Alfred Bester: El infierno es eterno. Cuento

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Eran seis y lo habían probado todo.

Habían comenzado con bebidas y bebido hasta que habían agotado el sentido del gusto. Vinos: Amontillado, Beaune, Kirshwasser, Bordeaux, Hock, Burgundy, Medoc y Chambertin; whisky: escocés, irlandés, usquebaugh y Schnapps; brandy, gin y ron. Bebieron separada y juntamente;  mezclaron los alcoholes acéticos  y  los  sabores  en estupendos   ponches,   en   miles   de   sinfonías   de   gusto;   experimentaron,   crearon, inventaron, destruyeron… y finalmente se aburrieron.

Siguieron con las drogas. Las suaves primero, las más potentes luego. Desecado y moreno opio parecido al regaliz, tostado y enrollado en bolitas para fumar en largas pipas de marfil; espeso ajenjo verde sorbido amargo y fuerte, sin azúcar o agua; heroína y cocaína en crujientes cristales de nieve; marihuana enrollada libremente en cigarrillos de papel marrón; hachís dentro de blanca leche cuajada o tabletas de aceite de marihuana, que mascaban y teñían sus labios de color canela oscuro… y otra vez se aburrieron.

La búsqueda de sensaciones se hizo frenética y con muchos de sus sentidos ya disipados. Alargaron sus fiestas y las transformaron en festivales de horror. Danzarines exóticos y esotéricos seres semihumanos se agolparon en el amplio y estrecho salón y lo llenaron  con  sus  increíbles  actuaciones.  Dolor,  miedo,  deseo,  amor  y  odio  fueron apartados y exhibidos hasta en sus mínimos y estremecedores detalles, tal como se hace con muchos especímenes de laboratorio.

El  empalagoso  olor  del  perfume  se  mezcló  con  el  agudo  sudor  de  los  cuerpos excitados; los gritos de angustia de los seres torturados simplemente interrumpían su rápida e incesante charla… y algunas veces esto, también, cansaba. Redujeron sus fiestas a los seis originales y volvieron cada semana a sentarse, aburridos y aún hambrientos por nuevas sensaciones. Ahora, lánguidamente y sin ningún entusiasmo, están  jugando  con  lo  oculto;  han  convertido  al  salón  de  fiestas  en  una  cámara  de nigromante.

De repente, uno hubiera pensado que era un refugio para bombardeos. El salón era amplio y cuadrado, las paredes tenían un recubrimiento insonoro que imitaba la fibra de la madera, el cielorraso era de vigas bajas. A la derecha había una puerta embutida, muy pesada y asegurada con una enorme cerradura de hierro forjado. No había ventanas, pero las hendeduras de los respiraderos habían sido moldeadas como las ranuras de un monasterio gótico. Lady Sutton las había cubierto con vitrales y colocado pequeñas lamparillas eléctricas tras ellos. Así arrojaban una lluvia de tenebrosos colores por el salón.

El suelo era de nogal antiguo, muy lustrado y brillante como el metal. Sobre él estaban esparcidas un buen número de deslumbrantes alfombras orientales. Un diván enorme, cubierto con batik indio, corría contra la pared a todo lo ancho del refugio. Sobre él había hileras de estantes con libros, y enfrente una larga mesa de caballete con los restos de un banquete. El resto del refugio estaba amueblado con amplias y seductoras sillas, de aspecto blando, acolchado e invitador.

Durante siglos este había sido el mas profundo de los calabozos del Castillo Sutton, a decenas de metros bajo la tierra. Ahora… secado, calentado, con respiraderos y amueblado, era el escenario de las sensacionales fiestas de Lady Sutton. Más aún… era el lugar de reunión oficial de la Sociedad de los Seis. Los Seis Decadentes, tal como se denominaban ellos mismos.

—Somos los últimos descendientes espirituales de Nerón… los últimos de aristócratas gloriosamente diabólicos — diría Lady Sutton—. Hemos nacido algunos siglos demasiado tarde, amigos. En un mundo que ya no es el nuestro no tenemos nada porqué vivir, excepto nosotros mismos. Somos una raza aparte… los seis.

Y cuando un imprecedente bombardeo sacudió a Inglaterra, tan catastróficamente que los temblores hasta llegaron al refugio Sutton, ella miraría hacia arriba y reiría.

—Dejémoslos luchar unos contra otros, esos cerdos. No es nuestra guerra. Nosotros tenemos nuestro propio camino, siempre, ¿en? Pensad, amigos, qué alegría emerger de nuestro refugio una brillante mañana y encontrar que todo Londres está muerto… todo el mundo muerto.

Y entonces reiría otra vez, con ese profundo y ronco bramido tan suyo.

Bramaba ahora, con su enorme y gordo cuerpo medio despatarrado sobre el diván como un sapo decorativo, riendo ante el programa que Digby Finchley le había alcanzado, había sido escrito por el mismo Finchley… un diseño exquisito de demonios y ángeles en grotesco y amoroso combate enmarcando las letras cabalísticas en las que se leía:

LOS SEIS PRESENTAN ASTAROTH ERA UNA DAMA de Christian Braugh

Reparto

(por orden de aparición)

Un Nigromante                                   Christian Braugh

Un Gato Negro                                   Merlín

(por cortesía de Lady Sutton)

Astaroth                                              Theone Dubedat Nebiros, un Demonio Asistente         Digby Finchley Vestuario                                            Digby Finchley Efectos sonoros                                 Robert Peel Música                                                Sidra Peel

 

—Una pequeña comedia es un cambio, ¿no? —dijo Finchley. Lady Sutton se sacudió con risa incontrolada.

—¡Astaroth era una dama! ¿Estás seguro de que lo has escrito tú, Chris?

No hubo respuesta de Braugh, sólo el zumbido de preparaciones en el extremo alejado del salón, donde se había erigido un pequeño escenario cubierto por un telón.

—¡Eh, Chris! ¡Eh, allí…! —bramó ella con su tono bajo y quebrado.

Se descorrió el telón y Christian Braugh proyectó su cabeza albina a través de él. Su rostro  estaba  cubierto  parcialmente  por  cejas  y  barba  pelirrojas,  y  tenía  profundas sombras oscuras alrededor de los ojos.

—¿Me llamaba, Lady Sutton? —dijo.

Ante la vista de su cara ella rodó sobre el diván como una montaña de gelatina. Sobre el cuerpo inerme, Finchley sonrió, a Braugh, sus labios apretados como mueca de gato. Braugh movió su blanca cabeza en una respuesta imperceptible.

—Dije si en verdad tú has escrito esto, Chris… ¿o has empleado de nuevo algún escritor a sueldo?

Braugh la miró con enojo, luego desapareció detrás del telón.

—Oh, no lo creo —gorgoteó Lady Sutton—. Es mejor que un galón de champagne. Y, hablando de eso… ¿quién está más cerca de los burbujeantes? ¿Bob? Ponme más. ¡Bob! ¡Bob Peel!

Un hombre desplomado en la silla que se hallaba junto al cubo de hielo permaneció inmóvil. Estaba echado sobre la nuca, los pies proyectados en forma de V ante él, su camisa ceñida bajo la barba. Finchley cruzó la habitación y lo miró.

—Está frito.

—¿Tan temprano? Bien, no importa. Pásame una copa, Dig, sé un buen chico.

Finchley llenó de champagne una copa de cristal prismático y la llevó a Lady Sutton. De un pequeño camafeo facetado en forma de botellita, ella agregó tres gotas de láudano, agitó la mezcla centelleante una vez y luego la bebió a sorbitos mientras leía el programa.

—Un nigromante… ése eres tú, ¿eh Dig? El asintió.

—¿Y qué es un nigromante?

—Una especie de mago, Lady Sutton.

—¿Un mago? Oh, qué bien… ¡eso está muy bien! —Se derramó champagne sobre su vasto pecho lleno de manchas y golpeteó fútilmente con el programa.

Finchley levantó una mano para retenerla y dijo:

—Debéis ser cuidadosa con ese programa, Lady Sutton.

Hice una sola impresión y luego destruí la plancha. Es único y sin duda será valioso.

—¿Un artículo de coleccionista, eh? ¿Es obra tuya, por supuesto, Dig?

—Sí.

—Sin demasiados cambios de la pornografía usual, ¿eh? —Explotó en otra tormenta de risas que degeneraron en un acceso de tos seca e irregular. Al mismo tiempo dejó caer la copa. Finchley enrojeció, luego retiró la copa y la devolvió al buffet, pasando cuidadosamente en puntillas sobre las piernas de Peel.— ¿Y quién es ese Astaroth? — volvió a la carga Lady Sutton.

Desde atrás del telón, se escuchó la voz de Theone Dubedat:

—¡Yo! ¡I! ¡Ich! ¡Moi! —su voz era ronca. Poseía una cualidad de humo gris.

—Querida, ya sé que eres tú, pero qué eres tú?

—Un demonio, eso creo.

—Astaroth —dijo Finchley— es una especie de archidemonio legendario… un demonio de alto rango, por decirlo así.

—¿Theone un demonio? No dudo de eso… —Exhausta de arrobamiento, Lady Sutton yacía inmóvil y pensativa sobre el diván modelado. Y por último levantó un enorme brazo y examinó su reloj. La carne colgaba de sus codos en pliegues elefantinos, y ante su gesto el brazo se sacudió y una pequeña lluvia de lentejuelas rotas brilló sobre la manga.

—Será mejor que tú sigas con esto, Dig. Yo tengo, que partir a medianoche.

—¿Partir?

—Ya me has oído.

El rostro de Finchley se contorsionó. Se inclinó sobre ella con emoción no suprimida, observándola con ojos tristes.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona?

—Nada.

—Entonces…

—Algunas cosas han cambiado, eso es todo.

—¿Qué ha cambiado?

El rostro de ella se volvió con dificultad mientras le devolvía su mirada. Sus rasgos hinchados parecían tallados en obsidiana.

—Es demasiado pronto para decírtelo… ya lo descubrirás bastante pronto. Ahora no quiero que me molestes más, Dig, amor.

Los rasgos de espantajo de Finchley mantuvieron algo de su control. Comenzó a hablar, pero antes de que pudiera musitar una palabra, Peel asomó la cabeza fuera del gabinete que se hallaba junto al escenario, donde se encontraba emplazado el órgano.

—¡Ro-bert! —llamó.

—Bob está otra vez frito, Sidra —dijo Finchley, con voz constreñida.

Ella emergió del gabinete, caminó con brusquedad a través de la habitación y se detuvo a contemplar el rostro de su marido. Sidra Peel era pequeña, delgada y morena. Su cuerpo era como un cable de alta tensión con demasiada corriente, casi coruscado, descolorido y herrumbrado por demasiada exposición a la pasión. Las profundas cuencas oscuras de sus ojos eran frígidos carbones con brillantes puntos blancos. Retorcía sus largos dedos mientras contemplaba a su marido; luego, de repente, su mano abofeteó el rostro inerte.

—¡Cerdo! —susurró.

Lady Sutton se echó a reír y toser al mismo tiempo. Sidra Peel le arrojó una mirada venenosa y se dirigió al diván, las afiladas puntas de sus tacones sonaban como pistoletazos sobre el suelo de nogal. Finchley hizo un rápido gesto de atención que la detuvo. Vaciló, luego retornó al gabinete y dijo:

—La música está lista.

—Y yo también —dijo Lady Suttort—. Con el show y todo eso, ¿eh? —Se desparramó sobre el diván como un tumor reptante, mientras Finchley sostenía su cabeza con almohadones color grana.— Es realmente hermoso que representes esta pequeña comedia para mí, Dig. Lo malo es que esta noche sólo estamos los seis de siempre. Debería haber una audiencia, ¿eh?

—Vos sois la única audiencia que deseo, Lady Sutton.

—¡Ah! ¿Así todo queda en familia?

—Es una forma de decir.

—Los Seis… la Feliz Familia del Odio.

—Eso no es así, Lady Sutton.

—No  seas  tonto,  Dig.  Todos  somos  odiosos.  Nos  glorifica.  Debo  saberlo.  Soy  la Contable del Disgusto. Algún día dejaré que todos vosotros veáis los registros. Pronto.

—¿Qué tipo de registros?

—¿Ya te sientes curioso, eh? Oh, nada espectacular. Sólo la forma en que Sidra ha estado tratando de asesinar a su marido… y Bob la ha estado torturando porque la tiene bien agarrada. Y tú, haciendo una fortuna con sucias ilustraciones… y devorando tu podrido corazón por esa frígida diablesa, Theone…

—Por favor, Lady Sutton.

—Y  Theone  —se  dedicó  a  ella  con  placer—  utilizando  su  gélido  cuerpo  como  el verdugo utiliza su escalpelo para torturar… y Chris… ¿Cuántos libros piensas que ha robado de esos pobres diablos de la calle Grub?

—No podría decirlo.

—Lo sé. Todos. Una fortuna con cerebros de otros. Oh, somos un bonito y repulsivo grupo, Dig, Es lo único de lo que debemos enorgullecemos… lo único que nos diferencia de los miles de millones de vulgares que han heredado nuestra tierra. Es por eso que tenemos que sostenernos como una feliz familia de odios mutuos.

—Yo lo llamaría mutua admiración —murmuró Finchley. Se inclinó cortesanamente y fue hacia el telón, pareciendo más espantajo que nunca con sus negras ropas de noche. Era extremadamente alto —unos milímetros por encima del uno ochenta— y extremadamente delgado. Los tubos de sus brazos y piernas parecían espigas retorcidas, y su chata faz caballuna parecía haber sido pintada sobre un cojín de carne.

Finchley cerró el telón tras él. Al momento de desaparecer hubo un murmullo de conversación y las luces disminuyeron. En la vasta y baja habitación no hubo sonidos, excepto el respirar catarral de Lady Sutton. Peel, aún echado pesadamente en su hondo sillón, estaba inmóvil e invisible, salvo por el desgarbado ángulo de sus piernas.

Desde una distancia infinita llegó una ligera vibración… casi un temblor. Al principio parecía que un siniestro remedo del infierno había explotado sobre Inglaterra, a decenas de metros sobre sus cabezas. Luego el temblor se aquietó y en etapas imperceptibles cobró fuerza, transformándose en los graves tonos del órgano. Sobre el trasfondo de los pulsantes diapasones, un extraño trémolo de cuartas, vacuo y estremecedor, comenzó a desgranarse del teclado en escalas cromáticas.

Lady Sutton cloqueó desmayadamente.

—Palabra —dijo— que es realmente horrendo, Sidra. Espantoso.

El tétrico trasfondo de la música la inundó. Llenó el refugio con gélidos zarcillos de sonido que eran algo más que tonos. El telón se abrió lentamente, revelando a Christian Braugh con vestiduras negras; su rostro era una horrenda y distorsionada masa de rojo y azul-cárdeno que contrastaba notablemente con el cabello de un blanco albino. Braugh estaba de pie en el centro de un escenario rodeado de mesas con patas en forma de araña, cubiertas con aparatos nigrománticos. Prominente era Merlín, el gato negro de Lady Sutton, majestuosamente posado sobre un volumen encuadernado en hierro.

Braugh cogió una tiza negra de una mesa y dibujó en el suelo un círculo de tres metros y medio que se extendía a su alrededor. Inscribió la circunferencia con caracteres y pentáculos cabalísticos. Luego cogió una hostia y la exhibió con un rápido movimiento de su muñeca.

—Esta es —declaró con tono sepulcral— una hostia consagrada robada de una iglesia a medianoche.

Lady Sutton aplaudió satíricamente, pero se detuvo casi de inmediato. La música parecía perturbarla. Se movió con torpeza en el diván y observó alrededor de ella con mirada insegura.

Mascullando imprecaciones blasfemas, Braugh levantó una daga y la hundió en la hostia.  Luego  dispuso  un  plato  de  cobre  batido  sobre  una  llama  azul  de  alcohol  y comenzó a remover allí polvos y cristales de colores brillantes. Levantó una redoma llena con un líquido púrpura y vertió el contenido en un cuenco de porcelana. Hubo una ligera detonación y una espesa nube de vapor se elevó hasta el cielorraso.

El órgano se hizo presente. Braugh musitaba encantamientos en voz baja y realizaba curiosos y sugestivos ademanes. El refugio nadaba envuelto en aromas y bruma, nieblas violetas y vapores espesos. Lady Sutton echó un vistazo hacia la silla que se hallaba frente a ella.

—Espléndido, Bob —exclamó—. Maravillosos efectos… verdaderamente. —Trató de que su voz sonara jovial, pero todo lo que pudo emitir fue un cloqueo enfermizo. Peel permaneció inmóvil.

Con un ademán salvaje, Braugh arrancó tres pelos negros de la cola del gato. Merlín profirió un aullido de ira y saltó, al mismo tiempo, desde el libro hasta la parte superior de un gabinete entarimado que se hallaba en la parte trasera. Sus gigantescos ojos amarillos destellaban ominosamente a través de la niebla y los vapores. Los pelos fueron a parar al plato de cobre y un nuevo aroma llenó la habitación. En rápida sucesión, le siguieron las uñas de un buho, polvo de víboras y una raíz de mandrágora de extraña forma humana.

—¡Ahora! —gritó Braugh.

Colocó la hostia, traspasada por la daga, en el cuenco de porcelana que contenía el fluido púrpura, y luego vertió toda la mezcla en el plato de cobre batido.

Hubo una violenta explosión.

Una columna de humo blanco llenó el escenario y se esparció por el refugio. Se fue disipando con lentitud, revelando débilmente la alta figura de un demonio desnudo; el cuerpo exquisitamente formado, la cabeza convertida en una máscara aterradora. Braugh había desaparecido.

A través de la bruma que flotaba, el demonio habló con el ronco acento de Theone Dubedat.

—Saludos, Lady Sutton.

Avanzó fuera del vapor. Bajo la pulsante luz que surgía del escenario, su cuerpo relucía con un. destello nacarino propio. Las uñas de los dedos de pies y manos eran largas y gráciles. El color flagelaba su torso redondeado. Y a pesar de todo ese cuerpo era frío y sin vida… tan irreal como la grotesca máscara de papier-máché que le cubría la cabeza.

—Saludos… —repitió Theone.

—¡Hola, mi vieja! —interrumpió Lady Sutton—. ¿Cómo andan las cosas por el infierno? Hubo una risita en el  gabinete  donde  Sidra Peel  tocaba  con  suavidad  el  órgano.

Theone posaba como una estatua y levantaba un poco su cabeza al hablar.

—Os traigo…

—¡Querida!  —chilló Lady  Sutton—,  ¿por  qué  no  me  dijeron  que  harían  algo  así?

¡Hubiera vendido entradas!

Theone alzó un brazo reluciente en forma imperativas Comenzó otra vez:

—Os traigo las gracias de los cinco que… —y entonces se detuvo abruptamente.

En el espacio de cinco latidos hubo una pausa de asombro, mientras el órgano murmuraba y las últimas brumas de humo negro se disipaban, formando hongos contra el cielorraso. En medio del silencio se oyó cómo el rápido y agitado respirar de Theone crecía histéricamente… luego llegó un espantoso y taladrante grito.

Los otros se arrojaron fuera del escenario, lanzando exclamaciones de sorpresa… Braugh, las ropas de nigromante arrojadas sobre el brazo, su maquillaje quitado; Finchley, como unas tijeras animadas con hábito y capucha negros, el guión en la mano. El órgano tartamudeó, luego se detuvo con estrépito y Sidra Peel salió disparada del gabinete.

Theone trató de volver a gritar, pero su voz se estranguló y quebró. En medio del consternado silencio se escucharon los gritos de Lady Sutton:

—¿Qué sucede? ¿Algo funciona mal?

Theone musitó un gemido y apuntó al centro del escenario.

—Mire… allí —Las palabras brotaron de su garganta como el chirrido de uñas sobre una pizarra. Retrocedió asustada contra la mesa, derribando un aparato. Este se estrelló y los fragmentos tintinearon en el suelo.

—¿Qué sucede? Por el amor de…

—Funcionó —gemía Theone—. ¡El ritual… funcionó!

Todos miraron a través de la penumbra, luego comenzó. Una enorme Cosa en forma de espada surgía lentamente del centro del círculo del nigromante… una forma vaga y amorfa  que  crecía  hacia  lo  alto,  emitiendo  un  apagado  sonido  siseante  parecido  al murmullo de un caldero.

—¿Qué es eso? —gritó con fuerza Lady Sutton.

La Cosa se proyectó hacia adelante como una extrusión malsana. Al llegar al borde del círculo negro se detuvo. El sonido hirviente había crecido en forma ominosa.:

—¿Es uno de nosotros? —gritó Lady Sutton—. ¿Es una broma estúpida? Finchley… Braugh… Ellos le lanzaron ciegas miradas de terror.

—Sidra… Robert… Theone… No, están todos aquí. Entonces, ¿quién es ése? ¿Cómo entró aquí?

—Es imposible —susurró Braugh, retrocediendo. Sus piernas chocaron contra el borde del diván y se desplomó desgarbadamente.

Lady Sutton lo golpeó con manos inertes y le gritó:

—¡Haz algo! ¡Haz algo…!

Finchley trató de controlar su voz.

—Es… estamos a salvo mientras el círculo no se rompa.; No puede salir…

Sobre el escenario, Theone lloriqueaba, haciendo gestos i de alejar con las manos. Súbitamente, se desplomó. Uno de sus brazos proyectados borró un segmento del círculo de tiza negra. La Cosa se movió con rapidez, saliendo a través de la rotura del círculo y descendiendo de la plataforma como un fluido negro. Finchley y Sidra Peel retrocedieron tambaleantes, lanzando chillidos aterrorizados. Hubo un creciente espesamiento que invadió la atmósfera del refugio. Pequeños chorros de vapor danzaban alrededor de la cabeza de la Cosa mientras se movía lentamente hacia el diván.

—¡Todos estáis bromeando! —gritó Lady Sutton—. No es real. ¡No puede serlo! —Se levantó del diván y se balanceó sobre sus pies. Su rostro empalideció al volver a contar a sus invitados. Uno… dos», y cuatro hacían seis… y la figura hacían siete. Pero debería haber sólo seis…

Retrocedió y comenzó a correr. La Cosa la estaba siguiendo cuando ella alcanzó la puerta. Lady Sutton tiró de la manilla, pero la cerradura estaba candada. Con rapidez, a pesar de su figura opulenta, corrió alrededor del refugio, golpeando las maderas. Mientras la Cosa se expandía y llenaba la habitación con su sibilante siseo, ella agarró su bolso y lo rompió, escudriñando en busca de la llave. Las manos temblorosas desparramaron el contenido del bolso por la habitación.

Un profundo bramido surgió de la oscuridad. Lady Sutton se sacudió y miró a su alrededor con desesperación, haciendo pequeños ruidos animales. Como si la Cosa intentara engullirla en sus infinitas profundidades negras, un grito brotó de su cuerpo y cayó pesadamente al suelo.

Silencio.

El humo derivaba en nubes sombrías.

El reloj chino marcó una secuencia de delicados períodos.

—Bien —dijo Finchley con tono de conversación—. Eso es todo.

Se dirigió a la figura inerte que se hallaba en el suelo. Se arrodilló por un momento, probando y revisando, sus facciones vacilantes plenas de salvaje apetito. Luego miró hacia arriba y sonrió con una mueca.

—Está muerta, eso es. Justo como lo presumimos. Fallo cardíaco. Estaba demasiado gorda.

Permaneció sobre las rodillas, absorbiendo el momento de muerte. Los otros se apiñaron alrededor del cuerpo con forma de sapo, respirando con distensión. El momento difícil había acabado; luego la lasitud del aburrimiento infinito volvería a extenderse sobre sus facciones.

La Cosa Negra agitó sus brazos unas pocas veces mas. La ropa se abrió por último, revelando una complicada estructura y la sudorosa y barbada cara de Robert Peel. Dejó caer la ropa a su alrededor, salió de ella y se aproximó a la figura que se hallaba en la silla.

—La condenada idea era perfecta —dijo. Sus brillantes ojitos destellaron por un momento. Parecía una sádica miniatura de Eduardo VII—. Nunca lo hubiera creído si un séptimo desconocido no entra en escena. —Contempló a su esposa.— La bofetada fue un toque de genio, Sidra. De un realismo maravilloso…

—Eso me proponía.

—Lo sé, mi bienamada, pero gracias por nada.

Theone Dubedat se había levantado e ido en busca de una bata blanca. Bajó los escalones  y  caminó  sobre  el  cuerpo,  quitándose  la  espantosa  máscara  demoníaca. Reveló su hermoso rostro cincelado, frígido y encantador. Su rubio cabello relucía en la oscuridad.

—Tu actuación fue soberbia, Theone —dijo Braugh. Sacudió su cabeza albina con aprobación.

Por un momento ella no respondió. Se quedó allí, contemplando el informe montón de carne, una expresión de desesperanza extendiéndose por su rostro; pero no fue nada más que la mirada de impersonal curiosidad de un espectador echando un vistazo a través de la ventana de una cocina. Menos.

Por último, Theone suspiró.

—No fue merecedor de elogio, después de todo.

—¿Qué? —Braugh buscaba un cigarrillo.

—El número… toda la actuación. Ya estamos de vuelta en lo mismo, Chris.

Braugh raspó un fósforo.  La  llama  anaranjada  surgió,  aleteando  sobre  los  rostros disgustados. Encendió su cigarrillo, luego elevó la llama y los contempló. La iluminación distorsionaba sus facciones convirtiéndolos en caricaturas, enfatizando sus cansancios, su infinito aburrimiento.

—Yo… yo… —dijo Braugh.

—No sirve, Chris. Todo este asesinato fue un fracaso… tan excitante como un vaso de agua.

Finchley se encogió de hombros y caminó de un lado a otro como si estuviera sobre zancos.

—Sufrí una sacudida cuando pensé que sospechaba. No duró mucho, creo.

—Deberías estar agradecido por un hecho así.

—Lo estoy.

Peel hizo chasquear su lengua con exasperación, luego se arrodilló como un barbado Humpty-Dumpty, la calva brillante, y hurgó en el contenido desparramado del bolso de Lady Sutton. Dobló los billetes de banco y los puso en su bolsillo. Cogió la gorda mano muerta y la levantó hacia Theone.

—Tú siempre admiraste su zafiro, Theone. ¿Lo quieres?

—No podrás sacarlo, Bob.

—Creo que podré —dijo, tirando con fuerza.

—Oh, al infierno con el zafiro.

—No… está saliendo.

El anillo se deslizó, luego se encajó en los pliegues de carne del nudillo. Peel tomó aire y tironeó, retorciendo el dedo. Hubo un sonido succionante como de algo cediendo, y todo el dedo se desprendió de la mano. Un débil olor a putrefacción alcanzó las fosas nasales, mientras todos observaban con vaga curiosidad.

Peel se encogió de hombros y dejó caer el dedo. Se levantó, frotando sus manos suavemente.

—Se pudre rápido —dijo—. Es curioso… Braugh frunció su nariz y dijo:

—Estaba demasiado gorda.

Theone se dio vuelta con frenética desesperación, las manos aferradas a sus hombros.

—¿Qué haremos? —gritó—. ¿Qué? ¿Queda alguna sensación nueva sobre la tierra que no hayamos probado?

Con un seco zumbido, el reloj chino comenzó a repicar sus campanas. Medianoche.

—Podríamos volver a las drogas —dijo Finchley.

—Son tan inútiles como este miserable asesinato.

—Pero hay otras sensaciones. Nuevas.

—¡Nómbrame una! —dijo Theone con exasperación—. Sólo una.

—Podría nombrar varias… si se sentaran y me permitieran… De repente, Theone interrumpió.

—Eres tú el que habla así, ¿no, Dig?

—N… no —respondió Finchley con voz peculiar—. Pensé que era Chris.

—Yo no era —dijo Braugh.

—¿Tú Bob?

—No.

—En… entonces… La vocecita dijo:

—Si las damas y caballeros fueran lo suficientemente amables…

Provenía del escenario. Había algo allí… algo que hablaba con esa tranquila y suave voz; pues Merlín se movía adelante y atrás, arqueando su negro lomo contra una pierna invisible.

—… para sentarse —continuó la voz, con persuasión.

Braugh era el más valiente. Se movió hacia el escenario con lentos y tranquilos pasos, el cigarrillo firmemente aferrado a sus labios. Se apoyó contra el proscenio y espió. Por un momento sus ojos examinaron el escenario; luego dejó que una espuma de humo brotara de sus fosas nasales y declaró:

—No hay nadie aquí.

Y en ese momento el humo azul remolineó bajo las luces y envolvió una figura de vacío. No fue más que un vislumbre de un contorno… de un negativo, pero suficiente para que Braugh lanzara un grito y brincara hacia atrás. Los otros empalidecieron, sentándose temblorosos.

—Lo siento —dijo la tranquila voz—. No volverá a suceder. Peel se recompuso y dijo:

—Simplemente por el amor a…

—¿Sí?

Trató de controlar los espasmos de sus facciones.

—Simplemente por el amor a la curiosidad cien… científica, el…

—Cálmate, amigo mío.

—El ritual… ¿Funcionó?

—Por supuesto que no. Amigos míos, no hay necesidad de invocarnos con una ceremonia tan fantástica. Si realmente nos queréis, venimos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Oh… sabía que habíais estado pensando en mí por un tiempo. Anoche me queríais… realmente me queríais, y vine.

El último vestigio de humo del cigarrillo tuvo una convulsión cuando esa terrible figura de vacío pareció detenerse y sentarse informalmente al borde del escenario. El gato vaciló y luego comenzó a frotar su cabeza, con pequeños maullidos de placer, bajo una mano que lo acariciaba.

Aún tratando desesperadamente de controlarse, Peel dijo:

—Pero todas esas ceremonias y rituales son sin duda…

—Meramente simbólicos, señor Peel. —Peel se sobresaltó ante el sonido de su nombre.— Usted ha leído, sin duda, que aparecemos sólo si cierto ritual es realizado, y si es realizado al pie de la letra. No es verdad, por supuesto. Aparecemos si la invitación es sincera —y sólo entonces—, con o sin ceremonia.

Pálida y al borde de la histeria, Sidra susurró:

—Me voy de aquí. —Intentó levantarse.

—Un momento, por favor —dijo la voz gentil.

—¡No!

—La ayudaré a librarse de su marido, señora Peel.

Sidra parpadeó, luego volvió a dejarse caer en su silla. Peel cerró los puños y abrió la boca para hablar. Antes de que pudiera comenzar, la voz gentil continuó:

—Y a pesar de todo usted no perderá a su esposa, si en realidad desea conservarla, señor Peel. Se lo garantizo.

El gato fue levantado en el aire y luego colocado confortablemente en un lugar a unos treinta centímetros del suelo. Pudieron ver cómo la espesa pelambre del lomo era alisada y desalisada por la suave caricia.

—¿Qué nos ofrece? —dijo Braugh al poco tiempo.

—Os ofrezco a cada uno lo que vuestro corazón desee.

—¿Y qué es?

—Una nueva sensación… todas sensaciones nuevas.

—¿Qué sensaciones nuevas?

—La sensación de realidad. Braugh se echó a reír.

—Dudo que eso sea lo que el corazón de cada uno desee.

—Lo será, pues os ofrezco cinco diferentes realidades… realidades que vosotros podréis modelar, cada uno por sí mismo. Os ofrezco mundos hechos por vosotros, donde la señora Peel puede ser feliz asesinando a su marido en el suyo… y el señor Peel, sin embargo, puede conservar a su mujer en otro. Al señor Braugh le ofrezco el mundo onírico del escritor, y al señor Finchley la creación del artista…

—Esos son sueños —dijo Theone—, y los sueños son baratos. Todos los tenemos.

—Pero todos despiertan de sus sueños y deben pagar el amargo precio de la realización. Yo os ofrezco un despertar del presente en una realidad futura que podréis modelar según vuestros propios deseos… una realidad inacabable.

—Cinco realidades simultáneas es una contradicción de términos —dijo Peel—. Es una paradoja… imposible.

—Entonces os ofrezco lo imposible.

—¿Y el precio?

—¿Perdón?

—El precio —repitió Peel con creciente coraje—. No somos tan ingenuos. Sabemos que siempre hay un precio.

Hubo una larga pausa; luego la voz dijo con acento de reproche:

—Temo que hay muchas malas interpretaciones y muchas cosas que vosotros no lográis comprender. No puedo explicarlo con exactitud, pero créanme cuando les digo que no hay precio.

—Ridículo. Nadie da nada por nada.

—Muy bien, señor Peel, si debemos utilizar la terminología del mercado, permítame decirle que nunca aparecemos hasta que el precio de nuestros servicios ha sido pagado por anticipado. El vuestro ya ha sido pagado.

—¿Pagado? —Todos lanzaron un vistazo simultáneo al descompuesto cuerpo que se hallaba sobre el suelo del refugio.

—Por completo,

—¿Entonces?

—Estáis dispuestos, lo veo. Muy bien…

El gato fue nuevamente levantado en el aire y depositado en el suelo con una última y gentil palmadita. Los remanentes de la bruma que colgaban del cielorraso se hendieron y agitaron cuando el invisible dador avanzó. En forma instintiva, los cinco se pusieron de pie y aguardaron, tensos y temerosos, pero ya con una creciente sensación de realización.

Una llave voló desde el suelo por el aire en dirección a la puerta. Se detuvo ante la cerradura un instante, luego se insertó en ella y giró. La pesada cerradura de hierro forjado se elevó y la puerta se abrió por completo. Más allá debería haber estado el corredor de mazmorra que se dirigía hacia los niveles superiores del Castillo Sutton… un largo y estrecho pasaje, pavimentado con lajas y revestido de bloques de piedra caliza. Ahora, a pocos centímetros más allá de la jamba de la puerta, colgaba un velo de llamas.

Pálido, increíblemente hermoso, era un tapiz flamígero, la trama y urdimbre de un arco iris de colores. Esas hebras de color pastel se enlazaban y desenlazaban, flotaban, enhebradas y tejidas como muchas líneas de vidas individuales. Había infinitud de llamas, emociones, la aterciopelada serenidad del tiempo, la piel turbulenta del espacio… Eran todas las cosas para todos los hombres, y por encima de todo, eran hermosas.

—Para vosotros —dijo la voz tranquila— la vieja realidad toca a su fin en esta habitación…

—¿Tan simple como eso?

—Más.

—Pero…

—Aquí estáis —interrumpió la voz— en el último meollo el último núcleo por así decirlo, de eso que alguna vez fue real para vosotros. Atravesad la puerta… atravesad el velo, y entraréis en la realidad que os he prometido.

—¿Qué encontraremos más allá del velo?

—Cada uno de vuestros deseos. Nada hay más allá de ese velo ahora. No hay nada allí…  nada  salvo  tiempo  y  espacio  que  esperan  ser  moldeados.  No  hay  nada  y  el potencial de todo.

—¿Un tiempo y un espacio? —dijo Peel en voz baja—.

¿Será eso suficiente para todas las distintas realidades?

—Todos los tiempos, todos los espacios, amigo mío — respondió la voz tranquila—. Pasad a través de él y encontraréis la matriz de los sueños.

Habían estado agrupados, de pie uno junto a otro, como compartiendo algún tipo de tensa compañería. Ahora, en medio del silencio siguiente, se fueron separando con suavidad, como si cada uno delimitara para sí mismo una realidad propia… una vida enteramente divorciada del pasado y los compañeros de los viejos tiempos. Fue un gesto de total separación.

Mutuamente impulsados, a pesar de la motivación independiente, se movieron hacia el velo rutilante…

II

Soy un artista, pensó Digby Finchley, y un artista es un creador. Crear es ser como dios, y así será. Seré el dios de mi mundo y de la nada crearé todo… y todo lo mío será bello.

Fue el primero en llegar al velo y el primero en pasar a través de él. El aluvión de colores tembló ante su rostro como un rocío frío. Parpadeó por un momento cuando los brillantes púrpuras y escarlatas lo enceguecieron. Cuando volvió a abrir los ojos había dejado atrás el velo y se encontraba de pie en la oscuridad.

Pero no era oscuridad.

Era un surtidor negro en la blanca vacuidad infinita. Impresionaba sus ojos como una mano pesada y parecía apretarle los globos oculares dentro de su cráneo como si éstos fueran de plomo. Estaba aterrorizado y sacudió la cabeza, contemplando la impenetrable nada, confundiendo por realidad los efímeros flashes de luz retinal.

Ni estaba de pie.

Pues dio una apresurada zancada y sintió como si estuviera suspendido fuera de todo contacto con masa y materia. Su terror adquirió un matiz de horror cuando advirtió que se encontraba totalmente solo; no había nada que ver, nada que oír, nada que tocar. Lo asaltó una amarga sensación de soledad y en ese instante comprendió cuánta verdad había en la voz que había escuchado en el refugio, y qué terriblemente real era su nueva realidad.

Ese instante, también, fue su salvación.

—Pues —murmuró Finchley con una amarga sonrisa en dirección a la negrura— la esencia de la divinidad es la soledad… ser único.

Luego se sintió muy tranquilo y colgó en reposo en el tiempo y el espacio, mientras congregaba sus pensamientos para la creación.

—Primero —dijo Finchley al fin— debo tener un trono celestial propio de un dios. También debo tener un reino celestial y ángeles guardianes; pues ningún dios está completo sin su entorno.

Vaciló, cuando su mente escogió rápidamente entre la gran variedad de reinos celestiales que había conocido a través de las artes y las letras. No había necesidad, pensó, de ser especialmente original con este tipo de cosas. La originalidad jugaría un papel importante en la creación de su universo. Ahora lo único esencial era asegurarse un razonable grado de dignidad y lujuria… y para eso bastaría el mobiliario de segunda mano del viejo Yavé.

Elevó una mano con un gesto autoconsciente y ordenó. De modo instantáneo, las tinieblas fueron invadidas por la luz y ante él se erguía una escalera de mármol veteado de oro que conducía a un trono rutilante. El trono era alto y mullido. Brazos, patas y respaldo de plata brillante, y almohadones de púrpura imperial. Y sin embargo… el conjunto era horroroso. Las patas eran demasiado largas y delgadas, los brazos destartalados de un marrón oscuro y enfermizo.

—Ufff —dijo Finchley, y trató de remodelarlo. No importaba cómo alteraba las proporciones, el trono seguía siendo horrible. Y en cuanto a los escalones, también eran desagradables, pues la monstruosa creación de venas de oro se retorcían y curvaban a través del mármol, formando dibujos de formas obscenas que recordaban las pinturas eróticas que Finchley había dibujado en su existencia pasada.

Por último comenzó a subir los escalones, sentándose con dificultad en el trono. Sintió como si estuviera sentado en las rodillas de un cadáver, los brazos muertos en equilibrio para rodearlo en fantasmal abrazo. Se encogió de hombros ligeramente y dijo:

—Oh, infiernos, nunca fui un diseñador de mobiliario…

Finchley miró alrededor de sí, luego levantó su mano otra vez. El surtidor de nubes que se apiñaban alrededor del trono retrocedió para revelar altas columnas de cristal, un desmesurado techo arqueado y un suelo pavimentado con bloques pulidos. El salón se extendía cientos de metros como una catedral inacabable, lleno de filas y filas de sus guardias.

La mayor parte eran ángeles: delgados seres alados, con toga blanca, cabezas rubias y brillantes, azules ojos de zafiro y sonrientes bocas escarlatas. Detrás de los ángeles estaba arrodillada la orden de los querubines: gigantescos toros alados con flancos leonados y pezuñas de metal batido. Sus cabezas asirías ostentaban pesadas barbas con lustrosos rizos azabaches. En tercer lugar estaban los serafines: filas de enormes serpientes de seis alas cuyas enjoyadas escamas brillaban con silenciosa flama.

En tanto Finchley estaba sentado y contemplándolos con admiración por su artesanía, entonaron al unísono con unción:

—Gloria  a  Dios.  Gloria  al  Señor  Finchley,  el  Todo-poderoso…  Gloria  al  Señor Finchley…

Sentado y los ojos fijos como si lentamente hubieran adquirido la distorsión del astigmatismo, advirtió que era una catedral más demoníaca que celestial. Las columnas estaban talladas con imágenes grotescas que giraban en los capiteles y bases, y como el salón se extendía hacia la oscuridad, semejaban sombras de personas retozantes que gesticulaban y danzaban.

Y a lo lejos, hasta donde se extendían las columnas y cubiertas por ellas, se veían pequeñas escenas que lo asombraban. Aún mientras cantaban, los ángeles observaban por  el  rabillo  del  ojo  a  los  querubines;  y  tras  una  columna  vio  cómo  un  ser  alado alcanzaba y atrapaba a un encantador ángel rubio de lujuria para apretarlo contra él.

En completa desesperación, Finchley alzó su mano otra vez y una vez más hubo un remolino de oscuridad alrededor de él…

—Demasiado —dijo— para un Reino de los Cielos…

Meditó por otro inefable período, a la deriva en la nada, apresado por el más estupendo problema artístico que alguna vez hubiera encarado.

Hasta ahora, pensó Finchley con un estremecimiento por los horrores que había elaborado, había estado meramente jugando —probando mi fuerza—, entrando en calor, por así decirlo, como el artista juega con la pintura al pastel y un bloque de papel de fibra. Ahora es hora de ponerme a trabajar.

Solemnemente, tal como  pensó  que  sería  conveniente  para  un  dios,  condujo  una laboriosa conferencia consigo mismo en el espacio.

¿Cómo ha sido, se preguntó, la creación en el pasado? Se podía denominarla naturaleza.

Muy bien, la llamaremos naturaleza. Ahora bien, ¿cuáles son las objeciones a la creación de la naturaleza?

Pues… la naturaleza nunca ha sido artista. La naturaleza simplemente se equivoca debido a su estilo experimental. Cualquier belleza existente es tan sólo un subproducto. La diferencia entre…

La diferencia, se interrumpió a sí mismo, entre la vieja naturaleza y el nuevo dios Finchley debe ser ordenada. El mío será un cosmos ordenado, privado de lo superfluo y dedicado a la belleza. Nada quedará librado al azar. No habrá tropezones.

Primero, el lienzo.

—¡Habrá un espacio infinito! —gritó Finchley.

En la nada, su voz rugió a través de la estructura de huesos de su cráneo y produjo ecos sordos y discordantes en sus oídos; pero al instante de su orden, la opaca oscuridad fue filtrada, transformándose en límpido azabache. Finchley no podía aún ver nada, pero sintió el cambio.

Pensó: ahora en el viejo cosmos hay simplemente estrellas y nebulosas, vastos y fieros cuerpos dispersos a través de los dominios del cielo. Nadie sabe su propósito… nadie sabe su origen o destino.

En el mío tendrán propósito, pues cada cuerpo servirá para sostener una raza de seres cuya única función será servirme…

—Gritó: —Que hasta cien universos llenen el espacio. Mil galaxias integrarán cada universo y un millón de soles serán la suma de cada galaxia. Diez planetas circundarán cada sol. y dos lunas cada planeta. ¡Que todas se revuelvan alrededor de su creador! Que todo suceda, ¡ahora! Finchley gritó cuando lo rodeó un estallido de luz en medio de un cataclismo insonoro. Estrellas, cercanas y calientes como soles, distantes y frías como cabezas de alfiler… Aparte, dos vastas nubes borrosas… Carmesí deslumbrante… amarillo… verde intenso y violeta… La suma de sus brillos era un tumulto de luz que constreñía su corazón y lo llenaba con el devorador miedo a los poderes latentes que yacían en su interior.

—Ya es —lloriqueó Finchley— suficiente creación por el momento…

Cerró los ojos con determinación y ejercitó sus deseos una vez más. Hubo una sensación de solidez bajo sus pies y cuando abrió los ojos cautelosamente se hallaba de pie en una de sus tierras con cielo azul y sol blanco-azulado que se ponía con velocidad hacia el horizonte occidental.

Era una tierra ocre y desnuda… Finchley lo había previsto… era una vasta esfera de rudimentaria  materia  esperando  que  él  la  moldeara,  pues  había  decidido  que  de  la primera de todas sus creaciones formaría una buena tierra verde para sí mismo… un planeta de belleza donde Finchley, Dios de todo lo Creado, residiría en su Edén.

Trabajó durante todo ese atardecer, con rápida y artística delicadeza. Un vasto océano verde y con blanca y destellante espuma se extendió sobre la mitad del globo; alternando cientos de millas de espacio acuático con núcleos de cálidas islas. El continente fue dividido en dos por una columna vertebral de aserradas montañas que se extendían de un polo nevado al otro.

Trabajó con infinito cuidado. Utilizó óleos, acuarelas, carbones y bocetos de grafito, planeando y ejecutando todo su mundo. Montañas, valles, planicies; despeñaderos, precipicios y simples peñascos fueron todos diseñados con la fluida congruencia de las masas perfectamente equilibradas.

Todo su espíritu de artista realizó una límpida dispersión de lagos que semejaron otras muchas joyas destellantes; y los graciosos arabescos de los serpenteantes ríos que trazaban intrincados diseños sobre el planeta. Se entregó a la selección de colores: gravas grises, arenas rosadas, blancas y negras; fértiles tierras marrones, ocre oscuro y sepia; esquistos jaspeados, micas brillantes y piedras de sílice… Y cuando el sol se desvaneció al fin sobre el primer día de labor, su Edén era un paraíso de piedra, tierra y metal, listo para la vida.

Mientras el cielo se oscurecía sobre su cabeza, apareció la pálida giba de una luna con rostro de muerte recorriendo la bóveda del cielo; y mientras Finchley la contemplaba con desasosiego, una segunda luna con un disco rojo sangre asomó su devastador semblante sobre el horizonte oriental y comenzó su fantasmal marcha a través de los cielos. Finchley apartó los ojos de ellas y contempló las estrellas titilantes.

Obtuvo mucha más satisfacción de su contemplación.

«Sabía exactamente cómo eran algunas de ellas — pensó complacido—. Se multiplica cien por mil y por un millón y allí está la respuesta… ¡Y sucede que ésa es mi idea del orden!»

Se echó en un pedazo de cálida y blanda tierra y colocó sus manos bajo la nuca, mirando hacia arriba.

«Y sé exactamente para qué están todas allí… para sostener vidas humanas… los incontables miles de millones de millones de vidas que diseñaré y crearé sólo para servir y adorar al Señor Finchley… ¡Ese es vuestro propósito!»

Y sabía a dónde iban cada una de esas chispas azules y rojas color índigo, pues una vez en los vastísimos límites del espacio continuaban tonantes un curso circular, cuyo pivot era ese punto en los cielos que él había abandonado. Algún día, retornaría a ese lugar y allí construiría su castillo celestial. Luego podría sentarse allí durante toda la eternidad, contemplando el rodar de sus mundos por el cielo.

Hubo un peculiar manchón rojizo en el cénit del cielo. Finchley lo observó distraídamente primero, luego con concentrada atención cuando parecía ramificarse. Se expandió lentamente como una mancha de tinta, y al momento se tiño de anaranjado y luego de blanco intenso. Y por primera vez Finchley fue inconfortablemente consciente de una sensación de calor.

Pasó una hora, y luego dos y tres. El puño de la expansión blanquirojiza se extendió por el cielo hasta que fue una fiera nube brumosa. Un delgado y tenue borde se aproximó gentilmente  a  una  estrella,  luego  la  tocó.  Instantáneamente  hubo  un  esplendor enceguecedor de radiación y Finchley fue bañado por una cauterizante luz que iluminó el panorama con el espectral brillo del flash de magnesio. La sensación de calor creció en intensidad y diminutas gotas de transpiración aguijonearon su piel.

Con la medianoche, un inenarrable infierno llenaba la mitad del cielo, y las brillantes estrellas, una tras otra, estallaban silentes. La luz era enceguecedoramente blanca y el calor sofocante. Finchley se tambaleó sobre sus pies y comenzó a correr, buscando en vano sombra o agua. Fue sólo entonces cuando advirtió que su universo estaba corriendo su amor.

—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No!

El calor lo apaleó. Cayó y rodó sobre rocas filosas que lo desgarraron y anclaron de espaldas, el rostro vuelto hacia arriba. Pasando a través de sus manos apretadas, de sus párpados fuertemente cerrados, la intolerable luz y el calor presionaban.

—¿Qué puede haber funcionado mal? —gritó Finchley —. ¡Había mucho espacio para todo! ¿Por qué tuvo que…?

En medio del delirio generado por el calor, sintió un atronador sacudimiento que le hizo pensar que su Edén comenzaba a despedazarse.

—¡Detenerse! ¡Detenerse! ¡Que todo se detenga!— gritó. Se golpeó las sienes con puños inermes y por último suspiró—. Está bien… si he cometido otro error, entonces… está bien…

—Agitó su mano débilmente.

Y otra vez los cielos fueron negros y blancos. Sólo las dos escabrosas lunas giraban sobre su cabeza, comenzando el largo camino hacia el oeste. Y en el este un apagado destello anunciaba el amanecer.

—De modo —murmuró Finchley— que se debe ser más matemático y físico que artista para fabricar un cosmos. Soy un artista y nunca pretendí saber todo eso. Pero… soy un artista, y aquí aún está mi buena tierra verde para la gente… Mañana… Veremos… mañana…

Y en ese momento se durmió.

El sol estaba alto cuando despertó, y su ojo diabólico lo llenaba de inquietud. Observó con atención el paisaje que había construido el día previo, y se sintió aún más inseguro, pues había una sutil distorsión en todo. Los suelos del valle se veían sucios, como cubiertos del pálido lustre de las escaras leprosas. Los riscos de las montañas formaban curiosas formas de sugestivo terror. Hasta en los lagos había un indicio del horror contenido bajo sus serenas e inmóviles agua.

No ocurría, advirtió, cuando miraba directamente a esas creaciones, sino sólo cuando su mirada era lateral. Contemplado con ojos abiertos y fijos todo parecía estar bien. La proporción era buena, la línea excelente, la coloración perfecta. Y a pesar de todo… Se encogió de hombros y decidió que tendría que realizar algún tipo de boceto previo. No había duda que existía algún sutil error de diseño en su obra.

Caminó hasta un diminuto curso de agua y de las orillas extrajo una masa de húmeda arcilla roja. La amasó alisándola, humedeciéndola más, hasta aplanarla y estirarla. Después de haberla secado un poco bajo el calor del sol, dispuso un pesado bloque de piedra como pedestal y se dispuso a trabajar. Sus manos aún eran prácticas y seguras. Con dedos hábiles modeló su idea de un gran conejo peludo. Cuerpo, piernas y cabeza; rasgos exquisitamente delineados… agazapado sobre la piedra estaba listo, parecía, para brincar al menor aviso.

Finchley sonrió cariñosamente a su obra, su confianza al fin restaurada. Dio una palmada sobre la cabeza redondeada y dijo:

—Vive, amigo mío…

Hubo un momento de indecisión mientras la vida invadía la forma de arcilla; luego arqueó la espalda con movimiento torpe e intentó brincar. Se movió hasta el borde del

pedestal, donde colgó enloquecido por un instante antes de caer pesadamente al suelo. Mientras se arrastraba torpe y zigzagueante, profirió horribles sonidos guturales y se dio vuelta para contemplar a Finchley. En la cara del animal había una expresión de malevolencia.

La sonrisa de Finchley se heló. Frunció el entrecejo, vaciló, luego recogió otro montón de arcilla y la colocó sobre la piedra. Trabajó por espacio de una hora, dando forma a un gracioso setter irlandés. Por ultimo le dio una palmadita y dijo:

—Vive…

Instantáneamente el perro se desplomó. Gimió desvalidamente y luego luchó sobre sus patas vacilantes como una enorme araña, los ojos distendidos y vidriosos. Se acercó al borde del pedestal, saltó y chocó con las piernas de Finchley Hubo un débil gruñido y la bestia clavó sus afilados colmillos en un pie de Finchley. Este saltó hacia atrás con un grito y pateó al animal con furia. Lloriqueando y aullando, el setter partió, una flaca figura que atravesó los campos como un monstruo jorobado.

Con un intento furioso, Finchley retornó a su labor. Modeló forma tras forma, a las cuales otorgó vida, y cada una de ellas —mono, simio, zorro, comadreja, rata, lagarto y sapo… peces, largos y cortos, gruesos y delgados… pájaros por el estilo — era una monstruosidad grotesca que nadaba, arrastraba las patas o aleteaba como una pesadilla. Finchley estaba perplejo y exhausto. Se sentó él mismo en el pedestal y comenzó a sollozar mientras sus dedos cansados aún se crispaban e hincaban en un montón de arcilla.

Pensó: «Todavía soy un artista… ¿Qué funcionó mal? ¿Qué es lo que convierte todo lo que hago en una horrible figura anormal?»

Sus dedos daban vuelta la arcilla, la moldeaban, y una cabeza comenzó a tomar forma en la masa.

Pensó: «Hice una fortuna con mi arte una vez. Todo el mundo no podía estar loco. Vendí mis obras por muchas razones… pero la más importante es que eran hermosas.»

Advirtió el montón de arcilla en sus manos. Había tomado parcialmente la forma de una cabeza de mujer. La examinó con atención por primera vez en horas; sonrió.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó—. No soy modelador de animales. Veamos cómo lo hago con una figura humana…

Con rapidez, con esa inerme porción de arcilla, construyó la subestructura de su figura. Piernas, brazos, torso y cabeza estuvieron formados. Canturreaba al trabajar. Pensaba. Será la más hermosa Eva alguna vez creada… y más… ¡sus hijos serán verdaderos hijos de un dios!

Con amorosas manos dio forma a las fuertes pantorrillas y torneados muslos, uniendo con destreza las delgadas rodillas a los graciosos pies. Las redondas caderas rodeaban un vientre plano, ligeramente combado. Cuando llegó a los fuertes hombros, se detuvo súbitamente y retrocedió un paso para contemplar su obra.

¿Es posible? se preguntó.

Caminó con lentitud alrededor de la figura a medio terminar.

¿La fuerza del hábito, quizá?

Quizás eso… y quizás el amor que había sentido por tantos años.

Retornó a la figura y redobló sus esfuerzos. Con una sensación de creciente júbilo, completó brazos, cuello y cabeza. Había algo dentro de sí que le decía que era imposible fallar. Había modelado esta figura demasiado frecuentemente como para no conocer hasta los detalles más ínfimos. Y cuando la hubo terminado, Theone Dubedat, magníficamente esculpida en arcilla, se encontraba sobre el pedestal de piedra.

Finchley estaba contento. Fatigado, se sentó con la espalda contra un peñasco, extrajo un cigarrillo del espacio y lo encendió. Estuvo sentado quizás un minuto, intentando que el humo aquietara su excitación. Y por último, con una sensación de anticipación caótica, dijo:

—Mujer…

Se atragantó y se detuvo. Luego comenzó de nuevo.

—¡Vive… Theone!

El segundo de vida llegó y pasó. La figura  desnuda se  movió ligeramente, luego comenzó a temblar. Como arrastrado por una fuerza magnética, Finchley se incorporó y caminó hacia ella, los brazos extendidos en muda súplica. Hubo un ronco suspiro de inhalación y los grandes ojos se abrieron lentamente y lo examinaron.

La joven viviente se enderezó y gritó. Antes de que Finchley pudiera tocarla, ella lo golpeó en la cara, sus largas uñas le arañaron la piel. Cayó de espaldas del pedestal, se puso de pie de un brinco y echó a correr a través de los campos como todos los otros… un loco ser jorobado que gritaba y aullaba. El bajo sol oscurecía su cuerpo y la sombra que proyectaba era monstruosa.

Mucho después que ella desapareció, Finchley continuó mirando fijamente en su dirección, mientras dentro de él todo ese amor inútil y amargo lo quemaba como si fuera una ola ácida. Al tiempo retornó al pedestal y con helada impasibilidad se puso una vez más a trabajar. No se detuvo hasta que la quinta de una sucesión de chocantes figuras se perdió gritando en la noche… Luego, y sólo entonces, se detuvo y permaneció un largo tiempo contemplando alternadamente sus manos y las demenciales lunas que se deslizaban sobre su cabeza.

Sintió una palmadita en el hombro y no se sorprendió demasiado de ver a Lady Sutton de pie junto a él. Aún usaba la toga con lentejuelas de aquella noche, y bajo la luz de las dobles lunas su rostro era tan vulgar y masculino como siempre.

—Oh… es usted —dijo Finchley.

—¿Cómo estás, Dig, mi amor?

El pensó en todo, tratando de encontrar alguna razón en la absurda locura que impregnaba el cosmos.

—No muy bien, Lady Sutton.

—¿Problemas?

—Sí… —se interrumpió y la encaró—. Me pregunto, Lady Sutton, ¿cómo demonios está usted aquí?

Ella se echó a reír.

—Estoy muerta, Dig. Deberías saberlo.

—¿Muerta? Oh… yo… —se sintió invadido por el embarazo.

—Sin rencores. Yo hubiera hecho lo mismo, lo sabes.

—¿Lo hubiera hecho?

—Todo por una nueva sensación. Eso fue siempre nuestro lema, ¿no? —Hizo una inclinación de cabeza y una mueca irónica en su dirección. Era la misma vieja mueca de absoluta diversión.

—¿Qué está haciendo aquí? Quiero decir, cómo… —dijo Finchley.

—Dije que estoy muerta —interrumpió Lady Sutton—. Hay muchas cosas que tú no comprendes de este asunto de morir.

—Pero ésta es mi propia realidad personal y privada. Soy su poseedor.

—Pero yo sigo estando muerta, Dig. Puedo penetrar en cualquier mierdosa realidad que elija. Espera… ya lo verás.

—No lo veré —dijo él—, nunca… Eso es, no puedo porque nunca moriré.

—Oh, ¿no?

—No, no puedo. Soy un dios.

—Lo eres, ¿eh? ¿Y cómo te sientes?

—Yo… yo no lo sé. —Le faltaban las palabras—. Yo… eso es, alguien me prometió una realidad que yo podría moldear por mí mismo, pero no puedo, Lady Sutton, no puedo.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Soy un dios, y cada vez que trato de dar forma a algo hermoso, esto se vuelve abominable.

—¿Cómo, por ejemplo?

El le mostró sus retorcidas montañas y planicies, los malignos lagos y ríos, las distorsionadas y gruñentes criaturas que había creado. Lady Sutton examinó todo cuidadosamente y con mucha atención. Por último frunció los labios y caviló por un momento; luego contempló con agudeza a Finchley y dijo:

—Es curioso que nunca hayas hecho un espejo, Dig.

—¿Un espejo? —repitió él—. No, no lo he hecho… nunca necesité uno…

—Adelante. Haz uno.

El le echó un vistazo de perplejidad y agitó una mano en el aire. Un espejo cuadrado de plata apareció en sus dedos y lo tendió hacia ella.

—No —dijo Lady Sutton—, es para ti. Mírate en él.

Sorprendido, levantó el espejo y se contempló. Un ronco grito se escapó de sus labios y  acercó  el  rostro  para  observar  mejor.  La  imagen  que  le  devolvía  el  espejo  en  la mortecina luz de la noche era el rostro diabólico de una gárgola. En los pequeños y rasgados ojos, la nariz ancha, los quebrados dientes amarillos, la retorcida ruina de su cara, él vio todo lo que había visto de feo en su horrible cosmos.

Vio la obscena catedral de los cielos y su non sancta jerarquía de lúbricos guardias, el girante caos de estrellas y soles en colisión, el chocante panorama de su Edén, cada aullante, fantasmal criatura que había creado, cada horror que su cerebro había engendrado. Arrojó el espejo por los aires y volvió a confrontar a Lady Sutton.

—¿Qué?—ordenó—. ¿Qué es esto?

—¿Acaso no eres un dios, Dig? —rió Lady Sutton—. ¿Acaso no sabes que un dios crea sólo a su propia imagen y semejanza. Sí… la respuesta es así de simple. Es una gran broma, ¿no lo crees?

—¿Broma? —La suma de todos los eones cayeron como rayos sobre su cabeza. Una eternidad de vida con su propia abominación, sobre él, dentro de él… una y otra vez… repitiéndose en cada sol y cada estrella, cada ser viviente y cada cosa inerme, cada criatura, cada momento interminable. Un dios monstruoso que se alimenta de sí mismo y lenta e inexorablemente se vuelve loco.

—¡Broma! —gritó.

Agitó sus manos y flotó una vez más, suspendido y fuera de todo contacto con masa y materia. Una vez más completamente solo, sin nada que ver, sin nada que oír, sin nada que  tocar.  Mientras  consideraba  otro  inefable  período  de  inevitable  futilidad  en  su siguiente intento, escuchó muy nítidamente el grave bramido de una risa familiar.

De modo que así fue el Cielo de Finchley.

 

III

—¡Dame fuerzas! ¡Oh, dame fuerzas!

Cruzó el delgado velo tras los talones de Finchley, esa pequeña y delgada mujer, y se encontró en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton. Por un momento interrumpió sus rezos, casi desencantada de no encontrar la tierra de brumas y sueños. Luego, con una sonrisa amarga, recordó la realidad deseada.

Ante ella se encontraba una armadura: una fuerte y grácil figura de metal pulido bordeada por completo de estrías. Fue hacia ella. El brillante acero de la coraza le devolvió una reflexión ligeramente distorsionada. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabache cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Todo decía: ésta es Sidra Peel. Esta es una mujer cuyo pasado ha sido encadenado a un ser de torpe ingenio que se llamaba a sí mismo marido. Rompería la cadena ese día si sólo pudiera encontrar la fuerza…

—¡Rómpete, cadena! —repitió con fiereza— y ese día le devolveré toda una vida de agonía. Dios… si hay un dios en mi mundo… ¡ayúdame a equilibrar la suma de todo! Ayúdame…

Sidra  se  inmovilizó  mientras  su  pulso  batía  sordamente.  Alguien  había  bajado  al solitario corredor y se encontraba de pie tras ella. Podía sentir el calor —el aura de su presencia—, la casi imperceptible presión de un cuerpo contra el suyo.

Se dio vuelta, gritando:

—¡Ahhhh!

—Lo siento —dijo él—. Creí que estabas esperándome.

Los ojos de ella se fijaron en su rostro. El sonreía ligeramente de una manera afable, y hasta el matizado cabello rubio, los huecos y elevaciones, las pulsantes venas y las sombras de sus facciones eran un curioso panorama de desnudas emociones.

—Cálmate —dijo él, mientras Sidra se tambaleaba locamente e intentaba detener los gritos que brotaban de su interior.

—Pero qu… quién —logró decir y trató de tragar saliva.

—Creí que estabas esperándome —repitió él.

—Yo… ¿esperándolo?

El asintió y tomó sus manos. Las palmas de ella estaban frías y húmedas contra las suyas.

—Teníamos una cita.

Ella entreabrió los labios y sacudió la cabeza.

—A las doce y cuarenta. —Soltó una de las manos de ella y miró su reloj.— Y aquí estoy, en punto.

—No —dijo ella, zafándose y dando un paso atrás —. No, eso es imposible. No teníamos ninguna cita. Yo no lo conozco.

—¿No me reconoces, Sidra? Bien… es curioso pero pensé que me reconocerías en poco tiempo.

—¿Pero quién es usted?

—No puedo decírtelo. Tienes que recordarlo por si misma.

Un poco más calma, ella inspeccionó sus facciones con más detenimiento.

Como el embate de una cascada, una sensación combinada de atracción y repulsión surgió en ella. Ese hombre la alarmaba y la fascinaba. Se sentía llena de temor ante su sola presencia, y al mismo tiempo intrigada y atraída.

Por último, sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo comprendo. Nunca lo he llamado, señor Quien-quiera-que-sea, y no teníamos una cita.

—Por cierto que tú la hiciste.

—¡Por cierto que no! —estalló, ultrajada por su insolente aseveración—. Quiero mi viejo mundo. El mismo viejo mundo que siempre he conocido…

—¿Pero con una excepción?

—S… sí.—Su furiosa mirada se erizó y la ira brotó de ella.— Sí, con una excepción.

—¿Y has rezado con todas tus fuerzas para producir esa excepción? Ella asintió.

El hizo una mueca sonriente y la tomó del brazo.

—Bien, Sidra, entonces me has llamado y hemos hecho una cita. Soy la respuesta a tus oraciones.

Ella sufrió al ser conducida a través de los estrechos y empinados escalones del corredor, incapaz de liberarse de ese magnético yugo. La presión sobre su brazo era algo atemorizador. Todo en ella gritaba contra el aturdimiento… y a pesar de todo otro alguien le daba la bienvenida ansiosamente.

Mientras pasaban bajo la luz de las infrecuentes lámparas, lo contempló de forma furtiva. Era alto y magníficamente construido. Fuertes tendones sostenían su muscular cuello al más ligero giro de su arrogante cabeza. Llevaba un traje de lana que tenía textura de arenisca, y de él brotaba un pungente y musgoso aroma. Su camisa estaba abierta en el cuello y dejaba ver un vello frondoso sobre el pecho.

No había sirvientes en la planta baja del castillo. El hombre la escoltó silenciosamente a través de las elegantes habitaciones hasta el vestíbulo, donde extrajo la chaqueta de ella del armario empotrado y la colocó sobre sus hombros. Luego presionó sus fuertes manos sobre los gráciles hombros de Sidra.

Volvió a zafarse y por último, una de sus tormentas de llanto se abatió sobre ella. En la tranquila penumbra del vestíbulo pudo ver que él aún continuaba sonriendo, y esto agregó combustible a su furia.

—¡Ah! —gritó—. Qué tonta que he sido… haber dado por sentado que usted… Ha dicho que «yo he rezado por usted», ¿qué clase de tonta se piensa que soy? ¡Quíteme las manos de encima!

Se quedó contemplándolo, respirando profundamente, y él no respondió. Su expresión permaneció impávida. Era como una serpiente, pensó ella, esas serpientes de ojos hipnóticos. Te enrollan en su belleza impávida y no puedes escapar de su mortal fascinación. Como esas torres desmesuradas que te invitan a brincar al vacío… como esas afiladas y deslumbrantes navajas que invitan a la suave carne de tu garganta. ¡No puedes escapar!

—¡Vayase! —gritó ella con un esfuerzo desesperado—. ¡Fuera de aquí! Este es mi mundo. Todo lo que hago o elijo es mío. ¡No quiero compartirlo con ningún repulsivo y arrogante canalla!

Rápida y silenciosamente, él la cogió por los hombros y la atrajo contra su pecho. Mientras la besaba, Sidra luchó por librarse de las garras de sus dedos, intentando alejar sus labios de él. Y sin embargo sabía que si lograba librarse de sus brazos, no podría apartarse de ese beso salvaje.

Lloraba cuando él aflojó sus manos y dejó que la cabeza de ella cayera hacia atrás. Aún conservando el tono afable de una conversación ocasional, dijo el hombre:

—Tú quieres una sola cosa en este mundo tuyo, Sidra, y debes dejarme que te ayude a conseguirla.

—En el nombre del Cielo, ¿quién es usted?

—Soy la fuerza por la que rezabas. Ahora ven.

Afuera la noche era oscura como tinta, y después de que cogieron el coche de dos plazas de Sidra y emprendieron el viaje a Londres, el camino se hizo imposible de seguir. Como bordeaba el camino con cuidado, Sidra logró por último vislumbrar la línea blanca de cal que dividía la ruta, apenas iluminada por el débil resplandor aterciopelado que surgía del horizonte en medio de las tinieblas. Sobre sus cabezas, las estrellas de la Vía Láctea eran lejanas motas de polvo.

El viento sobre el rostro era agradable de sentir. Apasionada, imprudente y cabeza dura como siempre, presionó su pie sobre el acelerador, ansiosa de sentir crecer la fría brisa en sus mejillas. El viento hizo remolinear su pelo, que ondeó tras ella. Las ráfagas se deslizaban sobre el parabrisas y la rodeaban como una sólida corriente de agua fría. Aumentó su valor y confianza. Y lo mejor de todo, renovó su sentido del humor.

Sin volverse, preguntó:

—¿Cómo se llama?

La respuesta llegó débil a través del ruido de la brisa.

—¿Tiene importancia?

—Por cierto que la tiene. Suponga que tenga que llamarlo: » ¡Ehh!» o «¿Cómo se llama…?» o «Querido señor…»

—Muy bien, Sidra. Llámame Ardis.

—¿Ardis? Eso no es inglés, ¿no?

—¿Tiene importancia?

—No sea tan misterioso. Por supuesto que importa. Intento identificarlo.

—Ya lo veo.

—¿Conocía a Lady Sutton?

Al  no  recibir  respuesta,  lo  miró  y  sintió  un  ligero  estremecimiento.  Parecía  tan misterioso con su cabeza delineada contra el  oscuro  trasfondo  del  cielo  cubierto  de estrellas. Tenía los ojos fijos en un lugar vacío del vehículo.

—¿Conocía a Lady Sutton? —repitió.

El asintió y Sidra devolvió su atención al camino. Habían salido del campo abierto y penetraban en los suburbios londinenses. Pequeñas casas agazapadas, todas iguales, todas de frentes chatos y colores sombríos, pasaban velozmente con el sordo dump, dump, dump producido por el desplazamiento del coche.

Todavía alegre, ella preguntó:

—¿Hasta dónde va?

—Hasta Londres.

—¿Londres dónde?

—Chelsea Square.

—¿Square? Qué curioso. ¿Qué número?

—Ciento cuarenta y nueve. Ella se echó a reír con ganas.

—Su desfachatez es maravillosa —dijo recuperando el aliento, volviendo a contemplarlo—. Sucede que esa es mi dirección.

El asintió.

—Lo sé, Sidra.

Su risa se heló… no en su emisión, que apenas podía escuchar. Suprimiendo apenas otro gemido, volvió a mirar con fijeza el parabrisas, las manos temblorosas sobre el volante; sucedía que el hombre estaba sentado allí, en medio del torbellino, del viento, sin que se le moviera un pelo de la cabeza.

¡Por todos los Cielos! exclamó en su corazón. Qué tipo de oración he hecho… ¿quién es este monstruo?… Padre nuestro que estás en los Cielos, bendito sea tu… ¡Líbrame de él! No lo quiero. Si lo he pedido, conscientemente o no, ya no lo quiero. Quiero cambiar mi mundo. ¡Ahora! ¡Quiero que salga de aquí!

—Eso no funciona, Sidra —dijo él.

Sus labios se crisparon, pero aún continuó rezando: ¡Sacadlo de aquí! Cambiad todo… todo… sólo sacadlo de aquí. Que se desvanezca. Que las tinieblas lo devoren. Que se consuma, que se evapore…

—Sidra —gritó él—, ¡acaba con eso! —Le habló con severidad.— ¡No puedes quitarme del medio… es demasiado tarde!

Ella detuvo sus rezos, mientras el pánico la poseía y congelaba sus pensamientos.

—Una vez que has decidido cuál será tu mundo —le explicó cuidadosamente Ardis, como si fuera una niña— debes someterte a él. No puedes hacer cambios o alteraciones con tu mente. ¿No te lo han dicho?

—No —susurró—, no me lo dijeron.

—Bien, ahora lo sabes.

Estaba muda, entumecida y torpe. No tan torpe como endurecida. Siguió sus instrucciones sin una palabra, conduciendo hasta un pequeño, parque que se encontraba detrás de la casa, y aparcó allí. Ardis le explicó que deberían entrar a la casa por la puerta de servicio.

—No se entra abiertamente cuando se va a cometer un crimen. Sólo los criminales astutos de los libros lo hacen. En la vida real se descubre que es mejor ser cauteloso.

¡La vida real! pensó Sidra histéricamente cuando salían del coche. ¡Realidad! Esa Cosa en el refugio…

—Pareces tener experiencia —dijo ella en voz alta.

—A través del parque —respondió él, tocándole ligeramente un brazo—. No seremos vistos.

El sendero a través de los árboles era estrecho, y la hierba y los arbustos espinosos estaban muy crecidos. Ardis retrocedió y luego la siguió cuando ella atravesó el portal de hierro y entró. Se mantuvo unos pocos pasos tras ella.

—En cuanto a la experiencia —dijo—, sí… tengo bastante. Pero entonces, tú debes saber, Sidra.

Ella no sabía. No respondió. Arboles, matorrales y hierba eran espesos a su alrededor, y a pesar de que había atravesado ese parque cientos de veces, había allí algo de extraño y grotesco. No había vida… no, gracias a Dios por ello. No estaba todavía imaginando cosas, pero por primera vez advirtió qué esqueléticos y fantasmales se veían los árboles; como si cada uno de ellos hubiera participado en algún sórdido asesinato o suicidio todos estos años.

En medio del parque, una niebla húmeda la hizo toser y, tras ella, Ardis le palmeó comprensivamente la espalda. Sidra se estremeció como si hubiera un trozo de acero suplementario bajo la mano de él, y cuando dejó de toser y la mano aún permanecía sobre su hombro, supo que podría ser asaltada allí, en la oscuridad.

Se sacudió con rapidez. Logró desprender el brazo y corrió por el sendero, tambaleándose sobre sus tacones altos. Hubo una apagada exclamación de Ardis, y escuchó el amortiguado ruido de sus pasos persiguiéndola. El sendero conducía a una ligera depresión y atravesaba un pequeño estanque fangoso. La tierra se volvió húmeda y chupaba sus pies. En medio de la calidez de la noche su piel comenzó a cubrirse de sudor, pero el sonido de pasos estaba muy cerca tras ella.

Su aliento se hizo ahogado, y cuando el sendero se desvió y comenzó a descender, sintió que los pulmones le explotaban. Le dolían las piernas y le pareció que en cualquier instante rodaría por el suelo. Borrosamente, vio a través de los árboles el portal de hierro del otro extremo del parque, y con la poca fuerza que aún le quedaba, redobló los esfuerzos por alcanzarlo.

¿Pero qué, se preguntó con aturdimiento, qué después de eso? El me atrapará en la calle… quizás antes de la calle… Debería haber vuelto hacia el coche… Podría haber conducido… Yo…

La aferró por los hombros cuando pasaba el portal y ella a podría haberse entregado entonces. Luego oyó voces y vio figuras en el otro lado de la calle.

—¡Eh,  ustedes!  —gritó,  y  corrió  hacia  ellos,  sus  zapatos  taconeando  sobre  el pavimento. Al acercarse, aún libre por el momento, las personas se dieron vuelta.

—Lo siento —balbuceó—. Creí haberlos reconocido… Estaba atravesando el parq… Se detuvo bruscamente. Finchley, Braugh y Lady Sutton la estaban contemplando.

—¡Sidra, querida! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Lady Sutton. Irguió su gorda cabeza para examinar el rostro de Sidra, luego dio un ligero codazo a Braugh y Finchley—. La chica ha estado corriendo a través del parque. Atiende a mis palabras, Chris, está un poco loca.

—Parece como si la hubieran perseguido —respondió Braugh. Se movió a un costado y espió por encima del hombro de Sidra, su cabeza blanca brillando bajo la luz estelar.

Sidra contuvo la respiración y por último miró a su alrededor. Ardis estaba junto a ella, calmo y afable como siempre. Está allí, pensó desconsoladamente, no tiene sentido tratar de explicar. Nadie la creería. Nadie la ayudaría.

—Tan sólo un poco de ejercicio —dijo—. Es una noche tan hermosa.

—¡Ejercicio! —resopló Lady Sutton—. Ahora sé que estás chiflada.

—¿Por qué te has largado así, Sidra? Bob estaba furioso.

Recién acabamos de traerlo a casa.

—Yo… —Era una locura. Ella había visto a Finchley desvanecerse a través del velo de fuego hacía menos de una hora… desvanecerse en un mundo de su propia elección. Y a pesar de. todo aquí estaba él haciendo preguntas.

—Finchley está en su mundo —murmuró Ardis—. Y también aquí.

—Pero eso es imposible —exclamó Sidra—, No puede haber dos Finchley.

—¿Dos Finchley? —repitió Lady Sutton—. ¡Ahora sé dónde has estado y qué te ha pasado, muchacha! Estás borracha. Total y desagradablemente borracha. ¡Corriendo a través del parque! ¡Ejercicio! ¡Dos Finchley!

¿Y Lady Sutton? Pero ella estaba muerta. ¡Tenía que estarlo! La habían asesinado hacía menos de…

—Ese era otro mundo, Sidra —murmuró Ardis—. Este es tu nuevo mundo, y Lady Sutton pertenece a él. Todos pertenecen a él… excepto tu marido,—Pero… ¿aún cuando ella esté muerta?

—¿Quién está muerta? —preguntó Finchley, sobresaltado.

—Creo —dijo Braugh— que es mejor que la subamos y la metamos en la cama.

—No —dijo Sidra—. No… es necesario… ¡en verdad! Ya estoy bien.

—Oh, dejémosla —gruñó Lady Sutton. Recogió su chaqueta alrededor del tonel de su cintura y se alejó—. Ya conocéis nuestro lema, amigos míos: «No interferir.» Te veremos a ti y a Bob en el refugio la semana próxima, Sidra. Buenas noches…

—Buenas noches…

Finchley  y  Braugh  se  alejaron  también…  las  tres  figuras  se  introdujeron  en  las sombras, desvaneciéndose en medio de la niebla. Mientras desaparecían, Sidra oyó que Braugh decía:

—El lema debería ser «Desvergüenza».

—No tiene sentido —respondió Finchley—. La vergüenza es una sensación que buscamos tanto como las otras. Es redund…

Luego se fueron.

Y con el retorno de ese escalofrío atemorizador, Sidra advirtió que ellos no habían visto a Ardis… ni lo habían oído… ni siquiera habían advertido su…

—Naturalmente —interrumpió Ardis.

—¿Cómo naturalmente?

—Lo comprenderás más tarde. Ahora tenemos un asesinato ante nosotros.

—¡No!—gritó ella, retrocediendo—. ¡No!

—¿Qué es esto, Sidra? Y pensar que has estado deseando este momento por tantos años. Lo has planeado, festejado…

—Estoy… demasiado trastornada… nerviosa.

—Te calmarás. Vamos.

Caminaron juntos unos pocos pasos por la estrecha calle, doblaron por el sendero de grava y atravesaron el portal que conducía a la parte trasera. Cuando Ardis estiró la mano para coger el pomo de la puerta de servicio, vaciló y se volvió hacia ella.

—Este —dijo— es tu momento, Sidra. Comienza ahora. Llegó el momento de romper la cadena y cobrar el precio de una vida llena de agonía. Este es el día en que equilibrarás la cuenta. El amor es bueno… el odio es mejor. El olvido es una virtud frívola… ¡la pasión lo consume todo y es el fin de toda la vida!

Él empujó la puerta abierta, la aferró de un codo y la arrastró a la despensa. Estaba oscura y llena de curiosos recovecos. Se movieron en la oscuridad cautelosamente, alcanzaron la puerta giratoria que daba a la cocina y la empujaron, entrando en ésta. Sidra lanzó un gemido ahogado y aflojó su cuerpo contra el de Ardis.

Había sido la cocina alguna vez. Ahora los hornos y fregaderos, estantes y mesas, sillas, armarios empotrados, todo se veía muy amenazador y entremezclado, como el laberinto de una jungla enloquecida. Una chispa de azul intenso brillaba en el suelo, y a su alrededor retozaban un buen número de sombras cantarinas.

Eran humo solidificado… gas semilíquido. Sus interiores traslúcidos se retorcían e interactuaban con el nauseabundo bullir del estiércol viviente. Era como mirar a través de un microscopio, pensó Sidra, esas criaturas de fétidos cuerpos sanguinolentos que cubren una corriente de agua estancada, que llenan un pantano con emanaciones fétidas… y lo más asqueroso de todo, era que cada una de ellas formaba una ondeante y borrascosa imagen de su marido. Veinte Robert Peel, gesticulando obscenamente y cantando un coro susurrante:

Quis multa gracilis te puer in rosa Perfusus liquidis urget odoribus Grato, Sidra, sub antro?

—¡Ardis! ¿Que es esto?

—No lo se, Sidra.

—Pero estas formas…

—Encontraremos la salida.

Veinte emanaciones saltarinas apiñadas alrededor de ellos, aún cantando. Sidra y Ardis fueron conducidos hacia adelante y quedaron de pie en el borde de esa chispa con forma de zafiro que ardía en el aire a unas pulgadas del suelo. Dedos gaseosos empujaban y tanteaban a Sidra, pellizcándola y pinchándola mientras las figuras azules hacían  cabriolas  y  lanzaban  risas  siseantes,  palmeándose  las  nalgas  desnudas  con éxtasis espectrales.

Un latigazo sobre el brazo de Sidra la hizo sobresaltar y lanzar un grito, y cuando miró hacia abajo vio incontables puntos de sangre brotar de la blanca piel de su muñeca. Y mientras contemplaba aturdida los encantamientos descorporizados, Ardis le levantó la muñeca hasta los labios. Luego levantó su propia muñeca hasta los labios de Sidra y esta sintió el gusto salobre de la sangre de él.

—¡No! —jadeó—. No lo creo. Usted me está haciendo ver todo esto.

Se dio vuelta y corrió hacia la habitación auxiliar de la cocina. Ardis se mantuvo detrás y cerca de ella. Y las formas azules aún siseaban un coro monótono:

Qui nunc te fruitur credulus áurea

Qui semper vacuam, semper amabilem, Sperat, nescius aurae Fallacia…

Cuando alcanzaron el pie de las envolventes escaleras que conducían a los pisos superiores,  Sidra  se  aferró  a  la  balaustrada  para  sostenerse.  Con  la  mano  libre  se restregó la boca para quitar el gusto salobre que le revolvía el estómago.

—Creo que tengo una idea de qué era todo eso — dijo Ardis. Ella lo contempló.

—Una especie de ceremonia de compromiso —dijo con tono indiferente—. ¿Has leído sobre algo parecido antes, no? Curioso, ¿no lo has hecho? Hay algunas influencias poderosas en esta casa. ¿Reconoces a aquellos fantasmas?

Ella sacudió la cabeza cansadamente. ¿Qué sentido tenía pensar… hablar?

—¿No, eh? Tenemos que ver ese asunto. Nunca me preocupo por aparecidos no solicitados. No tendremos ninguno de estos disparates en el futuro… —Calló por un momento, luego señaló hacia las escaleras.— Tu marido está allí arriba, eso creo. Continuemos.

Ascendieron trabajosamente por las retorcidas y tenebrosas escaleras, y los últimos vestigios de sanidad de Sidra se esforzaron, paso a paso, con ella.

Uno: Subes las escaleras. ¿Escaleras que se dirigen a dónde? ¿A más locuras? ¡Esa maldita Cosa en el refugio!

Dos: Esto es el infierno, no la realidad.

Tres: O una pesadilla. ¡Sí! una pesadilla. La langosta de anoche. ¿Dónde estuvimos anoche, Bob y yo?

Cuatro: Querido Bob. ¿Por qué yo siempre…? Y este Ardis. Sé porqué me es tan familiar. Porque casi lee mis pensamientos. El es probablemente algún…

Cinco: …joven simpático que juega tenis en la vida real¿Distorsionado por un sueño. Sí.

Seis… Siete…

—No te apresures —dijo Ardis con cautela.

Ella se detuvo en donde se encontraba y miró fijamente. No había más gritos o estremecimientos en ella. Simplemente contempló la cosa que colgaba con cabeza retorcida desde el madero sobre la plataforma de la escalera. – Era su marido, fláccido y volátil, suspendido en el extremo final de una cuerda para tender la ropa.

La  fláccida  figura  se  balanceaba  siempre  muy  ligeramente,  como  el  delicado movimiento de un péndulo mayúsculo. La boca estaba contorsionada en una mueca sardónica y los ojos saltaban de sus órbitas y miraban hacia ella con impúdico humor. Vagamente, Sidra fue consciente de que los escalones ascendentes conducían a través de la forma retorcida.

—Unid las manos —dijo el despojo con tono sacrosanto.

—¡Bob!

—¿Tu marido? —exclamó Ardis.

—Queridos amigos —comenzó el despojo—, nos hemos reunido bajo el signo de Dios y de cara a esta compañía para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; que es… —La voz retumbó una y otra vez.

—¡Bob! —dijo Sidra con voz ronca.

—¡Arrodillaos! —ordenó el despojo.

Sidra se hizo a un lado y corrió pesadamente escaleras arriba. Tropezó un instante sin resuello, luego las fuertes manos de Ardis la aferraron. Tras ellos el sombrío despojo entonaba:

—Os declaro marido y mujer.

—¡Ahora debemos ser rápidos! —susurró Ardis—. ¡Muy rápidos! Pero en la parte superior de las escaleras Sidra hizo su último intento por liberarse. Abandonó toda esperanza de sanidad, de comprensión. Todo lo que quería era libertad y un lugar donde poder sentarse en soledad, libre de las pasiones que la cercaban, consumiendo sus entrañas. No se dijo una palabra, ningún gesto fue hecho. Se alzó hasta arriba y encaró a Ardis. Era una de esas  ocasiones,  comprendió,  en  que  uno  lucha  contra  petroglifos tallados en roca prehistórica.

Por unos minutos estuvieron parados, contemplándose uno al otro en la sala oscura. A su derecha estaba el pozo descendente de las escaleras; a la izquierda, el dormitorio de Sidra; detrás de ellos el corto pasillo que conducía al estudio de Peel… hacia la habitación donde él tan inconscientemente esperaba la muerte. Sus ojos se encontraron, chocaron y batallaron en silencio. Y a pesar de que Sidra sostenía esa profunda y brillante mirada, sabía —con un agonizante sentido de desesperación— que sería derrotada.

Ya no había voluntad ni fuerza ni valor en ella. Peor, por alguna espectral osmosis parecía haberse vaciado en el hombre que la encaraba. Mientras luchaba advirtió que su rebelión era similar a la de una mano o un dedo contra el cerebro guía.

Sólo pronunció una frase:

—¡Por el amor de Dios! ¿Quien es usted? Y otra vez él respondió:

—Lo descubrirás… pronto. Pero creo que ya lo sabes. Creo que lo sabes.

Inerme,  ella  se  dio  vuelta  y  penetró  en  su  dormitorio.  Allí  había  un  revólver  y comprendió que debía conseguirlo. Pero cuando abrió de un tirón el cajón e hizo a un lado los montones de ropas de seda para cogerlo, sintió que éstas eran pastosas y húmedas. Al vacilar, Ardis estiró un brazo por detrás de ella y cogió el arma. Aferrado a la culata, un dedo fuertemente enganchado en el gatillo, había una mano, el muñón de la muñeca coagulado y desgarrado.

Ardis chasqueó la lengua y trató de arrancar la mano perdida. No pudo hacerlo. Apretó y retorció un dedo al mismo tiempo y entonces ese desecho de mano repugnante apretó el arma con más fuerza aún. Sidra estaba sentada en el borde de la cama como una niña, contemplando el espectáculo con ingenuo interés, notando cómo los quebradizos músculos y tendones del muñón se flexionaban ante el esfuerzo de Ardis.

Había una serpiente carmesí brotando por debajo de la puerta del baño. Se retorcía a través del suelo de madera, espesándose en un riacho cuando tocó suavemente su falda. Cuando Ardis arrojó con ira el arma al suelo, advirtió el cauce. Caminó con rapidez hacia el baño y abrió la puerta de un empujón, la cerró de un portazo un segundo más tarde. Sacudió la cabeza de Sidra y dijo:

—¡Vamos!

Ella asintió mecánicamente y se incorporó, indiferente a la falda empapada que se pegaba contra sus tobillos. En el estudio de Peel, dio vueltas el picaporte de la puerta cuidadosamente, hasta que un débil chasquido le advirtió que la cerradura estaba abierta, luego empujó la puerta. La hoja se abrió por completo para revelar el estudio de su marido en penumbras. El escritorio se hallaba ante las altas cortinas de la ventana y Peel estaba sentado ante él, de espaldas a ellos. Estaba encorvado sobre un candelero o una lámpara o alguna fuente de luz que formaba un halo alrededor de su cuerpo y lanzaba flujos oscilantes. En ningún momento se movió.

Sidra avanzó de puntillas, luego hizo una pausa. Ardis se llevó un dedo a los labios y se movió como un rápido gato hacia el hogar apagado, donde levantó un pesado atizador de bronce. Lo llevó hasta Sidra y se lo ofreció con gestos de urgencia. Los dedos de ella lo aferraron como si hubieran sido hechos para matar.

Venciendo lo que le impedía avanzar, dio unos pasos y alzó el atizador sobre la cabeza de Peel, mientras algo débil y enfermizo dentro de ella lloraba y rezaba; lloraba, rezaba y gemía como los quejidos de un niño con fiebre. Como agua derramada, las últimas pocas gotas de autodominio temblaron antes de desaparecer al unísono.

Luego Ardis la tocó. Sus dedos se apretaron contra la región lumbar y una carga de bestialidad sacudió su columna con crueles y punzantes estímulos. Al brotar todo el odio, la rabia y la lívida reivindicación, elevó el atizador y lo descargó sobre la aún inmóvil cabeza de su marido.

Toda la habitación estalló en una explosión  silenciosa. Las luces fulguraron y las sombras hicieron remolinos. Sin misericordia, aporreó y machacó el cuerpo caído que había sido derribado de la silla al suelo. Lo golpeó una y otra vez su aliento escapaba como un silbido histérico— hasta que la cabeza quedó aplastada, convertida en una masa sangrienta. Sólo entonces dejó caer el atizador y retrocedió tambaleante.

Ardis se arrodilló junto al cuerpo y lo dio vuelta.

—Está totalmente muerto. Este es el momento por el cual has rezado, Sidra. ¡Eres libre!

Ella miró hacia abajo con horror. Torpemente, desde la alfombra ensangrentada, un rostro muerto miraba hacia atrás. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabaches cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Gimió cuando la comprensión llegó a ella. El rostro dijo:

—Esta es Sidra Peel. En este hombre que has matado te has asesinado a ti misma…

asesinado la única parte de ti que podía salvarse.

—¡Ayyy…! —gritó ella y se abrazó a sí misma, rodando en agonía.

—Mírame bien —dijo el rostro—. Pues mi muerte ha roto una cadena… sólo para encontrar otra.

Y ella supo. Comprendió. Pues a pesar de que aún rodaba y gemía en una agonía inacabable, vio que Ardis se incorporaba y avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Sus ojos brillaban como horribles estanques y sus brazos eran zarcillos de su propia pasión insatisfecha, anhelante, que la inundaba. Una vez abrazados, ella supo que allí no habría escape… escape de este matrimonio enfermizo que su propia lujuria nunca dejaría de acariciar.

Así sería por siempre jamás el nuevo mundo feliz de Sidra. IV

Después de que los otros habían pasado el velo, Christian Braugh aún permanecía en el refugio. Encendió otro cigarrillo con una simulación de aplomo perfecto, arrojó la cerilla y luego llamó:

—Ehh… ¿Señor Cosa?

—¿Qué ocurre, señor Braugh?

Braugh no pudo evitar un ligero sobresalto ante esa voz que surgía de ninguna parte.

—Yo… bien, el hecho es que me he demorado para charlar.

—Pensé que lo haría, señor Braugh.

—Lo pensó, ¿eh?

—Su hambre insaciable de material fresco no es un misterio para mí.

—¡Oh! —Braugh miró a su alrededor nerviosamente—. Ya veo.

—No hay ningún motivo de alarma. Nadie podrá oírnos. Su mascarada permanecerá sin descubrir.

—¿Mascarada?

—Usted no es en realidad un mal tipo, señor Braugh. Nunca perteneció a la camarilla del refugio Sutton.

Braugh rió sardónicamente.

—Y no es necesario continuar su farsa ante mí — continuó la voz de manera amistosa—. Sé que la historia de sus muchos plagios es simplemente otra maquinación de Christian Braugh.

—¿Lo sabe?

—Por supuesto. Usted creó esa leyenda para lograr entrar en el refugio. Durante años ha estado jugando el rol del falso pícaro, a pesar de que su sangre corre fría algunas veces.

—¿Y sabe por qué hice eso?

—Ciertamente. Como hecho práctico, señor Braugh, yo lo sabía casi todo, pero debo confesar que hay algo en usted que me desconcierta.

—¿Qué es?

—¿Por  qué,  con  ese  apetito  insaciable  por  material  fresco,  no  está  contento  con trabajar como los otros autores, con lo que conocía? ¿Por qué ese enfermizo deseo de material único… de campos absolutamente vírgenes? ¿Por qué deseaba pagar un precio tan amargo y exorbitante por unos pocos gramos de originalidad?

—¿Por qué? —Braugh tragó el humo y lo exhaló entre sus dientes apretados.— Lo comprendería si fuera humano. ¿Supongo que usted no…?

—Esa pregunta no puede ser respondida.

—Entonces le diré el porqué. Es algo que ha estado torturándome toda la vida. Un hombre nace con imaginación.

—Ah… imaginación.

—Si la imaginación es ligera, un hombre siempre encontrará en el mundo una fuente de profunda e inagotable maravilla, un lugar de muchos deleites. Pero si su imaginación es fuerte, vivida, incansable, considerará al mundo como un lugar penoso… ¡un diamante sin pulir ante las maravillas de sus propias creaciones!

—Hay maravillas que sobrepasan todas las imaginaciones.

—¿Para quiénes? No para mí, mi invisible amigo; ni para ninguna criatura apegada a la tierra, a la carne. El hombre es algo penoso. Nace con la imaginación de los dioses y por siempre pegado a un redondo terrón de arcilla y saliva. Yo tengo dentro de mí lo único, el ego, la fértil greda de un espíritu intemporal… ¡y toda esa riqueza está envuelta en una parcela de piel que pronto se corrompe!

—Ego… —musitó la voz—. Eso es algo que, ¡ala!, ninguno de nosotros puede comprender. En ningún lugar del cosmos conocido, salvo vuestro planeta, se lo puede encontrar, señor Braugh. Es algo atemorizador y a veces me convence que la suya es una raza que puede… —la voz se quebró abruptamente.

—¿Qué puede…? —interrogó Braugh, atento.

—Vamos —dijo la Cosa enérgicamente—, hay menos obligación con usted que con los otros, y le concederé el beneficio de mi experiencia. Déjeme ayudarlo a seleccionar una realidad.

Braugh hizo hincapié en la palabra:

—¿Menos?

Y otra vez fue ignorada su pregunta.

—¿Elegirá alguna otra realidad de su propio cosmos o está satisfecho con la que ya tiene? Puedo ofrecerle mundos vastos y mundos diminutos; grandes seres que sacuden el espacio y llenan los vacíos con sus truenos; seres diminutos de encanto y perfección en los que su percepción apenas roza el timbre sensitivo de sus pensamientos. ¿Le apetece el terror? Puedo darle una realidad de estremecimientos. ¿Belleza? Puedo mostrarle realidades de éxtasis infinito. ¿Dolor? ¿Tortura? Cualquier sensación. Nombre una, muchas, todas. Diseñaré para usted una realidad que superará esos enormes conceptos suyos.

—No —respondió Braugh un momento después—. Los sentidos son siempre, cuando mucho, sentidos… y con el tiempo se aburren de todo. No puede satisfacer la imaginación con crema batida, con formas y sabores nuevos.

—Entonces puedo enviarlo a mundos extradimensionales que pasmarán a su imaginación.   Conozco   un   sistema   que   lo   entretendrá   para   siempre   con   su incongruencia… donde, si se tiene pena uno se rasca una oreja, o su equivalente, donde si se ama uno se toma un refresco, si se muere uno se ríe a carcajadas… He visto una dimensión en la cual se puede realizar seguramente lo imposible; donde los sentidos cotidianos rivalizan en la composición de paradojas animadas, y donde el simple hecho de la propia introspección es llamado «chrythna», es decir «cursi» en la jerga norteamericana.

«¿Desea probar las emociones de orden clásico? Puedo llevarlo a un mundo de n dimensiones donde, una por una, puede consumir los intrincados matices de veintisiete emociones primarias —siempre tomando notas, por supuesto— y entonces pasar a combinaciones y permutaciones de la suma de veintisiete elevado a la veintisiete. Matemáticamente se diría: 27 x 1027. Vamos, ¿no cree que podría gozarlas?

—No —dijo Braugh con impaciencia—. Es obvio, mi amigo, que usted no comprende el ego de un hombre. El ego no es un niño que pueda ser entretenido con juegos, y sin embargo es un niño que anhela lo que no puede obtener.

—Usted parece ser del tipo animal que no ríe, señor Braugh. Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe de la tierra. Apartad el humor y sólo queda el animal. No tiene usted sentido del humor, señor Braugh.

—El ego —continuó intentándolo Braugh— desea sólo lo que no espera obtener. Una vez poseído algo, ya no se lo desea. ¿Puede usted garantizarme una realidad en la que pueda tener algo que desee porque no tengo posibilidad de obtenerlo, y esa misma posesión no romper la calidad de mi deseo? ¿Puede usted hacer eso?

—Me temo —respondió la voz con un ligero tono divertido— que las razones de su imaginación son demasiado tortuosas para mí.

—Ah —musitó Braugh, casi para sí mismo—. Temía eso. ¿Por qué la creación parece estar hecha para individuos de segunda categoría, ni siquiera la mitad de listos que yo?

¿Por qué esa mediocridad?

—Usted busca obtener lo inobtenible —argumentó la voz con tono razonable— y por medio de ese acto no lo obtiene. La contradicción está en su interior. ¿Le gustaría ser cambiado?

—No… no, no me cambien. — Braugh sacudió la cabeza. Se quedó ensimismado en sus pensamientos, luego hizo un gesto y aplastó su cigarrillo.— Hay una única solución para mi problema.

—¿Y es?

—Una sustitución. Si no se puede satisfacer un deseo, se debe explicar cómo funciona. Si un hombre no puede encontrar amor, escribe un tratado psicológico sobre la pasión. Haré cuando mucho lo mismo…

Se encogió de hombros y se movió en dirección al velo. Hubo una especie de risita tras él y la voz preguntó:

—¿Adonde te conduce tu ego, oh ser humano?

—A la verdad de las cosas —gritó Braugh—. Si no puedo satisfacer mis ansias, al menos encontraré la causa de mis ansias.

—Sólo encontrará la verdad en el infierno o en el limbo, señor Braugh.

—¿Por qué?

—Porque la verdad es siempre infernal.

—Y el infierno es verdadero, no hay duda. No importa, iré allí… infierno o limbo, donde pueda encontrar la verdad.

—Puede que encuentres satisfactorias las respuestas, oh ser humano.

—Gracias.

—Y puede que aprendas a reír.

Pero Braugh ya no oía, pues había pasado el velo.

Se encontró de pie ante una gran mesa de despacho —casi un pupitre de juez— tal alta como su cabeza. Alrededor de él no había nada más. Una niebla sulfurosa lo llenaba todo, encubriendo todo excepto ese imponente pupitre. Braugh echó la cabeza hacia atrás y espió por encima. Contemplándolo desde el otro lado había una cara diminuta, vieja como el pecado, con grandes patillas y ojos bizcos. Se alzaba sobre una pequeña cabeza arrugada cubierta con un bonete. Como el bonete de mago.

O un bonete de burro, pensó Braugh.

Tras la cabeza, distinguió vagamente estantes de libros en fila con etiquetas que decían: A-AB, AC-AD y así sucesivamente. Algunos tenían etiquetas curiosas: # —, & —1/ 4, * —c. Incomprensible. Habían también un brillante pote de tinta y un tintero con pluma de ave. Un enorme reloj de arena completaba el cuadro. Dentro del reloj una mosca que había perdido un ala se arrastraba vacilante sobre la arena.

—¡S-orprendente! ¡AS-ombroso! ¡IN-creíble! —dijo el hombrecillo con voz ronca. Braugh se sintió fastidiado.

El hombrecillo se encorvó hacia él como Quasimodo y acercó todo lo posible su rostro de clown al de Braugh. Estiró un dedo lleno de bultos y punzó a Braugh cuidadosamente. Estaba estupefacto. Se reclinó hacia atrás y vociferó:

—¡THAMM-uz! ¡DA-gon! ¡TIMM-son!

Hubo un bullicio invisible y otros tres hombrecillos se asomaron tras el pupitre y atisbaron a Braugh. La inspección duró unos minutos. Braugh estaba irritado.

—Muy bien —dijo—. Es suficiente. Decid algo. Haced algo.

—¡Habla! —exclamaron con incredulidad—. ¡Está vivo!

—Juntaron sus narices  y  parlotearon  con  rapidez—.  Quécosa-sorprendente  Dagon habla Riminon puede estar vivo y ser humano Belial debe haber una razón para esto Thammuz si piensas eso yo no lo puedo afirmar.

Luego se detuvieron.

Una inspección posterior.

—Averigüemos cómo llegó aquí —dijo uno.

—Eso no es todo. Averigüemos qué es. ¿Animal? ¿Vegetal? ¿Mineral?

—Averigüemos de dónde viene —dijo un tercero.

—Hay que ser cuidadosos con los extraños, ya lo sabéis.

—¿Por qué? Somos absolutamente invulnerables.

—¿Eso crees? ¿Qué me dices de una visita del Ángel de Azrael?

—¿Quieres decir el áng…?

—¡No lo digas! ¡No lo digas!

Estalló  una  feroz  discusión,  mientras  Braugh  golpeteaba  el  suelo  con  un  pie, impaciente. Aparentemente llegaron a una conclusión. El hechicero N° 1 extendió un dedo acusador hacia Braugh y dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—El asunto es, ¿dónde estoy? —replicó con brusquedad Braugh.

El hombrecillo se volvió hacia sus hermanos Thammuz, Dagon y Rimmon.

—Quiere saber dónde está —dijo sonriendo con afectación.

—Entonces díselo, Belial.

—Adelante, Belial. No podemos continuar así eternamente.

—¡Tú! —Belial se volvió en dirección a Braugh—. Esta es la Administración Central, el Control Central Universal; Belial, Rimmon, Dagon y Thammuz, actuando en nombre de El Supremo.

—¿Que sería Satán?

—No se permite tanta familiaridad.

—He venido aquí a ver a Satán.

—¡Quiere ver al Señor Lucifer! —Estaban consternados. Luego Dagon golpeó a los otros con sus agudos codos y se colocó un dedo sobre la nariz con mirada astuta.

—Espía —dijo. Para redondear, hizo un gesto significativo hacia arriba.

—¡No digas eso, Dagon! ¡No lo digas!

—Se sabe que sucede —dijo Belial, haciendo pasar las hojas de un gigantesco libro mayor—. En verdad no está registrado aquí. No hay declaraciones inventariadas para…— Hizo girar el reloj de arena, irritando a la mosca.— …para seis horas.

No  está  muerto  porque  no  hiede.  No  está  vivo  porque  sólo  son  convocados  los muertos. La cuestión es: ¿Qué es y qué debemos hacer con él?

—Adivinación. Absolutamente infalible —dijo Thammuz.

—Gran mente, ese es Thammuz.

—¿Nombre? —Belial dirigió su mirada a Braugh.

—Christian Braugh.

—¡El lo dijo! ¡El dijo! ¡No fuimos nosotros!

—Probemos la Onomancia —dijo Dagon—. C, tercera letra. H, octava letra. R, decimoctava letra, y etcétera. Es correcto, Belial; deletrear no es lo mismo que decir. Haz la suma total. Dóblala y agrégale diez. Divídela por dos y medio, luego sustráela al total original.

Contaron, sumaron, dividieron y restaron. Las plumas de ave crujieron sobre el pergamino; se escuchó un sonido zumbante. Por último Belial interrumpió su escritura y lo escrutó dubitativamente. Todos se escrutaron entre ellos. Como un solo hombre, se encogieron de hombros y rompieron las cuentas.

—No puedo entenderlo —se quejó Rimmon—. Siempre nos da cinco.

—No importa. —Belial fijó en Braugh una mirada severa.— ¡Tú! ¿Cuándo has nacido?

—Diciembre dieciocho, mil novecientos treinta.

—¿Hora?

—Doce y cuarto de la tarde.

—¡Cartas estelares! —ordenó Thammuz—. ¡Lo genetlíaco nunca falla!

Nubes de polvo hicieron toser a Braugh mientras exploraban a fondo los estantes que se hallaban tras ellos y extraían pesadas hojas de pergamino que desenrollaron como cortinillas. Esta vez tardaron quince minutos en obtener sus resultados, que volvieron a examinar cuidadosamente y volvieron a romper.

—Es curioso —dijo Rimmon.

—¿Por qué siempre resulta haber nacido bajo el signo de la Marsopa? —dijo Dagon.

—Quizá es una marsopa.

—Es mejor que lo llevemos al laboratorio para una revisión. El se irritará mucho si hacemos una chapuza.

Se apoyaron sobre el pupitre y le hicieron señas. Braugh resopló y obedeció. Rodeó el costado del pupitre y se encontró ante una puertecita enmarcada en libros. Los cuatro pequeños Administradores Centrales brincaron del escritorio y lo escoltaron. Tuvo que inclinarse para poder verlos; apenas si le llegaban a la cintura.

Braugh entró en el laboratorio infernal. Era una habitación circular con techo bajo, suelo y paredes de azulejos, alacenas y estantes repletos de cristalería polvorienta, artefactos de alquimia, libros, huesos y botellas, ninguna de ellas etiquetada. En el centro había una larga y chata piedra de molino. El agujero eje tenía un aspecto chamuscado, pero no había ninguna chimenea sobre él.

Belial hurgó en un rincón, moviendo paraguas y hierros de herrar, y extrajo un puñado de palillos secos.

—Fuegos de altar —dijo y tropezó. Los palillos volaron por los aires. Braugh comenzó a levantar los pedazos de madera con aire solemne.

—¡Sortilegio! —chilló Rimmon. Extrajo de un tirón un reluciente lagarto de una caja y comenzó a escribir en su lomo con un trozo de carbón, advirtiendo el orden en el cual Braugh levantaba los fuegos de altar.

—¿Hacia dónde es el este? —preguntó Rimmon, arrastrándose tras el lagarto, que parecía  entregado  a  su  propios  asuntos.  Thammuz  señaló  hacia  abajo.  Rimmon agradeció con la cabeza  y  comenzó  una  envolvente  computación  sobre  el  lomo  del lagarto. Gradualmente su mano se movió con más lentitud. Por ese entonces Braugh había  apilado  la  madera  sobre  el  altar.  Rimmon  sostenía  el  lagarto  por  la  cola, sorprendido de sus notaciones. Por último lo levantó y lo empujó bajo las maderas. Encendió el fuego de inmediato.

—Salamandra —dijo Rimmon—. ¿No está mal, eh? Dagon estaba inspirado.

—¡Piromancia! —corrió hacia las llamas, introdujo la nariz a una pulgada del fuego y cantó—. Aleph, beth, gimel, daleth, he, vau, zayin, cheth…

Belial se movió inquieto y musitó a Thammuz:

—La última vez que intentó eso cayó dormido.

—Es el hebreo —dijo Thammuz, como si pensara que eso era una explicación.

El canto se desvaneció y Dagon, los ojos arrobadoramente cerrados, se deslizó hacia las llamas crepidantes.

—Lo hizo de nuevo —dijo Belial entre dientes.

Arrastraron a Dagon fuera del fuego y le abofetearon el rostro hasta que sus bigotes dejaron de arder. Thammuz olfateó el hedor del pelo quemado, luego señaló el humo que flotaba sobre sus cabezas.

—Capnomancia —dijo—. No puede fallar. Por fin podremos descubrir qué es.

Los cuatro juntaron las manos e hicieron cabriolas alrededor del humo, soplándolo con labios fruncidos. Este desapareció en un momento. Thammuz parecía irritado.

—Falló.

—Sólo porque eso no se ligó. Contemplaron agriamente a Braugh.

—¡Tú tienes la culpa!

—No del todo —dijo Braugh—. No estoy ocultando nada. Por supuesto, no creo ni una pizca de lo que sucede aquí, pero eso no tiene importancia. Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿No tiene importancia? ¿Qué quieres decir con eso de que no crees?

—Vosotros no podéis hacerme creer que cuatro payasos tienen algo que ver con la verdad… y mucho menos con Su Majestad, el Padre Satán.

—¿Qué?, so asno, nosotros somos Satán.

Luego bajaron las voces y buscaron oídos invisibles.

—Era una forma de decir. Sin ofensa. Una reverencia al valor del apoderado. —Sus indignaciones revivieron.— Pero tenemos el poder para indagar sobre ti. Te seguiremos las pisadas. Desgarraremos el velo, romperemos el sello, quitaremos la máscara, conoceremos todo con la Sideromancia. ¡Traed el hierro!

Dagon hizo rodar una pequeña carretilla llena de trozos de hierro, todos burdas imágenes de peces.

—Esta adivinación nunca falla —dijo a Braugh—. Coge una carpa… cualquiera de ellas.

Braugh seleccionó un pez de hierro al azar y Dagon se lo arrebató con irritación, arrojándolo en un diminuto crisol. Colocó éste en el fuego y Thammuz manejó un fuelle de mano hasta que el hierro estuvo al rojo vivo.

—No puede fallar —bufaba—. La sideromancia nunca falla.

Los cuatro esperaron y esperaron; Braugh nunca supo qué. Por último suspiraron.

—Falló —dijo Braugh.

—Probemos la Molibdomancia —sugirió Belial.

Asintieron y arrojaron el hierro en un caldero de plomo sólido. Este siseó y echó humo como si hubiera sido echado en agua. Al momento el plomo se fundió. Belial dio un golpecito sobre el caldero y el líquido plateado reptó sobre el suelo. Braugh quitó su pie del  camino.  Belial  formuló  su  «A»:  «Mí-  mí-mí-mí-mí-mí-Mííííííííí»,  pero  antes  de  que pudiera comenzar su encantamiento hubo un chasquido similar al disparo de una pistola. Uno de los azulejos del suelo se había quebrado. El plomo líquido desapareció con un siseo y al instante siguiente una fuente de agua surgió a través del agujero.

—Otra vez reventaron los caños —dijo Belial.

—¡Pegomancia! —gritó Dagon ansiosamente. Se aproximó a la fuente con mirada reverente, se arrodilló ante ella y comenzó un salmodeo monótono:

-Alif, ba’, ta’, tha’, jim, ha’, kha’, dal…

En treinta segundos sus ojos se cerraron extáticamente y se desplomó en el agua.

—Es el arábigo —dijo Thammuz—. Sequémoslo o cogerá la muerte.

Thammuz y Belial sujetaron a Dagon por los brazo, y lo arrastraron al fuego de altar. Dieron vueltas a la brillante hoguera varias veces y cuando estaban a punto de detenerse fue cuando Dagon dijo con ahogo:

—Mantenedme en movimiento, Giromancia.

—No. Aún resta el griego. Hagamos círculos. ¡Alpha, beta, gamma, delta, huy!

—No, la siguiente es épsilon —dijo Thammuz, y luego—: ¡huy!

Braugh se dio vuelta para ver qué estaban contemplando y agregó un ¡huy! más.

Una joven acababa de entrar al laboratorio. Tenía cabellos cortos y pelirrojos, y un encantador lado derecho cubierto de plomo. Su cobrizo cabello estaba echado hacia atrás con un nudo griego. Exhibía una expresión de exasperación y furia, y nada más. Braugh musitó otro ¡huy!

—¡Con que sí! —acusó la joven—. Y otra vez. Cuántas veces más… —se interrumpió, corrió hasta una pared, cogió una prodigiosa retorta de cristal y la arrojó con fuerza. Mientras los pedazos aún tintineaban, dijo:

—¡Cuántas veces os he dicho que detengáis estas tonterías u os denunciaré!:

Belial trató de restañar sus cortes sangrantes e hizo el esbozo de una sonrisa inocente.

—¿No irás a contárselo a El, Astarté, no es cierto?

—No permitiré que sigan destrozando mi techo y arrojando cosas en mi despacho. Primero plomo fundido, luego agua; cuatro semanas de trabajo arruinadas. Mi escritorio Sheraton arruinado. —Retorció su torso y exhibió una cicatriz roja que le bajaba desde un hombro.— ¡Doce pulgadas de piel arruinadas!

—Te pagaremos los daños, Astarté.

—¿Y quién me pagará el dolor?

—Lo mejor es el ácido tánico —dijo Braugh con seriedad—. Hiérvase un té bien fuerte y hágase una cataplasma. Alivia el dolor.

La cabeza rubia giró y Astarté alanceó a Braugh con sus serenos ojos verdes.

—¿Quién es éste?

—No lo sabemos —tartamudeó Belial—. Llegó hasta mi pupitre y… Es por eso que nosotros… Debe haber una causa…

Braugh dio un paso adelante y tomó la mano de la joven.

—Soy humano. Vivo. Enviado aquí por uno de vuestros colegas; nombre desconocido. Me llamo Braugh. Christian Braugh.

La mano de ella era fresca y firme.

—Debe de haber sido… No importa. Mi nombre es Astarté. Yo también soy cristiana. Los de la Administración Central se taparon los oídos con las palmas de las manos para bloquear aquella mala palabra.

—¿Cristianos en el personal de Satán? —Braugh estaba sorprendido.

—Algunos lo somos. ¿Por qué no? Todos lo éramos antes de La Caída. No hubo respuesta a esto.

—¿Hay algún lugar donde podamos estar lejos de estos chapuceros?

—Siempre está mi despacho.

—Me gustan los despachos.

También le gustaba Astarté; mucho más que gustarle. Ella lo condujo a su despacho en el piso inferior, muy grande, muy impresionante, quitó un montón de papeles de trabajo de una silla y lo invitó a sentarse. Se repantigó ante la ruina de su escritorio y, después de una mirada malevolente al cielorraso, le pidió que contara su historia. Lo escuchó con atención.

—Inusual —dijo—. Buscas a Satán, el Señor del mundo inferior. Bien, este es el único infierno que hay, y El es el único Satán que existe. Estás en el lugar indicado.

Braugh estaba perplejo.

—¿Infierno? ¿El Infierno de Dante? ¿Fuego, azufre y demás? Ella sacudió la cabeza.

—Sólo otro poeta que usaba su imaginación. Los tormentos reales son freudianos. Puedes discutir el asunto con Alighieri cuando te encuentres con él. —Sonrió al ver la expresión solemne de Braugh.— Todo esto nos conduce a algo vital. ¿Seguro que no estás muerto? A veces se olvida.

Braugh asintió.

—Hummm… —Le hizo una inspección interesada.— Lo sobrellevas muy bien. Yo nunca tuve nada con los vivos. ¿Seguro que estás vivo?

—Muy seguro.

—¿Y cuáles son tus intereses con el Padre Satán?

—La verdad —dijo Braugh—. Quería saber la verdad sobre todo, y fui enviado aquí por una innominada Cosa. Pues el Padre Satán podría ser el proveedor oficial de la verdad más que… —Vaciló.

—Puedes decirlo, Christian.

—Más que Dios en el Cielo, no lo sé. Pero para mí la verdad es lo único digno de valor que puede apaciguar este maldito anhelo que me tortura. Así que me agradaría mucho tener una entrevista.

Astarté arañó el escritorio con sus uñas brillantes y sonrió.

—Esto se está poniendo delicioso —dijo. Se incorporó, abrió la puerta del despacho y señaló el corredor lleno de vapores sulfurosos—. Sigue derecho —dijo a Braugh—. Luego coge el primero a la izquierda. Mantente en él y no puedes perderte.

—¿Volveré a verla? —le preguntó cuando partía.

—Me volverás a ver —rió Astarté.

Todo esto es demasiado ridículo, pensaba Braugh mientras avanzaba a través de la niebla amarilla. Has pasado un velo en busca de la Ciudadela de la Verdad. Has sido agasajado por cuatro hechiceros absurdos y una divinidad pelirroja. Luego sales por un corredor lleno de niebla, giras a la izquierda y sigues adelante en busca de una entrevista con el Conocedor de Todas las Cosas.

¿Y qué de mis ansias por lo inalcanzable? ¿Qué verdades se pueden extraer de todo este  asunto?  ¿Es  que  no  hay  solemnidad,  ni  dignidad,  ni  autoridad  que  se  pueda respetar? ¿Por qué toda esta mala comedia, esta payasada saturniana que invade todo el Infierno?

Giró a la izquierda en la esquina y se mantuvo en línea recta. El breve corredor acababa en un par de puertas de bayeta verde. Casi tímidamente, Braugh las abrió empujándolas y ante su gran sorpresa se encontró simplemente sobre un puente de piedra… casi como el Puente de los Suspiros, pensó. Tras él se encontraba la enorme fachada del edificio que acababa de dejar; una pared de bloques de azufre se extendía a izquierda y derecha y hacia arriba y abajo hasta perderse de vista. Ante él había un pequeñísimo edificio con forma de globo.

Caminó con rapidez a través del puente, pues las brumas que lo rodeaban lo hacían peligroso. Sólo hizo una pausa para reunir coraje ante el segundo par de puertas de bayeta, luego trató de aparentar un aire confiado y las empujó. No se llega, se dijo, ante Satán con indiferencia, pero hay tal cantidad de locura en el infierno que ésta se me ha pegado.

Era una habitación gigantesca, una especie de archivador, y una vez más Braugh se sintió aliviado de posponer un poco la pasmosa entrevista. El despacho era redondo como un planetario y estaba completamente lleno con una máquina sumadora tan vasta y enorme que Braugh no podía creer en sus ojos. Había cinco niveles de andamiajes ante el teclado y un pequeño oficinista apergaminado, que usaba espejuelos del tamaño de binoculares, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando, apretando teclas con velocidad lumínica.

Una excusa más para retrasar la amenazante entrevista con el Padre Satán. Braugh contempló al resollante  oficinista  trotar  ante  esos  teclados,  presionándolos  con  tanta rapidez que éstos repiqueteaban como cien motores fuera de borda. Este hombrecito, pensó Braugh, ha sido colocado a computar eternamente pecados totales y muertes totales, y toda suerte de estadísticas totales. El mismo parecía un total.

—¡Hola, allí! —dijo Braugh en voz alta.

—¿Qué sucede? —dijo el oficinista sin detenerse. Su voz era más apergaminada que su piel.

—Esas cifras no pueden esperar un instante, ¿no?

—Lo siento. No pueden.

—¡Quiere usted detenerse un momento! —gritó Braugh—. Quiero ver a su jefe.

El oficinista llegó a un punto muerto y se dio vuelta, quitándose los espejuelos binoculares muy lentamente.

—Gracias —dijo Braugh—. Mire, buen hombre, me gustaría ver a Su Majestad Negra, el Padre Satán. Astarté dijo…

—Ese soy yo —dijo el viejo hombrecito. Las palabras dejaron sin aliento a Braugh.

Por un breve instante una sonrisa flotó y se desvaneció por el rostro apergaminado.

—Sí, ese soy yo, hijo. Soy Satán.

Y a pesar de toda su vivida imaginación, Braugh tuvo que creer. Se desplomó en el peldaño más bajo de la escalera que conducía al andamiaje. Satán rió entre dientes suavemente y tocó una tecla de la gigantesca máquina de sumar. Hubo un ruido de engranajes y luego se escuchó que un mecanismo quedaba libre. La máquina comenzó a cloquear con suavidad mientras las teclas se movían de modo automático.

Su Majestad Diabólica bajó penosamente las escaleras y se sentó junto a Braugh. Extrajo  un  raído  pañuelo  de  seda  y  comenzó  a  limpiar  sus  gafas.  Era  tan  sólo  un agradable hombrecito sentado  amigablemente  junto  a  un  extraño,  dispuesto  para  un chismorreo en el portal trasero. Por último dijo:

—¿Qué tienes en mente, hijo?

—B-bien, su Alteza… —comenzó Braugh.

—Puedes llamarme Padre, hijo mío.

—Pero ¿debería? Quiero decir… —Braugh se interrumpió con embarazo.

—Bien,  adivino  que  estás  un  poco  preocupado  por  estos  negocios  del  cielo  y  el infierno, ¿eh?

Braugh asintió.

Satán suspiró y sacudió la cabeza.

—No sé qué decirte con respecto a esto —dijo—. El hecho es, hijo, que todo es lo mismo. Naturalmente, en algunos lugares dejo correr la idea de que hay dos lugares. Es una forma de mantener a algunos tipos en la raya. Pero la verdad es que eso no es real. Soy  todo  lo  que  existe,  hijo:  Dios  o  Satán  o  Siva  o  el  Coordinador  Oficial  de  la Naturaleza… como quieras llamarme.

Con una efusión de buenos sentimientos hacia ese hombrecito amigable, Braugh dijo:

—Puedo decirle que es usted un anciano agradable. Me sentiré feliz de llamarlo Padre.

—Bien, es una amabilidad de tu parte, hijo. Me agrada que lo sientas así. Debes comprender, por supuesto, que no podemos dejar que nadie me considere de esa forma. El poder infunde respeto. Pero tú eres diferente. Especial.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Tener eficiencia. ¡Tsk! Tenerlos asustados ahora y entonces. Tener respeto, comprendes. No se puede hacer cosas sin respeto.

—Lo comprendo, señor.

—Tener eficiencia. No se puede recorrer la vida todo el día, todo el año, toda la eternidad sin eficiencia. No puede haber eficiencia sin respeto..

—Absolutamente, señor —dijo Braugh, mientras algo inciertamente espantoso crecía dentro de él. Era un viejito amable, pero también era un viejo gárrulo y divagante. Su Satánica Majestad era un ser obtuso, ni siquiera tan lúcido como Christian Braugh.

—Lo que siempre digo —continuó el viejo, frotándose reflexivamente la rodilla— del amor y la reverencia y todo eso… es que puedes tenerlos. Son bonitos, pero de cualquier manera prefiero la eficiencia… al menos para un ser en mi posición. Entonces veamos, hijo, ¿qué tenías en mente?

Mediocridad, pensó Braugh con amargura.

—La verdad —dijo—, Padre Satán. Vine a buscarla. Quiero saber por qué estamos, por qué vivimos, por qué ansiamos. Quiero saber todo eso.

—Bien, ahora… —el viejito lanzó una risita—. Eso es casi una orden, hijo. Sí, señor, en verdad casi una orden.

—¿Puede decírmelo, Padre Satán?

—Un poco, Christian, sólo un poco. ¿Qué es lo que más quieres saber?

—Qué hay dentro de nosotros que busca lo inalcanzable. Qué son esas fuerzas que empujan y remolcan y sobrecargan en nuestros interior. Qué es este ego mío que no me deja descansar, que no busca reposo, que busca lo nuevo. ¿Qué es todo eso?

—Eso —dijo el Padre Satán, señalando su máquina sumadora— es ese aparato de allí. Lo hace todo.

—¿Eso?

—Eso.

—¿Lo hace todo?

—Todo lo que hago, y lo hago todo, está allí. —El viejo lanzó otra risita, luego se quitó los binoculares.— Eres un muchacho inusual, Christian. La primera persona que tiene la decencia de hacer una visita al Padre Satán… vivo, quiero decir. Te devolveré el favor. Aquí.

Sorprendido, Braugh aceptó los espejuelos.

—Póntelos —dijo el viejo—. Ve por ti mismo.

Y entonces la maravilla se combinó, pues en cuanto Braugh se deslizó los lentes sobre la nariz se encontró observando con los ojos del universo a todo el universo. Y el dispositivo de sumar ya no fue una máquina de sumar totales con adiciones y sustracciones; era un vasto y complejo madero de titiritero, del cual descendía un infinito número de rielantes filamentos de plata.

Y con ojos que todo lo veían, a través de los espejuelos de Padre Satán, Braugh vio cómo cada filamento estaba sujeto a la nuca de un ser, y cómo cada entidad viviente bailaba la danza de vida que la eficiente máquina de Satán le dictaba. Braugh trepó hasta el primer nivel de andamiaje y se estiró hacia la primera fila de teclas. Apretó una al azar y sobre un pálido planeta alguien padeció hambre y asesinó. Una segunda, y el ser sintió remordimiento. Una tercera, y lo olvidó. Una cuarta y, en otro continente lejano, otro alguien despertó cinco minutos más temprano y comenzó una cadena de acontecimientos que culminaron con el descubrimiento y doloroso castigo del asesino.

Braugh retrocedió, alejándose de la sumadora e hizo subir los lentes hasta las cejas. La máquina continuaba cloqueando. Casi ausente, casi sin sorpresa, advirtió que el meticuloso cronómetro que llenaba la parte superior de la cúpula había avanzando sus agujas un espacio que indicaba tres meses.

—Es una horrible respuesta, una cruel respuesta, y el Señor Cosa en el refugio tenía razón. La verdad es infernal. Somos títeres. Un poco mejor que las cosas muertas que cuelgan de una cuerda, simulando vida. Aquí arriba un viejo, amable pero no muy inteligente, aprieta unas pocas teclas y allí abajo nosotros lo consideramos libre elección, destino, karma, evolución, naturaleza, mil falsas cosas. Es un descubrimiento triste. ¿Por qué la verdad debe ser de tan mala calidad?

Miró hacia abajo. El viejo Padre Satán estaba aún sentado sobre los escalones, pero su cabeza se balanceaba un poco a un costado, los ojos semicerrados, y murmuraba inaudiblemente  acerca  de  su  trabajo  y  el  descanso,  quejándose  de  que  no  tenía suficiente.

—Padre Satán…

—¿Sí, hijo mío? —El viejo se despabiló un poco.

—¿Es verdad? ¿Todos danzamos para su teclado?

—Todos vosotros, hijo mío. Todos vosotros. —Bostezó prodigiosamente.— Todos pensáis que sois libres, Christian, pero todos danzáis con mi música.

—Entonces, Padre Satán, concédame una cosa… Una cosa muy pequeña. Hay, en un pequeño rincón de su imperio celestial, un planeta muy pequeño, una mota diminuta que nosotros llamamos Tierra.

—¿Tierra? ¿Tierra? No puedo decirlo así de improviso, hijo, pero puedo mirar si…

—No, no se moleste, señor. Está allí. Lo sé porque yo vengo de allí. Concédame este favor: rompa las cuerdas que la atan. Deje a la Tierra libre.

—Eres un buen muchacho, Christian, pero un muchacho tonto. Deberías saber que no puedo hacerlo.

—En todo vuestro reino —suplicó Braugh— hay tantas almas que son imposibles de contar. Hay demasiados soles y planetas que mensurar. Seguramente es una de estas diminutas motas de polvo… Usted que posee tanto seguramente puede dejar tan poco.

—No, muchacho, no puedo hacerlo. Lo siento.

—Usted que sólo conoce la libertad… ¿La negaría sólo a unos pocos? Pero el Coordinador de Todo dormitaba.

Braugh volvió a colocarse los lentes. Dejémoslo dormir, mientras Braugh, Satán pro tem, se hace cargo. Oh, seremos recompensados por esta frustración. Tendremos un tiempo vertiginoso para escribir novelas de carne y hueso. Y quizá, si podemos encontrar la cuerda colocada en mi cuello y buscar la llave, quizá podamos hacer algo para librar a Christian Braugh. Sí, aquí hay un desafío inalcanzable que debe ser alcanzado y conducido a nuevos desafíos.

Miró por encima de su hombro con sentimiento de culpa, para ver hasta qué punto el Padre Satán estaba al tanto de su intromisión. Debe haber un castigo consecuente. Mientras sus ojos recorrían la endeble figura del Regidor de Todo, se sintió anonadado, transfigurado. Le temblaron las manos, luego los brazos, y por último todo su cuerpo se sacudió incontrolablemente. Por primera vez en su vida se echó a reír. Era una risa genuina, no esa risa simbólica que frecuentemente se había visto obligado a falsificar en el pasado. Los accesos de carcajadas recorrieron toda la habitación en forma de cúpula y reverberaron.

El Padre Satán despertó con un respingo y gritó:

—¡Christian! ¿Qué sucede, muchacho?

¿Posas de frustración? ¿Risas de pena? ¿Risas de infierno o limbo? No podía decir lo que sintió cuando vio la hebra de plata que brotaba de la nuca de Satán y lo convertía, también a él, en un títere… un zarcillo que subía cada vez más hacia perdidas alturas, hacia alguna otra vasta máquina operada por alguna otra vasta marioneta oculta en los aún desconocidos límites del cosmos…

El bendito y desconocido cosmos. V

En el comienzo todo era oscuridad. No había ni tierra ni mar ni cielo ni estrellas circundantes. No había nada. Luego llegó Yaldabaoth y dividió la luz de la oscuridad. Y El recogió la oscuridad y con ella formó la noche y los cielos. Y El recogió la luz y dio forma al sol y las estrellas. Luego, de la carne de Su carne y de la sangre de Su sangre Yaldabaoth formó la tierra y todas las cosas sobre ella.

Pero los hijos de Yaldabaoth eran jóvenes e inexpertos e ignorantes, y la raza no dio su fruto. Y como todos los hijos de Yaldabaoth disminuyeron en número, suplicaron a su Señor: «¡Concédenos una señal, Gran Dios, para que podamos saber cómo crecer y multiplicarnos! ¡Concédenos una señal, Oh Señor, de modo que Tu buena y poderosa raza no perezca sobre Tu tierra!»

Y ¡ya! Yaldabaoth se apartó a Sí mismo del rostro de Su infortunado pueblo y ellos sintieron pena en el corazón y tristeza, pensando que su Señor los había abandonado. Y sus senderos fueron senderos del mal hasta que un profeta cuyo nombre era Maart surgió entre ellos. Luego Maart juntó los niños de Yaldabaoth alrededor de él y les habló, diciéndoles; «Malos son estos caminos, Oh pueblo de Yaldabaoth, para desconfiar de Dios. Pues El ha colocado un signo de fe sobre vosotros.

Entonces ellos le respondieron, diciéndole: ¿Dónde está ese signo?

Y Maart fue a las altas montañas y con él fueron un gran número de gentes. Nueve días y nueve noches hasta la cumbre del Monte Sinar. Y una vez en la cima del Monte Sinar todos fueron golpeados por la sorpresa y cayeron sobre sus rodillas, gritando: «¡Dios es grande! ¡Grandes son sus obras!»

Pues ¡ya! Ante ellos ardía una cortina de fuego. LIBRO DE MAART; XII: 29-37

¿Atravesar el velo hacia qué realidad? No tiene sentido tratar de tomar una decisión. No puedo. Dios sabe que esa ha sido la agonía de mi vida… tomar decisiones. ¡Cómo podría hacerlo cuando —cuando la nada me toca— nunca pude sentir nada! Coger esto o aquello. Beber café o té. Comprar la toga negra o la plateada. Casarme con Lord Buckley o vivir con Freddy Witherton. Dejar que Finchley me haga el amor o, dejar de posar para él. No… no tiene sentido siquiera intentarlo.

¡Cómo ardía el velo en el umbral! Como un arco iris moiré. Allí fue Sidra. Cruzó a través de él como si pensara que no había nada allí. No parecía que doliera. Eso es bueno. Dios sabe que puedo soportar todo excepto el dolor. Sólo quedábamos Bob y yo… y él no parecía tener prisa. No, es Chris el destino oculto en el gabinete del órgano. Es mi turno ahora, supongo. Desearía que no lo fuera, pero no puedo permanecer aquí para siempre.

¿Dónde ir?

¿Hacia ninguna parte?

Sí, eso es. Ninguna parte.

En este mundo que dejo no había ningún lugar para mí; mi yo real. El mundo no quería nada de mí salvo mi belleza; nada de lo que estaba dentro mío. Quiero ser útil. Quiero ser aceptada. Quizá si fuera aceptada… si vivir tuviera algún sentido para mí, esta barra de hielo en mi corazón se derruiría. Si pudiera aprender a hacer cosas, sentir cosas, gozar cosas. Aún aprender a caer en el amor.

Sí, voy a ir a ninguna parte.

Dejad que la nueva realidad me necesite, me quiera, pueda usarme… Dejad que esa realidad hágala elección y me llame. Pues si debo elegir, sé que elegiré un lugar equivocado una vez más. Y si no se me necesita en ninguna parte, si voy a través de fuego para errar eternamente en el espacio oscuro… a pesar de todo estaré mejor fuera.

¿Qué otra cosa he hecho en toda mi vida?

¡Tomadme, vosotros que me queréis y necesitad!

Qué frío es el velo… como un rocío perfumado sobre la piel.

Y entonces mientras la multitud se arrodillaba y elevaba sus oraciones, Maart gritó con voz tonante: «Alzaos, hijos de Yaldabaoth, y contemplad!»

Entonces se alzaron y enmudecieron y temblaron. Pues a través de la cortina de fuego surgió una bestia que hizo estremecer los corazones de todos. Se alzaba hasta una altura de ocho codos y su piel era rosada y blanca. El pelaje de su cabeza era amarillo y su cuerpo era largo y curvado como un árbol enfermo. Y estaba toda cubierta con pliegues sueltos de blanca piel.

LIBRO DE MAART; XIII: 38-39

¡Dios de los Cielos!

¿Esta es la realidad que me llama? ¿Esta es la realidad que me necesita?

Ese sol… tan alto… con su diabólico ojo blanquiazul, como ese artista italiano… Cumbres de montaña. Parecen montones de fango y basura… Los valles de allí abajo… heridas supurantes. El olor del cuarto de enfermo. Todo podrido y arruinado.

Y estas abominables criaturas pupulando alrededor… como simios hechos de carbón. No animales. No humanos. Pensar en hombres hechos bestias no se ajusta demasiado… o bestias hechas hombres es aún peor. Tienen un aire familiar. El panorama parece familiar. En algún lado he visto todo esto antes. De algún modo he estado aquí antes. En sueños de muerte, quizá… quizá.

Esta es una realidad de muerte, y ¿me desean? ¿Me necesitan?

La multitud gritó de nuevo: «¡Gloria sea a Yaldabaoth!» y ante el sonido del nombre sagrado la bestia tornó hacia la cortina de fuego de donde había salido, y ¡contemplad! la cortina había desaparecido.

LIBRO DE MAART; XIII: 40

¿No hay retorno?

¿No hay forma de escapar?

¿De retornar a la salud?

Pero estaba tras de mí hace un momento, el velo. Sin escape. Escuchad los sonidos que emiten. Los gruñidos del cerdo. ¿Creerán que me están adorando? Esto no puede ser real. No hay realidad que pueda ser tan horrenda. Un truco sucio… como ese que le jugamos a Lady Sutton. Ahora estoy en el refugio. Bob Peel está interpretando un nuevo truco y nos ha dado algún nuevo tipo de droga. Secretamente. Estoy echada en el diván, soñando y gimiendo. Despertaré pronto.

O el fiel Dig me despertará… antes de que estos esperpentos vengan más cerca.

¡Debo despertar!

Con un fuerte alarido, la bestia del fuego corrió a través de las multitudes. A través de toda la multitud corrió y atronó cuesta abajo. Y los sonidos chillones de sus aullidos agregaban miedo al miedo provocado por el sonido golpeteante de sus caparazones de bronce.

Y mientras cruzaba bajo las bajas ramas de los árboles de la montaña, los hijos de Yaldabaoth gritaron nuevamente con alarma, pues la bestia dejaba caer su blanco pelaje de una manera horrible de contemplar. Y la piel permanecía colgando de los árboles. Y la bestia corría más ligero, una abominable advertencia rosa y blanca para todos los transgresores.

LIBRO DE MAART; XIII: 41-43

¡Rápido! ¡Rápido! Correr a través de ellos antes de que me toquen con sus sucias manos. Esto es una pesadilla, corriendo me despertaré. Si esto es real… pero no puede serlo. ¡Que algo tan cruel me suceda a mí! No. ¿Estarán los dioses celosos de mi belleza? No. Los dioses nunca están celosos. Son los hombres.

Mi vestimenta… Perdida.

No hay tiempo de volver por ella. Corre desnuda, entonces. Escúchalos aullar tras de mí… braman por mí. ¡Abajo! ¡Abajo! Rápido y abajo de la montaña. Esta tierra putrefacta. Succionante. Pegajosa.

¡Oh, Dios! Me siguen. No para adorarme.

¿Por qué no puedo despertar? Mi aliento… como cuchillos.

Cerca. Los escucho. ¡Cada vez más cerca!

¿POR QUE NO PUEDO DESPERTAR?

Y Maart exclamó en voz alta: «¡Atrapemos a esa bestia para ofrendarla a nuestro Señor Yaldabaoth!»

Entonces la multitud sintió aumentar su valor y ciñeron sus ijares. Con palos y piedras todos persiguieron a la bestia por las pendientes del Monte Sinar, muchos con el temor a flor de piel, pero todos entonando el nombre del Señor.

Y de pronto una hábil piedra arrojada hizo caer a la bestia sobre sus rodillas, aún aullando de forma horrible de oír. Luego los bravos guerreros la derribaron con fuertes palos hasta que por último sus gritos cesaron y la bestia quedó inmóvil. Y del fétido cuerpo surgió una roja agua venenosa que hizo descomponer a todo aquel que la contempló.

Pero cuando la bestia fue conducida al Gran Templo de Yaldabaoth y colocada en una jaula ante el altar, sus gritos una vez más resonaron, profanando las sagradas paredes. Y entonces el Gran Sacerdote se sintió turbado, y dijo: «¿Qué demoniaca ofrenda es ésta para colocarla ante Yaldabaoth, Señor de los Dioses?»

LIBRO DE MAART: XIII: 44-47

Dolor.

Quemaduras y escaldaduras. No puedo moverme.

Ningún sueño es tan largo… tan real. ¿Es esto entonces real? Real. ¿Y yo? Real también. Una extraña en una realidad de suciedad y tortura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Siento la cabeza hecha un lío. Confundida. Revuelta.

Esto es tortura, y en algún lado… en algún lugar… He oído de este mundo antes. Tortura. Tiene un sonido placentero. ¿Tormento? No, tortura es mejor. El sonido de un madrigal. El nombre de una nave. El título de un príncipe. Príncipe Tortura. ¿Príncipe Tormento? La Belleza y el Príncipe.

Tan confusa mi cabeza. Grandes luces y sonidos ciegos que van y vienen sin sentido. Una vez en que la belleza torturó a un hombre… Dicen. Se dice.

¿Cuál era su nombre?

¿Príncipe Tormento? No. Finchley. Sí. Digby Finchley.

Digby Finchley, decían —se decía— amaba a una diosa de hielo llamada Theone Dubedat.

La diosa de hielo rosado.

¿Dónde está ella ahora?

Y mientras la bestia lanzaba gemidos amenazantes sobre el altar, el Sanedrín de Sacerdotes formó concilio, y al concilio llegó Maart, diciendo: «Oh vosotros, sacerdotes de Yaldabaoth, elevad vuestras voces en alabanza a nuestro Señor, pues El estaba enojado y había alejado su rostro de nosotros. Y ¡ya! Un sacrificio nos ha sido concedido de modo que podamos agradecer a El y hacer nuestras paces con El.»

Luego habló el Gran Sacerdote, diciendo: «¿Por qué ahora, Maart? ¿Podemos decir que éste es un sacrificio para nuestro Señor?»

Y Maart habló: «Si. Porque ésta es la bestia de fuego y a través del fuego sagrado de Yaldabaoth retornará por donde vino.»

Y el Gran Sacerdote preguntó: «¿Es esta ofrenda parecida al signo del Señor?» Entonces Maart respondió: «Todas las cosas proceden de Yaldabaoth. Por lo tanto todas las cosas parecen su signo. Tal vez a través de esta ofrenda Yaldabaoth nos entregue un signo de que Su pueblo no se desvanecerá de la tierra. Dejemos que la bestia sea ofrecida.

Entonces el Sanedrín estuvo de acuerdo, pues los sacerdotes temían dolorosamente que no hubiera más hijos del Señor.

LIBRO DE MAART; XIII: 48-52

Ved cómo los ridículos monos danzan. Danzan alrededor y alrededor y alrededor. Y gruñen.

Casi como si hablaran. Casi como…

Debo detener el canto en mi cabeza. El rin tin tin. Como los días en los cuales Dig trabajaba duro y yo debía adoptar esas poses de espalda quebrada y sostenerla hora tras hora con sólo cinco minutos de descanso cada tanto y yo me sentía mareada y caía del estrado y Dig arrojaba su paleta y venía corriendo con sus grandes y solemnes ojos dispuestos a llorar.

Los hombres no deberían llorar, pero sé que era porque él me amaba y yo quería amarlo a él o a alguien, pero entonces no tenía necesidad. No necesitaba nada, salvo encontrarme a mí misma. Esa es la caza del tesoro. Y ahora me he encontrado. Esto soy yo. Ahora tengo una necesidad y un ansia y una profunda soledad interior por Dig y sus grandes y solemnes ojos. Verlo todo ojos y miedo en los tímidos conjuros y danzando alrededor de mí con una taza de té.

Danzando. Danzando. Danzando.

Y golpeando sus pechos y gruñendo y golpeando.

Y cuando vociferan con la saliva babeante brillando sobre sus colmillos amarillos. Y esos siete con jirones de tela podrida sobre el pecho, marchando casi con altivez, casi como humanos.

Observad cómo danzan los ridículos monos.

Danzan alrededor y alrededor y alrededor y alrededor y…

Y sucedió que cuando transcurrió la gran festividad de Yaldabaoth era de noche. Y fue en ese día que el Sanedrín abrió los portales del templo y las muchedumbres de hijos de Yaldabaoth entraron. Luego hicieron que los sacerdotes quitaran a la bestia de la jaula y la arrastraran hasta el altar. Cada uno de los cuatro sacerdotes sostenía de un miembro a la bestia y la colocaron sobre el altar de piedra, y la bestia emitía malévolos y blasfemos sonidos.

Luego exclamó el profeta Maart: «Hagamos jirones de este ser, de modo que la hediondez de su malévola muerte pueda elevarse y complacer el olfato de Yaldabaoth.»

Y  los  cuatro  sacerdotes,  fuertes  y  sagrados,  colocaron  rudas  manos  sobre  los miembros  de  la  bestia  de  modo  que  sus  sacudimientos  eran  sorprendentes  de contemplar, y la luz de la maldad de sus abominaciones ocultas llenó de terror a todos.

Y cuando Maart encendió el fuego del altar, un gran temblor sacudió el firmamento. LIBRO DE MAART; XIII: 55-59

¡Digby, ven a mí!

¡Digby, dondequiera que estés, ven a mí! Digby, te necesito.

Soy Theone. Theone.

Tu diosa de hielo.

Ya no más frígida, Digby.

Las ruedas giran más y más y más rápido.

Y mi cabeza cada vez más y más y más rápido… Digby, ven a mí.

Te necesito. Príncipe Tormento. Tortura.

Entonces las bóvedas del templo se abrieron en dos con un tronante rugido, y todos los allí reunidos fueron iguales en el miedo, y sus entrañas fueron como agua. Y todos contemplaron al divino Señor, Yaldabaoth, descender desde los oscuros cielos hacia el templo. Si, hasta el mismo altar.

Y por espacio de una eternidad el Señor Dios Yaldabaoth contempló fijamente a la bestia de fuego, y su sacrificada se retorcía y maldecía presa de los impolutos sacerdotes.

LIBRO DE MAART; XIII: 59-60

Es el horror final… la tortura final.

Este monstruo que baja flotando desde los cielos. Simio-Hombre-Bestia-Horror.

Es la broma final eso que baja del cielo, algo velludo, sedoso, peludo; algo luminoso y gozoso. Un monstruo en alas de luz. Un monstruo con piernas y brazos retorcidos y cuerpo repulsivo. La cabeza de un Hombre-Simio… retorcida y quebrada, aplastada y arruinada, con esos grandes, vidriosos y fijos ojos.

¿Ojos? ¿Dónde he visto…?

¡ESOS OJOS!

Esto no es locura. No. No es el rin tin tin. No. Conozco esos ojos… esos grandes y solemnes ojos. Los he visto antes. Hace muchos años. Hace minutos. ¿Enjaulados en un zoológico?

No. ¿Ojos de pez flotando en un tanque? No. Grandes y solemnes ojos llenos de amor desesperado y adoración.

No… Dejadme equivocar.

Esos grandes y solemnes ojos de él dispuestos a llorar. Llorar, pero los hombres no lloran.

No, no Digby. No puede ser. ¡Por favor!

Es allí donde he visto este lugar antes, donde he visto estos hombres-animales y este panorama infernal: en los dibujos de Digby. Esas monstruosas obras que dibujaba. Por gracia, decía, por diversión. ¡Diversión!

¿Pero por qué parecía gustarle esto? ¿Por qué es él tan abominable y horrible como los otros… como sus cuadros?

¿Es ésta tu realidad, Digby? ¿Tú me llamaste? ¿Tú me necesitabas, me querías?

¡Digby! Dig. Dig y Dig, rueda y rueda la rueda, que canta un…

¿Por qué no me escuchas? ¿Me oyes? ¿Por qué me miras de esa forma, como algo loco, cuando hace sólo un minuto estabas caminando de un lado a otro del refugio tratando de aclarar tu mente y fuiste el primero en pasar a través del velo ardiente y yo te admiré porque los hombres deberían ser siempre tan valientes no monstruosos hombres- simios…

Y con una voz que hacía añicos las montañas, el Señor Yaldabaoth habló a su pueblo, diciéndole: «¡Ahora alabad al Señor, hijos míos, pues alguien ha sido enviado a vosotros que será reina y consorte de Dios.»

Y con una sola voz, la muchedumbre exclamó: «Te alabamos oh Señor Yaldabaoth.»

Y Maart hizo penitencia ante el Señor y suplicó: «Una señal para Tus hijos del Señor

Dios, de modo que ellos puedan crecer y multiplicarse. »

Entonces el Señor Dios estiró su mano hasta la bestia y la tocó, quitándola del altar de fuego y de las manos de los impolutos sacerdotes, y ¡contemplad! El demonio gritó por última vez y huyó del cuerpo de la bestia, dejando en su lugar sólo una suave melodía. Y el Señor habló a Maart, diciendo: «Os daré una señal.»

LIBRO DE MAART; XIII: 60-63

I

Dejadme morir.

Dejadme morir para siempre.

No dejéis que vea o escuche o sienta el…

¿El?

¿Qué?

Los bonitos monos danzan alrededor y alrededor y alrededor de forma tan bonita tan hermosa tan buena todo tan. bonito y hermoso y bueno mientras los grandes y solemnes ojos contemplan mi alma y querido Dig y Dig me tocas con manos tan extrañamente cambiadas tan bonitamente hermosamente cambiadas por la trementina quizás o el ocre o verde bilis u ocre encendido o sepia o amarillo cromo que siempre, parecían decorar sus dedos cada vez que dejaba caer la paleta y venía hacia mí cuando yo…

El amor lo cambia todo. Sí. Qué bueno es ser amada por el querido Digby. Qué cálido y qué confortante es ser amada y ser necesitada y querida una entre todas las millones y encontrarlo tan extrañamente hermoso caminando solemnemente flotando descendiendo en una realidad como la del Castillo Sutton cuando el refugio no puedo ver nada y se que los cerros corren bajo de mí con bonitos monos riendo y dando cabriolas y adorando tan gracioso tan gracioso tan hermoso tan bueno tan bonito tan gracioso tan…

Entonces los hijos de Yaldabaoth cogieron el signo del Señor en sus corazones y ¡alas! Desde entonces crecieron y se multiplicaron ante el ejemplo de su Señor Dios y Su Consorte en lo alto.

Así finaliza el LIBRO DE MAART VI

Y en el momento en que entró en el velo ardiente, Robert Peel se detuvo asombrado. Todavía no había aclarado sus pensamientos. Para él, un hombre de objetividad y lógica, ésta era una experiencia sorprendente. Era la primera vez en su vida que no había tomado  una  decisión  fulmínea.  Era  la  prueba  de  cuan  profundamente  lo  había conmocionado la Cosa en el refugio.

Se quedó donde estaba, inmerso en la niebla de fuego que titilaba como ópalo y era mucho más espesa que cualquier velo. Lo rodeaba y aislaba, pues seguramente debió haber visto a los otros pasando a través, pero allí no había nadie. No era hermoso para Peel, pero era interesante. La dispersión de color era amplia, advirtió, y abarcaba cientos de finas gradaciones del espectro visible.

Peel hizo su composición. Con la poca información que tenía a mano, juzgó que estaba de pie en algún lado fuera del tiempo y el espacio o entre dimensiones. Evidentemente la Cosa en el refugio los había colocado en rapport con la matriz de existencia, de modo tal que cuando entraran en el velo pudieran gobernar la dirección que cogieran en una emergencia. El velo era más o menos un pivot sobre el cual podían girar hacia cualquier existencia deseada en cualquier espacio y cualquier tiempo; lo que conducía a Peel a la cuestión de su propia elección.

Cuidadosamente consideró, pesó y balanceó lo que él ya poseía con lo que podría recibir. Estaba muy satisfecho con su vida. Tenía mucho dinero, una profesión respetable como ingeniero consejero, una espléndida casa en Chelsea Square, una atractiva y estimulante esposa. Dejar todo en aras de las promesas no especificadas de un donante no identificado sería una idiotez. Peel había aprendido a no hacer nunca un cambio sin buenas y suficientes razones.

«No soy de naturaleza aventurera —pensó Peel con frialdad—. No es mi costumbre ser así. Lo novelesco no me atrae y desconfío de lo desconocido. Me gustaría mantener lo que tengo. El sentido adquisitivo es muy fuerte en mí, y no estoy avergonzado de ser un hombre posesivo. Ahora quiero conservar lo que tengo. Sin cambios. No puede haber otra decisión para mí. Dejemos que los otros tengan su aventura; mantendré mi mundo precisamente como es. Repito: sin cambios.»

La decisión le había llevado todo un minuto, un tiempo inusualmente largo para un ingeniero,  pero  esta  era  una  situación  inusual.  Dio  una  zancada  hacia  adelante,  un preciso, franco, preciso martinete, y emergió en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton.

A unos pocos pasos del corredor, una pequeña criada de cocina vestida de azul y gris se deslizaba directamente hacia él, una bandeja en las manos. Había una botella de cerveza y un enorme bocadillo en la bandeja.

Al oír los pasos de Peel, la mujer levantó los ojos, se detuvo con brusquedad y luego arrojó la bandeja por el suelo.

—¿Qué demonios…? —Peel se sintió confundido por la reacción de ella.

—¡S…señor Peel! —masculló. Luego comenzó a gritar—: ¡Ayuda! ¡Asesino! ¡Ayuda! Peel le pegó una bofetada.

—¿Quiere cerrar la boca y explicarme qué diablos hace aquí abajo a esta hora de la noche?

La joven gimió y farfulló. Antes de que él pudiera volver a abofetear a la joven histérica, sintió una pesada mano sobre el hombro. Se dio vuelta y se sintió más confundido cuando se encontró de frente con el rostro rojo y rollizo de un policía. Había una expresión anhelante en esa cara. Peel tragó saliva, luego se serenó. Se dio cuenta de que estaba en el vórtice de un fenómeno desconocido. No tenía sentido esforzarse hasta conocer los hechos.

—Bien, señorr —dijo el policía—. No vuelva a golpearr a la chica, señorr.

Peel no respondió. Necesitaba más hechos. Una sirvienta y un policía. ¿Qué estaban haciendo allí? El hombre había llegado desde atrás de él. ¿Habría llegado a través del velo? Pero allí no había velo ardiente; tan sólo la pesada puerta del refugio.

—Si he escuchado bien, señorr, la chica lo ha llamado por su nombrre. ¿Podría repetírrmelo?

—Soy Robert Peel. Un invitado de Lady Sutton. ¿Qué significa todo esto?

—Señorr Peel —exclamó el policía—. Esto sí que es una suerrte. Me ganarré un ascenso. Lo cojo bajo custodia, señorr Peel. Está usted bajo arresto.

—¿Arrestado? Usted está loco, hombre —Peel dio un paso atrás y miró sobre el hombro del policía. La puerta del refugio estaba medio abierta, lo suficiente para que realizara una inspección rápida. Toda la habitación estaba dada vuelta, como si estuviera sufriendo la limpieza de primavera. No había nadie dentro.

—Debo rogarrle que no se resista, señorr Peel. La joven lanzó un sollozo.

—Veamos —dijo Peel con enojo—. ¿Con qué derecho entra usted en una propiedad privada pavoneándose por realizar arrestos? ¿Quién es usted?

—Me llamo Jenkins, señorr. Policía del Condado de Sutton. Y no estoy pavoneándome, señorr.

—¿Entonces habla en serio?

El policía señaló majestuosamente corredor arriba.

—Adelante, señorr. Le ruego que lo haga con rapidez.

—¡Respóndame, idiota! ¿Es un arresto auténtico?

—Usted deberría saberrlo —respondió el policía con tono ominoso—. Venga conmigo, señor.

Peel se rindió y obedeció. Hacía mucho que había aprendido que cuando uno se enfrenta con una situación incomprensible, es tonto tomar una decisión sin esperar a tener la suficiente información. Precedió al policía por los corredores y las retorcidas escaleras, seguidos por la lloriqueante sirvienta de cocina. Todo lo que conocía eran dos cosas. Una: algo, en algún lado, había sucedido. Dos: la policía había intervenido. Todo era confuso, por decir algo, pero él mantendría la cabeza. Se preciaba de no haberla perdido nunca.

Cuando emergieron de los sótanos, Peel recibió otra sorpresa. La luz del sol brillaba afuera. Observó su reloj. Las, doce y cuarenta de la noche. Dejó caer su muñeca y parpadeó; la inesperada luz lo molestó un poco. El policía le tocó; el brazo y lo dirigió hacia la biblioteca. Peel fue de inmediato a las puertas corredizas y las abrió.

La  biblioteca  era  alta,  larga  y  sombría,  con  una  estrecha  galería  que  recorría  su contorno justo debajo del cielorraso gótico. Había una gran mesa de caballete centrada en la habitación y en su extremo opuesto había tres figuras sentadas, las siluetas delineadas por la luz del sol que penetraba por una ventana baja. Peel entró, echó un vistazo a un segundo policía de guardia junto a las puertas,  luego entrecerró los ojos y trató de distinguir los rostros.

Mientras observaba, un murmullo de exclamaciones y sorpresa lo recibió. Hizo este juicio: uno, la gente lo había estado buscando; dos, había estado desaparecido por algún tiempo; tres, nadie esperaba encontrarlo aquí, en el Castillo Sutton. Nota: ¿de dónde volvía él en realidad? Todo esto reconstituido por las voces de sorpresa. Luego sus ojos se acomodaron a la luz.

Uno de los tres era un hombre anguloso con una estrecha cabeza gris y facciones cubiertas de arrugas. Le pareció familiar. El segundo era pequeño y vigoroso, con lentes ridículamente frágiles montados sobre una nariz bulbosa. El tercero era una mujer, y otra vez Peel se sintió sorprendido al ver que era su esposa. Sidra usaba un vestido de tela escocesa y un sombrero de fieltro carmesí. El hombre anguloso tranquilizó a los otros y dijo:

—¿Señor Peel?

Peel avanzó con rapidez.

—Soy el inspector Ross.

—Creí reconocerlo, inspector. Nos hemos encontrado antes, ¿no es así?

—Así es —asintió Ross cortésmente, luego indicó al hombre vigoroso—: El doctor Richards.

—¿Cómo está usted, doctor? —Peel se volvió hacia su esposa y se inclinó, sonriendo.— ¿Sidra? ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Robert —dijo ella con tono seco.

—Temo estar un poco confundido por todo esto — continuó Peel afable—. Parece que sucede algo, o ha sucedido.

Suficiente. Había dicho lo suficiente. Precaución. No comprometerse en nada hasta saber.

—Así es; sucede —dijo Ross.

—Antes de continuar, ¿puedo pedirles la hora? Ross fue tomado por sorpresa.

—Las dos.

—Gracias. —Peel acercó su reloj al oído, luego ajustó las agujas.— Mi reloj parece estar funcionando, pero de cualquier manera ha perdido algunas horas.— Examinó sus expresiones furtivamente. Debería navegar con exquisito cuidado, dada la expresión de sus semblantes. Luego advirtió el calendario de escritorio que se encontraba ante Ross, y fue como un puñetazo en los riñones.— ¿Es esa fecha correcta, inspector?

—Por supuesto, señor Peel. Domingo veintitrés.

Su mente exclamó: ¡Tres días! ¡Imposible! Peel controló su shock. Tranquilo… tranquilo… de acuerdo. En algún lado había perdido tres días; pues había entrado en el velo ardiente el jueves, treinta y ocho minutos después de medianoche. Sí. Pero mantente frío. Hay algo más que tres días perdidos. Debe haberlo, de otro modo ¿para qué la policía? Esperar por más información.

—Lo hemos estado buscando estos últimos tres días, señor Peel —dijo Ross—. Desapareció súbitamente. Estamos bastante sorprendidos de encontrarlo de regreso en el castillo? — ¿Eh? ¿Por qué? —Sí, ¿por qué demonios? ¿Qué sucedió? ¿Por qué Sidra me contempla con esa furia vengativa? —Porque, señor Peel, se le acusa del homicidio intencional de Lady Sutton.

¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Lo estaban despellejando, uno tras otro, y aún Peel se mantenía controlado. La información era explícita ahora. Había vacilado en el velo al menos unos minutos, y esos minutos en el limbo eran tres días en el espacio tiempo. Lady Sutton debió haber sido encontrada muerta y él acusado del asesinato. Sabía que él era un rival para cualquiera, como hombre lógico y pensante… un hombre astuto… pero sabía que tendría que andarse con cuidado.

—No lo comprendo, inspector. ¿Puede usted explicarse mejor?

—Muy bien. La muerte de Lady Sutton fue informada en la mañana del viernes. El examen médico probó que ella murió por fallo cardíaco, como resultado de una impresión. La evidencia de los testigos reveló que usted la había asustado deliberadamente con completo conocimiento de su debilidad cardíaca, con intención de matarla. Eso es homicidio, señor Peel.

—Por cierto —dijo Peel fríamente—. Si usted puede probarlo. ¿Puedo preguntarle la identidad de sus testigos?

—Digby Finchley, Christian Braugh, Theone Dubedat y… —Ross se interrumpió, tosió y dejó el papel a un lado.

—Y Sidra Peel —finalizó Peel con sequedad. Otra vez se encontró con la venenosa mirada de su esposa. Por último había comprendido todo. Se habían puesto nerviosos y lo habían elegido como chivo expiatorio. Sidra se quería librar de él; su gozosa venganza. Antes de que Ross o Richards pudieran intervenir, apresó a Sidra por el brazo y la arrastró hasta una esquina de la biblioteca.

—No se alarme, Ross. Sólo quiero unas palabras a solas con mi esposa. No habrá violencia, se lo aseguro.

Sidra liberó su brazo de un tirón y contempló a Peel, sus labios contraídos, revelando el blanco filo de sus dientes.

—Tú arreglaste esto —dijo Peel rápidamente.

—No sé de qué hablas. —Fue idea tuya, Sidra. —Fue tu asesinato, Robert.

—Y tu testimonio.

—Nuestro. Somos cuatro contra uno.

—¿Todo cuidadosamente planeado, no?

—Braugh es un buen escritor.

—Y yo cargo con el asesinato por vuestros testimonios. Te quedarás con la casa, mi fortuna y te librarás de mí.

Ella sonrió como un gato.

—¿Y ésta es la realidad que pediste? ¿Esto es lo que planeaste mientras atravesabas el velo ardiente?

—¿Qué velo?

—Sabes a qué me refiero.

—Estás loco.

Ella estaba genuinamente perpleja. El pensó: por supuesto, yo quería mi viejo mundo tal cual era. Eso excluiría la misteriosa Cosa del refugio y el velo a través del cual pasamos. Pero no excluye el asesinato que sucedió antes, no que sucedió después.

—No, Sidra, no estoy loco —dijo—. Simplemente rehuso ser tu chivo expiatorio. No te dejaré salir con la tuya.

—¿No? —Ella se dio vuelta y llamó a Ross.— Quiere sobornar a los testigos. — Caminó hacia su silla.— Tengo que ofrecer a cada uno de ellos diez mil libras.

Así que era una batalla a muerte. Su mente trabajó con rapidez. La mejor defensa era un ataque y el momento era ése.

—Miente, inspector. Todos están mintiendo. Acuso a Braugh, Finchley y a la señorita Dubedat, y a mi esposa, del homicidio intencional de Lady Sutton.

—¡No le creáis! —gritó Sidra—. Está intentando encontrar una forma de acusarnos. El…

Peel la dejó gritar, agradecido de disponer de más tiempo para modelar sus mentiras. Debían ser convincentes. Sin flaquezas. La verdad era imposible. En este nuevo viejo mundo de él, la Cosa y el velo no existían.

—El asesinato de Lady Sutton fue planeado y ejecutado por estas cuatro personas — continuó Peel llanamente —. Fui el único miembro del grupo en objetar. Usted estará de acuerdo, inspector Ross, que es mucho- más lógico que cuatro personas cometan un crimen contra el deseo de uno, que uno contra el de cuatro. Y el testimonio de cuatro testigos que el de uno. ¿Está de acuerdo?

Ross asintió lentamente, fascinado por las detalladas razones de Peel. Sidra golpeó sobre su hombro y gritó:

—Está mintiendo, inspector. ¿No lo advierte? Si está diciendo la verdad, pregúntele por qué huyó. Pregúntele dónde estuvo estos tres días.

Ross trató de calmarla.

—Por favor, señora Peel. Todo lo que hago es recibir sus declaraciones. No creo ni descreo en nadie aún. ¿Desea decir algo más, señor Peel?

—Gracias. Sí. Nosotros seis habíamos realizado muchas bromas absurdas, algunas veces virtualmente peligrosas en el pasado, pero el asesinato por cualquier razón es algo más allá de cualquier criterio y tolerancia. El jueves a la noche los cuatro advirtieron que yo podría avisar a Lady Sutton. Es evidente que estaban preparados para esto. Mi vino fue drogado. Tengo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado por dos hombres y… eso es todo lo que sé del asesinato.

Ross asintió otra vez. El doctor se inclinó sobre él y le susurró algo.

—Sí, sí. Las pruebas vendrán más tarde. Por favor, continúe, señor Peel.

Hasta ahora vamos bien, pensó Peel. Ahora, un poco de color para alisar los bordes rugosos.

—Desperté en una completa oscuridad. No oía ruidos; nada salvo el tic-tac de mi reloj. Estas paredes de calabozo tienen entre diez y quince pies de grosor, de modo que me era imposible oír nada. Cuando me incorporé y tanteé alrededor, me pareció estar en una pequeña cavidad que medía… oh… dos trancos largos por tres.

—¿Eso serían unos dos metros por tres, señor Peel?

—Aproximadamente. Me di cuenta que debía estar en alguna celda secreta conocida por los hombres de la pandilla. Después de una hora de gritar y golpear las paredes, un golpe accidental debe haber dado en el resorte o palanca adecuados. Una sección de la gruesa pared se abrió y me encontré en el corredor donde…

—¡Está mintiendo, mintiendo, mintiendo! —gritó Sidra. Peel la ignoró.

—Esa es mi declaración, inspector.

Y la mantendré, pensó. El Castillo Sutton era conocido por sus pasajes secretos. Sus ropas estaban aún ajadas y desgarradas por el vestuario que él se había dado para representar al demonio. No había tests conocidos que mostraran si había estado drogado o no los tres días previos. Su barba y bigote eliminarían el problema de la afeitada. Sí, podía estar orgulloso de una excelente historia; improbable pero sostenida con fuerza por los cuatro-contra-la-lógica.

—Notamos que usted proclama su no culpabilidad, señor Peel —dijo Ross con lentitud—, y tomamos nota de su declaración y acusación. Le confieso que sus tres días de desaparición me parecían incriminatorios, pero ahora… —hizo una profunda inspiración— ahora, si podemos localizar esa celda donde usted estuvo confinado…

Peel estaba preparado para esto.

—Usted puede o no puede hacerlo, inspector. Soy ingeniero, ya lo sabe. La única manera que tenemos de localizar esa celda es dinamitar la piedra, que podría hacer desaparecer todas las huellas.

—Tendremos que recurrir a ese método, señor Peel.

—Quizá no sea necesario recurrir a ese método — dijo el pequeño y rechoncho doctor. Los otros lanzaron una exclamación. Peel echó una aguda mirada al hombrecillo. La

experiencia le había enseñado que los gordos eran siempre peligrosos. Cada nervio se puso en garde.

—Era un relato perfecto, señor Peel —dijo el gordezuelo doctor con placer. Muy entretenido. Pero realmente, mi querido señor, para ser usted un ingeniero ha cometido un mal traspié.

—¿Quiere usted decirme sobre qué basa eso?

—Vamos por partes. Cuando usted despertó en su celda secreta, dijo que se encontraba en completa oscuridad y silencio. Las paredes de piedra eran tan gruesas que todo lo que podía oír era el tic-tac de su reloj.

—Y así fue.

—Muy colorido —sonrió el doctor—, pero, bueno, una prueba de que usted está mintiendo. Se despertó tres días después. Seguramente se da cuenta que no hay reloj que funcione setenta horas sin necesitar cuerda.

¡Tenía razón, por Dios! advirtió Peel de inmediato. Había cometido un gran error… imperdonable para un ingeniero… y no había posibilidad de retroceder para hacer alteraciones y revisiones. Toda la mentira dependía de la trama completa. Desgarrar una sola hebra significaba destejer toda la trama. ¡El gordo doctor tenía razón, maldito sea! Peel estaba atrapado.

Una mirada a la triunfante expresión de Sidra fue suficiente para él. Decidió que tendría que cortar su derrota con rapidez. Se levantó de la silla, sonriendo con admitida derrota. Peel, el galante perdedor. Abruptamente se arrojó entre ellos como una tromba, cruzó los brazos ante su rostro, las manos sobre los oídos, y se zambulló a través de los paneles de cristal de la ventana.

Fragmentos de cristal y gritos tras él. Peel flexionó sus piernas mientras caía sobre la blanda tierra del jardín, y aterrizó con una fuerte sacudida. La soportó bien, y pronto estuvo sobre sus pies y corriendo hacia la parte trasera del castillo donde estaban los coches aparcados. Cinco segundos más tarde saltaba dentro del dos plazas de Sidra. Diez segundos más tarde salía a toda velocidad a través de los abiertos portales de hierro en dirección al camino que se encontraba más allá.

Aún en medio de esa crisis, Peel pensaba con rapidez y precisión. Dejó el edificio demasiado rápidamente para que nadie notara qué dirección tomaría. Mantuvo el coche andando hacia la ruta a Londres. Un hombre podía perderse en Londres. Pero él no era un hombre asustado. Mientras sus ojos seguían la ruta, su mente analizaba metódicamente los hechos, y sin acobardarse llegó a una dura decisión. Sabía que nunca podría probar su inocencia. ¿Cómo podría? Era tan culpable de homicidio como todos los demás. Ellos se habían puesto de acuerdo en su contra y ahora sería perseguido como el único asesino de Lady Sutton.

En medio de una guerra sería imposible salir del país. Sería igualmente imposible ocultarse demasiado tiempo. Sólo restaba entonces ser un fuera de la ley, ocultarse miserablemente por unos pocos meses hasta ser cogido y conducido ante un tribunal. Sería una sensación. Peel no tenía la intención de dar a su esposa la satisfacción de contemplarlo mientras lo arrastraban desde los titulares del proceso hasta la soga del verdugo.

Aún frío, aún en posesión de sí mismo, Peel planeaba mientras conducía. Lo más audaz sería ir directamente a su casa. Nunca pensarían en buscarlo allí… al menos por un tiempo; suficiente tiempo, por cierto, para hacer lo que tenía que hacerse.

—Vendetta —dijo—. Ojo por ojo.

Penetró en Londres  en  dirección  a  Chelsea  Square,  un  hombre  salvaje,  barbado, mucho más parecido ahora a Teach, el bucanero.

Se aproximó al parque desde atrás, buscando la presencia de policías. Sin embargo no había nadie y la casa parecía calma y poco sospechosa. Pero, mientras conducía el coche en el parque y contemplaba la fachada frontal de la casa, se vio amargamente sorprendido al ver que un ala entera había sido demolida por un raid de bombardeo. Era evidente que la catástrofe había tenido lugar algunos días previos, pues los, escombros estaban pulcramente apilados y se había levantado una cerda del lado destrozado del edificio.

Así es mucho mejor, pensó Peel. No tenía dudas de que la casa estaba vacía; ni siquiera con servidumbre. Aparcó el coche, saltó fuera y caminó velozmente hasta la puerta delantera. Ahora que había tomado una decisión era rápido y decidido.

No había nadie dentro. Peel fue a la biblioteca, cogió un lápiz, tinta y papel y se sentó en el escritorio. Cuidadosamente, con la perspicacia del abogado, escribió un nuevo testamento impidiendo a su esposa cualquier impugnación legal. Estaba fríamente seguro de que un hológrafo estaría presente en la corte. Fue a la puerta frontal, llamó a una pareja de obreros que pasaban y los hizo firmar como testigos del testamento. Les pagó con agradecimiento y los condujo afuera. Cerró y candó la puerta frontal.

Hizo una pausa tétrica y tomó aliento. Eso era todo con Sidra. Era el viejo instinto posesivo, lo sabía, que lo había llevado en esa dirección. Quería mantener su fortuna, aún después de la muerte. Quería mantener su honor y dignidad, a pesar de la muerte. Estaba seguro de lo primero; tendría que ejecutar lo segundo con rapidez. Ejecutar. Esa era la, palabra precisa.

Peel pensó un momento aún… había tantas posibles vías de extinción… luego inclinó la cabeza y marchó hacia la cocina. De un armario empotrado cogió un montón de sábanas y toallas y tapó las ventanas y puertas con ellas. Tal como había pensado, cogió un gran pedazo de cartón y con betún para los zapatos escribió sobre él: ¡PELIGRO! ¡GAS! Luego lo colocó fuera de la puerta de la cocina.

Cuando la habitación estuvo bien sellada, Peel fue hacia la cocina, abrió la puerta del horno e hizo girar la llave del gas. Este siseó al salir, fétido y casi frío. Peel se arrodilló e introdujo la cabeza en el horno, respirando con profundidad, siempre respirando. Sabía que no tardaría en perder la conciencia. Sabía que no sería doloroso.

Por primera vez en horas, algo de la tensión lo había abandonado y se relajó casi agradecido, esperando la muerte. A pesar de haber vivido una vida dura y geométricamente estructurada y viajado por rutas pragmáticas, ahora su mente buscaba en el pasado momentos más amables. No recordó nada; se disculpó por la nada; se sintió avergonzado de la nada… y a su pesar recordó los primeros días en que se encontró con Sidra con nostalgia y pena.

¿Qué desdichada juventud, humedecida con líquidos olores, el cortejarte con rosas en alguna placentera oquedad, Sidra…?

Casi sonrió. Eran líneas que había escrito para ella cuando, en los comienzos del romance, la había adorado como diosa de la juventud, la belleza y la bondad. Ella era todo lo que él no era, eso creyó; la perfecta compañera. Esos fueron grandes días; los días  en  que  él  finalizó  en  el  Manchester  College  y  fue  a  Londres  a  construir  una reputación, una fortuna, una vida completa… un muchacho de cabellos ralos con hábitos y mente precisos. Soñadoramente paseó a través de los recuerdos como si estuviera contemplando un film entretenido.

Repentinamente advirtió que había estado arrodillado junto al horno durante veinte minutos. Había algo que funcionaba muy mal. No había olvidado su química y sabía que veinte  minutos  de  gas  hubieran  sido  suficientes  para  hacerle  perder  la  conciencia. Perplejo, se puso de pie, frotándose las doloridas rodillas. No había tiempo para análisis ahora. Los perseguidores podrían estar cogiéndolo del cuello en cualquier momento.

¡Cuello! Ese era el camino obvio. Casi tan indoloro como el gas y mucho más rápido. Peel cerró el horno, cogió de la alacena una fuerte cuerda de tender la ropa y dejó la cocina, quitando a su paso los avisos de peligro. Al salir de la alacena sus ojos alertas escudriñaron la casa en busca del lugar apropiado. Sí, allí, en el pozo de la escalera. Podría arrojar la soga por sobre esa viga y colocarse en la galería sobre las escaleras para la caída. Luego, cuando saltara, tendría tres metros de espacio vacío sobre el rellano. Subió corriendo las escaleras hasta la galería, trepó sobre la baranda y arrojó la soga por encima de la viga. Cogió el cabo libre luego que éste se hubiera enroscado en la viga y tiró hacia sí. Hizo un nudo formando un lazo e hizo correr toda la soga a través de éste, hasta que quedó bien ajustada. Después de haber pegado un par de tirones para asegurarse de que se sostendría sujeta a la viga, colgó todo su peso sobre la soga y se balanceó hacia afuera de la galería. Sostenía su peso admirablemente; no había posibilidad de que se rompiera.

Cuando se hubo subido sobre la baranda, hizo un lazo de verdugo y lo deslizó sobre su cabeza, ajustando el nudo bajo su oreja derecha. Había suficiente cordel para darle una caída de unos dos metros. El pesaba unos setenta kilos. Era suficiente como para quebrarle el cuello en forma limpia e indolora en el extremo de la cuerda. Peel se mantuvo en equilibrio, tomó una última y profunda inspiración y brincó sin detenerse a rezar.

Su último pensamiento mientras caía fue una computación super rápida de cuánto tiempo le quedaba de vida. Tres metros por segundo al cuadrado dividido por seis le daba casi un quinto de un… Hubo un sacudón desgarrador que conmocionó todo su cuerpo, un crack que sonó amplio y profundo en sus oídos, y un agonizante dolor en cada nervio. Se contorsionó espasmódicamente.

Advirtió que estaba vivo. Colgaba del cuello con horror, comprendiendo que no estaba muerto y no sabiendo porqué. El horror hormigueaba sobre su piel como una invasión de hormigas y por un largo tiempo se estremeció, mientras la depresión invadía su mente, nublándola, quebrando su férreo control.

Por último buscó en su bolsillo y extrajo su cortaplumas. Lo abrió con dificultad, pues tenía el cuerpo paralizado e ingobernable. Tajeó hasta que logró cortar la cuerda sobre su cabeza y cayó sobre el descanso de la escalera. Mientras estaba aún encogido se tocó el cuello. Estaba quebrado. Pudo sentir el borde afilado de las vértebras rotas. Su cabeza estaba rígida y en un ángulo que le hacía ver todo patas arriba.

Peel subió arrastrándose por las escaleras, comprendiendo vagamente que algo demasiado  horrible  de  comprender  lo  había  sobrepasado.  No  tenía  sentido  una apreciación fría del asunto; no había información adicional que recibir, ni lógica que aplicar. Alcanzó la planta  superior  y  atravesó  tambaleante  el  dormitorio  de  Sidra  en dirección al baño, que ambos compartían algunas veces. Hurgó en la vitrina de medicamentos hasta que aferró una de sus navajas; seis pulgadas de fino acero cóncavo y afilado. Con un golpe tembloroso, hizo deslizar el filo a través de su garganta.

En forma instantánea se sintió inundado de gusto a sangre y su tráquea quedó obturada. Se dobló en agonía, tosiendo reflexivamente, y de su garganta brotó una espuma roja. Aún encorvado y resollante, con la respiración siseando horriblemente a través del tajo de la garganta, Peel golpeó con pesadez sobre el suelo enlosado y se sacudió en espasmos, mientras con cada latido del corazón la sangre salía a borbotones y lo empapaba. Y a pesar de todo, mientras yacía allí, tres veces muerto, no perdió la conciencia. La vida se aferraba a él con la misma posesividad con que él se había aferrado a la vida.

Por último se incorporó vacilante, no atreviéndose a mirar en el espejo el daño que se había  infligido.  La  sangre  —la  que  quedaba  dentro  de  él—  había  comenzado  a coagularse. Apenas podía hacer algunas respiraciones de tanto en tanto. Resollante, casi totalmente encorvado, Peel serpenteó hasta el dormitorio y buscó en el tocador de Sidra hasta que encontró el revólver de ella. Lo cogió con la poca fuerza que le quedaba, afirmando el orificio del cañón contra su pecho y se disparó tres veces en el corazón. Los impactos lo arrojaron contra la pared con un espantoso cráter desgarrado en el pecho y un corazón que ya no latía; y aún estaba vivo.

Es el cuerpo, pensó fragmentariamente. La vida depende del cuerpo. Mientras exista un cuerpo…. la simple concha… suficiente para contener la chispa… entonces la vida permanece. Me posee, esta vida. Pero tiene que haber una respuesta… soy todavía lo suficientemente ingeniero como para hallar una solución…

Absoluta desintegración. Fragmentar su cuerpo en partículas… miles, millones de pizcas… y allí ya no habría dónde contener esta vida persistente. Explosivos. Sí. Ninguno en la casa. Nada en esta casa, salvo el ingenio de un ingeniero. Sí. ¿Cómo, entonces, con qué? Estaba ya completamente loco, y la idea ingeniosa que se le ocurrió era también loca.

Se arrastró hasta su estudio y extrajo un mazo de naipes lavables de un armario. Por largos minutos los cortó en piezas diminutas con su cortapapeles de escritorio, hasta que tuvo un tazón lleno. Removió un morillo de la chimenea y lo arrancó penosamente. El fuste estaba hueco. Llenó el cañón de bronce con los pedazos de los naipes, apisonando con fuerza los jirones de nitrocelulosa. Luego que el caño estuvo sólidamente lleno, puso dentro las cabezas de tres cerillas y obstruyó el extremo abierto con la correa metálica que lo sujetaba a la chimenea.

Había una lámpara de alcohol sobre su escritorio, la utilizaba para mantener calientes los cacharros de café. Encendió la lámpara y colocó el caño del morillo directamente sobre la llama. Acercó arrastrando una silla del escritorio y se encorvó ante la bomba en calentamiento. La nitrocelulosa era un poderoso explosivo cuando se lo detona bajo presión. Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía, antes de que el bronce estallara con una violenta explosión y esparciera sus pedazos por la habitación; esparcirlo en la bendita muerte. Peel lloriqueaba de tormento e impaciencia. La espuma roja de su garganta brotaba de nuevo, mientras la sangre que empapaba sus ropas se secaba y endurecía.

La bomba se calentaba demasiado lentamente. Los minutos pasaban demasiado lentamente. La agonía aumentaba demasiado lentamente.

Peel temblaba y gemía, y cuando estiró una mano para acercar la bomba un poco más a la llama, sus dedos no pudieron sentir el calor. Podía ver cómo la carne se abrasaba, pero no sentía nada. Todo el dolor estaba dentro de él… nada fuera.

El dolor producía ruidos en su cabeza, pero por encima del retumbar pudo oír el sordo rumor de lejanos pasos en la planta inferior. Los pasos se acercaban, lentos, casi como la inexorable pisada del destino. La desesperación hizo presa de él al pensar en la policía y el triunfo de Sidra. Trató de persuadir al alcohol de la lámpara para que llameara con más vigor.

Los pasos atravesaron la sala principal y comenzaron a ascender la escalera. El deliberado golpe de los tacos sonaba cada vez más fuerte y cercano. Peel se encorvó más aún y en los huecos más opacos de su mente comenzó a rezar y a pedir que la Misma Muerte viniera por él. Los pasos alcanzaron la parte superior de las escaleras y avanzaban hacia su estudio. Hubo un débil susurro cuando la puerta se abrió de un empujón. Inmerso en la fiebre de la locura, Peel rehusó darse vuelta.

Una voz desagradable habló:

—Bien, Bob, ¿qué es todo esto? No pudo volverse o responder.

—¡Bob!—dijo la voz roncamente— ¡no seas tonto!

Vagamente comprendió que ya había oído esa voz en algún lado antes.

Los medidos pasos sonaron otra vez y entonces la figura estuvo de pie a su lado. Con ojos vacíos de sangre echó un vistazo a un costado. Era Lady Sutton. Aún usaba su túnica con lentejuelas.

—¡No lo creo! —Los pequeños ojos de ella parpadearon en sus cuencas.— ¡Qué has hecho, te has destrozado!

—Ogge… un… aminoo.  —Las  palabras  distorsionadas  se  quebraban  y  zumbaban cuando la mitad de su aliento se escapaba a través del tajo de su garganta.— Noo… seé… ata-padoo.

—¿Atrapado? —Lady Sutton se echó a reír.— Eso sí que es bueno, vaya si lo es.

—Tú… loo… fuiste —musitó Peel.

—¿Qué haces allí? —quiso saber Lady Sutton casualmente—. Oh, ya lo veo. Una bomba. ¿Vas a volar en pedacitos, eh, Bob?

Sus labios formaron una respuesta insonora.

—Ya —dijo Lady Sutton—, terminemos con toda esta tontería. —Intentó alejar de una patada la bomba del fuego. Peel hizo un esfuerzo y le atrapó un brazo con manos como pinzas. Ella era sólida, para ser un fantasma. Sin embargo, logró apartarla.

—Deja… que… sea —musitó.

Sus palabras parecían no tener sentido para él. La golpeó cuando intentó evitarlo e ir hacia la bomba. Ella era demasiado sólida y fuerte para él. Cayó hacia la lámpara de alcohol con sus brazos extendidos en busca de salvación.

—¡Bob! ¡Maldito idiota! —gritó Lady Sutton.

Hubo una explosión enceguecedora. Hizo impacto en el rostro de Peel con un destello de luz blanca y un estallido como de trueno. Todo el estudio se sacudió, y una porción de la pared se desplomó. Una pesada lluvia de libros cayó desde los conmocionados estantes. El humo y el polvo llenaban el espacio con una densa nube.

Cuando ésta se aclaró, Lady Sutton aún se encontraba de pie junto al lugar donde había estado el escritorio. Por primera vez en muchos años… en muchas eternidades, quizá, su rostro ostentaba una expresión de tristeza. Por un largo tiempo permaneció en silencio.  Por  último  se  encogió  de  hombros  y  comenzó  a  hablar  con  la  misma  voz tranquila con que había hablado a los cinco en el refugio.

—¿No te das cuenta, Bob, que no puedes matarte? La muerte mata sólo una vez, y tú ya estabas muerto. Todos ustedes han estado muertos desde hace días. ¿Cómo ninguno de ustedes lo advirtió? Quizá si el ego de Braugh hablara… quizá… pero todos vosotros estabais muertos antes de llegar al refugio el jueves por la noche. Debiste haberlo comprendido cuando llegaste a tu casa bombardeada, Bob. Fue el duro raid del último jueves.

Elevó las manos y comenzó a despegar la toga que la cubría. En medio del mortal silencio las lentejuelas susurraron y tintinearon. Relucieron cuando la túnica cayó del cuerpo revelando… nada. Espacio vacío.

—He gozado de este pequeño asesinato —dijo ella —. Me divirtió contemplar cómo los muertos intentaban asesinar. Es por eso que te he dejado seguir con el asunto.

Se quitó los zapatos y las medias. Ahora no había más que los brazos y hombros y la gruesa cabeza de Lady Sutton. El rostro aún exhibía una ligera expresión de pena.

—Pero fue ridículo tratar de asesinarme, siendo quien era.

Por supuesto, ninguno de vosotros lo sabía. La obra fue deliciosa, Bob, porque yo soy Astaroth.

Con un súbito movimiento, la cabeza y los brazos saltaron en el aire y cayeron junto al vestido hecho a un lado. La voz continuó surgiendo del espacio humeante, descarnado, pero cuando la nube polvorienta remolineó, reveló una figura de vacuidad, un simple contorno, una burbuja, y aún era una terrible forma a contemplar.

—Sí —continuó la voz—, soy Astaroth, tan viejo como las edades; tan viejo y aburrido como la misma eternidad. Es por eso que he jugado mi pequeña broma con vosotros. He hecho cambiar la suerte y me he reído un poco. Vosotros suplicabais por un poco de novedad y entretenimiento después de una eternidad infiernos dispuestos para los condenados, porque no hay infierno como el infierno del aburrimiento.

La tranquila voz se detuvo, y miles de fragmentos esparcidos de Robert Peel oyeron y comprendieron. Miles de partículas, cada una de ellas conteniendo una atormentada pizca de vida, escucharon la voz de Astaroth y comprendieron.

—De la vida no sé nada —dijo Astaroth gentilmente —, pero de la muerte sí que sé… de la muerte y la justicia. Sé que cada criatura viviente crea su propio y eterno infierno.

¿Qué eres ahora, qué te has hecho a ti mismo?; si alguno de vosotros puede discutir esto, si alguno de vosotros puede oponer reparos a la Justicia de Astaroth… ¡Que hable ahora!

La voz se extendió y provocó ecos en los más remotos rincones, pero no hubo respuesta.

Miles de torturadas partículas de Robert Peel la oyeron y no respondieron.

Theone Dubedat la oyó y no respondió, envuelta en el salvaje abrazo de su dios- amante.

Y un podrido y auto-devorante Digby Finchley la escuchó y no respondió.

El cuestionador y dubitativo Christian Braugh —en el limbo— la oyó y no respondió. Ni Sidra Peel ni la imagen-espejo de su pasión respondieron.

Todos los condenados de toda la eternidad en infinitos infiernos hechos por ellos mismos la oyeron y no respondieron.

Pues la justicia de Astaroth es incontestable.

Autor: estoespurocuento

No me gasto en buscarle el sentido a la vida porque creo que no lo hay, somos simples animales racionales y más que una responsabilidad es una carga moral creado por nuestros miedos y temores al mas allá, que para mi tampoco existe. De polvo somos, por un polvo hemos nacido y en polvo terminaremos. Digo que soy agnostico por pura pose para evitarme conflictos teóricos con los que me restrigan la existencia de dios en mis narices. Ateo me cabe mejor, reniego de dios, lo confieso. No cabe las medias tintas, uno es o no es.

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