Néstor Valdivia: El brillo de obsidiana. Cuento

Esta vez un sueño distinto al que siempre le aquejaba lo despertó antes del amanecer. Un sueño repentino y sin explicación alguna, como todo sueño sí, pero este más fatídico e incomprensible, con un gusto agrio de premonición que le asqueó la lengua al paladearlo y le apretó el pecho en una angustia bravía. Despierto y exaltado, procuró recordarlo pero todo fue tan rápido que no pudo retener las imágenes terribles en la memoria. Le quedó solo esa sensación extraña de ser más un recuerdo que un insólito sueño, una evocación que parecía haber lactado directo de su madre a través del dulce calostro que bebió al ser alumbrado.

Aquella mañana Hombre la ocupó puliendo un pedazo de obsidiana negra contra una piedra más grande y dura, adelgazando a pulso de paciencia y goterones de agua los bordes toscos e irregulares de la piedra volcánica. Con el dedo gordo de la mano comprobó la delgadez del filo. La pequeña gota de sangre era la prueba infalible que el esfuerzo había dado frutos y se sintió satisfecho. Sentado en el pórtico de su covacha tomó las tiras de cuero de un roedor y con ellas ató la piedra alisada al hueso de la cadera de un animal salvaje ya tallado con anticipación y puesto a secar a la intemperie. Mientras aguzaba la punta del cuchillo ya acabado y el hambre le retorcía las tripas, lamentó su poca suerte. Pero suerte no es. Aunque él no lo sepa, cada acto de su vida, cada decisión lo encaminó a este punto, a este instante de modo irremediable, como a todos los personajes de su universo conocido, donde cada uno, a su vez, daba su aporte para ello y del que nadie y menos Hombre, ya viejo, solitario y cansado, podía desprenderse de las ataduras de lo que ahora bien llamamos destino y que le había encadenado a una sucesión de hechos desde siempre, incluso, antes de su propia existencia.

Ya caía la tarde y desde el pequeño otero donde ubicó su casa para guarecerse de las lluvias y el sol; debajo de un gran molle frondoso, observa distraído su aldea de casas dispuestas en un orden aparentemente sin tino pero que guardaba relación con la incipiente división social imperante. Las covachas de piedras, con puertas orientadas al sol naciente, eran circulares, de una sola entrada y con una altura no superior a la de sus habitantes, esto para mantener el calor dentro de ellas. Techos de paja brava las protegían de las inclemencias climáticas. Al centro de ellas había un amplio patio, también circular, a modo de plaza, donde los más pequeños retozaban y los viejos disfrutaban del calor solar tirados en el suelo aplanado de tierra. Al medio del patio cuatro troncos largos a manera de bancas formaban un cuadrado, que servía de sala de reuniones a cielo abierto y de comedor permanente de la tribu. Por las noches se encendía el fogón para calentar los cuerpos y cocer la comida recolectada y las carnes secas de las presas cazadas en épocas de abundancia. Hombre espera que anochezca y con lentitud baja por la pendiente. Algunos niños al verle entrar al patio, juegan con él lanzándole objetos, tironeándole de sus ropas sucias y gastadas. Los adultos lo miran con desprecio y arrogancia. Se ríen y él, complaciente y resignado, hace lo mismo.

Todos están al rededor de la fogata. El humo se levanta sinuoso hasta lo más alto y Hombre, manteniendo cierta distancia al inicio y temeroso, se aproxima al fogón central. De a pocos va acercándose, casi a rastras y con la cerviz humillada, hasta llegar a sentir el calor de la hoguera que le calienta los pies y le sonroja las mejillas. El olor de la carne cocida le hace salivar, vuelven los retortijones del estómago, quiere estirar la mano para coger un bocado pero su estatus no se lo permite. Todos comen en orden de rangos definidos. Los hombres adultos se alimentan primero, luego los más viejos, los jóvenes, las mujeres, las mujeres viejas, los niños, niñas y al último, Hombre, disputa las sobras con los perros. Nadie, si quiera, le brinda una mirada de desprecio mientras va arrancando a mordiscos las piltrafas de carne y tendones pegadas al hueso.

Ya de regreso a casa tomó la quena que heredó de Padre cuando este murió. Sintió en sus dedos las muescas entrañables, los orificios suavizados por el uso. La melodía dulce y triste que comenzó a entonar fue bajando por la colina como una brisa gélida aquietando todo a su paso: a los árboles, matorrales, al incipiente pasto, a las nubes y a los sueños de todos para luego, lánguida, irse perdiendo entre el largo valle de su comarca.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Reflexionó con tristeza. En tan poco tiempo había pasado de ser el líder de su asentamiento a alguien postergado a la menor posición del escalafón social.

Hombre está viejo. Sus cabellos encanecieron. Sus músculos que antes mostraba orgulloso a los más jóvenes, cada vez los siente más flácidos. Sus piernas, casi inútiles, no soportan los largos trotes del grupo de caza. Se quedaba relegado y, a pesar de ello, hasta unas estaciones atrás, aún mantenía el respeto y la cabeza de la tribu. Pero llegó aquel día infortunado cuando un macho más joven, también cazador, le espetó sus errores tras dejar escapar una presa fácil. Y en el patio, delante de todos, le retó mostrando los dientes y furioso se le fue encima. No dándole a Hombre tiempo para nada, ni para evitar los golpes que le cegaban la visión, ni limpiarse la sangre que corría por su rostro. Solo de manera automática, instintiva, pudo desenfundar el puñal y en movimientos involuntarios, cercenarle algunos dedos de la mano al macho joven, antes que este, más frenético aún, le hiriera casi de muerte golpeándole la cabeza con una roca.

Sintió a Sol irritándole el rostro, despertó lento al cabo de unos días. Se encontraba tirado a las orillas de Río, sobre un esponjoso colchón natural de hierbas y lodo que le enfriaba la espalda. Se incorporó como pudo. La cabeza le daba vueltas. El estomago se le revolvió y las arcadas solo le permitieron expulsar un vómito amarillo y espumoso y se sintió morir. Ya mejorado, lavó sus heridas, su ropa, su cuerpo dolido, sus cabellos pegoteados de sangre y la herida de la frente le ardió en fuego vivo. Se quedó sentado pensando en lo ocurrido. Todo era confuso. Rostros, miradas, indiferencia, sangre, el suelo, nubes, golpes, puños y lo único claro, la piedra acercándosele veloz para luego llenarle toda la memoria de una blancura tan espesa como la neblina más tupida de las tardes de verano.

Hombre, adolorido y aún con mareos repentinos que le hacían trastrabillar y con más resignación que valor, tomó la pequeña cuesta rocosa para llegar a Aldea. Y mientras se sujetaba de una piedra para darse impulso y con la otra mano presionaba otra para calcular la resistencia al peso, cuestionó su decisión:

– ¿Por qué nadie salió en mi defensa? – Pensó- ¿Por qué me dejaron ahí tirado? ¡Nadie me defendió, nadie me auxilió!- Ni Hembra, su joven pareja, salió a protegerle o detener la pelea o ya tirado en Río limpiarle las heridas, cubrirla con plantas para acelerar la curación y no dejarlo ahí, como una simple osamenta que abandonaban luego de algún festín tribal. – ¿Todo habría sido planeado? – Se preguntó.– Sí, puede ser – Recapacitó – Pero… Y si fue así… ¿Para qué volver? – Sería repelido por el grupo al instante y quizá, ya no correría la misma suerte de ahora. Herido, maltrecho pero vivo al fin.

Hombre está sentado a la ribera. Hombre y sus pensamientos. Hombre y Río bramando su bajo caudal. Hombre y Río respondiéndole a cada una de sus preguntas en un eco de lenguaje sibilino. Y recordó que Padre alguna vez le dijo que ellos habían aprendido de los animales que habitaban las alturas. Cuando un joven macho llega a la edad de procreación se aleja del núcleo familiar, se junta con otros de su misma condición y forman una manada nómade, recorriendo nuevas regiones de pastoreo hasta encontrar una hembra para el apareamiento. Con la diferencia que los hombres errantes o raptaban a las hembras y las hacían suyas por la fuerza y formaban un nuevo clan o simplemente merodeaban por los alrededores de las poblaciones vecinas y poco a poco eran admitidos por su colaboración e identificación con el grupo.

– Así es como Abuelo llegó a Aldea– Le dijo Padre una tarde mientras descansaban luego que le enseñase el modo adecuado de tocar la quena. La confesión de Padre, escasa en detalles y con la mirada fugitiva, le causó extrañeza. Raudo, evitando la pregunta no formulada, acomodó los dedos en los agujeros del instrumento de hueso, enjugó los labios y luego sopló suave arrancándole una vieja canción que le estremeció el alma, como una gota el agua, como un relámpago quiebra al aire. – Al inicio no fue aceptado– Continuó luego. Era evidente, un macho joven y de tribu diferente guardaba mucho recelo en sus pares. Pero con el transcurrir de las estaciones, Abuelo fue ganándose un lugar en los tablones del patio. Con su destreza con las armas, pericia y fortaleza, tomó el liderazgo de los cazadores. Y así, al cabo de un tiempo fue visto como uno más. Pero Hombre nunca había salido de su entorno. De pequeño y con los demás niños del clan sólo se habían aventurado a cruzar, pocas veces, a la otra ribera sabiendo la prohibición de los mayores:

– ¡No es nuestro territorio! – Le decían señalándole una piedra apuntalada en el suelo, con diseños raspados en su superficie, a modo de hito de la tribu vecina; del cual pendían bestias desgarradas por la muerte, con las carnes ennegrecidas y los huesos expuestos y partidos destilando aceites rancios y hediondos debido al calor del medio día; como claro recordatorio de la suerte que se correría al traspasar la frontera. Y se quedaba observando el más allá, hasta que Sol parecía haberse convertido en un gigante ojo irritado que ensangrentaba el yermo de piedras grises y las nubes del extenso territorio inexplorado por los suyos. Y del otro lado, por el oriente, por encima del valle, el bosque de cceñuas de troncos retorcidos y cortezas escamadas. Más allá el pajonal y más lejos aún, los cerros tutelares de blancuras inescrutables, cuyas cumbres, apenas visibles desde su caserío, eran como las afiladas dentaduras de un viejo puma petrificado, en una constante y eterna lucha por querer morder la inalcanzable panza abovedada de Cielo.

¿Pero Hombre, a dónde iría? En su condición le sería difícil adaptarse a la nueva situación, sin tomar en cuenta que podrían pasar días, incluso semanas antes de encontrar al grupo. Y si lo lograse, ¿De qué serviría? Nadie en absoluto aceptaría su presencia. Un estorbo dirían, una carga para la gavilla de jóvenes en la plenitud de sus capacidades, con liderazgos ya definidos y objetivos amatorios bien proyectados. No cargarían con él a cuestas. Entonces ¿Le quedaría el exilio? Marcharse lo más lejos posible y vérselas él solo: construir su morada, recolectar, cazar. Sí, era una opción. Y sus pensamientos se le esfumaron al observar sus manos huesudas, las pecas de ancianidad en el dorso de ellas y de pronto como si hubiera descubierto el camino no previsto, se vio en el reflejo del agua y este le devolvió implacable, un rostro viejo, arrugado, reseco. Con las mismas grietas de un leño añejo y se sintió desolado y vulnerable. Y como momentos antes, comenzó a subir la pendiente que marcaba la garganta de la ribera.

Ya en la explanada el blando tufo almizclado de carnes y frutos descompuestos, característico de Aldea, lo sintió pegado a sus narices como un recuerdo que no podía quitarse de la cabeza. A cada paso su presencia era más irrisoria y detestable. Como un mecanismo de defensa, o de derrota, su cuerpo enjuto, viejo para su época a pesar de sus escasos 35 años, se le fue encorvando como el tallo de las quinuas salvajes por el peso de su fruto, hasta llegar a convertirse en la miserable estampa de un futuro roído por la desesperanza y la traición. Nadie le dijo nada, nadie le sonrío al entrar al patio, nadie expresó una mueca de asombro. Sólo las miradas de vilipendio le calaron el espíritu como cuando el viento arranca desde sus raíces a las hierbas moribundas. Eso era, un hombre moribundo.

¿Cómo pude caer tan bajo?- Volvió a cuestionarse al recordar aquel episodio de su vida, que le arremolinó la memoria en un estrépito de voces acusadoras que no cesaban de sonar. Puso la quena a un lado e ingresó a su covacha y en un largo suspiro fue calmando los bostezos que luego se convirtieron en ronquidos y quietud.

Al amanecer del día siguiente la Estrella Solitaria y el rojo indio pálido de Cielo marcaban la hora para que Hombre se levantara de una noche pesada por la ansiedad, en la que apenas pudo dormir y complacerse en el imaginario de su retorno a Aldea, con la presa despanzurrada sobre sus espaldas, siendo la envidia de muchos y el orgullo de los más pequeños por la hazaña de haber logrado una cacería impecable sin la ayuda de nadie. Entre vítores ingresaría por las fronteras invisibles de Aldea, teniendo el reconocimiento del grupo y haciéndose merecedor de las atenciones de todos, de las hembras jóvenes y, cómo no, de escoger el mejor pedazo de carne para sí. Ya no sería mal visto ni reprochado por los demás.

Llegó la hora. Se colgó el cuchillo al cuello con una cuerda. Tomó el arco y se lo cruzó por el hombro. Seleccionó las mejores flechas, las ajustó con la soga de maguey a la espalda y se alejó de Aldea. En una marcha ligera y al cabo de pocas horas, Hombre remontó el valle y desde ahí pudo distinguir a lo lejos la planicie. El frío arreciaba pero eso es lo que menos le importaba. Siguió el resto del camino apretando el paso, mientras los rayos solares iban reduciendo las sombras de las descomunales rocas míticas, que según contaban en las noches, alrededor de la hoguera, eran colosos petrificados por desobediencias imperdonables al Dios de las Varas, que vino en tiempos inmemoriales desde el gran lago salado a poner orden por estas tierras. Siguió su correría hasta adentrarse en el pajonal. Con cautela, agitado y de panza al suelo, se situó detrás de una elevación, a recuperar el aliento.

– ¡Va a llover¡– Pensó al ver como aparecía tras los cerros una pared de nubes negras. Respiró profundo, con los ojos cerrados, como queriendo distinguir un aroma delicioso y esperado en el aire que se hacía más frío y húmedo.- ¡Sí, va a llover¡– Sentenció para sí.

Ya recuperado del cansancio sacó de su bolso el idolillo de trapo que preparó para esta ocasión y lo enterró haciendo el ritual de pago a la tierra. Luego, asomó la cabeza y divisó un abrevadero. Se escabulló, tratando de pasar desapercibido, arrastrándose hasta llegar a ocultarse detrás del montículo de piedras que le permitía una proximidad adecuada al ojo de agua. Esperó paciente. Ya las nubes estaban sobre él preñadas de agua a punto de romperse y  caer. Siguió tirado, esperando la cercanía del momento, con el cuerpo laxo. Siendo arrullado por el sonido del viento al atravesar por entre el ischu, se fue sumiendo en un sueño liviano, el mismo de la madrugada, dónde ahora sí pudo distinguir con claridad las lenguas de fuego que abrazaban las casas de Aldea y la voz de Padre retumbando en su cabeza recordándole sus orígenes como aquella tarde que le enseñó a tocar la quena. Se despertó, otra vez, sobresaltado por el extraño sueño. Le pareció tan vívido que el humo tóxico del incendio inexistente, le irritó la garganta y le hizo lagrimear los ojos vivarachos de águila que tenía. Oyó pasos. Volvió a levantar la cabeza por entre las rocas y allí, frente a él, a una treintena de pasos, divisó a una familia de vicuñas que saciaban su sed en el aguadero. Éstas estaban separadas de la enorme manada que pastaba calma, alimentándose del tierno herbaje que crecía después de las lluvias. Dispuso las flechas de punta de pedernal en el suelo. Tomó una de ellas, ensalivó la pluma guía y mientras tiraba de la cuerda hasta el punto adecuado, afinando la vista, imploró al Dios Perro por una buena puntería. Soltó el cable del arco que rechinaba a la presión recibida. La saeta marcó una trayectoria curva a lo largo del recorrido a causa del viento que lo empujaba de lado y terminó por atravesar el cuello del macho alfa que segundos antes, y distraído, sin advertir la presencia de Hombre, había girado la cabeza hacia el silbido, que no demoró más que un parpadeo para apagarle la respiración en un resoplido quedo cuyo sonido se propagó como el resplandor de un trueno por la pradera, alertando a los demás. El macho se desplomó y el núcleo familiar, sin saber qué hacer, se movió siguiendo en tropel a la masa compacta marrón de la manada que asemejaba un bloque gigante de tierra en cataclismo, que de pronto había cobrado vida, trasladándose de un lado al otro de la estepa, dejando al descubierto la pisoteada hierba amarillenta de la pampa. Hombre presuroso corrió al encuentro de su presa. Se agachó para beber de los últimos borbotones de sangre con el mismo placer y determinación de un cachorro al succionar la teta de su madre. Ya satisfecho, estrenó en rápidos cortes el cuchillo de obsidiana degollando al animal, sacándole las vísceras y tripas para luego lavarlas en el riachuelo que como una cicatriz en un rostro, partía en 2 el frío páramo. Limpió sus manos aún manchadas de sangre, que resplandecía a sus ojos exaltados por la proeza, en el fino vellón del animal del que todavía brotaban vapores de su cuerpo tibio.

La tarde se acercaba y el viento soplaba acariciando en ráfagas el rostro agradecido de Hombre que, como si de un hálito divino se tratase, le hizo sentirse rejuvenecido. Con la carga preciada sobre sus espaldas, ya sin cansancio y resuelto, con premura emprendió el camino a casa.

– ¡Ya estoy cerca! – Pensó al cabo de unas horas, al cruzar los cceñuales.

Se sentó a descansar y otra vez recayó, como deslizándose dentro de un desfiladero del que no se puede ni quiere escapar, en las imágenes del sueño que instantes antes lo había sacudido. Masticó la coca sagrada refrescando el sabor áspero de la hoja y de los malos recuerdos con la cal del pequeño recipiente de calabaza que siempre llevaba consigo.

Nadie en Aldea tenía recuerdo de cómo comenzó todo. Si primero fue una casa, luego otra o vinieron todos juntos y fueron levantando de a pocos el pueblo disponiendo las puertas al naciente. Para cuando Hombre tenía uso de razón, todo ya era viejo, como si siempre Aldea hubiera estado ahí, como un ser milenario cuyo destino era enterrar en su vientre a todos sus hijos por la eternidad. Tan vieja como las piedras, como Cerro, como Sol, como Luna. Tan antigua como su propia estirpe pero ya desmemoriada, quizá, por propia voluntad. Un pasado tan confuso y tal vez tan siniestro que ya nadie tiene el valor de recordar. Como cerrar los ojos y pretender que lo visible desaparecerá al abrirlos otra vez. Pero se convierte en un recordatorio rutinario. Una pestilencia ya lejana pero que carga el ambiente y nos transporta a un momento justo, indicado, del pasado.

– ¿Cómo llegamos acá?– Hombre le preguntó alguna vez a Padre, y este le respondió con un silencio profundo.

Y quizá la respuesta sea única. Quizá. Sus antepasados llegaron de madrugada y a mansalva quemaron a sus habitantes dentro de sus casas. A los que se resistieron los colgaron de los pies para luego arrancarles la piel aún estando vivos. Hicieron tambores de guerra con sus pellejos curtidos. Con sus cabellos, conjuros para evitar el maleficio de sus enemigos. Comieron de sus carnes. De sus cráneos bebieron chicha. De sus tripas tensaron arcos y fabricaron amuletos de sus dientes. Mataron y violaron a las mujeres (nadie puede especular el orden adecuado). Lanzaron a los niños y lactantes y recién destetados a Río, y sólo dejaron con vida a las hembras más jóvenes y vírgenes para que los guerreros las desposaran y los líderes disfrutaran de ellas, en otro tipo de festín cárnico, compartiendo sus camas, con sus mujeres del clan, tal y como indicaba la usanza de sus épocas, para aumentar la prole. Con Aldea desolada ya solo bastaba entrar a la vivienda elegida recientemente deshabitada. Tomar posesión de ella, redecorar las paredes, mejoras por aquí y por allá, nada especial. Unos simples retoques bastaban para convertirlas en suyas y hacer como si nada hubiese pasado, para sentirse como en casa.

Masticando la coca, la lluvia le sorprendió y a Hombre le embargó en una sensación de placidez parecida a la felicidad. Hombre nació en una familia de cazadores, lo criaron como cazador, morirá como cazador. Sus gustos, como de los otros de la tribu, ya adulto, era sentirse complacido con cotidianidades básicas. Sacarse los piojos de encima, después de los alimentos. Masticarlos disfrutando el chasquido de sus cuerpos al reventarlos con los dientes. Sentarse a contemplar la lluvia caer por horas sobre el verde pasto. Recordar a Hembra en sus faenas diarias de amamantar a su único hijo que le quedó vivo después de aquel invierno crudo que mató a dos de sus críos. Sobrevivencia que tampoco valió de mucho, ya que llegado el siguiente invierno, luego de la pelea que perdió ante Tullido, éste terminó por liquidarlo estrellándole contra los cantos rodados que dejó a la vista el bajo caudal para evitar futuras venganzas.

Se levantó de su asiento improvisado, volvió a colgar la presa sobre sus espaldas y siguió en trote hasta llegar a Aldea.

Ya era de noche cuando arribó. El fogón central ardía y los miembros de la tribu, unos sentados en los tablones, otros en el suelo, comían entretenidos. Algunas risas sueltas, conversaciones distendidas. Nadie advirtió la presencia de Hombre, que por el día trajinado que había tenido, parecía un ser venido del más allá, como si hubiera sido parido de alguna bestia imaginaria, como si la tierra misma le haya tragado y expulsado de sus entrañas, enlodado de pies a cabeza y con rastros de sangre por todo el cuerpo. Se aproximó un poco más. Todos callaron. Las risas se convirtieron en murmullos. Parsimonioso, con el pecho henchido, mostró el producto de la cacería arrojando la presa muy cerca al fuego para que todos la vieran. Tullido con otros líderes se levantaron, cogieron al animal y en menos de lo que esperaba, una mujer vieja ya estaba troceando al animal muerto. Hombre esbozó una sonrisa y los demás volvieron a tomar sus lugares. Y cuando se disponía a sentarse con los suyos, dos cazadores le salieron en su encuentro y le empujaron hasta que Hombre cayó. Quiso ponerse de pie, no comprendía lo que pasaba. Otro empujón y entonces entendió que nunca más sería aceptado en el grupo. Que no importaba lo que hiciera ahora o hiciese en un futuro para merecerse, como antes, un puesto digno. No era más que un objeto, el recordatorio de la vergonzosa cara de lo que la tribu ya no representaba.

Hombre iracundo subió a su otero. La esperanza se le evaporó como las lágrimas de impotencia al escurrírseles por su rostro quemándole las mejillas. De alguna forma inexplicable y ruin, los logros de un hombre no se miden en sus objetivos cumplidos sino en las tragedias que le encaminaron a ellos. Tomó la quena, quiso tocarla pero sus manos y labios temblorosos no se lo permitieron. Miró el cielo ya despejado. La cruz del sur se mostraba limpia sobrepuesta ante las demás estrellas y en un momento de ira incontrolable, como si con ello quisiera acabar con el pacto oculto, no firmado de un porvenir que le era adverso, rompió entre sus manos el añorado instrumento de Padre.

Abajo terminaron de comer, saciados con la carne fresca que Hombre les había procurado, y uno a uno entraron a sus casas. El brillo del cuchillo de obsidiana que aún llevaba consigo, que aún lo tenía colgado del cuello con una cuerda, de pronto lo llevó a una idea descabellada. Este era su momento de venganza. Algo incomprensible, dirán, para aquellos hombres de aquellos tiempos. Que su cerebro tenía las facultades de un hombre moderno, sí, pero vayamos a saber de qué tipo de artilugios mentales estaba provisto aquel disco biológico. Sabemos bien que la capacidad de almacenamiento de un recipiente tiene poco que ver con la cantidad que éste trae y claro está, con la calidad de ese contenido. De lo que no cabe dudas es de los miedos, desconfianzas de su propia sobrevivencia, en este mundo inmenso y abarrotado de fenómenos que apenas, Hombre y los suyos, pueden tantear una explicación práctica y muchas veces absurda y llena de prejuicios. Útil para su época pero donde los sentimientos tan prescindibles por la rutinas y necesidades de su cotidianidad, vacía ha de estar pero asumamos nuevamente. En su pecho germinó ese algo que va creciendo pero no ocupa espacio y a la vez una llenura ardiente que no puede ser expulsada. Una comida, digámoslo así, que se resiste a ser digerida ni puede ser regurgitada. Avinagrándose a lo largo de muchas lunas y muchas estaciones, dentro de sí. La rabia le brota por los ojos en forma de lágrimas y empuñando el mango de hueso con hoja de obsidiana brillosa, destellante a la luz de Luna gorda que alumbraba todo con su refracción pálida en un gris de sombras perpetuas como aquellas que obnubilan su razonamiento arcaico. Hombre es cazador nato, sabe como acechar y acorralar a su presa, una destreza que no se olvida fácil. Imita el caminar sigiloso de los félidos que atormentan sus pesadillas de cuando en cuando repitiendo una y otra vez hasta el cansancio la escena en donde Padre fue devorado por uno de ellos un día lejano cuando Hombre era aún un cachorro inexperto. Y en ese entonces, no pudo hacer nada. ¿O tal vez sí? Había sacado su pequeño puñal del cinto, amenazante quiso lanzarse sobre el lomo de Puma para salvar a Padre pero de pronto las piernas no le respondieron, la visión se le cristalizó. Un escalofrío repentino le erizó los cabellos, le subió por la espina encorvada y sólo atinó a esconderse tras un matorral, mientras veía absorto como Padre iba pataleando, cada vez con menos ímpetu, al mordisco mortal que le abría la garganta y le quebraba las cervicales, siendo arrastrado, luego, por las alturas de la colina, dejando un rastro de sangre que Hombre no tuvo el valor de seguir.

Y Hombre se vio otra vez a la luz de Luna, arrastrándose por el patio central, no como lo hacía para comer, no con la humillación de siempre. Ahora con arrojo hasta llegar frente al montículo de piedras con las que él había construido su casa y que Tullido se la había arrebatado aquella funesta tarde que perdió la pelea. Lento, descorrió a un lado la tela de fibra vegetal que hacía de puerta. Al fondo vio una sombra movediza. Era Tullido que se acurrucaba y distendía cadencioso sobre el cuerpo de Hembra, como un gusano sobre una hoja, en suaves ronroneos y quejidos que ya en esa época eran distinción inequívoca de aplacar los deseos que se agitan debajo del vientre. Con sus dientes, por el mango, Hombre sostiene el cuchillo de obsidiana pulida y a cuatro patas va cercando a su presa. Hembra observa abstraída el techo oscuro, tan negro como el mohín de sus sentimientos, para olvidar y distanciarse de las acometidas toscas que le invadían sin consideración su cavidad seca. Desvió la mirada perdida al sentir la presencia de alguien más y la fija sobre los ojos también negros de Hombre que hervían en un fuego vivo e inacabable como el brillo del cuchillo de obsidiana a la luz de la Luna. Fue sólo un segundo y en ese momento Tullido también lo vio, sin más, éste se lanzó sobre él y se enredaron en una lucha de golpes secos y gruñidos indescifrables. Un instante después, otro silbido que cortaba el aire tal como el que atravesó al auquénido horas antes, como el que cercenó los dedos de Tullido mucho tiempo atrás y que ahora desvaneció a uno de ellos con el abdomen abierto de lado a lado, sobre el suelo polvoriento de la covacha.

A fuera Cielo está despejado por el brillo de Luna, ni una nube interrumpe la visión de alguien que quiera contemplar su belleza. Las estrellas parecían cientos, miles de luciérnagas atrapadas en la eterna telaraña de manto negro con que Sol se tapaba para dormir. Ni un sonido interrumpía la totalidad. El fogón central de la tribu crepitaba mudo y los insectos revoloteaban sobre los restos de la comida consumida horas antes. Dentro, ya nada importaba, ni la proximidad del día, ni las increpaciones de los otros miembros del grupo, ni las represalias que tomarían contra él por la muerte de su líder. Nada importaba, este era su momento de gloria. Ahora era Hombre sobre Hembra, como minutos antes lo estaba Tullido que yace destripado al otro extremo de la habitación roncando sus últimos alientos de vida con el cuchillo de obsidiana, brillando sobre su regazo.

Néstor Valdivia: A Mamá Bachi. Carta de despedida

Nes Original completoGracias a ti, por esa inercia de los genes, por ese poder de la tradición y la costumbre, por la fuerza de la sangre que tu corazón bombeó y que nos alimenta las venas y el espíritu, es que estamos acá reunidos, para despedirte y abrazarte a la eternidad de la memoria que heredaremos a tu descendencia.

Pequeña mujer de corazón gigante, con tus dedos y manos de lana, tejiste nuestras vidas que son tuyas ahora y para siempre.

Mis mejores recuerdos de la infancia feliz que me tocó vivir fueron en Coracora. Recuerdos imborrables al lado de mis hermanos, padres, primos, tíos, al lado tuyo y de papá lesmes. Tuve la fortuna de verte y sentirte como a una madre, siempre preocupada por todos hasta el final de tus días. Como a un choclo, desgranaste el rosario a las 5 en punto, rezando todas las mañanas, pidiendo por los tuyos.

El olor del humo de la cocina de leña, era lo primero que sentíamos al despertar. Bajábamos somnolientos a tomar el desayuno en el comedor de la casa. Papá Lesmes ya estaba sentado tomando en su gran taza la leche humeante y tú, mamá Bachi, corriendo en busca de no sé qué, de un lado al otro de la casa.

Cada árbol de tu chacra, cada planta, cada piedra, y el hinojo de la huerta. El eucalipto de la era, la viejita casa donde naciste y la casa del pueblo donde tu padre te crío sólo. Cada una de tus hortensias que sólo con el cariño de tus manos sabían florecer y que desde tu ausencia, parecen haber enflaquecido y marchitado irremediablemente, todas esas cosas se quedarán con el aroma de tu presencia.

Con tu partida germinan los recuerdos, tu voz ha sido atrapada en la malla de las paredes de tu casa, eco que se repetirá hasta lo profundo del cariño que te tenemos.

Tu cuerpo, al fin, vieja linda, perdió la batalla, ante el más grande y sublime de los egoísmo que pueda tener el alma, desprenderse de la carne y elevarse como humo invisible. Tu espíritu al fin, mamá Bachi, se hizo paso a través de tu armazón de huesos, como el agua que rompe la tierra, que no soporta ser contenida por nada y aprovechó tus 96 años, y el resquicio de tu corazón cansado para hacerse pasó y romper con toda lógica de los mortales y entregarse como yegua de fuego, a las pampas del más allá.

La vida te bendijo con 5 hijos, 23 nietos y un incontable número de bisnietos pero también te arrancó de tus entrañas a tu hija y a tu querido esposo y desde entonces quedaste herida de muerte. Una letanía de 12 largos años que se acaban hoy para volverte ver nacer, porque morir es volver a nacer, en un universo paralelo e incomprensible. Pagaste con creses tus errores y tus pecados acá mismo. Pero ¿para qué hablar de ellos? En nosotros queda tu cariño y tu amor, tus ocurrencias y lengua rápida, tu paciencia y tu empecinamiento para que todos hagamos lo correcto. Y como tú, también nosotros pagaremos por la ingratitud injustificada que jamás te mereciste.

Descansa en paz mamá Bachi, que acá todos te extrañaremos y te recordaremos con tu chispa incomparable incluso en tus momentos tristes: La vida es más deliciosa, cuando se vive en pecado.

Néstor Valdivia: El olor de las axilas. Cuento

Nes Original completoAl terminar la secundaria hablé con mis padres y les dije que aún no estaba preparado para postular a la universidad y que me sentía perdido en los estudios. Estuvieron molestos conmigo por algún tiempo pero al fin comprendieron que no serviría de nada obligarme a continuar algo que no quería y me dejaron tranquilo.

El domingo siguiente compré el diario y busqué un trabajo eventual en el que estuve dos meses porque no soportaba el ritmo de trabajo ni los horarios. Me levantaba a las cuatro de la mañana para estar a las seis en el taller como ayudante de un viejo cascarrabias al que no le soportaba su lenguaje procaz ni el agresivo olor de sus axilas. Él tampoco soportaba mi presencia ni mis quejas y llegamos al acuerdo de entendimiento.

El viejo procuraría no mandar a la mierda o granputear a todo cada 5 minutos si yo prometía no pasarme todo el día bostezando, pero no pude hacer nada sobre sus hedores. Me avergonzaba reclamarle por el fétido olor a cebollas de sus sobacos. Sin embargo, en el fondo, el viejo me caía bien, hizo más llevadero el trabajo. Sobre todo después de las comidas y en la modorra de las tardes, con sus historias de cuando trabajaba en el puerto como estibador.

Disfrutaba mucho sus relatos de borracheras de dos días con sus compañeros en los prostíbulos, de cómo se reñía puñal en mano o a pico de botella con alguno que osaba mantenerle la mirada por más de cinco segundos y orgulloso levantaba sus mangas de la camisa para mostrarme las cicatrices que había recibido, de cómo se gastaba la semana de pago entre las piernas de las putas más cotizadas del Trocadero.

Cuando me echaron de la empresa organizó una pequeña despedida en una cantina de mala muerte donde los fines de semana todos los obreros de las fábricas de la zona terminaban para gastar lo ganado en las horas extras. Era una casa de un solo piso y a medio construir, de techo a media agua, con el frontis cubierto de una maraña de enredaderas de espinas que ardían al tacto y de flores amarillas que por las noches inundaba al ambiente con un olor dulzón y bastante molesto. Saludó y lo saludaron como a un viejo amigo, no me sorprendió.

Fuimos con dos compañeros y nos sentamos alrededor de una mesa próxima al patio interior de tierra, desde donde se veían los cuartuchos con techo de esteras cubiertos con plásticos azules para evitar las garúas en invierno y las cortinas a modo de puertas hechas de manteles y sábanas viejas. Era la única zona privada del lugar. El viejo se levantó de la silla y señalándonos se disculpó por un momento ya que tenía algo importante que hacer. Claro, lo dijo del único modo que él podía hacerlo:

-Ni se les ocurra irse conchadesumares, voy por un polvo.

Se acercó a una señora diminuta de caderas bastante amplias y desproporcionadas, cuyo cuerpo era equilibrado por un par de tetas descomunales, rebalsadas por el escote y estriadas en surcos blanquecinos. Le recibió con los brazos abiertos y se relamieron en un beso tan soez como 2 moscas copulando sobre el plato del almuerzo recién servido pero, a la vez, tan profundo y tenaz como la mordedura de una araña, así de doloroso era su amor.

El viejo sopesó los mofletes caídos de la mujer y, entre risas y nalgadas, se fueron a una habitación contigua. Volvió al cabo de una hora con la camisa desabotonada, con la velluda panza abovedada al aire y sonriendo satisfecho se sentó en una de las sillas farfullando:

-Esta chola cuesta 20 lucas y culea como si le pagaras 50, pero igual no se las pagué.

Soltó una de sus acostumbradas carcajadas estrepitosas que acompañaba con golpes de puño sobre la mesa. Cogió un vaso y mientras le vertía el aguardiente no pudo evitar una mirada fugaz al cuarto, donde había estado minutos antes y que ahora estaba siendo ocupado por otro señor descamisado.

– Todas son unas putas -Sentenció.

Bebimos toda la noche y tuve que tolerar sus eructos avinagrados tras cada copa hasta el amanecer. Esa fue la última vez que lo vi, entre los vómitos de las 6 de la mañana y luego de que en grupo me pagara el servicio de la putita más joven del local.

Después de ese primer empleo seguí dedicándome a trabajos eventuales, poco remunerados y bastante mecanizados. Me bastaba con ganar unos centavos para poder mantener una vida divertida pero austera, con casi ni un lujo. Lo suficiente, sobre todo, para evitarme las molestias en casa. La mitad de la ropa que poseía la llevaba puesta encima y mis gastos estaban regidos por lo poco que tenía en la billetera.

Un año más tarde, ya aburrido de mis rutinas de fines de semana volvió la idea de estudiar algo formal. Entré a la universidad y me pasé 6 años descubriendo muchas verdades y muchas más mentiras sobre mí. Con relaciones esporádicas y tan eventuales y rutinarias como mis propios empleos. Volví a trabajar, ya con mi título bajo el brazo y sacando cuentas me vi que estaba ganando tan mal como cuando era adolescente. Claro, monetariamente el pago era superior pero el cheque no me alcanzaba para cubrir mis gastos básicos y sólo llegaba a fin de mes gracias a los préstamos que me hacían mis padres. Un día en la oficina, mientras escribía un informe en la computadora, descubrí con horror y mucho pesar, que a mi jefe, de camisa y corbata elegantes, también le apestaban las axilas.

Néstor Valdivia: El amor también apesta. Relato corto

 

Nes Original completoSofía quería convencerse de que los besos de lengua con mordida de labio y sobada de teta en la Plaza Francia, tenían algo de especial. Que los gatos -pequeñas esfinges inmutables a la llovizna- no lloraban de hambre, sino que maullaban alegres en coro, acompañando sus gemidos y posteriores lamentos ahogados en sus recuerdos y alcohol, y que toda esa atmósfera de romanticismo pecaminosa era lo único que tenía con ese pequeño ser al lado, de cabello largo y corazón pétreo.

 

Así, al cabo de un tiempo había terminado por aceptar que la pichi de su estoico compañero, absorbida por las bastas de su pantalón, era más que el reflujo de la vejiga de su amado, era la señal perentoria de que el amor apesta y que, con el alcohol, todo es soportable.

 

Néstor Valdivia: EL aguacero. Relato

Nes Original completoEl aguacero había convertido en pocos minutos el débil riachuelo con que irrigábamos los cercos de trigo y alfalfa, en un robusto río, que gruñía ronco, como un animal prehistórico, bufando en sincronía con el golpe opaco de las gotas de lluvia sobre las hojas de las plantas. El cielo cerrado y gris indicaba que aún faltaban muchas horas para que la tarde escampe. Y Yo me encontraba ahí, en medio del alfalfar, con las ropas mojadas y pegadas a mi cuerpo, que tiritaba cada vez más fuerte ante el frío de la tormenta.

El lodo de la arcilla impedía que me moviera con facilidad y ante el pavor de la soledad y la majestuosidad de la escena nunca antes experimentada, me eché a llorar y a gritar acallado con cada trueno ensordecedor que alumbraba todo en una blancura tan profunda y cegadora, que solo era comparable con la de la oscuridad total. Aquel verano irregularmente lluvioso, yo tenía 8 años, y mi padre me había dejado descansado en la casa de la chacra, mientras él se iba a coordinar con el camayoc la limpia de acequia, cuando de pronto la lluvia torrencial nos sorprendió por separado.

Despertado por un trueno, salté de la manta en la que estaba durmiendo y al verme solo, salí a la explanada de enfrente de la casa, en cuyo borde, hacia abajo, comenzaban los sembríos. Desde ahí se podía ver el otro lado del valle y el pueblo vecino. Me quedé pasmado por la claridad en que se me presentaba todo. Como en un cuadro recién pintado, la incipiente verdecidá contrastaba con la otra mitad gris y nubosa del cielo que al pasar de los minutos iba devorando los cerros de ese lado del valle y luego el pueblo desapareció tras la pared de nubes negras. La lluvia se hizo más fuerte, los relámpagos más continuos y el río zumbaba pareciendo cobrar vida propia.

Aún no recuerdo cómo es que llegué al centro del alfalfar pero a causa del lodo y la impresión del momento me quedé petrificado ya sin articular palabras. Me sentía desolado y mi rostro lloroso era enjuagado por  la dulce agua de lluvia que aún ahora siento paladear. De pronto un ser extraño, enlodado hasta la cintura, con las ropas remojadas y con el sombrero de ala ancha ya sin forma por la cantidad de agua que había absorbido, se me fue acercando. Lo vi a los ojos, era mi padre y unos brazos fuertes me suspendieron en el aire y con palabras que no logro recordar, iba tranquilizándome. Percibí su olor y el cariño traspasó su ropa y la mía y me acurrucó el alma. La sensación de seguridad que sentí en aquel entonces lo he vuelto a sentir pocas veces en mi vida.

Luego subimos a la casa de la chacra. La misma casa donde mi abuela había sido parida con ayuda de una partera muchos años atrás. Casa que ahora no es sino una ruinosa estructura de techo de paja y paredes de adobe. Nos paramos frente a la tullpa y avivamos la hoguera con ramas de eucalipto aprovisionado para ocasiones como estas. Nos quitamos la ropa para secarlas al fuego y mientras tanto, sentados, observamos la lluvia hasta casi las 5 de la tarde, momento que dejó de llover. Nos alistamos y emprendimos el viaje de retorno a pie. El camino, como todo camino en el campo era sinuoso pero mi papá lo conocía palmo a palmo y en la mitad del trayecto una espesa neblina nos cerró el paso y como no podía ser de otro modo, me tomó de la mano y juntos nos fuimos como flotando en esa blancura, mientras millonésimas de microscópicas gotas escarchaban nuestras mejillas, cabellos y ropas.

Sé que algún día me tocará encaminarle y ayudarle en sus tormentas. Abrazarle y decirle con palabras que aún no tengo, pero que llegarán, y abrazarle para un viaje que tal vez uno de nosotros se encamine solo. Mientras eso ocurra, pelearemos como solo lo hacen 2 grandes amigos. Feliz día Viejo.

Néstor Valdivia: Tatuada en mi. Poesía

Todas mis tristezas están tatuadas de tu olor,
vivo impregnado con tinta de la savia de tu sudor en cada uno de mis poros,
en mis ojos negros y mis palmas de dedos fatigados.

Me inyectaste con tus líquidos de soprano nocturna,
envolviéndome en mortaja de lino seco,
tumba de sueños, de amor desahuciado.

Voy muriendo lento con tu aliento que no me llega,
hálito de muerte y de vida mía, mía.

Te extraño en cada paso que me lleva al dormitorio,
cueva lúgubre de almanaques sin hojas,
mujer de caricias mansas y besos implacables.

Si morir es volver a vivir,
quiero fallecer en tu orgasmo eterno,
renacer entre tus senos cada mañana,
hasta el infinito instante que despiertes
y enfundes tu alma con la cremosa piel de tu cuerpo.

En algún lugar,
en algún país,
en algún escondite,
en algún tiempo donde creas haber refugiado tu corazón,
escucharás mi voz queda,
golpeará como un trueno tus oídos y tu ojos
y otra vez volverás a palpitar desnuda,
en mis manos que temblarán por la promesa incumplida de ya no dejarte ir nunca más.

Néstor Valdivia: Cómo te lo digo. Poesía

Nes Original completoSin tenerte ya te había amado

y aún osas mirarme y preguntarme ¿Me amas?
Y yo que no soy más ciego, que por no mirar mis ojos dejaron de ver, te respondo:

El traqueteo de tu boca sobre la mía,
tus palabras sobre mi tímpano sordo,
tus caderas que se elevan como pistones por las mañanas.

Si de ti sólo puedo tocar lo decible,
si sólo puedo amar lo lejano,
si sólo puedo extrañar lo que no tengo, entonces tu eres ella, mujer.

Mezclo pisco con mis papilas para sentirme en tu lengua húmeda y lejana,
con humo mágico embriago mis pupilas dilatadas
para sentir tu mirada diáfana de riachuelo quieto de deshielo y en estío
para luego exhalarte en pensamientos febriles,
para armarte en bocanadas sobre mí, para ti.

Porque tus razones siempre serán tuyas y las mías también son tuyas.

Aquella lágrima va en sentido contrario,
se desenjuga de tus labios de melón recién cortado,
sube por tu suave mejilla acaramelada,
se enflaquece en el lacrimal izquierdo
y vuelve a tu alma impávida de secretos inescrutables.

Con mis tres décadas encima y acuestas
te esfumas lenta, como la bruma en el frío,
rápida como el azote de tu voz que me aquieta y desvela.

Tu amor, que es mío no tuyo, es una piedra en el zapato.

Para ambos el tiempo y el reloj van por universos distintos
y tu también vas por otro universo,
más pequeño,
más lento
con mis metacarpianos que exigen tu presencia,
tu aliento mi boca,
tus caderas mi ingle.

Tu belleza es la perfecta conjunción entre mis ojos y mis ganas,
quiero ser el ciego que lea tu piel ardiente de poros escritos en braille,
que se vayan cerrando al tacto apresurado de mis dedos fríos.
Cuando tu piel habla mi olfato escucha
mi lengua observa tus rincones
y recorre tus venas en sentido contrario y desde dentro para afuera.

Mujer, el problema del amor tiene que ver menos con los personajes
que con el pésimo y eterno guion al que estamos sujetos desde siempre.

Somos grillos a la luna,
rana maldita que esperaba la noche
para devorarnos con su lengua de plata
y cachetes de esmeraldas purulentas, opalinas.

Y el mar,
colchón colosal de aguas ensopadas de peces y miserias,
llenadas por una diosa que prefirió llorar a reír,
en la que me ofreciste comer de tus algas benditas,
para nadar en tus curvas de olas afinadas por un bisturí arcaico.

Y también el sol,
ojo de gato albino cíclope,
gigante y sereno
que nos aguaitaba desde el horizonte entre las 5 y 6 de la tarde.

Entonces ahora, solo ahora puedo decirte,
si aún no lo entiendes, te lo explico.

Eres irreal,
como dios.
Tu presencia se limita al enunciarte,
existes porque te pienso, y no es que te de vida, mujer,
en mis pensamientos eras la idea,
el acento prosódico de mis sueños,
el punto de las íes,
el pero de nuestras conjunciones,
el paréntesis de todo lo nuestro.

Entonces me levanto,
me recojo de las sábanas,
me desprendo del enigma de no tenerte
y me pongo el traje que mejor me venga para poder irme.

Néstor Valdivia: Para Ofelia. Poema en prosa

quiero escribirte algo que escape a los versos, que no tenga rimas, algo exento de tus caderas gloriosas, de tus tetas contundentes y alegres, de tu fuente húmeda, de tus labios secos al jadear. por ejemplo de tus palabras que se quedan en el aire congestionadas de sensaciones y sentimientos, nubes cargadas pintadas en sepia que bajan cuando el frío me desola, mariposas que devoro para la indigestión de amor y expulso en polillas nocturnas de tristezas envueltas en tabaco, trapos cortos de esquina y colorete.

tu silencio se parece a todos los silencios pero no al mío, a mi grito que no escuchas cuando me das la espalda, mujer de pasos desnudos. te extraño como un perro la comida del amo y eres la mordida del amo y el perro que no muerde.

el amor es un estrofa no definida perdida en la antología de la felicidad y los significados se nos fueron acabando debajo de las sábanas que antes ocupamos. sólo me quedan tus ojos que no dejan de mirarme cuando el techo me recrimina por tu desnuda ausencia. ojos de faros castaños, pestañas de rímel invencible, labios de tormentas y picaportes cerrados, mi historia de amor es tu rutinario desamor.

dame un poco de tu vida que te sobra, dame de tus besos que desperdicias, dame tu vientre, tus pies salados, tu fuente agridulce. lluéveme con agua de tu gruta de aliento a durazno maduro, desintegra mi pecho de arcilla, tumba con tu caudal mis temores. con tu saliva vuelve a levantar mis deseos.

tu belleza es la perfecta conjunción entre mis ojos y mis ganas. quiero dormirme acurrucado en tus brazos, amanecer entre tus piernas, despertar borracho con tu aliento a mi sexo.

soy el eterno pendiente de tu vida que no quieres, me dueles hasta lo más hondo de tu consciencia, me dueles tu silencio, me pesan tus ganas que no tienes. eres mi resaca de domingo de lunes a viernes, te he tomado en agua helada, sensación pura de alcohol a 99grados que me inyecto para pasarte del nudo de mi garganta en que te quedaste, para evitar que te me escapes por los ojos y en eructos con sabor a ti.

cuando pronuncio tu nombre me salen flores de la boca, rayos de mis ojos, si digo tu sexo, eyaculo poesía escritas en teclado de letras despintadas. gracias, sí, gracias por tus ausencias por las noches largas de insomnio, por tu sabor que dejas cada vez que quito una tanga.

uso tu recuerdo de cabecera, te escurres por los pliegues de mi memoria, sólo así logré entender que nada es para siempre ni la nada ni el para siempre menos. te extraño desde el fondo de mi alma sabiendo que el alma no tiene fondo. Un día, una semana, un mes eterno.

cada palabra tuya me despierta del sueño bucólico en el que te has convertido por pura alevosía mía. mis mil palabras ya no valen tu imagen. tienes todo el derecho de irte y yo creí tener el de seguirte. tus labios tienen gérmenes de locura de amor y me has contagiado irremediablemente.

te conozco tanto que sé muy bien cuando me engañas pero, también, que no he aprendido a interpretar tus verdades. todo es subjetivo, hasta la realidad, todo está en los ojos, en las corneas de este tu espectador.

quiébrate, mujer, hasta que los huesos de tu espalda truenen y mis dedos traten de perforar tu piel para llegar a tus costillas, barrotes en la que tu corazón vive encarcelado , pulmones que no respiran, aire seco, tierra ácida, epidermis de canela.

anoche me he levantado con pocos ánimos de despertarme, te hiciste huésped de mis sueños, húmedos y secos, desde que bebí de tus ojos de luna en cuartos menguantes, mi sangre corre en contracorriente, mi palpitar es errático. desde que me dejaste la vida tiene un solo sentido, va en una sola vía, túnel de luz sin final. la caída libre me trajo esposado a tu recuerdo del cual pendo en paracaídas de cuerdas de títere, si los sueños suenan es porque tus palabras traen, me sumerjo en tu querer como cucharilla en el negro café, sorbo amargo, aliento seco, brisa de valle, catarata de nada, nada.

Néstor Valdivia: Cobarde por antonomasia.

Nes Original completoHace unos días anuncié mi retiro del facebook. Lamento decepcionar a algunos que se alegraron con la idea pero lo he pensado bien y no lo haré. Agradezco a los amigos y sobre todo amigas que me hicieron saber, por inbox, que era una decisión tonta a un hecho de las mismas dimensiones que sería innecesario explicar, ya que ni les intere

sa y no voy a ventilar mi vida privada por este medio. Fue curioso, y me generó mucha gracia, que se despidieran de mí como si se tratase de un viaje inesperado e inoportuno a otra galaxia. Me hizo sentir bien y agradezco que de alguna forma, logré internalizar, con algunas personas, muchas de las cuales nunca les he visto la cara, una extraña forma de amistad.Esto de tener un perfil tiene sus beneficios, no lo negaré, y me he visto sacando provecho de ello. Soy un ermitaño. Esto me permite conocer gente que en circunstancias normales me hubiera sido imposible conocer, reencontrarme con viejas amistades, amores olvidados y futuras promesas de un sentimiento aletargado. Esto debido a mi personalidad. Soy sumamente tímido en persona. No asisto a discotecas, lo admito, no porque no me guste bailar o el ruido de la música logre enfermarme no, la razón es simple. Odio las multitudes. Las personas que me conocen bien, que las cuento con los dedos de una sola mano, saben cómo me comporto en reuniones. Sudo, no por un problema endocrinólogo, tiemblo en exceso y siempre me gasto en alguna excusa tonta para justificar esa reacción. Ta vez por eso lo primero que hago al llegar a una reunión o fiesta o algo parecido es tomar una generosa cantidad de alcohol para aliviar esos temblores que no hacen más que delatar mis miedos que aún no les encuentro una explicación. Beber tiene sus beneficios, me hace olvidar. Tómenlo como fuga, como escape, cobardía, yo le llamo receta para el dolor del alma.

También sufro de esa enfermedad que no tengo la menor idea de cómo llamarla: Estoy casi imposibilitado de olvidar. Los envidio realmente, dar vuelta a la página no va conmigo, reescribo sobre el mismo papel y entrelineas. Los recuerdos son incesantes en mi cabeza, sueño con recuerdos, buenos y malos, sufro de constantes pesadillas. Amo dormir, soy de los que duermen parados pero gracias a ellas puedo pasarme días durmiendo pocas horas. El insomnio ya es parte de mi rutina. Me despierto exaltado y muchas veces sumamente triste (No pretendo darles lástima ya que yo tampoco lo sentiría por ustedes) Y para ser sincero, en cierta forma, no me interesa cambiar eso, a menos claro, que me comience a generar un problema de salud. Me siento a gusto con mi personalidad y carácter.

Volviendo a lo del facebook y mi salida de ella. Lo reflexioné hace ya mucho tiempo. Esto me está haciendo cada vez más exiliado con el mundo de allá afuera, con el real. Quería recuperar eso que ya estoy comenzando a perder, una plática honesta con otro ser humano, porque se convierte sincera desde que comienzas a mirar a alguien a los ojos, mirarse la cara mutuamente. Observar esas imperfecciones de la piel que tanto distinguimos como propias de alguien y que nos parecen exquisitas y adorables. Interpretar los gestos, las miradas, los temblores de una sonrisa cuando le dices un te quiero también tímido a alguien que realmente quieres, porque a través de la pantalla, de algún dispositivo artífice de muecas, no es más que una burla a nuestra propia condición de ser humano.

Que un beso no es un ícono, si no, algo tan buenamente jugoso que podemos dar en una mejilla o en unos labios amables. Que los sentimientos no se transmiten desde un teclado a través de un cable frío, sino, en el contacto visual y sensorial de todo nuestro cuerpo. Que las risas son más que un jajaja, que los tímidos jejeje o los cómplices jijiji. Son esa contagiosa risotada mostrando los dientes imperfectos de la persona que amas, la amistad también es una forma de amar, los labios y parpados excesivamente mal pintados de la chica que te gusta, o. Observar como se recoge el cabello en un gesto de coquetería y tu mirando con tus miopes y embobados ojos. El olor de su cabello no lavado desde la mañana pero que te hace derretir al impregnársete como ni el chanel 5 logrará poder hacerlo.

Quiero volver a abrazar a mis amigos que no veo hace mucho, que tontamente creí que los tenía cerca por bromearnos en algún irreverente post de los que suelo publicar o de los suyos. Pero eso también es falso. Tal vez para algunos sea una excesiva apreciación de lo que son las redes sociales pero seamos sinceros, algo que te mantiene alejado físicamente de alguien no puede ser bueno ni humano. Que la distancia no importa cuando hay un sentimiento de por medio, es falso, todos los que hemos amado a distancia lo sabemos, nadie nos puede engañar con esa frase tan bien construida pero tan escasa de realidad. Nadie nos convencerá de ello, la carne llama a la carne.

Espero comiencen ya a crear corazones artificiales, hígados, manos o lo que fuere que la gente necesite. Que los moribundos vivan más años gracias a esos respirados artificiales de los cuidados intensivos de los hospitales y que sean portátiles, que alarguen la vida de los que desean vivir más allá de lo que la naturaleza o la cordura se los permita. Para eso está hecha la ciencia. Pero que jamás exista una maquina, por Dios, que nos haga menos humanos de lo que ya, creo, nos estamos convirtiendo. Por lo pronto seguiré acá, creyendo tontamente, por necesidad u obligación, porque para los ermitaños como yo, esto nos salva del ostracismo.

Néstor Valdivia: El retorno. Cuento

Nes Original completoAquella mañana al despertar, la saliva le pareció agria y más espesa. Abrió los ojos y jugueteó con la memoria, acariciándose la preñez de 8 meses. Sorbió un bocado de agua fría del vaso de su velador y lo percibió dulce. Levantose de su cama con lentitud. A pesar de la incomodidad, aún le quedaba la impresión placentera de aquel sueño donde remojaba sus pies en un pequeño charco de líquido tibio. La sensación era agradable, casi de alegría. Eran las 6 de la mañana. El viento se colaba por las aberturas de la puerta enfriando el interior de su covacha.

Salió de su casa. La calle de tierra está mojada por la llovizna constante de la madrugada. El olor, ese delicioso olor, siempre la transportaba a sus edades de niña, para ella, la única etapa de felicidad absoluta. Evocó los juegos bajo la lluvia, el pasto verde acariciando sus brazos y humedeciendo sus ropas. Debí quedarme allá, pensó, todo era más simple, más fácil, no como ahora. Todos los días debía levantarse a las 5 de la mañana pero hoy no, el sueño donde chapoteaba sus adoloridos tobillos hinchados no le permitieron levantarse a tiempo. El día no está perdido, lucubró y se marchó.

Presurosa baja las escaleras amarillas que como una telaraña gigantesca sobre su presa de casuchas de esteras, ladrillos y maderos desgastados, resalta vistosa en el paisaje gris y nuboso.

Descansando sobre la acera observa la neblina replegarse dejando al descubierto la larga avenida, los postes de luz, la copa de los árboles, los techos de las casas y a lo lejos, también, el cerro donde vive. Se va acercando la hora. Se pone el guante gastado y halando la correa lo ciñe a su muñeca.

Hacia el otro extremo de la avenida viene acercándose el camión de basura. Llegó la hora. Mide la distancia del adversario rodante, siempre procurando estar una cuadra delante de él para darse el tiempo necesario para poder llenar el bolso de rafia que cosió y remendó durante las noches para entretener la mente. Noches cada vez más cortas, más pesadas. Dormía apenas 5 horas. Tenía que despertarse incluso antes que el reloj despertador, antes que éste quiebre el silencio del amanecer, detestaba ese sonido. Llegaba tan cansada del trabajo que casi dormida devoraba la diminuta presa de pollo sancochada que nadaba sin dificultad de un lado a otro del plato de caldo de arroz con papas que le gustaba tanto y que le mantenía la panza caliente en las noches frías de invierno.

Con la mano desnuda palpa a través de la bolsa negra e interpreta lo que su mano ve. No encuentra algo de importancia, coge la siguiente. Rauda despanzurra y saca un par de botellas plásticas. Lento, tras ella, se acerca el camión como un animal prehistórico, bramando, alimentando su vientre descomunal, masticando y eructando pestilencias a su paso por el pavimento de la avenida.

Al cabo de un par de horas, habiendo recorrido muchos barrios, agita el costal prieto de su precioso contenido y calcula el peso. Es suficiente, se dice. Saca de uno de sus bolsillos un pequeño espejo circular. Observa sus ojos negros, pequeños, avispados como los de un roedor asustado. Tocándose los parpados ve el manto de ojeras profundas, oscuras como sus propios ojos. Es lo de menos, cavila, acariciando nuevamente su panza abovedada.

Luego de la venta del día, retorna a su casa. El tedioso ascenso de las escalares es un suplicio que espera pronto acabe. Abré la puerta y un remolino de moscas de culo gordo y tornasolados le dan el encuentro, rozándole las orejas, zumbando como balas perdidas. Abre la ventana, las espanta como puede. Agitada, desconcertada, con lágrimas en los ojos, se recuesta sobre su cama, soba su vientre duro y va relajando el cuerpo.

Cerró los ojos y volvió el sueño de la noche anterior. Sentía los pies frescos y descansados.

Un grito, de pronto, la arrancó de un tirón de ese momento mágico. Una punzada en la barriga, como si la atravesara una espada caliente, la puso de pie de inmediato pero las piernas le traicionaron. Eran sus propios gritos de dolor.

Como pudo se arrastró por el suelo, se levantó con la ayuda de una silla para luego aferrarse con sus agrietadas manos por el frío y la tosquedad del trabajo, al viejo tronco de alcanfor sin pelar que servía de pilar central de la casa. Reclinó el cuerpo hacia adelante, para darse más apoyo apretó con todas sus fuerzas adoptando la postura en la que su abuela y su madre habían sido paridas, en cuclillas y con las piernas abiertas. Pujó una vez y su frágil cuerpo de mestiza sin abolengo ni etnia conocida, se estremeció. Los músculos de las caderas y la cintura contraíansele, exprimiéndole como a un limón seco el vientre y descendía en un dolor diarreico que le acalambraba las piernas y le reventaba las sienes. Apretó los labios, rechinó los dientes, se inclinó un poco más, puso las piernas otra vez en posición y sin cerrar los ojos dio el último y final de sus alientos. Con la matriz desgarrada, el cuerpo crispado, acurrucó al bebé empapado en sangre sobre la áspera manta de yute sin costuras ni adornos. Con la otra mano ayudose a cercenar con sus propios dientes la extensión fibrosa que la unía al bebé que ya chillaba desbocado, y como si ella misma hubiera germinado su muerte en 8 meses se fue desvaneciendo sobre el suelo frío de tierra aplastada de la única habitación de la casa de paredes de adobes crudo secados al sol y techo de calaminas de zinc. Levantó la cabeza y vio como una serie de delgados haces de luz se filtraban por las rendijas de la puerta de madera, dejando ver pequeñas partículas de polvo lentas y flotantes cual universo microscópico y sintió nuevamente la tibies en sus pies, el pasto verde y la humedad que le cubría todo el cuerpo.

Néstor Valdivia: El número. Cuento

El pequeño papelito mal envuelto, amarillento y con los bordes desgastados en mi vieja billetera, aún guardaba aquel número que nunca pude grabar en la memoria, ni siquiera cuando estuve con ella. En esos tiempos el celular era un lujo muy lejano no sólo para mí, sino también para todos mis compañeros de aquella academia confundida en las callecitas del centro de Lima. Así, su número telefónico y un croquis de cómo llegar a su casa los apunté en la última hoja de mi cuaderno de apuntes de las catorce materias que se dictaban por aquella época.

Al concluir con los estudios secundarios opté, por una cuestión familiar o presión familiar, entrar a prepararme para ingresar en la universidad. Lo más usual era estudiar en unos centros de estudios preuniversitarios que pretenciosos eran autodenominadas academias. A mediados de verano comenzaban las inscripciones y uno tenía que ir muy temprano para alcanzar los cupos de matrícula. La cola era interminable. Ahí fue que la vi por primera vez y quedé encandilado de ella. El calor era agotador, el sol perturbante. No dejaba de mirarla, era realmente preciosa. Llevaba el cabello recogido por una pequeña liga, las cejas también negras, pobladas pero bien definidas, ojos cautivadores como esas ilustraciones de mujeres indias, rasgados, enormes como uvas. Labios levemente gruesos, rosados y húmedos daban la impresión de ser un melón recién cortado. Blanca, de mejillas sonrojadas del calor, largas pestañas tentaculares y curvadas. El movimiento al darse viento con sus pequeñas y regordetas manos blancas, resaltaba su coquetería. Era un espectáculo verla, la mirada fija en cualquier punto, con una seriedad que enfriaba a cualquier osado que se le acercaba para hacerle algún comentario estúpido:

Mucho calor, ¿No?

Odié por siempre los primeros días de clases y, años después lo descubrí, a cualquier acontecimiento que iniciaría una nueva etapa en mi vida que no necesariamente marcarían cambios drásticos en mis rutinas diarias de niño mimado y consentido. Siempre tuve pavor a reconocerme en un grupo nuevo. Días, incluso semanas antes ya vivía atormentado de cómo sería ese mi primer día. Una timidez adquirida y heredada de mi madre en mi niñez de toques de queda y pintas subversivas de fines de los ochenta e inicios de los noventa. Terapias psicológicas, inscripción a clubs, mis padres intentaron cosas como esas, a veces se veían algunas mejoras en mí pero creo que uno nace con una personalidad y carácter definidos así, en muchos casos, sólo son los años los que te permiten superarlo o como en mi caso, reforzarlo. Llegué temprano como acostumbraba en ese entonces, más por no sentir la mirada de todos sobre mí al entrar o no encontrar un lugar y quedarme de pie o tropezar con algo y caer sobre alguien o pisarle el pie a alguna chica bonita. Ubiqué el lugar perfecto, mi lugar perfecto. Desde esta posición tenía una visión total del aula. Era mi pequeña fortaleza, donde me cubriría de las impertinentes preguntas de los profesores.

El primer día de clases ocurrió lo esperado. Ella estaba en la misma aula y en el mejor de los casos sería así hasta el fin del ciclo de cuatro meses. Se detuvo imponente a ubicar un lugar. Miró a mi lado, yo miré al frente fingiendo no huberla visto y se sentó dos carpetas delante de tal modo que podía ver su espalda y su hermoso cuello blanco.
El salón de clases constaba de cuatro ventiladores estratégicamente ubicados en cada esquina del cuadrado. Refrescantes al inicio, flojos a los quince minutos después de llenarse el aula. Sólo servían para llevar los humores de un lado al otro del aula hecha de paredes de madera contrachapada y reforzadas con listones del mismo material, viejos y apolilladas. Las carpetas eran dos tablones largos de madera, sobre una de ellas se ponían los cuadernos para escribir y la otra servía para sentarse. Método muy usado para contener en el menor espacio posible la mayor cantidad de alumnos, donde entrabamos perfectamente encajados. Ahora me pregunto qué hubiera ocurrido en un terremoto o un incendio, desastre total. Por el centro del aula a modo de separación entre los dos grupos de carpetas se encontraba el pasillo a cuyo extremo se ubicaba la improvisada puerta de entrada y del otro el pizarrón verde de madera. En cada tablón se ubicaban cinco alumnos. Nadie quería estar sentado al extremo opuesto ya que era imposible salir sin que los demás del costado salgan primero.

Transcurrió una semana en la cual yo no tenía otra cosa en la cabeza que ver la forma más adecuada para generar un primer contacto con ella. Al menos ya había logrado llamar su atención. Procuraba cruzármela en los recesos, en la cafetería, en el patio, en el ingreso al salón y cosas como esas. Al tercer día ella llegó más temprano. De pie en la puerta, al verme subir las escaleras, me saludó adusta, sólo levantando las cejas. Hice lo mismo. Al cabo de una semana más y después de que los tutores nos entregaran los resultados de las primeras prácticas calificadas pude hablar con ella.

Aún se sentía los efectos del verano. Al salir de la academia acostumbraba fumarme un cigarro, más por la pose que por el gusto real casi enviciado que años después adquirí hacia el tabaco. Hábito que aún conservo, que muchas veces intente dejar infructuosamente. Si antes consumía dos cigarros al día, después de intentar la dieta contra el humo terminaba por fumarme dos más, así hasta que en los días que ingresé en la universidad y entre los pasillos de la facultad saqué la lamentable cuenta de fumarme un promedio de cuarenta cigarros diarios, beber dos botellas de ron barato con sabor a duraznos dos veces a la semana con los compañeros de clases, sazonándolas con dosis interdiarias de marihuana envueltas en cartuchitos de papel sacadas de las biblias de bolsillo que muy bien servían para este fin, no le encontrábamos otro.

-Un cigarro, señito- pedí.
-A mí también- dijo ella.

Se acercó y tomó el encendedor con el que yo acababa de prender el cigarro de tabaco rubio. Tocó mi mano con sus dedos, lo sentí como una caricia, delicada, me rosó con la suavidad de una pluma. Solo duró un segundo. Aspiró el filtro moteado, y ahí estaban nuevamente sus ojos grandes, su mano regordeta llevando el cigarrillo a sus labios para aspirar por segunda vez y haciendo un pequeño túnel, vertía el humo sensual hacia arriba.

Vamos– me dijo, haciendo un gesto indicándome el lugar por donde debíamos ir.
Conversamos unos veinte minutos en el paradero esperando el ómnibus.
Yo vivo por los Olivos– me dijo –¿Tú, por dónde vives?
San Juan– respondí.
Qué raro ¿Aún no pasa tu carro?– preguntó.
Ya se habían pasado cuatro líneas distintas que me llevaban a mi casa pero no quería irme aún.
No– respondí –esos se demoran mucho.

Hablamos poco, sólo cosas de los cursos, nos reímos de algunos profesores. Forzó el gesto al hacerle una broma tonta sobre el parecido que tenían la sal y la mujer. Luego de un minuto de silencio y de haberme regañado para mis adentros sobre mi estúpida broma comparativa vino su necesaria e inevitable pregunta:

¿Cuánto de puntaje sacaste en la práctica?
-…

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Nunca fui un alumno aplicado y menos aún brillante. Siempre me costó mucho entender las matemáticas. Tenía un problema serio con los números. El peor de todos era el álgebra, una serie de signos y símbolos que no sabía para que me servirían en mi vida cotidiana: Las matemáticas te sirven para la vida, están en todos lados, decía con frecuencia mi profesor de secundaria tratando de motivarme a ponerle más empeño al curso. Era lamentable para mí ver como mi mamá terminaba por desarrollar mis tareas en la primaria y parte de la secundaria. Era un golpe duro para mi ego. Con mucha paciencia trataba de inculcarme las matemáticas dándome ejemplos fáciles para así resolverlos por mi mismo. Al cabo de treinta minutos regresaba para ver mis avances, no se sorprendía al ver los garabatos borroneados y con signos no descritos en ningún libro. Un cocacho mal dado, como queriendo pasar su sabiduría a través de ese suave golpe. A veces no era tan cariñosa y estallando en cólera, refunfuñando me daba un reglazo o con su mano en puño restregaba sus nudillos en mi mollera. Pero la constante era la misma, ella terminando mis tareas y yo dormido con los brazos cruzados sobre la mesa, protegido por el calor de la lámpara.

Como muchos actos de mi vida el inconsciente jugaba en mi contra, creía yo, sólo me dejaba llevar por actos pensados y razonados. Debido a mi mudez, aprendí que sería mejor prever toda situación, planificarlo al mínimo detalle, hasta ese momento trataba de controlar cada acto, cada decir, cada postura así, pensé, evitaría sorpresas, sobresaltos y sobre todo errores e incomodidades. Barajaba muchas posibles formas de cómo se desenvolverían las cosas al hacer algo pero al presentárseme no sólo no ocurría lo pensado sino que eran situaciones totalmente opuestas. De este modo quedaba desbaratada toda posibilidad de salir airoso. Según lo planeado puse en marcha mi plan mil veces esgrimido. Al salir del aula la abordé en la puerta y le dije que quería hablar con ella de algo muy importante. Me miró a los ojos, ella ya sabía de lo que se trataba. El fin de semana había planeado como pedirle estar conmigo, que me gustaba, que la extrañaba cuando no estaba, y cuando estaba solo quería mirarla, sentirla cerca, que disfrutaba mucho estar a su lado. Primero tómale de las manos, me dije, luego dile lo que tengas que decir, que las palabras fluyan. Hice un pequeño guion de lo que debería decir y como en una telenovela cursi, al terminar mi pequeño libreto mental, ella saltaría a mis brazos y eufórica me comería los labios. Mal pensado. Cuando se lo dije, estábamos sentados en un pequeño café de mala muerte. Tras terminar la empanada rancia que compartimos, yo le cedí la totalidad del café. Comencé. El frío en mis manos era evidente, los dedos morados y con las palmas húmedas de tanto sudar por los nervios. Sin la capacidad de decir palabra alguna, opté por el silencio. Ella sorprendida por la reacción me ayudó con un beso en los labios pero dos días después, sin café y sin que yo mismo me lo esperará ya que había echado por tierra todas mis posibilidades.

Ahora ya no lo pienso tanto y me dejo llevar por el devenir de las cosas aunque después de una relación larga uno tiende a perder la soltura, es como comenzar de nuevo. Me vuelvo torpe, inestable, vulnerable, con mucha inseguridad y ansiedad. El maldito temor al rechazo que toda mi vida me persiguió. Siempre lo sentí como un monstruo pisándome los talones, que me perseguía, me acechaba, me acorralaba y algunas veces lograba devorarme para luego ser deglutido y quedar ensalivado por más miedos y complejos. En la época de la universidad se volvió más notorio y perjudicial para mi alicaído ego y mi irregular promedio académico de veinteañero que aun no sabía todos los secretos de la adolescencia, que aun no podía salir de ella, gracias, en gran parte a esa majadera etapa de mi vida en que me encerré en mi dormitorio y no salía sino para cumplir con las necesidades básicas del cuerpo y cumplir, también, con alguna reunión importante de familia, obligado, claro está.
En verano parecía muerto en vida, blanco por la falta de sol, como un pan crudo.

¿Por qué no sales hijito, qué haces acá metido? Anda juega con los chicos del barrio– Me decían mis padres preocupados por mi falta de amistades.

Una vez lo intenté. Pantalones cortos que cubrían mis puntiagudas rodillas, zapatillas de marca no conocida, polo blanco con un gran estampado de Bob Marley fumando marihuana con los ojos cerrados y deleitado en su embriaguez. Me veo, yo ahí solo, abriendo la reja del viejo edificio cuyos muros eran carcomidos por el moho y la humedad. Desprendían un olor penetrante, agudo como una aguja que sólo yo podía sentir y causaba mis alergias interminables de verano. Alguna vez estornudé veinte veces continuas y rendido caí en mi colchón de jirafas e hipopótamos descoloridos, dormí por horas. Al llegar al borde de la acera reconocí al grupo de chiquillos, me acerqué tímido pensando en las miles de posibles respuestas que debería dar para justificar mi auto encierro, mi auto exilio. El corazón me daba saltos, la respiración entrecortada, el ruido de la calle era insoportable, los pasos sobre el pavimento me destrozaban los tímpanos. Cada vez estaba más cerca, solo estaba a unos cuantos metros del grupo, uno de ellos volteó y trataba de esbozar un gesto amable. Por fin llegué.

Por favor– Pude decir aún agitado y con la voz partida- ¿Me da una gaseosa personal?
Sí claro– Respondió la tendera.

Faltando unos pocos metros, como un cobarde, desvié los pasos y me fui directo a la bodega de en frente de mi casa y aplastado por el calor volví a entrar y atravesar el largo pasillo del edificio.

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Un viernes, en el receso de las clases, ella se me acercó y me dijo que sus padres habían salido a una reunión familiar y que no volverían hasta muy entrada la noche:

¿Qué dices, vamos?– Dijo ella, con el rostro enrojecido y emocionada esperando mi respuesta a su invitación.
Claro que quiero ir– me le acerqué y nos besamos.

Entramos al aula, como siempre ella se sentó adelante y yo unas carpetas detrás. En lo que restaba de las horas de clases me concentré en el dictado y en las explicaciones gesticuladas del profesor. Al menos dos veces la pizarra había sido llenada con ejemplos y ejercicios, el profesor preguntó la respuesta esperando algún voluntario, claro, era una pregunta retórica, no esperaba que alguien dijera algo y se dispuso a escribir él mismo la solución. Cuando estuvo a punto de voltear y antes de hacer el rutinario suspenso para que todos respondieramos en coro “es igual a …” levanté la mano y sin esperar su permiso dije “cinco”. Todos rieron y el profesor me miró con un poco de desprecio y recién percatándose de mi existencia, terminó de girar y escribió seis. Era ilógico lo que estaba ocurriendo, no me importaba en lo absoluto lo que pensaran de mí, sólo me volqué en levantar la mano y dar respuestas. Respuestas equívocas pero eso no me interesaba, en algo había cambiado, algo desde muy dentro se me había reacomodado. Me sentí como un rompecabezas al que todas sus piezas se les habían cambiado las aristas, era yo pero reconfigurado. Al llegar la hora de salida me paré sin siquiera despedirme de los de mi lado. La esperé en la puerta y caminamos raudos al paradero, tomamos el bus. Ya arriba no podía dejar de pensar en lo que pasaría al llegar a su casa, me invitaría pasar a su dormitorio, jugaríamos a las cartas, tal vez veríamos una película y recostados en su cama nos besaríamos y tras algunas maniobras le quitaría de a pocos la blusa primero y al fin de unos instantes más la vería desnuda, tal y como me la había imaginado tantas veces en la privacidad de mi cuarto y a puertas cerradas. Ahí, tan juntos, pude sentir su aroma delicioso a mujer y colonia barata, aprecié la cercanía de su escote, de su aliento acelerado y tibio. No decíamos nada sólo nos mirábamos con complicidad. Ambos sabíamos lo que pasaría y eso, de pronto, me dio pavor. Comencé a temblar y otra vez el sudor me envolvió:

¿Sabes algo? – Le dije- Hoy es cumpleaños de mi hermana y olvidé que habíamos quedado con mi familia encontrarnos en mi casa para cenar todos juntos.

Sin decir más y sin darle tiempo a que me diga algo toqué el timbre y bajé en el siguiente paradero. Nunca olvidaré la expresión de su rostro a través de la ventanilla del bus que se alejaba y me quedé parado unas horas y ya más tarde sin saber que más hacer, tomé el último carro que me llevaría a casa.

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Una pequeña gripe mal curada se convirtió en una bronquitis asmatiforme y dejé de asistir a la academia en la semana siguiente. En las mañanas despertaba amoratado por la falta de aire. El pecho me silbaba y tenía una postura bastante extraña con los hombros levantados, como si el cuello se me hubiera reducido de tamaño. Sofocado en las tardes iba a las nebulizaciones a la posta médica. El doctor me dijo que esa postura era debido a que el cuerpo, de modo involuntario, lo exigía así para facilitar la respiración. Con la mascarilla puesta y con los vapores saliendo del delgado tubo que lo conectaba con el tanque verde de oxígeno, y tras unos minutos de estar sentado en la dura silla, me quedaba dormido. Una tarde al volver a casa después de dar unas vueltas al parque, me encontré con un mensaje de ella sobre el mueble del teléfono: “Espero que estés bien, no sé nada de ti”. Rápido sin que nadie se diera cuenta arranqué la hoja de la libreta de apuntes y guardé el papel en mis bolsillos. Mi mamá solo me miraba y me sonreía, luego de un momento me dijo que debía llamarle, que no debía dejar de contestarle y me daba la diminuta llave del seguro de la cajita del teléfono y yo avergonzado hacía el ademán de marcar el número:

Suena ocupado, luego llamo.

Un par de semanas después de su llamada, ya mejor de salud y tras un viaje familiar, volví a clases. Para ese entonces era como un extraño, sentía mucha presión por mi falta de compromiso con las clases y todos me miraban de una forma rara, al menos eso percibía yo. En ese mes nos cambiaron de local. En éste las aulas eran irregulares y no guardaban simetría, eran más angosto y mucho más largas que el primero. El olor a cosas guardadas se sentía por todos lados, era evidente, un viejo solar colonial que no estaba hecho para estos fines, rápidamente adaptado en un centro de estudios. Los baños eran mugrientos, bastaba llegar a ellos sólo guiándose del intenso olor acido de los orines y el desinfectante. En clases me sentaba donde sea, muchas veces ni alcanzaba a ver los escritos en la pizarra y muy poco lograba captar por mi desinterés o por mi falta de comprensión a los profesores. Sentía más calor, me aburría rápido y me fastidiaba con facilidad. El cambio de local había reestructurado todo otra vez, me bajaba del bus unas cuadras antes, caminaba más, la zona era más insegura y en las noches al salir se debía tener cuidado procurando no ser asaltado. Todo me sentía desestabilizó. Perdí las ganas de todo. Mis resultados en las prácticas, exceptuando las materias de humanidades, es decir la mitad de los cursos, estaban por los suelos. Dejé de asistir poco a poco. Primero dejaba pasar un día, luego dos y a veces no me veían por semanas. Me quedaba por ahí, dando vueltas hasta que caía la tarde y era la hora de llegar a casa. Algunas veces simplemente me quedaba en la puerta viendo como los demás ingresaban y esperaba encontrarme con ella y decirle algo. Disculparme de algún modo pero cuando la veía doblar la esquina, me alejaba procurando no ser visto y me mezclaba por entre los demás perdiéndome de su vista. Muchas veces a la salida, buscaba su rostro, buscaba sus ojos pero los suyos no buscaban los míos. Cada día la veía más altiva y también más arreglada. Ahora la acompañaba al paradero del bus un tipo tan diferente a mí, un poco más alto, un poco más delgado y menos agraciado que yo pero ella le sonreía demasiado, le daba suaves golpes en el brazo y no dejaba de mirarle de esa manera tonta que se suele hacer cuando estás interesado en alguien. Yo lo traducía como muestras de mucha confianza y con cada golpecito que le daba sentía un retumbar en mi pecho, estaba celoso.

Mantuvimos una relación larga de casi dos meses, larga para mí en ese tiempo. No le fui sincero en muchas cosas. Había creado una serie de actividades para evitar salir con ella, no por no quererlo sino más bien por la falta de razones histriónicas con las cuales debería llenar tantos momentos de mi vida que no viví plenamente. Sí, logré amarla y sólo como en esa edad se puede hacer. Lo suficiente como para no decirle la verdad, para no lastimarla pero tampoco era consciente de eso ya que más temía ser yo el que saliese herido. Además, me encontraba en ese punto donde no podía decirlo porque quedaría en ridículo y me reprocharía el haberle mentido. Ese punto donde sólo te queda seguir adelante para cubrir la mentira y así continuar creando una falsedad, una vida llena de anécdotas que yo deseaba haber vivido, llena de experiencias de otros. Le hablé de mis cinco enamoradas que nunca tuve, de mis relaciones inconclusas y que sólo en mi imaginación eran llevadas a la consumación.

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El invierno llegó. La llovizna y el gris de las tardes me fascinaban, miraba los escaparates de las tiendas y luego me iba por una callecita que desembocaba en una plaza inmensa de edificios de mediados del siglo XX de paredes blancas y una estatua monumental en el centro, donde se mezclaban turistas y grupos de gentes discutiendo de política, de la próxima llegada de un gran cataclismo cósmico que cambiaría todo lo conocido y reivindicaría al indio y sacudiría todo el país. De fanáticos religiosos que biblia en mano sindicaban con el dedo y te culpaban de las grandes desgracias de la humanidad. Ésta callecita era exquisita en su simpleza y también más honesto, me gustaba mucho, era de apenas 3 cuadras y estaba llena de librerías informales que vendían y compraban ejemplares de ediciones pasadas o copias de libros pirateados. Uno podía encontrar desde novelas de autores poco conocidos, ediciones perdidas, hasta libros enciclopédicos de referencia de casi todas las profesiones y especialidades. Pasando por los inevitables bestseller`s, libros de brujería y revistas de pornografía de los setentas de mujeres tetudas con sus vellosidades intactas y sin arreglar, vaya fetichismo. Lo mismo ocurría con la música. Ahí se tenía la posibilidad de hojear durante horas todos los libros que quisieras al aire libre con el fondo musical de canciones extrañísimas de letras deprimentes que hablaban de amores perdidos, de paisajes lejanos y putas con personalidades de doñas que se quedaban con tu alma tras un polvo. En sus bares se podía encontrar gentes de todo tipo, oficinistas desgastados, maleantes de poca monta, universitarios derrochando los pagos de las matrículas en ron barato discutiendo de literatura o renegando de todo y nada. Era, en definitiva, un lugar extraño, como si un paréntesis o una burbuja imaginaria le separase de esa otra ciudad irreal de ejecutivos, autos modernos y cafeterías al estilo norteamericano con sus vasos de cartón y biscochos acaramelados. Distinta en difenitiva a las librerías que ahora suelo frecuentar con multitudes de lectores fáciles que les basta leer las referencias en las tapas de los libros para comprarlos, con vitrinas limpísimas, con el aire acondicionado que reseca mi nariz y enfría mi espalda. Cuantas veces salgo aterrorizado por la impertinencia de algún vendedor que como si se tratase de una prenda de vestir me decía: Éste libro es muy bueno y además tiene la pasta dura y las hojas blancas”. Lo que si detestaba era el olor artificial de lavanda de los aerosoles que anula, a la par del plástico protector, la posibilidad de sentir el aroma y la textura de las hojas impregnadas en tinta. Se olvidaron que el placer de lectura radica en el placer sensorial, la enervación de todos los sentidos, visión, olfato, una gran imaginación y el tacto de los dedos para pasar a la siguiente hoja y continuar con el placer. Al caer la tarde caminaba bajo esa llovizna que acaricia las mejillas, que humedece el cabello. Esa llovizna que juega burlona a ser lluvia de gotas desnutridas que apenas refrescan la tez. Caminaba por el vetusto centro rehuido de la ciudad. Pequeños charcos de agua acumulada en las veredas mezcladas con otros líquidos tornasolados y pestilentes, las adornaban. Todo parecía estar hecho de la misma materia y de la misma miseria, como si todas las cosas estuvieran mimetizadas, las calles, las paredes, los cerros, las gentes, todo se iba convirtiendo gris y triste.

Después de un mes hablé con mis padres y les dije que aún no estaba preparado para postular a la universidad y que me sentía perdido en los estudios. Estuvieron molestos conmigo por algún tiempo pero al fin comprendieron que no serviría de nada obligarme a continuar algo que no quería y me dejaron tranquilo. El domingo siguiente compré el diario y busqué un trabajo eventual en el que estuve dos meses porque no soportaba el ritmo de trabajo ni los horarios. Me levantaba a las cuatro de la mañana para estar a las seis en el taller como ayudante de un viejo cascarrabias al que no le soportaba su lenguaje procaz ni el agresivo olor de sus axilas. Él tampoco soportaba mi presencia ni mis quejas y llegamos al acuerdo de entendimiento. Él procuraría no mandar a la mierda todo sólo al menos sino lo hacía renegar y yo prometía no pasarme todo el día bostezando pero no pude hacer nada sobre sus hedores, me avergonzaba reclamarle por el fétido olor a cebollas de sus sobacos. Sin embargo, en el fondo, el viejo me caía bien, hizo más llevadero el trabajo sobre todo después de las comidas y en la modorra de las tardes, con sus historias de cuando trabajaba en el puerto como estibador. Disfrutaba mucho sus relatos de las borracheras de dos días con sus compañeros en los prostíbulos, de cómo se reñía puñal en mano o a pico de botella con alguno que osaba mantenerle la mirada por más de cinco segundos y orgulloso levantaba sus mangas de la camisa para mostrarme las cicatrices que había recibido. De cómo se gastaba la semana de pago entre las piernas de las putas más cotizadas del Trocadero. Cuando me echaron de la empresa organizó una pequeña despedida en una cantina de mala muerte donde los fines de semana todos los obreros de las fábricas de la zona terminaban. Era una casa de un solo piso y a medio construir, de techo a media agua cubierto de una maraña de enrredadedas que por las noches inundaba todo con un olor dulzón y bastante molesto. Saludó y lo saludaron como a un viejo amigo, no me sorprendió. Fuimos con dos compañeros y nos sentamos en una mesa próxima a la puerta del patio interior de tierra desde donde se veían los cuartuchos con techo de esteras cubiertos con plásticos azules para evitar las garúas en invierno y las cortinas a modo de puertas hechas de manteles y sábanas viejas, eran la única zona privada del lugar. Se levantó de la silla y señalándonos se disculpó por un momento ya que tenía algo importante que hacer, claro, lo dijo del único modo que el podía hacerlo:

Ni se les ocurra irse conchadesumares que ahorita vengo, voy por un polvo.

Se acercó a una señora diminuta de caderas bastante amplias y desproporcionadas, cuyo cuerpo era equilibrado por un par de tetas descomunales, rebalsadas por el escote y estriadas en surcos blanquecinos. Le recibió con los brazos abiertos y con un beso tan soez como la peor de las pesadillas pero tan profundo y con la tenacidad de un amor tan viejo como ellos mismos. Con una de sus manos sopesó los mofletes caídos de la mujer y así, entre risas y nalgadas, se fueron a una habitación contigua. Volvió al cabo de una hora con la camisa desabotonada, con la velluda panza abovedada al aire y sonriendo satisfecho se sentó en una de las sillas farfullando:

Esta chola cuesta 20 lucas pero culea como si le pagaras 50 pero igual no se las pagué. Soltó una carcajda estrepitosa. Cogió un vaso y mientras le vertía el aguardiente no pudo evitar una mirada fugaz al cuarto donde había estado minutos antes y que ahora estaba siendo ocupado por otro señor descamisado.

Todas son unas putas– Sentenció.

Bebimos toda la noche y tuve que tolerar sus eructos avinagrados tras cada copa hasta el amanecer. Esa fue la última vez que lo vi, entre los vomitos de las 6 de la mañana y luego de que en grupo me pagaran el servicio de la putita más joven del local.
Después de ese primer empleo seguí dedicándome a trabajos eventuales, poco remunerados y bastante mecanizados. Me bastaba con ganar unos centavos para poder mantener una vida divertida pero austera, con casi ni un lujo. Lo suficiente, sobre todo, para evitarme las molestias en casa. La mitad de la ropa que poseía la llevaba puesta encima y mis gastos estaban regidos por lo poco que tenía en la billetera. Un año más tarde, ya aburrido de mis rutinas de fines de semanas volvió la idea de estudiar algo formal. Entré en la universidad y me pasé 6 años descubriendo muchas verdades y muchas más mentiras sobre mí. Con realciones esporádicas y tan eventuales y rutinarias como mis propios empleos. Volví a trabajar, ya con mi título bajo el brazo y sacando cuentas me vi que estaba ganando tan mal como cuando era adolescente, claro, monetariamente el pago era superior pero el cheque no me alcanzaba para cubrir mis gastos básicos y sólo llegaba a fin de mes gracias a los prestamos que me hacían mis padres. Un día en la oficina, mientras escribía un informe en la computadora, descubrí con horror y mucho pesar, que a mi jefe, de camisa y corbata elegantes, también le apestaban las axilas.

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Tras una mudanza, me topé con una caja de cartón prensado. En la tapa estaba escrito mi nombre con plumón. Al instante lo reconocí. Lo abrí y el olor penetrante de la naftalina inundó mi habitación. Me encontré con viejas pertenencias, fotos, llaveros, cadenitas, tarjetas, cartas y un cuaderno aspiralado enflaquecido por el tiempo. Era mi cuaderno de apuntes de la academia. Tuve la extraña sensación que los años habían sido sólo meses y como si el tiempo no tuviera ningún significado me vi en el cálculo que ya habían pasado casi 12 años desde que guardé mis pertenencias en esta caja vieja. Seguí sacando cosas, ahí estaba mi vieja billetera y dentro el pequeño papelito mal envuelto, amarillento y con los bordes desgastados. Como un autómata y como si se hubiera ejecutado algún comando y ese fuera el único objetivo de mi programación al encontrar la caja, levanté el teléfono inalámbrico de mí velador. Aislé todo pensamiento, toda posibilidad, toda razón, todo sentimiento y marqué el número:

Aló– La voz me era familiar, más desgastada, más madura, era ella.

En ese instante se me vinieron muchas ideas a la mente. Recordé esos tiempos y me recriminé lo tonto que había sido. Desperdiciando buenos momentos por solo parecer algo que yo no era. Dicen que uno termina, sin darse cuenta, por parecerse o ser como los demás quieren verte. Pierdes tu esencia y, como con esos muñecos de niños, eres un ser inanimado y solo disfrutas del halo de vida que te da tu poseedor. Eres el superhéroe de sus juegos de día y en las noches al dormir, te conviertes y crees en tu coraza invencible y con tu espada mágica matas a los villanos que acechan sus pesadillas. Eres el salvador, el mítico ser de su pequeño universo imaginario. Luego despiertas de ese mundo fabuloso que creaste y que ya ni tú mismo eres capaz ya de aceptar. Ya no hay corazas, ni espadas ni nada, desnudo, te percatas de la terrible realidad, de la poca cosa que eres y de lo que pudiste llegar a ser y tener. Ella me dio ese halo, me creí libre, sensato, honesto pero todo era falso. La razón, pensé, era una justificación vulgar y atropellada de la mente para sabernos felices.

Aló– Volvió a interrogar su voz al otro extremo de la línea.
Aló– respondí- Soy Miguel… Miguel, el de la academia.
-…
¿Eres …?

No terminé de preguntar su nombre y ya me había colgado. Tras un instantáneo parpadeo me vi en el paradero del bus, con mi mochila, con mi jean desteñido, con mi cabello crecido y enmarañado, con muchos años de menos y como si otro “yo” estuviera viéndome a través de la ventana, me observé ahí de pie con el rostro palidecido y con la mirada perdida en mis zapatillas viejas, mientras el carro se alejaba y se iba perdiendo en la curvatura del puente que cruzaba el río.

Néstor Valdivia: Al despertar. Cuento

Mario tomó la botella y bebió directo del pico el alcohol que le quemaba la lengua y la garganta. Tras fruncir el rostro sudoroso en una mueca de dolor y eructar en un ardiente aliento los vapores del trago, dió un paso más hacia adelante. Sólo tenía dos opciones o daba el pasó determinante y acabar con todo de una vez o retrocedía y seguía con ese ardor que le carcomía desde dentro y le mantenía en vigilia el cerebro. Ya no lo soportaba. Desde hace unas semanas salía desde temprano de su casa. Estar fuera y ocupar la mente en distracciones tontas que no le llevaban a nada, era una solución momentánea pero efectiva. Ir al parque, ver a las chicas pasar en diminutos vestidos y pantalones cortos, tomando un helado y sentado en un banca. Luego prender un cigarro y así entre el crepitar del tabaco y las bocanadas de humo, dejar que el tiempo haga lo suyo. Todo sea para alejarse de las ideas que le atormentaban las noches y los días, para que así, dejen de darle vueltas como en un carrusel macabro, cuyo maquinista, cliente y observador, era él mismo.

Siempre se consideró un hombre solo. Desde su prematura adolescencia se percató de ello y lo ratificó más tarde, a los 18 años, cuando se mudó de la casa de sus padres. Esto no sería mayor problema ya que disfrutó desde muy joven su propia compañía y aborrecía el contacto con las multitudes. Por lo general era él y alguien más. Alguien con el suficiente valor de aguantar su estolidez y fétidos comentarios derrotistas. Recordó a Ofelia, en las cosas que compartieron juntos, en los viajes, en las noches de tours por los bares del centro, en los hoteles que siempre exedían su presupuesto, en los desayunos sobre la cama para acabar con la resaca y prolongar las caricias hasta el medio día. Mario se entretuvo con el hilo de la añoranza, como un niño lo haría con un juguete recién descubierto o mejor aún, como los gallinazos revoloteando sobre un animal putrefacto y mientras más pensaba fue inevitable recordar las últimas palabras que ella le dedicó con una expresión hosca e irrefutable: Mario, Ya no te quiero. Y se proyectó solo, sin ella, y sin más, llegó a la desoladora conclusión: El que no aprendió a amar tampoco sabrá cómo dejar de hacerlo.

Terminó el último cigarro de la cajetilla. Levantose del asiento de cemento pulido con la pesadez de tener un muro de universo sobre sus espaldas y retomó el camino a casa. Ya dentro del departamento, encendió el equipo de sonido, recostose sobre el sillón, cogió el control remoto y subió el volumen. Cerró los ojos esperando que la música rompiese el silencio de la atmósfera de la pequeña sala y siendo devorado por la modorra, mientras escuchaba como los sonidos del piano se entrelazaban con el del violoncelo y poco después con el del violín, fue disgregando las notas, los acordes al tiempo de andante con moto del concierto del segundo movimiento para trío de piano en mi bemol de Franz Schubert y la melodía le transportó a un sueño profundo y alucinado donde, otra vez Ofelia, se le acercaba con los senos descubiertos, el cabello teñido ocultando su color natural, sus ojos de parpados caídos que nunca le decían nada y echose a su lado. Ella le acariciaba, mientras, de cuando en cuando, se detenía para arrancarle los vellos indecentes que le salían en la espalda y las orejas para luego frotarse con él, suave, cadenciosa, lenta, la bragadura húmeda y febril.

Despertó, no supo cuántas horas durmió, tampoco quería saberlo. Hace muchos años optó por eliminar los relojes de su casa, sólo mantenía uno muy viejo de plástico y a pilas que colgaba en una de las paredes de la cocina. Cuando se lo regalaron en algún cumpleaños, lo tomó como una afrenta a su libertad, a su biósfera marcada por los ocasos y amaneceres, solamente. Un día cansado de los estridentes sonidos que marcaban la hora en el reloj, decidió mutilarle y le extirpó el artificio que emulaba el doblar de campanas. Ya era de noche, el equipo de sonido seguía prendido pero ya no sonaba. La oscuridad, antes como ahora, también, fue su acompañante fiel. Apagaba las luces de su pequeño departamento de clase media y ahí, en absoluto silencio, se desbocaba en sus delirios de dragones de fauces humeantes y princesas adormitadas. Era lo más cercano a la muerte, piensa: La blancura de la luz es la exaltación de los colores, la oscuridad lo es de la nada y eso le fascinaba. Volvió a domir.

Al día siguiente, de amanecer caliente, despertó con mucho frío, a pesar de los 20 grados de calor. Pies entumecidos, garganta reseca, los ojos enrojecidos y con la sensación irremediable de la soledad absoluta. No tenía muchos amigos, tampoco se esforzaba en tenerlos por montones y menos en mantenerlos en esa burbuja de complacencia perpetua de abrazos, estoy contigo y te quiero, innecesarios. La amistad no es sino, razona, la supremacía del ego calcado, en lo que consideramos, en un alma necesitada del YO, de nosotros para el otro, pero no es menos ni más que la decadencia de la imposibilidad de la felicidad interna. Te limita el disfrute de la observación del todo desde un punto de vista particular, en algunos casos, incluso, se vuelve aprensiva en su forma y fondo. Una falacia de enunciados susceptibles y de lógica deliberada. La osmosis de sentimientos es algo irreal, para él, y ahora más que nunca, cree, que no hay nada más oportuno y apropiado para el interés que la amistad y también el amor. Lo desinteresado es una virtud que se limita a pocos privilegiados. Amamos, queremos porque lo necesitamos. Escuchamos porque en algún momento determinado, necesitaremos ser oídos. Extraña, busca a Ofelia pero sólo porque la necesita irremediablemente.

Antes, cada una de sus relaciones las iniciaba con la firme intención de disfrutar el momento pero también tenía claro que algún día terminarían. Tal vez por inmadurez o en el fondo sabía que ni una tenía la capacidad de entenderle o él a ellas. Con el tiempo se volvía aburrido, cansado y sumamente desconfiado. Pero con ella todo fue distinto. Creyó en sus palabras y jamás se dio cuenta de lo que se venía. Las verdades son avasalladoras pero lo son más las mentiras, suele pensar. Que la verdad fuera de tiempo es, en retrospectiva, un goteo incesante de mentiras que rebasan la paciencia y la cordura, después. Que el tiempo lo cura todo, era una máxima que siempre aborreció. El tiempo, como tal, determina las verdades y la distancia, como simple alegoría del espacio, determina el porqué, y Ofelia ya no estaba con él. Le daba vueltas a la misma batería de preguntas: ¿Qué hice mal? ¿Cuál es ese error recurrente que le lleva una y otra vez a esta situación en la que se encontraba? Repasaba los acontecimientos pero no encontraba respuestas. Al menos no quería darse por enterado y siguió sin entenderlo.

No lograba comprender, tampoco: ¿Cómo la justificación del arquetipo biológico y mental de la fidelidad había sido roto en una noche de tragos? ¿Quién eres? Se preguntaba constantemente, Siento que ya no te conozco, Dónde quedó la amistad que alguna vez me prometiste, Dónde estás, se cuestiona al ver el otro lado de la cama desocupado. Mantiene el teléfono encendido pero sin sus llamadas éste celular se ha convertido en un simple adorno innecesario al cual tiene que alimentar de sueños y esperanzas para no sentir la derrota revoloteando dentro del estómago vacío, ahuecado. Es una lástima, piensa, pero los recuerdos también tienden a marchitarse, se modifican con el paso del tiempo, incluso, a veces, suelen ser remplazados por escenas inexistentes. La memoria es frágil pero lo son más sus recuerdos, y tampoco así quería perderla. Y se fundió en el mismo sueño que la noche atrás lo había embelesado. Ahora chapoteó con fuerzas descomunales pero sigue ahí, tendido en la cama sin poder dejar de caer en el abismo de las pesadillas y de los recuerdos que ella le dejó una tarde de hace pocas semanas. Soñó que caía y su cuerpo apelmazado fue sopesado, contenido por millones de partículas de arenisca. Y en el sueño, Ofelia se alejaba de él, con su caminar torpe y caprichoso sólo dejando sus huellas sobre la arena ardiente y trascurridos unos pocos segundo, se le iba perdiendo de vista detrás de una duna y éstas siendo borradas por la suave pero constante brisa salada del mar.

Despertose agitado. El sabor dulzón y óxido de la sangre le resultó vívida. Se relamió, era fresca a pesar de su textura y tibiez. Disfrutaba el sabor de su propia sangre. Antes ya había pensado en la muerte, no se acobardaba a su susurro que lo encandila todas las noches al acostarse, no así, a fallar en el intento, a seguir acá, ya sin esperanzas, sin una razón de existir. Quería ser envuelto por sus alas de mariposa fatal y así, morir con su aliento excitando sus oídos. Entró al baño, bebió directo del caño, paladeó la frescura del agua clorada. Lavose la cara, humedeció sus cabellos. Retornó por el pasillo, cruzó la sala, llegó al balcón. La vista era inmejorable. Un pequeño parque verde de palmeras canarias, cincuenta metros más allá, el alcantilado mostraba el mar susurrante, espumoso, azulverdoso, tintineante a los rayos del sol. Tomó la botella y bebió directo del pico. Sofocado por la bocanada de alcohol, titubeó un poco en su decisión. Esbozó el final de sus sonrisas y luego saboreó en un eterno espasmo, la tibiez de su propia sangre.

Néstor Valdivia: Literatura comprometida, lector comprometido

Ahí, por los 14 años, leía a Neruda. Aclaro, innecesariamente, que fue la etapa, creo que compartida por todos, donde el amor de pareja se muestra en su estado más puro, natural, embronario, así, éste sea no correpondido. Una y otra vez repasaba sus versos procurando memorizarlos y se los pasaba, en manuscrito o susurrados al oído, a mis enamoraditas de aquellas épocas, buscando una retribución amatoria, confiando que nunca sería descubierto en mi grosero plagio. Curioso, nunca me lo reclamaron.

Luego de algunos años en la biblioteca de alguna tía descubrí con sorpresa la poesía de Vallejo. Ahí, todo se jodió. Que las palabras bonitas no se ciñen ni a las reglas de la razón ni menos a las de la estética de la sintaxis. Es eyaculada en borobotones de la arteria herida de la desolación, del desamor, del desamparo y por qué no, incluso, de lo impuro y fatídico.

Con menos experiencias que ahora, me parecía inverosímil que alguien pudiera escribir de ese modo. Era insultante y contrastaba con mi ideal de lo que debería ser nuestro pensar. Así, me pasé muchas tardes, escudriñando, destripando sus palabras. Y lo confieso con más alegría que pesar, que recién a mis veintitantos años logré entenderlo. Es inevitable haber sufrido derrotas, perdidas, desamores para tener la capacidad sensitiva y sensorial para jactarse de ello. Sí, jactarse, porque de lo único que debería sentirse orgulloso uno mismo, no es de su trabajo o cuanto dinero ganaste o que conseguiste con ello, sino es de los libros que leíste. Porque en este mundo, mucho ya se dijo y apesar de renegar de ello, preferimos lo fácil, lo anecdótico, lo etéreo, lo corpóreo.

Saramago, otro grande de la literatura, el cual, sus libros, fueron uno de mis mejores acompañantes en mi adolescencia ermitaña, dijo alguna vez que no había ni buena ni mala literatura. Que todo logro de plasmar en una hoja de papel, un pensamiento, una idea, era loable. En este caso me doy la desfachatés de refutarlo con el ánimo abierto de ser destruido.

La buena poesia, la buena literatura, esta vedado para los menos, cierto. La buena literatura no es la que te dice qué hacer para mejorar tu vida, no es la que te enseña el camino correcto a seguir, ni la que te da los tips para conquistar tal o cual objetivo y mucho menos la que dictamina qué pensar. La buena literatura es la que te confronta con tus propios principios, con tus idelas, tu estilo de vida. No la que te manosea el espiritu es la que te exacerba el alma. La buena literatura, te cuestiona constantemente, la que te restriega en el rostro tu propia exitencia, tu pobre existencia. Te derrumba o te levanta pero jamás, jamás te complace.

No creo que debamos catalogar a la literatura como comprometida o no, sino, hacer una división entre lectores compromtidos y los que no lo son, ya que la literatura, la buena, a mi creer, más allá de ser un simple cúmulo de hojas para el entretenimiento, que tampoco es mala ni excluyente, ni tampoco obligatorio pero si necesaria. Más aún en estas épocas donde lo virtual, no confudir con imaginativo, está pecaminosamente valorado.

Para terminar, no sé si somos los que escogemos qué libros leer o son los libros los que nos eligen a nosotros. Lo cierto es que ellos nos acogotan desde dentro para parasitarnos de por vida de esa enfermedad que nunca podremos ser curados. La capacidad de ser complices de miles de historias, en miles de hojas, en miles de vidas.

Néstor Valdivia: Amanecer. Cuento

Melquiades, estando en su dormitorio, se ha tirado un pedo. El olor le ha recordado que no debe comer frejoles en el mercado modelo; así mismo le recuerda aquellas épocas cuando dormía con su hermano mayor. Se acuerda de él y se pone nostálgico. Los efluvios le han hecho perder la concentración en la imagen de su compañera de clase. La imagen pretendió fijarla con aquel cigarro mágico que le sobró de su última juerga, pero él no le dio tiempo de prenderlo. Sube a la azotea de su casa para respirar aire puro y ya no seguir recordando.

Tiene un dolor estomacal. Su abuela alguna vez le dijo que la mejor manera de eliminar los gases era acostándose de barriga a la cama o, en todo caso, caminar por unos diez minutos; la primera opción ya la descartó por cuestiones obvias. Sus manos frías las introduce en los bolsillos del jean, se encoge de hombros, y comienza a recorrer el perímetro de la azotea; ocho metros de frente y quince de fondo. Vuelve a su mente la imagen de ella; de ella, ingresando al aula; de ella, sonriéndole de manera hipócrita; de ella, saludándolo fríamente; de ella, sentándose delante de él; de ella, recojiéndose el cabello con sus manos blancas; de ella, sujetando su cabello hondeado, castaño oscuro, con un gancho; de ella, hablándole a todo el mundo menos a él; de ella, alejándose cuando él se acerca; de ella, acercándose cuando él se va.

Sigue caminando. Observa una de las ventanas de la casa vecina. Procurando que no lo vean, se agacha; la respiración se le acelera, la cortina está abierta; fuerza la visión, lamenta no haberse puesto los lentes; por fin logra ver algo encima de la cama sin tender, un sostén, un calzón, y otras prendas de vestir de menor importancia para él. Luego de cinco minutos, las piernas se le han entumecido producto de la posición y el frío; sin separar la vista de la ventana, se frota las piernas para calentarlas. Transcurren cinco minutos más, ahora tiene entumecidos los brazos. La esperanza de que la dueña del cuarto ingrese con una diminuta toalla y aún húmeda por el baño, le hacían soportar estas penurias. Diez minutos más, se convence de que nadie entrará y se pone de pie. Sigue caminando.

El frío arrecia y hace que desaparezca la leve rigidez que causó la escena de la ventana. Esta vez pone las manos en los bolsillos de la casaca. En uno de ellos encuentra el porrito; lo saca y comienza a retorcer uno de los extremos. Del otro bolsillo saca el zipo y lo enciende; frunce los labios, aspira fuerte, se concentra; vuelve aspirar, con timidez el humo ingresa a su boca; aspira profundo, el humo en la garganta, en los pulmones, tose; aspira una, dos, tres veces más; con paciencia espera los resultados; una nueva bocanada y el dolor del estomago va desapareciendo al igual que el cigarro entre sus dedos en pinza. Con gran esmero absorbe lo último, se quema la yema de los dedos y deja caer un diminuto pucho amarillento.

Cabeza adormecida, brazos hormigueantes, lengua reseca, sensaciones que nunca quisiera dejar de experimentar. Sube la mirada, el cielo gris y la neblina devorando las covachas del cerro San Cristóbal. Respira profunda y lentamente para hallar aquel delicioso olor que, en otros tiempos, la chimenea de la fábrica de cerveza, vertía en vómitos de vapor hacia el cielo. No lo halla. Vuelve a caminar, esta vez con pasos timidos. Ella se le acerca y le dice que quiere hablar. Treinta metros. Él la mira directo a los ojos y le dice que le gustaría ir a pasear. Salen de la universidad. Veintiocho metros. Doblan la esquina; mejor vamos a tomar algo. Cruzan a la derecha. Veinticinco metros.

Ingresan al lugar previsto. Veintidos metros. Sienten el tufo de cigarro, alcohol barato y humedad que se pega melosamente en el interior de sus fosas nasales. Veinte metros. Suben al tabladillo, escogen una mesa, no cualquiera, la de siempre. Diecisiete metros. El cantinero ya los conoce, automáticamente coloca en el centro de la mesa una jarra, vaso, cenicero, y lo obvio, una oferta. Dieciséis metros. Ella abre la gaseosa, él el ron, lo mezclan en la jarra, se miran, sonríen; salud por ti, por nosotros. Catorce metros. Se sienten cómodos, casi felices. Doce metros. El alcohol ingresa raspando la garganta, irritándola.

Siete metros. Preparan la segunda jarra, siguen bebiendo. Sobre sus cabezas una ridícula neblina de humo se ha formado. A cada minuto que pasa la música se hace más incomprensible y estridente. Se toman de las manos y se piden disculpa. Se acercan lo suficiente, para rozar los labios, él siente el aliento de ella, ella el de él. Se acercan más, juegan con sus lenguas, en ese instante sienten que el alcohol se a hecho dulce en los labios del compañero. Se acarician y olvidan que están ahí; se aislan. Ya no suena la música, ha desaparecido el olor que sintieron al entrar. Se sueltan las manos y se vuelven independientes; las de él recorren las piernas de ella, las de ella, que en un inicio acariciaban, ahora guían, él no lo necesita, ya conoce el camino exacto. Sin pudor alguno se tocan en las partes necesarias para causar en el otro, lo que ya sabían que causaba.

Se van tranquilizando. Seis metros. A Melquiades le ha vuelto el frío a las manos. Cinco metros. Ya no hablan. La música, poco a poco, suena más fuerte; regresa el olor propio del lugar. Cuatro metros. Se miran, sonríen. Tres metros. Ella llora, el la mira con extrañesa. Vuelve el dolor de estomago. Dos metros. El efecto de la marihuana va desapareciendo, su abuela alguna vez le dijo que era bueno caminar. Un metro. Ella va desapareciendo en su memoria; la cortina está cerrada, sigue lloviznando. Las hormigas van abandonado su cabeza. Melquiades se encuentra solo en la azotea. Desesperado cierra los ojos, allí está ella con su gancho en el cabello castaño oscuro. Los efectos han desaparecido totalmente; ella ya no está, desaparece. Melquiades, con miedo y temblando, baja presuroso a su cuarto, abre el cajon de su velador, busca, encuentra, y arma rapidamente un nuevo porro, lo prende, aspira lo más que puede. Las hormigas vuelven, la mesa, el ron, la música, la pestilencia. Allí está ella otra vez, y casi llorando le dice, creí que ya no te encontraría, ella le responde, yo nunca estuve aquí, recuredas, todo ha sido una broma.

Néstor Valdivia: Maquillaje. Cuento

Darío al recogerse en el borde de la cama siente una gran preocupación que le aprieta el pecho. Coge un cigarrillo y encendedor de su velador, lo prende, y rascándose la cabeza de modo automático, se levanta. Dirigiéndose a su computadora ve sobre el mueble una ruma de papeles en desorden, fotografías y cintas de video. Inevitablemente y sobándose el rostro revisa con desdén las páginas de un periódico remoto. Salta a las últimas páginas. Lee y repite un número marcado en su memoria. Marca el número en su teléfono celular.

Darío y Yolanda caminan juntos sin hablar. Darío se adelanta un poco y cediéndole el paso le indica por donde ir. Yolanda, con extrañeza cruza el pórtico de madera. Sube por las escaleras en penumbras. Escalón a escalón siente crujir la madera bajo sus pies. Darío la sigue unos pasos atrás, observa detenidamente los zapatos de tacón alto. Va subiendo la mirada por las pantorrillas carnosas que se dejan ver por las medias de nylon imprudente. Sigue por los muslos y caderas enfundadas en un desgastado vestido rojo escarlata, ceñido, más aún por la cintura. Le parece pecaminosamente gracioso, la silueta de Yolanda le recuerda a una palta, a una pera, más bien. Nuevamente Darío se adelanta. Saca las llaves de su bolsillo y abre la puerta. Yolanda ingresa y no se sorprende al ver el desorden del cuarto y menos aún el olor que le ofendió al entrar. El cuarto se encuentra en desorden y todo esta fuera de lugar. El foco, que pende del techo descascarado, oscilante da una luz amarillenta y débil a la habitación, poniéndola en penumbras. La ventana un poco abierta deja que el ruido de motores, rechinar de llantas, y las bocinas de los autos de fuera; se escurran por las cortinas sucias y también amarillentas.

Después, Darío enciende un cigarrillo, lo fuma con fruición. Yolanda de a pocos va incorporándose y con lentitud se pone de pie. Coge una toalla que encuentra por allí. Entra en la ducha y se da un baño. Darío mientras tanto sigue devorando el cigarrillo. También se pone de pie y se dirige hacia una gaveta. Saca una cámara filmadora. La revisa, aprieta unos botones, mueve pequeñas manijas, coloca lentes y filtros. Yolanda sale de la ducha secándose el cabello, y aun desnuda se sienta frente a un espejo mugriento en los que a penas puede ver sus ojos maltrechos y trasnochados, sus labios con una sonrisa que no ya no es más que una mueca, pómulos salientes, nariz aguileña, trigueña de nacimiento, blanca por el maquillaje. Saca de su bolso de cuero negro todo un arsenal de lápices y tintes que los vierte sobre el improvisado tocador. Darío, sentado al costado de ella, sin mediar palabra alguna la observa con mucha paciencia. Se quedan en silencio. Yolanda coge el lápiz labial y se lo frota en la boca. Darío acerca su mano derecha sobre la pierna de ella. Comienza a acariciar lentamente. Yolanda se detiene un momento, le mira a los ojos, se pone nerviosa. Darío sigue acariciando, y va subiendo la mano hasta llegar al pubis. Juega con sus dedos y besándola en la nuca le repite una palabra fugaz.

Yolanda continúa su labor y se lleva lentamente el colorete a los labios, acariciándolos. La sonrisa ya ha dejado de ser una simple mueca y se ha convertido en un jardín de anhelos. Le da un ligero beso en la mejilla y la barba que minutos antes le raspaba el rostro, es una caricia esperada. Coje un nuevo instrumento de embellecimiento y va cubriendo sus parpados desgastados, sus pómulos de chola indómita. El ruido de fuera parece haber desaparecido. Darío retira su mano. Yolanda termina de maquillarse. Se dirige a la cama. Recoge su ropa del suelo y se la pone. Mira a Darío a través del reflejo del espejo. Ve sacar un paquetito del cajón de al lado. Darío hace un cartucho con un billete. Vierte la sustancia blanquecina sobre el mismo mueble donde Yolanda puso sus cosméticos, donde por un instante se sintió mujer. Levanta la mirada, y observa como Yolanda, su desnudes, va desapareciendo debajo del vestido escarlata. Vuelve la mirada abajo, y aspira firmemente el alcaloide. Sobándose la nariz, restregando los residuos en las ensillas y observando como ella va abriendo la puerta y desapareciendo tras ella, se pone de pie abre completamente la ventana. Las bisagras rechinan. El viento matinal ingresa con fuerza. Se apoya en el marco. Mira el suelo y siente incontrolables ganas de caer. Mira arriba, el cielo rojo. Esta amaneciendo, se dijo así mismo. Vuelva la mirada abajo. Se arrepiente. El ruido aumenta.

Néstor Valdivia: Navidad. Cuento

Lo primero era buscar y preparar los pabilos más gruesos q encontraba en el almacén de herramientas de mi abuelo. Era un cuarto oscuro y sumamente frío, con olores mezclados de insecticidas para la siembra de la papa y humedad, q a pesar del ambiente seco, parecía invadirlo todo. En alguna tarde de inicios de diciembre había sacado a hurtadillas las llaves del almacén q mi abuelo las guardaba en un pequeño cofre metálico en un rincón dentro de un baúl, de esos q parecen esconder una fortuna olvidada.

El manojo era pesado, al menos en mis manos de niño de ocho años lo era. Una gran argolla atravesaba el ojo de las casi medio centenar de llaves de puertas y cerraduras q sólo mi abuelo conocía. Años después tras perder el bus q lo traería devuelta a Lima por haber confundido cuál llave correspondía a q puerta y a q candado, se vio en la necesidad de marcarlas todas con el esmalte de uñas de mi abuela, q no de muy buena gana, terminó por cedérselo.

Esperé el momento oportuno para hacerlo. Después de almorzar solía contarnos sus historias mágicas pausándolas con largos sorbos sonoros de su mate de manzanilla que se servía en su tasa de metal aporcelanado de un litro q también lo usaba para medir las cantidades de leche q vendía en la mañana, y luego retomaba el relato con su infaltable, «entonces…» Al concluir una o dos historias se levantaba de la mesa y se refugiaba en su cuarto para dormir la siesta. Esperaba paciente los ronquidos y gorgojeos prueba infalible q no despertaría, bajo pocas circunstancias, dentro de una hora.

Tras la proeza de cuidar y medir bien la presión sobre el suelo de madera q crujía a cada paso para no despertarlo, logré la hazaña. Ya escogido el largo y el grosor adecuado de los cordeles de algodón lo enceraba con las velas q en todas las casas, en ese entonces, se compraban por docenas para evitar la oscuridad de las 11 de la noche, hora en la q el fluido eléctrico era cortado en la pequeña ciudad. No sé por qué tenía tantos cuidados en no ser descubierto, estoy seguro q mi abuelo de 72 años, q era también un niño así con su cabellera blanca y voz gastada, me hubiera ayudado con mi faena.

Esto de preparar los cordeles era una tarea vital, sin este riguroso proceso corría el riesgo de ver arruinada mi diversión pirotécnica de las siguientes semanas. Mantener la pequeña brasa encendida, y alimentada a pequeños soplidos, en uno de los extremos era lo fundamental para prender las mechas minúsculas de los cohetecillos q a cuenta de centavos acumulados a lo largo de todo noviembre, cuidadosamente, había guardado en el lugar más seguro de mi cuarto, el cajón de mis medias. Ni muy delgado como para q se consuma rápido ni muy grueso como para q pierda flexibilidad. La dotación de cera embadurnada también debía ser calculada, no se quería tener una llama viva.

Todos los amigos y primos nos reuníamos después de cenar en la esquina del barrio y en grupo, nuestra gran pandilla, llegábamos a la plaza central del pueblo dónde también iban los demás niños de los barrios cercanos y competíamos de q grupo reventaba más fuerte o quienes, los más osados y grandes, hacían las hazañas más descabelladas como hacerlos explotar en sus dedos y claro, quién tenía el mejor pabilo. La atmósfera era inmejorable.

La neblina diluía los cuerpos y los focos del alumbrado público daban una luz desteñida y borrosa. Los pequeños cohetecillos chisporroteaban al reventar sus panzas llenas de pólvora y los destellos, a mis ojos, eran la creación de miles de estrellas, de un universo nuevo en ese espacio gigantesco y lechoso q se había convertido la vieja plaza de veredas de sillar y bancas de granito. A las diez comenzaba el toque de queda. El tañido de las diez campanadas del reloj de la iglesia era lo único q nos sacaba de nuestro absorto mundo de fábula. Entre risas y alardes retornábamos a nuestras casas con los cabellos escarchados con el rocío de la neblina.

A las once de la noche todos estábamos acostados. Yo aún tiritando dentro de la cama esperando q mi cuerpo entibie las sábanas frías y poco a poco me quedaba dormido al suave ronroneo constante del motor diesel q electrificaba el pueblo, con la ilusión q el día siguiente empiece. A las once y uno todo era oscuridad. El ladrido lejano de un perro sin dueño hacía eco por todas las calles…

Néstor Valdivia: Te extraño. Poesía

Extraño tu modo tan formal de vestir
también la huachafería de tus días rojos con tus blusas atigradas.

Extraño, como no, ese olorcito que tiene tu cuello sin perfumes
más que los estrógenos que me lograban una constante media erección por todo el día.
Tus gemidos de gata reprimida en cuerpo de yegua necesitada de jinete
que nunca supe espolear.

Tu trote, tu coz a las tres am, en tu ebriedad de dos catedrales y a cuatro patas.
Como te extraño carajo.

La dulzura de tus pezones grandes y acocotados como toffees.

Tus nalgas sopesadas en tangas de algodón barato de elásticos vencidos.

El alcohol tenía esa cualidad mórbida de translucirte las carnes y mostrarte tal cual,
como la grasa al papel que descubre una hamburguesa,
como el agua a los polos blancos que usabas después de las duchas a las seis de la mañana,
ese momento mágico en que la luz entraba por las persianas
y te iluminaba como a un ángel pero sólo por cinco escasos minutos,
mientras enfundabas tus pieles cremosas de treintañera
en esos jeans ajustados que tan bien te marcaban la línea del hilo dental
que solía oler por horas después que llegabas a cenar.

Extraño, incluso, tu modo tan informal de no quererme.

Néstor Valdivia: Naranja amarillo. Poesía

Esas tres palabras con que me subyugas a tu lado,
a tus pesadillas de medio día, a tus estertores de mediopelo y más abajo.
A tus caderas exprimidas por tus tiempos de media noche
con lucecitas led, de ojos irritados por tus alergias y emociones matutinas.

Sin esperas,
sin colación en las penumbras de las nieblas lechosas
que se van escurriendo por tus costillas,
y por el surco formado
guiados por mis dedos,
que divide en dos tu espalda,
río seco a punto de ser humedecido por la promesa de un sudor esperado.

Con tus equivocaciones de siempre,
repetitiva como gotas que mojan tus zapatitos de charol rayado
en medio de los emplastos que vas dejando atrás.

Tomaré en cuenta que me demoraré cinco minutos en darte el alcance,
que tus pies ágiles o ligeros no me dan chance a tomarte
con tres cubos de hielo y cinco gotas de limón.

Me tienes complaciente al llamado de ser negado tres veces antes que anochezca
para dar rienda libre a los que despiertas antes del cantar del gallo
y después de los aullidos de loba sin luna llena, alunada
y me dormita en el sudor que traspasa mis almohadas
humectadas de tanto pensar sin soñar, sin remordimientos ni escrúpulos
de esos deseos de amor de manos en lejanía.

Me avinagras de cuando en cuando mientras las noches
que se te revelan en la serpiente que sube el árbol de tus piernas
y devora una a una las penurias que nunca te desvelan
pero carcomen tus virtudes.

Eres el pleonasmo de lo ideal,
de lo inesperado,
no eres imposible, preciosa, eres inevitable,
envuelta, deglutida y ensalivada por razones sin cuatro sentidos
y te queda el tacto sin tino, el contacto sin son ni ton,
de tus pechos apuntalados en mi espalda y tus dedos en mis vellos sin pecho
y el ronquido del eco que rebota en tu cerebro.

Y la noche se va yendo en azul prístino y llegando en naranja amarillo.

Néstor Valdivia: Te espero. Cuento

Nes Original completoTe esperaré como siempre de 11 a 12 de la noche. Esperaré como un idiota, ese estado subconsciente y anormal, dependiendo del caso, capaz de darte un amor contrariado y sé que no llamarás pero, así, seguiré esperando una llamada tuya para salvarme de la madrugada larga que ya no sabe de movimientos oculares rápidos, ni sueños húmedos, ni ronquidos.

Este sábado te seguiré esperando, así me acueste con esa chica de la cual jamás sabrás su existencia, a la que conocí en el matrimonio que te dije no iría. La llamaré y nos veremos en el mismo lugar de siempre. La desvestiré y tiraré por ahí sus prendas. Luego del primer encuentro y en el mismo orden en el que yo se las quité las irá acomodando sobre el mueble del frente de la cama. Primero tomará el polo con el escote de espalda descubierta, luego el pantalón jean de color indeterminado. Seguirá con el sostén de encaje transparente, con las medias y finalizará con el calzón diminuto de tiras que cuando las llevaba puesta sólo le cubría el triángulo ensortijado. Las irá doblando con la parsimonia de una artesana y con la templanza de una mujer cuajada y experimentada sin el mínimo resquicio de pudor a ser vista a cuerpo entero, a luz encendida, como suele ser cuando se ama a ciegas o cuando ya nada importa. Y cuando vuelva a la cama, cerraré los ojos pensando que eres tú la que está debajo de mi, sobre mi, transversal a mi.

A ella le diré que me dio el mejor polvo de mi vida, que nunca he visto unas tetas iguales, que su concha sabe a cielo y que sin ser nalgona (Lástima que no se parezca a ti en eso) tiene el mejor trasero que cualquier hombre en su sano juicio de arrechura pueda decirle a una mujer. No hay expresiones más honestas y naturales que producen la sensatez de las hormonas alborotadas por el alcohol.

Me despertaré pasada la media noche, mientras las luces del letrero de neón del hotel se filtran por las ventanas, y viéndola como duerme en la placidez de una noche complaciente, dándome la espalda, sentiré lástima de mi mismo y de ella  porque sabré que acostarme con alguien no me da la seguridad de dormir acompañado, a pesar que ella, cada vez que conversamos en los interludios de nuestros acompasados encuentros,  piense lo contrario. No me preocuparé en apagar el celular a las 7am mientras se esfuerce en el mañanero. Me bañaré con ella. Enjabonaré su espalda comparando sus costillas con tus hendiduras y me excitaré con su retaguardia ya vencida. Me la tiraré otra vez antes de entregar la llave y el control remoto de la habitación. Pagaré la cuenta del hotel, los condones que no usé, el agua mineral que tomé y el vino que usé para deshinibirla porque todo se ve y suena más paja con alcohol.

Desayunaré con ella, como cada domingo lo hago: Un juguito de papaya, un café y un mixto caliente.

La veré llorar, como siempre, mientras reviso mi bandeja de mensajes en el teléfono celular. No la consolaré. Le pasaré una servilleta, ya que soy un caballero, para que limpie sus mocos y me veré reflejado en ella. Porque sus lágrimas también son las mías. Le haré tomar el taxi sin el compromiso de pagar el servicio. Le daré un «gracias» y un guiño, sabiendo que nunca se agradece un polvo, suele ser humillante. Se despedirá con un beso volado y en un gesto gracioso se lo devolveré, nunca dejo que me bese en los labios, es la cosa más infiel que uno puede hacer. Sé que ella en su camino, esperará de mi como yo de ti una llamada, un mensaje pero eso no pasará.

Te llamaré a las 11 am sabiendo que tu ya prendiste tu celular, como siempre lo haces los domingos a ésta hora y te preguntaré: ¿Cómo te fue?. Sé que me mentirás pero me sentiré feliz escuchándote decir que no hiciste nada especial, porque lo único que necesita un corazón para ser feliz es sentirse engañado por la razón.

Escucharé tus lamentos, tus temores, tus indecisiones y tus quejas de lunes a jueves.

Creeré que estamos bien pero será falso. El viernes buscarás la excusa perfecta para no contestarme y yo a mi libreta de números. Encontraré a la chica  indicada de tetas grandes y rasurada a disposición. Marcaré el número elegido. Me preguntará: ¿Qué ha sido de tu vida? Y un par de horas después estaré observando la sincronía del ventilador del techo de un hotel de habitaciones sin adornos ni agua caliente ni canal porno, procurando contar las revoluciones de las aspas en un tiempo determinado en el que, luego, me toque tomar la postura correcta para que mi pareja eventual cierre los ojos y se concentre, innecesariamente, en el placer que le da mi lengua.

Néstor Valdivia: Cuando nadie me ve. Poesía

Cuando nadie me ve,
camino dando vueltas dentro de mi dormitorio,
pensando tras cada paso que no debo pisar las líneas de las cuadrículas del piso.
Cuando nadie me ve, fumo 60 cigarrillos por noche,
esperando que el humo se lleve en sus remolinos y siluetas mis espasmos
y un poco de esos recuerdos trágicos que dejaste en mi velador.

Cuando nadie me ve,
me acuesto porque debo hacerlo,
porque el cuerpo me lo pide como me pide tu presencia.
Cuando nadie me ve, no sonrío,
esa mueca insultante no me cabe en el espejo, ya dejó de ser divertida,
es un simple visaje, una contractura de ideas.

Cuando nadie me ve,
es cuando más te extraño
y esos pasos me recuerdan que el camino que sigo no es sino el mismo que una y otra vez lo vuelvo a recorrer,
maldita mi suerte.
Y tanta vueltas di por aquí que ya ni se si avanzo o retrocedo,
si camino o solo estoy sentado y que todo lo que me rodea es lo que va pasando por mis narices,
girando.

Cuando nadie me ve,
me recuesto en el aroma que dejaste y
lo único que ven ahora mis manos son tus ojos,
mirándome desde arriba para abajo, por sobre el hombro.
Cuando nadie me ve, todo es más fácil,
el aliento desaparece y puedo escupir con el temor de que en la cara me caiga.

Cuando nadie me ve,
a veces pienso que el único dios que existe es ese que te levanta por las noches y
te acaricia por las mañanas.

Cuando nadie te ve,
me dijiste que sueles llorar y que tu experiencia te decía que suceden cosas buenas cuando uno llora,
como cuando cae la lluvia y eso me sonó a despedida.

Cuando nadie me ve, pienso en ti y fumo 60 cigarros y voy pensando en no pisar las cuadrículas del piso en donde tu rostro veo reflejado.

Néstor Valdivia: Teñido de ti. Poesía

Muchachita de pies tersos y pechos con olor a brisa de mar bravío,
te convertiste feligresa de esa sociedad secreta de correrías en tanguitas a gogó,
adoradora de Onán cuando la tarde comienza a enfriar y tus caderas a calentar parpados.
Llovizna que caes,
lávame un poco la cara de este polvo congénito que embriona
su rostro angelical y aureolas agrietadas.

Muchachita de ojos caídos y pestañas de manufactura,
embriaga en la burbuja que espuman tus manos a ritmos cardíacos,
explotando en chispazos de racionamientos que desbordan mi pecho
como las colillas de mi cenicero aporcelanado.

Vino sagrado, calma mi sed,
arremolíname para no pensarla más,
limpia mis venas, teñidas están de su olor y sabor.

Muchachita de labios carnosos y mejillas aderezadas,
ferméntame en tu vientre, tu jerga del después que te precede,
ulterior como canicas que rodando vienen por la estrechés de tus sentimientos.

Muchachita de cabellos alborotados,
ya no es que me intereses,
sólo que ya no me complaces,
tu cuello ya perdió la dulzura de mi saliva,
tu cintura la suavidad de mis palmas excitadas.

Duele ya no verte con tu cajita de colores con los que pintabas mis sueños,
no puedo buscarte debajo de muebles que opacan tus decires que me vedas una vez al mes.

No es que ya no te quiera, muchachita de lengua sagaz, tus palabras ya no me hacen bien,
porque tu amor se acaba con la libertad esgrimida en tus zapatos de tacón,
en tu escote a caída libre,
en tu falda con una palma arriba,
removiéndote en la silla,
distraída,
quizá,
recordando que no soy lo que esperas ni tu eres lo que yo veía.

Néstor Valdivia: Insomne. Cuento

Nes Original completoAnoche, como tantas otras noches, no pude dormir. Me revolví en la cama como un gusano buscaría el calor de la tierra o la frialdad de la carne muerta. Buscando la postura adecuada para descansar el cuerpo ubiqué la suavidad de la almohada, en el colchón las hendiduras entrañables y en la sábana la frescura del algodón pero mi problema tiene que ver muy poco con alguna necesidad corpórea, física, digo.

Necesito la ayuda del televisor para poder dormir. Lo dejo prendido hasta caer en el sueño o en su simple alusión. Sus luces traspasan mis parpados cerrados. Intento la oscuridad pero nada sucede. Me quedo quieto esperando que la inercia me transporte a ese momento mágico de solaz. Siento mi respiración más pesada, más lenta. Todo es negro, debo estar durmiendo, pienso. Pero los sueños no son oscuros, tienen imágenes, colores, sonidos.

Es el resultado de 30 años de convivencia con una familia numerosa, trasnochadora por naturaleza y además gustosa de largas conversaciones ensalzadas con tabaco y sonoros sorbos de café enlatado. No puedo dormir en la ausencia del ruido. El sonido es el todo que me envuelve, q me embadurna con sus decibeles acariciando mi encéfalo. Me acurruco a ella como un pedazo de carne lo haría al contacto de la sartén caliente.

Es contradictorio pero es el ruido el que me despierta a las pocas horas de dormir. Un ladrido, el goteo de un caño indecente. La distención de los fierros por los cambios de la temperatura en las paredes. el ronquido incesante de mi garganta reseca. Me despierto en las madrugadas, tomo unos sorbos de agua fría. Retorno a la tibies de la cama y todo vuelve a empezar. El televisor, la cama, el ruido… lo único que cambia es la posición de la aguja en el reloj, ese aparato burlón de entrañas sin alma.

Es inevitable dejar de pensar en situaciones cuando sigo despierto pero ni una sola idea logra formarse por completo. Pasan las horas que danzan sobre mi cabeza como un grupo de sicarios amenazantes a punto de descargar sus armas al primer resquicio de lucidez en este desvelo que no quiere acabar. Todo pensamiento, al fin, se reduce a un cuerpo de mujer de caderas amplias y senos turgentes sin rostro ni color definido. Me abrazo a ella, a ti queriendo buscar ese calor de hogar con brazas húmedas y ardientes. Todo se difumina al instante.

¿Cuántas noches he pasado por esto? Incontables. Sólo logro cerrar los ojos a las 4 o 5 de la mañana. El día se hace largo y tedioso. Bostezos, lentitud, modorra. Y ese dolor de cabeza punzante que no se va. Dolor constante casi imperceptible pero repetitivo como el gorgoteo de una olla hirviente.

Las pastillas no surten efecto. He probado infusiones con las hierbas más alucinadas y alucinógenas pero este último grupo sólo me ha causado más sed, más hambre, más sueño, tientan a mis parpados a caer pero no pasa de esa sola sensación. Me seducen, me encandilan.

Ya son las 6am, debo ir a trabajar. Es invierno, cubro mi cuello, me encojo de hombros y salgo. El pasillo que me conduce al ascensor es largo y a cada paso siento que se va estrechando sobre mi cabeza. Es como si caminara dentro de un embudo y me escurro por dentro. Mis pisadas hacen eco e irritan mis tímpanos. Ingreso al ascensor, pequeña caja metálica. Miro frente al espejo que hay en uno de sus lados. Veo mis ojeras negras y profundas, como si guardara un sueño eterno de 30 años, mis cabellos revueltos, grasientos. Un inevitable bostezo que no me lleva a nada. Voy descendiendo en el suave ronroneo.

Tinnn, suena la campanita al llegar al primer piso. Las puertas se abren y como en un horno microondas gigante espero la punzada para saberme si estoy listo.

Néstor Valdivia: Recetas para el insomnio

No tengas tarjetas de crédito, si las tienes, no te excedas.
No comas mucho antes de dormir, no te empaches.
No dejes de contar las monedas del vuelto, apunta tus gastos.
No tomes más de un vaso con agua antes de acostarte, generan pesadillas.
Date un baño, cambia tus sábanas antes de ir a la cama.
No leas, suelen llevarte a recuerdos innecesarios.
Apaga las luces y el televisor, tampoco tengas la radio prendida.
No tomes pastillas para dormir, no te da la seguridad de soñar y si los ensueños vienen y ella con ellos, no te da la posibilidad de despertar.
Corre, pasea en bicicleta por una hora, el ejercicio te cansa el cuerpo y te relaja el alma.
Hazle el amor a alguien de poca importancia, mejor dicho, tíratela.
No te compliques con los laberintos del corazón.
No te acuestes con alguien más de 5 veces, corres el grave riesgo de comenzar a extrañarle
y empezar a necesitar su olor.
No extrañes a nadie más allá de la cordura, ignórala
cuando te ignore, apaga el celular antes de acostarte,
no la llames, ella tampoco lo hará.
Nunca digas lo que piensas, así te pida sinceridad, las verdades suelen ser avasalladoras,
las mentiras amilanan el dolor, ponlas en práctica.
Y lo más importante de todo y sobre todo,
nunca te enamores.