

Estábamos de pie, pero nos movíamos por toda la habitación. Chocamos con las sillas, rompimos lámparas. En determinado momento, la eché encima de la mesita del café, pero sentí que las patas cedían bajo el peso de ambos, así que volví a levantarla antes de que aplastáramos la mesa contra el suelo.

—¡Oh André!

Luego se estremeció toda ella una vez, luego volvió a estremecerse, como si estuviera en un altar de sacrificios. Luego, sabiendo que ella estaba debilitada y sin control de sí misma, de su propio yo, simplemente le metí todo el chisme como si fuese un gancho, lo mantuve quieto, la colgué allí como una especie de disparatado pez atravesado para siempre. En medio siglo había aprendido unos cuantos trucos. Ella perdió la conciencia. Luego me eché hacia atrás y la taladré, la taladré, la taladré, mientras ella cabeceaba como una muñeca descompuesta, y se corrió otra vez justo cuando yo, y cuando nos corrimos estuve a punto de morir. Los dos estuvimos a punto de morir.

Para levantar a alguien así, su tamaño debe guardar cierta relación con el tuyo. Recuerdo que una vez estuve a punto de morir en Detroit en la habitación de un hotel. Intenté hacerlo, pero no funcionó. Quiero decir que ella alzó las piernas del suelo y me enroscó con ellas. Lo cual significaba que yo sostenía a dos personas con dos piernas. Eso es malo. Quise dejarlo. La sostenía sólo con dos cosas: mis manos debajo de su culo y mi polla.

Pero ella seguía diciendo:

—¡Dios mío, que piernas tan soberbias tienes! ¡Qué piernas tan fuertes, tan poderosas, tan bellas!

Es cierto. El resto de mi persona es mierda mayormente, incluyendo el cerebro y todo lo demás. Pero alguien ha colocado unas inmensas y poderosas piernas en mi cuerpo. No es broma. De cualquier modo estuve a punto de morir (con el polvo del hotel de Detroit). Debido al equilibrio, el movimiento de la polla hacia delante y hacia atrás, entrando y saliendo, exige en esa posición un ajuste muy especial. Sostienes el peso de dos cuerpos. El movimiento debe transferirse en consecuencia, todo él, a la espina dorsal. Es una maniobra dura y peligrosa. Por fin nos corrimos los dos y yo simplemente la tiré en algún sitio. Me la quité de encima.

Pero con la de casa de André, ella mantuvo los pies en el suelo, y eso me permitió hacer trucos: girar, arponear, reducir, acelerar, etc.

Por fin terminé con ella. Yo estaba en mala posición… los calzoncillos y los pantalones cortos allí abajo alrededor de mis zapatos. Simplemente dejé que Wendy se separara. No sé dónde demonios se cayó, ni me preocupó. Pero cuando me agachaba para subirme los calzoncillos y los pantalones, el tipo, se levantó, se acercó y me metió el dedo medio de la mano derecha recto por el culo. Lancé un grito, me volví y le aticé en la boca. Salió por el aire.

Luego, me puse los calzoncillos y los pantalones y me senté en un sillón, a beber vino y cerveza, resplandeciente, sin decir nada. Finalmente, ellos se repusieron.

—Buenas noches, André —dijo él.

—Buenas noches, André —dijo ella.

—Tened cuidado con las escaleras —dije—, se ponen muy resbaladizas con la lluvia.

—Gracias, André —dijo él.

—Ya tendremos cuidado, André —dijo ella.

—¡Amor! —dije yo.

—¡Amor! —contestaron ambos al unísono.

Cerré la puerta. ¡Dios mío, era delicioso ser un poeta francés inmortal!

Fui a la cocina, cogí una buena botella de vino francés, unas anchoas y unas aceitunas rellenas. Lo saqué todo y lo coloqué en la mesita de café.

Me serví un buen vaso de vino. Luego me acerqué a la ventana que dominaba el mundo y el océano. Aquel mar era delicioso: seguía haciendo lo que estaba haciendo. Terminé aquel vino, tomé otro, comí un poco y luego me sentí cansado. Me quité la ropa y me espatarré en mitad de la cama de André. Me tiré un pedo, miré hacia el sol que brillaba fuera, escuché el rumor del mar.

—Gracias, André —dije—. Después de todo, eres un buen tío.

Y mi talento aún no estaba liquidado.

Charles Bukowski: Nacimiento, vida y muerte de un periódico underground. Cuento

500full (1)Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de Open Pussy, el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.

Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».

Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste un botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».

—¿Lo hice?

—No.

—Bueno, espera a la próxima vez.

Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».

—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos. ¿A quién le importan los periódicos?

—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.

Alcé mi copa.

—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!

—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.

—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!

—En fin, queremos que hagas una columna.

—Soy un poeta.

—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?

—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.

—Queremos una columna para Open Pussy.

—Sírveme un trago y de acuerdo.

Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta años y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué alucinante, papi, qué alucinante! Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la yerba. La mandanga. ¡Alucinante, niño!

Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir…

El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas parecían y actuaban igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.

—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!

—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!

—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente… repugnante!

Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro…

El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:

—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?

—¡Deprisa, querida!

Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de…».

—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.

La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.

—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.

—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque…

Cherry: «Oye, viejo lascivo…».

—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!

Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.

—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!

Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfonos interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.

—Sostén bien la linterna —decía…

Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.

—¿Hank?

—¿Sí?

—Cherry se fue anoche.

—¿Sí?

—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.

—¿Te la tiraste?

—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.

—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.

—Pero tenía gancho.

—¿Sí?

—Sí.

Colgué…

Durante los cuatro o cinco números siguientes, Open Pussy salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.

Uno noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba…

Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados…

En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por medía hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones. Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con un cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.

Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.

Y entré.

—Coja una silla.

Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.

—¿Mr. Bukowski?

—Sí.

Me dijo su nombre. No me interesaba.

Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.

Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero… Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. El era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—Bueno, hemos recibido un informe…

—Sí. Adelante.

—…en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.

Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.

—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.

—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—No tengo por qué decírselo.

Se echó hacia atrás de nuevo.

—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.

Como en realidad no me sentía culpable de nada, no contesté.

Esperé.

Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo…

Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de Open Pussy.

Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.

—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas: Notas de un viejo asqueroso.

—Sí.

—¿Qué tiene que decir de estas columnas?

—Nada.

—¿Llama usted a esto escribir?

—Lo hago lo mejor que puedo.

—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO…

Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:

—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!

—No lo harán —le prometí.

—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.

—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.

La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó: «¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».

Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.

—¿Es usted Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.

—Sí, amigo.

—Sígame, por favor.

Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.

—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.

Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.

Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?

—¿Bukowski?

—Sí.

Los dos me estrecharon la mano.

—Siéntese.

Alucinante, amigo:

—Este es el señor… de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.

Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?

El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.

—Bien, Mr. Bukowski…

—¿Sí?

—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.

—Sí.

—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.

—No hay fecha. No me casé.

—¿Tienen ustedes una hija?

—Sí.

—¿De qué edad?

—Cuatro años.

—¿Y no están casados?

—No.

—¿Paga usted la manutención de la niña?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Lo normal.

Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos. Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground Open Pussy.

—¿Escribe usted estas columnas, Notas de un viejo asqueroso? —preguntó Mr. Washington.

—Sí.

Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.

—¿Ha visto usted éste?

—No, no, no lo he visto.

Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.

—¿Llama a esto escribir? —preguntó el señor Washington.

—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció muy divertida. ¿A usted no le hizo gracia?

—Pero esta… esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?

—¿La polla que anda?

—Sí.

—No la dibujé yo.

—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?

—El periódico se compone los martes por la noche.

— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?

—Tendría que estar, sí.

Esperaron un rato, ojeando Open Pussy, leyendo mis columnas.

—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los Open Pussies—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo poesía, pero cuando empezó usted a escribir estas cosas…

Volvió a palmear los Open Pussies.

Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:

—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?

—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir eso.

Seguí allí sentado, esperando.

—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.

—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.

—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.

—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.

Su silencio.

Espera.

Espera.

Barajeo de los Open Pussies.

Luego Mr. Washington:

—¿Mr. Bukowski?

—¿Sí?

—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?

Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante… pero en fin, quizá mi mente no funcionase como era debido.

Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:

—No, si no me obligan a hacerlo.

Entonces esperaron ellos. Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski…)

Mr. Washington se levantó.

Mr. Los Angeles se levantó.

Mr. Charles Bukowski se levantó.

Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».

Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.

Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente…».

(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)

—…llevábamos diez años sin tener un caso así.

(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)

—¿Sí? —pregunté.

—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.

Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:

—¿Dónde has estado, muchacho?

—¿Qué querían, viejo?

—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?

Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.

Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.

—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.

—¿Y qué pasó, viejo?

—Les mandé a la mierda.

El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías…

El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes… no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma… sí, no hay duda.

Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos freaks de universidad, me largué, para no volver.

Ahora. Open Pussy. Veintiocho años después.

En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.

Open Pussy siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño muerto…

El equipo se reunía algún que otro viernes por la noche. Fui algunas veces. Y después de ver los resultados, no volví a ir. Si el periódico quería vivir, que viviese. Me mantuve al margen y me limité a echar mi material por debajo de la puerta en un sobre.

Entonces Hyans me llamó por teléfono:

—Se me ha ocurrido una idea. Quiero que me reúnas a los mejores poetas y prosistas que conozcas para sacar un suplemento literario.

Lo preparé todo. El lo editó. Y la bofia le metió en chirona por «obscenidad».

Pero era un buen tío. Le llamé por teléfono.

—¿Hyans?

—¿Sí?

—Ya que te metieron en la cárcel por ese asunto, te haré la columna gratis. Los diez dólares que me pagabas, que vayan al fondo de defensa de Open Pussy.

—Muchísimas gracias —dijo él.

Y así consiguió gratis al mejor escritor de Norteamérica…

Luego Cherry me telefoneó una noche.

—¿Por qué no vienes ya a nuestras reuniones de redacción? Todos te echamos muchísimo de menos.

—¿Qué? ¿Qué demonios dices, Cherry? ¿Me echas de menos?

—No, Hank, no sólo yo. Todos te queremos. De veras. Ven a nuestra próxima reunión.

—Lo pensaré.

—Estará muerta sin ti.

—Y muerta conmigo.

—Te queremos, viejo.

—Lo pensaré, Cherry.

Así pues, aparecí. El propio Hyans me había dado la idea de que como era el primer aniversario de Open Pussy, habría vino, jodienda, vida y amor a raudales.

Pero lleno de grandes esperanzas y con la idea de ver a la gente jodiendo por el suelo amando desatadamente, sólo vi a todas aquellas criaturitas del amor trabajando afanosamente. Me recordaban muchísimo, tan encorvados y desvaídos, a las ancianitas que trabajaban a destajo y a las que yo solía entregar ropa, abriéndome camino hasta allí en ascensores manuales todos llenos de ratas y hedores, de cien años, destajistas orgullosas y muertas y neuróticas como todos los infiernos, trabajando, trabajando, para hacer millonario a alguien… En Nueva York, en Filadelfia, en San Luis.

Y aquéllos, trabajaban sin salario por Open Pussy. Y allí estaba Joe Hyans, con su aspecto algo brutal y tosco paseando detrás de ellos, las manos a la espalda, controlando que cada voluntario cumpliese perfectamente su deber.

—¡Hyans! ¡Hyans, eres un asqueroso gilipollas! —grité al entrar—. Estás dirigiendo un mercado de esclavos, eres un miserable esclavista. ¡Pides a la policía y a Washington justicia y eres un cerdo mucho mayor que todos ellos! ¡Eres Hitler multiplicado por cien, bastardo esclavista! ¡Hablas de atrocidades y luego las repites tú mismo! ¿A quién coño crees que estás engañando, gilipollas? ¿Quién coño te crees que eres?

Afortunadamente para Hyans, el resto del equipo estaba muy acostumbrado a mí y pensaban que lo que yo dijese serían tonterías y que Hyans defendía la Verdad.

Hyans se acercó y me puso una grapadora en la mano.

—Siéntate —dijo—. Intentamos aumentar la circulación. Siéntate y grapa uno de estos anuncios verdes en cada periódico. Enviamos los ejemplares que sobran a posibles suscriptores…

El condenado Hyans, el Niño-Amor-Libertad, utilizando los métodos de las multinacionales para comer el coco al prójimo. Con el cerebro absolutamente lavado.

Por fin se acercó y me cogió la grapadora de la mano.

—Vas muy despacio.

—Vete a tomar por el culo, gilipollas. Iba a haber champán aquí. Y me das grapas…

—¡Eh, Eddie!

Llamó a otro miembro del equipo de esclavos: cara chupada, brazos de alambre, patético. El pobre Eddie andaba muriéndose de hambre. Todos andaban muriéndose de hambre por la causa. Salvo Hyans y su mujer, que vivían en una casa de dos plantas y mandaban a uno de sus hijos a un colegio privado, y luego estaba el viejo papá allá en Cleveland, uno de los cabezas tiesas del Plain Dealer, con más dinero que ninguna otra cosa.

Así, Hyans me echó y también a un tipo con una pequeña hélice en el pico de una gorra tipo casquete, Adorable Doctor Stanley, creo que se llamaba, y también a la mujer del Adorable Doctor, y cuando los tres salíamos por la puerta de atrás muy tranquilamente, compartiendo una botella de vino barato, llegó la voz de Joe Hyans.

—¡Y largaos de aquí, y no volváis ninguno nunca, pero no me refiero a ti, Bukowski!

Pobre gilipollas, qué bien sabía lo que mantenía en pie el periódico.

Luego intervino otra vez la policía. Esta vez por publicar la foto del coño de una mujer. También esta vez, como siempre, estaba comprometido Hyans. Quería aumentar la circulación, por cualquier medio, o liquidar el periódico y largarse. Al parecer era un tornillo que no podía manipular adecuadamente y se apretaba cada vez más. Sólo los que trabajaban gratis o por treinta y cinco dólares a la semana, parecían tener algún interés por el periódico. Pero Hyans consiguió tirarse a un par de las voluntarias más jóvenes, así que por lo menos no perdió el tiempo.

—¿Por qué no dejas tu cochino trabajo y vienes a trabajar con nosotros? —me preguntó Hyans.

—¿Por cuánto?

—Cuarenta y cinco dólares a la semana. Eso incluye tu columna. Distribuirías además por los buzones el miércoles por la noche, en tu coche, yo pagaría la gasolina, y escribirías también encargos especiales. De once de la mañana a siete y media de la tarde, viernes y sábados libres.

—Lo pensaré.

Vino de Cleveland el papá de Hyans. Nos emborrachamos juntos en casa de Hyans. Hyans y Cherry parecían muy desgraciados con papá. Y papá le daba al whisky. A él no le iba la yerba. Yo también le di al whisky. Bebimos toda la noche.

—Bueno, el modo de librarse de la Free Press es liquidar sus puntos de apoyo, echar de las calles a los vendedores, detener a unos cuantos cabecillas. Eso era lo que hacíamos en los viejos tiempos. Tengo dinero, puedo contratar a unos cuantos hampones, que sean unos buenos hijos de puta. Puedo contratar a Bukowski.

—¡Maldita sea! —chilló el joven Hyans—. ¡No quiero que me sueltes toda tu mierda, comprendes!

—¿Qué piensas tú de mi idea, Bukowski? —me preguntó papá.

—Creo que es una buena idea. Pasa la botella.

—¡Bukowski está loco! —chilló Joe Hyans.

—Tú publicas su columna —dijo papá.

—Es el mejor escritor de California —dijo el joven Hyans.

—El mejor escritor loco de California —corregí yo.

—Hijo —continuó papá—, tengo mucho dinero. Quiero que salga adelante tu periódico. Lo único que tenemos que hacer es detener a unos cuantos…

—No. No. ¡No! —chilló Joe Hyans—. ¡No lo soportaré!

Y salió corriendo de la casa. Qué hombre maravilloso era Joe Hyans. Salió corriendo de la casa. Me serví otro trago y le dije a Cherry que iba a joderla allí mismo contra la librería. Papá dijo que después le tocaba a él. Cherry nos insultó mientras Joe Hyans escapaba en la calle con su sensibilidad…

El periódico siguió, saliendo más o menos una vez por semana. Luego llegó el juicio de la foto del coño.

El fiscal preguntó a Hyans:

—¿Se opondría usted a la copulación oral en las escaleras del ayuntamiento?

—No —dijo Joe—, pero probablemente habría un atasco de tráfico.

Oh Joe, pensé, qué mal lo hiciste. Deberías haber dicho: «Para copulación oral preferiría el interior del ayuntamiento, donde suele hacerse normalmente».

Cuando el juez preguntó al abogado de Hyans qué sentido tenía la foto del órgano sexual femenino, el abogado de Hyans contestó:

—Bueno, es sencillamente lo que es. Es lo que es, amigo.

Perdieron el juicio, claro, y apelaron.

—Una provocación —dijo Joe Hyans a los pocos medios de información que se preocuparon—. No es más que una provocación policial.

Qué hombre inteligente era Joe Hyans…

La siguiente noticia que me llegó de Joe Hyans fue por teléfono:

—Bukowski, acabo de comprarme un revólver. Ciento doce dólares. Una bonita arma. Voy a matar a un hombre.

—¿Dónde estás ahora?

—En el bar, junto al periódico.

—Voy para allá.

Cuando llegué estaba paseando delante del bar.

—Vamos —dijo—. Te invito a una cerveza.

—Nos sentamos. Aquello estaba lleno. Hyans hablaba muy alto. Podían oírle en Santa Mónica.

—¡Voy a aplastarle los sesos contra la pared…! ¡Voy a matar a ese hijo de puta!

—¿Pero quién es, muchacho? ¿Por qué quieres matarle?

Miraba fijo al frente.

—Vamos, amigo, ¿Por qué quieres matar a ese hijo de puta, dime?

—¡Está jodiéndose a mi mujer, por eso!

—Oooh.

Siguió mirando al frente fijamente un poco más. Era como una película. Ni siquiera tan bueno como una película.

—Es una bonita arma —dijo Joe—. Se coloca en esta pequeña abrazadera. Dispara diez tiros. Fuego rápido. ¡Acabaré con ese cabrón!

Joe Hyans.

Aquel hombre maravilloso de la gran barba pelirroja.

Alucinante, sí.

En fin, de todos modos, le pregunté:

—¿Y qué me dices de todos esos artículos antibélicos que has publicado? ¿Y qué me dices del amor? ¿Qué fue de todo eso?

—Vamos, vamos, Bukowski, tú nunca te has creído toda esa mierda pacifista…

—Bueno, no sé, en fin… creo que no exactamente.

—Le dije a ese tipo que iba matarle si no se largaba, y entro y allí está sentado en el sofá en mi propia casa. ¿Qué harías tú, dime?

—Estás convirtiendo esto en cuestión de propiedad privada. ¿No comprendes? Mándalo al carajo. Olvídalo. Lárgate. Déjales allí juntos.

—¿Eso es lo que has hecho tú?

—A partir de los treinta años, siempre. Y después de los cuarenta, resulta aún más fácil. Pero entre los veinte y los treinta me sacaba de quicio. Las primeras quemaduras son las peores.

—¡Pues yo voy a matar a ese hijo de puta! ¡Voy a volarle la tapa de los sesos!

Todo el bar escuchaba. Amor, nene, amor.

—Salgamos de aquí —le dije.

Después de cruzar la puerta del bar, Hyans cayó de rodillas y se puso a gritar, un largo grito leche cuajada de cuatro minutos. Debían oírle en Detroit. Le levanté y le llevé a mi coche. Cuando llegó a la puerta agarró el manillar, cayó de rodillas y lanzó otro aullido hasta Detroit. Cherry le tenía enganchado, pobre imbécil. Le levanté, le metí en su asiento, entré por el otro lado, enfilé hacia el norte camino de Sunset y luego al este a lo largo de Sunset y en la señal, roja, entre Sunset y Vermont, lanzó otro. Yo encendí un puro. Los otros conductores miraban espantados cómo lloraba aquel pelirrojo barbudo.

Pensé, no va a parar. Tendré que atizarle.

Pero luego al ponerse verde el disco, lo dio por terminado y salimos de allí. Seguía gimiendo. Yo no sabía qué decir. No había nada que decir. Pensé, le llevaré a ver a Mongo el Gigante de la Nube Eterna. Mongo está lleno de mierda. Quizá pueda volcar alguna mierda en Hyans. Yo llevaba cuatro años sin vivir con una mujer. Estaba ya demasiado alejado del asunto para verlo con claridad.

La próxima vez que chille, pensé, le atizaré. No puedo soportar otro chillido de ésos.

—¡Eh! ¿A dónde vamos?

—A ver a Mongo.

—¡Oh, no! ¡Mongo no! ¡Odio a ese tío! ¡No hará más que reírse de mí! ¡Es un hijoputa de lo más cruel!

Era verdad. Mongo era inteligente pero cruel. No serviría de nada ir allí. Y yo tampoco podía hacer nada. Seguimos.

—Escucha —dijo Hyans—, por aquí vive una amiga mía. Un par de manzanas al norte. Déjame allí. Ella me comprende.

Giré hacia el norte.

—Oye —dije—, no te cargues al tío.

—¿Por qué?

—Porque eres el único capaz de publicar mi columna.

Le llevé hasta allí, le dejé, esperé hasta que abrieron la puerta y luego me fui.

Unas buenas cachas le suavizarían, sin duda. Yo también las necesitaba…

La siguiente noticia que tuve de Hyans fue que se había mudado de casa.

—No podía soportarlo más. En fin, la otra noche me di una ducha, me disponía a echar un polvo con ella, quería meter un poco de vida en sus huesos y, ¿sabes lo que hizo?

—¿Qué?

—Cuando yo entré escapó corriendo y se largó de casa. La muy zorra.

—Escucha, Hyans, conozco el juego. No puedo hablar contra Cherry porque en seguida estaréis juntos otra vez y entonces recordarás todas las porquerías que dijera de ella.

—Nunca volveré.

—Bah, bah.

—He decidido no matar a ese cabrón.

—Bien.

—Voy a desafiarle a un combate de boxeo. Con todas las reglas del ring. Arbitro, ring, guantes y todo.

—Me parece muy bien —dije.

Dos toros luchando por la vaca. Por aquella vaca huesuda, además. Pero en Norteamérica los perdedores se llevan a menudo la vaca. ¿Instinto maternal? ¿Mejor cartera? ¿Polla mayor? Dios sabe qué…

Hyans, mientras se volvía loco, alquiló a un tipo de pipa y pajarita para llevar el periódico. Pero era evidente que Open Pussy andaba por su último polvo. Y nadie se preocupaba por la gente de los veinticinco o treinta dólares por semana y de la ayuda gratuita. Ellos disfrutaban con el periódico. No era muy bueno, pero tampoco era muy malo. En fin, estaba mi columna: Notas de un viejo asqueroso.

Y pipa y pajarita dirigió el periódico. No había diferencia. Y entretanto, yo no hacía más que oír: «Joe y Cherry andan juntos de nuevo. Joe y Cherry se separan otra vez. Joe y Cherry están otra vez juntos. Joe y Cherry…».

Luego, una cruda y triste noche de miércoles salí a un quiosco a comprar un ejemplar de Open Pussy. Había escrito una de mis mejores columnas y quería ver si tenían el valor de publicarla. En el quiosco había el número de la semana anterior. Lo olí en el aire azul muerte. El juego había terminado. Compré bebida en abundancia y volví a casa y bebí por el difunto. Siempre preparado para el final, no lo estaba cuando llegó. Quité el cartel de la pared y lo tiré a la basura. «OPEN PUSSY. REVISTA SEMANAL DEL RENACIMIENTO DE LOS ANGELES.»

El gobierno ya no tendría que preocuparse. Yo volvía a ser un ciudadano magnífico. Veinte mil de tirada. Si hubiéramos podido llegar a los sesenta (sin problemas familiares, sin provocaciones policiales) podríamos haber triunfado. No lo conseguimos.

Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.

—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.

Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.

—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.

—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba… casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar Los Angeles Times en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.

Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)

Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.

—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.

—¿Y qué pasó?

—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.

—Podía haberlo intentado otra vez.

—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.

—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.

—¿Quieres saber lo que pasó?

—Claro. También es mi suerte.

—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.

—Uf.

—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?

—Se despertó Hyans.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy así.

—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo…

—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.

—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.

—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar…

—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.

—A los pequeños siempre les dan por el culo. Palmer. Así es la historia.

—Pareces Mongo.

—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.

Hablamos un poco más. Luego se acabó todo. Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.

—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.

—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?

—Está en Los Angeles Times, primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.

—Supongo que sí.

—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.

—Gracias, hermano.

A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el Los Angeles Times. Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:

 

OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.

Open Pussy, el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.

Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Este situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.

Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que Open Pussy podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.

Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:

«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.

»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa… aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).»

Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno…

Unos días después encontré una nota en el buzón:

Lunes, 10,45 de la noche

Hank: Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas… No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.

Barney.

Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.

—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.

—También estamos tú y yo —dije.

—Joe ha vuelto con Cherry.

—¿Sí?

—Van a trasladarse a San Francisco.

—Deben hacerlo.

—Lo del periódico hippie fracasó.

—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.

—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.

—¿Para qué?

—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.

—¿Cincuenta de los grandes?

—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.

—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?

—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.

—Sí.

—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.

—Sí. Tenme informado, Barney.

—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.

—Claro.

Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.

Charles Bukowski: Doce monos voladores que no querían fornicar adecuadamente. Cuento

136-SOLOBUKOWSKISuena el timbre y abro la ventana lateral que hay junto a la puerta. Es de noche.

—¿Quién es? —pregunto.

Alguien se acerca a la ventana, pero no puedo verle la cara. Tengo dos luces sobre la máquina de escribir. Cierro de golpe la ventana, pero hay gente hablando fuera. Me siento frente a la máquina, pero aún siguen hablando allí fuera. Me levanto de un salto y abro furioso la puerta y grito:

—¡YA LES DIJE QUE NO MOLESTARAN, ROMPEHUEVOS!

Miro y veo a un tipo de pie al fondo de las escaleras y a otro en el porche, meando. Está meando en un arbusto a la izquierda del porche, colocado en el borde del porche; la meada se arquea en un sólido chorro, hacia arriba, y luego hacia los matorrales.

—¡Ese tipo está meando en mis plantas! —digo.

El tipo se echa a reír y sigue meando. Le agarro por los pantalones, le alzo y le tiro, aún meando, por encima del matorral, hacia la noche. No vuelve.

—¿Por qué hizo eso? —dice el otro tío.

—Porque me dio la gana.

—Está usted borracho.

—¿Borracho? —pregunto.

Dobla la esquina y desaparece. Cierro la puerta y me siento de nuevo a la máquina. Muy bien, tengo este científico loco, ha enseñado a volar a los monos, tiene ya once monos con esas alas. Los monos son muy buenos. El científico les ha enseñado a hacer carreras. Hacen carreras alrededor de esos postes marcadores, sí. Ahora veamos. Hay que hacerlo bien. Para librarse de una historia tiene que haber jodienda, en abundancia a ser posible. Mejor que sean doce monos, seis machos y seis del otro género. Vale así. Ahí van. Empieza la carrera. Dan vuelta al primer poste. ¿Cómo voy a hacerles joder? Llevo dos meses sin vender un relato. Debía haberme quedado en aquella maldita oficina de correos. De acuerdo. Allá van. Rodean el primer poste. Quizá sólo se escapen volando. De pronto. ¿Qué tal eso? Vuelan hasta Washington, y se dedican a revolotear y saltar por el Capitolio cagando y meando sobre la gente, llenando la Casa Blanca con el aroma de sus cerotes. ¿No podría caerle un cerote encima al presidente? No, eso es pedir mucho. De acuerdo, que el cerote le caiga al secretario de estado. Se dan órdenes de acabar con ellos a tiros. Trágico, ¿verdad? ¿Y de joder qué? De acuerdo, de acuerdo. Veamos. Bueno, diez de ellos son abatidos a tiros, pobrecillos. Sólo quedan dos. Uno macho y uno del otro género. Al parecer no pueden localizarlos. Luego un policía cruza el parque una noche y allí están, los dos últimos, abrazados con las alas, jodiendo como diablos. El poli se acerca. El macho oye, vuelve la cabeza, alza la vista, esboza una estúpida sonrisa simiesca, sin dejar el asunto, y luego se vuelve y se concentra en su tarea. El policía le vuela la cabeza. La cabeza del mono, quiero decir. La hembra aparta al macho con disgusto y se incorpora. Para ser una mona, es bastante pequeñita. Por un momento, el policía piensa en, piensa… Pero no, sería demasiado, quizás, y además ella podría morderle. Mientras piensa esto, la mona se vuelve y levanta el vuelo. El poli apunta, dispara y la alcanza, ella cae. El poli se acerca corriendo. La mona está herida pero no de muerte. El poli mira a su alrededor, la levanta, se saca el chisme, prueba. No hay nada que hacer. Sólo cabe el capullo. Mierda. Tira la mona al suelo, se lleva el revólver a la sien y ¡BAM! Se acabó.

Vuelve a sonar el timbre.

Abro la puerta.

Eran tres tíos. Siempre estos tíos. Nunca viene una mujer a mear en mi porche, apenas si pasan siquiera mujeres por aquí. ¿Cómo se me van a ocurrir ideas? Ya casi se me ha olvidado lo que es joder. Pero dicen que es como lo de andar en bicicleta, que nunca se olvida. Es mejor que lo de andar en bicicleta.

Son Jack el Loco y dos que no conozco.

—Oye, Jack —digo—, creí que me había librado de ti.

Jack simplemente se sienta. Los otros dos se sientan. Jack me ha prometido no volver nunca, pero casi siempre está borracho, así que las promesas no significan mucho. Vive con su madre y pretende ser pintor. Conozco a cuatro o cinco tipos que viven con su madre o a costa de ella y que pretenden ser genios. Y todas las madres son iguales: «Oh, Nelson nunca ha conseguido que acepten sus trabajos. Va demasiado por delante de su época». Pero supongamos que Nelson es pintor y consigue colgar algo en una galería: «Oh, Nelson tiene un cuadro expuesto esta semana en las Galerías Warner-Finch. ¡Por fin reconocen su genio! Pide cuatro mil dólares por el cuadro. ¿Tú crees que es demasiado?». Nelson, Jack, Biddie, Norman, Jimmy y Katya. Mierda.

Jack lleva unos vaqueros azules, va descalzo, no tiene camisa ni camiseta, sólo lleva encima un chal marrón. Uno de los otros, tiene barba y hace muecas y se ruboriza continuamente. El otro tío es sólo gordo. Una especie de sanguijuela.

—¿Has visto últimamente a Borst? —pregunta Jack.

—No.

—¿Puedo tomar una de tus cervezas?

—No. Vosotros, amigos, venís, os bebéis todo mi material, os largáis y me dejáis en seco.

—De acuerdo.

Se levanta de un salto, sale y coge la botella de vino que había escondido debajo del cojín de la silla del porche. Vuelve. Descorcha y echa un trago.

—Yo estaba abajo en Venice con esa chica y cien arcoiris.

Creí que me habían guipado y subí corriendo a casa de Borst con la chica y los cien arcoiris. Llamé a la puerta y le dije «¡rápido, déjame pasar! ¡Tengo cien arcoiris y vienen siguiéndome!». Borst cerró la puerta. La abrí a patadas y entré con la chica. Borst estaba en

el suelo, meneándosela a uno. Entré en el baño con la chica y cerré la puerta. Borst llamó. «¡No te atrevas a entrar aquí!» dije. Estuve allí con la chica sobre una hora. Echamos dos para divertirnos. Luego nos fuimos.

—¿Tiraste los arcoiris?

—No, que coño, era una falsa alarma. Pero Borst se cabreó mucho.

—Mierda —dije—, Borst no ha escrito un poema decente desde 1955. Le mantiene su madre. Perdona. Pero quiero decir que lo único que hace es ver la televisión, comer esas delicadas verduras y pasearse por la playa en camiseta y calzoncillos sucios. Cuando vivía con aquellos muchachos en Arania era un buen poeta. Pero no me cae simpático. No es un ganador. Como dice Huxley, Aldous, «todo hombre puede ser un…».

—¿Qué andas haciendo tú? —pregunta Jack.

—Nada, todo me lo rechazan —dije.

Mientras la sanguijuela seguía allí sentada sin hacer nada, el otro tipo empieza a tocar la flauta. Jack alza su botella de vino. La noche es hermosa ahí en Hollywood, California. Entonces el tipo que vive en el patio de atrás se cae de la cama, borracho. Se oye un gran golpe. Estoy acostumbrado. Estoy acostumbrado a todo el patio. Todos están sentados en sus casas, con las persianas bajadas. Se levantan al mediodía. Tienen los coches fuera cubiertos de polvo, los neumáticos deshinchados, sin batería. Mezclan alcohol y droga y no tienen ningún medio visible de vida. Me gustan. No me molestan.

El tipo sube otra vez a la cama, se cae.

—Condenado y maldito imbécil —se le oye decir—, vuelve a esa cama.

—¿Qué ruido es ése? —pregunta Jack.

—El que vive ahí atrás. Es muy solitario. De vez en cuando bebe unas cervezas. Su madre murió el año pasado y le dejó veinte de los grandes. Se pasa la vida sentado en su casa, meneándosela y viendo los partidos de béisbol y las películas del oeste por la televisión. Antes trabajaba de ayudante en una gasolinera.

—Tenemos que largarnos —dice Jack—. ¿Quieres venir con nosotros?

—No —digo.

Explican que es algo relacionado con la Casa de Seven Gables. Van a ver a alguien relacionado con la Casa de Seven Gables. No es el escritor, el productor ni los actores, es otro.

—No, no —digo, y se largan. Magnífica perspectiva.

Así que me siento otra vez con los monos. Si pudiese manipularlos, hacer algo con ellos. ¡Si consiguiese ponerlos a joder todos al mismo tiempo! ¡Eso es! ¿Pero cómo? ¿Y por qué? Piensa en el Ballet Real de Londres. ¿Pero por qué? Me estoy volviendo loco. Vale, el Ballet Real de Londres es buena idea. Doce monos volando mientras bailan ballet, sólo que antes de la representación alguien les da a todos cantáridas. Pero la cantárida es un mito, ¿no? ¡Vale, introduce otro científico loco con una cantárida real! ¡No, no, oh Dios mío, no hay forma de arreglarlo!

Suena el teléfono. Lo cojo. Es Borst:

—¿Hank?

—¿Sí?

—Seré breve. Estoy arruinado.

—Sí, Jerry.

—Bueno, perdí mis dos patrocinadores. La bolsa y el duro dólar.

—Vaya, vaya.

—Bueno, siempre supe que esto iba a pasarme. Así que me voy de Venice. Aquí no puedo triunfar. Me iré a Nueva York.

-¿Qué?

—Nueva York.

—Ya me pareció que decías eso, ya.

—En fin, bueno, ya sabes, no tengo un céntimo y creo que allí triunfaré, realmente.

—Claro, Jerry.

—El perder a mis patrocinadores es lo mejor que podía haberme ocurrido.

—¿De veras?

—Ahora me siento de nuevo luchando. Ya has oído hablar de esa gente que se pudre en la playa. Pues bien, eso es lo que he estado haciendo yo hasta ahora: pudriéndome. He conseguido salir de esto. Y no me preocupa. Salvo los baúles.

—¿Qué baúles?

—No termino de hacerlos. Así que mi madre vuelve de Arizona para vivir aquí mientras yo esté fuera y para cuando vuelva, si es que vuelvo.

—Bien, Jerry, bien.

—Pero antes de ir a Nueva York voy a acercarme a Suiza y quizás a Grecia. Luego volveré a Nueva York.

—De acuerdo, Jerry, ya me tendrás informado. Me gusta saber de tu vida.

Luego, otra vez con los monos. Doce monos que pueden volar, jodiendo. ¿Cómo hacerlo? Ya van doce botellas de cerveza. Busco mi dosis de whisky de reserva en el refrigerador. Mezclo un tercio de vaso de whisky con dos tercios de agua. Nunca debí salir de aquella maldita oficina de correos. Pero incluso aquí, de este modo, uno tiene su pequeña oportunidad. Esos doce monos jodiendo, por ejemplo. Si hubiese nacido en Arabia y fuese camellero no tendría siquiera esta oportunidad. Así que endereza la espalda y dedícate a esos monos. Se te ha concedido la bendición de un pequeño talento y no estás en la India, donde probablemente dos docenas de muchachos podrían escribir para ti si supiesen escribir. Bueno, quizá no dos docenas, quizá sólo una docena pelada.

Termino el whisky, bebo media botella de vino, me acuesto, lo olvido.

A la mañana siguiente, a las nueve, suena el timbre. Hay una chica negra allí con un chico blanco con cara de tonto y gafas sin montura. Me cuentan que hace tres meses en una fiesta prometí ir en barco con ellos. Me visto, entro en el coche con ellos. Me llevan hasta un apartamento y allí sale un tipo de pelo oscuro.

—Hola, Hank —dice.

No le conozco. Al parecer, le conocí en la fiesta. Saca pequeños salvavidas color naranja. Luego estamos en el muelle. No puedo diferenciar el muelle del agua. Me ayudan

a bajar a un balanceante artilugio de madera que lleva a un muelle colgante. Entre el artilugio y el muelle flotante hay como un metro de separación. Me ayudan a pasar.

—¿Qué coño es esto? —pregunto—. ¿Nadie tiene un trago?

Esta no es mi gente. Nadie tiene bebida. Luego estoy en un pequeño bote de remos, alquilado, al que alguien ha unido un motor de medio caballo. El fondo del bote está lleno de agua en la que flotan dos peces muertos. No sé qué gente es ésta. Ellos me conocen. Magnífico. Magnífico. Salimos al mar. Bonito. Pasamos ante una rémora que flota casi en la superficie del agua. Una rémora, pienso, una rémora enroscada a un mono volador. No, eso es horrible. Vomito otra vez.

—¿Cómo está el gran escritor? —pregunta el tipo con cara de tonto que va en la proa de la barca, el de las gafas sin montura.

—¿Qué gran escritor? —pregunto, pensando que está hablando de Rimbaud, aunque jamás consideré a Rimbaud un gran escritor.

—Tú —dice.

—¿Yo? —digo—. Oh, muy bien. Creo que el año que viene me iré a Grecia.

—¿Grasa? —dice él—. ¿Para metértela en el culo?

—No —contesto—. En el tuyo.

Y seguimos hacia alta mar, donde Conrad triunfó. Al diablo con Conrad. Tomaré coca-cola con whisky en un dormitorio a oscuras en Hollywood en 1970, o en el año en que tú lees esto, sea el que sea. El año de la orgía simiesca que nunca sucedió. El motor farfulla y sorna en el mar. Vamos camino de Irlanda. No, es el Pacífico. Vamos camino del Japón. Al diablo.

Charles Bukowski: Quince centímetros. Cuento

88-SOLOBUKOWSKILos primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.

—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.

—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.

Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.

—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?

—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.

—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.

—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.

—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.

—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.

—¿Cómo lo sabes? .

—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.

—¿Qué les pasó?

—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente… podías verles irse, desvanecerse. ..

—¿Qué quieres decir?

—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.

Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.

—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.

—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?

—Lo sé —dijo ella.

—No me dijo mucho.

—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.

—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.

—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.

Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.

Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:

—¡Quítate esa maldita ropa!

—¿Cómo dices, querida?

—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!

No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!

—¿Cómo dices, querida?

—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!

—Pero querida, qué te pasa… ¿Estás en plan de bronca esta noche?

—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!

Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.

—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células…

Me atizó otra vez, varias veces.

—¡Ay! ¡Que duele, querida!

—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!

—¿Yo mismo?

—¡Sí, venga, condenado!

Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.

—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.

Yo supuse que era amor y decidí cooperar… Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.

—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!

—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.

—¿Qué conseguiremos?

—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.

-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.

—Ya lo verás, ya.

Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.

—¿Te pegaste hoy en los lomos?

—¡Si, mierda, sí!

—¿Cuántas veces?

—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.

Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no…

La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.

Una noche di en la báscula los setenta kilos.

—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!

Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.

—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.

—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?

Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:

—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.

—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.

—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.

Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban… y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.

Una noche me subí a la báscula.

Sesenta kilos.

—Oye Sara, ven.

—Sí, querido…

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué?

—Parece que estoy encogiendo.

—¿Encogiendo?

—Sí, encogiendo.

—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!

Luego se echó a reír.

—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.

—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.

Trazó la raya.

Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.

—Sí, niño bobo.

.—Vamos, traza la raya.

Trazó la raya.

Me volví.

—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!

—Niño bobo…

Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.

Me subí en la silla que había frente a su mesa.

—¿Henry Markson Jones II?

—Sí señor, dígame.

—¿Es usted Henry Markson Jones II?

—Claro señor.

—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto… quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero…

—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.

—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.

Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así…

Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.

Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.

—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!

Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.

—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!

—¡No soy un pato, soy un hombre!

—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!

Y me cogía y me besaba con sus labios rojos…

Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:

—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!

En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.

Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.

Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:

sí, no soy más que un mosquito,

no hay problema mientras no me pongo caliente,

entonces no tengo dónde meterla,

salvo en una maldita cabeza de alfiler.

Sara aplaudía y se reía.

si quieres ser almirante de la marina de la reina 

no tienes más que hacerte del servicio secreto, 

conseguir quince centímetros de altura 

y cuando la reina vaya a mear 

atisbar en su chorreante coñito…

Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo…

Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.

—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.

—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.

—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.

—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.

—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?

—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.

Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro… había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.

Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.

De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.

—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.

Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí… una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré… El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.

Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.

—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo!  —me dijo.

Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo… me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo… estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.

Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.

Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.

Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo… lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.

Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.

Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.

Entonces quedó inmóvil. Escuché.

Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno…

Se paró.

Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude… peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.

Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.

No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.

El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.

Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.

—¿Oiga, qué demonios es eso?

—¿Qué —preguntó una cliente.

—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.

Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.

—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.

Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.

La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.

Charles Bukowski: Vida en un prostíbulo de tejas. Cuento

64-SOLOBUKOWSKISalí del autobús en aquel lugar de Tejas y hacía frío y yo tenía catarro, y uno nunca sabe, era una habitación muy grande, limpia, por sólo cinco dólares a la semana, y tenía chimenea, y apenas me había quitado la ropa cuando de pronto entró aquel negro viejo y empezó a hurgar en la chimenea con aquel atizador largo. No había leña en la chimenea y me pregunté qué haría allí aquel viejo hurgando en la chimenea con el atizador. Y entonces me miró, se agarró el pijo y emitió un sonido así como, «¡isssssss!» y yo pensé, bueno, por alguna razón debe creer que soy marica, pero como no lo soy, no puedo hacer nada por él. En fin, pensé, así es el mundo, así funciona. Dio unas cuantas vueltas por allí con el atizador y luego se fue. Entonces me metí en la cama. Cuando viajo en autobús siempre me acatarro y además me da insomnio, aunque la verdad es que siempre tengo insomnio de todos modos.

En fin, la cosa es que el negro del atizador se largó y yo me tumbé en la cama y pensé, bueno, puede que un día de éstos consiga cagar.

Volvió a abrirse la puerta y entró una criatura, hembra, bastante sabrosa, y se echó de rodillas y empezó a fregar el suelo de madera, y a mover y mover y mover el culo mientras fregaba el suelo de madera.

—¿Quieres una chica guapa? —me preguntó.

—No. Estoy molido. Acabo de bajarme del autobús. Sólo quiero dormir.

—Un buen chocho te ayudaría a dormir, de veras. Sólo son cinco dólares.

—Estoy hecho migas.

—Es una chica muy guapa… y limpia.

—¿Dónde está esa chica?

—Yo soy la chica —se levantó y se plantó delante de mí.

—Lo siento, pero estoy agotado, de veras.

—Sólo dos dólares.

—No, lo siento.

Se fue. Al cabo de unos minutos oí la voz de hombre.

—Oye, ¿vas a decirme que eres incapaz de camelerarle? Le dimos nuestra mejor habitación por sólo cinco dólares. ¿Me vas a decir que no puedes?

—¡Lo intenté, Bruno! ¡De verdad que lo intenté, Bruno!

—¡Sucia zorra!

Identifiqué el sonido. No era un bofetón. La mayoría de los buenos chulos procuran no espachurrar la cara. Pegan en la mejilla, junto a la mandíbula, evitando los ojos y la boca. Bruno debía tener un establo bien surtido. Era sin lugar a dudas el sonido de puñetazos en la cabeza. Ella chilló y cayó al suelo y el hermano Bruno le atizó otro lanzándola contra la pared. Anduvo un rato rebotando de puño a pared y de pared a puño entre chillidos; yo me estiré en la cama y pensé, bueno, a veces la vida resulta interesante. Pero no quiero de ninguna manera oír esto. Si hubiese sabido que iba a pasar le habría dejado acostarse conmigo.

Luego me dormí.

Por la mañana, me levanté, me vestí. Normalmente lo hago. Pero de cagar nada. Me fui a la calle y empecé a buscar estudios fotográficos. Entré en el primero.

—Buenos días, caballero. ¿Quiere usted una foto?

Era una guapa pelirroja y sonreía.

—¿Una foto con esta cara? Ando buscando a Gloria Westhaven.

—Yo soy Gloria Westhaven —dijo ella y cruzó las piernas y se subió un poquito la falda! Pensé que el hombre ha de morir para llegar al cielo.

—¿Pero qué dices? —dije—. Tú no eres Gloria Westhaven. Conocí a Gloria Westhaven en un autobús de Los Angeles.

—¿Y qué pasó?

—Bueno, me enteré de que su madre tenía un estudio fotográfico. Ando buscándola. Es que en el autobús pasó algo…

—Vaya, vaya, ¿qué pasó?

—Que la conocí. Había lágrimas en sus ojos cuando se bajó. Yo seguí hasta Nueva Orleans, al llegar cogí el autobús de vuelta. Nunca una mujer había llorado por mí.

—Quizá llorase por otra cosa.

—Eso creí yo también hasta que los otros pasajeros empezaron a insultarme.

—¿Y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico?

—Eso es todo lo que sé.

—Muy bien, escucha. Conozco al director del periódico más importante de esta ciudad.

—No me sorprende —dije mirándole las piernas.

—Escucha, déjame tu nombre y dirección. Le explicaré por teléfono la historia, aunque habrá que cambiarla. Os conocisteis en un avión, ¿entiendes? Amor en el aire. Ahora estáis separados y perdidos, ¿entiendes? Y tú has volado hasta aquí desde Nueva Orleans y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico. ¿Comprendido? Lo pondremos en la columna de M…K… en la edición de mañana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije y eché una última ojeada a sus piernas y salí mientras ella marcaba en el teléfono. Y allí estaba yo en la segunda o tercera ciudad de Tejas, el amo de la ciudad. Entré en el primer bar…

Estaba muy lleno para aquella hora del día. Me senté en el único taburete vacío. Bueno, no. Había dos taburetes vacíos, uno a cada lado de aquel tipo grande. Tendría unos veinticinco años, con cerca de uno noventa y unos cien kilos. Ocupé uno de los taburetes y pedí una cerveza. Me zampé la cerveza y pedí más.

—Así me gusta, eso es beber, sí señor —dijo el tipo grande—. En cambio estos maricas de aquí, se sientan y están horas con una cerveza. Me gusta cómo se comporta usted, forastero. ¿De dónde es, qué hace?

—No hago nada —dije—. Y soy de California.

—¿Y no tiene proyectos?

—No, ninguno. Yo sólo ando por ahí.

Bebí la mitad de mi segunda cerveza.

—Usted me gusta, forastero —dijo el tipo grande— Confiaré en usted. Pero hablaré bajo, porque aunque soy un tipo grande, son muchos para mí.

—Diga diga —dije terminando la segunda cerveza.

El tipo grande se inclinó y me dijo al oído, en un susurro:

—Los téjanos apestan.

Miré alrededor. Asentí lentamente. Sí.

Cuando acabó, yo estaba debajo de una de las mesas que atendía la camarera por la noche. Salí a gatas, me limpié la boca furtivamente, vi que todos se reían y me largué…

Cuando llegué al hotel no podía entrar. Había un periódico debajo de la puerta y la puerta estaba abierta sólo unos milímetros.

—Eh, déjeme pasar —dije.

—¿Quién es usted? —preguntó el tipo.

—Estoy en la ciento dos. Pagué por una semana. Me llamo Bukowski.

—Usted no lleva botas, ¿verdad?

—¿Botas? ¿Cómo dice?

—Rangers.

—¿Rangers? ¿Qué es eso?

—Pase pase —dijo…

No llevaba diez minutos en mi habitación, estaba en la cama con toda aquella red alrededor. Toda la cama (y era una cama grande con una especie de techo) tenía alrededor aquella red. Tiré de ella por los lados y me quedé allí tumbado con toda aquella red alrededor. Me producía una sensación bastante extraña hacer una cosa así, pero tal como iban las cosas pensé que de todos modos me sentiría extraño. Por si no bastara esto, sentí una llave en la puerta y la puerta se abrió. Esta vez era una negra baja y maciza de rostro bonachón y culo inmenso.

Y aquella amable y enorme negra se puso a colocar de nuevo la extraña red, diciendo:

—Es hora de cambiar las sábanas, querido.

—Pero sí llegué ayer —dije yo.

—Querido, nuestro turno de cambio de sábanas no depende de ti. Venga, saca de ahí tu culito rosado y déjame hacer mi trabajo.

—Bueno bueno —dije, y salté de la cama, absolutamente desnudo. No pareció asustarse.

—Conseguiste una cama muy linda y muy grande, querido —me dijo—. Tienes la mejor habitación y la mejor cama de este hotel.

—Debo ser un hombre de suerte.

Estiró aquellas sábanas y me enseñó todo aquel culo. Me enseñó todo aquel culo y luego se volvió y dijo:

—Vale, querido, ya está hecha la cama. ¿Algo más?

—Bueno, sí puedes subirme doce o quince cuartos de cerveza.

—Te lo subiré. Primero dame el dinero.

Le di el dinero y pensé, en fin, hasta nunca. Eché la red alrededor decidido a dormir. Pero la negrita volvió y corrió la red y nos sentamos allí a charlar y a beber cerveza.

—Háblame de ti —le dije.

Se rió y empezó a contar. Por supuesto, no había tenido una vida fácil. No sé cuánto tiempo estuvimos bebiendo. Por fin se metió en la cama y fue uno de los polvos mejores de mi vida…

Al día siguiente, me levanté, bajé a la calle y compré el periódico y allí estaba, en la columna del popular columnista. Se mencionaba mi nombre. Bukowski, novelista, periodista, viajero. Nos habíamos conocido en el aire. La encantadora dama y yo. Y ella había aterrizado en Tejas y yo había seguido hasta Nueva Orleans cumpliendo mi trabajo de periodista, pero, como no podía borrar del pensamiento a aquella maravillosa mujer, había cogido otro avión rumbo a Tejas. Sólo sabía que su madre tenía un estudio fotográfico. En el hotel, me hice con una botella de whisky y cinco o seis cuartos de cerveza y cagué al fin. ¡Qué gozosa experiencia! ¡Debería haber figurado en la columna!

Me metí de nuevo en la red. Sonó el teléfono. Era el teléfono interior. Estiré la mano y descolgué.

—Una llamada para usted, señor Bukowski, del director del… ¿se la paso?

—Sí, pásemela —dije—. Diga.

—¿Es usted Charles Bukowski?

—Sí.

—¿Qué hace en un sitio así?

—¿Qué quiere decir? ¿Qué tiene este sitio? Me parece una gente muy agradable.

—Es el peor prostíbulo de la ciudad. Llevamos quince años intentando cerrarlo. ¿Cómo fue a parar ahí?

—Hacía frío. Entré en el primer sitio que vi. Vine en autobús y hacía frío.

—Vino usted en avión. ¿No recuerda?

—Recuerdo.

—Muy bien, tengo la dirección de la chica. ¿La quiere?

—Sí, si no tiene usted inconveniente. Si lo tiene, olvídelo.

—No entiendo, la verdad, cómo vive usted en un sitio así.

—Está bien. Es usted el director del periódico más importante de la ciudad y está hablando conmigo por teléfono y estoy en un burdel de Tejas. En fin, amigo, dejémoslo. La chica lloraba o algo así; y eso me impresionó. Sabe, cogeré el próximo autobús y me iré de la ciudad.

—¡Espere!

—¿Qué he de esperar?

—Le daré la dirección. La chica leyó la columna. Leyó entre líneas. Telefoneó. Quiere verle. No le dije dónde estaba viviendo. En Tejas somos gente hospitalaria.

—Sí, estuve en un bar anoche. Pude comprobarlo.

—¿También bebe?

—No es que beba, soy un borracho.

—Creo que no debería darle la dirección.

—Entonces olvide este jodido asunto —dije, y colgué.

Sonó otra vez el teléfono.

—Una llamada para usted, señor Bukowski. Del director del…

—Pásela.

—Mire, señor Bukowski, necesitamos completar la historia. Hay mucha gente interesada.

—Dígale al columnista que utilice su imaginación.

—Escuche, ¿le importa que le pregunte qué hace usted para ganarse la vida?

—No hago nada.

—¿Sólo viajar por ahí en autobús y hacer llorar a las jóvenes?

—No todos pueden hacerlo.

—Escuche, voy a darle una oportunidad. Voy a darle esa dirección. Vaya usted y véala.

—Puede que sea yo el que esté dándole una oportunidad.

Me dio la dirección.

—¿Quiere que le explique cómo puede ir allí?

—No se preocupe. Si puedo encontrar un burdel, podré encontrarla a ella.

—Hay algo en usted que no acaba de gustarme —dijo.

—Olvídelo. Si la chica merece la pena, volveré a llamarle.

Colgué. Era una casita marrón. Me abrió una vieja.

—Busco a Charles Bukowski —dije—. No, perdón —añadí—. Busco a una tal Gloria Westhaven.

—Soy su madre —dijo ella—. ¿Es usted el del avión?

—Soy el del autobús.

—Gloria leyó la columna. Supo inmediatamente que era usted.

—Magnífico. ¿Qué hacemos ahora?

—Oh, pase pase.

Pasé.

—Gloria —aulló la vieja.

Salió Gloría. Seguía con muy buen aspecto. Exactamente una más de esas saludables pelirrojas tejanas.

—Pase, pase, no se quede ahí —dijo—. Discúlpanos, mamá.

Me hizo pasar a su cuarto, pero dejó la puerta abierta. Nos sentamos, muy separados.

—¿Qué hace usted? —preguntó.

—Soy escritor.

—¡Oh, qué maravilla! ¿Dónde le han publicado?

—No me han publicado.

—Entonces, en cierto modo, en realidad no es usted escritor.

—Así es. Y vivo en una casa de putas.

—¿Que?

—Lo dicho, tiene usted razón, no soy escritor, en realidad.

—No, me refiero a lo otro.

—Estoy viviendo en un burdel.

—¿Vive usted siempre en burdeles?

—No.

—¿Cómo es que no está usted en el ejército?

—No pude pasar el psiquiatra.

—Bromea usted.

—No, gracias a Dios.

—¿No quiere usted combatir?

—No.

—Ellos bombardearon Pearl Harbor.

—Ya me enteré, ya.

—¿No quiere usted luchar contra Adolfo Hitler?

—Pues, no, la verdad, prefiero que sean otros.

—Es usted un cobarde.

—Sí, claro, lo soy. No es que me importe mucho matar a un hombre, pero no me gusta dormir en barracones con un montón de tíos roncando y luego que me despierte un idiota a cornetazos, y no me gusta llevar esas cochambrosas camisas color aceituna que pican muchísimo. Soy de piel muy sensible.

—Me alegro que tenga usted algo sensible.

—Yo también, pero ojalá que no fuese la piel.

—Quizá debiese usted escribir con la piel.

—Quizá debiese usted escribir con el chocho.

—Es usted ruin. Y cobarde. Alguien ha de enfrentarse a las hordas fascistas. Estoy prometida a un teniente de la marina norteamericana que si estuviese aquí ahora, le daría a usted una buena zurra.

—Ya puede ser, pero eso sólo me haría aún más ruin.

—Le enseñaría al menos a portarse como un caballero delante de una dama.

—Sí, claro, tiene usted razón. ¿Si matase a Mussolini sería un caballero?

—Sin duda.

—Me alisto ahora mismo.

—No le quieren. ¿Se acuerda?

—Me acuerdo.

Estuvimos sentados allí mucho tiempo en silencio. Luego dije yo:

—Oiga, ¿puedo preguntarle algo?

—Adelante —dijo ella.

—¿Por qué me pidió que me bajara del autobús con usted? ¿Y por qué lloró al ver que no lo hacía?

—Bueno, se trata de su cara. Es usted tan feo.

—Sí, ya lo sé.

—En fin, tiene esa cara tan fea y tan trágica. No quería perder esa «cosa trágica». Me daba usted lástima, por eso lloré. ¿Cómo consiguió una cara tan trágica?

—Ay Dios mío —dije. Luego me levanté y me fui.

Volví andando al burdel. El tipo de la puerta me reconoció.

—Eh, amigo, ¿dónde le hicieron ese cardenal?

—Un asunto relacionado con Tejas.

—¿Tejas? ¿Estaba usted a favor o en contra de Tejas?

—A favor, desde luego.

—Va usted aprendiendo, amigo.

—Sí, lo sé.

Subí a la habitación y cogí el teléfono y le dije al tipo que me pusiera con el director del periódico.

—Oiga amigo, aquí Bukowski.

—¿Vio usted a la chica?

—Vi a la chica.

—¿Cómo fueron las cosas?

—Bien, muy bien. Estuve corriéndome como una hora. Dígaselo a su columnista. Colgué.

Bajé y salí y busqué el mismo bar. No había cambiado nada. Aún seguía allí el tipo grande, con un taburete vacío a cada lado.

Me senté y pedí dos cervezas. Bebí la primera de un trago. Luego bebí la mitad de la otra.

—Yo a usted le recuerdo —dijo el tipo grande—. ¿Qué le pasó?

—La piel. Es muy sensible.

—¿Usted me recuerda? —preguntó.

—Le recuerdo.

—Creí que no volvería nunca.

—Pues aquí estoy. ¿Jugamos el jueguecito?

—Aquí en Tejas no jugamos jueguecitos, forastero.

—¿No?

—¿Aún cree usted que los téjanos apestan?

—Algunos.

Y allá fui yo otra vez debajo de la mesa. Salí, me levanté y me fui. Volví al burdel.

Al día siguiente, el periódico decía que el «Romance» había fracasado. Yo había vuelto a Nueva Orleans. Recogí mis cosas y bajé hasta la estación de autobuses. Llegué a Nueva Orleans, conseguí una habitación legal y me instalé. Conservé los recortes de periódico un par de semanas, y luego los tiré. ¿Tú no habrías hecho lo mismo?

Doris Lessing: Discurso al aceptar el Premio Nobel de literatura. Discurso

doris-lessing-by-saundersEstoy de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de incendios donde, en el ’56, se encontraba el bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.

Me encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí «para ayudar a África» como solemos decir. Es un alma genuinamente idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni biromes, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas, historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en Paris o Felicity encuentra el amor.

Hay una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben saber que todos las están observando?

Mi amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela.

Mientras estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas piden libros. «Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres.» Un hombre dijo: «Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros». Todas las personas que conocí, todas ellas, pedían libros.

Estuve varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río.

Otro maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad luego de ver el estado en que se encontraba esta «escuela».

El último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra, que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones que habían sido bosque.

No creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.

Al día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos edificios y jardines.

Estos alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres, familiares e incluso madres de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para ellos.

La escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana. Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños que todas y cada una de las personas piden libros: «Por favor, mándennos libros». Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo, donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una cabra recién faenada y cocida en una olla grande constituye el banquete de fin de año.

¿Acaso les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?

Me esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.

Estoy convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios.

Al finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a las universidades.

—Ya sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la biblioteca.

«Ya sabes como es». Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros.

Somos parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras.

Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás «¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?». Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc.

Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa feliz etapa, muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX.

La lectura, los libros solían formar parte de la educación general.

Las personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel fundamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído.

Todos conocemos esta triste historia.

Pero no conocemos su final.

Recordemos el antiguo proverbio: «La lectura es el alimento del alma» —y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con información, con historia, con toda clase de conocimientos.

Pero nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me telefoneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos, sobre educación.

Pertenezco a una pequeña organización que se fundó con el propósito de abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos diferentes había recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos informaron que en las aldeas, a diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para averiguar las preferencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al final de la lista. Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos desconocen la oferta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas.

Nuestra pequeña organización conseguía libros de toda fuente posible, pero recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual: así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe. Ahora, debido a la inflación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alfabetización: las personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos.

Nuestra pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y, también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos.

Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es un fenómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.

Existe un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales, suficiente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros.

Y suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra familia en nuestra elongada choza de barro): «Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted».

Pero aquí está la dificultad. No.

La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.

Allí está la brecha. Allí está la dificultad.

Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía.

Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.

Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos. Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.

Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe.

Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado físicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.

Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades.

Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta algo más.

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: «¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?». A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración.

Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. «¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?»

Pasemos a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.

A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad.

Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento.

Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: «Es lo peor que me pudo haber pasado».

Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.

Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. «¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes.»

Es imprescindible alguna clase de educación.

En mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.

Pero hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a su «biblioteca». Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material plástico. «Pero», le dijimos, «¿acaso esos libros no son para leer?» y nos respondió: «No, se van a ensuciar y entonces ¿dónde consigo otros?».

Su deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar. «Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria», suplica, «pero nunca me enseñaron a enseñar.»

He visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase formada por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba «Dos por dos son…», etc. He visto una muchacha, de escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo.

Somos testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los beneficios de la educación.

Nuestra educación que tan amenazada se encuentra en esta época.

Quisiera que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio de ramos generales propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada agua.

El hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna Karenina.

Ella lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es una joven con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de personas, todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera, más allá de las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enfermo en realidad, a causa de la sequía.

El hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo?

—Es sobre Rusia —responde la chica.

—¿Sabes dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro.

La joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la mejor.

La joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.

El hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre dice: —La Fanta les da más sed.

El hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.

Luego ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota.

Ella vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo la fascina y vuelve a leerlo.

«Varenka lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que le formularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por fin llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió confundido y, en silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora.»

Este fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas en bikini.

Ha llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los seis kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora… Afuera las hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esfuerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de comprenderlo.

¿Cómo ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un remoto comercio de ramos generales? Así.

Sucedió que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz alta a quien quisiera escucharlo: «Es mi costumbre para los viajes largos. A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando hablaba. «Viajo todo el tiempo», confesó. «Viajar en esta época ya es bastante esfuerzo.» Tan pronto como los pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. «No, en realidad es la única manera de viajar.» Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era un libro famoso.

Cuando llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran interés, reprobación, justificada curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general, esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado.

Mientras tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador con sus hijitos prendidos de su falda. Usa jeans, porque es una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden aferrarse a ella, a sus amplios pliegues.

La joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda.

Los niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado de polvo.

Era penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: «Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños. Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí, también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará».

La joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente. A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa.

—Esperen —dice a sus hijos—. Esperen.

Debe darse ánimo y continuar.

Y piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el supermercado, un edificio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida.

Supongo que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre el mostrador del negocio de ramos generales.

Sería un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.

Y allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va… a través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana.

Estamos hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la ironía e incluso para el cinismo. Apenas si utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que han perdido su potencialidad.

Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.

Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre.

Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.

Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.

El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.

Esa pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras superabundancias?

Creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir.

Isaac Asimov: Que no sepan que recuerdas. Cuento

Author and Scientist Isaac AsimovEl problema con John Heath, en lo que a John Heath se refiere, era su absoluta mediocridad. Él estaba seguro. Y lo que era peor, notaba que Susan lo sospechaba. Significaba que nunca conseguiría sobresalir, que jamás llegaría a las altas esferas de «Quantum Pharmaceuticals», donde no era sino una pieza más entre los jóvenes ejecutivos…, sin dar nunca el definitivo salto «Quantum». Ni lo conseguiría en ninguna otra parte si cambiaba de trabajo. Suspiró interiormente. En sólo dos semanas iba a casarse y por ella aspiraba a ascender. Después de todo, la amaba apasionadamente y deseaba brillar ante sus ojos. Pero, claro, éste era el deseo de cualquier joven a punto de casarse. Susan Collins miró amorosamente a John. ¿Y por qué no? Era razonablemente guapo, inteligente, seguro y, además, un chico afectuoso. Si no la deslumbraba con su brillantez, por lo menos no la trastornaba con ningún tipo de extravagancia. Ahuecó la almohada que había colocado bajo su cabeza cuando se dejó caer en el sillón, y le entregó el vaso, asegurándose de que lo tenía bien agarrado, antes de soltarlo. Le dijo:

— Estoy practicando, John. Tengo que ser una esposa eficiente. John sorbió su bebida.

— Yo soy el que tendrá que andarse con tiento, Sue. Tu salario es mayor que el mío.

— Una vez estemos casados, todo irá a un mismo bolsillo. Será la sociedad Johnny y Sue, con una sola contabilidad.

— Pero tendrás que llevarla tú -dijo John, desalentado-. Si lo intentara yo, cometería errores.

— Sólo porque imaginas que los vas a cometer. ¿Cuándo van a venir tus amigos?

— A las nueve, creo. O a las nueve y media. No son precisamente unos amigos. Son gente de «Quantum», del laboratorio, unos investigadores.

— ¿Estás seguro de que no cuentan con quedarse a comer?

— Dijeron que después de cenar. Estoy seguro. Es un encuentro de trabajo. Lo miró, inquisitiva:

— No lo dijiste antes.

— ¿Qué es lo que no dije antes?

— Que se trataba de trabajo. ¿Estás seguro? John se sentía confuso. Cualquier esfuerzo para recordar exactamente le dejaba siempre confuso.

— Eso dijeron…, pienso yo. La expresión de Susan era de cariñosa exasperación, más parecida a la que le hubiera provocado un cachorro que ignora que lleva las patas sucias.

— Si pensaras de verdad -le dijo- cada vez que dices «pienso», no te mostrarías tan inseguro. ¿No ves que no puede ser cosa de trabajo? Si tuviera relación con el trabajo, ¿no te verían en el trabajo?

— Es confidencial -explicó John-. No quieren verme en el trabajo. Ni siquiera en mi apartamento.

— ¿Por qué aquí, pues?

— Yo se lo sugerí. Pensé que tú debías estar conmigo, naturalmente. Van a tener que tratar con la sociedad Johnny y Sue, ¿no crees?

— Depende de lo confidencial que sea. ¿Te insinuaron algo?

— No, pero no estaría mal oírles. Podría ser algo que me promocionara en el trabajo.

— ¿Por qué a ti? -preguntó Susan.

— ¿Y por qué no yo? -John parecía disgustado.

— Me llama la atención que alguien en tu nivel de empleo necesite tanto misterio para… Se calló al oir el intercomunicador. Se precipitó a contestar y volvió para anunciar:

— Están subiendo.

Entraron dos. Uno era Boris Kupfer, con el que John ya había hablado…, enorme, inquieto, de barba mal afeitada. El otro era David Anderson, más pequeño, más tranquilo. No obstante, sus ojos iban de un lado a otro, sin perder detalle.

— Susan -dijo John, indeciso, con la puerta todavía abierta-, éstos son los colegas de los que te hablé. Boris…

— Buscó en su memoria y calló.

— Boris Kupfer -terminó el grandote, impaciente, jugando con unas monedas en el bolsillo-, y éste es David Anderson. Es muy amable por su parte, señorita…

— Susan Collins.

— Es muy amable por su parte prestarnos su residencia a Mr. Heath y a nosotros para una conferencia privada. Nos excusamos por irrumpir en su tiempo y en su intimidad de este modo… Si nos dejara solos un momento, estaríamos aún más agradecidos. Susan le miró gravemente.

— ¿Qué quieren, que me vaya al cine, o a la habitación de al lado?

— Si pudiera ir a visitar a una amiga…

— No -dijo Susan con firmeza.

— Puede disponer de su tiempo como mejor le parezca, claro. Al cine, si lo prefiere.

— Al decir no -aclaró Susan-, quería decir que no me iba. Quiero saber de qué se trata. Kupfer parecía estupefacto. Miró por un momento a Anderson, y anunció:

— Es confidencial, como supongo que Mr. Heath le habrá dicho. John, incómodo, intervino:

— Se lo expliqué. Susan, comprende…

— Susan -interrumpió Susan- no comprende nada y no se le dio a entender que tuviera que ausentarse de la reunión. Éste es mi piso y John y yo nos casamos dentro de dos semanas…, exactamente dentro de dos semanas a partir de hoy. Somos la sociedad Johnny & Sue, y tendrán que tratar con la sociedad. La voz de Anderson se dejó oír por primera vez, sorprendentemente profunda y tan suave como si le hubieran dado cera.

— Boris, la joven tiene razón. Como futura esposa de Mr. Heath, tendrá gran interés por lo que hemos venido a plantear, y sería un error excluirla. Tiene un interés tan grande en nuestra proposición que, si deseara marcharse, yo insistiría en que se quedara.

— Pues bien, amigos -dijo Susan-, ¿qué quieren beber? Una vez haya traído las bebidas, podemos empezar. Ambos estaban sentados, muy rígidos, y habían probado sus bebidas. Kupfer empezó:

— Heath, me figuro que no sabrá usted mucho de los detalles químicos sobre el trabajo de la compañía…, los quimico-cerebrales, por ejemplo.

— Ni pizca -aseguró John, inquieto.

— No hay motivo para que lo sepa -aseguró Anderson, suavemente.

— Se lo explicaré -empezó Kupfer, con una mirada inquieta a Susan.

— Los detalles técnicos son innecesarios -cortó Anderson, en voz tan baja, que apenas se le oía. Kupfer se ruborizó.

— Sin detalles técnicos. «Quantum Pharmaceuticals» trata con quimico-cerebrales que son, como su nombre indica, sustancias químicas que afectan al cerebro, es decir, al super-funcionamiento del cerebro.

— Debe ser un trabajo muy complicado -comentó Susan, serena.

— Lo es -aseguró Kupfer-. El cerebro de los mamíferos tiene cientos de variedades moleculares características que no se encuentran en ninguna otra parte y sirven para modular la actividad cerebral, incluyendo aspectos de lo que llamamos vida intelectual. El trabajo está bajo la máxima seguridad corporativa, que es por lo que Anderson no quiere detalles técnicos. Pero puedo decir esto: se acabaron los experimentos animales. Nos estrellamos en un muro si no podemos probar la reacción humana.

— ¿Y por qué no lo hacen? -preguntó Susan-. ¿Qué se lo impide?

— La reacción del público si algo saliera mal.

— Utilicen voluntarios.

— No puede ser. «Quantum Pharmaceuticals» no puede arriesgarse a una publicidad negativa si algo saliera mal. Susan les miró, burlona.

— ¿Trabajan ustedes por su cuenta? Anderson alzó la mano para hacer callar a Kupfer.

— Joven, deje que le explique en pocas palabras para terminar de una vez este inútil forcejeo verbal. Si tenemos éxito, la recompensa será enorme. Si fracasamos, «Quantum Pharmaceuticals» no nos reconocerá y tendremos que pagar lo que haya que pagar, como por ejemplo, el final de nuestras carreras. Si nos pregunta por qué estamos dispuestos a correr el riesgo, la respuesta es que no creemos que haya riesgo. Estamos razonablemente seguros de que tendremos éxito; enteramente seguros de que no causaremos ningún daño. La corporación opina que no puede arriesgarse; pero sabemos que sí podemos. Ahora, Kupfer, siga.

— Tenemos un producto químico para la memoria. Funciona con todos los animales que hemos probado. Su habilidad de aprendizaje mejora de modo sorprendente. Debería funcionar también con los seres humanos.

— ¡Es de lo más excitante! -exclamó John.

— Es excitante -repitió Kupfer-. La memoria no se mejora almacenando en el cerebro información de modo más eficiente. Todos nuestros estudios demuestran que el cerebro almacena un número casi ilimitado de datos perfecta y permanentemente. La dificultad reside en recordarlos. ¿Cuántas veces hemos tenido un nombre en la punta de la lengua sin poder precisarlo? ¿Cuántas veces hay algo que uno sabe que sabe, y que no se recuerda hasta dos horas después de haber pensado en algo más? ¿Lo expongo correctamente, David?

— Si -dijo Anderson-. El recuerdo se inhibe, pensamos, porque el cerebro mamífero se

ha adelantado a sus necesidades desarrollando un sistema de registro demasiado perfecto. Un mamífero almacena la información que necesita o que es capaz de utilizar, y si toda ella estuviera disponible en cualquier momento, nunca podría seleccionar suficientemente de prisa lo preciso para una reacción apropiada. El recuerdo se inhibe, por lo tanto, para asegurar que los datos emergen del almacenamiento en números manipulables, y con los datos más deseados no distorsionados por otros datos abundantes y sin interés. »Hay una química definida que funciona en el cerebro como un recordatorio inhibidor, y hay otra química que neutraliza al inhibidor. Lo llamamos un desinhibidor y, hasta donde hemos podido asegurarnos, no produce efectos secundarios deletéreos. Susan se echó a reír.

— Ya sé lo que sigue Johnny. Ya pueden marcharse, caballeros. Acaban de decir que el recuerdo es inhibido para permitir que los mamíferos reaccionen de modo más eficiente, y ahora dicen que el desinhibidor no produce efectos deletéreos. Seguro que el desinhibidor hará que los mamíferos reaccionen con menos eficiencia; quizá se encontrarán del todo incapaces de reaccionar. Y ahora van a proponer probarlo en Johnny y ver si le reducen a la inmovilidad catatónica. Anderson se puso en pie, apretando los labios. Dio unos pasos rápidos hasta el extremo opuesto y se giró. Volvió a sentarse, tranquilizado y sonriente.

— En primer lugar, Miss Collins -dijo-, es un asunto de dosificación. Le dijimos que todos los animales en los que se ha experimentado, todos desplegaron una gran capacidad para aprender. Naturalmente, no eliminamos del todo el inhibidor; simplemente lo suprimimos en parte. En segundo lugar, no tenemos razones para pensar que el cerebro humano pueda tolerar una completa desinhibición. Es mucho mayor que cualquier cerebro de animal que se haya estudiado, y todos conocemos su incomparable capacidad para el pensamiento abstracto. Es un cerebro diseñado para recordar perfectamente, pero las ciegas fuerzas de la evolución no han conseguido retirar la química inhibitoria que, al fin y al cabo, había sido diseñada para los animales más bajos y heredada de ellos.

— ¿Está seguro? -preguntó Johnny.

— No puede estar seguro -declaró Susan, tajante.

— Estamos seguros -dijo Kupfer-, pero necesitamos pruebas para convencer a los demás. Por eso es por lo que tenemos que probarlo en un ser humano.

— Y éste seria John -anunció Susan.

— Sí.

— Lo cual nos lleva a la cuestión clave -observó Susan-. ¿Por qué, John?

— Bueno -empezó Kupfer, despacio-, necesitamos a alguien con el que las posibilidades de éxito son casi seguras, y en quien resultarían más evidentes. No queremos a nadie de una capacidad mental tan baja que necesitemos utilizar grandes dosis del desinhibidor; ni queremos a nadie tan listo que los efectos no se noten suficientemente. Necesitamos a alguien de tipo medio. Afortunadamente, disponemos de los perfiles fisicopsicológicos de todos los empleados de «Quantum», y en esto, como en muchas otras cosas, Mr. Heath es ideal.

— ¿Promedio medio? -musitó Susan. John pareció impresionado al oir la frase que él había imaginado como su más recóndito y vergonzoso secreto.

— Venga, venga -protestó John. Ignorando la protesta de John, Kupfer respondió a Susan:

— Si.

— ¿Y dejará de serlo si se somete a tratamiento? Los labios de Anderson se estiraron en otra de sus extrañas sonrisas carentes de alegría.

— En efecto. Dejará de serlo. Es algo que debe tener en cuenta, ya que se va a casar pronto… La sociedad Johnny & Sue, la llamó así, ¿verdad? Tal como es ahora, no creo que la sociedad progrese mucho en «Quantum», Miss Collins, porque aunque Heath es un empleado bueno y de confianza, es, como ya ha dicho, una mediania. Si toma el desinhibidor, pasará a ser una persona sorprendente y avanzará con asombrosa rapidez. Considere lo que seria esto para la sociedad.

— ¿Y qué tiene que perder la sociedad? -preguntó Susan, sombría.

— No veo que pueda perder nada -observó Anderson-. Será una dosis moderada que le administraremos en el laboratorio, mañana…, domingo. Estaremos solos, podremos mantenerle bajo vigilancia unas horas. Es cierto que nada saldrá mal. Si pudiera hablarle de todos nuestros pacientes, experimentos y exploraciones minuciosas sobre efectos secundarios…

— Pero, en animales -hizo constar Susan, sin ceder un ápice. Pero John intervino entonces:

— Yo tomaré la decisión, Sue. Estoy más que harto de eso del promedio medio. Vale la pena arriesgarme si eso significa librarme del maldito peso del promedio medio.

— Johnny, no te precipites -rogó Susan.

— Estoy pensando en nuestra sociedad, Sue. Quiero contribuir en algo.

— Bien -dijo Anderson-, pero consúltelo con la almohada. Tenemos preparadas dos copias de un acuerdo que le pediremos que estudie y firme. Por favor, tanto si firma como si no, no se lo enseñe a nadie. Vendremos mañana por la mañana para llevarle al laboratorio. Sonrieron, se levantaron y se fueron. John leyó el documento con el ceño fruncido, luego levantó la mirada:

— Tú no crees que deba hacerlo, ¿verdad, Sue?

— Claro, me preocupa.

— Pero, si tengo la oportunidad de salirme del promedio medio…

— ¿Y qué importa eso? En mi corta vida he conocido a muchos iluminados y a muchos chiflados, y te juro que me encanta una persona sensata y sencilla como tú, Johnny. Oyeme, yo también soy una medianía…

— ¡Tú, una medianía! ¿Con tu cara? ¿Con tu tipo? Susan se contempló con cierta complacencia.

— Bueno, digamos que soy tu estupenda medianía de mujer.

Le pusieron la inyección a las ocho de la mañana del domingo, doce horas después de que se lo propusieran. Un sensor totalmente computerizado fue conectado en una docena de partes de su cuerpo, mientras Susan observaba con atenta aprensión.

— Ahora, Heath -dijo Kupfer-, relájese, por favor. Todo va bien, pero la tensión acelera el corazón, aumenta la presión y anula nuestros resultados.

— ¿Cómo puedo relajarme? -barbotó John. Susan intervino:

— ¿Anula los resultados hasta el extremo de no saber bien lo que pasa?

— No, no -cortó Anderson-. Boris ha dicho que todo iba bien y así es. Es justo que nuestros animales fueran sedados siempre, antes de la inyección, y creímos que en este caso los sedantes no serian apropiados. Así que si no hay sedante, debemos esperar tensión. Limítese a respirar despacio y haga lo imposible para minimizarla. Era entrada la tarde cuando, por fin, le desconectaron del todo.

— ¿Cómo se encuentra? -preguntó Anderson.

— Nervioso, pero por lo demás muy bien.

— ¿Dolor de cabeza?

— No. Pero quiero ir al baño. Un orinal no me relaja nada.

— Naturalmente. John volvió a salir, ceñudo.

— No he observado ninguna mejora de la memoria.

— Esto lleva cierto tiempo y será gradual. El desinhibidor entra en el riego sanguíneo del cerebro, ¿sabe? -explicó Anderson.

Era casi medianoche cuando Susan rompió lo que había resultado ser una velada opresiva y silenciosa, en la que ni uno ni otra habían disfrutado con la televisión. Susan le dijo:

– Tendrás que quedarte a dormir aquí. No quiero que te quedes solo no sabiendo bien lo que va a ocurrir.

– No siento nada -declaró John, sombrio-. Sigo siendo yo.

– Me conformo con esto, Johnny. ¿Sientes dolor, malestar o algo raro?

– Me parece que no.

– Ojalá no lo hubiéramos hecho.

– Todo sea por la sociedad -dijo John con una débil sonrisa-. Tenemos que correr algún riesgo en pro de la sociedad.

John durmió mal y se despertó angustiado, pero a tiempo. Llegó puntual al trabajo también para iniciar bien la semana. A las once su aspecto retraído llamó desfavorablemente la atención de su superior inmediato, Michael Ross. Ross era grueso, torvo y más bien parecía un cargador de muelle sin serlo. John se llevaba bien con él, aunque no le gustaba. Ross preguntó con su vozarrón de bajo:

— ¿Qué ha ocurrido con su carácter jovial, Heath, con sus chistecitos y su risa cantarina? Ross cultivaba cierto preciosismo en el lenguaje, como si quisiera borrar así su imagen de cargador de muelle.

— No me encuentro muy fino -explicó John, sin levantar la vista.

— ¿Resaca?

— No, señor -respondió friamente.

— Bien, anímese, pues. No se ganan amigos repartiendo hierbas malolientes por el campo en el que retoza.

John hubiera preferido dar un puñetazo en la mesa. La afectación literaria de Ross era insoportable incluso en el mejor momento del día, y aquel día no había tenido aun el mejor momento. Y para empeorar las cosas, John percibió el olor de un puro rancio y comprendió que James Arnold Prescott, el jefe de la sección de ventas, se estaba acercando. Y así era. Miró a su alrededor y preguntó:

— Mike, ¿recuerda qué vendimos a Rahway la primavera pasada más o menos y cuándo fue? Hay una maldita cuestión al respecto y me temo que los detalles han sido mal computadorizados. La pregunta no iba dirigida a él, pero John se apresuró a contestar tranquilamente:

— Cuarenta y dos ampollas de PCAP. Eso fue en abril, el día 14, J.P., número de factura P-20543, con un cinco por ciento de descuento concedido si el pago se hacía dentro de los treinta días. El pago total se recibió el 8 de mayo. Aparentemente lo oyeron todos los de la sala. Por lo menos, todos levantaron la cabeza. Prescott preguntó:

— ¿Cómo demonios está enterado de todo esto? Por un momento John miró a Prescott, con la sorpresa reflejada en el rostro.

— De pronto lo he recordado, J.P.

— Conque sí, ¿eh? Repítalo. John lo hizo, titubeando un poco, y Prescott lo apuntó en uno de los papeles de la mesa de John, resoplando ligeramente; al inclinar la cintura comprimía el imponente abdomen contra su diafragma, dificultándole la respiración. John trató de esquivar el humo del puro sin conseguirlo. Prescott ordenó:

— Ross, compruebe esto en su ordenador y vea si hay algo de verdad. -Se volvió a John con expresión de desagrado-. No me gustan los bromistas. ¿Qué habría hecho si yo hubiera aceptado sus cifras y me hubiera ido con ellas?

— No habría hecho nada. Son correctas -dijo John, consciente de que la atención de todos estaba puesta en él. Ross entregó la lectura a Prescott. Prescott miró y preguntó:

— ¿Es del ordenador?

— Si, J.P. Prescott se quedó mirando, luego dijo, señalando a John con la cabeza:

— Y ése, ¿qué es? ¿Otro ordenador? Sus cifras son correctas. John esbozó una débil sonrisa, pero Prescott gruñó y se fue, dejando sólo como recuerdo de su presencia el hedor de su tabaco.

— ¿Qué diablos ha sido ese pequeño juego de magia, Heath? -preguntó Ross-. ¿Descubrió de antemano lo que quería saber y lo buscó para apuntarse unos puntos?

— No, señor -contestó John, que iba adquiriendo confianza-. Sólo que resultó que me acordaba. Tengo buena memoria para esas cosas.

— ¿Y se ha tomado la molestia de ocultarlo a sus leales compañeros todos estos años? No hay aquí una sola persona que tuviera la menor idea de que ocultaba su buena memoria tras su vulgar apariencia.

— No había motivo para que lo dijera, ¿no es cierto, Mr. Ross? Y ahora que se me ha escapado, no parece que me haya ganado ninguna simpatía, ¿no cree? Y así era, en efecto. Ross le dirigió una torva mirada y se alejó. La excitación de John durante la cena en «Gino’s» le impedía hablar coherentemente, pero Susan le escuchó con paciencia y trató de actuar de moderador.

— Puede ser que te hayas acordado, ¿sabes? -le dijo-. Esto, por sí solo, no prueba nada, Johnny.

— ¿Estás loca? -Bajó la voz ante el gesto de Susan y miró a su alrededor. Lo repitió a media voz-: ¿Estás loca? No supondrás que es la única cosa que he reconocido, ¿verdad? Creo que puedo recordar todo lo que he oído en toda mi vida. Es una cuestión de memoria. Por ejemplo, cita algún pasaje de Shakespeare.

— Ser o no ser. John la miró, ofendido.

— No seas tonta. Bueno, no importa. La cosa es que si tú me recitas cualquier verso, puedo seguir hasta donde quieras. Leí alguna obra para la clase de Literatura inglesa en la Facultad, y lo recuerdo todo. Lo he probado. Y es como un chorro. Yo diría que puedo recordar cualquier parte de cualquier libro; cualquier artículo o periódico que haya leído; cualquier programa de TV que haya visto…, palabra por palabra o escena por escena.

— ¿Y qué vas a hacer con todo esto? -preguntó Susan.

— No lo tengo conscientemente en la cabeza todo el tiempo. Supongo que no… Espera, ordenemos… Cinco minutos después, añadió:

— Supongo que no… Dios mío, no se me ha olvidado dónde quedamos. ¿No es asombroso? Supongo que no creerás que estoy nadando continuamente en un mar mental de frases de Shakespeare. Rememorar, implica un esfuerzo, muy pequeño, pero un esfuerzo.

— ¿Y cómo funciona?

— No lo sé. ¿Cómo levantas el brazo? ¿Qué órdenes das a tus músculos? Te limitas a mover el brazo hacia arriba y lo hace. No cuesta hacerlo, pero tu brazo no se levantará hasta que quieras hacerlo. Bien, yo recuerdo todo lo que he leído o visto cuando quiero, pero no cuando no quiero. No sé cómo lo hago, pero lo hago. Llegó el primer plato y John lo atacó, feliz. Susan se dedicó a sus champiñones rellenos.

— Es excitante.

— ¿Excitante? Tengo el juguete mayor y más maravilloso del mundo. Mi propio cerebro. Fíjate, puedo escribir correctamente cualquier palabra, y estoy seguro de que nunca más haré faltas gramaticales.

— ¿Porque recuerdas todos los diccionarios y gramáticas que has leído en tu vida? John la miró vivamente:

— No me seas sarcástica, Sue.

— No estaba… La hizo callar con un gesto:

— Nunca usé los diccionarios como novelas. Pero recuerdo palabras y frases de mis lecturas y estaban bien escritas y bien construidas sintácticamente.

— No estés tan seguro. Has visto infinidad de palabras mal escritas, de infinidad de maneras e infinidad de posibles ejemplos de errores gramaticales.

— Eran excepciones. La mayor parte del tiempo que me he topado con el inglés literario lo he visto empleado correctamente, Lo tengo por encima de accidentes, errores e ignorancia. Y lo que es más, estoy seguro de que incluso mientras estoy aquí sentado, lo voy mejorando, me voy volviendo cada vez más inteligente.

— Y estás tan tranquilo. Y si…

— ¿Y si me vuelvo demasiado inteligente? Dime cómo diablos el ser demasiado inteligente puede perjudicarme.

— Lo que yo iba a decir -dijo friamente Susan- es que lo que estás experimentando no es inteligencia. Es solamente memoria total.

— ¿Qué quieres decir con «solamente»? Si no me equivoco, me sirvo correctamente del lenguaje, y si resulta que conozco cantidades infinitas de material, ¿no va a hacerme esto más inteligente? ¿Cómo, si no, puede uno definir la inteligencia? No vas a volverte celosa, ¿verdad, Sue?

— No, -Y su voz fue más fría aún-. Siempre puedo conseguir que me inyecten si me desespero en exceso.

— No lo dirás en serio -exclamó John, dejando los cubiertos.

— No, pero, ¿y si lo hiciera?

— Porque no puedes aprovecharte de tu conocimiento especial para quitarme el puesto.

— ¿Qué puesto? Llegó el segundo plato y John, por un instante, estuvo ocupado. Luego, murmuró:

— Mi puesto, como el primero en el futuro. ¡Homo superior! Nunca habrá demasiados. Ya oíste lo que dijo Kupfer. Algunos son demasiado tontos para lograrlo. Otros son demasiado listos para que se note el cambio. Yo soy el único!

— Promedio medio. -Y Susan hizo un gesto despectivo.

— Lo era. Sucesivamente habrá otros como yo. No muchos, pero habrá otros. Lo que yo quiero es imponerme antes de que lleguen los otros. Es por la sociedad, ya sabes. ¡Por nosotros! Y permaneció perdido en sus pensamientos, tanteando delicadamente su cerebro. Susan iba comiendo en silencio, entristecida.

John pasó varios días organizando sus recuerdos. Era como la preparación de un libro de referencias. Una a una fue recordando sus experiencias de los seis años que llevaba en «Quantum Pharmaceuticals», de todo lo que había oído, de todos los papeles y notas que había leído. No tuvo la menor dificultad en descartar lo irrelevante y almacenarlo en un compartimiento «para uso futuro», donde no interfirieran con sus análisis. Otros datos estaban ordenados de forma que establecieran una progresión natural. En contra de esta secreta organización, dio vida a todo lo que había oído: chismes, maliciosos o no; frases casuales o interjecciones oídas en conferencias que en su momento no fue consciente de haber oído. Los datos que no encajaban en ninguna parte del fondo que había montado en su cabeza, no tenían valor, estaban vacíos de contenido fáctico. Los que encajaban, lo hicieron firmemente y podían ser considerados auténticos por el hecho de estar allí. Cuanto más creció la estructura y más coherente se hizo, más datos significativos aparecieron y más fácil resultó encajarlos. El jueves siguiente, Ross se acercó a la mesa de John para decirle:

— Quiero verle en mi despacho ahora mismo, Heath, siempre y cuando sus piernas se dignen llevarle en esa dirección. John se puso en pie, inquieto.

— ¿Es necesario? Estoy ocupado.

— Sí, parece ocupado. -Y Ross barrió con la mirada una mesa absolutamente vacía, salvo una fotografía de Susan sonriente-. También ha estado ocupado toda la semana. Pero me ha preguntado si venir a mi despacho es necesario. Para mí, no; para usted es vital. Aquélla es la puerta de mi despacho. Por la otra se va directamente al cuerno. Elija una u otra y hágalo de prisa. John asintió y, sin excesiva prisa, siguió a Ross a su despacho. Ross se sentó tras su mesa, pero no invitó a John a sentarse. Mantuvo la mirada fija en él por un momento y después le dijo:

— ¿Qué demonios le ha ocurrido esta semana, Heath? ¿Es que no sabe cuál es su trabajo?

— Hasta el extremo en que lo he hecho, creo que lo sé. El informe sobre microcósmica está sobre su mesa completo y siete días antes de lo previsto. Dudo de que pueda quejarse.

— Lo duda, ¿eh? ¿Me da permiso para quejarme si decido hacerlo después de consultarlo con mi alma? ¿O estoy condenado a solicitar su permiso?

— Por lo visto no me he expresado con claridad, Mr. Ross. Dudo de que tenga quejas racionales. Tener otras de otro tipo es cosa enteramente suya. Ross se levantó:

— Oiga, punk, si decido despedirle, no recibirá la noticia de palabra. Nada de lo que le diga le anunciará la buena nueva. Saldrá por esta puerta por la fuerza propulsora que le vendrá por detrás. Así que almacene esto en su pequeño cerebro y métase la lengua en su bocaza. Que haya hecho o no su trabajo, no es la cuestión. Pero si ha hecho el de los demás, sí lo es. ¿Quién o qué cosa le da derecho a manejar a todo el mundo? John no abrió la boca.

— ¿Qué? -rugió Ross.

— Usted me ordenó meterme la lengua en mi bocaza.

— Pero deberá contestar a las preguntas. -Y el color de Ross se tornó visiblemente rojo.

— Ignoraba que hubiera estado manejando a todo el mundo.

— No hay una sola persona en este lugar a la que no haya corregido por lo menos una vez. Ha pasado por encima de Willoughby en relación con la correspondencia sobre el TMP; ha fisgado en los ficheros generales sirviéndose del acceso de Bronstein al ordenador; y sabe Dios cuántas cosas más que no me han dicho, y todo en los últimos dos días. Está desorganizando el trabajo de este departamento y debe cesar inmediatamente. Debe de volver a haber calma y a partir de este preciso instante o se desatará el huracán contra usted, hombrecito.

— Si he intervenido, en el sentido más estricto de la palabra, ha sido en bien de la compañía. En el caso de Willoughby, su modo de tratar el asunto TMP colocaba a «Quantum Pharmaceuticals» en situación de violar las disposiciones gubernamentales, algo que ya le había señalado yo a usted en una o varias comunicaciones y que usted, al parecer, no ha tenido ocasión de leer. En cuanto a Bronstein, ignoraba simplemente las directrices generales y costaba a la compañía cincuenta mil dólares en tests innecesarios, algo que yo pude establecer fácilmente por el mero hecho de localizar la correspondencia necesaria…, y sólo para corroborar mi claro recuerdo de la situación, Ross se iba hinchando visiblemente durante la perorata.

— Heath -cortó-, está usted usurpando mi papel. Por lo tanto, va usted a recoger sus efectos personales y a abandonar la oficina antes del almuerzo, y no regrese jamás. Si lo hace, tendré sumo placer en ayudarle a salir con mi propio pie. Su notificación oficial de despido estará en sus manos, o empujada garganta abajo, antes de que haya recogido sus efectos, por de prisa que lo haga.

— No trate de gallear conmigo, Ross. Ha costado un cuarto de millón de dólares a la

compañía por su incompetencia, y usted lo sabe. Hubo una breve pausa y Ross se desinfló. Preguntó, cauteloso:

— ¿De qué está hablando?

— «Quantum Pharmaceuticals» perdió un buen pico con la oferta Nutley, y lo perdió porque cierta información que se encontraba en sus manos se quedó en sus manos y jamás llegó al Consejo de Dirección. O se le olvidó a usted, o no se molestó en entregarla; en cualquier caso, no es usted el hombre apropiado para su cargo: o es un incompetente, o se ha vendido.

— Está loco.

— No hace falta que me crean. La información está en el ordenador, si uno sabe dónde buscar, y yo sé dónde buscarla. Y lo que es más, el caso está archivado y puede estar en las mesas de los interesados dos minutos después de que salga de este despacho.

— Si fuera así -dijo Ross, hablando con dificultad-, usted no podría saberlo. Es un intento estúpido de chantaje con amenaza de difamación.

— Sabe perfectamente que no es difamación. Si duda de que yo posea la información, déjeme que le diga que hay un memorando que no está en el archivo, pero puede reconstruirse sin dificultad con lo que se encuentra allí. Debería usted explicar su ausencia y se sospecharía que lo ha destruido. Sabe que no fanfarroneo.

— Pero sigue siendo chantaje.

— ¿Por qué? Ni reclamo nada, ni amenazo. Explico simplemente mis actos en los dos días pasados. Naturalmente, si me fuerzan a presentar mi dimisión, tendré que explicar por qué dimito, ¿no es verdad? Ross no dijo palabra.

— ¿Requiere mi dimisión? -preguntó John, glacial.

— ¡Lárguese!

— ¿Con mi empleo o sin él?

— Con su empleo. -Su rostro era la viva imagen del odio.

Susan había organizado una cena en su apartamento y se había tomado grandes molestias. Nunca, en su opinión, había estado más seductora, y nunca pensó en lo importante que era alejar a John, por lo menos un poquito, de su total concentración mental. Con un esfuerzo por animar la ocasión, exclamó:

— Después de todo, celebramos los últimos nueve días de bendita soltería.

— Estamos celebrando más que eso -dijo John, sombrío-. Han pasado sólo cuatro días desde que me inyectaron el desinhibidor y ya he podido poner a Ross en su sitio. Nunca más volverá a molestarme.

— Por lo visto, cada uno tenemos nuestra propia noción del sentimiento -musitó Susan-. Cuéntame los detalles de tu tierno recuerdo. John se lo contó con precisión, repitiendo la conversación que tuvieron palabra por palabra y sin la menor vacilación. Susan escuchó impertérrita sin participar en el creciente triunfo que se percibía en la voz de John. Luego, preguntó:

— ¿Cómo te enteraste de lo de Ross?

— No hay secretos, Sue. Las cosas parecen secretas porque la gente no recuerda. Si puedes acordarte de una observación, de un comentario, de una palabra suelta que te dicen o que oyes y las consideras en conjunto, averiguas que cada persona se descubre fatalmente. Puedes recoger significados que, en estos días de computadorización, te llevan directamente a los oportunos archivos. Puede hacerse. Puedo hacerlo. Lo he hecho en el caso de Ross. Puedo hacerlo en el caso de todos con los que estoy asociado.

— También puedes enfurecerles.

— Enfurecí a Ross. Puedes creerlo.

— ¿Lo crees prudente?

— ¿Qué puede hacerme? Le tengo amarrado.

— Tiene suficiente fuerza en los círculos superiores…

— No por mucho tiempo. Tengo una conferencia organizada para mañana a las dos de la tarde con el viejo Prescott y su apestoso cigarro, y de paso me desharé de Ross.

— ¿No crees que vas demasiado de prisa?

— ¿Demasiado de prisa? Ni siquiera he empezado. Prescott no es más que un peldaño. «Quantum Pharmaceuticals» es otro peldaño.

— Es demasiado rápido, Johnny, necesitas a alguien que te dirija. Necesitas…

— No necesito nada. Con lo que tengo -y señaló su sien- no hay nada ni nadie que pueda detenerme.

— Bueno, mira, no discutamos esto. Tenemos otros planes que discutir.

— ¿Planes?

— Sí, los nuestros. Nos vamos a casar dentro de nueve días. Seguro -y cargó la ironía- que no has vuelto a los tristes días en que se te olvidaban las cosas.

— Me acuerdo de la boda -contestó John, picado-, pero de momento tengo que reorganizar «Quantum». En verdad, he estado pensando seriamente en posponer la boda hasta que tenga las cosas atadas y bien atadas.

— ¡Oh! ¿Y cuándo será eso?

— Es difícil decirlo. No mucho, a la vista de cómo lo estoy llevando. Un mes o dos, supongo. A menos que -y se permitió cierto sarcasmo- creas que es moverme demasiado de prisa. Susan respiraba con dificultad.

— ¿Entraba en tus planes consultarme el asunto? John alzó las cejas.

— ¿Hubiera sido necesario? ¿Qué problema hay? Seguro que te das cuenta de lo que pasa. No podemos interrumpir y perder impulso. Oye, ¿sabías que soy un as de la matemática? Puedo multiplicar y dividir tan de prisa como un ordenador porque en un momento de mi vida me tropecé con la aritmética y puedo recordar las respuestas. Leí una tabla de raíces cuadradas y puedo… Susan no pudo más y gritó:

— Por el amor de Dios, Johnny, eres como un niño con un juguete nuevo. Has perdido toda perspectiva. El recuerdo inmediato no vale para nada, sino para hacer trucos. No te da ni una pizca más de inteligencia ni más sensatez, ni más juicio. Eres tan peligroso estando cerca como un niño con una granada cargada. Necesitas que alguien inteligente se ocupe de ti.

— ¡Ah!, ¿sí? A mí me parece que voy consiguiendo lo que me propongo.

— ¿De veras? ¿No es cierto que también te propones tenerme?

— ¿Cómo?

— Sigue, Johnny. Quieres tenerme. Adelante, alarga la mano y cógeme. Ejercita la admirable memoria que tienes. Recuerda quién soy, lo que soy, lo que podemos hacer, el calor, el afecto, el sentimiento. John, con la frente todavía arrugada de incertidumbre, tendió los brazos a Susan. Ella los esquivó.

— Pero ni me tienes, ni sabes nada de mí. No puedes recordarme en tus brazos; tendrías que llevarme a ellos con amor. Lo malo de ti es que no tienes la sensatez de hacerlo y te falta la inteligencia para establecer prioridades razonables. Toma, llévate esto y márchate de mi apartamento antes de que te pegue con algo mucho más pesado. John se agachó para recoger el anillo de compromiso.

— Susan..

— He dicho que te vayas. La sociedad Johnny & Sue ha quedado disuelta. Al ver su rostro airado, John dio mansamente la vuelta y se marchó.

Cuando llegó a «Quantum» a la mañana siguiente, Anderson estaba esperándole con una expresión de angustiosa impaciencia en el rostro.

— Mr. Heath -dijo, sonriendo al levantarse.

— ¿Qué desea? -preguntó John.

— Deduzco que estamos en privado aquí.

— Que yo sepa, no han puesto micrófonos.

— Tiene que pasar a vernos mañana por la mañana para examinarle. Es domingo, ¿se acuerda?

— Naturalmente que me acuerdo. Soy incapaz de no recordar. Pero también soy capaz de cambiar de idea. ¿Por qué necesita examinarme?

— ¿Por qué no, señor? Por lo que Kupfer y yo hemos oído, el tratamiento ha funcionado espléndidamente. En verdad, no queremos esperar al domingo. Si pudiera venir conmigo hoy…, ahora, mejor dicho, significaría mucho para nosotros, para «Quantum» y, naturalmente, para la Humanidad.

— Debieron retenerme cuando me tenían en sus manos -protestó John, tajante-. Me devolvieron a mi trabajo, permitiéndome vivir y trabajar sin vigilancia para poder probarme en condiciones normales y obtener una idea más fidedigna de cómo se desenvolverían las cosas. Para mí era un riesgo mayor, pero esto les tenía sin cuidado, ¿verdad?

— Mr. Heath, no lo pensamos así. Nosotros…

— No me cuente más. Recuerdo hasta la última palabra que usted y Kupfer me dijeron el domingo pasado y está clarisimo que eso era lo que pensaban. Así que si acepté el riesgo, acepto los beneficios. No tengo la menor intención de presentarme como si fuera un monstruo bioquímico que ha logrado su habilidad gracias a la aguja hipodérmica. Ni quiero a otro, como yo, deambulando por ahí. Desde ahora tengo un monopolio y pienso servirme de él. Cuando esté dispuesto, y no antes, querré cooperar con ustedes y beneficiar a la Humanidad. Pero recuerde que soy yo el que sabrá el momento en que esté dispuesto, no usted. Así que no me visite; iré yo a visitarle. Anderson consiguió sonreir.

— La verdad, Mr. Heath, ¿cómo puede impedir que no comuniquemos? Los que le han tratado esta semana no tendrán dificultad en reconocer el cambio operado en usted y atestiguar al efecto.

— ¿Realmente? Óigame, Anderson, escúcheme atentamente y hágalo sin esa mueca diabólica en su rostro, me irrita. Le he dicho que recuerdo cada palabra que usted y Kupfer pronunciaron. Recuerdo cada matiz de expresión, cada mirada de soslayo. Todo ello decía montones de cosas. Aprendí lo bastante para cotejar las bajas de enfermedad con la idea que yo tenía de lo que estaba buscando. Parece que yo no fui el único empleado de «Quantum» con el que probaron el desinhibidor.

— Tonterías -dijo Anderson, esta vez sin sonreír.

— Sabe que no lo son y sabe que puedo demostrarlo. Conozco los nombres de los hombres involucrados, uno de ellos era una mujer, y los hospitales en que los trataron y la falsa historia que les montaron. Puesto que no me advirtió de todo esto cuando me utilizó como su cuarto animal experimental de dos patas, no le debo más que una temporada en la cárcel.

— No quiero discutir este asunto. Déjeme que le diga una cosa. El tratamiento perderá su efecto, Heath. No conservará siempre su memoria. Tendrá que volver para proseguir el tratamiento, y tenga la seguridad de que será bajo mis condiciones.

— ¡Bobadas! -exclamó John-. No supondrá que no haya investigado sus informes…, por lo menos los que no ha mantenido secretos. Y ya tengo cierta noción de lo que ha mantenido secreto. En ciertos casos el tratamiento dura más que en otros. Invariablemente dura más cuanto más efectivo resulta. En mi caso, el tratamiento ha sido extraordinariamente efectivo y durará un tiempo considerable. Para cuando tenga que volver a verle, si llego a tener que hacerlo, será en una situación en que cualquier fallo en cooperar, por su parte, será fatal para ustedes. Ni siquiera lo imagine.

— Especie de desagradecido…

— Déjeme en paz -advirtió John, fastidiado-. No tengo tiempo para oír sus patrañas. Váyase. Tengo mucho que hacer.

Eran las dos y media de la tarde cuando John entró en el despacho de Prescott, indiferente por primera vez al olor de su puro. Sabía que no pasaría mucho antes de que Prescott eligiera entre sus puros y su puesto. Con Prescott estaban Arnold Gluck y Lewis Randall, así que a John le cupo el sombrío placer de saber que se enfrentaba con los tres hombres más importantes de la sección. Prescott apoyó su puro en un cenicero y dijo:

— Ross me ha pedido que le conceda media hora, y esto es todo lo que le daré. Usted es el de los trucos de memoria, ¿no?

— Mi nombre es John Heath, señor, y me propongo presentarle una racionalización de funcionamiento de la compañía; algo que le hará utilizar al máximo la época de la comunicación electrónica y los ordenadores, y pondrá los cimientos de ulteriores modificaciones a medida que la tecnología vaya mejorando. Los tres hombres se miraron. Gluck, cuyo rostro curtido tenía el color del cuero, dijo:

— ¿Es usted un experto en dirección de empresas?

— No tengo que serlo, señor. Llevo aquí seis años y recuerdo hasta el último detalle los procedimientos en cada transacción en la que me he visto inmerso. Eso quiere decir que el patrón de dichas transacciones está claro para mí y sus imperfecciones, obvias. Uno puede ver hacia dónde se enfoca y por dónde lo hace malgastando y sin eficiencia. Si me escucha, se lo explicaré. Le resultará fácil de comprender. Randall, cuyo pelo rojo y su cara pecosa le hacían parecer más joven de lo que era, observó con ironía:

— Cuento con que sea muy fácil, porque tenemos problemas con los conceptos difíciles.

— No le costará -le aseguró John.

— Y no conseguirá ni un segundo más de veintiún minutos -dijo Prescott, mirando su reloj.

— No necesito más. Lo tengo en un diagrama y puedo hablar rápidamente. La explicación duró quince minutos y los tres gerentes se mantuvieron sorprendentemente silenciosos durante este tiempo. Finalmente, Gluck, con una mirada hostil en sus ojillos, dijo:

— Parece como si estuviera diciéndonos que podemos arreglarnos con la mitad del personal que empleamos hoy en día.

— Con menos de la mitad -le aseguró friamente John- y más eficientes. No podemos despedir al personal ordinario por causa de los sindicatos, aunque podemos deshacernos provechosamente de ellos. Los gerentes no están protegidos y, por tanto, pueden ser despedidos. Recibirán pensiones si tienen edad suficiente o encontrarán nuevos empleos si son jóvenes. Nuestros únicos pensamientos deben ser para «Quantum». Prescott, que había mantenido un silencio tenso, chupó furiosamente su apestoso cigarro y repuso:

— Semejantes cambios deben ser cuidadosamente estudiados y puestos en práctica con suma cautela. Lo que parece lógico sobre el papel, puede fallar en la ecuación humana.

— Prescott -insistió John-, si esta reorganización no se ha aceptado en el curso de una semana, y si no se me coloca al frente de dicha reorganización, dimitiré. No me costará encontrar otro empleo en una compañía menos importante donde este plan se ponga en práctica con mayor facilidad. Empezando con poco personal, puedo extenderme tanto en cantidad como en eficiencia sin contratar más gente y, dentro de un año, llevaré a «Quantum» a la bancarrota. Me divertirá hacerlo si se me empuja a ello, así que reflexionen. Mi media hora ha terminado. Adiós, caballeros. Y se marchó.

Prescott le siguió con la mirada y, con expresión glacial y calculadora, dijo a los otros dos:

– Creo que se propone hacer lo que dice, y que conoce cada faceta de nuestras operaciones mejor que nosotros. No podemos dejar que se marche.

– ¿Quiere decir que debemos aceptar su plan? -preguntó Randall, escandalizado.

– No he dicho tal cosa. Váyanse ustedes y recuerden que todo esto es confidencial.

– Tengo la impresión -repuso Gluck- de que, si no hacemos algo, los tres nos vamos a encontrar de patitas en la calle antes de un mes.

– Posiblemente -asintió Prescott-, así que vamos a hacer algo.

– ¿Qué?

– Si no lo sabe, no le hará daño. Déjenmelo a mí. Olvídense, ahora, y pasen un buen fin de semana. Cuando se marcharon, reflexionó un instante, masticando rabiosamente el puro. Luego cogió el teléfono y marcó una extensión:

– Aquí, Prescott. Le quiero en mi despacho el lunes a primera hora. ¿Entendido?

Anderson aparecía desgreñado. Había tenido un mal fin de semana. Prescott, que lo había tenido peor, le dijo con malevolencia:

– Usted y Kupfer otra vez a las andadas, ¿verdad?

– Es mejor no discutir esto, Mr. Prescott -dijo Anderson con dulzura-. Recuerde que llegamos a un acuerdo sobre que, en determinados aspectos de la investigación, había que establecer cierta distancia. Ibamos a aceptar el riesgo o la gloria, y «Quantum» participaría de lo último y no de lo primero.

– Y su sueldo se doblaría con la garantía de que todos los desembolsos legales serian responsabilidad de «Quantum», no lo olvide. Ese hombre, John Heath, fue tratado por usted y por Kupfer, ¿no es cierto? Venga, hombre; es inconfundible. Es inútil disimularlo.

– Pues, sí.

– Y fueron tan listos, que nos soltaron… esa tarántula.

– No podíamos imaginar que ocurriera así. Al no caer en shock instantáneamente, pensamos que era nuestra primera oportunidad de probar el proceso en la casa. Pensamos que se derrumbaría o que pasaría el efecto después de dos o tres días.

– Si no estuviera tan bien protegido -barbotó Prescott-, no me hubiera olvidado de todo y habría adivinado lo ocurrido cuando ese sinvergüenza me soltó el truco del ordenador y dio los detalles de la correspondencia, que no tenía por qué recordar. Está bien, ya sabemos por lo menos dónde estamos ahora. Tiene a la compañía comprometida con un nuevo plan de operaciones que no debemos permitirle poner en práctica. Tampoco podemos permitirle que se despida.

– Considerando la capacidad de Heath para recordar y sintetizar, es posible que su plan de operaciones pueda ser muy bueno.

– No me importa que lo sea. El sinvergüenza anda tras mi puesto y quién sabe qué más, y tenemos que deshacernos de él.

– ¿Qué quiere decir con deshacernos? Puede ser de vital importancia para el proyecto cerebroquímico.

– Olvidelo. Es un desastre. Están creando a un súper Hitler. Realmente angustiado, Anderson insinuó a media voz:

– El efecto pasará.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– En este momento no puedo estar seguro.

– Entonces no puedo correr riesgos. Tenemos que prepararnos y hacerlo mañana, como muy tarde. No podemos esperar más.

John estaba de inmejorable buen humor. La forma en que Ross le evitaba siempre que podía y le hablaba con deferencia cuando tenía que hacerlo, afectaba a todos los empleados. Había un cambio extraño y radical en el orden de precedencia. John no podía negar que le gustaba. Se regocijaba en ello. La marea iba moviéndose con fuerza y a una velocidad increíble. Hacía solamente nueve días de la inyección del

desinhibidor y cada paso había sido hacia delante. Bueno, no del todo, estaba la rabieta de Susan contra él, pero podría arreglarlo más tarde. Cuando le demostrara a la altura a que llegaría en otros nueve días, o en noventa… Levantó la vista. Ross estaba ante él esperando llamarle la atención pero sin hacer nada que pudiera atraerla, excepto un ligero carraspeo. John giró su sillón y alargó los pies ante él en actitud relajada y preguntó:

– ¿Qué hay, Ross?

– Me gustaría que pasara a mi despacho, Heath -le dijo con cuidado-. Ha surgido algo importante y, francamente, usted es el único que puede arreglarlo. John, despacio, se puso en pie.

– Bien. ¿Qué es ello? Ross miró en silencio a la gran oficina, en la que por lo menos cinco hombres podían oírles. Después, miró a la puerta de su despacho y alargó el brazo, en actitud de invitarle a pasar. John titubeó, pero durante años la autoridad de Ross sobre él había sido indiscutible, y en este momento reaccionó a la costumbre. Ross, cortésmente, mantuvo la puerta abierta para John, luego entró él y cerró con llave disimuladamente, apoyándose en ella. Anderson apareció del otro lado de la librería. John preguntó vivamente:

– ¿Qué es todo esto?

– Nada, en absoluto, Heath. -Y la sonrisa de Ross se transformó en una mueca astuta-. Solamente vamos a ayudarle a salir de su anormal estado y volverle a la normalidad. No se mueva, Heath. Anderson tenía la aguja hipodérmica en la mano:

– Por favor, Heath, no se debata. No queremos hacerle daño.

– Y sí grito… -empezó John.

– Si hace cualquier ruido -anunció Ross-, le cogeré por el cuello hasta que se le salten los ojos. Y me encantará hacérselo. Así que, por favor, grite.

– Tengo los datos sobre ustedes en una caja fuerte. Cualquier cosa que me ocurra…

– Mr. Heath -le aseguró Anderson-, no va a ocurrirle nada. Algo va a desocurrirle. Volveremos a ponerle donde estaba antes. Iba a ocurrirle de todos modos, pero se lo adelantaremos un poco.

– Ahora, voy a sujetarle, Heath -advirtió Ross-, y no se mueva, porque si lo hace turbará a nuestro amigo de la jeringa, podría resbalar, ponerle más de la dosis calculada, y acabaría sin poder recordar nada nunca más. Heath retrocedía, jadeante.

– Esto es lo que se proponen. Creen que así estarán a salvo. Si me olvido de ustedes, de toda la información, de todo lo almacenado. Pero…

– No vamos a hacerle daño, Heath -le prometió Anderson. John tenía la frente brillante de sudor. Se sintió como paralizado. Con voz sorda y con un terror que solamente podía sentir ante la posibilidad que sólo él recordaba perfectamente:

– ¡Un amnésico! -exclamó.

– Así no recordará ni siquiera esto -dijo Ross-. Adelante, Anderson.

– Bien -murmuró Anderson, resignado-. Estoy destruyendo un perfecto sujeto de prueba. -Levantó el brazo fláccido de John y preparó la inyección hipodérmica. Se oyeron unos golpes en la puerta. Una voz clara llamó:

– ¡John! Anderson se quedó automáticamente helado, levantó la vista, inquisitivo, y Ross se volvió a mirar hacia la puerta. Ahora ordenó en un murmullo autoritario:

– Pínchele de una vez, doctor. La voz volvió a repetir:

– Johnny, sé que estas ahí. He llamado a la Policía. Están en camino. Ross volvió a insistir:

– Adelante. Está mintiendo. Y, por si llegan, ya habrá terminado. ¿Quién puede probar algo? Pero Anderson movió la cabeza vigorosamente.

– Es su novia. Sabe que le inyectamos. Estaba con nosotros.

– ¡Imbécil! Se oyó el ruido de un puntapié contra la puerta y luego la voz se oyó apagada, sorda:

– Soltadme. ¡Tienen a…, soltadme!

– Si ella le pinchara, sería el único medio de que él accediera -observó Anderson-. Además, creo que ya no tenemos que hacer nada. Mírelo. John se había desplomado en una esquina, con los ojos vidriosos y en un claro estado de inconsciencia. Anderson añadió:

– Estaba aterrorizado y eso podía provocar un shock que desbarataría la memoria en circunstancias normales. Creo que el desinhibidor ha sido eliminado. Déjela entrar y deje que hable conmigo.

Susan, muy pálida, estaba sentada y su brazo, protector, rodeaba los hombros de su ex novio.

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿Recuerda la inyección de…?

– Sí, sí, pero, ¿qué ha ocurrido?

– Estaba previsto que anteayer, domingo, viniera a nuestro despacho para volver a examinarle. No se presentó. Estábamos preocupados por los informes de sus superiores, que eran alarmantes. Se estaba volviendo arrogante, megalómano, irascible…, tal vez usted también se dio cuenta. Veo que no lleva la sortija de compromiso.

– Es que…, nos peleamos -dijo Susan.

– Entonces, lo comprende. Estaba, bueno…, si hubiera sido un aparato, diríamos que su motor se recalienta a medida que funciona más de prisa. Esta mañana pareció absolutamente esencial que le tratáramos. Le convencimos de que viniera aquí, cerramos la puerta con llave y…

– Le inyectaron algo mientras yo gritaba y pataleaba fuera.

– En absoluto -negó Anderson-. Queríamos utilizar un sedante, pero ya era tarde. Ha sufrido lo que puedo calificar de derrumbamiento. Puede buscar marcas de inyección en su cuerpo, que, como novia suya, lo hará sin el menor embarazo, y no encontrará ninguna.

– Ya lo veré. ¿Y qué pasará ahora? -preguntó Susan.

– Estoy seguro de que se recuperará. Volverá a ser como antes.

– ¿Promedio medio?

-No tendrá una memoria perfecta, pero hasta hace diez días tampoco la tenía. Naturalmente, la casa le dará de baja indefinidamente, y le pagará el sueldo íntegro. Si precisara tratamiento médico, se le pagarán todos los gastos. Cuando se sienta bien del todo, puede volver al trabajo activo.

– ¿Sí? Quiero todo esto por escrito antes de que termine el día, o mañana traeré a mi abogado.

– Pero, Miss Collins -protestó Anderson-, usted sabe que Mr. Heath se ofreció voluntario. Usted también lo aceptó.

– Pienso que usted sabe que no se nos dijo toda la verdad y que no le interesa una investigación. Preocúpese de que lo que me ha dicho nos lo den por escrito.

– Y usted, a su vez, tendrá que firmar una declaración de que nos exime de toda responsabilidad de cualquier desgracia sufrida por su novio.

– Posiblemente. Pero primero quiero ver qué clase de desgracia puede ser. ¿Puedes andar, Johnny? Johnny movió afirmativamente la cabeza y dijo con voz apagada:

– Sí, Sue.

– Entonces, vámonos.

John tuvo que tomarse una tortilla y una buena taza de café antes de que Susan le permitiera discutir. Entonces, preguntó:

— Lo que no comprendo es cómo estabas allí.

— Digamos que por intuición femenina.

— Digamos que por inteligencia de Susan.

— Está bien. Digámoslo. Cuando te tiré el anillo a la cabeza me compadecí, me lamenté y, después de que se me pasara, experimenté una terrible sensación de pérdida porque, por raro que pueda parecer, a una medianía, te quiero mucho.

— Perdóname, Sue -musitó John, abrumado.

— Por supuesto, pero, cielos, estabas insoportable. Entonces empecé a pensar que si amándome conseguías ponerme tan furiosa, qué estarías haciendo a tus compañeros de trabajo. Cuanto más lo pensaba, más creía que sentirían un incontenible impulso de matarte. Pero, bueno, no me interpretes mal, admito que merecías la muerte; pero solamente a mis manos. Ni soñar en permitir que lo hiciera nadie más. No sabía nada de ti…

— Lo sé, Sue. Tenía planes y no disponía de tiempo…

— Querías hacerlo todo en dos semanas, lo sé, idiota. Pero esta mañana no pude soportarlo más. Vine a ver cómo estabas y te encontré tras una puerta cerrada con llave. John se estremeció.

— Nunca imaginé que disfrutaría con tus patadas y tus gritos, pero así fue. Les detuviste.

— ¿Te molestará hablar de ello?

— Creo que no. Estoy bien.

— ¿Qué te estaban haciendo?

— Se disponían a re-inhibirme. Temí que me inyectaran una sobredosis y me dejaran amnésico.

— ¿Por qué?

— Porque sabían que les tenía hundidos. Podía hundirles a ellos y a la compañía.

— ¿Podías hacerlo?

— Absolutamente.

— Pero no llegaron a inyectarte, ¿verdad? ¿O fue otra de las mentiras de Anderson? ¿Podías hacerlo?

— No soy amnésico.

— Bien, lamento parecerte una doncella victoriana, pero confío en que hayas aprendido la lección.

— Si lo que quieres decir es si me doy cuenta de que tenias razón, así es.

— Entonces, déjame que te sermonee un minuto para que no vuelvas a olvidarte. Te lanzaste a cambiar las cosas demasiado de prisa, demasiado abiertamente y sin tener en cuenta para nada la posible reacción violenta de los otros. Tú lo recordabas todo, pero lo confundiste con la inteligencia. Si hubieras tenido a alguien realmente inteligente para guiarte…

— Te necesitaba, Sue.

— Pero ya me tienes, Johnny.

— ¿Qué haremos ahora, Sue?

— Primero conseguir el papel de «Quantum» y, como estás bien, les firmaremos su documento. Segundo, nos casaremos el sábado, tal como habíamos planeado en un principio. Tercero, ya veremos…, pero, ¿Johnny?

— ¿Qué?

— ¿Estás bien del todo?

— No podría estar mejor, Sue. Ahora que estamos juntos, todo irá bien.

No fue una boda fastuosa. Menos solemne de lo que habían planeado en principio y con menos invitados. Por ejemplo, no había nadie de «Quantum». Susan había declarado, con toda firmeza, que sería una mala idea. Un vecino de Susan había traído una cámara de vídeo para grabar la ceremonia, algo que a John le parecía el colmo de lo cursi, pero que Susan había deseado. De pronto el vecino le dijo con gesto trágico:

– No puedo lograr que la maldita cámara funcione. Se supone que iban a darme una en perfecto estado. Tendré que hacer una llamada. -Y se apresuró a bajar la escalera para hacer la llamada desde la cabina telefónica de la entrada de la capilla. John se acercó a mirar cuidadosamente la cámara. Sobre una mesita había un folleto de instrucciones. Lo cogió y lo hojeó con moderada velocidad, después lo volvió a dejar. Miró a su alrededor, pero todo el mundo estaba ocupado. Nadie parecía fijarse en él. Hizo deslizarse el panel de atrás, a un lado, disimuladamente, y miró dentro. Después se alejó y miró pensativo a la pared de enfrente. Siguió mirando distraído mientras su mano derecha se metía subrepticiamente en el mecanismo y hacia un rápido ajuste. Después de un corto intervalo, volvió a deslizar el panel y tocó un botón. Llegó el vecino con aspecto exasperado.

– ¿Cómo voy a seguir unas instrucciones que no tienen pies ni cabeza? -Frunció el ceño. Luego, dijo-: Curioso. Funciona. A lo mejor no estaba estropeada.

– Puede besar a la novia -dijo el sacerdote, amablemente, y John tomó a Susan en sus brazos y obedeció la orden con entusiasmo. Susan murmuró sin casi mover los labios:

– ¿Arreglaste la cámara? ¿Por qué? En un murmullo, respondió John:

– Lo quería todo perfecto para la boda. Le reconvino Susan:

– Querías presumir. Se separaron, se miraron con ojos empañados de emoción, se abrazaron de nuevo mientras el reducido grupo de invitados se impacientaba.

– Si lo vuelves a hacer -musitó Susan-, te arrancaré la piel a tiras. Mientras nadie sepa que todavía recuerdas, nadie podrá detenerte. Seremos los amos de todo dentro de un año si sigues bien las instrucciones. Sí, amor mío -murmuró John, humildemente.

Isaac Asimov: La última respuesta. Cuento

asimovMurray Templeton contaba cuarenta y cinco años y estaba en la flor de la vida, con todos los órganos de su cuerpo en perfecto funcionamiento, salvo ciertas partes de sus arterias coronarias, pero eso bastó. El dolor vino de pronto y aumentó hasta un grado insoportable, luego fue disminuyendo. Notaba cómo su respiración se hacía más lenta y que le envolvía una especie de paz. No hay placer igual a la ausencia de dolor…, inmediatamente después del dolor. Murray experimentó una extraña ligereza, como si se elevara en el aire y se quedara flotando. Abrió los ojos y observó con desprendida diversión que los otros seguían todavía en la habitación muy agitados. Estaba en el laboratorio cuando sintió la punzada de dolor, y cuando se tambaleó, oyó gritos de los demás antes de que todo desapareciera en una impresionante agonía. Ahora, desaparecido el dolor, los otros seguían revoloteando, todavía ansiosos, todavía reunidos junto a su cuerpo caído… Que, de pronto se dio cuenta, él estaba también contemplando. Estaba tendido en el suelo, con el rostro contraído. Y estaba aquí arriba, en paz y contemplando. Pensó: «Milagro de milagros. Los que hablaban de la vida después de la vida, tenían razón.» Y aunque resultaba una forma humillante de morir para un físico ateo, sólo experimentaba una vaga sorpresa sin que se alterase la paz que le embargaba. Pensó: «Debería haber algún ángel…, o algo…, que viniera a buscarme.» La escena terrena empezaba a esfumarse. La oscuridad invadía su conciencia a lo lejos, como un últmo destello había una figura de luz, vagamente humana en la forma, que irradiaba calor. Murray pensó: «Vaya jugarreta. Me voy al cielo.» Mientras lo pensaba la luz se fue, pero persistió el calor. No había disminución de la paz, aunque en todo el Universo solamente quedaba él… y la Voz. La Voz le dijo:

— He hecho esto muchas veces y aún conservo la capacidad de disfrutar del éxito. Murray pensó que debía decir algo, pero no tenía conciencia de tener una boca, una lengua o unas cuerdas vocales. No obstante, trató de emitir un sonido. Intentó, sin boca, tararear palabras o respirarlas o sacarlas fuera mediante la contracción de… algo. Y le salieron. Oyó su propia voz, reconocible en sus propias palabras, infinitamente claras. Murray preguntó:

— ¿Es esto el cielo? La Voz respondió:

— Éste no es un lugar tal como tú entiendes un lugar. Murray se turbó, pero la siguiente pregunta había que formularla:

— Perdóname si te parezco burro. ¿Eres Dios? Sin cambiar el tono ni estropear de ninguna manera la perfección del sonido, la Voz logró parecer divertida:

— Es extraño, naturalmente, que siempre se me pregunte lo mismo de infinitas maneras. No puedo darte una respuesta que puedas comprender. Yo soy… Esto es lo único que puedo decir significativamente, y puedes cubrir esto con cualquier palabra o concepto que desees. Murray preguntó:

— ¿Y qué soy yo? ¿Un alma? ¿O soy únicamente también una existencia personificada? -Trató de no parecer sarcástico, pero creía que había fracasado. Entonces también pensó, fugazmente, añadir un «Señoría» o «Santidad» o algo que contrarrestara con el sarcasmo, y no pudo decidirse a hacerlo aun cuando por primera vez en su existencia pensó en la posibilidad de ser castigado por su insolencia o por su pecado con el infierno, y lo que podía ser esto. La Voz no pareció ofendida.

— Eres fácil de explicar, incluso a ti mismo. Puedes llamarte alma si te gusta, pero lo que realmente eres es un nexo de fuerzas electromagnéticas, arregladas de tal forma, que todas las interconexiones e interrelaciones hasta el más pequeño detalle son exactamente imitativas de las de tu cerebro en tu anterior existencia. Por lo tanto, posees tu capacidad para pensar, tus recuerdos, tu personalidad. Todavía te parece que tú eres tú. Murray sintió cierta incredulidad.

— ¿Quieres decir que la esencia de mi cerebro era permanente?

— En absoluto. No hay nada en ti que sea permanente salvo lo que yo decido que lo sea. Yo formé el nexo. Lo construí mientras tú tenias existencia física y lo ajusté al momento en que la existencia fallara. -La Voz parecía claramente satisfecha de sí, y después de una pausa, continuó-: Una construcción intrincada pero enteramente precisa. Podría, naturalmente, hacerlo para cualquier ser humano de tu mundo, pero me encanta no hacerlo. Encuentro placer en la selección.

— Entonces, eliges a muy pocos.

— A muy pocos.

— ¿Y qué ocurre con los demás?

— ¡El olvido! Oh, naturalmente, te imaginas un infierno. Murray se hubiera ruborizado de haber tenido capacidad para hacerlo. Protestó:

— No lo imagino. Se habla de él. No obstante, no me hubiera creído lo bastante virtuoso para atraer tu atención como uno de los elegidos.

— ¿Virtuoso? Ah, ya veo lo que quieres decir. Es muy molesto tener que obligarme a empequeñecer mi pensamiento lo suficiente para impregnar el tuyo. No, te he elegido por tu capacidad de pensar, como elegí a otros, en cantidades que suman cuatrillones entre las especies inteligentes del Universo. Murray se sintió súbitamente curioso, el hábito de toda una vida. Preguntó:

— ¿Los eliges a todos tú mismo, o hay otros como tú? Por un instante, Murray creyó notar una reacción de impaciencia, pero cuando le llegó la Voz, no había cambiado.

— Que haya otros o no es irrelevante para ti. El Universo es mío y solamente mío. Es mi invención, mi construcción, previsto solamente para mis propósitos.

— Sin embargo, con los cuatrillones de nexos que has formado, ¿pasas el tiempo conmigo? ¿Tan importante soy? Y dijo la Voz:

— No eres nada importante. Estoy también con los demás de un modo que, según tu percepción, podría parecerte simultánea.

— Pero, ¿tú eres uno? Y otra vez, divertida, dijo la Voz:

— Tratas de cazarme en una incongruencia. Si fueras una ameba, podrías considerar la individualidad solamente en conexión con células, y si preguntaras a un cachalote, compuesto de treinta cuatrillones de células si era uno o varios, ¿cómo podría contestar el cachalote para que te resultara comprensible como ameba?

— Lo pensaré. Puede hacerse comprensible.

— Exactamente. Ésta es tu función. Pensarás.

— ¿Con qué fin? Tú ya lo sabes todo, supongo.

— Incluso si lo supiera todo -dijo la Voz-, no podría saber que lo sé todo.

— Esto me suena algo a filosofía oriental -observó Murray-, algo que parece profundo precisamente porque no tiene sentido.

— Prometes. Contestas a mi paradoja con una paradoja salvo que la mía no es una paradoja. Reflexiona. He existido eternamente, pero, ¿qué significa esto? Significa que no puedo recordar haber empezado a existir. Si pudiera, no hubiera existido eternamente. Si no puedo recordar haber empezado a existir, hay por lo menos una cosa, la naturaleza de mi llegada a la existencia, que yo no sé. «Entonces, aunque lo que sé es infinito, también es cierto que lo que hay que saber es infinito, y, ¿cómo puedo tener la seguridad de que ambas infinitudes son iguales? La infinidad del conocimiento potencial puede ser infinitamente mayor que la infinidad de mi conocimiento actual. He aquí un ejemplo sencillo: si conozco la serie de los números enteros pares, conozco una serie infinita de números; sin embargo, sigo sin conocer un solo número entero impar.

— Pero los enteros impares pueden derivarse -objetó Murray-. Si divides por dos cada número par de la infinita serie de números enteros, conseguirás otra serie infinita que contendrá la serie infinita de los números enteros impares.

— Tienes ideas. Me complace. Tu tarea consistirá en buscar otros medios, bastante más difíciles, desde los conocidos a los no conocidos aún. Dispones de tus recuerdos. Recordarás todos los datos que hayas jamás recopilado o aprendido, o que ya tengas o vayas a deducir de los datos. Si es necesario, se te permitirá aprender datos adicionales que consideres relevantes para el problema que te has planteado.

— ¿Y no podrías hacer tú todo esto?

— Puedo, pero así es más interesante. Construí el Universo para disponer de más datos que manejar. Inserté el principio de incertidumbre, la entropía y otros factores al azar que hacen que el todo no sea instantáneamente evidente. Ha funcionado bien porque me ha distraído a lo largo de su existencia. «Entonces permití complejidades que primero produjeron la vida y luego la inteligencia y lo utilicé como fuente de un equipo de investigación, no porque necesitara su ayuda, sino porque introducía, al azar, un nuevo factor. Descubrí que no podía predecir el próximo dato interesante de conocimiento adquirido, de dónde procedería y por qué medios se había derivado.

— ¿Ocurre esto alguna vez? -preguntó Murray.

— Desde luego. No pasa un siglo sin que aparezca algo interesante por alguna parte.

— ¿Algo que pudiste haber pensado, pero que aún no lo habías hecho?

— Si.

— ¿Crees realmente que hay alguna oportunidad de que yo me muestre complaciente en este asunto?

— ¿En el próximo siglo? Virtualmente, ninguna. Pero, a la larga, tu éxito es seguro, puesto que estarás eternamente dedicado a ello.

— ¿Yo pensaré toda la eternidad? ¿Para siempre?

— Sí.

— ¿Con qué fin?

— Te lo he dicho. Para buscar nuevos conocimientos.

— Pero, aparte de esto, ¿por qué motivo debo buscar yo nuevos conocimientos?

— Era lo que hacías en tu vida en el Universo. ¿Cuál era tu propósito entonces? Murray contestó:

— Obtener nuevos conocimientos que solamente yo po día obtener, recibir la felicitación de mis compañeros, sentir la satisfacción de lo conseguido sabiendo que solamente disponía de un tiempo corto para mi propósito. Ahora ganaré solamente lo mismo que tú ganarías si quisieras molestarte un poco. No puedes felicitarme; sólo puedes sentirte divertido. Y no hay mérito ni satisfacción en lograr algo cuando tengo toda la eternidad para conseguirlo.

— ¿Y no encuentras que el pensamiento y el descubrimiento son valiosos de por sí? ¿No encuentras que no te hace falta un propósito ulterior?

— Para un tiempo finito, sí. No para una eternidad.

— Veo tu punto de vista. Sin embargo, no tienes elección.

— Me has dicho que tengo que pensar. No puedes obligarme a ello.

— No deseo obligarte directamente. No lo necesito. Como no puedes hacer otra cosa que pensar, pensarás. No sabes cómo dejar de pensar.

— Entonces, me trazaré una meta. Inventaré un propósito. La Voz, tolerante, asintió.

— Puedes hacerlo.

— Ya he encontrado un propósito.

— ¿Puedo saber qué es?

— Ya lo sabes. Sé que no hablamos de forma ordinaria. Ajustas mi nexo de tal forma, que yo creo que lo oigo hablar y creo que hablo, pero me transfieres pensamientos a mí y sólo para mí directamente. Y cuando mi nexo cambia con mis pensamientos, te das cuenta en seguida de ellos y no necesitas mis transmisiones voluntarias.

— Eres sorprendentemente correcto -afirmó la Voz-. Me complace. Pero también me complace que me transmitas tus pensamientos voluntariamente.

— Entonces, lo diré. El propósito de mis pensamientos será descubrir el modo de desbaratar el nexo que me has creado. No quiero pensar sólo con el propósito de divertirte. No quiero existir para siempre para divertirte. Todos mis pensamientos estarán dirigidos a terminar con mi nexo. Eso me divertirá a mi.

— No tengo nada que objetar. Incluso el pensamiento concentrado en terminar tu propia existencia puede dar salida a algo nuevo e interesante. Y, naturalmente, si tienes éxito en este intento de suicidio, no conseguirás nada, porque te reconstruiría inmediatamente y de tal forma, que hiciera imposible tu método de suicidio. Y si encuentras otro medio aún más sutil de destruirte, te reconstruiré, y así sucesivamente. Podría ser un juego interesante, pero, de todos modos, existirás eternamente. Es mi voluntad. Murray sintió temor, pero las palabras salieron perfectamente tranquilas.

— En resumidas cuentas, ¿estoy en el infierno? Se me ha dado a entender que no lo hay, pero si esto fuera el infierno, me estaría mintiendo como parte del juego del infierno.

— En este caso -cortó la Voz-, ¿de qué sirve asegurarte que no estás en el infierno? Pero, te lo aseguro. Aquí no hay ni cielo ni infierno. Solamente estoy yo.

— Piensa, pues, que mis pensamientos pueden no serte útiles. Si no descubro nada útil, ¿no sería provechoso para ti…, desmontarme y no pensar más en mi?

— ¿Como recompensa? ¿Quieres el Nirvana como premio del fracaso y tratas de hacerme responsable de dicho fracaso? No puedo negociar. No fracasarás. Con toda la eternidad por delante, no puedes evitar tener por lo menos un pensamiento interesante, por más que te opongas a ello.

— Entonces me crearé otro propósito. No trataré de destruirme. Mi meta será humillarte. Pensaré en algo en lo que no solamente no pensaste nunca, sino que nunca podrás pensar. Pensaré en la última respuesta, más allá de la cual ya no hay más conocimiento. La Voz comentó:

— No comprendes la naturaleza del infinito. Puede que haya cosas que no me he molestado en saber. No puede haber nada que yo no pueda saber. Murray dijo, pensativo:

— No puedes conocer tus principios. Tú lo has dicho. Por tanto, no puedes conocer tu final. Muy bien, pues. Éste será mi propósito y ésta será la última respuesta. No me destruiré. Te destruiré a ti…, si tú no me destruyes primero.

— ¡Ah! Has llegado a esta conclusión en menos tiempo del corriente. Pensé que te llevaría más. No hay uno sólo de los que están conmigo en esta existencia de pensamiento perfecto y eterno, que no tenga la ambición de destruirme. No puede ocurrir. No puede hacerse.

— Pero tengo toda la eternidad para pensar en un modo de destruirte -aseguró Murray. La Voz, ecuánime, aceptó:

— Entonces, trata de pensarlo. -Y desapareció. Pero Murray ya tenía un propósito, y estaba satisfecho. Porque, ¿qué podía cualquier ente consciente de la existencia eterna desear sino un final? Porque, ¿qué otra cosa había estado buscando la Voz por incontables billones de años? ¿Y por qué otra razón se había creado la inteligencia y salvado ciertos especimenes poniéndoles a trabajar, sino para colaborar en la gran búsqueda? Y Murray se proponía ser él, y sólo él, quien lo consiguiera. Con todo cuidado y con el ímpetu de su propósito, Murray empezó a pensar. Disponía de mucho tiempo.

Isaac Asimov: La bola de billar. Cuento

asimov studyJames Priss hablaba siempre despacio. Supongo que debería decir el profesor James Priss, aunque todo el mundo sabrá a quién me refiero incluso sin el titulo. Lo sé. Lo entrevisté con cierta frecuencia. Tenía la mente más grande después de Einstein, pero no le funcionaba con rapidez. Solía admitir su lentitud. Quizás era porque su mente era tan grande que no podía moverse de prisa. Si tenía que decir algo, lo decía despacio, abstraído; después pensaba, y a continuación volvía a decir algo más. Incluso en las cosas más triviales, su mente gigantesca se debatía incierta, añadiendo un toque acá y allá. Me lo imaginaba pensando: «¿Se levantará el sol mañana? ¿Qué queremos decir con «levantar»? ¿Podemos estar seguros de que vendrá el mañana? ¿Es acaso el término «sol» un término ambiguo en este aspecto, o no?» Añadamos a este hábito de expresarse, un carácter blando; una cara pálida, sin más expresión que una general incertidumbre; cabello gris, escaso, bien peinado; trajes serios de corte clásico. Aquí tienen lo que era el profesor James Priss…, una persona tímida carente completamente de magnetismo. Ésa es la razón por la que nadie en el mundo, excepto yo, podía llegar a sospechar que fuera un asesino. Incluso yo no estoy seguro. Después de todo, pensaba muy despacio; siempre había sido tardo en pensar. ¿Es concebible acaso que en un momento crucial consiguiera pensar con rapidez y actuar al instante? Qué más da. Incluso si asesinó, se salió con la suya. Es demasiado tarde ahora para tratar de cambiar las cosas, y yo no conseguiría hacerlo aunque decidiera que se publicara todo esto.

Edward Bloom fue compañero de clase de Priss en la Facultad y, por diversas circunstancias, socio durante toda una generación después. Tenían la misma edad y la misma propensión a la soltería, pero eran totalmente opuestos en todo lo trascendental. Alto, fuerte, extrovertido, impetuoso y pagado de sí mismo. Su mente era como el choque de un meteoro por la forma súbita e inesperada de captar lo esencial. No era un teórico como Priss; Bloom no tenía paciencia ni capacidad de concentrarse intensamente para pensar en un solo punto abstracto. Lo confesaba, presumía de ello. Lo que sí poseía era una misteriosa capacidad de ver la aplicación de una teoría; de ver el modo de ponerla en práctica. En un frío bloque de mármol de estructura abstracta podía ver, sin aparente dificultad, el complicado diseño de un invento maravilloso. El bloque se partiría a su contacto, y quedaría el invento. Es una historia conocida, y no muy exagerada, que nada de lo que Bloom construía había dejado de funcionar, o de ser patentado o provechoso. Al cumplir cuarenta y cinco años, era uno de los hombres más ricos de la Tierra. Y si Bloom el técnico se adaptaba a un asunto determinado mejor que a otra cosa, era a la forma de pensar de Priss el teórico. Los mejores artilugios de Bloom se habían construido según las mejores ideas de Priss, y a medida que Bloom se hacía rico y famoso, Priss se hacía acreedor al profundo respeto de sus colegas. Naturalmente, era de esperar que cuando Priss presentara su teoría de doble campo, Bloom se pondría al momento a construir su primer aparato práctico de antigravedad. Mi ocupación consistía en encontrar un interés humano en la teoría de doble campo para los suscriptores de TeleNews Press, y uno lo consigue esforzándose por tratar con seres humanos y no con ideas abstractas. Dado que mi entrevistado era el profesor Priss, la cosa no era nada fácil. Naturalmente, me proponía preguntarle sobre las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todo el mundo; pero no sobre la teoría de doble campo, que nadie podía entender.

— ¿Antigravedad? -Priss apretó sus labios descoloridos y reflexionó-. No estoy muy seguro de que sea posible, o que lo sea alguna vez. No he…, no he profundizado el asunto a entera satisfacción. Tampoco veo enteramente si las ecuaciones del doble campo tendrían una solución finita, como deberían tener, claro, si… -Y se perdió en divagaciones. Yo insistí:

— Bloom dice que piensa que el dispositivo puede construirse. Príss asintió.

— Sí, claro, pero yo me lo pregunto. Ed Bloom ha tenido la sorprendente suerte de descubrir, en el pasado, lo que no estaba claro. Tiene una mente fuera de lo corriente. En todo caso, le ha hecho muy rico. Estábamos sentados en el apartamento de Priss. Clase media normal. No pude evitar echar un vistazo a mi alrededor. Priss no era rico. No creo que leyera mi pensamiento. Vio mi mirada. Y creo que estaba pensando lo mismo.

— La riqueza -dijo- no es la recompensa habitual del científico. Ni siquiera una recompensa razonable. «A lo mejor», me dije. Priss tenía ciertamente su propio tipo de recompensa. Era la tercera persona en la Historia que había ganado dos premios Nobel, y el primero en tenerlos sin compartir. De esto uno no puede quejarse. Y si bien no era rico, tampoco era pobre. Pero no parecía un hombre satisfecho. Puede que no fuera solamente la riqueza de Bloom lo que le irritaba, quizás era la fama que tenía en todas partes o tal vez se debiera a que Bloom era una celebridad fuera donde fuera, mientras que Priss fuera de las convenciones científicas y de los clubes de Facultad, era un simple desconocido. No sabría decir cuánto de todo esto se veía en mis ojos o en la forma en que fruncía la frente, pero Priss siguió diciendo:

— Pero somos amigos, ¿sabe? Jugamos al billar una o dos veces por semana. Le gano con regularidad. (Jamás publiqué esta declaración. La comprobé con Bloom, que hizo una larga contradeclaración que empezaba así: «Me gana al billar. Ese borrico…», y siguió personalizando cada vez más. En realidad, ni uno ni otro eran novatos jugando al billar. Les contemplé una vez, durante un rato, después de la declaración y contradeclaración y ambos manejaban el taco con aplomo profesional. Y lo que es más, ambos jugaban a matar, y no pude ver el menor atisbo de amistad en su juego.) Pregunté:

— ¿Le gustaría pronosticar si Bloom logrará fabricar su aparato antigravedad?

— ¿Quiere decir, si me quiero comprometer a algo? Hmmm. Bien, consideremos, joven, qué entendemos exactamente por antigravedad. Nuestra concepción de la gravedad se basa en la teoría general de la relatividad de Einstein, que cuenta ahora cien años, pero que dentro de sus limitaciones se mantiene firme. Podemos expresarla… Le escuchaba respetuosamente. Ya había oído a Priss hablar de este tema anteriormente, pero si me proponía sacarle algo -lo que no era seguro-, tendría que dejarle exponerlo a su aire.

— Podemos expresarla -siguió- imaginando el Universo como una sábana lisa, delgada, superfiexible, de goma irrompible. Si representamos la masa por el peso, como lo está en la superficie de la Tierra, eso supondría que la masa descansando sobre la sábana de goma haría una mella, una abolladura. A mayor masa, más profunda la mella. »En el Universo de hoy día -prosiguió- existe todo tipo de masa, y por ello debemos imaginar nuestra sábana de goma cuajada de depresiones. Cualquier objeto que ruede sobre la sábana entrará y saldrá de las depresiones al pasar, desviándose y cambiando de dirección al hacerlo. Son estas desviaciones y cambios lo que interpretamos como la demostración de una fuerza de gravedad. Si el objeto móvil se acerca lo bastante al centro de la depresión y se mueve lo bastante despacio, queda cogido y gira y gira alrededor de la concavidad o depresión. En ausencia de fricción, seguirá girando para siempre. En otras palabras, lo que Isaac Newton interpretó como fuerza, Albert Einstein lo interpretó como distorsión geométrica. Llegado a este punto, se calló. Había estado hablando mucho, dado como era él, porque decía algo que había dicho infinidad de veces. Pero ahora empezó a tomárselo con calma, diciendo:

— Así que al tratar de producir antigravedad, tratamos de alterar la geometría del Universo. Si proseguimos con nuestra metáfora, es como si intentáramos alisar nuestra sábana de goma. Podríamos imaginarnos metidos bajo la sábana, levantándola, sosteniéndola para evitar que se hagan más hundimientos. Si alisamos de este modo la sábana de goma, entonces creamos un Universo, o por lo menos una porción de Universo en que la gravedad no existe. Un cuerpo que rodara sobre si mismo pasaría sobre la masa lisa sin alterar lo más mínimo su trayectoria, y podríamos interpretar eso como significando que la masa no ejerce ninguna fuerza gravitatoría. A fin de realizar esta hazaña necesitamos, no obstante, una masa equivalente a la masa hundida. Para producir antigravedad de esta manera en la Tierra, deberíamos asegurarnos una masa igual a la Tierra y sostenerla sobre nuestras cabezas, por decirlo así. Le interrumpí:

— Pero su teoría de doble campo…

— Exactamente. La relatividad general no explica ni el campo gravitatorio ni el campo electromagnético en una única serie de ecuaciones. Einstein pasó la mitad de su vida buscando esa única serie para la teoría de un campo unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein también fracasaron. Yo, no obstante, empecé con la suposición de que había dos campos que no podían ser unificados y seguí las consecuencias que puedo explicar, en parte, en los términos que se desprenden de la metáfora de la «sábana de goma». Ahora estábamos llegando a algo que no estaba seguro de haber oído antes. Pregunté:

— ¿Cómo es eso?

— Suponga que, en lugar de levantar la masa hundida, tratamos de endurecer la propia sábana, hacerla más resistente. Se contraería por lo menos en un área pequeña, y se haría más plana. La gravedad se debilitaría, lo mismo que la masa, porque ambas son esencialmente el mismo fenómeno en términos del Universo abollado. De poder alisar por completo la sábana de goma, tanto la gravedad como la masa desaparecerían del todo. «Bajo condiciones apropiadas, el campo electromagnético podría hacerse que se encontrara con el campo gravitatorio y serviría para endurecer el tejido abollado del Universo. El campo electromagnético es muchísimo más fuerte que el campo gravitatorio, así que podría lograrse que el primero dominara al segundo.

— Pero dice usted -repliqué indeciso- «bajo condiciones apropiadas». ¿Pueden conseguirse las condiciones apropiadas de que usted habla, profesor?

— Eso es lo que no sé -contestó Priss, pensativo, y añadió despacio-: Si el Universo fuera realmente una sábana de goma, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de poder esperarse que permaneciera completamente liso bajo una masa que pudiera abollarla. Si es esto cierto también en el Universo, entonces se precisará un campo electromagnético infinitamente intenso, y esto significará que la antigravedad es imposible.

— Pero Bloom dice…

— Sí, imagino que Bloom piensa que bastará un campo finito si puede aplicarse debidamente. No obstante, por ingenioso que sea -y Priss sonrió levemente- no debemos tenerle por infalible. Su comprensión de la teoría es inexistente. Él… jamás consiguió graduarse, ¿lo sabía? Estuve a punto de decirle que sí. Después de todo, era del dominio público. Pero había un algo morboso en la voz de Priss al preguntarlo y yo levanté la vista a tiempo de ver la animación de sus ojos, como si estuviera encantado de propagar la noticia. Así que incliné la cabeza como si lo almacenara para futura referencia.

— Entonces, opina usted, profesor Priss -insistí-, que Bloom está probablemente equivocado y que la antigravedad es imposible. Priss asintió diciendo:

— El campo gravitatorio puede debilitarse, naturalmente, pero si por antigravedad entendemos un auténtico campo de gravedad cero, es decir, nada de gravedad en un volumen significativo de espacio, sospecho que la antigravedad resulte imposible, mal que le pese a Bloom. En cierto modo, había conseguido lo que quería. En los tres meses siguientes a todo esto, no volví a ver a Bloom y, cuando le vi, estaba de mal humor. Se había enfadado de repente, claro, cuando se enteró de la declaración de Priss. Divulgó que Priss sería invitado casualmente a la exposición del dispositivo de antigravedad tan pronto estuviera terminado, e incluso se le pediría que participara en la demostración. Algún reportero, no yo, desgraciadamente, le acorraló entre citas y le pidió que ampliara lo anterior, y añadió:

— Curiosamente, tendré el dispositivo; quizá pronto. Y puede usted estar presente, así como los de la Prensa a los que les interese. Y también puede asistir el profesor James Priss. Puede representar a la ciencia teórica y, después de que yo haya demostrado la antigravedad, puede aplicar su teoría y explicarla. Estoy seguro de que sabrá hacer su aplicación de forma magistral y demostrar exactamente por qué yo no podía haber fracasado. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no querrá. Todo ello se dijo con la mayor corrección, pero se podía detectar la rabia bajo el rápido chorro de palabras. No obstante, continuó sus ocasionales partidas de billar con Priss, y cuando ambos se reunían se comportaban con la máxima cortesía. Uno podía suponer los progresos que hacía Bloom por sus respectivas actitudes con la Prensa. Bloom se mostraba seco e impertinente, mientras que Priss hacía gala de buen humor. Cuando aceptó mi repetida petición para hacerle a Bloom una entrevista, me pregunté si aquello significaba un descanso en la búsqueda de Bloom. Incluso soñé despierto que me anunciaba por fin su éxito. Pero no fue así. Me recibió en su despacho de «Bloom Enterprises» en la parte alta del Estado de Nueva York. Era un lugar maravilloso, maravillosamente trazado, abarcando tanto terreno como un gran establecimiento industrial y alejado de toda área de población. Edison en su máximo esplendor, doscientos años atrás, no había tenido un éxito tan apoteósico como Bloom. Pero Bloom no estaba de buen humor. Llegó con diez minutos de retraso y pasó como una fiera ante la mesa de su secretaria, inclinando apenas la cabeza en mi dirección. Llevaba puesta una bata de laboratorio desabrochada. Se dejó caer en su sillón y dijo:

— Lamento haberle hecho esperar, pero no disponía de tanto tiempo como había creído. -Bloom era un actor nato y sabía que no debía enemistarse con la Prensa, pero yo tuve la impresión de que atravesaba grandes dificultades en aquel momento para mantener el tipo. Sabía cómo plantear la suposición.

— Tengo entendido, señor, que sus pruebas recientes no han sido del todo afortunadas.

— ¿Quién se lo ha dicho?

— Yo diría que es de dominio público, señor Bloom.

— No, no lo es. Y no lo diga, joven. No hay conocimiento público de lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Está expresando las opiniones del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.

— No, yo no…

— Claro que sí. ¿No es usted la persona a la que hizo aquella declaración de que la antigravedad es imposible?

— No lo dijo tan tajantemente.

— Nunca dice nada tajantemente, pero si lo bastante para él, como que tendré su maldito Universo de sábana de goma dentro de nada.

— Entonces, ¿significa que está progresando, señor Bloom?

— Sabe que es así -me espetó-. O debería saberlo. ¿No estuvo usted en la demostración la semana pasada?

— Sí, estuve. Imaginé que Bloom estaba en apuros, de lo contrario no habría mencionado aquella demostración. Funcionó, sí; pero no fue nada del otro mundo. Produjo una región de gravedad disminuida entre los dos polos de un imán. Se hizo con gran inteligencia. Se utilizó un Mossbauer Effect Balance para estudiar el espacio entre los dos polos. Si nunca han visto un M-E Balance en acción, les diré que consiste en un haz monocromático, apretado, de rayos gamma, disparado sobre el campo de gravedad disminuida. Los rayos gamma cambian la longitud de onda ligera, pero mensurable, bajo la influencia del campo de gravitación, y si ocurre algo que altere la intensidad del campo, la longitud de onda va cambiando adecuadamente. Es un método extremadamente delicado para tantear un campo gravitatorio, y funciona como un amuleto. Quedaba claro que Bloom había debilitado la gravedad. El problema era que se había hecho antes. Bloom, naturalmente, se había servido de los circuitos que aumentaban enormemente la facilidad con que se había logrado el efecto, su sistema era típicamente ingenioso y había sido debidamente patentado, y aseguraba que por este método la antigravedad sería no sólo una curiosidad científica, sino algo práctico para aplicarlo en la industria. Quizá. Pero era un trabajo incompleto y no solía alardear de cosas incompletas. Y no lo habría hecho así, esta vez, si no estuviera desesperado por exhibir algo. Le comenté:

— Mi impresión es que lo conseguido en aquella demostración preliminar fue 0,82 g, y en Brasil, la primavera pasada, consiguieron más que esto.

— ¿De veras? Bien, calcule el gasto de energía en Brasil y aquí, y después dígame la diferencia en disminución de gravedad por kilovatio-hora. Se sorprenderá.

— Pero lo que yo quiero saber es si puede alcanzar O g, gravedad cero. Eso es lo que el profesor Priss no cree posible. Todo el mundo está de acuerdo en que el mero hecho de rebajar la intensidad del campo no es gran cosa. Bloom apretó los puños. Tuve la corazonada de que les había fallado un experimento clave aquel día y que estaba insoportablemente fastidiado. Bloom no podía aguantar que el Universo le dejara en mal lugar.

— Los teóricos me asquean. -Lo dijo en voz baja y controlada, como si realmente estuviera harto de no poder decirlo y que por fin estuviera decidido a expresar lo que pensaba y al diablo con todo-. Priss ha ganado dos premios Nobel por barajar ecuaciones, pero, ¿qué ha hecho con ellas? ¡Nada! Yo si he hecho algo con ellas y voy a hacer aún más, le guste o no le guste a Priss. »Yo soy el único que la gente recordará. Yo soy el único que será reconocido. Por mí, puede guardarse su título, sus premios y las felicitaciones de los eruditos. Oigame, le diré lo que le duele. Clara y llanamente tiene celos. Le mata que yo consiga lo que consigo trabajando. Él lo quiere conseguir pensando. »Una vez le dije…, jugamos juntos al billar, ya sabe… Fue entonces cuando le repetí la declaración de Priss sobre el billar, y obtuve la contradeclaración de Bloom. Jamás las he publicado. Eran trivialidades.

— Jugamos al billar -siguió explicando Bloom cuando se hubo tranquilizado algo- y he ganado muchas partidas. Mantenemos la cosa en plan relativamente amistoso. Qué demonios…, compañeros de Facultad y demás…, aunque, la verdad, no sé cómo pudo terminar. Pasó en Física, naturalmente, y en Matemáticas, pero aprobó justito, por compasión, creo yo, en todas las asignaturas de humanidades.

— Pero usted no logró graduarse, ¿verdad, Mr. Bloom? -Eso fue pura maldad por mi parte. Disfrutaba con su indignación.

— Lo dejé para meterme en negocios, maldita sea. Mi media académica a lo largo de los años en que asistí fue de un notable claro. No vaya a imaginar otra cosa, ¿me oye? Para cuando Priss sacó su doctorado, yo ya estaba ganando mi primer millón. Claramente irritado, siguió contándome:

— Un día, jugábamos al billar, y yo le dije: «Jim, el hombre medio nunca comprenderá por qué te dan el premio Nobel a ti, cuando soy yo el que obtiene resultados. ¿Para qué quieres dos? Dame uno.» Pero él siguió allí, tranquilo, dándole tiza al taco, y, después de un rato, me contesta con su voz vaga: «Tú tienes dos millones, Ed. Dame uno.» Así que ya ve, lo que quiere es el dinero.

— Tengo entendido que a usted no le importa que él reciba los honores -sugerí. Por un momento creí que iba a mandarme salir, pero no lo hizo. Se echó a reír, agitó la mano como si quisiera borrar algo de una pizarra invisible que tuviera en frente, y dijo:

— Bah, olvidelo. Todo eso es off the record. Oigame, ¿Quiere una declaración? Okey. Las cosas no han salido bien hoy y perdí un poco los estribos, pero todo se arreglará. Creo saber lo que ha fallado. Y si no fuera así, lo averiguaré. »Óigame. puede decir que yo digo que no necesitamos una intensidad electromagnética infinita; alisaremos la sábana de goma; conseguiremos la gravedad cero. Y cuando la tengamos montaré la más impresionante demostración que haya visto jamás, exclusivamente para la Prensa y para Priss, y usted será invitado. Puede decir que será muy pronto. ¿De acuerdo?

— ¡De acuerdo! Me quedó tiempo para ver a uno y otro una o dos veces más. Incluso les ví juntos cuando estuve presente en una de sus partidas de billar. Como les he dicho antes, ambos eran muy buenos. Pero la invitación a la demostración no vino tan pronto como cabía esperar; faltaban seis semanas para el año, después de hacer Bloom su declaración. Aunque reconozco que era injusto esperar que el trabajo fuera más rápido. Recibí una invitación especial, en relieve, con la seguridad de una hora de cóctel primero. Bloom jamás hacia las cosas a medias y se había propuesto tener a mano un grupo de reporteros satisfechos. También había hecho un arreglo para disponer de TV tridimensional. Era obvio que Bloom estaba completamente seguro de sí, lo bastante seguro como para estar dispuesto a que la demostración se viera en todas las salas de estar del planeta. Telefoneé al profesor Priss para asegurarme de que también había sido invitado. Lo estaba.

— ¿Piensa asistir, señor? Hubo una pausa y la cara del profesor, en la pantalla, era todo un estudio de mala gana e indecisión.

— Una demostración de este tipo es de lo más inoportuna cuando está en cuestión un tema científico. No me gusta apoyar semejantes manifestaciones. Temí que no quisiera asistir, el dramatismo de la situación perdería mucho si él no se encontraba allí. Pero tampoco, a lo mejor, se atrevería a quedar como un gallina ante la opinión mundial. Con manifiesta repugnancia, dijo:

— Claro que Ed Bloom no es realmente un científico y debe disfrutar de su día de gloria. Estaré.

— ¿Cree que Mr. Bloom puede producir gravedad cero, señor?

— Hmmm… Mr. Bloom me ha enviado una copia del diseño del dispositivo, y… no estoy del todo seguro. Quizá pueda hacerlo, si…, bueno, si dice que puede. Naturalmente… calló un buen rato- …creo que me gustaría verlo. Y yo también, y muchos otros también. La organización fue impecable. Toda una planta del edificio principal de «Bloom Enterprises», el de la colina, había sido vaciado. Había los cócteles prometidos y un espléndido surtido de tapas, música y luces suaves, y un bien vestido y absolutamente jovial Ed Bloom, representando al perfecto anfitrión, mientras cierto número de correctos y discretos sirvientes traían y llevaban cosas. Todo era genialidad y asombrosa confianza. James Priss se retrasaba y vi a Bloom observando a la gente y empezando a ponerse un tanto nervioso. Entonces llegó Priss, arrastrando tras él una masa gris, gente, diría yo, de medias tintas a las que no afecta el ruido y el esplendor (ninguna otra palabra podría describirla…, ¿o tal vez fueran los dos martinis secos que yo llevaba dentro?) que llenaba la estancia. Bloom le vio y su rostro se iluminó al instante. Se precipitó, agarró la mano del hombre, y lo arrastró hacia el bar.

— ¡Jim! ¡Encantado de verte! ¿Qué vas a tomar? ¡Demonio, hombre, lo habría cancelado si no hubieras aparecido! No puedo presentar esto sin la estrella, ¿sabes? ­Estrechó la mano de Priss-. Es tu teoría, ya sabes. Nosotros, pobres mortales, no podemos hacer nada sin que unos pocos, vosotros, los malditos pocos nos tracen el camino. Se mostraba exultante, dándole jabón porque ahora podía permitírselo; estaba cebando a Priss para la matanza. Priss rechazó la copa, barbotando entre dientes, pero se encontró con la copa entre los dedos, y Bloom alzó su voz como un rugido:

— ¡Caballeros! Por favor, un momento de silencio. El profesor Priss, la mente más grande después de Einstein, dos veces premio Nobel, padre de la teoría de doble campo e inspirador de la demostración que están a punto de presenciar…, aunque él creía que no iba a funcionar y tuvo la valentía de decirlo públicamente. Se notó un claro rumor de risas contenidas que inmediatamente cesó y la expresión de Priss se hizo tan sombría como su cara pudo conseguir.

— Pero ahora el profesor Priss está con nosotros -siguió diciendo Bloom-, y como ya hemos brindado, vamos a empezar. Síganme, caballeros. La demostración tuvo lugar en un local mucho más complicado que el anterior. Esta vez se realizaba en la última planta del edificio. Estaban dispuestos diversos imanes, más pequeños, vive Dios, pero por lo que pude vislumbrar, el mismo M-E Balance estaba en su sitio. Una cosa, no obstante, era nueva, y desconcertó a todo el mundo, atrayendo la atención más que ninguna otra cosa de la habitación. Se trataba de una mesa de billar situada bajo un polo del imán. Debajo de ella estaba el otro polo. En el mismo centro de la mesa se había abierto un agujero redondo, de unos treinta centímetros de diámetro, y era evidente que el campo de gravedad 0, si iba a conseguirse, se produciría a través de aquel agujero del centro de la mesa de billar. Era como si toda la demostración hubiera sido diseñada al estilo surrealista, para realzar la victoria de Bloom sobre Priss. Ésta iba a ser otra versión de sus eternas competiciones de billar, y Bloom iba a ser el ganador. Ignoro si los demás periodistas lo veían así, pero creo que Priss sí. Me volví a mirarle y vi que todavía sostenía la copa que le habían puesto en la mano. Rara vez bebía, lo sé, pero ahora se llevó la copa a los labios y la vació de dos tragos. Se quedó mirando la mesa de billar y yo no necesité ser un superdotado para darme cuenta de que lo tomaba como un deliberado chasquido de dedos bajo las narices. Bloom nos condujo a los veinte asientos que rodeaban tres lados de la mesa, dejando el cuarto libre como zona de trabajo. Priss fue cuidadosamente acompañado al asiento desde el cual la vista era más conveniente. Priss echó una ojeada a las cámaras tridimensionales, que estaban ya funcionando. Me pregunté si estaba pensando en irse, pero decidió quedarse porque no podía irse ante los ojos del mundo. La demostración era simple; lo que contaba era la producción. Había diales visibles que medían el gasto de energía. Había otros que transferían las lecturas del M-E Balance a una posición y tamaño que las hacía visibles para todos. Todo estaba preparado para una fácil visión tridimensional. Bloom iba explicando cada paso con tono solemne, hacía una o dos pausas, se volvía a Priss en espera de la confirmación, pero no lo hacía con excesiva frecuencia para que no pareciera que iba por él, pero Priss reflejaba el tormento que le embargaba. Desde donde estaba sentado podía mirar a través de la mesa y ver claramente a Priss. Su aspecto era el de un hombre en el infierno. Como sabemos todos, Bloom tuvo éxito. La M-E Balance registró que la intensidad gravitatoria disminuía con regularidad al intensificarse el campo electromagnético. Hubo aplausos cuando llegó por debajo de la marca 0,52 g. Una línea roja lo señalaba en el dial.

— La marca 0,52 g, como saben -explicó Bloom, seguro-, representa el récord anterior, bajo en intensidad gravitatoria. Ahora estamos por debajo a un coste, en electricidad, que es inferior a un diez por ciento de lo que costaba cuando se alcanzó la marca. Y seguiremos bajando. Bloom, creo que deliberadamente, por mor del suspense, retrasó la caída final, dejando que las cámaras tridimensionales fueran y vinieran entre el hueco de la mesa de billar y el dial en el que iba disminuyendo la lectura del M-E Balance.

— Caballeros -dijo de pronto Bloom-, a un lado de cada uno de sus asientos encontrarán unas gafas oscuras. Por favor, pónganselas ya. El campo de gravedad cero no tardará en establecerse y radiará una luz rica en rayos ultravioleta. Él también se puso las gafas y se notó un momentáneo rumor al hacerlo los demás. Creo que nadie respiraba durante el último minuto, cuando la lectura del dial cayó a cero y se mantuvo. Y justo en ese momento en que ocurrió, un cilindro de luz saltó de polo a polo a través del agujero de la mesa de billar. Se oyeron veinte suspiros cuando ocurrió. Alguien gritó:

— Mr. Bloom, ¿cuál es el motivo de esta luz?

— Es característica del campo de gravedad cero -contestó Bloom, aunque no era ninguna respuesta. Los reporteros se pusieron de pie, agrupados junto al borde de la mesa. Bloom les indicó que se retiraran.

— ¡Por favor, caballeros, apártense! Sólo Priss permanecía sentado. Parecía sumido en sus pensamientos y desde entonces tuve la seguridad de que eran las gafas las que oscurecían el posible significado de todo lo que siguió. No veía sus ojos, no podía. Y esto significaba que ni yo ni nadie más pudo siquiera empezar a imaginar lo que estaba ocurriendo tras aquellos ojos. Bueno, tal vez tampoco hubiéramos podido imaginarlo si no hubiera llevado las gafas. ¿Quién puede decirlo? Bloom alzaba de nuevo la voz:

— ¡Por favor! La demostración no ha terminado aún. Hasta ahora sólo hemos repetido lo que había hecho antes. He producido ahora un campo de gravedad cero y he demostrado que puede hacerse prácticamente. Pero quiero demostrarles algo de lo que este campo puede hacer. Lo que vamos a ver a continuación será algo nunca visto ni siquiera por mí. No he experimentado en este sentido, por más que me hubiera gustado, porque he comprendido que el profesor Priss merece el honor de… Priss, sobresaltado, levantó la cabeza:

— ¿Qué…? ¿Qué?

— Profesor Priss -dijo sonriente Bloom-, me gustaría que fuera usted el primero en llevar a cabo el experimento de la interacción de un objeto sólido con un campo de gravedad cero. Fíjese que el campo se ha formado en el centro de una mesa de billar. Todo el mundo conoce su fenomenal habilidad en el billar, profesor, un talento sólo inferior a su asombrosa capacidad para la física teórica. ¿Querrá usted enviar una bola de billar hacia el volumen de gravedad cero? Entusiasmado, entregó una bola y un taco al profesor. Priss, con los ojos escondidos tras las gafas, se los quedó mirando, y muy despacio, muy indeciso, alargó las manos para cogerlos. Me pregunto lo que reflejaban sus ojos. También me pregunto hasta qué punto la decisión de hacer que Priss jugara al billar para la demostración, fue debida al enfado de Bloom por el comentario de Priss sobre sus partidas periódicas, el comentario que ya había mencionado. ¿Fui yo a mi manera, el responsable de lo que siguió?

— Venga, levántese, profesor -dijo Bloom-, y cédame su asiento. De ahora en adelante, usted es el protagonista. ¡Adelante! Bloom se sentó y siguió hablando en un tono de voz que, por momentos, se volvía más sonora.

— Una vez el profesor Priss mande la bola al volumen de gravedad cero, no le afectará el campo de gravedad de la Tierra. Permanecerá inmóvil, mientras la Tierra gira sobre su eje y viaja alrededor del Sol. En esta latitud y a esta hora del día, he calculado que la Tierra en su movimiento se inclinará hacia abajo. Nos moveremos con ella y la bola seguirá inmóvil. A nosotros nos parecerá que se eleva y se aleja de la superficie de la Tierra. Miren. Priss parecía estar delante de la mesa, helado, paralizado. ¿Le sorprendía? ¿Estaba asombrado? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Hizo acaso un gesto para interrumpir el discurso de Bloom, o sufría solamente de una angustiosa desgana de representar el papel ignominioso al que se veía forzado por su adversario? Priss se volvió a la mesa de billar, primero la miró y luego miró a Bloom. Cada reportero estaba en pie, tan cerca de él como era posible a fin de poder ver bien. Solamente Bloom seguía sentado, sonriente y aislado. Él, naturalmente, no miraba la mesa, ni la bola, ni el campo de gravedad cero. Por lo que las gafas oscuras me permitían ver, estaba mirando a Priss. Tal vez pensaba que no había otra salida. O quizá… Con una tacada segura puso en movimiento la bola. Iba despacio, todos los ojos la siguieron. Golpeó un lado de la mesa y rebotó. Se movía aún más despacio como si el propio Priss fuera aumentando el suspense y dando más dramatismo al triunfo de Bloom. Yo tenía una vista perfecta porque me encontraba del lado de la mesa opuesto a Priss. Podía ver la bola moviéndose hacia el resplandor del campo de gravedad cero, más allá veía parte del cuerpo de Bloom, la que no quedaba oculta por el resplandor. La bola se acercaba al volumen de gravedad cero, pareció detenerse al borde y desapareció con un destello, con el ruido de un trueno y un súbito olor a ropa quemada. Gritamos. Todos gritamos. He vuelto a ver la escena en televisión…, junto con el resto del mundo. Puedo verme en la película durante los quince segundos de confusión, pero realmente no me reconozco. ¡Quince segundos! Y entonces descubrimos a Bloom. Seguía sentado en su butaca, con los brazos cruzados, pero había un agujero del tamaño de una bola de billar a través del antebrazo, del pecho y de la espalda. Gran parte de su corazón, como se descubrió luego en la autopsia, había sido limpiamente recortada. Desconectaron el dispositivo. Llamaron a la Policía. Se llevaron a Priss, que se encontraba completamente derrumbado. Yo no estaba mucho mejor, a decir verdad, y si algún reportero presente en la escena trató de decir que había contemplado fríamente la escena, es un redomado embustero.

Transcurrieron unos meses antes de que volviera a ver a Priss. Había adelgazado, pero tenía buen aspecto. En realidad, había color en sus mejillas y un aire decidido en toda su persona. Iba mucho mejor vestido de lo que yo le recordaba. Me dijo:

– Ahora sé lo que ocurrió. Si hubiera tenido tiempo para pensar, lo habría sabido en seguida. Pero yo pienso despacio y el pobre Ed Bloom estaba tan empeñado en dar una gran representación, y hacerlo tan bien, que me arrastró consigo. Naturalmente, he estado esforzándome por compensar el daño que causé sin proponérmelo.

– Pero no puede resucitar a Bloom -dije serenamente.

– No, no puedo -repitió con la misma serenidad-. Pero hay que pensar en las «Bloom Enterprises» también. Lo que ocurrió en aquella demostración, a la vista de todo el mundo, fue el peor anuncio posible de la gravedad cero, y es importante que la cosa quede clara. Es por lo que he pedido verle a usted.

– ¿Sí?

– Si yo hubiera sido un pensador rápido, me habría dado cuenta de que Ed decía una tontería al asegurar que la bola de billar se elevaría en el campo de gravedad cero. ¡No podía ser así! Si Bloom no se hubiera burlado tanto de la teoría, si no hubiera estado tan empeñado en sentirse orgulloso de su propia ignorancia de la teoría, lo hubiera sabido. »El movimiento de la Tierra no es el único movimiento que nos afecta, joven. El propio Sol se mueve en una vasta órbita cerca del corazón de la galaxia de la Vía Láctea. Y la galaxia también se mueve, aunque no de un modo claramente definido. Si la bola de billar estuviera sujeta a la gravedad cero, podría pensarse que no la afectaría ninguno de esos movimientos y, por tanto, no caería de pronto en un estado de absoluta inmovilidad…, cuando no existe la absoluta inmovilidad. Priss meneó lentamente la cabeza.

– El problema con Ed, a mi entender, fue que estaba pensando en el tipo de gravedad cero con que uno se encuentra en la caída libre de una nave espacial, cuando se flota en el aire. Contaba con que la bola flotara en el aire. Sin embargo, en una nave espacial la gravedad cero no es el resultado de una ausencia de gravitación, sino simplemente el resultado de que dos objetos, una nave y un hombre dentro de la nave, van cayendo a la misma velocidad, respondiendo a la gravedad precisamente del mismo modo, de forma que cada uno está inmóvil respecto del otro. »En el campo de gravedad cero producido por Ed, hubo un aplanamiento de la sábana de goma que es el Universo, lo que significa una verdadera pérdida de masa. Todo en aquel campo, incluso las moléculas de aire retenidas en él y la bola de billar que yo metí dentro, dejaron completamente de ser masa mientras permanecieron dentro. Un objeto absolutamente sin masa sólo puede moverse en una dirección. Calló, como invitando a que le preguntara; así que dije:

– ¿Y cuál sería ese movimiento?

– Un movimiento a la velocidad de la luz. Cualquier objeto sin masa, como un neutrón o un fotón, viaja a la velocidad de la luz mientras exista. De hecho, la luz se mueve a esa velocidad porque está compuesta de fotones. Tan pronto como la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, asumió también al instante la velocidad de la luz y desapareció. Sacudí la cabeza.

— Pero, ¿no recuperó su masa tan pronto como dejó el volumen de gravedad cero?

— Claro que si, e inmediatamente empezó a afectarla el campo gravitatorio y a perder velocidad en respuesta a la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesita para reducir la velocidad de la masa de una bola de billar viajando a la velocidad de la luz. Pasaría a través de casi doscientos kilómetros de espesor de nuestra atmósfera en una milésima de segundo, al hacerlo unos pocos kilómetros fuera de los 298,051 de ellos. En su trayectoria, chamuscó la parte alta de la mesa de billar, pasó limpiamente a través del borde, atravesó al pobre Ed y a la ventana, agujereándolo fácilmente porque antes había pasado a través de porciones de algo tan quebradizo como el cristal sin hacerlo añicos. »Fue extraordinariamente afortunado que nos encontráramos en el último piso de un edificio levantado en mitad del campo. De haber estado en la ciudad pudo haber atravesado varios edificios y matado a varias personas. En este momento la bola de billar está en el espacio, más allá del sistema solar, y continuará viajando así eternamente, a casi la velocidad de la luz, hasta que tope con algo suficientemente grande que la detenga. Pero dejará allí un gran cráter. Jugué con la idea, pero no estaba seguro de que me gustara:

— ¿Cómo puede ser? -pregunté-. La bola de billar entró en el volumen de gravedad cero casi parada. La vi. Y usted dice que salió cargada de una cantidad increíble de energía cinética. ¿De dónde procedía esa energía? Priss se encogió de hombros.

— De ninguna parte. La ley de la conservación de la energía sólo se mantiene en condiciones en las que la relatividad general es válida; es decir, en un universo de plancha de goma abollada. Siempre que la depresión queda alisada, la relatividad general deja de existir, y la energía puede crearse y destruirse libremente. Esto explica la radiación a lo largo de la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Esta radiación, ¿se acuerda?, no fue explicada por Bloom y me temo que no podía explicarla. Si primero hubiera experimentado más, si no hubiera sido tan tontamente ansioso de montar su espectáculo…

— ¿Qué produjo la radiación, señor?

— Las moléculas del aire dentro del volumen. Cada una de ellas asume la velocidad de la luz y salen disparadas hacia fuera. Son solamente moléculas, no bolas de billar, así que se detienen, pero la energía motriz de su movimiento se convierte en radiación energética. Es continua, porque nuevas moléculas van entrando y adquiriendo la velocidad de la luz y saltando fuera.

— Entonces, ¿la energía se crea continuamente?

— En efecto. Y esto es lo que debemos aclarar al público. La antigravedad no es primariamente un dispositivo para elevar naves espaciales o para revolucionar el movimiento mecánico. Es más bien la fuente de una provisión infinita de energía gratuita, pues parte de la energía producida puede ser dirigida a mantener el campo que mantiene lisa aquella porción del Universo. Lo que Ed Bloom inventó, con éxito, sin saberlo, no era sólo la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento perpetuo de primera clase…, que crea energía de la nada.

— Cualquiera de nosotros pudo haber sido destruido por aquella bola de billar, ¿verdad, profesor? Pudo haber salido en cualquier dirección.

— Bueno, fotones sin masa emergen continuamente de cualquier fuente de luz, y a la velocidad de la luz, en cualquier dirección; por eso la luz de una vela ilumina en todas direcciones. Las moléculas sin masa del aire salen del volumen de gravedad cero en todas direcciones, por lo que todo el cilindro irradia luz. Pero la bola de billar era solamente un objeto. Pudo haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir en una dirección elegida al azar, y la dirección elegida fue la que atravesó al Pobre Ed.

Y nada más. Todo el mundo conoce las consecuencias. La Humanidad dispone de energía libre y por ello tenemos el mundo que tenemos ahora. El profesor Priss fue el encargado de su desarrollo por el consejo de administración de «Bloom Enterprises», y con el tiempo se hizo tan rico y famoso como lo había sido Edward Bloom. Y Priss sigue teniendo, además, dos premios Nobel. Sólo que… No dejo de pensar. Los fotones salen de un punto de luz en todas direcciones porque se crean sobre la marcha y no hay razón para que se muevan en una dirección más que otra. Las moléculas del aire salen de un campo de gravedad cero en todas direcciones porque también entran en todas direcciones. Pero, ¿qué hay de una sola bola de billar, entrando en un campo de gravedad cero, desde un punto determinado? ¿Sale en aquella misma dirección, o en otra cualquiera? He preguntado discretamente, pero los físicos teóricos no parecen estar seguros, y no he podido encontrar datos de que la «Bloom Enterprises~, que es la única organización que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado jamás en la materia. Alguien de la organización me dijo una vez que el principio de incertidumbre garantiza la salida al azar de un objeto entrado en cualquier dirección. Entonces, ¿por qué no intentan el experimento? Podría ser que… ¿Podría ser que, por una vez, la mente de Priss hubiera trabajado de prisa? ¿Podía ser que, bajo la presión a que Bloom le estaba sometiendo, Priss se hubiera dado cuenta de todo, súbitamente? Había estado estudiando la radiación que rodea el volumen de gravedad cero. Podía haberse dado cuenta de su causa y tener la seguridad de la moción a la velocidad de la luz de cualquier cosa que penetrara en el volumen. Entonces, ¿por qué no había dicho nada? Una cosa es cierta. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar podía ser accidental. Era un experto y la bola de billar hizo exactamente lo que él quiso que hiciera. Yo estaba allí. Le vi mirar a Bloom, luego a la mesa como si calculara ángulos. Le vi golpear la bola. La vi cómo rebotaba del lado de la mesa y entraba en el volumen de gravedad cero, yendo en una dirección determinada. Porque cuando Priss mandó la bola hacia el volumen de gravedad cero, y las películas tridimensionales no me dejarán mentir, apuntaba ya directamente al corazón de Bloom. ¿Accidente? ¿Coincidencia? ¿Asesinato?

Isaac Asimov: EL chiquillo feo. Cuento

asimov (6)Edith Fellowes alisó su bata de trabajo como hacía siempre antes de abrir la puerta de complicada cerradura y cruzar la invisible línea divisoria entre el ser y no ser. Llevaba su bloc de notas y su pluma, aunque nunca apuntaba nada, salvo lo absolutamente necesario para un informe. Esta vez llevaba una maleta («Juegos para el niño», dijo sonriente al guardia…, que, desde hacía tiempo, no le interrogaba y que le indicó que siguiera adelante). Y, como siempre, el chiquillo feo sabía que había entrado y corrió hacia ella:

– Miss Fellowes…, Miss Fellowes… -gritaba a su modo, dulce y algo confuso.

– Timmie -le replicó, al tiempo que le pasaba la mano por el cabello alborotado de su malformada cabecita-. ¿Qué pasa?

– ¿Volverá Jerry a jugar conmigo? Siento lo que paso.

– No pienses en eso ahora, Timmie. ¿Es por eso por lo que has estado llorando? Desvió la mirada.

– No sólo por eso, Miss Fellowes. He vuelto a soñar.

– ¿El mismo sueño? -preguntó, apretando los labios. Claro, el asunto Jerry provocaba otra vez el sueño. Movió la cabeza. Sus enormes dientes aparecían cuando trataba de sonreír y los labios de su boca saliente se distendieron.

– ¿Cuándo seré grande para salir por ahí, Miss Fellowes?

– Pronto -le respondió con dulzura, sintiendo que se le partía el corazón-. Pronto. Miss Fellowes dejó que le cogiera la mano y disfrutó con el contacto tibio de la piel gruesa y seca de su manita. La llevó a través de las tres estancias que formaban el conjunto de la Sección Uno de «Stasis»…, una sección cómoda, sí, pero una cárcel perpetua para el chiquillo feo en los siete (¿eran siete?) años de su vida. La llevó a la única aventura que daba a un bosque bajo su mundo (ahora oscurecido por la noche) donde una valla y unas instrucciones pintadas no permitían a nadie entrar sin permiso. Apretó la nariz contra la ventana:

– ¿Allí fuera, Miss Fellowes?

– Hay mejores sitios, más bonitos -respondió con tristeza al mirar su pobrecito rostro, recortado de perfil sobre la ventana. La frente plana inclinada hacia atrás, el cabello cayéndole en largos mechones y la parte de atrás del cráneo abultada, hacían que la cabeza pareciera tan pesada que se le caía hacia delante, obligando a todo el cuerpo a doblarse. Los salientes pómulos tensaban la piel sobre sus ojos. Su boca saliente era más prominente que su nariz aplastada, y casi no tenía barbilla, sólo una mandíbula curvada hacia delante y atrás. Era bajito para su edad, con unas piernas cortas y combadas. Era un chiquillo muy, pero que muy feo, y Miss Fellowes le tenía un gran cariño. Su propia cara estaba fuera de su línea de visión, así que pudo permitirse el lujo de que le temblaran los labios.

No les dejaría que le mataran. Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. Abrió la maleta y empezó a sacar la ropa que contenía.

Edith Fellowes había cruzado el umbral de Stasis, hacía poco más de tres años. En aquel entonces no tenía la menor idea de lo que significa «Stasis» ni para qué servía el lugar. Nadie lo sabía, salvo los que trabajaban allí. Casualmente, fue al día siguiente de su llegada cuando la noticia se divulgó por el mundo entero. Fue sólo que se había pedido una mujer con experiencia en fisiología, en química clínica y amor por los niños. Edith Fellowes era una enfermera en una sala de maternidad y creía reunir estas condiciones. Gerald Hoskins, cuya placa en su mesa de despacho incluía un doctorado tras su nombre, se rascó la mejilla y se la quedó mirando fijamente. Miss Fellowes se irguió maquinalmente y sintió que se le contraía el rostro (con su nariz levemente asimétrica y sus cejas excesivamente pobladas). «Tampoco él era ninguna belleza -pensó resentida-. Es gordo y calvo y tiene la boca fea.» Pero el sueldo al que había hecho mención estaba muy por encima del que había creído, así que esperó.

– ¿Le gustan realmente los niños? -preguntó Hoskins.

– Si no me gustaran, no lo diría.

– ¿O sólo le gustan los niños guapos, los niños gorditos con boquitas de rosa y sonoros gorjeos? Miss Fellowes respondió:

– Los niños son niños, doctor Hoskins, y los que no son guapos son precisamente los que más ayuda necesitan.

– Entonces, suponga que la aceptamos…

– ¿Quiere decir eso que ya me ofrece el empleo? El hombre esbozó una sonrisa y por un instante su cara ancha reflejó un encanto inesperado. Le dijo:

– Mis decisiones son rápidas. Hasta aquí la oferta es tentadora, pero también puedo decidirme a rechazarla. ¿Está dispuesta a correr el riesgo? Miss Fellowes agarró con fuerza su bolso y calculó tan rápidamente como pudo, dejó de hacer cábalas y siguió su impulso:

– Está bien.

– Perfecto. Esta noche formamos el «Stasis» y creo que será mejor que esté aquí para entrar inmediatamente en funciones. Tendrá lugar a las ocho y le agradecería que estuviese aquí a las siete y media.

.           Pero, qué…

– Bien, bien. Basta por ahora. -Y, obedeciendo a una señal, apareció una sonriente secretaria para acompañarla. Miss Fellowes se quedó mirando la puerta cerrada del doctor Hoskins. ¿Qué era eso de «Stasis»? ¿Qué tenía que ver esta especie de granero…, con sus empleados uniformados; sus corredores provisionales y su aire inconfundible de fábrica con los niños? Se preguntó si debía volver a la caída de la tarde o alejarse y dar una lección a aquel hombre arrogante. Pero sabía que volvería aunque sólo fuera por pura frustración. Tenía que descubrir qué pintaban allí los niños.

Estuvo de vuelta a las siete y media y no tuvo que darse a conocer. Uno tras otro, hombres y mujeres, parecían conocerla y conocer su función. Se sintió como si patinara al ser empujada hacia delante.

El doctor Hoskins estaba allí, pero sólo la miró de refilón y murmuró:

— Miss Fellowes. Ni siquiera le sugirió que tomara asiento, pero ella encontró un banco junto a la barandilla y se sentó. Estaban en una especie de balcón, con vistas a un gran foso lleno de instrumentos que parecían paneles de control de una nave espacial o pantallas de un ordenador. A un lado había separaciones que formaban cabinas sin techo, como una casa de muñecas gigantescas con habitaciones que se veían desde arriba. Vio una cocina electrónica y un frigorífico en una de las habitaciones, y en otra una lavadora. Y si lo que veía sólo podía ser parte de una cama, también vio una cama pequeña en otra de las habitaciones.Hoskins hablaba con otro hombre. Éstos y ella eran los únicos ocupantes del balcón. Hoskins no se la presentó al otro hombre y Miss Fellowes le observaba disimuladamente. Era delgado y de aspecto agradable para un hombre de mediana edad. Tenía un gracioso bigotito y unos ojos vivaces que parecían estar en todas partes.

— No voy a pretender ni por un momento -decía- comprender todo esto, doctor Hoskins; quiero decir, que no puede esperarse que comprenda más que como lego, como lego razonablemente inteligente. Pero, hay una parte que comprendo menos que otra, es este asunto de la selectividad. Se puede llegar sólo hasta cierto punto, esto parece razonable, las cosas se hacen más confusas cuanto más lejos se va, y requieren más energía. Pero, entonces, sólo pueden llegar cerca hasta un punto. Eso es lo que me desconcierta.

— Si me permite una analogía, Deveney, puedo hacer que le parezca menos paradójico. (Miss Fellowes situó al hombre tan pronto oyó su nombre y, a su pesar, se sintió impresionada. Se trataba de Candide Deveney, el periodista científico de las «Telenoticias», notoriamente presente en la escena de cualquier noticia científica de importancia. Incluso reconoció su rostro por haberlo visto en la pantalla cuando el aterrizaje en Marte. Así que el doctor Hoskins debía tener aquí entre manos algo muy importante.)

— Desde luego, emplee la analogía si cree que puede ser útil -aceptó Deveney.

— De acuerdo. Usted no puede leer un libro de impresión normal si se lo mantienen a dos metros de sus ojos, pero podrá leerlo si lo tiene a treinta centímetros de distancia. Cuanto más cerca, mejor. Pero, si se lo pone a dos centímetros de los ojos, vuelve a estar perdido. Existe también el demasiado cerca, ¿comprende?

— Hmmm -murmuró Deveney.

— Pongamos otro ejemplo. Su hombro derecho está a unos setenta centímetros de la punta de su dedo índice derecho y podrá poner su índice derecho sobre su hombro derecho. Su codo derecho está a la mitad de distancia de la punta de su índice derecho; no obstante, no puede poner su indice derecho sobre su codo derecho, y lógicamente debería ser más fácil, pero no es así. Otra vez está demasiado cerca.

— ¿Puedo servirme de estas analogías en mi historia? -preguntó Deveney.

— Naturalmente. Encantado. Llevo esperando mucho tiempo para que alguien como usted escriba la historia. Le proporcionaré todo lo que necesite. Ya es hora de que el mundo mire por encima de nuestro hombro. Verán algo importante. (Miss Fellowes se encontró, pese a sí misma, admirando su tranquila seguridad. Había fuerza en ella.)

— ¿Hasta dónde llegará? -preguntó Deveney.

— Cuarenta mil años. Miss Fellowes respiró hondamente. ¿Años?

Se mascaba la tensión en el ambiente. El hombre de los controles apenas se movía. Un hombre ante un micrófono hablaba con voz monótona y suave, en frases cortas que no tenían sentido para Miss Fellowes. Deveney, inclinado sobre la barandilla y con la mirada fija, preguntó:

— ¿Veremos algo, doctor Hoskins?

— ¿Qué? No, nada hasta que termine el trabajo. Detectamos indirectamente algo sobre el principio del radar, sólo que utilizamos mesones en lugar de radiación. Los mesones son más lentos en las debidas condiciones. Algunos se reflejan y debemos analizar las reflexiones.

— Eso parece difícil. Hoskins sonrió de nuevo, brevemente, como de costumbre.

— Es el producto final de cincuenta años de investigación; cuarenta años llevaban antes de que yo entrara en el campo. Sí, es difícil. El hombre del micrófono levantó la mano. Hoskins dijo:

— Durante semanas, hemos tenido que escoger el momento determinado, cancelándolo, volviendo a fijarlo, después de calcular nuestros movimientos temporales; asegurándonos de que podríamos manejar el curso del tiempo con precisión suficiente. Eso debe hacerse ahora. Le brillaba la frente. Edith Fellowes se encontró fuera de su asiento y junto a la barandilla, pero no se veía nada. El hombre del micrófono dijo suavemente:

— Ahora. Se produjo un instante de silencio suficiente para exhalar el aliento y luego el grito de un niño aterrorizado desde las habitaciones de la casa de muñecas. ¡Terror! ¡Un terror penetrante! La cabeza de Miss Fellowes se volvió en la dirección del grito. Había un niño mezclado en todo esto. Se había olvidado. El puño de Hoskins golpeó la barandilla. Con voz tensa, estremecida y triunfal, exclamó:

— ¡Lo hicimos!

Miss Fellowes se vio como empujada por la corta escalera en espiral. Era la palma de la mano de Hoskins apoyada entre sus omoplatos. No le dijo ni una palabra. Los hombres de lOS controles se encontraban ahora de pie, sonriendo, fumando, contemplando a los tres que entraban en la planta principal. Les llegaba un zumbido tenue desde la dirección de la casa de muñecas. Hoskins dijo a Deveney:

— Entrar en «Stasis» es perfectamente seguro. Lo he hecho miles de veces. Se experimenta una rara sensación momentánea y no significa nada. Cruzó una puerta abierta, en muda demostración, y Deveney sonriendo, un poco tieso y respirando al parecer profundamente, le siguió. Hoskins llamó:

— ¡Miss Fellowes! ¡Por favor! -Y señaló con el indice, impaciente. Miss Fellowes asintió y entró, también algo envarada. Le parecía como si una pequeña oleada la recorriera por dentro, como un cosquilleo interior. Pero una vez dentro todo parecía normal. Había en la casa de muñecas un olor a bosque fresco y también a…, a tierra. No se oía nada, ni una voz. El ruido de unas pisadas secas, el roce como de una mano sobre madera, eso si. Luego, un gemido entrecortado.

— ¿Dónde está? -preguntó Miss Fellowes, angustiada. ¿Es que a aquellos imbéciles no les importaba?

El niño estaba en el dormitorio; por lo menos, en la habitación que tenía la cama. Yacía desnudo, con su pecho flaco y sucio agitándose convulsivamente. Una carretada de tierra y hierbas cubría el suelo a sus morenos pies descalzos. El olor a tierra y también a algo fétido procedía de allí. Hoskins siguió su mirada horrorizada y dijo disgustado:

— No se puede arrancar a un niño limpiamente fuera del tiempo, Miss Fellowes. Tuvimos que traer también algo de lo que le rodeaba para mayor seguridad. ¿O hubiera preferido que llegara aquí sin una pierna o con sólo media cabeza?

— ¡Por favor! -exclamó Miss Fellowes, profundamente asqueada-. ¿Es que nos vamos a quedar aquí sin hacer nada? La pobre criatura estás asustada. Y está sucio. Tenía toda la razón. Estaba manchado de grasa y suciedad incrustadas, tenía un arañazo en el muslo que parecía reciente, por lo enrojecido. Al acercársele Hoskins, el chiquillo, que no parecía contar más de tres años, se agachó y retrocedió con pasmosa rapidez. Levantó el labio superior y emitió un sonido parecido al de un gato furioso. Con un gesto rápido, Hoskins le sujetó los brazos y lo levantó del suelo chillando y retorciéndose. Miss Fellowes dijo:

— Sujételo ahora. Primero necesita un baño caliente; hay que limpiarlo antes que nada. ¿Tiene usted lo necesario? Si no, yo he traído algo, pero voy a necesitar ayuda para manejarlo. Después también, por el amor de Dios, haga que recojan toda esta porquería. Ahora estaba dando órdenes y se sentía perfectamente justificada. Y porque era una enfermera eficiente, más que una espectadora confusa, miró al niño con ojos clínicos… Por un instante fugaz titubeó, estupefacta. Vio más allá de la suciedad y los gritos, más allá de las piernas y los brazos en movimiento, más allá del retorcerse inútilmente. Vio al niño. Era el chiquillo más feo que jamás había visto. Era espantosamente feo, desde la cabeza deforme a las piernas arqueadas. Consiguió limpiarlo ayudada por tres hombres y con otros a su alrededor esforzándose por asear la habitación. Trabajaba en silencio con la expresión ofendida, molesta por el continuo debatirse y los chillidos del niño y por la vergonzosa mojadura con agua jabonosa a la que se veía sometida. El doctor Hoskins había insinuado que el niño no era guapo, pero aquello no estaba muy lejos de ser repulsivamente deforme. Y había tal hedor en el chiquillo, que el agua y el jabón sólo lo aliviaban ligeramente. Tuvo la fuerte tentación de echar al niño, enjabonado como estaba, en brazos de Hoskins y marcharse, pero estaba su orgullo profesional en juego. Después de todo, había aceptado el encargo. Y vería la mirada en sus ojos. Una mirada glacial que significaría: ¿Sólo niños guapos, Miss Fellowes? Estaba algo alejado de ellos, mirando friamente; al interceptar ella su mirada, sonrió como si le divirtiera su expresión ultrajada. Decidió que esperaría un poco más antes de despedirse. Hacerlo ahora sería vergonzoso. Después, cuando el niño estuvo tolerablemente sonrosado y oliendo a jabón perfumado, se sintió mejor. Sus chillidos eran ahora lloriqueos de agotamiento mientras les observaba asustado, con los ojos aterrorizados y suspicaces, yendo de uno a otro de los presentes. Su limpieza acentuaba su delgada desnudez y temblaba de frío después del baño. Miss Fellowes ordenó secamente:

— ¡Tráiganme un camisón para el niño! Al instante apareció un camisón. Era como si todo estuviera preparado pero nada dispuesto, a menos que ella lo ordenara; como si deliberadamente se lo dejaran a su cargo sin ayudarla, para probarla. El periodista Deveney se le acercó para decirle:

— Se lo aguantaré, señorita. Usted sola no podría.

— Gracias -respondió Miss Fellowes. Y fue una verdadera batalla, pero al fin le pusieron el camisón. Cuando el niño hizo el gesto de arrancárselo, le dio un cachete en la mano. El chiquillo enrojeció, pero no lloró. Se la quedó mirando y los dedos extendidos de una mano se movieron despacio sobre la superficie de franela del camisón, palpando su rareza. Miss Fellowes pensó desesperadamente: «Y ahora, ¿qué?» Todo el mundo había dejado de moverse, esperando lo que ella…, o lo que el chiquillo hiciera. Miss Fellowes preguntó de pronto:

— ¿Han pensado en la comida? ¿Leche? Lo habían pensado. Trajeron una unidad móvil, con su compartimiento de refrigeración con tres cuartos de leche, y la de calentamiento, y además un surtido de reconstituyentes en forma de vitaminas en gotas y jarabe de cobre-cobalto-hierro y otras que no tenía tiempo de estudiar. También había varios botes de alimentos para niños que se autocalentaban. Para empezar, sólo utilizó la leche. El microondas calentó la leche a la temperatura necesaria en cuestión de segundos y se apagó, vertió un poco de leche en un plato y, como sabía que el niño era salvaje y no sabría manejar la taza, movió la cabeza y dijo al niño:

— Bebe. Bebe. -Miss Fellowes hizo un gesto como si se llevara la leche a la boca. Los ojos del niño la siguieron, pero no hizo el menor movimiento. De pronto la enfermera recurrió a medidas más directas. Cogió el brazo del niño y le mojó la mano en la leche. Se la pasó por los labios, de modo que le resbaló por las mejillas y por su huidiza barbilla. Hubo un momento en que el niño lanzó un grito estridente y se pasó la lengua por los labios. Miss Fellowes dio un paso atrás. El niño se acercó al plato, se inclinó hacia él, miró hacia arriba, miró atrás como si esperara a un enemigo agazapado, volvió a inclinarse y sorbió apresuradamente la leche, como un gato. Hacia un curioso ruido. No utilizó las manos para levantar el plato. Miss Fellowes no pudo evitar que la repugnancia que sentía se reflejara en su cara. Tal vez Deveney lo captó, porque dijo:

— ¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins?

— ¿Saber qué? -preguntó Miss Fellowes. Deveney titubeó, pero Hoskins (otra vez aquella expresión divertida en su rostro) dijo:

— Venga, dígaselo. Deveney se dirigió a Miss Fellowes:

— Puede que no lo sospeche siquiera, señorita, pero es usted la primera mujer civilizada de la Historia que se ocupa de un niño de Neanderthal. Se volvió a Hoskins furiosa, pero controlándose:

— Podía habérmelo dicho, doctor.

— ¿Para qué? ¿Qué diferencia hay?

— Usted dijo un niño.

— ¿Y no es un niño? ¿Ha tenido usted alguna vez un cachorro de perro o un gatito, Miss Fellowes? ¿Se parecen más a los humanos? Si se tratara de un bebé chimpancé, ¿ entiría repulsión? Su informe dice que ha estado tres años en una sala de maternidad. ¿Se ha negado alguna vez a atender a un niño deforme? Miss Fellowes sintió que se le escapaba el caso de las manos. Con mucha menos decisión, dijo:

— Podía habérmelo dicho.

— ¿Y hubiera rechazado el trabajo? Bien, ¿lo rechaza ahora? Y la miró friamente, mientras Deveney observaba desde la otra punta de la habitación, y el pequeño neanderthal, que había terminado la leche y lamía el plato, la miraba con el rostro húmedo y los ojos abiertos y anhelantes. El niño señaló la leche y, de pronto, soltó una serie de sonidos cortos y repetidos, sonidos guturales y complicados chasquidos con la lengua. Miss Fellowes exclamó, sorprendida:

— ¡Pero, si habla!

— Naturalmente -respondió Hoskins-, el Homo neanderthalensis no es una especie diferente, sino más bien una subespecie del Homo sapiens. ¿Por qué no iba a hablar? Probablemente, le pide más leche. Automáticamente, Miss Fellowes alcanzó la botella de leche, pero Hoskins le agarró la muñeca:

— Bien, Miss Fellowes, antes de que sigamos adelante, ¿se queda usted al cuidado del chiquillo? Mis Fellowes se desprendió, molesta:

— ¿No le darán de comer si no me quedo? Me quedaré con él durante un tiempo. Sirvió la leche. Hoskins continuó:

— Vamos a dejarla con el niño, Miss Fellowes. Ésta es la única puerta de entrada en «Stasis» Número Uno. Su cerradura es complicada y está cerrada. Quiero que aprenda los detalles de la cerradura que, naturalmente, obedecerá a sus huellas dactilares, como ya lo hace a las mías. El espacio de arriba -y miró a los techos descubiertos de la casa de muñecas- está guardado y se les advertirá si algo raro ocurre aquí dentro. Miss Fellowes protestó, indignada:

— ¿Quiere decir que estaré sometida a vigilancia? Y pensó de pronto en cuando ella observó los interiores de las estancias desde el balcón.

— No, no. Su intimidad será absolutamente respetada -dijo Hoskins seriamente-. La vigilancia consistirá en símbolos electrónicos que sólo manejará un ordenador. Miss Fellowes, quédese usted con él esta noche y todas las noches hasta nueva orden. La relevarán durante el día, según el plan que usted misma establezca. La autorizamos a que lo organice a su conveniencia. Miss Fellowes miró a la casa de muñecas con expresión desconcertada.

— Pero, ¿por qué todo esto, doctor Hoskins? ¿Es peligroso el niño?

— Es cuestión energética, Miss Fellowes. Nunca se le permitirá abandonar estas habitaciones. Nunca. Ni por un instante. Ni por ninguna razón. Ni para salvar su vida. Ni siquiera para salvar la suya, Miss Fellowes, ¿está claro? Miss Fellowes levantó la barbilla:

— Sé lo que son órdenes, doctor Hoskins, y en mi profesión estamos acostumbrados a poner el deber por encima de la propia salvaguardia.

— Bien. Si necesita a alguien, puede avisar. -Y los dos hombres salieron.

Miss Fellowes se volvió al chiquillo. La estaba observando y aún quedaba leche en el plato. Laboriosamente, intentó enseñarle cómo levantar el plato y llevárselo a los labios.

Se resistió, pero la dejó tocarle sin gritar. Sus ojos asustados siempre estaban puestos en ella, mirándola, observando cualquier movimiento falso. Se encontró tranquilizándole, tratando de llevar su mano muy despacio hacia su cabello, dejándole que no la perdiera de vista en ningún momento, que se diera cuenta de que no le haría ningún daño. Y por un instante consiguió acariciar su pelo. Le dijo:

– Voy a tener que enseñarte a utilizar el cuarto de baño. ¿Crees que podrás aprender? Le hablaba despacio, afectuosamente, sabiendo que no comprendía las palabras, pero confiando en que respondería a la calma del tono empleado. El niño volvió a chasquear de nuevo otra frase. Ella le preguntó:

– ¿Puedo cogerte la mano? Y tendió la suya, que el niño se quedó mirando. La mantuvo alargada y esperó. La mano del niño se acercó despacio a la suya.

– Muy bien -le dijo. Acercó la manita a unos centímetros de la suya y de pronto no tuvo valor suficiente y la retiró.

– Bueno -comentó Miss Fellowes, con calma-, volveremos a intentarlo más tarde. ¿Te gustaría sentarte aquí?

– Y con la mano indicó el colchón de la cama. Las horas transcurrían lentas, el progreso era insignificante, no lograba ningún adelanto con el cuarto de baño ni con la cama. En realidad, después de dar muestras inequívocas de sueño, el niño se tendió en el suelo y, con un movimiento rápido, rodó bajo la cama. Se inclinó para mirarle, vio resplandecer sus ojos y le brotó una serie de chasquidos con la lengua.

.           Está bien, si te encuentras mejor ahí debajo, quédate a dormir ahí. Cerró la puerta de la alcoba y se retiró al diván que habían instalado para ella en la habitación grande. Ante su insistencia, habían tendido una especie de dosel por encima. Pensó: «Esos estúpidos tendrán que colocar un espejo en la habitación, una cómoda grande y un lavabo separado, si esperan que pase las noches aquí».

Era difícil dormir. Se encontró esforzándose por escuchar cualquier ruido en la habitación de al lado. Conque no podía salir, ¿eh? Los tabiques eran lisos y altísimos, pero supongan que el niño supiera trepar como un mono. Bueno, Hoskins aseguró que había dispositivos de observación, vigilando en el techo. Y de pronto se le ocurrió pensar: «¿Puede ser peligroso, físicamente peligroso?» Seguro que Hoskins no quiso decir eso. Seguro que no la habría dejado sola si… Intentó reírse de si misma. Era un niño de tres o cuatro años solamente. Pero, no había conseguido cortarle las uñas. Si la atacaba con uñas y dientes mientras dormía… Se le aceleró la respiración. Era ridículo, sí, no obstante… Escuchó con dolorosa atención y esta vez oyó algo. El niño estaba llorando. No gritaba, presa de miedo o de terror, no chillaba. Lloraba dulcemente; el llanto era la expresión del dolor angustiado de un niño desesperado y solitario. Por primera vez Miss Fellowes pensó, con el corazón encogido: «¡Pobre chiquillo!» Claro, era un niño, ¿qué importaba la forma de su cabeza? Era un niño al que habían dejado huérfano, como a ningún otro niño le había pasado antes de él. No solamente habían desaparecido su padre y su madre, sino toda su especie. Arrancado violentamente de su tiempo, era la única criatura de su especie sobre la Tierra. El último. El único.

Fellowes sintió que aumentaba su compasión por él y que se avergonzaba de su propia insensibilidad. Ciñéndose cuidadosamente el camisón sobre sus piernas (incongruentemente pensó: «Mañana tendré que traerme una bata»), saltó de su cama y entró en la alcoba del niño.

– ¡Pequeño! -llamó en un susurro-. ¡Pequeño! Estaba a punto de buscar debajo de la cama, cuando pensó en un posible mordisco, y no lo hizo. En cambio, encendió la luz y corrió la cama. El pobrecillo estaba acurrucado en el rincón, con las rodillas apretadas contra la barbilla, mirándola con ojos empañados y aprensivos. En aquella penumbra no veía lo repulsivo que era.

– ¡Pobrecillo niño! ¡Pobrecillo niño! -Le notó tenso cuando le acarició el cabello, luego se relajó-. Pobrecillo mío, ¿puedo cogerte? Se sentó en el suelo a su lado y lenta, rítmicamente, le acarició la cabeza, la mejilla, el brazo. Dulcemente empezó a cantarle una canción lenta y suave. Al oírla, levantó la cabeza, contemplando su boca en la penumbra, como asombrado del sonido. Mientras la escuchaba, se fue acercando a ella. Poco a poco fue presionando la cabeza hasta que la apoyó en su hombro. Pasó el brazo por debajo de sus piernas y, con un movimiento lento y tierno, lo sentó sobre su regazo. Continuó cantando la misma simple estrofa una y otra vez, mientras le mecía de atrás adelante, de atrás adelante. Dejó de llorar y al momento el tenue sonido de su respiración le indicó que estaba dormido. Con infinito cuidado empujó la camita contra la pared y lo acostó, le cubrió y se lo quedó mirando. En el sueño su carita era plácida y de niño pequeño. Ya no importaba demasiado que fuera tan feo. De verdad.

Se dispuso a salir de puntillas, luego pensó: «¿Y si despierta?» Volvió, luchó indecisa consigo misma, suspiró y se acostó en la camita junto al niño. Era demasiado pequeña para ella. Estaba encogida, e incómoda por no tener techo, pero la mano del niño se agarró a la suya y, sin saber cómo, se quedó dormida en aquella posición.

Despertó sobresaltada y con un loco impulso de gritar. Consiguió evitarlo, y pareció atragantarse. El niño la estaba mirando con los ojos muy abiertos. Tardó un buen rato en recordar que se había acostado con él y, muy despacio, sin apartar los ojos de los suyos, estiró cuidadosamente una pierna hasta tocar el suelo, y luego la otra. Echó una mirada rápida y aprensiva hacia el techo descubierto y se preparó para desprenderse rápidamente de él. Pero, en aquel momento, el niño alargó los dedos y le tocó los labios. Dijo algo. Se estremeció al contacto. A la luz del día era terriblemente feo. El niño volvió a hablar. Abrió la boca y señaló con su mano como si fuera a salir algo. Miss Fellowes adivinó el sentido y preguntó, trémula:

— ¿Quieres que cante? Con voz ligeramente destemplada por la tensión, Miss Fellowes empezó la cancioncita que cantara la noche anterior y el chiquillo feo sonrió. Se balanceó torpemente al compás de la música y emitió unos gorjeos que podían haber sido el principio de una risa. Miss Fellowes suspiró interiormente. La música tiene un encanto que tranquiliza a las fieras. Podría ayudarla…

— Espera -le dijo-. Deja que me vista. Sólo me llevará un minuto. Después, te prepararé el desayuno. Lo hizo rápidamente, consciente en todo momento de la falta de techo. El chiquillo permaneció en la cama, mirándola cuando la tenía a la vista; ella le sonreía y agitaba la mano. Al final, él le devolvió el saludo, y se sintió encantada por ello. Por fin, le dijo:

— ¿Quieres cereales con leche? -Tardó un instante en preparárselo y le llamó con la mano. Si él interpretó el gesto o le atrajo el aroma, es cosa que Miss Fellowes no pudo explicar, pero el niño salió de la cama. Trató de enseñarle a utilizar una cuchara, pero se apartó asustado. («Ya habrá tiempo», se dijo.) Llegó a un compromiso haciendo que él llevara el bol a sus labios, levantándolo con las manos. Lo hizo torpemente y con increíble suciedad, pero la mayor parte la tragó. Esta vez intentó que bebiera la leche en un vaso y el niño protestó cuando encontró la abertura demasiado pequeña para meter convenientemente la cara. Le sujetó la mano, forzándola alrededor del vaso, haciendo que lo inclinara, apretando su boca al borde. Otra vez lo mancharon todo, pero también la bebió casi toda, ya estaba acostumbrada a este tipo de suciedad. El cuarto de baño, con gran sorpresa y alivio, fue menos difícil. Comprendió perfectamente lo que ella esperaba de él. Se encontró acariciándole la cabeza y diciéndole:

— Buen chico. Niño listo. Y, con gran satisfacción de Miss Fellowes, el chiquillo le sonrió. Pensó: «Cuando sonríe es que está muy bien, de verdad». A última hora llegaron los periodistas. Sostuvo al niño en sus brazos y éste se agarró a ella desesperadamente mientras del otro lado de la puerta empezaban a utilizar sus cámaras. Tanto movimiento asustó al niño y se echó a llorar, pero transcurrieron diez minutos antes de que Miss Fellowes fuera autorizada a llevarse al niño a la otra habitación. Volvió a salir, roja de indignación, del apartamento (por primera vez en dieciocho horas) y cerró la puerta.

— Creo que ya basta. Me llevará mucho tiempo tranquilizarle de nuevo. Márchense.

— Claro, claro -dijo uno del Times Heraid-. Pero, ¿es un auténtico neanderthal, o es una broma pesada?

— Les aseguro -dijo la voz de Hoskins, inesperadamente, desde atrás- que no es ninguna broma. El niño es un auténtico Homo neanderthalensis.

— ¿Es chico o chica?

— Chico -contestó secamente Miss Fellowes.

— Niño-mono -comentó el caballero del News-. Eso es lo que tenemos aquí. Niño-mono. ¿Cómo se porta, enfermera?

— Exactamente como un niño -soltó Miss Fellowes, molesta y a la defensiva-, y no es un niño-mono. Su nombre es…, es Timothy, Timmie… y es perfectamente normal en su comportamiento. Había elegido el nombre de Timothy al azar. Fue el primero que se le ocurrió.

— Timmie el niño-mono -bromeó el caballero del News, y resultó ser que Timmie el niño-mono fue el nombre por el que fue conocido en el mundo. El caballero del Globe se volvió a Hoskins y le preguntó:

— Doctor, ¿qué piensa hacer con el niño-mono? Hoskins se encogió de hombros.

— Mi plan original se completó cuando demostré que era posible traerle aquí. Sin embargo, los antropólogos estarán muy interesados, me figuro, y los fisiólogos. Después de todo, aquí tenemos a una criatura que está al borde de ser humana. De él deberíamos estudiar mucho sobre nosotros y sobre nuestros antepasados.

— ¿Cuánto tiempo lo tendrá aquí?

— Hasta el momento en que necesitemos su espacio más de lo que le necesitemos a él. Mucho tiempo, quizás. El corresponsal del News preguntó:

— ¿Puede sacarlo fuera a fin de montar nuestros equipos subetéreos y organizar un espectáculo?

— Lo siento, pero el niño no puede salir de «Stasis».

— ¿Y exactamente qué es «Stasis»?

— ¡Ah! -Y Hoskins se permitió una de sus raras sonrisas-. La explicación llevaría mucho tiempo, caballeros. En «Stasis», el tiempo, como lo conocemos nosotros, no existe. Estas habitaciones están dentro de una burbuja invisible que no forma exactamente parte de nuestro Universo. Por eso el niño pudo ser arrancado de su tiempo, como si dijéramos.

— Oiga, espere un poco -insistió el corresponsal del News, descontento-. ¿Qué pretende hacernos creer? La enfermera entra y sale de la habitación.

— Y cualquiera de ustedes también puede -declaró Hoskins, indiferente-. Se moverían paralelamente a las líneas de energía temporal y habría poca pérdida o ganancia de energía. Pero el niño fue sacado de un pasado lejano, llegó cruzando las lineas y ganó potencial temporal. Para trasladarse al Universo y entrar en nuestro propio tiempo absorbería la suficiente energía capaz de quemar todas las lineas del lugar y probablemente dejar a oscuras la ciudad entera de Washington. Tuvimos que almacenar basura que él trajo consigo y que tendremos que ir retirando poco a poco. Los periodistas iban escribiendo palabras a medida que Hoskins les iba hablando. No entendían nada y estaban seguros de que sus lectores tampoco, pero sonaba a científico, y esto era lo que importaba. El corresponsal del Times Herald preguntó:

— ¿Estará disponible esta noche para una entrevista en todos los circuitos?

— Creo que si -accedió Hoskins al instante, y todos se alejaron. Mis Fellowes les vio marchar. Comprendía tan poco lo de «Stasis» y la energía temporal como los periodistas, pero logró entender algo: el encarcelamiento de Timmie (se encontró pensando en el niño como Timmie) era real y no impuesto por la voluntad arbitraria de Hoskins. Aparentemente, era imposible dejarle que saliera de «Stasis» para nada, jamás. ¡Pobre niño! ¡Pobrecito niño! Se dio cuenta, de pronto, de que estaba llorando, y se apresuró a entrar a consolarle. Miss Fellowes no tuvo oportunidad de ver a Hoskins en la pantalla, pues aunque su entrevista fue proyectada a todo el mundo e incluso a los puestos avanzados de la Luna, no penetró en el apartamento en el que vivían Miss Fellowes y el chiquillo feo. A la mañana siguiente apareció alegre y radiante. Miss Fellowes le preguntó:

— ¿Qué tal fue la entrevista?

— Muy bien. ¿Y cómo está… Timmie? A Miss Fellowes le encantó que utilizara el nombre de Timmie.

— Progresando. Ven aquí, Timmie, este amable caballero no te hará ningún daño. Pero Timmie se quedó en la otra habitación, asomando solamente un mechón de su pelo tras la barrera de la puerta y, alguna vez, el rabillo del ojo.

— En realidad comentó Miss Fellowes-, se está aclimatando asombrosamente. Es muy inteligente.

— ¿Y le sorprende? Titubeó sólo un instante; al momento, dijo:

— Si, me sorprende. Supongo que me imaginé que era un niño-mono.

— Pero, mono o no, ha hecho mucho por nosotros. Ha situado a «Stasis Inc.» en el mapa; ya se nos reconoce, Miss Fellowes, ya se nos reconoce. -Parecía que sentía la necesidad de expresar su triunfo a alguien, aunque sólo fuera a Miss Fellowes.

— ¿Ah? -Y le dejó seguir hablando. Él se metió las manos en los bolsillos y continuó:

— Durante diez años hemos estado trabajando pendientes de un hilo, arañando peniques uno a uno, siempre que podíamos. Tuvimos que lanzar el experimento como un gran espectáculo. Era el o todo o nada. Y cuando hablo del experimento, sé lo que me digo. Este intento de traer un ejemplar de Neanderthal costó hasta el último céntimo que pudimos pedir prestado o que robamos. Sí, algunos fueron robados…, fondos destinados a otros proyectos se emplearon para éste sin autorización. Si ese experimento hubiera fracasado, yo me hubiera hundido para siempre.

— ¿Es por eso por lo que no hay techos? -preguntó Miss Fellowes.

— ¿Cómo? -Y Hoskins levantó la cabeza.

— Que si no les quedaba dinero para los techos.

— Bueno, ésta no fue la única razón. No podíamos saber de antemano cuántos años podría tener el de Neanderthal. Sólo podíamos detectar vagamente en el tiempo, y pudo haber sido grande y salvaje. Podía ser que tuviéramos que tratar con él a distancia, como si fuera un animal enjaulado.

— Pero, como no ha sido así, supongo que podrán ponernos techos.

— Ahora, si. Ahora disponemos de mucho dinero. Nos han prometido fondos de todas partes. Todo esto es maravilloso, Miss Fellowes. -Su cara resplandecía y su sonrisa no se apagó. Cuando se marchó, incluso su espalda parecía sonreír. Miss Fellowes pensó: «Es un hombre encantador cuando está distraído y se olvida de que es un científico.» Por un instante se preguntó si estaría casado o no; después, avergonzada, apartó este pensamiento.

— Timmie -llamó-. Ven aquí, Timmie.

En los meses transcurridos, Miss Fellowes fue sintiéndose parte integral de «Stasis Inc.». Se le dio un despacho para ella sola con su nombre en la puerta, un despacho muy cerca de la casa de muñecas (como jamás dejó de llamar a la vivienda o burbuja de Timmie en «Stasis»). También se le concedió un aumento sustancial. La casa de muñecas se cubrió con un techo, sus muebles fueron más cuidados y mejores, se añadió otro cuarto de baño…, y, además, consiguió un apartamento sólo para ella en los terrenos del Instituto y, en ciertas ocasiones, no pasaba la noche con Timmie. Se montó un intercom entre la casa de muñecas y el apartamento y Timmie aprendió a utilizarlo. Miss Fellowes se acostumbró a Timmie. Incluso llegó a no fijarse en su fealdad. Un día se encontró observando a un niño corriente, en la calle, y encontró poco atractiva su frente alta y su barbilla saliente. Pero era aún más agradable acostumbrarse a las visitas de Hoskins. Era evidente que agradecía poder escaparse de su cargo, cada vez más agotador en «Stasis, Inc.», y que se tomaba cierto interés sentimental por el niño causante de todo, pero a Miss Fellowes también le parecía que disfrutaba estando con ella, hablándole. (También se había enterado de muchas cosas sobre Hoskins. Había inventado el método de analizar la reflexión del rayo mesónico penetrante en el pasado; había inventado el método de establecer «Stasis»; su frialdad era sólo un esfuerzo por disimular su naturaleza bondadosa; y, oh sí, estaba casado.) A lo que Miss Fellowes no podía acostumbrarse era a que estaba metida en un experimento científico. Pese a cuanto pudiera hacer, se encontró personalmente involucrada hasta el extremo de pelearse con los fisiólogos. En cierta ocasión, Hoskins la encontró presa de un fuerte shock nervioso. No tenían derecho; no tenían derecho…, aunque fuera un neanderthal, no por ello era un animal. Les seguía con la mirada, enfurecida, mirándoles a través de la puerta abierta y escuchando el llanto de Timmie, cuando se dio cuenta de que Hoskins estaba ante ella. Podía llevar allí un buen rato.

– ¿Puedo pasar? -preguntó. Asintió con la cabeza, secamente, y corrió junto a Timmie, que se agarró a ella y enroscó sus piernecitas torcidas, todavía flacas, ¡tan flacas!, a las de ella. Hoskins observó y dijo gravemente:

– Parece muy desgraciado.

– Y tiene razón. Le molestan todos los días con sus muestras de sangre y sus pruebas. Le mantienen a una dieta sintética que no alimentaría a un cerdo.

– Todo eso es algo que no se puede experimentar con un ser humano, ya lo sabe.

– Ni deben probarlo con Timmie tampoco, doctor Hoskins, insisto en ello. Usted me dijo que la llegada de Timmie había puesto a «Stasis» en el mapa. Si siente la menor gratitud, tiene que lograr alejarlos del pobrecillo hasta que por lo menos sea lo suficientemente mayor para comprenderlo un poco más. Después de las sesiones, tiene pesadillas, no puede dormir. Ahora bien, le advierto -y se puso realmente furiosa- que no les volveré a dejar entrar aquí. (Se dio cuenta de que las últimas palabras las había gritado, pero no pudo evitarlo.) Con voz más tranquila, añadió:

– Ya sé que es un neanderthal, pero hay muchas cosas de ellos que no tenemos en cuenta. He leído que tenían su propia cultura. Algunos de los mayores inventos humanos surgieron en su época. La domesticación de animales, por ejemplo; la rueda; diversas técnicas para las piedras de moler. Incluso sentían anhelos espirituales. Enterraban a sus muertos y enterraban posesiones con el cuerpo, demostrando así que creían en una vida después de la muerte. Esto prácticamente equivale a inventar una religión. ¿No significa todo esto que Timmie tiene derecho a ser tratado como ser humano? Dio unas palmadas afectuosas al chiquillo en las nalgas y lo envió al cuarto de jugar. Al abrir la puerta, Hoskins sonrió ante el gran despliegue de juguetes que vio. Miss Fellowes, a la defensiva, dijo:

– El pobre chiquillo merece sus juguetes. Es lo único que posee y se los gana sobradamente con todo lo que tiene que soportar.

– No, no. Ninguna objeción, se lo aseguro. Estaba solamente pensando en cómo ha cambiado desde el primer día, en que estaba tan enfadada por haberle endosado a un neanderthal. Miss Fellowes murmuró:

– Supongo que no comprendía… -Y se calló. Hoskins cambió de tema.

– ¿Qué edad diría que tiene, Miss Fellowes?

– No podría decirlo porque ignoro cómo es el desarrollo de los neanderthales. Por la estatura serían sólo tres años, pero los neanderthales generalmente son más pequeños, y, con todo lo que le están haciendo, probablemente no crece lo que debiera. Pero, tal como está aprendiendo el idioma, yo diría que tiene algo más de cuatro.

– ¿De veras? No he visto nada del aprendizaje en los informes.

– No, no quiere hablarlo con nadie sino conmigo. Tiene un miedo terrible a los demás, y no es de extrañar. Pero puede pedir un artículo determinado de comida, puede señalar cualquier necesidad y le digo que lo comprende casi todo. Naturalmente… -le observó astutamente, tratando de decidir si éste era el momento oportuno-, su desarrollo puede no continuar.

– ¿Por qué no?

– Todo niño necesita estímulos y éste vive una vida de solitario confinamiento. Yo hago lo que puedo, pero no estoy con él todo el tiempo y no soy todo lo que necesita. Lo que quiero decir, doctor Hoskins, es que necesita otro niño para jugar. Hoskins asintió. Desgraciadamente, sólo disponemos de uno, ¿no es eso? ¡Pobrecillo! Miss Fellowes se enterneció al instante; preguntó:

– Le encanta Timmie, ¿verdad? -Resultaba de lo más agradable que alguien más pensara como ella.

– ¡Oh, sí! -contestó Hoskins, y, momentáneamente desarmado, dejó traslucir el agotamiento en sus ojos. Miss Fellowes abandonó sus planes de momento. Con auténtica preocupación, comentó:

– Tiene aspecto de estar agotado, doctor Hoskins.

– ¿Lo cree así, Miss Fellowes? Tendré que esforzarme por tener una apariencia más animada.

– Supongo que «Stasis, Inc.» le ocupa mucho tiempo. Hoskins se encogió de hombros.

– Y supone bien. Se trata de un caso de animal, vegetal y mineral por partes iguales, Miss Fellowes. Pero, bueno, me figuro que no ha visitado usted nuestras adquisiclones.

– La verdad es que no, pero no porque no me interesen. Es que también he estado muy ocupada.

– Claro, pero en este momento no lo está -dijo en un impulso de decisión-. Pasaré a recogerla mañana a las once y la acompañaré personalmente. ¿Qué le parece?

– Me encantará. -Y sonrió feliz. A su vez él sonrió y asintió; después, se fue. Miss Fellowes estuvo tarareando a intervalos durante el resto del día. Realmente, pensarlo sonaba ridículo, pero…, bueno, era casi como… una cita.

Al día siguiente llegó muy puntual, sonriente y encantador. Ella había desechado el uniforme de enfermera y se había vestido un trajecito. Uno de corte clásico, por supuesto, con el que se sintió tan femenina como no se había sentido en muchos años. Él la felicitó por su aspecto con estudiada cortesía y ella aceptó el cumplido con discreta gracia. Era un preludio realmente perfecto, se dijo. Y de pronto se le ocurrió preguntarse: «¿Preludio de qué?» Apartó la idea apresurándose a decir adiós a Timmie y a asegurarle que volvería pronto. Quiso cerciorarse de que el niño sabía todo lo relacionado con su almuerzo y dónde lo encontraría. Hoskins la llevó al ala nueva, en la que todavía no había puesto los pies. Aún olía a pintura y los ruidos de los obreros eran suficientes indicios de que iba creciendo y extendiéndose.

— Animal, vegetal y mineral -dijo Hoskins, como el día anterior-. El animal aquí, nuestro ejemplar más espectacular. El espacio estaba dividido en muchas habitaciones, cada una separada por su burbuja «Stasis». Hoskins la llevó junto al cristal de una de ellas y miró. Lo que vio la impresionó primero por creerla una gallina con escamas y cola. Deslizándose sobre dos patas delgadas, corría de extremo a extremo de la habitación con su delicada cabeza de pájaro rematada por una arista ósea parecida a la cresta de un gallo. Las garras de sus patas se abrían y cerraban constantemente. Hoskins explicó:

— Es nuestro dinosaurio. Lo tenemos desde hace meses. No sé cuándo podremos deshacernos de él.

— ¿Dinosaurio?

— ¿Esperaba un gigante? Ella sonrió:

— Es lo que una espera, supongo. Pero sé que algunos eran pequeños.

— Uno pequeño era lo que pretendíamos, créame. Generalmente se encuentra en observación, pero ésta parece ser su hora libre. Se han descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, su sangre no es enteramente fría. Tiene un todo imperfecto de mantenimiento de la temperatura interna más alta que la de su entorno. Desgraciadamente, es un macho. Desde que lo trajimos hemos tratado de trasladar a otro que pudiera ser hembra, pero hasta ahora no ha habido suerte.

— ¿Por qué hembra?

— Para poder tener la oportunidad de conseguir huevos fecundados y crías de dinosaurios.

— Claro. Después la llevó a la sección de trilobites.

— Le presento al profesor Dwayne, de la Universidad de Washington. Es químico nuclear. Si no recuerdo mal, está tomando una relación con isótopos en el oxígeno del agua.

— ¿Por qué?

— Es agua primitiva; tiene por lo menos quinientos millones de años. El isótopo nos dala temperatura del océano en aquella época. Él, precisamente, ignora los trilobites, pero otros están especialmente dedicados a su disección. Ellos son los afortunados porque lo único que necesitan son escalpelos y microscopios. Dwayne ha montado un espectrógrafo de masa para cuando realiza un experimento.

— ¿Y por qué? ¿Es que no puede…?

— No, no puede. No puede sacarlo todo de la habitación, salvo que no pueda evitarlo. Había muestras de vida primitiva vegetal y trozos de rocas en formación. Ésos eran los vegetales y minerales. Cada espécimen tenía su investigador. Era como un museo; un museo viviente sirviendo como centro superactivo de investigación.

— ¿Y tiene que supervisarlo todo usted, doctor Hoskins?

— Sólo indirectamente, Miss Fellowes. Gracias a Dios, dispongo de subordinados. Mi interés se centra enteramente en los aspectos teóricos; en la naturaleza y técnica de la detección intemporal mesónica. Yo lo cambiaría todo por un método de detectar objetos cercanos en el tiempo, y no de diez mil años atrás. Si pudiéramos llegar a los tiempos históricos… Le interrumpió una conmoción en un departamento cercano, una voz fina protestaba, airada. Hoskins frunció el ceño y se excusó apresuradamente:

— Perdóneme. -Y se alejó. Miss Fellowes le siguió lo mejor que pudo sin echar a correr. Un viejo, de barba rala y cara roja, iba gritando:

— Tenía que completar aspectos vitales de mi investigación. ¿Es que no lo comprenden? Un técnico uniformado, con el monograma SI entrelazado (de «Stasis, Inc.») en su bata de laboratorio, explicó:

— Doctor Hoskins, habíamos arreglado con el profesor Ademewsky desde un principio que el espécimen sólo podía permanecer aquí tres semanas.

— Yo ignoraba entonces cuánto tiempo requeriría mi investigación. Yo no soy un profeta -protestó, airado, Ademewsky. Hoskins lo calmó:

— Comprenda, profesor, que nuestro espacio es limitado; debemos mantener una rotación de especímenes. Este pedazo de calcopirita debe volver; hay hombres esperando el nuevo espécimen.

— ¿Por qué no me lo puedo quedar para mí solo? Lo sacaré de aquí.

— Sabe que no puede disponer de él.

— Un trozo de calcopirita; un miserable pedazo de quince kilos. ¿Y por qué no?

— No podemos permitirnos el gasto de energía -cortó bruscamente Hoskins-. Lo sabe de sobras. El técnico interrumpió:

— El caso es, doctor Hoskins, que trató de sacar el trozo en contra del reglamento y yo casi perforé «Stasis» porque no sabia que estaba allí. Hubo un corto silencio y el doctor Hoskins se volvió al investigador con glacial formalidad:

— ¿Es esto cierto, profesor? El profesor Ademewsky tosió:

— No vi ningún mal… Hoskins cogió un cordón que pendía al alcance de la mano, en el exterior de la habitación del espécimen en cuestión. Tiró de él. A Miss Fellowes, que había estado observando el trozo de roca causante del altercado, se le cortó el aliento al ver el fin de su existencia. La habitación estaba vacía. Hoskins prosiguió:

— Profesor, su permiso de investigador de «Stasis» será anulado para siempre. Lo siento.

— Pero, aguarde…

— Lo siento. Ha violado usted una de las reglas más severas.

— Apelaré a la Asociación Internacional de…

— Apele cuanto quiera. En un caso como éste, descubrirá que no se me puede desobedecer. Se volvió deliberadamente, dejando al profesor en plena protesta y (todavía pálido de ira) dijo a Miss Fellowes:

— ¿Quiere almorzar conmigo, Miss Fellowes? La condujo hasta la pequeña sección administrativa de la cafetería. Saludó a otros y les presentó a Miss Fellowes con toda naturalidad, aunque ella se sentía dolorosamente intimidada. «¿Qué pensarán?», se preguntó, y trató desesperadamente de aparentar seguridad.

— ¿Le ocurren con frecuencia estos problemas, doctor Hoskins? Quiero decir, como la discusión con el profesor. Levantó el tenedor y empezó a comer. Hoskins le contestó, tajante:

— No. Ha sido la primera vez. Naturalmente, tengo que discutir siempre para disuadir a los hombres de retirar muestras, pero ésta ha sido la primera vez que uno ha tratado de retirarla.

— Recuerdo que una vez me habló de la energía que se consumiría.

— En efecto. Naturalmente, tratamos de tenerlo en cuenta. Pueden ocurrir accidentes, así que tenemos fuentes de energía especiales dispuestas para soportar el desgaste que significaría una cosa retirada accidentalmente de «Stasis», pero esto no significa que nos guste ver la provisión de energía de un año desaparecer en medio segundo…, ni que podamos permitirnos tener nuestros planes de expansión retrasados durante años. Además, imagine al profesor en la habitación mientras «Stasis» estaba al borde de ser perforada.

— ¿Qué le hubiera ocurrido?

— Pues hemos experimentado con objetos inanimados y con ratones: ¡Han desaparecido! Presumiblemente, retrocedieron en el tiempo; arrastrados, por decirlo así, por el tirón del objeto que simultáneamente saltaba de nuevo a su tiempo natural. Por esta razón tenemos que amarrar objetos, dentro de «Stasis», que no deseamos trasladar, y éste es un procedimiento complicado. El profesor, al no estar amarrado, hubiera regresado al plioceno al mismo instante en que retiramos la roca…, más las dos semanas que había permanecido en el presente.

— Qué espantoso pudo haber sido.

— En cuanto al profesor, no; se lo aseguro. Si es lo bastante loco para hacer lo que hizo, se lo habría merecido. Pero imagínese el efecto que podía causar en el público si el caso hubiera sido conocido. Lo único que bastaría a la gente sería conocer el peligro que se cierne y los fondos se nos cortarían. -Chasqueó los dedos y se quedó mirando la comida, taciturno.

— ¿Y no podría hacerle regresar -preguntó Miss Fellowes-, del mismo modo que consiguió traer la roca?

— No, porque una vez devuelto un objeto, se pierde la trayectoria original, a menos que deliberadamente planeemos retenerla. En este caso no había ninguna razón para hacerlo. Nunca la hay. Encontrar de nuevo al profesor significaría replantear una trayectoria específica, y eso sería como lanzar un cable al abismo oceánico a fin de pescar a un pez determinado. Dios mío, cuando pienso en las precauciones que tomamos para evitar accidentes, me vuelvo loco. Tenemos cada unidad individual de «Stasis» preparada con su dispositivo perforador propio. Hay que hacerlo así, puesto que cada unidad tiene su trayectoria separada y debe funcionar independientemente. La cosa es que los dispositivos de perforación no se activan hasta el último momento. Y entonces nosotros, deliberadamente, hacemos que la activación sea imposible, excepto tirando del cordón cuidadosamente situado en el exterior de «Stasis>. El tirón es una fuerte moción mecánica que requiere un gran esfuerzo, no algo accidental. Miss Fellowes dijo:

— Pero, ¿no afecta a la Historia…, sacar y meter algo fuera o dentro del tiempo? Hoskins se encogió de hombros:

— Teóricamente, sí; en la práctica, y salvo casos peculiares, no. Retiramos objetos de ~Stasis» continuamente: moléculas de aire, bacterias, polvo. Alrededor de un diez por ciento de nuestro consumo de energía se suma a las micropérdidas de esa naturaleza. Pero incluso trasladando en el tiempo objetos grandes, produce cambios que no son demasiado importantes. Tome como ejemplo la calcopirita del plioceno. Debido a su ausencia de dos semanas, algún insecto no encuentra el cobijo esperado y muere. Eso podría iniciar una completa serie de cambios, pero la matemática de «Stasis» indica que es una serie convergente. La cantidad de cambio disminuye con el tiempo y después las cosas vuelven a ser como antes.

— ¿Quiere eso decir que la realidad se cura a sí misma?

— En cierto modo. Abstraer a un humano del tiempo o enviar a otro al pasado, provoca una herida mayor. Si el individuo es un tipo corriente, la herida se cura sola. Naturalmente, mucha gente nos escribe a diario reclamando que traigamos a Abraham Lincoln al presente a Mahoma o a Lenin. Naturalmente, eso no puede hacerse. Incluso si pudiéramos encontrarles, el cambio de realidad al sacar a uno de los prototipos de la Historia sería demasiado importante para poder remediarlo. Hay medios para calcular cuándo un cambio va a resultar demasiado importante; incluso evitamos acercarnos a ese limite.

— Entonces, Timmie… -musitó Miss Fellowes.

— No, no representa ningún problema, en este aspecto. La realidad está a salvo. Pero… ­Le dirigió una mirada aguda y prosiguió: Dejémoslo. Ayer me dijo que Timmie necesitaba compañía.

— Sí -asintió Miss Fellowes, radiante-. No creí que se hubiera fijado en lo que le dije.

— Claro que sí. Siento cariño por el pequeño. Aprecio su afecto por él y estoy lo bastante interesado para querer comentarlo con usted. Ahora puedo hacerlo; ya ha visto lo que hacemos; ya se ha podido dar cuenta de las dificultades que encierra; así que ya ve que, con la mejor voluntad del mundo, no podemos proporcionar compañía a Timmie.

— ¿No puede? -exclamó Miss Fellowes, descorazonada.

— Acabo de explicárselo. Si nos acompañara la suerte, podríamos esperar encontrar otro neanderthal de su edad, pero, aun así, no sería justo multiplicar los riesgos trayendo a otro ser humano a «Stasis». Miss Fellowes dejó el cubierto y protestó con energía:

— Pero, doctor Hoskins, no es esto lo que yo quería decir. No quiero que traiga a otro neanderthal al presente. Sé que es imposible, pero no es imposible traer a otro niño a jugar con Timmie. Hoskins se quedó mirándola, preocupado.

— ¿Un niño humano?

— Otro niño -insistió Miss Fellowes, ahora completamente hostil-. Timmie es humano.

— Ni soñarlo.

— ¿Por qué no? ¿Por qué no va a poder hacerlo? ¿Qué hay de malo en esta idea? Arrancó a este niño fuera de su tiempo, y le ha hecho un prisionero eterno. ¿No cree que le debe algo? Doctor Hoskins, si hay en este mundo un hombre que sea el padre del niño, no hablo del aspecto biológico, ése es usted. ¿Por qué no puede hacer ese poquito por él? Hoskins exclamó:

— ¿Su padre? -Se puso en pie, vacilante-. Miss Fellowes, creo que, si no le importa, voy a acompañarla de regreso. Volvieron a la casa de muñecas en absoluto silencio, que ni uno ni otra decidió romper.

Pasó mucho tiempo antes de que volviera a hablar con Hoskins, sólo le veía de refilón, al pasar. A veces lo lamentaba; pero, otras veces, cuando Timmie estaba más triste que de costumbre o cuando se pasaba horas pegado a la ventana con la vista perdida, pensaba, rabiosa: «¡Estúpido!» La conversación de Timmie se hacía cada día más suelta y más precisa. Nunca llegó a perder del todo un cierto y suave farfullar, que Miss Fellowes encontraba delicioso. Cuando se excitaba, volvía a chasquear la lengua, pero esto ocurría cada vez con menos frecuencia. Debía estar empezando a olvidarse de los días anteriores a su llegada al presente…, excepto en sueños. A medida que se iba haciendo mayor, los fisiólogos, y los psicólogos más, se mostraron

menos interesados. Miss Fellowes no estaba segura de si este nuevo grupo le gustaba aún menos que el primero. Habían desaparecido las agujas, las inyecciones, el tomar muestras de fluidos, y las dietas especiales también. Pero ahora Timmie tenía que saltar barreras para llegar a la comida y al agua: levantar paneles, retirar barras, alcanzar cuerdas. Las sacudidas eléctricas le hacían llorar y enloquecían a Miss Fellowes. No quería apelar a Hoskins, ni tener que ir en su busca, porque cada vez que pensaba en él se acordaba de su cara de la última vez, por encima de la mesa de la cafeteria. Sus ojos se llenaban de lágrimas al pensar: «Estúpido, estúpido.» Y un buen día apareció Hoskins inesperadamente, de visita, en la casa de muñecas. La llamó:

— Miss Fellowes. Salió ella alisándose el uniforme de enfermera, pero se detuvo confusa al encontrarse en presencia de una mujer pálida, esbelta, no muy alta. Su pelo rubio y su tez clara le daban una apariencia de fragilidad. Detrás de ella, y agarrado a su falda, había un niño de carita redonda y ojos grandes, de unos cuatro años de edad.

— Querida, te presento a Miss Fellowes -dijo Hoskins-, la enfermera encargada del muchacho. Miss Fellowes, ésta es mi mujer. (¿Era ésta su esposa? No era como Miss Fellowes la había imaginado. Pero, ¿por qué no? Un hombre como Hoskins elegiría naturalmente una mujercita débil para manejarla a su gusto. Si era eso lo que quería…) Se obligó a un saludo normal:

— Buenas tardes, señora Hoskins. ¿Es…, es su hijito? (Aquello sí que era una sorpresa. Había imaginado a Hoskins como marido, pero no como padre, excepto, claro… De pronto captó la mirada grave de Hoskins y se ruborizó.)

— Sí, éste es mi hijo Jerry -explicó Hoskins-. Saluda a Miss Fellowes, Jerry. (¿Había insistido en la palabra éste más de la cuenta? Trataba de decirle que éste era su hijo y no…) Jerry se escondió algo más entre los pliegues de la falda materna y murmuró su saludo. Los ojos de Mrs. Hoskins miraban por encima de la cabeza de Miss Fellowes, recorrían la habitación, buscaban algo. Hoskins dijo:

— Bien, entremos. Ven, querida, notarás una pequeña molestia al pasar el umbral, pero es pasajera. Miss Fellowes preguntó:

— ¿Quieren que Jerry entre también?

— Por supuesto. Va a ser el compañero de juegos de Timmie. Me dijo usted que Timmie necesitaba compañía, ¿o se le ha olvidado ya?

— Pero… -Le miró asombrada, estupefacta-. ¿Su hijo?

— Claro, ¿de quién, si no? -observó, picado-. ¿No es eso lo que quería? Pasa, pasa, querida. Venga, pasa. La señora Hoskins levantó a Jerry en sus brazos, con esfuerzo, y con cierta vacilación cruzó el umbral. Jerry se retorció al pasar, como si le desagradara la sensación. Mrs. Hoskins preguntó con voz aflautada:

— ¿Está aquí la criatura? No la veo. Miss Fellowes llamó:

— Timmie, sal. Timmie miró por el quicio de la puerta, observando al niño que le visitaba. Los músculos de los brazos de Mrs. Hoskins se tensaron visiblemente. Preguntó a su marido:

— Gerald, ¿estás seguro de que no hay peligro? Miss Fellowes intervino al instante:

— ¿Se refiere a si Timmie es de fiar?, pues claro que lo es. Es un niño muy dulce.

— Pero es un sa…, salvaje. (¡Las historias del niño-mono de los periódicos!) Miss Fellowes exclamó enfáticamente:

— No es un salvaje. Es tan tranquilo y razonable como puede esperarse de un niño de cinco años. Es usted muy generosa permitiendo que su niño juegue con Timmie; pero, por favor, no tenga ningún miedo. Mrs. Hoskins objetó con cierto acaloramiento:

— No estoy segura de estar de acuerdo con usted.

— Ya lo hemos discutido, querida -dijo Hoskins-. No planteemos una nueva discusión. Deja a Jerry en el suelo. Mrs. Hoskins lo hizo así y el niño se apretó contra ella, mirando hacia el par de ojos que le estaban observando desde la otra habitación.

— Ven aquí, Timmie -dijo Miss Fellowes-. No tengas miedo. Timmie entró en la habitación despacito. Hoskins se agachó para soltar los dedos de Jerry de la ropa de su madre.

— Apártate, querida. Dales una oportunidad a los niños. Los chiquillos se miraron. Aunque el más joven, Jerry, medía un par de centímetros más, la forma de erguir su bien proporcionada cabecita y su porte general, hacían que lo grotesco de Timmie resultara mucho más pronunciado que cuando le vieron los primeros días. Los labios de Miss Fellowes temblaban. Fue el pequeño neanderthal el que habló primero, con vocecita infantil:

— ¿Cómo te llamas? -Y Timmie empujó su cara hacia delante, como para estudiar las facciones del muchacho. Jerry, asustado, le dio un empujón que mandó a Timmie al suelo. Los dos se echaron a llorar y Mrs. Hoskins levantó a su hijo, mientras Miss Fellowes, roja de ira contenida, alzaba a Timmie y le consolaba.

— Está visto que por instinto no se gustan -declaró Mrs. Hoskins.

— No más instintivamente -replicó su marido, fastidiado- de lo que harían otros dos niños. Ahora, deja a Jerry en el suelo y que se acostumbre a la situación. En realidad, sería mejor que nos fuéramos. Miss Fellowes puede llevar a Jerry a mi despacho dentro de un rato y le enviaré a casa.

Los dos niños pasaron la hora siguiente observándose. Jerry reclamó, llorando, a su madre, pegó a Miss Fellowes y se dejó consolar con un «chupa-chup». Timmie chupó otro y, pasada una hora más, Miss Fellowes consiguió que jugaran con los mismos bloques de madera, aunque cada uno en un extremo de la habitación. Se sintió casi tiernamente agradecida a Hoskins al devolverle a Jerry. Buscó la forma de darle las gracias, pero se contuvo a su pesar. Quizá no podía perdonarla por hacerle que se sintiera un padre cruel. Quizás el traer a su propio hijo, era, después de todo, un intento de demostrar que era a la vez un bondadoso padre para con Timmie y también que no era su padre. ¡Las dos cosas a la vez! Así que lo único que supo decir fue:

— Gracias. Muchas gracias. Y lo único que supo contestar él fue:

— Está bien. No se merecen. Y se estableció una rutina. Dos veces por semana traían a Jerry para jugar una hora; más tarde se amplió a dos horas. Los niños aprendieron sus nombres, aprendieron a conocerse y a jugar juntos. Pero, después de la primera muestra de gratitud, Miss Fellowes descubrió que no le

gustaba Jerry. Era más grandote y más pesado, más dominante, que obligaba a Timmie a estar completamente sometido. Lo único que la reconciliaba con la situación era que, pese a las dificultades, Timmie esperaba cada vez más ilusionado las apariciones periódicas de su compañero de juegos. Era lo único que tenía, gemía apesadumbrada. Y en una ocasión, mientras les contemplaba, pensó: «Los dos hijos de Hoskins, uno de su mujer y uno de «Stasis» Mientras que ella… «Cielos -pensó, apretándose las sienes con las manos, avergonzada-. ¡Estoy celosa!»

— Miss Fellowes -dijo Timmie (había tenido buen cuidado de no permitirle que la llamara de otro modo~, ¿cuándo iré a la escuela? Miró sus ojos oscuros y anhelantes vueltos hacia ella y le acarició dulcemente su cabello rizado. Era lo más hirsuto de su aspecto, porque ella misma le cortaba el pelo mientras él se mostraba inquieto bajo las tijeras. No reclamó ayuda profesional, porque la irregularidad de su corte servía para disimular la frente huidiza y la parte saliente del cráneo por detrás.

— ¿Dónde has oído hablar de la escuela? -preguntó Miss Fellowes.

— Jerry va a la escuela. Kin-der-gar-ten -lo pronunció cuidadosamente-. Va a muchos sitios. Sale fuera. ¿Cuándo podré salir fuera, Miss Fellowes? Una punzada le lastimó el corazón. Claro, se daba cuenta de que no habría medio de evitar que Timmie oyera hablar del mundo exterior en el que jamás podría penetrar. Con simulada jovialidad, dijo:

— Pero, ¿qué ibas a hacer tú en un kindergarten, Timmie?

— Jerry dice que juegan a muchas cosas, que tienen películas. Dice que hay muchos niños. Dice…, dice… -Lo pensó y, alzando triunfalmente las manos con los dedos separados-: Dice que tantos así. Miss Fellowes le preguntó:

— ¿Te gustaría ver películas? Te las conseguiré. Muy bonitas y también cintas musicales. Así que Timmie se quedó temporalmente consolado.

En ausencia de Jerry veía las películas una y otra vez, y Miss Fellowes le leía horas y horas. Había mucho que aclarar incluso en la más sencilla de las historias, porque había mucho que nada tenía que ver con el espacio limitado de sus tres habitaciones. Timmie soñó más que nunca que empezaba a vislumbrar el exterior. Los sueños eran siempre los mismos, acerca del exterior. Trató con dificultad de describírselos a Miss Fellowes. En sus sueños estaba fuera, en un fuera vacío pero muy grande, con niños y extraños e indescriptibles objetos medio digeridos en su pensamiento, sacados de descripciones a medio comprender, o de los remotos recuerdos neanderthalenses apenas rememorados. Pero los niños y los objetos le ignoraban; y aunque estaba en el mundo, jamás era parte de él, sino que estaba solo como cuando estaba en su habitación…, y despertaba llorando. Miss Fellowes trataba de tomar los sueños a risa, pero había noches que, en su propio apartamento, también lloraba.

Un día, mientras Miss Fellowes leía, Timmie le puso la mano bajo la barbilla y la levantó suavemente, de modo que sus ojos dejaron el libro y le miraron. Preguntó:

— ¿Cómo sabe lo que dice, Miss Fellowes?

— ¿Ves estas marcas? -le preguntó-. Me indican lo que debo decir. Estas marcas forman palabras. El niño las miró curiosamente durante largo rato y, tomando el libro en la mano, observó:

— Algunas son iguales. Ella rió encantada con esta muestra de agudeza, y asintió:

— Sí lo son. ¿Te gustaría que te enseñara cómo hacer las marcas?

— Muy bien. Será un juego agradable. Ni siquiera se le ocurrió que pudiera aprender a leer. Hasta el momento en que le leyó un libro, no había pensado que pudiera aprender. Después, semanas más tarde, la enormidad de lo que se había hecho la asombró. Timmie estaba sentado en su regazo, siguiendo palabra por palabra lo que estaba impreso en un libro infantil; estaba leyéndoselo. ¡Le estaba leyendo a ella! Se levantó con dificultad, estupefacta, y dijo:

— Bien, Timmie, volveré en seguida. Quiero ver al doctor Hoskins. En un acto reflejo le pareció encontrar una respuesta a la infelicidad de Timmie. Si Timmie no podía salir para entrar en el mundo, debían meter al mundo en las tres habitaciones de Timmie… ¡Todo el mundo en libros, películas y sonido! Debía ser educado según su máxima capacidad. El mundo se lo debía.

Encontró a Hoskins en un estado de ánimo análogo al suyo, sumido en una especie de triunfo glorioso. Su despacho estaba más ajetreado que de costumbre. Por un momento, abrumada en la antesala, creyó que no conseguiría verle. Pero la vio él, y una sonrisa iluminó su rostro.

— Venga aquí, Miss Fellowes -le dijo. Habló rápidamente por el intercomunicador, luego lo dejó-. ¿Se ha enterado usted? No, claro, no ha podido. ¡Lo hemos conseguido! De verdad que lo hemos conseguido. Tenemos al alcance de la mano la detección intertemporal.

— ¿Quiere decir -y trató de separar de su pensamiento las buenas noticias- que puede conseguir a una persona de tiempos históricos y traerla al presente?

— Es exactamente lo que quiero decir. Tenemos la trayectoria de un individuo del Siglo XIV ahora mismo. Imagíneselo. ¡Imagíneselo! Si pudiera comprender lo feliz que soy de salirme de la eterna concentración del Mesozoico, de remplazar a los paleontólogos por historiadores… Pero venía a decirme algo, ¿verdad? Bien, digalo, dígalo. Me encuentra de buen humor. Cualquier cosa que quiera, se lo concedo. Miss Fellowes sonrió.

— Me alegro, porque venía a pedirle si podríamos establecer un sistema educativo para Timmie.

— ¿Educativo? ¿En qué forma?

— Pues, en todo. Una escuela para que pudiera aprender.

— Pero, ¿puede aprender?

— Naturalmente. Está aprendiendo. Sabe leer. Le he ido enseñando yo misma. Hoskins siguió sentado, quieto y, de pronto, quedó deprimido.

— No sé qué decirle, Miss Fellowes.

— Acaba de decirme que cualquier cosa que quisiera…

— Lo sé y no debí hacerlo. Verá, Miss Fellowes, estoy seguro de que comprenderá que no podemos mantener el experimento Timmie para siempre. Se lo quedó mirando, horrorizada, sin comprender realmente lo que había dicho. ¿Qué quería decir con «no podemos mantener»? Como un rayo algo cruzó vertiginosamente su memoria, y se acordó del profesor Ademewsky y su espécimen mineral que le arrebataron después de dos semanas…

— Pero está hablando de un niño -objetó-, no de un mineral… El doctor Hoskins, incómodo, alegó:

— Incluso a un niño no se le debe conceder demasiada importancia, Miss Fellowes. Ahora que esperamos individuos sacados de los tiempos históricos, necesitamos espacio en «Stasis», todo el que podamos conseguir. No acababa de entenderlo.

— Pero no puede hacerlo. Timmie…, Timmie…

— Por favor, Miss Fellowes, tranquilícese. Timmie no se va a marchar ahora mismo, tardará meses tal vez. Entretanto, haremos lo que podamos. No podía dejar de mirarle.

— Déjeme que le sirva algo, Miss Fellowes.

— No -musitó-. No necesito nada. -Se puso en pie como inmersa en una pesadilla, y se fue. «Timmie -iba pensando-, no te dejaré morir. No morirás.» Estaba muy bien la idea de que Timmie no debía morir, pero, ¿cómo lo conseguiría? En las semanas siguientes, Miss Fellowes vivió pendiente sólo de la esperanza de que el intento de traer a un hombre del Siglo XIV fracasara completamente. Las teorías de Hoskins podían estar equivocadas, o su puesta en práctica podía ser defectuosa. Entonces las cosas seguirían como antes. Por supuesto que ésta no era la esperanza del resto del mundo e, irracionalmente, odió al mundo por esto. El «Proyecto Edad Media» alcanzó el máximo de publicidad. La Prensa y el público habían estado esperando algo como eso. «Stasis Inc.» había carecido del necesario sensacionalismo desde hacía tiempo. Una nueva roca o un nuevo pez ya no les impresionaba. Pero, ¡eso si! Un ser humano histórico; un adulto hablando un idioma conocido; alguien que pudiera abrir una nueva página de la Historia al erudito. Se acercaba la hora cero y esta vez ya no era cuestión de tres mirones desde un balcón. Esta vez el auditorio sería mundial. Esta vez los técnicos de «Stasis, Inc.» representarían su papel ante toda la Humanidad. La propia Miss Fellowes estaba nerviosa con la espera. Cuando el joven Jerry Hoskins apareció para jugar con Timmie, casi no le reconoció. No era él a quien esperaba. (La secretaria que lo trajo salió apresuradamente después de un brevísimo saludo a Miss Fellowes. Salió corriendo para conseguir un buen sitio desde el que contemplar los preparativos del «Proyecto Edad Media». Y también hubiera debido hacerlo Miss Fellowes, y con mayor motivo, pensó con amargura, si esa estúpida sustituta llegara de una vez.) Jerry Hoskins se le acercó, turbado:

— ¿Miss Fellowes? -Y sacó del bolsillo un recorte de un periódico.

— ¿De qué se trata, Jerry?

— ¿Es éste un retrato de Timmie? Miss Fellowes se quedó mirándolo, luego le arrancó la tira de las manos. La excitación del «Proyecto Edad Media» había hecho revivir el interés por Timmie por parte de la Prensa. Jerry la miró fijamente. Luego preguntó:

— Dice que Timmie es un niño-mono, ¿qué quiere decir?

— No vuelvas a decir eso, Jerry. Nunca más, ¿lo entiendes? Es una palabra fea y no

debes emplearla. Jerry se desprendió, asustado. Miss Fellowes rompió el papel con rabia y añadió:

— Ahora entra a jugar con Timmie. Tiene un libro nuevo que mostrarte. Por fin llegó la sustituta. Miss Fellowes no la conocía. Ninguna de las empleadas habituales estaba disponible apenas tuviera que hacer algo fuera de allí y menos hoy, con los preparativos del «Proyecto Edad Media», pero la secretaria de Hoskins le había prometido encontrar a alguien, y debía ser ésta. Miss Fellowes se esforzó por no dejar traslucir su impaciencia.

— ¿Es usted la muchacha asignada a «Stasis» Sección Uno?

— Si, soy Mandy Terris. Usted es Miss Fellowes, ¿verdad?

— En efecto.

— Siento llegar tarde. ¡Hay tanta excitación!

— Lo sé. Bien, quiero que…

— Estará viéndolo, me lo figuro -comentó Mandy. Su rostro flaco, bonito y vacío, respiraba envidia.

— Déjelo. Ahora quiero que entre conmigo y conozca a Timmie y a Jerry. Estarán jugando dos horas, así que no van a molestarla. Tienen leche abundante y muchos juguetes. En realidad, sería preferible que les deje solos el mayor tiempo posible. Ahora voy a enseñarle dónde está todo y…

— Es Timmie, el niño-m…

— Timmie es el sujeto de «Stasis» -declaró con firmeza Miss Fellowes.

— Quiero decir, si es el que figura que no debe salir.

— Si. Ahora, venga. No queda mucho tiempo. Cuando por fin salió, Mandy Terry le gritó con voz estridente:

— Espero que consiga un buen asiento y, bueno, espero que todo salga bien. Miss Fellowes no creía poder contestar razonablemente. Así que salió precipitadamente, sin volver la vista atrás. Pero el retraso significó no conseguir un buen sitio. Lo más cerca que llegó fue a la pantalla de la sala de reuniones. Lo lamentó amargamente. Si hubiera podido estar en el centro, si hubiera podido alcanzar alguna parte sensible de los instrumentos, si de algún modo hubiera podido sabotear el experimento… Encontró fuerzas suficientes para calmar su locura. La simple destrucción no serviría de nada. Lo reconstruirían una y otra vez. Y nunca se le permitiría acercarse a Timmie. Nada podía ayudarla. Nada, sino que el propio experimento fracasara o se hundiera irremisiblemente. Así que esperó durante la cuenta atrás, observando cada movimiento en la pantalla gigante, repasando, vigilando los rostros de los técnicos, cuando el reflector iba de uno a otro, en busca de una expresión preocupada o de incertidumbre que pudiera indicar que algo salía inesperadamente mal… Pero no hubo esa suerte. La cuenta atrás llegó a cero, y silenciosa y discretamente, el experimento salió bien. En el nuevo «Stasis» que se acababa de instalar, se veía a un aldeano encorvado y barbudo, de edad indeterminada, vestido con ropas sucias, harapientas, y zapatos de madera, mirando horrorizado el cambio súbito y aterrador que se le había caído encima. Y mientras el mundo enloquecía de júbilo, Miss Fellowes se quedaba helada por la congoja; se sentía como sacudida y zarandeada, todo menos pisoteada; envuelta en el triunfo ajeno y abatida por su derrota. Cuando el altavoz la llamó con fuerte estridencia, tuvo que sonar por tres veces antes de reaccionar. «Miss Fellowes, Miss Fellowes. Debe acudir a «Stasis» Sección Uno, inmediatamente. Miss Fellowes, Miss Fell…»

— ¡Abran paso! -gritó, angustiada, mientras el altavoz continuaba repitiendo sin pausa. Se abrió camino entre la gente con salvaje energía, golpeando con los puños cerrados, sacudiéndoles, moviendo los brazos, corriendo hacia la puerta pero con una lentitud desesperante. Mandy Terry lloraba.

— No sé cómo ocurrió. Salí sólo un momento al corredor para mirar en una pequeña pantalla que habían colocado allí. Sólo un minuto. Y antes de que pudiera hacer nada… ­Se revolvió y gritó acusadora-: Usted me dijo que no me darían trabajo, dijo que les podía dejar solos… Miss Fellowes, despeinada y temblorosa, la taladró con la mirada.

— ¿Dónde está Timmie? Una enfermera desinfectaba el brazo de Jerry y otra preparaba una inyección antitetánica. Había sangre en las ropas de Jerry.

— Me mordió, Miss Fellowes -lloró Jerry, rabioso-. Me mordió. Pero Miss Fellowes ni le miró.

— ¿Qué han hecho con Timmie? -preguntó.

— Le encerré en el cuarto de baño -contestó Mandy-. Me limité a empujar al monstruo allá dentro y cerré con llave. Miss Fellowes corrió a la casa de muñecas. Tanteó en la puerta del baño. Le llevó una eternidad poder abrirla y descubrir al chiquillo acurrucado en un rincón.

— No me pegue, Miss Fellowes -murmuró. Sus ojos estaban enrojecidos y le temblaban los labios-. No quise hacerlo.

— ¡Oh, Timmie! ¿Quién ha hablado de pegarte? -Lo cogió en sus brazos y lo estrechó con fuerza.

— Me dijo que lo haría con una correa -dijo, trémulo-. Me dijo que usted me pegaría y me pegaría.

— No lo haré. Fue mala diciéndotelo. Pero, ¿qué ocurrió? ¿Por qué ocurrió?

— Me llamó niño-mono. Me dijo que no era un niño de verdad. Me dijo que yo era un animal. -Y Timmie se deshizo en lágrimas-. Dijo que no volvería a jugar nunca más con un mono. Yo le dije que no era un mono, que yo no era un mono. Me dijo que era feo y raro. Me dijo que era terriblemente feo. Lo iba diciendo y diciendo y entonces le mordí. Ahora lloraban los dos. Miss Fellowes sollozaba.

— Pero no es verdad. Tú lo sabes, Timmie. Tú eres un verdadero niño. Eres un niño bueno y el mejor del mundo. Y nadie, nadie te apartará nunca de mi.

Miss Fellowes agarró al niño por la muñeca y a duras penas contuvo el impulso de sacudirle.

Ahora le resultaba fácil tomar una decisión; fácil saber qué hacer. Sólo que había que hacerlo rápidamente. Hoskins no esperaría mucho con su hijo herido… No, habría que hacerlo esta misma noche, esta noche; con las tres cuartas partes del mundo dormidas y la otra intelectualmente borracha de éxitos por el «Proyecto Edad Media». Sería una hora fuera de lo corriente para su regreso, pero no rara. El guardia la conocía bien y no pensaría en interrogarla. No pensaría nada viéndola con una maleta. Ensayó la respuesta inocua «Juegos para el niño» y la tranquila sonrisa. ¿Por qué no iba a creerla? La creyó. Cuando volvió a entrar en la casa de muñecas, Timmie estaba aún despierto y ella mantuvo una desesperada normalidad para impedir que se asustara. Habló con él de sus sueños y le oyó preguntar, entristecido, por Jerry. Poca gente la vería después y nadie preguntaría por el bulto que llevara. Timmie estaría

muy quieto y después ya sería un hecho consumado. Lo haría y sería inútil tratar de remediarlo. La dejarían en paz. Los dejarían en paz a ambos. Abrió la maleta, sacó el abrigo, el gorro de lana con orejeras y todo lo demás. Timmie permanecía sentado, pero empezaba a alarmarse.

— ¿Por qué me pone toda esta ropa, Miss Fellowes?

— Voy a llevarte fuera, Timmie -le tranquilizó-. A donde tú sueñas, donde están tus sueños.

— ¿Mis sueños? -Volvió el rostro, anhelante, pero sin perder del todo el miedo.

— Ya no volverás a sentir miedo. Estarás conmigo. No tendrás miedo si estás conmigo, ¿verdad, Timmie?

— No, Miss Fellowes. -Hundió su cabecita deforme en el costado de la enfermera y bajo su brazo pudo sentir los latidos del pequeño corazón. Era medianoche; lo cogió en brazos. Desconectó la alarma y abrió silenciosamente la puerta. Y lanzó un grito porque frente a ella, del otro lado de la puerta, estaba Hoskins.

Había dos hombres con él, y se la quedó mirando, tan sorprendido como ella. Miss Fellowes reaccionó primero, cuestión de segundos, e inició un rápido movimiento para pasar; pero pese a esos segundos él llegó a tiempo. La cogió torpemente y la empujó contra una cómoda. Hizo pasar a los hombres y se enfrentó con ella, bloqueándole la salida.

— No me esperaba esto. ¿Está usted loca? Ella consiguió interponerse para que no fuera Timmie quien se estrellara contra la cómoda. Le dijo, suplicante:

— ¿Qué daño puedo hacer si me lo llevo, doctor Hoskins? ¿No puede anteponer una vida humana a la pérdida de energía? Con firmeza, Hoskins le quitó a Timmie de los brazos,

— Una pérdida de energía de tal envergadura significarla millones de dólares robados de los bolsillos de los inversores. Siguificaría un gran salto atrás para «Stasis, Inc.». Significarla una publicidad llamativa sobre una enfermera sentimental que lo destruyó todo en beneficio de un niño-mono.

— ¡Niño-mono! -exclamó Miss Fellowes, desesperada.

— Eso es lo que los reporteros le llamarían -declaró Hoskins. Uno de los hombres salió, pasando un cable por unos ojetes situados en la parte alta de la pared. Miss Fellowes se acordó del cordón que Hoskins había sacudido en el exterior de la habitación que contenía la muestra de roca del profesor Ademewsky, tiempo atrás,

— ¡No! -gritó. Pero Hoskins dejó a Timmie en el suelo y suavemente le quitó el abrigo que llevaba puesto.

— Quédate aquí, Timmie. No te ocurrirá nada. Vamos a salir fuera un momento. ¿Entiendes? Timmie, pálido y mudo, consiguió mover afirmativamente la cabeza. Hoskins sacó a Miss Fellowes de la casa de muñecas, empujándola delante de él. De momento, Miss Fellowes no ofreció resistencia. Agotada, se fijó en la anilla que ponía en el cordón, fuera de la casa de muñecas.

— Lo siento, Miss Fellowes -dijo Hoskins-, hubiera querido ahorrarle esto. Lo planeé para la noche, para que usted no lo descubriera hasta que todo hubiera terminado.

— Todo porque mordió a su hijo -murmuró-, que atormentó a este niño y lo obligó a atacarle.

— No, créame. Comprendo lo del incidente de hoy y sé que fue culpa de Jerry. Pero la historia ha trascendido. Tenía que suceder precisamente hoy, rodeados como estábamos por la Prensa. No puedo arriesgarme a que circule una historía deformada sobre negligencia y salvajes neanderthales, desviando la atención del éxito del «Proyecto Edad Media». De todos modos, Timmie tenía que irse pronto; mejor ahora y evitar que los sensacionalistas tengan siquiera el menor punto donde plantar su basura.

— Pero no es lo mismo que devolver una roca. Matará a un ser humano.

— Nada de matar. Evitaremos esa sensación. Será simplemente un niño neanderthal en un mundo neanderthalense. Dejará de ser un prisionero y un extraño. Tendrá una oportunidad en una vida libre.

— ¿Qué oportunidad? Solamente tiene siete años, está acostumbrado a que le cuiden, vistan, alimenten, protejan. Estará solo. Su tribu puede no encontrarse en el punto en que los dejó, después de haber pasado cuatro años. Y si estuvieran, no le reconocerían. Tendrá que valerse por si mismo. ¿Cómo sabrá hacerlo? Hoskins movió la cabeza en desesperada negativa:

— Cielos, Miss Fellowes, ¿cree que no lo hemos pensado? ¿Cree que hubiéramos traído a un niño si antes no hubiera habido otra trayectoria con éxito de un humano, o casi humano, y que no nos atrevimos a correr el riesgo de devolverlo y traer a otro igualmente bueno? ¿Por qué supone que guardamos a Timmie todo este tiempo, como hicimos, de no ser por evitar devolver un niño al pasado? Es sólo que… -y su voz adquirió una desesperada intensidad-, ya no podemos esperar más. Timmie nos cierra el camino de la expansión. Timmie es la fuente de un posible descrédito; nos encontramos en el umbral de grandes acontecimientos, y, lo siento, Miss Fellowes, pero no podemos permitir que Timmie nos lo impida. No podemos. No podemos. Lo siento, Miss Fellowes.

— Está bien -aceptó Miss Fellowes, con tristeza-. Déjeme decirle adiós. Deme cinco minutos para despedirme. Concédame esto, por lo menos. Hosklns titubeó.

— Adelante.

Timmie corrió hacia ella. Por última vez corría hacia ella y por última vez Miss Fellowes le estrechó en sus brazos. Por un momento le abrazó a ciegas. Con la punta del pie tiró una silla hacia si, la apoyó en la pared y se sentó.

— No tengas miedo, Timmie.

— No tengo miedo, si está conmigo, Miss Fellowes. ¿Está enfadado conmigo el hombre que está ahí fuera?

— No, no lo está. Es sólo que no nos comprende. Timmie, ¿sabes lo que es una madre?

— ¿Como la madre de Jerry?

— ¿Te hablaba de su madre?

— A veces. Yo pienso que una madre es quizás una señora que se ocupa de uno y que es muy cariñosa y que hace cosas buenas.

— Eso mismo. ¿Has deseado alguna vez una madre, Timmie? Timmie apartó la cabeza del hombro para poder mirarla. Muy despacio, le pasó la mano por la mejilla y el cabello, y la fue acariciando, como había hecho ella con él hacía tanto tiempo. Le preguntó:

— ¿Es usted mi madre?

— ¡Oh, Timmie!

— ¿Está enfadada porque se lo he preguntado?

— No. Claro que no.

— Porque ya sé que su nombre es Miss Fellowes, pero…, pero a veces la llamo «madre» por dentro. ¿Está bien?

— Si. Si. Está muy bien. Y no te dejaré nunca más y nadie te hará ningún daño. Estaré siempre contigo para cuidarte. Llámame madre para que pueda oírte.

— ¡Madre! -dijo Timmie radiante, apoyando su mejilla contra la de ella. Miss Fellowes se levantó y, con el niño en brazos, se subió a la silla. El principio de un grito, desde fuera, pasó inadvertido para ella, y con su mano libre dio un tirón con todas sus fuerzas al cable donde pasaba entre dos ojetes. Y «Stasis» fue perforada y la habitación quedó vacía.

Isaac Asimov: Escriba mi nombre con una «S». Cuento

asimov (5)Marshall Zebatinsky se sentía idiotizado. Le parecía como si hubiera ojos observándole a través del sucio cristal de la tienda y a través del tabique de madera deslucida. No confiaba en la ropa vieja que había desenterrado, ni en el ala bajada de un sombrero que nunca se ponía, ni en las gafas que había dejado en su funda. Se sentía idiotizado y hacía que las arrugas de su frente fueran más profundas; su rostro, ni joven ni viejo, un poco más pálido. Jamás sería capaz de explicar a nadie por qué un físico nuclear como él podía ir a visitar a un futurólogo. («Jamás -pensó-, jamás.») Ni siquiera podía explicárselo a sí mismo, sino que había dejado que su mujer le convenciera. El futurólogo estaba sentado tras un viejo escritorio, comprado seguramente de segunda mano. Ningún escritorio particular podía ser tan viejo. Lo mismo podía decirse de sus ropas. Era bajito y moreno y miraba a Zebatinsky con unos ojillos oscuros y brillantes. Le dijo:

— Nunca he tenido un físico nuclear como cliente, doctor Zebatinsky. Zebatinsky se ruborizó al instante.

— Comprenda, esto es confidencial. El futurólogo sonrió hasta que las arrugas se fruncieron alrededor de su boca y la piel de la barbilla se le puso tirante.

— Todas mis consultas son confidenciales.

— Debo decirle una cosa -advirtió Zebatinsky-. No creo en la futurología, y no espero empezar a creer ahora. Si esto va a causar alguna diferencia, dígalo ya.

— Entonces, ¿por qué se encuentra aquí?

— Mi esposa cree que usted tiene un don, el que sea. Prometí venir, y aquí estoy. Se encogió de hombros y se hizo más intensa la sensación de desatino.

— ¿Y qué es lo que usted busca? ¿Dinero? ¿Seguridad? ¿Longevidad? ¿Qué? Zebatinsky permaneció sentado y quieto un buen rato, mientras el futurólogo observaba a su cliente tranquilamente, sin moverse ni apremiarle. Zebatinsky iba pensando: «¿Qué le digo yo? ¿Que tengo treinta y cuatro años y no tengo futuro?» Al fin se decidió:

— Quiero éxito. Quiero que se me tenga en cuenta.

— ¿Un mejor empleo?

— Un empleo diferente. Un tipo de trabajo distinto. Actualmente formo parte de un equipo, soy un subordinado. ¡Equipos! Es lo único en que consiste la investigación gubernamental. Soy como un violinista perdido en una orquesta sinfónica.

— Y usted quiere ser solista.

— Quiero salir de un equipo y ser.. sólo yo. Zebatinsky se sentía arrastrado, ligero, despejado, poniendo en palabras sus anhelos y diciéndolo a alguien más que no fuera su mujer. Añadió:

— Veinticinco años atrás, con mi práctica y mi capacidad, hubiera podido trabajar en las más importantes plantas de energía nuclear. Hoy estaría dirigiendo una o sería jefe de un grupo de investigación pura en alguna Universidad. Pero, con lo que he hecho hasta ahora, ¿dónde estaré dentro de veinticinco años? En ninguna parte. Sigo aún en el equipo. Sigo aún con mi dos por ciento del resultado. Me estoy ahogando entre una multitud anónima de físicos nucleares, y lo que yo quiero es un lugar en tierra firme, no sé si me entiende. El futurólogo movió la cabeza afirmativamente, despacio:

— ¿Se da cuenta, doctor Zebatinsky, de que no le garantizo el éxito? Zebatinsky, pese a su falta de fe, sintió una punzada de decepción.

— ¿Que no? Entonces, ¿qué diablos garantiza usted?

— Una mejora en las probabilidades. Mi trabajo es de naturaleza estadística. Puesto que trata usted con átomos, me figuro que comprenderá las leyes de la estadística.

— ¿Las comprende usted? -preguntó el físico, con acritud.

— Pues, sí. En realidad soy un matemático y trabajo matemáticamente. No se lo digo para aumentar mis honorarios, que son fijos. Cincuenta dólares. Pero, como es usted un científico, podrá apreciar mejor que otros clientes la naturaleza de mi trabajo. Para mí incluso es un placer poder explicárselo.

— Preferiría que no lo hiciera -dijo Zebatinsky-, si no le importa. Es inútil que me hable de los valores numéricos de las letras, su significado místico y demás. No tengo en cuenta las matemáticas. Vayamos al grano.

— Entonces, lo que usted quiere -observó el futurólogo- es que le ayude, siempre y cuando no le moleste, contándole las tontas bases no científicas del modo en que le he ayudado. ¿No es eso?

— En efecto. Así es.

— Pero sigue usted con la idea de que soy un futurólogo, y no lo soy. Me llamo así para que la Policía me deje en paz y… -el hombrecillo se echó a reír- los psiquiatras también. Soy un matemático, de verdad. Construyo ordenadores -explicó el futurólogo-. Estudio los futuros probables.

— ¿Cómo?

— ¿Le suena esto peor que lo de la futurología? ¿Por qué? Contando con datos suficientes y un ordenador capaz de suficientes números de operaciones en una unidad de tiempo, se puede predecir el futuro, por lo menos en términos de probabilidades. Cuando computa los movimientos de un misil a fin de apuntar a un antimisil, ¿no es el futuro lo que predice? El misil y el antimisil no chocarían si el futuro fuera incorrectamente previsto. Yo hago lo mismo. Como trabajo con un mayor número de variables, los resultados son menos precisos.

— ¿Quiere decir que predecirá mi futuro?

— Con mucha aproximación. Una vez lo haya hecho, modificaré los datos cambiando solamente su nombre, pero nada más. Insertaré los datos modificados en el programa. Operación. Después probaré otros nombres modificados. Yo estudio cada futuro modificado y descubro el que contiene mayores ventajas para usted, más que el futuro que se abre ante usted. O dicho de otro modo: le encontraré un futuro en el que las probabilidades de progreso sean superiores a las derivadas de su actual futuro.

— ¿Por qué cambiar mi nombre?

— Es el único cambio que suelo hacer, por variadas razones. Primera, porque es un cambio sencillo. Después de todo, si hago un gran cambio o varios cambios, entrarían tantas nuevas variables que ya no podría interpretar el resultado. Mi máquina es aún primitiva. Segunda razón, es un cambio razonable. No podría cambiar su talla, ¿verdad?, o el color de sus ojos, o incluso su temperamento. Tercera razón: es un cambio significativo. Los nombres significan mucho para la gente. Por último, es un cambio corriente que mucha gente hace todos los días.

— ¿Y si no encuentra un futuro mejor? -preguntó Zebatinsky.

— Éste es el riesgo que debo correr. Pero no estará peor que ahora, amigo mío. Zebatinsky miró inquieto al hombrecillo:

— No creo nada de esto. Casi creería mejor en la futurologia. El futurólogo suspiró.

— Creía que una persona como usted se sentiría más cómodo con la verdad. Quiero ayudarle, y le queda aún mucho que hacer. Si me creyera un futurólogo, no obedecería. Pensé que si le decía la verdad me dejaría ayudarle.

— Si puede ver el futuro… -indicó Zebatinsky.

— ¿Por qué no soy el más rico de la Tierra? ¿En eso pensaba? Es que soy rico…, en todo lo que quiero. Usted quiere que se le tenga en cuenta y yo quiero que se me deje en paz. Hago mi trabajo. Nadie me molesta. Esto me hace millonario. Necesito algo de dinero, y lo consigo gracias a las personas como usted. Ayudar a la gente es agradable, y tal vez un psiquiatra diría que me proporciona una sensación de poder y alimenta mi ego. Ahora bien…, ¿quiere o no que le ayude?

— ¿Cuánto me ha dicho?

— Cincuenta dólares. Necesitaré mucha información biográfica, pero he preparado un cuestionario para que le sirva de guía. Me temo que es un poco largo. De todos modos, si me lo puede echar al correo a final de semana, podré darle una respuesta… -sacó el labio inferior y arrugó la frente al tratar de hacer un cálculo mental-, para el 20 del mes que viene.

— ¿Cinco semanas? ¿Tanto tiempo?

— Tengo otro trabajo, y otros clientes. Si fuera un charlatán, lo haría mucho más de prisa. ¿De acuerdo? Zebatinsky se levantó.

— Bien, de acuerdo. Pero, todo es confidencial.

— Perfectamente. Recibirá de nuevo toda su información cuando le diga el cambio que tiene que hacer, y le doy mi palabra de que nunca la usaré para ningún fin. El físico nuclear se detuvo en la puerta.

— ¿No teme usted que le diga a alguien que no es futurólogo? Éste sacudió la cabeza.

— ¿Quién iba a creerle, amigo mio? Incluso suponiendo que estuviera dispuesto a decir que había estado aquí.

El día 20, Marshall Zebatinsky estaba ante la puerta desconchada mirando de soslayo a la tienda con la pequeña tarjeta descolorida pegada al cristal, que decía: «Futurologia.» Miró con la esperanza de que habría alguien dentro y le serviría de excusa para dominar la indecisión que tenía en la mente y volverse a casa. Varias veces trató de borrar aquello de su mente. Le costó dedicar mucho tiempo el rellenar los datos necesarios. Le avergonzaba trabajar en ello. Se sentía increíblemente idiotizado mencionando los nombres de sus amigos, el coste de su casa, si su mujer había tenido algún aborto y, de ser así, cuándo. Lo dejó. Pero tampoco podía dejarlo del todo. Todas las noches volvía a rellenarlo. Fue la idea del ordenador la que lo consiguió, quizá; la idea de la infernal presunción del hombrecillo diciendo que tenía un ordenador. Después de todo, se impuso la tentación de demostrar la estafa, de querer ver lo que ocurriría. Finalmente se decidió a enviar los datos completos por correo ordinario, poniendo sellos por valor de nueve centavos sin preocuparse de pesar la carta. «Si la devuelven -pensó-, lo dejaré correr». No la devolvieron. Fue a mirar a la tienda, estaba vacía. A Zebatinsky no le quedaba más remedio que entrar. Sonó una campanilla.

El viejo futurólogo salió por una puerta cubierta por una cortina.

– ¿Sí? Ah, es el doctor Zebatinsky. Zebatinsky trató de sonreír.

– ¿Se acuerda de mí?

– Oh, sí.

– ¿Y cuál es el veredicto? El futurólogo se frotó las manos.

– Antes, señor, hay una pequeña cuestión.

– ¿Una pequeña cuestión de dinero?

– Yo he hecho mi trabajo, señor. Me he ganado el dinero. Zebatinsky no tuvo nada que objetar… Estaba dispuesto a pagar. Si había llegado tan lejos, sería estúpido abandonar sólo por causa del dinero. Contó cinco billetes de diez dólares y los pasó por encima del mostrador.

– ¿Y bien? El futurólogo contó de nuevo los billetes, despacio, luego los metió en un cajón del escritorio y dijo:

– Su caso fue muy interesante. Le aconsejaría que cambiara su nombre por el de Sebatinsky.

– Seba…, ¿cómo se escribe eso?

– S-E-B-A-T-I-N-S-K-Y. Zebatinsky le miró, indignado.

– Quiere decir, ¿cambiar la inicial? ¿Cambiar la Z por una S? ¿Nada más?

– Es suficiente. Con tal de que el cambio sea adecuado, un pequeño cambio es más seguro que uno mayor.

– Pero, ¿cómo puede el cambio afectar a lo demás?

– ¿Cómo afecta un nombre? -preguntó el futurólogo en voz baja-. No le sabría decir. Lo hace y es lo único que puedo decirle. Recuerde, no le garantizo el resultado. Naturalmente, si no desea cambiar, deje las cosas como están. Pero, en este caso, no puedo devolverle el dinero.

– ¿Qué he de hacer? -preguntó Zebatinsky-. ¿Decir a todo el mundo que escriba mi nombre con S?

– Si quiere mi consejo, consulte a un abogado. Cambie su nombre legalmente. Puede aconsejarle en los detalles.

– ¿Cuánto tiempo me llevará? Quiero decir, para que las cosas empiecen a mejorar para mí.

– ¿Cómo puedo saberlo? Quizá nunca. Quizá mañana.

– Pero usted ve el futuro. Asegura que lo ve.

– Pero no como en una bola de cristal. No, no, doctor Zebatinsky, lo único que saco de mi ordenador es una serie codificada de cifras. Puedo recitarle las probabilidades, pero no veo imágenes. Zebatinsky se volvió y salió rápidamente de la estancia. ¡Cincuenta dólares por cambiar una letra! ¡Cincuenta dólares para Sebatinsky! ¡Cielos, qué nombre! ¡Peor que Zebatinsky!

Tardó otro mes antes de poder decidirse a ver a un abogado, pero finalmente fue. Se dijo que siempre podría volver a cambiar el nombre. «Démosle una oportunidad», se dijo. Caramba, no había ninguna ley en contra.

Henry Brand miró la carpeta, hoja por hoja, con la práctica que le daban los catorce años en Seguridad. No tenía que leer todas las palabras. La mínima peculiaridad resaltaría del papel y le saltaría a la vista.

— El hombre me parece limpio -dijo. Henry Brand también parecía limpio, con su barriga redonda y una complexión sonrosada y tersa. Era como si el contacto continuo con todo tipo de fallos humanos, desde la posible ignorancia a la posible traición, le hubieran obligado a lavarse con frecuencia. El teniente Albert Quincy, que le había entregado la carpeta, era un joven y responsable oficial de Seguridad de la Delegación de Hanford.

— Pero, ¿por qué Sebatinsky? -preguntó.

— ¿Y por qué no?

— Porque no tiene sentido. Zebatinsky es un nombre extranjero y yo también lo cambiaría si hiciera falta, pero lo cambiaría por algo anglosajón. Si Zebatinsky lo hubiera hecho, lo encontraría natural y dejaría de pensar en ello. Pero, ¿por qué cambiar la Z por una S? Pienso que debemos averiguar cuáles fueron sus razones.

— ¿Le ha preguntado alguien directamente?

— Claro. Pero en una conversación normal. Tuve buen cuidado de que se hiciera así. Lo único que dice es que estaba harto de ser el último del alfabeto.

— Podría ser, ¿no le parece, teniente?

— Podría ser, pero, ¿por qué no cambiar su nombre por Sands o Smith, si le gustan las eses? O, si se ha cansado de la Z, ¿por qué no empezar por el principio y cambiarla por la A? ¿Por qué no un nombre como… Aarons?

— No es lo bastante anglosajón -murmuró Brand, y añadió-: Pero no hay nada en contra del hombre. Por más raro que nos parezca un cambio de nombre, eso sólo no basta para recriminar a nadie. El teniente Quincy se mostraba daramente disgustado.

— Dígame, teniente, debe haber algo específico que le molesta. Algo en su mente, alguna teoría, cualquier cosa. ¿De qué se trata? El teniente frunció el ceño. Sus cejas claras parecieron unirse y apretó los labios.

— Maldita sea, señor. Ese hombre es un ruso.

— En absoluto. Es norteamericano de tercera generación.

— Pues su nombre es ruso. El rostro de Brand perdió algo de su engañosa placidez.

— No, teniente. Ha vuelto a equivocarse, es polaco. El teniente levantó, impaciente, las manos:

— Es lo mismo. Brand, cuyo apellido materno había sido Wiszewski, saltó:

— No se lo diga nunca a un polaco, teniente. -Luego, más reflexivo, añadió-: Ni a un ruso tampoco.

— Lo que estoy tratando de decir, señor -insistió el teniente, ruborizándose-, es que tanto los polacos como los rusos están del otro lado del telón de acero.

— Lo sabemos todos.

— Y Zebatinsky o Sebatinsky, como quiera llamarle, puede tener parientes allí.

— ¿De tercera generación? Podría tener primos segundos, me figuro. ¿Y qué?

— Nada. Mucha gente puede tener parientes lejanos por allí. Pero Zebatinsky cambió su nombre.

— Siga.

— Puede que trate de no llamar la atención. Puede que un primo suyo se vuelva demasiado famoso y nuestro Zebatinsky tema que el parentesco pueda entorpecer sus oportunidades de mejorar.

— Pero cambiar de nombre no le servirá de nada. Todavía seguirá siendo primo segundo.

— Sí, pero no será como si nos echara sus parientes a la cara.

— ¿Ha oído usted hablar de algún Zebatinsky en el otro lado?

— No, señor.

— Entonces, no puede ser demasiado famoso. ¿Cómo podría saberlo nuestro Zebatinsky?

— Podría estar en contacto con sus parientes. Esto podría ser sospechoso, dadas las circunstancias, ya que él es un físico nuclear. Brand, metódicamente, volvió a repasar la carpeta.

— El razonamiento es muy endeble, teniente. Tan endeble, que es casi invisible.

— ¿Puede usted ofrecer otras explicaciones, señor, de por qué se dispone a cambiar de nombre de esta forma?

— No, no puedo. Se lo confieso.

— Entonces, señor, creo que deberíamos investigar. Deberíamos buscar a todos los hombres del otro lado que se llamen Zebatinsky, y ver si encontramos alguna conexión.

— La voz del teniente subió de tono al ocurrirsele una nueva idea-. Podría ser que cambiara de nombre para distraer la atención de ellos; quiero decir, para protegerles.

— Yo diría que está haciendo lo contrario.

— Puede que no se dé cuenta, pero protegerles podría ser su motivo. Brand suspiró.

— Está bien. Nos dedicaremos al asunto Zebatinsky. Pero si no sale nada, teniente, lo dejaremos correr. Déjeme la carpeta. Cuando Brand recibió la información, ya se había olvidado del teniente y de sus teorías. Su primer pensamiento al recibir los datos que incluían una lista de diecisiete biografías de diecisiete ciudadanos rusos y polacos, todos ellos llamados Zebatinsky, fue:

— ¿Qué diablos es todo esto? Luego se acordó, maldijo entre dientes y empezó a leer. Empezaba por el lado norteamericano. Marshall Zebatinsky (huellas dactilares) había nacido en Buffalo, Nueva York (fecha y estadística del hospital). Su padre también había nacido en Buffalo, su madre en Oswego, Nueva York. Sus abuelos paternos habían nacido ambos en Bialystok, Polonia (fecha de entrada en los Estados Unidos, fechas de nacionalización, fotografías). Los diecisiete ciudadanos rusos y polacos llamados Zebatinsky eran todos ellos descendientes de gente que, cincuenta años antes, habían vivido en Bialystok. Presumiblemente estaban emparentados, pero no se mencionaba explícitamente en ningún caso particular. (Las estadísticas vitales en la Europa Oriental durante los años siguientes a la Primera Guerra Mundial estaban mal mantenidas, o no existían.) Brand recorrió las biografías individuales de hombres y mujeres Zebatinsky (asombrosa la minuciosidad con que trabajaba el espionaje, probablemente el de los rusos funcionaba igual). Se detuvo en uno y su frente lisa empezó a arrugarse cuando alzó repentinamente las cejas. Lo apartó y siguió leyendo. Finalmente lo volvió a guardar todo, excepto aquél. Mirándolo fijamente, empezó a tamborilear sobre la mesa. Con una cierta desgana, fue a visitar al doctor Paul Kristow, de la Comisión de Energía Atómica. El doctor Kristow escuchó el relato con expresión impenetrable. De vez en cuando levantaba el dedo meñique para golpear su bulbosa nariz y retirar una mota inexistente. Su cabello era gris, escaso y muy corto. Casi podía llamársele calvo. Dijo:

— No, nunca he oído hablar de ningún Zebatinsky ruso. Pero, bueno, tampoco he oído hablar del norteamericano.

— Verá. -Brand se rascó una sien y dijo despacio-: No creo que haya nada en todo esto, pero tampoco querría descartarlo demasiado pronto. Tengo a un joven teniente azuzándome, y ya sabe cómo son. No quiero hacer nada que empuje a un comité del Congreso. Además, ocurre que uno de los Zebatinsky rusos, Mijail Andreyevich Zebatinsky, es un físico nuclear. ¿Está seguro de que nunca ha oído hablar de él?

— ¿Mijail Andreyevich Zebatinsky? No…, no, nunca. Pero tampoco prueba nada.

— Podríamos decir que es pura coincidencia, pero eso seria algo exagerado. Un Zebatinsky aquí y un Zebatinsky allí, ambos físicos nucleares, y el de aquí de pronto cambia su nombre por Sebatinsky y además con mucha impaciencia. No permite errores. Dice, enfáticamente: «Escriba mi nombre con una S.» Todo parece encajar para hacer que mi teniente, obseso por los espías, empiece a parecer que tiene razón. Y otra cosa peculiar es que el ruso Zebatinsky desapareció hace un año aproximadamente.

— ¡Ejecutado! -dijo el doctor Kristow, tajante.

— Puede que lo fuera. Normalmente podría suponerse así, aunque los rusos no son más tontos que nosotros, y no matan a físicos nucleares si pueden evitarlo. El caso es que hay otra razón para que precisamente un físico nuclear desaparezca de pronto. No tengo que decirsela.

— Investigación de choque. Máximo secreto. Me figuro que esto es lo que quiere decir. ¿Lo cree así?

— Si lo sumamos todo y añadimos la intuición de mi teniente, empiezo a preguntármelo.

— Deme esta biografía. -El doctor Kristow cogió la hoja de papel y la leyó dos veces. Movió la cabeza. Luego dijo-: Cotejaré esto con Abstractos Nucleares. Los Abstractos Nucleares llenaban una pared del despacho del doctor Kristow en pequeñas cajitas ordenadas, cada una llena de su cuadrito de microfilme. El hombre de la C.E.N. utilizó su proyector para los índices, mientras Brand le contemplaba con toda la paciencia de que disponía. El doctor Kristow murmuró:

— Un Mijail Zebatinsky fue autor o coautor de media docena de artículos en periódicos soviéticos en los últimos seis años. Veremos los extractos y tal vez saquemos algo de ellos. Pero lo dudo. Un selector sacó los cuadraditos apropiados. El doctor Kristow los puso en orden, los fue pasando por el proyector y poco a poco una curiosa expresión cruzó su rostro.

— Es curioso -dijo.

— ¿Qué es curioso? -preguntó Brand.

— Prefiero no decirlo aún -contestó Kristow, reclinándose-. ¿ Puede conseguirme una lista de otros físicos nucleares desaparecidos en la Unión Soviética en el último año?

— ¿Quiere decir que ve algo?

— Realmente, no. No, si solamente mirara uno cualquiera de estos artículos. Es al verlos todos y sabiendo que este hombre puede estar en un programa de emergencia y, además de esto, habiéndome usted llenado la cabeza de sospechas… -Se encogió de hombros-. Nada. Brand insistió: Quisiera que me dijera lo que está pensando. ¿Por qué no sentirnos tontos conjuntamente?

— Si es lo que desea…, es justamente posible que ese hombre pueda haberse dedicado a la reflexión de rayos gamma.

— ¿Y qué significa?

— Si pudiera conseguirse un escudo de antirreflexión de rayos gamma, podrían construirse refugios individuales para protegernos de la contaminación. El verdadero peligro es la contaminación, ¿sabe? Una bomba de hidrógeno puede destruir una ciudad, pero la contaminación mataría lentamente a la gente en un radio de miles de kilómetros.

— ¿Trabajamos nosotros en algo de esto? -preguntó Brand.

— No. Y si ellos lo consiguen y nosotros no, pueden arrasar los Estados Unidos de parte a parte, a costa, digamos, de diez ciudades, después de que hayan completado su programa de refugios.

— Pero será en un futuro lejano. ¿Y cómo hemos llegado a esto? Todo por causa de un hombre que cambia una letra de su nombre.

— Está bien -dijo Brand-, pero ahora no puedo dejar el asunto así. No en este punto. Le conseguiré su lista de físicos nucleares desaparecidos, aunque tenga que ir a buscarla al propio Moscú. Consiguió la lista. Repasaron todos los artículos escritos por cualquiera de ellos. Ordenaron una reunión de la Comisión, después reunieron a los cerebros nucleares de la nación. El doctor Kristaw salió de una sesión nocturna en la que incluso había asistido el propio Presidente. Brand le esperó. Ambos parecían agotados y necesitados de dormir. Brand preguntó:

— ¿Y bien?

— La mayoría está de acuerdo. Algunos tienen aún sus dudas, pero muchos están de acuerdo.

— Y usted, ¿está seguro?

— Estoy muy lejos de estar seguro, pero deje que se lo diga así: es más fácil creer que los soviéticos trabajan en el escudo de rayos gamma, que creer que todos los datos que hemos descubierto no están interrelacionados.

— ¿Se ha decidido si vamos también a investigar sobre el escudo?

— Sl. -La mano de Kristow acarició su cabello recortado, con un ruido seco y rumoroso- Vamos a dedicarle todo lo que tenemos. Conociendo los artículos escritos por los hombres que han desaparecido, podemos empezar a pisarles los talones. Incluso podemos adelantarles. Pero, claro, descubrirán que estamos trabajando en ello. Que lo descubran -dijo Brand-. Que lo descubran. Les impedirá atacarnos. No veo ninguna ganancia en perder diez de nuestras ciudades sólo para destruir diez de las suyas…, si ambos estamos protegidos y son demasiado tontos para enterarse.

— Pero no demasiado pronto. No queremos que se enteren demasiado pronto. ¿Qué hay del Zebatinsky/Sebatinsky norteamericano? Brand movió gravemente la cabeza:

— Aún no hay nada que lo relacione con todo esto. Diablos, lo hemos buscado, y estoy de acuerdo con usted, claro. Se encuentra ahora en un lugar delicado y no podemos mantenerlo allí, aun cuando está limpio.

— Tampoco se le puede dar la patada, o los rusos empezarán a hacer conjeturas.

— ¿Se le ocurre algo? Iban caminando por el largo corredor en dirección a los ascensores en la quietud de las cuatro de la mañana.

— He echado una mirada a su trabajo -respondió Kristow-. Es bueno, mejor que muchos, y no se siente feliz en su trabajo. No tiene temperamento para trabajar en equipo.

— ¿Entonces?

— Pero es el tipo para un trabajo académico. Si podemos arreglar que una gran Universidad le ofrezca una cátedra de Física, creo que la aceptaría encantado. Habría suficientes áreas no delicadas que le mantendrían ocupado; podriamos tenerle controlado; y sería una evolución natural. Los rusos no tendrían que empezar a rascarse la cabeza. ¿Qué le parece?

— Es una buena idea -asintió Brand-. Incluso me parece muy buena. Se lo plantearé al jefe. Entraron juntos en el ascensor y Brand se permitió divagar un poco. ¡Qué final para lo que había empezado con una letra de un nombre! Marshall Sebatinsky apenas podía hablar. Dijo a su mujer:

— Te juro que no sé cómo ha ocurrido esto. Nunca se me hubiera ocurrido que me conocieran más que a otros. ¡Santo Dios, Sophie, Profesor Asociado de Física en Princeton! ¡Piensa en lo que es!

— ¿Crees que fue por tu conferencia en la reunión de A.P.S.?

— No sé cómo. Era un articulo indiferente después de que todo el mundo en la división hubiera trabajado en él. -chasqueó los dedos-. Habrá sido que Princeton investigó sobre mi. Será eso. Ya sabes la cantidad de formularios que llené en los últimos seis meses; esas entrevistas que no quisieron explicar. Sinceramente, estaba empezando a pensar que sospechaban de mí. Fue Princeton la que me investigó. Son muy exigentes.

— Puede que sea por tu nombre -dijo Sophie-. Quiero decir, por el cambio.

— Mírame bien ahora. Mi vida profesional será finalmente mía. Lo haré bien. Una vez tenga la oportunidad de trabajar sin… -Se volvió a mirar a su mujer-. ¡Mi nombre! ¿Quieres decir la S?

— No recibiste la oferta hasta después de haber cambiado tu nombre, ¿verdad?

— Hasta poco después. No, esto es sólo coincidencia. Ya te dije antes, Sophie, que era solamente tirar cincuenta dólares para hacerte feliz. Cielos, qué estúpido me he sentido durante todo este tiempo insistiendo en la estúpida S. Sophie se puso inmediatamente a la defensiva.

— No te obligué a hacerlo, Marshall. Te lo sugerí, pero no te dí la lata. No digas que lo hice. Además, salió muy bien. Estoy segura de que se ha hecho por el nombre.

— Esto son supersticiones -sonrió Sebatinsky, con indulgencia.

— No me importa cómo lo llames, pero no vas a volver a cambiarte el nombre.

— Bueno, no. Supongo que no. Me ha costado mucho lograr que escribieran mi nombre con una S, así que la idea de hacer que la quitaran es más de lo que podría soportar. Quizá debería cambiar mi nombre por Jones, ¿eh? -Y se rió casi histéricamente.

— Déjalo así. -Y Sophie no se rió.

— Está bien, no era más que una broma. Te diré una cosa. Iré a ver al viejo cualquier día y le diré que todo ha salido bien, le daré otros diez dólares. ¿Te parece bien? Estaba tan exuberante, que fue a la semana siguiente. Esta vez no se disfrazó. Llevaba las gafas habituales y su traje normal, sin sombrero. Incluso iba tarareando al acercarse a la tienda y ceder el paso a una mujer de aspecto agrio y cansado que empujaba un cochecito de gemelos. Puso la mano en la puerta y quiso correr el picaporte de hierro. El picaporte no cedió a la presión. La puerta estaba cerrada con llave. La tarjeta vieja y polvorienta que decía «Futurólogo», había desaparecido. Otro cartel, amarillento y que el sol empezaba a rizar, decía: «Por alquilar». Sebatinsky se encogió de hombros. Bueno. Había intentado hacerlo bien. Haround, desprovisto de su envoltura corporal, retozaba feliz y sus vórtices energéticos brillaban mansamente por encima de hiperkilómetros cúbicos. Decía:

— ¿He ganado? ¿No he ganado? Mestack, algo retirado, con sus vórtices casi como una esfera de luz en el hiperespacio, respondió:

— Aún no lo he calculado.

— Adelante, pues. No cambiará el resultado aunque tarde mucho. Brrr, es un alivio volver a la energía neta. Me llevó un microciclo de tiempo como ente corporal, uno muy usado, por cierto, pero valía la pena demostrárselo a usted. Mestack dijo:

— Está bien. Admito que impidió una guerra nuclear en el planeta.

— ¿Ha sido o no un efecto de clase A?

— Es un efecto de clase A. Claro que lo es.

— Está bien. Ahora compruebe y vea si no conseguí esa clase A con un estimulo de clase F. Cambié una sola letra de un nombre.

— ¿Cómo?

— Bah, no importa. Está todo ahí. Lo he expuesto para usted.

— Lo admito. Un estimulo de clase F -dijo Mestack de mala gana.

— Entonces, he ganado. Admítalo.

— Ninguno de nosotros ganará cuando el vigilante eche una mirada a esto. Haround, que había sido un viejo futurólogo en la Tierra y estaba aún algo desquiciado por el alivio de dejar de serlo, observó:

— Le tenía sin cuidado cuando hizo la apuesta.

— No creí que fuera lo bastante loco para llevarla a cabo.

— ¡No gaste energías! Además, ¿por qué preocuparse? El vigilante nunca detectará que ha sido un estímulo de clase F.

— Puede que no. Pero detectará un efecto de clase A. Esos corporales estarán por ahí todavía después de pasados doce microciclos. El vigilante se dará cuenta.

— Lo que ocurre, Mestack, es que no quiere pagar. Está ganando tiempo.

— Pagaré. Pero espere a que el vigilante se entere de que hemos estado trabajando en un problema no planteado y llevado a cabo un cambio no permitido. Claro que sí..

— Hizo una pausa.

— Está bien -dijo Haround-. Volveremos a dejarlo como antes. Nunca lo sabrá. Hubo un brillo astuto en el resplandor de energía de Mestack:

— Necesitará otro estimulo de clase F sí cuenta con que no lo note. Haround titubeó.

— Puedo hacerlo.

— Lo dudo.

— Podría hacerlo.

— ¿Estaría también dispuesto a apostar? -El júbilo invadía las radiaciones de Mestack.

— Claro -contestó Haround, picado-. Volveré a poner esos cuerpos donde estaban antes, y el vigilante no notará la diferencia. Mestack aprovechó su ventaja.

— Elimine la primera apuesta. Triplique la segunda.

— Bien. De acuerdo. Triplico la apuesta.

— ¡Hecho, pues!

— ¡Hecho!