Saint John Perse: Discurso de aceptación del premio Nobel, 1960. Discurso

john_perseHe aceptado para la poesía el homenaje que aquí se le rinde, y tengo prisa por restituírselo.

 

La poesía no recibe honores a menudo. Pareciera que la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales fuera en aumento. Apartamiento aceptado, pero no perseguido por el poeta, y que existiría también para el sabio si no mediasen las aplicaciones prácticas de la ciencia.

 

Pero ya se trate del sabio o del poeta, lo que aquí pretende honrarse es el pensamiento desinteresado. Que aquí, por lo menos, no sean ya considerados como hermanos enemigos, Pues ambos se plantean idéntico interrogante, al borde de un común abismo; y sólo los modos de investigación difieren.

 

Cuando consideramos el drama de la ciencia moderna que descubre sus límites racionales hasta en lo absoluto matemático; cuando vemos, en la física, que dos grandes doctrinas fundamentales plantean, una, un principio general de relatividad, otra, un principio “cuántico” de incertidumbre y de indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud misma de las medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y garante de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocaba la intuición para que socorriese a lo racional y proclamaba que “la imaginación es el verdadero terreno de la germinación científica”, y hasta reclamaba para el científico los beneficios de una verdadera “visión artística”, ¿no tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico?

 

En verdad, toda creación del espíritu es, ante todo, “poética”, en el sentido propio de la palabra. Y en la equivalencia de las formas sensibles y espirituales, inicialmente se ejerce una misma función para la empresa del sabio y para la del poeta. Entre el pensamiento discursivo y la elipse poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por las fulguraciones de la intuición. ¿Cuál es el que sale a flote más pronto y más cargado de breve fosforescencia? Poco importa la respuesta. El misterio es común. Y la gran aventura del espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas dramáticas de la ciencia moderna. Algunos astrónomos han podido perder el juicio ante la teoría de un universo en expansión; no hay menos expansión en el infinito moral del hombre: ese universo. Por lejos que la ciencia haga retroceder sus fronteras, en toda la extensión del arco de esas fronteras se oirá correr todavía la jauría cazadora del poeta. Pues si la poesía no es, como se ha dicho, “lo real absoluto”, es por cierto la codicia más cercana y la más cercana aprehensión en ese límite extremo de complicidad en que lo real en el poema parece informarse a sí mismo.

 

Por el pensamiento analógico y simbólico, por la iluminación lejana de la imagen mediadora y por el juego de sus correspondencias, en miles de cadenas de reacciones y de asociaciones extrañas, merced, finalmente, a un lenguaje al que se trasmite el movimiento mismo del ser, el poeta se inviste de una superrealidad que no puede ser la de la ciencia. ¿Puede existir en el hombre una dialéctica más sobrecogedora y que comprometa más al hombre? Cuando los filósofos mismos abandonan el umbral metafísico, acude el poeta para relevar al metafísico; y es entonces la poesía, no la filosofía, la que se revela como la verdadera “hija del asombro”, según la expresión del filósofo antiguo para quien la poesía fue asaz sospechosa.

 

Pero más que modo de conocimiento, la poesía es, ante todo, un modo de vida, y de vida integral. El poeta existía en el hombre de las cavernas; existirá en el hombre de las edades atómicas: porque es parte irreductible del hombre. De la exigencia poética, que es exigencia espiritual, han nacido las religiones mismas, y por la gracia poética la chispa de lo divino vive para siempre en el sílex humano. Cuando las mitologías se desmoronan, lo divino encuentra en la poesía su refugio; aun tal vez su relevo. Y hasta en el orden social y en lo inmediato humano, cuando las Portadoras de pan del antiguo cortejo dan paso a las Portadoras de antorchas, en la imaginación poética se enciende todavía la alta pasión de los pueblos en busca de claridad.

 

¡Altivez del hombre en marcha bajo su carga de eternidad! Altivez del hombre en marcha bajo su carga de humanidad -cuando para él se abre un nuevo humanismo-, de universidad real y de integridad psíquica… Fiel a su oficio, que es el de profundizar el misterio mismo del hombre, la poesía moderna se interna en una empresa cuya finalidad es perseguir la plena integración del hombre. No hay nada pítico en esta poesía. Tampoco nada puramente estético. No es arte de embalsamador ni de decorador. No cría perlas de cultivo ni comercia con simulacros ni emblemas, y no podría contentarse con ninguna fiesta musical. Traba alianza en su camino con la belleza –suprema alianza-, pero no hace de ella su fin ni su único alimento. Negándose a disociar el arte de la vida, y el amor del conocimiento, es acción, es pasión, es poder y es renovación que siempre desplaza los lindes. El amor es su hogar, la insumisión su ley, y su lugar está siempre en la anticipación. Nunca quiere ser ausencia ni rechazo.

 

Nada espera sin embargo de las ventajas del siglo. Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce igual a la vida misma, que nada tiene que justificar de sí mismo. Y con un mismo abrazo, como con una sola y grande estrofa viviente, enlaza al presente todo lo pasado y lo por venir, lo que humano con lo sobrehumano y todo el espacio planetario con el espacio universal. La oscuridad que se le reprocha no proviene de su naturaleza propia, que es la de esclarecer, sino de la noche misma que explora, a la que está consagrada a explorar: la del alma misma y la del misterio que baña al ser humano. Su expresión se ha prohibido siempre la oscuridad y esa expresión no es menos exigente que la de la ciencia.

 

Ahí, por su adhesión total a lo que existe, el poeta nos enlaza con la permanencia y la unidad del ser. Y su lección es de optimismo. Para él una misma ley de armonía rige el mundo entero de las cosas. Nada puede, ocurrir en ella que, por naturaleza, sobrepuje los límites del hombre. Los peores trastornos de la historia no son sino ritmos de las estaciones en un más vasto ciclo de encadenamientos y de renovaciones. Y las Furias que atraviesan el escenario, con la antorcha en alto, no iluminan sino un instante del muy largo tema que sigue su curso. Las civilizaciones que maduran no mueren de los tormentos de un otoño; no hacen sino transformarse. Sólo la inercia es amenaza. Poeta es aquél que rompe, para nosotros, la costumbre.

 

Y es así también como el poeta se encuentra ligado, a pesar de él, al acontecer histórico. Y nada le es extraño en el drama de su tiempo. ¡Que diga a todos, claramente, el gusto de vivir este tiempo fuerte! Pues la hora es grande y nueva para recobrarse de nuevo. ¿Y a quién le cederíamos, pues, el honor de nuestro tiempo?…

 

“No temas”, dice la Historia, quitándose un día la máscara de violencia y haciendo con la mano levantada ese ademán conciliador de la Divinidad asiática en el momento más fuerte de su danza destructora. “No temas, ni dudes, pues la duda es estéril y el temor servil. Escucha más bien ese latido rítmico que mi mano en alto imprime, renovadora, a la gran frase humana siempre en vías de creación. No es verdad que la vida pueda renegar de sí misma. Nada viviente procede de la nada, ni de la nada se enamora. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no finca en la metamorfosis misma. El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. El hombre iluminado sobre una vertiente ¿irá acaso a oscurecerse en la otra? Y su maduración forzada, en una comunidad sin comunión, ¿no sería quizá una falsa madurez?…”

 

Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.

 

Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo.

 

Hermann Hesse: Discurso de aceptación del Nobel de literatura 1946. Discurso leído por Henry Vallotton

images (2)Lamentamos profundamente que la enfermedad mantiene a Hermann Hesse en Suiza. Pero sus pensamientos están con nosotros, y su gratitud habla a través de este mensaje que me pidió que le lea a usted:

«En el envío de saludos cordiales y respetuosas a su reunión festiva, quisiera ante todo expresar mi pesar por no poder ser su invitado en persona, para saludar y darle las gracias. Mi salud ha sido siempre delicado, y se me ha dejado un inválido permanente por las aflicciones de los años transcurridos desde 1933, que han destruido el trabajo de mi vida y una y otra vez han me cargados de fuertes derechos. Pero mi mente no se ha roto, y me siento afín a usted ya la idea que inspiró a la Fundación Nobel, la idea de que la mente es internacional y supranacional, que debería servir no para la guerra y la aniquilación, sino la paz y la reconciliación .My ideal, sin embargo, no es la difuminación de las características nacionales, como llevaría a una humanidad intelectualmente uniforme. Por el contrario, puede diversidad en todas las formas y colores de larga vida sobre esta querida tierra nuestra. ¡Qué cosa maravillosa es la existencia de muchas razas, muchos pueblos, muchos idiomas, y muchas variedades de actitud y perspectiva! Si me siento el odio y la enemistad irreconciliable hacia las guerras, conquistas y anexiones, lo hago por muchas razones, pero también porque muchos cultivan orgánicamente, logros altamente individuales, y ricamente diferenciadas de la civilización humana han sido víctimas de estos poderes oscuros. Odio los simplificateurs grands, y me encanta el sentido de la calidad, de la artesanía y la singularidad inimitable. Como su huésped agradecido y colega, por tanto, extiendo mi saludo a Suecia, su país, a su lengua y de la civilización, su rica historia y orgulloso, y su perseverancia en el mantenimiento y la formación de su carácter individual. Nunca he estado en Suecia, pero durante décadas muchos una cosa buena y amable ha venido a mí de su país desde que el primer regalo que recibí de él: es ahora hace cuarenta años y era un libro sueco, una copia de la primera edición de Leyendas de Cristo con una dedicatoria personal por Selma Lagerlöf. En el curso de los años ha habido muchos un valioso intercambio con su país hasta que ahora me has sorprendido con la última gran presente. Permítanme expresarles mi profunda gratitud»

Doris Lessing: Discurso al aceptar el Premio Nobel de literatura. Discurso

doris-lessing-by-saundersEstoy de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de incendios donde, en el ’56, se encontraba el bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.

Me encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí «para ayudar a África» como solemos decir. Es un alma genuinamente idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni biromes, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas, historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en Paris o Felicity encuentra el amor.

Hay una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben saber que todos las están observando?

Mi amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela.

Mientras estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas piden libros. «Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres.» Un hombre dijo: «Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros». Todas las personas que conocí, todas ellas, pedían libros.

Estuve varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río.

Otro maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad luego de ver el estado en que se encontraba esta «escuela».

El último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra, que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones que habían sido bosque.

No creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.

Al día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos edificios y jardines.

Estos alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres, familiares e incluso madres de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para ellos.

La escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana. Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños que todas y cada una de las personas piden libros: «Por favor, mándennos libros». Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo, donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una cabra recién faenada y cocida en una olla grande constituye el banquete de fin de año.

¿Acaso les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?

Me esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.

Estoy convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios.

Al finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a las universidades.

—Ya sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la biblioteca.

«Ya sabes como es». Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros.

Somos parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras.

Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás «¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?». Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc.

Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa feliz etapa, muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX.

La lectura, los libros solían formar parte de la educación general.

Las personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel fundamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído.

Todos conocemos esta triste historia.

Pero no conocemos su final.

Recordemos el antiguo proverbio: «La lectura es el alimento del alma» —y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con información, con historia, con toda clase de conocimientos.

Pero nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me telefoneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos, sobre educación.

Pertenezco a una pequeña organización que se fundó con el propósito de abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos diferentes había recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos informaron que en las aldeas, a diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para averiguar las preferencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al final de la lista. Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos desconocen la oferta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas.

Nuestra pequeña organización conseguía libros de toda fuente posible, pero recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual: así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe. Ahora, debido a la inflación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alfabetización: las personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos.

Nuestra pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y, también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos.

Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es un fenómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.

Existe un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales, suficiente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros.

Y suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra familia en nuestra elongada choza de barro): «Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted».

Pero aquí está la dificultad. No.

La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.

Allí está la brecha. Allí está la dificultad.

Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía.

Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.

Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos. Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.

Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe.

Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado físicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.

Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades.

Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta algo más.

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: «¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?». A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración.

Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. «¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?»

Pasemos a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.

A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad.

Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento.

Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: «Es lo peor que me pudo haber pasado».

Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.

Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. «¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes.»

Es imprescindible alguna clase de educación.

En mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.

Pero hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a su «biblioteca». Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material plástico. «Pero», le dijimos, «¿acaso esos libros no son para leer?» y nos respondió: «No, se van a ensuciar y entonces ¿dónde consigo otros?».

Su deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar. «Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria», suplica, «pero nunca me enseñaron a enseñar.»

He visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase formada por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba «Dos por dos son…», etc. He visto una muchacha, de escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo.

Somos testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los beneficios de la educación.

Nuestra educación que tan amenazada se encuentra en esta época.

Quisiera que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio de ramos generales propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada agua.

El hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna Karenina.

Ella lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es una joven con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de personas, todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera, más allá de las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enfermo en realidad, a causa de la sequía.

El hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo?

—Es sobre Rusia —responde la chica.

—¿Sabes dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro.

La joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la mejor.

La joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.

El hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre dice: —La Fanta les da más sed.

El hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.

Luego ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota.

Ella vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo la fascina y vuelve a leerlo.

«Varenka lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que le formularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por fin llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió confundido y, en silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora.»

Este fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas en bikini.

Ha llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los seis kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora… Afuera las hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esfuerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de comprenderlo.

¿Cómo ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un remoto comercio de ramos generales? Así.

Sucedió que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz alta a quien quisiera escucharlo: «Es mi costumbre para los viajes largos. A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando hablaba. «Viajo todo el tiempo», confesó. «Viajar en esta época ya es bastante esfuerzo.» Tan pronto como los pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. «No, en realidad es la única manera de viajar.» Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era un libro famoso.

Cuando llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran interés, reprobación, justificada curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general, esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado.

Mientras tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador con sus hijitos prendidos de su falda. Usa jeans, porque es una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden aferrarse a ella, a sus amplios pliegues.

La joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda.

Los niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado de polvo.

Era penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: «Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños. Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí, también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará».

La joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente. A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa.

—Esperen —dice a sus hijos—. Esperen.

Debe darse ánimo y continuar.

Y piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el supermercado, un edificio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida.

Supongo que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre el mostrador del negocio de ramos generales.

Sería un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.

Y allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va… a través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana.

Estamos hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la ironía e incluso para el cinismo. Apenas si utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que han perdido su potencialidad.

Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.

Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre.

Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.

Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.

El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.

Esa pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras superabundancias?

Creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir.

Jean Paul Sartre: El existencialismo es un humanismo. Discurso-Postulado

1265719619_0Quisiera defender aquí el existencialismo de una serie de reproches que se le han formulado.

En primer lugar, se le ha reprochado el invitar a las gentes a permanecer en  un quietismo de desesperación, porque si todas las soluciones están cerradas, habría que considerar que la acción en este mundo es totalmente imposible y desembocar finalmente en una filosofía contemplativa, lo que además, dado que la contemplación es un lujo, nos conduce a una filosofía burguesa. Éstos son sobre todo los reproches de los comunistas.

Se nos ha reprochado, por otra parte, que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso, y que desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana; por ejemplo, según Mlle. Mercier, crítica católica, que hemos olvidado la sonrisa del niño. Los unos y los otros nos reprochaban que hemos faltado a la solidaridad humana, que consideramos que el hombre está aislado, en gran parte, además, porque partimos dicen los comunistas de la subjetividad pura, por lo tanto del yo pienso cartesiano, y por lo tanto del momento en que el hombre se capta en su soledad, lo que nos haría incapaces, en consecuencia, de volver a la solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no puedo captar en el cogito.

Y del lado cristiano, se nos reprocha que negamos la realidad y la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda más que la estricta gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere y siendo incapaz, desde su punto de vista, de condenar los puntos de vista y los actos de los demás.

A estos diferentes reproches trato de responder hoy; por eso he titulado esta pequeña exposición: El existencialismo es un humanismo. Muchos podrán extrañarse de que se hable aquí de humanismo. Trataremos de ver en qué sentido lo entendemos. En todo caso, lo que podemos decir desde el principio  es que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana. El reproche esencial que nos hacen, como se sabe, es que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana. Una señora de la que me acaban de hablar, cuando por nerviosidad deja escapar una palabra vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista. En consecuencia, se asimila fealdad a existencialismo; por eso se declara que somos naturalistas; y si lo somos, resulta extraño que asustemos, que escandalicemos mucho más de lo que el naturalismo propiamente dicho asusta e indigna hoy día. Hay quien se traga perfectamente una novela de Zola como La tierra, y no puede leer sin asco una novela existencialista; hay quien utiliza la sabiduría de los pueblos que es bien triste y nos encuentra más tristes todavía. No obstante, ¿hay algo más desengañado que decir la caridad bien entendida empieza por casa, o bien al villano con la vara del avellano? Conocemos los lugares comunes que se pueden utilizar en este punto y que muestran siempre la misma cosa: no hay que luchar contra los poderes establecidos, no hay que luchar contra la fuerza, no hay que pretender salir de la propia condición, toda acción que no se inserta en una tradición es romanticismo, toda tentativa que no se apoya en una experiencia probada está condenada al fracaso; y la experiencia muestra que los hombres van siempre hacia lo bajo, que se necesitan cuerpos sólidos para mantenerlos: si no, tenemos la anarquía. Sin embargo, son las gentes que repiten estos tristes proverbios, las gentes que dicen: qué humano cada vez que se les  muestra un acto más o menos repugnante, las gentes que se alimentan de canciones realistas, son ésas las gentes que reprochan al existencialismo ser demasiado sombrío, y a tal punto que me pregunto si el cargo que le hacen es, no de pesimismo, sino más bien de optimismo. En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de exponer ¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al hombre? Para saberlo, es necesario que volvamos a examinar la cuestión en un plano estrictamente filosófico. ¿A qué se llama existencialismo?

La mayoría de los que utilizan esta palabra se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día que se ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o que un pintor es existencialista. Un articulista de Clartés firma El existencialista; y en el fondo, la palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal extensión que ya no significa absolutamente nada. Parece que, a falta de una doctrina de vanguardia análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede aportar nada en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que hay dos especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos, entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad.

¿Qué significa esto a punto fijo?

Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.

Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de  los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta  universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.

El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define.

El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.

El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace… este es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que  cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que, al elegirse, elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si,  por  otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si quiero hecho más individual casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende  únicamente de mi situación, o de  mi pasión, o de mi deseo, con esto no me encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre.

Esto permite comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto grandilocuentes como angustia, desamparo, desesperación. Como verán ustedes, es sumamente sencillo. Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe. El que miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara, aparece. Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham. Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su hijo; todo anda bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba? Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí? ¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada instante a hacer actos ejemplares. Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos los que han tenido responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte, elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son demasiado amplias y se impone una interpretación que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida de catorce o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les impide obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el existencialismo, veremos que se explica además por una responsabilidad directa frente a los otros hombres que compromete.

No es una cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de la  acción misma. Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últimas consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos, etc., etc. O Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que permitirá demostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible, aunque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma y es, según creo yo, la tendencia de todo lo que se llama en Francia radicalismo, nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá tranquilamente y por sí misma. El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. Dostoievsky escribe: Si Dios no existiera, todo estaría permitido. Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que  legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo,  por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.

El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la  tierra  que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha dicho, en un artículo muy hermoso: el hombre es el porvenir del hombre. Es perfectamente exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese porvenir está inscrito en el cielo, que Dios lo ve, entonces es falso, pues ya no sería ni siquiera un porvenir. Si se entiende que, sea cual fuere el hombre que aparece, hay un porvenir por hacer, un porvenir virgen que lo espera, entonces es exacto. En tal caso está uno desamparado. Para dar un ejemplo que permita comprender mejor lo que es el desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a ver en las siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y tendía al colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la ofensiva  alemana de 1940, y este joven, con sentimientos un poco primitivos, pero generosos, quería vengarlo. Su madre vivía sola con él muy afligida por la semitraición del padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era él. Este joven tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y entrar en las Fuerzas francesas libres es decir, abandonar a su madre o bien de permanecer al lado de su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición y tal vez su muerte la hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que en el fondo, concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir, mientras que cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un acto ambiguo que podía perderse en la arena, sin servir para nada: por ejemplo, al partir para Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al pasar por España, en un campo español; podía llegar a Inglaterra o a Argel y ser puesto en un escritorio para redactar documentos. En consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de acción muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de moral. Por una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que elegir entre las dos. ¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina cristiana? No. La doctrina cristiana dice: sed caritativos, amad a vuestro prójimo, sacrificaos por los demás, elegid el camino más estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino más estrecho? ¿A quién hay que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la madre? ¿Cuál es la utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un conjunto, o la utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede decidir a priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy bien; si vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio, pero este hecho me pone en peligro de tratar como medios a los que combaten en torno mío; y recíprocamente, si me uno a los que combaten, los trataré como fin, y este hecho me pone en peligro de tratar a mi madre como medio.

Si los valores son vagos, y si son siempre demasiado vastos para el caso preciso y concreto que consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros instintos. Es lo que ha tratado de hacer este joven; y cuando lo vi, decía: en el fondo, lo que importa es el sentimiento; debería elegir lo que me empuja verdaderamente en cierta dirección. Si siento que amo a mi madre lo bastante para sacrificarle el resto mi deseo de venganza, mi deseo de acción, mi deseo de aventura me quedo al lado de ella. Si, al contrario, siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto. Pero ¿cómo determinar el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía el valor de su sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que se quedaba por ella. Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para sacrificarle tal suma de dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho. Puedo decir: quiero lo bastante a mi madre para quedarme junto a ella, si me he quedado junto a ella. No puedo determinar el valor de este afecto si no he hecho precisamente un acto que lo ratifica y lo define. Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto, me encuentro encerrado de un círculo vicioso.

Por otra parte, Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que yo permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho en otra forma, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlos para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirán  actuar. Por lo menos, dirán ustedes, ha ido a ver a un profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por ejemplo, buscan el consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben más o menos ya, en el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma, elegir el consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si ustedes son cristianos, dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay sacerdotes colaboracionistas, sacerdotes conformistas, sacerdotes de la resistencia. ¿Cuál elegir? Y si el joven elige un sacerdote de la resistencia o un sacerdote colaboracionista ya ha decidido el género de consejo que va a recibir. Así, al venirme a ver, sabía la respuesta que yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es libre, elija, es decir, invente. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el sentido que tienen. He conocido, cuando estaba prisionero, a un hombre muy notable que era jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas en la siguiente forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy duros; de niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había sido becario en una institución religiosa donde se le hacía sentir continuamente que era  aceptado por caridad; luego fracasó en cierto número de distinciones honoríficas que halagan a los niños; después hacia los dieciocho años, fracasó en una aventura sentimental; por fin, a los veintidós, cosa muy pueril, pero que fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso, fracasó en su preparación militar. Este joven podía, pues, considerar que había fracasado en todo; era un signo, pero, ¿signo de qué? Podía refugiarse en la amargura o en la desesperación. Pero juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo de que no estaba hecho para los triunfos seculares, y que sólo los triunfos de la religión, de la santidad, de la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto la palabra de Dios, y entró en la orden. ¿Quién no ve que la decisión del sentido del signo ha sido tomada por él solo? Se habría podido deducir otra cosa de esta serie de fracasos: por ejemplo, que hubiera sido mejor que fuese carpintero o revolucionario. Lleva, pues, la entera responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser.

El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la desesperación, esta expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere decir que nos limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad, o con el conjunto de probabilidades que hacen posible nuestra acción. Cuando se quiere alguna cosa, hay siempre elementos probables. Puedo contar con la llegada de un amigo. El amigo viene en ferrocarril o en tranvía: eso supone que el tren llegará a la hora fijada, o que el tranvía no descarrilará. Estoy en el dominio de las posibilidades; pero no se trata de contar con los posibles, sino en la medida estricta en que nuestra acción implica el conjunto de esos posibles. A partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad. En el fondo, cuando Descartes decía: vencerse más bien a sí mismo que al mundo, quería decir la misma cosa: obrar sin esperanza. Los marxistas con quienes he hablado me contestan: Usted puede, en su acción, que estará evidentemente limitada por su muerte, contar con el apoyo de otros. Esto significa contar a la vez con lo que los otros harán en otra parte, en China, en Rusia para ayudarlo, y a la vez sobre lo que harán más tarde, después de su muerte, para reanudar la acción y llevarla hacia su cumplimiento, que será la revolución. Usted debe tener en cuenta todo eso; si no, no es moral. Respondo en primer lugar que contaré siempre con los camaradas de lucha en la medida en que esos camaradas están comprometidos conmigo en una lucha concreta y común, en la unidad de un partido o de un grupo que yo puedo controlar más o menos, es decir, en el cual estoy a título de militante y cuyos movimientos conozco a cada instante. En ese momento, contar con la unidad del partido es exactamente como contar con que el tranvía llegará a la hora o con que el tren no descarrilará. Pero no puedo contar con hombres que no conozco fundándome en la bondad humana, o en el interés del hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay ninguna naturaleza humana en que pueda yo fundarme. No sé qué llegará a ser de la revolución rusa; puedo admirarla y ponerla de ejemplo en la medida en que hoy me prueba que el proletariado desempeña un papel en Rusia como no lo desempeña en ninguna otra nación. Pero no puedo afirmar que esto conducirá forzosamente a un triunfo del proletariado; tengo que limitarme a lo que veo; no puedo estar seguro de que los camaradas de lucha reanudarán mi trabajo después de mi muerte para llevarlo a un máximo de perfección, puesto que estos hombres son libres y decidirán libremente mañana sobre los que será el hombre; mañana, después de mi muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo, y los otros pueden ser lo bastante cobardes y desconcertados para dejarles hacer; en ese momento, el fascismo será la verdad humana, y tanto peor para nosotros; en realidad, las cosas serán tales como el hombre haya decidido que sean.

¿Quiere decir esto que deba abandonarme al quietismo? No. En primer lugar, debo comprometerme; luego, actuar según la vieja fórmula: no es necesario tener esperanzas para obrar. Esto no quiere decir que yo no deba pertenecer a un partido, pero sí que no tendré ilusión y que haré lo que pueda.

Por ejemplo, si me pregunto: ¿llegará la colectivización, como tal, a realizarse? No sé nada; sólo sé que haré todo lo que esté en mi poder para que llegue; fuera de esto no puedo contar con nada.

El quietismo es la actitud de la gente que dice: Los demás pueden hacer lo que yo no puedo. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al quietismo, porque declara: Sólo hay realidad en la acción. Y va más lejos todavía, porque agrega: El hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto, más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. De acuerdo con esto, podemos comprender por qué nuestra doctrina horroriza a algunas personas. Porque a menudo no tienen más que una forma de soportar su miseria, y es pensar así: Las circunstancias han estado contra mí; yo valía mucho más de lo que he sido; evidentemente no he tenido un gran amor, o una gran amistad, pero es porque no he encontrado ni un hombre ni una mujer que fueran dignos; no he escrito buenos libros porque no he tenido tiempo para hacerlos; no he tenido hijos a quienes dedicarme, porque no he encontrado al hombre con el que podría haber realizado mi vida. Han quedado, pues, en mí, sin empleo, y enteramente viables, un conjunto de disposiciones, de inclinaciones, de posibilidades que me dan un valor que la simple serie de mis actos no permite inferir. Ahora bien, en realidad, para el existencialismo, no hay otro amor que el que se construye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor; no hay otro genio que el se manifiesta en las obras de arte; el genio de Proust es la totalidad de las obras de Proust; el genio de Racine es la serie de sus tragedias; fuera de esto no hay nada. ¿Por qué atribuir a Racine la posibilidad de escribir una nueva tragedia, puesto que precisamente no la ha escrito? Un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esta figura no hay nada. Evidentemente, este pensamiento puede parecer duro para aquel que ha triunfado en la vida. Pero, por otra parte, dispone a las gentes  para  comprender que sólo cuenta la realidad, que los sueños, las esperas, las esperanzas, permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como esperanzas abortadas, como esperas inútiles; es decir que esto lo define negativamente y no positivamente; sin embargo, cuando se dice: tú no eres otra cosa que tu vida, esto no implica que el artista será juzgado solamente por sus obras de arte; miles de otras cosas contribuyen igualmente a definirlo. Lo que queremos decir es que el hombre no es más que una serie de empresas, que es la suma, la organización, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas.

En estas condiciones, lo que se nos reprocha aquí no es en el fondo nuestro pesimismo, sino una dureza optimista.

Si la gente nos reprocha las obras novelescas en que describimos seres flojos, débiles, cobardes y alguna vez francamente malos, no es únicamente porque estos seres son flojos, débiles, cobardes o malos; porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia, por la acción del medio, de la sociedad, por un determinismo orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie puede hacer nada; pero el existencialista, cuando describe a un cobarde, dice que el cobarde es  responsable de  su cobardía. No lo es porque tenga un corazón, un pulmón o cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay  temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es que se nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a Chemins de la Liberté se formula así: pero, en fin, de esa gente que es tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar: si se nace cobarde, se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialista es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe. Lo que tiene importancia es el compromiso total, y no es un caso particular, una acción particular lo que compromete totalmente.

Así, creo yo, hemos respondido a cierto número de reproches concernientes al existencialismo. Ustedes ven que no puede ser considerada como una filosofía del quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre: no hay doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al hombre alejándole de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. En consecuencia, en este plano, tenemos que vérnoslas con una moral de acción y de compromiso. Sin embargo, se nos reprocha además, partiendo de estos postulados, que aislamos al hombre en su subjetividad individual.

Aquí también se nos entiende muy mal.

Nuestro punto de partida, en efecto, es la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas. No porque somos burgueses, sino porque queremos una doctrina basada sobre la verdad, y no un conjunto de bellas teorías, llenas de esperanza y sin fundamentos reales. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta: pienso, luego soy; ésta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma. Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una doctrina de probabilidades que no está suspendida de una verdad se hunde en la nada; para definir lo probable hay que poseer lo verdadero. Luego para que haya una verdad  cualquiera se necesita una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de alcanzar, está a la mano de todo el mundo; consiste en captarse sin intermediario.

En segundo lugar, esta teoría es la única que da una dignidad al hombre, la única que no lo convierte en un objeto. Todo materialismo tiene por efecto tratar a todos los hombres, incluido uno mismo, como objetos, es decir, como un conunto de reacciones determinadas, que en nada se distingue del conjunto de cualidades y fenómenos que constituyen una mesa o una silla o una piedra.

Nosotros queremos constituir precisamente el reino humano como un conjunto de valores distintos del reino material. Pero la subjetividad que alcanzamos a título de verdad no es una subjetividad rigurosamente  individual porque hemos demostrado que en el cogito uno no se descubría solamente a sí mismo, sino también a los otros. Por el yo pienso, contrariamente a la filosofía de Descartes, contrariamente a la filosofía de Kant, nos captamos a nosotros mismos frente al otro, y el otro es tan cierto para nosotros como nosotros mismos. Así, el hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los descubre como la condición de su existencia.

Se da cuenta de que no puede ser nada (en el sentido que se dice que es espiritual, o que se es malo, o que se es celoso), salvo que los otros lo reconozcan por tal.

Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es necesario que pase por otro. El otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí. Así descubrimos en seguida un mundo que llamaremos la intersubjetividad, y en este mundo el hombre decide lo que es y lo que son los otros.

Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que  constituya la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad para él de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Los límites no son ni subjetivos ni objetivos, o más bien tienen una faz objetiva y una faz subjetiva. Objetivos, porque se encuentran en todo y son en todo reconocibles; subjetivos, porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, si no se determina libremente en su existencia por relación a ellos. Y si bien los proyectos pueden ser diversos, por lo menos ninguno puede permanecerme extraño, porque todos presentan en común una tentativa para franquear esos límites o para ampliarlos o para negarlos o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal. Todo proyecto, aun el del chino, el del hindú, o del negro, puede ser comprendido por un europeo.

Puede ser comprendido; esto quiere decir que el europeo de 1945 puede lanzarse a partir de una situación que concibe hasta sus límites de la misma manera, y que puede rehacer en sí el camino del chino, del hindú o del africano. Hay universalidad en todo proyecto en el sentido de que todo proyecto es comprensible para todo hombre. Lo que no significa de ninguna manera que este proyecto defina al hombre para siempre, sino que puede ser reencontrado. Hay siempre una forma de comprender al idiota, al niño, al primitivo o al extranjero, siempre que se tengan los datos suficientes. En este sentido podemos decir que hay una universalidad del hombre; pero no está dada, está perpetuamente construida. Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea. Este absoluto de la elección no suprime la relatividad de cada época. Lo que el existencialismo tiene interés en demostrar es el enlace del carácter absoluto del compromiso libre, por el cual cada hombre se realiza al realizar un  tipo de humanidad, compromiso siempre comprensible para cualquier época y por cualquier persona, y la relatividad del conjunto cultural que puede resultar de tal elección; hay que señalar a la vez la relatividad del cartesianismo y el carácter absoluto del compromiso cartesiano. En este sentido se puede decir, si ustedes quieren, que cada uno de nosotros realiza lo absoluto al respirar, al comer, al dormir, u obrando de una manera cualquiera. No hay ninguna diferencia entre ser libremente, ser como proyecto, como existencia que elige su esencia, y ser absoluto; y no hay ninguna diferencia entre ser un absoluto temporalmente localizado, es decir que se ha localizado en la historia, y ser comprensible universalmente.

Esto no resuelve enteramente la objeción de subjetivismo. En efecto, esta objeción toma todavía muchas formas. La primera es la que sigue. Se nos dice: Entonces ustedes pueden hacer cualquier cosa; lo cual se expresa de diversas maneras. En primer lugar se nos tacha de anarquía; en seguida se declara: no pueden ustedes juzgar a los demás, porque no hay razón para preferir un proyecto a otro; en fin, se nos puede decir: todo es gratuito en lo que ustedes eligen, dan con una mano lo que fingen recibir con la otra. Estas tres objeciones no son muy serias. En primer lugar, la primera objeción: pueden elegir cualquier cosa, no es exacta. La elección es posible en un sentido, pero lo que no es posible es no elegir. Puedo siempre elegir, pero tengo que saber que, si no elijo, también elijo. Esto, aunque parezca estrictamente formal, tiene una gran importancia para limitar la fantasía y el capricho. Si es cierto que frente a una situación, por ejemplo, la situación que hace que yo sea un ser sexuado que puede tener relaciones con un ser de otro sexo, que yo sea un ser que puede tener hijos estoy obligado a elegir una actitud y que de todos modos lleva la responsabilidad de una elección que, al comprometerme, compromete a la humanidad entera, aunque ningún valor a priori determine mi elección, esto no tiene nada que ver con el capricho; y si se cree encontrar aquí la teoría gideana del acto gratuito, es porque no se ve la enorme diferencia entre esta doctrina y la de Gide. Gide no sabe lo que es una situación; obra por simple capricho. Para nosotros, al contrario, el hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mismo comprometido, compromete con su elección a la humanidad entera, y no puede evitar elegir: o bien permanecerá casto, o bien se casará sin tener hijos, o bien se casará y tendrá hijos; de todos modos, haga lo que haga, es imposible que no tome una responsabilidad total frente a este problema. Sin duda, elige sin referirse a valores preestablecidos, pero es injusto tacharlo de capricho. Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una obra de arte. Y aquí hay que hacer en seguida un alto para decir que no se trata de una moral estética, porque nuestros adversarios son de tan mala fe que nos reprochan hasta esto. El ejemplo que elijo no es más que una comparación. Dicho esto, ¿se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y el resultado. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso, nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se incorpora a su vida.

Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, con los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer. Creo haberlo mostrado suficientemente al hablarles del caso de ese alumno que me vino a ver y que podía dirigirse a todas las morales, kantiana u otras, sin encontrar ninguna especie de indicación; se vio obligado a inventar él mismo su ley. Nunca diremos que este hombre que ha elegido quedarse con su madre tomando como base moral los sentimientos, la acción individual y la caridad concreta, o que ha elegido irse a Inglaterra prefiriendo el sacrificio, ha hecho una elección gratuita. El hombre se hace, no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir una. No definimos al hombre sino en relación con un compromiso. Es, por tanto, absurdo reprocharnos la gratuidad de la elección.

En segundo lugar se nos dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto es verdad en cierta medida, y falso en otra. Es verdadero en el sentido de que, cada vez que el hombre elige su compromiso y su proyecto con toda sinceridad y con toda lucidez, sea cual fuere por lo demás este proyecto, es imposible hacerle preferir otro; es verdadero en el sentido de que no creemos en el progreso; el progreso es un mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que varía y la elección se mantiene siempre una elección en una situación. El problema moral no ha cambiado desde el momento en que se podía elegir entre los esclavistas y los no esclavistas, en el momento de la guerra de Secesión, por ejemplo, hasta el momento presente, en que se puede optar por el M.R.P. o los comunistas.

Pero, sin embargo, se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y éste no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe.

Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe como un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez, los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe. Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores, en el desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos los valores. Esto no significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal. Un hombre que se adhiere a tal o cual sindicato comunista o revolucionario, persigue fines concretos; estos fines implican una voluntad abstracta de libertad; pero esta libertad se quiere en lo concreto. Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. Ciertamente la libertad, como definición del  hombre, no depende de los demás, pero en cuanto hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros; no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente la de los otros como fin. En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad total, he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, sino querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos de querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas,  los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos. Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal. Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros.

De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios demasiado abstractos fracasan para definir la acción. Todavía una vez más tomen el caso de aquel alumno: ¿en nombre de qué, en nombre de qué gran máxima moral piensan ustedes que podría haber decidido con toda tranquilidad de espíritu abandonar a su madre o permanecer al lado de ella? No hay ningún medio de juzgar. El contenido es siempre concreto y, por tanto, imprevisible; hay siempre invención. La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se hace, se hace en nombre de la libertad. Examinemos, por ejemplo, los dos casos siguientes; verán en qué medida se acuerdan y sin embargo se diferencian. Tomemos El molino a orillas del Floss. Encontramos allí una joven, Maggie Tulliver, que encarna el valor de la pasión y que es consciente de ello; está enamorada de un joven, Stephen, que está de novio con otra joven insignificante. Esta Maggie Tulliver, en vez de preferir atolondradamente su propia felicidad, en nombre de la solidaridad humana elige sacrificarse y renunciar al hombre que ama. Por el contrario, la Sanseverina de la Cartuja de Parma, que estima que la pasión constituye el verdadero valor del hombre, declararía que un gran amor merece sacrificios; que hay que preferirlo a la trivialidad de un amor conyugal que uniría a Stephen y a la joven tonta con quien debe casarse; elegiría sacrificar a ésta y realizar su felicidad; y como Stendhal lo muestra, se sacrificará a sí misma en el planoa pasionado, si esta vida lo exige. Estamos aquí frente a dos morales estrictamente opuestas: pretendo que son equivalentes; en los dos casos, lo que se ha puesto como fin es la libertad. Y pueden ustedes imaginar dos actitudes rigurosamente parecidas en cuanto a los efectos: una joven, por resignación prefiere renunciar a su amor; otra, por apetito sexual prefiere desconocer las relaciones anteriores del hombre que ama. Estas dos acciones se parecen exteriormente a las que acabamos de describir. Son, sin embargo, enteramente distintas: la actitud de la Sanseverina está mucho más cerca que la de Maggie Tulliver de una rapacidad despreocupada. Así ven ustedes que este segundo reproche es, a la vez, verdadero y falso. Se puede elegir cualquier cosa si es en el plano del libre compromiso.

La tercera objeción es la siguiente: reciben ustedes con una mano lo que dan con la otra: es decir, que en el fondo los valores no son serios, porque los eligen. A eso contesto que me molesta mucho que sea así: pero si he suprimido a Dios padre, es necesario que alguien invente los valores. Hay que tomar las cosas como son. Y, además, decir que nosotros inventamos los valores no significa más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen.

Por esto se ve que hay la posibilidad de crear una comunidad humana. Se me ha reprochado el preguntar si el existencialismo era un humanismo. Se me ha dicho: ha escrito usted en Nausée que los humanistas no tienen razón, se ha burlado de cierto tipo de humanismo; ¿por qué volver otra vez a lo mismo ahora? En realidad, la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos. Por humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior. Hay humanismo en este sentido en Cocteau, por  ejemplo, cuando, en su relato Le tour du monde en 80 heures, un personaje dice, porque pasa en avión sobre las montañas: el hombre es asombroso. Esto significa que yo, personalmente, que no he construido los aviones, me  beneficiaré con estos inventos particulares, y que podré personalmente, como hombre, considerarme responsable y honrado por los actos particulares de algunos hombres. Esto supone que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de ciertos hombres. Este humanismo es absurdo, porque sólo el perro o el caballo podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos.

Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento mismo, y no captando los objetos sino en relación a este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento.

No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre no en el sentido en que Dios es trascendente, sino en el sentido de rebasamiento y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano.

De acuerdo con estas reflexiones se ve que nada es más injusto que las objeciones que nos hacen. El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente. No busca de ninguna manera hundir al hombre en la desesperación. Pero sí se llama, como los cristianos, desesperación a toda actitud de incredulidad, parte de la desesperación original. El existencialismo no es de este modo un ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiera, esto no cambiaría; he aquí nuestro punto de vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada pueda salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden  llamarnos desesperados.

Nelson Mandela: Discurso de su asunción como Presidente de Sudáfrica 1994

mandela_presidenteEn el día de hoy, todos nosotros, mediante nuestra presencia aquí y mediante celebraciones en otras partes de nuestro país y del mundo, conferimos esplendor y esperanza a la libertad recién nacida. De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa.

Nuestros actos diarios como sudafricanos comunes deben producir una auténtica realidad sudafricana que reafirme la creencia de la Humanidad en la justicia, refuerce su confianza en la nobleza del alma humana y dé aliento a todas nuestras esperanzas de una vida espléndida para todos. Todo esto nos lo debemos a nosotros mismos y se lo debemos a los pueblos del mundo que tan bien representados están hoy aquí.

Sin la menor vacilación digo a mis compatriotas que cada uno de nosotros está íntimamente arraigado en el suelo de este hermoso país, igual que lo están los famosos jacarandás de Pretoria y las mimosas del Bushveld. Cada vez que uno de nosotros toca el suelo de esta tierra, experimentamos una sensación de renovación personal. El clima de la nación cambia a medida que lo hacen también las estaciones. Una sensación de júbilo y euforia nos conmueve cuando la hierba se torna verde y las flores se abren. Esa unidad espiritual y física que todos compartimos con esta patria común explica la profundidad del dolor que albergamos en nuestro corazón al ver cómo nuestro país se hacía pedazos a causa de un terrible conflicto, al verlo rechazado, proscripto y aislado por los pueblos del mundo, precisamente por haberse convertido en la sede universal de la ideología y la práctica perniciosas del racismo y la opresión racial.

Nosotros, el pueblo sudafricano, nos sentimos satisfechos de que la Humanidad haya vuelto a acogernos en su seno; de que nosotros, que no hace tanto estábamos proscriptos, hayamos recibido hoy el inusitado privilegio de ser los anfitriones de las naciones del mundo en nuestro propio territorio. Les damos las gracias a todos nuestros distinguidos huéspedes internacionales por haber acudido a tomar posesión, junto con el pueblo de nuestro país, de lo que es, a fin de cuentas, una victoria común de la justicia, de la paz, de la dignidad humana. Confiamos en que continuarán ofreciéndonos su apoyo a medida que nos enfrentemos a los retos de la construcción de la paz, la prosperidad, la democracia, la erradicación del sexismo y del racismo.

Apreciamos hondamente el papel que el conjunto de nuestro pueblo, así como sus líderes de masas, políticos, religiosos, jóvenes, empresarios, tradicionales y muchos otros, tanto hombres como mujeres, han desempeñado para provocar este desenlace. De entre todos ellos, mi segundo vicepresidente, el honorable F.W. de Klerk, es uno de los más significativos. También nos gustaría rendir tributo a nuestras fuerzas de seguridad, a todas sus filas, por el distinguido papel que han desempeñado en la salvaguarda de nuestras primeras elecciones democráticas, así como de la transición a la democracia, protegiéndonos de fuerzas sanguinarias que continúan negándose a ver la luz.

Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen. Nos ha llegado el momento de construir. Al fin hemos logrado la emancipación política. Nos comprometemos a liberar a todo nuestro pueblo del persistente cautiverio de la pobreza, las privaciones, el sufrimiento, la discriminación de género así como de cualquier otra clase. Hemos logrado dar los últimos pasos hacia la libertad en relativas condiciones de paz. Nos comprometemos a construir una paz completa, justa y perdurable. Hemos triunfado en nuestro intento de implantar esperanza en el seno de millones de los nuestros. Contraemos el compromiso de construir una sociedad en la que todos los sudafricanos, tanto negros como blancos, puedan caminar con la cabeza alta, sin ningún miedo en el corazón, seguros de contar con el derecho inalienable a la dignidad humana: una nación irisada, en paz consigo misma y con el mundo.

Como muestra de este compromiso de renovación de nuestro país, el nuevo gobierno provisional de unidad nacional, puesto que es apremiante, aborda el tema de la amnistía para gente nuestra de diversa condición que actualmente se encuentra cumpliendo condena. Dedicamos el día de hoy a todos los héroes y las heroínas de este país y del resto del mundo que se han sacrificado de numerosas formas y han ofrendado su vida para que pudiéramos ser libres. Sus sueños se han hecho realidad. La libertad es su recompensa. Nos sentimos a la par humildes y enaltecidos por el honor y el privilegio que ustedes, el pueblo sudafricano, nos han conferido como primer presidente de una Sudáfrica unida, democrática, no racista y no sexista, para conducir a nuestro país fuera de este valle de oscuridad.

Aun así, somos conscientes de que el camino hacia la libertad no es sencillo. Bien sabemos que ninguno de nosotros puede lograr el éxito actuando en soledad. Por consiguiente, debemos actuar en conjunto, como un pueblo unido, para lograr la reconciliación nacional y la construcción de la nación, para alentar el nacimiento de un nuevo mundo.

Que haya justicia para todos. Que haya paz para todos. Que haya trabajo, pan, agua y sal para todos. Que cada uno de nosotros sepa que todo cuerpo, toda mente y toda alma han sido liberados para que puedan sentirse realizados. Nunca, nunca jamás volverá a suceder que esta hermosa tierra experimente de nuevo la opresión de los unos sobre los otros, ni que sufra la humillación de ser la escoria del mundo. Que impere la libertad. El sol jamás se pondrá sobre un logro humano tan esplendoroso. Que Dios bendiga a África. Muchas gracias.

Nelson Mandela: Discurso de el 26 de julio de 1991 en Cuba.

fidel-y-mandela-2Discurso de Nelson Mandela pronunciado el 26 de julio de 1991 en el acto central por el 38 Aniversario del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, celebrado en la provincia de Matanzas.

Primer secretario del Partido Comunista, Presidente del Consejo de Estado y del Gobierno de Cuba, Presidente de la República Socialista de Cuba, Comandante en Jefe Fidel Castro;

Internacionalistas cubanos que tanto han hecho por la liberación de nuestro continente;

Pueblo cubano; camaradas y amigos:

Para mí es un gran placer y un honor encontrarme hoy aquí, especialmente en un día tan importante en la historia revolucionaria del pueblo cubano. Hoy Cuba conmemora el trigésimo octavo aniversario del asalto al cuartel Moncada. Sin el Moncada, la expedición del Granma, la lucha en la Sierra Maestra y la extraordinaria victoria del 1ro de Enero de 1959 nunca habrían tenido lugar.

Hoy esta es la Cuba revolucionaria, la Cuba internacionalista, el país que tanto ha hecho por los pueblos de África.

Hace mucho tiempo que queríamos visitar su país y expresarles nuestros sentimientos acerca de la Revolución Cubana, y el papel desempeñado por Cuba en África, en el África austral y en el mundo.

El pueblo cubano ocupa un lugar especial en el corazón de los pueblos de África. Los internacionalistas cubanos hicieron una contribución a la independencia, la libertad y la justicia en África que no tiene paralelo por los principios y el desinterés que la caracterizan.

Desde sus días iníciales, la Revolución Cubana ha sido una fuente de inspiración para todos los pueblos amantes de la libertad.

Admiramos los sacrificios del pueblo cubano por mantener su independencia y soberanía ante la pérfida campaña imperialista orquestada para destruir los impresionantes logros alcanzados por la Revolución Cubana.

Nosotros también queremos ser dueños de nuestro propio destino. Estamos decididos a lograr que el pueblo de Sudáfrica forje su futuro y que continúe ejerciendo sus derechos democráticos a plenitud después de la liberación del apartheid. No queremos que la participación popular cese cuando el apartheid haya desaparecido. Queremos que el momento mismo de la liberación abra el camino a una democracia cada vez mayor.

Admiramos los logros de la Revolución Cubana en la esfera de la asistencia social. Apreciamos cómo se ha transformado de un país al que se le había impuesto el atraso a uno de cultura universal. Reconocemos los avances en los campos de la salud, la educación y la ciencia.

Es mucho lo que podemos aprender de su experiencia. De modo particular nos conmueve la afirmación del vínculo histórico con el continente africano y sus pueblos. Su invariable compromiso con la erradicación sistemática del racismo no tiene paralelo.

Pero la lección más importante que ustedes pueden ofrecemos es que no importa cuáles sean las adversidades, no importa cuáles sean las dificultades contra las que haya que luchar, ¡no puede haber jamás claudicación!

¡Es un caso de libertad o muerte!

Yo sé que su país atraviesa actualmente muchas dificultades, pero tenemos confianza en que el indoblegable pueblo cubano las vencerá en la misma forma en que ha ayudado a otros pueblos a vencer las que afrontaban.

Sabemos que el espíritu revolucionario de hoy se inició hace mucho, y que ese espíritu se fue nutriendo del esfuerzo de los primeros combatientes por la libertad de Cuba y de hecho por la libertad de todos aquellos que sufren bajo el dominio imperialista.

Nosotros también hallamos inspiración en la vida y ejemplo de José Martí, quien no es solo un héroe cubano y latinoamericano sino una figura justamente venerada por todos los que luchan por la libertad.

También honramos al gran Che Guevara, cuyas hazañas revolucionarias —incluso en nuestro continente— fueron de tal magnitud que ningún encargado de censura en la prisión nos las pudo ocultar. La vida del Che es una inspiración para todo ser humano que ame la libertad. Siempre honraremos su memoria.

África tiene una gran deuda con Cuba

Hemos venido aquí con gran humildad. Hemos venido aquí con gran emoción. Hemos venido aquí conscientes de la gran deuda que hay con el pueblo de Cuba. ¿Qué otro país puede mostrar una historia de mayor desinterés que la que ha exhibido Cuba en sus relaciones con África?

¿Cuántos países del mundo se benefician de la obra de los trabajadores de la salud y los educadores cubanos?

¿Cuántos de ellos se encuentran en África?

¿Dónde está el país que haya solicitado la ayuda de Cuba y que le haya sido negada?

¿Cuántos países amenazados por el imperialismo o que luchan por su liberación nacional han podido contar con el apoyo de Cuba?

Yo me encontraba en prisión cuando por primera vez me enteré de la ayuda masiva que las fuerzas internacionalistas cubanas le estaban dando al pueblo de Angola —en una escala tal que nos era difícil creerlo— cuando los angolanos se vieron atacados en forma combinada por las tropas sudafricanas, el FNLA financiado por la CIA, los mercenarios y las fuerzas de la UNITA y de Zaire en 1975.

Nosotros en África estamos acostumbrados a ser víctimas de otros países que quieren desgajar nuestro territorio o subvertir nuestra soberanía. En la historia de África no existe otro caso de un pueblo que se haya alzado en defensa de uno de nosotros.

Sabemos también que esta fue una acción popular en Cuba. Sabemos que aquellos que lucharon y murieron en Angola fueron solo una pequeña parte de los que se ofrecieron como voluntarios. Para el pueblo cubano, el internacionalismo no es simplemente una palabra, sino algo que hemos visto puesto en práctica en beneficio de grandes sectores de la humanidad.

Sabemos que las fuerzas cubanas estaban dispuestas a retirarse poco después de repeler la invasión de 1975, pero las continuas agresiones de Pretoria hicieron que esto fuera imposible.

La presencia de ustedes y el refuerzo enviado para la batalla de Cuito Cuanavale tienen una importancia verdaderamente histórica.

¡La aplastante derrota del ejército racista en Cuito Cuanavale constituyó una victoria para toda África!

¡Esa contundente derrota del ejército racista en Cuito Cuanavale dio la posibilidad a Angola de disfrutar de la paz y consolidar su propia soberanía!

¡La derrota del ejército racista le permitió al pueblo combatiente de Namibia alcanzar finalmente su independencia!

¡La decisiva derrota de las fuerzas agresoras del apartheid destruyó el mito de la invencibilidad del opresor blanco!

¡La derrota del ejército del apartheid sirvió de inspiración al pueblo combatiente de Sudáfrica!

¡Sin la derrota infligida en Cuito Cuanavale nuestras organizaciones no hubieran sido legalizadas!

¡La derrota del ejército racista en Cuito Cuanavale hizo posible que hoy yo pueda estar aquí con ustedes!

¡Cuito Cuanavale marca un hito en la historia de la lucha por la liberación del África austral!

¡Cuito Cuanavale marca el viraje en la lucha para librar al continente y a nuestro país del azote del apartheid!

Visión del ANC de la situación en Sudáfrica

El apartheid no es algo que haya comenzado ayer. Los orígenes de la dominación racista blanca se remontan tres siglos y medio, al momento en que los primeros colonos blancos iniciaron el proceso de división y posterior conquista de los Khoi, los San y otros pueblos africanos: los habitantes originarios de nuestro país.

El proceso de conquista, desde su comienzo, engendró una serie de guerras de resistencia, las que a su vez generaron nuestra guerra de liberación nacional. Luchando con grandes desventajas, los pueblos africanos trataron de defender sus tierras. Pero la base material y la resultante fuerza militar de los agresores coloniales llevaron a los divididos reinos y jefes tribales a la derrota.

Esta tradición de resistencia aún pervive y sirve de inspiración a nuestra lucha actual. Nosotros honramos la figura del gran profeta y guerrero Makana, que murió tratando de escapar de la prisión de la Isla Robben en 1819; de Hintsa, Sekhukhune, Dingane, Moshoeshoe, Bambatha y otros héroes de la resistencia ante la conquista colonial.

Fue con estos antecedentes de captura de territorios y conquistas que se creó la Unión Sudafricana en 1910. Para apariencias externas, Sudáfrica se convirtió en un estado independiente, pero en realidad los conquistadores británicos entregaron el poder a los blancos que se habían establecido en el país. Así la nueva Unión Sudafricana pudo formalizar la opresión racial y la explotación económica de los negros.

Después de creada la Unión, la adopción de la Ley de Territorios —encaminada a legalizar las apropiaciones del siglo XIX— aceleró el proceso que conduciría a la constitución del Congreso Nacional Africano el 8 de junio de 1912.

No voy a recontarles la historia del ANC. Baste decir que los 80 años de nuestra existencia han sido testigos de la evolución del ANC desde sus inicios, cuando procuraba unir a los pueblos africanos, hasta convertirse en la fuerza principal en la lucha de las masas oprimidas por acabar con el racismo y fundar un estado no racial, no sexista y democrático.

Su militancia se ha transformado de un pequeño grupo inicial de profesionales y jefes, etcétera, a una verdadera organización de masas populares.

Sus objetivos han evolucionado de la simple búsqueda de mejoras para la población africana, a buscar en cambio la transformación fundamental de toda Sudáfrica en un estado democrático para todos.

Los métodos para lograr sus objetivos de mayor alcance han adquirido a través de los años un mayor carácter de masas, lo que se refleja en la creciente participación popular dentro del ANC y en las campañas encabezadas por el ANC.

En ocasiones, algunos señalan que los propósitos iniciales del ANC y su composición original eran los de una organización reformista. La verdad es que desde su nacimiento el ANC era portador de profundas implicaciones revolucionarias. La formación del ANC fue el primer paso hacia la creación de una nueva nación sudafricana. Con el tiempo ese concepto se desarrolló hasta encontrar una clara expresión hace 36 años en la declaración de la Carta de la Libertad, donde se expresa que «Sudáfrica pertenece a todos los que en ella viven, tanto negros como blancos». Esta constituyó un rechazo inequívoco al estado racista que existía y la afirmación de la única alternativa que nos resulta aceptable, una donde el racismo y sus estructuras sean finalmente liquidados.

Es bien sabido que la respuesta del estado a nuestras legítimas demandas democráticas fue, entre otras, la de acusar a nuestra dirigencia de traición y realizar a comienzos de los años 60 masacres indiscriminadas. Estos hechos y la proscripción de nuestra organización nos dejó sin otro camino que el de hacer lo que ha hecho cualquier pueblo que se respete a sí mismo —incluido el cubano—, es decir, levantarnos en armas para reconquistar nuestro país de manos de los racistas.

Debo decir que cuando quisimos alzamos en armas nos acercamos a numerosos gobiernos occidentales en busca de ayuda y solo obtuvimos audiencia con ministros de muy bajo rango. Cuando visitamos Cuba fuimos recibidos por los más altos funcionarios, quienes de inmediato nos ofrecieron todo lo que queríamos y necesitábamos. Esa fue nuestra primera experiencia con el internacionalismo de Cuba.

Aunque nos alzamos en armas, no fue esa la opción de nuestra preferencia. Fue el régimen del apartheid el que nos obligó a tomar las armas. Nuestra opción preferida siempre ha sido la de encontrar una solución pacífica al conflicto del apartheid.

La lucha combinada de nuestro pueblo dentro del país, así como la creciente batalla internacional contra el apartheid durante la década del 80 abrieron la posibilidad de una solución negociada a dicho conflicto. La decisiva derrota infligida en Cuito Cuanavale alteró la correlación de fuerzas en la región y redujo considerablemente la capacidad del régimen de Pretoria de desestabilizar a sus vecinos. Este hecho, conjuntamente con la lucha de nuestro pueblo dentro del país, fue crucial para hacer entender a Pretoria que tenía que sentarse a la mesa de negociaciones.

El ANC obligó al régimen a negociar

Fue el ANC el que inició el actual proceso de paz que esperamos conduzca a una transferencia negociada del poder al pueblo.

No hemos iniciado este proceso con objetivos distintos de los que buscábamos obtener mediante la lucha armada. Nuestras metas continúan siendo las de alcanzar las demandas contenidas en la Carta de la Libertad y no nos vamos a conformar con menos.

Ningún proceso de negociación puede tener éxito hasta que el régimen del apartheid comprenda que no habrá paz a menos que haya libertad y que no vamos a ceder en una sola de nuestras justas demandas. Deben comprender que no aceptaremos ningún proyecto constitucional que pretenda mantener los privilegios de los blancos.

Tenemos motivos para pensar que aún no hemos logrado que el gobierno entienda esta posición y les advertimos que si no escuchan tendremos que usar nuestra fuerza para convencerlos.

Esa fuerza es la fuerza del pueblo y en última instancia sabemos que las masas no solo exigirán sino que ganarán sus plenos derechos en una Sudáfrica no racista, no sexista y democrática.

Pero nosotros no buscamos solamente una meta en particular, proponemos una vía específica para lograr esa meta, una vía que supone la participación del pueblo en todo momento. No queremos un proceso que conduzca a un acuerdo ajeno al pueblo y donde su papel sea meramente el de aplaudir.

El gobierno resiste esto a toda costa porque la cuestión de cómo se hace una constitución y cómo se llevan a cabo las negociaciones está íntimamente vinculada a si el resultado es o no es democrático.

El actual gobierno quiere permanecer en el poder durante todo el proceso de transición. Nuestra opinión es que eso es inaceptable. Los propósitos del gobierno en las negociaciones son claros. No podemos permitirle que utilice sus poderes como gobierno para favorecer su propia causa y la de sus aliados ni que utilice esos mismos poderes para debilitar al ANC.

Y esto es exactamente lo que están haciendo. Legalizaron al ANC, pero tenemos que trabajar en condiciones muy diferentes a las de otras organizaciones. No disfrutamos de la misma libertad de organizaciones como el Inkatha y otras organizaciones aliadas al régimen del apartheid. Nuestros miembros se ven hostigados y son incluso asesinados. A menudo se nos impide efectuar reuniones y manifestaciones.

Creemos que el proceso de transición debe ser controlado por un gobierno capaz y que tenga además la voluntad de crear y mantener las condiciones propicias para la libre actividad política. Un gobierno que actúe con vistas a asegurar que la transición sea para crear una verdadera democracia y nada menos.

El actual gobierno se ha mostrado bastante renuente o incapaz de crear un clima propicio para las negociaciones. Se retracta de los acuerdos tomados para la liberación de los prisioneros políticos y para permitir el regreso de los exiliados. Recientemente ha permitido que se dé una situación en la que un verdadero reino de terror y violencia se desata contra las comunidades africanas y contra el ANC como organización.

En esa ola de violencia han sido asesinadas 10 mil personas desde 1984, 2 mil de ellas solo en lo que va del año. Siempre hemos dicho que este gobierno que se vanagloria de sus fuerzas policiales profesionales es perfectamente capaz de poner fin a la violencia y juzgar a los culpables. Pero no solo no muestra ninguna voluntad de hacerlo sino que ahora tenemos pruebas irrefutables —que han sido publicadas en la prensa independiente— de su complicidad con la violencia.

La violencia se ha utilizado en un intento sistemático de fortalecer a Inkatha como un aliado potencial del Partido Nacional. Ahora contamos con pruebas que evidencian la entrega de fondos por el gobierno a Inkatha, dinero que proviene de los contribuyentes.

Todo esto indica la necesidad de crear un gobierno interino de unidad nacional que presida la transición. Necesitamos un gobierno que goce de la confianza de amplios sectores populares para que gobierne durante ese delicado período, para asegurar que los contrarrevolucionarios no puedan alterar el proceso y garantizar que la elaboración de la constitución se lleve adelante en un clima libre de represión, intimidación y miedo.

Creemos que la constitución misma debe ser elaborada en la forma más democrática posible. En nuestra opinión la mejor forma de lograrlo es a través de la elección de representantes a una asamblea constituyente con mandato para elaborar un proyecto de constitución. Hay organizaciones que retan al ANC cuando afirma ser la organización más representativa del país. Si no es cierto, que demuestren su apoyo popular en las urnas electorales.

Para asegurar que las masas populares queden incluidas en este proceso estamos distribuyendo y discutiendo nuestras propias propuestas constitucionales y un proyecto de carta de derechos. Queremos que estas sean discutidas en todas las estructuras de nuestra alianza, es decir, el ANC, el Partido Comunista Sudafricano y el Congreso de Sindicatos Sudafricanos, así como por el pueblo en general. De ese modo cuando el pueblo vote por el ANC para que lo represente en una asamblea constituyente, sabrá no solo lo que el ANC defiende en líneas generales, sino qué tipo de constitución queremos. Naturalmente estas propuestas constitucionales están sujetas a revisión sobre la base de consultas con nuestros miembros, con el resto de la alianza y con el pueblo en general. Queremos lograr una constitución que reciba amplio apoyo, lealtad y respeto. Eso solo puede lograrse si vamos realmente a las masas populares.

A fin de impedir estas justas demandas, se han hecho varios intentos para minar y desestabilizar al ANC. La violencia es el más grave de esos intentos, pero hay otros métodos más insidiosos. En la actualidad, tanto en la prensa como entre nuestros adversarios políticos y muchos gobiernos occidentales, existe una obsesión con nuestra alianza al Partido Comunista Sudafricano.

La prensa constantemente publica especulaciones sobre el número de comunistas que integran nuestro ejecutiva nacional y aducen que estamos siendo dirigidos por el Partido Comunista.

El ANC no es un partido comunista sino un amplio movimiento de liberación que entre sus miembros incluye a comunistas y a otros que no lo son. Cualquier persona que sea miembro leal del ANC, y que acepte la disciplina y los principios de la organización, tiene el derecho de pertenecer a sus filas.

Nuestra relación con el Partido Comunista Sudafricano como organización se basa en el respeto mutuo. Nos unimos con el Partido Comunista Sudafricano en torno a aquellos objetivos que nos son comunes, pero respetamos la independencia de cada uno y su identidad individual. No ha habido intento alguno por parte del Partido Comunista Sudafricano de subvertir al ANC. Por el contrario, derivamos fuerza de esa alianza.

No tenemos la más mínima intención de hacerles caso a aquellos que nos sugieren y aconsejan que rompamos esa alianza. ¿Quiénes son los que ofrecen estos consejos no solicitados? Provienen mayormente de los que nunca nos han dado ayuda alguna. Ninguno de esos consejeros ha hecho jamás los sacrificios que han hecho los comunistas por nuestra lucha. Esa alianza nos ha fortalecido y la haremos aún más estrecha.

Nos encontramos en una fase de nuestra lucha en la que ya se avizora la victoria. Pero tenemos que asegurar que esa victoria no nos sea arrebatada. Tenemos que asegurar que el régimen racista sienta el máximo de presión hasta el final para que comprenda que tiene que ceder, que el camino hacia la paz, la libertad y la democracia es irresistible.

Por eso deben mantenerse las sanciones. No es este el momento de premiar al régimen del apartheid. ¿Por qué habría de premiársele por derogar leyes reconocidas como un delito internacional? El apartheid aún existe. Hay que obligar al régimen a que lo elimine. Y solo cuando ese proceso sea irreversible podremos comenzar a pensar en disminuir las presiones.

Estamos hondamente preocupados por la actitud que la administración Bush ha adoptado con respecto a este asunto. Ese fue uno de los pocos gobiernos que estuvo en contacto habitual con nosotros para examinar la cuestión de las sanciones y le hicimos ver claramente que eliminar las sanciones sería prematuro. Sin embargo esa administración, sin siquiera consultarnos, sencillamente nos informó que las sanciones norteamericanas iban a ser anuladas. Consideramos que eso es totalmente inaceptable.

Es en este contexto que valoramos muy, muy hondamente nuestra amistad con Cuba. Cuando usted, compañero Fidel, dijo ayer que nuestra causa es la causa de ustedes, yo sé que ese sentimiento surge del fondo de su corazón y que es el sentimiento de todo el pueblo de Cuba revolucionaria.

Estamos unidos porque nuestras organizaciones, el Partido Comunista de Cuba y el ANC, luchan en defensa de las masas oprimidas, para que aquellos que crean las riquezas obtengan sus frutos. Su gran apóstol José Martí dijo: «Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar».

Nosotros en el ANC siempre estaremos del lado de los pobres y sin derechos. No solamente estaremos junto a ellos. Vamos a asegurarnos de que más temprano que tarde los pobres y sin derechos rijan la tierra en que nacieron y que —como expresa la Carta de la Libertad— sea el pueblo el que gobierne. Y cuando ese momento llegue, habrá llegado no solamente por nuestros propios esfuerzos, sino también gracias a la solidaridad, al apoyo y al estímulo del gran pueblo cubano.

Debo concluir mis palabras refiriéndome a un hecho del cual todos ustedes son testigos. El Comandante Fidel Castro me impuso a mí la orden más alta que este país puede conceder. Me siento indigno de esta condecoración porque pienso que no la merezco.

Es un premio que debe otorgársele a aquellos que ya han logrado la independencia de su pueblo. Pero es fuente de inspiración y de renovada fuerza el ver que esta condecoración se confiere al pueblo de Sudáfrica como reconocimiento de que está erguido y lucha por su libertad.

Esperamos sinceramente que en los días venideros seamos dignos de la confianza en nosotros que se ve expresada en esta condecoración.

¡Viva la Revolución Cubana!

¡Viva el compañero Fidel Castro!

Nelson Mandela: Un ideal por el que estoy dispuesto a morir. Discurso

nelson Mandela joven-biografiaDeclaraciones y Discurso de Nelson Mandela desde el banquillo en el Juicio de Rivonia en 1961, que le condenaría a 27 años de cárcel.

«He soñado con la idea de una democracia y una sociedad libre en la cual las personas vivan juntas en harmonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal el cual quiero vivir para verlo hecho realidad. Pero si para ello es necesario…. es un ideal por el cual estoy preparado a morir.»
«Yo soy el primer acusado.

Tengo una licenciatura en Artes y ejercí de abogado en Johannesburgo durante varios años en colaboración con Oliver Tambo. Se me condena por salir del país sin permiso y por incitar a la gente a ir a la huelga a finales de mayo de 1961.

Ante todo, quiero decir que la sugerencia hecha por el Estado en su apertura que la lucha en Sudáfrica está bajo la influencia de los extranjeros o los comunistas es totalmente incorrecta. He hecho todo lo que hice, como individuo y como líder de mi pueblo, por mi experiencia en Sudáfrica y por mi propio orgullo africano.

En mi juventud en Transkei escuché a los ancianos de mi tribu contar historias de los viejos tiempos. Entre los cuentos se mencionaban los de las guerras de nuestros antepasados que lucharon en defensa de la patria. Los nombres de Dingane y Bambata, Hintsa y Makana, Squngthi y Dalasile, Moshoeshoe y Sekhukhuni, se elogiaron como la gloria de toda la nación africana. Yo esperaba entonces que la vida puede ofrecer la oportunidad de servir a mi pueblo y mi humilde contribución a su lucha por la libertad. Esto es lo que me ha motivado en todo lo que he hecho en relación con las acusaciones formuladas en mi contra en este caso.
Dicho esto, tengo que tratar de inmediato y con cierto detenimiento la cuestión de la violencia. Some of the things so far told to the Court are true and some are untrue. Algunas de las cosas que hasta ahora le dijo a la Corte son verdaderas y algunas son falsas. No obstante, niega que planeara sabotaje. Yo no tenía previsto en un espíritu de temeridad, ni porque tengo el amor de toda la violencia. Yo lo previsto como resultado de un ambiente tranquilo y sobrio de evaluación de la situación política que había surgido después de muchos años de tiranía, la explotación y la opresión de mi pueblo por los blancos.

Reconozco inmediatamente que yo era una de las personas que ayudaron a formar Umkhonto we Sizwe y que desempeñó un papel destacado en sus asuntos hasta que fue detenido en agosto de 1962.

En la declaración que voy a hacer voy a corregir ciertas impresiones falsas que han sido creados por el Estado testigos. Entre otras cosas, voy a demostrar que algunos de los actos mencionados en las pruebas no eran y no podría haber sido cometido por Umkhonto. Yo también se ocupará de la relación entre el Congreso Nacional Africano y Umkhonto, y con la parte que personalmente han desempeñado en los asuntos de ambas organizaciones. Voy a tratar también con el papel desempeñado por el Partido Comunista. Con el fin de explicar adecuadamente estas cuestiones, me tendrá que explicar qué Umkhonto establecidas para lograr, lo que los métodos prescritos para el logro de estos objetos, y por qué se eligieron estos métodos. También me tienen que explicar cómo se involucró en las actividades de estas organizaciones.

Niego que Umkhonto responsable de una serie de actos que claramente queda fuera de la política de la organización, y que han sido acusados en el auto de acusación en contra de nosotros. sé qué justificación hay para estos actos, pero para demostrar que no podría haber sido autorizado por Umkhonto, quiero referirme brevemente a las raíces y la política de la organización.

Ya he mencionado que yo era una de las personas que ayudaron a formar Umkhonto. Yo, y los demás que se inició la organización, lo hicieron por dos razones. En primer lugar, considera que, como resultado de la política del Gobierno, la violencia por la African people se había convertido en inevitable, y que, a menos que se le dio un liderazgo responsable para canalizar y controlar los sentimientos de nuestro pueblo, habrá brotes de terrorismo que se producen una intensidad de amargura y hostilidad entre las diversas razas de este país que no se produce, incluso por la guerra. En segundo lugar, consideramos que sin violencia no se abrirá la puerta a la African people para tener éxito en su lucha contra el principio de la supremacía blanca. Todos los modos legítimos de expresar oposición a este principio se había cerrado por la legislación, y nos coloca en una posición en la que hemos tenido a bien aceptar un estado permanente de inferioridad, o para desafiar al Gobierno. Hemos elegido a desafiar a la ley. En primer lugar, violó la ley de una manera que evita cualquier recurso a la violencia, cuando esta forma se legisló contra y, a continuación, el Gobierno recurrió a una demostración de fuerza para aplastar a la oposición a sus políticas, sólo entonces, hemos decidido responder a la violencia con violencia.

Pero la violencia que hemos decidido no adoptar el terrorismo. Nosotros, que se formó Umkhonto todos los miembros del Congreso Nacional Africano, había detrás de nosotros y el ANC tradición de la no violencia y la negociación como medio de resolver las controversias políticas. Creemos que Sudáfrica pertenece a todas las personas que viven en ella, y no a un grupo, ya sea blanco o negro. No queríamos una guerra interracial, y trató de evitarlo hasta el último minuto. Si la Corte está en duda acerca de esto, se verá que toda la historia de nuestra organización lleva a cabo lo que he dicho, y lo voy a decir, posteriormente, cuando describen las tácticas que Umkhonto decidió adoptar. Quiero, por tanto, decir algo sobre el Congreso Nacional Africano.

El Congreso Nacional Africano se formó en 1912 para defender los derechos de la African people que se ha visto gravemente limitada por la Ley de Sudáfrica, y que luego se ve amenazada por la Ley de tierras nativas. Por treinta y siete años – es decir, hasta el 1949 – que se adhirió estrictamente a la lucha constitucional. Presentó demandas y resoluciones, sino que envió el Gobierno a las delegaciones a que en la creencia de que las reclamaciones de África podría ser resuelta por medios pacíficos y que los africanos debate podría avanzar gradualmente a la plena los derechos políticos. Pero los gobiernos de blancos permanecieron indiferentes, y los derechos de los africanos fueron menos en lugar de convertirse en una mayor. En las palabras de mi jefe, Jefe Lutuli, quien se convirtió en Presidente de la ANC en 1952, y que más tarde fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz:

«que se niega que de treinta años de mi vida se han gastado en vano golpear, paciencia, moderación, y modestamente en una puerta cerrada y prohibido? ¿Cuáles han sido los frutos de la moderación? En los últimos treinta años se ha producido el mayor número de leyes que restringen nuestros derechos y el progreso, hasta el día de hoy hemos llegado a una etapa en la que casi no tienen derechos en absoluto «.

Incluso después de 1949, el ANC sigue decidido a evitar la violencia. En este momento, sin embargo, hubo un cambio de lo estrictamente constitucional los medios de protesta que se había empleado en el pasado. El cambio se materializó en una decisión que se tomó para protestar contra la legislación del apartheid por medios pacíficos, pero ilegal, las manifestaciones en contra de determinadas leyes. De conformidad con esta política de la ANC puso en marcha la Campaña de Desafío, en la que fue puesto a cargo de voluntarios. Esta campaña se basa en los principios de resistencia pasiva. Más de 8.500 personas desafiaron a las leyes del apartheid y se fueron a la cárcel. Sin embargo, no hubo un solo caso de violencia en el curso de esta campaña por parte de cualquier manifestante. Yo y diecinueve colegas fueron condenados por el papel que desempeñó en la organización de la campaña, pero nuestras oraciones fueron suspendidos debido principalmente a que el juez determinó que la disciplina y la no violencia en que se habían producido durante todo el proceso. Este fue el momento en que el voluntario de la sección de la ANC fue creada, y cuando la palabra ‘ Amadelakufa ‘ ‘Amadelakufa «se utilizó por primera vez: este fue el momento en que los voluntarios se les pidió que tomen el compromiso de defender ciertos principios. Pruebas relativas a los voluntarios y sus promesas se ha introducido en este caso, pero completamente fuera de contexto. Los voluntarios no eran, y no lo son, los soldados de un ejército negro se comprometieron a luchar una guerra civil contra los blancos. Ellos fueron y son. dedicado los trabajadores que están dispuestos a conducir las campañas iniciadas por el ANC para distribuir folletos, la organización de huelgas, o hacer lo que la campaña es necesario. se llaman los voluntarios, ya que los voluntarios para hacer frente a las penas de prisión y azotes, que ahora están previstas por el legislador para tales actos.

Durante la Campaña de Desafío, la Ley de seguridad pública y la Ley de enmienda del Código Penal se aprobaron. Los presentes Estatutos previsto penas más severas para los delitos cometidos por medio de protestas en contra de las leyes. A pesar de ello, las protestas continuaron y el ANC se adhirió a su política de no violencia. En 1956, 156 miembros destacados de la Alianza del Congreso, incluido yo mismo, fueron detenidos bajo la acusación de alta traición y los cargos en virtud de la Ley de Represión del Comunismo. La política no violenta de la ANC fue puesto en cuestión por el Estado, pero cuando el Tribunal dictó sentencia unos cinco años más tarde, se encontró que el ANC no tiene una política de la violencia. Nos fueron absueltos de todos los cargos, que incluía una cuenta de que la ANC tratado de crear un estado comunista en lugar del régimen actual. El Gobierno siempre ha tratado de etiquetar todos sus oponentes como los comunistas. Esta afirmación se ha repetido en el presente caso, pero como voy a mostrar, la ANC no es, ni nunca ha sido, una organización comunista.

En 1960 se produjo el tiroteo en Sharpeville, lo que resultó en la proclamación de un estado de emergencia y la declaración de la ANC como una organización ilícita. Mis colegas y yo, después de una cuidadosa consideración, hemos decidido que no obedecen a este decreto. Los africanos formaban parte del Gobierno y no las leyes por las que se rigen. Creímos en las palabras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que «la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del Gobierno», y para nosotros a aceptar la prohibición equivalía a aceptar el silencio de los africanos de todos los tiempos . The ANC refused to dissolve, but instead went underground. El ANC se negó a disolver, sino que pasó a la clandestinidad. Creíamos que era nuestro deber de preservar esta organización que había sido construido con casi cincuenta años de incesante trabajo. No me cabe duda de que no se respete la libre Blanco disolver la organización política que si se declara ilegal por el gobierno en la que no tienen voz.

En 1960 el Gobierno celebró un referéndum que condujo a la creación de la República. Los africanos, que constituyen aproximadamente el 70 por ciento de la población de Sudáfrica, no tenían derecho a voto, y ni siquiera fueron consultados sobre la propuesta de cambio constitucional. Se tomó una resolución para celebrar una Conferencia Africana para convocar una Convención Nacional, y organizar manifestaciones de masas en vísperas de la República no deseado, si el Gobierno no para llamar a la Convención. A la conferencia asistieron los africanos de diversas tendencias políticas. Yo era el Secretario de la Conferencia y se comprometió a ser responsable de la organización nacional se quedan en casa que posteriormente fue llamado para que coincida con la declaración de la República. Como todas las huelgas son ilegales por los africanos, la persona que la organización de dicha huelga debe evitar la detención. Fui escogido para ser esa persona, y, en consecuencia, tuve que dejar mi casa y mi familia y la práctica y pasar a la clandestinidad para evitar la detención.

Iba a ser una manifestación pacífica. Se dieron instrucciones a los organizadores y los miembros para evitar cualquier recurso a la violencia. La respuesta del Gobierno fue la introducción de nuevas y más severas las leyes, a fin de movilizar sus fuerzas armadas, y para enviar sarracenos, vehículos armados y los soldados en los municipios en una masiva demostración de fuerza destinada a intimidar a la gente. Esta fue una indicación de que el Gobierno ha decidido pronunciarse sólo por la fuerza, y esta decisión fue un hito en el camino a Umkhonto.

Algunos de estos pueden parecer irrelevantes para este juicio. De hecho, creo que nada de esto es irrelevante, ya que, espero, que la Corte pueda apreciar la actitud adoptada finalmente por las diversas personas y organismos interesados en el Movimiento de Liberación Nacional. Cuando fui a la cárcel en 1962, la idea dominante fue que la pérdida de la vida debe ser evitado. Ahora sé que esto era así en 1963.

Si vamos a ceder a la demostración de la fuerza y la amenaza implícita en contra de la acción futura, o si es que vamos a luchar contra ella y, en caso afirmativo, ¿cómo?

No teníamos ninguna duda de que teníamos que continuar la lucha. Cualquier otra cosa habría sido la más absoluta entrega. Nuestro problema no es si a la lucha, pero fue la forma de continuar la lucha. Nosotros, los de la CAN siempre ha defendido una democracia no racial, y se redujo de toda acción que pueda conducir las regatas más lejos de lo que ya eran. Pero los hechos fueron que cincuenta años de la no-violencia ha provocado la African people pero nada más y más legislación represiva, y menos y menos derechos. Puede que no sea fácil para el Tribunal de Primera Instancia de entender, pero es un hecho que durante mucho tiempo la gente ha estado hablando de la violencia – del día en que se lucha contra el hombre blanco y recuperar su país – y nosotros, los dirigentes de la ANC, sin embargo, siempre ha prevalecido sobre ellos para evitar la violencia y llevar a cabo los métodos pacíficos. Cuando algunos de nosotros hemos hablado de esto en mayo y junio de 1961, no se puede negar que nuestra política de alcanzar un Estado no racial por la no violencia ha logrado nada, y que nuestros seguidores estaban comenzando a perder la confianza en esta política y se desarrollo inquietante las ideas del terrorismo.

No debe olvidarse que por esta vez la violencia, de hecho, convertirse en una característica de la escena política de Sudáfrica. Ha habido violencia en 1957 cuando las mujeres de Zeerust recibieron la orden de llevar pases; hubo violencia en 1958 con la ejecución de sacrificio de ganado en Sekhukhuniland, hubo violencia en 1959, cuando los habitantes de Cato Manor protestaron contra las redadas; hubo violencia en 1960 cuando el Gobierno trató de imponer las autoridades de Pondoland bantú. Thirty-nine Africans died in these disturbances. Treinta y nueve africanos murieron en estos disturbios. En 1961 se habían producido disturbios en Warmbaths, y todo este tiempo ha sido el Transkei una masa de disturbios en plena ebullición. Cada perturbación señaló claramente a las consecuencias inevitables del crecimiento entre los africanos de la creencia de que la violencia era la única manera de salir – se puso de manifiesto que un gobierno que utiliza la fuerza para mantener su estado enseña al oprimido a usar la fuerza para oponerse a él. Ya habían surgido pequeños grupos en las zonas urbanas y espontáneamente a hacer planes para las formas violentas de lucha política. Ahora se plantea un peligro de que estos grupos de adoptar el terrorismo contra los africanos, así como los blancos, si no se dirige. Particularmente inquietante es el tipo de violencia que han surgido en lugares como Zeerust, Sekhukhuniland, y Pondoland entre los africanos. Es cada vez más la forma, no de lucha contra el Gobierno – aunque esto es lo que le pida -, sino de la lucha civil entre ellos, llevado a cabo de tal manera que no podía esperar alcanzar algo más que una pérdida de la vida y la amargura.

A principios de junio de 1961, después de una larga y ansiosa de evaluación de la situación de Sudáfrica, yo y algunos colegas, llegó a la conclusión de que, como la violencia en este país era inevitable, no sería realista y lo malo para que los dirigentes africanos a que sigan la predicación la paz y la no-violencia en un momento en que el Gobierno cumplió con las exigencias de paz con la fuerza.

Esta conclusión a la que no fue fácil llegar. Fue sólo cuando todo lo demás ha fracasado, cuando todos los canales de protesta pacífica se ha prohibido a nosotros, que se tomó la decisión de embarcarse en formas violentas de lucha política, y para formar Umkhonto we Sizwe. Lo hicimos porque no deseamos tal supuesto, pero únicamente porque el Gobierno nos dejó sin ninguna otra elección. En el Manifiesto de Umkhonto publicada el 16 de diciembre de 1961, que es la Exhibición AD, nos dijo:
No vamos a presentar y no tenemos otra opción que volver a golpear por todos los medios a nuestro alcance en defensa de nuestro pueblo, nuestro futuro y nuestra libertad.

Este era nuestro sentimiento, en junio de 1961 cuando se decidió a presionar para un cambio en la política del Movimiento de Liberación Nacional. Sólo puedo decir que me sentí moralmente obligado a hacer lo que hice.

No voy a decir a los que hablamos, o lo que dice, pero quiero tratar con la función del Congreso Nacional Africano en esta fase de la lucha, y con la política y los objetivos del Umkhonto.
Se formó una visión clara que se puede resumir de la siguiente manera:

1. Era una organización política de masas con una función política que cumplir. Sus miembros se han sumado a expresar sobre la política de no-violencia.

2. Por todo esto, no puede y no comprometen la violencia. Esto debe subrayarse. Tampoco sería políticamente correcto, ya que daría lugar a los miembros a dejar de llevar a cabo esta actividad esencial: la propaganda política y la organización. Tampoco es admisible para cambiar la naturaleza de toda la organización.

3. Por otra parte, en vista de esta situación que he descrito, el ANC estaba dispuesto a apartarse de sus cincuenta años de la política de no violencia a la presente medida en que ya no desaprueban la violencia debidamente controlada. De ahí que los miembros que se comprometieron dicha actividad no debe estar sujeto a acción disciplinaria por el ANC.

Como resultado de esta decisión, Umkhonto se formó en noviembre de 1961. Cuando se tomó esta decisión y, posteriormente, formularon nuestros planes, el ANC del patrimonio de la no violencia y la armonía racial fue mucho con nosotros. Pensamos que el país se deriva hacia una guerra civil en el que negros y blancos que luchan entre sí. Hemos visto la situación con alarma. La guerra civil podría significar la destrucción de lo que era para el ANC, con la guerra civil, la paz racial sería más difícil que nunca de lograr. Ya tenemos ejemplos en la historia de Sudáfrica de los resultados de la guerra. Se ha tardado más de cincuenta años de las cicatrices de la guerra de Sudáfrica a desaparecer. ¿Cuánto tiempo haría falta para erradicar las cicatrices de las inter-racial de la guerra civil, que no podía ser combatido sin una gran pérdida de vidas en ambos lados?

La evitación de la guerra civil ha dominado nuestro pensamiento durante muchos años, pero cuando se decidió adoptar la violencia como parte de nuestra política, nos dimos cuenta de que podríamos tener un día para hacer frente a la perspectiva de una guerra. Esto ha de tenerse en cuenta en la formulación de nuestros planes. Nos exige un plan que es flexible y que nos permite actuar de acuerdo con las necesidades de los tiempos y, sobre todo, el plan tenía que ser una guerra civil que se reconoció como el último recurso, y dejó la decisión sobre esta cuestión para el futuro . No queríamos que se comprometan a la guerra civil, pero queríamos estar listos si se hiciera inevitable.
Cuatro formas de violencia posible. Hay sabotaje, hay guerrilla, hay terrorismo, y hay revolución. Decidimos adoptar el primer método de escape y que antes de tomar cualquier otra decisión.
A la luz de nuestro compromiso político de fondo la elección era lógica. Sabotaje no implica la pérdida de vidas, y que ofrece la mejor esperanza para las futuras relaciones raciales. La amargura se limitará al mínimo y, si la política ha dado sus frutos, el gobierno democrático podría convertirse en una realidad. Esto es lo que sentí en ese momento, y esto es lo que dijimos en nuestro Manifiesto.

Esperamos que no sea demasiado tarde, de modo que tanto el Gobierno y sus políticas pueden ser cambiadas antes de que las cosas llegar a la desesperada situación de guerra civil. »

El plan inicial se basaba en un análisis cuidadoso de la situación política y económica de nuestro país. Creímos que Sudáfrica depende en gran medida de capital extranjero y el comercio exterior. Pensamos que la destrucción planificada de plantas de energía, y la interferencia con el ferrocarril y las comunicaciones telefónicas, que tienden a asustar a los capitales del país, hacen más difícil para las mercancías procedentes de las zonas industriales para llegar a los puertos marítimos en los plazos previstos, y en el largo plazo ser una pesada carga para la vida económica del país, lo que obliga a los electores del país a reconsiderar su posición.

Ataques a la cadena de la vida económica del país a estar vinculado con el Gobierno de sabotaje en los edificios y otros símbolos del apartheid. Estos ataques podría servir como fuente de inspiración para nuestro pueblo. Además, sería una salida para aquellas personas que se instaba a la adopción de métodos violentos y nos permitiría dar pruebas concretas a nuestros seguidores que habían adoptado una línea más atrás y estaban luchando contra el Gobierno de la violencia.

Además, si la acción de masas, se llevó a cabo, y las represalias tomadas en masa, pensamos que la simpatía por nuestra causa sería despertado en otros países, y que sería mayor la presión ejercida sobre el Gobierno de Sudáfrica.

Entonces este era el plan. Umkhonto era para llevar a cabo el sabotaje, y se les dio instrucciones estrictas a sus miembros desde el principio, que en ningún caso se les hiera o mate a la gente en la planificación o ejecución de las operaciones. Estas instrucciones se han mencionado en las pruebas de ‘ Mr. X’ .

Los asuntos de Umkhonto fueron controlados y dirigidos por un Consejo Nacional de Alto Mando, que tiene facultades de cooptación y de lo que podría, y lo hizo, nombrar los comandos regionales. El Alto Mando es el órgano que determina los objetivos y las tácticas y estuvo a cargo de la formación y financiación. Con el alto mando había Comandos Regionales que se encarga de la dirección de los grupos locales de sabotaje. En el marco de la política establecida por el Consejo Nacional de Alto Mando, los comandos regionales con autoridad para seleccionar los objetivos a ser atacados. No tenían autoridad para ir más allá del marco y por lo tanto no tiene autoridad para iniciar los actos que ponen en peligro la vida, o que no encajan en el plan general de sabotaje.

Umkhonto tuvo su primera operación el 16 de diciembre de 1961, cuando los edificios de Gobierno, celebrada en Johannesburgo, Port Elizabeth y Durban, fueron atacadas. La selección de los objetivos es la prueba de la política a la que me he referido. Que había la intención de atacar la vida que se han seleccionado los objetivos que las personas se congregaron, y no edificios vacíos y las centrales eléctricas. El sabotaje que se ha comprometido antes del 16 de diciembre 1961 fue obra de grupos aislados y no tenía ninguna relación con cualquier Umkhonto. De hecho, algunos de estos y una serie de actos más tarde fueron reclamados por otras organizaciones.

El manifiesto de Umkhonto se publicó en el día en que comenzaron las operaciones. La respuesta a nuestras acciones y Manifiesto de la población blanca era característicamente violento. El Gobierno amenazó con tomar medidas enérgicas, y exhortó a sus seguidores a mantenerse firmes y hacer caso omiso de las demandas de los africanos. Los blancos no respondieron sugiriendo cambio, sino que respondió a nuestro llamamiento al sugerir la laager.

En contraste, la respuesta de los africanos fue de aliento. De repente existe la esperanza de nuevo. Las cosas estaban sucediendo. Una gran cantidad de entusiasmo generado por los éxitos iniciales, y la gente comenzó a especular sobre cómo la libertad pronto se obtendría.

Sudáfrica es el país más rico de África y podría ser uno de los países más ricos del mundo. Pero es una tierra de extremos y contrastes muy marcados. Los blancos disfrutan de lo que bien podía ser el nivel más alto de vida del mundo, mientras que los africanos viven en pobreza y miseria.

El 40% de los africanos viven sin esperanza en condiciones de pobreza inimaginables. Los más prósperos viven en Johannesburg, aun así su situación es desesperada. Las últimas cifras a 25 de Marzo de 1964 muestran que el 42,84% de las familias viven por debajo del umbral de la pobreza. En estos casos, la pobreza va de la mano de la malnutrición y de las enfermedades: Tuberculosis, gastrointeritis, escorbuto… traen la muerte y la destrucción de la salud. La incidencia de la mortalidad infantil es una de las más altas del mundo. Según la oficina médica de Pretoria, la tuberculosis mata a 40 personas al día (casi todos africanos), y en 1961 hubo 58491 nuevos casos registrados.

Las enfermedades no solo destroza los órganos vitales sino que dan como resultado falta de inteligencia y de iniciativa y reduce el poder de concentración. Los efectos secundarios de tales condiciones afectan al conjunto de toda la comunidad y al rendimiento de los trabajadores.

El reproche de los africanos, ahora bien, es no solo que ellos son pobres y que los blancos son ricos, sino que las leyes, que están hechas por los blancos, están destinadas a preservar esta situación. Hay dos maneras de romper con la pobreza. La primera es mediante una adecuada educación, y la segunda es adquirir una mayor profesionalidad de los propios trabajadores y de esta manera adquirir unos mayores salarios. Estas dos vías de salvación están deliberadamente cortadas por la legislación de los blancos.

El presente gobierno ha impedido siempre que los africanos adquieran una adecuada educación. Una de sus primeras medidas después de tomar el poder, el de eliminar todos los subsidios a las escuelas africanas. Muchos niños africanos que asistían a las escuelas dependían de estos subsidios. Este fue un acto cruel.

Existe la educación obligatoria para todos los blancos, y virtualmente sin coste alguno para sus padres, sean ricos o pobres. Las mismas condiciones no se adjudican a los niños africanos. A menudo, los niños africanos tienen que pagar más por su escolarización que los niños blancos.

El gobierno a menudo responde a estas críticas diciendo que los africanos de Sudáfrica son mejores económicamente que cualquiera de los otros habitantes del resto de África. Yo desconozco si esta afirmación es correcta o no. Pero aun siendo cierta, mientras los africanos estén concernidos, esto es irrelevante.

Nuestra queja no es que nosotros seamos pobres en comparación con la gente de otros países, sino que nosotros somos pobres en comparación con los blancos de nuestro propio país, y que esta situación está favorecida mediante legislación.

La ausencia de dignidad humana experimentada por los africanos es el resultado directo de la política de la supremacía blanca. La supremacía blanca implica la inferioridad de los negros. La legislación actual está designada a preservar dicha supremacía.

Por encima de todo, nosotros deseamos derechos políticos igualitarios, porque sin ellos, nuestras deficiencias serán permanentes. Sé que esto suena revolucionario para los blancos de este país, porque la mayoría de los votantes serán africanos. Esta es la razón por la que el hombre blanco teme a la democracia.

Esto es todo por lo que lucha el partido ANC. Su batalla es realmente una batalla nacional. Es una batalla de la gente africana, inspirada por sus propios sufrimientos y su propia experiencia. Es una batalla por el derecho a vivir.

A lo largo de mi vida, me he dedicado a luchar por los derechos de los africanos. He luchado contra la dominación blanca.

He soñado con la idea de una democracia»

Heinrich Böll: Discurso al recibir el premio Nobel de literatura en 1972.

heinrich-bollEl Premio Nobel 1972 de Literatura a Heinrich Böll
se le fue entregado durante la ceremonia de los Premios
de la Feria Internacional de San Erik (conocido hoy como
las Ferias Internacionales de Estocolmo) en Älvsjö.

Señor ministro presidente, querida señora Palina, damas y caballeros:

Con motivo de una visita ala República Federal Alemana, Su Majestad el Rey de Suecia detuvo su experta mirada en los estratos acumulados a despecho de veleidades, de los cuales procedemos y sobre los cuales vivimos. Esta tierra no es virginal ni, en modo alguno, inocente, y jamás ha llegado a lograr la paz. Este codiciado país a orillas del Rin, habitado por hombres ambiciosos, ha tenido numerosos soberanos y por ello ha visto muchas guerras. Guerras coloniales, nacionales, regionales, locales, confesionales y mundiales. Ha visto matanzas organizadas, persecuciones y ese incesante ir y venir, tanto de los que marchaban, expulsados, a otras tierras, como de los que volvían arrojados de cualquier país. Y que allí se hablara alemán era algo demasiado evidente para tener que demostrarlo dentro o fuera. Esto, lo hicieron otros a quienes no satisfacía la «d» suave sino que exigían una «t» fuerte: Teutsche (1). A lo largo del camino que uno va recorriendo desde los estratos de la pretérita caducidad hasta el fugaz presente, no hay más que violencia, destrucción, dolor y errores. Pero ni los escombros ni las ruinas, ni los movimientos de Este a Oeste, y al contrario, lograron lo que después de tanta historia, de demasiada historia, se podría haber esperado: la tranquilidad; probablemente porque nunca se nos dio la oportunidad; para unos éramos demasiado occidentales, para otros no bastante occidentales; para unos demasiado profanos, para otros no bastante profanos. Todavía reina la desconfianza entre los alemanes que desean justificarse como si la combinación Alemania y Occidente fuera tan sólo un engaño de la nación que mientras tanto ha dejado ya de ser sagrada (2). Y sin embargo, se debería dar por seguro que si este país jamás debía haber tenido arrebato alguno, estaba situado allá por donde fluye el Rin. El camino hacia la República Federal fue muy largo. También yo escuché en el colegio cuando era chico el proverbio deportivo: la guerra es el padre de todas las cosas; al mismo tiempo oía decir en el colegio y en la iglesia que los pacíficos, los mansos y los humildes poseerían la Tierra de promisión. Hasta el final de sus días, no se libera uno de la mortal contradicción que promete a unos el cielo y la tierra y a otros solamente el cielo, y esto en un país en que también la Iglesia pretendía, lograba y ejercía el dominio hasta nuestros días. El camino hasta aquí ha sido un camino largo para mí, que, como tantos millones, al regresar de la guerra, no poseía mucho más que las manos en el bolsillo, y lo único que me distinguía de los otros era mi pasión por querer escribir, escribir de nuevo. Esto me ha traído hasta aquí. Permítanme que no acabe de creer del todo el hecho de que me encuentre aquí, al mirar hacia atrás y ver al joven que después de una larga persecución y un largo camino volvió a una patria perseguida; que escapó, no solamente a la muerte, sino también al ansia de morir: fui liberado y superviviente; la paz -yo nací en 1917- era solamente para mí una palabra, ni objeto de evocación ni un talante; República no era una pabra extraña, sino solamente un recuerdo desvanecido. Yo aquí debería dar las gracias a muchos autores extranjeros que se convirtieron en libertadores, liberando lo extraño que por su esencia quedaba relegado a la singularidad de su encierro. El resto fue la conquista del lenguaje en esta vuelta al material, a este puñado de polvo que parecía estar delante de la puerta y que. sin embargo, tan difícil fue de captar y de comprender. También quisiera agradecer los muchos alientos que me han dado los amigos y críticos alemanes, y también las tentativas de desaliento, pues de todo se ofrece sin la guerra, pero nada, así lo creo yo, sin oposición.

Estos veintisiete años han sido un largo camino, no solamente para el autor, sino también para el ciudadano, a través de un espeso bosque de «índices» (3) que procedían de la maldita dimensión de lo propio, dentro de la cual las guerras perdidas se convierten en guerras propiamente ganadas. Muchos de estos índices eran severamente agresivos y tenían su punto de mira en y dentro de sí mismos. Recuerdo con temor a mis predecesores alemanes que, dentro de esta maldita dimensión de lo propio, ya no debían ser alemanes. Nelly Sachs, salvada por Selma Lagerlöf, sólo a duras penas librada de la muerte; Thomas Mann perseguido y desterrado. Hermann Hesse ausente de la dimensión de lo propio, que, cuando aquí fue honrado, hacia tiempo que ya no era súbdito alemán. Cinco años antes de mi nacimiento, hace sesenta años, estuvo aquí el último Premio Nobel alemán de Literatura que murió en Alemania, Gerhart Hauptmann. Él vivió los últimos años de su vida en una variante de Alemania a la cual, a despecho de algunas incomprensiones, no pertenecía. Yo no soy un alemán propio ni he dejado de serlo propiamente; soy alemán; la única prueba válida que nadie me ha de extender ni prorrogar, es el idioma en el cual escribo. Como tal, como alemán, me alegro de este gran honor. Doy las gracias a la Academia sueca y al país sueco por esta distinción, que seguramente no sólo vale para mí, sino también para el idioma en el cual me expreso y para el país del que soy ciudadano.

 

 

(1) Usado por los racistas nazis en vez de la palabra Deutsche (alemanes) subrayando de esta manera su procedencia teutónica.

(2) Se refiere al «Sacro Imperio Romano de la nación alemana», bajo Carlomagno.

(3) En el sentido de índice levantado en señal de amonestación.

Albert Einstein: Discurso sobre los Derechos Humanos. Ante la Chicago Decalogue Society, 20 de febrero de 1954

albert einsteinSeñoras y señores:

Se han reunido ustedes hoy para dedicar su atención al problema de los derechos humanos; y han decidido ofrecerme un premio con este motivo. Cuando me enteré de ello, me deprimió un poco su decisión. ¿En qué desdichada situación, pensé, debe hallarse una comunidad para no dar con un candidato más adecuado a quien otorgar esta distinción?

He dedicado, durante una larga vida, todas mis facultades a lograr una visión algo más profunda de la estructura de la realidad física. jamás he hecho esfuerzo sistemático alguno para mejorar la suerte de los hombres, para combatir la injusticia y la represión, y para mejorar las formas tradicionales de las relaciones humanas.

Sólo hice esto: con largos intervalos, expresé mi opinión sobre cuestiones públicas siempre que me parecieron tan desdichadas y negativas que el silencio me habría hecho sentir culpable de complicidad.

La existencia y la validez de los derechos humanos no están escritas en las estrellas. Los ideales sobre el comportamiento mutuo de los seres humanos y la estructura más deseable de la comunidad, los concibieron y enseñaron individuos ilustres a lo largo de toda la historia. Estos ideales y creencias derivados de la experiencia histórica, el anhelo de belleza y armonía, han sido aceptados de inmediato en teoría por el hombre… y pisoteados siempre por la misma gente bajo la presión de sus instintos animales. Una gran parte de la historia la cubre por ello la lucha en pro de esos derechos humanos, una lucha eterna en la que no habrá nunca una victoria definitiva. Pero desfallecer en esa lucha significaría la ruina de la sociedad.

AI hablar hoy de derechos humanos, nos referimos primordialmente a los siguientes derechos básicos: protección del individuo contra la usurpación arbitraria de sus derechos por parte de otros, o por el gobierno; derecho a trabajar y a recibir unos ingresos adecuados por su trabajo; libertad de discusión y de enseñanza; participación adecuada del individuo en la formación de su gobierno. Estos derechos humanos se reconocen hoy teóricamente, pero, mediante el uso abundante de maniobras legales y formalismos, resultan violados en una medida mucho mayor, incluso, que hace una generación. Hay, además, otro derecho humano que pocas veces se menciona pero que parece destinado a ser muy importante: es el derecho, o el deber, que tiene el individuo de no cooperar en actividades que considere erróneas o perniciosas. A este respecto, debe ocupar un lugar preferente la negativa a prestar el servicio militar. He conocido casos de individuos de excepcional fortaleza moral y gran integridad que han chocado por ese motivo con los órganos del Estado. El juicio de Nuremberg contra los criminales de guerra alemanes se basaba tácitamente en el reconocimiento de éste principio: no pueden excusarse los actos ilegales aunque se cometan por orden de un gobierno. La conciencia está por encima de la autoridad de la ley del Estado.

La lucha de nuestra época gira primordialmente en torno a la libertad de ideas políticas y a la libertad de debate, así como de la libertad de investigación y de enseñanza. El miedo al comunismo ha llevado a prácticas que han Llegado a ser incomprensibles para el resto de la humanidad civilizada y que exponen a nuestro país al ridículo. ¿Hasta cuándo toleraremos que políticos, hambrientos de poder, intenten obtener ventajas políticas de ese modo? A veces, parece que la gente ha perdido su sentido del humor hasta el punto de que ese dicho francés «el ridículo mata» haya perdido ya su validez.

Odysseus Elytis: Aire fuerte. Discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura.

Ruego a ustedes me perdonen que les hable desde el comienzo, sin preámbulo alguno, acerca de la luminosidad y la transparencia.Y ello es así por cuanto esas dimensiones –la luminosidad y la transparencia–,aparte de haber sido y de ser las distintivas del medio en que me tocó vivir,han ido paulatinamente cobrando forma y fuerza dentro de mí hasta llevarme a la necesidad de buscar mi expresión propia. Por lo demás, me parece que la experiencia personal y las virtudes del lenguaje que utiliza el artista o el poeta, constituyen aportes sustanciales para el logro de la mayor visibilidad posible, visibilidad que se vuelve tanto más necesaria cuanto más densa es la oscuridad que caracteriza a la época en que vivimos.

Cuando hablo de visibilidad no me refiero a la mera posibilidad de ver los objetos en todos sus detalles, sino al sentido de captación de su esencia,al poder de transmutarlos hasta convertirlos en una transparencia cuya significación metafísica está implícita en sí misma. Se trataría de una especie de superación de la materia, tal como lo consiguieron,plenamente,los escultores del período cicládico, o como lo lograron los pintores de íconos de Bizancio, quienes, a partir del color puro, llegaron a poner de manifiesto el sentido de la “luz divina”.Se trata de una operación penetrante y al mismo tiempo transformadora de la realidad que, por su parte,la poesía ha tratado siempre, según creo,de llevar a cabo en sus mejores expresiones,y para ello no se ha limitado a lo “ya conseguido”sino que se ha lanzado a lo que “podía conseguirse”. Es este un hecho que no ha sido debidamente apreciado, tal vez porque las neurosis colectivas no lo han permitido,o porque cierto materialismo no dejó que los ojos del hombre se abrieran lo suficiente.

Así, la belleza y la luz fueron percibidas de un modo anodino,inadecuadamente. Y esto se debe a que es más severo el esfuerzo exigido para llegar a configurar dentro de uno mismo al ángel, que el demandado para dejar en libertad toda suerte de demonios.
Existe ciertamente el enigma.Existe ciertamente el misterio.Pero el misterio no es una puesta en escena que se sirve de juegos de sombras y tinieblas con el solo fin de impresionarnos. Es aquello que, aún en medio de la luz absoluta,continúa siendo misterio y se convierte en ese resplandor que atrae y que llamamos belleza. La belleza constituye un camino –quizá el único– hacia la parte desconocida de nuestro ser,hacia aquello que nos excede.De aquí se deriva una definición más de la poesía:es el arte de aproximarnos a lo que nos sobrepasa.

Hay miríadas de signos secretos diseminados en el universo,que constituyen sílabas de un lenguaje desconocido con las que podemos componer palabras,y con las palabras,frases que, al descifrarlas,nos acercarán a la más recóndita verdad.
Pero ¿dónde se halla,en última instancia, la verdad? ¿En el deterioro y en la muerte que comprobamos a diario a nuestro alrededor, o en el impulso que nos lleva a creer que este mundo es eterno e inagotable? Es prudente que evitemos las expresiones grandilocuentes, lo sé; sin embargo, desde tiempos inmemoriales las teorías cosmológicas las utilizaron, chocaron entre sí,florecieron,se marchitaron.La esencia permaneció.Permanece.

Por su parte, la poesía aparece allí donde la racionalidad depone sus armas; y al internarse con ellas en la zona prohibida, demuestra que está fuera del alcance del deterioro.Ella preserva a través de una forma nítida los elementos vitales y permanentes que, a semejanza de las algas en la profundidad de los mares,no pueden distinguirse en la oscuridad de la conciencia. Es por eso que nos resulta tan necesaria la transparencia,ya que nos permite distinguir los nudos en el hilo tendido a lo largo de los siglos,ayudándonos de ese modo a permanecer de pie sobre la tierra.

De Heráclito a Platón y de Platón a Jesús, descubrimos esta “trama” que llega hasta nuestros días bajo formas distintas, diciéndonos siempre lo mismo:que dentro de este mundo se va componiendo, con los elementos de este,el otro mundo,el “más allá”,otra realidad,aquella que está por encima de la realidad aparente en que nos debatimos,contrariando el orden de la naturaleza.La otra realidad nos pertenece, y si no logramos acceder a ella es por nuestra propia incapacidad.
No es nada casual que en épocas sanas el bien haya sido identificado con lo bello, y lo bello con el sol.Y esto es así porque,a medida que la conciencia se purifica,se llena de luz,las zonas de sombra van disminuyendo hasta desaparecer,dejando vacíos que son ocupados por otras de signo opuesto, tal como ocurre en el campo de las leyes naturales. O sea que, en última instancia,se genera una realidad que se sustenta en el “aquí”y en el “más allá”. Poco importa si es Apolo o Venus,Cristo o la Virgen,en quienes se encarne y personifique aquello que en ciertos momentos presentimos y necesitamos ver materializado;lo que sí importa es que cualquiera de ellos nos permita respirar la inmortalidad.En mi opinión, corresponde a la poesía,al margen de todo dogma,posibilitar esa respiración.

¿Cómo no referirme aquí al gran poeta Hölderlin, quien tuvo la misma mirada tanto para los dioses del Olimpo como para Jesús? Él dio así estabilidad a un modo de visión de un valor inapreciable.Descubrió,de esta manera, para nosotros,un dominio extenso y terrible.Tan terrible que,cuando apenas comenzaba a insinuarse el mal que hoy nos abruma,lo hizo exclamar: wozu dichter in durftiger zeit (¿para qué un poeta en tiempos de indigencia?).
¡Ah, sí, por cierto, los tiempos han sido siempre durftiger (de indigencia) para el hombre! Pero,por su parte, la poesía nunca dejó de oficiar.Estos dos hechos, destinados a acompañar nuestro tránsito terrenal,se equilibran el uno al otro.Y cómo podría ser de otra manera si hasta la noche y los astros pueden ser percibidos por nosotros gracias al sol,con la salvedad de que este, según lo expresado por el filósofo de la antigüedad, cuando sobrepasa sus límites incurre en “injuria”. Por nuestra parte,es necesario que nos encontremos a una distancia adecuada del sol moral,del mismo modo que nuestro planeta lo está con relación al sol natural,para que la vida sea posible.De aquí es dable inferir que tanto la ignorancia que nos extraviaba en otros tiempos,como el excesivo conocimiento que hoy nos trastorna, son consecuencias de nuestra incorrecta ubicación con respecto al sol moral.

No por lo que digo me voy a sumar a la larga lista de los que critican nuestra civilización técnica.Una sabiduría tan antigua,como es la de mi país de origen,me enseñó a aceptar la evolución, digerir el progreso junto con su cáscara y su carozo.
¿Qué viene a significar entonces la poesía en una sociedad así? Contesto: es el único sitio donde el poder de los números no tiene cabida.Y,justamente vuestra decisión de este año de honrar –a través de mi persona– la poesía de un pequeño país,muestra en ustedes una actitud en armónica correspondencia con una generosa percepción del arte, que constituye la única fuerza capaz de oponerse al poder de los valores cuantificables.

Sufrimos por la falta de un lenguaje común.Y la repercusión de esta falta –no es exagerado afirmarlo– se advierte en la realidad social y política de nuestra patria común, Europa. Comprobamos todos los días, y así lo proclamamos, que vivimos en un caos moral. Y esto ocurre en un momento en que la distribución de bienes materiales se hace, como nunca,en forma rigurosamente sistemática,con un orden casi militar y un control implacable.Esta contradicción alecciona:toda vez que uno de los dos términos predomina,el otro disminuye en importancia. Es decir, que el digno objetivo basado en la unidad de los pueblos europeos,se ve obstaculizado por la imposibilidad de integrar las partes atrofiadas y no atrofiadas de nuestra civilización.En otras palabras, nuestros valores no constituyen un lenguaje común.
Para el poeta –parece extraño pero es verdad–,los sentidos constituyen el único lenguaje común que sigue teniendo vigencia para él:desde hace milenios no ha variado la manera en que se tocan dos cuerpos. Es un lenguaje que,por lo demás,no ha desencadenado luchas como las que generaron las miles de ideologías que ensangrentaron nuestras sociedades, dejándonos con las manos vacías.

Cuando hablo de los sentidos, no intento aludir a sus niveles superficiales, sino a los más profundos;es decir, a la “analogía de los sentidos”, pues todas las artes se expresan mediante analogías; por ejemplo: las palabras “fango”o “inocencia” pueden corresponder, en algún caso,a un olor;la línea recta o la curva, el sonido agudo o grave,pueden constituir traducciones de alguna percepción óptica o acústica. En suma,nuestros poemas resultarán buenos o malos según sea la forma en que lleguemos a vivir y discernir el significado de la palabra.

Una imagen del mar, de Homero, llega intacta hasta nuestros días cuando Rimbaud nos habla de “la mer melée au soleil”,imagen a la que añade:eso es la eternidad.Y la muchacha que en una escultura de Arquelaos lleva una rama de mirto,al sobrevivir en un cuadro de Matisse nos hace más tangible el sentido mediterráneo de la pureza.Por lo demás, no sería impropio considerar que este mismo sentido está presente en una virgen de la iconografía bizantina, donde,en virtud de un factor casi imperceptible, la luz terrenal se convierte en luz extraterrenal, e inversamente. Podríamos decir que la forma de sensibilidad heredada de la antigüedad, y la recibida del medioevo,generaron una tercera forma de sensibilidad que se parece a las precedentes como un hijo a sus progenitores. ¿Puede la poesía tomar ese camino? ¿Es posible que los sentidos,a través de una constante purificación, puedan acceder a lo sagrado? En caso de que así fuese,la “analogía de los sentidos” volverá a proyectarse sobre el mundo material para influir en él.

Para la tarea que nos aguarda no bastan los versos que puedan surgir de nuestros sueños;en cambio las especulaciones políticas sobran. Ocurre que, en el fondo, el mundo que nos rodea es,simplemente,un cúmulo de materiales;el resultado final –es decir, el paraíso o el infierno que logremos edificar– dependerá de nosotros,en la medida en que seamos buenos o malos arquitectos.De ahí que,si alguna certeza puede ofrecernos la poesía en los tiempos de “durftiger”(indigencia) que nos toca vivir,es,justamente, la de que nuestro destino, a pesar de todo,está en nuestras manos.

Más de una vez, en anteriores oportunidades, he esbozado los fundamentos de una “metafísica solar”, y si bien no es este el momento de considerar las analogías que esa “metafísica” pueda suscitar en relación con el arte, quiero por lo menos señalar el hecho real de la afinidad existente entre el sol –considerado tanto en su sentido real como metafórico– con el medio de expresión de los griegos, entendido como instrumento de magia.

Y este sol,concebido de esta forma, impone al núcleo de sentido del poema el mismo régimen que a la vida en todas sus manifestaciones.O sea,que influye en la composición,en la estructura y,para utilizar un término del vocabulario contemporáneo, en la formación nuclear de la unidad que llamamos poema.
Sería un error suponer que se trata aquí de un retorno al sentido riguroso de la forma.El sentido de la forma, que nos ha legado la percepción occidental, constituye una convención establecida.Ese sentido comprende tres o cuatro categorías; es decir, tres o cuatro recipientes donde forzosamente tenían que volcarse los materiales más diversos.Tal criterio ha perdido vigencia en nuestros días. En lo que a mí respecta, he sido de los primeros en romper las cadenas.

Desde siempre me sentí interesado, oscuramente al comienzo, con toda claridad más tarde,por la determinación del contenido específico que corresponde a cada estructura arquitectónica. Para ello,no es necesario acudir al saber de los artistas antiguos que levantaron obras como el Partenón, sino a los modestos artesanos,mucho más recientes, quienes construyeron las casas y las pequeñas iglesias de las Islas Cícladas,encontrando por instinto en cada caso, una solución propia, práctica y,al mismo tiempo,estética,a punto tal que merecieron la reverente admiración de Le Corbusier.
Fue un instinto semejante el que probablemente despertó dentro de mí,cuando,por vez primera,me encontré ante la necesidad de elaborar una obra de vastas proporciones como “To Axion Estî”:comprendí entonces que si esa obra no se encuadraba,analógicamente, dentro de las previsiones que rigen la construcción de un edificio,no obtendría jamás la consistencia a que yo aspiraba.

Procedí, por lo tanto, del mismo modo en que lo hicieron Píndaro,en la antigüedad,y Romanós o Mélodos,en Bizancio,quienes inventaron para cada oda o himno un ritmo inédito. Y advertí, con toda evidencia,que la repetición por períodos de determinados ritmos y determinados versos, le daban un aspecto poliédrico y al mismo tiempo simétrico a la obra que proyectaba.

¿No se transforma acaso de este modo el poema en un pequeño sol,a cuyo alrededor giran los versos, de conformidad con un orden matemático? Creo que tal transformación corresponde plenamente a la significación más honda del poema.Y creo, asimismo,que no existe logro mayor para un poeta.

Tener el sol entre las manos,sin quemarse, y pasarlo como una antorcha a los que proseguirán la marcha, es un acto arduo pero sagrado.Lo necesitamos. Vendrá un día en que a medida que se llene de luz la conciencia del hombre,se debilitarán los dogmas que lo esclavizaron desde siempre; y este se irá identificando con el sol cuanto más se aproxime a los ideales de dignidad y libertad humanas.

Elfriede Jelinek: Al margen. Discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura 2004

¿Es escribir la facultad de plegarse a la realidad, de acomodarse a ella? Nos encantaría acomodarnos, pero ¿qué me sucede entonces? ¿Qué les sucede a aquellos que no conocen realmente la realidad? Está tan enredada. No hay peine que pueda alisarla. Los poetas la atraviesan y recogen desesperádamente sus cabellos en un peinado que rápidamente por la noche les espanta. Algo no funciona en la apariencia. La cabellera, bien recogida, aún puede ser expulsada de su casa de los sueños, pero ya no se deja domar. O bien de nuevo se derrumba y se aferra como un velo delante de la cara y a penas puede ser manejada. O bien se pone de punta sobre la cabeza, aterrada por lo que sucede sin cesar. Simplemente no se deja peinar. No quiere. Aunque pasemos tantas veces como queramos el peine con algunos dientes arrancados, simplemente no quiere. Ahora es aún peor. Lo escrito, cuando habla de lo que pasa, se escabulle entre los dedos, como el tiempo, y no solamente el tiempo durante el que se ha escrito, durante el que no se ha vivido. Nadie pierde nada cuando no ha vivido. Ni el vivo, ni el tiempo muerto, y el muerto menos. El tiempo, cuando aún se escribía, penetró en las obras de los otros poetas. Como es el tiempo, lo puede todo a la vez: penetrar en su propio trabajo y en el de los otros, en los peinados enredados de los otros, pasa como un viento fresco, incluso si es malo, que se ha elevado, repentino e inesperado, desde la realidad. Cuando se ha elevado una vez, puede no calmarse tan rápidamente. El viento de rabia sopla y lo arrastra todo con él. Lo arrastra todo, poco importa dónde, pero nunca vuelve a esta realidad que debe ser representada. Por todas partes salvo ahí. La realidad es lo que va bajo los cabellos, bajo las faldas y precisamente: arrastra hacia cualquier otra cosa. Cómo puede el poeta conocer la realidad si es ella la que pasa en él y lo arrastra siempre hacia el margen. Desde allí, por una parte ve mejor, por otra él mismo no puede permanecer sobre el camino de la realidad. Allí no hay sitio para él. Su sitio está siempre en el exterior. Sólo lo que dice desde el exterior puede ser recibido y eso porque dice ambigüedades. Y allí surgen dos posibilidades adecuadas, dos verdades que recuerdan que nada sucede, dos que interpretan en direcciones diferentes, lo reducen hasta su fundamento inestable, que falta desde hace tiempo como los dientes arrancados al peine. Una de las dos. Verdadero o falso. Tenía que acabar por llegar, puesto que el suelo como terreno para construir era cuando menos muy inadecuado. ¿Cómo construir sobre un agujero sin fondo? Pero lo inadecuado, que entra en su campo visual, les basta a los poetas para producir algo que podrían igualmente abandonar. Podrían abandonar y también abandonan. No lo matan. Sólo lo miran con ojos confusos, pero no se vuelve arbitrario por esa mirada poco clara. La mirada toca con precisión. Lo que es tocado por la mirada dice aún al derrumbarse, aunque apenas haya sido mirado, aunque aún no haya sido expuesto a la vista afilada del público, lo que es tocado no dice jamás que también podría haber sido otra cosa, antes de ser víctima de esta descripción. Significa precisamente lo que permanecería mejor no-dicho (¿Porque habríamos podido decirlo mejor?), lo que debería permanecer siempre turbio y sin razón. Demasiados se han deslizado hasta el vientre dentro. Son arenas movedizas, pero no mueven nada. Sin fondo, pero no sin fundamento. Arbitrario, pero nunca amado.

Lo exterior sirve a la vida que no se haya precisamente ahí, sino no estaríamos todos en pleno centro, en lo pleno, en la vida humana plena, y sirve a la observación de la vida que se encuentra siempre en otra parte. Allí dónde no estamos. Por qué insultar a alguien porque no encuentre el camino del viaje, de la vida, del viaje de la vida, si ha sido deportado -y deportado no es deportar con otro, ni llevar, sino simplemente desplazado por azar como el polvo de los zapatos perseguido inexorablemente por la limpiadora, siquiera un poco menos inexorablemente que el extranjero por los autóctonos. ¿Qué significa como polvo? ¿Es radioactiva o simplemente activa por si misma? Sólo lo pregunto porque deja ese extraño rastro luminoso sobre el camino. ¿Es el camino lo que corre al lado y no se reúne jamás con el escritor, o es el escritor el que corre al lado, al margen? No es diferente, pero está aislado. Desde ahí ve a los que son diferentes a él, pero entre ellos también, en su diversidad, para representarlos en su simplicidad, para darles forma, porque la forma es lo más importante, desde allá lejos se ve mejor. Pero se le guarda rencor, entonces ¿son rastros de tiza y no partículas de materia luminosa lo que marca el camino de la escritura? En todos los casos es una marca que muestra y al mismo tiempo vela y ella misma borra cuidadosamente el rastro que ha dejado. No estamos en absoluto presentes. Pero a pesar de todo sabemos lo que ha pasado. Ha sido dicho desde lo alto de la pantalla, por caras deformadas de dolor, embadurnadas de sangre, sonrientes bocas maquilladas, hinchadas por el maquillaje u otras bocas que han respondido correctamente a una pregunta del Quiz, o gente nacida boca, mujeres que no pueden nada y que no tienen nada que añadir, que se han levantado y se han quitado el vestido, para mostrar a la cámara su pecho frescamente endurecido, que ha pertenecido a los hombres. Cantidad de gargantas exhalan cantos como un mal aliento, pero aún más fuerte. Es lo que podría ser visto en el camino, si estuviéramos aún en él. Seguimos nuestro camino fuera del camino. Podemos verlo lejos, ahí donde permanecemos solos y satisfechos porque el camino se quiere ver pero no coger. ¿Ha hecho un ruido el sendero? ¿No quiere mediante ruidos, no sólo luces, llamar la atención de la gente que grita, de las luces chillonas? ¿El camino que no podemos coger tiene miedo de no ser tomado, él que sin embargo han tomado tantos pecados sin cesar, torturas, crímenes, robos, duras coacciones, forzada dureza, para la creación de los memorables destinos mundiales? Al camino le importa poco. Lo lleva todo, con firmeza, incluso si es infundado. Sin fundamentos. Sobre el suelo perdido. Mis cabellos se levantan sobre mi cabeza, como decía, y ninguna permanente podría forzarles a bajar. Tampoco hay permanencia en mí. Ni sobre mí ni dentro de mí. Si se está al margen, debemos estar siempre preparados para saltar más y más, en la Nada que se encuentra al lado del margen. Y el margen inmediatamente ha traído su trampa de margen lista en todo momento, la grieta, para atraer a alguien aún más lejos. Atraer es tirar al interior. Por favor, ahora no querría perder de vista el camino sobre el que no estoy. Querría describirlo, por lo menos, bien y sobre todo correcta y precisamente. Si lo describo ya tiene que servir para algo. Pero este camino no me ahorra nada. ¿Qué es lo que me queda pues? Incluso en camino está bloqueado para mí, no puedo apenas desplazarme. Estoy lejos y al mismo tiempo no salgo. Y ahí querría por seguridad estar protegida de mi propia incertidumbre pero también de la incertidumbre del suelo sobre el que me encuentro. Mi lengua, por seguridad, no sólo para protegerme, corre a mi lado, y controla que lo haga correctamente, que lo haga correctamente falso, describir la realidad, porque debe ser descrita siempre falsamente, no puede ser de otra forma, tan falsamente que cada uno que la lea u oiga vea inmediatamente su falsedad. ¡Miente! Esta perra lengua que debe protegerme, es para eso que la tengo, me agarra ahora. Mi protección quiere morderme. Mi única protección contra el hecho de ser descrita, la lengua que a la inversa está ahí para describir algo, que no soy yo – es por eso que relleno tanto papel, mi única protección se vuelve contra mí. Puede ser que sólo la tenga para que, bajo pretexto de protegerme, se lance sobre mí. Porque busqué la protección en la escritura, este ser en camino, la lengua que en el movimiento, la palabra, me parecía ser un abrigo seguro, se vuelve contra mí. Ningún milagro. Sin embargo, Inmediatamente desconfié. ¿Qué es ese camuflaje que está ahí, para que no nos volvamos invisibles sino siempre más legibles?

La lengua llega a veces por error al camino, pero no va por fuera del camino. No es un proceso arbitrario, la palabra de una lengua, involuntariamente arbitraria, lo queramos o no. La lengua sabe lo que quiere. Lo que es bueno para ella, en efecto, no lo sé, no sé los nombres. La verborrea, el discurso discurre ahora siempre más, porque es siempre un mar de discurso, sin principio ni fin, pero no es un habla. Discurre del otro lado, allí donde siempre están los otros porque no quieren estar, están muy ocupados. Allí, del otro lado. Yo no. Ella, la lengua que se aleja a veces de mi, hacia la gente, no la otra gente, sino los reales, los verdaderos, alejada allá lejos en el camino bien balizado (¿quién puede perderse aquí aún?), les sigue como una cámara en todos sus movimientos para que al menos ella, la lengua, aprenda cómo es la vida, porque en este momento preciso, no es la vida, lo que es, y además hace falta describir lo que ella no es. Discurramos sobre el hecho que debíamos ir una vez más al examen profiláctico. Pero de un solo golpe, hablamos de pronto, en rigor, como alguien que tiene la elección de no hablar más. Suceda lo que suceda, sólo la lengua habla de mi, yo misma me ausento. La lengua va. Yo permanezco, pero lejos. No en el camino. Estoy seccionada de mi lengua.

No, está aún ahí. ¿Ha estado ahí todo el tiempo?, ¿ha reflexionado sobre qué podría reflexionar? Ahora me ha visto y me llama de repente al orden, esta lengua. Se ha arriesgado a esa arrogancia de maestro contra mí, me levanta la mano, no me quiere. Habría querido gente amable sobre el camino, al lado de las cuales correr como el perro que es, simulando obediencia. En realidad, es desobediente, no solamente conmigo, sino también con todos los demás. Ella es para sí misma. Grita en la noche, porque han olvidado colocar al borde del camino luces, no tienen sol para alimentarlas y no necesitan de ninguna corriente, o darle un nombre de sendero adecuado al sendero. Por ello, hay tantos nombres que no llegaríamos a seguir las denominaciones, si lo intentáramos. Grito en mi soledad, andando con pasos pesados sobre las tumbas de los muertos, porque como corro al lado, no puedo a la vez prestar atención a lo que piso, lo que aplasto, sólo quiero llegar donde mi lengua ya está y, burlona, se ríe de mi. Sabe que si intentara vivir por una vez, me lo haría pagar inmediatamente. Me lo haría pagar por adelantado, pero algo rebajado. Bien. Si esparzo aún sal sobre el camino de los otros, la echo del otro lado para que el hielo se funda, la sal que esparzo, para que haya un fundamento más seguro para la lengua. Aunque hace tiempo que no tiene fundamento. Una insolencia insondable por ella misma. Si no me encuentro sobre un fundamento seguro mi lengua tampoco debe estarlo. ¡Hace bien! ¿Por qué no se ha quedado cerca de mí, al margen, por qué se ha separado de mí? ¿Quería ver más que yo? En el gran camino, allí, del otro lado, donde hay más gente, antes que nada más agradables, que charlan entre ellos amablemente. ¿Quería saber más que yo? Ya sabía más que yo pero siempre hace falta más. Se suicidará devorándose a sí misma, mi lengua. Se zampará la realidad. ¡Hace bien! La he escupido, pero ella no escupe nada, de todas maneras no engorda. Mi lengua me llama al margen, llama gustosa al margen, allí no tiene que apuntar bien, no lo necesita, porque de todas formas alcanza su objetivo no diciendo cualquier cosa, sino hablando con el «rigor del Dejar-ser», como dice Heidegger de Trakl. Me llama, la lengua, todo el mundo lo hace hoy, porque todo el mundo tiene su lengua con él en un pequeño aparato, para poder hablar -¿Por qué pues lo habría aprendido?- me llama allí, en la trampa en la que estoy y grita y patalea, no, no es cierto, no es mi lengua la que me llama, ella, lejos de mí, he sido decapitada de mi lengua, entonces tiene que llamar, me grita en la oreja, poco importa el aparato, ordenador, móvil, cabina telefónica, me aúlla en la oreja que no tiene sentido expresar algo, ella misma lo hace, yo sólo tengo que repetir lo que ella me susurra; porque tendría aún menos sentido vaciar el bolso cerca de un ser querido que se derrumba y del que nos podemos fiar porque está derrumbado y no puede levantarse inmediatamente y no puede seguirme para charlar un poco. No tiene sentido. Las palabras de mi lengua, allá lejos, sobre el camino agradable (sé que es más agradable que el mío que no es realmente un camino, pero no puedo verlo de manera distinta, sin embargo sé que estaría bien también allí), las palabras de mi lengua, separándose de mí, de pronto se han convertido en expresiones. No, no explicaciones para alguien. Expresiones. Se escucha a sí misma expresándose, mi lengua, se corrige a si misma porque la expresión puede siempre ser mejorada; sí, siempre puede ser mejorada, está ahí para ser mejorada y encontrar nuevas reglas de lenguaje, pero sólo para mofarse de las reglas. Entonces se devienen la nueva vía hacia una disolución, por supuesto pienso solución. Una vía sin salida. Por favor, querida lengua ¿no quieres escuchar antes al menos una vez? Para que aprendas algo, para que aprendas al fin las reglas de expresión… ¿Qué gritas tú allá lejos, que farfullas? ¿Haces eso para volver cerca de mí? ¡Pensaba que no querías volver cerca de mí! No has dado ninguna señal de tu intención de volver a mí, aunque eso habría sido absurdo, no habría comprendido el signo. ¿Te habrías convertido en lengua sólo para escapar de mí y tranquilizarme sobre mis progresos? No es seguro. Sobre todo de ti, tal como te conozco. No te reconozco en absoluto. ¿Quieres realmente volver a mí? Ya no te quiero coger. ¿Qué dices ahora? El camino está lejos. Lejos no es un camino. Entonces, si mi soledad, si mi falta permanente, mi descarte permanente vinieran personalmente para traer la lengua para que, bien instalada conmigo, al fin en casa, llegue a un bonito sonido, que podría emitir, me rechazaría aún más, siempre más al margen con ese sonido, ese aullido penetrante, estridente, de una sirena en la que penetra el aire. Por la reacción de esta lengua que he producido yo misma y que huye de mi (¿o la he producido yo para eso, para que huya inmediatamente ante de mí porque yo misma no he logrado huir a tiempo?), sería arrojada cada vez más lejos a ese espacio al margen. Mi lengua se revuelca con placer en su poza, la pequeña tumba provisional sobre el camino, y mira a lo alto hacia la tumba de aire, se revuelca sobre la espalda, un animal confiado que quiere gustar a la gente como toda lengua conveniente, se revuelca y abre las piernas, probablemente para dejarse acariciar, sino para qué. Está drogada de caricias. Eso le impide mirar los muertos de los que yo debo ocuparme, eso siempre me incumbe a mí. Es por eso que no he tenido tiempo de dominar mi lengua que se revuelca ahora descaradamente en manos del que la acaricia. Hay simplemente demasiados muertos que debo mirar para ocuparme de ellos, es el termino técnico austriaco para eso, bien tratar, somos conocidos por bien tratar a todo el mundo. El mundo se ocupa ya de nosotros no hay que preocuparse. No nos preocupamos. Pero cuanto más fuerte resuena esa invitación a mirarlos, a los muertos, menos puedo controlar mis palabras. Debo mirar a los muertos, mientras que los paseantes acarician y ensortijan la querida buena lengua, lo que no vuelve a las palabras más vivas. Nadie es culpable. Yo también, desgreñada como lo estamos yo y mis cabellos, no soy culpable de que los muertos sigan muertos. Quiero que al fin la lengua deje de hacerse esclava de manos extranjeras, aunque le hagan bien, quiero que empiece a no plantear ninguna exigencia sino que sea ella misma una exigencia al fin, que vuelva a mí, no por caricias, sino por exigencia porque la lengua debe siempre detenerse, ella no lo sabe y no me escucha. Debe detenerse, porque la gente que quiere aceptarla, en el lugar de un niño, es tan mona cuando se la quiere tanto, la gente no se para jamás, decretan, pero no se detienen, muchos han destruido su llamada al orden de la sociabilidad, la han desgarrado, han quemado la bandera. Cuanta más gente hay para aceptar la invitación de mi lengua para rascarle el vientre, algo para desgreñar, para aceptar afectuosamente su confianza, más sigo yo tropezando, he abandonado definitivamente mi lengua a aquellos que la tratan mejor, casi estoy volando, ¿dónde estaba ese camino que necesito para bajar rápidamente? ¿Cómo llego, por qué, dónde? ¿Cómo llego al lugar donde desembalo mi herramienta, pero en realidad puedo también embalarla? Allá lejos reluce algo claro bajo las ramas, ¿es el lugar o mi lengua les adula, les acuna con seguridad, sólo para ser acunada ella misma afectuosamente al fin una vez? ¿O todavía quiere morder? Siempre quiere morder solo que los otros no lo saben aún, pero yo la conozco bien, hace mucho tiempo que está conmigo. Antes nos hemos mimado y besuqueado, este animal aparentemente amaestrado que de todas formas todos tienen en casa ¿por qué deberían buscarse un animal extranjero en casa? ¿Por qué esta lengua debería ser otra que la que ya conocen? Y si fuera otra, sería peligroso acogerla en la propia casa. A lo mejor no se entiende con la que ya tienen. Cuanta más gente extranjera amable, que sabe vivir, y sin embargo no comprenden sus vidas porque siguen proyectos de caricias, porque siempre tienen que perseguir algo, menos mi mirada adivina el camino de vuelta a la lengua. Miles and more. ¿Quién podría adivinar, sino la mirada? ¿El habla quiere también asumir la mirada? ¿Hablaría antes de mirar? Se revuelca, ahí, tentada por manos, bramada por vientos, mimada por tempestades, ofendida por la escucha hasta que ya no oye nada. ¡Entonces que todo el mundo escuche! El que no quiera oír debe hablar sin ser oído. Casi todos no son oídos cuando hablan. Yo soy oída, aunque mi lengua no me pertenece, aunque apenas pueda verla. Se dicen muchas cosas de ella. Así no tiene mucho que decir de si misma, muy bien. La escuchamos repetirse lentamente mientras que en alguna parte es presionado un botón rojo que desencadena una terrible explosión. No nos queda más que decir: Padre nuestro que estas. No puede pensarme así, aunque yo, al fin, padre de mi lengua, entonces: soy madre. Soy el padre de mi lengua materna. La lengua materna estaba ahí desde el principio, estaba en mi, pero no había padre a quien hubiera pertenecido. Mi lengua era a menudo inconveniente, me lo hicieron entender bien, pero yo no quería entenderlo. Culpa mía. El padre ha abandonado esta pequeña familia con la lengua materna. Tenía razón. En su lugar yo tampoco me habría quedado. La lengua materna ha seguido al padre, ahora está lejos. Está, como decía antes, del otro lado. Escucha a la gente por el camino. Por el camino del padre que se ha ido demasiado pronto. Ahora sabe algo que tú no sabes que ha sabido. Pero cuanto más sabe, más insignificante se vuelve. No deja de decir cosas, pero es insignificante. La soledad toma vacaciones. No es utilizada. Nadie ve que yo aún estoy ahí, en la soledad. No se me presta atención. Me estiman, puede ser, pero no me prestan atención. ¿Cómo consigo que todas estas palabras digan algo de mí que pudiera decirnos algo? No mientras hablo. No puedo hablar en absoluto, mi lengua, desgraciadamente, no está en casa. Allí, del otro lado, ella dice algo de otro que no le he confiado, pero desde el principio ha olvidado lo que le había pedido. No me lo dice aunque me pertenece. Mi lengua no me dice nada, ¿cómo podría entonces decir algo a los otros? Sin embargo no es insignificante ¡reconózcanlo! Dice tanto más cuanto más lejos está de mí, sólo entonces osa decir algo que quiere decir, entonces osa no obedecerme, se opone a mi. Cuando miramos, cuanto más tiempo miramos, más nos alejamos del objeto. Cuando hablamos, lo asimos, pero no podemos retenerlo. Se desprende y quiere atrapar su propia designación, todas esas palabras que he hecho y que he perdido. Suficientes palabras cambiadas, el cambio es horriblemente malo, no es más que malo. Digo algo y es olvidado desde el principio. Ha sido aspirado, quería estar lejos de mi. Lo indecible es dicho todos los días, pero lo que yo digo, eso no debe ser dicho. Es injusto por parte de lo Dicho. Es muy injusto. Lo Dicho no quiere siquiera pertenecerme. Quiere ser hecho para que se pueda decir: dicho y hecho. Estaría contenta si negara pertenecerme, mi lengua, pero aún así debería pertenecerme. ¿Cómo puedo esperarla para que se ligue al menos un poco a mí? A los otros no la ata nada, así pues me ofrezco a ella. ¡Vuelve! ¡Vuelva por favor! Pero no. Del otro lado, en el camino, oye secretos que yo no debo saber y se los cuenta a otros, esos secretos que no quieren oír. Me gustaría, tendría derecho, me parece, si se quiere, pero ella no se para a hablarme, eso tampoco lo hace. Está en el vacío que se distingue precisamente por eso y difiere de mí porque hay muchos allí. El vacío es el camino. Estoy incluso al margen del vacío. He dejado el camino. Nunca he hecho otra cosa más que repetir. Se dicen muchas cosas de mí, pero casi todo es falso. Sólo he repetido, y afirmo que esa es mi habla. Como he dicho – ¡he dicho demasiado! No se han dicho tantas cosas desde hace tiempo. Ni siquiera llegamos a escuchar aunque haga falta escuchar para poder algo. A este respecto, que es en realidad el hecho de apartar los ojos de mí misma, no se puede decir nada de mí, porque no hay nada, no sale nada. Siempre miro la vida pasar, mi lengua me vuelve la espalda para poder tender su vientre a los otros que la miman descaradamente, a mí me vuelve la espalda, si es que vuelve algo. Demasiado a menudo no me hace ningún signo y tampoco dice nada. A veces no la veo en absoluto, allí, del otro lado, y ahora, ni siquiera puedo decir «como decía», lo he dicho mucho, pero ahora no puedo decirlo, me faltan las palabras. A veces veo sus espaldas o las plantas de sus pies con los que no pueden andar correctamente, las palabras, pero más deprisa que yo, desde hace tiempo, y siempre más. ¿Qué hago aquí? ¿Es para esto que se ha tendido a una cierta distancia de mí, la querida lengua? Así será más rápida que yo, saltará y saldrá corriendo cuando venga de mi Margen para buscarla. No se por qué debería buscarla. ¿Para que ella no me busque a mí? ¿Puede ser que lo sepa, ella que me huye? ¿Quién no me sigue? Quien sigue ahora la palabra de los otros y que no se puede confundir conmigo. Son de otra manera porque son los otros. Sin otra razón que ser los otros. Eso le basta a mi palabra. Lo principal, no lo hago: hablar. Los otros, siempre los otros, para que yo no sea aquella a quien pertenece, la dulce lengua. Me gustaría también acariciarla, como los otros, allí, si solamente pudiera atraparla. Pero está allí, lejos, para que no pueda atraparla.

¿Cuándo se marchará dulcemente? ¿Cuándo se marchará un poco para que el silencio sea? Cuanto más lejos se va la lengua allá, del otro lado, más fuerte se la oye. Está en todas las bocas, sólo en mi boca no está. Estoy loca. No soy inconsciente, pero estoy loca. Estoy agotada de verificar mi lengua como un faro en el mar que debe aclarar y no está a la luz, que al girar revela siempre otra cosa de la oscuridad que está ahí, se ilumine o no, es un faro que no ayuda a nadie aunque deseemos tanto no morir en el agua. Cuanto más intento encenderlo, más se obstina ella, la lengua, en no encenderse. Ahora apago mecánicamente esta llama de habla , le doy a la llama de ahorro pero cuanto más intento ponerle un apagador al final de ese palo largo con el que se apagaban las velas de la iglesia en mi infancia, más intento apagar esta llama, más aire parece tener. Más fuerte grita, revolcándose entre miles de manos que le hacen el bien, que desgraciadamente yo no lo he hecho nunca, yo misma no se lo que me haría bien, entonces ahora grita para permanecer lejos de mi. Grita a los otros para que griten como ella, para que sea más fuerte. Grita que no debo acercarme a ella. Nadie debe pues acercarse al otro. Y lo que se dice no debe tampoco acercarse demasiado de lo que se quiere decir. No debemos estar demasiado ligados a nuestra propia lengua, es una Afrenta, es capaz tan fácilmente de repetir algo por ella misma, muy fuerte para que no oigamos lo que dice, le habrá sido dicho antes. Incluso me hace promesas, para que permanezca lejos de ella. Me promete todo si no me acerco a ella. Millones pueden acercársele, ¡No yo! ¡Pero es mía! ¿Qué les parece? No puedo decirles lo que me parece a mí. Esta lengua ha olvidado sus inicios, de otra forma no puedo explicármelo. Debutó modestamente conmigo. ¡Y cómo ha crecido! No la reconozco en absoluto. La conocía cuando era taaaaan pequeña. Cuando estaba tan calmada, cuando la lengua era aún mi niño. Ahora se ha hecho inmensa de golpe. Ya no es mi niño. El niño no ha crecido pero se ha hecho grande, no sabe que aún no es suficientemente grande, pero ya está despierto. Está tan despierto que se cubre a sí mismo con su grito, y también los otros que gritan más fuerte que la lengua. Entonces sube a alturas increíbles. Créanme, ¡no quieren oír nada parecido! No estoy orgullosa de este niño, créanme, ¡se lo ruego! Al principio quise que se quedara, tan silencioso como antes, cuando no hablaba. Ahora no quiero que lo barra todo como una tempestad, lleve a los otros a aullar aún más fuerte y levantar los brazos y arrojar objetos duros que mi lengua no puede alcanzar, porque ella nunca ha sido deportista, por mi culpa. No alcanza nada. Lanza, cierto, pero no puede alcanzar. Yo me quedo atrapada, si ella no está. Soy la prisionera de mi lengua que es mi guardiana de prisión. Cómico -¡No me vigila! ¿Tan segura está de mí? ¿Tan segura está de que no voy a huir?, ¿piensa que va a escapar? Pero llega alguien, ya muerto, y me habla aunque no lo pretendiera. Puede, ahora muchos muertos hablan con sus voces asfixiadas, ahora osan porque mi propia lengua ya no me vigila. Porque sabe que no es necesario. Aunque me huya no me pierde. Estoy a su disposición, pero la he perdido. Me quedo. Pero lo que queda no es el hecho de los poetas. Lo que queda está lejos. La grandeza se ha detenido. No ha llegado nada ni nadie. Y si, sin embargo, contra toda expectativa, algo que ni siquiera ha llegado, quisiera quedarse un momento, lo que sigue siendo lo más fugitivo, la lengua, desaparece. Ha respondido a una nueva oferta de empleo. Aquello que debe permanecer está siempre lejos. En cualquier caso no está aquí. Que es lo que nos queda.

Harold Pinter: Discurso de aceptación del Nobel de literatura en 2005

En 1958, escribí lo siguiente:

‘No hay grandes diferencias entre realidad y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente cierta o falsa; puede ser al mismo tiempo verdad y mentira.’

Creo que estas afirmaciones aún tienen sentido, y aún se aplican a la exploración de la realidad a través del arte. Así que, como escritor, las mantengo, pero como ciudadano no puedo; como ciudadano he de preguntar: ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira?

La verdad en el arte dramático es siempre esquiva. Uno nunca la encuentra del todo, pero su búsqueda llega a ser compulsiva. Claramente, es la búsqueda lo que motiva el empeño. Tu tarea es la búsqueda. De vez en cuando, te tropiezas con la verdad en la oscuridad, chocando con ella o capturando una imagen fugaz o una forma que parece tener relación con la verdad, muy frecuentemente sin que te hayas dado cuenta de ello. Pero la auténtica verdad es que en el arte dramático no hay tal cosa como una verdad única. Hay muchas. Y cada una de ellas se enfrenta a la otra, se alejan, se reflejan entre sí, se ignoran, se burlan la una de la otra, son ciegas a su mera existencia. A veces, sientes que tienes durante un instante la verdad en la mano para que, a continuación, se te escabulla entre los dedos y se pierda.

Me han preguntado con frecuencia cómo nacen mis obras teatrales. No sé cómo explicarlo. Como tampoco puedo resumir mis obras, a menos que explique qué ocurre en ellas. Esto es lo que dicen. Esto es lo que hacen.

Casi todas las obras nacen de una frase, una palabra o una imagen. A la palabra le sigue rápidamente una imagen. Os daré dos ejemplos de dos frases que aparecieron en mi cabeza de la nada, seguidas por una imagen, seguidas por mí.

Las obras son “The Homecoming” y “Old times”. La primera frase de “The homecoming” es “¿Qué has hecho con las tijeras?» La primera frase de “Old times” es “Oscuro”.

En ninguno de los casos disponía de más información.

En el primer caso alguien estaba, obviamente, buscando unas tijeras, y preguntaba por su paradero a otro de quien sospechaba que probablemente las había robado. Pero, de alguna manera, yo sabía que a la persona interrogada le importaban un bledo tanto las tijeras como el interrogador.

En “Oscuro”, tomé la descripción del pelo de alguien, el pelo de una mujer, y era la respuesta a una pregunta. En ambos casos me vi obligado a continuar. Ocurrió visualmente, en una muy lenta graduación, de la sombra hacia la luz.

Siempre comienzo una obra llamando a los personajes A, B y C.

En la obra que acabaría convirtiéndose en “The Homecoming”, ví a un hombre entrar en una habitación austera y hacerle la pregunta a un hombre más joven sentado en un feo sofá con un periódico de carreras de caballos. De alguna forma sospechaba que A era un padre y que B era su hijo, pero no tenía la certeza. Esta posibilidad se confirmaría sin embargo poco después cuando B (que más adelante se convertiría en Lenny) le dice a A (más adelante convertido en Max), “Papá, ¿te importa si cambiamos de tema de conversación? Te quiero preguntar algo. Lo que cenamos antes, ¿cómo se llama? ¿Cómo lo llamas tú? ¿Por qué no te compras un perro? Eres un chef de perros. De verdad. Crees que estás cocinando para perros.” De manera que como B le llama a A “Papá” me pareció razonable asumir que eran padre e hijo. A era claramente el cocinero y su comida no parecía ser muy valorada. ¿Significaba esto que no había una madre? Eso aún no lo sabía. Pero, como me dije a mí mismo entonces, nuestros principios nunca saben de nuestros finales.

“Oscuro”. Una gran ventana. Un cielo al atardecer. Un hombre, A (que se convertiría en Deeley) y una mujer, B (que luego sería Kate) sentados con unas bebidas. ¿Gorda o flaca?, pregunta el hombre. ¿De quién hablan? Pero entonces veo, de pie junto a la ventana, a una mujer, C (que sería Anna), iluminada por una luz diferente, de espaldas a ellos, con el pelo oscuro.

Es un momento extraño, el momento de crear unos personajes que hasta el momento no han existido. Todo lo que sigue es irregular, vacilante, incluso alucinatorio, aunque a veces puede ser una avalancha imparable. La posición del autor es rara. De alguna manera no es bienvenido por los personajes. Los personajes se le resisten, no es fácil convivir con ellos, son imposibles de definir. Desde luego no puedes mandarles. Hasta un cierto punto, puedes jugar una partida interminable con ellos al gato y al ratón, a la gallina ciega, al escondite. Pero finalmente encuentras que tienes a personas de carne y hueso en tus manos, personas con voluntad y con sensibilidades propias, hechos de partes que eres incapaz de cambiar, manipular o distorsionar.

Así que el lenguaje en el arte es una ambiciosa transacción, unas arenas movedizas, un trampolín, un estanque helado que se puede abrir bajo tus pies, los del autor, en cualquier momento.

Pero, como he dicho, la búsqueda de la verdad no se puede detener nunca. No puede aplazarse, no puede retrasarse. Hay que hacerle frente, ahí mismo, en el acto.

El teatro político presenta una variedad totalmente distinta de problemas. Hay que evitar los sermones a toda costa. Lo esencial es la objetividad. Hay que dejar a los personajes que respiren por su propia cuenta. El autor no ha de confinarlos ni restringirlos para satisfacer sus propios gustos, disposiciones o prejuicios. Ha de estar preparado para acercarse a ellos desde una variedad de ángulos, desde un surtido amplio y desinhibido de perspectivas que resulten. Tal vez, de vez en cuando, cogerlos por sorpresa, pero a pesar de todo, dándoles la libertad para ir allí donde deseen. Esto no siempre funciona. Y, por supuesto, la sátira política no se adhiere a ninguno de estos preceptos. De hecho, hace precisamente lo contrario, que es su auténtica función.

En mi obra ¨The Birthday Party” creo que permito el funcionamiento de un amplio abanico de opciones en un denso bosque de posibilidades antes de concentrarme finalmente en un acto de dominación.

“Mountain Language” no aspira a esa amplitud de funcionamiento. Es brutal, breve y desagradable. Pero los soldados en la obra sí que se divierten con ello. Uno a veces olvida que los torturadores se aburren fácilmente. Necesitan reírse de vez en cuando para mantener el ánimo. Este hecho ha sido confirmado naturalmente por lo que ocurrió en Abu Ghraib en Bagdad. “Mountain Language” sólo dura 20 minutos, pero podría continuar hora tras hora, una y otra y otra vez, repetirse de nuevo lo mismo de forma continua, una y otra vez, hora tras hora.

“Ashes to ashes”, por otra parte, me da la impresión de que transcurre bajo el agua. Una mujer que se ahoga, su mano que emerge sobre las olas intentando alcanzar algo, que se hunde y desaparece, buscando a otros, pero sin encontrar a nadie, ya sea por encima o por debajo del agua, encontrando únicamente sombras, reflejos, flotando; la mujer es una figura perdida en un paisaje que está siendo cubierto por las aguas, una mujer incapaz de escapar de la catástrofe que parecía que sólo afectaba a otros.

Pero, de la misma forma que ellos murieron, ella también ha de morir.

El lenguaje político, tal como lo usan los políticos, no se adentra en ninguno de estos territorios dado que la mayoría de los políticos, según las evidencias a las que tenemos acceso, no están interesados en la verdad sino en el poder y en conservar ese poder. Para conservar ese poder es necesario mantener al pueblo en la ignorancia, que vivan sin conocer la verdad, incluso la verdad sobre sus propias vidas. Lo que nos rodea es un enorme entramado de mentiras, de las cuales nos alimentamos.

Como todo el mundo aquí sabe, la justificación de la invasión de Iraq era que Sadam Husein tenía en su posesión un peligrosísimo arsenal de armas de destrucción masiva, algunas de las cuales podían ser lanzadas en 45 minutos, capaces de provocar una espeluznante destrucción. Nos aseguraron que eso era cierto. No era cierto. Nos contaron que Iraq mantenía una relación con Al Quaeda y que era en parte responsable de la atrocidad que ocurrió en Nueva York el 11 de Septiembre de 2001. Nos aseguraron que esto era cierto. No era cierto. Nos contaron que Iraq era una amenaza para la seguridad del mundo. Nos aseguraron que era cierto. No era cierto.

La verdad es algo completamente diferente. La verdad tiene que ver con la forma en la que Estados Unidos entiende su papel en el mundo y cómo decide encarnarlo.

Pero antes de volver al presente me gustaría mirar al pasado reciente, me refiero a la política exterior de Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Creo que es nuestra obligación someter esta época a cierta clase de escrutinio, aunque sea de una manera incompleta, que es todo lo que nos permite el tiempo que tenemos.

Todo el mundo sabe lo que ocurrió en la Unión Soviética y por toda la Europa del Este durante el periodo de posguerra: la brutalidad sistemática, las múltiples atrocidades, la persecución sin piedad del pensamiento independiente. Todo ello ha sido ampliamente documentado y verificado.

Pero lo que yo pretendo mostrar es que los crímenes de los EE.UU. en la misma época sólo han sido registrados de forma superficial, no digamos ya documentados, o admitidos, o reconocidos siquiera cómo crímenes. Creo que esto debe ser solucionado y que la verdad sobre este asunto tiene mucho que ver con la situación en la que se encuentra el mundo actualmente. Aunque limitadas, hasta cierto punto, por la existencia de la Unión Soviética, las acciones de Estados Unidos a lo ancho y largo del mundo dejaron claro que habían decidido que tenían carta blanca para hacer lo que quisieran.

La invasión directa de un estado soberano nunca ha sido el método favorito de Estados Unidos. En la mayoría de los casos, han preferido lo que ellos han descrito como “conflicto de baja intensidad”. Conflicto de baja intensidad significa que miles de personas mueren pero más lentamente que si lanzases una bomba sobre ellos de una sola vez. Significa que infectas el corazón del país, que estableces un tumor maligno y observas el desarrollo de la gangrena. Cuando el pueblo ha sido sometido – o molido a palos, lo que viene a ser lo mismo – y tus propios amigos, los militares y las grandes corporaciones, se sientan confortablemente en el poder, tú te pones frente a la cámara y dices que la democracia ha prevalecido. Esto fue lo normal en la política exterior de Estados Unidos durante los años de los que estoy hablando.

La tragedia de Nicaragua fue un ejemplo muy significativo. La escogí para exponerla aquí como un ejemplo claro de cómo ve Estados Unidos su papel en el mundo, tanto entonces como ahora.

Yo estuve presente en una reunión en la embajada de los EE.UU. en Londres a finales de los ochenta.

El Congreso de Estados Unidos estaba a punto de decidir si dar más dinero a la Contra para su campaña contra el estado de Nicaragua. Yo era un miembro de una delegación que venía a hablar en nombre de Nicaragua, pero la persona más importante en esta delegación era el Padre John Metcalf. El líder del grupo de EE.UU. era Raymond Seitz (por aquel entonces el ayudante del embajador, más tarde él mismo sería embajador). El Padre Metcalf dijo: “Señor, dirijo una parroquia en el norte de Nicaragua. Mis feligreses construyeron una escuela, un centro de salud, un centro cultural. Vivíamos en paz. Hace unos pocos meses un grupo de la Contra atacó la parroquia. Lo destruyeron todo: la escuela, el centro de salud, el centro cultural. Violaron a las enfermeras y las maestras, asesinaron a los médicos, de la forma más brutal. Se comportaron como salvajes. Por favor, exija que el gobierno de EE.UU. retire su apoyo a esta repugnante actividad terrorista.”

Raymond Seitz tenía muy buena reputación como hombre racional, responsable y altamente sofisticado. Era muy respetado en los círculos diplomáticos. Escuchó, hizo una pausa, y entonces habló con gravedad. ‘Padre’, dijo, ‘déjame decirte algo. En la guerra, la gente inocente siempre sufre’. Hubo un frío silencio. Le miramos. Él no parpadeó.

La gente inocente, en realidad, siempre sufre.

Finalmente alguien dijo: ‘Pero en este caso “las personas inocentes” fueron las víctimas de una espantosa atrocidad subvencionada por su gobierno, una entre muchas. Si el Congreso concede a la Contra más dinero, más atrocidades de esta clase tendrán lugar. ¿No es así? ¿No es por tanto su gobierno culpable de apoyar actos de asesinato y destrucción contra los ciudadanos de un estado soberano?»

Seitz se mantuvo imperturbable. ‘No estoy de acuerdo con que los hechos tal como han sido presentados apoyen sus afirmaciones’. dijo.

Mientras abandonábamos la embajada un asistente estadounidense me dijo que había disfrutado con mis obras. No le respondí.

Debo recordarles que el entonces presidente, Reagan, hizo la siguiente declaración: ‘La Contra es el equivalente moral a nuestros Padres Fundadores’.

Estados Unidos apoyaron la brutal dictadura de Somoza en Nicaragua durante cuarenta años. El pueblo nicaragüense, guiado por los sandinistas, derrocó este régimen en 1979, una impresionante revolución popular.

Los sandinistas no eran perfectos. Tenían una claro componente de arrogancia y su filosofía política contenía un cierto número de elementos contradictorios. Pero eran inteligentes, racionales y civilizados. Se propusieron conseguir una sociedad estable, decente y plural. La pena de muerta fue abolida. Cientos de miles de campesinos pobres fueron librados de una muerte segura. A unas 100.000 familias se le dieron títulos de propiedad sobre tierras. Se construyeron dos mil escuelas. Una notable campaña educativa redujo el analfabetismo en el país a menos de una séptima parte. Se establecieron una educación y un servicio de salud gratuitos. La mortalidad infantil se redujo en una tercera parte. La polio fue erradicada.

Estados Unidos denunció estos logros como una subversion marxista/leninista. Desde el punto de vista del gobierno de Estados Unidos, se estaba estableciendo un ejemplo peligroso. Si a Nicaragua se le permitía fijar normas básicas de justicia social y económica, si se le permitía subir los niveles de salud y educación y alcanzar una unidad social y un respeto nacional propio, los países vecinos se plantearían las mismas cuestiones y harían lo mismo. En ese momento había por supuesto una feroz resistencia al status quo en el Salvador.

He hablado anteriormente de ‘un entramado de mentiras’ que nos rodea. El presidente Reagan describía habitualmente a Nicaragua como un ‘calabozo totalitario’. Esto fue aceptado de forma general por los medios, y por supuesto por el gobierno británico, como un comentario acertado e imparcial. Pero la realidad es que no estaba documentada la existencia de escuadrones de la muerte bajo el gobierno sandinista. No había constancia de torturas. No estaba probada la existencia de una brutalidad sistemática u oficial por parte de los militares. Ningún sacerdote fue asesinado en Nicaragua. De hecho, había tres sacerdotes en el gobierno, dos jesuitas y un misionero Maryknoll. Los calabozos totalitarios estaban en realidad muy cerca, en El Salvador y en Guatemala. Estados Unidos había hecho caer en 1954 al gobierno elegido democráticamente en Guatemala y se calcula que unas 200.000 personas habían sido víctimas de las sucesivas dictaduras militares.

Seis de los más eminentes jesuitas del mundo fueron asesinados brutalmente en la Universidad de Centro América en San Salvador en 1989 por un batallón del regimiento Alcatl entrenado en Fort Benning, Georgia, EE.UU. Ese hombre extremadamente valiente, el arzobisbo Romero, fue asesinado mientras se dirigía a la gente. Se calcula que murieron 75.000 personas. ¿Por qué fueron asesinadas? Fueron asesinadas porque creían que una vida mejor era posible y que debía conseguirse. Esta creencia los convirtió de forma inmediata en comunistas. Murieron porque se atrevieron a cuestionar el status quo, la interminable situación de pobreza, enfermedad, degradación y opresión que habían recibido como herencia.

Estados Unidos finalmente hizó caer el gobierno Sandinista. Supuso varios años y una resistencia considerable, pero una persecución económica implacable y 30.000 muertos al final minaron la moral del pueblo nicaragüense. Exhaustos y condenados a la pobreza una vez más. Los casinos volvieron al país, la salud y la educación gratuita se acabaron. Las grandes empresas volvieron en mayor número. La ‘Democracia’ había prevalecido.

Pero esta “política” no estuvo, de ninguna manera, limitada a Centroamérica. Fue realizada a lo largo y ancho del mundo. No tenía final. Y ahora es como si nunca hubiese pasado.

Estados Unidos apoyó y en algunos casos crearon todas las dictaduras militares de derechas en el mundo tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a Indonesia, Grecia, Uruguay, Brasil, Paraguay, Haití, Turquía, Filipinas, Guatemala, El Salvador, y, por supuesto, Chile. El horror que Estados Unidos infligió a Chile en 1973 no podrá ser nunca purgado ni olvidado.

Cientos de miles de muertes tuvieron lugar en todos estos países. ¿Tuvieron lugar? ¿Son todas esas muertes atribuibles a la política exterior estadounidense? La respuesta es sí, tuvieron lugar y son atribuibles a la política exterior estadounidense. Pero ustedes no lo sabrían.

Esto nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. Ni siquiera mientras ocurría estaba ocurriendo. No importaba. No era de interés. Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, inmorales, despiadados, pero muy pocas personas han hablado de ellos. Esto es algo que hay que reconocerle a Estados Unidos. Ha ejercido su poder a través del mundo sin apenas dejarse llevar por las emociones mientras pretendía ser una fuerza al servicio del bien universal. Ha sido un brillante ejercicio de hipnosis, incluso ingenioso, y ha tenido un gran éxito.

Os digo que Estados Unidos son sin duda el mayor espectáculo ambulante. Pueden ser brutales, indiferentes, desdeñosos y bárbaros, pero también son muy inteligentes. Como vendedores no tienen rival, y la mercancía que mejor venden es el amor propio. Es un gran éxito. Escuchen a todos los presidentes de Estados Unidos en la televisión usando las palabras, “el pueblo americano”, como en la frase, “Le digo al pueblo estadounidense que es la hora de rezar y defender los derechos del pueblo americano y le pido al pueblo americano que confíen en su presidente en la acción que va a tomar en beneficio del pueblo americano”.

Es una estratagema brillante. El lenguaje se usa hoy en día para mantener controlado al pensamiento. Las palabras “el pueblo americano” producen un cojín de tranquilidad verdaderamente sensual. No necesitas pensar. Simplemente échate sobre el cojín. El cojín puede estar sofocando tu inteligencia y tu capacidad crítica pero es muy cómodo. Esto no funciona, por supuesto, para los 40 millones de personas que viven bajo la línea de pobreza y los dos millones de hombres y mujeres prisioneras en los vastos “gulags” de las cárceles, que se extienden a lo largo de todo Estados Unidos.

Estados Unidos ya no se preocupa por los conflictos de baja intensidad. No ve ningún interés en ser reticente o disimulado. Pone sus cartas sobre la mesa sin miedo ni favor. Sencillamente le importan un bledo las Naciones Unidas, la legalidad internacional o el desacuerdo crítico, que juzga impotente e irrelevante. Tiene su propio perrito faldero acurrucado detrás de ellos, la patética y supina Gran Bretaña.

¿Qué le ha pasado a nuestra sensibilidad moral? ¿Hemos tenido alguna vez alguna? ¿Qué significan estas palabras? ¿Se refieren a un termino muy raramente utilizado estos días – conciencia? ¿Una conciencia para usar no sólo con nuestros propios actos sino para usar también con nuestra responsabilidad compartida en los actos de los demás? ¿Está todo muerto? Mirad Guantánamo. Cientos de personas detenidas sin cargos a lo largo de tres años, sin representación legal ni un juicio conveniente, técnicamente detenidos para siempre. Esta estructura totalmente ilegal se mantiene como un desafío de la convención de Ginebra. Esto no es sólo tolerado sino que difícilmente planteado por lo que se llama “la comunidad internacional”. Esta atrocidad criminal está siendo cometida por un país, que se declara a sí mismo como “el líder del mundo libre”. ¿Pensamos en los habitantes de la bahía de Guantánamo? ¿Qué es lo que dicen los medios? Lo reseñan ocasionalmente – una pequeña mención en la pagina seis. Ellos han sido consignados a una tierra de nadie de la que, por cierto, puede que nunca regresen. En la actualidad muchos están en huelga de hambre, alimentados a la fuerza, incluidos los residentes británicos. No hay sutilezas en estos procesos de alimentación. Ni sedaciones ni anestésicos. Solo un tubo insertado sobre tu nariz y dentro de tu garganta. Tú vomitas sangre. Esto es tortura. ¿Qué ha dicho la secretaria británica de exteriores sobre esto? Nada. ¿Qué ha dicho el primer ministro británico sobre esto? Nada ¿Por qué no? Porque Estados Unidos ha dicho: criticar nuestra conducta en la bahía de Guantánamo constituye un acto poco amistoso. O estáis con nosotros o contra nosotros. Así que Blair se calla.

La invasión de Iraq ha sido un acto de bandidos, un evidente acto de terrorismo de estado, demostrando un desprecio absoluto por el concepto de leyes internacionales. La invasión fue una acción militar arbitraria basada en una serie de mentiras sobre mentiras y burda manipulación de los medios y, por consiguiente, del publico; un acto con la intención de consolidar el control económico y militar de Estados Unidos sobre Oriente Próximo camuflado – como ultimo recurso – todas las otras justificaciones han caído por ellas mismas – como una liberación. Una formidable aseveración de la fuerza militar responsable de la muerte y mutilación de cientos y cientos de personas inocentes.

Hemos traído tortura, bombas de racimo, uranio empobrecido, innumerables actos de muerte aleatoria, miseria, degradación y muerte para el pueblo Iraqui y lo llamamos “llevar la libertad y la democracia a Oriente Próximo”

¿Cuánta gente tienes que matar antes de ser considerado un asesino de masas y un criminal de guerra? ¿Cien mil? Más que suficiente, habría pensado yo. Por eso es justo que Bush y Blair sean procesados por el Tribunal Penal Internacional. Pero Bush ha sido listo. No ha ratificado al Tribunal Penal Internacional. Por eso si un soldado o político americano es arrestado Bush ha advertido que enviaría a los marines. Pero Tony Blair ha ratificado el Tribunal y por eso se le puede perseguir. Podemos proporcionarle al Tribunal su dirección si está interesado. Es el número 10 de Downing Street, Londres.

La muerte en este contexto es irrelevante. Ambos, Bush y Blair colocan la muerte bien lejos, en los números atrasados. Al menos 100.000 iraquíes murieron por las bombas y misiles estadounidenses antes de que la insurgencia iraquí empezase. Estas personas no existen ahora. Sus muertes no existen. Son espacios en blanco. Ni siquiera han sido registrados como muertos. ‘No hacemos recuento de cuerpos’, dijo el general estadounidense Tommy Franks.

Al inicio de la invasión se publicó en la portada de los periódicos británicos una fotografía de Tony Blair besando la mejilla de un niño iraquí. ‘Un niño agradecido’ decía el pie de foto. Unos días después apareció una historia con una fotografía, en una página interior, de otro niño de cuatro años sin brazos. Su familia había sido alcanzada por un misil. Él fue el único superviviente. ‘¿Cuando recuperaré mis brazos?’ preguntaba. La historia desapareció. Bien, Tony Blair no lo tenía en sus brazos, tampoco el cuerpo de ningún otro niño mutilado, ni el de ningún cadáver ensangrentado. La sangre es sucia. Ensucia tu camisa y tu corbata cuando te encuentras dando un discurso sincero en televisión.

Los dos mil estadounidenses muertos son una vergüenza. Son transportados a sus tumbas en la oscuridad. Los funerales son discretos, fuera de peligro. Los mutilados se pudren en sus camas, algunos para el resto de sus vidas. Así los muertos y los mutilados se pudren, en diferentes tipos de tumbas.

Aquí hay un extracto del poema de Pablo Neruda: “Explico Algunas Cosas”:

Y una mañana todo estaba ardiendo y una mañana las hogueras salían de la tierra devorando seres, y desde entonces fuego, pólvora desde entonces, y desde entonces sangre. Bandidos con aviones y con moros, bandidos con sortijas y duquesas, bandidos con frailes negros bendiciendo venían por el cielo a matar niños, y por las calles la sangre de los niños corría simplemente, como sangre de niños Chacales que el chacal rechazaría, piedras que el cardo seco mordería escupiendo, víboras que las víboras odiaran! Frente a vosotros he visto la sangre de España levantarse para ahogaros en una sola ola de orgullo y de cuchillos! Generales traidores: mirad mi casa muerta, mirad España rota: pero de cada casa muerta sale metal ardiendo en vez de flores, pero de cada hueco de España sale España, pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos, pero de cada crimen nacen balas que os hallarán un día el sitio del corazón. Preguntaréis por qué su poesía no nos habla del sueño, de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal? Venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles!

Quisiera dejar claro que citando el poema de Neruda no estoy comparando de ninguna manera la República Española con el Iraq de Saddam Husein. Cito a Neruda porque en ningún otro sitio de la lírica contemporánea leí una descripción más insistente y cierta del bombardeo contra civiles.

He dicho antes que Estados Unidos está ahora siendo totalmente franco poniendo las cartas sobre la mesa. Éste es el caso. Su política oficial es hoy en día definida como «Dominio sobre todo el espectro». Ése no es mi término, es el suyo. «Dominio sobre todo el espectro» quiere decir control de la tierra, mar, aire y espacio y todos sus recursos.

Estados Unidos ahora ocupa 702 bases militares a lo largo del mundo en 132 países, con la honorable excepción de Suiza, por supuesto. No sabemos muy bien como ha llegado a estar ahí pero de hecho está ahí.

Estados Unidos posee ocho mil cabezas nucleares activas y usables. Dos mil están en sus disparaderos, alerta, listas para ser lanzadas 15 minutos después de una advertencia. Está desarrollando nuevos sistemas de fuerza nuclear, conocidos como «destructores de búnkeres». Los británicos, siempre cooperativos, están intentando reemplazar su propio misil nuclear, Trident. ¿A quién, me pregunto, están apuntando? ¿A Osama Bin Laden? ¿A ti? ¿A mí? ¿A Joe Dokes? ¿China? ¿París? ¿Quién sabe? Lo que sí sabemos es que esta locura infantil – la posesión y uso en forma de amenazas de armas nucleares – es el corazón de la actual filosofía política de Estados Unidos. Debemos recordarnos a nosotros mismos que Estados Unidos está en un continuo entrenamiento militar y no muestra indicios de aminorar el paso.

Muchos miles, si no millones, de personas en Estados Unidos están demostrablemente asqueados, avergonzados y enfadados por las acciones de su gobierno, pero, tal y como están las cosas, no son una fuerza política coherente – todavía. Pero la ansiedad, la incertidumbre y el miedo que podemos ver crecer cada día en Estados Unidos no es probable que disminuya.

Sé que el presidente Bush tiene algunos escritores de discursos muy competentes pero quisiera prestarme voluntario yo mismo para el empleo. Propongo el siguiente breve discurso que él podría leer en televisión a la nación. Lo veo solemne, con el pelo cuidadosamente peinado, serio, confiado, sincero, frecuentemente seductor, a veces empleando una sonrisa irónica, curiosamente atractiva, un auténtico macho.

«Dios es bueno. Dios es grande. Dios es bueno. Mi dios es bueno. El Dios de Bin Laden es malo. Él suyo es un mal Dios. El dios de Sadam también era malo, aunque no tuviera ninguno. Él era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no cortamos las cabezas de la gente. Nosotros creemos en la libertad. Dios también. Yo no soy bárbaro. Yo soy el líder democráticamente elegido de una democracia amante de la libertad. Somos una sociedad compasiva. Electrocutamos de forma compasiva y administramos una compasiva inyección letal. Somos una gran nación. Yo no soy un dictador. Él lo es. Yo no soy un bárbaro. Él lo es. Y él. Todos ellos lo son. Yo tengo autoridad moral. ¿Ves mi puño? Esta es mi autoridad moral. Y no lo olvides»

La vida de un escritor es extremadamente vulnerable, apenas una actividad desnuda. No tenemos que llorar por ello. El escritor hace su elección y queda atrapado en ella. Pero es cierto que estás expuesto a todos los vientos, alguno de ellos en verdad helados. Estás solo, por tu cuenta. No encuentras refugio, ni protección – a menos que mientas – en cuyo caso, por supuesto, te habrás construido tu propia protección y, podría decirse, te habrás vuelto un político.

Me he referido un par de veces esta tarde a la muerte. Voy a citar ahora un poema mío llamado «Muerte»

¿Dónde se halló el cadáver? ¿Quién lo encontró? ¿Estaba muerto cuando lo encontraron? ¿Cómo lo encontraron? ¿Quién era el cadáver? ¿Quién era el padre o hija, o hermano o tío o hermana o madre o hijo del cadáver abandonado? ¿Estaba muerto el cuerpo cuando fue abandonado? ¿Fue abandonado? ¿Por quién fue abandonado? ¿Estaba el cuerpo desnudo o vestido para un viaje? ¿Qué le hizo declarar muerto al cadáver? ¿Fue usted quien declaró muerto al cadáver? ¿Cómo de bien conocía el cadáver? ¿Cómo sabía que estaba muerto el cadáver? ¿Lavó el cadáver? ¿Le cerró ambos ojos? ¿Enterró el cuerpo? ¿Lo dejó abandonado? ¿Le dio un beso al cadáver?

Cuando miramos un espejo pensamos que la imagen que nos ofrece es exacta. Pero si te mueves un milímetro la imagen cambia. Ahora mismo, nosotros estamos mirando a un círculo de reflejos sin fin. Pero a veces el escritor tiene que destrozar el espejo – porque es en el otro lado del espejo donde la verdad nos mira a nosotros.

Creo que, a pesar de las enormes dificultades que existen, una firme determinación, inquebrantable, sin vuelta atrás, como ciudadanos, para definir la auténtica verdad de nuestras vidas y nuestras sociedades es una necesidad crucial que nos afecta a todos. Es, de hecho, una obligación.

Si una determinación como ésta no forma parte de nuestra visión política, no tenemos esperanza de restituir lo que casi se nos ha perdido – la dignidad como personas.

Orhan Pamuk: El maletín de mi padre. Discurso al recibir el Nobel de Literatura, 2006.

Dos años antes de su muerte mi padre me entregó un maletín lleno de sus textos manuscritos y sus cuadernos de notas. Con su habitual aire bromista me dijo, como al pasar, que esperaba que yo los leyera después, es decir, después de su muerte.

“Échales una mirada”, dijo con algún embarazo, “tal vez algo de todo eso sirva para algo. Tú podrás elegir lo que sea publicable”.

Estábamos en mi cuarto de trabajo, rodeados de libros. Mi padre daba vueltas por la estancia, mirando a su alrededor, como quien desea desembarazarse de un equipaje pesado e incómodo, sin saber dónde ponerlo. Finalmente lo colocó discretamente, sin ostentación, en un rincón. Después de este instante, un tanto embarazoso pero imborrable para ambos, regresamos a la tranquila ligereza de nuestros papeles habituales, nuestras personalidades sarcásticas y desenvueltas. Hablamos, como de costumbre, de cosas sin importancia, de la vida, de los inagotables temas políticos de Turquía y, sin ninguna amargura, de los proyectos no realizados y los negocios sin resultados de mi padre.

Recuerdo que durante algunos días después de su partida di vueltas alrededor de ese maletín, sin tocarlo. Conocía desde la infancia esa pequeña valija de cuero negro, su cerradura, sus abollados rebordes. Mi padre la usaba para sus viajes cortos y también, a veces, para llevar documentos de la casa al trabajo. Recordaba haber abierto esta valija, cuando era niño, y escarbado en sus cosas que despedían un delicioso aroma de agua de Colonia y de tierras extranjeras. Este maletín era para mí un objeto conocido y fascinante, asociado a mi pasado y a mis recuerdos de la infancia; sin embargo, ahora no me atrevía a tocarlo. ¿Por qué? Lo que me inhibía era sin duda la importancia, el peso enorme de la misteriosa gravedad que su contenido parecía esconder.

Ahora voy a hablar sobre el significado de este peso secreto: es el resultado de lo que un ser humano logra crear cuando, encerrado en su cuarto de trabajo y sentado ante una mesa o en un rincón, se expresa por medio del papel y la pluma. Es decir, este es el sentido de la literatura.

No me atrevía a tocar ni a abrir el maletín de mi padre pero conocía algunos de los cuadernos de notas que contenía. Ya había visto a mi padre escribir en ellos. No era la primera vez que yo sentía hondamente todo el peso contenido en este maletín. Mi padre tenía una gran biblioteca; en su juventud, a fines de la década de 1940, había querido ser poeta en Estambul y había traducido a Valéry al turco, pero no había querido exponerse a las dificultades de una vida consagrada a la poesía en un país pobre, donde los lectores eran escasos. Su padre -mi abuelo- era un empresario rico; mi padre había tenido una infancia cómoda y no quería empobrecerse por la literatura. Él amaba la vida con todos sus placeres, y yo lo comprendía.

Lo primero que me inhibía de acercarme al maletín de mi padre era el temor de que sus escritos no me gustaran. Mi padre tenía la misma duda y los había presentado con una actitud de cierta indiferencia, como si no tomara demasiado en serio el contenido del maletín. Esta actitud me afligía; yo llevaba ya veinticinco años trabajando como escritor, pero no quería reprochar a mi padre el no haber tomado la literatura con suficiente seriedad… Mi verdadero temor, la cosa que me aterraba verdaderamente, era la posibilidad de que mi padre hubiera sido un buen escritor. Este miedo era lo que me impedía abrir el maletín de mi padre. Peor todavía, yo no era capaz de confesarme a mí mismo esta razón, porque si de su pequeña valija surgía una gran obra, yo estaría obligado a reconocer la existencia de otro hombre, totalmente diferente, en el interior de mi padre. Era una posibilidad aterradora. Porque incluso a mi edad, ya avanzada, yo quería que mi padre fuera solamente mi padre, no un escritor.

Para mí, ser escritor significa descubrir, mediante un paciente trabajo de años, la otra persona que vive oculta en uno y el mundo interior que la hace ser lo que es; cuando hablo de escritura, lo primero que me viene a la mente no es una novela, un poema o una tradición literaria, sino una persona que, encerrada en estudio, replegada en sí misma y protegida de sí misma, rodeada de sus sombras, se sienta ante una mesa, sola con las palabras, y construye con ellas un mundo nuevo. Este hombre, o esta mujer, puede usar una máquina de escribir o emplear los servicios de un ordenador o bien, como yo, puede pasarse treinta años escribiendo con una pluma estilográfica sobre el papel. Puede fumar, puede beber café o té. De vez en cuando puede lanzar una mirada a través de la ventana, sobre los niños que se divierten en la calle -si tiene suerte, sobre los árboles o un paisaje-, o sobre un muro sombrío. Puede escribir poesía, teatro, o novelas, como yo. Todas esas diferencias surgen después de la tarea crucial que consiste en sentarse ante la mesa y entrar pacientemente en su mundo interior. Escribir es traducir en palabras esta introspección, esta indagación de sí mismo, y gozar de la alegría de explorar con paciencia y obstinación un mundo nuevo. Sentado ante mi mesa mientras los días, los años y los meses transcurrían y mientras yo iba agregando nuevas palabras sobre las páginas en blanco, sentía que estaba construyendo un nuevo mundo interior para mí mismo; que yo, del mismo modo que quien construye un puente o una cúpula, piedra sobre piedra, estaba descubriendo otra persona en mi interior. Para nosotros, escritores, las palabras son nuestras piedras de construcción. Conociéndolas y valorándolas en sus relaciones recíprocas, juzgándolas a veces a la distancia, acariciándolas en ocasiones con las yemas de los dedos o con la pluma estilográfica, sopesándolas, colocamos a cada una de ellas en su lugar, para ir construyendo nuevos mundos a lo largo de los años, sin perder la esperanza, obstinadamente, pacientemente.

El secreto del escritor, para mí, no es la inspiración -pues nunca se sabe de dónde viene-, sino la obstinación y la paciencia. Hay una hermosa expresión turca, “cavar un pozo con una aguja”, y a mí me parece que fue inventada pensando en nosotros los escritores. En los antiguos relatos, yo amo y comprendo la paciencia de Ferhad, quien, según la leyenda, perforaba las montañas por el amor de Shirine. Cuando escribí en mi novela Me llamo Rojo, sobre los antiguos miniaturistas persas que dibujaban el mismo caballo durante años hasta memorizarlo al punto de que podían dibujarlo con los ojos cerrados, yo sabía que estaba escribiendo también sobre el oficio del escritor y sobre mi propia vida. Para alcanzar el don de poder narrar su propia vida, lentamente y como si fuera la historia de otros, para sentir en sí mismo esta fuerza narrativa, me parece que el escritor debe dedicar todos sus años a este arte y a este oficio ante su escritorio, con la necesaria condición del optimismo. El ángel de la inspiración, que visita regularmente a algunos y jamás a otros, favorece al optimista y al que confía en sí mismo; y cuando el escritor se siente más solo que nunca y duda más que nunca de sus esfuerzos, de sus sueños y del valor de sus escritos -es decir, cuando cree que su relato es únicamente el relato de sí mismo-, es entonces cuando el ángel le revela las historias, las imágenes y los sueños que unen el mundo del cual quería salir el escritor con el mundo que quiere construir. Mi sentimiento más estremecedor, en este oficio de escritor al que he dedicado toda mi vida, ha sido la sensación, a veces, de que algunas frases, fantasías y páginas que me han hecho inmensamente feliz, no procedían de mi propia imaginación sino que me habían sido reveladas generosamente por alguna fuerza externa.

Yo tenía miedo de abrir el maletín de mi padre y de leer sus cuadernos, porque yo sabía que él jamás habría soportado las dificultades que yo mismo tuve que afrontar. Él no amaba la soledad sino los amigos, las multitudes, los salones, las bromas, las diversiones sociales. Pero mis pensamientos tomaron luego otro rumbo: estas ideas, estos sueños sobre la paciencia y el ascetismo, todas esas concepciones que yo había construido podían ser solamente mis propios prejuicios ligados a mi vida y a mi experiencia como escritor. Ha habido una gran cantidad de autores brillantes que escribieron rodeados de multitudes, de sus familias, del bullicioso esplendor y el alegre parloteo de la vida social. Además, mi padre nos había abandonado cuando éramos niños, aburrido de la monotonía de la vida familiar. Se había ido a París y allí, en habitaciones de hotel -como tantos otros escritores- llenaba, uno tras otro, cuadernos y más cuadernos de notas. Yo sabía que en el maletín se encontraba una parte de esos cuadernos, pues durante los años que precedieron a la entrega de la pequeña valija mi padre había comenzado a hablarme sobre ese período de su vida. También había hablado sobre aquellos años cuando yo era niño, pero sin mencionar su vulnerabilidad ni sus sueños de convertirse en poeta ni sus angustias existenciales en las habitaciones de hotel. Contaba cómo había visto frecuentemente a Sartre en las aceras de París, y hablaba con entusiasmo ingenuo, como portador de noticias muy importantes, de los libros que había leído y las películas que había visto. Más tarde, ya convertido en escritor, no he olvidado nunca que llegué a serlo gracias a que mi padre, en lugar de recordar a los famosos pachás y los grandes líderes religiosos, me hablaba frecuentemente de los grandes autores de la literatura universal. Tal vez por esto debía yo abordar la lectura de los cuadernos de mi padre, sin pensar tanto en el valor literario de sus escritos, considerando todo lo que yo debía a los libros de su biblioteca y recordando que él, cuando vivía con nosotros, no aspiraba sino a encerrarse en una habitación -como yo- para estar en íntimo contacto con sus libros y sus pensamientos.

Sin embargo, contemplando con zozobra este maletín cerrado, sentí que era precisamente esto lo que yo era incapaz de hacer. Mi padre acostumbraba en ocasiones tenderse en el sofá, frente a sus libros, dejar a un lado el libro o la revista que tenía en sus manos y hundirse durante largo rato en sus pensamientos y fantasías. En su rostro aparecía entonces una nueva expresión, diferente de la que mostraba en las bromas, el bullicio y las riñas de la vida familiar. Esa expresión denotaba una profunda introspección que me hizo comprender, ya desde mi infancia y durante los primeros años juveniles, que mi padre sufría un desasosiego interior que me inquietaba. Ahora sé, muchos años después, que ese desasosiego es una de las fuerzas decisivas que hacen de un ser humano un escritor. Para llegar a ser escritor se necesita, antes que la paciencia y el esfuerzo, el impulso interior que nos hace huir de las multitudes, la vida social, las cosas citidianas que todos comparten, y encerrarse en una habitación. Los escritores necesitamos la paciencia y la esperanza para encontrar en nosotros mismos los cimientos del mundo que creamos para nosotros. Pero el deseo de encerrarnos en una habitación, en una sala llena de libros, es lo primero que nos impulsa. Montaigne fue sin duda quien marcó el inicio de la literatura moderna, el primer gran ejemplo de escritor libre de temores y prejuicios, el primero que discutió las palabras de otros sin escuchar otra voz que la de su propia conciencia y, en conversación con sus libros, desarrolló sus propias ideas y su propio mundo. Montaigne es uno de los escritores que mi padre leía una y otra vez y a cuya lectura me incitaba siempre. Yo quisiera verme a mí mismo como un seguidor de esta tradición de escritores que, sea en Oriente, sea en Occidente, se apartan de la vida social para encerrarse, junto con su biblioteca, en su estudio. El punto de partida de la verdadera literatura es el ser humano encerrado, a solas, con sus libros.

Pronto descubrimos, sin embargo, en ese recinto donde nos hallamos encerrados, que no estamos tan solos como podría creerse. Nos hacen compañía las palabras de otros y las historias de otros, sus libros, todo aquello que llamamos la tradición literaria. Estoy convencido de que la literatura es el más valioso acervo de materiales que la humanidad ha creado en su esfuerzo por comprenderse a sí misma. Las sociedades humanas, tribus, naciones, se hacen más inteligentes, se enriquecen y se elevan en la misma medida en que toman en serio su literatura y escuchan a sus escritores. Como todos sabemos, las hogueras de libros y las persecuciones contra los escritores han sido el anuncio de tiempos de tinieblas e irracionalidad para naciones enteras. Pero la literatura nunca es un asunto puramente nacional. El escritor que se encierra con sus libros y emprende, antes que nada, el viaje interior, descubre con el correr de los años esta regla imperiosa: la literatura es el arte de narrar nuestra propia historia como si fuera la de otros, y la historia de otros como si fuera la nuestra. Para lograr esto debemos viajar a través de las historias y libros de otros.

Mi padre tenía una buena biblioteca, con unos mil quinientos libros, más que suficiente para un escritor. Cuando yo tenía veintidós años no había leído quizás todos esos libros, pero a todos los conocía, uno por uno, sabía cuáles eran importantes, cuáles eran ligeros y fáciles de leer, cuáles eran clásicos, cuáles eran parte imprescindible de la literatura universal, cuáles eran testimonios olvidables pero entretenidos de la historia local y cuáles eran las obras de un escritor francés a quien mi padre tenía en alta estimación. Yo contemplaba a veces esta biblioteca desde cierta distancia e imaginaba que un día, en una casa propia, tendría una biblioteca igual o incluso mejor, y que construiría para mí un mundo de libros. Vista desde la distancia, la biblioteca de mi padre me parecía en ocasiones una pequeña imagen de todo el mundo real. Pero era un mundo visto desde nuestro ángulo de visión, desde Estambul. El contenido de la biblioteca daba testimonio de esto. Mi padre la había formado con los libros adquiridos durante sus viajes, sobre todo en París y en América, con los que había comprado en su juventud a libreros que vendían literatura extranjera en Estambul durante las décadas de 1940 y 1950, y con los que había continuado adquiriendo en librerías que yo también conocía. Mi mundo es esta mezcla del mundo local, el nacional y el occidental. A partir de la década de 1970 comencé yo también, ambiciosamente, a formar mi propia biblioteca. Aun no me había decidido por completo a convertirme en escritor. Como he relatado en mi libro Estambul, yo ya había intuido que nunca llegaría a ser pintor, pero no sabía con exactitud qué camino tomaría mi vida. Tenía una curiosidad insaciable y universal, una avidez ingenua y excesivamente optimista por leer y aprender; pero al mismo tiempo tenía la sensación de que a mi vida le faltaría algo y que yo no podría vivir como otros. Esta sensación, exactamente como la que yo experimentaba al contemplar la biblioteca de mi padre, estaba asociada con la idea de encontrarme lejos del centro, esto que los habitantes de Estambul sentíamos en aquellos tiempos, esta sensación de vivir en la periferia. Esta era otra circunstancia que aumentaba mi preocupación y me hacía sentir de algún modo incompleto, porque yo sabía muy bien que vivía en un país que no valoraba ni estimulaba a sus artistas -fueran ellos pintores o escritores- y les ofrecía una vida sin esperanza alguna. En los años setenta, como impulsado por un deseo apremiante y angustioso de resolver estas carencias de mi vida, visitaba con impaciencia furiosa los atiborrados quioscos y tiendas de libros de Estambul; y cuando compraba a los libreros de ocasión, con el dinero que mi padre me daba, libros descoloridos, manoseados, descuadernados y polvorientos, el estado lastimoso de estas tiendas de libros usados y el aspecto miserable de los pobres libreros que ponían sus mercancías en las orillas de las calles, en los patios de la mezquitas y en los nichos de muros en ruinas, la decrepitud y la pobreza sórdida de todos estos lugares me impresionaban tan poderosamente como las hondas vivencias que el contenido de esos libros me prometía.

En cuanto a mi lugar en el mundo, mi sentimiento fundamental, tanto en la vida como en la literatura, era el de “no estar en el centro”. En el centro del mundo había una vida más rica y más atractiva que la nuestra y, como todos los habitantes de Estambul y de toda Turquía, estábamos excluidos de ella. Hoy me imagino que yo compartía este sentimiento con la mayoría de los habitantes del mundo. Del mismo modo, había una literatura mundial cuyo centro se hallaba muy lejos de mí. En realidad yo pensaba más en la literatura occidental que en la literatura universal; pero nosotros, los turcos, estábamos también fuera de ella. La biblioteca de mi padre lo confirmaba. De una parte, contenía libros y literatura de Estambul, nuestro mundo local, con la rica diversidad de detalles que amo y nunca he podido dejar de amar, y de otra parte estaban los libros del mundo occidental que en nada se parecía al nuestro, diferencia que para nosotros era tan dolorosa como inspiradora de esperanzas. Escribir y leer era como dejar un mundo para encontrar el consuelo en la realidad extraña, singular y fantástica del otro mundo. Yo sentía que mi padre también había leído novelas para escapar de su vida y huir hacia Occidente, tal como yo lo haría más tarde. O bien, tal vez me parecía por esos días que esos libros eran el medio de que nos servíamos como una cura contra nuestro sentimiento de inferioridad cultural. No solamente la lectura, también el acto de escribir era el pasaje que nos permitía viajar de nuestra vida en Estambul a Occidente y participar un poco de ese mundo. Mi padre había viajado a París para poder llenar la mayoría de sus cuadernos, se había encerrado en el silencio de su habitación de hotel y después había regresado con sus escritos a Turquía. Yo sentía que esto me causaba desasosiego e inquietud cuando fijaba la mirada en el maletín de mi padre. Después de mis veinticinco años de aislamiento en mi estudio para realizarme como escritor en Turquía, la vista de ese maletín me producía irritación por el hecho de que el oficio del escritor, este ejercicio de escribir libre y sinceramente lo que hay en nuestro mundo interior, tenía que ser una ocupación que se realiza en secreto, fuera de las miradas de la sociedad, del estado y de la nación. Quizás esta era la principal razón por la cual yo me sentía enfadado con mi padre, por no haber tomado la literatura tan en serio como yo lo hacía.

Enr realidad, yo estaba irritado con mi padre porque él no había llevado una vida como la mía, porque él había evitado siempre hasta el más mínimo conflicto, independientemente de cuál fuera el asunto, porque él había vivido sonriendo, feliz, entre sus amigos y sus seres amados. Pero en algún lugar de mi conciencia yo sabía que también podría decir que estaba “envidioso” en lugar de “enojado”, que tal vez esa era una palabra más correcta, y eso también me inquietaba. Y entonces, cuando me preguntaba a mí mismo con mi voz siempre rencorosa y poco razonable: “¿Qué es la felicidad?” ¿Es felicidad vivir sentado solo en un cuarto y creer que se vive una vida intelectualmente profunda? ¿O es felicidad llevar una vida agradable en sociedad, creyendo las mismas cosas que todos los demás creen, o simulando creerlas? ¿Es felicidad, o infelicidad, pasar la vida escribiendo en secreto en un lugar donde nadie puede verlo a uno, y aparentando en público estar en armonía con todos a su alrededor? Eran preguntas muy molestas y extremadamente irritantes para mí. Por otra parte, ¿de dónde había sacado yo esta idea de que la felicidad era el criterio de una buena vida? La gente, los periódicos, todo el mundo actuaba como si la más importante medida de la vida fuera la felicidad. ¿Esto solo no sugiere que valdría la pena tratar de averiguar si lo contrario es verdad? ¿Qué tan hondamente conocía yo a mi padre, a él, que se había alejado de nosotros, de su familia, hasta dónde podía yo decir que comprendía su inquietud profunda?

Estos fueron los impulsos que finalmente me hicieron abrir el maletín de mi padre. ¿Acaso había en su vida un secreto, una infelicidad que yo desconocía, algo que él solo pudo hacer soportable vertiéndolo en sus escritos? En cuanto abrí el maletín evoqué aquellos olores traídos en su viajes, reconocí varios cuadernos y recordé que mi padre me los había mostrado muchos años antes, sin otorgarles mayor importancia. La mayoría de los cuadernos que yo ahora hojeaba, uno tras otro, habían sido escritos cuando mi padre, joven todavía, nos había dejado y se había ido a París. Como siempre me ocurría con respecto a otros escritores que admiraba, cuyas obras y biografías había leído y conocía, yo deseaba saber lo que el autor de estos textos había escrito y lo que pensaba cuando tenía la misma edad mía. Muy pronto comprendí que ahí no iba a encontrar nada de eso. Además, me produjo gran inquietud encontrar, aquí y allá, una voz de narrador que, pensaba yo, no era la voz de mi padre, no era auténtica o por lo menos no pertenecía a la persona que yo conocía como mi padre. Un miedo intenso se despertó entonces en mí, más fuerte aun que la inquietante circunstancia de que mi padre, cuando escribía, pudiera no haber sido mi padre. El miedo profundo, íntimo, de no lograr ser auténtico, había crecido por encima de mis temores de que los escritos de mi padre no fueran buenos o de constatar, incluso, que él estaba excesivamente influenciado por otros escritores; y este miedo se iba transformando en una crisis de identidad como aquella tan profunda que en mis años juveniles me había obligado a revisar a fondo toda mi existencia, mi vida, mi voluntad de escribir y mi propia producción literaria. Durante mis primeros diez años como novelista yo sentía estos temores más intensamente, me esforzaba por luchar contra ellos y a veces me aterraba la idea de que un día, así como había abandonado la pintura, esta angustia terminaría por doblegarme y yo dejaría de escribir novelas.

Ya he mencionado los dos sentimientos esenciales que me invadieron cuando yo cerré y guardé el maletín de mi padre: la sensación de vivir en la periferia, lejos del centro, y la angustia de carecer de autenticidad. Esta no era ciertamente la primera vez que yo experimentaba tan hondamente estos estados de ánimo. Durante años, en mis lecturas y mi escritura, yo había estado estudiando e investigando en mi escritorio, descubriendo, ahondando en estas emociones, en toda su amplitud y sus inesperadas consecuencias, sus interconexiones, sus causas y sus variados matices. Ciertamente mi ánimo había sido sacudido muchas veces, especialmente en mi juventud, por las confusiones, las susceptibilidades y los momentos de tristeza indefinible con que la vida y los libros me afligían. Pero fue solamente escribiendo libros que llegué a comprender a fondo la angustia de la autenticidad (como en Mi Nombre es Rojo y El Libro Negro) y el sentimiento de vivir en la periferia (como en Nieve y en Estambul). Para mí, ser un escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o casi nada, descubrirlas con paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas y hacer de ellas una parte conciente de nuestra escritura y nuestra identidad.

Ser escritor es hablar de cosas que todos conocen sin saberlo. Descubrir este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo, ofrece al lector el placer del asombro en el recorrido de un mundo que le es familiar. El mismo placer sentimos, sin duda, en el arte de expresar fielmente por escrito lo que sabemos de la realidad. Un escritor que durante largos años, encerrado en el silencio de su estudio, ha perfeccionado su arte y ha iniciado la creación de su mundo comenzando por sus propias heridas secretas, posee, conciente o inconcientemente, una confianza profunda en la humanidad. Siempre he albergado en mí la confianza en que los otros tienen heridas como las mías y que esta circunstancia ha de conducir al convencimiento de que todos los seres humanos nos parecemos. Todos los logros genuinos de la literatura se construyen a partir de esta esperanzadora certeza, de este optimismo infantil, de que todos los seres humanos somos parecidos. Y esta humanidad en un mundo sin centro, es lo que el escritor que ha trabajado en el aislamiento durante años aspira a alcanzar.

Pero como se puede deducir del maletín de mi padre y de los pálidos colores de nuestras vidas en Estambul, el mundo tenía un centro en algún lugar, muy lejos de nosotros. En mis libros he descrito, con cierto detalle, de qué modo este hecho básico produjo un sentimiento chejoviano de provincialidad y cómo, de otro lado, me llevó a interrogarme sobre mi autenticidad. Sé por experiencia que la gran mayoría de la población mundial vive bajo el peso de estos mismos sentimientos y que muchos sufren tensiones todavía más desgastadoras y destructivas, como la falta de confianza en sí mismos o el temor de ser sometidos a la humillación. Sí, los principales problemas de la humanidad son todavía la pobreza, el hambre, la falta de vivienda… Pero hoy los canales de televisión y los periódicos nos informan sobre estos problemas fundamentales de un modo más rápido y sencillo que la literatura. Lo que la literatura debe describir y explorar hoy son las preocupaciones principales de la persona humana: el miedo a la exclusión, a sentirse insignificante, y los sentimientos de inutilidad que se derivan de esos temores, el orgullo herido de sociedades enteras, la vulnerabilidad, la angustia de ser objeto de desprecio, todas las formas de la cólera, los desaires, los agravios, las susceptibilidades, las infinitas afrentas imaginarias y sus hermanas, las jactancias nacionalistas, el engreimiento y la arrogancia… Semejantes monstruos de la imaginación, que casi siempre se expresan con un lenguaje irracional y exageradamente apasionado, salen a mi encuentro cada vez que me asomo a la zona oscura de mi mundo interior. A menudo somos testigos de cómo las grandes muchedumbres, sociedades y naciones del mundo no occidental, con las cuales yo puedo identificarme fácilmente, caen en las garras del temor que los conduce a cometer actos insensatos a causa de su vulnerabilidad y de su angustia por temor a ser sometidos a la humillación. También sé que en el mundo occidental, con el cual puedo identificarme con la misma facilidad, existen estados y naciones imbuídos de un exagerado orgullo por haber producido el Renacimiento, la Ilustración y la Modernidad, y que en ocasiones caen en una arrogancia que también conduce a la insensatez.

Así pues, no solamente mi padre, sino todos nosotros, sobreestimamos la idea de que el mundo tiene un centro. Sin embargo, lo que nos mantiene durante años encerrados en un estudio para escribir, es la confianza contraria; es la creencia de que un día nuestros escritos serán leídos y entendidos, porque los seres humanos de todas las regiones del mundo somos semejantes. Pero yo sé por mí mismo y por lo que mi padre ha escrito, que este es un optimismo cargado de inquietud, lacerado por la cólera de la marginación y la exclusión. Muchas veces he sentido íntimamente la pasión de amor y odio que Dostoievsky sintió hacia Occidente durante toda su vida. Pero de él aprendí algo esencial, pues encontré la verdadera fuente del optimismo en el mundo diferente, extraordinario, que el gran escritor construyó a partir de su relación de amor-odio y más allá de sus límites.

Todos los escritores que han consagrado sus vidas a esta tarea conocen esta verdad: cualquiera que sea el motivo original que nos ha impulsado a escribir, el mundo que construimos durante años y años de escritura esperanzada, toma finalmente forma en un lugar diferente. Desde el escritorio ante el cual nos sentamos a trabajar bajo el influjo de la amargura o de la cólera, vamos hallando el sendero hacia un mundo interior totalmente distinto, más allá de todas esas furias y congojas. ¿Podría mi padre haber alcanzado, él mismo, ese mundo interior? Ese mundo que nos da la sensación de haber vivido un milagro, como cuando, después de una larga travesía por mar, se diluye la niebla y una isla emerge ante nuestros ojos con todo el esplendor de sus colores. O bien, tal vez sentimos el impacto de la misma fascinación que experimentan los viajeros occidentales cuando sus navíos se aproximan a Estambul y la ciudad surge a su vista al disiparse la niebla del amanecer. Al final del largo viaje, iniciado con esperanza y curiosidad, aparece ante ellos una ciudad, un mundo entero con sus mezquitas, sus alminares, sus casas, sus calles empinadas, sus colinas, sus puentes. Como un lector impaciente que se pierde entre las páginas del libro, el viajero quiere entrar inmediatamente en este mundo que se abre ante sus ojos y fundirse en él. Así, nos hemos sentado ante una mesa sintiéndonos provincianos, excluidos, marginados, enojados o profundamente acongojados, y hemos descubierto un nuevo mundo interior que nos hace olvidar esos sentimientos.

Contrariamente a lo que yo sentía en mi infancia y en mi juventud, para mí, ahora, el centro del mundo es Estambul. No solamente porque yo he vivido allí toda mi vida, sino porque durante los últimos treinta y tres años, identificándome completamente con la ciudad, he estado describiendo en mis narraciones sus calles, sus puentes, sus gentes, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus héroes asombrosos, sus tiendas, sus personajes famosos, sus gentes humildes, sus recovecos oscuros, sus días y sus noches. A partir de cierto momento, este mundo que he imaginado se libera, escapa de mi control y deviene más real que la ciudad en la cual vivo. Entonces parece que todas esas gentes y calles, esos objetos y edificios, comienzan a hablar los unos con los otros y a construir entre ellos relaciones recíprocas y viven sus propias vidas fuera de mi imaginación y de mis libros. Este mundo que yo había creado, imaginándomelo pacientemente, como quien cava un pozo con una aguja, parece entonces, para mí, más real que todo lo demás.

Tal vez mi padre también había conocido esta felicidad reservada a los escritores que han dedicado tantos años a su oficio; y yo me decía que debía liberarme de todo prejuicio y mirar el contenido de su maletín. Después de todo, él nunca fue un padre imperativo, rígido, represivo o castigador, sino un padre que siempre me dio libertad y siempre me trató con sumo respeto, por lo cual yo le guardaba gratitud. A diferencia de muchos amigos de mi infancia y compañeros de mi juventud, jamás tuve miedo de mi padre y a veces creí que esta era la causa de que mi imaginación pudiera funcionar libremente, con desenfreno infantil, y en ocasiones pensé sinceramente que podía llegar a ser un escritor porque mi padre quiso convertirse él mismo en escritor en su juventud. Debía leerlo con buena voluntad y comprender lo que había escrito en esas habitaciones de hotel.

Con estos pensamientos optimistas abrí el maletín que había permanecido varios días allí donde mi padre lo había dejado; usando toda mi fuerza de voluntad, leí algunos manuscritos y cuadernos. ¿Qué había escrito mi padre? Recuerdo ahora algunas descripciones de hoteles parisienses, algunos poemas, paradojas, reflexiones… Me siento ahora como alguien que, después de un accidente de tráfico, solamente tiene recuerdos fragmentarios se esfuerza por reconstruir lo sucedido pero no quiere recordar demasiado.

Cuando yo era niño y mi padre y madre estaban a punto de iniciar una disputa, cuando reinaba entre ellos un silencio mortal y ninguno de los dos pronunciaba una sola palabra, mi padre encendía la radio para aliviar la tensión de los ánimos y la música nos ayudaba a olvidarnos más rápidamente de todo el incidente. Permítanme cambiar de tema y decir unas palabras ligeras que cumplan la función de esa música. Como ustedes saben, la pregunta que los escritores debemos responder con más frecuencia, es: “¿Por qué escribe usted?” ¡Escribo porque quiero hacerlo, con toda el alma! Escribo porque a diferencia de otros, no me siento a gusto con un trabajo común y corriente. Escribo para que libros como los míos sean escritos y para poderlos leer. Escribo porque estoy molesto con ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me complace enormemente sentarme en un cuarto a escribir sin descanso. Escribo porque solamente modificando la realidad puedo soportarla. Escribo para que el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul y en Turquía hemos vivido y vivimos. Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta. Escribo porque creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la celebridad y toda la notoriedad que el escribir conlleva. Escribo para estar solo. Escribo en la esperanza de entender por qué estoy furioso con ustedes, con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para terminar de una vez por todas esta novela, este texto, esta página que en algún momento comencé a escribir. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una fe infantil en la inmortalidad de las bibliotecas y en el lugar que mis libros tendrán en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo es increíblemente bello y maravilloso. Escribo porque gozo traduciendo en palabras toda la belleza y la opulencia de la vida. Escribo, no para contar historias sino para construir historias. Escribo para liberarme del sentimiento de que siempre existe un lugar al que -como en una pesadilla- jamás podré llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz.

Una semana después de que mi padre vino a mi estudio y me dejó su maletín, volvió a hacerme otra visita. Trajo, como siempre, una barra de chocolate (había olvidado que yo tenía 48 años). Como era nuestra costumbre, charlamos alegremente sobre la vida, la política y los chismes familiares. En algún momento los ojos de mi padre se dirigieron al rincón donde había dejado su maletín y notó que yo lo había movido de allí. Nuestras miradas se cruzaron. Se produjo un silencio embarazoso.Yo no le dije que había abierto el maletín y que había intentado leer sus escritos. Rehuí su mirada. Pero él entendió. Así mismo yo comprendí que él había entendido. Y él entendió que yo había entendido que él había entendido. Pero todo este intercambio de comprensiones recíprocas solo duró unos segundos. Porque mi padre era un hombre seguro de sí mismo, despreocupado y feliz; como de costumbre, se echó a reír. Y como siempre lo había hecho cuando salía de la casa, también esta vez me dijo, con tono paternal, algunas palabras amables y alentadoras.

Al verlo salir sentí, como de costumbre, envidia de su felicidad y de su comportamiento sin tristezas ni preocupaciones. Pero recuerdo también que ese día sentí un íntimo estremecimiento de avergonzada alegría. Yo podía no ser tan despreocupado como él; yo podía no haber vivido una vida feliz y sin tristezas, como él; pero yo había desagraviado, le había hecho justicia al arte de escribir, y este sentimiento, bueno, ustedes entienden … Yo estaba avergonzado de sentir estas cosas con respecto a mi padre. Además mi padre, lejos de ser una figura central y represiva en mi vida, me había dejado siempre en completa libertad. Todo esto nos debe recordar que el arte de escribir y la literatura están íntimamente ligadas a alguna carencia central en torno a la cual gira nuestra vida, a sentimientos de felicidad y de culpa.

Pero mi historia tiene otra parte, que yo recordé inmediatamente ese día, y cuya simetría me produjo un sentimiento de culpa aun más profundo. Veintitrés años antes de que mi padre me dejara su maletín y cuatro años después de que yo tomara la decisión de convertirme en escritor y abandonar todo lo demás, a la edad de veintidós, me encerré en en un cuarto y terminé mi primera novela, Cevdet Bey y sus hijos. Con las manos temblorosas entregué el texto mecanografiado de la novela inédita a mi padre y le pedí que la leyera y me diera su opinión. Su aprobación era importante para mí, no solamente porque yo confiaba en su inteligencia y en su gusto literario, sino también porque él, a diferencia de mi madre, no se había opuesto a mis planes de convertirme en escritor. Por aquel tiempo mi padre no estaba con nosotros. Esperé con impaciencia su retorno. Cuando llegó, dos semanas más tarde, corrí a abrirle la puerta. Mi padre no dijo nada, pero me abrazó de manera tan especial que yo comprendí de inmediato: mi libro le había gustado mucho. Durante un rato nos sumergimos en esa forma de silencio embarazoso que con frecuencia acompaña momentos de gran emoción. Luego, cuando nos tranquilizamos y comenzamos a hablar, mi padre expresó, con enorme entusiasmo y exaltadas palabras, su confianza en mí y en mi primer libro, y luego me dijo, como al pasar, que algún día yo ganaría el premio que ahora, con mucha alegría, he venido a recibir.

No dijo esto por convicción, ni para marcar este premio como una meta hacia la cual deberían dirigirse los esfuerzos del escritor; lo dijo como un padre turco que, para apoyar y estimular a su hijo, le dice: “¡Un día serás un pachá!” Y durante años repitió esas palabras cada vez que nos encontrábamos, para infundirme ánimo y confianza.

Mi padre murió en diciembre de 2002.

Honorables miembros de la Academia Sueca, que me habéis otorgado este gran premio y este honor, y distinguidos invitados: yo habría querido que mi padre pudiera estar hoy entre nosotros.

Herta Müller: Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso. Discurso al recibir el premio Nobel de literatura, 2009

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianidad  cada día igual al otro.

Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que…, y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo:aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.

A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.

En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.

Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.

Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.

Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano

Gao Xingjian: Litigio por la literatura, circunstancias de la creación literaria. Discurso de aceptación del Premio Nobel, 2000.

No puedo saber si ha sido el destino lo que me trae hoy a esta tribuna, pero como varias coincidencias afortunadas han creado esta oportunidad, muy bien puede llamársele así. Apartando la discusión sobre la existencia o no de Dios, quisiera decir, a despecho de mi ateísmo, que siempre he mostrado reverencia por lo incognoscible.

Una persona no puede ser Dios; ciertamente, no puede reemplazarlo y regir el mundo como un Superman; sólo lograría crear más caos y estropear el mundo mucho más de lo que está. En la centuria que siguió a NIETZSCHE los desastres provocados por el hombre han dejado sombríos récords en la historia de la humanidad. Superhombres de todo tipo, llamados líderes de pueblos, jefes de estado y guías de la raza, no vacilaron en recurrir a algunos métodos violentos para llevar a cabo crímenes que de ninguna manera asemejan los desvaríos de un filósofo tan egotista. Sin embargo, no deseo malgastar este comentario sobre la literatura platicando demasiado sobre política e historia. Lo que quiero hacer es aprovechar esta oportunidad para hablar como un escritor en la voz de un individuo.

Un escritor es una persona como cualquiera; quizás es más sensible que el resto, pero las personas altamente sensitivas son frecuentemente más frágiles. Un escritor no se expresa como el portavoz del pueblo o la encarnación de lo que es correcto. Su voz es inevitablemente débil, pero es precisamente esa voz del individuo lo que es más auténtico.

Lo que quiero decir aquí es que la literatura sólo puede ser la voz del individuo y así ha sido siempre. Una vez que la literatura se maquina como el himno de una nación, la bandera de una raza, el discursar de un partido político, o la voz de una clase o grupo, puede emplearse como un instrumento de propaganda que lo invade todo. Sin embargo, tal literatura pierde lo que le es inherente, deja de ser literatura, y se convierte en un sustituto del poder y el provecho.

En la centuria que justo acaba, la literatura enfrentó este infortunio; y fue profundamente marcada* por la política y el poder más que en cualquier período anterior y también los escritores fueron víctimas de opresiones sin precedentes.

Para que la literatura salvaguarde las razones de su propia existencia y no se convierta en instrumento de la política debe retornar a la voz del individuo; porque la literatura se deriva primariamente de los sentimientos del individuo, y es el resultado de sentimientos. Esto no significa, por lo tanto, que deba divorciarse de la política, o que deba necesariamente comprometerse con ella. Las controversias sobre las tendencias de la literatura o las inclinaciones políticas de los escritores fueron aflicciones serias que atormentaron a la literatura durante la pasada centuria. La ideología hizo estragos trocando las controversias relacionadas con la tradición y la reforma en controversias sobre qué era conservador o revolucionario; cambiando de esta manera los asuntos literarios en un forcejeo sobre qué era progresista y qué reaccionario. Si la ideología se une al poder y es transformada en una fuerza real, entonces tanto la literatura como el individuo serán destruidos.

La literatura china del siglo XX, y también ahora, está exhausta y prácticamente ahogada, porque la política dictó la literatura. Tanto la revolución en la literatura como la literatura revolucionaria, aprobaron las sentencias de muerte de la literatura y del individuo.

El ataque a la cultura tradicional china en nombre de la Revolución derivó en la prohibición pública y la quema de libros. Incontables escritores fueron baleados, encarcelados, exiliados o castigados con trabajos forzados en el transcurso de los últimos cien años. Esto fue más extremo que en cualquier período de la dinastía imperial en la historia de China. Y creó enormes dificultades para la escritura china, y muchas más para cualquier discusión sobre emancipación creativa.

Si el escritor estaba buscando ganar libertad intelectual la opción era guardar silencio o huir. Sin embargo, el escritor depende del lenguaje, y para él no expresarse por un período prolongado es idéntico al suicidio. Para evitar el suicidio o ser silenciado, y más adelante expresar su propio criterio, no tenía otra alternativa que el exilio.

Cuando evaluamos la historia de la literatura en Oriente y Occidente ha sido así siempre desde Qu Yuan hasta Dante, Joyce, Thomas Mann, Solzhenitsin, y un gran número de intelectuales chinos que salieron al exilio luego de la masacre de Tiananmen en 1989. Este es el destino inevitable del poeta y el escritor que perseveran en la búsqueda por preservar su propia voz.

Durante los años en que Mao Zedong estableció la dictadura totalitaria, ni siquiera la huida era una opción. Los monasterios en las montañas más alejadas, que habían sido refugio de los eruditos en los tiempos feudales fueron totalmente destruidos, y escribir, incluso a escondidas, era arriesgar la vida. Para mantener una autonomía intelectual uno podía solamente hablar consigo mismo, y debía hacerse en el más estricto secreto. Debo mencionar que fue precisamente en ese período absolutamente imposible para la literatura cuando comencé a comprender por qué era tan esencial: la literatura permite a las personas preservar una conciencia humana.

Puede decirse que hablar a sí mismo es el punto de partida de la literatura, y que utilizar el lenguaje para comunicarse es secundario. Una persona derrama sus sentimientos y pensamientos en un lenguaje que, escrito como palabras, se convierte en literatura. Aún cuando no existe la intención de publicar, existe la compulsión de escribir, porque hay recompensa y consolación en el placer de la escritura. Yo comencé mi novela «La Montaña del Alma» para disipar mi soledad interior en el mismo momento en que habían sido prohibidos algunos trabajos que yo había escrito con rigurosa autocensura. «La Montaña del Alma» fue escrita para mí mismo, y sin ninguna esperanza de que sería publicada.

La literatura es por su naturaleza la afirmación del hombre, de la valía de su propio ser, y esto lo comprobamos mientras escribimos. La literatura nace, primariamente, de la necesidad de autorrealización del escritor. Si algún impacto produce en la sociedad su obra, ese impacto no es, ciertamente, determinado por sus deseos.

En la historia de la literatura abundan las obras excelentes y duraderas que no fueron publicadas en vida de los autores. Si el autor no hubiera alcanzado su autoafirmación mientras escribe, ¿cómo podría haber continuado? Como en el caso de Shakespeare, incluso ahora, es difícil averiguar los detalles de los cuatro genios que escribieron las grandes novelas chinas: «Viaje al Oeste», «Margen del Agua», «Jin Ping Mei», y «Sueños de las Mansiones Escarlatas». Todo lo que queda es un ensayo autobiográfico de Shi Naian, y de no haber sido como él dice, que se consoló a sí mismo con la escritura ¿de qué otra manera mantener mientras vivió esa devoción a la descomunal obra por la que no recibió recompensa alguna en vida? ¿Y no era éste también el caso de Kafka, quien fundó la ficción moderna, y de Fernando Pessoa, el más profundo poeta del siglo XX? Cuando comenzaron a escribir no fue para transformar el mundo, y aún concientes de que como individuos estaban indefensos, se expresaron y alzaron sus voces, porque esa es la magia del lenguaje.

El lenguaje es la cristalización suprema de la civilización humana; es intrincado, incisivo y difícil de asir, y sin embargo es expansivo, penetra la percepción humana y une al hombre, sujeto de la percepción con su propia comprensión del mundo. La palabra escrita también es mágica porque permite la comunicación entre individuos distantes, incluso si son de razas o tiempos diferentes. Es también de esta forma como el presente compartido en la escritura y lectura de la literatura se conecta con sus eternos valores espirituales.

Desde mi punto de vista, para un escritor de estos tiempos es un problema esforzarse en enfatizar una cultura nacional. A causa de mi cuna y de mi idioma, las tradiciones culturales chinas residen de manera natural en mí. La cultura y el lenguaje están íntimamente relacionados y de esta forma se construyen los modos de percepción característicos y relativamente estables, el pensamiento y la articulación. Sin embargo, la creatividad de un escritor comienza precisamente con lo que ha sido articulado en su lengua, y se dirige hacia lo que no ha sido aún adecuadamente articulado. Como creador de arte lingüístico no tiene necesidad de imponerse un rótulo nacional que pueda ser fácilmente identificado.

La literatura trasciende las fronteras nacionales -por medio de traducciones trasciende al lenguaje y las costumbres específicamente sociales de las relaciones interhumanas creadas por condiciones geográficas e históricas- para hacer profundas revelaciones sobre la universalidad de la naturaleza del hombre. Además, el escritor actual recibe influencias multiculturales fuera de la cultura de su propia raza. Por lo tanto, a menos que se quiera promover el turismo, enfatizar los rasgos culturales de un pueblo es inevitablemente sospechoso.

La literatura va más allá de la ideología, las fronteras nacionales y la conciencia racial en la misma medida que la existencia individual es más que éste o aquel «ismo». Esto es debido a que la condición existencial del hombre es superior a cualquier teoría o especulación sobre la vida. La literatura es la observación de los dilemas de la existencia humana, y nada le es tabú. Las restricciones en literatura son siempre impuestas externamente: la política, la sociedad, la ética y las costumbres intentan utilizar la literatura como decorado de sus propios entramados.

Sin embargo, la literatura no es, ni ornamento de la autoridad, ni artículo de modas sociales; tiene su propio criterio de mérito: su cualidad estética. Una estética intrincadamente relacionada con las emociones humanas es el único criterio indispensable de la obra literaria.

De hecho, tales juicios difieren de una a otra persona porque las emociones pertenecen invariablemente a individualidades diversas. Sin embargo, esos juicios estéticos tienen sus normas reconocidas universalmente. La capacidad de apreciación crítica que la literatura fomenta permite a los lectores experimentar también sentimientos poéticos y de belleza, lo sublime y lo ridículo, la tristeza y el absurdo, el humor y la ironía, que el autor haya infundido a su obra.

Los sentimientos poéticos no derivan simplemente de la expresión de la emoción. No obstante, en las primeras etapas de la escritura, casi siempre se manifiesta un egotismo desbocado, que es una forma de infantilismo.

Existen también numerosos niveles de expresión emocional; llegar a los niveles superiores requiere de un frío distanciamiento. La poesía está oculta en una mirada distanciada. Si además, esta mirada examina a la persona del autor, y se eleva por encima de éste y de los personajes del libro para convertirse en una especie de tercer ojo del autor -tan neutral como sea posible- entonces valdrá la pena adentrarse en los desastres y miserias del mundo humano. Luego, de la misma manera que surgen sentimientos de dolor, odio y rechazo, surgen también sentimientos de identificación y amor por la vida.

Una estética basada en las emociones humanas no deviene anticuada incluso con los perennes cambios de moda en las artes y las letras. Sin embargo, las evaluaciones literarias que se dejan llevar por la moda sólo valoran lo último; es decir, aquello que es nuevo es bueno. Este es un mecanismo de los movimientos de mercado, y el mercado del libro no está exento, pero si los juicios estéticos siguen las pautas del mercado eso significará el suicidio de la literatura. Especialmente en la llamada sociedad de consumo de nuestros días, creo que deberíamos recurrir a la literatura fría.

Diez años atrás, luego de concluir «La Montaña del Alma», -que me tomó siete años escribir- propuse, en un breve ensayo este tipo de literatura:

«La literatura no es parte de la política, sino un asunto estrictamente individual. Es la gratificación del intelecto unida a la observación; una reseña de lo que se ha vivido; reminiscencias y sentimientos, o la representación de un estado mental.

El llamado escritor no es más que alguien hablando o escribiendo, y si lo escuchan o no, depende de los demás. El escritor no es un héroe que actúa por encargo del pueblo, ni se le debe adorar como a un ídolo, y de ninguna manera es un delincuente, o un enemigo del pueblo. El escritor es, a veces, sacrificado, junto con su obra debido a las necesidades de otros. Cuando las autoridades necesitan construir algunos enemigos para desviar la atención del pueblo, los escritores son las víctimas; y peor aquellos tranquilos escritores que han sido realmente embaucados cuando piensan que tal sacrificio es un gran honor.

De hecho, la relación entre el autor y el lector, es una comunicación espiritual, y no tienen necesidad de conocerse o interactuar socialmente. Se comunican, simplemente, a través de la obra. La literatura sigue siendo una forma fundamental de la actividad humana en la que el escritor y el lector establecen un compromiso de forma voluntaria. Por lo tanto, la literatura no tiene deberes con la masa.

Esa clase de literatura que ha recuperado su carácter innato puede ser llamada Literatura Fría. Ella existe simplemente porque la humanidad busca una manifestación puramente espiritual más allá de la gratificación de deseos materiales. Este tipo de literatura, por supuesto, no surgió en estos días. Sin embargo, mientras que en el pasado tuvo que luchar contra las fuerzas de la opresión política y las costumbres sociales, hoy ha de batallar con los valores comerciales subversivos de la sociedad de consumo. Por ello dependerá, para existir de nuestra disposición a sufrir la soledad.

Si un escritor se dedica a este tipo de escritura encontrará dificultades para ganarse la vida. Por lo tanto, escribir tal tipo de literatura debe ser considerado un lujo, una forma de gratificación espiritual. Si esta literatura tiene la fortuna de ser publicada y circulada, es debido al esfuerzo del escritor y sus amigos. Cao Xuegin y Kafka son ejemplos de ello. Durante sus vidas, sus obras no fueron publicadas, así que no pudieron crear movimientos literarios ni convertirse en celebridades. Estos escritores vivieron marginados y distanciados de la sociedad, dedicados a esta actividad espiritual por la que no esperaron recompensa alguna en su tiempo. No buscaban aprobación social, sino simplemente disfrutar de la escritura.

La literatura fría huirá para poder sobrevivir. Es la literatura la que se niega a ser estrangulada por la sociedad en su búsqueda de salvación espiritual. Si una raza no puede adaptarse a este tipo de literatura esto no es una desgracia para el escritor sino una tragedia para la raza».

Es una suerte para mí recibir en vida este gran honor de la Academia Sueca, y en esto me han ayudado muchos amigos de todo el mundo. Durante años, sin pensar en recompensas y sin evitar dificultades, ellos han traducido, publicado, representado y evaluado mis escritos. Sin embargo, no les agradeceré uno por uno, pues es una lista amplia de nombres.

También quiero agradecer a Francia por aceptarme. En Francia, donde se reverencia al arte y a la literatura he ganado la condición de escribir con libertad, y tengo también lectores y audiencia. Afortunadamente, no estoy solo; aunque escribir -a lo que he entregado mi ser- es una tarea solitaria.

Lo que quisiera también decir aquí es que la vida no es una fiesta y que el resto del mundo no es tan pacífico como Suecia, donde no ha habido guerra por más de ciento ochenta años. Esta nueva centuria no será inmune a las catástrofes, simplemente porque hubo tantas en el pasado siglo. Las memorias no se transmiten como los genes. Los humanos tienen mente, pero carecen de la suficiente inteligencia para aprender del pasado, y cuando la malevolencia se recrudece en la mente del hombre, esto puede poner en peligro su propia supervivencia.

Nuestra especie no necesariamente evoluciona todo el tiempo y en esto hago referencia a la historia de la civilización humana. La Historia y la Civilización no viajan sobre ruedas. Desde el estancamiento de la Europa Medieval hasta la decadencia y el caos de los tiempos recientes en el continente de Asia, y la catástrofe de las dos guerras mundiales en el siglo XX, los métodos para matar se han sofisticado progresivamente. El progreso científico y tecnológico no implican, ciertamente, que la humanidad en su totalidad resulte más civilizada.

Para clarificar el comportamiento humano ha fallado el uso de algunos ismos científicos que explican la historia o la interpretan desde un punto de vista histórico basado en seudodialécticas. Ahora que el fervor utópico y la continuación de la revolución del siglo pasado se han desmoronado, existe un inevitable sentimiento de amargura entre aquellos que han sobrevivido.

La negación de la negación no resulta necesariamente una afirmación. La Revolución no introdujo cosas nuevas porque el nuevo mundo utópico se basaba en la destrucción del mundo viejo. Esta teoría de la revolución social fue aplicada de manera similar y tornó lo que una vez había sido reino de creatividad en un campo de batalla donde los nuevos derrocaron a los viejos y se pisotearon las culturas tradicionales. Todo tuvo que comenzar desde cero, la modernización fue buena, y la historia de la literatura fue también interpretada como una rebelión continua.

El escritor no puede ocupar el lugar del Creador, así que no necesita inflar su ego pensando que es Dios. Esto no sólo provocará una disfunción psicológica y lo trocará en demente sino que también transformará el mundo en una alucinación, en la que cada cosa externa a su propio cuerpo es purgatorio, y naturalmente, no podrá continuar viviendo. Los otros son -claro está- el infierno. Presumiblemente es así como el autocontrol se pierde. No hay necesidad de decir que se convertirá en víctima del futuro y exigirá que otros sigan la corriente de inmolarse personalmente.

No hay que apurarse para completar la historia del siglo XX. Si nuevamente el mundo se hunde en las ruinas de algún mareo ideológico, esta historia habrá sido escrita en vano y a otros les tocará corregirla.

El escritor tampoco es un profeta. Lo importante es vivir en el presente, no permitir que lo engañen, librarse de la decepción, mirar claramente este momento específico del tiempo y a la par escrutarse a sí mismo. Nuestro ser también es un caos total y a la vez que cuestionamos al mundo y a otros, podríamos mirarnos a nosotros mismos. Generalmente los desastres y opresiones vienen de otros, pero la cobardía y la ansiedad de los hombres con frecuencia intensifican los sufrimientos y el infortunio.

Tal es la inexplicable naturaleza del comportamiento humano, y el conocimiento del hombre acerca de sí mismo es aún más difícil de aprehender. La literatura es simplemente el hombre centrando su mirada en sí mismo; y mientras lo hace, comienza a crecer un hilo de conciencia que derrama luz sobre su yo.

Subvertir no es el objetivo de la literatura; su valor descansa en descubrir y revelar lo que es raramente conocido, poco conocido, o lo que se supone conocido pero de hecho no lo es, sobre la verdad del mundo humano. Podría parecernos que la verdad es la cualidad básica invulnerable de la literatura.

Ya comenzó el nuevo siglo. No nos preocupa si en verdad será nuevo o no, sino considerar que la revolución en literatura y la literatura revolucionaria, e incluso la ideología, parecen todas ellas que abocan a su fin. Se ha desvanecido la ilusión de la utopía social que amortajó a más de una centuria, y cuando la literatura arroje los grilletes de este y aquel .ismo, retornará a los dilemas de la existencia humana. A pesar de todo, tales dilemas han cambiado poco y continuarán siendo temas eternos de la literatura.

Esta es una época sin profecías ni promesas, y pienso que eso es bueno. El escritor debe dejar de interpretar el papel de profeta y juez, pues todas las profecías del siglo pasado resultaron falsas. Y no es necesario inventar nuevas supersticiones con respecto al futuro. Es mucho mejor esperar y ver. También, lo mejor para el escritor sería regresar a su papel de testigo y esforzarse por exponer la verdad. Esto no quiere decir que la literatura sea como un documento. En realidad, la veracidad de los testimonios es dudosa y las razones y motivaciones de los hechos, con frecuencia permanecen ocultas. Sin embargo, cuando la literatura se ocupa de la verdad todo el proceso que comienza en la mente de la persona, hasta el hecho en sí, queda al descubierto sin ocultar nada. La literatura tendrá este poder siempre que el escritor intente hacer un retrato de las circunstancias que determinan la existencia humana y no sea parte del absurdo.

Lo que determina la calidad de una obra es la facultad del escritor de captar la verdad. Los juegos de palabras y las técnicas narrativas no pueden servir como sustitutos de este requerimiento. En realidad existen numerosas definiciones de la verdad, y la forma de enfocarla varía según la persona. Pero a simple vista se puede apreciar cuándo un escritor está embelleciendo los fenómenos humanos, o haciendo un retrato pleno y honesto. El criticismo literario de una determinada ideología trocó la verdad y la mentira en análisis semánticos, pero tales principios y dogmas tienen escasa relevancia en la creación literaria.

Sin embargo, que el creador enfrente o no la verdad no es sólo un aspecto de la metodología creativa, es también un asunto de actitud ante la escritura. La verdad, al tomar la pluma implica, al mismo tiempo, que uno es sincero una vez que la pone sobre la mesa. Aquí la verdad no es meramente una evaluación de la literatura sino que tiene, a la par, connotaciones éticas.

El escritor no tiene el deber de predicar moralidad, y mientras intente retratar a varias personas en el mundo expone también inescrupulosamente, su propio ser. Para el escritor, la verdad en la literatura se aproxima a la ética; esto es la ética en la literatura.

En la mano de un excritor con una actitud seria hacia lo que escribe, incluso la ficción literaria se basa en un retrato verdadero de la vida humana, y esta ha sido la fuerza vital de obras que nos han llegado desde tiempos remotos. Por esta misma razón es que la Tragedia Griega y Shakespeare nunca serán obsoletos.

La literatura no tiene que ser una réplica de la realidad, sino que penetra las capas superficiales y se aproxima en profundidad al interior de la realidad, elimina las ilusiones falsas, analiza desde un punto de vista elevado los sucesos de la vida diaria, y con amplia perspectiva nos revela lo que sucede, con toda su plenitud.

Desde luego, también la imaginación es parte importante de la literatura; pero esta especie de viaje de la mente no significa sólo inventar una serie de tonterías. La imaginación que está ajena a los sentimientos verdaderos, y la creación que está ajena a las experiencias de la vida, resultan insípidas y débiles. Y la obra que no logra convencer al mismo autor no será capaz de emocionar al lector. Sin dudas, la literatura no sólo depende de las experiencias de la vida común y tampoco el escritor está limitado a describir sus experiencias personales. Este puede incluso utilizar las cosas que ha oído, visto y leído en obras literarias anteriores, y transformarlas en sus propios sentimientos. Esta es también la magia del lenguaje de la literatura.

Un lenguaje blasfemo o bendito tiene el poder de agitar el cuerpo y la mente. El arte del lenguaje depende de la habilidad del que se expresa para transmitir sus sentimientos a otros. No se trata de un sistema de signos o de formaciones semánticas que requieren sólo estructuras gramaticales. Si se olvida a la persona que vive detrás de ese lenguaje, el discurso gramatical se convertirá fácilmente, en un juego del intelecto

La lengua no sólo sirve para transmitir conceptos, sino para activar simultáneamente los sentimientos y los sentidos, y es por eso que los signos y las señales no pueden remplazar el lenguaje de los seres vivos. La voluntad, las motivaciones, el tono y las emociones que hay detrás de lo que alguien dice, no pueden ser expresados plenamente sólo mediante la semántica y la retórica. La connotación del lenguaje literario debe ser expresada plenamente por personas VIVAS.

Por lo tanto, además de servir como portadora de pensamiento, la literatura debe también apelar a los sentidos del lector.

La necesidad humana del lenguaje no es simplemente para la transmisión de una intención; es al mismo tiempo, escuchar y afirmar la existencia de una persona.

Parafraseando a Descartes, pudiéramos decir del escritor: «Digo, luego existo». Sin embargo, el «YO» del escritor puede ser el escritor mismo, puede ser igualado al narrador o convertirse en los personajes de una obra. Como el sujeto-narrador puede ser también «él» o «tú», éste es tripartito.

El punto de partida para transmitir las percepciones es establecer una persona narrativa y dar forma a la narración a partir de patrones variados. El escritor da forma concreta a sus percepciones durante el proceso de búsqueda de sus propios métodos narrativos.

En mi ficción, yo utilizo pronombres, en vez de los personajes usuales, y también utilizo los pronombres «yo», «tú» y «él» para hablar o llamar la atención sobre el protagonista. El retrato de un personaje mediante el uso de diferentes pronombres crea un sentido de distancia. Y esto le da al actor en el escenario un espacio sicológico más amplio. También he introducido el cambio de pronombres en mi dramaturgia.

La producción de ficción o dramaturgia no ha cesado ni cesará y no hay motivos para pronósticos atrevidos sobre la muerte de algún género literario o artístico.

El lenguaje, como la vida, nació con la civilización humana y está lleno de maravillas y su capacidad de expresión es ilimitada. La tarea del escritor es descubrir y desarrollar el potencial latente inherente a la lengua.

El escritor no es el Creador y no puede erradicar el mundo, incluso si éste es muy viejo. Tampoco puede establecer ningún nuevo mundo ideal, incluso si el mundo actual es absurdo y sin capacidad de comprensión.

Sin embargo, el escritor sí puede hacer aseveraciones novedosas, lo mismo completando lo que atrás ha dicho, o comenzando a decir donde otros se han detenido.

Subvertir la literatura fue la retórica de la Revolución Cultural. La literatura no murió, y los escritores no fueron destruidos. Cada escritor tiene su lugar en el librero y tiene vida, mientras haya lectores.

No hay consuelo mayor para un escritor que ser capaz de aportar un libro al vasto tesoro de la literatura humana; un libro que seguirá leyéndose en el futuro.

La literatura será actualizada y de interés en el mismo momento en que el escritor la escribe y el lector la lee. A menos que seamos pretenciosos; si escribimos para el futuro sólo nos engañamos a nosotros y a los demás. La literatura es para los VIVOS y además para afirmar el presente de los VIVOS. Es ese eterno presente y esta confirmación de la vida individual la razón absoluta de por qué la literatura es literatura, si es que alguien insiste en encontrar una razón para que esta cosa magnífica exista por sí misma.

Cuando escribir no constituye un medio de vida, o cuando esta actividad nos absorbe tanto que olvidamos por qué escribimos y para quién, entonces la escritura se convierte en una necesidad y escribimos compulsivamente. Entonces hacemos literatura.

Este aspecto no utilitario de la literatura es fundamental para la literatura. Escribir literatura se ha convertido en una profesión y esto es un feo resultado de la división del trabajo de la sociedad moderna y un fruto amargo para el escritor.

Este es el caso especial de la era actual, en la que la economía de mercado lo ha invadido todo y los libros también se han convertido en mercancías. En todas partes encontramos indiscriminadamente enormes mercados, y no escritores individuales, pero incluso las sociedades y movimientos de antiguas escuelas literarias han desaparecido. Si el escritor no se somete a las presiones del mercado y rehusa a fabricar productos culturales que satisfagan los gustos de la moda, debe entonces buscar otro medio de sustento. La literatura no es una competencia entre libros, ni la venta excesiva de ellos, y los autores que son promovidos en la televisión se dedican más a la publicidad que a escribir. La libertad para escribir no nos la regalan, ni podemos comprarla, sino surge de la necesidad interior del escritor mismo.

En lugar de decir que Budha está en el corazón, sería mejor decir que la libertad está en el corazón y simplemente depende de si hacemos uso de ella o no. Si cambiamos la libertad por otra cosa, entonces el ave de la libertad escapará, porque ese es el precio de la libertad.

El escritor escribe lo que él quiere, sin buscar recompensa no sólo para afirmarse, sino también para desafiar la sociedad. Este desafío no es pretensión, y el escritor no tiene necesidad de inflar su ego cuando se convierte en un héroe o un guerrero. Los héroes y los guerreros luchan para alcanzar alguna gran obra o para consolidar algún hecho meritorio y estas cosas son logros de las obras literarias.

Si el escritor desea desafiar la sociedad debe ser a través de la lengua y debe apoyarse en los personajes y los acontecimientos de sus obras. De otra manera, sólo conseguirá dañar la literatura.

La literatura no es un grito iracundo y tampoco puede convertir la indignación de un individuo en acusaciones. Solamente cuando los sentimientos del escritor como individuo se reflejan en su obra, éstos resisten el paso del tiempo y sobreviven por un largo período.

Por lo tanto, no se trata del desafío del escritor a la sociedad, sino más bien, una respuesta poderosa a los tiempos y la sociedad del escritor. El clamor del escritor y sus acciones podrán desaparecer, pero mientras haya lectores, su voz y sus escritos continuarán divulgándose.

En verdad, ese desafío no puede transformar la sociedad; es solamente la aspiración individual de trascender las limitaciones del entramado social y de asumir una postura encubierta, Sin embargo esto es, sin dudas, una actitud normal, porque es alguien que está orgulloso de su humanidad. Sería triste si la historia humana fuera sólo manipulada por leyes desconocidas y se moviera ciegamente con la corriente de manera que las diferentes voces de los individuos no se pudieran escuchar. Es en este sentido que la literatura llena el vacío de la historia. Cuando las grandes leyes de la Historia no se utilicen para interpretar la Humanidad la gente será capaz de dejar atrás sus voces. La Historia no es todo lo que la Humanidad posee, también está el legado de la literatura. En la literatura la gente son invenciones, pero mantienen la creencia esencial en su propia valía.

Honorables miembros de la Academia, les doy las gracias por otorgar este Premio Nóbel a la literatura; a la literatura que se mantiene firme en su independencia, que no escapa del sufrimiento humano, ni de la opresión política, y que además no sirve a la política. Les agradezco a todos haber otorgado este tan prestigioso premio a obras que no tienen nada que ver con el mercado, que han despertado poca atención, pero que vale la pena leerlas. Al mismo tiempo agradezco a la Academia Sueca por permitirme subir a esta estrado a hablar ante los ojos del mundo. La débil voz de un frágil individuo que apenas vale la pena ser escuchada y que, normalmente no se oiría en los medios públicos, ha sido autorizada a dirigirse al mundo. Sin embargo, creo que este es precisamente el significado del Premio Nóbel, y agradezco a todos por esta oportunidad de hablar.

Ernest Hemingway: Discurso de aceptación del Premio Nobel, 1954

Carente de toda habilidad para pronunciar discursos y sin ningún dominio de la oratoria o la retórica, agradezco a los administradores de la generosidad de Alfred Nobel por este Premio.

Ningún escritor que conoce los grandes escritores que no recibieron el Premio puede aceptarlo a no ser con humildad. No es necesario hacer una lista de estos escritores. Todos los aquí presentes pueden hacer su propia lista de acuerdo a su conocimiento y conciencia.

Me resultaría imposible pedir al Embajador de mi país que lea un discurso en el cual un escritor diga todas las cosas que están en su corazón. Las cosas que un hombre escribe pueden no ser inmediatamente perceptibles, y en esto algunas veces es afortunado; pero eventualmente se vuelven claras y por estas y por el grado de alquimia que posea, perdurará o será olvidado.

Escribir al mejor nivel, es una vida solitaria. Organizaciones para escritores mitigan la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. Crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora. Debido a que realiza su trabajo en soledad y si es un escritor suficientemente bueno cada día deberá enfrentarse a la eternidad o a su ausencia.

Cada libro, para un escritor auténtico, deberá ser un nuevo comienzo donde intentará nuevamente alcanzar algo que está más allá de su alcance. Siempre deberá intentar lograr algo que nunca ha sido hecho o que otros han intentado y han fracasado. Entonces algunas veces -con gran suerte- tendrá éxito.

Cuán fácil resultaría escribir literatura si tan sólo fuera necesario escribir de otra manera lo que ya ha sido bien escrito. Debido a que hemos tenido tantos buenos escritores en el pasado es que un escritor se ve forzado a ir más allá de sus límites, allá donde nadie puede ayudarlo.

Como escritor he hablado demasiado. Un escritor debe escribir lo que tiene que decir y no decirlo. Nuevamente les agradezco.

Albert Camus: Discurso de aceptación del premio Nobel de literatura 1957

Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda  cuando evalúo   hasta qué punto esa recompensa sobrepasa  mis méritos personales.  Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitanme,  aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones,  en el otro extremo del mundo,  basta para sacar al escritor de su soledad,  por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo,  en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan,  crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años  en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial,  al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sábe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores   establecezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabais de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe,  me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabais de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me  falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal  de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.

Gabriel García Márquez: La soledad de América Latina. Discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura 1982.

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

José Saramago: Discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura 1998

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir.

A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: «¿Y después?» Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir.

Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza». Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. «Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas». Y terminaba: «Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?»

Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.

Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada «Manual de pintura y caligrafía», que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.

Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mal-Tiempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.

¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las «Rimas» y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro? (¿Qué haré con este libro?), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: «¿Qué harás con este libro?». Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.

Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: «Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo». Que así sea.

De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis («Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes»), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: «Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo». Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las «Odas» algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: «He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría».

El año de la muerte de Ricardo Reis terminaba con unas palabras melancólicas: «Aquí donde el mar acabó y la tierra espera». Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí -La balsa de piedra- separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, «masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales», camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de La balsa de piedra -dos mujeres, tres hombres y un perro- viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta.

Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un «sí» un «no», subvirtiendo la autoridad de las «verdades históricas». Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: «Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor». Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.

Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. El Evangelio del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: «Hombres, perdónenlo, porque él no sabe lo que hizo», refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en esa última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: «La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba».

Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo…

Ciegos. El aprendiz pensó «Estamos ciegos», y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.

Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco esto que para mí es todo.