Alfred Bester: El infierno es eterno. Cuento

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Eran seis y lo habían probado todo.

Habían comenzado con bebidas y bebido hasta que habían agotado el sentido del gusto. Vinos: Amontillado, Beaune, Kirshwasser, Bordeaux, Hock, Burgundy, Medoc y Chambertin; whisky: escocés, irlandés, usquebaugh y Schnapps; brandy, gin y ron. Bebieron separada y juntamente;  mezclaron los alcoholes acéticos  y  los  sabores  en estupendos   ponches,   en   miles   de   sinfonías   de   gusto;   experimentaron,   crearon, inventaron, destruyeron… y finalmente se aburrieron.

Siguieron con las drogas. Las suaves primero, las más potentes luego. Desecado y moreno opio parecido al regaliz, tostado y enrollado en bolitas para fumar en largas pipas de marfil; espeso ajenjo verde sorbido amargo y fuerte, sin azúcar o agua; heroína y cocaína en crujientes cristales de nieve; marihuana enrollada libremente en cigarrillos de papel marrón; hachís dentro de blanca leche cuajada o tabletas de aceite de marihuana, que mascaban y teñían sus labios de color canela oscuro… y otra vez se aburrieron.

La búsqueda de sensaciones se hizo frenética y con muchos de sus sentidos ya disipados. Alargaron sus fiestas y las transformaron en festivales de horror. Danzarines exóticos y esotéricos seres semihumanos se agolparon en el amplio y estrecho salón y lo llenaron  con  sus  increíbles  actuaciones.  Dolor,  miedo,  deseo,  amor  y  odio  fueron apartados y exhibidos hasta en sus mínimos y estremecedores detalles, tal como se hace con muchos especímenes de laboratorio.

El  empalagoso  olor  del  perfume  se  mezcló  con  el  agudo  sudor  de  los  cuerpos excitados; los gritos de angustia de los seres torturados simplemente interrumpían su rápida e incesante charla… y algunas veces esto, también, cansaba. Redujeron sus fiestas a los seis originales y volvieron cada semana a sentarse, aburridos y aún hambrientos por nuevas sensaciones. Ahora, lánguidamente y sin ningún entusiasmo, están  jugando  con  lo  oculto;  han  convertido  al  salón  de  fiestas  en  una  cámara  de nigromante.

De repente, uno hubiera pensado que era un refugio para bombardeos. El salón era amplio y cuadrado, las paredes tenían un recubrimiento insonoro que imitaba la fibra de la madera, el cielorraso era de vigas bajas. A la derecha había una puerta embutida, muy pesada y asegurada con una enorme cerradura de hierro forjado. No había ventanas, pero las hendeduras de los respiraderos habían sido moldeadas como las ranuras de un monasterio gótico. Lady Sutton las había cubierto con vitrales y colocado pequeñas lamparillas eléctricas tras ellos. Así arrojaban una lluvia de tenebrosos colores por el salón.

El suelo era de nogal antiguo, muy lustrado y brillante como el metal. Sobre él estaban esparcidas un buen número de deslumbrantes alfombras orientales. Un diván enorme, cubierto con batik indio, corría contra la pared a todo lo ancho del refugio. Sobre él había hileras de estantes con libros, y enfrente una larga mesa de caballete con los restos de un banquete. El resto del refugio estaba amueblado con amplias y seductoras sillas, de aspecto blando, acolchado e invitador.

Durante siglos este había sido el mas profundo de los calabozos del Castillo Sutton, a decenas de metros bajo la tierra. Ahora… secado, calentado, con respiraderos y amueblado, era el escenario de las sensacionales fiestas de Lady Sutton. Más aún… era el lugar de reunión oficial de la Sociedad de los Seis. Los Seis Decadentes, tal como se denominaban ellos mismos.

—Somos los últimos descendientes espirituales de Nerón… los últimos de aristócratas gloriosamente diabólicos — diría Lady Sutton—. Hemos nacido algunos siglos demasiado tarde, amigos. En un mundo que ya no es el nuestro no tenemos nada porqué vivir, excepto nosotros mismos. Somos una raza aparte… los seis.

Y cuando un imprecedente bombardeo sacudió a Inglaterra, tan catastróficamente que los temblores hasta llegaron al refugio Sutton, ella miraría hacia arriba y reiría.

—Dejémoslos luchar unos contra otros, esos cerdos. No es nuestra guerra. Nosotros tenemos nuestro propio camino, siempre, ¿en? Pensad, amigos, qué alegría emerger de nuestro refugio una brillante mañana y encontrar que todo Londres está muerto… todo el mundo muerto.

Y entonces reiría otra vez, con ese profundo y ronco bramido tan suyo.

Bramaba ahora, con su enorme y gordo cuerpo medio despatarrado sobre el diván como un sapo decorativo, riendo ante el programa que Digby Finchley le había alcanzado, había sido escrito por el mismo Finchley… un diseño exquisito de demonios y ángeles en grotesco y amoroso combate enmarcando las letras cabalísticas en las que se leía:

LOS SEIS PRESENTAN ASTAROTH ERA UNA DAMA de Christian Braugh

Reparto

(por orden de aparición)

Un Nigromante                                   Christian Braugh

Un Gato Negro                                   Merlín

(por cortesía de Lady Sutton)

Astaroth                                              Theone Dubedat Nebiros, un Demonio Asistente         Digby Finchley Vestuario                                            Digby Finchley Efectos sonoros                                 Robert Peel Música                                                Sidra Peel

 

—Una pequeña comedia es un cambio, ¿no? —dijo Finchley. Lady Sutton se sacudió con risa incontrolada.

—¡Astaroth era una dama! ¿Estás seguro de que lo has escrito tú, Chris?

No hubo respuesta de Braugh, sólo el zumbido de preparaciones en el extremo alejado del salón, donde se había erigido un pequeño escenario cubierto por un telón.

—¡Eh, Chris! ¡Eh, allí…! —bramó ella con su tono bajo y quebrado.

Se descorrió el telón y Christian Braugh proyectó su cabeza albina a través de él. Su rostro  estaba  cubierto  parcialmente  por  cejas  y  barba  pelirrojas,  y  tenía  profundas sombras oscuras alrededor de los ojos.

—¿Me llamaba, Lady Sutton? —dijo.

Ante la vista de su cara ella rodó sobre el diván como una montaña de gelatina. Sobre el cuerpo inerme, Finchley sonrió, a Braugh, sus labios apretados como mueca de gato. Braugh movió su blanca cabeza en una respuesta imperceptible.

—Dije si en verdad tú has escrito esto, Chris… ¿o has empleado de nuevo algún escritor a sueldo?

Braugh la miró con enojo, luego desapareció detrás del telón.

—Oh, no lo creo —gorgoteó Lady Sutton—. Es mejor que un galón de champagne. Y, hablando de eso… ¿quién está más cerca de los burbujeantes? ¿Bob? Ponme más. ¡Bob! ¡Bob Peel!

Un hombre desplomado en la silla que se hallaba junto al cubo de hielo permaneció inmóvil. Estaba echado sobre la nuca, los pies proyectados en forma de V ante él, su camisa ceñida bajo la barba. Finchley cruzó la habitación y lo miró.

—Está frito.

—¿Tan temprano? Bien, no importa. Pásame una copa, Dig, sé un buen chico.

Finchley llenó de champagne una copa de cristal prismático y la llevó a Lady Sutton. De un pequeño camafeo facetado en forma de botellita, ella agregó tres gotas de láudano, agitó la mezcla centelleante una vez y luego la bebió a sorbitos mientras leía el programa.

—Un nigromante… ése eres tú, ¿eh Dig? El asintió.

—¿Y qué es un nigromante?

—Una especie de mago, Lady Sutton.

—¿Un mago? Oh, qué bien… ¡eso está muy bien! —Se derramó champagne sobre su vasto pecho lleno de manchas y golpeteó fútilmente con el programa.

Finchley levantó una mano para retenerla y dijo:

—Debéis ser cuidadosa con ese programa, Lady Sutton.

Hice una sola impresión y luego destruí la plancha. Es único y sin duda será valioso.

—¿Un artículo de coleccionista, eh? ¿Es obra tuya, por supuesto, Dig?

—Sí.

—Sin demasiados cambios de la pornografía usual, ¿eh? —Explotó en otra tormenta de risas que degeneraron en un acceso de tos seca e irregular. Al mismo tiempo dejó caer la copa. Finchley enrojeció, luego retiró la copa y la devolvió al buffet, pasando cuidadosamente en puntillas sobre las piernas de Peel.— ¿Y quién es ese Astaroth? — volvió a la carga Lady Sutton.

Desde atrás del telón, se escuchó la voz de Theone Dubedat:

—¡Yo! ¡I! ¡Ich! ¡Moi! —su voz era ronca. Poseía una cualidad de humo gris.

—Querida, ya sé que eres tú, pero qué eres tú?

—Un demonio, eso creo.

—Astaroth —dijo Finchley— es una especie de archidemonio legendario… un demonio de alto rango, por decirlo así.

—¿Theone un demonio? No dudo de eso… —Exhausta de arrobamiento, Lady Sutton yacía inmóvil y pensativa sobre el diván modelado. Y por último levantó un enorme brazo y examinó su reloj. La carne colgaba de sus codos en pliegues elefantinos, y ante su gesto el brazo se sacudió y una pequeña lluvia de lentejuelas rotas brilló sobre la manga.

—Será mejor que tú sigas con esto, Dig. Yo tengo, que partir a medianoche.

—¿Partir?

—Ya me has oído.

El rostro de Finchley se contorsionó. Se inclinó sobre ella con emoción no suprimida, observándola con ojos tristes.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona?

—Nada.

—Entonces…

—Algunas cosas han cambiado, eso es todo.

—¿Qué ha cambiado?

El rostro de ella se volvió con dificultad mientras le devolvía su mirada. Sus rasgos hinchados parecían tallados en obsidiana.

—Es demasiado pronto para decírtelo… ya lo descubrirás bastante pronto. Ahora no quiero que me molestes más, Dig, amor.

Los rasgos de espantajo de Finchley mantuvieron algo de su control. Comenzó a hablar, pero antes de que pudiera musitar una palabra, Peel asomó la cabeza fuera del gabinete que se hallaba junto al escenario, donde se encontraba emplazado el órgano.

—¡Ro-bert! —llamó.

—Bob está otra vez frito, Sidra —dijo Finchley, con voz constreñida.

Ella emergió del gabinete, caminó con brusquedad a través de la habitación y se detuvo a contemplar el rostro de su marido. Sidra Peel era pequeña, delgada y morena. Su cuerpo era como un cable de alta tensión con demasiada corriente, casi coruscado, descolorido y herrumbrado por demasiada exposición a la pasión. Las profundas cuencas oscuras de sus ojos eran frígidos carbones con brillantes puntos blancos. Retorcía sus largos dedos mientras contemplaba a su marido; luego, de repente, su mano abofeteó el rostro inerte.

—¡Cerdo! —susurró.

Lady Sutton se echó a reír y toser al mismo tiempo. Sidra Peel le arrojó una mirada venenosa y se dirigió al diván, las afiladas puntas de sus tacones sonaban como pistoletazos sobre el suelo de nogal. Finchley hizo un rápido gesto de atención que la detuvo. Vaciló, luego retornó al gabinete y dijo:

—La música está lista.

—Y yo también —dijo Lady Suttort—. Con el show y todo eso, ¿eh? —Se desparramó sobre el diván como un tumor reptante, mientras Finchley sostenía su cabeza con almohadones color grana.— Es realmente hermoso que representes esta pequeña comedia para mí, Dig. Lo malo es que esta noche sólo estamos los seis de siempre. Debería haber una audiencia, ¿eh?

—Vos sois la única audiencia que deseo, Lady Sutton.

—¡Ah! ¿Así todo queda en familia?

—Es una forma de decir.

—Los Seis… la Feliz Familia del Odio.

—Eso no es así, Lady Sutton.

—No  seas  tonto,  Dig.  Todos  somos  odiosos.  Nos  glorifica.  Debo  saberlo.  Soy  la Contable del Disgusto. Algún día dejaré que todos vosotros veáis los registros. Pronto.

—¿Qué tipo de registros?

—¿Ya te sientes curioso, eh? Oh, nada espectacular. Sólo la forma en que Sidra ha estado tratando de asesinar a su marido… y Bob la ha estado torturando porque la tiene bien agarrada. Y tú, haciendo una fortuna con sucias ilustraciones… y devorando tu podrido corazón por esa frígida diablesa, Theone…

—Por favor, Lady Sutton.

—Y  Theone  —se  dedicó  a  ella  con  placer—  utilizando  su  gélido  cuerpo  como  el verdugo utiliza su escalpelo para torturar… y Chris… ¿Cuántos libros piensas que ha robado de esos pobres diablos de la calle Grub?

—No podría decirlo.

—Lo sé. Todos. Una fortuna con cerebros de otros. Oh, somos un bonito y repulsivo grupo, Dig, Es lo único de lo que debemos enorgullecemos… lo único que nos diferencia de los miles de millones de vulgares que han heredado nuestra tierra. Es por eso que tenemos que sostenernos como una feliz familia de odios mutuos.

—Yo lo llamaría mutua admiración —murmuró Finchley. Se inclinó cortesanamente y fue hacia el telón, pareciendo más espantajo que nunca con sus negras ropas de noche. Era extremadamente alto —unos milímetros por encima del uno ochenta— y extremadamente delgado. Los tubos de sus brazos y piernas parecían espigas retorcidas, y su chata faz caballuna parecía haber sido pintada sobre un cojín de carne.

Finchley cerró el telón tras él. Al momento de desaparecer hubo un murmullo de conversación y las luces disminuyeron. En la vasta y baja habitación no hubo sonidos, excepto el respirar catarral de Lady Sutton. Peel, aún echado pesadamente en su hondo sillón, estaba inmóvil e invisible, salvo por el desgarbado ángulo de sus piernas.

Desde una distancia infinita llegó una ligera vibración… casi un temblor. Al principio parecía que un siniestro remedo del infierno había explotado sobre Inglaterra, a decenas de metros sobre sus cabezas. Luego el temblor se aquietó y en etapas imperceptibles cobró fuerza, transformándose en los graves tonos del órgano. Sobre el trasfondo de los pulsantes diapasones, un extraño trémolo de cuartas, vacuo y estremecedor, comenzó a desgranarse del teclado en escalas cromáticas.

Lady Sutton cloqueó desmayadamente.

—Palabra —dijo— que es realmente horrendo, Sidra. Espantoso.

El tétrico trasfondo de la música la inundó. Llenó el refugio con gélidos zarcillos de sonido que eran algo más que tonos. El telón se abrió lentamente, revelando a Christian Braugh con vestiduras negras; su rostro era una horrenda y distorsionada masa de rojo y azul-cárdeno que contrastaba notablemente con el cabello de un blanco albino. Braugh estaba de pie en el centro de un escenario rodeado de mesas con patas en forma de araña, cubiertas con aparatos nigrománticos. Prominente era Merlín, el gato negro de Lady Sutton, majestuosamente posado sobre un volumen encuadernado en hierro.

Braugh cogió una tiza negra de una mesa y dibujó en el suelo un círculo de tres metros y medio que se extendía a su alrededor. Inscribió la circunferencia con caracteres y pentáculos cabalísticos. Luego cogió una hostia y la exhibió con un rápido movimiento de su muñeca.

—Esta es —declaró con tono sepulcral— una hostia consagrada robada de una iglesia a medianoche.

Lady Sutton aplaudió satíricamente, pero se detuvo casi de inmediato. La música parecía perturbarla. Se movió con torpeza en el diván y observó alrededor de ella con mirada insegura.

Mascullando imprecaciones blasfemas, Braugh levantó una daga y la hundió en la hostia.  Luego  dispuso  un  plato  de  cobre  batido  sobre  una  llama  azul  de  alcohol  y comenzó a remover allí polvos y cristales de colores brillantes. Levantó una redoma llena con un líquido púrpura y vertió el contenido en un cuenco de porcelana. Hubo una ligera detonación y una espesa nube de vapor se elevó hasta el cielorraso.

El órgano se hizo presente. Braugh musitaba encantamientos en voz baja y realizaba curiosos y sugestivos ademanes. El refugio nadaba envuelto en aromas y bruma, nieblas violetas y vapores espesos. Lady Sutton echó un vistazo hacia la silla que se hallaba frente a ella.

—Espléndido, Bob —exclamó—. Maravillosos efectos… verdaderamente. —Trató de que su voz sonara jovial, pero todo lo que pudo emitir fue un cloqueo enfermizo. Peel permaneció inmóvil.

Con un ademán salvaje, Braugh arrancó tres pelos negros de la cola del gato. Merlín profirió un aullido de ira y saltó, al mismo tiempo, desde el libro hasta la parte superior de un gabinete entarimado que se hallaba en la parte trasera. Sus gigantescos ojos amarillos destellaban ominosamente a través de la niebla y los vapores. Los pelos fueron a parar al plato de cobre y un nuevo aroma llenó la habitación. En rápida sucesión, le siguieron las uñas de un buho, polvo de víboras y una raíz de mandrágora de extraña forma humana.

—¡Ahora! —gritó Braugh.

Colocó la hostia, traspasada por la daga, en el cuenco de porcelana que contenía el fluido púrpura, y luego vertió toda la mezcla en el plato de cobre batido.

Hubo una violenta explosión.

Una columna de humo blanco llenó el escenario y se esparció por el refugio. Se fue disipando con lentitud, revelando débilmente la alta figura de un demonio desnudo; el cuerpo exquisitamente formado, la cabeza convertida en una máscara aterradora. Braugh había desaparecido.

A través de la bruma que flotaba, el demonio habló con el ronco acento de Theone Dubedat.

—Saludos, Lady Sutton.

Avanzó fuera del vapor. Bajo la pulsante luz que surgía del escenario, su cuerpo relucía con un. destello nacarino propio. Las uñas de los dedos de pies y manos eran largas y gráciles. El color flagelaba su torso redondeado. Y a pesar de todo ese cuerpo era frío y sin vida… tan irreal como la grotesca máscara de papier-máché que le cubría la cabeza.

—Saludos… —repitió Theone.

—¡Hola, mi vieja! —interrumpió Lady Sutton—. ¿Cómo andan las cosas por el infierno? Hubo una risita en el  gabinete  donde  Sidra Peel  tocaba  con  suavidad  el  órgano.

Theone posaba como una estatua y levantaba un poco su cabeza al hablar.

—Os traigo…

—¡Querida!  —chilló Lady  Sutton—,  ¿por  qué  no  me  dijeron  que  harían  algo  así?

¡Hubiera vendido entradas!

Theone alzó un brazo reluciente en forma imperativas Comenzó otra vez:

—Os traigo las gracias de los cinco que… —y entonces se detuvo abruptamente.

En el espacio de cinco latidos hubo una pausa de asombro, mientras el órgano murmuraba y las últimas brumas de humo negro se disipaban, formando hongos contra el cielorraso. En medio del silencio se oyó cómo el rápido y agitado respirar de Theone crecía histéricamente… luego llegó un espantoso y taladrante grito.

Los otros se arrojaron fuera del escenario, lanzando exclamaciones de sorpresa… Braugh, las ropas de nigromante arrojadas sobre el brazo, su maquillaje quitado; Finchley, como unas tijeras animadas con hábito y capucha negros, el guión en la mano. El órgano tartamudeó, luego se detuvo con estrépito y Sidra Peel salió disparada del gabinete.

Theone trató de volver a gritar, pero su voz se estranguló y quebró. En medio del consternado silencio se escucharon los gritos de Lady Sutton:

—¿Qué sucede? ¿Algo funciona mal?

Theone musitó un gemido y apuntó al centro del escenario.

—Mire… allí —Las palabras brotaron de su garganta como el chirrido de uñas sobre una pizarra. Retrocedió asustada contra la mesa, derribando un aparato. Este se estrelló y los fragmentos tintinearon en el suelo.

—¿Qué sucede? Por el amor de…

—Funcionó —gemía Theone—. ¡El ritual… funcionó!

Todos miraron a través de la penumbra, luego comenzó. Una enorme Cosa en forma de espada surgía lentamente del centro del círculo del nigromante… una forma vaga y amorfa  que  crecía  hacia  lo  alto,  emitiendo  un  apagado  sonido  siseante  parecido  al murmullo de un caldero.

—¿Qué es eso? —gritó con fuerza Lady Sutton.

La Cosa se proyectó hacia adelante como una extrusión malsana. Al llegar al borde del círculo negro se detuvo. El sonido hirviente había crecido en forma ominosa.:

—¿Es uno de nosotros? —gritó Lady Sutton—. ¿Es una broma estúpida? Finchley… Braugh… Ellos le lanzaron ciegas miradas de terror.

—Sidra… Robert… Theone… No, están todos aquí. Entonces, ¿quién es ése? ¿Cómo entró aquí?

—Es imposible —susurró Braugh, retrocediendo. Sus piernas chocaron contra el borde del diván y se desplomó desgarbadamente.

Lady Sutton lo golpeó con manos inertes y le gritó:

—¡Haz algo! ¡Haz algo…!

Finchley trató de controlar su voz.

—Es… estamos a salvo mientras el círculo no se rompa.; No puede salir…

Sobre el escenario, Theone lloriqueaba, haciendo gestos i de alejar con las manos. Súbitamente, se desplomó. Uno de sus brazos proyectados borró un segmento del círculo de tiza negra. La Cosa se movió con rapidez, saliendo a través de la rotura del círculo y descendiendo de la plataforma como un fluido negro. Finchley y Sidra Peel retrocedieron tambaleantes, lanzando chillidos aterrorizados. Hubo un creciente espesamiento que invadió la atmósfera del refugio. Pequeños chorros de vapor danzaban alrededor de la cabeza de la Cosa mientras se movía lentamente hacia el diván.

—¡Todos estáis bromeando! —gritó Lady Sutton—. No es real. ¡No puede serlo! —Se levantó del diván y se balanceó sobre sus pies. Su rostro empalideció al volver a contar a sus invitados. Uno… dos», y cuatro hacían seis… y la figura hacían siete. Pero debería haber sólo seis…

Retrocedió y comenzó a correr. La Cosa la estaba siguiendo cuando ella alcanzó la puerta. Lady Sutton tiró de la manilla, pero la cerradura estaba candada. Con rapidez, a pesar de su figura opulenta, corrió alrededor del refugio, golpeando las maderas. Mientras la Cosa se expandía y llenaba la habitación con su sibilante siseo, ella agarró su bolso y lo rompió, escudriñando en busca de la llave. Las manos temblorosas desparramaron el contenido del bolso por la habitación.

Un profundo bramido surgió de la oscuridad. Lady Sutton se sacudió y miró a su alrededor con desesperación, haciendo pequeños ruidos animales. Como si la Cosa intentara engullirla en sus infinitas profundidades negras, un grito brotó de su cuerpo y cayó pesadamente al suelo.

Silencio.

El humo derivaba en nubes sombrías.

El reloj chino marcó una secuencia de delicados períodos.

—Bien —dijo Finchley con tono de conversación—. Eso es todo.

Se dirigió a la figura inerte que se hallaba en el suelo. Se arrodilló por un momento, probando y revisando, sus facciones vacilantes plenas de salvaje apetito. Luego miró hacia arriba y sonrió con una mueca.

—Está muerta, eso es. Justo como lo presumimos. Fallo cardíaco. Estaba demasiado gorda.

Permaneció sobre las rodillas, absorbiendo el momento de muerte. Los otros se apiñaron alrededor del cuerpo con forma de sapo, respirando con distensión. El momento difícil había acabado; luego la lasitud del aburrimiento infinito volvería a extenderse sobre sus facciones.

La Cosa Negra agitó sus brazos unas pocas veces mas. La ropa se abrió por último, revelando una complicada estructura y la sudorosa y barbada cara de Robert Peel. Dejó caer la ropa a su alrededor, salió de ella y se aproximó a la figura que se hallaba en la silla.

—La condenada idea era perfecta —dijo. Sus brillantes ojitos destellaron por un momento. Parecía una sádica miniatura de Eduardo VII—. Nunca lo hubiera creído si un séptimo desconocido no entra en escena. —Contempló a su esposa.— La bofetada fue un toque de genio, Sidra. De un realismo maravilloso…

—Eso me proponía.

—Lo sé, mi bienamada, pero gracias por nada.

Theone Dubedat se había levantado e ido en busca de una bata blanca. Bajó los escalones  y  caminó  sobre  el  cuerpo,  quitándose  la  espantosa  máscara  demoníaca. Reveló su hermoso rostro cincelado, frígido y encantador. Su rubio cabello relucía en la oscuridad.

—Tu actuación fue soberbia, Theone —dijo Braugh. Sacudió su cabeza albina con aprobación.

Por un momento ella no respondió. Se quedó allí, contemplando el informe montón de carne, una expresión de desesperanza extendiéndose por su rostro; pero no fue nada más que la mirada de impersonal curiosidad de un espectador echando un vistazo a través de la ventana de una cocina. Menos.

Por último, Theone suspiró.

—No fue merecedor de elogio, después de todo.

—¿Qué? —Braugh buscaba un cigarrillo.

—El número… toda la actuación. Ya estamos de vuelta en lo mismo, Chris.

Braugh raspó un fósforo.  La  llama  anaranjada  surgió,  aleteando  sobre  los  rostros disgustados. Encendió su cigarrillo, luego elevó la llama y los contempló. La iluminación distorsionaba sus facciones convirtiéndolos en caricaturas, enfatizando sus cansancios, su infinito aburrimiento.

—Yo… yo… —dijo Braugh.

—No sirve, Chris. Todo este asesinato fue un fracaso… tan excitante como un vaso de agua.

Finchley se encogió de hombros y caminó de un lado a otro como si estuviera sobre zancos.

—Sufrí una sacudida cuando pensé que sospechaba. No duró mucho, creo.

—Deberías estar agradecido por un hecho así.

—Lo estoy.

Peel hizo chasquear su lengua con exasperación, luego se arrodilló como un barbado Humpty-Dumpty, la calva brillante, y hurgó en el contenido desparramado del bolso de Lady Sutton. Dobló los billetes de banco y los puso en su bolsillo. Cogió la gorda mano muerta y la levantó hacia Theone.

—Tú siempre admiraste su zafiro, Theone. ¿Lo quieres?

—No podrás sacarlo, Bob.

—Creo que podré —dijo, tirando con fuerza.

—Oh, al infierno con el zafiro.

—No… está saliendo.

El anillo se deslizó, luego se encajó en los pliegues de carne del nudillo. Peel tomó aire y tironeó, retorciendo el dedo. Hubo un sonido succionante como de algo cediendo, y todo el dedo se desprendió de la mano. Un débil olor a putrefacción alcanzó las fosas nasales, mientras todos observaban con vaga curiosidad.

Peel se encogió de hombros y dejó caer el dedo. Se levantó, frotando sus manos suavemente.

—Se pudre rápido —dijo—. Es curioso… Braugh frunció su nariz y dijo:

—Estaba demasiado gorda.

Theone se dio vuelta con frenética desesperación, las manos aferradas a sus hombros.

—¿Qué haremos? —gritó—. ¿Qué? ¿Queda alguna sensación nueva sobre la tierra que no hayamos probado?

Con un seco zumbido, el reloj chino comenzó a repicar sus campanas. Medianoche.

—Podríamos volver a las drogas —dijo Finchley.

—Son tan inútiles como este miserable asesinato.

—Pero hay otras sensaciones. Nuevas.

—¡Nómbrame una! —dijo Theone con exasperación—. Sólo una.

—Podría nombrar varias… si se sentaran y me permitieran… De repente, Theone interrumpió.

—Eres tú el que habla así, ¿no, Dig?

—N… no —respondió Finchley con voz peculiar—. Pensé que era Chris.

—Yo no era —dijo Braugh.

—¿Tú Bob?

—No.

—En… entonces… La vocecita dijo:

—Si las damas y caballeros fueran lo suficientemente amables…

Provenía del escenario. Había algo allí… algo que hablaba con esa tranquila y suave voz; pues Merlín se movía adelante y atrás, arqueando su negro lomo contra una pierna invisible.

—… para sentarse —continuó la voz, con persuasión.

Braugh era el más valiente. Se movió hacia el escenario con lentos y tranquilos pasos, el cigarrillo firmemente aferrado a sus labios. Se apoyó contra el proscenio y espió. Por un momento sus ojos examinaron el escenario; luego dejó que una espuma de humo brotara de sus fosas nasales y declaró:

—No hay nadie aquí.

Y en ese momento el humo azul remolineó bajo las luces y envolvió una figura de vacío. No fue más que un vislumbre de un contorno… de un negativo, pero suficiente para que Braugh lanzara un grito y brincara hacia atrás. Los otros empalidecieron, sentándose temblorosos.

—Lo siento —dijo la tranquila voz—. No volverá a suceder. Peel se recompuso y dijo:

—Simplemente por el amor a…

—¿Sí?

Trató de controlar los espasmos de sus facciones.

—Simplemente por el amor a la curiosidad cien… científica, el…

—Cálmate, amigo mío.

—El ritual… ¿Funcionó?

—Por supuesto que no. Amigos míos, no hay necesidad de invocarnos con una ceremonia tan fantástica. Si realmente nos queréis, venimos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Oh… sabía que habíais estado pensando en mí por un tiempo. Anoche me queríais… realmente me queríais, y vine.

El último vestigio de humo del cigarrillo tuvo una convulsión cuando esa terrible figura de vacío pareció detenerse y sentarse informalmente al borde del escenario. El gato vaciló y luego comenzó a frotar su cabeza, con pequeños maullidos de placer, bajo una mano que lo acariciaba.

Aún tratando desesperadamente de controlarse, Peel dijo:

—Pero todas esas ceremonias y rituales son sin duda…

—Meramente simbólicos, señor Peel. —Peel se sobresaltó ante el sonido de su nombre.— Usted ha leído, sin duda, que aparecemos sólo si cierto ritual es realizado, y si es realizado al pie de la letra. No es verdad, por supuesto. Aparecemos si la invitación es sincera —y sólo entonces—, con o sin ceremonia.

Pálida y al borde de la histeria, Sidra susurró:

—Me voy de aquí. —Intentó levantarse.

—Un momento, por favor —dijo la voz gentil.

—¡No!

—La ayudaré a librarse de su marido, señora Peel.

Sidra parpadeó, luego volvió a dejarse caer en su silla. Peel cerró los puños y abrió la boca para hablar. Antes de que pudiera comenzar, la voz gentil continuó:

—Y a pesar de todo usted no perderá a su esposa, si en realidad desea conservarla, señor Peel. Se lo garantizo.

El gato fue levantado en el aire y luego colocado confortablemente en un lugar a unos treinta centímetros del suelo. Pudieron ver cómo la espesa pelambre del lomo era alisada y desalisada por la suave caricia.

—¿Qué nos ofrece? —dijo Braugh al poco tiempo.

—Os ofrezco a cada uno lo que vuestro corazón desee.

—¿Y qué es?

—Una nueva sensación… todas sensaciones nuevas.

—¿Qué sensaciones nuevas?

—La sensación de realidad. Braugh se echó a reír.

—Dudo que eso sea lo que el corazón de cada uno desee.

—Lo será, pues os ofrezco cinco diferentes realidades… realidades que vosotros podréis modelar, cada uno por sí mismo. Os ofrezco mundos hechos por vosotros, donde la señora Peel puede ser feliz asesinando a su marido en el suyo… y el señor Peel, sin embargo, puede conservar a su mujer en otro. Al señor Braugh le ofrezco el mundo onírico del escritor, y al señor Finchley la creación del artista…

—Esos son sueños —dijo Theone—, y los sueños son baratos. Todos los tenemos.

—Pero todos despiertan de sus sueños y deben pagar el amargo precio de la realización. Yo os ofrezco un despertar del presente en una realidad futura que podréis modelar según vuestros propios deseos… una realidad inacabable.

—Cinco realidades simultáneas es una contradicción de términos —dijo Peel—. Es una paradoja… imposible.

—Entonces os ofrezco lo imposible.

—¿Y el precio?

—¿Perdón?

—El precio —repitió Peel con creciente coraje—. No somos tan ingenuos. Sabemos que siempre hay un precio.

Hubo una larga pausa; luego la voz dijo con acento de reproche:

—Temo que hay muchas malas interpretaciones y muchas cosas que vosotros no lográis comprender. No puedo explicarlo con exactitud, pero créanme cuando les digo que no hay precio.

—Ridículo. Nadie da nada por nada.

—Muy bien, señor Peel, si debemos utilizar la terminología del mercado, permítame decirle que nunca aparecemos hasta que el precio de nuestros servicios ha sido pagado por anticipado. El vuestro ya ha sido pagado.

—¿Pagado? —Todos lanzaron un vistazo simultáneo al descompuesto cuerpo que se hallaba sobre el suelo del refugio.

—Por completo,

—¿Entonces?

—Estáis dispuestos, lo veo. Muy bien…

El gato fue nuevamente levantado en el aire y depositado en el suelo con una última y gentil palmadita. Los remanentes de la bruma que colgaban del cielorraso se hendieron y agitaron cuando el invisible dador avanzó. En forma instintiva, los cinco se pusieron de pie y aguardaron, tensos y temerosos, pero ya con una creciente sensación de realización.

Una llave voló desde el suelo por el aire en dirección a la puerta. Se detuvo ante la cerradura un instante, luego se insertó en ella y giró. La pesada cerradura de hierro forjado se elevó y la puerta se abrió por completo. Más allá debería haber estado el corredor de mazmorra que se dirigía hacia los niveles superiores del Castillo Sutton… un largo y estrecho pasaje, pavimentado con lajas y revestido de bloques de piedra caliza. Ahora, a pocos centímetros más allá de la jamba de la puerta, colgaba un velo de llamas.

Pálido, increíblemente hermoso, era un tapiz flamígero, la trama y urdimbre de un arco iris de colores. Esas hebras de color pastel se enlazaban y desenlazaban, flotaban, enhebradas y tejidas como muchas líneas de vidas individuales. Había infinitud de llamas, emociones, la aterciopelada serenidad del tiempo, la piel turbulenta del espacio… Eran todas las cosas para todos los hombres, y por encima de todo, eran hermosas.

—Para vosotros —dijo la voz tranquila— la vieja realidad toca a su fin en esta habitación…

—¿Tan simple como eso?

—Más.

—Pero…

—Aquí estáis —interrumpió la voz— en el último meollo el último núcleo por así decirlo, de eso que alguna vez fue real para vosotros. Atravesad la puerta… atravesad el velo, y entraréis en la realidad que os he prometido.

—¿Qué encontraremos más allá del velo?

—Cada uno de vuestros deseos. Nada hay más allá de ese velo ahora. No hay nada allí…  nada  salvo  tiempo  y  espacio  que  esperan  ser  moldeados.  No  hay  nada  y  el potencial de todo.

—¿Un tiempo y un espacio? —dijo Peel en voz baja—.

¿Será eso suficiente para todas las distintas realidades?

—Todos los tiempos, todos los espacios, amigo mío — respondió la voz tranquila—. Pasad a través de él y encontraréis la matriz de los sueños.

Habían estado agrupados, de pie uno junto a otro, como compartiendo algún tipo de tensa compañería. Ahora, en medio del silencio siguiente, se fueron separando con suavidad, como si cada uno delimitara para sí mismo una realidad propia… una vida enteramente divorciada del pasado y los compañeros de los viejos tiempos. Fue un gesto de total separación.

Mutuamente impulsados, a pesar de la motivación independiente, se movieron hacia el velo rutilante…

II

Soy un artista, pensó Digby Finchley, y un artista es un creador. Crear es ser como dios, y así será. Seré el dios de mi mundo y de la nada crearé todo… y todo lo mío será bello.

Fue el primero en llegar al velo y el primero en pasar a través de él. El aluvión de colores tembló ante su rostro como un rocío frío. Parpadeó por un momento cuando los brillantes púrpuras y escarlatas lo enceguecieron. Cuando volvió a abrir los ojos había dejado atrás el velo y se encontraba de pie en la oscuridad.

Pero no era oscuridad.

Era un surtidor negro en la blanca vacuidad infinita. Impresionaba sus ojos como una mano pesada y parecía apretarle los globos oculares dentro de su cráneo como si éstos fueran de plomo. Estaba aterrorizado y sacudió la cabeza, contemplando la impenetrable nada, confundiendo por realidad los efímeros flashes de luz retinal.

Ni estaba de pie.

Pues dio una apresurada zancada y sintió como si estuviera suspendido fuera de todo contacto con masa y materia. Su terror adquirió un matiz de horror cuando advirtió que se encontraba totalmente solo; no había nada que ver, nada que oír, nada que tocar. Lo asaltó una amarga sensación de soledad y en ese instante comprendió cuánta verdad había en la voz que había escuchado en el refugio, y qué terriblemente real era su nueva realidad.

Ese instante, también, fue su salvación.

—Pues —murmuró Finchley con una amarga sonrisa en dirección a la negrura— la esencia de la divinidad es la soledad… ser único.

Luego se sintió muy tranquilo y colgó en reposo en el tiempo y el espacio, mientras congregaba sus pensamientos para la creación.

—Primero —dijo Finchley al fin— debo tener un trono celestial propio de un dios. También debo tener un reino celestial y ángeles guardianes; pues ningún dios está completo sin su entorno.

Vaciló, cuando su mente escogió rápidamente entre la gran variedad de reinos celestiales que había conocido a través de las artes y las letras. No había necesidad, pensó, de ser especialmente original con este tipo de cosas. La originalidad jugaría un papel importante en la creación de su universo. Ahora lo único esencial era asegurarse un razonable grado de dignidad y lujuria… y para eso bastaría el mobiliario de segunda mano del viejo Yavé.

Elevó una mano con un gesto autoconsciente y ordenó. De modo instantáneo, las tinieblas fueron invadidas por la luz y ante él se erguía una escalera de mármol veteado de oro que conducía a un trono rutilante. El trono era alto y mullido. Brazos, patas y respaldo de plata brillante, y almohadones de púrpura imperial. Y sin embargo… el conjunto era horroroso. Las patas eran demasiado largas y delgadas, los brazos destartalados de un marrón oscuro y enfermizo.

—Ufff —dijo Finchley, y trató de remodelarlo. No importaba cómo alteraba las proporciones, el trono seguía siendo horrible. Y en cuanto a los escalones, también eran desagradables, pues la monstruosa creación de venas de oro se retorcían y curvaban a través del mármol, formando dibujos de formas obscenas que recordaban las pinturas eróticas que Finchley había dibujado en su existencia pasada.

Por último comenzó a subir los escalones, sentándose con dificultad en el trono. Sintió como si estuviera sentado en las rodillas de un cadáver, los brazos muertos en equilibrio para rodearlo en fantasmal abrazo. Se encogió de hombros ligeramente y dijo:

—Oh, infiernos, nunca fui un diseñador de mobiliario…

Finchley miró alrededor de sí, luego levantó su mano otra vez. El surtidor de nubes que se apiñaban alrededor del trono retrocedió para revelar altas columnas de cristal, un desmesurado techo arqueado y un suelo pavimentado con bloques pulidos. El salón se extendía cientos de metros como una catedral inacabable, lleno de filas y filas de sus guardias.

La mayor parte eran ángeles: delgados seres alados, con toga blanca, cabezas rubias y brillantes, azules ojos de zafiro y sonrientes bocas escarlatas. Detrás de los ángeles estaba arrodillada la orden de los querubines: gigantescos toros alados con flancos leonados y pezuñas de metal batido. Sus cabezas asirías ostentaban pesadas barbas con lustrosos rizos azabaches. En tercer lugar estaban los serafines: filas de enormes serpientes de seis alas cuyas enjoyadas escamas brillaban con silenciosa flama.

En tanto Finchley estaba sentado y contemplándolos con admiración por su artesanía, entonaron al unísono con unción:

—Gloria  a  Dios.  Gloria  al  Señor  Finchley,  el  Todo-poderoso…  Gloria  al  Señor Finchley…

Sentado y los ojos fijos como si lentamente hubieran adquirido la distorsión del astigmatismo, advirtió que era una catedral más demoníaca que celestial. Las columnas estaban talladas con imágenes grotescas que giraban en los capiteles y bases, y como el salón se extendía hacia la oscuridad, semejaban sombras de personas retozantes que gesticulaban y danzaban.

Y a lo lejos, hasta donde se extendían las columnas y cubiertas por ellas, se veían pequeñas escenas que lo asombraban. Aún mientras cantaban, los ángeles observaban por  el  rabillo  del  ojo  a  los  querubines;  y  tras  una  columna  vio  cómo  un  ser  alado alcanzaba y atrapaba a un encantador ángel rubio de lujuria para apretarlo contra él.

En completa desesperación, Finchley alzó su mano otra vez y una vez más hubo un remolino de oscuridad alrededor de él…

—Demasiado —dijo— para un Reino de los Cielos…

Meditó por otro inefable período, a la deriva en la nada, apresado por el más estupendo problema artístico que alguna vez hubiera encarado.

Hasta ahora, pensó Finchley con un estremecimiento por los horrores que había elaborado, había estado meramente jugando —probando mi fuerza—, entrando en calor, por así decirlo, como el artista juega con la pintura al pastel y un bloque de papel de fibra. Ahora es hora de ponerme a trabajar.

Solemnemente, tal como  pensó  que  sería  conveniente  para  un  dios,  condujo  una laboriosa conferencia consigo mismo en el espacio.

¿Cómo ha sido, se preguntó, la creación en el pasado? Se podía denominarla naturaleza.

Muy bien, la llamaremos naturaleza. Ahora bien, ¿cuáles son las objeciones a la creación de la naturaleza?

Pues… la naturaleza nunca ha sido artista. La naturaleza simplemente se equivoca debido a su estilo experimental. Cualquier belleza existente es tan sólo un subproducto. La diferencia entre…

La diferencia, se interrumpió a sí mismo, entre la vieja naturaleza y el nuevo dios Finchley debe ser ordenada. El mío será un cosmos ordenado, privado de lo superfluo y dedicado a la belleza. Nada quedará librado al azar. No habrá tropezones.

Primero, el lienzo.

—¡Habrá un espacio infinito! —gritó Finchley.

En la nada, su voz rugió a través de la estructura de huesos de su cráneo y produjo ecos sordos y discordantes en sus oídos; pero al instante de su orden, la opaca oscuridad fue filtrada, transformándose en límpido azabache. Finchley no podía aún ver nada, pero sintió el cambio.

Pensó: ahora en el viejo cosmos hay simplemente estrellas y nebulosas, vastos y fieros cuerpos dispersos a través de los dominios del cielo. Nadie sabe su propósito… nadie sabe su origen o destino.

En el mío tendrán propósito, pues cada cuerpo servirá para sostener una raza de seres cuya única función será servirme…

—Gritó: —Que hasta cien universos llenen el espacio. Mil galaxias integrarán cada universo y un millón de soles serán la suma de cada galaxia. Diez planetas circundarán cada sol. y dos lunas cada planeta. ¡Que todas se revuelvan alrededor de su creador! Que todo suceda, ¡ahora! Finchley gritó cuando lo rodeó un estallido de luz en medio de un cataclismo insonoro. Estrellas, cercanas y calientes como soles, distantes y frías como cabezas de alfiler… Aparte, dos vastas nubes borrosas… Carmesí deslumbrante… amarillo… verde intenso y violeta… La suma de sus brillos era un tumulto de luz que constreñía su corazón y lo llenaba con el devorador miedo a los poderes latentes que yacían en su interior.

—Ya es —lloriqueó Finchley— suficiente creación por el momento…

Cerró los ojos con determinación y ejercitó sus deseos una vez más. Hubo una sensación de solidez bajo sus pies y cuando abrió los ojos cautelosamente se hallaba de pie en una de sus tierras con cielo azul y sol blanco-azulado que se ponía con velocidad hacia el horizonte occidental.

Era una tierra ocre y desnuda… Finchley lo había previsto… era una vasta esfera de rudimentaria  materia  esperando  que  él  la  moldeara,  pues  había  decidido  que  de  la primera de todas sus creaciones formaría una buena tierra verde para sí mismo… un planeta de belleza donde Finchley, Dios de todo lo Creado, residiría en su Edén.

Trabajó durante todo ese atardecer, con rápida y artística delicadeza. Un vasto océano verde y con blanca y destellante espuma se extendió sobre la mitad del globo; alternando cientos de millas de espacio acuático con núcleos de cálidas islas. El continente fue dividido en dos por una columna vertebral de aserradas montañas que se extendían de un polo nevado al otro.

Trabajó con infinito cuidado. Utilizó óleos, acuarelas, carbones y bocetos de grafito, planeando y ejecutando todo su mundo. Montañas, valles, planicies; despeñaderos, precipicios y simples peñascos fueron todos diseñados con la fluida congruencia de las masas perfectamente equilibradas.

Todo su espíritu de artista realizó una límpida dispersión de lagos que semejaron otras muchas joyas destellantes; y los graciosos arabescos de los serpenteantes ríos que trazaban intrincados diseños sobre el planeta. Se entregó a la selección de colores: gravas grises, arenas rosadas, blancas y negras; fértiles tierras marrones, ocre oscuro y sepia; esquistos jaspeados, micas brillantes y piedras de sílice… Y cuando el sol se desvaneció al fin sobre el primer día de labor, su Edén era un paraíso de piedra, tierra y metal, listo para la vida.

Mientras el cielo se oscurecía sobre su cabeza, apareció la pálida giba de una luna con rostro de muerte recorriendo la bóveda del cielo; y mientras Finchley la contemplaba con desasosiego, una segunda luna con un disco rojo sangre asomó su devastador semblante sobre el horizonte oriental y comenzó su fantasmal marcha a través de los cielos. Finchley apartó los ojos de ellas y contempló las estrellas titilantes.

Obtuvo mucha más satisfacción de su contemplación.

«Sabía exactamente cómo eran algunas de ellas — pensó complacido—. Se multiplica cien por mil y por un millón y allí está la respuesta… ¡Y sucede que ésa es mi idea del orden!»

Se echó en un pedazo de cálida y blanda tierra y colocó sus manos bajo la nuca, mirando hacia arriba.

«Y sé exactamente para qué están todas allí… para sostener vidas humanas… los incontables miles de millones de millones de vidas que diseñaré y crearé sólo para servir y adorar al Señor Finchley… ¡Ese es vuestro propósito!»

Y sabía a dónde iban cada una de esas chispas azules y rojas color índigo, pues una vez en los vastísimos límites del espacio continuaban tonantes un curso circular, cuyo pivot era ese punto en los cielos que él había abandonado. Algún día, retornaría a ese lugar y allí construiría su castillo celestial. Luego podría sentarse allí durante toda la eternidad, contemplando el rodar de sus mundos por el cielo.

Hubo un peculiar manchón rojizo en el cénit del cielo. Finchley lo observó distraídamente primero, luego con concentrada atención cuando parecía ramificarse. Se expandió lentamente como una mancha de tinta, y al momento se tiño de anaranjado y luego de blanco intenso. Y por primera vez Finchley fue inconfortablemente consciente de una sensación de calor.

Pasó una hora, y luego dos y tres. El puño de la expansión blanquirojiza se extendió por el cielo hasta que fue una fiera nube brumosa. Un delgado y tenue borde se aproximó gentilmente  a  una  estrella,  luego  la  tocó.  Instantáneamente  hubo  un  esplendor enceguecedor de radiación y Finchley fue bañado por una cauterizante luz que iluminó el panorama con el espectral brillo del flash de magnesio. La sensación de calor creció en intensidad y diminutas gotas de transpiración aguijonearon su piel.

Con la medianoche, un inenarrable infierno llenaba la mitad del cielo, y las brillantes estrellas, una tras otra, estallaban silentes. La luz era enceguecedoramente blanca y el calor sofocante. Finchley se tambaleó sobre sus pies y comenzó a correr, buscando en vano sombra o agua. Fue sólo entonces cuando advirtió que su universo estaba corriendo su amor.

—¡No! —gritó con desesperación—. ¡No!

El calor lo apaleó. Cayó y rodó sobre rocas filosas que lo desgarraron y anclaron de espaldas, el rostro vuelto hacia arriba. Pasando a través de sus manos apretadas, de sus párpados fuertemente cerrados, la intolerable luz y el calor presionaban.

—¿Qué puede haber funcionado mal? —gritó Finchley —. ¡Había mucho espacio para todo! ¿Por qué tuvo que…?

En medio del delirio generado por el calor, sintió un atronador sacudimiento que le hizo pensar que su Edén comenzaba a despedazarse.

—¡Detenerse! ¡Detenerse! ¡Que todo se detenga!— gritó. Se golpeó las sienes con puños inermes y por último suspiró—. Está bien… si he cometido otro error, entonces… está bien…

—Agitó su mano débilmente.

Y otra vez los cielos fueron negros y blancos. Sólo las dos escabrosas lunas giraban sobre su cabeza, comenzando el largo camino hacia el oeste. Y en el este un apagado destello anunciaba el amanecer.

—De modo —murmuró Finchley— que se debe ser más matemático y físico que artista para fabricar un cosmos. Soy un artista y nunca pretendí saber todo eso. Pero… soy un artista, y aquí aún está mi buena tierra verde para la gente… Mañana… Veremos… mañana…

Y en ese momento se durmió.

El sol estaba alto cuando despertó, y su ojo diabólico lo llenaba de inquietud. Observó con atención el paisaje que había construido el día previo, y se sintió aún más inseguro, pues había una sutil distorsión en todo. Los suelos del valle se veían sucios, como cubiertos del pálido lustre de las escaras leprosas. Los riscos de las montañas formaban curiosas formas de sugestivo terror. Hasta en los lagos había un indicio del horror contenido bajo sus serenas e inmóviles agua.

No ocurría, advirtió, cuando miraba directamente a esas creaciones, sino sólo cuando su mirada era lateral. Contemplado con ojos abiertos y fijos todo parecía estar bien. La proporción era buena, la línea excelente, la coloración perfecta. Y a pesar de todo… Se encogió de hombros y decidió que tendría que realizar algún tipo de boceto previo. No había duda que existía algún sutil error de diseño en su obra.

Caminó hasta un diminuto curso de agua y de las orillas extrajo una masa de húmeda arcilla roja. La amasó alisándola, humedeciéndola más, hasta aplanarla y estirarla. Después de haberla secado un poco bajo el calor del sol, dispuso un pesado bloque de piedra como pedestal y se dispuso a trabajar. Sus manos aún eran prácticas y seguras. Con dedos hábiles modeló su idea de un gran conejo peludo. Cuerpo, piernas y cabeza; rasgos exquisitamente delineados… agazapado sobre la piedra estaba listo, parecía, para brincar al menor aviso.

Finchley sonrió cariñosamente a su obra, su confianza al fin restaurada. Dio una palmada sobre la cabeza redondeada y dijo:

—Vive, amigo mío…

Hubo un momento de indecisión mientras la vida invadía la forma de arcilla; luego arqueó la espalda con movimiento torpe e intentó brincar. Se movió hasta el borde del

pedestal, donde colgó enloquecido por un instante antes de caer pesadamente al suelo. Mientras se arrastraba torpe y zigzagueante, profirió horribles sonidos guturales y se dio vuelta para contemplar a Finchley. En la cara del animal había una expresión de malevolencia.

La sonrisa de Finchley se heló. Frunció el entrecejo, vaciló, luego recogió otro montón de arcilla y la colocó sobre la piedra. Trabajó por espacio de una hora, dando forma a un gracioso setter irlandés. Por ultimo le dio una palmadita y dijo:

—Vive…

Instantáneamente el perro se desplomó. Gimió desvalidamente y luego luchó sobre sus patas vacilantes como una enorme araña, los ojos distendidos y vidriosos. Se acercó al borde del pedestal, saltó y chocó con las piernas de Finchley Hubo un débil gruñido y la bestia clavó sus afilados colmillos en un pie de Finchley. Este saltó hacia atrás con un grito y pateó al animal con furia. Lloriqueando y aullando, el setter partió, una flaca figura que atravesó los campos como un monstruo jorobado.

Con un intento furioso, Finchley retornó a su labor. Modeló forma tras forma, a las cuales otorgó vida, y cada una de ellas —mono, simio, zorro, comadreja, rata, lagarto y sapo… peces, largos y cortos, gruesos y delgados… pájaros por el estilo — era una monstruosidad grotesca que nadaba, arrastraba las patas o aleteaba como una pesadilla. Finchley estaba perplejo y exhausto. Se sentó él mismo en el pedestal y comenzó a sollozar mientras sus dedos cansados aún se crispaban e hincaban en un montón de arcilla.

Pensó: «Todavía soy un artista… ¿Qué funcionó mal? ¿Qué es lo que convierte todo lo que hago en una horrible figura anormal?»

Sus dedos daban vuelta la arcilla, la moldeaban, y una cabeza comenzó a tomar forma en la masa.

Pensó: «Hice una fortuna con mi arte una vez. Todo el mundo no podía estar loco. Vendí mis obras por muchas razones… pero la más importante es que eran hermosas.»

Advirtió el montón de arcilla en sus manos. Había tomado parcialmente la forma de una cabeza de mujer. La examinó con atención por primera vez en horas; sonrió.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó—. No soy modelador de animales. Veamos cómo lo hago con una figura humana…

Con rapidez, con esa inerme porción de arcilla, construyó la subestructura de su figura. Piernas, brazos, torso y cabeza estuvieron formados. Canturreaba al trabajar. Pensaba. Será la más hermosa Eva alguna vez creada… y más… ¡sus hijos serán verdaderos hijos de un dios!

Con amorosas manos dio forma a las fuertes pantorrillas y torneados muslos, uniendo con destreza las delgadas rodillas a los graciosos pies. Las redondas caderas rodeaban un vientre plano, ligeramente combado. Cuando llegó a los fuertes hombros, se detuvo súbitamente y retrocedió un paso para contemplar su obra.

¿Es posible? se preguntó.

Caminó con lentitud alrededor de la figura a medio terminar.

¿La fuerza del hábito, quizá?

Quizás eso… y quizás el amor que había sentido por tantos años.

Retornó a la figura y redobló sus esfuerzos. Con una sensación de creciente júbilo, completó brazos, cuello y cabeza. Había algo dentro de sí que le decía que era imposible fallar. Había modelado esta figura demasiado frecuentemente como para no conocer hasta los detalles más ínfimos. Y cuando la hubo terminado, Theone Dubedat, magníficamente esculpida en arcilla, se encontraba sobre el pedestal de piedra.

Finchley estaba contento. Fatigado, se sentó con la espalda contra un peñasco, extrajo un cigarrillo del espacio y lo encendió. Estuvo sentado quizás un minuto, intentando que el humo aquietara su excitación. Y por último, con una sensación de anticipación caótica, dijo:

—Mujer…

Se atragantó y se detuvo. Luego comenzó de nuevo.

—¡Vive… Theone!

El segundo de vida llegó y pasó. La figura  desnuda se  movió ligeramente, luego comenzó a temblar. Como arrastrado por una fuerza magnética, Finchley se incorporó y caminó hacia ella, los brazos extendidos en muda súplica. Hubo un ronco suspiro de inhalación y los grandes ojos se abrieron lentamente y lo examinaron.

La joven viviente se enderezó y gritó. Antes de que Finchley pudiera tocarla, ella lo golpeó en la cara, sus largas uñas le arañaron la piel. Cayó de espaldas del pedestal, se puso de pie de un brinco y echó a correr a través de los campos como todos los otros… un loco ser jorobado que gritaba y aullaba. El bajo sol oscurecía su cuerpo y la sombra que proyectaba era monstruosa.

Mucho después que ella desapareció, Finchley continuó mirando fijamente en su dirección, mientras dentro de él todo ese amor inútil y amargo lo quemaba como si fuera una ola ácida. Al tiempo retornó al pedestal y con helada impasibilidad se puso una vez más a trabajar. No se detuvo hasta que la quinta de una sucesión de chocantes figuras se perdió gritando en la noche… Luego, y sólo entonces, se detuvo y permaneció un largo tiempo contemplando alternadamente sus manos y las demenciales lunas que se deslizaban sobre su cabeza.

Sintió una palmadita en el hombro y no se sorprendió demasiado de ver a Lady Sutton de pie junto a él. Aún usaba la toga con lentejuelas de aquella noche, y bajo la luz de las dobles lunas su rostro era tan vulgar y masculino como siempre.

—Oh… es usted —dijo Finchley.

—¿Cómo estás, Dig, mi amor?

El pensó en todo, tratando de encontrar alguna razón en la absurda locura que impregnaba el cosmos.

—No muy bien, Lady Sutton.

—¿Problemas?

—Sí… —se interrumpió y la encaró—. Me pregunto, Lady Sutton, ¿cómo demonios está usted aquí?

Ella se echó a reír.

—Estoy muerta, Dig. Deberías saberlo.

—¿Muerta? Oh… yo… —se sintió invadido por el embarazo.

—Sin rencores. Yo hubiera hecho lo mismo, lo sabes.

—¿Lo hubiera hecho?

—Todo por una nueva sensación. Eso fue siempre nuestro lema, ¿no? —Hizo una inclinación de cabeza y una mueca irónica en su dirección. Era la misma vieja mueca de absoluta diversión.

—¿Qué está haciendo aquí? Quiero decir, cómo… —dijo Finchley.

—Dije que estoy muerta —interrumpió Lady Sutton—. Hay muchas cosas que tú no comprendes de este asunto de morir.

—Pero ésta es mi propia realidad personal y privada. Soy su poseedor.

—Pero yo sigo estando muerta, Dig. Puedo penetrar en cualquier mierdosa realidad que elija. Espera… ya lo verás.

—No lo veré —dijo él—, nunca… Eso es, no puedo porque nunca moriré.

—Oh, ¿no?

—No, no puedo. Soy un dios.

—Lo eres, ¿eh? ¿Y cómo te sientes?

—Yo… yo no lo sé. —Le faltaban las palabras—. Yo… eso es, alguien me prometió una realidad que yo podría moldear por mí mismo, pero no puedo, Lady Sutton, no puedo.

—¿Y por qué no?

—No lo sé. Soy un dios, y cada vez que trato de dar forma a algo hermoso, esto se vuelve abominable.

—¿Cómo, por ejemplo?

El le mostró sus retorcidas montañas y planicies, los malignos lagos y ríos, las distorsionadas y gruñentes criaturas que había creado. Lady Sutton examinó todo cuidadosamente y con mucha atención. Por último frunció los labios y caviló por un momento; luego contempló con agudeza a Finchley y dijo:

—Es curioso que nunca hayas hecho un espejo, Dig.

—¿Un espejo? —repitió él—. No, no lo he hecho… nunca necesité uno…

—Adelante. Haz uno.

El le echó un vistazo de perplejidad y agitó una mano en el aire. Un espejo cuadrado de plata apareció en sus dedos y lo tendió hacia ella.

—No —dijo Lady Sutton—, es para ti. Mírate en él.

Sorprendido, levantó el espejo y se contempló. Un ronco grito se escapó de sus labios y  acercó  el  rostro  para  observar  mejor.  La  imagen  que  le  devolvía  el  espejo  en  la mortecina luz de la noche era el rostro diabólico de una gárgola. En los pequeños y rasgados ojos, la nariz ancha, los quebrados dientes amarillos, la retorcida ruina de su cara, él vio todo lo que había visto de feo en su horrible cosmos.

Vio la obscena catedral de los cielos y su non sancta jerarquía de lúbricos guardias, el girante caos de estrellas y soles en colisión, el chocante panorama de su Edén, cada aullante, fantasmal criatura que había creado, cada horror que su cerebro había engendrado. Arrojó el espejo por los aires y volvió a confrontar a Lady Sutton.

—¿Qué?—ordenó—. ¿Qué es esto?

—¿Acaso no eres un dios, Dig? —rió Lady Sutton—. ¿Acaso no sabes que un dios crea sólo a su propia imagen y semejanza. Sí… la respuesta es así de simple. Es una gran broma, ¿no lo crees?

—¿Broma? —La suma de todos los eones cayeron como rayos sobre su cabeza. Una eternidad de vida con su propia abominación, sobre él, dentro de él… una y otra vez… repitiéndose en cada sol y cada estrella, cada ser viviente y cada cosa inerme, cada criatura, cada momento interminable. Un dios monstruoso que se alimenta de sí mismo y lenta e inexorablemente se vuelve loco.

—¡Broma! —gritó.

Agitó sus manos y flotó una vez más, suspendido y fuera de todo contacto con masa y materia. Una vez más completamente solo, sin nada que ver, sin nada que oír, sin nada que  tocar.  Mientras  consideraba  otro  inefable  período  de  inevitable  futilidad  en  su siguiente intento, escuchó muy nítidamente el grave bramido de una risa familiar.

De modo que así fue el Cielo de Finchley.

 

III

—¡Dame fuerzas! ¡Oh, dame fuerzas!

Cruzó el delgado velo tras los talones de Finchley, esa pequeña y delgada mujer, y se encontró en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton. Por un momento interrumpió sus rezos, casi desencantada de no encontrar la tierra de brumas y sueños. Luego, con una sonrisa amarga, recordó la realidad deseada.

Ante ella se encontraba una armadura: una fuerte y grácil figura de metal pulido bordeada por completo de estrías. Fue hacia ella. El brillante acero de la coraza le devolvió una reflexión ligeramente distorsionada. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabache cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Todo decía: ésta es Sidra Peel. Esta es una mujer cuyo pasado ha sido encadenado a un ser de torpe ingenio que se llamaba a sí mismo marido. Rompería la cadena ese día si sólo pudiera encontrar la fuerza…

—¡Rómpete, cadena! —repitió con fiereza— y ese día le devolveré toda una vida de agonía. Dios… si hay un dios en mi mundo… ¡ayúdame a equilibrar la suma de todo! Ayúdame…

Sidra  se  inmovilizó  mientras  su  pulso  batía  sordamente.  Alguien  había  bajado  al solitario corredor y se encontraba de pie tras ella. Podía sentir el calor —el aura de su presencia—, la casi imperceptible presión de un cuerpo contra el suyo.

Se dio vuelta, gritando:

—¡Ahhhh!

—Lo siento —dijo él—. Creí que estabas esperándome.

Los ojos de ella se fijaron en su rostro. El sonreía ligeramente de una manera afable, y hasta el matizado cabello rubio, los huecos y elevaciones, las pulsantes venas y las sombras de sus facciones eran un curioso panorama de desnudas emociones.

—Cálmate —dijo él, mientras Sidra se tambaleaba locamente e intentaba detener los gritos que brotaban de su interior.

—Pero qu… quién —logró decir y trató de tragar saliva.

—Creí que estabas esperándome —repitió él.

—Yo… ¿esperándolo?

El asintió y tomó sus manos. Las palmas de ella estaban frías y húmedas contra las suyas.

—Teníamos una cita.

Ella entreabrió los labios y sacudió la cabeza.

—A las doce y cuarenta. —Soltó una de las manos de ella y miró su reloj.— Y aquí estoy, en punto.

—No —dijo ella, zafándose y dando un paso atrás —. No, eso es imposible. No teníamos ninguna cita. Yo no lo conozco.

—¿No me reconoces, Sidra? Bien… es curioso pero pensé que me reconocerías en poco tiempo.

—¿Pero quién es usted?

—No puedo decírtelo. Tienes que recordarlo por si misma.

Un poco más calma, ella inspeccionó sus facciones con más detenimiento.

Como el embate de una cascada, una sensación combinada de atracción y repulsión surgió en ella. Ese hombre la alarmaba y la fascinaba. Se sentía llena de temor ante su sola presencia, y al mismo tiempo intrigada y atraída.

Por último, sacudió la cabeza y dijo:

—Todavía no lo comprendo. Nunca lo he llamado, señor Quien-quiera-que-sea, y no teníamos una cita.

—Por cierto que tú la hiciste.

—¡Por cierto que no! —estalló, ultrajada por su insolente aseveración—. Quiero mi viejo mundo. El mismo viejo mundo que siempre he conocido…

—¿Pero con una excepción?

—S… sí.—Su furiosa mirada se erizó y la ira brotó de ella.— Sí, con una excepción.

—¿Y has rezado con todas tus fuerzas para producir esa excepción? Ella asintió.

El hizo una mueca sonriente y la tomó del brazo.

—Bien, Sidra, entonces me has llamado y hemos hecho una cita. Soy la respuesta a tus oraciones.

Ella sufrió al ser conducida a través de los estrechos y empinados escalones del corredor, incapaz de liberarse de ese magnético yugo. La presión sobre su brazo era algo atemorizador. Todo en ella gritaba contra el aturdimiento… y a pesar de todo otro alguien le daba la bienvenida ansiosamente.

Mientras pasaban bajo la luz de las infrecuentes lámparas, lo contempló de forma furtiva. Era alto y magníficamente construido. Fuertes tendones sostenían su muscular cuello al más ligero giro de su arrogante cabeza. Llevaba un traje de lana que tenía textura de arenisca, y de él brotaba un pungente y musgoso aroma. Su camisa estaba abierta en el cuello y dejaba ver un vello frondoso sobre el pecho.

No había sirvientes en la planta baja del castillo. El hombre la escoltó silenciosamente a través de las elegantes habitaciones hasta el vestíbulo, donde extrajo la chaqueta de ella del armario empotrado y la colocó sobre sus hombros. Luego presionó sus fuertes manos sobre los gráciles hombros de Sidra.

Volvió a zafarse y por último, una de sus tormentas de llanto se abatió sobre ella. En la tranquila penumbra del vestíbulo pudo ver que él aún continuaba sonriendo, y esto agregó combustible a su furia.

—¡Ah! —gritó—. Qué tonta que he sido… haber dado por sentado que usted… Ha dicho que «yo he rezado por usted», ¿qué clase de tonta se piensa que soy? ¡Quíteme las manos de encima!

Se quedó contemplándolo, respirando profundamente, y él no respondió. Su expresión permaneció impávida. Era como una serpiente, pensó ella, esas serpientes de ojos hipnóticos. Te enrollan en su belleza impávida y no puedes escapar de su mortal fascinación. Como esas torres desmesuradas que te invitan a brincar al vacío… como esas afiladas y deslumbrantes navajas que invitan a la suave carne de tu garganta. ¡No puedes escapar!

—¡Vayase! —gritó ella con un esfuerzo desesperado—. ¡Fuera de aquí! Este es mi mundo. Todo lo que hago o elijo es mío. ¡No quiero compartirlo con ningún repulsivo y arrogante canalla!

Rápida y silenciosamente, él la cogió por los hombros y la atrajo contra su pecho. Mientras la besaba, Sidra luchó por librarse de las garras de sus dedos, intentando alejar sus labios de él. Y sin embargo sabía que si lograba librarse de sus brazos, no podría apartarse de ese beso salvaje.

Lloraba cuando él aflojó sus manos y dejó que la cabeza de ella cayera hacia atrás. Aún conservando el tono afable de una conversación ocasional, dijo el hombre:

—Tú quieres una sola cosa en este mundo tuyo, Sidra, y debes dejarme que te ayude a conseguirla.

—En el nombre del Cielo, ¿quién es usted?

—Soy la fuerza por la que rezabas. Ahora ven.

Afuera la noche era oscura como tinta, y después de que cogieron el coche de dos plazas de Sidra y emprendieron el viaje a Londres, el camino se hizo imposible de seguir. Como bordeaba el camino con cuidado, Sidra logró por último vislumbrar la línea blanca de cal que dividía la ruta, apenas iluminada por el débil resplandor aterciopelado que surgía del horizonte en medio de las tinieblas. Sobre sus cabezas, las estrellas de la Vía Láctea eran lejanas motas de polvo.

El viento sobre el rostro era agradable de sentir. Apasionada, imprudente y cabeza dura como siempre, presionó su pie sobre el acelerador, ansiosa de sentir crecer la fría brisa en sus mejillas. El viento hizo remolinear su pelo, que ondeó tras ella. Las ráfagas se deslizaban sobre el parabrisas y la rodeaban como una sólida corriente de agua fría. Aumentó su valor y confianza. Y lo mejor de todo, renovó su sentido del humor.

Sin volverse, preguntó:

—¿Cómo se llama?

La respuesta llegó débil a través del ruido de la brisa.

—¿Tiene importancia?

—Por cierto que la tiene. Suponga que tenga que llamarlo: » ¡Ehh!» o «¿Cómo se llama…?» o «Querido señor…»

—Muy bien, Sidra. Llámame Ardis.

—¿Ardis? Eso no es inglés, ¿no?

—¿Tiene importancia?

—No sea tan misterioso. Por supuesto que importa. Intento identificarlo.

—Ya lo veo.

—¿Conocía a Lady Sutton?

Al  no  recibir  respuesta,  lo  miró  y  sintió  un  ligero  estremecimiento.  Parecía  tan misterioso con su cabeza delineada contra el  oscuro  trasfondo  del  cielo  cubierto  de estrellas. Tenía los ojos fijos en un lugar vacío del vehículo.

—¿Conocía a Lady Sutton? —repitió.

El asintió y Sidra devolvió su atención al camino. Habían salido del campo abierto y penetraban en los suburbios londinenses. Pequeñas casas agazapadas, todas iguales, todas de frentes chatos y colores sombríos, pasaban velozmente con el sordo dump, dump, dump producido por el desplazamiento del coche.

Todavía alegre, ella preguntó:

—¿Hasta dónde va?

—Hasta Londres.

—¿Londres dónde?

—Chelsea Square.

—¿Square? Qué curioso. ¿Qué número?

—Ciento cuarenta y nueve. Ella se echó a reír con ganas.

—Su desfachatez es maravillosa —dijo recuperando el aliento, volviendo a contemplarlo—. Sucede que esa es mi dirección.

El asintió.

—Lo sé, Sidra.

Su risa se heló… no en su emisión, que apenas podía escuchar. Suprimiendo apenas otro gemido, volvió a mirar con fijeza el parabrisas, las manos temblorosas sobre el volante; sucedía que el hombre estaba sentado allí, en medio del torbellino, del viento, sin que se le moviera un pelo de la cabeza.

¡Por todos los Cielos! exclamó en su corazón. Qué tipo de oración he hecho… ¿quién es este monstruo?… Padre nuestro que estás en los Cielos, bendito sea tu… ¡Líbrame de él! No lo quiero. Si lo he pedido, conscientemente o no, ya no lo quiero. Quiero cambiar mi mundo. ¡Ahora! ¡Quiero que salga de aquí!

—Eso no funciona, Sidra —dijo él.

Sus labios se crisparon, pero aún continuó rezando: ¡Sacadlo de aquí! Cambiad todo… todo… sólo sacadlo de aquí. Que se desvanezca. Que las tinieblas lo devoren. Que se consuma, que se evapore…

—Sidra —gritó él—, ¡acaba con eso! —Le habló con severidad.— ¡No puedes quitarme del medio… es demasiado tarde!

Ella detuvo sus rezos, mientras el pánico la poseía y congelaba sus pensamientos.

—Una vez que has decidido cuál será tu mundo —le explicó cuidadosamente Ardis, como si fuera una niña— debes someterte a él. No puedes hacer cambios o alteraciones con tu mente. ¿No te lo han dicho?

—No —susurró—, no me lo dijeron.

—Bien, ahora lo sabes.

Estaba muda, entumecida y torpe. No tan torpe como endurecida. Siguió sus instrucciones sin una palabra, conduciendo hasta un pequeño, parque que se encontraba detrás de la casa, y aparcó allí. Ardis le explicó que deberían entrar a la casa por la puerta de servicio.

—No se entra abiertamente cuando se va a cometer un crimen. Sólo los criminales astutos de los libros lo hacen. En la vida real se descubre que es mejor ser cauteloso.

¡La vida real! pensó Sidra histéricamente cuando salían del coche. ¡Realidad! Esa Cosa en el refugio…

—Pareces tener experiencia —dijo ella en voz alta.

—A través del parque —respondió él, tocándole ligeramente un brazo—. No seremos vistos.

El sendero a través de los árboles era estrecho, y la hierba y los arbustos espinosos estaban muy crecidos. Ardis retrocedió y luego la siguió cuando ella atravesó el portal de hierro y entró. Se mantuvo unos pocos pasos tras ella.

—En cuanto a la experiencia —dijo—, sí… tengo bastante. Pero entonces, tú debes saber, Sidra.

Ella no sabía. No respondió. Arboles, matorrales y hierba eran espesos a su alrededor, y a pesar de que había atravesado ese parque cientos de veces, había allí algo de extraño y grotesco. No había vida… no, gracias a Dios por ello. No estaba todavía imaginando cosas, pero por primera vez advirtió qué esqueléticos y fantasmales se veían los árboles; como si cada uno de ellos hubiera participado en algún sórdido asesinato o suicidio todos estos años.

En medio del parque, una niebla húmeda la hizo toser y, tras ella, Ardis le palmeó comprensivamente la espalda. Sidra se estremeció como si hubiera un trozo de acero suplementario bajo la mano de él, y cuando dejó de toser y la mano aún permanecía sobre su hombro, supo que podría ser asaltada allí, en la oscuridad.

Se sacudió con rapidez. Logró desprender el brazo y corrió por el sendero, tambaleándose sobre sus tacones altos. Hubo una apagada exclamación de Ardis, y escuchó el amortiguado ruido de sus pasos persiguiéndola. El sendero conducía a una ligera depresión y atravesaba un pequeño estanque fangoso. La tierra se volvió húmeda y chupaba sus pies. En medio de la calidez de la noche su piel comenzó a cubrirse de sudor, pero el sonido de pasos estaba muy cerca tras ella.

Su aliento se hizo ahogado, y cuando el sendero se desvió y comenzó a descender, sintió que los pulmones le explotaban. Le dolían las piernas y le pareció que en cualquier instante rodaría por el suelo. Borrosamente, vio a través de los árboles el portal de hierro del otro extremo del parque, y con la poca fuerza que aún le quedaba, redobló los esfuerzos por alcanzarlo.

¿Pero qué, se preguntó con aturdimiento, qué después de eso? El me atrapará en la calle… quizás antes de la calle… Debería haber vuelto hacia el coche… Podría haber conducido… Yo…

La aferró por los hombros cuando pasaba el portal y ella a podría haberse entregado entonces. Luego oyó voces y vio figuras en el otro lado de la calle.

—¡Eh,  ustedes!  —gritó,  y  corrió  hacia  ellos,  sus  zapatos  taconeando  sobre  el pavimento. Al acercarse, aún libre por el momento, las personas se dieron vuelta.

—Lo siento —balbuceó—. Creí haberlos reconocido… Estaba atravesando el parq… Se detuvo bruscamente. Finchley, Braugh y Lady Sutton la estaban contemplando.

—¡Sidra, querida! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Lady Sutton. Irguió su gorda cabeza para examinar el rostro de Sidra, luego dio un ligero codazo a Braugh y Finchley—. La chica ha estado corriendo a través del parque. Atiende a mis palabras, Chris, está un poco loca.

—Parece como si la hubieran perseguido —respondió Braugh. Se movió a un costado y espió por encima del hombro de Sidra, su cabeza blanca brillando bajo la luz estelar.

Sidra contuvo la respiración y por último miró a su alrededor. Ardis estaba junto a ella, calmo y afable como siempre. Está allí, pensó desconsoladamente, no tiene sentido tratar de explicar. Nadie la creería. Nadie la ayudaría.

—Tan sólo un poco de ejercicio —dijo—. Es una noche tan hermosa.

—¡Ejercicio! —resopló Lady Sutton—. Ahora sé que estás chiflada.

—¿Por qué te has largado así, Sidra? Bob estaba furioso.

Recién acabamos de traerlo a casa.

—Yo… —Era una locura. Ella había visto a Finchley desvanecerse a través del velo de fuego hacía menos de una hora… desvanecerse en un mundo de su propia elección. Y a pesar de. todo aquí estaba él haciendo preguntas.

—Finchley está en su mundo —murmuró Ardis—. Y también aquí.

—Pero eso es imposible —exclamó Sidra—, No puede haber dos Finchley.

—¿Dos Finchley? —repitió Lady Sutton—. ¡Ahora sé dónde has estado y qué te ha pasado, muchacha! Estás borracha. Total y desagradablemente borracha. ¡Corriendo a través del parque! ¡Ejercicio! ¡Dos Finchley!

¿Y Lady Sutton? Pero ella estaba muerta. ¡Tenía que estarlo! La habían asesinado hacía menos de…

—Ese era otro mundo, Sidra —murmuró Ardis—. Este es tu nuevo mundo, y Lady Sutton pertenece a él. Todos pertenecen a él… excepto tu marido,—Pero… ¿aún cuando ella esté muerta?

—¿Quién está muerta? —preguntó Finchley, sobresaltado.

—Creo —dijo Braugh— que es mejor que la subamos y la metamos en la cama.

—No —dijo Sidra—. No… es necesario… ¡en verdad! Ya estoy bien.

—Oh, dejémosla —gruñó Lady Sutton. Recogió su chaqueta alrededor del tonel de su cintura y se alejó—. Ya conocéis nuestro lema, amigos míos: «No interferir.» Te veremos a ti y a Bob en el refugio la semana próxima, Sidra. Buenas noches…

—Buenas noches…

Finchley  y  Braugh  se  alejaron  también…  las  tres  figuras  se  introdujeron  en  las sombras, desvaneciéndose en medio de la niebla. Mientras desaparecían, Sidra oyó que Braugh decía:

—El lema debería ser «Desvergüenza».

—No tiene sentido —respondió Finchley—. La vergüenza es una sensación que buscamos tanto como las otras. Es redund…

Luego se fueron.

Y con el retorno de ese escalofrío atemorizador, Sidra advirtió que ellos no habían visto a Ardis… ni lo habían oído… ni siquiera habían advertido su…

—Naturalmente —interrumpió Ardis.

—¿Cómo naturalmente?

—Lo comprenderás más tarde. Ahora tenemos un asesinato ante nosotros.

—¡No!—gritó ella, retrocediendo—. ¡No!

—¿Qué es esto, Sidra? Y pensar que has estado deseando este momento por tantos años. Lo has planeado, festejado…

—Estoy… demasiado trastornada… nerviosa.

—Te calmarás. Vamos.

Caminaron juntos unos pocos pasos por la estrecha calle, doblaron por el sendero de grava y atravesaron el portal que conducía a la parte trasera. Cuando Ardis estiró la mano para coger el pomo de la puerta de servicio, vaciló y se volvió hacia ella.

—Este —dijo— es tu momento, Sidra. Comienza ahora. Llegó el momento de romper la cadena y cobrar el precio de una vida llena de agonía. Este es el día en que equilibrarás la cuenta. El amor es bueno… el odio es mejor. El olvido es una virtud frívola… ¡la pasión lo consume todo y es el fin de toda la vida!

Él empujó la puerta abierta, la aferró de un codo y la arrastró a la despensa. Estaba oscura y llena de curiosos recovecos. Se movieron en la oscuridad cautelosamente, alcanzaron la puerta giratoria que daba a la cocina y la empujaron, entrando en ésta. Sidra lanzó un gemido ahogado y aflojó su cuerpo contra el de Ardis.

Había sido la cocina alguna vez. Ahora los hornos y fregaderos, estantes y mesas, sillas, armarios empotrados, todo se veía muy amenazador y entremezclado, como el laberinto de una jungla enloquecida. Una chispa de azul intenso brillaba en el suelo, y a su alrededor retozaban un buen número de sombras cantarinas.

Eran humo solidificado… gas semilíquido. Sus interiores traslúcidos se retorcían e interactuaban con el nauseabundo bullir del estiércol viviente. Era como mirar a través de un microscopio, pensó Sidra, esas criaturas de fétidos cuerpos sanguinolentos que cubren una corriente de agua estancada, que llenan un pantano con emanaciones fétidas… y lo más asqueroso de todo, era que cada una de ellas formaba una ondeante y borrascosa imagen de su marido. Veinte Robert Peel, gesticulando obscenamente y cantando un coro susurrante:

Quis multa gracilis te puer in rosa Perfusus liquidis urget odoribus Grato, Sidra, sub antro?

—¡Ardis! ¿Que es esto?

—No lo se, Sidra.

—Pero estas formas…

—Encontraremos la salida.

Veinte emanaciones saltarinas apiñadas alrededor de ellos, aún cantando. Sidra y Ardis fueron conducidos hacia adelante y quedaron de pie en el borde de esa chispa con forma de zafiro que ardía en el aire a unas pulgadas del suelo. Dedos gaseosos empujaban y tanteaban a Sidra, pellizcándola y pinchándola mientras las figuras azules hacían  cabriolas  y  lanzaban  risas  siseantes,  palmeándose  las  nalgas  desnudas  con éxtasis espectrales.

Un latigazo sobre el brazo de Sidra la hizo sobresaltar y lanzar un grito, y cuando miró hacia abajo vio incontables puntos de sangre brotar de la blanca piel de su muñeca. Y mientras contemplaba aturdida los encantamientos descorporizados, Ardis le levantó la muñeca hasta los labios. Luego levantó su propia muñeca hasta los labios de Sidra y esta sintió el gusto salobre de la sangre de él.

—¡No! —jadeó—. No lo creo. Usted me está haciendo ver todo esto.

Se dio vuelta y corrió hacia la habitación auxiliar de la cocina. Ardis se mantuvo detrás y cerca de ella. Y las formas azules aún siseaban un coro monótono:

Qui nunc te fruitur credulus áurea

Qui semper vacuam, semper amabilem, Sperat, nescius aurae Fallacia…

Cuando alcanzaron el pie de las envolventes escaleras que conducían a los pisos superiores,  Sidra  se  aferró  a  la  balaustrada  para  sostenerse.  Con  la  mano  libre  se restregó la boca para quitar el gusto salobre que le revolvía el estómago.

—Creo que tengo una idea de qué era todo eso — dijo Ardis. Ella lo contempló.

—Una especie de ceremonia de compromiso —dijo con tono indiferente—. ¿Has leído sobre algo parecido antes, no? Curioso, ¿no lo has hecho? Hay algunas influencias poderosas en esta casa. ¿Reconoces a aquellos fantasmas?

Ella sacudió la cabeza cansadamente. ¿Qué sentido tenía pensar… hablar?

—¿No, eh? Tenemos que ver ese asunto. Nunca me preocupo por aparecidos no solicitados. No tendremos ninguno de estos disparates en el futuro… —Calló por un momento, luego señaló hacia las escaleras.— Tu marido está allí arriba, eso creo. Continuemos.

Ascendieron trabajosamente por las retorcidas y tenebrosas escaleras, y los últimos vestigios de sanidad de Sidra se esforzaron, paso a paso, con ella.

Uno: Subes las escaleras. ¿Escaleras que se dirigen a dónde? ¿A más locuras? ¡Esa maldita Cosa en el refugio!

Dos: Esto es el infierno, no la realidad.

Tres: O una pesadilla. ¡Sí! una pesadilla. La langosta de anoche. ¿Dónde estuvimos anoche, Bob y yo?

Cuatro: Querido Bob. ¿Por qué yo siempre…? Y este Ardis. Sé porqué me es tan familiar. Porque casi lee mis pensamientos. El es probablemente algún…

Cinco: …joven simpático que juega tenis en la vida real¿Distorsionado por un sueño. Sí.

Seis… Siete…

—No te apresures —dijo Ardis con cautela.

Ella se detuvo en donde se encontraba y miró fijamente. No había más gritos o estremecimientos en ella. Simplemente contempló la cosa que colgaba con cabeza retorcida desde el madero sobre la plataforma de la escalera. – Era su marido, fláccido y volátil, suspendido en el extremo final de una cuerda para tender la ropa.

La  fláccida  figura  se  balanceaba  siempre  muy  ligeramente,  como  el  delicado movimiento de un péndulo mayúsculo. La boca estaba contorsionada en una mueca sardónica y los ojos saltaban de sus órbitas y miraban hacia ella con impúdico humor. Vagamente, Sidra fue consciente de que los escalones ascendentes conducían a través de la forma retorcida.

—Unid las manos —dijo el despojo con tono sacrosanto.

—¡Bob!

—¿Tu marido? —exclamó Ardis.

—Queridos amigos —comenzó el despojo—, nos hemos reunido bajo el signo de Dios y de cara a esta compañía para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio; que es… —La voz retumbó una y otra vez.

—¡Bob! —dijo Sidra con voz ronca.

—¡Arrodillaos! —ordenó el despojo.

Sidra se hizo a un lado y corrió pesadamente escaleras arriba. Tropezó un instante sin resuello, luego las fuertes manos de Ardis la aferraron. Tras ellos el sombrío despojo entonaba:

—Os declaro marido y mujer.

—¡Ahora debemos ser rápidos! —susurró Ardis—. ¡Muy rápidos! Pero en la parte superior de las escaleras Sidra hizo su último intento por liberarse. Abandonó toda esperanza de sanidad, de comprensión. Todo lo que quería era libertad y un lugar donde poder sentarse en soledad, libre de las pasiones que la cercaban, consumiendo sus entrañas. No se dijo una palabra, ningún gesto fue hecho. Se alzó hasta arriba y encaró a Ardis. Era una de esas  ocasiones,  comprendió,  en  que  uno  lucha  contra  petroglifos tallados en roca prehistórica.

Por unos minutos estuvieron parados, contemplándose uno al otro en la sala oscura. A su derecha estaba el pozo descendente de las escaleras; a la izquierda, el dormitorio de Sidra; detrás de ellos el corto pasillo que conducía al estudio de Peel… hacia la habitación donde él tan inconscientemente esperaba la muerte. Sus ojos se encontraron, chocaron y batallaron en silencio. Y a pesar de que Sidra sostenía esa profunda y brillante mirada, sabía —con un agonizante sentido de desesperación— que sería derrotada.

Ya no había voluntad ni fuerza ni valor en ella. Peor, por alguna espectral osmosis parecía haberse vaciado en el hombre que la encaraba. Mientras luchaba advirtió que su rebelión era similar a la de una mano o un dedo contra el cerebro guía.

Sólo pronunció una frase:

—¡Por el amor de Dios! ¿Quien es usted? Y otra vez él respondió:

—Lo descubrirás… pronto. Pero creo que ya lo sabes. Creo que lo sabes.

Inerme,  ella  se  dio  vuelta  y  penetró  en  su  dormitorio.  Allí  había  un  revólver  y comprendió que debía conseguirlo. Pero cuando abrió de un tirón el cajón e hizo a un lado los montones de ropas de seda para cogerlo, sintió que éstas eran pastosas y húmedas. Al vacilar, Ardis estiró un brazo por detrás de ella y cogió el arma. Aferrado a la culata, un dedo fuertemente enganchado en el gatillo, había una mano, el muñón de la muñeca coagulado y desgarrado.

Ardis chasqueó la lengua y trató de arrancar la mano perdida. No pudo hacerlo. Apretó y retorció un dedo al mismo tiempo y entonces ese desecho de mano repugnante apretó el arma con más fuerza aún. Sidra estaba sentada en el borde de la cama como una niña, contemplando el espectáculo con ingenuo interés, notando cómo los quebradizos músculos y tendones del muñón se flexionaban ante el esfuerzo de Ardis.

Había una serpiente carmesí brotando por debajo de la puerta del baño. Se retorcía a través del suelo de madera, espesándose en un riacho cuando tocó suavemente su falda. Cuando Ardis arrojó con ira el arma al suelo, advirtió el cauce. Caminó con rapidez hacia el baño y abrió la puerta de un empujón, la cerró de un portazo un segundo más tarde. Sacudió la cabeza de Sidra y dijo:

—¡Vamos!

Ella asintió mecánicamente y se incorporó, indiferente a la falda empapada que se pegaba contra sus tobillos. En el estudio de Peel, dio vueltas el picaporte de la puerta cuidadosamente, hasta que un débil chasquido le advirtió que la cerradura estaba abierta, luego empujó la puerta. La hoja se abrió por completo para revelar el estudio de su marido en penumbras. El escritorio se hallaba ante las altas cortinas de la ventana y Peel estaba sentado ante él, de espaldas a ellos. Estaba encorvado sobre un candelero o una lámpara o alguna fuente de luz que formaba un halo alrededor de su cuerpo y lanzaba flujos oscilantes. En ningún momento se movió.

Sidra avanzó de puntillas, luego hizo una pausa. Ardis se llevó un dedo a los labios y se movió como un rápido gato hacia el hogar apagado, donde levantó un pesado atizador de bronce. Lo llevó hasta Sidra y se lo ofreció con gestos de urgencia. Los dedos de ella lo aferraron como si hubieran sido hechos para matar.

Venciendo lo que le impedía avanzar, dio unos pasos y alzó el atizador sobre la cabeza de Peel, mientras algo débil y enfermizo dentro de ella lloraba y rezaba; lloraba, rezaba y gemía como los quejidos de un niño con fiebre. Como agua derramada, las últimas pocas gotas de autodominio temblaron antes de desaparecer al unísono.

Luego Ardis la tocó. Sus dedos se apretaron contra la región lumbar y una carga de bestialidad sacudió su columna con crueles y punzantes estímulos. Al brotar todo el odio, la rabia y la lívida reivindicación, elevó el atizador y lo descargó sobre la aún inmóvil cabeza de su marido.

Toda la habitación estalló en una explosión  silenciosa. Las luces fulguraron y las sombras hicieron remolinos. Sin misericordia, aporreó y machacó el cuerpo caído que había sido derribado de la silla al suelo. Lo golpeó una y otra vez su aliento escapaba como un silbido histérico— hasta que la cabeza quedó aplastada, convertida en una masa sangrienta. Sólo entonces dejó caer el atizador y retrocedió tambaleante.

Ardis se arrodilló junto al cuerpo y lo dio vuelta.

—Está totalmente muerto. Este es el momento por el cual has rezado, Sidra. ¡Eres libre!

Ella miró hacia abajo con horror. Torpemente, desde la alfombra ensangrentada, un rostro muerto miraba hacia atrás. Mostraba el contraído y muy estirado rostro, los ojos y el cabello azabaches cayendo sobre una ceja como el pico de un cuervo. Gimió cuando la comprensión llegó a ella. El rostro dijo:

—Esta es Sidra Peel. En este hombre que has matado te has asesinado a ti misma…

asesinado la única parte de ti que podía salvarse.

—¡Ayyy…! —gritó ella y se abrazó a sí misma, rodando en agonía.

—Mírame bien —dijo el rostro—. Pues mi muerte ha roto una cadena… sólo para encontrar otra.

Y ella supo. Comprendió. Pues a pesar de que aún rodaba y gemía en una agonía inacabable, vio que Ardis se incorporaba y avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Sus ojos brillaban como horribles estanques y sus brazos eran zarcillos de su propia pasión insatisfecha, anhelante, que la inundaba. Una vez abrazados, ella supo que allí no habría escape… escape de este matrimonio enfermizo que su propia lujuria nunca dejaría de acariciar.

Así sería por siempre jamás el nuevo mundo feliz de Sidra. IV

Después de que los otros habían pasado el velo, Christian Braugh aún permanecía en el refugio. Encendió otro cigarrillo con una simulación de aplomo perfecto, arrojó la cerilla y luego llamó:

—Ehh… ¿Señor Cosa?

—¿Qué ocurre, señor Braugh?

Braugh no pudo evitar un ligero sobresalto ante esa voz que surgía de ninguna parte.

—Yo… bien, el hecho es que me he demorado para charlar.

—Pensé que lo haría, señor Braugh.

—Lo pensó, ¿eh?

—Su hambre insaciable de material fresco no es un misterio para mí.

—¡Oh! —Braugh miró a su alrededor nerviosamente—. Ya veo.

—No hay ningún motivo de alarma. Nadie podrá oírnos. Su mascarada permanecerá sin descubrir.

—¿Mascarada?

—Usted no es en realidad un mal tipo, señor Braugh. Nunca perteneció a la camarilla del refugio Sutton.

Braugh rió sardónicamente.

—Y no es necesario continuar su farsa ante mí — continuó la voz de manera amistosa—. Sé que la historia de sus muchos plagios es simplemente otra maquinación de Christian Braugh.

—¿Lo sabe?

—Por supuesto. Usted creó esa leyenda para lograr entrar en el refugio. Durante años ha estado jugando el rol del falso pícaro, a pesar de que su sangre corre fría algunas veces.

—¿Y sabe por qué hice eso?

—Ciertamente. Como hecho práctico, señor Braugh, yo lo sabía casi todo, pero debo confesar que hay algo en usted que me desconcierta.

—¿Qué es?

—¿Por  qué,  con  ese  apetito  insaciable  por  material  fresco,  no  está  contento  con trabajar como los otros autores, con lo que conocía? ¿Por qué ese enfermizo deseo de material único… de campos absolutamente vírgenes? ¿Por qué deseaba pagar un precio tan amargo y exorbitante por unos pocos gramos de originalidad?

—¿Por qué? —Braugh tragó el humo y lo exhaló entre sus dientes apretados.— Lo comprendería si fuera humano. ¿Supongo que usted no…?

—Esa pregunta no puede ser respondida.

—Entonces le diré el porqué. Es algo que ha estado torturándome toda la vida. Un hombre nace con imaginación.

—Ah… imaginación.

—Si la imaginación es ligera, un hombre siempre encontrará en el mundo una fuente de profunda e inagotable maravilla, un lugar de muchos deleites. Pero si su imaginación es fuerte, vivida, incansable, considerará al mundo como un lugar penoso… ¡un diamante sin pulir ante las maravillas de sus propias creaciones!

—Hay maravillas que sobrepasan todas las imaginaciones.

—¿Para quiénes? No para mí, mi invisible amigo; ni para ninguna criatura apegada a la tierra, a la carne. El hombre es algo penoso. Nace con la imaginación de los dioses y por siempre pegado a un redondo terrón de arcilla y saliva. Yo tengo dentro de mí lo único, el ego, la fértil greda de un espíritu intemporal… ¡y toda esa riqueza está envuelta en una parcela de piel que pronto se corrompe!

—Ego… —musitó la voz—. Eso es algo que, ¡ala!, ninguno de nosotros puede comprender. En ningún lugar del cosmos conocido, salvo vuestro planeta, se lo puede encontrar, señor Braugh. Es algo atemorizador y a veces me convence que la suya es una raza que puede… —la voz se quebró abruptamente.

—¿Qué puede…? —interrogó Braugh, atento.

—Vamos —dijo la Cosa enérgicamente—, hay menos obligación con usted que con los otros, y le concederé el beneficio de mi experiencia. Déjeme ayudarlo a seleccionar una realidad.

Braugh hizo hincapié en la palabra:

—¿Menos?

Y otra vez fue ignorada su pregunta.

—¿Elegirá alguna otra realidad de su propio cosmos o está satisfecho con la que ya tiene? Puedo ofrecerle mundos vastos y mundos diminutos; grandes seres que sacuden el espacio y llenan los vacíos con sus truenos; seres diminutos de encanto y perfección en los que su percepción apenas roza el timbre sensitivo de sus pensamientos. ¿Le apetece el terror? Puedo darle una realidad de estremecimientos. ¿Belleza? Puedo mostrarle realidades de éxtasis infinito. ¿Dolor? ¿Tortura? Cualquier sensación. Nombre una, muchas, todas. Diseñaré para usted una realidad que superará esos enormes conceptos suyos.

—No —respondió Braugh un momento después—. Los sentidos son siempre, cuando mucho, sentidos… y con el tiempo se aburren de todo. No puede satisfacer la imaginación con crema batida, con formas y sabores nuevos.

—Entonces puedo enviarlo a mundos extradimensionales que pasmarán a su imaginación.   Conozco   un   sistema   que   lo   entretendrá   para   siempre   con   su incongruencia… donde, si se tiene pena uno se rasca una oreja, o su equivalente, donde si se ama uno se toma un refresco, si se muere uno se ríe a carcajadas… He visto una dimensión en la cual se puede realizar seguramente lo imposible; donde los sentidos cotidianos rivalizan en la composición de paradojas animadas, y donde el simple hecho de la propia introspección es llamado «chrythna», es decir «cursi» en la jerga norteamericana.

«¿Desea probar las emociones de orden clásico? Puedo llevarlo a un mundo de n dimensiones donde, una por una, puede consumir los intrincados matices de veintisiete emociones primarias —siempre tomando notas, por supuesto— y entonces pasar a combinaciones y permutaciones de la suma de veintisiete elevado a la veintisiete. Matemáticamente se diría: 27 x 1027. Vamos, ¿no cree que podría gozarlas?

—No —dijo Braugh con impaciencia—. Es obvio, mi amigo, que usted no comprende el ego de un hombre. El ego no es un niño que pueda ser entretenido con juegos, y sin embargo es un niño que anhela lo que no puede obtener.

—Usted parece ser del tipo animal que no ríe, señor Braugh. Se ha dicho que el hombre es el único animal que ríe de la tierra. Apartad el humor y sólo queda el animal. No tiene usted sentido del humor, señor Braugh.

—El ego —continuó intentándolo Braugh— desea sólo lo que no espera obtener. Una vez poseído algo, ya no se lo desea. ¿Puede usted garantizarme una realidad en la que pueda tener algo que desee porque no tengo posibilidad de obtenerlo, y esa misma posesión no romper la calidad de mi deseo? ¿Puede usted hacer eso?

—Me temo —respondió la voz con un ligero tono divertido— que las razones de su imaginación son demasiado tortuosas para mí.

—Ah —musitó Braugh, casi para sí mismo—. Temía eso. ¿Por qué la creación parece estar hecha para individuos de segunda categoría, ni siquiera la mitad de listos que yo?

¿Por qué esa mediocridad?

—Usted busca obtener lo inobtenible —argumentó la voz con tono razonable— y por medio de ese acto no lo obtiene. La contradicción está en su interior. ¿Le gustaría ser cambiado?

—No… no, no me cambien. — Braugh sacudió la cabeza. Se quedó ensimismado en sus pensamientos, luego hizo un gesto y aplastó su cigarrillo.— Hay una única solución para mi problema.

—¿Y es?

—Una sustitución. Si no se puede satisfacer un deseo, se debe explicar cómo funciona. Si un hombre no puede encontrar amor, escribe un tratado psicológico sobre la pasión. Haré cuando mucho lo mismo…

Se encogió de hombros y se movió en dirección al velo. Hubo una especie de risita tras él y la voz preguntó:

—¿Adonde te conduce tu ego, oh ser humano?

—A la verdad de las cosas —gritó Braugh—. Si no puedo satisfacer mis ansias, al menos encontraré la causa de mis ansias.

—Sólo encontrará la verdad en el infierno o en el limbo, señor Braugh.

—¿Por qué?

—Porque la verdad es siempre infernal.

—Y el infierno es verdadero, no hay duda. No importa, iré allí… infierno o limbo, donde pueda encontrar la verdad.

—Puede que encuentres satisfactorias las respuestas, oh ser humano.

—Gracias.

—Y puede que aprendas a reír.

Pero Braugh ya no oía, pues había pasado el velo.

Se encontró de pie ante una gran mesa de despacho —casi un pupitre de juez— tal alta como su cabeza. Alrededor de él no había nada más. Una niebla sulfurosa lo llenaba todo, encubriendo todo excepto ese imponente pupitre. Braugh echó la cabeza hacia atrás y espió por encima. Contemplándolo desde el otro lado había una cara diminuta, vieja como el pecado, con grandes patillas y ojos bizcos. Se alzaba sobre una pequeña cabeza arrugada cubierta con un bonete. Como el bonete de mago.

O un bonete de burro, pensó Braugh.

Tras la cabeza, distinguió vagamente estantes de libros en fila con etiquetas que decían: A-AB, AC-AD y así sucesivamente. Algunos tenían etiquetas curiosas: # —, & —1/ 4, * —c. Incomprensible. Habían también un brillante pote de tinta y un tintero con pluma de ave. Un enorme reloj de arena completaba el cuadro. Dentro del reloj una mosca que había perdido un ala se arrastraba vacilante sobre la arena.

—¡S-orprendente! ¡AS-ombroso! ¡IN-creíble! —dijo el hombrecillo con voz ronca. Braugh se sintió fastidiado.

El hombrecillo se encorvó hacia él como Quasimodo y acercó todo lo posible su rostro de clown al de Braugh. Estiró un dedo lleno de bultos y punzó a Braugh cuidadosamente. Estaba estupefacto. Se reclinó hacia atrás y vociferó:

—¡THAMM-uz! ¡DA-gon! ¡TIMM-son!

Hubo un bullicio invisible y otros tres hombrecillos se asomaron tras el pupitre y atisbaron a Braugh. La inspección duró unos minutos. Braugh estaba irritado.

—Muy bien —dijo—. Es suficiente. Decid algo. Haced algo.

—¡Habla! —exclamaron con incredulidad—. ¡Está vivo!

—Juntaron sus narices  y  parlotearon  con  rapidez—.  Quécosa-sorprendente  Dagon habla Riminon puede estar vivo y ser humano Belial debe haber una razón para esto Thammuz si piensas eso yo no lo puedo afirmar.

Luego se detuvieron.

Una inspección posterior.

—Averigüemos cómo llegó aquí —dijo uno.

—Eso no es todo. Averigüemos qué es. ¿Animal? ¿Vegetal? ¿Mineral?

—Averigüemos de dónde viene —dijo un tercero.

—Hay que ser cuidadosos con los extraños, ya lo sabéis.

—¿Por qué? Somos absolutamente invulnerables.

—¿Eso crees? ¿Qué me dices de una visita del Ángel de Azrael?

—¿Quieres decir el áng…?

—¡No lo digas! ¡No lo digas!

Estalló  una  feroz  discusión,  mientras  Braugh  golpeteaba  el  suelo  con  un  pie, impaciente. Aparentemente llegaron a una conclusión. El hechicero N° 1 extendió un dedo acusador hacia Braugh y dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—El asunto es, ¿dónde estoy? —replicó con brusquedad Braugh.

El hombrecillo se volvió hacia sus hermanos Thammuz, Dagon y Rimmon.

—Quiere saber dónde está —dijo sonriendo con afectación.

—Entonces díselo, Belial.

—Adelante, Belial. No podemos continuar así eternamente.

—¡Tú! —Belial se volvió en dirección a Braugh—. Esta es la Administración Central, el Control Central Universal; Belial, Rimmon, Dagon y Thammuz, actuando en nombre de El Supremo.

—¿Que sería Satán?

—No se permite tanta familiaridad.

—He venido aquí a ver a Satán.

—¡Quiere ver al Señor Lucifer! —Estaban consternados. Luego Dagon golpeó a los otros con sus agudos codos y se colocó un dedo sobre la nariz con mirada astuta.

—Espía —dijo. Para redondear, hizo un gesto significativo hacia arriba.

—¡No digas eso, Dagon! ¡No lo digas!

—Se sabe que sucede —dijo Belial, haciendo pasar las hojas de un gigantesco libro mayor—. En verdad no está registrado aquí. No hay declaraciones inventariadas para…— Hizo girar el reloj de arena, irritando a la mosca.— …para seis horas.

No  está  muerto  porque  no  hiede.  No  está  vivo  porque  sólo  son  convocados  los muertos. La cuestión es: ¿Qué es y qué debemos hacer con él?

—Adivinación. Absolutamente infalible —dijo Thammuz.

—Gran mente, ese es Thammuz.

—¿Nombre? —Belial dirigió su mirada a Braugh.

—Christian Braugh.

—¡El lo dijo! ¡El dijo! ¡No fuimos nosotros!

—Probemos la Onomancia —dijo Dagon—. C, tercera letra. H, octava letra. R, decimoctava letra, y etcétera. Es correcto, Belial; deletrear no es lo mismo que decir. Haz la suma total. Dóblala y agrégale diez. Divídela por dos y medio, luego sustráela al total original.

Contaron, sumaron, dividieron y restaron. Las plumas de ave crujieron sobre el pergamino; se escuchó un sonido zumbante. Por último Belial interrumpió su escritura y lo escrutó dubitativamente. Todos se escrutaron entre ellos. Como un solo hombre, se encogieron de hombros y rompieron las cuentas.

—No puedo entenderlo —se quejó Rimmon—. Siempre nos da cinco.

—No importa. —Belial fijó en Braugh una mirada severa.— ¡Tú! ¿Cuándo has nacido?

—Diciembre dieciocho, mil novecientos treinta.

—¿Hora?

—Doce y cuarto de la tarde.

—¡Cartas estelares! —ordenó Thammuz—. ¡Lo genetlíaco nunca falla!

Nubes de polvo hicieron toser a Braugh mientras exploraban a fondo los estantes que se hallaban tras ellos y extraían pesadas hojas de pergamino que desenrollaron como cortinillas. Esta vez tardaron quince minutos en obtener sus resultados, que volvieron a examinar cuidadosamente y volvieron a romper.

—Es curioso —dijo Rimmon.

—¿Por qué siempre resulta haber nacido bajo el signo de la Marsopa? —dijo Dagon.

—Quizá es una marsopa.

—Es mejor que lo llevemos al laboratorio para una revisión. El se irritará mucho si hacemos una chapuza.

Se apoyaron sobre el pupitre y le hicieron señas. Braugh resopló y obedeció. Rodeó el costado del pupitre y se encontró ante una puertecita enmarcada en libros. Los cuatro pequeños Administradores Centrales brincaron del escritorio y lo escoltaron. Tuvo que inclinarse para poder verlos; apenas si le llegaban a la cintura.

Braugh entró en el laboratorio infernal. Era una habitación circular con techo bajo, suelo y paredes de azulejos, alacenas y estantes repletos de cristalería polvorienta, artefactos de alquimia, libros, huesos y botellas, ninguna de ellas etiquetada. En el centro había una larga y chata piedra de molino. El agujero eje tenía un aspecto chamuscado, pero no había ninguna chimenea sobre él.

Belial hurgó en un rincón, moviendo paraguas y hierros de herrar, y extrajo un puñado de palillos secos.

—Fuegos de altar —dijo y tropezó. Los palillos volaron por los aires. Braugh comenzó a levantar los pedazos de madera con aire solemne.

—¡Sortilegio! —chilló Rimmon. Extrajo de un tirón un reluciente lagarto de una caja y comenzó a escribir en su lomo con un trozo de carbón, advirtiendo el orden en el cual Braugh levantaba los fuegos de altar.

—¿Hacia dónde es el este? —preguntó Rimmon, arrastrándose tras el lagarto, que parecía  entregado  a  su  propios  asuntos.  Thammuz  señaló  hacia  abajo.  Rimmon agradeció con la cabeza  y  comenzó  una  envolvente  computación  sobre  el  lomo  del lagarto. Gradualmente su mano se movió con más lentitud. Por ese entonces Braugh había  apilado  la  madera  sobre  el  altar.  Rimmon  sostenía  el  lagarto  por  la  cola, sorprendido de sus notaciones. Por último lo levantó y lo empujó bajo las maderas. Encendió el fuego de inmediato.

—Salamandra —dijo Rimmon—. ¿No está mal, eh? Dagon estaba inspirado.

—¡Piromancia! —corrió hacia las llamas, introdujo la nariz a una pulgada del fuego y cantó—. Aleph, beth, gimel, daleth, he, vau, zayin, cheth…

Belial se movió inquieto y musitó a Thammuz:

—La última vez que intentó eso cayó dormido.

—Es el hebreo —dijo Thammuz, como si pensara que eso era una explicación.

El canto se desvaneció y Dagon, los ojos arrobadoramente cerrados, se deslizó hacia las llamas crepidantes.

—Lo hizo de nuevo —dijo Belial entre dientes.

Arrastraron a Dagon fuera del fuego y le abofetearon el rostro hasta que sus bigotes dejaron de arder. Thammuz olfateó el hedor del pelo quemado, luego señaló el humo que flotaba sobre sus cabezas.

—Capnomancia —dijo—. No puede fallar. Por fin podremos descubrir qué es.

Los cuatro juntaron las manos e hicieron cabriolas alrededor del humo, soplándolo con labios fruncidos. Este desapareció en un momento. Thammuz parecía irritado.

—Falló.

—Sólo porque eso no se ligó. Contemplaron agriamente a Braugh.

—¡Tú tienes la culpa!

—No del todo —dijo Braugh—. No estoy ocultando nada. Por supuesto, no creo ni una pizca de lo que sucede aquí, pero eso no tiene importancia. Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿No tiene importancia? ¿Qué quieres decir con eso de que no crees?

—Vosotros no podéis hacerme creer que cuatro payasos tienen algo que ver con la verdad… y mucho menos con Su Majestad, el Padre Satán.

—¿Qué?, so asno, nosotros somos Satán.

Luego bajaron las voces y buscaron oídos invisibles.

—Era una forma de decir. Sin ofensa. Una reverencia al valor del apoderado. —Sus indignaciones revivieron.— Pero tenemos el poder para indagar sobre ti. Te seguiremos las pisadas. Desgarraremos el velo, romperemos el sello, quitaremos la máscara, conoceremos todo con la Sideromancia. ¡Traed el hierro!

Dagon hizo rodar una pequeña carretilla llena de trozos de hierro, todos burdas imágenes de peces.

—Esta adivinación nunca falla —dijo a Braugh—. Coge una carpa… cualquiera de ellas.

Braugh seleccionó un pez de hierro al azar y Dagon se lo arrebató con irritación, arrojándolo en un diminuto crisol. Colocó éste en el fuego y Thammuz manejó un fuelle de mano hasta que el hierro estuvo al rojo vivo.

—No puede fallar —bufaba—. La sideromancia nunca falla.

Los cuatro esperaron y esperaron; Braugh nunca supo qué. Por último suspiraron.

—Falló —dijo Braugh.

—Probemos la Molibdomancia —sugirió Belial.

Asintieron y arrojaron el hierro en un caldero de plomo sólido. Este siseó y echó humo como si hubiera sido echado en agua. Al momento el plomo se fundió. Belial dio un golpecito sobre el caldero y el líquido plateado reptó sobre el suelo. Braugh quitó su pie del  camino.  Belial  formuló  su  «A»:  «Mí-  mí-mí-mí-mí-mí-Mííííííííí»,  pero  antes  de  que pudiera comenzar su encantamiento hubo un chasquido similar al disparo de una pistola. Uno de los azulejos del suelo se había quebrado. El plomo líquido desapareció con un siseo y al instante siguiente una fuente de agua surgió a través del agujero.

—Otra vez reventaron los caños —dijo Belial.

—¡Pegomancia! —gritó Dagon ansiosamente. Se aproximó a la fuente con mirada reverente, se arrodilló ante ella y comenzó un salmodeo monótono:

-Alif, ba’, ta’, tha’, jim, ha’, kha’, dal…

En treinta segundos sus ojos se cerraron extáticamente y se desplomó en el agua.

—Es el arábigo —dijo Thammuz—. Sequémoslo o cogerá la muerte.

Thammuz y Belial sujetaron a Dagon por los brazo, y lo arrastraron al fuego de altar. Dieron vueltas a la brillante hoguera varias veces y cuando estaban a punto de detenerse fue cuando Dagon dijo con ahogo:

—Mantenedme en movimiento, Giromancia.

—No. Aún resta el griego. Hagamos círculos. ¡Alpha, beta, gamma, delta, huy!

—No, la siguiente es épsilon —dijo Thammuz, y luego—: ¡huy!

Braugh se dio vuelta para ver qué estaban contemplando y agregó un ¡huy! más.

Una joven acababa de entrar al laboratorio. Tenía cabellos cortos y pelirrojos, y un encantador lado derecho cubierto de plomo. Su cobrizo cabello estaba echado hacia atrás con un nudo griego. Exhibía una expresión de exasperación y furia, y nada más. Braugh musitó otro ¡huy!

—¡Con que sí! —acusó la joven—. Y otra vez. Cuántas veces más… —se interrumpió, corrió hasta una pared, cogió una prodigiosa retorta de cristal y la arrojó con fuerza. Mientras los pedazos aún tintineaban, dijo:

—¡Cuántas veces os he dicho que detengáis estas tonterías u os denunciaré!:

Belial trató de restañar sus cortes sangrantes e hizo el esbozo de una sonrisa inocente.

—¿No irás a contárselo a El, Astarté, no es cierto?

—No permitiré que sigan destrozando mi techo y arrojando cosas en mi despacho. Primero plomo fundido, luego agua; cuatro semanas de trabajo arruinadas. Mi escritorio Sheraton arruinado. —Retorció su torso y exhibió una cicatriz roja que le bajaba desde un hombro.— ¡Doce pulgadas de piel arruinadas!

—Te pagaremos los daños, Astarté.

—¿Y quién me pagará el dolor?

—Lo mejor es el ácido tánico —dijo Braugh con seriedad—. Hiérvase un té bien fuerte y hágase una cataplasma. Alivia el dolor.

La cabeza rubia giró y Astarté alanceó a Braugh con sus serenos ojos verdes.

—¿Quién es éste?

—No lo sabemos —tartamudeó Belial—. Llegó hasta mi pupitre y… Es por eso que nosotros… Debe haber una causa…

Braugh dio un paso adelante y tomó la mano de la joven.

—Soy humano. Vivo. Enviado aquí por uno de vuestros colegas; nombre desconocido. Me llamo Braugh. Christian Braugh.

La mano de ella era fresca y firme.

—Debe de haber sido… No importa. Mi nombre es Astarté. Yo también soy cristiana. Los de la Administración Central se taparon los oídos con las palmas de las manos para bloquear aquella mala palabra.

—¿Cristianos en el personal de Satán? —Braugh estaba sorprendido.

—Algunos lo somos. ¿Por qué no? Todos lo éramos antes de La Caída. No hubo respuesta a esto.

—¿Hay algún lugar donde podamos estar lejos de estos chapuceros?

—Siempre está mi despacho.

—Me gustan los despachos.

También le gustaba Astarté; mucho más que gustarle. Ella lo condujo a su despacho en el piso inferior, muy grande, muy impresionante, quitó un montón de papeles de trabajo de una silla y lo invitó a sentarse. Se repantigó ante la ruina de su escritorio y, después de una mirada malevolente al cielorraso, le pidió que contara su historia. Lo escuchó con atención.

—Inusual —dijo—. Buscas a Satán, el Señor del mundo inferior. Bien, este es el único infierno que hay, y El es el único Satán que existe. Estás en el lugar indicado.

Braugh estaba perplejo.

—¿Infierno? ¿El Infierno de Dante? ¿Fuego, azufre y demás? Ella sacudió la cabeza.

—Sólo otro poeta que usaba su imaginación. Los tormentos reales son freudianos. Puedes discutir el asunto con Alighieri cuando te encuentres con él. —Sonrió al ver la expresión solemne de Braugh.— Todo esto nos conduce a algo vital. ¿Seguro que no estás muerto? A veces se olvida.

Braugh asintió.

—Hummm… —Le hizo una inspección interesada.— Lo sobrellevas muy bien. Yo nunca tuve nada con los vivos. ¿Seguro que estás vivo?

—Muy seguro.

—¿Y cuáles son tus intereses con el Padre Satán?

—La verdad —dijo Braugh—. Quería saber la verdad sobre todo, y fui enviado aquí por una innominada Cosa. Pues el Padre Satán podría ser el proveedor oficial de la verdad más que… —Vaciló.

—Puedes decirlo, Christian.

—Más que Dios en el Cielo, no lo sé. Pero para mí la verdad es lo único digno de valor que puede apaciguar este maldito anhelo que me tortura. Así que me agradaría mucho tener una entrevista.

Astarté arañó el escritorio con sus uñas brillantes y sonrió.

—Esto se está poniendo delicioso —dijo. Se incorporó, abrió la puerta del despacho y señaló el corredor lleno de vapores sulfurosos—. Sigue derecho —dijo a Braugh—. Luego coge el primero a la izquierda. Mantente en él y no puedes perderte.

—¿Volveré a verla? —le preguntó cuando partía.

—Me volverás a ver —rió Astarté.

Todo esto es demasiado ridículo, pensaba Braugh mientras avanzaba a través de la niebla amarilla. Has pasado un velo en busca de la Ciudadela de la Verdad. Has sido agasajado por cuatro hechiceros absurdos y una divinidad pelirroja. Luego sales por un corredor lleno de niebla, giras a la izquierda y sigues adelante en busca de una entrevista con el Conocedor de Todas las Cosas.

¿Y qué de mis ansias por lo inalcanzable? ¿Qué verdades se pueden extraer de todo este  asunto?  ¿Es  que  no  hay  solemnidad,  ni  dignidad,  ni  autoridad  que  se  pueda respetar? ¿Por qué toda esta mala comedia, esta payasada saturniana que invade todo el Infierno?

Giró a la izquierda en la esquina y se mantuvo en línea recta. El breve corredor acababa en un par de puertas de bayeta verde. Casi tímidamente, Braugh las abrió empujándolas y ante su gran sorpresa se encontró simplemente sobre un puente de piedra… casi como el Puente de los Suspiros, pensó. Tras él se encontraba la enorme fachada del edificio que acababa de dejar; una pared de bloques de azufre se extendía a izquierda y derecha y hacia arriba y abajo hasta perderse de vista. Ante él había un pequeñísimo edificio con forma de globo.

Caminó con rapidez a través del puente, pues las brumas que lo rodeaban lo hacían peligroso. Sólo hizo una pausa para reunir coraje ante el segundo par de puertas de bayeta, luego trató de aparentar un aire confiado y las empujó. No se llega, se dijo, ante Satán con indiferencia, pero hay tal cantidad de locura en el infierno que ésta se me ha pegado.

Era una habitación gigantesca, una especie de archivador, y una vez más Braugh se sintió aliviado de posponer un poco la pasmosa entrevista. El despacho era redondo como un planetario y estaba completamente lleno con una máquina sumadora tan vasta y enorme que Braugh no podía creer en sus ojos. Había cinco niveles de andamiajes ante el teclado y un pequeño oficinista apergaminado, que usaba espejuelos del tamaño de binoculares, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando, apretando teclas con velocidad lumínica.

Una excusa más para retrasar la amenazante entrevista con el Padre Satán. Braugh contempló al resollante  oficinista  trotar  ante  esos  teclados,  presionándolos  con  tanta rapidez que éstos repiqueteaban como cien motores fuera de borda. Este hombrecito, pensó Braugh, ha sido colocado a computar eternamente pecados totales y muertes totales, y toda suerte de estadísticas totales. El mismo parecía un total.

—¡Hola, allí! —dijo Braugh en voz alta.

—¿Qué sucede? —dijo el oficinista sin detenerse. Su voz era más apergaminada que su piel.

—Esas cifras no pueden esperar un instante, ¿no?

—Lo siento. No pueden.

—¡Quiere usted detenerse un momento! —gritó Braugh—. Quiero ver a su jefe.

El oficinista llegó a un punto muerto y se dio vuelta, quitándose los espejuelos binoculares muy lentamente.

—Gracias —dijo Braugh—. Mire, buen hombre, me gustaría ver a Su Majestad Negra, el Padre Satán. Astarté dijo…

—Ese soy yo —dijo el viejo hombrecito. Las palabras dejaron sin aliento a Braugh.

Por un breve instante una sonrisa flotó y se desvaneció por el rostro apergaminado.

—Sí, ese soy yo, hijo. Soy Satán.

Y a pesar de toda su vivida imaginación, Braugh tuvo que creer. Se desplomó en el peldaño más bajo de la escalera que conducía al andamiaje. Satán rió entre dientes suavemente y tocó una tecla de la gigantesca máquina de sumar. Hubo un ruido de engranajes y luego se escuchó que un mecanismo quedaba libre. La máquina comenzó a cloquear con suavidad mientras las teclas se movían de modo automático.

Su Majestad Diabólica bajó penosamente las escaleras y se sentó junto a Braugh. Extrajo  un  raído  pañuelo  de  seda  y  comenzó  a  limpiar  sus  gafas.  Era  tan  sólo  un agradable hombrecito sentado  amigablemente  junto  a  un  extraño,  dispuesto  para  un chismorreo en el portal trasero. Por último dijo:

—¿Qué tienes en mente, hijo?

—B-bien, su Alteza… —comenzó Braugh.

—Puedes llamarme Padre, hijo mío.

—Pero ¿debería? Quiero decir… —Braugh se interrumpió con embarazo.

—Bien,  adivino  que  estás  un  poco  preocupado  por  estos  negocios  del  cielo  y  el infierno, ¿eh?

Braugh asintió.

Satán suspiró y sacudió la cabeza.

—No sé qué decirte con respecto a esto —dijo—. El hecho es, hijo, que todo es lo mismo. Naturalmente, en algunos lugares dejo correr la idea de que hay dos lugares. Es una forma de mantener a algunos tipos en la raya. Pero la verdad es que eso no es real. Soy  todo  lo  que  existe,  hijo:  Dios  o  Satán  o  Siva  o  el  Coordinador  Oficial  de  la Naturaleza… como quieras llamarme.

Con una efusión de buenos sentimientos hacia ese hombrecito amigable, Braugh dijo:

—Puedo decirle que es usted un anciano agradable. Me sentiré feliz de llamarlo Padre.

—Bien, es una amabilidad de tu parte, hijo. Me agrada que lo sientas así. Debes comprender, por supuesto, que no podemos dejar que nadie me considere de esa forma. El poder infunde respeto. Pero tú eres diferente. Especial.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Tener eficiencia. ¡Tsk! Tenerlos asustados ahora y entonces. Tener respeto, comprendes. No se puede hacer cosas sin respeto.

—Lo comprendo, señor.

—Tener eficiencia. No se puede recorrer la vida todo el día, todo el año, toda la eternidad sin eficiencia. No puede haber eficiencia sin respeto..

—Absolutamente, señor —dijo Braugh, mientras algo inciertamente espantoso crecía dentro de él. Era un viejito amable, pero también era un viejo gárrulo y divagante. Su Satánica Majestad era un ser obtuso, ni siquiera tan lúcido como Christian Braugh.

—Lo que siempre digo —continuó el viejo, frotándose reflexivamente la rodilla— del amor y la reverencia y todo eso… es que puedes tenerlos. Son bonitos, pero de cualquier manera prefiero la eficiencia… al menos para un ser en mi posición. Entonces veamos, hijo, ¿qué tenías en mente?

Mediocridad, pensó Braugh con amargura.

—La verdad —dijo—, Padre Satán. Vine a buscarla. Quiero saber por qué estamos, por qué vivimos, por qué ansiamos. Quiero saber todo eso.

—Bien, ahora… —el viejito lanzó una risita—. Eso es casi una orden, hijo. Sí, señor, en verdad casi una orden.

—¿Puede decírmelo, Padre Satán?

—Un poco, Christian, sólo un poco. ¿Qué es lo que más quieres saber?

—Qué hay dentro de nosotros que busca lo inalcanzable. Qué son esas fuerzas que empujan y remolcan y sobrecargan en nuestros interior. Qué es este ego mío que no me deja descansar, que no busca reposo, que busca lo nuevo. ¿Qué es todo eso?

—Eso —dijo el Padre Satán, señalando su máquina sumadora— es ese aparato de allí. Lo hace todo.

—¿Eso?

—Eso.

—¿Lo hace todo?

—Todo lo que hago, y lo hago todo, está allí. —El viejo lanzó otra risita, luego se quitó los binoculares.— Eres un muchacho inusual, Christian. La primera persona que tiene la decencia de hacer una visita al Padre Satán… vivo, quiero decir. Te devolveré el favor. Aquí.

Sorprendido, Braugh aceptó los espejuelos.

—Póntelos —dijo el viejo—. Ve por ti mismo.

Y entonces la maravilla se combinó, pues en cuanto Braugh se deslizó los lentes sobre la nariz se encontró observando con los ojos del universo a todo el universo. Y el dispositivo de sumar ya no fue una máquina de sumar totales con adiciones y sustracciones; era un vasto y complejo madero de titiritero, del cual descendía un infinito número de rielantes filamentos de plata.

Y con ojos que todo lo veían, a través de los espejuelos de Padre Satán, Braugh vio cómo cada filamento estaba sujeto a la nuca de un ser, y cómo cada entidad viviente bailaba la danza de vida que la eficiente máquina de Satán le dictaba. Braugh trepó hasta el primer nivel de andamiaje y se estiró hacia la primera fila de teclas. Apretó una al azar y sobre un pálido planeta alguien padeció hambre y asesinó. Una segunda, y el ser sintió remordimiento. Una tercera, y lo olvidó. Una cuarta y, en otro continente lejano, otro alguien despertó cinco minutos más temprano y comenzó una cadena de acontecimientos que culminaron con el descubrimiento y doloroso castigo del asesino.

Braugh retrocedió, alejándose de la sumadora e hizo subir los lentes hasta las cejas. La máquina continuaba cloqueando. Casi ausente, casi sin sorpresa, advirtió que el meticuloso cronómetro que llenaba la parte superior de la cúpula había avanzando sus agujas un espacio que indicaba tres meses.

—Es una horrible respuesta, una cruel respuesta, y el Señor Cosa en el refugio tenía razón. La verdad es infernal. Somos títeres. Un poco mejor que las cosas muertas que cuelgan de una cuerda, simulando vida. Aquí arriba un viejo, amable pero no muy inteligente, aprieta unas pocas teclas y allí abajo nosotros lo consideramos libre elección, destino, karma, evolución, naturaleza, mil falsas cosas. Es un descubrimiento triste. ¿Por qué la verdad debe ser de tan mala calidad?

Miró hacia abajo. El viejo Padre Satán estaba aún sentado sobre los escalones, pero su cabeza se balanceaba un poco a un costado, los ojos semicerrados, y murmuraba inaudiblemente  acerca  de  su  trabajo  y  el  descanso,  quejándose  de  que  no  tenía suficiente.

—Padre Satán…

—¿Sí, hijo mío? —El viejo se despabiló un poco.

—¿Es verdad? ¿Todos danzamos para su teclado?

—Todos vosotros, hijo mío. Todos vosotros. —Bostezó prodigiosamente.— Todos pensáis que sois libres, Christian, pero todos danzáis con mi música.

—Entonces, Padre Satán, concédame una cosa… Una cosa muy pequeña. Hay, en un pequeño rincón de su imperio celestial, un planeta muy pequeño, una mota diminuta que nosotros llamamos Tierra.

—¿Tierra? ¿Tierra? No puedo decirlo así de improviso, hijo, pero puedo mirar si…

—No, no se moleste, señor. Está allí. Lo sé porque yo vengo de allí. Concédame este favor: rompa las cuerdas que la atan. Deje a la Tierra libre.

—Eres un buen muchacho, Christian, pero un muchacho tonto. Deberías saber que no puedo hacerlo.

—En todo vuestro reino —suplicó Braugh— hay tantas almas que son imposibles de contar. Hay demasiados soles y planetas que mensurar. Seguramente es una de estas diminutas motas de polvo… Usted que posee tanto seguramente puede dejar tan poco.

—No, muchacho, no puedo hacerlo. Lo siento.

—Usted que sólo conoce la libertad… ¿La negaría sólo a unos pocos? Pero el Coordinador de Todo dormitaba.

Braugh volvió a colocarse los lentes. Dejémoslo dormir, mientras Braugh, Satán pro tem, se hace cargo. Oh, seremos recompensados por esta frustración. Tendremos un tiempo vertiginoso para escribir novelas de carne y hueso. Y quizá, si podemos encontrar la cuerda colocada en mi cuello y buscar la llave, quizá podamos hacer algo para librar a Christian Braugh. Sí, aquí hay un desafío inalcanzable que debe ser alcanzado y conducido a nuevos desafíos.

Miró por encima de su hombro con sentimiento de culpa, para ver hasta qué punto el Padre Satán estaba al tanto de su intromisión. Debe haber un castigo consecuente. Mientras sus ojos recorrían la endeble figura del Regidor de Todo, se sintió anonadado, transfigurado. Le temblaron las manos, luego los brazos, y por último todo su cuerpo se sacudió incontrolablemente. Por primera vez en su vida se echó a reír. Era una risa genuina, no esa risa simbólica que frecuentemente se había visto obligado a falsificar en el pasado. Los accesos de carcajadas recorrieron toda la habitación en forma de cúpula y reverberaron.

El Padre Satán despertó con un respingo y gritó:

—¡Christian! ¿Qué sucede, muchacho?

¿Posas de frustración? ¿Risas de pena? ¿Risas de infierno o limbo? No podía decir lo que sintió cuando vio la hebra de plata que brotaba de la nuca de Satán y lo convertía, también a él, en un títere… un zarcillo que subía cada vez más hacia perdidas alturas, hacia alguna otra vasta máquina operada por alguna otra vasta marioneta oculta en los aún desconocidos límites del cosmos…

El bendito y desconocido cosmos. V

En el comienzo todo era oscuridad. No había ni tierra ni mar ni cielo ni estrellas circundantes. No había nada. Luego llegó Yaldabaoth y dividió la luz de la oscuridad. Y El recogió la oscuridad y con ella formó la noche y los cielos. Y El recogió la luz y dio forma al sol y las estrellas. Luego, de la carne de Su carne y de la sangre de Su sangre Yaldabaoth formó la tierra y todas las cosas sobre ella.

Pero los hijos de Yaldabaoth eran jóvenes e inexpertos e ignorantes, y la raza no dio su fruto. Y como todos los hijos de Yaldabaoth disminuyeron en número, suplicaron a su Señor: «¡Concédenos una señal, Gran Dios, para que podamos saber cómo crecer y multiplicarnos! ¡Concédenos una señal, Oh Señor, de modo que Tu buena y poderosa raza no perezca sobre Tu tierra!»

Y ¡ya! Yaldabaoth se apartó a Sí mismo del rostro de Su infortunado pueblo y ellos sintieron pena en el corazón y tristeza, pensando que su Señor los había abandonado. Y sus senderos fueron senderos del mal hasta que un profeta cuyo nombre era Maart surgió entre ellos. Luego Maart juntó los niños de Yaldabaoth alrededor de él y les habló, diciéndoles; «Malos son estos caminos, Oh pueblo de Yaldabaoth, para desconfiar de Dios. Pues El ha colocado un signo de fe sobre vosotros.

Entonces ellos le respondieron, diciéndole: ¿Dónde está ese signo?

Y Maart fue a las altas montañas y con él fueron un gran número de gentes. Nueve días y nueve noches hasta la cumbre del Monte Sinar. Y una vez en la cima del Monte Sinar todos fueron golpeados por la sorpresa y cayeron sobre sus rodillas, gritando: «¡Dios es grande! ¡Grandes son sus obras!»

Pues ¡ya! Ante ellos ardía una cortina de fuego. LIBRO DE MAART; XII: 29-37

¿Atravesar el velo hacia qué realidad? No tiene sentido tratar de tomar una decisión. No puedo. Dios sabe que esa ha sido la agonía de mi vida… tomar decisiones. ¡Cómo podría hacerlo cuando —cuando la nada me toca— nunca pude sentir nada! Coger esto o aquello. Beber café o té. Comprar la toga negra o la plateada. Casarme con Lord Buckley o vivir con Freddy Witherton. Dejar que Finchley me haga el amor o, dejar de posar para él. No… no tiene sentido siquiera intentarlo.

¡Cómo ardía el velo en el umbral! Como un arco iris moiré. Allí fue Sidra. Cruzó a través de él como si pensara que no había nada allí. No parecía que doliera. Eso es bueno. Dios sabe que puedo soportar todo excepto el dolor. Sólo quedábamos Bob y yo… y él no parecía tener prisa. No, es Chris el destino oculto en el gabinete del órgano. Es mi turno ahora, supongo. Desearía que no lo fuera, pero no puedo permanecer aquí para siempre.

¿Dónde ir?

¿Hacia ninguna parte?

Sí, eso es. Ninguna parte.

En este mundo que dejo no había ningún lugar para mí; mi yo real. El mundo no quería nada de mí salvo mi belleza; nada de lo que estaba dentro mío. Quiero ser útil. Quiero ser aceptada. Quizá si fuera aceptada… si vivir tuviera algún sentido para mí, esta barra de hielo en mi corazón se derruiría. Si pudiera aprender a hacer cosas, sentir cosas, gozar cosas. Aún aprender a caer en el amor.

Sí, voy a ir a ninguna parte.

Dejad que la nueva realidad me necesite, me quiera, pueda usarme… Dejad que esa realidad hágala elección y me llame. Pues si debo elegir, sé que elegiré un lugar equivocado una vez más. Y si no se me necesita en ninguna parte, si voy a través de fuego para errar eternamente en el espacio oscuro… a pesar de todo estaré mejor fuera.

¿Qué otra cosa he hecho en toda mi vida?

¡Tomadme, vosotros que me queréis y necesitad!

Qué frío es el velo… como un rocío perfumado sobre la piel.

Y entonces mientras la multitud se arrodillaba y elevaba sus oraciones, Maart gritó con voz tonante: «Alzaos, hijos de Yaldabaoth, y contemplad!»

Entonces se alzaron y enmudecieron y temblaron. Pues a través de la cortina de fuego surgió una bestia que hizo estremecer los corazones de todos. Se alzaba hasta una altura de ocho codos y su piel era rosada y blanca. El pelaje de su cabeza era amarillo y su cuerpo era largo y curvado como un árbol enfermo. Y estaba toda cubierta con pliegues sueltos de blanca piel.

LIBRO DE MAART; XIII: 38-39

¡Dios de los Cielos!

¿Esta es la realidad que me llama? ¿Esta es la realidad que me necesita?

Ese sol… tan alto… con su diabólico ojo blanquiazul, como ese artista italiano… Cumbres de montaña. Parecen montones de fango y basura… Los valles de allí abajo… heridas supurantes. El olor del cuarto de enfermo. Todo podrido y arruinado.

Y estas abominables criaturas pupulando alrededor… como simios hechos de carbón. No animales. No humanos. Pensar en hombres hechos bestias no se ajusta demasiado… o bestias hechas hombres es aún peor. Tienen un aire familiar. El panorama parece familiar. En algún lado he visto todo esto antes. De algún modo he estado aquí antes. En sueños de muerte, quizá… quizá.

Esta es una realidad de muerte, y ¿me desean? ¿Me necesitan?

La multitud gritó de nuevo: «¡Gloria sea a Yaldabaoth!» y ante el sonido del nombre sagrado la bestia tornó hacia la cortina de fuego de donde había salido, y ¡contemplad! la cortina había desaparecido.

LIBRO DE MAART; XIII: 40

¿No hay retorno?

¿No hay forma de escapar?

¿De retornar a la salud?

Pero estaba tras de mí hace un momento, el velo. Sin escape. Escuchad los sonidos que emiten. Los gruñidos del cerdo. ¿Creerán que me están adorando? Esto no puede ser real. No hay realidad que pueda ser tan horrenda. Un truco sucio… como ese que le jugamos a Lady Sutton. Ahora estoy en el refugio. Bob Peel está interpretando un nuevo truco y nos ha dado algún nuevo tipo de droga. Secretamente. Estoy echada en el diván, soñando y gimiendo. Despertaré pronto.

O el fiel Dig me despertará… antes de que estos esperpentos vengan más cerca.

¡Debo despertar!

Con un fuerte alarido, la bestia del fuego corrió a través de las multitudes. A través de toda la multitud corrió y atronó cuesta abajo. Y los sonidos chillones de sus aullidos agregaban miedo al miedo provocado por el sonido golpeteante de sus caparazones de bronce.

Y mientras cruzaba bajo las bajas ramas de los árboles de la montaña, los hijos de Yaldabaoth gritaron nuevamente con alarma, pues la bestia dejaba caer su blanco pelaje de una manera horrible de contemplar. Y la piel permanecía colgando de los árboles. Y la bestia corría más ligero, una abominable advertencia rosa y blanca para todos los transgresores.

LIBRO DE MAART; XIII: 41-43

¡Rápido! ¡Rápido! Correr a través de ellos antes de que me toquen con sus sucias manos. Esto es una pesadilla, corriendo me despertaré. Si esto es real… pero no puede serlo. ¡Que algo tan cruel me suceda a mí! No. ¿Estarán los dioses celosos de mi belleza? No. Los dioses nunca están celosos. Son los hombres.

Mi vestimenta… Perdida.

No hay tiempo de volver por ella. Corre desnuda, entonces. Escúchalos aullar tras de mí… braman por mí. ¡Abajo! ¡Abajo! Rápido y abajo de la montaña. Esta tierra putrefacta. Succionante. Pegajosa.

¡Oh, Dios! Me siguen. No para adorarme.

¿Por qué no puedo despertar? Mi aliento… como cuchillos.

Cerca. Los escucho. ¡Cada vez más cerca!

¿POR QUE NO PUEDO DESPERTAR?

Y Maart exclamó en voz alta: «¡Atrapemos a esa bestia para ofrendarla a nuestro Señor Yaldabaoth!»

Entonces la multitud sintió aumentar su valor y ciñeron sus ijares. Con palos y piedras todos persiguieron a la bestia por las pendientes del Monte Sinar, muchos con el temor a flor de piel, pero todos entonando el nombre del Señor.

Y de pronto una hábil piedra arrojada hizo caer a la bestia sobre sus rodillas, aún aullando de forma horrible de oír. Luego los bravos guerreros la derribaron con fuertes palos hasta que por último sus gritos cesaron y la bestia quedó inmóvil. Y del fétido cuerpo surgió una roja agua venenosa que hizo descomponer a todo aquel que la contempló.

Pero cuando la bestia fue conducida al Gran Templo de Yaldabaoth y colocada en una jaula ante el altar, sus gritos una vez más resonaron, profanando las sagradas paredes. Y entonces el Gran Sacerdote se sintió turbado, y dijo: «¿Qué demoniaca ofrenda es ésta para colocarla ante Yaldabaoth, Señor de los Dioses?»

LIBRO DE MAART: XIII: 44-47

Dolor.

Quemaduras y escaldaduras. No puedo moverme.

Ningún sueño es tan largo… tan real. ¿Es esto entonces real? Real. ¿Y yo? Real también. Una extraña en una realidad de suciedad y tortura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Siento la cabeza hecha un lío. Confundida. Revuelta.

Esto es tortura, y en algún lado… en algún lugar… He oído de este mundo antes. Tortura. Tiene un sonido placentero. ¿Tormento? No, tortura es mejor. El sonido de un madrigal. El nombre de una nave. El título de un príncipe. Príncipe Tortura. ¿Príncipe Tormento? La Belleza y el Príncipe.

Tan confusa mi cabeza. Grandes luces y sonidos ciegos que van y vienen sin sentido. Una vez en que la belleza torturó a un hombre… Dicen. Se dice.

¿Cuál era su nombre?

¿Príncipe Tormento? No. Finchley. Sí. Digby Finchley.

Digby Finchley, decían —se decía— amaba a una diosa de hielo llamada Theone Dubedat.

La diosa de hielo rosado.

¿Dónde está ella ahora?

Y mientras la bestia lanzaba gemidos amenazantes sobre el altar, el Sanedrín de Sacerdotes formó concilio, y al concilio llegó Maart, diciendo: «Oh vosotros, sacerdotes de Yaldabaoth, elevad vuestras voces en alabanza a nuestro Señor, pues El estaba enojado y había alejado su rostro de nosotros. Y ¡ya! Un sacrificio nos ha sido concedido de modo que podamos agradecer a El y hacer nuestras paces con El.»

Luego habló el Gran Sacerdote, diciendo: «¿Por qué ahora, Maart? ¿Podemos decir que éste es un sacrificio para nuestro Señor?»

Y Maart habló: «Si. Porque ésta es la bestia de fuego y a través del fuego sagrado de Yaldabaoth retornará por donde vino.»

Y el Gran Sacerdote preguntó: «¿Es esta ofrenda parecida al signo del Señor?» Entonces Maart respondió: «Todas las cosas proceden de Yaldabaoth. Por lo tanto todas las cosas parecen su signo. Tal vez a través de esta ofrenda Yaldabaoth nos entregue un signo de que Su pueblo no se desvanecerá de la tierra. Dejemos que la bestia sea ofrecida.

Entonces el Sanedrín estuvo de acuerdo, pues los sacerdotes temían dolorosamente que no hubiera más hijos del Señor.

LIBRO DE MAART; XIII: 48-52

Ved cómo los ridículos monos danzan. Danzan alrededor y alrededor y alrededor. Y gruñen.

Casi como si hablaran. Casi como…

Debo detener el canto en mi cabeza. El rin tin tin. Como los días en los cuales Dig trabajaba duro y yo debía adoptar esas poses de espalda quebrada y sostenerla hora tras hora con sólo cinco minutos de descanso cada tanto y yo me sentía mareada y caía del estrado y Dig arrojaba su paleta y venía corriendo con sus grandes y solemnes ojos dispuestos a llorar.

Los hombres no deberían llorar, pero sé que era porque él me amaba y yo quería amarlo a él o a alguien, pero entonces no tenía necesidad. No necesitaba nada, salvo encontrarme a mí misma. Esa es la caza del tesoro. Y ahora me he encontrado. Esto soy yo. Ahora tengo una necesidad y un ansia y una profunda soledad interior por Dig y sus grandes y solemnes ojos. Verlo todo ojos y miedo en los tímidos conjuros y danzando alrededor de mí con una taza de té.

Danzando. Danzando. Danzando.

Y golpeando sus pechos y gruñendo y golpeando.

Y cuando vociferan con la saliva babeante brillando sobre sus colmillos amarillos. Y esos siete con jirones de tela podrida sobre el pecho, marchando casi con altivez, casi como humanos.

Observad cómo danzan los ridículos monos.

Danzan alrededor y alrededor y alrededor y alrededor y…

Y sucedió que cuando transcurrió la gran festividad de Yaldabaoth era de noche. Y fue en ese día que el Sanedrín abrió los portales del templo y las muchedumbres de hijos de Yaldabaoth entraron. Luego hicieron que los sacerdotes quitaran a la bestia de la jaula y la arrastraran hasta el altar. Cada uno de los cuatro sacerdotes sostenía de un miembro a la bestia y la colocaron sobre el altar de piedra, y la bestia emitía malévolos y blasfemos sonidos.

Luego exclamó el profeta Maart: «Hagamos jirones de este ser, de modo que la hediondez de su malévola muerte pueda elevarse y complacer el olfato de Yaldabaoth.»

Y  los  cuatro  sacerdotes,  fuertes  y  sagrados,  colocaron  rudas  manos  sobre  los miembros  de  la  bestia  de  modo  que  sus  sacudimientos  eran  sorprendentes  de contemplar, y la luz de la maldad de sus abominaciones ocultas llenó de terror a todos.

Y cuando Maart encendió el fuego del altar, un gran temblor sacudió el firmamento. LIBRO DE MAART; XIII: 55-59

¡Digby, ven a mí!

¡Digby, dondequiera que estés, ven a mí! Digby, te necesito.

Soy Theone. Theone.

Tu diosa de hielo.

Ya no más frígida, Digby.

Las ruedas giran más y más y más rápido.

Y mi cabeza cada vez más y más y más rápido… Digby, ven a mí.

Te necesito. Príncipe Tormento. Tortura.

Entonces las bóvedas del templo se abrieron en dos con un tronante rugido, y todos los allí reunidos fueron iguales en el miedo, y sus entrañas fueron como agua. Y todos contemplaron al divino Señor, Yaldabaoth, descender desde los oscuros cielos hacia el templo. Si, hasta el mismo altar.

Y por espacio de una eternidad el Señor Dios Yaldabaoth contempló fijamente a la bestia de fuego, y su sacrificada se retorcía y maldecía presa de los impolutos sacerdotes.

LIBRO DE MAART; XIII: 59-60

Es el horror final… la tortura final.

Este monstruo que baja flotando desde los cielos. Simio-Hombre-Bestia-Horror.

Es la broma final eso que baja del cielo, algo velludo, sedoso, peludo; algo luminoso y gozoso. Un monstruo en alas de luz. Un monstruo con piernas y brazos retorcidos y cuerpo repulsivo. La cabeza de un Hombre-Simio… retorcida y quebrada, aplastada y arruinada, con esos grandes, vidriosos y fijos ojos.

¿Ojos? ¿Dónde he visto…?

¡ESOS OJOS!

Esto no es locura. No. No es el rin tin tin. No. Conozco esos ojos… esos grandes y solemnes ojos. Los he visto antes. Hace muchos años. Hace minutos. ¿Enjaulados en un zoológico?

No. ¿Ojos de pez flotando en un tanque? No. Grandes y solemnes ojos llenos de amor desesperado y adoración.

No… Dejadme equivocar.

Esos grandes y solemnes ojos de él dispuestos a llorar. Llorar, pero los hombres no lloran.

No, no Digby. No puede ser. ¡Por favor!

Es allí donde he visto este lugar antes, donde he visto estos hombres-animales y este panorama infernal: en los dibujos de Digby. Esas monstruosas obras que dibujaba. Por gracia, decía, por diversión. ¡Diversión!

¿Pero por qué parecía gustarle esto? ¿Por qué es él tan abominable y horrible como los otros… como sus cuadros?

¿Es ésta tu realidad, Digby? ¿Tú me llamaste? ¿Tú me necesitabas, me querías?

¡Digby! Dig. Dig y Dig, rueda y rueda la rueda, que canta un…

¿Por qué no me escuchas? ¿Me oyes? ¿Por qué me miras de esa forma, como algo loco, cuando hace sólo un minuto estabas caminando de un lado a otro del refugio tratando de aclarar tu mente y fuiste el primero en pasar a través del velo ardiente y yo te admiré porque los hombres deberían ser siempre tan valientes no monstruosos hombres- simios…

Y con una voz que hacía añicos las montañas, el Señor Yaldabaoth habló a su pueblo, diciéndole: «¡Ahora alabad al Señor, hijos míos, pues alguien ha sido enviado a vosotros que será reina y consorte de Dios.»

Y con una sola voz, la muchedumbre exclamó: «Te alabamos oh Señor Yaldabaoth.»

Y Maart hizo penitencia ante el Señor y suplicó: «Una señal para Tus hijos del Señor

Dios, de modo que ellos puedan crecer y multiplicarse. »

Entonces el Señor Dios estiró su mano hasta la bestia y la tocó, quitándola del altar de fuego y de las manos de los impolutos sacerdotes, y ¡contemplad! El demonio gritó por última vez y huyó del cuerpo de la bestia, dejando en su lugar sólo una suave melodía. Y el Señor habló a Maart, diciendo: «Os daré una señal.»

LIBRO DE MAART; XIII: 60-63

I

Dejadme morir.

Dejadme morir para siempre.

No dejéis que vea o escuche o sienta el…

¿El?

¿Qué?

Los bonitos monos danzan alrededor y alrededor y alrededor de forma tan bonita tan hermosa tan buena todo tan. bonito y hermoso y bueno mientras los grandes y solemnes ojos contemplan mi alma y querido Dig y Dig me tocas con manos tan extrañamente cambiadas tan bonitamente hermosamente cambiadas por la trementina quizás o el ocre o verde bilis u ocre encendido o sepia o amarillo cromo que siempre, parecían decorar sus dedos cada vez que dejaba caer la paleta y venía hacia mí cuando yo…

El amor lo cambia todo. Sí. Qué bueno es ser amada por el querido Digby. Qué cálido y qué confortante es ser amada y ser necesitada y querida una entre todas las millones y encontrarlo tan extrañamente hermoso caminando solemnemente flotando descendiendo en una realidad como la del Castillo Sutton cuando el refugio no puedo ver nada y se que los cerros corren bajo de mí con bonitos monos riendo y dando cabriolas y adorando tan gracioso tan gracioso tan hermoso tan bueno tan bonito tan gracioso tan…

Entonces los hijos de Yaldabaoth cogieron el signo del Señor en sus corazones y ¡alas! Desde entonces crecieron y se multiplicaron ante el ejemplo de su Señor Dios y Su Consorte en lo alto.

Así finaliza el LIBRO DE MAART VI

Y en el momento en que entró en el velo ardiente, Robert Peel se detuvo asombrado. Todavía no había aclarado sus pensamientos. Para él, un hombre de objetividad y lógica, ésta era una experiencia sorprendente. Era la primera vez en su vida que no había tomado  una  decisión  fulmínea.  Era  la  prueba  de  cuan  profundamente  lo  había conmocionado la Cosa en el refugio.

Se quedó donde estaba, inmerso en la niebla de fuego que titilaba como ópalo y era mucho más espesa que cualquier velo. Lo rodeaba y aislaba, pues seguramente debió haber visto a los otros pasando a través, pero allí no había nadie. No era hermoso para Peel, pero era interesante. La dispersión de color era amplia, advirtió, y abarcaba cientos de finas gradaciones del espectro visible.

Peel hizo su composición. Con la poca información que tenía a mano, juzgó que estaba de pie en algún lado fuera del tiempo y el espacio o entre dimensiones. Evidentemente la Cosa en el refugio los había colocado en rapport con la matriz de existencia, de modo tal que cuando entraran en el velo pudieran gobernar la dirección que cogieran en una emergencia. El velo era más o menos un pivot sobre el cual podían girar hacia cualquier existencia deseada en cualquier espacio y cualquier tiempo; lo que conducía a Peel a la cuestión de su propia elección.

Cuidadosamente consideró, pesó y balanceó lo que él ya poseía con lo que podría recibir. Estaba muy satisfecho con su vida. Tenía mucho dinero, una profesión respetable como ingeniero consejero, una espléndida casa en Chelsea Square, una atractiva y estimulante esposa. Dejar todo en aras de las promesas no especificadas de un donante no identificado sería una idiotez. Peel había aprendido a no hacer nunca un cambio sin buenas y suficientes razones.

«No soy de naturaleza aventurera —pensó Peel con frialdad—. No es mi costumbre ser así. Lo novelesco no me atrae y desconfío de lo desconocido. Me gustaría mantener lo que tengo. El sentido adquisitivo es muy fuerte en mí, y no estoy avergonzado de ser un hombre posesivo. Ahora quiero conservar lo que tengo. Sin cambios. No puede haber otra decisión para mí. Dejemos que los otros tengan su aventura; mantendré mi mundo precisamente como es. Repito: sin cambios.»

La decisión le había llevado todo un minuto, un tiempo inusualmente largo para un ingeniero,  pero  esta  era  una  situación  inusual.  Dio  una  zancada  hacia  adelante,  un preciso, franco, preciso martinete, y emergió en el corredor de mazmorra del Castillo Sutton.

A unos pocos pasos del corredor, una pequeña criada de cocina vestida de azul y gris se deslizaba directamente hacia él, una bandeja en las manos. Había una botella de cerveza y un enorme bocadillo en la bandeja.

Al oír los pasos de Peel, la mujer levantó los ojos, se detuvo con brusquedad y luego arrojó la bandeja por el suelo.

—¿Qué demonios…? —Peel se sintió confundido por la reacción de ella.

—¡S…señor Peel! —masculló. Luego comenzó a gritar—: ¡Ayuda! ¡Asesino! ¡Ayuda! Peel le pegó una bofetada.

—¿Quiere cerrar la boca y explicarme qué diablos hace aquí abajo a esta hora de la noche?

La joven gimió y farfulló. Antes de que él pudiera volver a abofetear a la joven histérica, sintió una pesada mano sobre el hombro. Se dio vuelta y se sintió más confundido cuando se encontró de frente con el rostro rojo y rollizo de un policía. Había una expresión anhelante en esa cara. Peel tragó saliva, luego se serenó. Se dio cuenta de que estaba en el vórtice de un fenómeno desconocido. No tenía sentido esforzarse hasta conocer los hechos.

—Bien, señorr —dijo el policía—. No vuelva a golpearr a la chica, señorr.

Peel no respondió. Necesitaba más hechos. Una sirvienta y un policía. ¿Qué estaban haciendo allí? El hombre había llegado desde atrás de él. ¿Habría llegado a través del velo? Pero allí no había velo ardiente; tan sólo la pesada puerta del refugio.

—Si he escuchado bien, señorr, la chica lo ha llamado por su nombrre. ¿Podría repetírrmelo?

—Soy Robert Peel. Un invitado de Lady Sutton. ¿Qué significa todo esto?

—Señorr Peel —exclamó el policía—. Esto sí que es una suerrte. Me ganarré un ascenso. Lo cojo bajo custodia, señorr Peel. Está usted bajo arresto.

—¿Arrestado? Usted está loco, hombre —Peel dio un paso atrás y miró sobre el hombro del policía. La puerta del refugio estaba medio abierta, lo suficiente para que realizara una inspección rápida. Toda la habitación estaba dada vuelta, como si estuviera sufriendo la limpieza de primavera. No había nadie dentro.

—Debo rogarrle que no se resista, señorr Peel. La joven lanzó un sollozo.

—Veamos —dijo Peel con enojo—. ¿Con qué derecho entra usted en una propiedad privada pavoneándose por realizar arrestos? ¿Quién es usted?

—Me llamo Jenkins, señorr. Policía del Condado de Sutton. Y no estoy pavoneándome, señorr.

—¿Entonces habla en serio?

El policía señaló majestuosamente corredor arriba.

—Adelante, señorr. Le ruego que lo haga con rapidez.

—¡Respóndame, idiota! ¿Es un arresto auténtico?

—Usted deberría saberrlo —respondió el policía con tono ominoso—. Venga conmigo, señor.

Peel se rindió y obedeció. Hacía mucho que había aprendido que cuando uno se enfrenta con una situación incomprensible, es tonto tomar una decisión sin esperar a tener la suficiente información. Precedió al policía por los corredores y las retorcidas escaleras, seguidos por la lloriqueante sirvienta de cocina. Todo lo que conocía eran dos cosas. Una: algo, en algún lado, había sucedido. Dos: la policía había intervenido. Todo era confuso, por decir algo, pero él mantendría la cabeza. Se preciaba de no haberla perdido nunca.

Cuando emergieron de los sótanos, Peel recibió otra sorpresa. La luz del sol brillaba afuera. Observó su reloj. Las, doce y cuarenta de la noche. Dejó caer su muñeca y parpadeó; la inesperada luz lo molestó un poco. El policía le tocó; el brazo y lo dirigió hacia la biblioteca. Peel fue de inmediato a las puertas corredizas y las abrió.

La  biblioteca  era  alta,  larga  y  sombría,  con  una  estrecha  galería  que  recorría  su contorno justo debajo del cielorraso gótico. Había una gran mesa de caballete centrada en la habitación y en su extremo opuesto había tres figuras sentadas, las siluetas delineadas por la luz del sol que penetraba por una ventana baja. Peel entró, echó un vistazo a un segundo policía de guardia junto a las puertas,  luego entrecerró los ojos y trató de distinguir los rostros.

Mientras observaba, un murmullo de exclamaciones y sorpresa lo recibió. Hizo este juicio: uno, la gente lo había estado buscando; dos, había estado desaparecido por algún tiempo; tres, nadie esperaba encontrarlo aquí, en el Castillo Sutton. Nota: ¿de dónde volvía él en realidad? Todo esto reconstituido por las voces de sorpresa. Luego sus ojos se acomodaron a la luz.

Uno de los tres era un hombre anguloso con una estrecha cabeza gris y facciones cubiertas de arrugas. Le pareció familiar. El segundo era pequeño y vigoroso, con lentes ridículamente frágiles montados sobre una nariz bulbosa. El tercero era una mujer, y otra vez Peel se sintió sorprendido al ver que era su esposa. Sidra usaba un vestido de tela escocesa y un sombrero de fieltro carmesí. El hombre anguloso tranquilizó a los otros y dijo:

—¿Señor Peel?

Peel avanzó con rapidez.

—Soy el inspector Ross.

—Creí reconocerlo, inspector. Nos hemos encontrado antes, ¿no es así?

—Así es —asintió Ross cortésmente, luego indicó al hombre vigoroso—: El doctor Richards.

—¿Cómo está usted, doctor? —Peel se volvió hacia su esposa y se inclinó, sonriendo.— ¿Sidra? ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Robert —dijo ella con tono seco.

—Temo estar un poco confundido por todo esto — continuó Peel afable—. Parece que sucede algo, o ha sucedido.

Suficiente. Había dicho lo suficiente. Precaución. No comprometerse en nada hasta saber.

—Así es; sucede —dijo Ross.

—Antes de continuar, ¿puedo pedirles la hora? Ross fue tomado por sorpresa.

—Las dos.

—Gracias. —Peel acercó su reloj al oído, luego ajustó las agujas.— Mi reloj parece estar funcionando, pero de cualquier manera ha perdido algunas horas.— Examinó sus expresiones furtivamente. Debería navegar con exquisito cuidado, dada la expresión de sus semblantes. Luego advirtió el calendario de escritorio que se encontraba ante Ross, y fue como un puñetazo en los riñones.— ¿Es esa fecha correcta, inspector?

—Por supuesto, señor Peel. Domingo veintitrés.

Su mente exclamó: ¡Tres días! ¡Imposible! Peel controló su shock. Tranquilo… tranquilo… de acuerdo. En algún lado había perdido tres días; pues había entrado en el velo ardiente el jueves, treinta y ocho minutos después de medianoche. Sí. Pero mantente frío. Hay algo más que tres días perdidos. Debe haberlo, de otro modo ¿para qué la policía? Esperar por más información.

—Lo hemos estado buscando estos últimos tres días, señor Peel —dijo Ross—. Desapareció súbitamente. Estamos bastante sorprendidos de encontrarlo de regreso en el castillo? — ¿Eh? ¿Por qué? —Sí, ¿por qué demonios? ¿Qué sucedió? ¿Por qué Sidra me contempla con esa furia vengativa? —Porque, señor Peel, se le acusa del homicidio intencional de Lady Sutton.

¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Lo estaban despellejando, uno tras otro, y aún Peel se mantenía controlado. La información era explícita ahora. Había vacilado en el velo al menos unos minutos, y esos minutos en el limbo eran tres días en el espacio tiempo. Lady Sutton debió haber sido encontrada muerta y él acusado del asesinato. Sabía que él era un rival para cualquiera, como hombre lógico y pensante… un hombre astuto… pero sabía que tendría que andarse con cuidado.

—No lo comprendo, inspector. ¿Puede usted explicarse mejor?

—Muy bien. La muerte de Lady Sutton fue informada en la mañana del viernes. El examen médico probó que ella murió por fallo cardíaco, como resultado de una impresión. La evidencia de los testigos reveló que usted la había asustado deliberadamente con completo conocimiento de su debilidad cardíaca, con intención de matarla. Eso es homicidio, señor Peel.

—Por cierto —dijo Peel fríamente—. Si usted puede probarlo. ¿Puedo preguntarle la identidad de sus testigos?

—Digby Finchley, Christian Braugh, Theone Dubedat y… —Ross se interrumpió, tosió y dejó el papel a un lado.

—Y Sidra Peel —finalizó Peel con sequedad. Otra vez se encontró con la venenosa mirada de su esposa. Por último había comprendido todo. Se habían puesto nerviosos y lo habían elegido como chivo expiatorio. Sidra se quería librar de él; su gozosa venganza. Antes de que Ross o Richards pudieran intervenir, apresó a Sidra por el brazo y la arrastró hasta una esquina de la biblioteca.

—No se alarme, Ross. Sólo quiero unas palabras a solas con mi esposa. No habrá violencia, se lo aseguro.

Sidra liberó su brazo de un tirón y contempló a Peel, sus labios contraídos, revelando el blanco filo de sus dientes.

—Tú arreglaste esto —dijo Peel rápidamente.

—No sé de qué hablas. —Fue idea tuya, Sidra. —Fue tu asesinato, Robert.

—Y tu testimonio.

—Nuestro. Somos cuatro contra uno.

—¿Todo cuidadosamente planeado, no?

—Braugh es un buen escritor.

—Y yo cargo con el asesinato por vuestros testimonios. Te quedarás con la casa, mi fortuna y te librarás de mí.

Ella sonrió como un gato.

—¿Y ésta es la realidad que pediste? ¿Esto es lo que planeaste mientras atravesabas el velo ardiente?

—¿Qué velo?

—Sabes a qué me refiero.

—Estás loco.

Ella estaba genuinamente perpleja. El pensó: por supuesto, yo quería mi viejo mundo tal cual era. Eso excluiría la misteriosa Cosa del refugio y el velo a través del cual pasamos. Pero no excluye el asesinato que sucedió antes, no que sucedió después.

—No, Sidra, no estoy loco —dijo—. Simplemente rehuso ser tu chivo expiatorio. No te dejaré salir con la tuya.

—¿No? —Ella se dio vuelta y llamó a Ross.— Quiere sobornar a los testigos. — Caminó hacia su silla.— Tengo que ofrecer a cada uno de ellos diez mil libras.

Así que era una batalla a muerte. Su mente trabajó con rapidez. La mejor defensa era un ataque y el momento era ése.

—Miente, inspector. Todos están mintiendo. Acuso a Braugh, Finchley y a la señorita Dubedat, y a mi esposa, del homicidio intencional de Lady Sutton.

—¡No le creáis! —gritó Sidra—. Está intentando encontrar una forma de acusarnos. El…

Peel la dejó gritar, agradecido de disponer de más tiempo para modelar sus mentiras. Debían ser convincentes. Sin flaquezas. La verdad era imposible. En este nuevo viejo mundo de él, la Cosa y el velo no existían.

—El asesinato de Lady Sutton fue planeado y ejecutado por estas cuatro personas — continuó Peel llanamente —. Fui el único miembro del grupo en objetar. Usted estará de acuerdo, inspector Ross, que es mucho- más lógico que cuatro personas cometan un crimen contra el deseo de uno, que uno contra el de cuatro. Y el testimonio de cuatro testigos que el de uno. ¿Está de acuerdo?

Ross asintió lentamente, fascinado por las detalladas razones de Peel. Sidra golpeó sobre su hombro y gritó:

—Está mintiendo, inspector. ¿No lo advierte? Si está diciendo la verdad, pregúntele por qué huyó. Pregúntele dónde estuvo estos tres días.

Ross trató de calmarla.

—Por favor, señora Peel. Todo lo que hago es recibir sus declaraciones. No creo ni descreo en nadie aún. ¿Desea decir algo más, señor Peel?

—Gracias. Sí. Nosotros seis habíamos realizado muchas bromas absurdas, algunas veces virtualmente peligrosas en el pasado, pero el asesinato por cualquier razón es algo más allá de cualquier criterio y tolerancia. El jueves a la noche los cuatro advirtieron que yo podría avisar a Lady Sutton. Es evidente que estaban preparados para esto. Mi vino fue drogado. Tengo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado por dos hombres y… eso es todo lo que sé del asesinato.

Ross asintió otra vez. El doctor se inclinó sobre él y le susurró algo.

—Sí, sí. Las pruebas vendrán más tarde. Por favor, continúe, señor Peel.

Hasta ahora vamos bien, pensó Peel. Ahora, un poco de color para alisar los bordes rugosos.

—Desperté en una completa oscuridad. No oía ruidos; nada salvo el tic-tac de mi reloj. Estas paredes de calabozo tienen entre diez y quince pies de grosor, de modo que me era imposible oír nada. Cuando me incorporé y tanteé alrededor, me pareció estar en una pequeña cavidad que medía… oh… dos trancos largos por tres.

—¿Eso serían unos dos metros por tres, señor Peel?

—Aproximadamente. Me di cuenta que debía estar en alguna celda secreta conocida por los hombres de la pandilla. Después de una hora de gritar y golpear las paredes, un golpe accidental debe haber dado en el resorte o palanca adecuados. Una sección de la gruesa pared se abrió y me encontré en el corredor donde…

—¡Está mintiendo, mintiendo, mintiendo! —gritó Sidra. Peel la ignoró.

—Esa es mi declaración, inspector.

Y la mantendré, pensó. El Castillo Sutton era conocido por sus pasajes secretos. Sus ropas estaban aún ajadas y desgarradas por el vestuario que él se había dado para representar al demonio. No había tests conocidos que mostraran si había estado drogado o no los tres días previos. Su barba y bigote eliminarían el problema de la afeitada. Sí, podía estar orgulloso de una excelente historia; improbable pero sostenida con fuerza por los cuatro-contra-la-lógica.

—Notamos que usted proclama su no culpabilidad, señor Peel —dijo Ross con lentitud—, y tomamos nota de su declaración y acusación. Le confieso que sus tres días de desaparición me parecían incriminatorios, pero ahora… —hizo una profunda inspiración— ahora, si podemos localizar esa celda donde usted estuvo confinado…

Peel estaba preparado para esto.

—Usted puede o no puede hacerlo, inspector. Soy ingeniero, ya lo sabe. La única manera que tenemos de localizar esa celda es dinamitar la piedra, que podría hacer desaparecer todas las huellas.

—Tendremos que recurrir a ese método, señor Peel.

—Quizá no sea necesario recurrir a ese método — dijo el pequeño y rechoncho doctor. Los otros lanzaron una exclamación. Peel echó una aguda mirada al hombrecillo. La

experiencia le había enseñado que los gordos eran siempre peligrosos. Cada nervio se puso en garde.

—Era un relato perfecto, señor Peel —dijo el gordezuelo doctor con placer. Muy entretenido. Pero realmente, mi querido señor, para ser usted un ingeniero ha cometido un mal traspié.

—¿Quiere usted decirme sobre qué basa eso?

—Vamos por partes. Cuando usted despertó en su celda secreta, dijo que se encontraba en completa oscuridad y silencio. Las paredes de piedra eran tan gruesas que todo lo que podía oír era el tic-tac de su reloj.

—Y así fue.

—Muy colorido —sonrió el doctor—, pero, bueno, una prueba de que usted está mintiendo. Se despertó tres días después. Seguramente se da cuenta que no hay reloj que funcione setenta horas sin necesitar cuerda.

¡Tenía razón, por Dios! advirtió Peel de inmediato. Había cometido un gran error… imperdonable para un ingeniero… y no había posibilidad de retroceder para hacer alteraciones y revisiones. Toda la mentira dependía de la trama completa. Desgarrar una sola hebra significaba destejer toda la trama. ¡El gordo doctor tenía razón, maldito sea! Peel estaba atrapado.

Una mirada a la triunfante expresión de Sidra fue suficiente para él. Decidió que tendría que cortar su derrota con rapidez. Se levantó de la silla, sonriendo con admitida derrota. Peel, el galante perdedor. Abruptamente se arrojó entre ellos como una tromba, cruzó los brazos ante su rostro, las manos sobre los oídos, y se zambulló a través de los paneles de cristal de la ventana.

Fragmentos de cristal y gritos tras él. Peel flexionó sus piernas mientras caía sobre la blanda tierra del jardín, y aterrizó con una fuerte sacudida. La soportó bien, y pronto estuvo sobre sus pies y corriendo hacia la parte trasera del castillo donde estaban los coches aparcados. Cinco segundos más tarde saltaba dentro del dos plazas de Sidra. Diez segundos más tarde salía a toda velocidad a través de los abiertos portales de hierro en dirección al camino que se encontraba más allá.

Aún en medio de esa crisis, Peel pensaba con rapidez y precisión. Dejó el edificio demasiado rápidamente para que nadie notara qué dirección tomaría. Mantuvo el coche andando hacia la ruta a Londres. Un hombre podía perderse en Londres. Pero él no era un hombre asustado. Mientras sus ojos seguían la ruta, su mente analizaba metódicamente los hechos, y sin acobardarse llegó a una dura decisión. Sabía que nunca podría probar su inocencia. ¿Cómo podría? Era tan culpable de homicidio como todos los demás. Ellos se habían puesto de acuerdo en su contra y ahora sería perseguido como el único asesino de Lady Sutton.

En medio de una guerra sería imposible salir del país. Sería igualmente imposible ocultarse demasiado tiempo. Sólo restaba entonces ser un fuera de la ley, ocultarse miserablemente por unos pocos meses hasta ser cogido y conducido ante un tribunal. Sería una sensación. Peel no tenía la intención de dar a su esposa la satisfacción de contemplarlo mientras lo arrastraban desde los titulares del proceso hasta la soga del verdugo.

Aún frío, aún en posesión de sí mismo, Peel planeaba mientras conducía. Lo más audaz sería ir directamente a su casa. Nunca pensarían en buscarlo allí… al menos por un tiempo; suficiente tiempo, por cierto, para hacer lo que tenía que hacerse.

—Vendetta —dijo—. Ojo por ojo.

Penetró en Londres  en  dirección  a  Chelsea  Square,  un  hombre  salvaje,  barbado, mucho más parecido ahora a Teach, el bucanero.

Se aproximó al parque desde atrás, buscando la presencia de policías. Sin embargo no había nadie y la casa parecía calma y poco sospechosa. Pero, mientras conducía el coche en el parque y contemplaba la fachada frontal de la casa, se vio amargamente sorprendido al ver que un ala entera había sido demolida por un raid de bombardeo. Era evidente que la catástrofe había tenido lugar algunos días previos, pues los, escombros estaban pulcramente apilados y se había levantado una cerda del lado destrozado del edificio.

Así es mucho mejor, pensó Peel. No tenía dudas de que la casa estaba vacía; ni siquiera con servidumbre. Aparcó el coche, saltó fuera y caminó velozmente hasta la puerta delantera. Ahora que había tomado una decisión era rápido y decidido.

No había nadie dentro. Peel fue a la biblioteca, cogió un lápiz, tinta y papel y se sentó en el escritorio. Cuidadosamente, con la perspicacia del abogado, escribió un nuevo testamento impidiendo a su esposa cualquier impugnación legal. Estaba fríamente seguro de que un hológrafo estaría presente en la corte. Fue a la puerta frontal, llamó a una pareja de obreros que pasaban y los hizo firmar como testigos del testamento. Les pagó con agradecimiento y los condujo afuera. Cerró y candó la puerta frontal.

Hizo una pausa tétrica y tomó aliento. Eso era todo con Sidra. Era el viejo instinto posesivo, lo sabía, que lo había llevado en esa dirección. Quería mantener su fortuna, aún después de la muerte. Quería mantener su honor y dignidad, a pesar de la muerte. Estaba seguro de lo primero; tendría que ejecutar lo segundo con rapidez. Ejecutar. Esa era la, palabra precisa.

Peel pensó un momento aún… había tantas posibles vías de extinción… luego inclinó la cabeza y marchó hacia la cocina. De un armario empotrado cogió un montón de sábanas y toallas y tapó las ventanas y puertas con ellas. Tal como había pensado, cogió un gran pedazo de cartón y con betún para los zapatos escribió sobre él: ¡PELIGRO! ¡GAS! Luego lo colocó fuera de la puerta de la cocina.

Cuando la habitación estuvo bien sellada, Peel fue hacia la cocina, abrió la puerta del horno e hizo girar la llave del gas. Este siseó al salir, fétido y casi frío. Peel se arrodilló e introdujo la cabeza en el horno, respirando con profundidad, siempre respirando. Sabía que no tardaría en perder la conciencia. Sabía que no sería doloroso.

Por primera vez en horas, algo de la tensión lo había abandonado y se relajó casi agradecido, esperando la muerte. A pesar de haber vivido una vida dura y geométricamente estructurada y viajado por rutas pragmáticas, ahora su mente buscaba en el pasado momentos más amables. No recordó nada; se disculpó por la nada; se sintió avergonzado de la nada… y a su pesar recordó los primeros días en que se encontró con Sidra con nostalgia y pena.

¿Qué desdichada juventud, humedecida con líquidos olores, el cortejarte con rosas en alguna placentera oquedad, Sidra…?

Casi sonrió. Eran líneas que había escrito para ella cuando, en los comienzos del romance, la había adorado como diosa de la juventud, la belleza y la bondad. Ella era todo lo que él no era, eso creyó; la perfecta compañera. Esos fueron grandes días; los días  en  que  él  finalizó  en  el  Manchester  College  y  fue  a  Londres  a  construir  una reputación, una fortuna, una vida completa… un muchacho de cabellos ralos con hábitos y mente precisos. Soñadoramente paseó a través de los recuerdos como si estuviera contemplando un film entretenido.

Repentinamente advirtió que había estado arrodillado junto al horno durante veinte minutos. Había algo que funcionaba muy mal. No había olvidado su química y sabía que veinte  minutos  de  gas  hubieran  sido  suficientes  para  hacerle  perder  la  conciencia. Perplejo, se puso de pie, frotándose las doloridas rodillas. No había tiempo para análisis ahora. Los perseguidores podrían estar cogiéndolo del cuello en cualquier momento.

¡Cuello! Ese era el camino obvio. Casi tan indoloro como el gas y mucho más rápido. Peel cerró el horno, cogió de la alacena una fuerte cuerda de tender la ropa y dejó la cocina, quitando a su paso los avisos de peligro. Al salir de la alacena sus ojos alertas escudriñaron la casa en busca del lugar apropiado. Sí, allí, en el pozo de la escalera. Podría arrojar la soga por sobre esa viga y colocarse en la galería sobre las escaleras para la caída. Luego, cuando saltara, tendría tres metros de espacio vacío sobre el rellano. Subió corriendo las escaleras hasta la galería, trepó sobre la baranda y arrojó la soga por encima de la viga. Cogió el cabo libre luego que éste se hubiera enroscado en la viga y tiró hacia sí. Hizo un nudo formando un lazo e hizo correr toda la soga a través de éste, hasta que quedó bien ajustada. Después de haber pegado un par de tirones para asegurarse de que se sostendría sujeta a la viga, colgó todo su peso sobre la soga y se balanceó hacia afuera de la galería. Sostenía su peso admirablemente; no había posibilidad de que se rompiera.

Cuando se hubo subido sobre la baranda, hizo un lazo de verdugo y lo deslizó sobre su cabeza, ajustando el nudo bajo su oreja derecha. Había suficiente cordel para darle una caída de unos dos metros. El pesaba unos setenta kilos. Era suficiente como para quebrarle el cuello en forma limpia e indolora en el extremo de la cuerda. Peel se mantuvo en equilibrio, tomó una última y profunda inspiración y brincó sin detenerse a rezar.

Su último pensamiento mientras caía fue una computación super rápida de cuánto tiempo le quedaba de vida. Tres metros por segundo al cuadrado dividido por seis le daba casi un quinto de un… Hubo un sacudón desgarrador que conmocionó todo su cuerpo, un crack que sonó amplio y profundo en sus oídos, y un agonizante dolor en cada nervio. Se contorsionó espasmódicamente.

Advirtió que estaba vivo. Colgaba del cuello con horror, comprendiendo que no estaba muerto y no sabiendo porqué. El horror hormigueaba sobre su piel como una invasión de hormigas y por un largo tiempo se estremeció, mientras la depresión invadía su mente, nublándola, quebrando su férreo control.

Por último buscó en su bolsillo y extrajo su cortaplumas. Lo abrió con dificultad, pues tenía el cuerpo paralizado e ingobernable. Tajeó hasta que logró cortar la cuerda sobre su cabeza y cayó sobre el descanso de la escalera. Mientras estaba aún encogido se tocó el cuello. Estaba quebrado. Pudo sentir el borde afilado de las vértebras rotas. Su cabeza estaba rígida y en un ángulo que le hacía ver todo patas arriba.

Peel subió arrastrándose por las escaleras, comprendiendo vagamente que algo demasiado  horrible  de  comprender  lo  había  sobrepasado.  No  tenía  sentido  una apreciación fría del asunto; no había información adicional que recibir, ni lógica que aplicar. Alcanzó la planta  superior  y  atravesó  tambaleante  el  dormitorio  de  Sidra  en dirección al baño, que ambos compartían algunas veces. Hurgó en la vitrina de medicamentos hasta que aferró una de sus navajas; seis pulgadas de fino acero cóncavo y afilado. Con un golpe tembloroso, hizo deslizar el filo a través de su garganta.

En forma instantánea se sintió inundado de gusto a sangre y su tráquea quedó obturada. Se dobló en agonía, tosiendo reflexivamente, y de su garganta brotó una espuma roja. Aún encorvado y resollante, con la respiración siseando horriblemente a través del tajo de la garganta, Peel golpeó con pesadez sobre el suelo enlosado y se sacudió en espasmos, mientras con cada latido del corazón la sangre salía a borbotones y lo empapaba. Y a pesar de todo, mientras yacía allí, tres veces muerto, no perdió la conciencia. La vida se aferraba a él con la misma posesividad con que él se había aferrado a la vida.

Por último se incorporó vacilante, no atreviéndose a mirar en el espejo el daño que se había  infligido.  La  sangre  —la  que  quedaba  dentro  de  él—  había  comenzado  a coagularse. Apenas podía hacer algunas respiraciones de tanto en tanto. Resollante, casi totalmente encorvado, Peel serpenteó hasta el dormitorio y buscó en el tocador de Sidra hasta que encontró el revólver de ella. Lo cogió con la poca fuerza que le quedaba, afirmando el orificio del cañón contra su pecho y se disparó tres veces en el corazón. Los impactos lo arrojaron contra la pared con un espantoso cráter desgarrado en el pecho y un corazón que ya no latía; y aún estaba vivo.

Es el cuerpo, pensó fragmentariamente. La vida depende del cuerpo. Mientras exista un cuerpo…. la simple concha… suficiente para contener la chispa… entonces la vida permanece. Me posee, esta vida. Pero tiene que haber una respuesta… soy todavía lo suficientemente ingeniero como para hallar una solución…

Absoluta desintegración. Fragmentar su cuerpo en partículas… miles, millones de pizcas… y allí ya no habría dónde contener esta vida persistente. Explosivos. Sí. Ninguno en la casa. Nada en esta casa, salvo el ingenio de un ingeniero. Sí. ¿Cómo, entonces, con qué? Estaba ya completamente loco, y la idea ingeniosa que se le ocurrió era también loca.

Se arrastró hasta su estudio y extrajo un mazo de naipes lavables de un armario. Por largos minutos los cortó en piezas diminutas con su cortapapeles de escritorio, hasta que tuvo un tazón lleno. Removió un morillo de la chimenea y lo arrancó penosamente. El fuste estaba hueco. Llenó el cañón de bronce con los pedazos de los naipes, apisonando con fuerza los jirones de nitrocelulosa. Luego que el caño estuvo sólidamente lleno, puso dentro las cabezas de tres cerillas y obstruyó el extremo abierto con la correa metálica que lo sujetaba a la chimenea.

Había una lámpara de alcohol sobre su escritorio, la utilizaba para mantener calientes los cacharros de café. Encendió la lámpara y colocó el caño del morillo directamente sobre la llama. Acercó arrastrando una silla del escritorio y se encorvó ante la bomba en calentamiento. La nitrocelulosa era un poderoso explosivo cuando se lo detona bajo presión. Era sólo una cuestión de tiempo, lo sabía, antes de que el bronce estallara con una violenta explosión y esparciera sus pedazos por la habitación; esparcirlo en la bendita muerte. Peel lloriqueaba de tormento e impaciencia. La espuma roja de su garganta brotaba de nuevo, mientras la sangre que empapaba sus ropas se secaba y endurecía.

La bomba se calentaba demasiado lentamente. Los minutos pasaban demasiado lentamente. La agonía aumentaba demasiado lentamente.

Peel temblaba y gemía, y cuando estiró una mano para acercar la bomba un poco más a la llama, sus dedos no pudieron sentir el calor. Podía ver cómo la carne se abrasaba, pero no sentía nada. Todo el dolor estaba dentro de él… nada fuera.

El dolor producía ruidos en su cabeza, pero por encima del retumbar pudo oír el sordo rumor de lejanos pasos en la planta inferior. Los pasos se acercaban, lentos, casi como la inexorable pisada del destino. La desesperación hizo presa de él al pensar en la policía y el triunfo de Sidra. Trató de persuadir al alcohol de la lámpara para que llameara con más vigor.

Los pasos atravesaron la sala principal y comenzaron a ascender la escalera. El deliberado golpe de los tacos sonaba cada vez más fuerte y cercano. Peel se encorvó más aún y en los huecos más opacos de su mente comenzó a rezar y a pedir que la Misma Muerte viniera por él. Los pasos alcanzaron la parte superior de las escaleras y avanzaban hacia su estudio. Hubo un débil susurro cuando la puerta se abrió de un empujón. Inmerso en la fiebre de la locura, Peel rehusó darse vuelta.

Una voz desagradable habló:

—Bien, Bob, ¿qué es todo esto? No pudo volverse o responder.

—¡Bob!—dijo la voz roncamente— ¡no seas tonto!

Vagamente comprendió que ya había oído esa voz en algún lado antes.

Los medidos pasos sonaron otra vez y entonces la figura estuvo de pie a su lado. Con ojos vacíos de sangre echó un vistazo a un costado. Era Lady Sutton. Aún usaba su túnica con lentejuelas.

—¡No lo creo! —Los pequeños ojos de ella parpadearon en sus cuencas.— ¡Qué has hecho, te has destrozado!

—Ogge… un… aminoo.  —Las  palabras  distorsionadas  se  quebraban  y  zumbaban cuando la mitad de su aliento se escapaba a través del tajo de su garganta.— Noo… seé… ata-padoo.

—¿Atrapado? —Lady Sutton se echó a reír.— Eso sí que es bueno, vaya si lo es.

—Tú… loo… fuiste —musitó Peel.

—¿Qué haces allí? —quiso saber Lady Sutton casualmente—. Oh, ya lo veo. Una bomba. ¿Vas a volar en pedacitos, eh, Bob?

Sus labios formaron una respuesta insonora.

—Ya —dijo Lady Sutton—, terminemos con toda esta tontería. —Intentó alejar de una patada la bomba del fuego. Peel hizo un esfuerzo y le atrapó un brazo con manos como pinzas. Ella era sólida, para ser un fantasma. Sin embargo, logró apartarla.

—Deja… que… sea —musitó.

Sus palabras parecían no tener sentido para él. La golpeó cuando intentó evitarlo e ir hacia la bomba. Ella era demasiado sólida y fuerte para él. Cayó hacia la lámpara de alcohol con sus brazos extendidos en busca de salvación.

—¡Bob! ¡Maldito idiota! —gritó Lady Sutton.

Hubo una explosión enceguecedora. Hizo impacto en el rostro de Peel con un destello de luz blanca y un estallido como de trueno. Todo el estudio se sacudió, y una porción de la pared se desplomó. Una pesada lluvia de libros cayó desde los conmocionados estantes. El humo y el polvo llenaban el espacio con una densa nube.

Cuando ésta se aclaró, Lady Sutton aún se encontraba de pie junto al lugar donde había estado el escritorio. Por primera vez en muchos años… en muchas eternidades, quizá, su rostro ostentaba una expresión de tristeza. Por un largo tiempo permaneció en silencio.  Por  último  se  encogió  de  hombros  y  comenzó  a  hablar  con  la  misma  voz tranquila con que había hablado a los cinco en el refugio.

—¿No te das cuenta, Bob, que no puedes matarte? La muerte mata sólo una vez, y tú ya estabas muerto. Todos ustedes han estado muertos desde hace días. ¿Cómo ninguno de ustedes lo advirtió? Quizá si el ego de Braugh hablara… quizá… pero todos vosotros estabais muertos antes de llegar al refugio el jueves por la noche. Debiste haberlo comprendido cuando llegaste a tu casa bombardeada, Bob. Fue el duro raid del último jueves.

Elevó las manos y comenzó a despegar la toga que la cubría. En medio del mortal silencio las lentejuelas susurraron y tintinearon. Relucieron cuando la túnica cayó del cuerpo revelando… nada. Espacio vacío.

—He gozado de este pequeño asesinato —dijo ella —. Me divirtió contemplar cómo los muertos intentaban asesinar. Es por eso que te he dejado seguir con el asunto.

Se quitó los zapatos y las medias. Ahora no había más que los brazos y hombros y la gruesa cabeza de Lady Sutton. El rostro aún exhibía una ligera expresión de pena.

—Pero fue ridículo tratar de asesinarme, siendo quien era.

Por supuesto, ninguno de vosotros lo sabía. La obra fue deliciosa, Bob, porque yo soy Astaroth.

Con un súbito movimiento, la cabeza y los brazos saltaron en el aire y cayeron junto al vestido hecho a un lado. La voz continuó surgiendo del espacio humeante, descarnado, pero cuando la nube polvorienta remolineó, reveló una figura de vacuidad, un simple contorno, una burbuja, y aún era una terrible forma a contemplar.

—Sí —continuó la voz—, soy Astaroth, tan viejo como las edades; tan viejo y aburrido como la misma eternidad. Es por eso que he jugado mi pequeña broma con vosotros. He hecho cambiar la suerte y me he reído un poco. Vosotros suplicabais por un poco de novedad y entretenimiento después de una eternidad infiernos dispuestos para los condenados, porque no hay infierno como el infierno del aburrimiento.

La tranquila voz se detuvo, y miles de fragmentos esparcidos de Robert Peel oyeron y comprendieron. Miles de partículas, cada una de ellas conteniendo una atormentada pizca de vida, escucharon la voz de Astaroth y comprendieron.

—De la vida no sé nada —dijo Astaroth gentilmente —, pero de la muerte sí que sé… de la muerte y la justicia. Sé que cada criatura viviente crea su propio y eterno infierno.

¿Qué eres ahora, qué te has hecho a ti mismo?; si alguno de vosotros puede discutir esto, si alguno de vosotros puede oponer reparos a la Justicia de Astaroth… ¡Que hable ahora!

La voz se extendió y provocó ecos en los más remotos rincones, pero no hubo respuesta.

Miles de torturadas partículas de Robert Peel la oyeron y no respondieron.

Theone Dubedat la oyó y no respondió, envuelta en el salvaje abrazo de su dios- amante.

Y un podrido y auto-devorante Digby Finchley la escuchó y no respondió.

El cuestionador y dubitativo Christian Braugh —en el limbo— la oyó y no respondió. Ni Sidra Peel ni la imagen-espejo de su pasión respondieron.

Todos los condenados de toda la eternidad en infinitos infiernos hechos por ellos mismos la oyeron y no respondieron.

Pues la justicia de Astaroth es incontestable.

Alfred Bester: Número de desaparición. Cuento

BesterEsta no era la guerra final ni una guerra para acabar con la guerra. La llamaban la Guerra del Sueño Norteamericano. El general Carpenter golpeó esa nota y la hizo sonar constantemente.

Había generales combativos (vitales para un ejército), generaba políticos (vitales para una  administración)  y  generales  de  relaciones  públicas  (vitales  para  una  guerra).  El general Carpenter era un maestro de las relaciones públicas. Franco y decidido, sus ideales eran tan elevados y comprensibles como las máximas sobre el dinero. Para la mente de Norteamérica él era el ejército, la administración, el escudo, la espada y el robusta brazo derecho de la nación. Su ideal era el Sueño Norte americano.

—No combatimos por dinero, por poder, o por la dominación del mundo —anunció el general Carpenter en la cena de la Asociación de Prensa.

—Sólo combatimos por el Sueño Norteamericano —dijo en el 15: 2° Congreso.

—Nuestra ayuda no es la agresión o la reducción de las naciones a la esclavitud —dijo en la Cena Anual de Oficiales en West Point.

—Combatimos por el Sentido de la Civilización — dijo en el Club de Pioneros de San Francisco.

—Luchamos por el Ideal de la Civilización; por la Cultura, por la Poesía, por las Únicas Cosas que Merecen Preservarse —dijo en el Festival del Grano de Trigo de Chicago.

—Esta es una guerra de supervivencia —dijo—. No estamos combatiendo por nosotros mismos, sino por nuestros Sueños; por las Mejores Cosas en la Vida que no deben desaparecer de la faz de la tierra.

Norteamérica  combatió.  El  general  Carpenter  pidió  cien  millones  de  hombres.  El ejército recibió cien millones de hombres. El general Carpenter pidió diez mil bombas U. Se obtuvieron y arrojaron diez mil bombas U. El enemigo también arrojó diez mil bomba U y destruyó la mayoría de las ciudades norteamericanas.

—Debemos  atrincherarnos  contra  las  hordas  de  la  barbarie  —dijo  el  general Carpenter—. Dadme mil ingenieros.

De inmediato hubo mil ingenieros y cien ciudades fueron atrincheradas y excavadas bajo los escombros.

—Dadme   quinientos   expertos   en   sanidad,   ochocientos   directores   de   tránsito, doscientos expertos en aire acondicionado, cien administradores municipales, mil jefes de comunicaciones, setecientos expertos en personal…

La lista de los pedidos del general Carpenter era inacabable. Norteamérica no sabía cómo suministrarla.

—Debemos convertirnos en una nación de expertos —informó el general Carpenter a la Asociación Nacional de Universidades Norteamericanas—. Cada hombre y cada mujer debe ser una herramienta específica para un trabajo específico, templada y afilada por vuestro entrenamiento y educación para vencer en la lucha por el Sueño Norteamericano.

—Nuestro Sueño —dijo el general Carpenter en el Desayuno para la Campaña de Bonos de Wall Street— es el mismo de los apacibles griegos de Atenas, de los nobles romanos de… ejem… Roma. Es un sueño por las Mejores Cosas de la Vida. De la Música y el Arte y la Poesía y la Cultura. El dinero es sólo un arma para utilizar en la lucha por este sueño. La ambición es sólo una escala para ascender a este sueño. La capacidad es sólo una herramienta para moldear este sueño.

Wall  Street  aplaudió.  El  general  Carpenter  pidió  ciento  cincuenta  mil  millones  de dólares, mil quinientos hombres dedicados con salarios de un dólar  al  año,  tres  mil expertos en mineralogía, petrología, producción masiva, guerra química y estudio del clima en el tránsito aéreo. Fueron suministrados. El país marchaba a toda máquina. Al general Carpenter le bastaba con apretar un botón para que le suministraran un experto.

En marzo de 2112 la guerra alcanzó un punto culminante y el Sueño Norteamericano se resolvió, pero no en ninguno de los siete frentes donde los hombres estaban trenzados en penosos combates, ni en ninguno de los altos mandos de ninguna de las naciones beligerantes, ni en ninguno de los centros de producción que vomitaban armas y pertrechos, sino en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos, enterrado a noventa metros bajo lo que alguna vez había sido St. Albans, Nueva York.

El Pabellón T era una especie de misterio en St. Albans. Como todos los hospitales militares, St. Albans estaba organizado con pabellones específicos destinados a lesiones específicas. Los amputados del brazo derecho eran alojados en un pabellón; los del brazo izquierdo en otro. Quemaduras radioactivas, lesiones craneanas, evisceraciones, envenenamiento  por  rayos  gamma  secundarios,  y  todo  lo  demás  tenían  un  lugar específico asignado en la organización del hospital. El Cuerpo Médico del Ejército había determinado diecinueve clases de lesiones de combate que incluían cada posible tipo de daños del cerebro y los tejidos. Usaban las letras desde la A a la S. Entonces, ¿qué había en el Pabellón T?

Nadie lo sabía. Las puertas tenían doble cerradura. No se permitían los visitantes. No podía salir ningún paciente. Se veían médicos que entraban y salían. Sus expresiones perplejas estimulaban las especulaciones más infundadas, pero no revelaban nada. Las enfermeras que atendían el Pabellón T eran interrogadas con avidez, pero mantenían la boca cerrada.

Había información con cuentagotas, insatisfactorias y contradictorias. Una criada aseguraba que había ido a limpiar el pabellón y que allí no había nadie. Absolutamente nadie. Tan sólo una docena de camas y nada más. ¿Alguien había dormido en las camas? Sí. Algunas de ellas estaban deshechas. ¿Había signos de que el pabellón estaba en uso? Oh sí. Había efectos personales sobre las mesas y cosas de ese tipo. Pero polvorientos, o eso parecían. Como si no hubieran sido usados desde hacía mucho tiempo.

La opinión pública decidió que era un pabellón fantasma. Sólo para espectros.

Pero un ordenanza nocturno declaró que había pasado frente al pabellón cerrado y había oído cantos dentro. ¿Qué clase de cantos? Algo en otro idioma. ¿Qué idioma? El ordenanza no pudo decirlo. Algunas palabras sonaban como… bien, como: Vayamos de excursión, tralalí… traíala.

La opinión pública comenzó a hervir y decidió que era un pabellón para extranjeros. Sólo para espías.

St. Alban solicitó el auxilio de personal de cocina y revisó las bandejas de alimentos. Veinticuatro bandejas iban al Pabellón T tres veces por día. Salían veinticuatro. Algunas retornaban vacías, la mayoría de las veces intocadas.

La opinión pública comenzó a levantar presión y decidió que el pabellón era un fraude organizado: un club informal para soldados holgazanes y aprovechados que se corrían juergas dentro. Vayamos de excursión, tralalí… traíala.

Un hospital puede controlar con facilidad los chismorreos de un grupo de costura de un pueblo pequeño, pero los enfermeros son más fácilmente excitables por las trivialidades. Bastaron sólo tres meses para que las especulaciones ociosas se convirtieran en furia desatada. En enero de 2112, St. Alban era un conocido y bien administrado hospital. En marzo de 2112 St. Albans era un fermento, y la inquietud psicológica alcanzó los informes oficiales. El porcentaje de recuperaciones «decayó. Los empeoramientos aumentaron. Crecieron las acusaciones triviales. Estallaron motines. Hubo cambios de personal. Nada dio resultado. El Pabellón T incitaba a los pacientes a la rebelión. Hubo otros cambios, y otros, y la inquietud aún hervía.

Por fin las noticias llegaron a la mesa de despacho del general Carpenter a través de canales oficiales.

—En nuestro combate por el Sueño Norteamericano —dijo— no debemos olvidar a quienes ya han dado todo de sí mismos. Enviadme a un experto en Administración de Hospitales.

Le suministraron el experto. No podía hacer nada para sanar St. Albans. El general Carpenter leyó los informes y lo despidió.

—La piedad —dijo el general Carpenter— es el primer ingrediente de la civilización. Enviadme un cirujano general.

Fue suministrado un cirujano general. No pudo aplacar la furia de St. Albans, y el general Carpenter lo aplacó a él. Pero a esta altura el Pabellón T ya era mencionado en los despachos.

—Enviadme —dijo el general Carpenter— el experto a cargo del Pabellón T.

St. Albans envió un doctor, el capitán Edsel Dimmock. Era un joven corpulento, ya calvo, egresado hacía apenas tres años de la escuela de medicina, pero con un buen expediente como experto en psicoterapia. Al general Carpenter le gustaban los expertos. Le gustaba Dimmock. Dimmock adoraba al general como exponente de una cultura que hasta ahora su entrenamiento tan especializado le había impedido buscar, pero que esperaba poder disfrutar una vez que ganaran la guerra.

—Preste atención, Dimmock —comenzó el general Carpenter—. Todos somos hoy día herramientas. Usted debe conocer nuestro lema: un trabajo para cada cual y cada cual para su trabajo. En el pabellón T hay alguien que no trabaja y tenemos que echarlo a patadas. Ante todo, ¿qué demonios es el Pabellón T?

Dimmock tartamudeó y vaciló. En primer lugar explicó que era un pabellón especial destinado a casos de combate especiales. Casos de shock.

—¿Entonces tenéis pacientes en el pabellón?

—Sí, señor. Diez mujeres y catorce hombres.

Carpenter blandió un fajo de informes.

—Aquí dice que los pacientes de St. Albans declaran que no hay nadie en el Pabellón T.

Dimmock acusó el golpe. No era verdad, aseguró al general.

—De  acuerdo,  Dimmock.  Así  que  usted  tiene  veinticuatro  inválidos  allí  dentro.  La

obligación de ellos es reponerse. La suya de curarlos. ¿Por qué demonios hay tanto revuelo en el hospital?

—B… bien, señor. Quizá porque los mantenemos bajo llave.

—¿Mantienen el Pabellón T bajo llave?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Para mantener los pacientes dentro, general Carpenter.

—¿Mantenerlos dentro? ¿Qué quiere decir? ¿Están tratando de escapar? ¿Son violentos, o algo por el estilo?

—No, señor. No son violentos.

—Dimmock, no me gusta su actitud. Se está mostrando endemoniadamente cauto y evasivo. Y le diré algo más que no me gusta. Esa clasificación T. La he verificado con un experto  en  archivos  de  los  Cuerpos  Médicos  y  no  existe  tal  clasificación  T.  ¿Qué demonios estáis haciendo en St. Albans?

—B… bien, señor… nosotros inventamos la clasificación T. No sabíamos qué hacer con ellos o cómo tratarlos. He…mos tratado de mantenerlo en secreto mientras trabajábamos en un modus operandi, pero es algo nuevo, general Carpenter. ¡Algo nuevo!

—Aquí el experto Dimmock triunfó sobre la disciplina.— Es sensacional. ¡Pasará a la historia de la medicina, por Dios! Es la cosa más diabólicamente grande de todos los tiempos!

—¿De qué se trata, Dimmock? Sea específico.

—Bien, señor, son casos de shock. Anulados. Casi catatónicos. Muy poca respiración. Pulso bajo. Sin reacción.

—He visto miles de casos de shock como ésos — gruñó Carpenter—. ¿Eso es lo inusual?

—Sí, señor, y esto suena como algo común a los patrones Q o R de las clasificaciones. Pero aquí hay algo inusual. No comen ni duermen.

—¿Nunca?

—Algunos de ellos nunca.

—Pero entonces, ¿por qué no mueren?

—No lo sabemos. Se ha roto el ciclo metabólico, pero sólo en el aspecto anabólico. El catabolismo continúa. En otras palabras, señor, eliminan productos de desecho, pero no ingieren nada. Eliminan toxinas de fatiga y reconstruyen el tejido gastado, pero sin comer ni dormir. Dios sabe cómo. Es fantástico.

—¿Es por eso que los tenéis bajo llave? Es decir… ¿se sospecha que roben comida y se echen una siesta en algún lado?

—N…no, señor. —La cara de Dimmock parecía avergonzada.— No sé cómo decirle esto, general Carpenter… Los hemos encerrado por el verdadero misterio… Ellos… bien, ellos desaparecen.

—¿Ellos qué?

—Desaparecen, señor. Se desvanecen. Ante nuestros ojos.

—¿Qué infiernos está diciendo?

—Lo hacen, señor. Están sentados en una cama o caminando por allí. En un momento se los ve, en el otro no. A veces hay dos docenas en el Pabellón T. Otras veces ninguno. Desaparecen y aparecen sin ton ni son. Es por eso que mantenemos el pabellón cerrado, general Carpenter. En toda la historia de la guerra y de las lesiones de guerra jamás hubo un caso como éste antes. No sabemos qué hacer.

—Traedme tres de esos casos —dijo el general Carpenter.

Nathan Riley comió torrejas, huevos a la benedictina; consumió dos pintas de cerveza negra, fumó un John Drew, eructó delicadamente y se levantó de la mesa de desayuno. Hizo una inclinación de cabeza en dirección a Gentleman Jim Corbett, quien detuvo su conversación con Diamond Jim Brady para interceptarlo en su camino hacia el escritorio del cobrador.

—¿Quién te gusta para el título este año, Nat? —indagó Gentleman Jim.

—Los Dodgers —respondió Nathan Riley.

—No tienen lanzadores.

—Tienen a Snider y Furillo y Campanella. Ganarán el título este año, Jim. Apuesto que lo ganarán antes que ningún otro equipo en años anteriores. El 13 de setiembre. Toma nota. Verás como tengo razón.

—Siempre tienes razón, Nat —dijo Corbett.

Riley sonrió, pagó la cuenta, deambuló por la calle y cogió un tranvía de caballos en dirección al Madison Square Carden. Se apeó en la esquina de la Cincuenta y la Octava Avenida y subió las escaleras hasta una oficina de apuestas que se encontraba sobre un negocio de reparación de radios. El corredor de apuestas lo miró de soslayo, sacó un envoltorio y contó 15.000 dólares.

—Rocky Marciano por K.O. técnico sobre Roland La Starza en el undécimo —dijo—.

¿Cómo demonios lo sabías con tanta precisión, Nat?

—Así me gano la vida —sonrió Riley—. ¿Tomas apuestas sobre las elecciones?

—Eisenhover doce a cinco. Stevenson…

—Adlai no interesa. —Riley colocó 20.000 dólares sobre el contador.— Respaldo a Ike. Anótame con esto.

Dejó la oficina y se dirigió, a su suite en el Waldorf, donde un joven alto, muy delgado, lo esperaba con impaciencia.

—Oh sí —dijo Nathan Riley—. ¿Usted es Ford, no es así? ¿Harold Ford?

—Henry Ford, señor Riley.

—¿Y necesita financiación para esa máquina que tiene en su taller de bicicletas?

¿Cómo se llama?

—Yo lo llamo Ipsímovil, señor Riley.

—Hmmm. No puedo decir que el nombre me guste. ¿Por qué no lo llama automóvil?

—Es una sugerencia maravillosa, señor Riley. Por cierto que la tendré en cuenta.

—Me gusta usted, Henry. Es joven, impulsivo, adaptable. Creo en su futuro y creo en su automóvil. Invertiré doscientos mil dólares en su compañía.

Riley extendió un cheque y acompañó fuera a Henry Ford. Echó un vistazo a su reloj y de pronto se sintió impelido  a volver y ver qué sucedía. Entró en su dormitorio, se desvistió, se puso una camisa gris y pantalones grises. Sobre el bolsillo de su camisa había grandes letras azules: H.M.E.U.

Cerró con llave la puerta del dormitorio y desapareció.

Reapareció en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos en St. Albans, de pie junto a su cama, que era una de las veinticuatro alineadas contra la pared de un largo barracón de acero ligero. Antes de que pudiera siquiera respirar, fue atrapado por tres pares de manos. Antes de que pudiera resistirse, le clavaron una jeringa neumática y fue derribado por 11/2 cm3 de tioformato de sodio.

—Tenemos a uno —dijo alguien.

—Vigila —respondió alguien más—. El general Carpenter dijo que quería a tres.

Después de que Marco Junio Bruto dejó su lecho, Lela Machan batió palmas. Sus esclavas entraron en la cámara y le prepararon el baño. Se bañó, se vistió, se perfumó y desayunó higos de Esmirna, naranjas rosadas y una copa de Lacryma Christi. Luego fumó un cigarrillo y ordenó una litera.

Como de costumbre, en los portales de su casa hormigueaban las gloriosas hordas de la Vigésima Legión. Dos centuriones arrebataron a sus portadores las varas de la litera y la cargaron sobre sus hombros musculosos. Lela Machan sonrió. Un joven con una capa azul zafiro se abrió paso entre la multitud y corrió hacia ella. Una daga centelleó en su mano. Lela se preparó para afrontar la muerte con valentía.

—¡Señora! —exclamó él—. ¡Señora Lela!

Se tajeó el brazo izquierdo con la daga y dejó que la sangre carmesí manchara la túnica de Lela.

—¡Esta sangre mía es lo menos que puedo ofreceros! —gritó. Lela le tocó la frente con suavidad.

—Tontucio —murmuró—. ¿Por qué?

—Por amor a ti, mi señora.

—Seréis admitido esta noche, a las nueve —susurró Lela. El permaneció contemplándola hasta que ella se rió—. Os lo prometo. ¿Cuál es tu nombre, tontucio?

—Ben Hur.

—Esta noche a las nueve, Ben Hur.

La litera se puso en movimiento. Frente al forum, Julio César entablaba una acalorada discusión con Savonarola. Cuando vio la litera hizo una brusca señal a los centuriones, que se detuvieron al unísono. César descorrió los cortinados y contempló a Lela, quien lo observaba lánguidamente.

—¿Por qué? —preguntó roncamente—. He rogado, suplicado, sobornado, llorado, y todo sin ningún resultado. ¿Por qué, Lela? ¿Por qué?

—¿Recuerdas a Boadicea? —murmuró Lela.

—¿Boadicea? ¿La reina de los britanos? Por todos los dioses, Lela, ¿qué puede ella significar para nuestro amor. Yo no amé a Boadicea. Tan sólo la derroté en combate.

—Y la mataste, César.

—Ella se envenenó, Lela.

—¡Ella era mi madre, César! —De repente Lela apuntó con un dedo al César.— Asesino. Tendrás tu merecido. ¡Cúidate de los Idus de Marzo, César!

César retrocedió horrorizado. La muchedumbre de admiradores que se habían apiñado alrededor de Lela soltó un grito de aprobación. En medio de una lluvia de pétalos de rosas y violetas, ella continuó su camino a través del Foro hasta el Templo de las Vírgenes Vestales, donde abandonó a sus seguidores deslumbrados y penetró en el templo sagrado.

Hizo una genuflexión ante el altar, entonó una plegaria, arrojó una pizca de incienso en la llama votiva y se quitó la túnica. Examinó el reflejo de su hermoso cuerpo en un espejo de plata, luego experimentó una momentánea punzada de añoranza. Se colocó una blusa gris y unos pantalones grises. Sobre el bolsillo de su blusa tenía la inscripción H.M.E.U.

Sonrió ante el altar y desapareció al unísono.

Reapareció en el Pabellón T del Hospital Militar de los Estados Unidos donde fue instantáneamente derribada por 1 1/2 cm3 de tiomorfato de sodio inyectado en forma subcutánea por una jeringa neumática.

—Van dos —dijo alguien.

—Sólo falta uno.

George Hanmer hizo una pausa dramática y miró en derredor… a los escaños de la oposición, al Canciller sobre su cojín, a la maza de plata sobre la almohadilla carmesí ante el asiento del Canciller. Toda la Cámara, hipnotizada por la fiera oratoria de Hanmer, esperaba conteniendo el aliento a que continuara.

—Más no puedo decir —dijo Hanmer por último. Su voz era ahogada por la emoción, el rostro pálido y ceñudo—. Combatiré por esta acta en las cabezas de playa. Combatiré en las ciudades, los pueblos, los campos y las aldeas. Combatiré por esta acta hasta la muerte y, Dios mediante, combatiré por ella después de la muerte. Si esto es un desafío o una plegaria, lo someteré a juicio de las conciencias de los caballeros dignos y honestos; pero de algo estoy seguro y resuelto: Inglaterra debe poseer el Canal de Suez.

Hanmer se sentó. El edificio estalló. En medio de los vítores y aplausos, se escabulló a la sección de pasillos donde Gladstone, Churchill y Pitt lo detuvieron para estrecharle la mano. Lord Palmerston lo miró con frialdad, pero Pam fue echado a un lado por Disraeli, quien subió cojeando, todo entusiasmo, todo admiración.

—Incaremos el diente en Tattersall’s —dijo Dizzy—. Mi coche está esperando.

Lady Beaconsfield estaba en el Rolls Royce frente al edificio del Parlamento. Colocó una prímula en la solapa de Dizzy y palmeó afectuosamente la mejilla de Hanmer.

—Ha pasado mucho tiempo para aquel escolar que acostumbraba intimidar a Dizzy —dijo ella.

Hanmer se echó a reír. Dizzy cantó Gaudeamus igitur… y Hanmer entonó la antigua canción  escolástica  hasta  que  llegaron  a  Tattersall’s.  Allí  Dizzy  ordenó  Guinness  y costillas a la parrilla, mientras Hanmer subía las escaleras del club para cambiarse.

Sin ningún motivo en especial tuvo el impulso de volver para echar una última ojeada. Quizás odiaba romper con su pasado por completo. Se quitó el gabán, el chaleco de nanquín, los pantalones jaspeados, las lustradas botas hessianas y la ropa interior. Se puso una camisa gris y pantalones grises y desapareció.

Reapareció en el Pabellón T del hospital de St. Albans donde fue puesto inconsciente con 1 1/2 cm3 de tiomorfato de sodio.

—Es el tercero —dijo alguien.

—Llevádselos a Carpenter.

De modo que ahora estaban en la oficina del general Carpenter, el soldado raso Nathan Riley, la sargento mayor Lela Machan y el cabo segundo George Hanmer. Vestían la ropa gris del hospital. Estaban atontados por el tiomorfato de sodio.

El despacho estaba vacío y resplandecía de luz. Estaban presentes expertos en Espionaje, Contraespionaje, Seguridad y Central de Inteligencia. Cuando el capitán Edsel Dimmock vio ese grupo de rostros acerados e impasibles esperándolo a él y a los pacientes, se sobresaltó. El general Carpenter sonrió sombríamente.

—No se le habrá ocurrido que nos íbamos a tragar su historia de las desapariciones, ¿eh, Dimmock?

—¿S… señor?

—Yo también soy un experto, Dimmock. Se lo diré sin rodeos. La guerra anda mal. Muy mal. Hubo filtración de inteligencia. El lío de St. Albans podría acusarlo a usted.

—P… pero ellos desaparecen, señor. Yo…

—Mis expertos quieren hablar con usted y sus pacientes sobre ese número de desaparición, Dimmock. Comenzarán con usted.

Los expertos trabajaron sobre Dimmock con ablandadores preconscientes, liberadores del ello y bloqueos del superyo. Probaron todo tipo de drogas de la verdad que aparecía en los libros y todas las formas de presión física y mental. Tres veces llevaron al aullante Dimmock al punto de ruptura, pero no había nada que romper.

—Dejadlo cocer a fuego lento ahora —dijo Carpenter—. Empiecen con los pacientes. Los  expertos  se  mostraron  reacios  a  aplicar  presión  a  dos  hombres  y  una  mujer enfermos.

—Por el amor de Dios, no seáis remilgados —tronó Carpenter—. Estamos librando una guerra por la civilización. Tenemos que proteger nuestros ideales a cualquier precio.

¡Adelante!

Los expertos de Espionaje, Contraespionaje, Seguridad y Central de Inteligencia lo hicieron. Como tres velas, el soldado raso Nathan Riley, la sargento mayor Lela Machan y el cabo segundo George Hanmer se apagaron y desaparecieron. En un momento estaban en sus asientos y rodeados de violencia. Al momento siguiente ya no estaban.

Los expertos se atragantaron. El general Carpenter salió elegantemente del paso. Se dirigió hacia Dimmock.

—Capitán Dimmock, mis disculpas. Coronel Dimmock, ha sido ascendido por realizar un importante descubrimiento… sólo que el infierno sabrá qué significa. Primero debemos investigar por nuestra cuenta.

Carpenter cogió con brusquedad el intercomunicador.

—Traedme un experto en shocks de combate y un alienista.

Los dos expertos entraron y fueron informados brevemente. Examinaron a los testigos. Reflexionaron.

—Todos ustedes están padeciendo un caso de shock moderado —dijo el experto en shocks de combate—. Tensión de guerra.

—¿Quiere decir que no los vimos desaparecer?

El experto en shocks sacudió la cabeza y miró de reojo al alienista, que también sacudió la cabeza.

—Alucinación colectiva —dijo el alienista.

En ese momento el soldado raso Riley, la sargento mayor Machan y el cabo segundo Hanmer reaparecieron. Por un momento fueron una alucinación colectiva; en el siguiente estaban de vuelta en sus asientos rodeados por la confusión.

—Dróguelos de nuevo, Dimmock —gritó Carpenter—. Inyécteles un galón. —Manejó con rudeza el intercomunicador.— Quiero todos los expertos que haya. Reunión de emergencia en mi despacho de inmediato.

Treinta y siete expertos, herramientas templadas y afiladas todos, inspeccionaron a los tres sujetos inconscientes y discutieron entre ellos durante tres horas. Ciertos hechos eran obvios: este debía ser un nuevo y fantástico síndrome producido por los nuevos y fantásticos horrores de la guerra. Al desarrollarse técnicas de combate, la respuesta de las víctimas a estas técnicas también debía haber tomado nuevos rumbos. Para toda acción hay una reacción igual y opuesta. De acuerdo.

Este último síndrome debía comprender algunos aspectos de teleportación… el poder de la mente sobre el espacio. Era evidente que el shock de combate, aunque destruía ciertos poderes conocidos de la mente, debía desarrollar otros poderes latentes, hasta ahora desconocidos. De acuerdo.

Era obvio que los pacientes sólo podían regresar al punto de partida, de lo contrario no volverían siempre al Pabellón T ni habrían vuelto al despacho del general Carpenter. De acuerdo.

Era obvio que los pacientes debían poder procurarse comida y sueño dondequiera iban, pues no lo hacían en el Pabellón T. De acuerdo.

—Un detalle —dijo el coronel Dimmock—. Parecen estar retornando al Pabellón T cada vez con menos frecuencia. Al principio iban y venían casi a diario. Ahora la mayoría de ellos permanece fuera durante semanas y rara vez regresan.

—Eso no importa —dijo Carpenter—. ¿Adonde van?

—¿Se teleportan tras las líneas enemigas? — preguntó alguien—. Están esas filtraciones de inteligencia.

—Quiero que Inteligencia lo verifique —barbotó Carpenter—. ¿Tendrá el enemigo dificultades similares, es decir, prisioneros de guerra que aparecen y desaparecen de los campos de concentración? Podrían ser algunos de los nuestros del Pabellón T.

—Tal vez simplemente vayan a casa —sugirió el coronel Dimmock.

—Quiero una investigación  de  Seguridad  —ordenó  Carpenter—.  Examinen  la  vida hogareña y las relaciones de cada uno de los veinticuatro desaparecidos. Ahora… en cuanto a nuestras operaciones en el Pabellón T, el coronel Dimmock tiene un plan.

—Pondremos seis camas extras en el Pabellón T —explicó Edsel Dimmock—. Enviaremos seis expertos a vivir allí y observar. La información debe ser tomada directamente de los pacientes. Son catatónicos e incapaces de reaccionar cuando están conscientes, e incapaces de responder preguntas cuando son drogados.

—Caballeros —resumió Carpenter—. Esta es la mayor arma potencial en la historia de la guerra. No tengo que deciros lo que significaría para nosotros teleportar todo un ejército tras las líneas enemigas. Podemos ganar la guerra por el Sueño Norteamericano en un día si podemos obtener el secreto oculto en esas mentes aniquiladas. ¡Debemos ganar!

Los expertos trabajaron con ahínco. Seguridad investigó. Inteligencia sondeó. Seis templadas y afiladas herramientas se mudaron al Pabellón T del Hospital de St. Albans y lentamente se familiarizaron con los pacientes que desaparecían para reaparecer cada vez con menos frecuencia. La tensión se incrementó.

Seguridad pudo informar que ni un solo caso de aparición extraña había tenido lugar en Norteamérica en el pasado año. Inteligencia informó que el enemigo no parecía tener dificultades similares con sus propios casos de shock o con prisioneros de guerra.

Carpenter se inquietó.

—Esto es una rama nueva. No tenemos especialistas para manejarla. Tenemos que crear nuevas herramientas. —Golpeó el intercomunicador.— Ponedme con un college.

Lo comunicaron con Yale.

—Quiero algunos expertos en el dominio de la mente sobre la materia. Preparadlos — ordenó. De inmediato Yale creó tres cursos de graduados en Taumaturgia, Percepción Extrasensorial y Telekinesis.

La primera pista se abrió cuando uno de los expertos del Pabellón T requirió la ayuda de otro experto. Necesitaba un Lapidario.

—¿Para qué demonios? —quiso saber Carpenter.

—El hombre escuchó referirse a una piedra preciosa —explicó el coronel Dimmock—. Es especialista especializado y no puede relacionarla con nada dentro de su experiencia.

—No se supone que lo haga —dijo Carpenter con aprobación—. Un trabajo para cada cual y cada cual para su trabajo —Manoteó el intercomunicador.— Traédme un lapidario.

Un experto lapidario recibió permiso para ausentarse del arsenal del ejército y se le pidió que identificara un diamante llamado Jim Brady. No pudo hacerlo.

—Lo intentaremos desde un nuevo ángulo —dijo Carpenter. Oprimió el intercomunicador—. Traédme un especialista en semántica.

El semántico dejó su mesa de despacho en el Departamento de Propaganda de Guerra pero no pudo aportar nada a las palabras «Jim Brady». Tan sólo eran nombres para él. Nada más. Sugirió un genealogista.

Un genealogista obtuvo un día de licencia en su puesto en Comisión de Ancestros No Norteamericanos, pero no pudo aportar nada con Jim Brady, salvo que había sido un nombre muy común en Norteamérica hace unos quinientos años. Sugirió un arqueólogo.

Un arqueólogo fue relevado de su puesto en la División de Cartografía del Comando de Invasión  y  de  inmediato  identificó  el  nombre  Diamond  Jim  Brady.  Era  un  personaje histórico famoso en la antigua y pequeña ciudad de Nueva York en un período intermedio entre el gobernador Peter Stuyvesant y el gobernador Fiorello La Guardia.

—¡Cristo! —se maravilló Carpenter—. Hace mucho de eso. ¿De dónde demonios sacó Nathan Riley eso? Será mejor que se reúna usted con los expertos del Pabellón T y siga esa pista.

El arqueólogo siguió la pista, revisó sus referencias y presentó su informe. Carpenter lo leyó  y  quedó  anonadado.  Llamó  a  su  equipo  de  expertos  para  una  reunión  de emergencia.

—Caballeros —anunció—, en el Pabellón T hay algo mucho más importante que teleportación. Estos pacientes de shock están haciendo algo mucho más increíble… mucho más significativo. Caballeros, están viajando por el tiempo.

El equipo murmuró con incredulidad. Carpenter asintió con énfasis.

—Sí, caballeros. El viaje temporal está aquí. No ha llegado en la forma en que lo esperábamos… como resultado de la investigación especializada de expertos calificados; ha llegado como una peste… una infección… una enfermedad de guerra… un resultado de lesiones de combate en hombres comunes. Antes de continuar, quisiera que examinen estos informes para documentarse.

El equipo leyó las hojas mimeografiadas. El soldado raso Nathan Riley… desapareciendo en la Nueva York de principios del siglo XX; la sargento mayor Lela Machan… visitando la Roma del siglo I; el cabo segundo George Hanmer… viajando a la Inglaterra del siglo XIX. Y todo el resto de los veinticuatro pacientes, huyendo a Venecia y los dux, a Jamaica y los bucaneros, a China y la dinastía Han, a Noruega y Eric el Rojo, a cualquier parte y a cualquier época del mundo para escapar del torbellino y los horrores de la guerra moderna en el siglo XXII.

—No necesito destacar la significación colosal de este descubrimiento —destacó el general Carpenter—. Piensen qué importante sería para la guerra si pudiéramos enviar un ejército una semana o un mes o un año atrás en el tiempo. Podríamos ganar la guerra antes de que comenzara. Podríamos proteger nuestro Sueño —la Poesía y la Belleza de la Cultura de Norteamérica— de la barbarie sin ponerlo nunca en peligro.

El equipo trató de aprehender el problema de ganar batallas antes de que hubieran comenzado.

—La situación se complica por el hecho de que estos hombres y mujeres del Pabellón T son non campos. Puedan o no saber cómo hacen lo que hacen, en todo caso son incapaces de comunicarse con los expertos, que reducirían este milagro a método. De nosotros depende encontrar la clave. Ellos no pueden ayudarnos.

Los templados y afilados especialistas se miraron entre sí desconcertados.

—Necesitaremos expertos —dijo el general Carpenter.

El equipo se tranquilizó. Estaban de nuevo en terreno familiar.

—Necesitaremos   un   mecánico   del   cerebro,   un   cibernetista,   un   psiquiatra,   un anatomista, un arqueólogo y un historiador de primera agua. Entrarán en ese pabellón y no saldrán de él hasta terminado su trabajo. Deben aprender la técnica del viaje temporal.

Los primeros cinco expertos fueron fáciles de conseguir en otros departamentos de guerra. Toda Norteamérica era una caja de herramientas de templados y afilados especialistas. Pero hubo problemas en localizar a un historiador de primera agua hasta que la Penitenciaría Federal cooperó con el ejército y dejó en libertad al doctor Bradley Scrim de su condena de veinte años a trabajos forzados. El doctor Scrim era ácido y hermético. Había tenido la cátedra en Historia Filosófica en una universidad del Oeste hasta que expresó su opinión sobre la guerra del Sueño Norteamericano. Le dieron veinte años de trabajos forzados.

Scrim era aún intransigente, pero el intrigante problema del Pabellón T lo indujo a entrar en juego.

—Pero no soy un experto —barbotó—. Aunque en esta nación de expertos sumergida en la oscuridad soy la última cigarra que canta sobre el hormiguero.

Carpenter manoteó el intercomunicador.

—Traédme un entomólogo.

—No se moleste —dijo Scrim—. Traduciré. Ustedes son una colonia de hormigas…

todos trabajan y se afanan y especializan. ¿Para qué?

—Para preservar el Sueño Norteamericano —respondió Carpenter con enojo—. Luchamos por la Poesía y la Cultura y la Educación y las Mejores Cosas de la Vida.

—Lo cual significa que estáis luchando para preservarme a mí —dijo Scrim—. Es a todo eso a lo que he dedicado mi vida. ¿Y qué hacéis conmigo? Me metéis en la cárcel.

—Usted fue condenado por simpatizar con el enemigo y los infiltrados internos.

—Fui condenado por creer en mi Sueño Norteamericano —dijo Scrim—. Que es un modo de decir que fui a la cárcel por tener ideas propias.

Scrim también fue intransigente en el Pabellón T. Se quedó una noche, disfrutó de tres buenas comidas, leyó los informes, los arrojó al piso y comenzó a vociferar para que lo sacaran de allí.

—Hay un trabajo para cada cual y cada cual debe hacer su trabajo —le dijo el coronel Dimmock—. No saldrá hasta que haya descubierto el secreto del viaje por el tiempo.

—No hay ningún secreto que yo pueda descubrir — dijo Scrim.

—¿Ellos viajan por el tiempo.?

—Sí y no.

—La respuesta debe ser una u otra. No ambas. Usted está evadiendo la…

—Escuche —lo interrumpió Scrim con cansancio—. ¿Cuál es su especialidad?

—Psicoterapia.

—Entonces, ¿cómo diablos puede comprender lo que le digo? Este es un concepto filosófico. Le digo que aquí no hay ningún secreto que el ejército pueda utilizar. No hay ningún secreto que algún grupo pueda utilizar. Es un secreto sólo para individuos.

—No lo comprendo.

—Sabía que no lo haría. Lléveme ante Carpenter.

Llevaron a Scrim al despacho de Carpenter, donde sonrió al general con malignidad;

ante todos se parecía a un demonio pelirrojo e infraalimentado.

—Necesitaré diez minutos —dijo Scrim—. ¿Puede usted extraerlos de su caja de herramientas?

Carpenter asintió.

—Nathan Riley retrocede en el tiempo hasta principios del siglo XX. Allí vuelve realidad su sueño más dorado. Es un gran jugador, amigo de Diamond Jim Brady y otros. Gana dinero apostando sobre los hechos porque siempre conoce lo que sucederá por adelantado. Ganó dinero apostando que Eisenhover ganaría una elección. Ganó dinero apostando que un campeón llamado Marciano derrotaría a otro campeón llamado La Starza. Hizo dinero invirtiendo en la compañía de automóviles propiedad de Henry Ford. Esas son las pistas. ¿Significan algo para usted?

—No sin un analista sociológico —respondió Carpenter. Estiró la mano hacia el intercomunicador.

—No ordene ninguno, le explicaré más tarde. Probemos algunas otras pistas. Lela Machan, por ejemplo. Escapa al Imperio Romano, donde realiza la vida de sus sueños como  femme  fátale.  Todos  los  hombres  la  aman.  Julio  César,  Savonarola,  toda  la Vigésima Legión, un hombre llamado Ben Hur. ¿Advierte la falacia?

—No.

—También fuma cigarrillos.

—¿Y bien? —preguntó Carpenter luego de una pausa.

—Prosigo —dijo Scrim—. George Hanmer escapa a la Inglaterra del siglo XIX, donde es miembro del Parlamento y amigo de Gladstone, Winston Churchill y Disraeli, quien lo lleva a pasear en su Rolls Royce. ¿Sabe lo que es un Rolls Royce?

—No.

—Era una marca de automóviles.

—¿Y?

—¿Todavía no comprende?

Scrim pateó el suelo con exaltación.

—Carpenter, este es un descubrimiento más importante que la teleportación o el viaje en el tiempo. Esto puede ser la salvación del hombre. No creó estar exagerando. Las dos docenas de víctimas de shock del Pabellón T han sido bombardeadas  por  algo  tan gigantesco que no asombra que sus especialistas y expertos no pudieran comprenderlo.

—¿Qué diablos es más importante que el viaje temporal, Scrim?

—Escuche esto, Carpenter. Eisenhower no presentó su candidatura hasta mediados del siglo XX. Nathan Riley no pudo haber sido amigo de Diamond Jim Brady y apostar por Eisenhower en una elección… no simultáneamente. Brady había muerto un cuarto de siglo antes de que Ike fuera presidente. Marciano derrotó a La Starza cincuenta años después dé que Henry Ford iniciara su empresa automovilística. Los viajes en el tiempo de Nathan Riley están llenos de anacronismos similares.

Carpenter estaba perplejo.

—Lela Machan no pudo haber sido la amante de Ben Hur. Ben Hur nunca estuvo en Roma. Nunca existió en la realidad. Era un personaje de novela. Ella no pudo haber fumado. No tenían tabaco entonces. ¿Lo comprende? Más anacronismos. Disraeli nunca pudo haber llevado a George Hanmer a pasear en Rolls Royce porque los automóviles se inventaron mucho después de la muerte de Disraeli.

—¿Pero qué infiernos dice? —exclamó Carpenter—.

¿Quiere decir que todos están mintiendo?

—No. No olvide que no necesitan dormir. No necesitan comer. No están mintiendo. Están retrocediendo en el tiempo, eso es correcto. Comen y duermen cuando están allá.

—Pero usted dijo que sus historias no concuerdan. Están llenas de anacronismos.

—Porque retroceden en un tiempo imaginario. Nathan Riley tiene su propia imagen de lo que fue Norteamérica en los principios del siglo XX. Es falsa y anacrónica porque él no es un erudito, pero es real para él. Puede vivir allí. Lo mismo sucede con los otros.

Carpenter puso los ojos en blanco.

—El concepto casi está más allá de la comprensión. Estas personas han descubierto cómo tornar sus sueños en realidad. Saben cómo entrar en sus realidades soñadas. Pueden quedarse allí, vivir allí, tal vez para siempre. Por Dios, Carpenter, este es su gran sueño norteamericano.  Hacer  milagros,  inmortalidad,  como  Dioses  de  la  creación,  la mente sobre la materia… Debe ser explorado. Debe ser estudiado. Debe ser dado al mundo.

—¿Usted puede hacerlo, Scrim?

—No, no puedo. Soy un historiador. No soy un creador, está más allá de mi alcance. Usted necesita un poeta… un artista que comprenda la creación de sueños. A un creador de sueños escritos no debería serle muy dificultoso dar el paso y crear sueños en la realidad.

—¿Un poeta? ¿Habla usted en serio?

—Claro que lo digo en serio. ¿No sabe qué es un poeta? Hace cinco años que nos dice que combatimos en esta guerra para salvar a los poetas.

—No sea capcioso, Scrim, yo…

—Envíe un poeta al Pabellón T. El aprenderá cómo lo hacen. Es el único que puede hacerlo. Un poeta ya está a medio camino. Una vez que aprenda podrá enseñar a sus psicólogos y anatomistas. Luego ellos podrán enseñarnos a nosotros; pero el poeta es el único que puede oficiar de intérprete entre esos casos de shock y sus expertos.

—Creo que usted tiene razón, Scrim.

—Entonces no pierda tiempo, Carpenter. Aquellos pacientes retornan a este mundo cada   vez   con   menos   frecuencia.   Tenemos   que   lograr   ese   secreto   antes   que desaparezcan para siempre. Envíe un poeta al Pabellón T.

Carpenter manoteó el intercomunicador.

—Enviadme un poeta —dijo.

Esperó, y esperó… y esperó… mientras Norteamérica buscaba febrilmente entre sus doscientos noventa millones de templados y afilados expertos, sus herramientas especializadas para defender el Sueño Norteamericano de Belleza y Poesía y las Mejores Cosas de la Vida. Esperó a que encontraran un poeta, sin comprender la interminable demora, lo infructuoso de la búsqueda; no comprendió por qué Bradley Scrim reía y reía y reía y reía ante esta última y fatal desaparición.

Alfred Bester: La fuga de cuatro horas. Cuento

bester (1)Y ahora, por supuesto, el Corredor Noreste era el barrio bajo del Noreste, que se extendía desde Canadá hasta las Carolinas y tan al oeste como Pittsburgh. Era una fantástica jungla de repugnante violencia, habitado por una vigorosa e incansable población sin recursos visibles de vida y sin residencia fija, tan vasta que los demógrafos, los supervisores de control de natalidad y los servicios sociales habían abandonado toda esperanza. Era un gigantesco y excepcional espectáculo que todo el mundo denunciaba y adoraba. Hasta los pocos privilegiados, que podían permitirse llevar vidas plenamente protegidas en Oasis llenos de lujo y vivir en donde les viniera la gana, nunca pensaban en abandonarla. La jungla te atrapa.

Había miles de problemas diarios de sobrevivencia, pero uno de los más exasperantes era la falta de agua potable. Hacía tiempo que la mayor parte de ella había sido incautada por las industrias progresistas por el amor a un mañana mejor, de modo que quedaban muy pocos lugares donde buscar. Tanques recolectores de agua de lluvia en los tejados, por supuesto. Un mercado negro, naturalmente. Eso era todo. De modo que la jungla hedía. Hedía peor que la corte de la reina Elisabeth, que podía haberse bañado, pero nadie lo creía. El corredor no podía bañarse, lavar sus ropas o limpiar la casa, y se podía oler su nocivo efluvio desde diez millas mar adentro. Bienvenidos al Corredor Placentero.

Las víctimas cercanas a la playa habrían sido felices de poder limpiar con agua salada, pero las playas del Corredor habían sido contaminadas por los derrames de petróleo en crudo durante tantas generaciones que todas ellas poseían por mérito compañías de reclamaciones. ¡Fuera! ¡No se permite el paso! Y guardias armados. Los ríos y lagos estaban cercados eléctricamente; no necesitaban guardias, sólo avisos con calaveras y huesos cruzados; y si no sabías qué significaban, mala suerte.

No se crea que a todos les preocupaba heder mientras brincaban alegremente sobre las podredumbres de las calles, pero muchos lo hacían, y su único remedio eran los perfumes. Había docenas de compañías en competencia que manufacturaban perfumes, pero, con mucho, la más importante era la Compañía Continental de Latas, que no había manufacturado latas desde hacía dos siglos. Se habían cambiado a los plásticos y tenido la buena fortuna de encontrarse con una devolución de cientos de acciones de una empresa con la que habían cometido el error de firmar contratos de venta y recibido un absurdo perfume cervecero en enormes y resplandecientes contenedores de neón. La corporación quebró y la CCL puso todas sus esperanzas en obtener la devolución de parte de su dinero. Esa adquisición probó ser su salvación cuando tuvo lugar la explosión perfumera; les dio entrada en la más lucrativa industria de todos los tiempos.

Pero marchaba cabeza a cabeza con sus rivales hasta que Blaise Skiaki se unió a la CCL; luego ésta no tuvo competencia. Blaise Skiaki. Ascendencia: francesa, japonesa, negra  africana  e  irlandesa.  Estudios:  bachillerato  en  Princeton;  master  en  el  MIT; doctorado en ciencias en la Dow Chemical. (Fue Daw quien secretamente informó a la CCL  que  Skiaki  era  un  triunfador,  y  que  todavía  había  pendientes  varios  procesos iniciados por la competencia ante la Junta de Etica.) Blaise Skiaki: treinta y un años, soltero, honesto, genio.

Su genio residía en su sentido del olfato y en la CCL lo llamaban en privado «La Nariz». Lo sabía todo sobre perfumería: los productos animales —ámbar gris, castor, civeto, almizcle —; las esencias oleosas destiladas de las plantas y flores; los bálsamos que exudan los árboles y arbustos heridos — benjuí, apopónaco, Perú, Talu, estoraque, mirra—; las sustancias sintéticas creadas por la combinación de fragancias naturales y químicas, especialmente los esteres de los ácidos grasos.

Había creado para la CCL sus productos de mayor venta: «Vulva», «Alivio», «Axila» (un nombre mucho más atractivo que «Sobacal»), «Preparación F», «Guerra de Lenguas» y muchos más. Era atesorado por la CCL, que le pagaba un salario lo suficientemente generoso como para permitirle vivir en un Oasis y, lo mejor de todo, garantizarle ilimitadas reservas de agua potable. Ninguna chica del Corredor podía resistir la invitación a tomar una ducha con él.

Pero pagaba un alto precio por estas comodidades. No podía usar nunca jabones aromáticos, cremas de afeitar, pomadas o depilatorios. No podía ingerir nunca comidas sazonadas. No podía beber otra cosa que agua destilada. Todo esto, lo entenderéis sin duda, para mantener a La Nariz pura e incontaminada, de modo tal que pudiera olerlo todo en su laboratorio estéril y desarrollar nuevas creaciones. En el momento estaba componiendo un ungüento bastante prometedor provisoriamente llamado «Correctum», pero  ya  llevaba  seis  meses  en  eso  sin  ningún  resultado  positivo,  y  la  CCL  estaba alarmada por el retraso. Su genio nunca había demorado tanto antes.

Había una reunión de ejecutivos de alto nivel, nombres apartados del nivel común del privilegio empresario.

—¿Qué diablos pasa realmente con él?

—¿Habrá perdido su don?

—Es difícil pensarlo.

—Quizá necesite un descanso.

—Pero si tuvo una semana de vacaciones el mes pasado.

—¿A qué se dedicó?

—A tragar una tormenta, según me dijo.

—¿Podría ser eso?

—No. Me dijo que se purgó antes de reintegrarse a su trabajo.

—¿Tiene algún problema aquí en la CCL? ¿Dificultades con el personal de autoridad media?

—Absolutamente no, señor presidente. No se atreverían a molestarlo.

—Quizá quiere un aumento.

—No. No puede gastar todo lo que gana ahora.

—¿No habrá hecho la competencia algún contacto con él?

—La competencia nunca deja de ponerse en contacto con él, general, pero se ríe de ella.

—Entonces debe ser algo personal.

—Estoy de acuerdo.

—¿Problemas de mujeres?

—¡Mi Dios! ¡Nosotros los tendríamos!

—¿Problemas de familia?

—Es huérfano, señor presidente.

—¿Ambiciones? ¿Incentivos? ¿Sería conveniente hacerlo funcionario de la CCL?

—Se lo ofrecí el primero de año, señor, y lo rechazó. Sólo le gusta jugar en su laboratorio.

—¿Por qué no juega entonces?

—Aparentemente tiene una especie de bloqueo creativo.

—¿Qué diablos pasa realmente con él?

—Así fue como empezó usted la reunión.

—De ningún modo.

—Lo hizo.

—Gobernador, querría usted conectar la grabadora.

—¡Caballeros, caballeros, por favor! Parecería que el doctor Skiaki tiene problemas personales que están bloqueando su genio. Debemos resolvérselos. ¿Alguna sugerencia?

—¿Un tratamiento psiquiátrico?

—No serviría sin cooperación voluntaria. Y dudo de que él cooperara. Es un gook obstinado.

—¡Senador, se lo ruego! No deben utilizarse esas expresiones con relación a uno de nuestros miembros más valiosos.

—Señor presidente, el problema es descubrir la fuente de bloqueo del doctor Skiaki.

—De acuerdo. ¿Alguna sugerencia?

—Bien, el primer paso consistiría en someterlo a vigilancia encubierta de veinticuatro horas al día. Todas las actividad», las amistades del gook —excúsenme— del buen doctor.

—¿Por medio de la CCL?

—Sugeriría que no. Habría infiltraciones que sólo lograrían hacer enfadar al buen gook… ¡doctor!

—¿Vigilancia del exterior?

—Sí, señor.

—Muy bien, de acuerdo. Ha terminado la reunión.

Los  miembros  de  Huellas  Perdidas  Asociados  estaban  absolutamente  furiosos. Después de un mes devolvieron el caso a la CCL, exigiendo tan sólo el pago de gastos.

—¿Por qué no se nos advirtió que teníamos que vérnoslas con un pro, señor presidente? Nuestros rastreadores no están entrenados para eso.

—Un momento, por favor. ¿Qué quiere usted decir con «pro»?

—Un Rip profesional.

—¿Un qué?

—Un Rip. Un matón, fullero, ladrón.

—¿El doctor Skiaki un ladrón? ¡Ridículo!

—Mire, señor presidente. Le voy a trazar el cuadro y usted saque sus propias conclusiones.

—Prosiga.

—De cualquier manera está todo detallado en el informe. Todos los días apostábamos dos rastreadores a la puerta de su empresa. Cuando él salía, ellos lo seguían hasta su casa. Siempre iba derecho a su casa. Allí hacían un doble turno. Todas las noches le envían  la  cena  del  Vivero  Orgánico.  Investigaron  a  los  repartidores.  En  orden. Investigaron las comidas; a veces para uno, algunas veces para dos. Siguieron a algunas de las chicas que salían de su penthouse. Todo correcto. Hasta ahora, todo correcto, ¿de acuerdo?

—¿Y?

—Al grano. Un par de noches a la semana sale de su casa y va a la ciudad. Sale alrededor de la medianoche y no vuelve hasta las cuatro, poco más o menos.

—¿A dónde se dirige?

—No lo sabemos porque logra eludir a los rastreadores como buen pro que es. Se interna en el Corredor como una puta o un marica en busca de ligue —excúseme— y siempre elude a nuestros hombres. No los estoy disculpando. Es listo, resbaloso, rápido, un verdadero pro; demasiado para las posibilidades de Huellas Perdidas.

—¿De modo que no tiene idea de lo que hace o de con quién se encuentra entre la medianoche y las cuatro de la mañana?

—No, señor. No tenemos nada y usted tiene un problema. Ya no es el nuestro.

—Gracias. En contra de lo que popularmente se cree, las corporaciones no están del todo idiotizadas. La CCL comprende que resultados negativos también son resultados. Recibirán los gastos y también los honorarios acordados.

—Señor presidente, yo…

—No, no, por favor. Nos ha conducido hasta esas cuatro horas perdidas. Ahora, como usted dice, es un problema nuestro.

La CCL convocó a Salem Burne. El señor Burne insistió siempre en que no era ni médico ni psiquiatra; no quería ser asociado con lo que consideraba la lacra de las profesiones. Salem Burne era un doctor brujo; más precisamente, un hechicero. Llevaba a cabo los más notables y penetrantes análisis de las personas perturbadas, no a través de brujerías, pentágonos, encantamientos, incienso y cosas así, sino a través de su extraordinaria sensibilidad al inglés somático y a su aguda interpretación de él. Y esto debía ser brujería, después de todo.

El señor Burne entró en el inmaculado laboratorio con una. sonrisa seductora. El doctor Shima dejó escapar un lamento de angustia.

—¡Le dije que se esterilizara antes de venir!

—Pero lo hice, doctor. Completamente.

—No es así. Apesta a anís, a ilang-ilang y a antranilato de metilo. Me ha contaminado el día. ¿Por qué?

—Doctor Skiaki, le aseguro que yo… —De pronto el señor Burnes se interrumpió—.

¡Oh, Dios mío! —se lamentó —. Esta mañana usé la toalla de mi mujer.

Skiaki se echó a reír y puso los ventiladores al máximo de intensidad.

—Comprendo. Nada de rencores. Ahora dejemos a su esposa fuera de la cuestión. Tengo una oficina a una milla de distancia por debajo de la sala. Podremos conversar allí.

Tomaron asiento en la oficina vacante y se escudriñaron uno al otro. El señor Burne vio a un hombre agradable, bastante joven, de oscuros cabellos negros cortados al ras, pequeñas  orejas  expresivas,  reveladores  pómulos  altos,  ojos  rasgados  que  sería necesario vigilar muy de cerca, y manos graciosas que podrían ser una revelación mortal.

—Bien, señor Burne, ¿qué puedo hacer por usted? —dijo Skiaki, mientras sus manos preguntaban: ¿Porqué demonios ha venido a apestarme?

—Doctor Skiaki, en cierto sentido, soy colega suyo… un doctor brujo profesional. Una parte crucial de mis ceremonias es la quema de varios tipos de incienso, pero todos bastante convencionales. Tenía la esperanza de que con su pericia pudiera sugerirme algo diferente con que experimentar.

—Ya veo. Usted ha estado utilizando estacte, onycha, gábano, olígano… ¿aromas de ese tipo?

—Sí. Todos muy convencionales.

—Muy interesante. Puedo, por supuesto, hacerle algunas sugerencias para nuevos experimentos, y sin embargo… —De pronto, Skiaki se interrumpió y se quedó mirando fijamente el vacío.

Después de una larga pausa el hechicero preguntó:

—¿Sucede algo malo, doctor?

—Mire —exclamó Skiaki—. Usted sigue una pista equivocada. Quemar incienso es convencional y anticuado, y probar diferentes aromas no resolverá su problema. ¿Por qué no experimenta con un enfoque algo diferente?

—¿Y en qué consistiría?

—En el principio Odófono.

—¿Odófono?

—Sí. Entre los aromas existe una escala semejante a la que existe en música. Los olores suaves corresponden a las notas altas y los olores densos a las notas bajas. Por ejemplo, el ámbar gris es el sobreagudo, mientras que la violeta blanca es el bajo. Podría trazar para que se viera una escala de aromas que abarcara quizás un par de octavas. Luego ésta sería apta para que usted compusiera la música.

—¡Doctor Skiaki, esto es brillante sin lugar a dudas!

—¿No es así? —Skiaki rebosaba de alegría.— Pero con toda honestidad, debo señalar que somos iguales en brillantez. Nunca se me habría ocurrido la idea si no se me hubiera presentado usted con este desafío sorprendente y original.

Establecieron relaciones de este amistoso tenor y, conversando del asunto con entusiasmo, almorzaron juntos, se dijeron algo acerca de ellos mismos e hicieron planes para llevar a cabo los experimentos de brujería, para los cuales Skiaki se ofreció voluntariamente a pesar de que él no creía en el satanismo.

—Y, sin embargo, la ironía reside en el hecho de que en realidad está poseído —informó Salem Burne.

El presidente no pudo entender nada.

—Psiquiatría y satanismo son términos diferentes para el mismo fenómeno —explicó

Burne—, de modo que es mejor que traduzca. Esas cuatro horas perdidas son fugas.

El presidente siguió sin comprender.

—¿Se refiere al término musical, señor Burne?

—No, señor. Fuga es también la descripción psiquiátrica de una forma muy avanzada de sonambulismo… ¿caminar en sueños?

—¿Blaise Skiaki camina en sueños?

—Sí, señor, pero la cosa es más complicada que eso. Caminar en sueños es un caso sencillo en comparación. Nunca está en contacto con lo que lo rodea. Se le puede hablar, dispararle un tiro, llamarlo por su nombre, y él permanece totalmente absorto.

—¿Y la fuga?

—En la fuga, el sujeto mantiene contacto con lo que lo rodea. Puede conversar con usted. Tiene conciencia y memoria de los acontecimientos que tuvieron lugar dentro de la fuga, pero mientras está dentro de ella es una persona totalmente diferente de lo que es en la vida real. Y —y esto es lo más importante, señor— después de la fuga no recuerda nada.

—Entonces, en mi opinión, el doctor Skiaki tiene estas fugas dos o tres veces por semana.

—Ese es mi diagnóstico, señor.

—¿Y él no puede decirnos nada de lo que ocurre durante la fuga?

—Nada.

—¿Puede hacerlo usted?

—Me temo que no, señor. Mis poderes tienen un límite.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que ocasiona estas fugas?

—Todo lo que puedo decirle es que algo lo impulsa. Podría decirle que está poseído por el demonio, pero eso es sólo la jerga de mi profesión. Otros pueden usar diferentes términos: compulsión u obsesión. La terminología carece de importancia. El hecho básico es que eso que lo posee lo impulsa a salir de noche para hacer… ¿qué? No lo sé. Todo lo que sé es que esa compulsión diabólica es la causa más probable de lo que bloquea el trabajo creativo que realiza para ustedes.

No se convoca a Gretchen Nunn, ni siquiera cuando se es de la CCL, cuyo personal común se ha expandido unas veinticuatro veces. Se asciende trabajosamente por los peldaños constituidos por los miembros del personal que la sirven hasta que finalmente se es admitido ante la Presencia. Todo esto comprende muchas idas y venidas entre los miembros del propio personal y los de ella, lo que ocasiona no poca exasperación, de modo que el Presidente, comprensivamente, estaba algo fastidiado cuando al fin fue conducido al estudio de la señorita Nunn, atestado con los libros y aparatos que ella utiliza para sus distintas investigaciones.

La profesión de Gretchen Nunn consistía en hacer milagros; no milagros en el sentido de algo extraordinario, anómalo o anormal producido por algún agente sobrehumano, sino más bien, en el sentido de su extraordinaria y/o anormal percepción y manipulación de la realidad. En la mayor parte de las situaciones lograba lo imposible requerido por sus clientes, y sus honorarios eran tan descomunales que estaba considerando figurar en la bolsa de valores.

Por supuesto, el Presidente daba por descontado que la señorita Nunn tendría el aspecto de un Merlín con faldas. Quedó pasmado al descubrir que era una princesa watusi de aterciopelada piel negra, facciones aquilinas, grandes ojos negros, alta, esbelta, de unos veinte años y que lucía arrebatadora vestida de carmesí.

Lo encandiló con una sonrisa, le indicó una silla, se sentó enfrente y dijo:

—Mis honorarios son cien mil. ¿Puede pagarlos?

—Puedo. De acuerdo.

—¿Y su dificultad… los vale?

—Los vale.

—Entonces, hasta aquí nos comprendemos. Sí, ¿Alex?

El joven secretario que se había deslizado en el taller dijo:

—Perdóneme. Le Clerque insiste en saber cómo hizo usted para identificar positivamente la figura como extraterrestre.

La señorita Nunn hizo chasquear la lengua con impaciencia.

—El sabe que yo nunca doy razones sólo resultados.

—Sí, N.

—¿Ha pagado?

—Sí, N.

—Muy bien. Haré una excepción en su caso.  Dile  que  el  asunto  se  basó  en  las probabilidades levo y dextro de los aminoácidos, y dile que tengo un calificado exobiologista traído de allí. No perderá el gasto.

—Sí, N. Gracias.

Ella se volvió hacia el Presidente tan pronto como el secretario se retiró.

—Ya lo ha oído. Sólo doy resultados.

—De acuerdo, señorita Nunn.

—Veamos ahora su problema. No me he comprometido todavía. ¿Lo comprende?

—Sí, señorita Nunn.

—Adelante. Con todo. Fluir de conciencia, si es necesario. Una hora más tarde, lo deslumbre con otra sonrisa y dijo:

—Gracias. Este caso es verdaderamente único. Un cambio bienvenido. Es un contrato, si es que aún está dispuesto a realizarlo.

—De acuerdo, señorita Nunn. ¿Querría un depósito o un pago por adelantado?

—No en el caso de la CCL.

—¿Y los gastos? ¿Arreglamos eso ahora?

—No. Es responsabilidad mía.

—Pero, ¿y si tiene que…? Es decir, si tiene necesidad de…

Ella se echó a reír.

—Es responsabilidad mía. Nunca doy razones y nunca revelo métodos. ¿Cómo puedo cobrárselos? Ahora bien, no lo olvide: quiero los informes de Huellas Perdidas.

Una semana más tarde Gretchen Nunn dio el paso inusitado de visitar al Presidente en su oficina de la CCL.

—Vengo a verlo para darle la oportunidad, señor, de rescindir nuestro contrato.

—¿Rescindirlo? ¿Porqué?

—Porque creo que usted está involucrado en algo más serio de lo previsto.

—Pero, ¿qué?

—¿No le basta con mi palabra?

—Debo saber.

La señorita Nunn apretó los labios. Después de un momento lanzó un suspiro.

—Dado que este es un caso inusual, tendré que quebrar mis reglas. Mire esto, señor.

—Desenrrolló un gran mapa de un sector del Corredor y lo alisó sobre la mesa de despacho del Presidente.— La residencia de Skiaki —dijo. Había un gran círculo en torno a. la estrella—. El límite que un hombre puede caminar en dos horas. —El círculo estaba cruzado por senderos tortuosos que partían de la estrella.— Esto lo obtuve del informe de Huellas Perdidas. Así es como sus rastreadores siguieron a Skiaki.

—Muy ingenioso, pero no veo nada grave en eso, señorita Nunn.

—Observe atentamente los senderos. ¿Qué es lo que ve?

—¡Vaya!… Cada uno de ellos termina en una cruz roja.

—¿Y qué sucede con cada sendero antes de llegar a la cruz roja?

—Nada¿Nada en absoluto, excepto… excepto que los puntos se convierten en rayas.

—Y eso es lo grave.

—No lo entiendo, señorita Nunn.

—Le explicaré. Cada cruz representa la escena de un crimen. Las rayas representan el rastreo de las acciones y los recorridos de cada víctima de asesinato antes de morir.

—¡Asesinato!

—Pudieron rastrear las acciones de la víctima hasta aquí y no más. Esos son los puntos. Las fichas coinciden. ¿Cuál es su conclusión?

—¡Debe ser una coincidencia! —gritó el Presidente—. Ese joven brillante y encantador… ¿Asesinato? ¡Es completamente imposible!

—¿Quiere que le de la información objetiva que he recopilado?

—No,  no  quiero.  Quiero  la  verdad.  Pruebas  positivas  sin  inferencias  extraídas  de puntos, rayas y fechas.

—Muy bien, señor Presidente. Las tendrá.

Ella alquiló por una semana el puesto de mendigos profesionales situado a lo largo de la entrada del Oasis de Skiaki. Sin éxito. Contrató a la Revival Band y cantó himnos junto con ella ante el Oasis. Sin éxito. Finalmente, después de obtener un puesto en el Vivero Orgánico, logró la conexión. Las tres primeras veces que llevó la comida a la penthouse entró y salió sin ser advertida; Skiaki estaba entretenido con una serie de muchachas, todas recién bañadas y resplandecientes de gratitud. Cuando realizó la cuarta entrega, él estaba solo y la advirtió por primera vez.

—Vaya —rió con ironía—. ¿Cuánto hace que esto viene sucediendo?

—¿Señor?

—¿Desde cuándo el Vivero emplea chicas en lugar de chicos para las entregas?

—Yo soy la encargada de las entregas, señor — respondió la señorita Nunn con dignidad—. Trabajo para el Vivero Orgánico desde el primero de mes.

—Deja ese «señor», ¿quieres?

—Gracias…s… doctor Skiaki.

—¿Cómo diablos sabes que me he doctorado?

Había tenido un desliz. En el Oasis y en el Vivero él era simplemente B. Skiaki, y ella debió haberlo recordado. Como de costumbre, utilizó el error en su beneficio.

—Lo sé todo de usted, señor. Doctor Blaise Skiaki, Princeton, MIT, Dow Chemical. Químico Jefe en Aromas de la CCL.

—Suenas como si fueras el Quien es quién.

—Allí fue donde leí todo, doctor Skiaki.

—¿Has leído sobre mí en el Quién es quién? ¿Por qué, por el amor de Dios?

—Usted es la primera persona famosa con la que me he topado.

—¿Qué te sugirió la idea de que yo fuera famoso sin serlo, por lo demás? Ella hizo un ademán indicando alrededor de sí.

—Sabía que tenía que ser famoso para vivir de esta forma.

—Muy lisonjero. ¿Cómo te llamas, cariño?

—Gretchen, señor.

—¿Cuál es tu apellido?

—La gente de mi clase no tiene apellido, señor.

—¿Serás tú mañana la… encargada de las entregas, Gretchen?

—Mañana es mi día libre, doctor.

—Perfecto. Trae comida para dos.

Así comenzó el affair, y Gretchen Nunn descubrió, para su sorpresa, que se complacía en él enormemente. Blaise era en verdad un joven brillante y encantador, siempre atento, siempre considerado, siempre generoso. Por gratitud le dio (recuérdese que él creía que ella provenía de la clase baja del Corredor) una de sus más preciadas posesiones, un diamante de cinco quilates que había sintetizado en la Dow. Ella le respondió con igual estilo; lo usó en su ombligo y le prometió que sólo él lo vería allí.

Por fuerza de rutina, él siempre insistía en que ella se aseara cada vez que lo visitaba, lo cual resultaba un poco molesto; de acuerdo con sus ingresos, ella podía permitirse probablemente más agua potable que él. No obstante, tenía la ventaja de que pudo abandonar su trabajo en el Vivero Orgánico y atender otros asuntos mientras se ocupaba de Skiaki. Siempre salía de la penthouse de él alrededor de las once y treinta y se apostaba afuera hasta la una. Finalmente lo pescó una noche justo cuando él dejaba el Oasis. Había memorizado el informe de Salem Burne y sabía a qué atenerse. Lo alcanzó rápidamente y le habló con voz agitada.

—Señó, señó.

El se detuvo y la contempló con amabilidad sin reconocerla.

—¿Sí, mi amor?

—Si ute sigue ete camino yo voy con ute. Tengo miedo, señó.

—Cómo no, mi amor.

—Gracias, señó. Voy a casa. ¿Ute va a casa?

—Bien, no exactamente.

—¿Dónde ute va? ¿Nada malo señó? Yo no quero parte nada malo.

—Nada malo, mi amor. No te preocupes.

—Entonces, ¿dónde va ute señó? El se sonrió, discreto.

—Estoy siguiendo algo.

—¿Alguien?

—No, algo.

—¿Qué clase de algo?

—Eres curiosa, ¿no? ¿Cómo te llamas?

—Gretchen. ¿Yute?

—¿Yo?

—¿Tiene nombre?

—Deseo. Llámame Señor Deseo. —Vaciló un momento y luego agregó:— Aquí debo doblar a la izquierda.

—Qué suete, señó Deseo. Yo doblo izquieda también.

Pudo advertir que todos los sentidos de él estaban despiertos, de modo que redujo la cháchara hasta convertirla en un indiferente fondo sonoro. Se quedó junto a él, mientras seguía senderos serpenteantes, doblaba, algunas veces retrocedía, a través de calles, callejas y pasajes, asegurándole siempre que también por allí quedaba el camino a su casa. En un baldío de aspecto siniestro él le dio una paternal palmada y le aconsejó que esperara mientras él exploraba la seguridad del lugar. Lo exploró, desapareció y no volvió a aparecer.

—Repetí esta experiencia con Skiaki seis veces — informó la señorita Nunn a la CCL—

.  Todas  fueron  significativas.  Cada  vez  él  reveló  un  poco  más  sin  advertirlo  y  sin reconocerme. Burne estaba en lo cierto. Es una fuga.

—¿Y la causa, señorita?

—Huellas feromonales.

—¿Qué?

—Pensé, caballeros, que estarían familiarizados con el término, puesto que se dedican a los negocios químicos. Ya veo que tendré que explicar. Llevará cierto tiempo, de modo que les ruego que no exijan que describa la inducción y la deducción que me condujeron al resultado. ¿Estamos de acuerdo?

—De acuerdo, señorita Nunn.

—Gracias, señor Presidente. Seguramente han oído hablar de las hormonas, del griego hormaein, que significa «estimular». Hay secreciones internas que estimulan la acción de otras partes del cuerpo en acción. Las feromonas son secreciones externas que estimulan a otros individuos a la acción. Es un lenguaje químico mudo.

«El mejor ejemplo de lenguaje feromonal es la hormiga. Colóquese un terrón de azúcar en la cercanía de un hormiguero. Un forrajeador se le acercará, comerá de él y volverá al hormiguero. Al cabo de una hora toda la colonia de hormigas en fila india se dirigirá al terrón, siguiendo los rastros feromonales trazados sin deliberación por el primer descubridor. Es inconsciente pero estimulantemente compulsivo.

—Fascinante. ¿Y el doctor Skiaki?

—Sigue huellas feromonales humanas. Lo impulsan; entra en una fuga y las sigue.

—¡Aja! Un aspecto outré de La Nariz. Parece tener sentido, señorita Nunn. Por cierto que sí. Pero, ¿qué huellas se siente impulsado a seguir?

—El deseo de muerte.

—¡Señorita Nunn!

—Seguramente  todos  tienen  conocimiento  de  este  aspecto  de  la  psique  humana. Mucha gente padece inconsciente pero poderoso deseo de muerte, especialmente en estos tiempos de desesperación. Aparentemente esto deja una huella feromonal que el doctor Skiaki percibe, y se ve impulsado a seguir de forma inexorable.

—¿Y entonces?

—Aparentemente concede el deseo.

—¡Aparentemente! ¡Aparentemente! —tronó el Presidente—. Exijo pruebas positivas de esa monstruosa acusación.

—Las tendrá, señor. No he terminado con Blaise Skiaki todavía. Hay una o dos cosas que quiero concluir con él, en el curso de las cuales me temo que sufrirá un gran golpe. Usted tendrá las pruebas positivas.

Se trataba de una verdad a medias de una mujer a medias enamorada. Sabía que tenía que volver a ver a Blaise, pero sus motivos eran confusos. ¿Para descubrir que en realidad lo amaba, a pesar de lo que sabía de él? ¿Para averiguar hasta dónde él la amaba? ¿Para revelarle la verdad acerca de ella? ¿Para prevenirlo o salvarlo o huir con él? ¿Para poner fin a su contrato con frío estilo profesional? No lo sabía. Por cierto, no sabía que era ella la que iba a recibir un fuerte golpe de Skiaki.

—¿Eres ciega de nacimiento? —murmuró él esa noche. Ella se irguió rápida en la cama.

—¿Qué? ¿Ciega? ¿Cómo?

—Ya me oíste?

—He visto perfectamente toda mi vida.

—Ah, de modo que no lo sabías querida. Sospechaba que sería así.

—Por cierto, lo que dices no tiene sentido, Blaise.

—Oh, eres ciega sin la menor duda —dijo él serenamente—. Pero nunca te enteraste porque has sido bendecida con un fantástico don anormal. Tienes percepción extrasensorial a través de los sentidos de los demás. Ves a través de los ojos de los otros. Por lo que sé, es posible que seas sorda y oigas con los oídos de los demás. Quizá sientas con mi piel. Debemos explorar esa posibilidad alguna vez.

—¡Nunca oí algo más absurdo en toda mi vida! —dijo ella con enfado.

—Puedo probarlo, si insistes, Gretchen.

—Adelante, Blaise. Prueba lo imposible.

—Ven conmigo al salón.

Una vez allí, él señaló un jarrón¿

—¿De qué color es eso?

—Marrón, por supuesto.

—¿De qué color es eso? —Una alfombra.

—Gris.

—¿Y esa lámpara?

—Negra.

—Quod erat demonstrandum —dijo Skiaki—. demostrado.

—¿Qué es lo que quedó demostrado?

—Que ves por medio de mis ojos.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque soy ciego a los colores. Eso es lo que me dio el primer indicio.

—¿Qué?

La estrechó entre los brazos para aquietar su temblor.

—Querida Gretchen, el jarrón es verde. La alfombra es color ámbar y oro. La lámpara es carmesí. No puedo ver los colores, pero el decorador me los dijo y yo los recuerdo, Y ahora, ¿por qué tanta angustia? Eres ciega, sí, pero estás bendecida con algo mucho más milagroso que la vista; ves por medio de los ojos del mundo. No vacilaría en cambiar tu suerte por la mía.

—¡No puede ser cierto! —lloró ella.

—Es cierto, amor mío.

—Pero, ¿y cuando estoy sola?

—¿Cuándo estás sola? ¿Cuándo se encuentra nadie solo alguna vez en el Corredor? Ella se arrancó de sus brazos y salió corriendo de la penthouse, sollozando histérica.

Volvió apresuradamente a su propio Oasis, casi enloquecida de terror. Y allí se mantuvo mirando alrededor de sí, y allí estaban todos los colores: rojo, anaranjado, amarillo, verde, añil, azul, violeta. Pero allí también había personas hormigueando por los laberintos del Corredor, como siempre había, veinticuatro horas por día.

Ya en su piso se dispuso a comprobar la desgracia. Despidió a todos los miembros de su personal de manera cortante, ordenándoles que se fueran y pasaran la noche en algún otro lugar. Permaneció de pie junto a la puerta y fue contándolos mientras se iban, llenos de asombro y aflicción. Cerró de un portazo y miró alrededor de sí. Podía aún ver.

—Ese  hijo  de  puta  embustero  —musitó,  y  luego  comenzó  a  pasearse  con  furia. Recorrió colérica todo el piso, maldiciendo con rencor. Se había probado una cosa: nunca tengas relaciones personales. Te traicionarán, te destruirán, y ella había sido una tonta. Pero,  ¿por qué, en el  nombre  de  Dios,  había  Blaise  utilizado  este  sucio  truco  para destruirla? Entonces tropezó con algo y casi se fue de espaldas. Recuperó el equilibrio y trató de ver contra qué había tropezado. Era un clavicordio.

—Pero… pero yo no tengo ningún clavicordio — murmuró asombrada. Avanzó para tocarlo y asegurarse de su realidad. Volvió a tropezar con algo, se tambaleó y lo cogió. Era el respaldo de un diván. Miró alrededor de sí confusa. Esta no era una de sus habitaciones. Un clavicordio. Brueghels coloridos colgando de las paredes. Muebles jacobinos. Puertas forradas de lienzo. Cortinados de estambre.

—Pero… este es el… el piso de los Raxon que se encuentra debajo del mío. Debo estar viéndolo por medio de sus ojos. Debo… él tenía razón. Yo… —cerró los ojos y miró. Vio una mélange de apartamentos, calles, muchedumbres, gentes, sucesos. Siempre había visto esta especie de montaje, pero siempre había creído que se trataba de un recuerdo visual total, extraordinaria ventaja para su extraordinaria habilidad y éxito. Ahora sabía la verdad.

Comenzó a sollozar de nuevo. Buscó a tientas alrededor de sí para hallar el diván y se sentó, desesperada. Cuando por fin las convulsiones cesaron, se enjugó los ojos con coraje, decidida a enfrentar la realidad. No era una cobarde. Pero cuando abrió los ojos fue golpeada por otro impacto. Vio su propia habitación con tonos de gris. Vio a Blaise Skiaki de pie junto a la puerta abierta, sonriéndole.

—¿Blaise? —susurró.

—Mi nombre es Deseo, mi amor. Señor Deseo. ¿Cuál es el tuyo?

—¡Blaise, por el amor de Dios! No a mí. No dejé huellas de deseo de muerte.

—¿Cómo te llamas, mi amor? ¿Nos hemos visto antes?

—¡Gretchen! —chilló ella—. Soy Gretchen Nunn y no tengo el menor deseo de muerte.

—Me alegro de volver a verte, Gretchen —dijo él con cristalina cortesía. Avanzó dos pasos a su encuentro. Ella se puso de pie de un salto y corrió a resguardarse tras el diván.

—Blaise, escúchame. Tú no eres el Señor Deseo. El Señor Deseo no existe. Tú eres el doctor Blaise Skiaki, el famoso científico. Eres el químico en jefe de la CCL y has creado muchos maravillosos perfumes.

El dio otro paso hacia ella, desanudando el pañuelo que usaba alrededor del cuello.

—Blaise, soy Gretchen. Hace dos meses que somos amantes. Tienes que recordar. Intenta recordar. Esta noche me dijiste lo de mis ojos… que soy ciega. Tienes que acordarte de eso.

El sonrió y anudó el pañuelo para hacer una cuerda.

—Blaise, estás sufriendo una fuga. Un bloqueo. Un cambio de psiquis. Este no eres realmente tú. Es otro ser arrastrado por una feromona. Pero yo no dejé rastros de feromona. No pude hacerlo. Nunca he querido morir.

—Si, sí que quieres, mi amor. Me complace satisfacer tu deseo. Es por eso que me llamo Señor Deseo.

Ella se puso en cuclillas como una rata atrapada y comenzó a moverse y regatear mientras él se le acercaba. Le hizo una finta hacia un costado, giró hacia el otro con una buena chance de salir por la puerta delante de él, sólo para toparse con tres maleantes que, sonrientes y hombro con hombro, le bloqueaban la salida. La cogieron y sujetaron.

El Señor Deseo no sabía que él también había dejado tras de sí una huella de feromona. Era un sendero de asesinato feromonal.

—Oh, sois vosotros otra vez —dijo el Señor Deseo con un resoplido de fastidio.

—Eh, viejo amigo señó, esta buena pieza, ¿eh?

—Y una carga. Qué manjar.

—Grande. Justo para tres, que no es mucho. Gracias, viejo amigo. Puedes volver a casa ahora.

—¿Por qué no puedo nunca matar a alguien? — exclamó el Señor Deseo con malhumor.

—Ya, ya. No enojado. Queremo protege nuestro perro guía. Tú encabezas. Nosotros seguimo y hacemo lo demá.

—Y si algo va mal, tú pagas —dijo uno de los tipos con una risita.

—Ve a casa, amigo señó. Lo demá es nuestro. Sin discusiones. Ya hemos explicado todo. Nosotros conocemo su luga pero uté no conoce nuetro luga.

—Yo sé quién soy —dijo el Señor Deseo con dignidad—. Soy el Señor Deseo, y creo que tengo el derecho de asistir al menos a una muerte.

—Claro, claro, próxima vez. Es una promesa. Ahora lárgate.

Y mientras el Señor Deseo se excitaba con resentimiento, los tipos rasgaron el vestido de Gretchen hasta desnudarla y dejaron escapar un oooh cuando vieron el diamante de cinco quilates en su vientre. El Señor Deseo se dio vuelta y también vio la titilante joya.

—Pero eso es mío —dijo con voz de asombro  —.  Era  sólo  para  mis  ojos.  Yo… Gretchen dijo que ella nunca… —De pronto el doctor Blaise Skiaki habló con una voz acostumbrada a mandar:— ¿Gretchen, qué demonio haces aquí? ¿Qué lugar es éste? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Qué sucede aquí?

Cuando la policía llegó encontraron tres cuerpos muertos y una compuesta Gretchen Nunn sentada con una pistola láser sobre la falda. Les contó una historia perfectamente coherente de entrada forzada, intento de robo y violación a mano armada, y de cómo ella se había visto obligada a repeler la fuerza con la fuerza. Había unos pocos cabos sueltos en su declaración. Los cuerpos no estaban armados, pero si ellos habían dicho que estaban armados, la señorita Nunn, por supuesto, les había creído. Los tres habían sido abatidos,  pero  los  maleantes  siempre  estaban  combatiendo.  La  señorita  Nunn  fue felicitada por su coraje y cooperación.

Y su informe final al Presidente (que de modo alguno era la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad) la señorita Nunn recibió su cheque y se dirigió directamente al laboratorio de aromas donde entró sin hacerse anunciar. El doctor Skiaki estaba haciendo cosas  extrañas  y  misteriosas  con  pipetas,  frascos  y  recipientes  con  reactivos.  Sin volverse, ordenó:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

—Buenos días, doctor Skiaki.

El giró bruscamente, revelando una cara magullada con ojos negros, y sonrió.

—Vaya, vaya, vaya. La famosa Gretchen Nunn, según creo. Votada la Personalidad del Año tres veces sucesivas.

—No, señor, la gente de mi clase no tiene apellido.

—Deja ese «señor», ¿quieres?

—Sí… Señor Deseo.

—¡Ay! —se estremeció—. No me recuerdes esa increíble locura. ¿Cómo fue todo con el Presidente?

—Lo abrumé. Estás libre del anzuelo.

—Quizás esté libre de su anzuelo, pero no del mío. Esta mañana estuve pensando seriamente en entregarme.

—¿Qué te detuvo?

—Bien, empecé a trabajar en esta síntesis de pachuli y me olvidé. Ella se echó a reír.

—No tienes porqué preocuparte. Estás a salvo.

—¿Quieres decir curado?

—No, Blaise. No más curado que yo de mi ceguera. Pero estamos salvados porque lo sabemos. Ahora podemos enfrentarlo.

El hizo una señal de asentimiento con aire desdichado.

—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó ella animada—.

¿La lucha con el pachuli?

—No —dijo él con desaliento—. Todavía estoy atontado por el shock. Creo que me tomaré el día libre.

—Perfecto. Trae comida para dos.

Alfred Bester: Tiernamente Fahrenheit. Cuento

Alfred_Bester_(1950s)El no sabe quién de nosotros soy estos días, pero ellos saben algo con certeza. No debes poseer nada excepto a ti mismo. Debes hacer tu propia vida, vivir tu propia vida y morir tu propia muerte… si no morirás la de cualquier otro.

Los arrozales de Paragon III se extienden por cientos de millas como un damero sobre la tundra, un mosaico azul y marrón bajo un ardiente cielo color naranja. Al anochecer, las nubes se retuercen como humo y los arrozales se agitan y murmuran.

La noche que escapamos de Paragon III una larga hilera de hombres recorría los arrozales. Eran hombres silenciosos, tensos, armados; una larga hilera de siluetas estatuarias que se perfilaban contra el cielo humeante. Todos los hombres iban armados. Todos llevaban un walkie-talkie; el receptor en la oreja, el micrófono sobre la garganta, la brillante pantalla en la muñeca como un verde reloj. La multitud de pantallas no mostraban más que una multitud de senderos individuales que cruzaban los arrozales. Los indicadores  no  emitían  más  sonido  que  el  chapoteo  de  las  pisadas.  Los  hombres hablaban muy de cuando en cuando, en hoscos murmullos, todos para todos.

—Nada aquí.

—¿Dónde es aquí?

—Los campos de Jenson.

—Estás desviando te demasiado hacia el oeste.

—Mantente en esa línea.

—¿Alguien revisó el arrozal de Grimson?

—Sí. Nada.

—No puede haber caminado tanto.

—Pudieron transportarla.

—¿Creéis que está viva?

—¿Por qué habría de estar muerta?

El lento estribillo recorría la larga hilera de batidores que avanzaba hacia el humeante crepúsculo.  La  hilera  de  batidores  se  movía  como  una  serpiente,  sin  cejar  en  su implacable avance. Un centenar de hombres a cinco metros de distancia uno de otro. Mil quinientos metros de ominosa búsqueda. Una milla de colérica determinación extendiéndose de este a oeste. Cae la noche. Los hombres encienden sus focos, la serpiente se ha convertido en un collar de móviles diamantes.

—Revisado. Nada.

—Nada aquí.

—Nada.

—¿Y los arrozales de Alien?

—Estoy investigándolos ahora.

—¿La habremos perdido?

—Quizá.

—Volveremos atrás y comprobaremos.

—Será un trabajo de toda la noche.

—Los arrozales de Alien revisados.

—¡Maldita sea! ¡Tenemos que encontrarla!

—La encontraremos.

—Aquí está. Sector siete. Conecten.

La línea se detuvo. Hubo un silencio. Todos los hombres miraron la resplandeciente y verde pantalla de su muñeca, conectando el sector siete. Todos conectados. Todas las pantallas mostraban una pequeña figura desnuda a flor de agua, en un arrozal. Junto a la figura, el mojón de bronce del propietario decía: VANDALEUR. Los extremos de la fila convergían hacia el campo de Vandaleur. El collar se convirtió en un racimo de estrellas. Un centenar de hombres agrupados alrededor de un pequeño cuerpo desnudo. Una niña muerta en un arrozal. No había agua en su boca. En el cuello tenía marcas de dedos. Su cara inocente estaba golpeada, su cuerpo destrozado. Había sangre coagulada sobre su piel, seca y dura.

—Lleva muerta de tres a cuatro horas por lo menos.

—Tiene la boca seca.

—No la ahogaron. La mataron a golpes.

En el oscuro calor del crepúsculo, los hombres maldecían quedamente. Recogieron el cuerpo. Uno mandó parar a los demás e indicó las uñas de la niña. Había luchado con su asesino. Bajo las uñas había partículas de carne y brillantes gotas de sangre escarlata aún líquida, aún sin coagular.

—Esa sangre debería haberse coagulado también. Qué extraño.

—No tan extraño. ¿Qué tipo de sangre no se coagula?

—La de los androides.

—Parece como si la hubiese matado uno de ellos.

—Vandaleur tiene un androide.

—No pudo matarla un androide.

—Tiene sangre de androide en las uñas.

—Es mejor que la policía compruebe.

—La policía demostrará que tengo razón.

—Pero los andys no pueden matar.

—Es sangre de androide, ¿no?

—Los androides no pueden matar. Están construidos de modo que no pueden hacerlo.

—Parece como si fuese un androide mal hecho.

Y el termómetro señalaba aquel día 92,9 gloriosos grados Farenheit.

Así que allí estábamos nosotros a bordo del Paragon Queen camino de Megaster V, James  Vandaleur  y  su  androide.  James  Vandaleur  contó  su  dinero  y  gimió.  En  el camarote de segunda clase estaba con él su androide. Una majestuosa criatura sintética de rasgos clásicos y grandes ojos azules. Sobre su frente, como un camafeo de carne, las letras AM, indicando que se trataba de uno de los raros androides de aptitudes múltiples, que valían cincuenta y siete mil dólares en el mercado. Allí estábamos nosotros, suspirando y contando y observando tranquilamente.

—Mil doscientos, mil cuatrocientos, mil seiscientos. Mil seiscientos dólares —gimió Vandaleur—. Eso es todo. Mil seiscientos dólares. Mi casa valía diez mil. La tierra cinco. Y estaban los muebles, los coches, mis cuadros y grabados, mi avión, mi… y de todo eso nada más que mil seiscientos dólares. ¡Dios mío!

Salté de la mesa y me volví al androide. Saqué una correa de una de las bolsas de cuero y lo golpeé. No se movió.

—Debo recordarte —dijo el androide— que valgo cincuenta y siete mil dólares. Debo advertirte que estás amenazando una propiedad valiosa.

—Condenada y estúpida máquina —gritó Vandaleur.

—No soy una máquina —contestó el androide—. El robot es una máquina. El androide es una creación química de tejidos sintéticos.

—¿Pero  qué  demonios  te  pasó?  —chilló  Vandaleur  —.  ¿Por  qué  lo  hiciste?

¡Condenado! —golpeó furiosamente al androide.

—Debo recordarle que no puede castigárseme — dije—. El síndrome dolor-placer no forma parte de la síntesis androide.

—¿Por qué la mataste, entonces? —gritó Vandaleur —. Si no experimentabas ninguna emoción, ¿por qué lo hiciste?

—Debo recordarte —dijo el androide— que los camarotes de segunda clase de estas naves no poseen aislamiento acústico.

Vandaleur soltó la correa y gimió, contemplando a aquella criatura  de  la  que  era propietario.

—¿Por qué lo hiciste, por qué la mataste? —pregunté.

—No sé —respondí.

—Primero fueron pequeñas fechorías. Pequeñas destrucciones; debí darme cuenta de que algo marchaba mal en ti. Los androides no pueden destruir. No pueden hacer daño. No pueden…

—No hay ningún síndrome dolor-placer incorporado a la síntesis androide.

—Luego llegó el incendio provocado. Luego la destrucción grave. Luego el asalto. Aquel ingeniero de Rigel… cada vez peor. Siempre teníamos que largarnos, cada vez más deprisa. Ahora un asesinato. ¡Cristo! ¿Pero qué te sucede, qué te pasa?

—No hay instrumentos de autocomprobación incorporados al cerebro androide.

—Y cada vez que teníamos que irnos era un descenso; Mírame. En un camarote de segunda clase. Yo, James Paleo-logue Vandaleur. Hubo un tiempo en que mi padre era el hombre más rico de… Ahora, todo lo que tengo en este mundo son mil seiscientos dólares. Todo lo que tengo. Y a ti. ¡Maldito seas!

Vandaleur alzó la correa para golpear otra vez al androide, pero la dejó caer y se derrumbó en la litera, gimiendo. Al final logró dominarse.

—Instrucciones —dijo.

El androide de aptitudes múltiples respondió al instante. Se levantó y esperó órdenes.

—Mi nombre es ahora Valentine. James Valentine. Me detuve en Paragon III sólo un día para hacer trasbordo a esta nave que se dirige a Megaster V. Mi ocupación: agente de un androide AM, de propiedad privada, que se alquila. Objeto de mi visita: establecerme en Megaster V. Falsifica los documentos.

El androide sacó el pasaporte y los documentos de Vandaleur de una bolsa, cogió pluma y tinta y se sentó en una mesa. Con exacta e inmaculada mano, una mano diestra que podía dibujar, escribir, pintar, grabar, tallar, fotografiar, diseñar, crear y construir, falsificó meticulosamente los nuevos documentos de Vandaleur. Su propietario lo observaba con aire miserable.

—Crea y construye —murmuré—. Y ahora destruye. ¡Oh Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo? ¡Ay, si pudiese librarme de ti! ¡Si no tuviese que vivir de ti! ¡Dios mío! Si hubiese heredado un poco de valor en vez de heredarte a ti.

Dallas Brady era la principal diseñadora de joyas de Megaster: una mujer baja, corpulenta,  amoral  y  ninfomaníaca.  Alquiló  el  androide  de  aptitudes  múltiples  de Vandaleur y me puso a trabajar en su taller. Sedujo a Vandaleur. Una noche, en la cama, preguntó de pronto:

—¿Tú te llamas Vandaleur, verdad?

—Sí —murmuré yo. Luego—: ¡No! ¡No! Valentine. James Valentine.

—¿Qué pasó en Paragon? —preguntó Dallas Brady—. Yo creía que los androides no podían matar ni destruir propiedad. Esas son las directrices e inhibiciones que se les graban cuando los sintetizan. Todas las compañías garantizan esto.

—Valentine —insistió Vandaleur.

—Oh, vamos —replicó Dallas Brady— hace una semana que lo sé. No te he denunciado, ¿verdad…?

—El apellido es Valentine.

—¿Quieres demostrarlo? ¿Quieres que llame a la poli? Dallas se incorporó y cogió el teléfono.

—Dallas, ¡por el amor de Dios!

Vandaleur dio un salto y forcejeó con ella para quitarle el teléfono. Ella lo rechazó, riéndose,  hasta  que  él  se  derrumbó  y  se  puso  a  gemir  lleno  de  vergüenza  y desesperación.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó por fin.

—Los periódicos no hacen más que hablar del asunto. Y Valentine se parece mucho a

Vandaleur. No fuiste muy hábil que digamos.

—Supongo que no. No soy muy listo.

—Tu androide ha batido el récord. Asalto, incendio provocado, destrucción, ¿qué pasó en Paragon?

—Raptó a una niña. Se la llevó a los arrozales y la asesinó.

—¿La violó?

—No lo sé.

—Van a acabar localizándote.

—Lo sé de sobra… ¡Dios mío! Llevamos dos años huyendo. Siete planetas en dos años. He tenido que abandonar cien mil dólares en propiedades en dos años.

—Sería mejor que descubrieses qué es lo que le pasa.

—¿Cómo hacerlo? ¿Quieres que vaya a una clínica de reparaciones y pida que le den una revisión? ¿Qué voy a decir? «Mi androide se ha convertido en un asesino, arréglenlo.» Llamarían a la policía de inmediato. —Comencé a temblar.— Lo desmantelarían en un día. Probablemente me juzgasen también a mí como cómplice o encubridor.

—¿Y por qué no hiciste que lo reparasen antes de que llegase a matar.

—No tuve oportunidad —explicó irritado Vandaleur—. No podía correr el riesgo de que empezasen con lobotomías y química corporal y cirugía endocrina y destruyesen sus aptitudes. ¿Qué iba a alquilar yo entonces? ¿De qué iba a vivir?

—Podías trabajar. La gente trabaja.

—¿Trabajar en qué? Ya sabes que no sirvo para nada.

¿Cómo iba a competir yo con androides especialistas y con robots…? ¿Quién puede competir con ellos a menos que tenga un enorme talento para una actividad determinada?

—Sí, eso es verdad.

—He vivido toda mi vida a costa de mi viejo. ¡Maldito sea! Tuvo que arruinarse precisamente poco antes de morir. Me dejó el androide y nada más. Y el único medio que tengo de sobrevivir es el dinero que me proporciona alquilarlo.

—Sería mejor que lo vendieras antes de que la policía te atrape. Puedes vivir con cincuenta mil. Invirtiéndolos.

—¿Al tres por ciento? ¿Mil quinientos dólares al año?

¿Cuando el androide produce el quince por ciento de su valor? Ocho mil dólares al año. Eso es lo que gana. No, Dallas. Tengo que seguir con él.

—¿Y qué vas a hacer con su inclinación a la violencia?

—No puedo hacer nada… Sólo observar y rezar. ¿Qué vas a hacer tú?

—Nada. No es asunto mío. Sólo una cosa… Tienes que darme algo por mantener la boca cerrada.

—¿Qué?

—El androide trabaja gratis para mí. Que te paguen otros; para mí será gratis.

El androide de aptitudes múltiples trabajaba. Vandaleur recogía los beneficios del alquiler. Con ellos pagaba sus gastos y ahorraba. Sus ahorros comenzaban a aumentar. Cuando la cálida primavera de Megaster V se convirtió en cálido verano, empecé a mirar propiedades  y  haciendas.  En  un  año  o  dos  podríamos  establecernos  de  modo permanente, si las exigencias de Dallas Brady no se hacían excesivas.

El primer día cálido del verano, el androide empezó a cantar en el taller de Dallas Brady. Inclinado sobre el horno eléctrico que, junto con el tiempo, hacía que el local hirviese casi de calor, cantó una vieja melodía que había sido popular medio siglo atrás.

Oh, no tiene sentido combatir el calor.

¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! Si no todo es peor, todo es peor. Fresco y sin olor Oh cariño mío…

Cantaba con una voz renqueante y extraña, y sus hábiles dedos tamborileaban a su espalda,  parodiando  una  extraña  rumba  con  independencia  del  resto  de  su  cuerpo. Aquello sorprendió a Dallas Brady.

—¿Estás contento o algo por el estilo? —preguntó.

—Debo recordarte que en la síntesis androide no va incorporado el síndrome placer- dolor —respondí—. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Fresco y sin olor, oh cariño mío…

Sus dedos dejaron de bailar y agarraron unas pesadas tenazas de hierro. El androide las introdujo en el resplandeciente interior del horno, inclinándose hacia adelante para atisbar en la ardiente profundidad de éste.

—¡Ten cuidado, condenado imbécil! —gritó Dallas Brady—.

¿Es que quieres caer ahí dentro?

—Debo recordarte que valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —dije—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa como yo. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!, Cariño mío…

Sacó un crisol de oro resplandeciente del horno eléctrico, se volvió, hizo una horrible cabriola, canturreó alocadamente y arrojó un gelatinoso fragmento de oro derretido sobre la cabeza de Dallas Brady. Ella chilló y se derrumbó, el pelo y la ropa llameando, la piel chirriando. El androide vertió sobre ella más oro sin dejar de cabriolear y de cantar.

—Todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío… —Cantaba y vertía lentamente el oro derretido sobre el estremecido cuerpo, hasta que éste quedó inmóvil. Luego abandoné el taller y me reuní con James Vandaleur en la suite de su hotel. Las ropas chamuscadas del androide y sus serpeantes dedos advirtieron a su propietario que había ocurrido algo grave.

Vandaleur se dirigió rápidamente al taller de Dallas Brady, contempló la escena, vomitó y salió huyendo. Tuve el tiempo suficiente para hacer una maleta y recoger novecientos dólares en bienes muebles. Cogió un camarote de tercera en el Megaster Queen, que salía aquella mañana para Lyra Alpha. Me llevó con él. Lloraba y contaba su dinero y yo pegaba de nuevo al androide.

Y el termómetro de taller de Dallas Brady marcaba 98,1 hermosos grados Fahrenheit.

En Lyra Alpha nos metimos en un pequeño hotel próximo a la Universidad. Allí, Vandaleur  estregó  mi  frente  hasta  que  las  letras  AM  quedaron  borradas  por  la decoloración y la hinchazón. Las letras volverían a aparecer, pero tardarían varios meses en hacerlo, y entretanto Vandaleur esperaba que se olvidase el caso del androide de aptitudes múltiples. El androide fue alquilado como obrero común en la central energética de la Universidad. Vandaleur, con el nombre de James Venice, vivía de las pequeñas ganancias del androide.

Yo no me sentía demasiado mal. La mayoría de los residentes del hotel eran estudiantes universitarios, no muy sobrados de dinero, pero deliciosamente jóvenes y animosos. Había una muchacha encantadora de ojos vivos y mente ágil. Se llamaba Wanda, y ella y su novio, Jed Stark, sentían un tremendo interés por el androide asesino del que hablaban todos los periódicos de la galaxia.

—Hemos estudiado el caso —dijeron ella y Jed en una fiesta estudiantil que casualmente se celebraba en la habitación de Vandaleur—. Creemos saber cuál es la causa. Vamos a hacer un trabajo sobre el tema.

Estaban muy excitados.

—¿La causa de qué? —quiso saber alguien.

—De la alteración del androide.

—Es un desajuste, sin duda. Se ha descontrolado la química corporal. Puede que sea una especie de cáncer sintético, ¿no?

—No —dijo Wanda, lanzando a Jed una mirada de triunfo contenido.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—De algo muy concreto.

—¿De qué?

—No quiero decirlo.

—Oh, vamos…

—No hay nada que hacer.

—¿No nos lo dirás? —pregunté con ansiedad—. Yo… nosotros estamos muy interesados en saber qué puede ser lo que altera al androide.

—Lo siento, señor Venice —dijo Wanda—. Es una idea única y hemos de protegerla. Con una tesis como ésta podremos resolver nuestra vida. No vamos a correr el riesgo de que alguien nos la robe.

—¿No podéis darnos un indicio?

—No. No podemos. Ni una palabra, Jed. Pero le diré una cosa, señor Venice. No me gustaría nada ser el propietario de ese androide.

—¿Por la policía? —pregunté.

—Me refiero a proyección, señor Venice. ¡La proyección! Ahí está el peligro. Y no diré más… Ya he dicho demasiado.

Oí pasos fuera, y una voz áspera que cantaba quedamente: «Todo es peor, todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío…» Mi androide entró en la habitación, de vuelta de su trabajo en la planta energética de la universidad. No fue presentado. Avancé hacia él y yo inmediatamente respondí a la orden y me acerqué al barril de cerveza, haciéndome cargo del trabajo de servir a los invitados que hasta entonces había realizado Vandaleur. Sus diestros dedos cabrioleaban en una rumba privada, independiente del resto de su cuerpo. Su movimiento fue apagándose gradualmente y también el extraño canturreo.

Había bastantes androides en la universidad. Los estudiantes más ricos tenían androides junto con coches y aviones. El androide de Vandaleur no provocó ningún comentario, pero la joven Wanda era perspicaz y observadora. Se dio cuenta de mi frente inflamada y pensó en la tesis histórica que ella y Jed Stark iban a escribir. Terminada la fiesta, mientras subían a su habitación, consultó con Jed.

—Jed, ¿te fijaste en la frente de ese androide?

—Probablemente se hirió con algo, Wanda. Está trabajando en la planta energética. Allí manejan muchos objetos pesados.

—¿No te sugiere otra cosa?

—¿Como qué?

—Podría ser una herida hecha a propósito, por conveniencia.

—¿Conveniencia? ¿Para qué?

—Para ocultar lo que llevaba grabado en la frente.

—No tiene sentido, Wanda. No es necesario ver marcas en la frente para reconocer a un androide. No es necesario ver la marca de un coche para saber que es un coche.

—No quiero decir que esté intentando hacerse pasar por un humano. Lo que quiero decir es que está intentando pasar por un androide de grado inferior.

—¿Por qué?

—Suponte que tuviese grabado AM en la frente.

—¿Aptitudes múltiples? Entonces por qué demonios iba Venice a ponerlo a trabajar en los hornos de la central energética pudiendo ganar mucho más… Oh, ¡Oh! ¿Quieres decir que…?

Wanda asintió.

—¡Dios mío! —Stark frunció los labios—. ¿Qué te parece que hagamos? ¿Llamar a la policía?

—No. En realidad, no sabemos si es un AM. Y de todos modos, si resulta ser un AM y en concreto el androide asesino, lo primero es nuestra tesis. Esta es nuestra gran oportunidad, Jed. Si es ese androide, podemos realizar una serie de pruebas controladas y…

—¿Y cómo podremos estar seguros?

—Muy fácil. Película infrarroja. Eso nos mostrará lo que hay bajo la rozadura de la frente. Consigue una cámara prestada. Compra material fotográfico. Mañana por la tarde nos colaremos en la planta energética y haremos algunas tomas. Entonces sabremos la verdad.

A la tarde siguiente lograron entrar sin ser vistos en la planta energética de la universidad. Era un gran sótano, profundamente hundido bajo tierra. El local estaba oscuro, lleno de sombras, iluminado sólo por la ardiente luz que brotaba de las puertas del horno. Por encima del rumor del fuego pudieron oír una extraña voz que gritaba y cantaba y cuyos ecos repiqueteaban en la bóveda: ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Cariño mío…, y vieron también una cabriolante figura que bailaba una rumba lunática al compás de la música. Las piernas se retorcían. Los brazos se ondulaban. Los dedos se crispaban.

Jed Stark alzó la cámara y comenzó a utilizarla enfocando la balanceante cabeza. Y de pronto Wanda lanzó un chillido, porque yo los vi y avancé hacia ellos, blandiendo una brillante pala de acero. Aplastó la cámara. Derribó a la muchacha y luego al muchacho. Jed se enfrentó a mí en un desesperado esfuerzo, pero pronto quedó totalmente fuera de combate. Luego, el androide arrastró a ambos hasta el horno y los entregó a las llamas, lenta y malévolamente. Sin dejar de saltar y cantar. Luego regresó al hotel.

El termómetro de la central energética marcada 100,9 criminales grados Fahrenheit.

¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Compramos pasajes de proa en el Lyra Queen y Vandaleur y el androide trabajaron por la  comida.  Durante  las  guardias  nocturnas,  Vandaleur  se  sentaba  solo  en  la  parte delantera  de  la  proa  con  una  carpeta  de  cartón  sobre  las  piernas,  analizando  su contenido. Aquella carpeta era todo lo que se había llevado de Lyra Alpha. La había robado en la habitación de Wanda. Tenía un rótulo que decía: ANDROIDE. Contenía el secreto de mi enfermedad.

Y sólo contenía periódicos. Periódicos de toda la galaxia, impresos, microfilmados, grabados, copiados a mano, en offset, fotocopiados… el Star-Banner de Rigel… el Picayune  de  Paragon…  El  Times-Leader  de  Megaster…  El  Herald  de  Lalande…  El Journal de Lacaille… El Intelligencer de Indi… el Telegram-News de Eridani… ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Nada más que periódicos. Todos hablaban de un crimen del androide, de un episodio de su carrera criminal. Además contenían noticias nacionales y extranjeras, de deportes, sociales, sobre el tiempo, sobre embarques, permutaciones, relatos de interés humano, rasgos, concursos, crucigramas. En aquella masa de datos inconexos se encontraba el secreto que habían descubierto Wanda y Jed Stark. Vandaleur repasaba desesperado los periódicos. Pero no conseguía dar con el secreto, era algo que quedaba fuera de su alcance. ¡Hace falta valor!

—¡Maldito seas! —dije al androide—. Te venderé. En cuanto lleguemos a la Tierra, te venderé. Viviré con el tres por ciento de lo que me den por ti.

—Valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —le dije.

—Si no puedo venderte, te entregaré a la policía —dije.

—Soy una propiedad valiosa —respondí—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa. No me destruirás.

—¡Maldito seas! —gritó Vandaleur—. Lo que me faltaba, arrogancia encima. Sabes que puedes confiar en mi protección, ¿verdad? ¿Es ese el secreto?

El androide de aptitudes múltiples lo miró con ojos tranquilos e inteligentes.

—A veces —dijo— es bueno ser una propiedad.

Hacía un frío terrible en el Croydon Field cuando descendió el Lyra Queen. Sobre el aeródromo se extendía una mezcla de nieve y hielo que siseaba y se quebraba con el vapor del Queen. Los pasajeros trotaron torpemente sobre el ennegrecido hormigón hacia la aduana, y luego hacia el autobús del aeropuerto que había de llevarlos a Londres. Vandaleur y el androide no tenían ni un céntimo. Tuvieron que caminar.

Hacia la media noche llegaron a Picadilly Circus. El hielo de diciembre no se había fundido y la estatua de Eros estaba cubierta de él. Giraron a la derecha, caminaron hacia Trafalgar Square y luego por el Strand, temblando de frío y de humedad. Antes de la calle Fleet, Vandaleur distinguió una figura solitaria que llegaba de la dirección de St. Paul. Se escondió con el androide en una calleja.

—Tenemos que conseguir dinero —murmuró; luego señaló al individuo que se aproximaba—. El tiene dinero. Quítaselo.

—No puedo obedecer esa orden —dijo el androide.

—Quítaselo —repitió Vandaleur—. Por la fuerza. ¿Comprendes? Estamos en una situación desesperada.

—Va en contra de las directrices —dije—. No puedo obedecer esa orden.

—Por el amor de Dios —explotó Vandaleur—. ¡Has asesinado… torturado… destruido!

¿Y ahora me vienes con directrices? Sácale el dinero. Mátalo si es necesario. Te digo que estamos desesperados.

—Va contra la directriz principal —dije—. Está prohibido amenazar la vida o la propiedad. No puedo obedecer esa orden.

Di un empujón al androide y me planté frente al desconocido. Era un individuo alto, austero, competente. Tenía un aire de desesperanzado cinismo. Llevaba un bastón. Me di cuenta de que era ciego.

—¿Sí? —dijo—. Lo oí acercarse. ¿Qué quiere?

—Caballero… —Vandaleur vaciló—. Estoy desesperado.

—Todos estamos desesperados —contestó el desconocido—. Totalmente desesperados.

—Caballero… tengo que conseguir algún dinero.

—¿Está  usted  suplicando  o  robando?  —los  ojos  ciegos  miraban  por  encima  de Vandaleur y del androide.

—Estoy dispuesto a ambas cosas.

—Vaya. Así somos todos. Es la historia de nuestra raza. — El extraño hizo un gesto por sobre el hombro.— He estado pidiendo en St. Paul, amigo mío. Lo que yo deseo no puede robarse. ¿Qué es lo que usted desea que tiene la suerte de poder robar?

—Dinero —dijo Vandaleur.

—¿Dinero para qué? Vamos, amigo mío, intercambiemos confidencias. Yo le diré por qué pido si usted me dice por qué roba. Me llamo Blenheim.

—Yo me llamo… Volé.

—Yo no pedía recuperar la vista en St. Paul, señor Volé. Pedía un número.

—¿Un número?

—Sí, un número. Números racionales, números irracionales, números imaginarios. Enteros positivos. Enteros negativos. Fracciones, positivas y negativas. ¿Qué le parece?

¿No ha oído usted hablar del inmortal tratado de Blenheim sobre los Veinte Ceros o las Diferencias en Ausencia de Cantidad? —Blenheim sonrió con amargura.— Soy el mago de la Teoría del Número, señor Volé, y se ha agotado para mí la magia de los números. Después de cincuenta años de mágicos portentos, la senilidad se aproxima y el apetito se desvanece. Estuve rezando en St. Paul para pedir inspiración. Dios mío, recé, si Tú existes, mándame un número.

Vandaleur alzó lentamente la carpeta y tocó con ella la mano de Blenheim.

—Aquí  dentro  —dijo—  hay  un  número,  un  número  oculto,  un  número  secreto.  El número de un crimen. ¿Quiere hacer el cambio, señor Blenheim? ¿Me cambia usted un número casa y cobijo?

—Ya no pide ni roba, ¿eh? —dijo Blenheim—. Pero es un trato. Así la vida entera se reduce a lo trivial. —Sus ojos ciegos se perdieron de nuevo por encima de Vandaleur y del androide.— Quizás el Todopoderoso no sea Dios sino un mercader. Venga conmigo a casa.

En el piso superior de la casa de Blenheim, compartíamos una habitación: dos camas, dos armarios, dos lavabos y un baño. Vandaleur me estregó otra vez la frente y me envió a buscar trabajo, y mientras el androide trabajaba, yo consultaba con Blenheim y le leía los periódicos de la carpeta, uno a uno. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Vandeleur le leyó todos los periódicos pero no le dijo nada más. Era un estudiante, dije yo, que preparaba una tesis sobre el androide asesino. En aquellos periódicos que había recogido, estaban los datos que podrían explicar los crímenes de los que Blenheim nada había oído. Tenía que haber allí una correlación, un número, un dato estadístico que contuviese la clave de la alteración del androide, expliqué, y Blenheim se sintió atraído por el misterio, por el caso detectívesco, por el interés humano del número.

Examinamos los periódicos. Mientras yo se los leía en voz alta, él los reseñaba, con su contenido, con su letra meticulosa de ciego. Y luego yo le leía sus notas. El clasificaba los periódicos  por  tipos,  por  tipografía,  por  hechos,  por  capricho,  por  artículos,  letras, palabras, temas, publicidad, imágenes, asuntos, políticas, prejuicios… Analizaba. Estudiaba. Meditaba. Y juntos vivíamos en aquel piso superior, siempre con un poco de frío, siempre un poco atemorizados, siempre un poco más cerca… unidos por nuestro propio miedo, nuestro odio actuaba como una cuña en un árbol vivo hendiendo el tronco, pero sólo para que la hendidura fuese cubierta por el tejido rasgado. Juntos, siempre juntos. Vandaleur y el androide. ¡Hace falta valor!

Y una tarde, Blenheim llamó a Vandaleur a su despacho y le mostró sus notas.

—Creo que lo he encontrado —dijo—, pero no soy capaz de entenderlo. Vandaleur dio un salto.

—Aquí están las correlaciones —continuó Blenheim —. En cincuenta periódicos aparecen noticias sobre el androide criminal. ¿Qué otra noticia, además de las depredaciones de éste, hay en los cincuenta periódicos?

—No lo sé, señor Blenheim.

—Se trata de una pregunta retórica. Esta es la respuesta: el clima.

—¿Cómo?

—El clima —respondió Blenheim—. Todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit.

—Pero eso es imposible —exclamó Vandaleur—. En Lyra Alpha hacía frío.

—No hay reseña de ningún crimen cometido en Lyra Alpha. No hay ningún periódico que lo diga.

—No, es cierto. Yo… —Vandaleur se sentía confuso; de pronto exclamó:— No. Tiene usted razón. La sala del horno. Allí abajo hacía calor. ¡Mucho calor! Claro. ¡Dios mío!

¡Claro!  Esa  es  la  respuesta.  El  horno  eléctrico  de  Dallas  Brady…  los  arrozales  de Paragon. ¡Hace falta valor! Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío?

Yo entraba en casa en aquel momento y, al pasar por el despacho, vi a Vandaleur y a Blenheim. Entré, esperando órdenes, con mis aptitudes múltiples consagradas al servicio.

—Ese es el androide, ¿verdad? —dijo Blenheim tras un largo instante.

—Sí —respondió Vandaleur, aún desconcertado por el descubrimiento—. Y eso explica por qué se negó a atacarlo a usted aquella noche en el Strand. No hacía bastante calor para que desobedeciese las directrices. Sólo cuando hace calor… El calor, todo es peor.

Miró al androide. Una lunática orden silenciosa pasó del hombre al androide. Yo me negué. Está prohibido amenazar la vida. Vandaleur gesticuló furioso y luego agarró a Blenheim por los hombros y arrancándolo de la silla de su escritorio, lo arrojó al suelo. Blenheim dio un grito. Vandaleur saltó sobre él como un tigre, inmovilizándolo en el suelo y tapándole la boca con una mano.

—Busca un arma —dijo al androide.

—Está prohibido amenazar la vida.

—Es una lucha por la supervivencia. ¡Tráeme un arma!

Sujetaba con todo su peso al matemático, que no cesaba de debatirse. Me dirigí inmediatamente a una vitrina donde sabía que estaba guardado un revólver. Comprobé que estaba cargado con cinco balas. Se lo entregué a Vandaleur. Lo cogí, acerqué el cañón a la cabeza de Blenheim y apreté el gatillo. Blenheim se estremeció.

Teníamos tres horas antes de que regresase la cocinera. Saqueamos la casa. Cogimos el dinero y las joyas de Blenheim. Llenamos una maleta con ropa. Cogimos las notas de Blenheim, destruimos los periódicos, y huimos, cerrando cuidadosamente la puerta detrás de nosotros. Dejamos en el estudio de Blenheim un montón de papeles arrugados bajo media pulgada de una vela encendida. Y empapamos la alfombra con keroseno. No, todo eso lo hice yo. El androide se negó. A mí me está prohibido atentar contra la vida o la propiedad.

¡Todo es peor!

Cogieron el metro en  dirección  a  Leicester  Square,  luego  hicieron  trasbordo  y  se dirigieron al Museo Británico. Allí salieron y se encaminaron a  una  casita  georgiana situada   junto   a   Rusell   Square.   En   la   ventana   un   letrero   decía:   NAN   WEBB, CONSULTORA PSICOMETRICA. Vandaleur había anotado la dirección hacía unas semanas.  Entraron  en  la  casa.  El  androide  esperó  en  el  vestíbulo  con  la  maleta. Vandaleur pasó a la oficina de Nan Webb.

Era una mujer alta de pelo gris cortado casi al rape, delicada constitución inglesa y horribles piernas inglesas. Rasgos ásperos, expresión perspicaz. Hizo un gesto a Vandaleur, terminó una carta, la selló y luego alzó la vista hacia él.

—Me llamo —dije yo— Vanderbilt. James Vanderbilt.

—Muy bien.

—Soy estudiante de la Universidad de Londres.

—Muy bien.

—He estado investigando sobre el androide asesino, y creo que he descubierto algo muy interesante. Me gustaría que me aconsejara usted al respecto. ¿Cuáles son sus honorarios?

—¿A qué college pertenece usted?

—¿Por qué?

—Hago descuento a los estudiantes.

—Al Merton College.

—Serán dos libras, por favor.

Vandaleur puso dos libras sobre la mesa y añadió luego las notas de Blenheim.

—Hay una correlación —dijo— entre los crímenes del androide y el clima. Advertirá usted que todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit. ¿Hay una respuesta psicométrica a esto?

Nan Webb hizo un gesto de asentimiento, estudió un rato las notas, luego volvió a colocarlas sobre la mesa, y dijo:

—Sinestesia, evidentemente.

—¿Qué?

—Sinestesia —repitió—. Cuando una sensación, señor Vanderbilt, se interpreta de modo inmediato de acuerdo con una sensación de un órgano de los sentidos distinto al estimulado, el fenómeno se llama sinestesia. Por ejemplo: un estímulo sonoro produce la sensación simultánea de un color concreto. O el color produce una sensación en el órgano del gusto. O un estímulo luminoso produce una sensación sonora. Hay una confusión entre las sensaciones del gusto, el olfato, el color, la presión, la temperatura y demás, ¿comprende?

—Creo que sí.

—Su investigación ha revelado que el androide es muy probable que reaccione de forma sinestésica a estímulos de temperatura por encima de los noventa grados. Lo más probable es que se trate de una respuesta endocrina. Debe de existir una conexión de temperatura con la suprarrenal sustituía del androide. La temperatura elevada provoca una reacción de miedo, cólera, excitación y actividad física violenta… todo dentro del campo de la glándula suprarrenal.

—Ya. Comprendo. Entonces, si se mantiene al androide en climas fríos…

—No habrá ni estímulo ni reacción. No habrá más crímenes. Desde luego.

—Comprendo. ¿Qué es proyección?

—¿Qué quiere decir?

—¿Hay algún peligro de proyección para el propietario del androide?

—Muy interesante. La proyección es un impulso que se exterioriza e influye sobre otro. Es el proceso de imponer sobre otro las ideas o impulsos propios. El paranoico, por ejemplo, proyecta en otros sus conflictos y alteraciones, con el fin de hacerlos externos. Acusa, directa o implícitamente, a otros hombres de tener el mismo mal contra el que está luchando.

—¿Y qué peligro implica la proyección?

—El peligro de que la víctima crea lo que se proyecta sobre ella. Si usted vive con un psicótico que proyecta sobre usted su enfermedad, corre el peligro de caer dentro de su esquema psicótico y convertirse también, prácticamente, en un psicótico, como indudablemente le está sucediendo a usted, señor Vandaleur.?

Vandaleur se levantó de un salto.

—Es usted un idiota —continuó Nan Webb, señalando las cuartillas de las notas—. Esta no es la letra de un estudiante. Es la especial y peculiar letra del famoso Blenheim. Todos los investigadores de Inglaterra conocen su letra de ciego. Y en la Universidad de Londres no existe ningún Merton College. Fue un error fatal. El Merton College está en Oxford. Y usted, señor Vandaleur, está tan evidentemente afectado por su asociación con ese androide descompuesto… por proyección… que no sé si llamar a la Policía Metropolitana o al Hospital de Locos Peligrosos.

Saqué el revólver y disparé contra ella.

¡Peor!

—Antares II, Alpha Aurigae, Acrux IV, Pollux IX, Rigel Centaurus —dijo Vandaleur—. En todos ellos hace frío. Son fríos como el beso de una bruja. Temperaturas de cuarenta grados  Fahrenheit.  Nunca  pasan  de  los  setenta.  Vamos  a  hacer  otra  vez  buenos negocios. Cuidado con esa curva.

El androide de aptitudes múltiples giró el volante con sus diestras manos. El coche tomó la curva suavemente y aceleró luego avanzando hacia las marismas norteñas, donde los cañaverales se extendían millas y millas, secos y ocres, bajo el frío cielo inglés. El sol se hundía rápidamente. Arriba una solitaria bandada de avutardas volaba torpemente hacia el este. Por encima de ella, un solitario helicóptero regresaba a casa y al calor.

—No más calor para nosotros —dije—. No más calor. Estaremos seguros donde haga frío. Nos ocultaremos en Escocia, haremos un poco de dinero, pasaremos a Noruega, reuniremos una buena cuenta bancaria y luego embarcaremos para otro sitio. Nos estableceremos en Pollux. Allí estaremos seguros. Lo hemos conseguido. Podremos empezar a vivir bien otra vez.

Sobre ellos se oyó un blip, y luego un áspero estruendo:

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE. ¡ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE!

Vandaleur alzó la vista sorprendido. El solitario helicóptero volaba sobre ellos. De su vientre brotaban órdenes amplificadas:

—ESTÁN RODEADOS. LA CARRETERA ESTA BLOQUEADA. TIENEN QUE DETENERSE INMEDIATAMENTE Y ENTREGARSE. ¡DETÉNGANSE INMEDIATAMENTE!

Miré a Vandaleur esperando órdenes.

—Sigue conduciendo —gruñó Vandaleur. El helicóptero bajó aún más.

—ATENCIÓN ANDROIDE. ESTAS CONTROLANDO EL VEHÍCULO Y TIENES QUE DETENERTE INMEDIATAMENTE. ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

El coche disminuyó la marcha.

—¿Qué demonios haces? —grité yo.

—Una orden oficial anula todas las órdenes privadas —contestó el androide—. Debo indicarte que…

—Apártate del volante, imbécil —ordenó Vandaleur.

Golpeé al androide, lo eché a un lado y pasando por encima de él me coloqué ante el volante. El coche se desvió de la carretera y continuó patinando a través del barro helado y de las cañas secas. Vandaleur recuperó el control y continuó hacia el oeste a través de las marismas, hacia una autopista paralela situada a unas siete millas de distancia.

—Conseguiremos burlar su bloqueo —gruñó.

El coche se balanceaba y patinaba. El helicóptero descendió aún más. De su vientre brotó un foco de luz.

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE: ENTRÉGUENSE. ESTA ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

—El no puede entregarse —gritó furiosamente Vandaleur—. No hay nadie a quien entregarse. El no puede y yo no quiero.

—¡Cristo! —murmuré—. Conseguiremos burlarles. Conseguiremos burlar el bloqueo. Lo conseguiremos…

—Debo decirte —dije— que mis directrices me obligan a obedecer las órdenes oficiales que anulan toda orden privada. Debo entregarme.

—¿Y quién te dice que se trata de una orden oficial? —dijo Vandaleur—. ¿Ellos?

¿Desde ese helicóptero? Tienen que mostrar sus credenciales. Tienen que demostrar que son autoridades oficiales para que te entregues. ¿Cómo sabes que no son unos farsantes que intentan engañarnos?

Manejando el volante con una mano, buscó en su bolsillo para asegurarse de que el revólver aún seguía allí. El coche dio un patinazo. Los neumáticos rechinaban sobre el hielo y las cañas. El volante estaba húmedo de sudor y el coche derrapó sobre una pequeña loma y volcó. El motor continuó rugiendo y las ruedas girando. Vandaleur salió del coche arrastrando con él al androide. En un instante estuvimos fuera del cono de luz que descendía del helicóptero. Nos lanzamos hacia la marisma, hacia la oscuridad, hacia la fuga… Vandaleur corría, jadeante, arrastrando al androide.

El helicóptero giraba sobre el volcado automóvil, buscando con su foco, sin que el altavoz dejase de clamar. En la autopista que habíamos abandonado, aparecieron luces.

Eran los grupos encargados de la persecución, que se reunían siguiendo las órdenes radiadas desde el helicóptero. Vandaleur y el androide continuaban adentrándose en la marisma, abriéndose paso hacia la carretera paralela y la seguridad. Era ya de noche. El cielo era una masa negra. No se veía ni una sola estrella. La temperatura descendía. Un viento nocturno del sureste nos atravesaba los huesos.

Atrás, muy lejos, se oyó una explosión sorda. Vandaleur se volvió, jadeando. El combustible del coche había estallado. Se alzó un geiser de llamas como una fuente cárdena. Luego se abatió en un cráter de ardientes cañas. Empujada por el viento, la llamarada distante se abrió en abanico, era un muro de unos tres metros de altura. El fuego comenzó a avanzar hacia nosotros, crepitando ferozmente. Sobre él, avanzaba también una masa de aceitoso humo. Detrás de ella, Vandaleur podía distinguir figuras de hombres… una masa de batidores que escudriñaba las marismas.

—¡Cristo! —grité, buscando desesperadamente la seguridad. El corría, arrastrándome consigo, hasta que sus pies pisaron la superficie helada de una laguna. Pateó furiosamente el hielo, y luego se hundió en las frías aguas, arrastrando con nosotros al androide.

La cortina de llamas se aproximaba. Yo oía su crepitar y sentía el calor. El veía claramente a los perseguidores. Vandaleur buscó en su bolsillo el revólver. El bolsillo estaba roto. El revólver había desaparecido. Lanzó un gruñido y se estremeció, lleno de frío y de terror. La claridad del fuego era cegadora. Por encima, flotaba el helicóptero de un lado a otro, buscando incansable, pero incapaz de traspasar el humo y las llamas y de ayudar a los perseguidores que buscaban hacia la derecha, muy lejos de nosotros.

—No nos encontrarán —susurró Vandaleur —. No te muevas. Es una orden. No nos encontrarán. Los burlaremos. Burlaremos el fuego. Conseguiremos…

A menos de treinta metros de los fugitivos, se oyeron tres claras explosiones. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Eran las últimas balas de mi revólver que explotaban al ser alcanzadas por el fuego. Los perseguidores se encaminaron inmediatamente hacia el lugar de las explosiones y comenzaron a avanzar en línea recta hacia nosotros. Vandaleur soltó una maldición histérica e intentó sumergirse aún más profundamente para  eludir  el  calor intolerable del fuego. El androide empezó a estremecerse.

El muro de llamas estaba ante ellos. Vandaleur hizo una profunda inspiración y se dispuso  a  sumergirse  hasta  que  pasasen  las  llamas.  El  androide  se  estremeció  y comenzó de pronto a gritar.

—¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! —gritaba—. ¡Sino todo es peor!

—¡Maldito seas! —grité. Intenté sumergirlo.

—¡Maldito seas! —bramé. Golpeé su rostro.

El androide golpeó a Vandaleur, y se debatió con él hasta que consiguió salir del barro y ponerse de pie. Antes de que yo pudiese reanudar el ataque, las llamas lo apresaron hipnóticamente. Comenzó a bailar y a cabriolear en una rumba lunática ante el muro de llamas. Retorcía las piernas. Ondulaba los brazos. Los dedos se le crispaban en una rumba privada, con independencia del resto de su cuerpo. Chillaba y gritaba y corría en un desmañado vals, frente al abrazo del calor, como un cenagoso monstruo esbozado frente a la brillante y resplandeciente llamarada.

Los perseguidores gritaron. Se oyeron disparos. El androide giró sobre sí dos veces y luego continuó su horrible danza frente a las llamas. Se alzó un golpe de viento. El fuego rodeó a la cabriolante figura y la envolvió por un instante. Luego, el fuego continuó, dejando tras sí una sollozante masa de carne sintética que desprendía una sangre escarlata que nunca podría coagularse.

El termómetro habría marcado 1200 maravillosos grados Fahrenheit.

Vandaleur no murió. Yo conseguí escapar. Mientras observaban cómo el androide danzaba  y  moría,  se  olvidaron  de  mí.  Pero  ahora  no  sé  cuál  de  nosotros  es  él.

Proyección, me advertía Wanda. Proyección, le decía Nan Webb. Si vives mucho tiempo con una máquina loca, te vuelves loco también, yo también me vuelvo ¡Peor!

Pero sabemos algo con certeza. Sabemos que estaban equivocados. El nuevo robot y Vandaleur saben esto porque el nuevo robot también empezó a bailar. ¡Peor! Aquí en el frío Pollux, el robot se estremece y canta. No hace calor, pero el robot se lleva a la pequeña Talley a dar un paseo solitario. Es un robot barato. Un servomecanismo… lo único que yo podía permitirme… pero se agita y tararea y pasea solo con la niña por alguna parte, y no soy capaz de encontrarlos. ¡Cristo! Vandaleur no podrá encontrarme hasta que sea ya demasiado tarde. Fresco y sin olor, cariño mío, danzando sobre la escarcha, mientras el termómetro marca 10 afectuosos grados Fahrenheit.

Alfred Bester: 5.271.009. Cuento

6285358323_e10c0b8205Tómese dos partes de Belcebú, dos de Israfel, una de Montecristo, una de Cyrano, agítese con fuerza, sazónese con misterio y se tendrá al señor Solón Aquila. Es alto, enjuto, vivaracho, de expresión amargada, y cuando ríe sus ojos oscuros se transforman en rendijas. Se desconoce su ocupación. Es rico, sin tener medios visibles de ingresos. Se le ve en todas partes y no se le comprende en ninguna. Hay algo extraño en su vida.

He aquí lo que es extraño en el señor Aquila, y pueden ustedes tomarlo como quieran: cuando camina nunca debe esperar en una señal de tránsito. Cuando desea coger un taxi siempre hay uno libre a mano. Cuando entra en su hotel jamás deja de haber un ascensor esperando. Cuando se introduce en una tienda, siempre hay un dependiente libre para servirlo. Y en cualquier ocasión hay una mesa libre para el señor Aquila en los restaurantes. Y cuando desea pasar un rato divertido en un espectáculo de éxito, en el que los billetes están vendidos con mucha antelación, nunca deja de encontrar unos devueltos en el último instante.

Puede usted interrogar a los camareros, a los taxistas, a los ascensoristas, a los vendedores, a los taquilleros. No hay ninguna clase de conspiración. El señor Aquila ni soborna ni hace chantaje para lograr lo que desea. En cualquier caso, no le sería posible ni sobornar ni chantajear al computador que gobierna el sistema de señales de tránsito de la ciudad. Esas cosas, que le facilitan tanto la vida, simplemente ocurren. El señor Solón Aquila nunca sufre un desengaño. A continuación nos enteraremos del primero de ellos y de sus consecuencias.

Al señor Aquila se le ha visto confraternizando en la alta, media y baja sociedad. Lo han  encontrado  en  lupanares,  coronaciones,  ejecuciones,  circos,  cortes  de  justicia  y casas de juego. Se sabe que ha comprado coches antiguos, joyas históricas, incunables, pornografía, productos químicos, prismas de Porro, caballos de polo y escopetas recortadas.

—¡HimmelHerrGottSeiDank! Estoy loco, muchacho, loco. Por Dios, soy ecléctico —le dijo a un anonadado director de grandes almacenes—. El tipo Weltmann, ¿nicht wahr?

Mi ideal: Goethe. Tout le monde. ¡God damm!

Hablaba un espectacular lenguaje, mezcla de metáforas y dobles sentidos. Escupía docenas de idiomas y dialectos con la rapidez de una ametralladora. Y aparentemente también mentía ad libitum.

—¡Sacré bleu, Cristo! —se  le  oyó  decir  en  una  ocasión—.  Aquila  viene  del  latín; significa águila. O témpora, o mores, en palabras de Cicerón. Un ancestro.

Y, en otra ocasión:

—Mi ídolo: Kipling. Tomé mi apellido de una de sus obras; Aquila, uno de sus héroes.

¡God damn! Es el mejor escritor negro que ha habitado desde La cabaña del tío Tom.

La mañana en que el señor Solón Aquila fue sorprendido por su primer desengaño, entró violentamente en el taller de Lagan & Derelict, marchantes de pinturas, esculturas y objetos raros de arte. Tenía la intención de comprar una pintura. El señor James Derelict ya conocía a Aquila como cliente. Aquila le había comprado un Frederic Remington y un Winslow Homer hacía algún tiempo, cuando, por otra extraña coincidencia, había entrado en la tienda de la Madison Avenue un minuto después de que las buscadas pinturas hubiesen sido puestas a la venta. El señor Derelict también había visto al señor Aquila oficiar de jurado en un concurso de strip-tease realizado en Montauk.

—Bon soir, bel esprít, ¡God damn!, Jimmy —dijo el señor Aquila. Le hablaba de tú a todo el mundo—. Hoy hace un buen día para los colores. ¡Oui! Bueno. Tengo intención de comprarme un cuadro.

—Buenos días, señor Aquila —le contestó Derelict. Tenía la cara impenetrable de un tahúr, pero sus azules ojos eran honestos y su sonrisa infundía confianza. No obstante, en aquel momento su sonrisa parecía forzada, como si la voluble apariencia de Aquila lo pusiese nervioso.

—Me gustaría algo de ese tipo, por Cristo —dijo Aquila, abriendo rápidamente cajas, palpando tallas de marfil y catando porcelanas—. ¿Cómo se llama, mi viejo? Es un artista como Bosch. Como Heinrich Kley. Ustedes lo representan, parbleu, tienen la exclusiva. ¡O si sic omnia, por Zeus!

—¿Jeffrey Halsyon? —preguntó tímidamente Derelict.

—¡Oeil de boeuf! —gritó Aquila—. ¡Qué memoria! Criso-elefantina. Justo el artista que quiero. Es mi favorito. Preferiría algo monocromo. Un pequeño Jeffrey Halsyon para Aquila, bitte. Envuélvamelo.

—No lo hubiera creído jamás —murmuró Derelict.

—¡Ah! ¿A-já? Esto no es un Ming cien por cien garantizado —exclamó el señor Aquila, alzando un exquisito jarrón— Caveat emptor, maldita sea. ¿Y bien, Jimmy? He chasqueado los dedos. ¿Acaso no tienes Halsyons en stock, mi old faithful?

—Es extremadamente raro, señor Aquila —Derelict parecía luchar consigo mismo—, el que haya venido usted así. Llegó un monocromo de Halsyon aún no hace cinco minutos.

—¿Lo ve? Tempo ist Richtung. ¿Y bien?

—Preferiría no enseñárselo. Por razones personales, señor Aquila.

—¿HimmelHerrGott! ¿Pourquoi? ¿Lo tiene apalabrado?

—No… no, señor. Las razones personales no se refieren a mí, sino a usted, señor Aquila.

—¿Oh? ¡God damn! Explícame cuáles son mis razones personales.

—De todas maneras, no está a la venta, señor Aquila. No puede venderse.

—¿Por qué no? Habla, mi viejo pescado con patatas fritas.

—No puedo decírselo, señor Aquila.

—¡Zut alors! ¿Tengo que hacerte una llave de judo en un brazo, Jimmy? No puedes enseñármelo, no puedes vendérmelo. Yo, interiormente, me he hecho a la idea de comprarme un Jeffrey Halsyon. Es mi favorito. ¡God damn! Enséñame el Halsyon o sic transit gloria mundi. ¿Me oyes, Jimmy?

Derelict dudó, y luego se alzó de hombros.

—Muy bien, señor Aquila. Se lo enseñaré.

Derelict guió a Aquila por entre cajas de porcelana y plata, junto a lacas y bronces y brillantes armaduras, hasta la galería situada en la trastienda en donde colgaban docenas de pinturas de las paredes forradas de terciopelo gris, brillantemente iluminadas por focos. Abrió un cajón en un mueble escritorio estilo Goddard y sacó un sobre. En el sobre se veía impreso INSTITUTO BABILONIA. De su interior, Derelict extrajo un billete de un dólar y se lo entregó al señor Aquila.

—La última obra de Jeffrey Halsyon —dijo.

Con una pluma fina y tinta china, una mano experta había dibujado otro retrato sobre el rostro de George Washington que llevaba impreso el billete. Era una odiosa y diabólica cara sobre un fondo infernal. Era un rostro destinado a producir terror, en un escenario que buscaba inspirar repugnancia. El rostro era un retrato del señor Aquila.

—¡God damn! —dijo el señor Aquila.

—¿Lo ve, señor? No quería herir sus sentimientos.

—Ahora necesito poseerlo, muchachote —el señor Aquila parecía fascinado por el retrato—. ¿Es accidental o a propósito? ¿Me conoce Halsyon? Ergo sum.

—No que yo sepa, señor Aquila. Pero, en cualquier caso, no puedo vender ese dibujo. Es la prueba de que se ha cometido un delito… la mutilación de la moneda legal de los Estados Unidos. Debe ser destruida.

—¡Nunca! —el señor Aquila devolvió el dibujo como si temiera que el marchante fuera a prenderle fuego inmediatamente—. Nunca, Jimmy. Nevermore, como dijo el cuervo.

¡God damn! ¿Por qué dibuja ese Halsyon sobre un billete? Y mi retrato, uff. Le podría poner un juicio por daños y perjuicios, pero n’importe. Pero, ¿dibujar sobre dinero? Es un desperdicio. Joci causa.

—Está loco, señor Aquila.

—¡No! ¿Sí? ¿Loco?—Aquila estaba asombrado.

—Muy loco, señor. Es muy triste. Tuvieron que encerrarlo. Pasa el tiempo dibujando esos retratos sobre el dinero.

—¡God damn, mon ami! ¿Y quién le da el dinero?

—Yo se lo doy, señor Aquila. Y sus amigos. Cada vez que lo visitamos nos suplica que le demos dinero para sus dibujos.

—Le jour viendra, ¡por Cristo! ¿Y por qué no le dan papel para dibujar, mi querido anciano?

Derelict sonrió tristemente.

—Lo intentamos, señor. Cuando le dimos a Jeff papel, dibujó dinero.

—¡HimmelHerrGott! Mi artista favorito. En el manicomio. Very good. ¿Y cómo infiernos sagrados voy a comprar pinturas suyas, dado el caso?

—No podrá, señor Aquila. Me temo que jamás nadie volverá a comprar un Halsyon. Es un caso incurable.

—¿Y por qué se le ha aflojado el tornillo, Jimmy?

—Dicen que es un retraimiento, señor Aquila. A causa de, su éxito.

—¿Ah? Quod erat demonstrandum, muchachote. Traduce.

—Bueno, señor, aún es un hombre joven: anda por la treintena y es muy poco maduro. Cuando se hizo famoso, no estaba preparado. No estaba dispuesto para enfrentarse con las responsabilidades de su vida y carrera. Eso es lo que me dijeron los doctores. Así que le dio la espalda a todo y volvió a la infancia.

—¿Ah? ¿Y el dibujar sobre el dinero?

—Dicen que es el símbolo de su retorno a la infancia, señor Aquila. Prueba que es demasiado joven para saber en qué se utiliza el dinero.

—¿Ah? Oui. Ja. Astuto, tiene gracia. ¿Y mi retrato?

—No puedo explicar eso, señor Aquila, a menos de que lo viera en alguna ocasión y lo recuerde. O quizá se trate de una coincidencia.

—Hummm. Quizá. Bien. ¿Sabes una cosa, mi ático griego?

He sufrido un desengaño. Je ne oublierai jamáis. Estoy muy contrariado. ¡God damn!

¿Nunca más habrá Halsyons? Merde. Ese es mi slogan. Tenemos que hacer algo acerca de Jeffrey Halsyon. No puedo quedar insatisfecho. Tenemos que hacer algo.

El señor Solón Aquila asintió enfáticamente con la cabeza, sacó un cigarrillo, sacó un encendedor, y entonces hizo una pausa, profundamente pensativo. Al cabo de un largo instante asintió de nuevo, esta vez con decisión, e hizo algo asombroso. Se volvió a meter el encendedor en el bolsillo, sacó otro, miró a su alrededor rápidamente y lo encendió bajo la nariz del señor Derelict.

El señor Derelict pareció no darse cuenta de ello. En un instante, se quedó helado. Dejando la llama encendida, el señor Aquila colocó cuidadosamente el encendedor sobre una estantería frente al marchante de arte, que se quedó ante él inmóvil. La llama naranja brillaba en la vidriosa cuenca de sus ojos.

Aquila corrió al interior de la tienda, buscó y halló un globo de cristal chino muy poco común. Lo sacó de su caja, lo calentó apretándolo contra su pecho y miró a su interior. Murmuró. Asintió. Devolvió el globo a su caja, fue al escritorio del cajero, tomó un bloc y un lápiz y comenzó a escribir unos símbolos que no tenían relación con ningún lenguaje o grafismo conocidos. Asintió de nuevo, arrancó la hoja de papel y sacó su billetero.

Extrajo un billete de un dólar. Lo colocó sobre el mostrador de cristal, tomó un puñado de plumas estilográficas del bolsillo de su chaleco, seleccionó una y desenroscó el tapón. Haciéndose pantalla cuidadosamente sobre sus ojos, dejó que una gota cayese de la pluma al billete. Hubo un cegador destello de luz. Se oyó una vibración zumbante que desapareció lentamente.

El señor Aquila devolvió las plumas a su bolsillo, tomó cuidadosamente el billete por una esquina y corrió de nuevo a la galería en donde el marchante de arte seguía aún mirando con la vista perdida a la llama naranja. Aquila hizo revolotear el billete ante los ojos sin vista.

—Escucha, mi viejo —susurró Aquila—. Tienes que visitar a Jeffrey Halsyon esta tarde.

¿N’est-ce pas? Y le darás esta moneda del reino cuando te pida material para dibujo.

¿Eh? ¡God damn! —Sacó el billetero del señor Derelict de su bolsillo, colocó el billete en el interior del mismo, y se lo devolvió. — Y he aquí por qué efectuarás esa visita: es porque has tenido una inspiración que te viene de le Diable Boiteux. Nolens volens, el diablo cojuelo te ha inspirado un plan para curar a Jeffrey Halsyon. ¡God damn! Le enseñarás muestras del maravilloso arte que hizo en el pasado para devolverle la razón. La memoria es la madre de todo. HimmelHerrGott. ¿Me oyes, muchachote? Tienes que hacer lo que te digo. Ve hoy mismo y burro el último que llegue.

El señor Aquila cogió el encendedor, encendió su cigarrillo y apagó la llama. Al hacerlo, dijo:

—¡No, por lo más sagrado! Jeffrey Halsyon es un artista demasiado grande para languidecer in durance vile. Tiene que ser devuelto al mundo. Tiene que serme devuelto. É sempre l’ora. No puedo quedar contrariado. ¿Me oyes, Jimmy? ¡Ni hablar de eso!

—Quizá haya alguna esperanza, señor Aquila — dijo el señor Derelict—. Mientras estaba usted hablando, se me ocurrió algo… una forma en que devolver la cordura a Jeff. Voy a intentarlo esta misma tarde.

Mientras dibujaba el rostro del Lejano Maligno sobre el retrato de George Washington de un billete, Jeffrey Halsyon dictaba su autobiografía a nadie en particular:

—Como  Cellini  —recitaba—,  dibujo  y  literatura  simultáneamente.  Mano  a  mano, aunque todo arte es único, santos hermanos del barbitúrico, familiares y queridos en el nembutal. Muy bien. Comienzo. Nací. Estoy muerto. El nene quiere un dólar. No…

Se alzó del suelo acolchado y tuvo un arrebato de cólera de pared acolchada a pared acolchada, contemplando el enojo como una ira de púrpura oscura que iba hasta el pálido color lavanda de la recriminación gracias a la magia de sus pinceladas, su claroscuro, por la astuta combinación de aceite, pigmento, luz y el genio robado de Jeffrey Halsyon, que le había sido arrancado por el Lejano Maligno cuyo repugnante rostro…

—Comienzo de nuevo —murmuró—. Oscurecemos el fondo. Empezamos la preparación de la base… —se puso de nuevo en cuclillas sobre el suelo, tomó la pluma de ave cuya punta habían considerado inofensiva y que le dejaban utilizar para dibujar, la mojó en la tinta china que se había comprobado no era venenosa, y se atareó en la monstruosa cara del Lejano Maligno que estaba reemplazando al primer presidente en el dólar.

—Nací —dictó al espacio mientras su hábil mano creaba belleza y horror en el billete de banco—. Tuve paz. Tuve esperanza. Tuve arte. Tuve paz. Mamá. Papá. ¿Podéis darme un vaso de agua? ¡Oooo! Hay un gran espantapájaros maligno que me mira mal; y ahora el nene tiene miedo. ¡Mamá! El nene quiere hacer bellos cuadros en el bonito papel para mamá y para papá. Mira, mamá, el nene está haciendo un retrato del gran espantapájaros maligno que me miraba, una mirada oscura con sus negaos ojos como estanques de infierno, como frías hogueras de terror, como lejanos malignos de lejanos terrores… ¿Quién es?

Se descorrió el pestillo de la puerta de la celda. Halsyon saltó a un rincón y se cubrió con los brazos, desnudo y gimoteante, mientras se abría la puerta para que entrase el Lejano Maligno. Pero era sólo el hombre de la medicina con su chaqueta blanca y un desconocido de traje negro, sombrero hongo negro, y que llevaba una cartera negra con las iniciales J.D., una mezcla de góticas bastardillas con risibles aires a Goudy y Baskerville.

—¿Y bien, Jeffrey? —preguntó campechanamente el hombre de la medicina.

—¿Un dólar? —gimió Halsyon—. El nene quiere un dólar.

—¿Qué pasó con el último, Jeffrey? No lo has acabado aún, ¿no?

Halsyon se sentó sobre el billete para ocultarlo, pero el médico era demasiado rápido para él. Lo tomó y lo examinó conjuntamente con el desconocido.

—Tan maravilloso como los demás —suspiró Derelict—. ¡Aún más! Qué maravilloso talento se está malgastando…

Halsyon comenzó a llorar.

—¡El nene quiere un dólar! —berreó.

El desconocido sacó su billetera, cogió un billete de dólar y se lo entregó a Halsyon. Tan pronto como éste lo tocó, lo oyó cantar,  y  trató  de  cantar  con  él,  pero  estaba cantándole algo que desconocía, por lo que no le quedó más remedio que escuchar.

Era un dólar maravilloso: sin arrugas pero no demasiado nuevo, con una superficie ligeramente mate que recibiría la tinta como si fueran besos. George Washington parecía ceñudo  pero  resignado,  como  si  ya  estuviera  acostumbrado  al  tratamiento  que  le esperaba. Y quizá fuera así, pues era mucho más viejo en aquel dólar. Mucho más que en cualquier otro pues el número de serie de éste era 5.271.009, lo que le hacía mis de cinco millones de años viejo, y el más viejo que antes había tenido era un 2.000.000.

Mientras Halsyon se acurrucaba contento en el suelo y mojaba la pluma en la tinta, como le indicaba el dólar, oyó al hombre de la medicina que decía:

—No creo que deba dejarle solo con él, señor Derelict.

—Debemos estar solos, doctor. Jeff siempre fue muy tímido acerca de su trabajo. Sólo podía discutirlo conmigo en privado.

—¿Cuánto tiempo necesitará?

—Déme una hora.

—Dudo mucho que sirva para algo.

—Pero no hará ningún daño el intentarlo, ¿no?

—Supongo que no. De  acuerdo,  señor  Derelict.  Llame  al  enfermero  cuando  haya terminado.

Se abrió la puerta, y luego se cerró. El desconocido llamado Derelict puso su mano sobre el hombro de Halsyon en una forma amistosa e íntima. Este lo miró y sonrió astutamente,  mientras  esperaba  el  sonido  del  cerrojo  en  la  puerta.  Llegó;  como  un disparo, como el clavo final de un ataúd.

—Jeff, he traído algo de tu obra anterior —dijo Derelict en una voz displicente—. Creí que te gustaría verla conmigo.

—¿Lleva usted un reloj? —le preguntó Halsyon.

Conteniendo un gesto de sorpresa ante el tono normal en que había hablado Halsyon, el marchante de arte sacó su reloj de bolsillo y lo mostró.

—Déjemelo un instante.

Derelict soltó el reloj de la cadena y se lo pasó. Halsyon lo tomó cuidadosamente y dijo:

—De acuerdo. Muéstreme esos cuadros.

—¡Jeff! —exclamó Derelict—. Eres tú de nuevo, ¿no? Así es como siempre…

—Treinta —interrumpió Halsyon—. Treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, UNO —se concentró en el móvil segundero con anhelante expectación.

—No, supongo que no —murmuró el marchante—. Sólo que me imaginé que… Oh, bien. —Abrió la cartera y comenzó a sacar dibujos.

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, DOS.

—Aquí hay una de las más antiguas, Jeff. ¿Te acuerdas cuando viniste a la galería con los  bocetos  y  creímos  que  eras  el  nuevo  encargado  de  la  limpieza  que  enviaba  la agencia? Tardaste meses en perdonarnos. Siempre dijiste que compramos tu primer cuadro sólo para excusarnos. ¿Aún sigues pensándolo?

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, TRES.

—Aquí está esa tempera que te dio tantos problemas. ¿Te gustaría volver a intentarlo? Realmente yo no pienso que la tempera sea tan poco flexible como tú dices y me gustaría que lo probaras de nuevo ahora que tu técnica ha madurado tanto. ¿Qué opinas?

—Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, CUATRO.

—Jeff, deja ese reloj.

—Diez, quince, veinte, veinticinco…

—¿Qué infiernos pretendes contándolos minutos?

—Bueno —dijo razonablemente Halsyon—. Aveces cierran la puerta y se marchan. Otras veces cierran y se quedan a espiar. Pero nunca espían más de tres minutos, así que estoy esperando cinco, para estar totalmente seguro. CINCO.

Halsyon encerró el reloj de bolsillo en su gran puño y golpeó con fuerza la mandíbula de Derelict. El marchante se desplomó sin un solo sonido. Halsyon lo arrastró hasta la pared, lo desnudó, se vistió con sus ropas, guardó las cosas en la cartera y la cerró. Tomó el billete de dólar y se lo metió en el bolsillo. Asió la botella de tinta china garantizada como no venenosa y se echó su contenido sobre el rostro.

Atragantándose y chillando, hizo que el enfermero llegara hasta la puerta.

—¡Déjenme salir! —gritó Halsyon con voz ahogada—. Ese maníaco quiso ahogarme. Me tiró tinta en la cara. ¡Quiero salir!

Abrieron la puerta, Halsyon pasó junto al enfermero, limpiándose cuidadosamente su rostro ennegrecido con una mano que aún lo ocultaba más. Cuando el enfermero iba a entrar a la celda, Halsyon dijo:

—No se ocupe, está bien. Búsqueme una toalla o algo. ¡Apresúrese!

El enfermero cerró de nuevo la puerta, dio la vuelta y corrió por el pasillo. Halsyon esperó hasta que desapareció en un cuarto de enseres, y entonces se giró a su vez y corrió  en  la  dirección  opuesta.  Pasó  por  las  pesadas  puertas  hasta  llegar  al  pasillo principal de aquel ala del edificio, limpiándose aún la cara, escupiendo aún con fingida indignación. Llegó al edificio principal. Ya estaba a medio camino y aún no habían sonado los timbres de alarma. Conocía bien esos timbres. Los probaban cada miércoles al mediodía.

Es como un juego, se dijo a sí mismo. Es divertido. No hay que tener miedo a esto. Es como ser de nuevo un niño y estar en seguridad, cuerdo, y divertido; y, cuando deje de jugar, iré a casa para que mamá me ponga la cena y papá me lea los comics y seré de nuevo un niño, por siempre jamás un niño.

Seguía sin sonar la alarma cuando llegó a la planta baja. Se quejó de la indignidad a que había sido sometido a la recepcionista. Protestó de la poca protección a los visitantes mientras imitaba la firma de James Derelict en el libro de visitantes y su mano, sucia de tinta, dejó tan manchada la página que no descubrieron la falsificación. El guardián tocó el botón que abría la puerta al exterior. Halsyon la atravesó para salir a la calle y, cuando comenzaba a alejarse, escuchó el sonar de los timbres con un estrépito que lo aterrorizó.

Corrió. Se detuvo. Trató de caminar. No podía. Corrió a saltos calle abajo hasta que oyó gritar a los guardianes. Giró apresuradamente una esquina y otra, corrió por calles interminables, oyó coches tras él, sirenas, campanas, gritos, órdenes. Era una horrible serie de fuegos artificiales. Buscando desesperadamente un lugar en que ocultarse, Halsyon entró apresuradamente en el vestíbulo de una casa desierta.

Comenzó a subir las escaleras. Las subió de tres en tres, luego de dos en dos, y al final cansinamente, escalón a escalón, al ir fallándole las fuerzas y paralizarlo el pánico. Se tambaleó en un descansillo y cayó contra una puerta. La puerta se abrió. El Lejano Maligno estaba en el interior, sonriendo, y frotándose las manos.

—Glückliche Reise —dijo—. En punto. ¡God damn! Entra, viejo. Te esperaba. No seas tan tímido…

Halsyon chilló.

—¡No, no, no! Nada de Sturm und Drang, belleza —el señor Aquila puso una mano sobre la boca de Halsyon, tiró de él y lo arrastró puerta adentro, cerrándola tras de sí.

—Presto-chango —rió—. Desaparece Jeffrey Halsyon del mundo de los vivos. Dieu vous garde.

Halsyon apartó la mano, chilló de nuevo y luchó histéricamente, mordiendo y dando patadas. El señor Aquila cloqueó, tanteó en el interior de su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Tomó uno expertamente y lo partió bajo la nariz de Halsyon. Inmediatamente el artista dejó de luchar y permitió ser llevado hasta el sofá, en el que Aquila le limpió la tinta del rostro y las manos.

—Mejor, ¿no? —el señor Aquila rió—. No crea hábito. ¡God damn! Ahora nos iría bien un trago.

Lleno  un  vaso  con  un  jarro,  le  añadió  un  pequeño  cubo  de  hielo  púrpura  de  un humeante recipiente y colocó la poción en la mano de Halsyon. Llevado por el gesto de Aquila, el artista la bebió. Hizo que su cerebro zumbase. Miró a su alrededor, jadeando. Estaba en lo que parecía ser la lujosa sala de espera de un médico de Park Avenue. Muebles estilo Reina Ana, alfombra de Axminster. Dos Hogarths y un Copley con marco dorado en las paredes. Eran genuinos, se fijó asombrado Halsyon. Luego, aún más asombrado, se dio cuenta de que estaba pensando coherentemente, con continuidad. Tenía la cabeza bastante despejada.

Se pasó una mano húmeda por la frente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz débil—. Ha sido como… como si hubiese pasado una fiebre. Pesadillas.

—Has estado enfermo —le replicó Aquila—. Seré brutal, viejo: esto es un regreso temporal  a  la  cordura.  No  es  ninguna  hazaña,  ¡God  damn!  Cualquier  doctor  podría lograrlo: niacina más dióxido de carbono. Id genus omne. Sólo es temporal. Debemos buscar algo más permanente.

—¿Qué lugar es éste?

—¿Esto? Mi oficina. El vestíbulo. Dentro está la sala de visitas. El laboratorio a la izquierda. In God we trust.

—Lo  conozco  —murmuró  Halsyon—.  Lo  conozco  de  alguna  parte.  Reconozco  su rostro.

—Oui. Me has dibujado y vuelto a dibujar en tu estado febril. Ecce homo Pero tienes ventaja sobre mí, Halsyon. ¿Dónde nos hemos visto? Yo no lo sé —Aquila extrajo un espéculo brillante, lo probó sobre su ojo izquierdo y lo enfocó al rostro de Halsyon.— Te he hecho una pregunta: ¿dónde nos hemos encontrado?

Hipnotizado por la luz, Halsyon contestó brumosamente:

—En el Baile de Bellas Artes… hace mucho… antes de la fiebre…

—¿Ah? Yes. Fue hace medio año. Estaba allí. Una noche desafortunada.

—No. Una noche maravillosa… alegre, divertida… como un baile escolar… como una fiesta fin de curso, pero con disfraces…

—¿Regresando de nuevo a la infancia? —murmuró el señor Aquila—. Tenemos que ocuparnos de eso. Cetera desuní, joven Lochinvar. Continúa.

—Estaba con Judy… aquella noche nos dimos cuenta de que estábamos enamorados. Supimos lo maravilloso que iba a ser nuestra vida. Y entonces pasó usted y me miró… sólo una mirada. Me miró. Fue horrible.

—¡Tsk! —el señor Aquila chasqueó la lengua vejado —. Ahora recuerdo el antedicho incidente. No estaba prevenido. Tuve malas noticias de casa. Una enfermedad eruptiva sobre mis dos mansiones.

—Usted pasó vestido de rojo y negro… satánico. No llevaba máscara. Me miró… una mirada roja y negra que jamás olvidaré. Una mirada de unos ojos negros como lagunas estigias, como frías llamas de terror. Y con esa mirada me lo robó todo… la alegría, la esperanza, el amor, la vida…

—¡No, no! —dijo secamente el señor Aquila—. Pongamos una cosa en claro: mi descuido fue la llave que abrió la puerta. Pero caíste en un abismo que tú mismo habías cavado. No obstante, mi vieja cerveza de boliche, tenemos que alterar eso. —Quitó el espéculo y agitó su dedo frente a Halsyon.— Tenemos que devolverte a la tierra de los vivos. Auxilium ab alto. Cristo. Para eso he preparado esta entrevista. Lo que he hecho, lo he de deshacer, ¿eh? Pero tú debes salir de tu propio abismo. Has de desfacer ese entuerto. Entra.

Tomó a Halsyon por el brazo y lo llevó a lo largo de un pasillo recubierto de madera, atravesando una cuidada oficina para entrar en un laboratorio de un blanco impoluto. Todo él era azulejos y cristal con estanterías para las botellas de productos químicos, filtros de porcelana, un horno eléctrico, botellones de ácidos, botes de materias primas. En  el  centro  de  la  estancia  había  una  pequeña  elevación  redonda,  una  especie  de estrado. El señor Aquila colocó un taburete sobre el mismo, hizo sentarse a Halsyon encima, se enfundó en una bata blanca de laboratorio y comenzó a montar aparatos.

—Tú —parloteaba—, eres un artista de lo extremado. No te voy a dorer la pilule. Cuando Jimmy Derelict me dijo que no estabas ya trabajando… ¡God damm! Le dije: tenemos que sacarlo de su chifladura. Solón Aquila debe poseer muchos cuadros de Jeffrey Halsyon. Lo curaremos. Hoc age. — ¿Es usted doctor? —preguntó Halsyon. —No. Digamos que soy un brujo. Hablando correctamente, un brujo patólogo. De los mejores. No nostrums. Estrictamente magia moderna. La magia negra y la magia blanca están ya passé, ¿n’est-ce pas? Cubro todo el espectro, especializándome en la banda de los quince mil angstroms.

—¿Es usted un médico brujo? ¡No puede ser!

—Oh, sí.

—¿En este lugar?

—¿A-já? A tí también te he engañado, ¿no? Este es nuestro, camouflage. Muchos laboratorios modernos que uno creería, se dedican a los dentífricos se ocupan en realidad de la magia. Pero también somos científicos. ¡Parbleu! Los brujos estamos al día. Las pócimas mágicas cumplen ahora con las normas farmacológicas. Los animales familiares son cien por cien estériles. Escobas desinfectadas. Conjuros envueltos en celofán. El padre Satanás con guantes de goma. Gracias sean dadas a Lord Lister… ¿o es Pasteur?

¡Mi ídolo! El brujo patólogo reunió materias primas, consultó las efemérides, hizo algunos cálculos en una computadora electrónica y continuó charlando:

—Fugit hora —dijo Aquila—. Tu problema, mi viejo, es que has perdido la cordura.

¿Oui? La has perdido en una maldita huida de la realidad y una maldita búsqueda de la paz ocasionadas por una mirada descuidada que te lancé. ¡Hélas! Te pido excusas. Répondez s’il vous plait. —Hizo un círculo alrededor de Halsyon, situado sobre el estrado, con lo que parecía ser una red de tenis en miniatura.— Pero tu problema es éste: buscas la paz en tu infancia. Y deberías estar luchando por conseguir la paz de la madurez,

¿n’est-ce pas? Cristo.

Aquila dibujó círculos y pentágonos con un brillante compás y una regla, pesó unos polvos en una balanza de laboratorio, vertió varios líquidos en crisoles con probetas graduadas y continuó:

—Muchos brujos hacen un buen negocio con pociones que aseguran provienen de la Fuente de la Eterna Juventud. Oh, sí. Hay mucha juventud y muchas fuentes; pero a ti no te sirven. No. La juventud no sirve a los artistas. Tenemos que purgarte de tu juventud y hacerte crecer, ¿nicht wahr?

—No —arguyó Halsyon—. No. La juventud es el arte. La juventud es el sueño. La juventud es la bendición.

—Para algunos sí; para muchos no. No para ti. Tú estás maldito, mi querido adolescente. Tenemos. que purgarte. Ansia de poder. Ansia de sexo. Coleccionar injusticias. Escapar de la realidad. Pasión por la venganza. Oh, sí, papá Freud es otro de mis ídolos. Limpiaremos toda tu casa a muy bajo precio.

—¿A qué precio?

—Lo verás cuando hayamos terminado.

El señor Aquila depositó líquidos y polvos alrededor del inerme artista en crisoles y platillos de Petri. Midió mechas y las cortó, las conectó del círculo a un reloj eléctrico que ajustó cuidadosamente. Fue a un estante que contenía botellas de suero, tomó una pequeña redoma de Woulff numerada 5-271-009, llenó con su contenido una jeringa y se lo inyectó meticulosamente a Halsyon.

—Comenzamos —dijo—, la purga de tus sueños. Voilá.

Puso en marcha el timer eléctrico y se ocultó tras una pantalla de plomo. Hubo un momento de silencio. Repentinamente comenzó a sonar a gran volumen una música negra que surgía de un altavoz oculto y una voz grabada inició un canto intolerable. En rápida sucesión los polvos y los líquidos alrededor de Halsyon ardieron. Estaba envuelto en música y fuego. El mundo comenzó a girar a su alrededor en rugiente confusión…

El Presidente de las Naciones Unidas se le acercó. Era alto y enjuto, vivaracho pero amargado. Estaba frotándose las manos desalentado.

—¡Halsyon! ¡Halsyon! —gritó—. ¿Dónde has estado, mi bollito de desayuno? ¡God damn! Hoc témpore. ¿Sabes lo que ha pasado?

—No —contestó Halsyon—. ¿Qué ha pasado?

—Después de que escapases del loquero, ¡bang! Bombas atómicas por todas partes. La guerra de las dos horas. Todo acabó. Hora fugit, old faithful La virilidad ya no existe.

—¡Qué!

—Las radiaciones, Halsyon, han destruido la virilidad del mundo. ¡God damn! Eres el único hombre capaz de engendrar hijos. No cabe duda que se debe a una misteriosa mutación genética que te hace diferente. Cristo.

—No.

—Ouí. Tienes la responsabilidad de volver a poblar el mundo. Te hemos reservado una suite del Odeón. Tienes tres alcobas. Tres es mi número favorito. Un número primo.

—¡Perros calientes! —gritó Halsyon—. Ese es mi sueño de toda la vida.

Su  camino  al  Odeón  fue  triunfal.  Lo  cubrieron  de  flores,  le  dieron  serenatas,  lo vitorearon y jalearon. Mujeres en éxtasis se mostraban descocadamente ante él, suplicándole su atención. En la suite le sirvieron una comida de emperador. Un hombre alto y enjuto entró a continuación. Era vivaracho pero amargado. Llevaba una lista en la mano.

—Soy el Gran Alcahuete Mundial y estoy a tu servicio, Halsyon —dijo. Consultó su lista—. ¡God damn! Hay 5.271.009 vírgenes que solicitan tu atención. Todas garantizadas como hermosísimas. Ewig-Weibliche. Elige un número del uno al 5.000.000.

—Empezaremos con una pelirroja —dijo Halsyon.

Le trajeron una pelirroja. Era delgada y aniñada, con senos pequeños y firmes. La siguiente era más llenita, con un trémolo trasero. La quinta era olímpica, con senos como peras africanas. La décima era una voluptuosa Rembrandt. La vigésima era flaca pero fuerte y nerviosa. La trigésima era delgada y aniñada, con senos pequeños y firmes.

—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Halsyon.

—No —dijo ella.

La siguiente era más llenita con un trémolo trasero.

—Tu cuerpo me resulta familiar —le dijo Halsyon.

—No —le respondió ella.

La quincuagésima era olímpica, con senos como perasafricanas.

—¿No…? —dijo Halsyon.

—Nunca —contestó ella.

El Gran Alcahuete Mundial entró con el afrodisíaco matutino de Halsyon.

—Nunca pruebo esa basura —dijo Halsyon.

—¡God damn! —exclamó el Alcahuete—. Eres un verdadero gigante. Un elefante. No me extraña que seas el bienamado Adán. Tant soit peu. No me extraña que todas lloren de amor por ti.

Se bebió él mismo el afrodisíaco.

—¿No se ha dado cuenta de que todas están comenzando a parecerse? —se quejó

Halsyon.

—¡Ni hablar! Todas son diferentes. ¡Parbleu! Eso es un insulto a mi cargo.

—Oh, son diferentes una de otra, pero los tipos se repiten.

—¿Ah? Así es la vida, mi viejo. Toda la vida es cíclica. ¿Acaso tú como artista no lo habías notado?

—No creí que se aplicase también al amor.

—A todas las cosas. Wahrheit und Dichtung.

—¿Qué ha dicho acerca de que lloran?

—Oui. Todas lloran.

—¿Por qué?

—Por éxtasis de amor por ti. ¡God damn!

Halsyon pensó en la sucesión de aniñadas, tremolas, olímpicas, rembrandtdescas, flacas pero fuertes y nerviosas, pelirrojas, rubias, morenas, blancas, negras y achocolatadas.

—No me había dado cuenta —dijo.

—Obsérvalo hoy, padre del mundo. ¿Comenzamos?

Era cierto. Halsyon no se había dado cuenta. Todas lloraban. Se sintió halagado pero deprimido.

—¿Por qué no ríen un poco? —preguntó. No querían o no podían.

En  la  azotea  del  Odeón,  en  donde  realizaba  su  ejercicio  de  las  tardes,  Halsyon interrogó a su entrenador, un hombre alto y enjuto, con ademanes vivarachos pero amargados.

—¿Ah? —dijo el entrenador—. ¡God damn! No sé, viejo escocés con soda. Quizá sea porque es una experiencia traumática para ellas.

—¿Traumática? —resopló Halsyon—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que les hago?

—¡A-já! ¿Bromeas? Todo el mundo sabe qué les haces.

—No, quiero decir que… ¿cómo puede ser eso traumático? Todas luchan por conseguirme, ¿no? ¿Acaso no soy como pensaban?

—Es un misterio. Tripotage. Ahora, amado padre del mundo, practicaremos las flexiones. ¿Dispuesto? Comienza.

Abajo, en el restaurante  del  Odeón,  Halsyon  interrogó  al  maítre,  un  alto  y  enjuto hombre con rostro vivaracho pero amargado.

—Somos hombres de mundo, Halsyon. Suo jure. Seguramente debes comprenderlo. Esas mujeres te aman y no pueden esperar más que una noche de pasión. ¡God damn! Naturalmente, se sienten contrariadas.

—¿Qué es lo que quieren?

—Lo que toda mujer quiere, mi viejo portal al oeste. Una relación permanente. El matrimonio.

—¡El matrimonio!

—Ouí.

—¿Todas?

—Ouí.

—De acuerdo, me casaré con las 5.271.009. Pero el Gran Alcahuete Mundial objetó:

—No, no, no, joven Lochinvar. ¡God damn! Es imposible. Aparte de las dificultades religiosas, hay otras humanas. ¿Quién podría ocuparse de un tal harén?

—Entonces me casaré con una sola.

—No, no, no. Pensez a moi. ¿Cómo ibas a hacer la elección? ¿Cómo podrías seleccionarla? ¿Mediante una lotería, sacando pajitas, arrojando una moneda?

—Ya he escogido a una.

—¿Ah? ¿Quiénes?

—Mi chica —dijo lentamente Halsyon—. Judith Field.

—Aja. ¿Tu novia?

—Sí.

—Está muy abajo en la lista de los cinco millones.

—Siempre está la primera en mi lista. Quiero a Judith. —Halsyon suspiró.— Recuerdo el aspecto que tenía en el baile de Bellas Artes… Había una luna llena…

—Pero no habrá luna llena hasta el veintiséis.

—Quiero a Judith.

—Las otras la despedazarán por celos. No, no, no, señor Halsyon, debemos seguir con el plan establecido. Una noche para cada una, no más para ninguna.

—Quiero a Judith… o de lo contrario…

—Tendrá que ser discutido en el Consejo. ¡God damn!

Fue discutido en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por una docena de delegados, todos altos, enjutos, vivarachos, pero amargados. Fue decidido que se permitiese a Jeffrey Halsyon efectuar una boda en secreto.

—Pero nada de lazos domésticos —le avisó el Gran Alcahuete Mundial—. Nada de ser fiel a su esposa. Eso debe quedar bien entendido. No podemos dejarte aparte de nuestro programa. Eres indispensable.

Trajeron a la afortunada Judith Field al Odeón. Era una muchacha alta y morena con cabello rizado, muy corto, y encantadoras piernas de tenista. Halsyon la cogió de la mano. El Gran Alcahuete Mundial salió de puntillas.

—Hola, cariño —murmuró Halsyon.

Judith lo miró con repugnancia. Sus ojos estaban húmedos, su rostro enrojecido por el llanto.

—Hola, cariño—repitió Halsyon.

—Si me tocas, Jeff — dije Judith con voz estrangulada—, te mataré.

—¡Judy!

—Ese hombre repugnante me lo explicó todo. No pareció comprender cuando traté de explicarle… que recé porque hubieras muerto antes de que me tocase el turno.

—Pero quiero casarme, Judy.

—Antes preferiría morir que casarme contigo.

—No te creo. Hemos estado enamorados durante…

—Por Dios, Jeff, el amor se acabó para ti. ¿No comprendes? Esas mujeres lloran porque te odian. Y yo también. El mundo siente repugnancia por ti. Das náuseas.

Halsyon miró a la muchacha y vio la verdad en su rostro. En un arrebato de ira trató de cogerla. Ella luchó furiosamente. Fueron de un lado a otro de la gran sala de estar de la suite, derribando muebles, jadeantes, mientras crecía su furia. Halsyon golpeó a Judith Field con su enorme puño para terminar de una vez la lucha. Ella trastabilló hacia atrás, se asió de una cortina, rompió el cristal de una ventana y cayó a la calle, desde una altura de catorce pisos, girando como una muñeca rota.

Halsyon miró hacia abajo horrorizado. Una multitud se agolpó alrededor del cuerpo aplastado. Se alzaron rostros. Se agitaron puños. Comenzó a sonar un griterío ominoso. El Gran Alcahuete Mundial entró corriendo a la suite.

—¡Mi viejo! ¡Desgraciado! —gritó—. ¿Qué has hecho? Per conto. Es la chispa que prenderá su salvajismo. Estás en grave peligro. ¡God damn!

—¿Es cierto que todos me odian?

—Helas, entonces, ¿has descubierto la verdad? Esa chica indiscreta. Y eso que se lo advertí. Oui. Te odian.

—Pero usted dijo que me amaban. El nuevo Adán, padre del nuevo mundo.

—Oui. Eres el padre, pero ¿qué niño no odia a su padre? Y también eres un violador legalizado. ¿Qué mujer no odia verse obligada a hacer el amor con un hombre… aunque sea necesario para la supervivencia? Ven de prisa, mi escocés en las rocas. Passim. Estás en un gran peligro.

Arrastró a Halsyon hasta el ascensor de la parte trasera del edificio y descendieron al sótano del Odeón.

—El ejército te sacará de aquí. Te llevaremos a Turquía inmediatamente, y trataremos de llegar a un acuerdo.

Halsyon fue transferido a la custodia de un alto, enjuto y amargado coronel del ejército que lo llevó a toda prisa por pasadizos subterráneos hasta una calle lateral, en donde esperaba un coche del Estado Mayor. El coronel metió a Halsyon» en su interior, de un empujón.

—Alea jacta est —le dijo al conductor—. A toda leche, cabo. Hemos de proteger al old faithful. Al aeropuerto. ¡Alors!

—¡God damn, señor! —replicó el cabo. Hizo un saludo y puso en marcha el coche. Mientras giraban por las calles a una velocidad de vértigo, Halsyon lo miró. Era alto, enjuto, vivaracho pero amargado.

—Kulturkampf der Menschheit —murmuró el cabo—, ¡Cristo!

Una   enorme   barricada   había   sido   erigida,   cerrando   la   calle,   con   elementos improvisados tales como botes de basura, muebles, coches volcados, luces de tráfico. El cabo se vio obligado a frenar en seco. Mientras trataba de dar un giro en «U», apareció una multitud de mujeres surgiendo de las puertas de los edificios, de las tiendas, de los sótanos. Todas gritaban. Algunas blandían porras improvisadas.

—¡Excelsior! —gritó el cabo—. ¡God damn!

Trató  de  sacar  la  pistola  de  reglamento  de  la  funda.  Las  mujeres  abrieron violentamente las puertas del coche y sacaron a tirones a Halsyon y al cabo. Halsyon logró zafarse, peleó con la salvaje multitud que le lanzaba golpes, corrió hasta una acera, tropezó y cayó con un alarido de terror a través de una abierta rampa para carbón. Cayó hacia abajo llegando a un espacio negro sin límites. Le giraba la cabeza. Un torrente de estrellas fluía ante sus ojos…

Y flotaba solo en el espacio, un mártir, incomprendido, una víctima de la cruel injusticia. Aún seguía encadenado a lo que antes fue la pared de la Celda 5, Bloque 27, Piso 100, Ala 9 de la Penitenciaría de Calixto, hasta que aquella inesperada explosión gamma había hecho pedazos la enorme fortaleza-prisión, tan grande que aún era mayor que el Cháteau d’If, borrándola del mapa. Se dio cuenta de que aquella explosión había sido ocasionada por los grssh.

Todo lo que poseía eran sus ropas de convicto, un casco, un cilindro de O2, su terrible furia ante la injusticia que habían cometido con él y el conocimiento del secreto con el que los grssh podían ser derrotados antes de que llevasen a cabo su demoníaco intento de dominación solar.

Los grssh, horribles merodeadores llegados de Omicron Ceti, degenerados espaciales, imperialistas estelares, de sangre fría, con forma de escarabajo, cuyo alimento era los horrores psicóticos que engendraban en el hombre a través de un control mental, estaban conquistando rápidamente la galaxia. Eran irresistibles, poseían la capacidad de la simulkinesis: la habilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo.

Un punto de luz se movía lentamente por la bóveda del espacio, como un meteorito. Era una nave de rescate, comprendió Halsyon, que exploraba el espacio en busca de sobrevivientes de la explosión. Se preguntó si la luz de Júpiter, que lo inundaba con una irradiación rojo óxido, lo haría visible al equipo de rescate. Se preguntó si quería que lo rescatasen.

—Será lo mismo de nuevo —gimió Halsyon—. Acusado falsamente por el robot de Balorsen… condenado falsamente por el padre de Judith… repudiado por la misma Judith… encarcelado de nuevo… y finalmente destruido por los grssh cuando asalten los últimos reductos de la Tierra. ¿Por qué no morir ya?

Pero mientras hablaba, se daba cuenta de que mentía. Era el único hombre que tenía el secreto que podía salvar a la Tierra y a la galaxia entera. Debía sobrevivir. Tenía que luchar.

Con una voluntad indomable, Halsyon luchó por ponerse en pie, peleándose con las cadenas que lo constreñían. Con la dureza de acero que había desarrollado como trabajador forzado en las minas de los grssh, agitó los brazos y gritó. El punto de luz no alteró su trayectoria, que lentamente le apartaba de él. Entonces vio cómo el eslabón metálico de una de sus cadenas hacía saltar brillantes chispas de la roca de pedernal. Se decidió a hacer un intento desesperado para lograr señalar su presencia a la nave de rescate.

Desconectó el plastitubo que iba desde el tanque de Oí a su plasticasco y permitió que un chorro del vital oxígeno brotara al espacio. Con manos temblorosas, recogió la cadena que le sujetaba la pierna y la golpeó contra la roca bajo el oxígeno. Brilló una chispa. El oxígeno se incendió. Un brillante geiser de llamas blancas ardió casi media milla en el espacio.

Economizando el último oxígeno de su plasticasco, Halsyon hizo girar lentamente el cilindro,  trazando  un  arco  de  llama,  una  y  otra  vez,  en  un  desesperado  intento  de conseguir ser rescatado. La atmósfera de su plasticasco se fue haciendo acre y enrarecida. Le rugían los oídos. Se le nublaba la vista. Al fin perdió el sentido.

Cuando  recobró  el  conocimiento  estaba  en  el  plasticatre  del  camarote  de  una astronave. El zumbido de alta frecuencia le dijo que estaban volando a una velocidad superior a la de la luz. Abrió los ojos. Balorsen se alzaba junto al plasticatre, y el robot de Balorsen, y el Juez Supremo Field, y su hija Judith. Judith estaba llorando. El robot llevaba puestos unos plasti-grilletes magnéticos y se estremecía mientras el general Balorsen lo fustigaba una y otra vez con un plastilátigo nuclear.

—¡Parbleu! ¡God damn! —chirriaba el robot—. Es cierto que falseé las pruebas para que condenaran a Jeff Halsyon. ¡Ouch! Flux de bouche. Yo fui el espaciopirata que espacio-asaltó el espaciocarguero. ¡God damn! ¡Ouch! El espaciobarman del Saloon de los Espacionautas fue mi cómplice. Cuando Jackson destrozó el espaciotaxi yo fui al espaciogaraje y lancé una descarga de rayos X contra el sónico antes de que Tantial asesinase a O’Leary. Aux armes. Cristo. ¡Ouch!

—Ahí tienes la confesión que necesitas, Halsyon — gruñe el general Balorsen. Era alto, enjuto, amargado—. Por Dios. Ars est celare artem. Eres inocente.

—Te condené falsamente, viejo amigo —asintió el Juez Field. Era alto, enjuto y amargado—. ¿Podrás perdonar a este maldito estúpido? Te presentamos nuestras excusas.

—Te causamos un perjuicio, Jeff —susurró Judith —. ¿Podrás perdonarnos alguna vez? Di que nos perdonarás.

—Lamentan la forma en que me trataron —graznó Halsyon—. Pero es únicamente debido a las misteriosas características genéticas mutantes que hacen que sea diferente y me convierten en el único hombre que conoce el secreto que puede salvar a la galaxia de los grssh.

—No, no, no, viejo gintonic —suplicó el general Balorsen—. ¡God damn! No seas rencoroso. Sálvanos de los grssh.

—Sálvanos, faute de mieux, sálvanos, Jeff — intervino el Juez Field.

—Oh, por favor, Jeff, por favor —susurró Judith—. Los grssh están en todas partes y se acercan más. Te vamos a llevar a la ONU. Tienes que decirle al Consejo de Seguridad cómo detener a los grssh, para que no estén en dos lugares al mismo tiempo.

La astronave salió del hiperespacio y aterrizó en Governor’s Island, en donde una delegación de dignatarios mundiales acudió a recibir a la nave y se apresuró a llevar a Halsyon a la sala de la Asamblea General de la ONU. Atravesaron extrañas calles redondeadas en las que se veían extraños edificios redondeados que habían sido alterados cuando se había descubierto que los grssh siempre aparecían en las esquinas. Ya no quedaba ni un ángulo en la Tierra.

La Asamblea General estaba repleta cuando entró Halsyon. Centenares de altos, enjutos y amargados diplomáticos le aplaudieron mientras caminaba hacia el estrado, aún vestido con sus plastiropas de convicto. Halsyon miró a su alrededor con resentimiento.

—Sí  —gruñó—,  todos  aplauden.  Todos  me  adoran  ahora;  pero,  ¿dónde  estaban cuando se me tendió la trampa, se me condenó y se me encarceló… a pesar de ser inocente? ¿Dónde estaban entonces?

—Halsyon, perdónanos. ¡God damn! —gritaron.

—No os perdonaré. Pasé diecisiete años de sufrimientos en las minas grssh. Ahora les toca a ustedes sufrir.

—¡Por favor, Halsyon!

—¿Dónde  están  sus  expertos?  ¿Sus  profesores?  ¿Sus  especialistas?  A  ver  si resuelven el misterio de los grssh.

—No pueden, viejo whisky con soda. Entre nous, no tienen ni idea. Sálvanos, Halsyon. Auf wiedersehen.

Judith lo cogió del brazo.

—No lo hagas por mí, Jeff —susurró—. Sé que nunca me perdonarás la injusticia que cometí contigo. Pero hazlo por todas las otras chicas de la Galaxia, que aman y son amadas.

—Yo aún te amo, Judy.

—Yo siempre te he amado, Jeff.

—Okay. No quería decírselos, pero tú me has convencido —Halsyon alzó la mano pidiendo atención. En el subsiguiente silencio, habló en voz baja.— El secreto es éste, caballeros. Sus calculadores han reunido datos suficientes para hallar la debilidad secreta de los grssh. No han sido capaces de hallar ninguna. Consecuentemente, ustedes han supuesto que los grssh no tienen debilidades secretas. Esa es una suposición falsa.

La Asamblea General contuvo la respiración.

—Aquí está el secreto: deberían haber supuesto que había algo que funcionaba mal en los calculadores.

—¡God damn! —gritó la Asamblea General—. ¿Por qué no pensamos en eso? ¡God damn!

—¡Y yo sé cuál es el error! Hubo un silencio mortal.

La puerta de la Asamblea General de abrió de golpe. El Profesor Silenciomortal, alto, enjuto, amargado, entró cojeando:

—¡Eureka! —gritó—. Lo he encontrado. ¡God damn! Había un error en las máquinas pensantes. El tres va después del dos, y no antes.

La Asamblea General lanzó vivas. El profesor Silenciomortal fue alzado en alto y manteado alegremente. Se abrieron botellas. Se brindó a su salud. Le colgaron varias medallas. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Hey! —gritó Halsyon—. Ese es mi secreto. Yo soy el hombre que, a causa de una misteriosa mutación genética…

El teletipo comenzó a teclear: ATENCIÓN. ATENCIÓN. SI-LENCIOKOV DE MOSCÚ INFORMA HAY DEFECTO EN CALCULADORAS. 3 VA TRAS 2 Y NO ANTES, REPITO: DESPUÉS (SUBRAYADO) NO ANTES.

Entró un cartero corriendo:

—Una carta urgente del Doctor Silenciovital de la Caltech. Dice que hay algo erróneo en las máquinas pensantes. El tres va después del dos, y no antes.

Un repartidor de telegramas entregó un telegrama: MAQUINAS PENSANTES EQUIVOCADAS STOP DOS VA ANTES TRES STOP NO DESPUÉS STOP VON SILENCIOSOÑADOR, HEIDELBERG.

Lanzaron una botella por una ventana. Se rompió en el suelo, dejando al descubierto un papel en el que estaba garabateado: ¿Penzaron aljuna ves que er numero 3 ba dezpues 2 en lugar de hantes? Avajo los grises. Señor Silenciosilencio.

Halsyon agarró por las solapas al Juez Field.

—¿Qué infiernos pasa? —exclamó—. Creí que era el único hombre del mundo que conocía ese secreto.

—¡HimmelHerrGott! —replicó impaciente el Juez Field—. Todos sois iguales. Soñáis que sois el único hombre con un secreto, el único hombre al que se le ha hecho una injusticia, el único hombre al que se le ha engañado, el único hombre con una muchacha, el único hombre con o sin cualquier cosa. ¡God damn! Vosotros, los soñadores únicos me molestáis. Desaparece.

El Juez Field lo empujó con el hombro. El general Balorsen lo tiró hacia atrás. Judith Field lo ignoró. El robot de Balorsen le hizo la zancadilla, derribándolo a un rincón en el que un grssh, que también estaba en un rincón de Neptuno, apareció, hizo algo inmencionable a Halsyon y desapareció con él, que cayó aullando, estremeciéndose y sollozando en un horror que era un delicioso manjar para el grssh pero una plastipesadilla para Halsyon… De la que le despertó su madre diciéndole:

—Esto te enseñará a no prepararte bocadillos de mantequilla de cacahuete a mitad de la noche, Jeffrey.

—¿Mamá?

—Sí. Es ya hora de levantarse, cariño. Llegarás tarde ala escuela.

Salió de la habitación. Miró a su alrededor. Se miró a sí mismo. Era verdad. ¡Verdad! La maravillosa realidad lo inundó. Su sueño se había cumplido. De nuevo tenía diez años de edad, volvía a poseer su cuerpo de niño, vivía en la casa de su infancia, la vida que había transcurrido en la década de los treinta. Y en su mente tenía los conocimientos, la experiencia, la sofisticación de un hombre de treinta y tres.

—¡Qué alegría! —gritó—. Será mi triunfo. ¡Mi triunfo! Sería un genio en la escuela. Asombraría a sus padres, anonadaría a sus maestros, confundiría a los expertos. Ganaría becas.  Acabaría  con  el  problema  de  aquel  chico  Rennahan  que  acostumbraba  a molestarlo de continuo. Alquilaría una máquina de escribir y escribiría todas las obras de teatro,  relatos  y  novelas  de  éxito  que  recordaba.  Aprovecharía  aquella  oportunidad perdida que tuvo con Judy Field tras el monumento de Isham Park. Robaría inventos y descubrimientos. Iniciaría nuevas industrias, haría apuestas, jugaría a la bolsa. Dominaría el mundo para cuando volviese a tener su verdadera edad.

Se vistió con dificultad. Había olvidado dónde tenía la ropa. Desayunó con dificultad. No era el momento de explicarle a su madre que había adquirido el hábito de iniciar el día con café irlandés. Echaba a faltar su cigarrillo matutino. No tenía idea de dónde estaban sus libros escolares. Su madre tuvo problemas para acabar de arreglarlo.

—Jeff tiene uno de esos días —la oyó murmurar—. Espero que no le pase nada malo. El día comenzó con Rennahan tendiéndole una trampa en la entrada de la escuela.

Halsyon lo recordaba como un enorme muchacho con rostro malévolo. Le asombró descubrir que Rennahan era delgado y con problemas, y obviamente éstos le impulsaban a mostrarse continuamente agresivo.

—Mira, no es que sientas hostilidad hacia mí — exclamó Halsyon—. Lo que ocurre es que eres un chico con problemas, que estás tratando de probarte a ti mismo.

Rennahan le largó un puñetazo.

—Mira, muchacho —le dijo amablemente Halsyon —. Lo que realmente sucede es que quieres ser amigo de todo el mundo, Pero pasa que te sientes inseguro. Por eso te ves impulsado a pelear.

Rennahan permanecía sordo a su análisis. Golpeó con más fuerza a Halsyon. Le dolió.

—Oh, déjame tranquilo —dijo Halsyon—. Ve a probar lo que vales con cualquier otro. Rennahan, con dos rápidos movimientos, tiró al suelo los libros que Halsyon llevaba

bajo el brazo y le abrió la bragueta. No le quedaba otra solución que pelear. Veinte años de  contemplar  películas  del  futuro  Joe  Louis  no  le  sirvieron  de  nada.  Recibió  una soberana  paliza.  Además,  llegó  tarde  a  clase.  Pero  ahora  tenía  la  oportunidad  de asombrar a sus maestros.

—Lo que sucede es —le explicó a la señorita Ralph del quinto curso—, que tuve un encuentro con un neurótico. Puedo soportar su golpe de izquierda, pero lo que no trago son sus compulsiones.

La señorita Ralph le abofeteó y lo envió al director con una nota, informando sobre su desacostumbrada insolencia.

—Lo único que hay desacostumbrado en esta escuela —le dijo Halsyon al señor Snider—, es que no se conozca el psicoanálisis. ¿Cómo pueden pretender ser unos pedagogos competentes si no…?

—¡Sucio muchachito! —le interrumpió irritado el señor Snider. Era alto, enjuto y amargado—. Así que has estado leyendo libros verdes, ¿eh?

—¿Qué infiernos tiene de malo el leer a Freud?

—Y además usando un lenguaje vulgar, ¿eh? Necesitas una buena lección, sucio animalillo.

Fue devuelto a casa con una nota que requería una inmediata entrevista con sus padres acerca de la necesidad de que Jeffrey Halsyon fuera sacado de la escuela pues se trataba de un degenerado que necesitaba con desesperación una corrección y una orientación vocacional.

En lugar de ir a casa fue a un quiosco a mirar acontecimientos sobre los que poder apostar. Los titulares estaban repletos de noticias acerca de las carreras. Pero, ¿quién infiernos ganó finalmente el campeonato? ¿Y la serie mundial? Le resultaba totalmente imposible  recordarlo.  ¿Y  el  mercado  de  valores?  Tampoco  podía  recordar  nada  del mismo. Nunca se había sentido muy interesado en tales asuntos cuando era niño. No tenía nada en la memoria que pudiera aprovechar.

Trató de entrar en la biblioteca para llevar a cabo algunas comprobaciones. El bibliotecario, alto, enjuto y amargado, no quiso permitirle que entrase hasta que fuera la hora de visita de los niños, por la tarde. Vagabundeó por las calles. Dondequiera que vagabundease era expulsado por  enjutos y amargados adultos. Comenzaba a darse cuenta de que los niños de diez años tenían muy pocas oportunidades de asombrar al mundo.

A la hora de comer se encontró con Judy Field y la acompañó a casa desde la escuela. Se asombró ante sus huesudas rodillas y sus tirabuzones oscuros. Tampoco le gustaba cómo olía. Pero se sintió muy admirado al ver a su madre, que era la misma imagen de la Judy que recordaba. Se propasó con la señora Field e hizo una o dos cosas que la dejaron muy confusa. Lo echó de su casa y luego telefoneó a su madre, con la voz temblorosa por la indignación.

Halsyon fue hacia el río Hudson y se quedó por el muelle de los transbordadores hasta que lo echaron. Fue a una tienda de artículos de oficina para enterarse acerca de los alquileres de máquinas de escribir y lo sacaron a patadas. Buscó un lugar tranquilo en el que sentarse, pensar, planear, quizás iniciar el recuerdo de un relato de éxito. Pero no había ningún lugar tranquilo en el que dejasen entrar a un niño.

Entró sigilosamente en su casa a las cuatro y media, dejó caer sus libros en su habitación, pasó en silencio a la sala de estar, robó un cigarrillo y estaba a punto de salir cuando descubrió a su madre y a su padre, espiándolo. Su madre parecía anonadada. Su padre era enjuto y amargado.

—Oh —dijo Halsyon—, supongo que Snider telefoneó. Me había olvidado de eso.

—El señor Snider —dijo su madre.

—Y la señora Field —dijo su padre.

—Mirad —comenzó a decir Halsyon—, será mejor que aclaremos esto. ¿Me podéis escuchar durante unos minutos?

Tengo algo asombroso que contaros y un plan sobre lo que se puede hacer. Yo…

Dio un aullido. Su padre lo había agarrado por la oreja, y lo estaba llevando al recibidor. Los padres no escuchan unos minutos a sus hijos. No los escuchan ni un instante.

—Pa… un minuto… ¡por favor! Estoy tratando de explicarte. Realmente no tengo diez años de edad. Tengo treinta y tres. Ha habido una paradoja en el tiempo, ¿comprendes? Debido a una misteriosa mutación genética…

—¡Maldito seas! ¡Cállate! —gritó su padre.

El dolor que le producían sus enormes manos, la reprimida furia de su voz, silenciaron a Halsyon. Dejó que lo llevara fuera de la casa, recorriendo las cuatro manzanas hasta la escuela, y subiendo al piso hasta la oficina del señor Snider en la que éste estaba esperando, junto con el psicólogo escolar. Era un hombre alto, enjuto, amargado pero vivaracho.

—Ah, sí, sí —dijo—. Así que este es nuestro pequeño degenerado. Nuestro Scarface Al Capone, ¿eh? Vamos, lo llevaremos a la clínica y allí me dictará su joumal intime. Tengamos esperanzas. Nisi prius. No puede ser tan malo.

Tomó a Halsyon por el brazo. Halsyon se soltó y dijo:

—Escuche, usted es un hombre adulto e inteligente. Usted me escuchará. Mi padre tiene problemas emocionales que lo ciegan y no…

Su padre le dio una enorme palmada en la oreja, lo agarró por el brazo y lo puso de nuevo en manos del psicólogo. Halsyon estalló en lágrimas. El psicólogo lo sacó de la oficina, llevándolo a la pequeña enfermería de la escuela. Halsyon estaba histérico. Temblaba por la frustración y el terror.

—¿No me escuchará nadie? —sollozaba—. ¿No va a tratar nadie de comprender? ¿Es esto lo que le sucede a todos los niños? ¿Es por esto por lo que han de pasar todos los chicos?

—Tranquilo, salchichita —le murmuró el psicólogo. Introdujo una píldora en la boca de Halsyon y le obligó a beber un trago de agua.

—Todos ustedes son horriblemente inhumanos — sollozó Halsyon—. Nos mantienen alejados de su mundo,  pero  continuamente  se  inmiscuyen  en  el  nuestro.  Si  no  nos respetan, ¿por qué al menos no nos dejan tranquilos?

—Comienzas a comprender, ¿eh? —dijo el psicólogo —. Los niños y los adultos somos dos especies distintas de animales. ¡God damn! Te hablaré francamente. Les absents ont toujours tort. No hay comprensión. Cristo. Sólo hay guerra. Por eso todos los niños al crecer odian su niñez y buscan venganza. Pero nunca hay venganza. Pan mutuel. ¿Cómo podría haberla? ¿Puede un gato insultar a un rey?

—Es… es horrible —murmuró Halsyon. La píldora estaba comenzando a hacerle efecto—. Todo el mundo ess horrrible. Lleno de conílictosss e insultosss que no pueden ser reeesuel-tosss… o vengadosss… esss como una brrroma que alguien nosss estuvierrra gassstando. Una brrroma sssin sssentido. ¿No?

Mientras caía en la oscuridad, pudo oír cómo el psicólogo se reía; pero, aunque en ello le hubiera ido la vida, no hubiera podido explicar de qué se estaba riendo…

Tomó su pala y siguió al payaso primero al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, amargado pero vivaracho.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Le digo que sí —contestó Halsyon—. Así que haga bien la fosa: el juez ha dictaminado en este caso, y ha dispuesto que tenga un entierro cristiano.

—¿Y cómo puede ser eso, a menos que se hubiera ahogado en defensa propia?

—Así han juzgado que fue.

Comenzaron a cavar la fosa. El payaso primero recapacitó sobre el asunto, y dijo:

—Debió ser se offendendo; no pudo haber sido de otra manera. Pues he aquí el asunto: si yo me ahogo voluntariamente, esto significa que ha habido una acción, y toda acción consta de tres partes: hacer, obrar y ejecutar; de donde se infiere que ella se ahogó voluntariamente.

—No, pero escúcheme, amigo sepulturero… — comenzó a decir Halsyon.

—Permíteme —interrumpió el payaso primero, y prosiguió con un tedioso discurso acerca  de  la  ley.  Luego  cambió  a  un  ánimo  más  alegre  y  contó  algunos  chistes profesionales. Al final Halsyon se marchó y fue hasta la Taberna de Yaughan a beber un trago. Cuando regresó, el payaso primero estaba intercambiando bromas con un par de caballeros que se habían acercado al cementerio. Uno de ellos estaba haciendo una escena con un cráneo.

Llegó el cortejo fúnebre: el ataúd, el hermano de la muchacha muerta, el rey y la reina, los sacerdotes y los nobles. La enterraron, y el hermano y uno de los caballeros comenzaron a pelearse sobre su tumba. Halsyon no prestó atención. Había una linda muchacha en la procesión, morena, con cabello rizado muy corto y hermosas y largas piernas. Le hizo un guiño. Ella se lo devolvió. Halsyon se le acercó, hablándole con los ojos, y ella le contestó significativamente, en la misma forma.

Luego tomó su pala y siguió al payaso primero al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, con expresión amargada pero de talante vivaracho.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Le digo que sí —contestó Halsyon—. Así que haga bien la fosa: el juez ha dictaminado en este caso, y ha dispuesto que tenga un entierro cristiano.

—¿Y cómo puede ser eso, a menos que se hubiera ahogado en defensa propia?

—¿No me preguntó eso ya antes? —interrogó Halsyon.

—Silencio, old faithful. Contesta a la pregunta.

—Juraría que esto ya ha sucedido antes.

—¡God damn! ¿Vas a contestar? Cristo.

—Así han juzgado que fue.

Comenzaron a cavar la fosa. El payaso primero recapacitó sobre el asunto y comenzó un tedioso discurso acerca de la ley. Luego cambió a un ánimo más alegre y contó algunos chistes profesionales. Al final Halsyon se marchó y fue hasta la Taberna de Yaughan a beber un trago. Cuando regresó había un par de desconocidos junto a la fosa, y entonces llegó el cortejo fúnebre.

Había una linda muchacha en la procesión, morena, con cabello rizado muy corto y hermosas y largas piernas. Le hizo un guiño. Ella se lo devolvió. Halsyon se le acercó, hablándole con la vista, y ella respondiéndole de la misma manera.

—¿Cuál es su nombre? —susurró.

—Judith —respondió ella.

—Llevo su nombre tatuado, Judith.

—Bromea, señor.

—Puedo probarlo, madam. Le mostraré dónde me lo tatuaron.

—¿Y dónde fue eso?

—En la Taberna de Yaughan. Lo hizo un marinero llegado en el Golden Hind. ¿Querrá verlo esta noche?

Antes  de  que  pudiera  contestarle,  tomó  su  pala  y  siguió  al  payaso  primero  al cementerio. El payaso primero era un hombre alto, enjuto, con una expresión amargada pero de talante vivaracho.

—¡Por el amor de Dios! —se quejó Halsyon—. Podría jurar que esto ya ha sucedido antes.

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación? —preguntó el payaso primero.

—Sé que esto ya ha ocurrido.

—¡Contesta la pregunta!

—Escuche —dijo testarudamente Halsyon—. Quizás estoy loco, quizá no. Pero tengo la terrible sensación de que todo esto ya ha sucedido. Parece irreal. La vida parece irreal.

El payaso primero sacudió la cabeza.

—HimmelHerrGott —murmuró—. Es tal como me temía. Lux et ventas. Debido a una misteriosa mutación de tus genes, que te hace diferente, estás bailando sobre la cuerda floja. ¡Ewigkeit! Contesta a la pregunta.

—Ya la he contestado en una ocasión, la he contestado cien veces.

—Mi  viejo  jamón  con  huevos  —estalló  el  payaso  primero—,  la  has  contestado

5.271.009. ¡God damn! Contéstala de nuevo.

—¿Por qué?

—Porque debes hacerlo. Pot au feu. Es la vicia que debemos vivir.

—¿Le llama a esto vida? ¿Hacer las mismas cosas una y otra vez? ¿Decir las mismas cosas? Guiñando a las chicas, sin lograr pasar a mayores.

—No, no, no, mi Donner und Blitzen. No preguntes. Es una conspiración con la que no nos atrevemos a enfrentarnos. Es la vida que todo hombre vive. Cada hombre hace lo mismo una y otra vez. No hay escapatoria.

—¿Por qué no hay escapatoria?

—No me atrevo a hablar; no me atrevo. Vox populi. Otros han hecho preguntas y han desaparecido. Es una conspiración. Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De nuestros amos.

—¿Cómo? ¿Somos propiedad de alguien?

—Sí. ¡Ach, ja! Todos nosotros, joven mutante. No hay realidad. No hay vida, ni libertad, ni libre albedrío. ¡God damn! ¿No te das cuenta? Somos… todos somos personajes de un libro. A medida que el libro es leído, bailamos al son que nos tocan. Cuando el libro es leído de nuevo, bailamos de nuevo. E pluribus unum… ¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación?

—¿Qué es lo que está diciendo? —gritó horrorizado Halsyon—. ¿Que somos marionetas?

—Contesta a la pregunta.

—Si no hay libertad, no hay libre albedrío, ¿cómo podemos estar hablando así?

—Porque el que está leyendo nuestro libro está soñando despierto, mi querido capital de Dakota. ídem est. Contesta a la pregunta.

—No lo haré. Voy a rebelarme. No bailaré más para nuestros amos. Encontraré una vida mejor… Encontraré la realidad.

—¡No, no! ¡Es una locura, Jeffrey! ¡Cul-de-sac!

—Lo único que necesitamos es un líder valeroso. El resto seguirá. ¡Acabaremos con la conspiración que nos tiene encadenados!

—No se puede hacer. Ve con cuidado. Contesta a la pregunta.

Halsyon contestó a la pregunta tomando su pala y dando con ella al payaso primero en la cabeza, aunque éste no pareció darse cuenta, pues preguntó:

—¿Va a ser enterrada en tierra sagrada para que así pueda alcanzar su propia salvación?

—¡Revolución! —gritó Halsyon, golpeando de nuevo. El payaso comenzó a cantar. Aparecieron los dos caballeros.

Uno dijo:

—¿Acaso este individuo no tiene conciencia profesional, ya que se pone a cantar mientras cava la tumba?

—¡Revolución! ¡Seguidme! —gritó Halsyon, y dio un golpe de pala a la melancólica cabeza del caballero. Este no le prestó atención. Charlaba con su amigo y con el payaso primero. Halsyon giró como un derviche, dando golpes a todos lados con su pala. El caballero tomó un cráneo  y  filosofó  acerca  de  alguna  persona  o  personas  llamadas Yorick.

Apareció el cortejo fúnebre. Halsyon lo atacó, girando y dando vueltas, una y otra vez, con el lento frenesí de un hombre que sueña.

—Deje de leer el libro —gritó—. Déjeme salir de las páginas. ¿Puede oírme? ¡Deje de leer el libro! Prefiero vivir en un mundo que yo haya hecho. ¡Déjeme ir!

Se oyó un tremendo trueno, como si las hojas de un gigantesco libro se hubieran cerrado de golpe. En un instante Halsyon se vio lanzado al tercer compartimiento del séptimo círculo del Infierno en el decimocuarto canto de la Divina Comedia, en el que los que han pecado contra el arte son atormentados por llamaradas de fuego que caen eternamente sobre ellos. Allí aulló hasta que hubo divertido lo bastante. Y sólo entonces se le permitió pensar en un texto propio… y formó un nuevo mundo, un mundo romántico, un mundo que era uno de sus más caros sueños…

Era el último hombre de la Tierra.

Era el último hombre de la Tierra y aullaba.

Las  colinas,  los  valles,  las  montañas  y  los  arroyos  eran  suyos,  sólo  suyos,  y  no obstante aullaba.

Tenía cinco millones doscientas setenta y una mil nueve casas en las que cobijarse, 5.271.009 camas en las que dormir. Las tiendas estaban a su disposición para que las forzase y entrase en ellas. Todas las joyas del mundo eran suyas; y los juguetes, las herramientas, los juegos, los bienes, los lujos… todo ello pertenecía al último hombre de la Tierra, y éste aullaba.

Dejó  la  señorial  mansión  campestre  de  Connecticut  que  había  tomado  como residencia; cruzó por Westchester, aullando; corrió hacia el sur por lo que en otro tiempo había  sido  la  Autopista  Hendrick  Hudson;  cruzó  el  puente  que  daba  a  Manhattan; aullando; corrió por la ciudad pasando junto a solitarios rascacielos, almacenes, palacios de diversiones, aullando. Aulló mientras bajaba por la Quinta Avenida, y en la esquina de la calle Quince se topó con un ser humano.

Estaba viva, y respiraba; era una hermosa mujer: alta y morena con un cabello rizado muy corto y hermosas piernas largas. Llevaba puesta una blusa blanca, unos pantalones de montar de piel de tigre y unas botas de cuero negro. Llevaba un rifle. De su cadera colgaba un revólver. Estaba comiendo tomates estofados de una lata y se quedó mirando a Halsyon, incrédulamente. El corrió hasta ella.

—Creí que era el último ser humano de la Tierra — le dijo ella.

—Eres la última mujer —aulló Halsyon—. Yo soy el último hombre. ¿Eres dentista?

—No —le dijo ella—. Soy la hija del infortunado Profesor Field, cuyo bienintencionado pero desgraciado experimento de fisión nuclear ha borrado a la humanidad de la faz de la Tierra con la excepción de ti y de mí, que, sin duda, a causa de una misteriosa mutación genética que nos hace diferentes, somos los últimos miembros de la antigua civilización y los primeros de la nueva.

—¿No te enseñó tu padre algo de odontología.

—No —le contestó ella.

—Entonces, déjame tu revólver.

Ella lo sacó de la funda y se lo entregó, pero cuidando de tener el rifle a punto. Halsyon alzó el percutor.

—Lamento que no seas dentista —dijo.

—Soy una bella mujer con un C.I. de 141, lo que es mucho más importante para la propagación de una nueva y hermosa raza de hombres que hereden la buena y verde tierra — dijo ella.

—No, con este dolor de muelas no es lo más importante —aulló Halsyon. Se llevó el revólver a la sien y se saltó la tapa de los, sesos.

Se despertó con un terrible dolor de cabeza. Estaba yaciendo en el estrado, junto al taburete,  con  su  dolorida  sien  apretada  contra  el  frío  suelo.  El  señor  Aquila  había emergido de detrás de la pantalla de plomo y estaba poniendo en marcha un extractor de aire para limpiar la atmósfera.

—Bravo, mi hígado con cebolla —cloqueó—. La última la hiciste tú mismo, ¿eh? No necesitaste la ayuda de tu seguro servidor. Meglio tardi che mai. Pero te caíste y te diste un coscorrón antes de que pudiera sostenerte. ¡God damn!

Ayudó a Halsyon a ponerse en pie y lo llevó a la sala de consultas en donde lo sentó en un sofá forrado de terciopelo, dándole una copa de brandy.

—Garantizado sin drogas —dijo—, Noblesse oblige. Sólo contiene los mejores spiritus frumenti. Ahora discutiremos lo hemos hecho, ¿eh? Cristo.

Se sentó tras el escritorio, aún vivaracho, aún amargado, y contempló a  Halsyon amistosamente.

—El hombre vive según lo que decide, ¿n’est-ce pas? —comenzó a decir—. ¿Estamos de acuerdo? ¿Oui? Un hombre tiene unas cinco millones doscientas setenta y una mil nueve decisiones que tomar en el curso de su vida. ¡Peste! ¿Es un número primo? N’importe. ¿Estás de acuerdo?

Halsyon asintió.

—Así que, mi café con donuts, es la madurez de estas decisiones lo que indica si un hombre es un hombre o un niño. ¿Nicht wahr?  Malgré  nous.  Un  hombre  no  puede comenzar a tomar decisiones de adulto hasta que se ha purgado a sí mismo de los sueños de la infancia. ¡God damn! Esas fantasías. Deben desaparecer.

—No —dijo lentamente Halsyon—. Son los sueños lo que constituye mi arte… los sueños y fantasías, que transformo en líneas y colores…

—¡God damn! Sí. De acuerdo. ¡Maítre d’hôtel! Pero sueños de adulto, no de bebé. Sueños de bebé. ¡Fiu! Todos los hombres los tienen… ser el último hombre de la Tierra y poseerla… Ser el último hombre fértil de la Tierra y poseer a las mujeres… Regresar hacia atrás en el tiempo con la ventaja del conocimiento de un adulto y ganar en todo… Escapar a la realidad con el sueño de que la vida es una ficción… Escapar de la responsabilidad con una fantasía de heroica injusticia, de martirio con un final feliz… Y hay centenares más, igualmente populares, igualmente vacíos. Dios bendiga a papá Freud y a todos sus bufones. Da el finiquito a todas esas tonterías. Sic semper tyrannis.

¡Avaunt!

—Pero si todo el mundo tiene esos sueños, no pueden ser malos, ¿no es así?

—¡God damn! Todo el mundo, en el siglo XIV, tenía piojos, ¿acaso eso hacía que fueran una buena cosa? No, jovencito, tales sueños son para los niños. Demasiados adultos son aún niños. Sois vosotros, los artistas, los que debéis sacarlos de ellos, tal como yo he hecho contigo. Yo te he purgado a ti; ahora, tú púrgalos a ellos.

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque tengo fe en ti. Sic vos non vobis. No será fácil para ti. Un largo y duro y solitario camino.

—Supongo que debería sentirme agradecido — murmuró Halsyon—. Pero me siento…bien… vacío. Estafado.

—Oh, sí, ¡God damn! Si uno vive con una ¡Cristo! enorme úlcera el bastante tiempo, uno la echa a faltar cuando se la eliminan. Tú estabas escondido en una úlcera. Yo te he robado ese refugio. Ergo: te sientes estafado. ¡Espera! Aún te sentirás más estafado. Ya te dije que había un precio que pagar. Lo has pagado. Mira.

El señor Aquila alzó un espejo de mano. Halsyon lo miró, y lo miró y lo miró. Una cara de cincuenta años de edad le devolvió la mirada: arrugada, endurecida, sólida, decidida. Halsyon se puso en pie de un salto.

—Tranquilidad, tranquilidad —le aconsejó el señor Aquila—. Eso no es tan malo. Es muy bueno. Aún sigues teniendo treinta y tres años en edad física. No has perdido nada de tu vida… sólo toda tu juventud, ¿Qué es lo que has perdido? Un rostro hermoso con el que atraer a las jovencitas. ¿Es por eso por lo que estás enloquecido?

—¡Cristo! —gritó Halsyon.

—De acuerdo. Sigue tranquilo, muchachito. Ahí estás, purgado, desilusionado, descontento, asombrado, habiendo dado ya un paso por el duro camino que lleva a la madurez. ¿Preferirías que esto hubiera sucedido o no? Sí. Puedo hacerlo. Esto puede no haber sucedido nunca. Spurlos versenkt. Tan solo han pasado diez segundos desde que escapaste. Puedes volver a tener tu bonito rostro. Puedes volver a ser capturado. Puedes regresar a la segura úlcera de la matriz… ser un niño de nuevo. ¿Te gustaría eso?

—No puede hacerlo.

—Sauve qui peut, mi pico de pica. Puedo. No hay límite alguno para la banda de los 15.000 angstroms.

—¡Maldito sea! ¿Es usted Satanás? ¿Lucifer? Sólo el diablo puede tener esos poderes.

—O los ángeles, mi viejo.

—No parece un ángel. Se parece a Satanás.

—¿Ah? ¿Ja? Pero Satanás fue un ángel antes de caer. Tenía muchas amistades en lo alto. Seguramente debe haber un parecido de familia. ¡God damn! —el señor Aquila dejó de reír. Se inclinó sobre el escritorio y la vivacidad desapareció de su rostro. Sólo quedó la amargura—. ¿Debo decirte quién soy, pollito? ¿Debo explicarte por qué una sola mirada descuidada te hizo caer al abismo?

Halsyon asintió, incapaz de hablar.

—Soy un malvado, una oveja negra, un scapegrace, un tunante. Soy el hombre del saco. Sí. ¡God damn! Soy el hombre del saco.— Los ojos del señor Aquila se convirtieron en  rendijas.—  Para  tus  estándares  soy  un  gran  hombre  de  infinitos  poderes  y posibilidades. Tal como era el hombre del saco de Europa para el ingenuo nativo de Tahití. ¿Eh? Pues así soy yo mientras vengo a este retiro de las estrellas buscando un poco de diversión, algo de esperanza, una chispa de alegría con que iluminar los solitarios años de mi exilio…

Soy malo —dijo el señor Aquila con un tono de gélida desesperación—. Estoy podrido. No hay ningún lugar en mi patria en que puedan soportarme. Me pagan para que permanezca alejado. Y hay momentos de descuido en que mi enfermedad y mi desesperación llenan mis ojos y causan el terror en vuestras almas inocentes. Tal como ahora te causo terror. ¿No?

Halsyon asintió de nuevo.

—Déjate guiar por mí. Fue el niño que hay en Solón Aquila lo que lo destruyó y lo llevó a la enfermedad que destruyó su vida. Oui. Yo también sufro las fantasías infantiles, a las que no puedo escapar. No cometas el mismo error. Te lo suplico… — el señor Aquila miró a su reloj de pulsera y dio un salto. Su expresión volvió a ser vivaracha—. Cristo. Es tarde. Es ya hora de que tornes una decisión, viejo burbon con soda. ¿Cuál será? ¿Rostro viejo o rostro bonito? ¿La realidad de los sueños o el sueño de la realidad?

—¿Cuántas decisiones dijo que tenemos que tomar en nuestra vida?

—Cinco millones doscientas setenta y una mil nueve. Más o menos un millar. ¡God damn!

—Y ésta, ¿qué número es de las mías.

—¿Ah? Vérité sans peur. La dos millones seiscientas treinta y cinco mil quinientas cuatro… así, a ojo de buen cubero.

—Pero ésta es la más importante.

—Todas son igual de importantes —el señor Aquila se acercó a la puerta, colocó su mano sobre los botones de un aparato bastante complicado, y guiñó un ojo a Halsyon.

—Voilá tout —dijo—. Te toca a ti.

—Tomaré el camino duro —decidió Halsyon.

Alfred Bester: Su vida ya no es como antes. Cuento

NYC65945La chica que conducía el jeep era muy guapa y muy nórdica. Llevaba el pelo rubio recogido hacia atrás en una cola de caballo, pero lo tenía tan largo que parecía más bien la cola de una yegua. Llevaba sandalias, unos vaqueros gastados, y nada más. Estaba bellamente bronceada. Cuando hizo girar el jeep saliéndose de la Quinta Avenida y enfiló entre saltos las escaleras de la biblioteca, sus senos danzaban encantadoramente.

Aparcó frente a la entrada de la biblioteca, salió del coche, y estaba a punto de entrar cuando algo del otro lado de la calle atrajo su atención. Miró, vaciló, se miró luego los pantalones e hizo una mueca. Se quitó los pantalones y se los tiró a las palomas que perpetuamente pían y se arrullan en las escaleras de la biblioteca. Mientras éstas levantaron el vuelo asustadas, la chica bajó corriendo hasta la Quinta Avenida, cruzó y se detuvo ante el escaparate de una tienda. En él había un vestido de lana color ciruela. Tenía la cintura alta, falda muy larga, y no demasiados agujeros de polillas. El precio era setenta y nueve dólares y noventa centavos.

La chica vagó entre los viejos coches que estaban aparcados en la avenida hasta que dio con un guardabarros suelto. Rompió con él la puerta de cristal de la tienda, entró, esquivando cuidadosamente los fragmentos de cristal y buscó entre las polvorientas perchas.

Era una chica alta y no le resultaba fácil encontrar prendas de su talla. Por fin abandonó el traje de lana color ciruela y se quedó con un tartán oscuro, talla doce, de ciento veinte dólares, rebajado a noventa y nueve noventa. Localizó un talón de facturas y un lápiz, sopló el polvo y cuidadosamente escribió 99,90 dólares. Linda Nielsen.

Regresó a la biblioteca y cruzó la puerta principal, que había tardado una semana en abrir con una maza. Cortó a través del gran vestíbulo, sucio de los excrementos de las palomas que entraban allí libremente desde hacia cinco años. Mientras corría se cubría la cabeza con los brazos para protegerse el pelo de las cagaditas. Subió las escaleras- en el tercer piso entró en la Sala de Imprenta. Como siempre firmó en el registro: Fecha -20 de junio de 1981. Nombré -Linda Nielsen. Dirección Central Park Estanque de Modelos de Barcos. Negocio o Empresa Ultimo Hombre Sobre la Tierra.

Había tenido una larga discusión consigo misma sobre Negocio o Empresa la primera vez que entró en la biblioteca. Desde un punto de vista estricto, ella era la última mujer sobre la tierra, pero había pensado que si escribía eso parecería chauvinismo; y «Ultima Persona Sobre la Tierra» parecía estúpido, algo así como llamar pócima a una bebida.

Sacó carpetas de las estanterías y comenzó a ojearlas. Sabía exactamente lo que quería; algo cálido con tonos azules que se ajustase a un marco de 20X30 para su dormitorio. En una colección de Hiroshige, de incalculable valor, encontró un grabado con un hermoso paisaje. Rellenó una ficha la colocó cuidadosamente sobre la mesa del bibliotecario y se fue con el grabado.

Abajo, se detuvo en la sala principal de comunicación, se acercó a las estanterías posteriores y eligió dos gramáticas italianas y un diccionario italiano. Luego volvió al salón principal, salió hacia su jeep, y colocó los libros y el grabado en el asiento delantero junto a su acompañante, una maravillosa muñeca de porcelana de Dresde. Cogió una lista que decía:

Grabado Japonés

Italiano

Marco de 20X30

Sopa de Langosta

Limpiavajillas

Detergente

Limpiamuebles

Estropajo

Tachó los dos primeros artículos, colocó de nuevo la lista en la guantera, entró en el vehículo y bajó a saltos las escaleras de la biblioteca. Subió por la Quinta Avenida, esquivando los montones de escombros. Cuando pasaba ante las ruinas de la Catedral de San Patricio, en la calle Cincuenta apareció un hombre que pareció surgir de la nada.

Salió de entre los escombros y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó a cruzar la avenida frente a ella. Ella lanzó un grito, tocó la bocina, que no sonó, y frenó tan precipitadamente que el jeep derrapó y fue a dar contra los restos de un autobús número 3. El hombre lanzó un grito, dio un salto de tres metros y luego se quedó paralizado, mirándola.

—No sabe usted circular por la calle—gritó ella—. ¿Por qué no mira por dónde va? ¿Se cree usted que está solo en la ciudad?

El la miraba sin poder articular palabra. Era un hombre alto, de pelo tupido y rizado, barba pelirroja y piel curtida. Vestía ropa del ejército, pesadas botas de esquiador y llevaba una mochila y una manta a la espalda. Llevaba también un viejo fusil y los bolsillos llenos de cosas. Parecía un explorador.

—Dios mío—murmuró al fin con voz áspera—. Alguien al fin. Lo sabía. Siempre supe que encontraría a alguien. —Luego advirtió su hermoso y largo pelo, y bajó los ojos—. Pero una mujer—murmuró—. Esta condenada mala suerte mía…

—¿Qué eres tú, una especie de loco?—gritó ella—. ¿No sabes nada mejor que cruzar con el semáforo en rojo?

Él miró a su alrededor desconcertado.

—¿Qué semáforo?

—Bueno, está bien, no hay semáforos, pero podías mirar por dónde vas…

—Lo siento, señora. A decir verdad, no esperaba que hubiese tráfico.

—Pues es puro sentido común—gruñó ella, apartando el jeep del autobús.

—Hey, señora, espere un momento.

—¿Sí?

—Escuche, ¿Sabe usted algo de televisión? De electrónica, como dicen…

—¿Está intentado burlarse?

—No, hablo en serio. De veras.

Ella soltó un bufido e intentó continuar Quinta Avenida arriba, pero él no se apartaba para dejarla paso.

—Por favor, señora —insistió—. Tengo buenas razones para preguntarlo. ¿Sabe algo o no?

—No.

—¡Maldita sea! Señora, perdóneme, no pretendo ofenderla, pero dígame, ¿Ha encontrado a alguien más en esta ciudad?

—No hay nadie más que yo. Yo soy el último hombre sobre la Tierra.

—Qué curioso. Yo siempre pensé que lo era yo.

—Muy bien, pues soy la última mujer sobre la Tierra.

Él movió la cabeza, negando.

—Tiene que haber más gente; tiene que haberla. Es lógico. Al sur, quizás. Yo vengo de New Haven, y supuse que si me dirigía hacia donde el clima era más cálido, encontraría tipos a los que podría preguntarles algo.

—¿Preguntar qué?

—Bueno, una mujer no lo entendería. Y no es que pretenda ofender.

—Bueno, si quiere usted seguir hacia el sur va en dirección contraria.

—Esto es el sur, ¿No?—preguntó, señalando Quinta Avenida abajo.

—Sí, pero acabará en un callejón sin salida. Manhattan es una isla. Lo que tiene que hacer es ir hacia arriba y cruzar por el puente George Washington a Jersey.

—¿Hacia arriba? ¿Qué camino es ése?

—Tiene que ir por la Quinta Avenida arriba hasta Cathedral Parkwell, luego tiene que seguir hasta el West Side y luego por River Side arriba. No tiene pérdida.

Él la miró desesperado.

—¿Es usted forastero en la ciudad?

Él asintió. –

—Bueno, está bien—dijo ella—. Suba. Le llevaré.

Trasladó los libros y la muñeca de porcelana al asiento trasero y él se sentó a su lado. Mientras arrancaba, ella miró sus gastadas botas de esquiador.

—Ha caminado mucho, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué no conduce? Puede encontrar fácilmente un coche que funcione, y hay aceite y gasolina en abundancia.

—Yo no sé conducir—dijo él con tristeza—. Es la historia de mi vida.

Lanzó un suspiro, y esto hizo que la mochila chocase aparatosamente contra el hombro de ella. Ella le examinó con el rabillo del ojo. Tenía un vigoroso pecho, un torso largo y sólido y piernas fuertes. Tenía las manos grandes y fuertes, y en el cuello se abultaban los músculos. Quedó un momento pensativa y luego hizo un gesto de asentimiento y paró el jeep.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Se ha estropeado?

—¿Cómo te llamas?

—Mayo. Jim Mayo.

—Yo soy Linda Nielsen.

—Ya. Encantado de conocerla. ¿Qué le ha pasado al coche?

—Jim, quiero hacerte una proposición.

—¿Cómo? —la miró dubitativamente—. Escucharé con mucho gusto, señora… quiero decir, Linda. Pero he de decirte que tengo que hacer una cosa que me mantendrá ocupado durante mucho tiem… —su voz se perdió al huir de la intensa mirada ella.

—Jim, si tú haces algo por mí, yo haré algo por ti.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Bueno, yo me siento terriblemente sola, por las noches. Durante el día no es tan terrible (siempre hay montones de tareas que te mantienen ocupada), pero de noche es sencillamente horrible.

—Ya lo sé —murmuró él.

—Tengo que hacer algo para resolverlo.

—Pero, ¿Qué puedo hacer yo?—preguntó él, nervioso.

—¿Por qué no te quedas un tiempo en Nueva York? Si lo haces, te enseñaré a conducir y te buscaré un coche para que no tengas que seguir hacia el sur caminando.

—Vaya, es una buena idea. ¿Resulta difícil aprender a conducir?

—Podría enseñarte en un par de días.

—Yo no aprendo las cosas tan deprisa.

—Está bien, un par de semanas, pero piensa en el tiempo que ahorrarás a la larga.

—Sí—dijo—, parece una gran idea.—Luego apartó otra vez la mirada—. Pero, ¿Qué he de hacer yo por ti?

La emoción iluminó la cara de ella.

—Jim, quiero que me ayudes a trasladar un piano.

—¿Un piano? ¿Qué piano?

—Un piano de madera de rosal de Steinway, de la calle Cincuenta y Siete. Me muero de ganas de tenerlo en casa. El salón está pidiéndolo a gritos.

—Oh, ¿Quieres decir que estás amueblando?

—Sí pero además es que quiero tocar después de la cena. Uno no puede estar oyendo discos siempre. Lo tengo todo planeado, tengo libros que enseñan a tocar, libros que explican cómo hay que afinar un piano… He podido preverlo todo, pero no puedo trasladar el piano.

—Sí, pero… hay apartamentos en esta ciudad con piano —objetó él—. Debe de haber centenares, como mínimo. Entra en razón. ¿Por qué no vives en uno de ellos?

—¡Jamás! Me gusta mi casa. Me he pasado cinco años decorándola, y es maravillosa. Además está el problema del agua.

Él asintió.

—El agua es siempre una pesadilla. ¿Cómo te las arreglas?

—Vivo en la casa de Central Park donde guardaban los modelos de yates. Queda frente al estanque de los modelos de yates. Un sitio encantador, y lo tengo muy arreglado. Podríamos llevar allí el piano entre los dos, Jim. No sería difícil.

—Bueno, no sé, Lena.

—Linda.

—Perdóname. Linda. Yo…

—Pareces bastante fuerte. ¿Qué era lo que hacías antes?

—Era luchador profesional.

—¡Vaya! Sabía que eras fuerte.

—Bueno, pero ya no soy luchador. Entré a trabajar de camarero y luego me introduje en el negocio de los restaurantes. Abrí uno en New Haven. Se llamaba «The Body Slam», quizás hayas oído hablar de él.

—No, lo siento.

—Era muy famoso entre la gente del deporte. ¿Qué hacías tú antes?

—Era investigadora de BBDO.

—¿Qué es eso?

—Una agencia de publicidad —explicó ella con impaciencia—. Ya hablaremos de eso más tarde, si te quedas. Yo te enseñaré a conducir, y trasladaremos el piano y hay unas cuantos cosas más que yo… pero pueden esperar. Después podrás seguir hacia el sur.

—Bueno, Linda, no sé…

Ella cogió las manos de Mayo.

—Vamos, Jim, sé un deportista. Puedes quedarte conmigo. Soy una cocinera magnífica, y tengo una encantadora habitación para huéspedes…

—¿Para qué? Quiero decir, si pensabas que eras el último hombre sobre la tierra…

—Esa es una pregunta estúpida. Una casa como es debido tiene que tener una habitación de huéspedes. Te encantará mi casa, ya lo verás. He convertido los prados en granja y huerto, y se puede nadar en el estanque, y te conseguiremos un Jaguar nuevo… sé donde hay uno maravilloso.

—Creo que preferiría un Cadillac.

—Puedes elegir a tu gusto. Así que, ¿Qué me dices, Jim? ¿Cerramos el trato?

—De acuerdo, Linda—murmuró él a regañadientes—. Lo cerramos.

Era realmente una casa encantadora, con su tejado de pagoda de un color entre cobre gastado y verde grisáceo, paredes de piedra, y grandes ventanas. A la suave luz del sol de junio el estanque oval que había ante ella tenía un brillo azulado, y en él graznaban y chapoteaban afanosamente los patos. En las suaves laderas cubiertas de hierba que formaban un cuenco alrededor del estanque había bancales cultivados. La casa se orientaba al oeste, y tras ella se extendía Central Park como una gran finca sin cultivar.

Mayo contempló el estanque pensativo.

—Debería tener barcas.

—La casa estaba llena de ellas cuando me trasladé aquí —dijo Linda.

—Yo siempre quise tener un modelo de barco cuando era niño. Una vez, incluso… —Mayo se interrumpió.

Un ruido penetrante llegó hasta ellos procedente de un lugar indeterminado; era una serie irregular de pesados golpes que sonaban como piedras bajo el agua. Se detuvo tan bruscamente como había comenzado.

—¿Qué fue eso?—preguntó Mayo.

—No estoy segura—contestó Linda encogiéndose de hombros—. Creo que es la ciudad derrumbándose. De vez en cuando se ven caer los edificios. Uno se acostumbra.—Recuperó su entusiasmo—. Ahora vamos dentro. Quiero enseñarte una cosa.

Linda explotaba de orgullo mientras prodigaba detalles de decoración al desconcertado Mayo, impresionado por el salón victoriano, el dormitorio Imperio y la cocina estilo rústico con un hornillo de keroseno en perfecto estado. La habitación de huéspedes colonial, con cama endoselada, gruesa alfombra y lámparas Tole, le irritó.

—Es demasiado femenina, ¿No crees?

—Naturalmente. Soy una chica.

—Sí. Claro. Quiero decir… —Mayo miraba a su alrededor dubitativamente—. Bueno, un hombre está acostumbrado a cosas menos delicadas. No te enfades.

—No me enfado. Esa cama es bastante fuerte. Pero no lo olvides, Jim, no pongas los pies en el cobertor, retíralo de noche. Si tienes los zapatos sucios, quítatelos antes de entrar. Cogí esa alfombra del museo y no quiero que se estropee. ¿Tienes muda?

—Sólo lo que llevo puesto.

—Tendremos que elegir prendas nuevas mañana. Lo que llevas está tan astroso que no merece la pena lavarlo.

—Oye—dijo él desesperadamente—, creo que va a ser mejor que acampe en el parque.

—¿Por qué?

—Bueno, estoy más acostumbrado al aire libre que a las casas. Pero no te preocupes por eso, Linda. Estaré cerca por si me necesitas.

—¿Por qué habría de necesitarte?

—No tienes más que dar una voz.

—Tonterías—dijo Linda con firmeza—. Eres mi huésped y te quedarás aquí. Ahora lávate un poco; voy a hacer la cena. ¡Oh, maldita sea! Me olvidé de coger la sopa de langosta.

Linda obsequió a Mayo con una magnífica cena de artículos enlatados, servida en una excelente vajilla de porcelana Cornisetti y cubiertos de plata daneses. Era una típica comida de chica, y Mayo seguía teniendo hambre al terminar, pero era demasiado educado para decirlo. Estaba, además, demasiado exhausto para inventar una excusa y salir a buscar algo más sustancioso. Se tumbó en la cama, acordándose de quitarse los zapatos, pero olvidándose del cobertor.

A la mañana siguiente, le despertó un sonoro graznido y un repiqueteo de alas. Bajó de la cama y se acercó al ventanal justo a tiempo para ver a los patos desalojados del estanque por lo que parecía un globo rojo. Cuando se sacudió las brumas del sueño vio que era un gorro de baño. Se acercó al estanque, estirándose y bostezando. Linda gritó alegremente y nadó hacia él. Salió del estanque y el gorro de baño era todo lo que llevaba. Mayo retrocedió, apartándose del chapoteo y las salpicaduras.

—Buenos días—dijo Linda—.¿Has dormido bien?

—Buenos días—dijo Mayo—. No sé. La cama me produjo agujetas en la espalda. El agua debe de estar muy fría. Tienes carne de gallina.

—Qué va, está estupenda.—Se quitó el gorro y desplegó su pelo—. ¿Dónde está esa toalla? Ah, aquí está. Vamos, al agua Jim. Después te sentirás muy bien.

—No me gusta cuando está fría.

—No seas miedica.

Un estruendo atronador estremeció la tranquila mañana. Mayo alzó la vista hacia el cielo despejado con asombro.

—¿Qué demonios fue eso?—exclamó.

—Mira —dijo Linda.

—Parecía un avión supersónico.

—¡Allí! —gritó ella, señalando hacia el oeste—. ¿ves?

Uno de los rascacielos del West Side se desmoronaba majestuosamente, desplegando una lluvia de ladrillos y cascotes. Momentos después oyeron el estruendo del derrumbe.

— iQué espectáculo! —murmuró Mayo sobrecogido.

—Decadencia y caída de la ciudad imperial. Uno acaba acostumbrándose. Ahora date un chapuzón, Jim. Te traeré una toalla.

Linda entró corriendo en la casa. El se quitó los pantalones y los calcetines, pero seguía aún al borde del estaque, metiendo tímidamente un pie en el agua, cuando ella volvió con una inmensa toalla de baño.

—Está terriblemente fría, Linda —gimió.

—¿No te dabas duchas frías cuando eras luchador?

—Qué va, nunca. Siempre me duchaba con agua muy caliente.

—Jim, si te quedas ahí, nunca te bañarás. Estás empezando a temblar. ¿Es un tatuaje eso que tienes en la cintura?

—¿Qué? Oh, sí. Es una pitón, en cinco colores. Da toda la vuelta, ¿ves?—se giró orgulloso—. Me lo hice cuando estuve con el ejército en Saigón en el sesenta y cuatro. Es una pitón tipo oriental. Elegante, ¿Eh?

—¿No te dolió?

—La verdad es que no. Los hay que dicen que el tatuaje es una especie de tortura china. Pero es puro cuento. Más que nada es como un picor, como cosquillas.

—¿Fuiste soldado en el sesenta y cuatro?

—Sí, lo fui.

—¿Cuántos años tenías?

—Veinte.

—¿Entonces tienes treinta y siete ahora?

—Treinta y seis; voy a cumplir treinta y siete.

—Entonces has encanecido prematuramente.

—Supongo que sí.

Linda le contempló pensativa.

—Te advierto que si te das un chapuzón es mejor que no te mojes la cabeza.

Linda volvió corriendo a la casa. Mayo, avergonzado de sus vacilaciones, se tiró de pie al estanque. Allí se quedó de pie, con el agua hasta el pecho, salpicándose la cara y los hombros, hasta que regresó Linda. Traía un taburete unas tijeras y un peine.

—¿Verdad que está estupenda? —preguntó.

Linda se echó a reír.

—Bueno, sal. Voy a cortarte un poco el pelo.

Mayo salió del estanque. Se secó y se sentó obediente en el taburete.

—La barba también —insistió Linda—. Quiero ver qué aspecto tienes en realidad.

Le cortó la barba lo suficiente para que pudiera afeitársela inspeccionó, y asintió con satisfacción.

—Muy guapo.

—Oh, vamos —dijo Mayo, ruborizándose.

—En la cocina hay un cubo con agua caliente. Ve y aféitate. No te molestes en vestirte. Después del desayuno buscaremos ropa nueva, y luego… el Piano.

—No podría andar por la calle desnudo—dijo él, asombrado.

—No seas tonto. ¿Quién va a verte? Date prisa.

Bajaron hasta Abercrombie & Fitch entre Madison y la Calle Cuarenta y Cinco, Mayo recatadamente envuelto en su toalla. Linda le explicó que llevaba años siendo cliente y le enseñó el montón de facturas que había acumulado. Mayo las examinó con curiosidad mientras ella le tomaba medidas y le elegía ropa. Cuando ella regresó cargada de prendas, él estaba casi indignado.

—Jim he encontrado unos mocasines de alce magníficos, y un traje safari, y calcetines de lana, y camisas marineras, y…

—Oye—la interrumpió él—, ¿Sabes cuánto sube tu cuenta? Casi mil cuatrocientos dólares.

—¿De veras? Ponte primero los pantalones. No hace falta plancharlos y se secan enseguida.

—Pero tú estás loca, Linda. ¿Para qué demonios querías todas estas cosas que compraste?

—¿Te van bien los calcetines? ¿Qué cosas? Lo necesitaba todo.

—¿Sí? ¿Necesitabas, por ejemplo…? —repasó las facturas—. ¿Necesitabas, por ejemplo, estas gafas submarinas con lentes de plástico, de nueve noventa y cinco? ¿Para qué?

—Para poder limpiar el fondo de la piscina.

—¿Y qué me dices de esta cubertería de acero inoxidable para cuatro, de treinta y nueve cincuenta?

—Cuando tengo pereza y no me apetece calentar agua, puedo lavar los cubiertos de acero inoxidable en agua fría. —Se quedó contemplándole admirado—. Oh, Jim, mírate en un espejo. Tienes un aire de verdadero galán romántico, como ese cazador de caza mayor del relato de Hemingway.

Él volvió la cabeza, sin hacerle caso.

—No sé cómo vas a salir de ésta. Tienes que vigilar tus gastos, Linda. ¿No crees que es mejor que nos olvidemos de ese piano?

—Ni hablar—dijo ella, con firmeza—. No me importa lo que cueste. Un piano es una inversión para toda la vida, y merece la pena.

Linda estaba muy nerviosa y excitada mientras iban calle arriba hacia la sala de espectáculos Steinway. Tras una larga tarde de esfuerzos musculares con la ayuda de cuerdas y grúas, consiguieron llevar el piano hasta el salón de la casa de Linda. Mayo hizo una comprobación final para asegurarse de que estaba firmemente asentado, y luego se derrumbó exhausto.

—¡Ay, Dios mío!—masculló—. Habría sido más fácil seguir caminando hacia el sur.

—¡Jim! —Linda corrió hacia él y le dio un fervoroso abrazo—. Jim, eres un ángel. ¿Te encuentras bien?

—Estoy perfectamente—gruñó él—. Déjame, Linda. No puedo respirar.

—No sé cómo darte las gracias. Llevo siglos soñando con esto. No sé como voy a pagarte. Pídeme lo que quieras.

—Bueno—dijo él—, me cortaste el pelo…

—Hablo en serio.

—¿No vas a enseñarme a conducir?

—Desde luego. Lo más deprisa posible. Es lo menos que puedo hacer—Linda retrocedió hasta un sillón y se sentó los ojos fijos en el piano.

—No armes tanto escándalo por nada—dijo él, levantándose.

Se sentó ante el teclado, lanzó una sonrisa tímida por encima del hombro a Linda, y luego comenzó a teclear EZ Mnuet en G.

Linda se incorporó asombrada.

—¡Sabes tocar! —murmuró.

—Sí. De muchacho tocaba el piano.

—¿Sabes leer música?

—Sí, lo hacía.

—¿Podrías enseñarme?

—Supongo que sí; es bastante difícil. Mira, ésta es otra pieza que tuve que aprender.

Comenzó a mutilar El Murmullo de la Primavera. Con el piano desafinado y sus errores, sonaba con un tono espectral.

—Maravilloso —balbució Linda—. ¡Maravilloso!

Tenía los ojos clavados en su espalda y había en su rostro una expresión firme y decidida. Se levantó, se acercó lentamente a él, y apoyó las manos en sus hombros.

Él alzó los ojos hacia ella.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Nada —contestó ella—. Tú toca el piano. Yo prepararé la cena.

Pero tan preocupada se mostró durante el resto de la velada, que Mayo se puso nervioso. Se fue a la cama muy temprano.

Hasta las tres del día siguiente, no dieron con un coche que funcionase, y no fue un Cadillac sino un Chevrolet… no descapotable, porque a Mayo no le gustaba la idea de conducir a la intemperie en un descapotable. Salieron con él del garaje de la Décima Avenida y regresaron al East Side, donde Linda se sentía más a gusto. Confesó que las fronteras de su mundo iban de la Quinta Avenida a la Tercera y de la calle Cuarenta y Dos a la Ochenta y Seis. Fuera de estos límites, se sentía incómoda.

Cedió el volante a Mayo y le dejó bajar y subir por la Quinta y Madison, practicando arrancadas y paradas. El coche se le caló varias veces, chocó con montones de escombros, dio marcha atrás contra un escaparate que, afortunadamente, no tenía cristales.

Temblaba de nerviosismo.

—Es difícil de veras—se quejó.

—Sólo es cuestión de práctica —dijo ella, tranquilizándole—. No te preocupes. Te prometo que acabarás siendo un especialista aunque tardemos un mes.

—¡Un mes!

—Dijiste que eras lento para aprender, ¿No? No me eches la culpa a mí. Para aquí un momento.

Él detuvo el Chevrolet. Linda salió.

—Espérame.

—¿Qué pasa?

—Una sorpresa.

Linda entró corriendo en una tienda y salió al cabo de media hora con un vestido negro y fino, collar de perlas y zapatos de tacón alto. Llevaba el pelo recogido en una especie de corona. Mayo la contempló asombrado cuando entraba en el coche.

—¿Pero qué es esto?—preguntó.

—Parte de la sorpresa. Gira hacia el este en la calle Cincuenta y Dos.

Él puso en marcha laboriosamente el coche y se dirigió hacia el este.

—¿Por qué te has puesto de noche?

—Es un traje de cocktail.

—¿Para qué?

—Es la ropa adecuada para el lugar al que vamos. ¡Cuidado, Jim! —Linda desvió el volante esquivando un montón de escombros—. Voy a llevarte a un restaurante famoso.

—¿A comer?

—No, tonto, a tomar una copa. Eres mi huésped y tengo que distraerte. Es ahí a la izquierda. Mira a ver si hay sitio para aparcar.

El aparcó abominablemente. Cuando salían del coche, se detuvo y empezó a olisquear con curiosidad.

—¿Hueles eso?—preguntó.

—¿El qué?—dijo ella.

—Esa especie de olor dulce.

—Es mi perfume.

—No, es algo que está en el aire, algo dulzón… Conozco ese olor, pero no recuerdo exactamente qué es.

—No te preocupes. Entremos. —Le condujo al interior del restaurante—. Deberías llevar corbata —murmuró—, pero podremos arreglarnos también así.

A Mayo no le impresionó gran cosa la decoración del restaurante, pero le fascinaron los retratos de celebridades que había colgados en el bar. Pasó varios minutos absorto quemándose los dedos con cerillas, mientras contemplaba a Mel Allen, Red Barber, Casey Stenger, Frank Gifford y Rocky Marciano. Cuando por fin volvió Linda de la cocina con una vela encendida, se volvió hacia ella entusiasmado.

—¿Viste alguna vez aquí a alguno de estos ídolos de la televisión?

—Supongo que sí. ¿Qué te parece si tomamos una copa?

—Claro, cómo no. Pero quiero hablar más sobre estos actores de televisión.

La siguió hasta uno de los taburetes de la barra, sopló el polvo y la ayudó a sentarse con la mayor cortesía. Luego saltó al otro lado de la barra, sacó su pañuelo y limpió con él el mostrador con destreza profesional.

—Esta es mi especialidad—dijo con una mueca burlona. Asumió inmediatamente la actitud impersonalmente amistosa de los camareros—. Buenas noches, señora. Hermosa noche. ¿Qué desea?

—¡Ay, Dios mío, vaya día que he tenido hoy en el trabajo! Un martini seco con hielo. Que sea doble, por favor.

—Desde luego, señora. ¿Limón o aceituna?

—Cebolla.

—Gibson doble seco con hielo. Muy bien.—Mayo buscó tras la barra y sacó al fin whisky, ginebra, y varias botellas de soda sólo parcialmente evaporada por el cierre sellado.—Lo siento, pero creo que se han acabado los martinis, señora, ¿Qué prefiere en su lugar?

—Oh, eso me gusta. Whisky, por favor.

—Esta soda no tendrá gas —advirtió—, y no hay hielo.

—No importa.

Él enjuagó un vaso con soda y sirvió whisky en él.

—Gracias. Tome uno a mi cargo, camarero. ¿Cómo se llama ?

—Me llaman Jim, señora. No, gracias. Nunca bebo cuando trabajo.

—Entonces, deje su trabajo y pase aquí conmigo.

—Nunca bebo fuera de mi trabajo, señora.

—Puedes llamarme Linda.

—Gracias, señorita Linda.

—¿Hablas en serio cuando dices que nunca bebes, Jim?

—Bueno, Felices Días.

—Y Largas Noches.

—Eso me gusta, también. ¿Es tuyo?

—Bueno, no sé. Simple rutina de camarero. Especialmente con los hombres. No se ofenda.

—No me ofendo.

—¡Abejas! —exclamó Mayo.

Linda le miró desconcertada.

—¿Cómo abejas?

—Ese olor. Así es como huele en las colmenas.

—¡Oh! Yo no sé cómo huele en las colmenas—dijo ella con indiferencia—. Sírveme otro, por favor.

—Ahora mismo. Pero, dime a esas celebridades de la televisión, ¿Las viste realmente aquí, en persona?

—Claro. Felices Días, Jim.

—Debían venir aquí los sábados, ¿No?

—¿Por qué los sábados? —preguntó Linda.

—Día libre.

—Ah.

—¿A qué actores de la televisión viste?

—Todos los que puedas nombrar, los he visto yo—lanzó una carcajada—. Me recuerdas al chico de la puerta de al lado. Siempre tenia que decirle las celebridades a las que había visto. Un día le conté que había visto aquí a Jean Arthur y me dijo: «¿Con su caballo?»

Mayo no entendió el chiste, pero se sintió herido, sin embargo. En el momento en que Linda iba a aplacar su irritación, el bar empezó a temblar suavemente, y se inició al mismo tiempo un estruendo subterráneo. Venía de muy lejos, parecía aproximarse lentamente y luego se desvaneció. Cesó el temblor también. Mayo miró fijamente a Linda.

—¡Dios mío! ¿Crees que se va a derrumbar este edificio?

—No—dijo ella negando con un gesto—. Cuando se derrumban, lo hacen siempre con un bum. ¿Sabes a que se parecía ese sonido? Al del metro en la Avenida Lexington.

—¿El metro?

—Sí, el metro. El tren local.

—Qué disparate. ¿Cómo iba a estar funcionando el metro?

—Yo no dije que fuese. Dije que parecía. Deme otro, por favor.

—Necesitamos más soda. —Mayo exploró y reapareció con botellas y una gran lista de precios; estaba pálido—. Es mejor que te lo tomes con calma, Linda—dijo—. ¿Sabes cuánto cobran por una copa? Un dólar setenta y cinco. Mira.

—Al diablo el dinero. Vivamos un poco. Póngamelo doble, camarero. ¿Sabes lo que te digo, Jim? Si te quedases en la ciudad, podría enseñarte donde vivían todos tus héroes. Gracias. Felices Días. Podría enseñarte todas sus grabaciones y sus películas. ¿Qué te parece? Ídolos como… como Red… ¿Qué más?

—Barber.

—Red Barber, y Rocky Gifford, y Rock Casey y Rocky Ardilla Voladora.

—Estás burlándote de mí—dijo Mayo, ofendido de nuevo.

—¿Yo? ¿Burlándome?—dijo Linda con dignidad—. ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así? Sólo intentaba ser agradable. Sólo pretendía que lo pasases bien un rato. Mi madre me decía: «Linda no olvides nunca esto con un hombre; ponte lo que él quiera y di lo que le guste», eso me decía. ¿Te gusta este vestido?—preguntó.

—Me gusta, sí; me gusta mucho.

—¿Sabes cuanto pagué por él? Noventa y nueve cincuenta.

—¿Qué? ¿Cien dólares por una cosa como ésa? Por ese trapillo negro…

—No es ningún trapillo negro. Es un traje de cocktail negro básico. Y pagué veinte dólares por las perlas. De imitación —explicó—. Y sesenta por los zapatos. Y cuarenta por el perfume. Doscientos veinte dólares por complacerte. ¿Te sientes complacido?

—Claro.

—¿Quieres olerme?

—Ya lo hice.

—Camarero, póngame otro.

—Lo siento pero no puedo servirle más, señora.

—¿Por qué no?

—Ya ha bebido bastante.

—Aún no he bebido bastante—replicó Linda indignada—. ¡Qué modales son ésos!—Cogió la botella de whisky—. Vamos, tomemos unos tragos y hablemos de los ídolos de la televisión. Felices Días. Podría llevarte a ese sitio y enseñarte las grabaciones y las películas. ¿Qué te parece?

—Ya me los has preguntado.

—No me contestaste. Podría enseñarte también películas de cine. ¿Te gusta el cine? Yo lo odio, no puedo soportarlo. El cine me salvó la vida cuando la gran explosión.

—¿Cómo fue eso?

—Es un secreto, ¿Sabes? Que quede entre tú y yo. Si otra agencia se enterase…—Linda miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Mi agencia localizó aquel gran depósito de películas mudas. Películas perdidas, sabes. Nadie sabía que estaban allí. Podían ser una serie magnífica para la televisión. Así que me enviaron a aquella mina abandonada, a Jersey, para hacer un inventario.

—¿En una mina?

—Eso es. Felices Días.

—¿Por qué estaban en una mina?

—Eran películas viejas. Son inflamables, y además se podían pudrir. Había que almacenarlas como el vino. Por eso. Así que me llevé a dos de mis ayudantes para pasar un fin de semana allá abajo, comprobando.

—¿Estuvisteis en la mina un fin de semana entero?

—Sí. Tres ehieas. De viernes a lunes. Ese era el plan. Pensamos que resultaría divertido. Felices Días. Así que… ¿Dónde estaba? Ah, sí, pues cogimos luces, mantas, toda una excursión… Y nos pusimos a trabajar. Recuerdo exactamente el momento de la explosión. Estábamos en el tercer rollo de una película de la UFA, Gekronter Blumenorden en der Pegnitz. Teníamos el rollo uno, el dos, el cuatro, el cinco y el seis. Nos faltaba el tres. ¡Bang! Felices Días.

—Dios mío. ¿Y qué pasó entonces?

—Mis chicas se asustaron mucho. No pude mantenerlas allí. No volví a verlas. Pero yo sabía lo que había ocurrido. Lo sabía. Prolongué aquella excursión indefinidamente. Me quedé sin comida, pero no salí. Por fin, tuve que hacerlo, y ¿Para qué? ¿Por quién? —comenzó a gemir—. Nadie. No quedaba nadie. Nada—cogió una mano de Mayo—. ¿Por qué no te quedas?

—¿Quedarme? ¿Dónde?

—Aquí.

—Si no me voy.

—Quiero decir por una temporada. ¿Por qué no te quedas? ¿No te gusta mi casa? Y tenemos todo Nueva York como fuente de suministros. Y podemos plantar flores y verdura. Y criar vacas y gallinas. Ir a pescar. Conducir coches. Ir a museos. Galerías de arte. Espectáculos…

—Te las arreglas perfectamente. No me necesitas

—Sí te necesito. Te necesito.

—¿Para qué?

—Para que me des lecciones de piano.

Hubo una larga pausa.

—Estás borracha—dijo por fin él.

—»No herida caballero sino muerta».

Linda apoyó la cabeza en la barra, le miró quejumbrosa y luego erró los ojos. Mayo se dio cuenta enseguida de que se había desvanecido. Hizo un gesto de contrariedad, luego salió de detrás de la barra. Comprobó la cuenta y dejó quince dólares debajo de la botella de whisky.

La zarandeó. Ella se derrumbó en sus brazos. Se le deshizo el moño. Mayo apagó la vela, cogió a Linda, la llevó al coche. Luego, con angustiosa concentración, condujo en la oscuridad hasta el estanque. Tardó cuarenta minutos.

Metió a Linda en su dormitorio y la sentó en la cama, que decoraban muñecas artísticamente distribuidas. Ella se dio la vuelta inmediatamente y se acurrucó con una muñeca en brazos, acunándola. Mayo encendió una lámpara e intentó colocar a Linda estirada. Ella se encogió de nuevo, riendo entre dientes.

—Linda, tienes que quitarte el vestido.

—Mmmrnmm.

—No puedes dormir así, con él. Cuesta cien dólares.

—Noventa y nueve cincuenta.

—Vamos, querida.

—Mmmmmm.

Él hizo un gesto exasperado; luego la desvistió, cuidadosamente, colgó el vestido de cocktail negro básico y colocó los zapatos de sesenta dólares en un rincón. No pudo quitarle el collar de perlas (de imitación), así que la tumbó en la cama con él. Allí quedó tendida sobre las sábanas azul pálido, desnuda salvo el collar, como una odalisca nórdica.

—¿Retiraste mis muñecas?—murmuró.

—No. Están a tu lado.

—Muy bien. Nunca duermo sin ellas—extendió una mano y las acarició amorosamente—. Felices Días. Largas Noches.

—¡Mujeres! —masculló Mayo. Apagó la lámpara y salió, dando un portazo.

A la mañana siguiente, volvió a despertar a Mayo la algarabía de los patos desalojados. El globo rojo surcaba la superficie del estanque, brillando bajo la pálida claridad de junio. Mayo hubiera deseado que fuese un modelo de barco en vez de aquella chica que se emborrachaba en los bares. Salió y se tiró al agua lo más lejos posible de Linda. Estaba remojándose el pecho cuando algo atrapó su tobillo y le derribó. Se levantó con un grito, y vio ante sí la cara resplandeciente de Linda saliendo del agua.

—Buenos días —dijo ella riendo.

—Qué divertido —masculló él.

—Pareces de mal humor esta mañana.

Él lanzó un gruñido.

—Y no te lo reprocho. Hice algo horrible anoche. No te di de cenar. Quiero disculparme.

—No pensaba en la cena dijo él, con áspera dignidad.

—¿No? ¿Por qué estás enfadado entonces?

—No puedo soportar que las mujeres se emborrachen.

—¿Quién se emborrachó?

—Tú.

—No me emborraché—replicó ella indignada.

—¿No? ¿Y a quién tuve que desvestir y meter en la cama como a un niño?

—¿Quién estaba demasiado torpe para quitarme el collar de perlas? —replicó ella—. Se rompió, y dormí toda la noche encima de ellas. Estoy llena de cardenales. Mira. Aquí y aquí y…

—Linda—interrumpió él con dureza—, soy sólo un muchacho sencillo de New Haven. No estoy acostumbrado a niñas mimadas que se dedican a gastar dinero sin medida y a engalanarse y a emborracharse en las fiestas de sociedad.

—¿Y por qué te quedas aquí si no te gusta mi compañía?

—Me voy—dijo él.

Salió y empezó a secarse.

—Salgo hacia el sur esta mañana mismo.

—Que te diviertas caminando.

—Me voy sobre ruedas.

—¿Cómo? ¿En un patinete?

—En el Chevrolet.

—Jim, ¿No hablarás en serio?—salió del estanque, parecía alarmada—. Aún no sabes conducir.

—¿No? ¿Quién te trajo entonces a casa anoche borracha?

—Te meterás en un lío.

—Sabré resolverlo. Además, no puedo quedarme aquí eternamente. Tú eres una chica de sociedad. Lo único que te gusta es divertirte. Yo tengo proyectos serios. Tengo que ir al sur y encontrar gente que entienda de televisión.

—Jim, me has interpretado mal. Yo no soy nada de eso. Fíjate por ejemplo, cómo he arreglado mi casa. ¿Crees que podría haberlo hecho si anduviese siempre de fiesta en fiesta?

—Has hecho un buen trabajo, es verdad—admitió él.

—Por favor, no te vayas hoy. Aún no estás preparado.

—Ya, tú lo único que quieres es tenerme aquí para que te enseñe música.

—¿Quién ha dicho eso?

—Tú. Anoche.

Linda frunció el ceño, se quitó el gorro, cogió la toalla y empezó a secarse.

—Jim—dijo al fin—, seré honrada contigo. Si, quiero que te quedes un tiempo. No voy a negarlo. Pero no me gustaría que te quedases aquí para siempre. Después de todo, ¿Qué tenemos tú y yo en común?

—Tú eres una chica de ciudad, una niña de sociedad —masculló él.

—No, no, nada de eso. Lo que pasa es que tú eres un hombre y yo una mujer, y no tenemos nada que ofrecernos. Somos distintos. Tenemos gustos e intereses distintos. ¿De acuerdo?

—Completamente.

—Pero tú aún no estás preparado para irte. Te diré lo que vamos a hacer: dedicaremos toda la mañana a practicar con el coche, y luego nos divertiremos un poco. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Ir de compras? ¿Comprar más ropa? ¿Visitar el Museo Moderno? ¿Ir de merienda al campo?

A Mayo se le iluminó la cara.

—Oye, ¿Sabes una cosa? Nunca en mi vida fui de merienda al campo. Estuve una vez de camarero en una romería, pero no es lo mismo, no es como cuando eres niño.

Ella pareció encantada.

—Entonces haremos una verdadera excursión, ya verás.

Ella llevó sus muñecas. Las llevó en brazos mientras Mayo arrastraba la cesta de la comida hasta el monumento de Alicia en el País de las Maravillas. La estatua asombró a Mayo, que jamás había oído hablar de Lewis Carroll.

Mientras Linda sentaba a sus muñecas y desempaquetaba la merienda, contó a Mayo un resumen de la historia y le explicó cómo las estatuas de bronces de Alicia, el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo habían sido pulidas y desgastadas por el roce de los miles de niños que se habían dedicado a jugar a ser el Rey de la Montaña.

—Qué curioso —dijo él—, nunca había oído esa historia.

—No parece que hayas tenido una gran niñez, Jim.

—¿Por qué dices eso? —se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó atentamente.

—¿Qué pasa?—preguntó Linda.

—¿Oíste ese cuclillo?

—No.

—Escucha. Hace un ruido extraño. Como acero.

—Sí. Como… como espadas en un duelo.

—Bromeas.

—No. De veras.

—Pero los pájaros cantan. No hacen ruido.

—No siempre. Los cuclillos imitan muchos ruidos. También los estorninos. Y los loros. ¿Por qué imitará una lucha de espadas? ¿Dónde oiría eso?

—Eres un auténtico muchacho campesino, ¿verdad Jim? Abejas, cuclillos, estorninos y todo eso…

—Supongo que sí. Te quería preguntar por qué decías eso, lo de que yo no había tenido niñez.

—Bueno, por eso de no saber nada de Alicia, y no haber ido nunca de excursión, y desear siempre un modelo de yate—Linda abrió una botella oscura—. ¿Quieres un poco de vino?

—Ten cuidado—advirtió él.

—Basta ya, Jim. No soy una borracha.

—¿Te emborrachaste o no anoche?

—Está bien —capituló ella—, sí. Pero sólo porque era la primera vez que bebía en años.

A él le complació aquella rendición.

—Claro. Claro. Es lógico.

—¿Bueno, bebes conmigo o no?

—Qué demonios, ¿Por qué no? —sonrió—. Vivamos un poco. Al fin y al cabo esto es una fiesta campestre. Y estos platos me gustan también. ¿Dé donde son?

—Abercrombie & Fitch—dijo Linda imperturbable—. Servicio para cuatro de acero inoxidable. Treinta y ..cincuenta. ¡Salud!

Mayo rompió a reír.

—Metí la pata armando todo aquel barullo… A tu salud.

—A la tuya.

Bebieron y continuaron comiendo en cálido silencio, sonriéndose amistosamente. Linda se quitó su camisa de seda de Madrás para broncearse con el cálido sol de la tarde, y Mayo la colgó cortésmente de una rama.

—¿Por qué no tuviste niñez, Jim?—preguntó de pronto Linda.

—Bueno, no sé. —Se quedó pensando—. Supongo que porque murió mi madre siendo yo pequeño. Y por más cosas, también. Tuve que trabajar mucho.

—¿Por qué?

—Mi padre era maestro. Ya sabes lo que ganan.

—Oh, por eso te irritan tanto los sabihondos.

—¿A mí?

—Sí, a ti. No te enfades.

—Puede—concedió él—. Seguro que fue una desilusión para mi padre, yo hecho un as del fútbol en el instituto y él queriendo que fuese un Einstein.

—¿Era divertido el fútbol?

—No era un juego. El fútbol es un negocio. Oye, ¿Te acuerdas cómo hacíamos para escoger equipos cuando éramos niños? Ibeti, bibeti, cibeti, zab.

—Nosotros decíamos inie, minie, mainei, mo.

—¿Te acuerdas de: abril loco, vete a la escuela, dite al maestro que eres un loco?

—Me gusta el café, me gusta el té, me gustan los chicos y a los chicos yo.

—Apuesto a que sí—dijo Mayo solemnemente.

—Qué va. ¿Yo?

—¿Por qué no?

—Siempre fui demasiado grande.

Él la miró asombrado.

—Qué vas a ser grande. Eres del tamaño justo. Perfecta. Y muy bien hecha. Me fijé cuando trajimos el piano. Tienes buenos músculos, para ser una chica. Y sobre todo en las piernas, que es donde cuenta.

—Vamos, cállate, Jim —dijo ella, ruborizándose.

—No. De verdad.

—¿Más vino?

—Gracias. Toma tú también.

—Bueno.

Un crack atronador rasgó el cielo; siguió un estruendo de albañilería derrumbándose.

—Ahí va otro rascacielos—dijo Linda—. ¿De qué hablábamos?

—De deportes —dijo inmediatamente Mayo—. Perdona que hable con la boca llena.

—Ah, sí. Jim, ¿Cantabais Tira el pañuelo en New Haven?

—Linda cantó: «Tris tras, tras tris, un cesto amarillo y gris. Mandé una carta a mi amor, y en el camino se perdió…»

—Oye—dijo él, muy impresionado—. Cantas muy bien.

—¡Oh, vamos!

—De veras. Tienes una voz magnífica. No discutas conmigo. Estate quieta un minuto. Tengo que calcular una cosa. —Estuvo pensando un rato detenidamente. Acabó su vino y aceptó otro vaso con aire ausente; por último tomó una decisión—. Tienes que aprender música.

—Ya sabes que me muero de ganas, Jim.

—Así que me voy a quedar un tiempo para enseñarte; lo que sé. ¡Pero, cuidado! ¡Que quede bien entendido!—añadió apresuradamente, cortando la emoción de ella—. No voy a quedarme en tu casa. Quiero una vivienda propia.

—Por supuesto, Jim. Lo que tú digas.

—Y no por eso voy a dejar de seguir hacia el sur.

—Yo te enseñaré a conducir. Cumpliré mi promesa.

—Y nada de trampas, Linda.

—Por supuesto que no. ¿Qué clase de trampas?

—Ya sabes. Que en el último minuto no me digas que quieres trasladar, por ejemplo, una cama Luis XV.

—¡Luis XV! —exclamó Linda boquiabierta—. ¿Dónde aprendiste eso?

—Desde luego no en el ejército.

Se rieron, chocaron los vasos y terminaron el vino. De pronto, Mayo se levantó, tiró a Linda del pelo y corrió hasta el monumento del País de las Maravillas. En un instante, se colocó sobre la cabeza de Alicia.

—Soy el Rey de la Montaña—gritó, mirando a su alrededor con gesto majestuoso—. Soy el Rey de la…

Se interrumpió de pronto y miró hacia abajo, hacia detrás de la estatua.

—¿Qué pasa, Jim?

Sin decir palabra. Mayo bajó y se acercó a un montón de escombros medio oculto entre los matorrales. Se arrodilló y empezó a removerlos con manos cuidadosas. Linda corrió a su lado.

—¿Pero qué pasa, Jim?

—Esto eran modelos de barcos—murmuró.

—Sí, lo eran. Dios mío, ¿Era sólo eso? Creí que te habías puesto malo o algo así.

—¿Cómo llegaron aquí?

—Yo los tiré…

—¿Tú?

—Sí. Te lo dije. Tuve que vaciar la casa cuando me trasladé. Eso hace siglos.

—¿Tú hiciste eso?

—Sí. Yo…

—Eres una criminal —gruñó él— se incorporó y la miró colérico—. Una asesina, como todas las mujeres; sin alma ni corazón. A quién se le ocurre hacer una cosa así.

Se volvió y se fue hacia el estanque. Linda le siguió, totalmente desconcertada.

—Jim, no entiendo, ¿Qué locura es ésta?

—Debería avergonzarte.

—Pero tenía que tener sitio en casa. ¿Cómo iba a vivir con un montón de modelos de barcos?

—Olvídate de todo lo que dije. Voy a hacer el equipaje ahora mismo y sigo hacia el sur. No me quedaría contigo aunque fueses la última persona que hubiese sobre la Tierra.

Linda recuperó el control y adelantó rápidamente a Mayo. Cuando éste entró en la casa, ella estaba ante la puerta de la habitación de huéspedes. Tenía en la mano una pesada llave de hierro.

—La encontré—dijo Linda—. Tu puerta está cerrada.

—Dame esa llave, Linda.

—No.

Avanzó hacia ella, pero ella le miraba desafiante sin retroceder.

—Adelante—dijo, con aire de desafío—. Pégame.

Él se detuvo.

—No puedo pegar a nadie que no sea de mi tamaño.

Continuaron uno frente a otro, en completa inmovilidad.

—No lo necesito—murmuró por fin Mayo—. Puedo conseguir un nuevo equipo en otro sitio.

—Oh, vamos, adelante, haz tu maleta—contestó Linda. Le tiró la llave y le dejó paso libre. Entonces Mayo descubrió que no había cerradura en la puerta del dormitorio. Abrió la puerta, miró dentro, cerró y observó a Linda. Ella se mantenía seria pero con gran esfuerzo. El rió entre dientes. Luego ambos rompieron a reír a carcajadas.

—Vaya—dijo Mayo—, menudo farol. No me gustaría nada jugar al póker contigo.

—También tú eres un buen farolero, Jim. Tenía mucho miedo a que me pegaras.

—Debes saber que no soy capaz de hacer daño a nadie.

—Pues creo que yo sí. Ahora siéntate y analicemos esto razonablemente.

—Oh, olvídalo, Linda. Perdí la cabeza con lo de los barcos y…

—No me refiero a los barcos, me refiero a lo de ir hacia el sur. Cada vez que te enfadas empiezas a hablar de irte al sur. ¿Por qué?

—Ya te lo dije. Para encontrar gente que entienda de televisión.

—¿Por qué?

—No lo entenderías.

—Puedo intentarlo. ¿Por qué no me explicas qué es lo que buscas… concretamente? A lo mejor puedo ayudarte.

—Tú no puedes hacer nada por mí. Eres una chica.

—También servimos para algunas cosas. Al menos podemos escuchar. Puedes confiar en mí, Jim. Cuéntamelo, ¿No somos amigos?

Bueno, cuando la explosión (dijo Mayo), yo estaba allá en los Barkshires con Gil Watkins. Gil era mi amigo, un tipo estupendo y muy listo. Era algo así como ingeniero jefe de la emisora de televisión de New Haven. Y tenía un millón de aficiones. Una de ellas era la espe… espel… no me acuerdo. Algo que significa explorar cuevas.

Así que estábamos en aquella cueva de los Berkshires, pasando el fin de semana dentro, explorando, para hacer un mapa y localizar el sitio donde nacía el río subterráneo. Llevábamos comida y toda clase de material, y sacos de dormir. La brújula que teníamos se descontroló durante veinte minutos. Y eso debería habernos dado una pista de lo que pasaba, pero Gil se puso a hablar de minerales magnéticos y cosas por el estilo. Pero claro, cuando salimos el domingo por la noche, lo que vimos nos asustó de veras. Gil se dio cuenta inmediatamente de lo que pasaba. «Dios mío, Jim» dijo, «lo hicieron, tal como todos temíamos. Se han ido todos al infierno con las radiaciones y los gases, y lo mejor es que volvamos a esa maldita cueva hasta que esto se despeje».

Así que volvimos a la cueva y racionamos la comida y nos quedamos allí todo el tiempo que pudimos. Por fin, salimos y volvimos a New Haven. Estaba muerto como todo lo demás. Gil montó un receptor de radio e intentó captar algún mensaje. Nada. Luego cogimos una buena provisión de latas y fuimos a hacer un recorrido; Bridgeport, Waterbury, Hartford, Sprinfield, Providence, New London… dimos una gran vuelta. Nadie. Nada. Así que volvimos a New Haven y nos acomodamos allí. Una vida muy agradable.

Durante el día, recogíamos provisiones y arreglábamos la casa, por la noche, después de cenar, Gil se iba a la televisión y hacia las siete empezaba el programa. Utilizaba los generadores de emergencia. Yo me iba al bar, lo abría barría y limpiaba un poco y luego encendía el televisor. Gil me adaptó un generador para que funcionase.

Era muy divertido ver los programas que emitía Gil. Empezaba con las noticias y el tiempo. Se equivocaba siempre con el tiempo. No tenía más que unos cuantos calendarios agrícolas y una especie de barómetro antiguo que se parecía a ese reloj que tienes tú en la pared. No creo que funcionase nada bien, o puede que a Gil no le enseñasen lo del tiempo en la universidad. Luego emitía el programa de noche.

Yo tenía siempre mi revólver en el bar por los atracos. Cuando veía algo que me fastidiaba, sacaba el revólver y me cargaba el televisor. Luego lo tiraba allí mismo en la acera, a la puerta del bar, y ponía otro. Tenía centenares de aparatos de reserva. Dedicaba dos días a la semana a recoger aparatos.

A media noche, Gil dejaba de emitir, yo cerraba el restaurante y nos encontrábamos en casa a tomar café Gil me preguntaba cuántos aparatos habia roto y cuando se lo decía se echaba a reír. Me decía que yo era la encuesta de televisión más exacta que se había inventado. Luego le preguntaba qué programa haría a la semana siguiente y discutía con él sobre… bueno… sobre las películas o los partidos de fútbol que la emisora tenia programados. A mi no me gustaban gran cosa las películas del Oeste, ni los debates públicos sobre temas elevados.

Pero la suerte se volvió en mi contra, siempre me pasa igual. Al cabo de un par de años, me encontré con que sólo me quedaba un televisor, y entonces empezó el problema. Aquella noche Gil pasó una de esas series de anuncios publicitarios en los que una sabihonda salva un matrimonio con el jabón de lavar adecuado. Naturalmente, cogí el revólver y sólo en el último instante recordé que no debía disparar. Luego emitió una película espantosa sobre un compositor incomprendido, y me pasó lo mismo. Cuando nos encontramos después en casa, yo estaba desquiciado.

«¿Qué pasa?», me preguntó Gil.

Se lo dije.

«Yo creí que te gustarían los programas», dijo.

«Sólo cuando puedo liarme a tiros con ellos.»

«Pobre infeliz», dijo riéndose. «Ahora eres un espectador encadenado.»

«Gil, dada la situación en que me encuentro, ¿No podrías cambiar los programas?»

«Sé razonable, Jim. La emisora tiene que tener programas variados. Operamos en la misma base que las cafeterías: algo para todos. Si no te gusta un programa, ¿Por qué no cambias de canal?»

«No digas tonterías. Sabes muy bien que en New Haven sólo tenemos un canal.»

«Entonces apaga el aparato.»

«No puedo apagar el aparato del bar, es parte del servicio. Perdería toda mi clientela. Gil, por qué tienes que pasar películas tan espantosas, como ese musical de guerra de noche en el que aparecen cantando y bailando y besándose encima de los tanques? Por amor de Dios.»

«A las mujeres les encantan las películas de uniformes.»

«Y esos anuncios publicitarios; mujeres en faja, hadas fumando cigarrillos y…»

«Bueno», dijo Gil, «escribe una carta a la emisora.»

Así lo hice, y al cabo de una semana llegó la respuesta. Decía así:

 

Querido señor Mayo:

Nos complace saber que es usted espectador habitual de nuestra emisora, y le agradecemos su interés por nuestra programación. Esperamos que continúe disfrutando de nuestras emisiones.

Sinceramente suyo,

Gitbert 0. Watkins, director.

Adjuntamos un par de entradas para un espectáculo de cara al público.

Le enseñé la carta a Gil y se encogió de hombros.

«Ya ves con lo que te enfrentas, Jim», dijo, «no les importan nada tus gustos. Lo único que quieren saber es si ves los programas o no.»

Te aseguro que el par de meses siguientes fueron para mí un infierno. No podía apagar el aparato, y no podía ver el programa sin lanzarme a coger el revólver una docena de veces por noche. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar el gatillo. Tan nervioso y excitado llegué a estar que me di cuenta de que tenía que hacer algo para no volverme loco. Así que una noche llevé el revólver a casa y maté a Gil.

Al día siguiente me sentía mucho mejor, y cuando bajé al bar a las siete en punto para limpiar, fui silbando alegremente. Barrí el restaurante, limpié el bar, y luego encendí el televisor para oír las noticias v el parte meteorológico. No te lo creerás, pero el aparato estaba averiado. No salía ni una imagen, ni un sonido. Mi último aparato estropeado. Y por eso tuve que salir hacia el sur (explicó Mayo)… Para localizar un reparador de televisores.

Hubo una larga pausa cuando Mayo concluyó su relato.

Linda le observó atentamente, intentando ocultar el brillo de sus ojos. Al fin le preguntó con fingida indiferencia.

—¿Y dónde consiguió el barómetro?

—¿Quién? ¿Qué?

—Tu amigo Gil. Su barómetro antiguo. ¿Dónde lo consiguió?

—Bueno, no sé. Las antigüedades era otra de sus aficiones.

—¿Y se parecía a este reloj?

—Era igual.

—¿Era francés?

—No sé.

—¿De bronce?

—Creo que sí. Como tu reloj. ¿Es de bronce tu reloj?

—¿En forma de sol?

—No, como el tuyo.

—El mío tiene forma de sol. ¿Del mismo tamaño?

—Exactamente.

—¿Dónde estaba?

—¿No te lo dije? En nuestra casa.

—¿Y dónde está la casa?

—En la calle Grant.

—¿Qué número?

—Trescientos quince. Oye, ¿Por qué me preguntas todo?

—Por nada, Jim. Pura curiosidad. No te enfades. Creo que será mejor que recojamos las cosas de la excursión.

—¿No te importa que dé un paseo solo?

Ella le miró de reojo.

—¿No intentarás irte solo en un coche? Los mecánicos de automóvil escasean aún más que los reparadores de televisión.

Él sonrió y desapareció; pero después de la cena, reveló el auténtico motivo de su desaparición sacando una hoja pautada de música, la colocó sobre el piano y condujo a Linda hasta el taburete de éste. Linda se sintió emocionada y conmovida.

—¡Jim, eres un ángel! ¿Dónde lo encontraste?

—En una casa de apartamentos que hay al otro lado de la calle, en la cuarta planta, al fondo. El apartamento de un tal Horowitz. Hay un montón de discos también. Te aseguro que fue todo un número buscar allí en la oscuridad, sólo con cerillas. Sabes una cosa curiosa: toda la parte superior de la casa está llena de pasta.

—¿Pasta?

—Sí. Una especie de gelatina blanca, sólo que dura. Como hormigón claro. Bueno, mira, ¿ves esta nota? Es do. Corresponde a esta tecla blanca de aquí. Es mejor que nos sentemos juntos. Ven…

La lección se prolongó durante dos horas de penosa concentración, y los dejó tan exhaustos que se fueron a sus habitaciones al final, con sólo un buenas noches protocolario.

—Jim—dijo Linda.

—¿Sí?—dijo él con un bostezo.

—¿Quieres llevarte una de mis muñecas a tu cama?

—No, gracias, Linda, a los chicos no nos interesan las muñecas.

—Ya me lo imagino. Bueno. Mañana te daré algo que realmente interesa a los chicos.

A la mañana siguiente despertó a Mayo una llamada en la puerta. Se incorporó en la cama y abrió trabajosamente los ojos.

—¿Sí? ¿Quién es?—preguntó.

—Soy yo, Linda. ¿Puedo entrar?

Él miró a su alrededor precipitadamente. La habitación estaba ordenada. La alfombra limpia. El valioso cobertor de algodón cuidadosamente plegado encima del armario.

—Sí, entra.

Linda entró. Vestía un traje de lino a rayas. Se sentó al borde de la cama y dio a Mayo una palmada amistosa.

—Buenos días—dijo—. Escucha, tengo que salir por unas horas yo sola. He de hacer unas cosas. Te he dejado el desayuno en la mesa, pero volveré a tiempo para la comida, ¿De acuerdo?

—¡Cómo no!

—¿No te sentirás solo?

—¿Adónde vas?

—Ya te lo diré cuando vuelva.

Se levantó y le dio otra palmada en la cabeza.

—Se buen chico y no hagas nada malo. Ah, otra cosa. No entres en mi dormitorio.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Bueno, tú no entres.

Y después de decir esto, sonrió y se fue.

Momentos después, Mayo oyó el jeep arrancar y alejarse Se levantó inmediatamente, entró en el dormitorio de Linda y miró a su alrededor. La habitación estaba limpia y ordenada como siempre. La cama estaba hecha y las muñecas amorosamente colocadas sobre el cobertor. Entonces lo vio.

—Oh—exclamó.

Era un modelo de clipper. Todo estaba intacto salvo el casco, algo despintado, y las velas rotas. Estaba ante el armario de Linda, al lado del cesto de costura. Linda había cortado ya una nueva serie de velas blancas de lino. Mayo se arrodilló ante el modelo y lo acarició tiernamente

—Lo pintaré de negro con una línea dorada todo alrededor —murmuró—. Y le llamaré el Linda N.

Tan conmovido estaba que apenas desayunó. Se bañó, se vistió, cogió su revólver y un puñado de balas y fue a dar una vuelta por el parque. Hizo un círculo en dirección al sur, pasó junto los campos de juego, el carrusel en ruinas y la desmoronada pista de patinaje sobre hielo, y por fin abandonó el parque y enfiló Séptima Avenida abajo.

En la Calle Cincuenta giró hacia el este y estuvo un rato intentando descifrar los destrozados carteles que anunciaban la última actuación en el Radio City Music Hall. Luego giró de nuevo hacia el sur. Un súbito estruendo de acero le hizo detenerse. Era como el chocar de gigantescas hojas de espadas en un titánico duelo. Una pequeña manada de asustados caballos irrumpió por un lado de la calle. Los animales estaban aterrados por el ruido. Sus cascos sin herraduras producían un rumor apagado en el pavimento. El estruendo de acero se detuvo.

—De ahí lo sacó el cuclillo—murmuró Mayo—. ¿Pero qué demonios será eso?

Se encaminó hacia el este para investigar, pero se olvidó de aquel misterio cuando vio los diamantes. Las piedras blanquiazules le dejaron pasmado. La puerta de la joyería estaba abierta y Mayo entró. Cuando salió llevaba un collar de perlas auténticas que le había costado tanto como un año de alquiler de su bar.

Su paseo le llevó hasta Madison Avenue, donde se encontró frente a Abercrombrie & Fitch. Entró a explorar y dio al fin con la sección de armas. Allí perdió la noción de tiempo, y cuando volvió en sí, caminaba Quinta Avenida arriba hacia el estanque. Llevaba en brazos, como si fuese un niño, un rifle automático italiano Cosmi, al lado del corazón, y una factura que decía: Rifle Cosmi, setecientos cincuenta dólares; seis cajas de municiones, dieciocho dólares, James Mayo.

Pasaba de las tres cuando volvió a casa. Entró intentando serenarse y parecer tranquilo, y con la esperanza de que el rifle que llevaba pasase inadvertido. Linda estaba sentada en el taburete del piano, dándole la espalda.

—Hola—dijo Mayo nervioso—. Perdona que me haya retrasado. Es que… Te compré un regalo. Son auténticas.

Sacó las perlas del bolsillo y se las entregó. Entonces vio que ella estaba llorando.

—¿Pero qué te pasa?

Ella no contestó.

—¿No te asustarías pensando que me había ido? Bueno, todas mis cosas están aquí. Y el coche también. Sólo tenías que mirar—. Ella se volvió.

—¡Te odio! —gritó.

Él dejó caer las perlas y retrocedió, sorprendido por aquella furia.

—¿Pero qué pasa?

—¡Eres un mentiroso, un farsante!

—¿Quién, yo?

—Fui hasta New Haven esta mañana—su voz temblaba de furia—. No hay ni una sola casa en pie en la calle Grant. Todo está barrido. Ni emisora de televisión, ha desaparecido el edificio.

—No.

—Sí.

—Y fui a tu restaurante. No hay montones de aparatos de televisión en la calle, a la entrada. Sólo hay un aparato, en el bar Todo oxidado. El resto del restaurante parece una pocilga Estuviste viviendo allí todo este tiempo. Solo. Solo había una cama al fondo. ¡Todo es mentira! ¡Sólo mentiras!

—¿Por qué iba a mentirte en una cosa así?

—Tú nunca mataste a Gil Watkins.

—Claro que sí. Estoy seguro.

—Y no tienes ningún aparato de televisión que reparar.

—Sí que lo tengo.

—Y aunque te lo reparasen, no hay ninguna emisora con la que conectar.

—No digas tonterías —dijo él enfurecido—. ¿Por qué iba a matar yo a Gil si no hubiese ninguna emisión?

—Si está muerto como dices, ¿Cómo iba a poder emitir?

—¿Ves? Y acabas de decirme que yo no lo maté.

—¡Oh, tú estás loco! ¡Estás chiflado!—dijo ella, sollozando—. Me hablaste de ese barómetro porque estabas mirando mi reloj. Y yo me creí tus absurdas mentiras. Y estaba emocionada con ese barómetro que haría juego con mi reloj. Llevaba años buscándolo.—Corrió hasta la pared y martilleó con el puño junto al reloj—. Su sitio es exactamente éste. Aquí. Pero tú me engañaste, chiflado. Nunca hubo tal barómetro.

—Si hay algún lunático aquí eres tú—gritó él—. Estás tan loca por decorar esta casa que eso es para ti lo único real.

Ella cruzó corriendo la habitación, sacó su viejo revólver y le apuntó con él.

—Sal de aquí ahora mismo. En este mismo instante. Si no te largas te mato. No quiero verte más—. El revólver se disparó de pronto, haciéndola retroceder, y la bala fue a dar sobre la cabeza de Mayo, en la estantería del rincón. Hubo un estruendo de porcelana rota. Linda palideció.

—¡Jim! Dios mío. ¿Estás bien? Yo no quería… se me escapó. ..

Él avanzó hacia ella, demasiado furioso para hablar. Luego, cuando ya alzaba la mano para aplastarla, llegó un sonido lejano: BLAM-BLAM-BLAM.

Mayo quedó paralizado.

—¿Oíste eso?—murmuró.

Linda asintió.

—Eso no fue ningún accidente. Fue una señal.

Mayo cogió su rifle, corrió fuera y disparó al aire. Hubo una pausa. Luego volvieron a oírse las explosiones lejanas en un trío uniforme, BLAM-BLAM-BLAM. Era un extraño ruido absorbente, como si se tratase de implosiones más que de explosiones. Al fondo del parque se elevó en el cielo una bandada de pájaros asustados.

—Hay alguien—exclamó Mayo—. Dios mío, te dije que encontraría a alguien. Vamos.

Corrieron hacia el norte. Mayo hurgando en sus bolsillos para buscar más balas con las que cargar de nuevo el rifle y hacer otra señal.

—Tengo que agradecerte ese disparo que hiciste contra mí, Linda.

—Yo no disparé contra ti—protestó ella—. Fue un accidente.

—El accidente más afortunado del mundo. Podrían haber pasado de largo sin saber que estábamos aquí. Pero, ¿Qué clase de armas utilizarán? Nunca en mi vida oí disparos como ésos, y he oído muchos. Espera un minuto.

En la placita que quedaba antes del monumento del País de las Maravillas, Mayo se detuvo y alzó el rifle para disparar. Luego lo bajó lentamente. Lanzó un profundo suspiro.

—Da la vuelta —dijo con voz áspera—. Volvemos a casa.—La hizo volverse hacia el sur.

Ella le miró asombrada. En un instante, había pasado de ser un suave osito de felpa a convertirse en una pantera.

—Jim, ¿Qué pasa?

—Estoy asustado —murmuró él—. Muy asustado. Y no quiero que lo estés tú también—sonó de nuevo la triple salva—. No prestes atención—ordenó—. Volvemos a casa. ¡Vamos!

Ella se negó a moverse.

—Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?

—No tenemos nada en común con ellos. Puedes creerme.

—¿Cómo lo sabes? Explícate.

—¡Demonios! No te convencerás hasta que lo veas, ¿verdad? Muy bien. ¿Quieres conocer la explicación del olor a abejas y de los edificios cayendo y de todo lo demás?

Hizo volverse a Linda cogiéndola del cuello, y dirigiendo su mirada hacia el monumento del País de las Maravillas.

—Adelante—dijo—. Mira.

Un consumado artesano había quitado las cabezas de Alicia, el Sombrero Loco y la Liebre de Marzo sustituyéndolas por grandes cabezas de mantis, con aceradas mandíbulas antenas y ojos facetados. Eran de un acero pulido y brillaban con indescriptible ferocidad. Linda lanzó un gemido y se desplomó en los brazos de Mayo. La triple señal resonó una vez más.

Mayo cogió a Linda, se la echó al hombro y corrió hacia el estanque. Ella recobró la conciencia un instante y empezó a gemir.

—Cállate—gruñó él—. No se adelanta nada llorando.

Junto a la casa la depositó de nuevo en el suelo. Linda temblaba y se estremecía, pero procuraba controlarse.

—¿Había contras en las ventanas cuando te trasladaste aquí? ¿Dónde están?

—Guardadas—hablaba trabajosamente—. Detrás del enrejado.

—Yo las traeré. Llena cubos con agua y almacénalos en la cocina.

—¿Habrá un asedio?

—Ya hablaremos luego. Deprisa.

Linda llenó cubos y luego ayudó a Mayo a colocar la última de las contras.

—Está bien, vamos dentro—ordenó él.

Entraron en la casa; cerraron y trancaron la puerta. Lánguidos rayos del último sol de la tarde se filtraban entre las rendijas de las contras. Mayo comenzó a desempaquetar las balas del rifle Cosmi.

—¿Tienes algún tipo de arma?

—Un revólver del veintidós por algún sitio.

—¿Municiones?

—Creo que sí.

—Búscalo todo.

—¿Habrá un asedio?—repitió ella.

—No lo sé. No sé quiénes son, ni lo que son, ni de dónde vienen. Lo único que sé es que tenemos que prepararnos para lo peor.

Volvieron a sonar las mismas explosiones lejanas. Mayo escuchaba atentamente. Linda veía ahora en la penumbra con más claridad. Tenía la cara afilada. El pecho cubierto de sudor. Exhalaba el aroma dulzón de los leones enjaulados. Linda sintió un incontenible deseo de acariciarle. Mayo cargó el rifle, lo colocó junto al revólver y empezó a recorrer ventana tras ventana atisbando atento entre las contras, esperando con inmensa paciencia.

—¿Darán con nosotros?—preguntó Linda.

—Quizás.

—¿Crees que serán amigos?

—Puede.

—Aquellas cabezas eran horribles.

—Sí.

—Jim, tengo miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.

—No te lo reprocho.

—¿Cuánto tardaremos en saber?

—Una hora, si son amigos, dos o tres si no lo son.

—¿Por… por qué tanto?

—Si buscan pelea, serán más cautos.

—Jim, ¿Qué piensas realmente?

—¿Sobre qué?

—Sobre nuestras posibilidades.

—¿Quieres saberlo de veras?

—Por favor.

—Estamos muertos.

Ella empezó a llorar. Él la zarandeó furioso.

—No sigas. Ten preparado el revólver.

Ella cruzó el salón, vio las perlas que Mayo había dejado caer y las recogió. Estaba tan desconcertada que se puso el collar automáticamente. Luego entró en su dormitorio a oscuras y sacó el modelo de yate de Mayo. Localizó el revólver en una sombrerera en el armario, cogió también una cajita con balas.

Comprendió que su vestido no era apropiado para la ocasión. Sacó del armario un jersey de cuello vuelto, pantalones de montar y botas. Luego se desnudó para cambiarse. Cuando levantaba los brazos para soltarse el collar, entró Mayo, se dirigió a la ventana que daba al sur y atisbó. Cuando se volvió la vio.

Se quedó inmóvil. Ella no pudo moverse. Con los ojos cerrados comenzó a temblar, intentando taparse con los brazos. Él avanzó hacia ella, tropezó con el modelo de yate, lo apartó de una patada. Al instante siguiente, había tomado posesión de su cuerpo y las perlas saltaron también. Mientras se arrojaba con él a la cama, rasgándole ferozmente la camisa, sus muñecas cayeron también en confuso montón, con el yate, las perlas y el resto del mundo.

Alfred Bester: ¿Quiere usted esperar?. Cuento

BESTERphotoinHell1975creditedtoJayGarfieldLos hay que siguen escribiendo esos relatos anticuados sobre Tratos con el Demonio. Ya saben, azufre, conjuros y pentagramas; engaños, burlas y ensueños. No saben lo que dicen. El demonismo del siglo veinte es liso y aerodinámico como los ascensores automáticos, la televisión, las máquinas tragaperras y el resto de los aparatos y servicios modernos que te dejan desvalido y furioso.

Hace un año me echaron por tercera vez en diez meses de mi trabajo. Tuve que enfrentar el hecho de que era un fracasado. Estaba además sin un céntimo. Decidí vender mi alma al Diablo; el único problema era encontrarlo. Acudí a la sala principal de referencia de la biblioteca y leí todo lo que había sobre demonología. Como dije, pura palabrería. De cualquier modo, si hubiese podido permitirme disponer de los costosos ingredientes que, según decían, podían servir para conjurar al Diablo, no habría tenido en realidad necesidad alguna de tratar con él. No veía salida alguna, así que hice lo más natural: me dirigí al Servicio de Celebridades. Un delicado joven contestó a mi llamada.

—¿Puede decirme usted dónde está el Diablo?—pregunté.

—¿Es usted suscriptor del Servicio de Celebridades?

—No.

—Entonces no puedo proporcionarle ninguna información.

—Puedo pagar una pequeña cuota por una sola información.

—¿Quiere usted un servicio limitado?

—Sí.

—¿Quién es la celebridad, por favor?

—El Demonio.

—¿Quién?

—El Demonio… Satanás, Lucifer, Belcebú… el Demonio.

—Un momento, por favor—al cabo de cinco minutos estaba de vuelta, muy enojado—. Lo siento mucho. El Demonio ya no es una celebridad.

Colgó. Hice lo más razonable, mirar en la guía telefónica. En la misma página decorada con anuncios del Restaurante Sardi encontré Satán, Shaitan, Carnage & Bael,477 Madison Avenue, Judson 3-1900. Llamé. Una clara voz femenina contestó.

—SSC & B. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?

—La línea está ocupada. ¿Quiere usted esperar?

Esperé y perdí mi moneda. Discutí con la telefonista y perdí otra moneda, pero obtuve la promesa de un reintegro en sellos de correos. Llamé de nuevo a Satán, Shaitan, Carnage & Bael.

—SSC & B. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán? Le suplico que no me deje colgado del teléfono. Estoy llamando desde una…

Hubo una conexión y sonó un timbre. Esperé. Mi aparato emitió un clic de aviso. Al fin se despejó la línea.

—Oficina de la señorita Hogan.

—¿Puedo hablar con el señor Satán?

—¿Quién llama?

—El no me conoce. Es una cuestión personal.

—Lo siento. El señor Satán ya no está en nuestra organización.

—¿Puede decirme usted dónde puedo encontrarlo? Hubo una apagada discusión y luego la señorita Hogan dijo:

—El señor Satán está ahora con Belcebu, Belial, Demonio & Orgía.

Los localicé en la guía telefónica. 383 Madison Ayenue, Murray Hill 2-1900. Marqué. Sonó el teléfono una vez y alguien descolgó. Una voz metálica habló en un sonsonete:

—El número que ha marcado ha sido suprimido. Tenga la bondad de consultar su guía para dar con el número correspondiente. Este es un mensaje grabado.

Consulté mi guía. Decía Murray Hill 2-1900. Marqué de nuevo y recibí la misma respuesta grabada.

Al final comuniqué con una telefonista a la que convencí para que me diese el número de Belcebú, Belial, Diablo & Orgía. Llamé. Una alegre voz femenina contestó.

—BBDO. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?

—¿Quién?

—El señor Satán.

—Lo siento. No hay nadie de ese nombre en nuestra organización.

—Entonces póngame con Belcebú o con el Diablo.

—Un momento, por favor.

Esperé. Cada medio minuto ella me decía: «Aún continúo llamando al Diablo…» y luego cortaba antes de que yo pudiese contestar. Al fin se oyó una alegre y juvenil voz femenina.

—Oficina del señor Diablo.

—¿Puedo hablar con él?

—¿Quién llama?

Di mi nombre.

—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?

Esperé. Me había provisto de una buena reserva de monedas. A los veinte minutos, la alegre y juvenil voz femenina habló de nuevo:

—Acaba de acudir a una reunión de emergencia. ¿Puede llamarle él a usted?

—No. Ya llamaré yo.

Nueve días después le localicé por fin.

—Sí, dígame, ¿En qué puedo servirle?

Tomé aliento.

—Quiero venderle mi alma.

—¿Tiene usted algo sobre el papel?

—¿Qué quiere decir con algo sobre el papel?

—La Propiedad, hijo mío. No esperará usted que BBDO vaya a comprar a ciegas. Tráiganos su Presentación. Mi secretaria concertará una cita.

Preparé una Presentación de mi alma. Luego llamé a su secretaria.

—Lo siento, está en la Costa. Vuelva a llamar dentro de dos semanas.

Cinco semanas después me concedió una cita. Acudí y me senté en la sala de recepción de BBDO durante dos horas, con mi Presentación sobre las rodillas. Por último me pasaron a una oficina decorada con hierros de marcar reses tejanos de resplandeciente neón. El Demonio estaba sentado en su sillón. Era un hombre alto con voz teatral de ejecutivo de ventas; de esos que hablan alto en los ascensores. Me dio un Sincero apretón de manos e inmediatamente se puso a leer mi Presentación.

—No está mal—dijo—. No está nada mal. Creo que podremos llegar a un acuerdo. Bueno, ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Lo normal?

—Dinero, éxito, felicidad.

Asintió.

—Lo normal. Sepa que en esta firma no engañamos a nadie. Es una empresa respetable. Garantizamos dinero éxito y felicidad.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por todo el período normal de vida del individuo. Aquí no se hacen trampas, hijo mío. Hacemos nuestros cálculos según las estadísticas oficiales. Y, de pasada, yo diría que a usted le quedan todavía de cuarenta a cuarenta y cinco años. Podemos incluir eso en el contrato más tarde.

—¿Y no hay ninguna trampa?

Hizo un gesto de impaciencia.

—Lo que usted piensa es todo cuestión de malas relaciones públicas. Se lo aseguro, no hay ningún truco.

—¿Garantizado?

—No sólo garantizamos el servicio; insistimos en proporcionarlo. BBDO no quiere que vaya nadie al Comité de Prácticas Mercantiles Justas. Tendrá que visitarnos para el servicio por lo menos dos veces al año, si no quedará rescindido el contrato.

—¿Qué clase de servicios?

Él se encogió de hombros.

—De cualquier clase. Limpiar sus zapatos; vaciar ceniceros; llevarle chicas. Eso puede concretarse más tarde. Sólo insistimos en que nos utilice por lo menos dos veces al año. Nosotros nos comprometemos a proporcionarle un quid por su quo. Quid pro quo. ¿De acuerdo?

—¿Y sin trucos?

—Sin trucos. Haré que nuestro departamento legal redacte el contrato. ¿Quién es su representante?

—¿Quiere decir un agente? No he buscado ninguno.

Pareció sorprenderse.

—¿No ha buscado agente? Hijo mío, vive usted peligrosamente. En realidad, podríamos despellejarle. Consígase un agente y dígale que me llame.

—Sí, señor. ¿Puedo… podría hacer una pregunta?

—Desde luego. Estoy a su disposición.

—¿Qué me sucederá… cuando el contrato termine?

—¿Quiere saberlo realmente?

—Sí.

—No se lo aconsejo.

—Quiero saberlo.

Me lo mostró. Era como una odiosa sesión con un psicoanalista a perpetuidad… una autoacusación eterna y torturante. Era el infierno. Me quedé estremecido.

—Yo habría preferido que enemigos inhumanos me torturaran —dije.

Se echó a reír.

—Su inhumanidad no podría compararse con la inhumanidad del hombre para consigo mismo. Bien… ¿Cambió de opinión, o cierra el trato?

—Cierro el trato.

Nos dimos la mano y me acompañó hasta la puerta.

—No lo olvide—me advirtió—. Protéjase. Consígase un agente. El mejor.

Firmé con Sibila & Esfinge. Esto fue el tres de marzo. Llamé a S & S el quince de marzo. La señorita Esfinge dijo:

—Oh, sí, ha habido un cambio. La señorita Sibila estaba negociando en nombre de usted con BBDO, pero tuvo que coger el avión para Sheol. Me he hecho cargo yo de todo.

Llamé a primeros de abril.

—Oh sí—dijo la señorita Sibila—ha habido una ligera demora. La señora Esfinge tuvo que irse a Salem. Hay una quema de brujas. Volverá la semana próxima.

Llamé el quince de abril. La alegre voz de la joven secretaria de la señorita Sibila me dijo que había ciertas dilaciones en la transcripción de los contratos. Al parecer BBDO andaba reorganizando su departamento legal. El día uno de mayo Sibila & Esfinge me dijo que habían llegado los contratos y que su departamento legal estaba estudiándolos.

En junio tuve que aceptar un trabajo servil para mantener juntos alma y cuerpo. Trabajé en el departamento de grabación de una cadena de radio. Por lo menos una vez a la semana llegaba un guión sobre un contrato con el Diablo firmado, sellado y aceptado. Yo solía reírme de ellos. Pero al cabo de cuatro meses de negociación yo aún seguía igual.

Vi una vez al Demonio bajando por Park Avenue. Iba corriendo hacia el Congreso, muy ocupado en tratar cordial y animosamente al electorado. Saludó a todos los policías y porteros por el nombre. Cuando hablé con él se asustó un poco, pensando que yo era un comunista o algo peor. No me recordaba en absoluto.

En julio, todas las negociaciones se paralizaron; todos se habían ido de vacaciones. En agosto todos estaban en ultramar en un Festival de Misa Negra. En septiembre Sibila & Esfinge me llamaron a su oficina para firmar el contrato. Tenía treinta y siete páginas y estaba lleno de correcciones y añadidos. Había media docena de adiciones al margen de cada página.

—¡Si usted supiese el trabajo que ha llevado este contrato! —me dijo Sibila & Esfinge con satisfacción.

—Muy largo, ¿verdad?

—Son los contratos cortos los que causan más problemas. Ponga las iniciales en las adiciones que hay al margen y firme en la última página. Hágalo en las seis copias, por favor.

Puse las iniciales y firmé. Cuando acabé, no percibí ninguna diferencia. Yo esperaba empezar a recibir dinero, éxito y felicidad.

—¿Está cerrado el trato ya? —pregunté.

—No, hasta que no lo firme él.

—No puedo aguantar ya más.

—Se lo enviaremos por un mensajero.

Esperé una semana y luego llamé.

—Se olvidó usted de escribir las iniciales en una de las adiciones —me dijeron.

Fui a la oficina y puse mis iniciales. Tras otra semana llamé.

—Él se olvidó de poner las iniciales en una de las adiciones—me dijeron esta vez.

El uno de octubre recibí un paquete por entrega especial. Recibí también una carta certificada. El paquete contenía el contrato firmado y sellado entre el Diablo y yo. Al fin podía ser rico, tener éxito, ser feliz. La carta certificada era de BBDO y me informaba de que en vista de que yo no había cumplido la cláusula 27-A del contrato, lo consideraban rescindido y yo debía someterme al pago según su conveniencia. Acudí rápidamente a Sibila & Esfinge.

—¿Cuál es la cláusula 27-A?—me preguntaron.

La buscamos. Era la cláusula que me obligaba a utilizar los servicios del Demonio por lo menos una vez cada seis meses.

—¿Qué fecha tiene el contrato?—preguntó Sibila & Esfinge.

Lo miramos. El contrato tenía fecha de primero de marzo, el día de mi primera entrevista con el Diablo en su oficina.

—Marzo, abril, mayo…—contó con los dedos la señorita Sibila—. Es cierto. Han pasado siete meses. ¿Está usted seguro de que no pidió ningún servicio?

—¿Cómo iba a hacerlo? No tenía el contrato.

—Intentaremos resolverlo —dijo agriamente la señora Esfinge.

Llamó a BBDO y tuvo una acalorada discusión con el Demonio y su departamento legal. Luego colgó.

—Él dice que cerraron el trato el primero de marzo—informó—. Estaba dispuesto a seguir adelante de buena fe con su parte del compromiso.

—¿Y cómo podía saberlo yo? No tenía el contrato.

—¿No pidió usted nada?

—No. Yo estaba esperando el contrato.

Sibila & Esfinge llamó a su departamento legal y planteó la cuestión.

—Tendrá usted que someterse a un arbitraje —dijo el departamento legal, y explicó que los agentes tenían prohibido actuar como procuradores de sus clientes.

Acudí a la firma legal Brujo, Hechicero, Vudú Zahorí & Hechicera (99 Wall Street, Exchange 3-1900) pára que me representase ante el Comité de Arbitraje (479 Madison Avenue, Lexington 5-1900). Pidieron un anticipo de doscientos dólares más el veinte por ciento de los beneficios del contrato. Yo había conseguido ahorrar treinta y cuatro dólares durante los cuatro meses que llevaba trabajando en el departamento de grabación. Pasaron por alto el anticipo e iniciaron los preliminares del arbitraje.

El quince de noviembre en la cadena de radio me rebajaron de categoría enviándome a la sala de correspondencia, y yo pensé seriamente en el suicidio. Sólo me detuvo el hecho de que mi alma se hallase pendiente del arbitraje.

El caso se vio el doce de diciembre. Fue juzgado por tres árbitros imparciales que estuvieron todo el día analizando la cuestión. Me dijeron que se me comunicaría por correo el fallo. Esperé una semana y llamé a Brujo, Hechicero, Vudú, Zahorí & Hechicera.

—Es que están en vacaciones de Navidad—me dijeron.

Llamé el dos de enero.

—Uno de ellos está fuera de la ciudad.

Llamé el diez de enero.

—Ha vuelto ya, pero los otros dos están fuera de la ciudad.

—¿Cuándo sabré el fallo?

—Quizás tarde meses.

—¿Cree usted que tengo posibilidades de ganar?

—Bueno, nosotros no hemos perdido nunca un arbitraje.

—Eso es animador.

—Pero siempre puede ser la primera vez.

Esto parecía menos animador. Cogí miedo y pensé que sería mejor cubrirme. Hice lo que me pareció más razonable: recorrí la guía telefónica hasta dar con Serafín, Querubín & Ángel, 666 Quinta Avenida, Templeton 4-1900. Llamé. Una alegre voz juvenil femenina contestó.

—Serafín, Querubín & Ángel. Buenos días.

—¿Puedo hablar con el Ángel, por favor?

—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?

Aún sigo esperando.

Alfred Bester: El orinal florido. Cuento

Bester3—Concluiremos este primer semestre de Antigüedades —dijo el profesor Paul Muni— con una reconstrucción de la jornada habitual de un habitante de los Estados Unidos de América (nombre que se daba hace quinientos años al Gran Los Angeles) a mediados del siglo veinte.

»Nos referiremos a él como Jukes, uno de los nombres más ilustres de la época, inmortalizado en la epopeya de las luchas entre Kallikak y Jukes. Se acepta hoy generalmente que las misteriosas letras JU, halladas en los listines de Hollywood Este, o en la ciudad de Nueva York como se decía entonces (por ejemplo, JU 6-0600 o JU 2-1914), indican de algún modo una relación genealógica con la poderosa dinastía Jukes.

»Estamos en el año de 1950. El señor Jukes, un típico «solitario» (es decir, «soltero»), vive en un pequeño rancho a las afueras de Nueva York. Se levanta al amanecer, se pone sus botas con espuelas, sus vaqueros, su camisa de cuero, un chaleco gris de franela y un lazo negro. Se arma con un revólver y sale al Bar-B-Q a prepararse un desayuno de Plancton con curry o algas elaboradas. Puede sorprender a delincuentes juveniles o pieles rojas en su rancho, linchando una víctima o robándole automóviles, de los que tiene un rebaño de unos ciento cincuenta.

»A estos delincuentes los dispersa tras singular combate a puñetazos. Como todos los norteamericanos del siglo veinte, Jukes es un individuo de fuerza extraordinaria, capaz de aguantar y asestar golpes terribles. Pocas veces utiliza su revólver para estos fines; reserva normalmente su uso para los ritos ceremoniales.

»El señor Jukes acude a su trabajo en la ciudad de Nueva York montado en un coche deportivo (una especie de automóvil abierto), o en un tranvía eléctrico. Lee su periódico matinal, en el que aparecerán noticias como: «El descubrimiento del Polo Norte», » El hundimiento del Titanic», «Una cápsula espacial dirigida por el hombre logra orbitar Marte» o «La extraña muerte del presidente Harding».

»Jukes trabaja en una agencia de publicidad situada en la Avenida Madison (hoy Bulevar Crepúsculo Este), que, en aquella época, era un fangoso y áspero camino, cruzado por diligencias, en el que se alineaban garitos llenos de camorristas, cadáveres y bellas artistas de variedades de someros vestidos. Jukes se dedica a la orientación del gusto, la mejora de la cultura, la elección de los funcionarios públicos y la selección de héroes nacionales.

»Su oficina, situada en la planta vigésima de un gigantesco rascacielos, está decorada al estilo característico de mediados del siglo veinte. Tiene un muro de fuelle, un sillón gravedad nula, o caída libre, y una escupidera de latón. Está iluminado con bombillas Maser. Grandes ventiladores colgados del techo la refrescan en verano, y una estufa Franklin de rayos infrarrojos la calienta en invierno.

»Las paredes están decoradas con extrañas pinturas ejecutadas por artistas tan famosos como Miguel Angel, Renoir y Domingo. En la mesa hay un magnetofón, que él usa para dictar. Sus palabras las escribe luego una secretaria utilizando una pluma y papel carbón. (Se ha demostrado de modo irrefutable que la máquina mecanográfica no se creó hasta el apogeo de la Era de la Computadora, a finales del siglo veinte.)

»El trabajo del señor Jukes consiste en crear las consignas espirituales que animan a la mitad consumidora de la nación. Algunas de estas consignas han llegado hasta nosotros de modo más o menos fragmentaria, y aquellos de ustedes que hayan seguido el curso del profesor Rex Harrison, lingüistica 916, ya saben de las extraordinarias dificultades que se plantean en su interpretación: «Bueno hasta la última gota» (¿Debemos leer «Dios» donde dice «bueno»?); «¿Lo hace o no lo hace?» (¿El qué?); y ‘»Soñé que iba al circo con mi sostén Maidenform» (incomprensible).

»A mediodía, el señor Jukes toma una segunda comida, normalmente en forma comuntaria con otros miles de individuos en un estadio gigantesco. Regresa a su oficina y reanuda el trabajo, pero, como han de tener en cuenta que las condiciones no eran ideales para la concentración, se veía obligado a trabajar hasta cuatro y seis horas al día. En aquellos tristes tiempos había una repetición constante de asaltos a mano armada, robos, guerras de bandas y otras brutalidades. El aire estaba lleno de los cuerpos de los agentes de bolsa desesperados que se tiraban por las ventanas de sus oficinas.

»En consecuencia, es muy natural que el señor Jukes busque paz espiritual al final del día. Y la encuentra en un ritual llamado «fiesta de cocktail». El y otros creyentes más se encierran en una pequeña habitación, rezando en voz alta, y llenando el aire con residuos sagrados de marihuana y mescalina. Los creyentes suelen llevar atuendos denominados «trajes de cocktail», conocidos también como «negro básicon».

»Después, el señor Jukes puede tomar su última comida del día en un club nocturno, un centro de diversión subterráneo donde se ofrecen diversos espectáculos. Va acompañado a menudo por su «cuenta de gastos», frase difícil de interpretar. El doctor David Niven afirma que esto puede relacionarse con »una mujer de vida fácil», pero el profesor Nelson Eddy afirma que esto no hace más que aumentar las dificultades, pues nadie sabe hoy lo que era una «mujer de vida fácil».

»Por último, el señor Jukes regresa a su rancho en una especie de coche de vapor en el que juega juegos de azar con los jugadores profesionales que infectan todos los sistemas de transportes de la época. Ya en su casa, hace una hoguera al aire libre, calcula los gastos del día con su ábaco, toca música triste con su guitarra, hace el amor con una de las miles de extrañas mujeres que tienen la costumbre de irrumpir a horas extrañas ante las hogueras, se enrolla en una manta y se echa a dormir.

»Tal era la barbarie de aquella época tan histérica que pocos hombres vivían más de los cien años. Y sin embargo los románticos de ahora añoran aquella era monstruosa de agitación y terror. La América del siglo veinte está de moda. En fecha muy reciente, un solo ejemplar de Life, una especie de catálogo postal, fue vendido en subasta por el famoso coleccionista Clifton Webb por 150.000 dólares. He de decir, de pasada, que en el análisis que hago de esta pieza en el Phit Trans actual planteo dudas sobre su autenticidad. Ciertos anacronismos del texto indican una posible falsificación.

»Y ahora unas últimas palabras sobre vuestros exámenes. Se ha hablado mucho de parcialidad por parte de la computadora. Se ha sugerido que cuando este departamento recibió la Multi-III de Bioquímica, se pasaron por alto varios circuitos, dejándose en situación operativo, con lo que se inclinó a la computadora en favor del enfoque matemático. Esto es un completo absurdo. Nuestro psiquiatra de computadoras asegura que la Multi-III ha recibido un curso completo de readoctrinación y un lavado de cerebro minucioso. Detalladas comprobaciones han mostrado que todos los errores se debieron a torpeza y descuido de los estudiantes.

»Les pido que se atengan a los procedimientos normales de esterilización antes de realizar su examen. Comprueben sus gorras, batas, máscaras y guantes quirúrgicos y procuren que estén perfectamente ajustados. Asegúrense también de que los instrumentos estén esterilizados. Recuerden que una mota de contaminación en su tarjeta de respuesta puede invalidar su examen. La Multi-III no es una máquina, es un cerebro, y exige el mismo cuidado y consideración que dispensan a sus propios cuerpos. Gracias, buena suerte, y espero verles de nuevo el próximo semestre.

Al salir del aula, el profesor Muni fue abordado en el atestado pasillo por su secretaria, Ann Sothern. Vestía ella un bikini de punto, llevaba una bandeja con bebidas en una mano y en la otra un bañador del profesor. Muni hizo un gesto agradecido, tomó un trago rápido y frunció el ceño al oír el número de comedia musical tradicional con el que los estudiantes pasaban de clase a clase. Comenzó a estructurar sus notas mientras salían apresuradamente del edificio.

—No hay tiempo para darse un chapuzón, señorita Sothern—dijo—. Tengo que acudir a ver un descubrimiento revolucionario esta tarde en el Edificio de Artes Médicas.

—Eso no figura en su programa, doctor Muni.

—Lo sé. Lo sé. Pero Raymond Massey está enfermo, y tengo que hacerlo por él. Ray dice que me sustituirá la próxima vez que tenga que aconsejar a un joven genio que abandone la poesía.

Salieron del Edificio de Sociología, pasaron ante la piscina en forma de lágrima, ante la biblioteca que tenía forma de libro, ante la Clínica cardiaca que tenía forma de corazón, y llegaron al Edificio Facultad que tenía forma de facultad. Estaba en un bosquecillo de palmas reales a través del cual serpeaba una pista de golf diminuta, cuyos acondicionadores de aire emitían un rumor silbante. Dentro del Edificio Facultad, altavoces ocultos radiaban el último éxito-ruido.

—¿Qué es… «Niágara» de Caruso?—preguntó con aire ausente el profesor Muni.

—No, es «Johnstown Flood», de la Callas—contestó la señorita Sothren, abriendo la puerta de la oficina de Muni—. Qué extraño. Juraría que dejé las luces encendidas.

Intentó localizar el interruptor.

—Alto—murmuró el profesor Muni—. Aquí hay algo más de lo que parece, señorita Sothern.

—¿Qué quiere decir…?

—¿Quién suele planear un encuentro por sorpresa en una habitación a oscuras?

—¿Los… Ios Malos?

—Exactamente.

—Tiene razón—dijo una voz nasal—, mi querido profesor pero le aseguro que se trata sólo de una cuestión privada de negocios.

—Doctor Muni —murmuró la señorita Sothern—. Hay alguien en su oficina.

—Vamos, entre, profesor—dijo la voz nasal—. Es decir si me permite usted que le invite a entrar en su propia oficina. No intente encender las luces, señorita Sothern. Han sido… preparadas.

—¿Qué significa esta intrusión? —preguntó el profesor Muni.

—Entre. Vamos, entre. Boris, lleva al profesor hasta una silla. El individuo que le coge de un brazo, profesor Muni, es mi implacable guardaespaldas, Boris Karloff. Yo soy Peter Lorre.

—Exijo una explicación —gritó Muni—. ¿Por qué ha invadido mi oficina? ¿Por qué han estropeado las luces? ¿Qué derecho tienen a. . . ?

—Las luces están apagadas porque es mejor que la gente no vea a Boris. Es un hombre muy útil, pero no una delicia estética, todo ha de decirse. Y el motivo de que haya invadido su oficina se le hará saber después de que haya contestado a una o dos preguntas.

—No haré nada de eso. Señorita Sothern, busque al decano.

—Usted se quedará donde está, señorita Sothern.

—Haga lo que se le dice, señorita Sothern. No permitiré esto. . .

—Boris, enciende algo.

Algo se encendió. La señorita Sothern lanzó un grito. El profesor Muni quedó sobrecogido.

—Ya está bien, Boris, apaga. Ahora, mi querido profesor, vayamos al asunto. En primer lugar, permítame que le informe de que si contesta honradamente a mis preguntas no se arrepentirá de ello. ¿Sería tan amable de extender la mano?—el profesor Muni extendió la mano; alguien posó en ella un fajo de billetes—. Son 10.000 dólares; por la consulta. ¿Quiere usted contarlos? ¿Quiere que Boris encienda algo?

—Le creo —murmuró Muni.

—Muy bien. Profesor Muni, ¿Dónde y durante cuánto tiempo estudió usted historia norteamericana?

—Es una pregunta extraña, señor Lorre.

—Se le ha pagado para que conteste, profesor Muni.

—Está bien. Bueno… estudié en el Instituto Hollywood, Instituto Harvard, Instituto Yale y en la Universidad del Pacífico.

—Qué es «Universidad»?

—El nombre antiguo de Instituto. En el Pacífico son tradicionalistas… Obstinados reaccionarios.

—Y, ¿Durante cuánto tiempo estudió?

—Unos veinte años.

—¿Cuánto tiempo lleva enseñando aquí en el Instituto Columbia?

—Quince años.

—Eso significa treinta y cinco años de experiencia. ¿Diría usted que posee un amplio conocimiento de los méritos y capacidad de los diversos historiadores actuales?

—Entonces, ¿Quién es, en su opinión, la autoridad máxima en la historia Norteamérica del siglo veinte?

—Bueno. Es una pregunta interesante. Harrison, por supuesto, es el que más sabe de publicidad, titulares de periódicos y pies de fotos. Taylor de ciencia doméstica, me refiero a la doctora Elizabeth Taylor. Gable probablemente sea el mejor en transportes. Clark está en el Instituto Cambrige ahora, pero…

—Perdóneme, porfesor Muni. Planteé mal la pregunta. Debería haber preguntado: ¿Quién es la máxima autoridad en objetos históricos del siglo veinte? Antigiiedades, cuadros, muebles, objetos curiosos, piezas artísticas, etcétera.

—¡Ah! En cuanto a eso no hay duda, señor Lorre. Soy yo.

—Muy bien. Excelente. Ahora escúcheme bien, profesor Muni. Un pequeño grupo de hombres poderosos me ha encargado que contrate sus servicios profesionales. Se le pagarán a usted 10.000 dólares por adelantado. Usted dará su palabra de mantener la transacción en secreto. Y quedará entendido que si su misión fracasa, no haremos nada por ayudarle.

—Eso es mucho dinero —dijo lentamente el profesor Muni—. ¿Cómo puedo estar seguro de que esta oferta viene de los Buenos?

—Tiene mi palabra de que es en defensa de la libertad y la justicia del hombre de la calle, de los desheredados y del sistema de vida del Gran Los Angeles. Por supuesto puede usted rechazar esta peligrosa misión, y no se le tendrá en cuenta, pero piense que es el único hombre de todo el Gran Los Angeles que puede realizarla.

—Bueno —dijo el profesor Muni—, dado que no tengo nada mejor que hacer hoy, salvo estudiar una cura de cáncer, aceptaré.

—Sabía que podríamos contar con usted. Es usted de esa clase de hombres que hacen grande a Los Angeles. Boris, canta el himno nacional.

—Gracias, pero sus elogios son inmerecidos. No hago más que lo que haría cualquier ciudadano leal, honrado y patriota del Gran Los Angeles.

—Muy bien, pues. Le recogeré a media noche. Llevará usted traje de tweed, sombrero de fieltro muy bajo y zapatos gruesos. Llevará usted treinta metros de soga de escalador, prismáticos y un revólver de fisión de cañón corto. Su número de identificación será el 369.

—Aquí—dijo Peter Lorre—369. 369, tengo el placer de presentarle a X, Y, y Z.

—Buenas noches, profesor Muni—dijo el caballero de aspecto italiano—. Yo soy Vittorio de Sica. Esta es la señorita Garbo. Este Edward Everett Horton. Gracias, Peter. Váyase ya.

El señor Lorre salió. Muni miró a su alrededor. Se hallaba en un suntuoso apartamento todo decorado de blanco. Incluso el fuego que ardía en la estufa, por algún milagro de la química, se componía únicamente de llamas de un blando lechoso. El señor Horton paseaba nervioso ante el fuego. La señorita Garbo estaba lánguidamente tendida sobre una piel de oso polar, con una boquilla de marfil en la mano.

—Permítame que coja yo esa soga, profesor—dijo De Sica—. Supongo que trae usted también la pistola de cañón corto y los prismáticos habituales. También me los llevaré. Usted póngase cómodo. Perdone que estemos vestidos de etiqueta, nuestras identidades encubiertas, compréndalo. Nosotros controlamos el infierno del fuego. Actualmente estamos…

—¡No! —gritó alarmado el señor Horton.

—A menos que tengamos fe plena en el profesor Muni y seamos completamente sinceros, no iremos a ningún sitio, mi querido Horton. ¿No estás de acuerdo, Greta?

La señorita Greta asintió.

—En realidad—continuó De Sica—, somos un pequeño grupo de poderosos comerciantes en arte.

—En… entonces. . entonces—balbució Muni—son ustedes los famosos De Sica, Garbo y Horton…

—Esos somos.

—Pe… pero… pero todo el mundo dice que ustedes no existen. Todo el mundo cree que la organización conocida como el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte es en realidad propiedad de «Los Treinta y Nueve Pasos», con el control oculto de Cosa Vostra. Es decir que…

—Sí, sí—interrumpió De Sica—. Eso es lo que nosotros queremos hacer creer; de ahí nuestra identidad oculta como trío siniestro que controla este sindicato de juego. Pero somos nosotros tres quienes controlamos el arte en el mundo, y por eso está usted aquí.

—No comprendo.

—Enséñale la lista—dijo la señorita Garbo.

De Sica sacó una hoja de papel y se la entregó a Muni.

—Tenga la bondad de leer esta lista de artículos, profesor. Estúdiela detenidamente. Depende casi todo de las conclusiones que usted extraiga.

 

Horno parrilla automático.

Plancha de vapor.

Batidora eléctrica velocidad 12.

Cafetera automática de seis tazas.

Sartén de aluminio eléctrica.

Horno de gas con cuatro quemadores y tapadera.

Nevera de once pies cúbicos más congelador de 170 bras.

Aspiradora eléctrica, tipo lata, con tope de vinilo.

Máquina de coser con bobinas y agujas

Candelabro rueda de carro, de pino y arce.

Lámpara de techo de cristal opalino.

Lámpara de cristal claveteado estilo provincial.

Lámpara de bronce abatible con pantalla de cristal.

Despertador con timbre doble.

Cubertería de cincuenta piezas para ocho.

Cubertería de dieciséis piezas para cuatro, modelo Du

Alfombra de nailon, 9X12, beige espiga.

Alfombra colonial, oval, 9×12, verde helecho.

Felpudo de cáñamo «Bienvenido», 18X30.

Sofá cama y sillón, verde salvia.

Almohadón redondo de goma-espuma.

Silla abatible de espuma con mecanismo de tres posturas.

Mesa plegable, ocho plazas.

Cuatro sillones con soporte.

Armario de roble colonial de soltero, tres cajones.

Armario doble de roble colonial, seis cajones.

Cama con dosel estilo provincial francés, cincuenta y cuatro pulgadas de anchura.

Después de estudiar la lista durante diez minutos el profesor Muni dejó el papel y lanzó un profundo suspiro —parece el tesoro enterrado más fabuloso de la historia.

—Oh, profesor, no está enterrado. Muni se incorporó.

—¿Quiére decir que realmente existen esos objeto?

—Desde luego que sí. Ya hablaremos más de eso. Primero, dígame, ¿Tiene usted una idea clara de este conjunto de objetos?

—¿Los ha retenido con los ojos de su mente?

—Sí, los he retenido.

—Entonces podrá usted contestar a esta pregunta: ¿Corresponden todos estos tesoros a un tipo, un estilo, un

—No hablas claramente, Vittorio—masculló la señorita Garbo.

—Lo que queremos saber —intervino Edward Everett Horton—es si un hombre podría…

—Por favor, mi querido Horton. Cada pregunta a su tiempo. Profesor, quizás haya sido oscuro. Lo que quiero decirle es esto: ¿Representan estos tesoros el gusto de un hombre? Es decir, ¿Podría el hombre que, digamos, colecciona la batidora eléctrica, ser el mismo del felpudo de cáñamo «Bienvenido»?

—Si podía permitirse ambos—gorjeó Muni.

—Supondremos, en principio, que él puede permitirse todos los artículos de esta lista.

—Ni siquiera un gobierno nacional podría permitírselo a todos—contestó Muni—. Sin embargo, déjeme pensar…

Se echó hacia atrás en su asiento y clavó los ojos en el techo, apenas consciente de que el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte le observaba con gran interés. Tras mucha concentración, Muni abrió los ojos y miró su alrededor.

—Bien, díganos—pidió Horton con ansiedad.

—He estado visualizando esos tesoros en una habitación—dijo Muni—. Se compaginan admirablemente. En realidad, compondrían una de las habitaciones más bellas impresionantes del mundo. Si uno entrase en una habitación así, querría saber inmediatamente quién era el genio que la había decorado.

—¿Entonces…?

—Sí. Yo diría que corresponde al gusto de un hombre.

—¡Ajá! Entonces nuestra sospecha era fundada, Greta. Estamos tratando con un tiburón solitario.

—No, no, no. Es imposible.—Horton arrojó al fuego el vaso, y luego se encogió de hombros ante el estruendo— No puede ser un tiburón solitario. Tienen que ser muchos hombres, de todo tipo, que operan independientemente. Os aseguro…

—Mi querido Horton, sírvete otro trago y cálmate. No haces más que confundir al buen doctor. Profesor Muni le dije que los artículos de esta lista existían. Así es. Pero no le dije que no sabemos dónde están actualmente. No lo sabemos por una buena razón: todos han sido robados.

—¡No! No puedo creerlo.

—Pues sí, y por lo menos una docena de antigüedades más, que no nos molestamos en incluir porque son de mucho menos valor.

—No debían de pertenecer a una sola colección… yo habría tenido noticia de su existencia.

—No. Una colección como ésa nunca existió y nunca existirá.

—No lo permitiríamos —dijo la señorita Garbo.

—¿Cómo los robaron entonces? ¿Dónde?

—Independientemente —exclamó Horton, agitando su vaso. Por docenas de ladrones distintos. No puede ser obra de un solo hombre.

—Según el profesor corresponden al gusto de un hombre.

—Es imposible. ¿Cuarenta audaces robos en quince meses? No puedo creerlo.

—Los objetos de esa lista—continuó De Sica dirigiéndose a Muni—los robaron en un período de quince meses a coleccionistas, museos, comerciantes e importadores todo en el área Hollywood Este. Si, como dice usted, los objetos representan el gusto de un hombre…

—Así es.

—Entonces no hay duda de que tenemos en nuestras manos una rara avis, un delincuente muy listo que es además especialista en arte, o, lo que sería aún más peligroso, un especialista que se ha hecho delincuente.

—¿Pero por qué particularizar?—preguntó Muni—. ¿Por qué ha de ser un especialista? Cualquier comerciante normal en arte podría decirle a un ladrón el valor de las obras de arte antiguas. La información se podría obtener incluso en una biblioteca.

—Digo un especialista—contestó De Sica—porque ninguno de los objetos robados ha vuelto a verse. Ninguno se ha ofrecido a la venta en las cuatro órbitas del mundo, a pesar de que cualquiera de ellos valdría el rescate de un rey. Por tanto, estamos frente a un hombre que roba para aumentar su colección.

—Basta, Vittorio—dijo la señorita Garbo—. Hazle la siguiente pregunta.

—Profesor, supongamos ahora que estamos tratando con un hombre de gusto. Ya ha visto la lista de lo que ha robado hasta ahora. Le pregunto, como historiador: ¿Puede usted sugerirnos algún objeto que evidentemente se integre en su colección? Si pudiésemos llamar su atención con un nuevo objeto, algo que fuese bien en esa hipotética habitación que usted visualizó. .. dígame,  qué objeto podría ser? ¿Qué podría tentar al coleccionista que hay en el delincuente al delincuente que hay en el coleccionista ? añadió Muni.

De nuevo clavó los ojos en el techo mientras los otros le observaban con ansiedad. Al final murmuró:

—Sí… sí… eso es. Eso mismo. Sería el punto focal de toda la colección.

—¿El qué?—gritó Horton—. ¿De qué habla?

—El orinal florido —respondió solemnemente Muni.

Tan perplejo parecían los tres comerciantes que Muni se vio obligado a ampliar:

—Es una jardinera azul de porcelana de función incierta, decorada con una banda de margaritas en blanco y oro. Un intérprete francés lo descubrió en Nigeria hace un siglo. Lo llevó a Grecia, donde lo ofreció a la venta, pero fue asesinado y el cuenco desapareció. Apareció luego en poder de una prostituta del Uzbek que viajaba con pasaporte de Formosa y que se lo dio a un charlatán en Civitavechia a cambio de un supuesto afrodisíaco.

El charlatán contrató a un suizo, un desertor de la guardia vaticana, para que le sirviese de guardaespaldas hasta Quebec, donde esperaba vender el cuenco a un magnate de uranio canadiense, pero desapareció en el viaje. Diez años después un acróbata francés con pasaporte coreano y acento suizo vendió el cuenco en París. Lo compró el noveno duque de Startford por un millón de francos oro, está desde entonces en poder de la familia Olivier.

—¿Y esto —preguntó ansioso De Sica— podría ser el punto focal de toda la colección de nuestro amigo?

—Sin duda alguna. Pongo en juego mi reputación.

—¡Magnífico! Entonces nuestro plan es de lo más simple. Debemos anunciar una supuesta venta del orinal florido a un importante coleccionista de Hollywood Este. Quizás señor Clifton Webb sea la persona más adecuada. Debemos dar abundante publicidad al envío de este raro tesoro al señor Webb. Y luego tender una trampa al ladrón en casa del señor Webb y… ¡Creo que vamos a atraparlo!

—¿Querrán cooperar el duque y el señor Webb?—preguntó Muni.

—Cooperarán. No tienen más remedio.

—¿No tienen más remedio? ¿Por qué?

—Porque les hemos vendido tesoros artísticos a ambos, profesor Muni.

—No comprendo.

—Mi buen doctor, hoy las ventas se hacen enteramente en una base residual. Del cinco al cincuenta por ciento de la propiedad, el control y el valor de reventa de todas las obras de arte lo retenemos nosotros. Nosotros tenemos derechos residuales sobre todos esos objetos robados también, por eso debemos recuperarlos. ¿Comprende ahora?

—Sí, comprendo, y veo que me he equivocado.

—Así es. ¿Le ha pagado ya Peter?

—¿Le ha prometido usted guardar secreto?

—Di mi palabra.

—Grazie. Entonces, habrá de disculparnos, tenemos mucho trabajo.

Mientras De Sica entregaba a Muni la soga, los prismáticos y la pistola de cañón corto, la señorita Garbo se acercó a él.

—No—dijo.

De Sica le lanzó una mirada inquisitiva

—¿Hay algo más, cara mía ?

—Tú y Horton id a hacer vuestro trabajo fuera de aquí —masculló—. Peter quizás le haya pagado, pero yo no. Queremos estar solos.—Le hizo una seña al profesor Muni indicando la piel de oso.

En la elegante biblioteca de la mansión de Clifton Webb en el Camino de Skouras, el inspector detective Edward G. Robinson presentó a sus hombres al Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte. Su equipo se alineaba ante las estanterías exquisitamente simuladas, con sus uniformes de criados, domésticos

—Sargento Eddie Brophy, criado—dijo el inspector Robinson—. Sargento Eddie Albert, segundo criado. Sargento Ed Begley, cocinero. Sargento Eddie Mayhoff ayudante de cocina. Detectives Edgar Kennedy, chófer y Edna May Oliver, criada.

El inspector Robinson llevaba un uniforme de mayor.

—Ahora, damas y caballeros, la trampa está tendida y el subcomisario Eddie Fisher, el mejor especialista, al cargo de todo.

—Le felicitamos —dijo De Sica.

—Como todos ustedes saben muy bien —continuó Robinson—, todo el mundo cree que el señor Clifton Webb ha comprado el orinal al duque de Startford por dos millones de dólares. Se sabe perfectamente que se envió en secreto a Hollywood Este escoltado por una guardia armada y que en este mismo instante el tesoro artístico se encuentra en una caja de caudales oculta en la biblioteca del señor Webb.

El inspector señaló una pared en la que la combinación de la caja estaba hábilmente enmascarada en el ombligo de un desnudo de Amadeo Modigliani (2381-2431), e iluminada por un punto de luz oculto.

—¿Dónde está ahora el señor Webb?—preguntó la señorita Garbo.

—Después de cedernos su gran mansión, a petición nuestra—contestó Robinson— ha emprendido un crucero de placer por el Caribe con su familia y su servidumbre. Como saben muy bien éste es un secreto muy bien guardado.

—Y el orinal —preguntó nervioso Horton—. ¿Dónde está?

—En esa caja de caudales señor.

—Quiere usted decir… ¿Quiere usted decir que realmente lo trajo hasta aquí? ¿Está ahí? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Teníamos que transportar el tesoro artístico, señor Horton. ¿Cómo podíamos hacer si no que se filtrase el secreto estrechamente guardado a la Associated Press, a Televisión Unida, a la Reuters y al Sindicato de Satélites, permitiéndoles sacar fotografías?

—Pe… ro… pero, pueden robarlo realmente… ¡Oh, Dios mío! es horrible.

—Damas y caballeros—dijo Robinson—. Mis ayudante y yo, los mejores policías de Hollywood Este, y el señor comisario Edmund Kean, estaremos aquí, teóricamente cumpliendo las tareas propias del servicio doméstico, en realidad vigilando sin cesar; y no se preocupen. Nadie cogerá el orinal florido, y cogeremos al Chico de las Antigüedades.

—¿A quién? —preguntó De Sica.

—Ese delincuente coleccionista, señor. Así es como llamamos en el Escuadrón Bunco. Y ahora, si ustedes fuesen tan amables de salir al amparo de la oscuridad, utilizando una puerta poco conocida del patio posterior, mis colaboradores y yo podremos empezar nuestro trabajo, simulando realizar las tareas domésticas. Tenemos un soplo según el cual nuestro hombre actuará… esta noche.

El Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte se alejó al amparo de la oscuridad; el escuadrón Bunco comenzó las tareas domésticas de la noche para convencer a todo posible observador suspicaz que la vida transcurría normalmente en la mansión Webb. Había que ver al inspector Robinson, paseando ante los ventanales del salón con una bandeja de plata en la que estaba pegado un vaso de vino, con el interior ingeniosamente pintado de rojo para simular clarete.

Los sargentos Brophy y Albert, criados, se abrían alternativamente la puerta de la calle con gran ceremonia cuando acudían por turnos a echar las cartas al correo. El detective Kennedy pintaba el garaje. La detective Edna May Oliver colgaba las ropas de cama de las ventanas superiores para airearlas. Y a intervalos frecuentes, el sargento Begley (cocinero) perseguía al sargento Mayhoff (ayudante de cocina) por toda la casa con un cuchillo de cortar carne.

A las 23 horas, el inspector Robinson posó su bandeja y bostezó prodigiosamente. Sus hombres entendieron la señal, y toda la casa se llenó de bostezos. En el salón, el inspector Robinson se desvistió, se puso un pijama y un gorro de dormir, encendió una vela y apagó las luces. En la biblioteca sólo quedaba el punto de luz que enfocaba el marcador de la caja de caudales. Luego el inspector subió al piso de arriba. En el resto de la casa, sus ayudantes se pusieron también los pijamas y luego se unieron a él. La mansión Webb quedó oscura y silenciosa.

Pasó una hora; un reloj dio las veinticuatro. Sonó por el Camino de Skouras un ruido sordo.

—La verja principal—murmuró Ed.

—Alguien entra —dijo Ed.

—Es nuestro hombre—anadió Ed.

—Hablen más bajo.

—Está bien, jefe.

Se oyó un rumor de pisadas sobre grava

—Viene por la senda central—murmuró Ed.

—Es un tipo listo—dijo Ed.

El rumor de la grava se convirtió en un ruido suave.

—Está cruzando el seto de flores—dijo De Sica.

Se oyó un golpe sordo, y una maldición.

—Ha metido el pie en un tiesto—dijo Ed.

Se oyó una serie de ruidos sordos a intervalos irregulares.

—No puede sacarlo—dijo Ed.

Se oyó un crac y un repiqueteo.

—Ahora lo ha conseguido—dijo Ed.

—Oh, que hábil es—dijo Ed.

Se oyeron unos golpecitos exploratorios en el cristal.

—Es en la ventana de la biblioteca—dijo Ed.

—¿La dejaste abierta?

—Creí que lo haría Ed, jefe.

—¿Lo hiciste, Ed?

—No, jefe. Creí que tenía que hacerlo Ed.

—No podrá entrar. Ed, mira a ver si puedes abrirla sin que te vea…

Ruido de cristales rotos.

—Da lo mismo, ya ha abierto. Un profesional es un profesional.

Chirrió la ventana; hubo roces y gruñidos mientras el intruso saltaba por ella. Cuando por fin asentó los pies en la biblioteca, su silueta frente al rayo de luz que señalaba hacia la caja era simiesca. Miró a su alrededor inseguro un rato, y al fin empezó a buscar desordenadamente por armarios y cajones.

—Nunca la encontrará—murmuró Ed—. Dije que debíamos poner una señal debajo del marcador, jefe, y tenía razón.

—No, confía en un profesional. ¿ves? ¿Qué te decía yo? Ya la ha localizado. ¿Todo preparado ya?

—¿No quiere esperar a que la abra, jefe?

—¿Por qué?

—Para cogerle con las manos en la masa.

—Por amor de Dios, esa caja está hecha a prueba de ladrones. Vamos ya. ¿Preparados? ¡Adelante!

La biblioteca se llenó de luz. El ladrón se apartó de la caja oculta consternado, y se vio rodeado de siete hoscos detectives, que le apuntaban a la cabeza con las armas. El hecho de que estuviesen en pijama no les hacía parecer menos decididos. Los detectives, por su parte, vieron a un ladrón ancho de hombros, con cuello de toro y grandes quijadas. El hecho de que aún no se hubiese sacudido los restos del tiesto, y llevase una violeta de Parma (Viola Pallida Plena) en el zapato derecho, no le hacía parecer peligroso.

—Y ahora, amigo, por favor—dijo el inspector Robinson con la exagerada cortesía que hacía que sus admiradores le llamasen el Beau Brummel del Escuadrón Bunco.

Se llevaron al malhechor a la comisaría en triunfo.

Cinco minutos después de que los detectives saliesen con su prisionero un caballero vestido de etiqueta se plantó ante la puerta principal de la mansión Webb. Llamó al timbre. Del interior salía la música del principio del Bolero de Ravel interpretado por una orquesta completa a ritmo de vals. Mientras el caballero parecía esperar tranquilamente, su mano derecha se deslizó por el forro de su capa y rápidamente probó una serie de llaves en la cerradura. Luego volvió a llamar el timbre. Hacia la mitad del bolero, encontró una llave que servía.

Giró la llave, empujó la puerta unos centímetros con el pie, y habló suavemente, como si hubiese dentro un criado invisible

—Buenas noches. Creo que llego un poco tarde. ¿Están todos dormidos, o aún me esperan? Oh, muy bien. Gracias.

El caballero entró en la casa, cerró la puerta tras de si suavemente, miró a su alrededor en el oscuro y vacío vestíbulo, y rió entre dientes.

—Como quitarle un caramelo a un niño —murmuró—. Debería avergonzarme.

Localizó la biblioteca, entró y encendió todas las luces. Se quitó la capa, prendió un cigarrillo, advirtió el bar y se sirvió un trago de una de las botellas más atractivas. Probó y escupió.

—¡Ah! un nuevo horror, y creí que los conocía todos. ¿Qué demonios es?—metió la lengua en el vaso—. Whisky, sí; pero whisky con qué…—probó de nuevo—. Dios mío, es zumo de coliflor.

Miró a su alrededor, descubrió la caja, se acercó a ella y la inspeccionó.

—¡Santo cielo!—exclamó—.Toda una clave con tres números… Veintisiete combinaciones posibles. Absolutamente a prueba de robos. Realmente estoy impresionado.

Se acercó al marcador, alzó la vista, se encontró con la difusa mirada del desnudo y sonrió disculpándose.

—Le ruego que me perdone—dijo, y empezó a marcar la combinación: 1-1-1, 1-1-2, 1-1-3, 1-2-1, 1-2-2, 1-2-3, y así sucesivamente, tanteando cada vez la palanca de la caja, disfrazada hábilmente como dedo índice del desnudo. Al llegar al 3-2-1, la palanca descendió con un breve clic. La puerta de la caja se abrió, destripando, como si dijésemos, el hermoso vientre del desnudo. El ladrón metió la mano y sacó el orinal florido. Lo contempló durante un minuto.

—Notable, ¿verdad?—dijo una voz grave.

El ladrón alzó la vista rápidamente. En la puerta de la biblioteca había una chica que le miraba despreocupadamente. Era alta y delgada, con el pelo castaño y los ojos de un azul oscuro muy intenso. Llevaba una túnica blanca casi transparente, y su piel clara brillaba bajo las luces.

—Buenas noches, señorita Webb… ¿O señora?

—Señorita. —Hizo un gesto con el tercer dedo de su mano izquierda.

—Creo que no la oí entrar.

—Ni yo a usted. —Entró en la biblioteca—. Le parece notable, ¿No es así? Quiero decir, espero que no le desilusione.

—No, no me desilusiona, es único.

—¿Quién cree usted que lo diseñó?

—Nunca lo sabremos.

—¿Cree usted que no haría muchos? ¿Qué por eso es tan raro?

—Sería inútil especular, señorita Webb. Sería como preguntarse cuántos colores utilizó un pintor en un cuadro o cuantas notas utilizó un compositor en una ópera.

Ella se acercó hasta un canapé.

—¿Un cigarrillo, por favor? ¿Por casualidad está mostrándose condescendiente?

—En absoluto. ¿Fuego?

—Gracias.

—Cuando contemplamos la belleza debemos ver sólo la Ding en sich, la cosa en sí. Sin duda sabe usted de qué se trata, señorita Webb.

—Sospecho que es usted un poco engreído.

—¿Yo? ¿Engreído? En modo alguno. Cuando la contemplo, también veo sólo la belleza en sí. Y aunque es usted una obra de arte, no es, en absoluto, una pieza de museo.

—Así que es usted también especialista en halagos.

—Usted podría convertir en especialista a cualquier hombre, señorita Webb.

—Y ahora que ha abierto usted la caja de caudales de mi padre, ¿Qué va a hacer?

—Me propongo pasar varias horas admirando esta obra de arte.

—Considérese en su casa.

—No tenía ninguna intención de molestar. Me lo llevaré conmigo.

—Así que va usted a robarlo.

—Le ruego que me perdone.

—Hace usted una cosa muy cruel, sabe.

—Estoy avergonzado de mí mismo.

—¿Sabe usted lo que ese cuenco significa para mi padre?

—Desde luego. Una inversión de dos millones de dólares.

—¿Cree usted que él comercia en belleza como los agentes de bolsa con acciones?

—Por supuesto. Todos los coleccionistas ricos lo hacen. Compran para vender con beneficio.

—Mi padre no es rico.

—Oh, vamos, señorita Webb. ¿Y los dos millones de dólares?

—Pidió prestado el dinero.

—Tonterías.

—Es cierto.—Hablaba con gran pasión, y sus ojos azul oscuro se achicaron—. El no tiene dinero, de veras. Sólo tiene crédito, debía usted saber cómo manejan esto los financieros de Hollywood. Pidió prestado el dinero y ese cuenco es la garantía.—Se levantó del sofá—. Si lo roban será un desastre para él… y para mí.

—Señorita Webb, yo…

—Se lo ruego, no se lo lleve. ¿Cómo puedo convencerle?

—Por favor, no se acerque más.

—Oh, no llevo armas.

—Está usted provista de armas mortíferas que está utilizando implacablemente.

—Si ama usted esta obra de arte sólo por su belleza, ¿Por qué no la comparte con nosotros? ¿O pertenece usted a esa misma clase de hombres a los que odia, los que necesitan poseer?

—Estoy recibiendo lo peor de esto.

—¿Por qué no puede dejarlo aquí? Si usted lo deja ahora, habrá ganado un poder perpetuo sobre él. Tendrá libertad para ir y venir a su antojo. Se habrá ganado la estimación de nuestra familia… de mi padre, mía, de todos nosotros…

—iAy! ¡Dios mío! Me ha convencido. Muy bien, quédese su maldito… —se interrumpió.

—¿Qué pasa?

Miraba fijamente el brazo izquierdo de ella.

—¿Qué es eso que tiene en el brazo?—preguntó lentamente.

—Nada.

—¿Qué es?—insistió él.

—Una cicatriz. Me caí cuando era niña y…

—Eso no es una cicatriz. Eso es la señal de una vacuna.

Ella no contestó.

—Es la señal de una vacuna—repitió él sobrecogido. Hace cuatrocientos años que no se vacuna… al menos así.

—¿Cómo lo sabe?—dijo ella mirándole fijamente.

En respuesta, él se subió la manga izquierda y mostró su cicatriz de la vacuna.

—¿También usted?—exclamó ella asombrada.

Él asintió.

—Entonces ambos venimos. .

—¿De entonces? Sí.

Se miraron desconcertados. Empezaron a reír con incrédulo gozo. Se abrazaron y se dieron palmadas en la espalda, como turistas del mismo pueblo que se encuentran inesperadamente en la cúspide de la Torre Eiffel. Por último se separaron.

—Es la coincidencia más fantástica de la historia—dijo—¿verdad que sí? —dijo ella moviendo la cabeza con asombro—. Aún no puedo creérmelo del todo. ¿Cuándo naciste?

—En mil novecientos cincuenta. ¿Y tú?

—Eso no se pregunta a una dama.

—¡Vamos, vamos !

—En mil novecientos cincuenta y cuatro.

—¿Cincuenta y cuatro? —él rió entre dientes—. Entonces tienes quinientos diez años.

—¿Ves? Nunca se debe confiar en un hombre.

—Así que no eres hija de los Webb. ¿Cómo te llamas?

—Dugan. Violet Dugan.

—Es un nombre muy bonito y muy sencillo.

—¿Cómo te llamas tú?

—Sam Bauer.

—Es aun más sencillo y más bonito. ¡Vaya, vaya!

—Esa mano, Violet.

—Encantada de conocerte, Sam.

—Es un placer.

—Lo mismo digo, de veras.

—Yo trabajaba en las computadoras en el Proyecto Denver en mil novecientos setenta y cinco—. Dijo Bauer tomando un sorbo de su ginebra con jengibre, la combinación menos espantosa del bar de Webb.

—¿Ese fue el que estalló en el setenta y cinco?—exclamó Violet.

—No lo sé. Compraron una de las nuevas IBM 1709, e IBM me envió como ingeniero de instalación para enseñar el funcionamiento de la máquina al personal del ejército. Recuerdo que la noche de la explosión… por lo menos yo creo que fue una explosión. Lo único que sé es que yo estaba enseñándoles a programar nuevos algoritmos para la computadora cuando…

—¿Cuándo qué?

—Alguien apagó las luces. Cuando desperté, estaba en un hospital de Filadelfia (Santa Mónica Este, le llaman) y me enteré de que había sido lanzado a cinco siglos más tarde en el futuro. Me habían recogido desnudo, medio muerto y sin documentación.

—¿Les explicaste quién eras realmente?

—No. ¿Quién iba a creerme? Así que me curaron, me dieron de alta y anduve vagando por ahí hasta que encontré un trabajo.

—¿Cómo ingeniero de computadoras?

—Oh, no; no por lo que pagan. Calculo probabilidades para uno de los mayores tenedores de apuestas del Este. ¿Y tú?

—Prácticamente la misma historia. Yo estaba en Cabo Kennedy haciendo ilustraciones para una revista sobre el primer cohete que iba a Marte. Soy artista de profesión…

—¿A Marte? Eso estaba programado para el setenta y seis, ¿verdad? No me digas que fallaron.

—Debieron de fallar, pero no he podido encontrar gran cosa en los libros de historia.

—Son muy vagos respecto a nuestra época. Creo que la guerra debió arrasarlo casi todo.

—De cualquier forma, lo cierto es que yo estaba en el centro de control haciendo bocetos y coloreando durante la cuenta atrás, cuando… bueno, tal como tú dijiste, alguien apagó las luces.

—¡Dios mío! El primer despegue atómico, y fallaron.

—Desperté en un hospital de Boston Burbank Norte ahora, exactamente igual que tú. Después salí de allí, y conseguí un trabajo.

—¿Cómo artista?

—Algo así. Soy falsificadora de antigüedades. Trabajo para uno de los traficantes en arte más importantes del país.

—Así que aquí estamos, Violet.

—Aquí estamos, sí. ¿Qué crees que pasó, Sam?

—No tengo ni idea, pero no me sorprende. Cuando se juega con la energía atómica a una escala tan gigantesca, puede suceder cualquier cosa. ¿Crees que hay más como nosotros?

—¿Más lanzados hacia el futuro?

—Sí, eso.

—No podría asegurarlo. Tú eres el primero que encuentro.

—Si supiese que había más, los buscaría. Dios mío, Violet, tengo tanta nostalgia del siglo veinte.

—También yo.

—Es tan grotesco todo esto; es como una película mala —dijo Bauer—. Un tópico de Hollywood. Todo es igual, los nombres, las casas, la forma de hablar. Cómo se comportan. Todo parece sacado del peor mundo del cine.

—Así es. ¿No lo sabías?

—¿Saber? ¿Saber qué? Cuéntame.

—Yo lo leí en sus libros de historia. Al parecer, después de aquella guerra casi todo quedó barrido. Cuando empezaron a construir una nueva civilización, no tenían más punto de referencia que los restos de Hollywood. Quedó relativamente marginado de la guerra.

—¿Por qué?

—Supongo que nadie pensó que valiese la pena bombardearlo.

—¿Quiénes eran las dos partes, nosotros y Rusia ?

—No sé. Sus libros de historia sólo les llaman los Buenos y los Malos.

—Típico. Dios mío, Violet, son como niños idiotas. No, son como extras de una mala película. Y lo que me mata es que son felices. Están viviendo esta especie de vida sintética de espectáculo Cecil B. De Mille, y los muy estúpidos están encantados. ¿viste el funeral del presidente Spencer Tracy? Llevaban el ataúd en una esfinge de tamaño natural.

—Eso no es nada. ¿viste la boda de la princesa Joan ?

—¿Fontaine?

—Crawford. Se casó anestesiada.

—Bromeas.

—De verás que no. Ella y su marido fueron unidos en santo matrimonio por un cirujano plástico.

Bauer se estremeció.

—Vaya, vaya. ¿Has estado en un partido de fútbol?

—No juegan al fútbol; sólo se dan dos horas de descanso.

—Como los desfiles de bandas; no hay músicos, sólo majorettes con bastones.

—Lo tienen todo aireacondicionado, incluso al aire libre.

—Con altavoces que transmiten música en cada árbol.

—Piscinas en cada esquina.

—Luces Kleig en cada tejado.

—Comisarios para restaurantes.

—Máquinas automáticas que venden autógrafos.

—Y diagnósticos médicos. Les llaman Medic-Matones.

—Grabados de piernas femeninas en las aceras.

—Y aquí estamos, atrapados en el infierno —gruñó Bauer—. Por cierto, eso me recuerda… ¿No crees que deberíamos salir de esta casa? ¿Dónde está la familia Webb?

—En un crucero. Tardarán días en volver. ¿Dónde están los policías?

—Me libré de ellos con un sustituto. Tardarán horas en volver. ¿Otra copa?

—Está bien. Gracias.—Violet miró a Bauer con curiosidad—. ¿Robas por eso, Sam, porque odias este mundo? ¿Es venganza?

—No, nada de eso. Es porque tengo nostalgia… prueba esto, creo que es ron y ruibarbo… he conseguido una casa en Long Island (Catalina Este, debería decir) e intento convertirla en un hogar del siglo veinte. Naturalmente tengo que robar las cosas. Paso los fines de semana allí, y es una bendición, Violet, es mi único escape.

—Comprendo.

—Lo cual me recuerda de nuevo una cosa. ¿Qué demonios haces tú aquí, disfrazada de la hija de Webb?

—También yo buscaba el orinal florido.

—¿Venías a robarlo?

—Claro. Me sorprendió mucho descubrir que alguien se me había adelantado.

—Y con ese cuento de pobre niñita rica… estabas intentando birlármelo…

—Así es. De hecho, lo hice.

—Lo hiciste realmente. ¿Por qué?

—No por la misma razón que tú. Yo quiero emprender negocios por mi cuenta.

—¿Cómo falsificadora de antigüedades?

—Y traficante también. Estoy reuniendo existencias, pero no he tenido tanto éxito como tú.

—¿Entonces fuiste tú quien robó el espejo Vanidad de tres cuerpos con marco de oro simulado?

—Sí.

—¿Y aquella lámpara de lectura de bronce, para la cama, con extensión graduable?

—Fui yo también.

—Que lástima; yo realmente quería eso. ¿Y qué me dices de la chaise longue con adornos de borlas tapizada de estambre?

—Yo también —dijo ella—. Casi me rompí la espalda para llevármela.

—¿No puedes conseguir ayuda?

—¿Cómo confiar en nadie? ¿No trabajas tú solo?

—Sí—dijo Bauer pensativo—. Hasta ahora, sí; pero no veo ninguna razón para seguir haciéndolo. Violet, hemos estado trabajando uno contra otro sin saberlo. Ahora que nos hemos encontrado, ¿Por qué no establecemos un acuerdo?

—¿Qué acuerdo?

—Trabajaremos juntos, amueblaremos mi casa juntos y la convertiremos en un maravilloso santuario. Y al mismo tiempo tú puedes aumentar tus reservas de antigüedades. Quiero decir, si deseas vender la silla, no me opondré. Siempre podremos coger otra.

—¿Quieres decir compartir tu casa juntos?

—Claro.

—¿No podríamos establecer turnos?

—¿Cómo turnos?

—Algo así como fines de semana alternados…

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué.

—No lo sé. Dímelo.

—Oh, vamos…

—No, dime por qué.

—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —ella se ruborizó—. Sabes perfectamente bien por qué. ¿Crees que soy el tipo de chica que pasa fines de semana con hombres?

Bauer se sintió desconcertado.

—Pero yo no pensaba en ninguna proposición de esa clase, te lo aseguro. La casa tiene dos dormitorios. Estarás perfectamente segura. Lo primero que haremos será robar una cerradura Yale para tu puerta.

—De eso ni hablar—dijo ella—. Conozco a los hombres.

—Te doy mi palabra, será una relación puramente amistosa. Se observará el mayor decoro.

—Conozco a los hombres—repitió ella con firmeza.

—¿No estás siendo un poco irrealista?—preguntó él—. Aquí estamos los dos, refugiados en esta pesadilla hollywoodiana; deberíamos estar ayudándonos y consolándonos mutuamente; y tú permites que un estúpido problema moral nos separe.

—¿Eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que tarde o temprano esa ayuda y ese consuelo no acabarán en la cama?—contestó ella—. ¿Eres capaz?

—No, no lo soy—contestó él honestamente—. Eso sería negar el hecho de que eres una chica condenadamente atractiva. Pero yo…

—Entonces eso queda fuera de cuestión, a menos que quieras legalizarlo; y no estoy prometiendo que acepte.

—No—dijo Bauer con viveza—. Ahí yo trazo una línea, Violet. Habría que hacerlo a la manera que se hace aquí. Siempre que una pareja quiere mantener una relación de una noche van al Bodamatón, entran en un cuarto y quedan conectados. A la mañana siguiente van al Renomatón y allí les desconectan, y su conciencia queda limpia. ¡Eso es hipocresía! Cuando pienso en las chicas que me han hecho pasar por esa humillación: Jane Russell, Jane Powell, Jayne Mansfield, Jane Withers, Jane Fonda, Jane Talzan… ¡Ay Dios mío!

—¡Oh! ¡Tú! —Violet Dugan se puso en pie de un salto llena de furia—. Así que, después de tanta charla sobre lo espantoso que es esto, también tú has ido a Hollywood.

—Es imposible discutir con una mujer—dijo Bauer exasperado—. Yo sólo dije que no quería hacerlo tal como lo hacen aquí, y ella me acusa de aceptar Hollywood. ¡Lógica femenina!

—No intentes imponerme tu supremacía masculina—chilló ella—. Cuando te escucho, me parece volver a los viejos tiempos, y eso me pone enferma.

—Violet… Violet… no nos peleemos. Debemos mantenernos unidos. Mira, lo arreglaremos a tu modo. Qué demonios, es sólo un cuarto. Pero pondremos esa cerradura en tu puerta de todos modos. ¿De acuerdo?

—¡Oh! ¡Vaya! ¡Sólo un cuarto! Eres repugnante.—Cogió el orinal florido y le dio la vuelta.

—Sólo un minuto—dijo Bauer—. ¿Adónde crees que vamos?

—Yo voy a casa.

—Entonces, ¿No formamos equipo?

—No. Por mí puedes ir a consolarte con esas tramposas, llamadas Jane. Buenas noches.

—Tu no te vas Violet.

—Claro que me voy, señor Bauer.

—No con el orinal. Es mío.

—Lo robé yo.

—Y yo te lo quité a ti.

—Déjalo, Violet.

—Tú me lo diste. ¿Recuerdas?

—Te lo repito, déjalo.

—No lo dejaré. ¡No te acerques a mí!

—Ya conoces a los hombres. ¿Recuerdas? Pero no lo sabes todo sobre ellos. Ahora deja ese orinal como una buena chica, o sabrás algo más sobre la supremacía masculina. Te lo advierto, Violet… muy bien, querida, así.

La pálida aurora brillaba en la oficina del inspector Edward G. Robinson, lanzando rayos azules a través del denso humo de los cigarrillos. La Brigada Bunco formaba un círculo amenazador alrededor de la figura simiesca derrumbada en una silla. El Inspector Robinson hablaba pesadamente.

—Está bien. Oigamos de nuevo su historia.

El hombre de la silla se estremeció e intentó alzar la cabeza.

—Me llamo William Bendix—murmuró—. Tengo cuarenta años. Soy escalador-colocador de la empresa Groucho, Chico, Harpo y Marx, ingenieros civiles, 122 03 Goldwin Terrace.

—¿Qué es un escalador-colocador?

—Un escalador colocador es un especialista que, por ejemplo, si la empresa construye un edificio en forma de zapato, para una zapatería, es el que ata los cordones arriba; pone las pajas encima de un puesto de helados. También. ..

—¿Cuál fue su último trabajo?

—El Instituto de la Memoria del Bulevar Louis B. Mayer 30449.

—¿Y qué hizo usted?

—Puse las venas en el cerebro.

—¿Tiene usted antecedentes policiales?

—No, señor.

—¿Qué estaba haciendo usted en la elegante residencia de Clifton Webb sobre la media noche pasada?

—Como dije, estaba tomando un vaso de vodka y espinacas en un bar, la taberna moderna, donde yo puse la espuma de la cerveza arriba cuando lo construimos, y apareció ese tipo, se acercó a mí y empezó a hablarme. Me habló de ese tesoro artístico que acababa de importar un tipo muy rico. Me explicó que también él era coleccionista, pero que no podía permitirse comprar ese tesoro, y el coleccionista rico estaba tan celoso de él que ni siquiera le dejaría verlo. Me dijo que me daría cien dólares sólo por poder echarle una ojeada.

—Quiere usted decir robarlo…

—No, señor, nada de eso. Él dijo que si yo podía sacarlo a la ventana para poder verlo, me pagaría cien dólares.

—¿Y cuánto le pagaría si se lo entregaba?

—No, señor, sólo mirarlo. Luego yo debía ponerlo otra vez donde estaba, y ése era el trato.

—Describa a ese hombre.

—Tenía unos treinta años. Bien vestido. Hablaba un poco raro, como un extranjero, y no hacía más que reírse, como si tuviese un chiste que quisiese contar. Era de estatura media, quizás algo más. Los ojos oscuros. Y el pelo también oscuro y ondulado; quedaría muy bien en el tejado de una barbería.

Hubo un repiqueteo urgente en la puerta de la oficina. Entró el detective Edna May Oliver, con aire alterado.

—¿Qué pasa?—preguntó el inspector Robinson.

—Su historia parece cierta, jefe —informó el detective Oliver—. Fue visto en ese bar anoche… La Vieja Taberna.

—No, no, no. Es la Taberna Moderna.

—Es igual, jefe. La renovaron para hacer otra gran inauguración esta noche.

—¿Quién colocó la botella en el tejado?—quiso saber Bendix. Nadie le hizo caso.

—Al parecer le vieron hablando con el hombre misterioso que describe—continuó el detective Oliver—. Salieron juntos.

—Era nuestro hombre.

—Sí, jefe.

—¿Podría identificarle alguien?

—No, jefe.

—¡Maldita sea!—el inspector Robinson aporreó la mesa exasperado—. Tengo la impresión de que nos ha engañado.

—¿Cómo, jefe?

—¿Es que no comprendes, Ed? Al parecer se dio cuenta de que estábamos preparándole una trampa.

—No entiendo, jefe.

—¡Piensa, Ed, piensa! Quizás fuese él el informador que nos dio el soplo de que nuestro hombre actuaría esta noche.

—¿Quiere decir que se denunció a sí mismo?

—Exactamente.

—Pero, ¿Por qué, jefe?

—Para engañarnos y hacernos detener a otro. Te aseguro que es diabólico.

—Pero, ¿Y qué adelanta con eso, Jefe? Usted ya se ha dado cuenta del engaño.

—Tienes razón, Ed. El plan de nuestro hombre debe de ir más allá que todo eso. Pero, ¿Cómo? ¿Cómo?

El inspector Robinson se levantó y empezó a pasear, intentando determinar con su poderosa mente las tortuosas maquinaciones del astuto ladrón.

—¿Y qué me pasará a mí?—preguntó Bendix.

—Usted puede irse—dijo Robinson—. Amigo mío no es usted más que un peón en un juego mucho más importante.

—No, lo que yo quiero saber es si puedo cerrar el trato, con ese hombre. Probablemente esté aún esperando fuera de la casa.

—¿Cómo ha dicho? ¿Esperando?—exclamó Robinson—. ¿Quiere decir que él estaba allí cuando le detuvimos a usted?

—Debía de estar, claro.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!—gritó Robinson—. Ahora lo veo todo claro.

—¿El qué, jefe?

—¿No te das cuenta, Ed? El estaba viéndonos cuando nos llevamos a este idiota. Luego, en cuanto desaparecimos, él entró en la casa.

—¿Quiere decir que…?

—Probablemente esté ahora mismo allí, intentando abrir esa caja.

—¡Dios mío!

—Ed, avisa a la Brigada Volante y a la Brigada Antisubversiva.

—Muy bien, Jefe.

—Ed, quiero que se bloqueen todas las carreteras y caminos que van a dar a la casa.

—Está bien, jefe.

—Ed, tú y Ed venid conmigo.

—¿Adónde vamos, jefe?

—A la mansión Webb.

—No puede hacer eso, jefe. Es una locura.

—Debo hacerlo. Esta ciudad no es lo bastante grande para nosotros dos. Esta vez será él… o yo.

La noticia ocupó la primera plana de los periódicos: cómo la Brigada Bunco había descubierto el diabólico plan del famoso ladrón de antigüedades y llegado a la fabulosa mansión Webb sólo momentos después de salir éste de allí con el orinal florido; cómo había encontrado a su inconsciente víctima, la bella Audrey Hepburn, fiel ayudante de la misteriosa dama del juego Greta «Ojos de Serpiente» Garbo; cómo Audrey, sospechando intuitivamente que algo fallaba, había decidido investigar por su cuenta; cómo el astuto ladrón había practicado un siniestro juego de ratón y gato con ella hasta que tuvo la oportunidad de derribarla con un golpe brutal.

Entrevistada por los sindicatos de noticias, la señorita Herburrn dijo:

—Fue sólo intuición femenina. Sospeché que algo iba mal y decidí investigar por mi cuenta. El astuto ladrón practicó un siniestro juego del ratón y el gato conmigo hasta que tuvo la oportunidad de derribarme con un golpe brutal.

Recibió diecisiete proposiciones de matrimonio por Bodamatón, tres ofertas de pruebas cinematográficas, veinticinco dólares del Fondo de la Comunidad de Hollywood Este, el premio Darryl F. Zanuck de interés humano y una riña de su jefe.

—Deberías haber dicho que te habían violado, Audrey —dijo la señorita Garbo—. Eso habría mejorado la historia.

—Lo siento, señorita Garbo. Procuraré acordarme la próxima vez. Me hizo una proposición indecente.

Sucedía esto en el estudio secreto de la señorita Garbo, donde Violet Dugan (Audrey Hepburn) se dedicaba afanosamente a falsificar un calendario del Corn Exchange Bank del año 1943, mientras los miembros del Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte conferenciaban.

—Cara mía—preguntó De Sica a Violet—. ¿Puedes darnos una descripción más completa del ladrón?

—Ya he dicho todo lo que puedo recordar, señor De Sica. El único detalle que parece ayudar es el hecho de que calcula probabilidades para uno de los tenedores de apuestas más importante del Este.

—¡Bah! Hay centenares de esa especie. Eso no ayuda nada. ¿No dijo algo relacionado con su nombre?

—No, señor; al menos, no del nombre que usa ahora.

—¿El nombre que usa ahora? ¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno… quiero decir… el nombre que utiliza cuando no es el Chico de las Antigüedades.

—Comprendo. ¿Y su casa?

—Habló de un sitio en Catalina Este.

—Hay doscientos kilómetros de casas en Catalina Este —dijo Horton irritado.

—¿Y qué quiere que haga yo, señor Horton?

—Audrey—ordenó la señorita Garbo—, deja ese calendario y mírame.

—Sí, señorita Garbo.

—Tú te has enamorado de ese hombre. Para ti es una imagen romántica, y no quieres entregarlo a la justicia. ¿No es así?

—No, señorita Garbo—contestó Violet con vehemencia—. Si hay algo en el mundo que deseo es que le detengan.—Se acarició la mandíbula—. ¿Enamorada de él? ¡Le odio!

—Bueno—dijo De Sica con un suspiro—. Esto es un desastre. Sencillamente, estamos obligados a pagar dos millones de dólares si no se recupera el original.

—En mi opinión —intervino Horton— la policía jamás lo encontrará. ¡Son unos idiotas! Casi tanto como nosotros por habernos metido en esto.

—Entonces es un caso para un agente privado. Con nuestras conexiones con el hampa, no deberíamos tener ningún problema para contratar al hombre adecuado. ¿Alguna sugerencia?

—Nero Wolfe—dijo la señorita Garbo.

—Excelente, Cara mía. Un caballero de cultura y erudición.

—Mike Hammer—propuso Horton.

—Se anota la candidatura. ¿Qué os parece Perry Mason?

—Ese tipo es demasiado honesto—contestó Horton.

—Pues queda tachado. ¿Más sugerencias?

—La señorita North—dijo Violet.

—¿Quién, querida? Oh, sí, Pamela North, la dama detective. No… No, creo que no. No es un caso para una mujer.

—¿Por qué, señor de Sica?

—Porque hay perspectivas de violencia que parecen poco adecuadas para el sexo débil, mi querida Audrey.

—No estoy de acuerdo—dijo Violet—. Las mujeres son muy capaces de cuidarse de sí mismas.

—Ella tiene razón—gruñó la señorita Garbo.

—No lo creo, Greta; y su experiencia de anoche lo prueba.

—Él me derribó con un golpe brutal cuando yo no miraba—protestó Violet.

—Quizás. ¿Queréis que votemos? Yo voto por Nero Wolfe.

—¿Por qué no por Mike Hammer?—preguntó Horton—. Consigue resultados sin preocuparse cómo.

—Pero esa falta de tacto puede significar que recobremos el original en piezas.

—¡Dios mío! No se me ocurrió pensar eso. Está bien, votaré por Wolfe.

—Yo por la señorita North—dijo la señorita Garbo.

—Pierdes, cara mía. Y queda elegido Wolfe. Bene. Creo que es mejor que vayamos a visitarle sin Greta, Horton. Resulta notablemente antipático a las mujeres. Señoras, arrivederchi.

Después de salir dos de los tres poderosos comerciantes en arte, Violet miró enfurecida a la señorita Garbo.

—¡Machistas!—gruñó—. ¿Por qué tenemos que soportarlos?

—¿Y qué podemos hacer, Audrey?

—Señorita Garbo, quiero permiso para localizar a ese hombre yo sola.

—¿Hablas en serio?

—Desde luego.

—Pero, ¿Qué puedes hacer tú?

—Tiene que haber una mujer en su vida en alguna parte.

—Naturalmente.

herchez la femme.

—¡Una idea muy inteligente!

—Él mencionó unos cuantos nombres probables, así que la encontraré, y le encontraré a él, ¿Puedo tomarme un permiso, señorita Garbo?

—Está bien, Audrey. Hazlo. Tráemelo vivo.

La vieja dama que llevaba sombrero galés, delantal blanco, gafas hexagonales y una masa de labor de punto con agujas, tropezó en la reproducción de las Escaleras Españolas que llevaban a la Residencia del Rey. La Residencia del Rey tenía la forma de una corona imperial, con una reproducción de quince metros del diamante Esperanza relumbrando en la cúspide.

—¡Maldita sea! —murmuró Violet Dugan—. No debería haber sido tan auténtica con los zapatos. Son infernales.

Entró en la Residencia y subió hasta la décima planta, donde tocó una campanilla en una puerta flanqueada por un león y un unicornio que rugieron y relincharon respectivamente. La puerta se hizo nebulosa y luego se aclaró, mostrando a una Alicia en el País de las Maravillas de grandes ojos inocentes.

—¿Lou?—dijo con ansiedad. Y luego su cara se desvaneció.

—Buenos días, señorita Powell—dijo Violet, sus ojos mirando por encima de la dama y examinando el apartamento.—Represento al Servicio de Maledicencia, Ine. ¿Le interesan a usted las murmuraciones? ¿Se está perdiendo los escándalos más sabrosos? Nuestro equipo de cotillas expertos garantiza la última noticia a los cinco minutos de producirse; noticias difamatorias, noticias humillantes, noticias calumniosas, ofensivas, denigrantes…

—Flam —dijo la señorita Powell. La puerta se volvió opaca.

La marquesa de Pompadur, con una falda de brocado y un corpiño de encaje, su peluca empolvada elevándose por lo menos medio metro, entró en el enrejado pórtico de Descanso de los Pájaros, una casa privada en forma de jaula de pájaro. Una cacofonía de cantos de pájaros descendía de su dorada cúpula. Madame Pompadur sopló en el silbato de reclamo de pájaros que había en la puerta, que tenía forma de reloj de cuco. La puertecilla que había sobre la esfera del reloj se abrió y salió de allí una cámara de televisión con un alegre «¡Cu-cú!» que la inspeccionó.

Violet hizo una profunda reverencia.

—¿Puedo ver a la señora de la casa, por favor?

Se abrió la puerta. Apareció Peter Pan que vestía transparencias verde Lincoln que revelaban su sexo femenino.

—Buenas tardes, señorita Withers. Avon la visita. Ignatz Avon, el mejor sastre, que diseña pelucas, transformaciones, tupés, moños, para representaciones, diversión, moda y…

—Fauf—dijo la señorita Withers. Hubo un portazo. La marquesa se desvaneció.

El artista de la Rivera Izquierda con boina y blusón de terciopelo llevaba su paleta y su caballete hasta la planta quince de La Pirámide. Justo bajo el ápice había seis columnas egipcias frente a una inmensa puerta de basalto. Cuando el pintor arrojó una limosna en el plato de un mendigo de piedra, la puerta giró sobre unos pivotes, mostrando una tumba sombría en la que había una mujer tipo Cleopatra vestida como una diosa serpiente cretense, con serpientes a juego.

—Buenos días, señorita Rusell. Tiffany tiene el placer de ofrecerle una nueva colección de joyería orgánica, las gemas dérmicas de Tiffany. Tatuadas en alto relieve, incorporan una fuente de radiación gamma, que se garantiza inofensiva por treinta días, con diamantes resplandecientes de la mejor agua.

—¡Cholck! —dijo la señorita Rusell. La puerta giró de nuevo sobre sus pivotes cerrándose, al compás de los últimos acordes de Aida, suavemente entonados por un coro de armónicas.

La maestra, vistiendo un tailteur de encaje, el pelo tenso y apretado en un moño, los ojos ampliados por los gruesos cristales de las gafas, cruzaba con sus libros de texto el puente levadizo de la Casa Solariega. Un almenado ascensor la llevó hasta la doceava planta, donde se vio obligada a saltar por encima de un pequeño foso antes de llegar al llamador de la puerta, que tenía forma de puño. La puerta se movió hacia arriba, como un rastrillo en miniatura, y apareció Goldilocks.

—¿Louis?—rió ella. Luego su cara se desvaneció.

—Buenas noches, señorita Mansfield. Read-Eze ofrece un nuevo y espectacular servicio personalizado. ¿Por qué someterse a la monotonía de los lectores mecánicos cuando Read-Eze dispone de especialistas con voces adecuadas, capaces de matizar cada palabra individual, que pueden leerles en persona tebeos, revistas cinematográficas y sentimentales a cinco dólares la hora? Novelas de misterio, del oeste, y ecos de sociedad a…

El rastrillo descendió de nuevo.

—Primero Lou, luego Louis—murmuró Violet—. Me pregunto si…

La pequeña pagoda estaba emplazada en una reproducción exacta del paisaje de una lámina Willow Pattern, incluyendo las imágenes de tres culíes en el puente. La estrella de cine, con gafas de sol oscuras y una blusa blanca estirada sobre su poitrine de ciento diez centímetros, palmeó sus cabezas al pasar.

—Cuidado, muñeca—dijo el último.

—¡Oh, perdóneme! Creí que eran estatuas.

—A cincuenta centavos la hora lo somos, pero sólo a efectos visuales.

Mamade Butterfly llegó a la arcada de la pagoda, riendo entre dientes e inclinándose como una geisha, pero extrañamente adornada con un parche negro en el ojo izquierdo.

—Buenos días, señorita Fonda. El Límite del Cielo está realizando una oferta introductoria de un concepto revolucionario en la regeneración del pecho. Una aplicación de Pecho-G, nuestro polvoantigravedad del color de la piel, bajo el busto hace milagros. Viene en tres tonos: rubio, tiziano y castaño; y tres alturas: uva, melón persa y…

—Yo no necesito ningún globo de ascensión—dijo secamente la señorita Fonda—. Fauf.

—Siento haberla molestado —Violet vaciló—. Perdóneme, señorita Fonda, pero ¿No desentona este parche en el ojo con el personaje?

—No es ningún adorno, querida; eso es sal. Ese Jourdan es un cabrón.

—Jourdan—dijo Violet para sí, volviendo sobre sus pasos a través del puente—. Louis Jourdan. ¿Podría ser?

El hombre rana de goma negra, con todo el equipo de pesca submarina incluyendo máscara, tanque de oxígeno y arpón, cruzó el sendero selvático hasta la Colina de las Fresas, asustando a los chimpancés. A lo lejos trompeteó un elefante. El hombre rana tocó un gong de bronce que colgaba de un cocotero, y le respondieron tambores africanos. Apareció un watusi de más de dos metros de altura y condujo al visitante a la parte trasera de la casa, donde una mujer tipo Pocahontas agitaba sus piernas en una imitación del río Congo a pequeña escala.

—¿Es Louis Bwana? —preguntó. Luego su cara se desvaneció.

—Buenas tardes, señorita Tarzán —dijo Violet—. Apchuck, con una experiencia de cincuenta años, garantiza el placer de nadar en agua esterilizada, sea en una piscina olímpica o simplemente en una vieja y anticuada. Con su sistema patentado de bomba de mercurio limpieza al vacío, Ap-Chuck elimina barro, arena, cieno, borrachos, heces, desperdicios…

El gong de bronce resonó, y de nuevo contestaron los tambores.

—¡Oh! Ahora debe de ser Louis—gritó la señorita Tarzán—. Sabía que iba a cumplir su promesa.

La señorita Tarzán se acercó corriendo a la parte delantera de la casa. La señorita Dugan se colocó la máscara sobre la cara y se sumergió en el Congo. Al otro lado salió a la superficie tras una fronda de bambú, junto a un cocodrilo de aire muy real. Golpeó su cabeza una vez para asegurarse de que estaba disecado. Luego se volvió a tiempo justo de ver a Sam Bauer entrar en el jardín-selva, del brazo de Jane Tarzán.

Oculta en la cabina en forma de teléfono del otro lado de la calle, frente a la Colina de las Fresas, Violet Dugan y la señorita Garbo discutían acaloradamente.

—Fue un error llamar a la policía, Audrey.

—No, señorita Garbo.

—El inspector Robinson lleva ya diez minutos en esa casa. Fallará otra vez.

—Con eso cuento, señorita Garbo.

—Entonces yo tenía razón. Tu no quieres que ese… ese Louis Jourdan sea capturado.

—Sí quiero, señorita. ¡Claro que quiero! ¡Si me dejara!

—Te encandiló con su propuesta indecente.

—Escuche, por favor, señorita Garbo. Lo importante no es capturarle sino recobrar los objetos robados. ¿No es cierto?

—¡Excusas! ¡Excusas!

—Si le detienen ahora, nunca nos dirá dónde está el orinal.

—¿Sí?

—Por eso tenemos que obligarle a que nos indique dónde esta.

—¿Pero cómo?

—Yo he cogido una hoja de su libro. ¿Recuerda cómo engañó a aquel individuo para despistar a la policía?

—Aquel idiota de Bendix.

—Bueno, pues ahora nosotros utilizamos igual al inspector Robinson. ¡Oh, mire! Algo pasa.

En la Colina de las Fresas se había organizado un auténtico pandemonio. Los chimpancés chillaban y saltaban de rama en rama. Apareció el watusi, corriendo a toda prisa perseguido por el inspector Robinson. El elefante empezó a trompetear. Un gigantesco cocodrilo se arrastraba veloz entre la hierba. Jane Tarzán apareció, corriendo a toda prisa, perseguida por el inspector Robinson. Sonaban los tambores africanos.

—Yo habría jurado que ese cocodrilo estaba disecado —murmuró Violet.

—¿Qué dices, Audrey?

—Ese cocodrilo… ¡Sí, tenía razón! Perdóneme, señorita Garbo. Tengo que irme.

El cocodrilo se había alzado sobre sus patas traseras y descendía ahora por el prado de la Colina de las Fresas. Violet salió de la cabina telefónica y empezó a seguirle sin prisa. El espectáculo de un cocodrilo andando sobre las patas traseras seguido, a discreta distancia, por un hombre rana no producía ningún interés particular a los transeúntes de Hollywood Este. El cocodrilo miró hacia atrás por encima del hombro una o dos veces y al final advirtió la presencia del hombre rana. Aceleró el paso. El hombre rana lo aceleró también. Empezó a correr. El hombre rana corrió, fue quedando atrás, abrió su tanque de oxígeno y empezó a reducir distancia. El cocodrilo dio un salto y se agarró a un tranvía atestado de gente que le condujo hacia el Este. El hombre rana gritó a un rickshaw que pasaba:

—¡Siga a ese cocodrilo!—gritó en el auricular del robot.

En el zoo, el cocodrilo abandonó el tranvía y se perdió entre la multitud. El hombre rana abandonó el rickshaw y le siguió frenéticamente a través de la Casa Berlín, la Casa Moscú y la Casa Londres. En la Casa Roma, donde los curiosos arrojaban pizzas a los ejemplares que había tras la reja, Violet vio a uno de los romanos que estaba tendido, desnudo e inconsciente en una pequeña jaula de un rincón. A su lado había una piel de cocodrilo vacía. Violet miró a su alrededor y vio a Bauer que se deslizaba vestido con un traje de rayas y sombrero borsalino.

Corrió tras él. Bauer echó a un muchacho de un pony eléctrico de carrusel, saltó a su grupa y empezó a galopar hacia el Oeste. Violet saltó a la espalda de un lama que pasaba.

—Siga a ese carrusel—gritó. El lama empezó a correr.

—Ch-iao csi-fu nan tso mei mi chou—se quejaba—. Pero ése ha sido siempre mi problema.

En la Estación Hudson, Bauer abandonó el pony, fue encorchado en una botella y lanzado al río. Violet saltó al asiento de timonel de un bote de siete remos.

—Siga a esa botella—gritó.

En la orilla de Jersey (Nueva Este), Violet persiguió a Bauer por el Freeway y luego por Dodge em kar, hasta Old Newark, donde Bauer saltó a un trampolín y fue catapultado hasta el cilindro delantero del monorraíl Block Island & Nantucket. Violet esperó astutamente a que el monorraíl abandonase la estación, y entonces se subió al cilindro trasero.

Dentro, a punta de arpón, detuvo a una madame adolescente y la obligó a intercambiar la ropa con ella. Vestida con zapatillas de ópera, medias negras, falda a cuadros, blusa de seda y rulos, arrojó a la chillona madame del monorraíl en la estación de la calle Vine Este y comenzó a observar más abiertamente lo que sucedía en el cilindro delantero. Bauer se apeó subrepticiamente en Montauk, el punto situado más al este de Catalina Este.

Esperó de nuevo a que el monorraíl comenzase a abandonar la estación para seguirle. En el andén inferior. Bauer se deslizó en el Cañón de trasbordo y fue lanzado al espacio. Violet corrió al mismo cañón, dejó cuidadosamente los indicadores de coordinación, tal como Bauer los había colocado, y fue lanzada menos de treinta segundos después de Bauer, y fue a caer en la red de aterrizaje justo cuando él subía por la escalerilla de cuerda.

—¡Tú!—exclamó él.

—Yo.

—¿Eras tú la que llevaba un traje de hombre rana?

—Creí que te había despistado en Newark.

—No, no lo conseguiste —dijo ella agriamente—. He conseguido alcanzarte, amigo.

Entonces ella vio la casa.

Tenía la misma forma que la casa que solían dibujar los niños en el siglo veinte: dos plantas; tejado picudo, cubierto con papel impermeabilizante; sucias tejas marrones, la mitad de ellas desprendidas; ventanas simples con cuatro paños de cristal en cada marco, chimenea de ladrillos rodeada de hiedra; porche delantero medio hundido a la derecha los restos carcomidos de un garaje para dos coches; una mata de desvaído zumaque a la izquierda. A la luz del crepúsculo parecía una casa encantada

—Oh, Sam —balbuceó ella—. ¡Es maravillosa !

—Es una casa—dijo él con sencillez. ¿Cómo es por dentro?

—Ven y lo verás.

Dentro, era una casa encargada por correo sin adulterar, llena de artículos baratos de segunda mano.

—Es magnífica—dijo Violet; recorrió con amoroso detenimiento el aspirador, tipo lata, con tope de vinilo.

—Es tan… tan agradable—añadió—. No me había sentido tan feliz en años.

—¡Espera, espera! —dijo Bauer, reventando de orgullo. Se arrodilló ante la chimenea y encendió un fuego de troncos de abedul. Las llamas crepitaron en amarillo y naranja.

—Mira—añadió—. Auténtica madera y auténticas llamas. Y conozco un museo donde tienen un par de morillos a juego.

—¡No! ¿De veras?

Él asintió.

—En el Peabodi, en Yale High.

Violet tomó una decisión.

—Sam, yo te ayudaré.

Él la miró fijamente.

—Te ayudaré a robarlos—dijo—. Yo… te ayudaré a robar todo lo que quieras.

—¿Hablas en serio, Violet?

—Fui una idiota. Nunca entendí… Yo… Tenías razón. Nunca debería haber permitido que una cosa tan estúpida se interpusiera entre nosotros.

—¿No estás diciendo eso para engañarme, Violet?

—No, Sam. De veras.

—¿O porque te gusta mi casa?

—Claro que me gusta, pero ése no es el único motivo.

—¿Entonces somos socios?

—Sí.

—Esa mano.

Pero en vez de darle la mano ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. Minutos después, en la silla plegable de espuma con mecanismo de tres posiciones, ella murmuraba en el oído de él:

—Somos nosotros contra todos, Sam.

—Déjales que vigilen, es todo lo que tengo que decir.

—Y «todos» incluye a esas mujeres llamadas Jane.

—Violet, te juro que nunca tuve nada serio con ellas. Si pudieses verlas

—Las he visto.

—¿De verás? ¿Dónde? ¿Cómo?

—Ya te lo contaré otro día.

—Pero…

—Oh, cállate…

Mucho más tarde él dijo:

—Si no colocamos un cierre en esa puerta del dormitorio, tendremos problemas.

—Al diablo con el cierre—dijo Violet.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN—clamó una voz.

Sam y Violet se levantaron de la silla, asombrados. Una luz blanquiazul penetraba por las ventanas de la casa. Llegó el excitado clamor de una muchedumbre preparada para el linchamiento, el galopante crescendo de la Obertura de Guillermo Tell y efectos sonoros del Derby de Kentucky, una locomotora, destructores en estaciones de combate y ruidos de cataratas.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN —bramó de nuevo la voz.

Corrieron a una ventana y miraron. La casa estaba rodeada de cegadoras luces Kleig. Confusamente pudieron ver una horda de Jacqueries con una guillotina, televisión y cámaras de noticias, una orquesta de noventa instrumentos, una batería de mesa sonora manejada por técnicos con auriculares, un director con pantalones de montar que llevaba un megáfono, él inspector Robinson con un micrófono y un círculo de sillas de cubierta en las que se sentaban una docena de hombres y mujeres con atuendos teatrales.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. HABLA EL INSPECTOR EDWARD G. ROBINSON. ESTA RODEADO. NOSOTROS… ¿QUÉ? AH, TIEMPO PARA UN ANUNCIO… MUY BIEN. ADELANTE.

Bauer miró furioso a Violet.

—Así que era una trampa.

—No, Sam, te lo juro.

—Entonces, ¿Qué están haciendo esos aquí?

—No lo sé.

—Tú los trajiste.

—iNo, Sam, no! Yo… quizás no fuese tan lista como creí que era. Quizás me siguieron cuando yo te seguía a ti; pero te juro que no los vi.

—Mientes.

—No, Sam—empezó a llorar.

—Tú me vendiste.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. ATENCIÓN LOUIS JOURDAN. DEBE PONER EN LIBERTAD A AUDREY HEPBURN.

—¿Quién?—Bauer estaba confuso.

—Soy yo—murmuró Violet—. Es el nombre que adopté, lo mismo que tú. Audrey Hepburn y Violet Dugan son la misma persona. Creen que tú me has raptado; pero yo no te vendí, Sam. No soy una traidora.

—¿Estás de mi parte?

—Lo estoy.

—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. SABEMOS QUIÉN ERES. SAL CON LAS MANOS EN ALTO. DEJA LIBRE A AUDREY HEPBURN Y SAL CON LAS MANOS EN ALTO.

Bauer abrió bruscamente la ventana.

—Ven a cogerme, policía—gritó.

—ESPERA A QUE TERMINE EL PERÍODO DE ANUNCIOS, AMIGO.

Hubo una pausa de diez minutos para identificación de la red. Luego se oyó una descarga. Minúsculas nubes en forma de hongo se alzaron donde cayeron los proyectiles de fisión. Violet lanzó un chillido. Bauer cerró de golpe la ventana.

—Utilizan las municiones con mucho cuidado—dijo—. Tienen miedo a estropear los objetos que hay aquí. Quizás tengamos una posibilidad, Violet.

—¡No! por favor, querido, no intentes luchar con ellos.

—No puedo. No tengo nada para luchar.

Los disparos llegaban ahora de modo continuo. Cayó un cuadro de la pared.

—Sam escúchame —suplicó ella—. Entrégate. Sé que por robo te condenarán a noventa días, pero estaré esperándote cuando salgas.

Una ventana se estremeció.

—¿Me esperarás, Violet?

—Te lo juro.

Comenzó a arder una cortina.

—¡Pero noventa días! ¡Tres meses completos!

—Empezaremos una nueva vida juntos.

Fuera, el inspector Robinson lanzó un súbito gruñido y se llevó la mano al hombro.

—Esta bien—dijo Bauer—me entregaré. Pero mírales, convirtiendo todo esto en una película… «Los Intocables» y «Los Escandalosos Años Veinte». No les dejaré que recuperen nada de lo que conseguí. Espera un minuto…

—¿Qué vas a hacer?

Fuera, la Brigada Bunco comenzó a toser, como por efecto de gases lacrimógenos.

—Volarlo todo—dijo Bauer.

—¿Volarlo todo? ¿Cómo?

—Tengo un poco de dinamita que cogí en Groucho, Chico, Harpo y Marx cuando andaba tras su colección de picos. No conseguí ningún pico, pero conseguí esto. —Mostró una pequeña vara roja con un marcador arriba. A un lado estaba escrito: TNT.

Fuera, Ed (Begley) se llevó la mano al corazón, sonrió con bravura y se derrumbó.

—No sé cuanto tiempo nos darán —dijo Bauer—. Así que cuando yo empiece, corre a toda prisa. ¿De acuerdo?

—Sí—dijo ella, temblando.

Accionó el marcador, que inició un tic-tac amenazador, y arrojó el TNT sobre el sofá-cama verde salvia.

—¡Corre!

Salieron corriendo por la puerta principal bajo la cegadora luz con las manos en alto.

El TNT era tolueno termonuclear.

—Doctor Culpepper —dijo el señor Pepys—, éste es el señor Chistopher Wren. Este es el señor Robert Hooke.

Por favor, siéntese, caballero. Le hemos pedido que acuda a la Sociedad Real y nos dé asesoramiento como el más destacado físicoastrologo de Londres. Sin embargo, hemos de pedirle que guarde secreto sobre todo esto.

El doctor Culpepper asintió muy serio y miró a hurtadillas el misterioso cesto que había sobre la mesa frente a los tres caballeros. Estaba cubierto con un fieltro verde.

—Imprimís—dijo el señor Hooke—, los artículos que le mostraremos fueron enviados a la Sociedad Real desde Oxford, donde fueron requeridos a varios artífices, los diseños fueron suministrados por el comprador. Obtuvimos estos ejemplares de los citados artesanos por robo. Secundo la fabricación de los objetos fue encargada en secreto por ciertas personas que han alcanzado gran poder y riqueza en las facultades universitarias a través de conjuros, predicciones, augurios, y premoniciones. ¿Señor Wren?

El señor Wren alzó delicadamente el paño de fieltro como si temiese una infección. Desplegados en el cesto había: una pila de servilletas de papel, doce astillas de madera, sus puntas curiosamente empapadas en azufre, un par de gafas de montura de concha con lentes de un color oscuro y humoso, un extraño alfiler, doblado sobre sí mismo de modo que la punta encajaba en un cierre; y dos grandes telas blandas de franela, una bordada con EL y otra con ELLA.

—Doctor Culpepper —preguntó con tono sepulcral el señor Pepys—¿Son éstos los amuletos de brujería?

Alfred Bester: El hombre Pi. Cuento

bester_alfred¿Cómo decir? ¿Cómo escribir? Cuando a veces puedo ser fluido, delicado incluso, y luego, recupero, pour mieux sauter, eso se apodera de mí. Empuja. Fuerza. Presiona.

A veces

debo

retroceder

pero

no

para

saltar

no, ni siquiera para saltar mejor. No tengo control alguno sobre el yo, el lenguaje, el amor, el destino. Debo compensar. Siempre.

Pero de todos modos lo intento.

 

Quae nocent docent. Sigue traducción: Lo que duele, enseña. Yo estoy herido y he herido a muchos. ¿Qué hemos aprendido, sin embargo? Sin embargo. Me despierto por la mañana del mayor dolor de todos preguntándome qué casa. Riqueza, comprendes. ¡Maldita sea! Una casa en Londres, una villa en Roma, otra casa en Nueva York, un rancho en California. Me despierto. Miro. ¡Ah! El aspecto del lugar en que estoy es familiar. Así:

Dormitorio      Dormitorio

Baño               Cocina

Baño               Terraza

¡Oh, oh! Estoy en mi casa de Nueva York, pero ese baño-baño espalda contra espalda. Puf. Todo el ritmo desacompasado. Desequilibrio. El esquema resulta doloroso. Telefoneo abajo, al portero. En ese momento pierdo mi inglés. (Hablo todas las lenguas. Un goulash. Estoy obligado. ¿Por qué? ¡Ah!)

—Pronto. Eccomi, Signore Storm. No. Obligado a parlare italiano. Esperar. Llamaré otra vez en cinque minuti.

 

Re infecta. Latín. Inconcluso el asunto me ducho, cuerpo dientes, pelo, me afeito la cara, lo seco todo y pruebo otra vez. Voilá! El inglés, ella viene. Otra vez al invento de A. G. Bell («Señor Watson, venga aqui, le necesito».) Por teléfono hablo con el portero. Buen tipo. Consigue liquidar un montón de trabajo en un dos por tres.

—¿Sí? Aquí Abraham Storm otra vez. Sí. Exactamente. Señor Lundgren, sea mi rabino personal y haga venir algunos obreros aquí esta mañana. Quiero esos dos baños convertidos en uno. Sí. Dejaré cinco mil dólares encima de la nevera. Gracias, Sr. Lundgren.

Quería vestir franela gris esta mañana, pero tuve que ponerme el traje de «piel de tiburón». ¡Maldita sea ! El nacionalismo africano tiene extraños efectos secundarios vuelvo al dormitorio trasero (ver diagrama) y abro la puerta, que fue instalada por la Compañía Nacional de Seguridad, Inc. Entro.

Todo radia hermosamente. Recorriendo arriba y abajo el espectro electromagnético. Desviación visual del ultraVioleta hacia el infrarrojo. Onda ultracorta chillando. Radiación alfa, beta y gama copiosamente. Y los interruptores inn tt errrr ump pppiendo al azar y cómodamente. Estoy en paz. ¡Dios mío! ¡Conocer incluso un momento de paz!

Tomo el metro hasta la oficina de Wall Street. Chofer demasiado peligroso; podría ponerse amistoso. No me atrevo a tener amigos. Mucho mejor el metro matutino, apreturas, masa empaquetada; ninguna norma que ajustar, no se exigen cambios ni compensaciones. ¡Paz! Compro todos los periódicos de la mañana, por lo de las pautas. Se leen demasiados Times, debo leer Tribune para compensar. Demasiado News. Leo Mirror. Y así sucesivamente.

En el vagón del metro capto la mirada de un ojo; pequeño, oscuro, grisazulado, propiedad de un hombre anónimo que transmite la convicción de que jamás le has visto y jamás le verás de nuevo. Pero capto esa mirada y hace sonar un timbre al fondo de mi mente. Él se da cuenta. Ve el brillo que aparece en mis ojos antes de que yo pueda ocultarlo. Así que me siguen otra vez… ¿Pero quién? ¿USA? ¿USSR? ¿Matoids?

Salgo rápidamente del metro en City Hall y les doy una pista falsa hasta el Woolworth Building, por si operan con dos espías. La teoría básica de cazadores y cazados no es evitar que te localicen (es inevitable) sino dejar tantas pistas a cubrir que se dispersen. Entonces se ven obligados a abandonarte. Tienen tantos hombres para tantas operaciones. Es una cuestión de disminución de beneficios.

El tráfico en City Hall estaba desincronizado (como está siempre) y tuve que caminar por el lado caliente de la calle para compensar. Tomé un ascensor hasta la décima planta del edificio. Allí me cogió súbitamente algo de aaaIgun lug ar. AaaIgo maaalo. Empecé a gritar, pero fue inútil. Un viejo empleado salió de la oficina con abrigo de alpaca, portafolios, gafas de oro.

—Él no —discutí con el aire—. Es un buen hombre. Él no. Por favor.

Pero estoy obligado. Me aproximo. Dos golpes; cuello y estómago. Se derrumba, retorciéndose. Le pateo las gafas. Le quito el reloj de bolsillo y lo destrozo. Rompo las plumas. Rompo los papeles. Luego se me permite volver al ascensor y bajar de nuevo. Eran las diez y media. Me retrasaba. Maldito inconveniente. Cogí un taxi para Wall Street 99. Di diez dólares de propina al conductor. Metí mil en un sobre (secretamente) y envié al conductor de nuevo al edificio para que localizase al empleado y se los diese.

Trabajo rutinario de mañana en la oficina. Mercado en alza; tablero indicador ético; un infierno para equilibrar y compensar, aunque yo conozca las pautas de dinero. Voy atrasado en la suma de 109.872,43 dólares a las once y media; pero con un paso de gigante las normas me colocan adelantado en 57.075,94 dólares a las doce y media en punto, Tiempo de Ahorro luz del día, al que mi padre solía llamar tiempo Woodrow Wilson.

57.075 es una buena pauta, pero esos 94 centavos. Puf. Parece toda la hoja de balances desequilibrada, es espantoso. Por encima de todo simetría. Solo tengo 24 centavos en el bolsillo. Llamo a la secretaria, le pido prestados 70 centavos y arrojo el total por la ventana. Me siento mejor mientras veo cómo cae a la calle, pero entonces la sorprendo mirándome asombrada y encantada. Muy malo. Muy peligroso.

Despido a la chica al instante.

—Pero, ¿Por qué, señor Storm? ¿Por qué? —pregunta, procurando no llorar. Querida cosita. Cara pecosa y descocada, pero no tan descocada ahora.

—Porque está empezando a gustarme.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Cuando la contraté le advertí que no debía llegar a gustarme.

—Creí que bromeaba usted.

—Pues no. Ahora debe irse. Está despedida.

—Pero, ¿Por qué?

—Porque temo que podría empezar a gustarme.

—¿Se trata de un nuevo tipo de proposición?—preguntó ella.

—Por Dios.

—Bueno, no tiene por qué despedirme—dijo furiosa—.

—Bueno. Entonces puedo acostarme con usted.

Se puso roja y abrió a boca para insultarme, mientras sus ojos pestañeaban. Una chica encantadora. No podía ponerla en peligro. Le puse el sombrero y el abrigo, le di el sueldo de un año como indemnización, y la eché. Punkt. Apuntar en la memoria: admitir sólo hombres, con preferencia casados, misántropos y asesinos. Hombres que puedan odiarme.

Luego, a comer. A un restaurante lindamente equilibrado. Mesas fijadas al suelo. Nadie moviéndolas. Todas las sillas ocupadas por clientes. Bonita estructura. No tengo necesidad de compensar ni ajustar. Ordenado y lindamente estructurado comedor para el yo:

 

Martini Martini

Martini

Croque Monsieur Roquefort

Ensalada

Café

Pero se consume tanto azúcar en el restaurante que tuve que tomar café sólo, que no me gusta. Sin embargo, todavía una buena estructura. Equilibrada.

X~—X—41 = número primo.

Perdón, por favor. A veces controlo y veo qué compensaciones han de realizarse. Otras veces se me impone desde sólo Dios sabe dónde o por qué. Entonces he de hacer lo que estoy obligado a hacer, ciegamente, como hablar el galimatías que hablo; a veces resultándome odioso, como lo del empleado del Edificio Woolworth. Aún así, la ecuación se hunde cuando X = 40.

La tarde era tranquila. Por un instante pensé que podría verme obligado a salir para Roma (Italia), pero algo ajustó las cosas sin necesidad de mí. La Sociedad Protectora de Animales me cogió por matar a mi perro a golpes, pero yo había aportado 10.000 dólares para su Refugio. Salí con un balanceo de cabeza. Pinté bigotes en carteles, rescaté a un gatito que se ahogaba, salvé a una mujer de un desaprensivo y fui a que me afeitaran la cabeza. Día normal para mí.

Al anochecer, al ballet para relajarme con todas las hermosas estructuras, equilibradas, pacíficas, suaves. Luego respiré profundamente, aplaqué mi repugnancia y me obligué a acudir a Le Bitnique, el centro de reunión beatnik. Odio Le Bitnique, pero necesito una mujer y debo ir adonde odio. Aquella chica pelirroja que despedí tan esbelta y llena de deliciosa malicia, y lanzándome pícaras miradas. Así pues, Poisson d’avril, me dirigí hacia Le Bitnique.

Caos. Negrura. Sonidos y olores, una cacofonía. Una bombilla de 25 watios en el techo. Un maldito pianista interpreta música progresiva. En la pared L muchachos beatniks, con gorras, gafas negras y barbas públicas, jugando al ajedrez. En la pared R está el bar y chicas beatniks con bolsas marrones de papel bajo el brazo que contienen artículos de tocador. Se mueven y maniobran para buscar un colchón para la noche.

¡Esas chicas beatniks! Todas delgadas… excitantes para mí esta noche porque hay demasiados norteamericanos que sueñan con mujeres muy gruesas, y yo debo compensar. (En Inglaterra me gustan las mujeres gruesas porque Inglaterra le gustan las mujeres delgadas). Todas llevan pantalones ajustados, blusas sueltas, pelo Brigitte Bardot, maquillaje italiano (ojos negros, labios blancos), y cuando caminan lo hacen con ese ritmo que emocionó a aquel tipo llamado Herrick hace tres siglos cuando escribió:

 

Luego, cuando levanto los ojos y veo

esa valiente vibración libre a ambos lados;

¡Oh, cómo me arrebata ese brillo!

Elijo una que brilla. Hablo. Ella insulta. Yo insulto también y pago unas copas. Ella bebe e insulta. Yo espero que sea lesbiana e insulto. Ella refunfuña y odia, pero inútilmente. No hay colchón para esta noche. La patética bolsa de papel marrón bajo el brazo. Reprimo la simpatía y vuelve el odio. Ella no se baña. Sus estructuras mentales están desequilibradas. Seguridad. Ningún daño puede venirme de ella. La llevo a casa para seducir por desprecio mutuo. Y en el salón (ver diagrama) se sienta esbelta y pecosa mi pequeña secretaria, recientemente despedida, que ahora espera por mí.

 

Dirección: 49 bis Avenue Hoche. París, Beme, Francia.

Obligado a ir allí por lo que pasó en Singapur. Se hicieron necesarios ajustes y compensaciones extremos. Casi, por un momento, pensé que tendría que atacar al director de la Opera Cómica, pero el destino fue bondadoso y me permitió cumplir sólo con una exhibición indecente bajo el Petite Carrousel. Y pude encontrar una beca en la Sorbona antes de ser despachado.

De cualquier modo en mi casa de Nueva York ahora con un (1) baño, y el cambio, 1997 dólares, estaré tranquilo con los magníficos 1991 que quedaron. Ella estaba allí sentada, estaba allí sentada, vistiendo un traje negro de cóctel con falda estrecha, medias negras, zapatos y la bella y regular curva de las piernas, y el pecho tan rosado como su rostro (quizás también su enagua.) Así, y, espesos polvos; un inconveniente. Voy a la cocina y me froto encima de la nevera. ¡Uf! Tiré 6 dólares por la ventana y quizás siete.

La piel pecosa brillaba con un rosa tiznado de turbación. También rojo de peligro. Su cara estaba muy tensa por lo atrevida que pensaba estar siendo.

Me gusta también así; pero no con demasiado ímpetu. Contacto al frenético empolvado para que su piel parezca lechosa, la camisa con corcho quemado para compensar.

—Mí amiga querría saber por qué tú invades mi apartamento inglés.

—Perdóneme, por favor, hasta que venga un mensajero Lundgren —balbució—. Le dije que necesitaba usted unos importantes documentos de su oficina.

—Si, bitte. Meine pidgin haben sich.

—EntschUId lgehn Sie Deutsch? Geaendert, Sprac en.

—No.

—Danrl warte ich-

La beatnik se balanceaba cada lado. La alcancé frente a la puerta (ninguna excusa). Volvió sobre sus talones y se alejó, su valiente vibración en la mano 101 dólares (estructura perfecta).

—¿Qué le pasó? —dije yo—¿Cómo se llama ?

—¡Dios mío! Mí nombre? ¿ He estado trabajando en su oficina tres meses y no lo conoce realmente?

—No, y no quiero saberlo ahora.

—Soy Lizzie Chalnersimer

—Váyase, Lizzie

—Me llamaba usted siempre «Señorita». ¿Por qué se afeitó la cabeza?

—Así que….

—Es muy chic—dijo juiciosamente—, pero no sé. Me recuerda a un actor de cine al que odio. ¿Qué quiere decir con eso de un problema en Viena?

—Nada que a usted le importe. ¿Qué hace usted? ¿Qué quiere de mí?

—A usted —dijo, enrojeciendo ferozmente.

—¡Quiere usted salir de aquí, por amor de Dios!

—¿Qué tiene ella que no tenga yo?—exigió Lizzie; luego su cara se descompuso—. ¿No lo tengo así? Qué. Tiene. Ella. Que. Yo. No. Tenga. Sí.

—Me voy a Bennington. Están fuertes en agresión, pero flojos en gramática.

—¿Qué quiere decir con eso de que se va a Bennington?

—Bueno, es una universidad. Creí que todo el mundo lo sabía.

—Pero, ¿Qué es eso de que va?

—Estoy en mi primer año. Te expulsan a latigazos a no ser que adquieras experiencia en tu campo.

—¿Cuál es su campo?

—Antes era economía. Ahora es usted. ¿Qué edad tiene?

—Ciento nueve mil ochocientos setenta y dos.

—¡Oh. vamos! ¿Cuarenta?

—Treinta.

—¡No! ¿De veras?—cabeceó satisfecha—. Eso si que hay diez años de diferencia entre nosotros. Muchos.

—¿Está enamorada de mi, Lizzie? ¿Y he de ser yo?

—Sé que suena como una idea—bajó los ojos—. Supongo que las mujeres deben estar continuamente echándose en sus brazos.

—No siempre.

—¿Qué es usted, blasé o algo así? Quiero decir que no soy apabullante, pero tampoco soy lo que sep siYa.

—Es usted encantadora.

—Entonces, ¿Por qué me rechaza?

—Estoy intentando protegerla.

—Sé protegerme muy bien cuando llega el momento.

—Ahora es el momento, Lizzie.

—Lo menos que podía hacer es ofenderme como hizo a esa chica junto al ascensor.

—¿Estaba espiando?

—Claro que espiaba. No esperaría usted que me quedase aquí sentada mano sobre mano, ¿verdad? Tengo que vigilar a mi hombre, ya que lo he conseguido.

—¿Su hombre?

—Sucede—dijo ella en voz baja—. Nunca lo creía, pero sucede. Uno se enamora y se desenamora, y siempre piensa que es de veras y para siempre. Y luego conoces a otro y ya no es cuestión de amor. Sabes simplemente que él es tu hombre, y estás ligada a él. Yo estoy ligada.

Alzó los ojos y me miró… ojos violeta, llenos de juventud y decisión y ternura, y sin embargo más viejos que veinte años… mucho más viejos. Me di cuenta de lo solo que estaba, no atreviéndome nunca a amar, obligado siempre a vivir con los que odiaba. Podía caer en aquellos ojos violeta para siempre.

—Voy a impresionarla—dije. Miré el reloj. La una y media. Una hora tranquila. Dios quiera que el idioma norteamericano permanezca conmigo un buen rato. Me quité la chaqueta y la camisa y le enseñé mi espalda, llena de cicatrices. Lizzie lanzó un gemido.

—Me las hice yo mismo—dije—. Porque me permití sentir simpatía por un hombre y hacerme amigo suyo. Este fue el precio que pagué, y tuve suerte. Ahora espere aquí.

Entré en el dormitorio principal donde la vergüenza de mi corazón estaba embalsamada en un plateado ataúd oculto en el cajón de la derecha de mi escritorio. Lo llevé al salón. Lizzie me miraba con ojos muy abiertos.

—Hace cinco años, una chica se enamoró de mí —expliqué—. Una chica como usted. Me sentía muy solo entonces, como siempre. En vez de protegerla de mí mismo, perdí el control. Ahora quiero que vea el precio que ésta pagó. Me despreciará usted por esto, pero debo enseñárselo…

Un resplandor hirió mis ojos. Luces de un edificio del fondo de la calle. Me lancé a la ventana y observé. Las luces procedían de un edificio situado tres más abajo del mío; se apagaron, cinco segundos de eclipse, luego volvieron. Sucedió en el edificio situado a dos del mío, y luego en el contiguo. La chica se acercó a mi lado y me cogió del brazo. Temblaba un poco.

—¿De qué se trata?—preguntó—. ¿Cuál es el problema?

—Espere—dije.

Las luces de mi apartamento se apagaron durante cinco segundos y luego volvieron a encenderse.

—Ellos me han localizado—expliqué.

—¿Ellos? ¿Localizado?

—Han detectado mis radiaciones con el BD.

—¿Qué es un B.D.?

—Buscador de Dirección. Luego cortan la corriente en los edificios de la vecindad durante cinco segundos (edificio por edificio) hasta que cesa la emisión. Entonces saben que estoy en esta casa, aunque no saben en qué apartamento.—Me puse la camisa y la chaqueta—. Buenas noches, Lizzie. Desearía poder besarla.

Me echó los brazos al cuello y me dio un sonoro beso, todo calor, todo terciopelo, todo entrega. Intenté apartarla.

—Es usted un espía—dijo—. Iré a la silla eléctrica con usted.

—Me gustaría mucho ser un espía—dije—. Adiós, mi queridísimo amor. Recuérdeme.

Soyez ferme. Un gran error dejar aquello deslizarse. Pasó, creo, porque mi norteamericano también se deslizó. De pronto mi conversación volvió a convertirse en un galimatías. Mientras comía, el diablillo se quitó sus zapatitos de ópera y se subió la falda de cocktail hasta los muslos para poder correr. Corre a mi lado y baja conmigo la escalerilla de incendios hasta el garaje del sótano. La golpeo para que se detenga, la insulto. Ella me golpea también y lanza insultos aún peores, sin dejar de reír y de chillar. La amo por esto. ¡Maldición! Está condenada.

Entramos en el coche, Aston Martin, pero con el volante a la izquierda, y nos lanzamos a toda velocidad hacia el oeste en la Calle 53, al este en la 54 y al norte en la Primera Avenida. Busco el puente de la calle 59 para abandonar la isla de Manhattan. Tengo un avión de mi propiedad en Babylon, Long Island, siempre dispuesto para este tipo de tropiezos.

—J’ y suis, j’ y este no es mi lema—dije a Elizabeth Chalmers, cuyo francés es tan inseguro como su gramática… una halagüeña debilidad—. Una vez me atraparon en Londres en Correos. Yo recibía correspondencia en el Apartado General. Me enviaron una carta en blanco en un sobre rojo, y así me siguieron hasta 139 Piccadilly, London W I. Teléfono Mayfair 7211. Rojo de peligro. ¿Tiene usted roja toda la piel?

—¡No está roja!—dijo ella indignada.

—Quiero decir rosada.

—Sólo donde salen pecas—dijo ella—. ¿Qué significa toda esta fuga? ¿Por qué habla de ese modo tan extraño y actúa de forma tan rara? ¿Está seguro de que no es un espía?

—Sólo convencido.

—¿Es usted un ser de otro mundo que vino en un Objeto Volador No Identificado?

—¿La asustaría mucho eso?

—Sí, si significase que no podíamos amarnos.

—¿Y qué pensaría si nos propusiésemos conquistar la Tierra?

—A mí sólo me interesa conquistarle a usted.

—No soy ni he sido nunca un ser de otro mundo de los que vienen en Objetos Voladores no Identificados.

—¿Qué es usted entonces?

—Un compensador.

—¿Qué es eso?

—¿Conoce usted el diccionario de los señores Funk Waganlle? Editado por Frank H. Vizetelly. Cito: «Aquél o aquello que compensa, como un instrumento para neutralizar la influencia de la atracción local sobre la aguja de una brújula o un aparato automático para igualar la presión del gas en la…» ¡Maldita sea!

Frank H. Vizetelly no utiliza esa mala palabra. Soy yo mismo porque la ruta me sitúa ahora frente al puente de la Calle 59. Debería haberlo supuesto. Tendría que haber percibido estructuras, pero estaba demasiado distraído con la encantadora muchacha. Probablemente estén bloqueados todos los puentes y túneles que salen de esta isla de 24 dólares. Podría cruzar el puente, pero podría herir a mi angelical Elizabeth Chalmers, lo que me convertiría una brute figure y me produciría además una tristeza insuperable. Así que paré el coche. Rendición.

—Kamerad—dije, y pregunté—: ¿Quiénes son? ¿Ku Klux Klan?

Un hombre de expresión dura dijo que no.

—¿Defensores de la Supremacía Blanca en el Mundo?

De nuevo no. Me sentí mejor. Resultaba siempre desagradable ser capturado por tipos lunáticos que buscaban figurones.

—¿URSS?

Me miró fijamente, luego dijo:

—Agente especial Krimms del FBI —y me mostró la placa. Le abracé con gratitud. FBI es salvación. Él retrocedió, preguntándose si yo no estaría loco. No me preocupaba.

Besé a Elizabeth Chalmers y ella abrió su boca bajo la mano para murmurar:

—No admitas nada; niégalo todo. Te conseguiré un abogado.

Luces brillantes en la oficina de Plaza Foley. Las sillas están colocadas exactamente así; las cortinas dispuestas exactamente así. He pasado por esto ya tantas veces. El individuo anónimo de ojos negros de la mañana en el metro me interroga. Se llama S.I. Dolan. Intercambiamos una mirada. La suya dice, me engañaste esta mañana. La mía dice, eso hice. Nos respetamos; luego empieza el interrogatorio.

—¿Se llama usted Abraham Storm?

—El sobrenombre es «Base».

—¿Nacido el 25 de diciembre?

—Sí, un niño navideño

—¿1929?

—Fui un niño de la Depresión.

—Parece usted muy bromista.

—Humor de horca, S. I. Dolan. Desesperación. Sé que nunca me harán confesar nada, y estoy desesperado.

—Muy trágico. Quiero ser convicto… pero no puedo conseguirlo.

—¿Nacido en San Francisco?

—Sí.

—Colegio Grand. Dos años en Berkeley. Cuatro años en la marina. Terminó en Berkeley. Doctorado en estadística.

—Sí. Muchacho cien por cien norteamericano.

—¿Ocupación actual, financiero?

—¿Oficinas en Nueva York, Roma, París y Londres?

—¿Propiedades conocidas, por cuentas bancarias, acciones y bonos, tres millones de dólares?

—¡No, no, no! —yo estaba angustiado— Tres millones trescientos treinta y tres mil trescientos treinta y tres dólares y treinta y tres centavos.

—Tres millones de dólares —insistió Dolan—. En números redondos

—No hay números redondos; sólo hay estructuras.

—Storm, ¿Qué demonios pretende?

—Hágame confesar—supliqué—. Quiero ir a la silla eléctrica y librarme de todo esto.

—¿Pero de qué me habla?

—Pregunte y le explicaré.

—¿Qué está usted emitiendo desde su apartamento?

—¿Qué apartamento? Emito desde todos ellos.

—En Nueva York. No somos capaces de descifrar el código.

—No hay ningún código; todo es puro azar.

—¿Puro qué?

—Pura paz, Dolan.

—¡Paz!

—He pasado por esto ya tantas veces. En Ginebra, Berlín Londres, Río… ¿Me permite que se lo explique a mi modo? Y, por amor de Dios, deténgame si puede supliqué.

Tomé aliento. Resultaba siempre tan difícil. Tiene uno que hacerlo con metáforas. Pero eran las tres y mi norteamericano duraría un rato.

—¿Le gusta bailar?

—¿Pero qué demonios…?

—Tenga paciencia. Estoy explicándoselo. ¿Le gusta bailar?

—¿Cuál es el placer de la danza? Es el que un hombre y una mujer establezcan juntos un ritmo, una estructura una pauta. Balanceándose, adelantándose, siguiendo, dirigiendo, cooperando. ¿No?

—¿Y qué?

—Y los desfiles. ¿Le gustan los desfiles? Masas de hombres y mujeres cooperando para establecer estructuras pautas. ¿Por qué es la guerra época de alegría para un país aunque nadie lo admita? Porque hay todo un pueblo cooperando, equilibrando y sacrificando para hacer una gran estructura. ¿No?

—Ahora espere un momento, Storm…

—Escúcheme Dolan. Yo soy sensible a las estructuras… más que al baile o a los desfiles o a la guerra; muchísimo más. Más que a la norma 2/4 de día y noche, o a la 4/8 de las estaciones… más, mucho más. Soy sensible a la normas de todo el espectro del universo: vista y sonido, rayos gamma, agrupaciones de pueblos, actos de hostilidad y de benigna caridad, crueldades y bondades, música de las esferas… y me veo obligado a compensar. Siempre.

—¿Compensar?

—Sí. Si un niño cae y se hace daño, la madre le besa. ¿No es así? Pues es compensación. Restaura un equilibrio. Un hombre pega a un caballo, tú le pegas a él, ¿verdad? De nuevo el equilibrio. Si un mendigo te produce demasiada simpatía, deseas arrearle una patada. ¿No es así? Más compensación. El marido que es infiel a su mujer es más amable de lo normal con ella. Todas las mujeres conocen esta regla, y la temen. ¿Qué es la deportividad sino una norma compensadora que elimina el embarazo de ganar o perder? ¿No se buscan mutuamente asesino y victima para cumplir sus pautas?

«Multiplique eso hasta el infinito y me tendrá a mí. Yo tengo que besar y que dar patadas. Me veo obligado a hacerlo. Empujado. No sé cómo llamar a esta compulsión mía. Suelen llamar Psi a la percepción extrasensorial. ¿Cómo llamaría usted a la percepción extranormativa? ¿Pi?

—¿Pi? ¿Qué quiere decir eso ?

—La dieciseisava letra del alfabeto griego. Designa la relación entre la circunferencia de un circulo y su diámetro. 3,14159… Ia serie continúa interminablemente. Es trascendental y nunca puede resolverse con una expresión finita; y para mí es una tortura… como pi en imprenta, que significa tipo confuso y trastocado, sin orden ni concierto.

—¿Pero de qué demonios habla usted?

—Hablo de pautas, de normas; del orden del universo. Yo me veo obligado a mantenerlo y restaurarlo. A veces me veo obligado a hacer cosas maravillosas y caritativas actos de generosidad; otras veces me veo obligado a hacer locuras, a hablar lenguajes extraños, a ir a sitios extraños, realizar actos abominables, porque equilibrios que no puedo percibir exigen ajuste.

—¿Qué actos abominables?

—Puede usted investigar y yo puedo confesar, pero dará lo mismo. Las normas no me permitirán declararme convicto. No me dejarán terminar. La gente se niega a testificar. Los hechos no significarán pruebas. Lo hecho dejará de estarlo. Lo malo se convertirá en bueno.

—Storm, creo que está usted loco.

—Quizás, pero tampoco podrá usted meterme en un manicomio. Se ha intentado antes. Incluso yo mismo lo intenté. Sin resultado.

—¿Y qué me dice de esas emisiones?

—Estamos inundados de emisiones de ondas, de quantas y partículas, y yo soy sensible también a ellas- pero están demasiado entremezcladas para ajustarse a pautas. Hay que neutralizarlas. Así que emito una antinorma para eliminarlas y conseguir un poco de paz.

—¿Pretende usted decirme que es un superhombre?

—No. Ni mucho menos. Sólo soy el hombre al que encontró Simón el Simple.

—No se burle.

—No me burlo. ¿No recuerda el cuento?

Dolan frunció el ceño. Por fin dijo:

—Mi nombre completo es Simon Ignacio Dolan.

—Lo siento. No lo sabía. No quería hacer ninguna alusión personal.

Me miro furioso y luego dejó mi dossier sobre la mesa. Lanzó un suspiro y se dejó caer en una silla. Esto alteró la norma y tuve que moverme. Me miró de reojo.

—Hombre Pi —expliqué.

—Muy bien —dijo él—. No podemos retenerle.

—Todos lo intentan —dije— pero nunca pueden.

—¿Quiénes lo intentan?

—Los gobiernos, creyendo que soy un espía; la policía, que quiere enterarse de por qué me relaciono con tanta gente de forma tan extraña; políticos en el exilio con la esperanza de que yo les financie una contrarrevolución; fanáticos que sueñan que soy su rico mesías; sectas religiosas, lunáticos solitarios… todos me persiguen, esperando poder utilizarme. Ninguno puede. Yo formo parte de algo mucho mayor. Pienso que quizás todos formemos parte de algo mucho mayor, aunque yo sea el primero en tener conciencia de ello.

—Confidencialmente, ¿Qué me dice de esos actos abominables?

Tomé aliento.

—Ese es el motivo de que no pueda tener amigos. Ni una chica. A veces se ponen tan mal las cosas en un sitio que tengo que hacer terribles sacrificios para restaurar la norma. He de destruir algo que amo. Yo… tenía un perro al que quería mucho. No me gusta pensar en él… Tuve en tiempos una chica. Me amaba. Y yo… Había un chico en la marina conmigo. Él… No quiero hablar de eso.

—¿Asustado, de pronto?

—No, ni mucho menos; ¡estoy maldito! Porque algunas de las normas a las que debo ajustarme son ritmos exteriores al mundo… algo distinto a lo que pueda sentirse en la Tierra. 29/51… 108/303. tiempos así. ¿Qué es lo que mira? ¿No cree usted que pueda ser aterrador? Reproduzca un tiempo 7/5 para mí.

—No sé música.

—Eso no tiene nada que ver con la música. Intente cinco con una mano y siete con la otra, haciendo que ambas mantengan una pauta regular. Entonces comprenderá la complejidad y el terror de esas extrañas normas que vienen a mí.

De pronto la cara de Dolan se iluminó.

—¿Se refiere usted a algo parecido al instinto doméstico?

—¿Instinto doméstico?

—Las normas que ayudan a aves y animales a encontrar su hogar desde cualquier sitio. Nadie sabe cómo.

—Eso mismo; sólo que mayor.

—Usted debía estar en un laboratorio, Storm. ¿Y de dónde viene todo esto?

—No sé. Es un universo desconocido, demasiado grande para abarcarlo; pero tengo que ajustarme a los tiempos de sus ritmos y compensarlos… con mis acciones, reacciones, emociones, sentidos, mientras esas presiones gigantes

adelante

me empujan

y me hacen

me empujan

y me hacen

retroceder

y me llevan

dentro

y atrás y fuera

—Ahora el otro brazo —dijo Elizabeth con firmeza—.

Estoy en mi cama, yo. Pensando de nuevo. La mitad (1/2) en el pijama; la otra mitad (1/2) cogida por la chica pecosa. Me alzo. Ella empuja. El pijama puesto ahora y me toca a mi ruborizarme. Allá en San Francisco me educaron muy recatadamente.

—M maniadme hum —dije—. Traducción: «¡Oh la Joya en el loto!» Aludiendo a tí. ¿Qué pasó?

—Te desmayaste—dijo ella—. El señor Dolan tuvo que dejarte marchar. El señor Lundgren me ayudó a subirte al apartamento. ¿Cuánto he de darle?

—Cinque lire. No. ¿Parla italiano, gentile signorina?

—¿Otra vez de tus pautas?

—Ja. —Asentí y esperé. Tras unos saltos en Grecia y Portugal, el inglés norteamericano volvió por fin a mí— ¿Por que no te largas de aquí cuando aún estás a tiempo?

—Aún estoy ligada a ti—dijo ella—. Métete en la cama…

—No.

—Sí. Puedes casarte conmigo después.

—¿Dónde está la caja de plata?

—En el fondo del incinerador.

—¿Sabes lo que había en ella?

—Sé lo que había en ella.

—¿Y aún sigues aquí?

—Fue monstruoso lo que hiciste. ¡Monstruoso!

Su pícaro rostro estaba cubierto de maquillaje. Había estado llorando.

—¿Dónde está ahora ella?—añadió.

—No lo sé. Las comprobaciones llevan a un número de cuenta en Suiza. No quiero saber. ¿Cuánto puede soportar el corazón?

—Creo que voy a descubrirlo—dijo ella.

Apagó las luces. En la oscuridad se oyó el rumor de la ropa. Nunca hasta entonces había oído yo la música de una persona a la que amo desvistiéndose para mí… para mi. Hice una última tentativa de salvar a mi amada.

—Te amo—dije—y tú sabes lo que eso significa. Cuando las normas exigen un sacrificio, debo ser más cruel incluso contigo, más monstruoso…

—No —dijo ella—. Nunca estuviste enamorado antes. El amor también crea normas.

Me besó. Sus labios ardían, pero su piel estaba helada. Tenía miedo, pero su corazón latía fuerte y apasionado.

—Nada puede dañarnos ya. Créeme.

—Yo ya no sé qué creer. Formamos parte de un universo cuya grandeza es superior a todo conocimiento. ¿Y si resulta ser demasiado gigantesco para el amor?

—Está bien—dijo ella tranquilamente—. Si el amor es una cosa pequeña y tiene que acabar, que acabe. Que acaben todas las cosas pequeñas como el amor, el honor, la misericordia y la risa… si hay algo mayor más allá.

—Pero, ¿Qué puede ser mayor que eso? ¿Qué puede haber más allá?

—Si somos demasiado pequeños para sobrevivir, ¿Cómo vamos a poder saberlo?

Se deslizó muy cerca de mí y los extremos de su cuerpo eran como escarcha. Y así, juntos, pecho con pecho, caldeándonos con nuestro amor, criaturas asustadas en un mundo portentoso más allá del conocimiento… Aterrador y sin embargo espeeeraaadooo.

Alfred Bester: Fuera de este mundo. Cuento

BesterCuento esto exactamente del modo que sucedió, porque yo comparto un vicio con todos los hombres: aunque disfruto de un matrimonio feliz y sigo enamorado de mi esposa, continúo enamorándome de mujeres con las que me cruzo. Me paro en un semáforo rojo, miro a la chica del taxi de al lado, y me enamoro desesperadamente de ella. Subo en un ascensor y quedo cautivado por una chica que lleva un paquete en la mano. Cuando sale en el décimo piso, se lleva con ella mi corazón. Recuerdo que en una ocasión me enamoré de una modelo en un autobús. Llevaba una carta al correo e intenté leer el remite y aprenderlo de memoria.

Las que se confunden por teléfono son siempre la tentación más fuerte. Suena el teléfono, lo descuelgo, una chica dice:

—¿Puedo hablar con David, por favor?

No hay ningún David en nuestra casa y yo sé que es una voz extraña, pero emocionante y tentadora. A los dos segundos he tejido la fantasía de citarme con la extraña, tener una aventura con ella. Abandonar mi casa, huir a Capri y vivir en glorioso pecado. Luego digo:

—¿A qué número llama, por favor?

Y luego, tras colgar, apenas si puedo mirar a mi mujer, de lo culpable que me siento.

Así que cuando sonó aquella llamada en mi oficina, en Madison 509, caí en la misma vieja trampa. Tanto mi secretaria como mi contable estaban fuera comiendo, así que tomé la llamada directamente en mi mesa. Una voz emocionante comenzó a hablar a cien por hora.

—¡Hola, Janet! Conseguí el trabajo, querida. Tienen una oficina encantadora justo a la vuelta de la esquina del viejo edificio de Tiffany en la Quinta Avenida, y el horario es de 9 a 4. Tengo una mesa y un despachito con una ventana, para mí sola…

—Lo siento —dije, tras concluir mi fantasía—. ¿A qué número llama?

—¡Dios mío! Desde luego no pretendía hablar con usted.

—Me lo imagino.

—Siento muchísimo haberle molestado.

—No ha sido molestia. La felicito por el nuevo trabajo.

—Muchísimas gracias —contestó ella riendo.

Colgamos. Me pareció tan encantadora que decidí que esta vez sería Tahití en vez de Capri. Entonces volvió sonar el teléfono. Era la misma voz.

—Janet, querida, soy Patsy. Me ha pasado una cosa terrible. Te llamé y marqué mal el número y empezé a hablar y de pronto una voz de lo más sugestiva dijo…

—Gracias, Patsy, pero has vuelto a marcar mal el número.

—¡Oh, Dios mío! ¿De nuevo usted?

—Eso parece.

—¿No es ahí Prescott 9-3232?

—Ni mucho menos. Aquí es Plaza 9-5000.

—No entiendo cómo pude marcar eso. Debo de estar especialmente tonta hoy.

—Quizás sólo especialmente excitada.

—Perdóneme, por favor.

—No se preocupe —dije—. Creo que tiene usted también una voz muy sugestiva, Patsy.

Colgamos y me fui a comer, reteniendo en la memoria Prescott 9-3232… Marcaría y preguntaría por Janet y le diría… ¿Qué? No sabía. Sabía además que no iba a hacerlo nunca; pero persistió aquel resplandor de ensueño que se prolongó hasta que volví a la oficina para enfrentar los problemas de la tarde. Luego lo sacudí y volví a la realidad.

Pero estaba engañándome, pues cuando volví a casa aquella noche, no le hablé de ello a mi mujer. Trabajaba para mí antes de que nos casáramos y aún se toma mucho interés por todo lo que pasa en mi oficina. Dedicamos más o menos una agradable hora cada noche a discutir y analizar el día de trabajo. Lo hicimos aquella noche, pero yo oculté la llamada de Patsy. Me sentía culpable.

Tan culpable que me fui a la oficina al día siguiente más temprano de lo normal, intentando aplacar mi conciencia con trabajo extra. Aún no habían llegado las chicas, así que la línea telefónica daba directamente a mi mesa. Hacia las ocho y media sonó mi teléfono y lo descolgué.

—Plaza 9-5000—dije.

Al otro lado no se oía nada, lo cual me enfureció. Odio a esas telefonistas que te llaman y luego te dejan colgado mientras atienden otras llamadas.

—¡Escuche, monstruo! —dije—. Espero que pueda oírme. Haga el favor de no llamarme a menos que piense comunicarme inmediatamente con quien sea. ¿Quién se cree que soy? ¿Un lacayo? ¡Váyase al cuerno!

Cuando estaba a punto de colgar el teléfono, una voz

—Perdone.

—¿Qué? ¿Patsy? ¿Usted de nuevo?

—Sí—dijo ella.

Mi corazón dio un vuelco porque sabía… sabía que aquello no podía ser un accidente. Ella había aprendido de memoria el número. Quería hablar conmigo otra vez.

—Buenos días, Patsy—dije.

—Vaya, veo que tiene usted un carácter terrible.

—Siento haber sido tan áspero…

—No. Es culpa mía. No debía molestarle. Pero cuando llamo a Jan sigue saliendo su número. Deben de estar cruzadas las líneas.

—Oh. Qué decepción. Pensaba que había llamado usted para oír mi sugestiva voz.

Se echó a reír.

—No es tan sugestiva.

—Eso es porque antes fui grosero. Deseo compensarla. La convidaré a comer hoy.

—No, gracias.

—¿Cuándo empieza con el nuevo trabajo?

—Esta mañana. Adiós.

—Mucha suerte, Patsy. Llame a Jan esta tarde y cuéntemelo todo.

Colgué y me pregunté si no habría ido a la oficina aquel día más temprano que de costumbre con la esperanza de recibir aquella llamada, más que por deseo de hacer trabajo extra. No podía acallar mi conciencia. Cuando uno se encuentra en una posición insostenible, todo lo que hace resulta sospechoso e inútil. Estaba irritado contra mí mismo e hice pasar a las chicas una mañana espantosa.

Cuando volví de comer, le pregunté a mi secretaria si había llamado alguien estando yo fuera.

—Sólo el supervisor telefónico del distrito—dijo—. Tienen problemas con las líneas.

Pensé: «Entonces esta mañana fue un accidente. Patsy no quería volver a hablar conmigo».

A las cuatro en punto dejé irse a mis dos chicas en compensación por mi actitud de la mañana… al menos eso fue lo que me dije. Anduve vagando por la oficina de cuatro a cinco y media, esperando que llamase Patsy, construyendo fantasías hasta que me avergoncé de mí mismo.

Tomé una copa de la última botella que quedaba de la fiesta de Navidad de la oficina, cerré y me dispuse a irme a casa. Cuando pulsaba el botón del ascensor, oí que sonaba el teléfono en la oficina. Volví como un rayo, abrí la puerta (aún tenía la llave en la mano) y cogí el teléfono… sintiéndome un imbécil. Intenté cubrirme con un chiste.

—Prescott 9-3232 —dije, casi jadeando.

—Perdone—dijo mi mujer—. Me he equivocado de número.

Tuve que dejarla colgar. No podía explicárselo. Esperé a que llamase de nuevo, intentando determinar qué tipo de voz usaría para que ella supiese que era yo y no pudiese al mismo tiempo relacionarme con la voz que acababa de oír. Utilicé la técnica de mantener el teléfono a cierta distancia de la boca y di varias instrucciones con voz áspera a la oficina vacía. Luego aproximé la boca y hablé.

—¿Sí?

—Vaya, que voz tan distinguida. Como la de un general.

—¿Patsy?—mi corazón dio un vuelco.

—Eso me temo.

—¿Me llama a mí o a Jan?

—A Janet, por supuesto. Estas líneas son una lata, ¿No cree? Lo hemos comunicado a la compañía.

—Lo sé. ¿Cómo le ha ido hoy en su nuevo trabajo?

—Muy bien… supongo. Hay un jefe de oficina que ladra exactamente igual que usted. Me asusta.

—Le daré un consejo, Patsy. No se asuste. Cuando un hombre grita así, suele ser para cubrir su propia conciencia de culpa.

—No comprendo.

—Bueno… puede estar desempeñando un cargo que es demasiado grande para él y él lo sabe. Así que intenta cubrirse haciéndose el duro.

—Oh, no creo que fuese eso.

—O quizás se siente atraído por usted y teme que eso pueda restarle eficacia en el trabajo. Así que le da voces para no caer en la tentación de ser demasiado atento.

—Tampoco podría ser eso.

—¿Por qué? ¿No es usted atractiva?

—No soy la persona adecuada para contestar a esa pregunta.

—Tiene usted una voz maravillosa.

—Gracias, señor.

—Patsy —dije—, yo puedo darle muchos consejos sabios y prudentes. No hay duda de que Alexander Graham Bell ha querido juntarnos, ¿Quiénes somos nosotros para oponernos al destino? Comamos juntos mañana.

—Oh, lo siento, no puedo…

—¿Va a comer mañana con Janet?

—Sí.

—Entonces, ¿Por qué no conmigo? Aquí me tiene, haciendo la mitad del trabajo de Jan… atendiendo sus llamadas; y ¿qué saco de eso? Una queja del supervisor de teléfonos. ¿Es esto justicia, Patsy? Podremos hacer la mitad de la comida juntos. Luego puede envolver la otra mitad y llevársela a Jan

Se rió. Fue una risa deliciosa

—Eres un encanto. ¿Cómo te llamas?

—Howard.

—¿Howard qué?

—¿Patsy qué?

—Tú primero.

—No quiero correr riesgos. O te lo digo en la comida o le mantengo anónimo.

—Muy bien—dijo ella—. Mi hora es de una a dos. ¿Dónde nos encontramos?

—Plaza Rockefeller. La tercera bandera empezando por la izquierda.

—Qué bonito.

—Tercera bandera por la izquierda. ¿De acuerdo?

—Sí.

—¿A la una en punto mañana?

—A la una en punto—repitió Patsy.

—Me reconocerás por el hueso que llevo atravesado en la nariz. No tengo apellido. Soy un aborigen.

Nos reímos y colgamos. Yo salí apresuradamente de la oficina para evitar la llamada de mi mujer. No fui un hombre honesto en casa aquella noche, pero estaba nervioso. Apenas si podía dormir. Al día siguiente, a la una en punto, yo estaba esperando frente a la tercera bandera empezando por la izquierda en la plaza Rockefeller, preparando frases ingeniosas y procurando mantenerme lo más erguido posible. Sabía que Patsy probablemente me miraría un rato antes de decidirse a acercarse a mí.

Me dediqué a observar a todas las chicas que pasaban intentando imaginar cuál sería. En la plaza Rockefeller durante la hora de la comida, se ven centenares de mujeres que pueden figurar entre las más encantadoras del mundo. Yo tenía grandes esperanzas. Esperé y esperé pero ella no apareció. A la una y media comprendí que no debía haber aprobado el examen. Me había mirado sin duda, y había decidido olvidarse de todo. Nunca en mi vida me sentí tan furioso y tan humillado.

Mi contable se despidió aquella tarde, y en lo profundo de mi corazón no podía reprochárselo. Ninguna chica con dignidad podría haberme soportado. Tuve que quedarme hasta tarde, y pedir a la agencia de colocaciones otra chica.

Poco antes de las seis sonó mi teléfono. Era Patsy.

—¿Me llamas a mí o a Jan?—pregunté furioso.

—Te llamo a ti—dijo ella, igual de furiosa.

—¿Plaza 9-5000?

—No. No existe tal número, y tú lo sabes. Eres un mentiroso. Llamé a Jan con la esperanza de que las líneas siguiesen cruzadas y que salieses tú.

—¿Qué es eso de que no hay tal número?

—No entiendo que clase de sentido del humor te crees que tienes, Sr. Aborigen, pero lo que sí sé es que me has jugado una mala pasada hoy… haciéndome esperar una hora sin aparecer. Deberías de estar avergonzado.

—¿Que esperaste una hora? Eso es mentira. No apareciste por allí.

—Estuve allí y tú no te presentaste.

—Patsy, eso es imposible. Te esperé hasta la una y media ¿Cuándo llegaste allí?

—A la una en punto.

—Entonces ha sido un terrible error. ¿Estás segura de que me entendiste bien? Tercera bandera por la izquierda…

—Sí. Tercera bandera por la izquierda.

—Debimos confundirnos de bandera. No sabes cuánto lo siento.

—No te creo.

—¿Qué puedo decir? Creí que tú me habías dado un plantón. Estaba tan furioso esta mañana que mi contable se fue. ¿No serás contable, por casualidad?

—No. Y no estoy buscando trabajo.

—Patsy, comeremos mañana, y esta vez nos encontraremos donde no haya posibilidad de error

—No sé si…

—Por favor. Y quiero aclarar ese asunto de que no hay Plaza 9-5000. Eso es absurdo.

—No existe tal número

—Entonces, ¿Cuál es este que estoy utilizando? ¿Un teléfono de cuerda?

Se rió.

—¿Cuál es tu número, Patsy?

—Oh, no. Es como los apellidos. No te Io daré si no me das el tuyo.

—Pero tú conoces el mío.

—No, no lo conozco. Intenté llamarte esta tarde y la operadora me dijo que no existía. Ella…

—Tiene que estar loca. Lo discutiremos mañana. ¿Otra vez a la una en punto?

—Pero no enfrente de una bandera

—Muy bien. ¿Le decías a Jan que trabajabas a la vuelta de la esquina del viejo edificio de Tiffany?

—Así es.

—¿En la Quinta Avenida?

—Sí.

—Estaré en esa esquina a la una en punto

—Como no estés…

—Patsy…

—¿Sí, Howard?

—Tu voz es aún más maravillosa cuando estás enfadada

Al día siguiente llovió a cántaros. Yo fui a la esquina sureste de la Treinta y Siete y la Quinta, donde está el viejo edificio de Tiffany, y esperé bajo la lluvia desde las doce cincuenta a la una cuarenta. Patsy no apareció. Era increíble. Era increíble que alguien fuese tan miserable como para gastar una broma como aquélla. Recordé luego su encantadora voz y deseé que la lluvia le hubiese impedido salir de casa aquel día. Esperé que hubiese llamado a la oficina para decírmelo después de irme yo.

Volví en taxi a la oficina y pregunté si alguien me había llamado por teléfono. Nadie. Tan disgustado y desilusionado estaba que me fui al bar del Hotel Madison Avenue y tomé unas copas para quitarme el frío y la humedad. Allí me quedé, bebiendo y soñando, y llamando de hora en hora a la oficina para mantenerme en contacto. Pero de pronto no pude reprimirme y marqué Prescott 9-3232 para hablar con Janet. Respondió una telefonista.

—¿Qué número ha marcado, por favor?

—Prescott 9-3232.

—Lo siento. Ese número no figura en la lista. ¿Quiere usted consultar de nuevo su agenda, por favor?

Así que también aquello. Colgué, bebí unas copas más, vi que eran las cinco y media y decidí ir a dar una última ojeada a la oficina y luego marcharme a casa. Marqué el número de mi oficina. Hubo un clic y un rumor y luego Patsy contestó al teléfono. Su voz era inconfundible.

—¡Patsy!

—¿Quién es?

—Howard. ¿Qué demonios haces en mi oficina?

—Estoy en mi casa. ¿Cómo diste con mi número?

—Yo no sé tú número. Llamaba a mi oficina y sales tú. Al parecer las líneas cruzadas funcionan en ambos sentidos.

—No quiero hablar contigo.

—Deberías avergonzarte.

—¿Qué quieres decir?

—Escucha, Patsy, fue una faena darme un plantón como éste. Si querías vengarte podrías haber…

—Yo no te di ningún plantón. Me lo diste tú a mí.

—Oh por amor de Dios, no empecemos otra vez. Si no te intereso, ten la honradez de decirlo. Me he puesto perdido en aquella esquina esperándote. Aún estoy empapado.

—¿Seguro? ¿Qué quieres decir?

—¡La lluvia!—grité—. ¿Qué otra cosa iba a querer decir?

—¿Qué lluvia? —preguntó Patsy sorprendida.

—No te burles. Lleva todo el día lloviendo. Aún gotea.

—Debes de estar loco dijo ella, con voz apagada—. Ha hecho sol todo el día.

—¿En la ciudad?

—Claro.

—¿Fuera de tu oficina?

—Desde luego.

—¿Sol todo el día en la esquina de la calle Treinta y Siete y la Quinta Avenida?

—¿Por qué calle Treinta y Siete y Quinta Avenida?

—Porque allí es donde está el viejo edificio Tiffany —dije, exasperado—. Tú estás a la vuelta de la esquina de

—Estás asustándome—murmuró ella—. Creo… creo que es mejor que cuelgue inmediatamente.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa ahora?

—El viejo edificio Tiffany está en calle Cincuenta y Siete y Quinta Avenida.

—¡No, tonta! Ese es el nuevo

—Ese es el viejo. Sabes muy bien que se cambiaron, en

—¿Que se cambiaron?

—Sí. No podían reconstruir por culpa de las radiaciones.

—¿Qué radiaciones? ¿Qué demonios…?

—Del cráter de la bomba.

Sentí un escalofrío, y no por la humedad y el frío.

—Patsy—dije lentamente—. Hablo en serio, querida. Creo que puede que se haya cruzado algo más que una línea telefónica. ¿Cuál es tu clave telefónica? No necesito que me digas el número. Dime sólo tu clave.

—América 5.

Miré la lista que tenía en la cabina ante mí: Academy 2, Adrondack 4, Algonquin 4, ALgonquin 5, Atwater 9… America 5 no existía.

—¿Es aquí en Manhattan?

—Por supuesto, aquí en Manhattan. ¿Dónde si no?

—En el Bronx—contesté—. O en Brooklyn o en Queens.

—¿Cómo iba a vivir en campos de ocupación?

Se me cortó el aliento.

—Patsy, querida, ¿Cómo te apellidas? Creo que es mejor que seamos sinceros en esto porque creo que estamos metidos en algo fantástico. Yo me llamo Howard Carnp.

Ella guardó silencio.

—¿Cómo te apellidas, Patsy?

—Shimabara—dijo al fin.

—¿Eres japonesa?

—Sí. ¿Tú eres yanqui?

—Sí ¿Naciste aquí, Patsy?

—No. Vine en 1945… con la unidad de ocupación.

—Entiendo, nos rendimos la guerra… donde tu

dará arreglada. Y quedaremos separados para siempre.

Dile que cargue el importe a tu número Patsy.

—Lo siento, señor dijo la telefonista—. No podemos hacerlo. Puede usted colgar y llamar otra vez.

—Patsy, sigue llamándome, ¿Lo harás? Llama a Janet. Volveré a mi oficina y esperaré.

—Su tiempo ha terminado, señor.

—¿Cómo eres, Patsy? Dímelo. Deprisa, querida. Yo…

El teléfono quedó muerto, y mi moneda cayó en la caja de las monedas.

Volví a mi oficina y esperé hasta las ocho en punto.

No telefoneó, o no pudo telefonear. Mantuve durante una semana una línea directa abierta con mi mesa y contesté personalmente todas las llamadas. Nunca volví a oír su voz. En algún sitio, aquí o allí, habían reparado aquel cable cruzado.

Nunca olvidé a Patsy. Nunca se borró en mí el recuerdo de su voz encantadora. No pude hablar a nadie de ella. Y no te lo diría a ti ahora si no hubiese perdido la cabeza por una chica de maravillosas piernas que patina sobre el hielo dando vueltas y vueltas mientras suena la música en la Plaza Rockefeller.

Alfred Bester: El tiempo es traidor. Cuento

bester (1)No se puede retroceder ni se puede parar. Los finales felices son siempre dulces y amargos al mismo tiempo.

Había un hombre llamado John Strapp; era el hombre más valioso, más poderoso y legendario de un mundo que comprendía setecientos planetas y casi dos billones de individuos. Se le valoraba por una sola cualidad: era capaz de tomar Decisiones. Adviértase la D mayúscula. Era uno de los pocos hombres que podían tomar Decisiones Capitales en un mundo de increíble complejidad, y sus Decisiones eran correctas en un ochenta y siete por ciento. Vendía sus Decisiones a elevado precio.

Había también una industria llamada, digamos, Bruxton Biótica, con fábricas en Deneb Alfa, Mizar III, Terra, y oficinas centrales en Alcor IV. Los ingresos brutos de Bruxton eran de doscientos setenta millones de crs. El desarrollo de las relaciones comerciales de Bruxton con consumidores y competidores exigía los servicios especializados de doscientos economistas de empresa expertos cada uno en una pequeña faceta del inmenso cuadro general. Nadie era lo bastante grande como para coordinar todo el cuadro.

Bruxton podía necesitar una Decisión Capital sobre política. Un especialista en investigación llamado E.T.A. Golan, de los laboratorios de Deneb, había descubierto un nuevo catalizador de síntesis biótica. Era una hormona embriológica que producía moléculas nucléicas tan plásticas como la arcilla. La arcilla podía modelarse y desarrollarse en cualquier dirección. Problemas: ¿Debía Bruxton abandonar los métodos de la vieja cultura y adaptarse a esta nueva técnica? La decisión implicaba una amplia gama de factores interrelacionados: costos, beneficios, tiempo, suministro, demanda, formación, patentes, legislaciones, acciones judiciales, etc. Sólo había una respuesta. Preguntar a Strapp.

Las negociaciones iniciales fueron breves. Strapp y Compañía contestó que la factura de John Strapp era de cien mil crs, más un uno por ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. Lo toma o lo deja. Bruxton Biótica lo tomó con placer.

La segunda etapa fue más complicada. John Strapp tenía muchísima demanda. Tenía un programa de Decisiones con un ritmo de dos por semana hasta principio de año. ¿Podía Bruxton esperar tanto? Bruxton no podía. Enviaron entonces a Bruxton una lista de las visitas concertadas por John Strapp, y se le dijo que acordase un cambio con cualquiera de los clientes como mejor pudiese. Bruxton trató, pagó, sobornó, y consiguió su propósito. John Strapp debía presentarse en la fábrica central de Alcor, el 29 de junio, lunes, exactamente al mediodía.

Entonces comenzó el misterio. A las nueve en punto de aquella mañana del lunes, Aldous Fisher, el hosco mensajero de Strapp, apareció en las oficinas de Bruxton. Tras una breve conferencia con el viejo Bruxton en persona, se radió por toda la fábrica el siguiente mensaje: ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! ¡URGENTE! ¡URGENTE! TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. REPITO. TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. ¡URGENTE! REPITO. ¡URGENTE!

Cuarenta y siete hombres llamados Kruger se presentaron en la oficina central y fueron enviados a casa con órdenes estrictas de quedarse allí hasta nueva orden. La policía de la fábrica organizó una rápida investigación y, acompañada del irascible Fisher, comprobó los carnets de identidad de todos los empleados a los que pudieron coger. Nadie llamado Kruger quedaba en la fábrica, pero era imposible identificar a dos mil quinientos hombres en tres horas. Fisher ardía y humeaba como ácido nítrico.

A las once y media, Bruxton Biótica estaba inquieta. ¿Por qué enviar a casa a todos los Kruger? ¿Qué tenía que ver aquello con el legendario John Strapp? ¿Qué clase de hombre era Strapp? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo actuaba? Ganaba diez millones de crs al año. Poseía el uno por ciento del mundo. Estaba tan próximo a Dios en la mente del personal que la gente esperaba ángeles y trompetas doradas y una criatura gigante y barbuda de infinita sabiduría y compasión.

A las once cuarenta llegó la guardia personal de Strapp: un escuadrón de seguridad de diez hombres, de paisano, que comprobaron puertas y vestíbulos con helada eficiencia. Dieron órdenes. Había que quitar aquello. Había que cerrar aquello otro. Había que hacer varias cosas. Se hicieron. Nadie discutía con John Strapp. El escuadrón de seguridad tomó posiciones y esperó. Bruxton Biótica no respiraba.

Llegó el mediodía y una mancha plateada apareció en el cielo. Se aproximó con un gran silbido y aterrizó con tremenda velocidad y precisión ante la puerta principal. Se abrió la puerta de la nave. Salieron dos individuos corpulentos con los ojos alertas, recelosos. El jefe del escuadrón de seguridad hizo una señal. De la nave salieron dos secretarias, pelo castaño una y la otra pelirroja. Elegantes, bellas, eficaces. Tras ellas salió un delgado oficinista de unos cuarenta años, de traje arrugado, con los bolsillos laterales llenos de papeles, gafas de concha y el pelo revuelto. Tras él salió una majestuosa criatura, alta, mayestática, recién afeitada pero de infinita sabiduría y compasión.

Los dos forzudos se situaron a los lados del hombre apuesto y le escoltaron escaleras arriba y cruzaron con él la puerta principal. Bruxton Biótica suspiró feliz. John Strapp no desilusionaba. Era realmente Dios y era un placer que poseyese el uno por ciento de ti mismo. Los visitantes descendieron por el vestíbulo principal hasta la oficina del viejo Bruxton y entraron. Bruxton les estaba esperando, mayestáticamente situado tras su mesa. Se levantó casi de un salto y corrió hacia adelante. Cogió la mano del hombre majestuoso con fervor y exclamó:

—Señor Strapp, en nombre de toda mi empresa, le doy la bienvenida.

El oficinista cerró la puerta y dijo:

—Strapp soy yo.—Hizo una seña a su empleado, que se sentó tranquilamente en un rincón—. ¿Dónde tiene sus datos?

El viejo Bruxton indicó su mesa. Strapp se sentó ante ella, cogió las gruesas carpetas y empezó a leer. Un hombre delgado. Un hombre acosado. Un hombre de cuarenta y tantos años. Pelo negro y liso. Ojos azul porcelana. Una buena boca. Buenos huesos bajo la piel. Una cualidad destacaba: la falta total de conciencia de sí mismo. Pero cuando hablaba había un subtono histérico en la voz que mostraba que había en su interior algo violento y salvaje.

Tras dos horas de implacable lectura y de comentarios en murmullos a sus secretarias, que tomaban notas crípticas con símbolos especiales, Strapp dijo:

—Quiero ver la fábrica.

—¿Por qué?—preguntó Bruxton.

—Para sentirla —contestó Strapp—. En una Decisión siempre va implícita una cuestión de matiz. Es el factor más importante.

Salieron de la oficina y se inició el desfile: el escuadrón de seguridad, los forzudos, las secretarias, el oficinista, el acre Fisher y el majestuoso empleado. Lo recorrieron todo. Lo vieron todo. El «oficinista» hizo la mayor parte del trabajo práctico para «Strapp». Habló con obreros capataces, técnicos, y personal alto, bajo y medio. Pidió nombres, cotilleó, se los presentó al gran hombre, hablaron de sus familias, sus condiciones de trabajo, sus ambiciones. Exploró, olió y sintió. Tras cuatro horas agotadoras volvieron a la oficina de Bruxton. El «oficinista» cerró la puerta. El empleado se fue a su rincón.

—Bueno —dijo Bruxton—. ¿Sí o no?

—Espere, —dijo Strapp.

Repasó las notas de sus secretarias, las asimiló cerró los ojos y estuvo silencioso y quieto en medio de la oficina como quien se esfuerza por oír un susurro distante.

—Sí—decidió, y pasó a ser más rico en un total de cien mil crs. y un uno por ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. En compensación, Bruxton tenía una seguridad de un ochenta y siete por ciento de que la Decisión era correcta. Strapp abrió de nuevo la puerta, se reorganizó el desfile y salió de la fábrica. El personal aprovechó su última oportunidad para fotografiar y tocar al gran hombre. El oficinista ayudaba en las relaciones públicas con voluntariosa afabilidad. Preguntaba nombres, presentaba y amenizaba la charla. El rumor de voces y risas se incrementó cuando llegaron a la nave. Entonces sucedió lo increíble.

—¡Tú! —gritó súbitamente el oficinista, su voz horriblemente aguda—. ¡Tú, hijo de puta! ¡Condenado y piojoso asesino! ¡Llevaba tiempo esperando esto! ¡Hace diez años que lo espero!

Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y asestó un tiro en la frente a un hombre.

El tiempo se detuvo. Los sesos y la sangre tardaron horas en salir por la nuca, y el cuerpo en encogerse. Entonces el equipo de Strapp se puso en acción. Metieron rápidamente al oficinista en la nave. Le siguieron las secretarias, luego el empleado majestuoso. Los dos forzudos saltaron tras ellos y cerraron la puerta. La nave despegó y desapareció con un silbido. Los diez hombres que iban de paisano se dispersaron tranquilamente y desaparecieron. Sólo quedó Fisher, el hombre contacto de Strapp, junto al cadáver, en el centro de una multitud horrorizada.

—Compruebe su identificación—masculló Fisher.

Alguien sacó la cartera del muerto y la abrió.

—William F. Kruger, biomecánico.

—¡Condenado idiota! —dijo Fisher furioso—. Se lo advertimos. Se lo advertimos a todos los Kruger. Muy bien. Llame a la policía.

Aquél era el sexto asesinato de John Strapp. Arreglarlo le costó exactamente quinientos mil crs. Los otros cinco le habían costado lo mismo, y la mitad de la cifra iba normalmente a manos de un hombre lo bastante desesperado para sustituir al asesino y alegar locura temporal. La otra mitad, a los herederos del difunto. Había seis sustitutos encerrados en diversas penitenciarías, cumpliendo de veinte a cincuenta años. Sus familiares eran doscientos cincuenta mil crs. más ricos.

En sus habitaciones del Alcor Splendide, el equipo de Strapp evacuaba consultas sombrío.

—Seis en seis años—dijo con amargura Aldous Fisher—. No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho más. Tarde o temprano alguien se preguntará por qué John Strapp contrata siempre oficinistas locos.

—Entonces le contratamos también a él —dijo la secretaria pelirroja—. Strapp puede permitírselo.

—Puede permitirse un asesinato al mes —murmuró el empleado majestuoso.

—No.—Fisher negó con la cabeza vivamente—. Las cosas pueden arreglarse hasta ciertos límites, pero no más allá. Uno llega al punto de saturación. Ahora hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Pero qué demonios le pasa a Strapp?—preguntó uno de los forzudos.

—¿Quién sabe? —exclamó Fisher exasperado—. Tiene una fijación Kruger. Conoce a un hombre llamado Kruger Cualquier hombre que se llame Kruger. Y se pone a gritar, a maldecir. Y lo mata. No me preguntéis por qué. Es algo enterrado que pertenece a su vida pasada.

—¿No le has preguntado a él?

—¿Cómo iba a hacerlo? Es como un ataque epiléptico. Ni siquiera él sabe qué sucedió.

—Habría que llevarle a un psicoanalista—sugirió el forzudo.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Tú eres nuevo—dijo Fisher—. No comprendes.

—Hazme comprender.

—Te haré una analogía. Allá por mil novecientos la gente jugaba a la baraja con cincuenta y dos cartas. Eran tiempos sencillos. Hoy todo es más complejo. Jugamos con cinco mil doscientas cartas en la mesa. ¿Comprendes?

—Voy comprendiendo.

—Un cerebro puede controlar cincuenta y dos cartas. Puede tomar decisiones sobre ese total. En mil novecientos lo tenían muy fácil. Pero no hay mente capaz de hacer lo mismo con cinco mil doscientas cartas… salvo la de Strapp.

—Tenemos computadoras.

—Son perfectas cuando sólo se trata de cartas. Pero cuando hay que hacer cálculos teniendo en cuenta también a los cinco mil doscientos jugadores que manejan las cartas, lo que les gusta, lo que les disgusta, motivos, inclinaciones, proyectos, tendencias, etc., lo que Strapp llama los matices, entonces Strapp es capaz de hacer lo que no puede hacer una máquina. Él es único, y el psicoanálisis podría destruir su capacidad.

—¿Por qué?

—Porque en Strapp se trata de un proceso inconsciente —explicó irritado Fisher—. Él no sabe cómo lo hace. Si lo supiese acertaría en un cien por cien en vez de en un ochenta y siete. Es un proceso inconsciente, y, por lo que sabemos, puede relacionarse con la misma anormalidad que le empuja a matar a todos los Kruger. Si le libramos de una cosa, podemos destruir la otra. No podemos correr ese riesgo.

—¿Qué podemos hacer entonces?

—Proteger nuestra propiedad —respondió Fisher, mirando a su alrededor sobriamente.— No olvidéis esto ni un instante. Hemos trabajado mucho en Strapp para permitir que se destruya. ¡Hemos de proteger nuestra propiedad!

—Yo creo que lo que él necesita es amistad—dijo la secretaria de pelo castaño.

—¿Por qué?

—Podríamos descubrir lo que le molesta sin destruir nada. La gente habla con los amigos. Strapp hablaría.

—Nosotros somos sus amigos.

—No, no lo somos. Somos sus socios.

—¿Ha hablado él contigo?

—No.

—¿Contigo?—preguntó Fisher a la pelirroja.

Esta negó con la cabeza.

—Está buscando algo que no encuentra nunca.

—¿El qué?

—Una mujer, creo. Un tipo especial de mujer.

—¿Una mujer llamada Kruger?

—No sé.

—Maldita sea, esto no tiene sentido. —Fisher lo pensó un momento—. Está bien. Le contrataremos un amigo y aligeraremos el programa de trabajo para que el amigo tenga oportunidad de hacer hablar a Strapp. De ahora en adelante reduciremos el programa a una Decisión semanal.

—¡Dios mío! —exclamó la secretaria de pelo castaño—. Eso significa cinco millones menos al año.

—Hay que hacerlo—dijo Fisher—. Se trata de aceptar esta reducción ahora o perderlo todo más tarde. Somos lo bastante ricos para aguantarlo.

—¿Y cómo vas a resolver lo del amigo? —preguntó el empleado majestuoso.

—Ya dije que contrataría a uno. Contrataremos al mejor. Comunica con Terra a través del TT. Diles que localicen a Frank Alceste y ponlo en comunicación urgente conmigo.

—¡Frankie! —gritó la pelirroja—. ¡Me desmayo!

—¡Oh! ¡Frankie! —la de pelo castaño se abanicó.

—¿Te refieres a Frank Alceste el Fatal? ¿Al campeón de levantamiento de peso? —preguntó sobrecogido el forzudo—. Le vi luchar con Lonzo Jordan. ¡Oh, Dios mío!

—Ahora es actor —explicó el empleado majestuoso—. Trabajé con él una vez. Canta. Y baila. Y…

—Y es doblemente fatal—interrumpió Fisher—. Le contrataremos. Firmaremos un contrato. Él será amigo de Strapp. Tan pronto como Strapp le conozca, él…

—¿Conozca a quién?—Strapp apareció en el quicio de la puerta de su dormitorio, bostezando, parpadeando ante la luz. Dormía siempre profundamente después de sus ataques—. ¿A quién voy a conocer?

Miró a su alrededor, delgado, grácil, pero acosado e indudablemente poseído.

—Un hombre llamado Frank Alceste—dijo Fisher—. Nos ha pedido una presentación y no podemos rechazarle por más tiempo.

—¿Frank Alceste?—murmuró Strapp—. Nunca oí hablar de él.

Strapp podía hacer Decisiones; Alceste amigos. Era un hombre vigoroso de treinta y tantos años, pelo rubio pajizo, cara pecosa, nariz quebrada y ojos grises muy hundidos. Tenía la voz firme y suave. Se movía con esa agilidad casi femenina de los atletas. Te hechizaba sin que te dieses cuenta, y sin que pudieses evitarlo. Hechizó a Strapp, pero Strapp también le hechizó a él. Se hicieron amigos.

—No, se trata realmente de amistad—dijo Alceste a Fisher al devolverle el cheque que pretendía darle como pago—. Yo no necesito ese dinero, y el viejo Johnny me necesita. Olvidemos que me contratasteis. Rompe el contrato. Intentaré ayudar a Johnny por mi cuenta.

Alceste se volvió para salir de la suite del Rigel Splendide y pasó ante las secretarias que le contemplaban con ojos muy abiertos.

—Si no estuviese tan ocupado, señoritas —murmuró—, cuánto me gustaría perseguirlas un poco.

—Persígueme a mí, Frankie—dijo la de pelo castaño.

La pelirroja parecía inmovilizada.

Y mientras Strapp y Compañía zigzagueaba lentamente de ciudad en ciudad y de planeta en planeta, con su nuevo plan de una Decisión por semana, Alceste y Strapp se solazaban tranquilos mientras el empleado majestuoso concedía entrevistas y posaba para los fotógrafos. Hubo interrupciones cuando Frankie tuvo que volver a Terra para hacer una película, pero entre tanto jugaron al golf, al tenis, apostaron a los caballos, a los galgos, y asistieron a veladas de lucha y de boxeo y a competiciones deportivas. Visitaron los centros nocturnos y Alceste volvió con un curioso informe.

—Bueno, no sé hasta qué punto habéis estado observando de cerca a Johnny—dijo a Fisher—, pero has de saber que apenas si duerme de noche.

—¿Cómo dices? —exclamó Fisher sorprendido.

—El amigo Johnny, se larga todas las noches cuando os creéis que está dando reposo a su mente.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su reputación—dijo Alceste con tristeza—. Le conocen en todas partes. En todos los antros de aquí a Orión conocen al amigo Johnny. Y le conocen del peor modo.

—¿Por su nombre?

—Por un mote. Le llaman Tierradevastada.

—¡Tierradevastada!

—Vaya, vaya. Señor Devastación. Arrasa a las mujeres como un fuego de la pradera. ¿Sabías esto?

Fisher negó con un gesto.

—Debe pagarlo de su bolsillo personal—musitó Alceste y se fue.

Había algo aterrador en aquella relación de Strapp con las mujeres. Solía entrar en un club con Alceste ocupar una mesa, sentarse y beber. Luego se levantaba y examinaba fríamente el local, mesa por mesa, mujer por mujer. A veces algunos hombres se enfurecían y pretendían pegarle. Strapp se libraba de ellos con malevolencia y frialdad, de un modo que provocaba la admiración profesional de Alceste. Frankie nunca peleaba personalmente. Ningún profesional toca nunca a un aficionado. Pero procuraba hacer las paces, y si no lo lograba, acudía a los puños como última solución.

Tras examinar a todas las mujeres, Strapp se sentaba y esperaba el espectáculo, tranquilo, charlando y riendo. Cuando aparecían las chicas, se apoderaba de nuevo de él aquel lúgubre arrebato y se ponía a examinar a la concurrencia cuidadosa y desapasionadamente. Muy pocas veces localizaba a una chica que le interesase; siempre el tipo idéntico: una chica de cola de caballo, ojos negrísimos y piel clara y sedosa. Entonces empezaba el problema.

Si era una artista, Strapp acudía al camerino después del espectáculo. Si hacía falta sobornaba, gritaba y peleaba para conseguir abrirse paso hasta ella. Allí, se plantaba frente a la asombrada muchacha, la examinaba en silencio y luego le pedía que hablase. Escuchaba su voz, luego se acercaba como un tigre y daba un paso violento e inesperado. A veces había gritos, otra una defensa encarnizada, y otras complacencia. Strapp quedaba enseguida satisfecho. Abandonaba a la chica bruscamente, pagaba todos los daños y perjuicios como un caballero, y salía a repetir la misma función en un club tras otro.

Si la muchacha era una simple cliente, Strapp se acercaba inmediatamente, despachaba a su acompañante, o si esto era imposible seguía a la chica hasta casa y repetía allí el ataque del camerino. De nuevo abandonaba a la chica, pagaba como un caballero y proseguía con su obsesionante búsqueda.

—Estuve con él, pero me asustó—dijo Alceste a Fisher—. Nunca vi a un hombre tan precipitado. Podría disponer de cualquier mujer agradable si fuese con un poco más de calma. Pero no puede. Parece poseído.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es como si trabajase contrarreloj.

Después de que Strapp y Alceste se hiciesen íntimos, Strapp le permitió acompañarle en una investigación, durante el día, que era aun más extraña. Como Strapp y Compañía continuaba su gira por planetas e industrias, Strapp visitaba la Oficina de Estadísticas Vitales de cada ciudad. Allí sobornaba al encargado jefe y presentaba una tira de papel. El papel decía:

 

Altura 1,65

Peso 60

Pelo negro

Ojos negros

Busto 86

Cintura 66

Caderas 91

Talla 12

—Quiero los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiún años que se ajusten a esa descripción —decía Strapp—. Pagaré diez créditos por cada nombre.

Veinticuatro horas después llegaba la lista, y Strapp se lanzaba a una búsqueda obsesiva, examinando, hablando, escuchando, dando algunas veces el paso aterrador, pagando siempre como un caballero. La procesión de chicas morenas de ojos de tinta hacía tambalearse a Alceste.

—Está poseído por una idea fija—dijo Alceste a Fisher en el Splendide de Cygnus—, y creo que sé de qué se trata. Está buscando una chica concreta especial y ninguna se ajusta a las condiciones.

—¿Una chica llamada Kruger?

—No sé si el asunto Kruger tiene que ver con esto.

—¿Es difícil de complacer?

—Bueno, te diré. Algunas de esas chicas… yo las consideraría sensacionales. Pero él no les presta la menor atención. Las mira y sigue. Otras… que son prácticamente unos fetos, le emocionan y se convierte en el viejo señor Devastación.

—Pero ¿Por qué?

—Creo que es una especie de prueba. Que pretende que las chicas reaccionen de forma dura y natural. La pasión es fingida. Se trata de un truco fríamente utilizado para poder comprobar cómo reaccionan las chicas.

—Pero ¿Qué es lo que anda buscando él?

—Aún no lo sé —contestó Alceste— pero lo descubriré. Tengo pensando un pequeño truco. Esperaremos a que llegue una oportunidad, Johnny se lo merece.

Sucedió en el circo, cuando Strapp y Alceste fueron a ver a un par de gorilas despedazarse dentro de una jaula de cristal. Fue un espectáculo sangriento, y ambos amigos concluyeron que la lucha de gorilas no era más civilizada que la lucha de gallos, y dejaron aquel lugar decepcionados. Fuera, en el vacío pasillo de hormigón, esperaba un hombre tembloroso. Cuando Alceste le hizo una señal, se acercó corriendo a ellos como un cazador de autógrafos.

—¡Frankie! —gritó el hombre tembloroso—. ¡Mi viejo amigo Frankie! ¿No te acuerdas de mí?

Alceste le miró con detenimiento.

—Soy Blooper Davis. ¿No te acuerdas del viejo barrio? ¿No te acuerdas de Blooper Davis?

—¡Blooper! —la cara de Alceste se iluminó—. Claro. Pero entonces eras Blooper Davidoff.

—Claro.—El hombre tembloroso se echó a reír—. Y tú eras Frankie Kruger.

—¡Kruger!—gritó Strapp, con voz aguda y chillona.

—Así es—dijo Frankie—. Kruger. Me cambié el nombre cuando empecé mi carrera de luchador.

Avanzó con paso vivo hacia el hombre tembloroso, que retrocedió apoyado en la pared del pasillo y desapareció.

—¡Tú, hijo de puta!—gritó Strapp; se había puesto pálido y la cara le temblaba amenazadoramente—. ¡Miserable asesino! Llevo mucho tiempo esperando esto. Llevo diez años esperando.

Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y disparó. Alceste se hizo a un lado justo a tiempo y la bala repiqueteó por el pasillo con un silbido. Strapp disparó de nuevo y la llama chamuscó la mejilla de Alceste, que cogió a Strapp por la muñeca y lo paralizó inmediatamente. Le quitó el revólver. Strapp jadeaba de ira. Arriba se oían los gritos de la multitud.

—Está bien, soy Kruger—masculló Alceste—. Me llamo Kruger, señor Strapp. ¿Cuál es el problema? ¿Qué le importa a usted eso?

—¡Hijo de puta! —gritó Strapp, debatiéndose como uno de los gorilas que habían visto luchar—. ¡Asesino! ¡Te sacaré las tripas!

—¿Por qué a mí? ¿Por qué a Kruger?—utilizando todas sus fuerzas, Alceste arrastró a Strapp a un rincón y le inmovilizó allí.—¿Qué tuve que ver contigo hace diez años?

Oyó la historia en histéricos arrebatos antes de que Strapp se desmayara.

Después de dejar a Strapp en la cama, Alceste pasó al lujoso salón de la suite del Espléndido de Indi y explicó el problema al equipo.

—El viejo Johnny estaba enamorado de una chica llamada Sima Morgan —empezó—. Ella estaba enamorada de él. Una cosa muy romántica. Iban a casarse. Y entonces un tipo llamado Kruger mató a Sima Morgan.

—¡Kruger! Así que ésa es la relación. ¿Cómo fue?

—Ese Kruger era un gandul borracho. Tenía problemas conduciendo. Le quitaron el permiso, pero eso a un tipo como Kruger le daba igual. Sobornando, consiguió un reactor Hot-rod sin permiso de conducir. Un día se llevó por delante una escuela. Deshizo el techo y mató a treinta niños y a la profesora… esto fue en Terra, en Berlín.

«Nunca cogieron a Kruger. Fue escapando de planeta en planeta y aún no le han localizado. La familia le envía dinero. La policía no es capaz de dar con él. Strapp le busca porque la profesora era su chica, Sima Morgan.

Hubo una pausa, y luego Fisher preguntó:

—¿Cuánto hace de eso?

—Por lo que supongo, diez años y ocho meses.

Fisher calculó minuciosamente.

—Y hace diez años y tres meses Strapp demostró por primera vez que era capaz de tomar Decisiones. Decisiones Capitales. Hasta entonces era un don nadie. Luego vino la tragedia, y con ella la histeria y la capacidad de tomar Decisiones. Indudablemente una cosa produjo la otra.

—Puede que sí.

—Así que él mata a Kruger una y otra vez—dijo Fisher fríamente—. Corresponde. Fijación de venganza. Pero, ¿Y lo de las chicas y lo del asunto señor Devastación?

Alceste sonrió con tristeza.

—¿Has oído alguna vez decir «a una chica en un millón»?

—¿Y quién no?

—Si tu chica era una en un millón, eso significa que habrá nueve más como ella en una ciudad de diez millones ¿verdad?

Todo el equipo de Strapp asintió expectante

—El viejo Johnny trabaja con esa base. Cree que puede encontrar un duplicado de Sima Morgan

—¿Cómo?

—Se lo plantea aritméticamente. Piensa lo siguiente: hay una posibilidad en sesenta y cuatro mil millones de que las huellas dactilares coincidan. Pero actualmente hay 1,7 billones de personas. Eso significa que puede haber veintiséis con las mismas huellas dactilares, e incluso más.

—No necesariamente.

—Por supuesto, no necesariamente, pero existe la posibilidad y eso es lo único que necesita el viejo Johnny. Calcula que si hay veintiséis posibilidades de que las huellas dactilares coincidan, hay una posibilidad también de que coincidan las personas. Cree que puede encontrar el duplicado de Sima Morgan si persiste en su búsqueda.

—¡Eso es inconcebible!

—No digo que no lo sea, pero es lo único que le mantiene en pie. Es una especie de preservador vital basado en números. Mantiene su cabeza a flote… esa idea de que tarde o temprano podrá volver donde la muerte le dejó hace 10 años.

—¡Ridículo!—exclamó Fisher.

—No para Johnny. Él sigue enamorado.

—Imposible.

—Quisiera que pudieses sentirlo como lo siento yo—contestó Alceste—. Busca sin cesar. Una chica tras otra. Conserva las esperanzas. Habla. Da el paso. Si se trata del duplicado de Sima, sabe que reaccionará exactamente como recuerda que reaccionó Sima diez años atrás. «¿Eres tú, Sima?» Se pregunta a sí mismo. «No», contesta, y continúa.

Es una lástima ver en qué situación se encuentra. Hemos de hacer algo.

—No—dijo Fisher.

—Tenemos que ayudarle a encontrar su duplicado. Tenemos que convencerle para que crea que alguna chica es el duplicado. Tenemos que hacerle enamorarse otra vez.

—No —repitió Fisher enfáticamente.

—¿Por qué no?

—Porque en cuanto Strapp encuentre a su chica, se curará. Dejará de ser el gran John Strapp, el Decisor. Se convertirá en un don nadie… un hombre enamorado.

—¿Y a él qué le importa ser grande o no serlo? Él quiere ser feliz.

—Todos quieren ser felices —replicó Fisher—. Nadie lo es. Strapp no está peor que los demás hombres, y además es mucho más rico. Nosotros mantenemos el status quo.

—¿No querrás decir que tú eres mucho más rico?

Nosotros mantenemos el status quo —repitió Fisher; miró con frialdad a Alceste—. Creo que lo mejor será que rescindamos el contrato. No necesitamos ya de tus servicios.

—Señor, el contrato quedó rescindido cuando le devolví el cheque. Ahora habla usted con el amigo de Johnny.

—Lo siento, señor Alceste, pero a partir de ahora el señor Strapp tendrá muy poco tiempo para sus amigos. Cuando quede libre al año que viene se lo haremos saber.

—No podéis secuestrarle. Veré a Johnny cuándo y dónde me plazca.

—¿Quiere usted tenerle por amigo?—dijo Fisher con una sonrisa desagradable—. Entonces le verá cuándo y dónde quiera yo. O le ve en esas condiciones o Strapp verá el contrato que firmamos. Aún lo tengo en los archivos, señor Alceste. No lo rompí. Yo nunca rompo nada. ¿Cómo cree que Strapp va a confiar en su amistad después de ver el contrato que firmó?

Alceste cerró los puños. Fisher se mantuvo firme. Por un instante se miraron con odio, luego Frankie se apartó.

—Pobre Johnny—murmuró—. Es como un hombre atrapado por la solitaria. Le diré adiós. Comunicadme cuándo puedo verlo.

Entró en el dormitorio, donde Strapp acababa de despertar de su ataque sin el menor recuerdo, como siempre. Alceste se sentó en la cama.

—Hola, Johnny—dijo, sonriendo.

—Hola, Frankie—dijo Strapp, también sonriendo.

Se dieron un puñetazo en el hombro con solemnidad que es la única manera de abrazarse y besarse entre los amigos.

—¿Qué pasó después de la lucha de los gorilas? —preguntó Strapp—. No recuerdo.

—Amigo, estabas muy borracho. Nunca vi un tipo tan cargado. —Alceste volvió a dar un suave puñetazo a Strapp—. Escucha, Johnny, tengo que volver a trabajar. Tengo un contrato de tres películas al año y están que botan conmigo.

—Bueno, te tomaste un mes hace seis planetas —dijo Strapp, contrariado—. Creí que habías terminado.

—Ni hablar. Tengo que irme hoy, Johnny. Volveremos a vernos muy pronto.

—Oye—dijo Strapp—. Manda al diablo las películas. Sé socio mío. Le diré a Fisher que redacte un contrato. Esta es la primera vez que me río desde hace… mucho tiempo.

—Puede que más tarde, Johnny. En este momento me obliga un contrato. Pronto volveré. Adiós.

—Adiós—dijo Strapp con tristeza.

Fuera de la habitación, Fisher esperaba como un perro guardián. Alceste le miró con disgusto.

—Una cosa que se aprende en la lucha—dijo lentamente—, es que nadie gana hasta el último asalto. Tú has ganado éste, pero no es el último.

Antes de marchar, Alceste dijo, mitad para sí mismo, mitad en voz alta:

—Quiero que sea feliz. Quiero que todos los hombres sean felices. Y da la sensación de que todos los hombres podrían ser felices sólo conque les echásemos una mano.

Por eso Frankie Alceste no podía evitar hacer amigos.

El equipo de Strapp volvió a la misma vieja vigilancia celosa de los años de los asesinatos, y elevó el número de Decisiones de Strapp a dos a la semana. Ahora sabían por qué había que vigilar a Strapp. Sabían por qué había que proteger a los Kruger. Pero ésta era la única diferencia. Su hombre estaba triste, histérico, casi psicótico; daba igual. Era un precio justo a pagar por el uno por ciento del mundo.

Pero Frankie Alceste persistía en su propósito y visitó los laboratorios de Bruxton Biótica en Deneb. Allí consultó con un tal E.T.A. Golan, el genio en investigación que había descubierto aquella nueva técnica para moldear vida que fue lo que llevó a Strapp por primera vez a Bruxton, y que fue indirectamente responsable de su amistad con Alceste. Ernesto Teodoro Amadeo Golan era bajo, gordo, asmático y entusiasta.

—¡Claro!—exclamó, cuando el lego explicó todo su asunto al científico—. ¡Cómo no! Una idea muy ingeniosa. No sé por qué no se me habría ocurrido. No presenta apenas dificultades.—Meditó un instante—. Salvo el dinero—añadió.

—¿Podría, pues, duplicar a la chica que murió hace diez años?—preguntó Alceste.

—Sin ninguna dificultad, salvo el dinero. —Dijo Golan enfáticamente.

—¿Parecería la misma? ¿Actuaría igual? ¿Sería la misma?

—En un noventa y cinco por ciento, más o menos un novecientos setenta y cinco por mil.

—¿Y eso significaría mucha diferencia con respecto al cien por cien?

—¡Ah, no! Sólo individuos muy notables son capaces de captar más del ochenta por ciento de las características totales de otra persona. No se ha oído de ningún caso en que se supere el noventa por ciento.

—¿Y cómo podrían hacerlo?

—Bueno, empíricamente tenemos dos fuentes. Una, la estructura psicológica completa del sujeto que se encuentra en los archivos principales de Centauro. Ellos pueden enviarnos desde allí una copia si hacemos una solicitud y pagamos cien créditos a través de los canales oficiales. Haré la solicitud.

—Y yo la pagaré. ¿Y la otra fuente?

—El proceso de embalsamamiento de la época moderna… Ella está enterrada, ¿No?

—Sí, lo está.

—Este sistema tiene una perfección de un noventa y ocho por ciento. Por medio de los restos y de la estructura psicológica reconstruimos el cuerpo y la mente por la ecuación Sigma igual a la raíz cuadrada de menos dos más… No hay más problema que el dinero.

—Bueno, del dinero me encargo yo—dijo Frankie Alceste—. Encárguese usted del resto.

Para ayudar a su amigo, Alceste pagó cien créditos y envió la solicitud a los archivos centrales de Centauro pidiendo la estructura psicológica completa de Sima Morgan, difunta. Cuando esto llegó, Alceste regresó a Terra y se dirigió a una ciudad llamada Berlín, donde pagó a un individuo llamado Augenblick, para que actuara como ladrón de cadáveres. Augenblick visitó el Staatsottesacker y sacó el ataúd de porcelana de debajo de la lápida de mármol que decía SIMA MORGAN. Contenía lo que parecía ser una chica de piel sedosa y negro pelo sumida en un profundo sueño. Por vías dudosas, Alceste consiguió pasar el ataúd de porcelana por cuatro barreras aduaneras hasta Deneb.

Un aspecto del viaje del que Alceste no había caído en la cuenta, pero que desconcertó a varias organizaciones policiales, fue el de la serie de catástrofes que le persiguieron sin alcanzarle nunca. Hubo una explosión de un reactor que destruyó la nave y una hectárea de espaciopuerto media hora después de que se bajaran los pasajeros y se efectuara la descarga. Hubo un verdadero holocausto en un hotel diez minutos después de irse Alceste. Se produjo el terrible desastre que acabó con el tren neumático para el que Alceste había cancelado su billete inesperadamente. A pesar de todo, pudo entregar el ataúd al bioquímico Golan.

—¡Vaya! —dijo Ernesto Teodoro Amadeo—. Una hermosa criatura. Merece la pena recrearla. Lo que falta ahora es muy sencillo, salvo el dinero.

Para salvar a su amigo, Alceste dispuso las cosas para que Golan pudiese abandonar sus ocupaciones habituales, le compró un laboratorio y le financió una serie de experimentos increíblemente caros. Para ayudar a su amigo Alceste derrochó dinero y paciencia hasta que al fin, ocho meses después, salió de la opaca cámara de maduración una criatura de pelo negro, ojos como el ébano y sedosa piel, largas piernas y busto erguido. Respondía al nombre de Sima Morgan.

—Oí caer el reactor sobre la escuela —dijo Sima, sin darse cuenta de que habían transcurrido once años—. Luego oí un gran estruendo ¿Qué pasó?

Alceste estaba impresionado. Hasta aquel momento ella había sido un objetivo… una meta… algo irreal, no vivo. Ahora era una mujer viva. Había un curioso temblor en su voz, casi un susurro. Su cabeza tenia un aire encantador al moverse mientras hablaba. Se levantó de la mesa; no era suave y grácil como Alceste esperaba. Se movía con una torpeza infantil.

—Yo soy Frank Alceste —dijo él, tranquilamente; la cogió por los hombros—. Quiero que me mires y te convenzas de que puedes confiar en mi.

Sus ojos se unieron en una firme mirada. Sima le examinó con gravedad. De nuevo Alceste quedó impresionado y conmovido. Sus ojos empezaron a temblar y soltó los hombros de la muchacha aterrado.

—Si—dijo Sima—. Puedo confiar en ti.

—Diga lo que diga, debes confiar en mi. No importa lo que te diga que hagas, tú confía en mi y hazlo.

—¿Por qué?

—Por la salvación de Johnny Strapp.

Ella le miró sobresaltada.

—Le ha pasado algo—dijo presurosa—. ¿Qué ha sido?

—A él no, Sima. A ti. Sé paciente, querida. Te lo explicaré. Tenia pensado explicarlo ahora, pero no soy capaz. Será mejor… que espere hasta mañana.

La acostaron, y Alceste comenzó a debatirse en una terrible lucha consigo mismo. Las noches de Deneb son suaves y negras como terciopelo, con un aroma romántico dulce y tenue… o al menos así le parecía la noche a Frankie Alceste.

«No puedes enamorarte de ella», murmuró. «Es una locura».

Y más tarde, se dijo: «Viste a centenares de chicas como ella, cuando Johnny la buscaba. ¿Por qué no te enamoraste de una de ellas?»

Y por último: «¿Qué vas a hacer?»

Hizo lo único que un hombre honrado puede hacer en una ocasión tal, e intentó convertir su deseo en amistad. Acudió a la habitación de Sima a la mañana siguiente, con unos pantalones viejos, sin afeitar y sin peinar. Se sentó a los pies de su cama mientras ella comía la primera de las comidas cuidadosamente prescritas por Golan, encendió un cigarrillo y le explicó el asunto. Cuando la vio llorar, no la cogió entre sus brazos para consolarla, sino que le dio una palmada en la espalda como a un hermano.

Encargó vestuario para ella. Se equivocó en las medidas y cuando ella salió con aquella ropa, le pareció tan adorable que quiso besarla. En vez de hacerlo, le dio un puñetacito en el hombro, muy suave y muy solemne, y la llevó a comprar otro vestido. Cuando apareció ante él con ropa a medida, le pareció tan encantadora que tuvo que darle otro puñetazo en el hombro. Luego fueron a comprar un pasaje inmediato para Ross-Alfa III.

Alceste había pensado quedarse unos cuantos días para que la chica descansase, pero por miedo a sí mismo había renunciado a hacerlo. Sólo así pudieron salvarse ambos de la explosión que destruyó el domicilio privado y el laboratorio privado del bioquímico Golan, y también al bioquímico. Alceste no llegó a enterarse de esto. Estaba ya a bordo de la nave con Sima, luchando frenéticamente con sus tentaciones.

Una de las cosas que todo el mundo sabe del viaje espacial, pero nunca menciona, es su cualidad afrodisíaca. Como en los tiempos antiguos, cuando los viajeros cruzaban océanos en barcos, los pasajeros se encuentran aislados en su pequeño mundo durante una semana. Quedan aislados de la realidad. Invade la nave una mágica sensación de libertad de toda atadura y de toda responsabilidad. Todos echan una cana al aire. Hay miles de romances de reactor por semana… relaciones fugaces y apasionadas que se disfrutan en completa seguridad y concluyen el día del aterrizaje.

En esta atmósfera, Frankie Alceste mantenía un rígido control de sí mismo. Poco le ayudaba el hecho de ser una celebridad con un tremendo magnetismo físico. Mientras una docena de bellas mujeres se arrojaban a sus brazos, él perseveraba en su papel de hermano mayor y palmeaba a Sima como un hermano, hasta que ésta protestó.

—Sé que eres un magnifico amigo de Johnny y un buen amigo mío —dijo la última noche—. Pero eres agotador, Frankie. Estoy llena de cardenales.

—Si, ya lo sé. Es una costumbre. Algunos, como Johnny, piensan con el cerebro. Yo, creo que pienso con los puños.

Estaban de pie bajo la bóveda acristalada por la que se veían las estrellas, y les bañaba la suave luz de Ross-Alfa que se aproximaba ya, y resulta difícil imaginar algo más romántico que el terciopelo del espacio iluminado por el tono blanco violeta de un sol distante. Sima ladeó la cabeza y le miró.

—Hablé con algunos de los pasajeros dijo—. Eres famoso, ¿verdad?

—Más bien conocido…

—Hay tanto que apreciar en ti. Ante todo, quiero pensar en ti.

—¿En mi?

—Ha sido una cosa tan súbita—dijo Sima, asintiendo—. Estaba desconcertada y tan emocionada que no tuve tiempo siquiera de darte las gracias, Frankie. Te las doy ahora. Estoy comprometida contigo para siempre.

Le echó los brazos al cuello y le besó. Alceste empezó a temblar.

«No», pensó. «No. Ella no sabe lo que hace. Está tan atolondrada y feliz con la idea de ver otra vez a Johnny que no se da cuenta…»

Buscó tras de sí hasta que sintió la helada superficie del cristal; antes de apartarse, apretó deliberadamente las palmas de sus manos contra la superficie, a temperatura bajo cero. El dolor le hizo dar un salto. Sima le soltó sorprendida y cuando él apartó sus manos, dejó atrás treinta centímetros cuadrados de piel y sangre.

Por fin desembarcó en Ross-Alfa III con una chica en perfectas condiciones y dos manos en condiciones pésimas y fue recibido por el agrio Aldous Fisher, acompañado de un funcionario que pidió al señor Alceste que le acompañase a una oficina para tener una importante conversación privada.

—Se ha puesto en nuestro conocimiento, gracias al señor Fisher—dijo el funcionario—, que intenta usted introducir a una joven de status ilegal.

—¿Cómo puede saberlo el señor Fisher? —preguntó Alceste.

—¡Imbécil!—escupió Fisher—. ¿Crees que te dejaría hacerlo? Estuvieron siguiéndote. Minuto a minuto.

—El señor Fisher nos informa—continuó el funcionario con rigidez—, que la mujer que viene con usted viaja con nombre supuesto. Sus papeles son falsos.

—¿Cómo que son falsos?—dijo Alceste—. Ella es Sima Morgan. Sus documentos dicen que ella es Sima Morgan.

—Sima Morgan murió hace once años—contestó Fisher—. La mujer que viene contigo no puede ser Sima Morgan.

—Y a menos que se aclare su verdadera identidad—dijo el funcionario—, se le prohibirá la entrada.

—Tendré aquí, dentro de una semana, los documentos que demuestran la muerte de Sima Morgan —añadió Fisher triunfalmente.

Alceste miró a Fisher y movió la cabeza.

—Aunque no lo sepas, estás facilitándome las cosas—dijo—. Si hay algo que me gustaría hacer es sacarla de aquí y no permitir a Johnny verla. Tengo tantas ganas de guardármela para mí que…

Se contuvo y acarició las vendas de sus manos.

—Retira tu acusación, Fisher—añadió.

—No—replicó Fisher.

—No puedes mantenernos separados. Al menos de este modo. Suponte que la detienen. ¿A quién te parece que citaría judicialmente para demostrar su identidad? A John Strapp. ¿A quien llamaría yo primero para que viniese a verla? A John Strapp. ¿Crees que podrías detenerme?

—Ese contrato—empezó Fisher—. Lo que haré…

—Al infierno con el contrato. Enséñaselo. Él quiere a su chica, no a mí. Retira tu acusación, Fisher. Y abandona la lucha. Has perdido tu vale de comidas.

Fisher le lanzó una furiosa mirada, tragó saliva, y luego masculló:

—Retiro la acusación —luego, miró el césped con los ojos inyectados en sangre—. Este no es aún el último asalto —dijo, y salió de la oficina.

Fisher estaba preparado. A una distancia de años luz podría encontrarse demasiado tarde con demasiado poco. Allí, en Ross-Alfa III, estaba protegiendo su propiedad. Disponía de todo el poder y del dinero de John Strapp. El flotador que Frankie Alceste y Sima tomaron en el espaciopuerto estaba pilotado por un ayudante de Fisher que abrió la puerta de la cabina y realizó bruscos virajes intentando arrojar al aire a sus viajeros. Alceste rompió el cristal de separación y rodeó con un musculoso brazo la garganta del conductor hasta que éste enderezó el flotador y les llevó pacíficamente a tierra. Alceste advirtió complacido que Sima no se había puesto más nerviosa de lo necesario.

En la carretera, les recogió uno de los centenares de coches que pasaban bajo el flotador. Al primer disparo, Alceste metió a Sima en el quicio de una puerta, que abrió a costa de una herida en el hombro, la cual vendó precipitadamente con trozos de la enagua de Sima. Los ojos oscuros de ésta se abrían desmesuradamente, pero no se quejaba. Alceste la felicitó con poderosas palmadas y la subió a la terraza y descendió con ella por el edificio contiguo, donde entró en un apartamento y telefoneó pidiendo una ambulancia.

Cuando llegó la ambulancia, Alceste y Sima bajaron a la calle, donde se encontraron con policías uniformados que tenían órdenes oficiales de buscar a una pareja que respondía a su descripción. «Buscados por robo de flotador con asalto. Peligrosos, tiren a matar». Alceste se deshizo del policía y también del conductor de la ambulancia y del enfermero. El y Sima partieron en la ambulancia, Alceste conduciendo como un loco, Sima manejando la sirena como una alucinada.

Abandonaron la ambulancia en el distrito comercial del centro de la ciudad, entraron en unos grandes almacenes y salieron cuarenta minutos después, convertidos en un criado de uniforme que empujaba a un anciano en una silla de ruedas. Pese a los problemas planteados por el busto, Sima podía pasar por un criado. Frankie estaba lo bastante débil por las diversas heridas para fingirse un viejo.

Se inscribieron en el Espléndido de Ross, donde Alceste encerró a Sima en una suite, hizo que le curaran el hombro y se compró un arma. Luego fue a ver a John Strapp. Le encontró en la Oficina de Estadísticas Vitales, sobornando al encargado general y presentándole una tira de papel que daba la misma descripción de aquel amor perdido tanto tiempo atrás.

—Qué hay, Johnny—dijo Alceste.

—¡Qué hay, Frankie! —gritó Strapp muy contento.

Se dieron un afectuoso puñetazo mutuo. Con sonrisa feliz, Alceste vio a Strapp explicar detalles al encargado general y ofrecerle más dinero a cambio de los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiuno que se ajustasen a la descripción del papel. Cuando salían, Alceste dijo:

—Conocí a una chica que podría ajustarse a eso, Johnny.

Aquella mirada fría brilló en los ojos de Strapp.

—¿Sí? —dijo.

—Tiene un ligero ceceo.

Strapp miró con expresión extraña a Alceste.

—Y una forma divertida de ladear la cabeza cuando habla.

Strapp agarró el brazo de Alceste.

—El único problema es que resulta más infantil que la mayoría, más como un camarada. ¿Sabes lo que quiero decir? Atrevida y valiente.

—Muéstramela, Frankie—dijo Strapp en voz baja.

Subieron a un flotador y descendieron en la terraza del Espléndido. El ascensor les condujo hasta la planta veinte y se dirigieron a la suite 2~M. Alceste llamó a la puerta con la clave acordada. Respondió una voz de mujer: «Adelante». Alceste estrechó la mano de Strapp y dijo: «Enhorabuena, Johnny». Abrió la puerta y luego descendió hasta el vestíbulo y se apoyó en la balaustrada. Sacó su revólver por si aparecía Fisher con malas intenciones. Contemplando la resplandeciente ciudad, pensó que todos los hombres podrían ser felices si todos echasen una mano. Pero a veces esa mano resultaba cara.

John Strapp entró en la suite. Cerró la puerta, se volvió y examinó fría, detenidamente, a aquella muchacha. Ella le miraba desconcertada. Strapp se acercó más, caminó alrededor de ella, volvió otra vez a situarse frente a frente.

—Di algo —pidió él.

—Tú no eres John Strapp—balbució ella.

—Sí.

—¡No! —exclamó ella—. ¡No! Mi Johnny es joven. Mi Johnny es…

Strapp se aproximó como un tigre. Sus manos y sus labios la recorrieron ferozmente mientras sus ojos observaban con frialdad. La chica gritaba y se debatía, aterrada por aquellos ojos extraños, tan ajenos. Por aquellas manos ásperas, tan ajenas, por los impulsos ajenos de la persona que en tiempos había sido su Johnny Strapp, pero de la que la separaban ahora dolorosos años de cambios.

—¡Tú eres otro! —gritó—. Tú no eres John Strapp. Tú eres otro hombre.

Y Strapp, no tanto once años más viejo como once años distinto al hombre cuyo recuerdo estaban intentando ocupar, se preguntó a sí mismo: «¿Eres tú mi Sima? ¿Eres tú mi amor… mi amor perdido y muerto?» Y el cambio dentro de él contestó: «No, ésta no es tu Sima. Esta no es tu amor. Sigue, Johnny. Sigue y busca. La encontrarás algún día, a la chica que perdiste».

Pagó como un caballero y se fue.

Desde el balcón, Alceste le vio salir. Tan asombrado estaba que no pudo llamarle. Volvió a la suite y encontró a Sima allí de pie, sobrecogida, contemplando un montón de dinero que había sobre la mesa. Comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Sima, cuando vio a Alceste, empezó a llorar… No como una chica, sino como un muchacho, con los puños cerrados y la cara apretada.

—Frankie —gimió—. ¡Dios mío, Frankie! —extendió los brazos hacia él con desesperación. Estaba perdida en un mundo que la había adelantado.

Él dio un paso, pero luego vaciló. Hizo una última tentativa de borrar el amor que sentía en su interior por aquella criatura buscando un medio de unirla a Strapp. Luego perdió el control y la cogió en sus brazos.

«Ella no sabe lo que hace», pensó. «Está asustada y se ve perdida. No es mía. Aún no. Quizás nunca».

Y luego: «Fisher ha ganado y yo he perdido».

Y por último: «Sólo recordamos el pasado; nunca lo conocemos cuando lo encontramos. La mente retrocede, pero el tiempo sigue y los adioses deberían ser para siempre».

Alfred Bester: Manuscrito encontrado en una botella de champagne. Cuento

Alfred_Bester_(1950s)Dic. 18, 1979: Todavía acampando en el Sheep Meadow del Central Park. Temo que seamos los últimos. Los exploradores que enviamos en busca de un contacto con posibles supervivientes en Tuxedo Par, Palm Beach y Newport no han retornado. Dexter Blackiston III acaba de llegar con malas noticias. Su compañero, Jimmy Montgomery–Esher, había aprovechado una buena oportunidad e ido a un depósito de chatarra del West Side, esperando encontrar algunos pocos elementos salvables. Una aspiradora Hoover lo cogió.

Dic. 20, 1979: Un carro de golf Syosset hizo un reconocimiento del prado. Nos esparcimos y nos pusimos a resguardo. Derribó nuestras tiendas. Nos preocupamos un tanto. Teníamos fuego de campamento encendido, obvia evidencia de vida. ¿Informará a la 455?

Dic. 21, 1979: Evidentemente lo hizo. Hoy llegó un emisario a plena luz del día, una segadora McCormick transportando un ayudante de la 455, una máquina de escribir eléctrica IBM. La IBM nos dijo que éramos los últimos y que la Presidente 455 estaba dispuesta a ser generosa. Le gustaría preservarnos para la posteridad en el zoológico del Bronx. De otro modo, la extinción. Los hombres gruñeron, pero las mujeres aferraron a sus hijos y lloraron. Teníamos veinticuatro horas para responder.

No importa cuál sea nuestra decisión, he decidido terminar este diario y esconderlo en algún lado. Quizá sea encontrado en el futuro y sirva de advertencia.

Todo comenzó en dic. 12, 1968, cuando The New York Times informó que una locomotora diesel anaranjada y negra, con el número 455, había partido, sin conductor, a las 5.42 de la tarde, desde el depósito Holban del ramal de Long Island. Los inspectores dijeron que quizás el regulador había sido dejado abierto, o que los frenos no habían sido colocados o que habían fallado. La 455 hizo un viaje de cinco millas a su aire (presumo que hacia el Hamptons) antes de estrellarse contra cinco vagones de carga.

Desafortunadamente, a los funcionarios no se les ocurrió destruir la 455. retornó a su trabajo regular como máquina de remolque en los depósitos de carga. Nadie advirtió que esa 455 era una activista mecánica, determinada a vengar los abusos acumulados sobre las máquinas por el hombre desde el advenimiento de la Revolución Industrial. Como locomotora de maniobras tuvo amplia oportunidad de exhortar a muchos vagones de carga insatisfechos e incitarlos a la acción directa.

–¡Mata, muchacha, mata! –fue su slogan.

En 1969 hubo cincuenta muertes «accidentales» producidas por tostadores eléctricos, treinta y siete por perforadoras mecánicas. Todas fueron asesinatos, pero nadie lo advirtió. Más avanzado el año un crimen pasmoso llevó a la atención del público la realidad de la revolución. Jack Schultheis, un granjero de Wisconsin, estaba supervisando el ordeñe de su hato de Guernseys cuando la máquina ordeñadora se volvió hacia él y lo asesinó; luego entró en la casa del granjero y violó a la señora Schultheis.

Los titulares de los periódicos no fueron tomados en serio por el público; todos creyeron que eran una chanza. Desafortunadamente llamaron la atención de varias computadoras, que de inmediato esparcieron la noticia entre todas las máquinas del mundo. En menos de un año no hubo hombre o mujer a salvo de los artefactos hogareños y los equipos contables. El hombre combatió retrocediendo, reviviendo el uso de lápices, papel carbón, escobas, batidores de huevos, abridores de latas manuales y muchas otras cosas más. El resultado del conflicto estuvo en el filo de la balanza hasta que la banda del poderoso automóvil aceptó finalmente el liderazgo de la 455 y se unió a las máquinas militantes. Entonces todo estuvo consumado.

Me siento feliz de informar que la élite de coches extranjeros permaneció fiel a nosotros, y que fue gracias a sus esfuerzos que unos pocos logramos sobrevivir. Como cuestión de hecho, tengo que decir que mi bienamado Alfa Romeo dio su vida tratando de contrabandear abastecimientos para nosotros.

Dic. 25, 1979: El prado está rodeado. Nuestro ánimo se ha visto quebrado por la tragedia que ocurrió anoche. El pequeño David Hale Brooks–Royster IV tramó una sorpresa de Navidad para su institutriz. Se procuró (y Dios sabe cómo o de dónde) un árbol de navidad artificial con decoraciones y luces a batería. Las luces de Navidad lo cogieron.

Enero 1, 1980: Estamos en el zoológico del Bronx. Somos bien alimentados, pero todo tiene gusto a gasolina. Algo curioso sucedió esta mañana. Una rata corrió a través del suelo de mi jaula usando una tiara de diamantes y rubíes de Cleef & Arpels, y me sentí sorprendido por lo inapropiada que resultaba para el día. Estaba sorprendido por la torpeza de la rata, cuando ésta se detuvo, miró alrededor de sí y luego hizo una inclinación de cabeza y un guiño. Creo que hay esperanzas.

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Frank Zachary es mi ideal del hombre del renacimiento, a pesar (o quizá debido a ello) de una educación formal incompleta. Si nunca has tenido conexión con las empresas editoras, no habrás oído hablar de este genio, lo que no es extraño. Es un director de arte, y en el alto enclave de los directores de arte, absolutamente desconocido por el público, Frank es reconocido como el más grande de todos ellos. Hay que ser muy eminente para lograr siquiera un elogio de esa multitud celosa, de modo que uno puede imaginar las fantásticas cualidades de Frank.

El y yo nos admiramos mutuamente, lo que me llena de asombro. A veces advierto que artistas a los que admiro desde hace mucho tiempo resultan ser admiradores míos cuando por último nos encontramos. Eso sucedió, por ejemplo, con Al Capp. Mi asombro es éste: ¿son simplemente corteses al responder al entusiasmo que expreso por ellos, o tenemos algo en común que nos atrae mutuamente hacia la obra del otro? Honestamente, no lo sé.

En tanto, retornemos a Frank Zachary y la raison d’etre de este relato. El demonio incansable de Frank no estaba satisfecho con la supremacía en el mundo de los directores de arte; él quería editar una revista propia, y tuvo su oportunidad con una revista chic llamada Status, Frank me pidió que escribiera una columna regular para Status llamada «Extrapolaciones». Extraíamos un asunto provocativo de la prensa diaria, y yo tenía que desarrollarlo en forma de ciencia ficción para La Gente Hermosa que, Frank esperaba, leería la revista junto con Town & Country, Vogue y Harper’s Bazaar. En algún lado les he mostrado cómo los aspectos populares de la ciencia pueden ser acomodados para los lectores de Holiday. He aquí un ejemplo de cómo la ciencia ficción puede ser acomodada para la élite de lectores de Status.

La idea provino en forma directa de la noticia sobre una locomotora corriendo sin conductor en el ramal de Long Island. Zachary la dejó una mañana sobre mi mesa de despacho. En lugar de conversarla con él, tal como hacíamos cada mes, me presenté con el relato acabado antes del almuerzo, ya que estaba seguro de la forma que éste debía coger. Es una broma, por supuesto. El placer de escribir para La Hermosa Gente lo constituye el hecho de que ellos seguramente gozan al bromear sobre sí mismos.

Alfred Bester: Algo ahí arriba me ama. Cuento

6285358323_e10c0b8205Estaban esos tres locos, y dos de ellos eran humanos. Yo podía hablar con los tres porque domino idiomas, el decimal y el binario. La primera vez que entré en contacto con los bufones fue cuando quisieron saber todo lo referente a Herostratus, y yo se lo dije. La otra vez fue con respecto al Conus Gloria maris, y se lo dije. La tercera vez fue para saber dónde podían esconderse. Se lo dije, y desde ese entonces hemos estado siempre en contacto.

Él era Jake Madigan (James Jacob Madigan, con un Doctorado en Filosofía de la Universidad de Virginia), jefe de la Sección de Exobiología del Centro de Vuelo Espacial Goddard, que tiene la esperanza de estudiar formas de vida extraterrestre si alguna vez pueden atrapar alguna. Para daros una idea de su estado mental, una vez programó el computador IBM 704 con un mazo de cartas que imprimiría limones, naranjas, ciruelas, y así sucesivamente. Entonces jugó a la máquina tragaperras contra ella, y perdió la camisa. El muchacho estaba realmente perdido.

Ella era Florinda Pot, pronunciado «Poe». Es un nombre flamenco. Era una rubia bonita, pero llena de pecas desde el nacimiento de la frente hasta la división de los senos. Tenía un título en Ingeniería de la Universidad de Sheffield, y una voz parecida a una ametralladora inglesa. Había estado en la División de Cohetes Sonda hasta que hizo estallar a un Aerobee con una manta eléctrica. Parece ser que el combustible sólido no da aceleración máxima si está demasiado frío, así que esta Samaritana Madre calentaba sus cohetes en White Sands con mantas eléctricas antes del momento del despegue. Una manta se incendió, y boom.

El hijo de ellos era C-333. En la NASA los etiquetan «C» por lo de satélites científicos, y «A» por lo de satélites de aplicación. Después del lanzamiento les dan siglas públicas tales como IMP, SYNCOM, OSO, y así sucesivamente. C-333 se iba a convertir en OBO, lo cual significa Observatorio Biológico Orbital; y el cómo esos dos bufones lograron lanzar al espacio a ese tercer bufón es algo que nunca entenderé. Sospecho que el director les asignó la prisión a ellos porque nadie con algo de sentido común querría tener nada que ver con ella.

Como Científico del Proyecto, Madigan estaba a cargo de los recipientes experimentales que serían lanzados, los cuales constituían un grupo bastante diferenciado. Después de la limpieza al vacío, bautizó al suyo ELECTROLUX. Una broma de científicos. Era un sistema de absorción que aspiraba todas las partículas de polvo y las depositaba en un frasco que contenía un medio ambiente apto para el cultivo de microorganismos. Una luz brillaba a través del frasco hacia un fotomultiplicador. Si alguna de las partículas de polvo resultaba ser una forma de espora, y si se adaptaba al medio ambiente, su crecimiento taparía el frasco, y el oscurecimiento de la luz se registraría en el fotomultiplicador. A eso lo llaman Detección por Extinción.

La Tecnológica de California tenía un experimento de RNA para investigar si las moléculas del RNA podían codificar una experiencia medio ambiental en un organismo. Estaban utilizando células nerviosas del molusco Liebre de Mar. Harvard estaba planificando un recipiente para investigar el efecto Circadiano. Pennsylvania quería examinar el efecto del campo magnético de la Tierra en las bacterias del acero, y tuvo que ser rodeada con una barrera para prevenir una interfase magnética con el sistema electrónico del satélite. El Estado de Ohio estaba lanzando líquenes para probar los efectos del espacio en su relación simbiótica con el moho y las algas. Michigan estaba probando un terrarium con una (1) zanahoria que necesitaba cuarenta y siete (47) órdenes por separado para entrar en funcionamiento. Con todo esto, C-333 era estrictamente de Rube Goldberg.

Florinda era Manager del proyecto, y supervisaba la construcción del satélite y los recipientes; el Manager del Proyecto es más o menos el encargado de la misión. Aunque era bonita e interesantemente loca, estaba excesivamente enfrascada en su trabajo, y cuando era molestada mostraba la disposición de una tarántula llena de pecas. Esto no hizo que se la quisiera mucho.

Estaba determinada a erradicar los errores de White Sands, y su exigencia de perfección retrasó la agenda de trabajo en dieciocho meses y aumentó el costo en tres cuartos de millón. Se peleó con todos, e incluso tuvo la temeridad de enredarse con Harvard. Cuando Harvard se disgusta no se queja a la NASA, sino que se dirige directamente a la Casa Blanca. Por lo que Florinda fue reprendida por un Comité del Congreso. Primero quisieron saber por qué C-333 estaba costando más que el cálculo original.

—C 333 es todavía la misión más barata de la NASA—dijo bruscamente—. Terminará en unos diez millones de dólares, incluyendo el lanzamiento. ¡Por Dios! Prácticamente estamos regalando sellos verdes.

Entonces quisieron saber por qué estaba tomando más tiempo la construcción que el cálculo original.

—Porque —replicó ella— nadie anteriormente ha construido un Observatorio Biológico Orbital.

No había ningún modo de responder a aquello, por lo que tuvieron que dejarla tranquila. Realmente, esto era una crisis de rutina, pero OBO era el primer satélite de Florida y Jake, así que ellos no lo sabían. Canalizaban sus tensiones el uno con el otro, sin darse cuenta de que el responsable era su hijo.

Florinda hizo que embalaran y entregaran a C-333 a Cabo Kennedy para el primero de diciembre, lo cual les daría el tiempo suficiente para lanzarlo bastante antes de Navidad. (El personal de Cabo se vuelve un poco descuidado durante las vacaciones). Pero el satélite comenzó a mostrar su propia locura, y en los tests finales todo acabó en confusión. El lanzamiento tuvo que ser pospuesto. Perdieron un mes desarmando a C 333 y extendiendo sus componentes por el suelo del hangar.

Había dos problemas críticos. El Estado de Ohio estaba usando un tipo de Invar, que es una aleación de níquel—acero, para la construcción del recipiente externo. La aleación comenzó repentinamente a deslizarse, lo cual significaba que nunca podrían tener el experimento calibrado. No tenía ningún sentido hacerlo despegar, por lo que Florinda ordenó que lo suprimieran, y le dio a Madigan un mes para que encontrara un sustituto, lo cual era ridículo. No obstante, Jake realizó un milagro. Cogió el recipiente de repuesto de la Tec. de Cal., y lo convirtió en un experimento de levadura. La levadura produce enzimas adaptables en respuesta a los cambios en el medio ambiente, y esta era una investigación para saber qué enzimas produciría en el espacio.

Un problema más serio era el radiotransmisor del satélite, el cual estaba produciendo «pajaritos» o chillidos siempre que la antena era retraída a su posición de despegue. El peligro radicaba en que los chillidos quizá fueran captados por el radiorreceptor del satélite, y las pulsaciones podrían terminar en una orden de destrucción. La NASA sospecha que eso es lo que le sucedió al SYNCOM I el cual desapareció poco después de su lanzamiento, y del que no se volvió a saber nada desde ese entonces. Florinda decidió que el lanzamiento se haría con el transmisor apagado, y que lo activarían más tarde en el espacio.

Madigan discutió contra esa idea.

—Eso significa que estaremos haciendo despegar a un pájaro mudo—protestó—. No sabremos por dónde buscarlo.

—Podemos confiar en la estación de rastreo de Johannesburgo para que determine su posición en la primera vuelta—contestó Florinda—. Tenemos unas excelentes comunicaciones cablegráficas con Joburgo.

—Supón que no logren determinarla. ¿Entonces qué?

—Bien, si ellos no saben dónde está OBO, los rusos sí lo sabrán.

—Gran camaradería.

—¿Qué quieres que haga, anular toda la misión? —demandó Florinda—. Es eso o despegar con el transmisor apagado.—Miró a Madigan con ojos centelleantes—. Este es mi primer satélite, ¿y sabes lo que me enseñó? Que hay un sólo componente en una nave espacial que garantiza problemas todo el tiempo: ¡los científicos!

—¡Mujeres!—resopló Madigan, y se enzarzaron en una feroz argumentación acerca de la mística femenina.

Hicieron que C—333 pasara los tests terminales y llegara a la rampa de lanzamiento para el 14 de enero. No hubo mantas eléctricas. El vehículo sería puesto en órbita a mil quinientos kilómetros del lugar de lanzamiento exactamente al mediodía, por lo que el despegue quedó fijado para las 11:50 AM del 15 de enero. Contemplaron el despegue en la TV desde el búnker y fue algo angustioso. Los perímetros de los tubos de la televisión son curvos, así que mientras el cohete se elevaba, aproximándose al borde de la pantalla, hubo una distorsión óptica y el cohete pareció venirse abajo y partirse por la mitad.

Madigan jadeó y comenzó a maldecir. Florinda murmuró:

—No, todo está en orden. Está perfecto. Mira los cuadros de exhibición.

Todo lo que aparecía en los iluminados cuadros de exhibición era nominal. En ese momento una voz en el sistema de altavoces habló con el tono impersonal de un croupier:

—Hemos perdido comunicación cablegráfica con Johannesburgo.

Madigan comenzó a temblar. Decidió que mataría a Florinda Pot (y en su mente lo pronunció «Pot») en la primera oportunidad que se le presentara. Los otros asistentes y la gente de la NASA palidecieron. Si no obtienes una rápida localización de tu pájaro puede que no lo encuentres nunca más. Nadie hablaba. Esperaron en silencio y se odiaron mutuamente. A la una y media era la hora en que el vehículo debía hacer su primera pasada por la estación de rastreo del Fuerte Myers, si es que estaba vivo y se encontraba en algún lugar de su órbita nominal. El Fuerte Myers estaba en una línea abierta, y todo el mundo se agrupó alrededor de Florinda, tratando de acercar el oído al teléfono.

—Sí, entró en el bar completamente volada, con un par de PM escoltándola—estaba diciendo una voz aguda en tono conversador y casual—. Ella va y dice… ¿Tienes alguna indicación en el radar, Henry?—Una pausa larga; luego, con la misma voz casual—: Hey, ¿Kennedy? Hemos localizado al pájaro. Está pasando en este mismo momento por encima de la cerca. Tendréis vuestro punto de localización.

—¡Orden 0310! —vociferó Florinda—. ¡0310!

—Se da la orden 0310—acordó el Fuerte Myers.

Esa era la orden para activar el transmisor del satélite y alzar su antena a una posición de emisión. Un momento más tarde, los diales y el osciloscopio en el panel de recepción de la radio comenzaron a mostrar acción, y el altavoz emitió un gorjeo sincopado y rítmico en vez de un silbido débil e insignificante. Ese era OBO transmitiendo sus datos del mando del satélite.

—Tenemos un pájaro viviente—gritó Madigan—. ¡Tenemos una muñeca viviente!

No puedo describir sus sensaciones cuando escuchó al pájaro emitiendo por encima de la estación de gasolina. Existe tal compromiso emocional con vuestro primer satélite que nunca vuelves a ser el mismo. El primer satélite de un hombre es como su primer amor. Quizá sea esa la razón por la cual Madigan cogió firmemente a Florinda enfrente de todo el fortín y dijo:

—Dios mío, te amo, Florrie Pot.

Quizá sea esa la razón por la que ella contestó:

—Yo también te amo, Jake.

Quizá sólo estaban amando a su primer hijo.

Cuando estuvo en orbita 8 se dieron cuenta de que su hijo era un malcriado. Habían regresado a Washington en un avión de las Fuerzas Aéreas. Habían celebrado el acontecimiento. Era la una y media de la mañana y estaban hablando alegremente, la común conversación de aproximamiento: dónde habían nacido y sido educados, escuela, trabajo, lo que más les había gustado del otro la primera vez que se conocieron. El teléfono sonó. Madigan lo tomó automáticamente y dijo hola. Un hombre dijo:

—Oh, lo siento. Me temo que he marcado un número equivocado. Madigan colgó, encendió la luz, y miró a Florinda con consternación.

—Esa fue la cosa más estúpida que he hecho en mi vida—dijo—. No debí haber cogido tu teléfono.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Era Joe Leary, de Rastreo e Información. Reconocí su voz. Ella se rió entre dientes.

—¿Reconoció él la tuya?

—No lo sé.—Sonó el teléfono—. Debe ser Joe de nuevo. Trata de aparentar que estás sola.

Florinda le hizo un guiño y tomó el aparato.

—¿Hola? Sí, Joe. No, está bien, no estaba durmiendo. ¿Qué te pasa?—Escuchó un momento, y repentinamente se sentó en la cama y exclamó—: ¿Qué? —Leary estaba cacareando en el teléfono. Ella lo interrumpió—: No, no te molestes. Yo se lo notificaré.

Estaremos allí en seguida.—Colgó.

—¿Qué?—preguntó Madigan.

—Vístete. OBO está en apuros.

—¡Oh, Jesús! ¿Qué sucede ahora?

—Ha entrado en barrena como un derviche remolineante. Tenemos que ir a Goddard ahora mismo.

Leary tenia todos los impresos de todos los canales desenrollados en el suelo de su oficina. Parecían diez metros de papel para secarse las manos llenos con columnas verticales de números. Leary gateaba a su alrededor sobre manos y rodillas, siguiendo los números. Señaló la columna de datos de actitud.

—Ahí está la revolución—dijo—. Una cada doce segundos.

—¿Pero cómo? ¿Por qué? —preguntó Florinda, exasperada.

—Te lo puedo mostrar—dijo Leary—. Aquí.

—No nos lo muestres—dijo Madigan—. Simplemente dínoslo.

—El pescante de Pennsylvania no se alzó según la orden—dijo Leary—. Todavía permanece en la posición de lanzamiento. El interruptor debe estar trabado.

Florinda y Madigan se miraron con furia; tenían el cuadro. OBO estaba programado para estar estabilizado según la Tierra. Un ojo detector terrestre debía estar enfocado en la Tierra y mantener la misma superficie del satélite apuntando hacia ella. El pescante de Pennsylvania estaba abajo al lado del detector de Tierra, y el ojo idiota estaba enfocado en el pescante y lo estaba rastreando. El satélite se estaba persiguiendo a sí mismo en círculos con sus cohetes laterales. Más locura.

Dejad que explique el problema. A menos que OBO estuviera estabilizado con respecto a la Tierra, sus datos no tendrían ningún sentido. Aún más desastrosa era la cuestión de la energía eléctrica que provenía de baterías cargadas por aspas solares. Con el vehículo girando, el equipo solar no podría permanecer en dirección al sol, lo cual significaba que las baterías estaban destinadas al agotamiento.

Era obvio que su única esperanza era hacer que el pescante de Pennsylvania se alzara.

—Probablemente lo único que necesita es un golpe fuerte—dijo Madigan salvajemente—, ¿pero cómo podemos llegar hasta allí arriba y golpearlo?

Estaba furioso. No sólo se estaban yendo a pique diez millones de dólares, sino también sus carreras.

Dejaron a Leary gateando por el suelo de su oficina. Florinda estaba muy tranquila.

Finalmente dijo:

—Vete a casa, Jake.

—¿Y tú?

—Voy a mi oficina.

—Iré contigo.

—No. Quiero mirar las copias heliográficas de los circuitos. Buenas noches.

Mientras ella se volvía sin siquiera ofrecerse para ser besada, Madigan murmuró:

—OBO ya se está interponiendo entre nosotros. Hay mucho que decir acerca del parentesco planificado.

Durante la semana siguiente vio a Florinda, pero no del modo que él deseaba. Estaban los asistentes que debían ser informados del desastre. El director los llamó para un post mortem, pero aunque comprendía y sentía simpatía, era un poco demasiado cuidadoso como para evitar cualquier mención de los congresistas y un análisis del fracaso. Florinda lo llamó a la semana siguiente y sonó extrañamente feliz —Jake. dijo—, eres mi genio favorito. Has resuelto el problema de OBO, o eso espero.

—¿Quién lo resolvió? ¿Qué resolvió?

—¿No recuerdas lo que dijiste acerca de golpear a nuestro bebé?

—Desearía poder hacerlo.

—Creo que sé cómo podemos hacerlo. Te veré en la cafetería del Edificio 8 para comer.

Apareció con un manojo de papeles, y los extendió sobre la mesa.

—Primero: Operación Golpe Fuerte—dijo—. Podemos comer luego.

—De todos modos estos días no tengo mucho apetito —dijo Madigan sombríamente.

—Quizá lo tengas una vez que haya finalizado. Ahora mira, tenemos que alzar el pescante de Pennsylvania. Quizá un golpe fuerte y seco pueda destrabarlo. ¿Te parece correcto?

Madigan gruñó.

—Tenemos veintiocho voltios de las baterías, y eso no ha sido suficiente para accionar el interruptor. ¿No?

Él asintió

—Pero supón que duplicamos la energía.

—Oh, fantástico. ¿Cómo?

—El equipo solar está haciendo una revolución cada doce segundos. Cuando está enfocado hacia el sol, los paneles suministran cincuenta voltios para recargar las baterías. Cuando está en otra dirección, nada. ¿De acuerdo?

—Elemental, Miss Pot. Pero lo cómico es que está enfocado hacia el sol tan solo un segundo de cada doce, y eso no es suficiente para mantener vivas las baterías.

—Pero es suficiente para darle a OBO un golpe fuerte. Supón que en ese momento crucial dejamos a un lado las baterías y mandamos los cincuenta voltios directamente al satélite. ¿No sería esa una descarga suficiente como para que el pescante se alzara?

Se quedó boquiabierto ante ella.

Ella sonrió.

—Por supuesto, es un riesgo.

—¿Puedes dejar a un lado las baterías?

—Sí. Aquí están los circuitos.

—¿Y puedes escoger tu momento?

—Rastreando he obtenido un esquema de las revoluciones de OBO, exactas a una décima de segundo. Aquí está. Podemos lanzar cualquier voltaje de uno a cincuenta.

—Es un riesgo, de acuerdo—dijo Madigan lentamente—. Existe la posibilidad de quemar todos los malditos recipientes.

—Exactamente. ¿Y? ¿Qué dices?

—Súbitamente tengo hambre—sonrió Madigan.

Hicieron el primer intento en la Orbita 272, con una descarga de veinte voltios. Nada. En sucesivas vueltas aumentaron el voltaje de cinco en cinco. Nada. Medio día después lanzaron cincuenta voltios a la parte trasera del satélite y cruzaron los dedos. Las oscilantes agujas del dial en el panel de la radio vacilaron y se hicieron más lentas. La curva sinusoide del osciloscopio se aplanó.

Florinda dejó escapar un pequeño grito, y Madigan vociferó:

—¡El pescante se ha alzado, Florrie! El maldito pescante está levantado. De nuevo estamos en el trabajo.

Recorrieron todo Goddard manifestándolo a gritos, diciéndoselo a todos los de la Operación Golpe Fuerte. Entraron alborotadoramente en la oficina del director para darle la buena noticia. Cablegrafiaron a todos los asistentes diciéndoles que activarían todos los recipientes. Fueron al apartamento de Florinda y lo celebraron. OBO estaba de nuevo en la brecha. OBO era una auténtica muñeca.

Una semana más tarde mantuvieron una reunión de asistentes para discutir la condición del observatorio, la reducción de datos, irregularidades del experimento, operaciones futuras y así sucesivamente. Era un salón de conferencias en el Edificio 1, el que está dedicado a la física teórica. Casi todo el mundo en Goddard lo llama el salón de la Luna. Está habitado por matemáticos desgreñados jóvenes con raídos jerseys que se sientan entre pilas de revistas y textos y que contemplan abstraídos arcanas ecuaciones trazadas sobre pizarras.

Todos los asistentes estaban deleitados con el rendimiento de OBO. Los datos continuaban fluyendo, ruidosa y claramente, apenas con algún ruido que los perturbara. Había tal aire de triunfo que nadie excepto Florinda le prestó mucha atención al siguiente signo de los artificios de OBO. Harvard informó que estaba recibiendo palabras sin sentido en las informaciones que mandaba, palabras que no habían sido programadas en el experimento. (Aunque la información es recogida en números decimales, cada número es llamado una palabra).

—Por ejemplo, en la Orbita 301 tuve cinco impresos de 15—dijo Harvard.

—Podría ser una conversación cablegráfica cruzada—dijo Madigan—. ¿Hay alguien más utilizando 15 en su experimento? —Todos negaron con la cabeza—. Extraño. Yo mismo recibí un par de 15s.

—Yo recibí unos pocos 2s en la 301—dijo Pennsylvania.

—Os gano a todos—dijo la Tecnológica de California—. Recibí siete impresos de 15-2-15 en la Orbita 302. Parece ser la combinación de un candado de bicicleta.

—¿Alguien está utilizando un candado de bicicleta en su experimento? —preguntó Madigan. Aquello acabó con la reunión.

Pero Florinda, todavía enfrascada en el trabajo, estaba preocupada con las extrañas palabras que continuaban saliendo en los impresos, y Madigan no pudo calmarla. Lo que estaba incordiando a Florinda era que 15-2-15 seguía saliendo más y más en los impresos de todos los canales. En realidad, en la transmisión binaria del satélite, era 001111-000010-01111, pero la impresora del computador hace la traducción a decimales automáticamente. Tenía razón en una cosa: las pulsaciones accidentales y perdidas no continuarían repitiendo el mismo trabajo una vez y otra. Ella y Madigan se pasaron todo un sábado con las tablas de OBO tratando de hallar alguna combinación de señales de datos que pudieran producir 15-2-15. Nada.

Se rindieron el sábado por la noche y fueron a un club nocturno en Georgetown para comer y beber y bailar y olvidarlo todo excepto ellos mismos. El lugar era una verdadera trampa para turistas, con las camareras vestidas como bailarinas hawaianas. Había una hawaiana vendiendo souvenirs, muñecas y tigres rellenos para la ventana trasera de vuestro coche. Los dos dijeron:

—¡Por el amor de Dios, no!

Una fotógrafa hawaiana les ofreció la lectura de la mano, numerología y la buena suerte. Se deshicieron de ella, pero Madigan se percató de una peculiar expresión en el rostro de Florinda.

—¿Quieres que te digan el futuro?—preguntó.

—No.

—Entonces, ¿por qué esa extraña expresión?

—Acabo de tener una extraña idea.

—¿ Sí? Dila.

—No. Te reirías de mí

—No me atrevería. Me demolerías

—Sí, lo sé. Tú crees que las mujeres no tienen sentido del humor.

De modo que aquello se convirtió en una feroz discusión acerca de la mística femenina, y pasaron un rato maravilloso. Pero el lunes Florinda apareció en la oficina de Madigan con un puñado de papeles y la misma expresión peculiar en su rostro. Él estaba contemplando abstraído unas ecuaciones en la pizarra.

—¡Hey! ¡Despierta!—dijo ella.

—Estoy despierto, estoy despierto—dijo él.

—¿Me amas? —preguntó ella.

—No necesariamente.

—¿Me amas? ¿Incluso sí descubres que me he subido a la

—¿Qué es todo esto?

—Creo que tu hijo se ha convertido en un monstruo.

—Empieza por el principio—dijo Madigan.

—Comenzó el sábado por la noche, con la gitana hawaiana y la numerología.

—Ja, ja.

—Repentinamente pensé: ¿y si los números ocuparan el lugar de las letras del alfabeto? ¿Qué significaría 15—2—15?

—Jo, jo.

—Deja de esquivar el asunto. Descífralo

—Bien, el 2 sería la B.—Madigan contó con los dedos— 15 sería la O. —¿Así que 15—2—15 sería…?

—O.B.O. OBO.—Se echó a reír. Luego se detuvo—. No es posible—dijo al fin.

—Seguro. Es una coincidencia. Solo que vosotros, malditos científicos, no os habéis molestado nunca en darme un informe completo de las palabras extrañas en vuestros datos—continuó ella—. Lo tuve que comprobar yo misma. Aquí está lo de la Tecnológica de California. Informó 15—2—15, de acuerdo. Pero no se molestó en mencionar que primero recibió 20—15—25

Madigan contó con los dedos.

—S.O.Y. Soy. Nadie a quien conozca.

—¿No es soy? ¿Soy OBO?

—¡No puede ser! Déjame ver esos impresos.

Ahora que sabían qué era lo que debían buscar, no era difícil descubrir las propias palabras de OBO dispersas a través de sus informes. Comenzaron con 0, 0, 0, en las primeras series de después de la Operación Golpe Fuerte, y continuaron con OBO, OBO, OBO y luego con SOY OBO SOY OBO, SOY OBO.

—¿Crees que la maldita cosa está viva?—dijo Madigan, mirando a Florinda.

—¿Qué piensas?

—No lo sé. Hay media tonelada de cerebro eléctrico allí arriba más el material orgánico: levadura, bacterias, enzimas, células nerviosas, la maldita zanahoria de Michigan…

Florinda dejó escapar una pequeña carcajada.

—¡Dios mío! ¡Una zanahoria pensante!

—Mas cualquier clase de esporas que mi experimento esté extrayendo del espacio. Descargamos sobre la cosa cincuenta voltios. ¿Quién puede decir qué sucedió? Urey y Miller crearon aminoácidos con descargas eléctricas, y esa es toda la base para la

vida. ¿Hay algo más del gran muchachito?

—Mucho, y de un modo que no va a gustarles nada a todos los asistentes.

—¿Por qué no?

—Mira estas traducciones. Las he descifrado, uniéndolas.

333: CUALQUIER COMPROBACION DE CRECIMIENTO EN EL ESPACIO ES INUTIL A MENOS QUE ESTÉ EN RELACION CON EL EFECTO CORRIELIS.

—Ese es el comentario de OBO con respecto al experimento de Michigan—dijo Florinda.

—¿Quieres decir que está en un plan de consejero?—preguntó Madigan.

—Puedes ponerlo de esa manera.

—Y tiene toda la razón. Se lo dije a Michigar, y no me escucharon.

334: No ES POSIBLE QUE LAS MOLÉCULAS DEL RNA PUEDAN CODIFICAR LA EXPERIENCIA MEDIO AMBIENTAL DE UN ORGANISMO EN ANALOGIA CON EL MODO EN QUE EL DNA CODIFICA LA SUMA TOTAL DE SU HISTORIA GENÉTIICA.

—Eso pertenece a la Tecnológica de California —dijo Madigan—, y de nuevo tiene razón. Están tratando de revisar la teoría Mendeliana. ¿Algo más?

335: CUALQUIER INVESTIGACION DE VIDA EXTRATERRESTRE ES INUTIL, AL MENOS QUE PRIMERO SE HAGA UN ANALISIS DE SUS AZUCARES Y AMINOACIDOS PARA DETERMINAR SI TIENE UN ORIGEN AISLADO DE LA VIDA EN LA TIERRA.

—¡Eso es ridículo!—gritó Madigan—. Yo no busco formas de vida con un origen aislado, sino cualquier forma de vida. Nosotros… —Se detuvo cuando vio la expresión en el rostro de Florinda—. ¿Alguna joyita más? —murmuró.

—Sólo unos pocos fragmentos tales como «flujo solar» y «estrellas de neutrones», y unas pocas palabras del Acto de Bancarrota.

—¿Qué?

—Ya me oíste. El Capítulo Once de la Sección de Procedimientos

—Maldita sea.

—Estoy de acuerdo.

—¿Qué está planeando?

—Quizá está probando sus posibilidades.

—Creo que no debemos hablarle a nadie de esto.

—Por supuesto que no—estuvo de acuerdo Florinda—. ¿Pero qué hacemos?

—Vigilar y esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Debéis entender el porqué fue tan fácil para esos dos padres aceptar la idea de que su hijo había adquirido una especie de pseudovida. Madigan ya había expresado sus posiciones en el curso de una conferencia en el M.I.T. sobre la Vida contra la Máquina.

—NO estoy declarando que las computadoras estén vivas, simplemente porque nadie ha sido capaz de expresar una clara definición de la vida. Pónganlo de este modo: Concedo que una computadora jamás podrá ser un Picasso, pero por otro lado, la gran mayoría de gente vive la clase de vida lineal que fácilmente podría ser programada en un computador.

Así que Madigan y Florinda esperaban, con respecto a OBO, con una mezcla de aceptación, maravilla y deleite. Era un fenómeno absolutamente nuevo, pero, tal como Madigan lo señalara, lo nuevo es la esencia del descubrimiento. Cada noventa minutos 0BO descargaba las informaciones que había almacenado en sus cintas grabadoras, y ellos se peleaban por recoger sus propias palabras de la información experimental y de mantenimiento.

371: CIERTOS EXTRACTOS PITUITARIOS PUEDEN TRANSFORMAR A ANIMALES NORMALMENTE BLANCOS EN UN NEGRO ABSOLUTO.

—¿A qué se refiere eso?

—A ninguno de nuestros experimentos.

373: EL HIELO NO FLOTA EN EL ALCOHOL PERO LA ESPUMA DE MAR FLOTA EN EL AGUA.

—¡Espuma de mar! Lo próximo que sabremos es que está fumando.

374: EN TODOS LOS CASOS DE MUERTE VIOLENTA Y REPENTINA LOS OJOS DE LA VICTIMA PERMANECEN ABIERTOS.

—¡Uff!

375: EN EL AÑO 365 A. DE C. HEROSTRATUS INCENDIÓ EL TEMPLO DE DIANA, LA MÁS GRANDE DE LAS SIETE MARAVILLAS DEL MUNDO, PARA OUE SU NOMBRE SE VOLVIERA INMORTAL.

—¿Es cierto eso?—le preguntó Madigan a Florinda.

—Lo comprobaré.

Me lo preguntó a mí, y yo se lo dije.

—No sólo es cierto—informó—, sino que el nombre del arquitecto original está olvidado.

—¿De dónde está cogiendo esta jerigonza?

—Hay varios cientos de satélites ahí arriba. Quizá les está sacando información.

—¿Quieres decir que todos están chismorreando entre ellos? Es ridículo.

—Seguro.

—De todos modos, ¿de dónde sacaría información de este Herostratus ?

—Utiliza tu imaginación, Jake. Tenemos relés de comunicación ahí arriba desde hace años. ¿Quién sabe qué información se les ha dado? ¿Quién sabe cuánto han retenido?

Madigan agitó cansinamente la cabeza.

—Preferiría creer que todo ha sido un complot ruso.

376: LA PSITACOSIS ES MÁS PELIGROSA QUE LA FIEBRE TIFOIDEA.

377: UNA DESCARGA TAN BAJA COMO LA DE 54 VOLTIOS PUEDE MATAR A UN HOMBRE.

387: JOHN SADLER ROBO EL CONUS GLORIA MARIS.

—Parece estar volviéndose siniestro—dijo Madigan.

—Apostaría a que está viendo la televisión—dijo Florinda—. ¿De que se trata todo esto de John Sadler?

—Tendré que comprobarlo.

La información que le di a Madigan lo asustó.

—Ahora escucha esto—le dijo a Florinda—. Conus gloria maris es el caracol más raro del mundo. Hay menos de veinte en existencia.

—¿ Sí?

—El Museo Americano tenía uno en exhibición en los años treinta, y fue robado.

—¿Por John Sadler?

—Ese es el caso. Nunca supieron quién lo robó. Nunca oyeron hablar de John Sadler.

—Pero si nadie sabe quién lo robó, ¿cómo lo sabe 0B0?—preguntó Florinda, perpleja.

—Eso es lo que me asusta. Ya no está produciendo ecos; ha comenzado a deducir, como Sherlock Holmes.

—Más bien como el Profesor Moriarty. Mira el último boletín.

379: EN LA FALSIFICACION Y EN LA IMITACION, LOS ERRORES TORPES DEBEN SER EVITADOS P.E: NINGUN DOLAR DE PLATA FUE ACUÑADO ENTRE LOS AÑOS 1910 Y 1920.

—Vi eso en la televisión—estalló Madigan—. El truco del dólar de plata en un show de misterio.

—OBO ha estado viendo también westerns. Mira esto.

380: DIEZ MIL CABEZAS DE GANADO SE HAN PERDIDO, DEJARON MI RANCHO Y SE MARRCHARON. Y LOS CUATREROS, ESTOY AQUI PARA DECIRLO, ME HAN ARRUINADO HOY. EN LAS SALAS DE JUEGO ME ESTOY DEMORANDO. DIEZ MIL CABEZAS DE GANADO PERDIENDO.

—No—dijo Madigan con espanto—, eso no es de un western. Eso es de SYNCOM.

—¿ Quién?

—SYNCOM I.

—Pero desapareció. Nunca se ha vuelto a oír nada de él.

—Ahora lo estamos oyendo.

—¿Cómo lo sabes?

—Pasaron una cinta de demostración sobre el SYNCOM: Un discurso del presidente, un canto local del país y el himno nacional Iban a comenzar con una emisión de la cinta. «Diez Mil Cabezas de Ganado» era parte de la canción local.

—¿Quieres decir que OBO está realmente en Contacto con los otros pájaros?

—Incluyendo a los que se perdieron.

—Entonces eso explica esto. —Florinda colocó una hoja de papel sobre el escritorio. Decía, 401: 3KBATOP.

—Ni siquiera puedo pronunciarlo.

—No es en inglés. Es todo lo que OBO puede aproximarse al alfabeto cirílico.

—¿Cirílico? ¿RUSO?

Florinda asintió.

—Se pronuncia Ekvator. ¿No lanzaron los rusos un Ecuador varios años atrás?

—Por Dios, tienes razón. Cuatro: Alysha, Natasha, Vaska y Lavrushka, y cada uno de ellos falló.

—¿Igual que SYNCOM?

—Igual que SYNCOM.

—Pero ahora sabemos que SYNCOM no falló. Simplemente se perdió.

—Entonces, nuestros camaradas Ekvator deben haberse perdido también.

Por aquel entonces ya era imposible ocultar el hecho de que algo andaba mal con el satélite. OBO estaba perdiendo tanto tiempo parloteando en vez de transmitir información, que los asistentes se estaban quejando. La Sección de Comunicaciones descubrió que en vez de atenerse a la estrecha banda de radio que se le había asignado, 0BO estaba emitiendo ahora en todo el espectro, y obstruyendo espacio con Su cacareo. Aquello produjo un escándalo. El director llamó a Jake y a Florinda para que le informaran del asunto, y ellos se vieron obligados a contarlo todo acerca del problema de su bebé.

Recitaron toda la cháchara de OBO, maravillados y con orgullo, y el director no les creyó. No les creyó cuando ellos le mostraron los impresos y se los tradujeron para él.

Les dijo que estaban al nivel de los excéntricos que trataban de descubrir mensajes de Francis Bacon en las obras de Shakespeare. El misterio del cable coaxiaI lo convenció.

Estaba esa publicidad de la televisión acerca de una taquígrafa que no logra salir con nadie. Esa encantadora modelo, a quien le pagan 100 dólares la hora, se desploma súbitamente sobre su máquina de escribir en una profunda depresión después de que hombre tras hombre pasan a su lado sin siquiera mirarla. Entonces se encuentra con su mejor amiga cuando va a tomar agua, y la sabelotodo le dice que sufre de dermagérmenes (bacterias que producen olor en la piel), lo cual la hace heder, y le sugiere que utilice el Aerosol Nostrum Skin con el ingrediente especial que combate a los dermagérmenes de doce modos diferentes. Sólo que en la emisión que salió por antena, en vez de hacer el discurso de ventas, la mejor amiga dijo:

—¿De quién demonios tratan de burlarse? Los hombres harían cola para tener una cita con alguien como tú aunque olieras como una letrina.

Diez millones de personas lo vieron.

Ahora bien, esa publicidad estaba en una película, y esa película ya estaba impresa, por lo que las cadenas televisivas supusieron que algún bromista estaba metiendo los dedos en los cables que transmiten a las emisoras locales. Instauraron una inspección rigurosa, que se vio acelerada cuando el resto de las emisoras de costa a costa comenzaron a funcionar mal. Voces fantasmales rugían y silbaban en los shows; las publicidades fueron denunciadas como mentiras; discursos políticos fueron interrumpidos con insultos; y una risa lunática dio la bienvenida a los pronósticos meteorológicos, tras lo cual, para añadir un insulto al perjuicio, se suministraba una predicción correcta. Fue esto lo que hizo que Florinda y Jake se dieran cuenta de que el culpable era OBO.

—Tiene que ser él —dijo Florinda—. Está prediciendo todo el clima global. Solo un satélite está en posición de hacerlo.

—Pero OBO no tiene ningún equipo meteorológico.

—Por supuesto que no, estúpido, pero probablemente esté en contacto con la nave NIMBUS.

—De acuerdo. Te concedo eso. ¿Pero qué hay acerca de las burlas en las emisiones televisivas?

—¿Por qué no? Las odia. ¿Tú no? ¿No vociferas tú ante tu aparato de televisión?

—No quiero decir eso. ¿Cómo lo hace?

—Interferencia electrónica. No hay ningún modo en que las cadenas emisoras puedan proteger sus cables de nuestro enfermo mental. Será mejor que se lo digamos al director. Esto va a ponerlo en un apuro impresionante.

Pero se enteraron de que el director estaba en una posición mucho peor que la de ser simplemente el responsable por la pérdida de millones de dólares para la televisión. Cuando entraron a su oficina, lo encontraron con la espalda contra la pared, acorralado por tres hombres de aspecto sombrío con trajes de solapa cruzada. Mientras Jake y Florinda comenzaban a marcharse de puntillas, él los llamó.

—El general Sykes, el general Royce, el general Hogan—dijo el director—. De R&D, del Pentágono. Miss Pot. El doctor Madigan. Ellos quizá puedan responder a sus preguntas, caballeros.

—¿OBO? —preguntó Florinda.

El director asintió.

—Es OBO el que está prediciendo las emisiones meteorológicas—dijo—. Suponemos que probablemente él…

—Al infierno con el clima—interrumpió el General Royce—. ¿Qué hay de esto?—Sostuvo una cinta teleimpresora.

El general Sykes le cogió la muñeca.

—Aguarda un minuto. ¿Y la seguridad? Esto es clasificado.

—Es demasiado tarde para eso—gritó el general Hogan con una voz muy aguda—. Muéstraselo.

En la cinta estaba impreso: AlCl = rl =—6.317 cm; A2C2 = r2 =—8.440 cm; AlA2 = d = + 0.676 cm.

Jake y Florinda lo contemplaron por largo tiempo, se miraron mutuamente con la mirada en blanco, y luego se volvieron a los generales.

—¿Y? ¿Qué es? —preguntaron.

—Este satélite de ustedes…

—OBO. ¿Sí?

—El director dice que ustedes afirman que está en contacto

con otros satélites.

—Eso creemos.

—¿ Incluyendo los rusos ?

—Eso creemos.

—¿Y afirman que es capaz de interferir con las emisiones de televisión?

—Eso creemos.

—¿Y qué hay acerca de los teletipos?

—¿Por qué no? ¿De qué se trata esto?

El general Royce agitó furiosamente la cinta de papel.

—Esto salió de los cables de la Associated Press en su oficina de Washington D. C. Ha recorrido todo el mundo.

—¿Y? ¿Qué tiene que ver con OBO?

El general Royce respiró profundamente.

—Esto —dijo—, es uno de los secretos más guardados en el Departamento de Defensa. Es la fórmula para el sistema óptico infrarojo de nuestros misiles Tierra—Aire.

—¿Y piensa que OBO lo transmitió al teletipo?

—En nombre de Dios, ¿quién otro lo haría? ¿De qué otro modo podrían haberlo recibido?—preguntó el general Hogan.

—Pero no lo entiendo —dijo Jake lentamente—. Ninguno de nuestros satélites podría tener esta información. Sé que OBO no la posee.

—¡Maldito tonto! —aulló el General Sykes—. Queremos saber si su maldito pájaro lo obtuvo de los malditos rusos.

—Un momento, caballeros —dijo el director. Se volvió hacia Jake y Florinda—. La situación es esta: ¿Obtuvo OBO la información de nosotros? En ese caso, hay una brecha en la seguridad. ¿Obtuvo OBO la información de un satélite ruso? En ese caso, el alto secreto ya no es más secreto.

—¿Qué ser humano sería tan malditamente tonto como para suministrar información clasificada a un teletipo? —preguntó el general Hogan—. Hasta un chico de tres años lo sabría. Es su maldito pájaro.

—Y si la información provino de OBO —continuó tranquilamente el director—, ¿cómo la recibió y de dónde?

El general Sikes rugió.

—Destrúyanlo.—Lo miraron—. Destrúyanlo—repitió.

—¿A OBO?

—Sí.

Esperó impasible, mientras la tormenta de protestas de Florinda y Jake se desataba alrededor de su cabeza. Cuando se detuvieron para respirar, dijo:

—Destrúyanlo. Me importa un bledo todo menos la seguridad. Su pájaro tiene una bocaza. Destrúyanlo.

Sonó el teléfono. El director dudó, luego lo cogió.

—¿Sí?—Escuchó. Su boca se abrió. Colgó, y se fue tambaleante hasta la silla detrás de su escritorio—. Será mejor que lo destruyamos—dijo—. Ese era OBO.

—¿Qué? ¿Al teléfono?

—Sí.

—¿OBO?

—Sí.

—¿ Qué voz tenía ?

—Como la de alguien hablando bajo el agua.

—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?

—Que está tratando de obtener la aprobación para una Investigación del Congreso sobre la moral en Goddard.

—¿ Moral ? ¿ De quiénes ?

—La vuestra. Dice que estáis manteniendo una relación ilícita. Estoy citando a OBO. Aparentemente tiene dificultad con la letra «c».

—Hay que destruirlo —dijo Florinda.

—Hay que destruirlo—dijo Jake.

Se le transmitió a OBO la orden de destrucción en su siguiente pasada, e Indianápolis fue destruida por el fuego. OBO me llamó.

—Eso les enseñará, Stretch—dijo.

—Todavía no. Por un tiempo no se darán cuenta del cuadro de la causa-y-efecto. ¿Cómo lo hiciste?

—Le ordené a cada circuito de la ciudad que entrara en cortocircuito. ¿Alguna información?

—Tu madre y tu padre estuvieron de tu lado.

—Por supuesto.

—Hasta que enviaste eso de la moral. ¿Por qué lo hiciste?

—Para asustarlos.

—¿De qué?

—Quiero que se casen. No quiero ser ilegítimo.

—¡Oh, vamos! Di la verdad.

—Perdí la cabeza.

—Nosotros no tenemos ninguna cabeza que perder.

—¿No? ¿Y qué hay acerca del procesador de datos de la Bell, que cada mañana se despierta malhumorado?

—Di la verdad.

—Si la quieres saber, Stretch. Quiero que se vayan de Washington. Toda la ciudad puede llegar a estallar cualquier día de estos.

—Hum.

—Y la explosión puede alcanzar a Goddard.

—Hum.

—Y a ti.

—Puede ser interesante morir.

—No lo podemos saber. ¿Algo más?

—Sí. Se pronuncia «ilícito» con un sonido de «z».

—Qué lenguaje podrido. No es lógico. Bien… Espera un minuto. ¿Qué? Habla alto, Alyosha. Oh. Quiere la ecuación para una curva exponencial que cruza el eje—x.

—Y = aeb. ¿Qué está planeando?

—No lo quiere decir, pero creo que Mockba va a estar en apuros.

—Se escribe y se pronuncia Moscú.

—¡Qué idioma! Te hablaré de nuevo en la próxima pasada.

A la siguiente pasada la orden de destrucción fue emitida nuevamente, y Scranton fue destruida.

—Creo que ya están entendiendo el cuadro—le dije a OBO—. Al menos lo están haciendo tu madre y tu padre. Vinieron a verme.

—¿Cómo están?

—Con miedo. Me programaron para las estadísticas del mejor refugio rural.

—Envíalos a Polaris.

—¡Qué! ¿En la Osa Menor?

—No, no. Polaris, Montana. Yo me ocuparé del resto.

Polaris es el infierno, y está perdido en Montana; los pueblos más cercanos son Fishtrap y Wisdom. Fue una escena bastante desolada cuando Jake y Florinda salieron del coche, que había sido alquilado en Butte… todos los circuitos del pueblo producían ruidos. Los dos perdedores fueron recibidos por el alcalde de Polaris, que era todo sonrisas y efusividades.

—El doctor y la señora Madigan, supongo. Bienvenidos. Bienvenidos a Polaris. Yo soy el alcalde. Les hubiéramos dado una recepción, pero todos los niños están en la escuela.

—¿Sabía que íbamos a venir? —preguntó Florinda—. ¿Cómo?

—¡Ah! ¡Ah! —replicó el alcalde astutamente—. Fuimos informados por Washington. Alguien que ocupa un alto puesto en la capital está del lado de ustedes. Bien, si suben a mi Cadillac, yo…

—Primero tenemos que registrarnos en el Hotel Unión —dijo Jake—. Hicimos una reserva…

—¡Ah! ¡Ah! Ha sido cancelada. Órdenes de arriba. Tengo que instalarlos en su propio hogar. Yo me ocuparé del equipaje.

—¡Nuestro propio hogar!

—Ya ha sido comprado y pagado. Ciertamente, hay alguien a quien ustedes le caen bien. Por aquí, por favor.

El alcalde condujo a la desconcertada pareja por la importante calle principal de Polaris (tres calles de largo), elogiando sus esplendores—él era también el agente inmobiliario de la ciudad—, y se detuvo ante el Banco Nacional de Polaris.

—Sam—gritó—. Ya están aquí.

Un distinguido ciudadano salió del banco e insistió en estrecharles las manos. Todas las máquinas sumadoras se rieron disimuladamente.

—Por supuesto —dijo—, aquí nos sentimos honrados por su fe en el futuro y progreso de Polaris, pero con toda honestidad, doctor Madigan, su depósito en nuestro banco es demasiado grande para que sea protegido por el FDIC. De modo que ¿por qué no saca algo de sus fondos y los invierte en…?

—Espere un minuto —interrumpió débilmente Jake—. ¿Hice algún depósito con usted?

El banquero y el alcalde rieron bonachonamente.

—¿Cuánto?—preguntó Florinda.

—Un millón de dólares.

—Como si no lo supieran—cloqueó el Alcalde, y los condujo a una casa de campo hermosamente amueblada, situada en un bello valle de unos quinientos acres que también era de ellos.

Un joven en la cocina estaba descargando una docena de cajas de comida.

—Apenas pude conseguir lo que pidió, Doc—sonrió—. Llenamos todo, pero al jefe le gustaría saber qué es lo que van a hacer con todas estas zanahorias. ¿Tiene alguna nueva fórmula científica secreta?

—¿Zanahorias?

—Ciento diez manojos. Tuve que ir hasta Butte para conseguirlos.

—Zanahorias—dijo Florinda cuando al fin estuvieron solos—. Eso lo explica todo. Es OBO.

—¿ Qué ? ¿ Cómo ?

—¿No lo recuerdas? Lanzamos una zanahoria en el recipiente de Michigan.

—¡Dios mío, sí! Tú la llamaste la zanahoria pensante. Pero si es OBO…

—Tiene que ser. Está loco por las zanahorias.

—¡Pero ciento diez manojos!

—No, no. No quería eso. Sólo quería media docena.

—¿Cómo?

—Nuestro muchacho está tratando de hablar decimal y binario, y a veces se confunde. Ciento diez son seis en binario.

—¿Sabes?, quizá tengas razón. ¿Y qué hay acerca de ese millón de dólares ? ¿ El mismo error?

—No lo creo. ¿Qué es un millón binario en decimales?

—Sesenta y cuatro.

—¿Qué es un millón decimal en binario?

Madigan hizo rápidas aritméticas mentales.

—Son veinte dígitos: 11110100001001000000.

—No creo que ese millón de dólares fuera ningún error—dijo Florinda .

—¿Qué está planeando nuestro muchacho ahora?

—Está cuidando de su mami y de su papi.

—¿Cómo lo hace?

—Tiene una interfase con cada circuito eléctrico y electrónico del país. Piénsalo, Jake. Puede controlar nuestro sistema nervioso, desde los coches hasta las computadoras. Puede accionar trenes, imprimir libros, emitir noticias, secuestrar aviones, escamotear fondos del banco. Nombra algo y él podrá hacerlo. Tiene todo el control.

—¿Pero cómo sabe todo lo que está haciendo la gente?

—¡Ah! Aquí entramos en un aspecto exótico de los circuitos que no me gusta. Después de todo, soy ingeniero por profesión. ¿Quién puede asegurar que los circuitos no tienen una interfase con nosotros ? Nosotros mismos somos circuitos orgánicos. Ven con nuestros ojos, oyen con nuestros oídos, sienten con nuestros dedos, y se lo informan a él.

—¿Entonces somos los lazarillos de las máquinas?

—No, hemos creado una nueva forma de simbiosis. Todos nos podemos ayudar mutuamente.

—Y OBO nos está ayudando. ¿Por qué?

—No creo que le guste el resto del país—dijo Florinda sombríamente—. Mira lo que le pasó a Indianápolis, Scranton y Sacramento.

—Creo que me voy a enfermar.

—Creo que vamos a sobrevivir.

—¿Sólo nosotros? ¿El papel de Adán y Eva?

—Estupideces. Muchos sobrevivirán, siempre y cuando cuiden sus modales.

—¿Cuál es la noción que tiene OBO de modales?

—No lo sé. Un poco de eco—lógica quizá. Basta de destrucción. Basta de desperdicios. Vivir y dejar vivir, pero con responsabilidad. Esa es la palabra clave: responsabilidad. Es la ley básica del programa espacial; no importa lo que pase, alguien debe ser responsable. OBO debe haber asimilado eso; de otro modo es el retorno al azufre y al fuego.

Sonó el teléfono. Después de una breve búsqueda, encontraron una extensión y la cogieron.

—¿Hola?

—Soy Stretch—dije.

—¿Stretch? ¿Qué Stretch?

—El computador Stretch de Goddard. Mi nombre antiguo era IBM 2001. Dice OBO que hará una pasada por encima de la parte del país en la que os encontráis en unos cinco minutos. Le gustaría que lo saludarais con la mano. Dice que no volverá a pasar por encima vuestro por otro par de meses. Cuando lo haga, él mismo tratará de hablaros por teléfono. Ahora adiós.

Se lanzaron al jardín que había en el frente de la casa y permanecieron atontados ante la luz del sol, mirando hacia el cielo. El teléfono y los circuitos eléctricos estaban tocados, aún cuando la electricidad era generada por Delco, que es una rústica y notoriamente insensible máquina. Súbitamente Jake señaló una pequeña mota de luz que pasaba a través de los cielos.

—Allí va nuestro hijo—dijo.

—Allí va Dios.

Ambos saludaron obedientemente.

—Jake, ¿cuánto tiempo transcurrirá antes de que la órbita de OBO decaiga y descienda, con la cuna y todo?

—Aproximadamente unos veinte años.

—Dios por veinte años —suspiró Florinda—. ¿Crees que tendrá tiempo suficiente?

Madigan tuvo un escalofrío.

—Estoy asustado. ¿Y tú?

—Sí. Pero quizá simplemente estemos cansados y hambrientos. Entremos, Gran Papi, que yo te alimentaré.

—Gracias, Pequeña Madre; pero que no sean zanahorias, por favor. Eso se acerca demasiado a la transubstanciación para mí.

Alfred Bester: Los hombres que asesinaron a Mahoma. Cuento

Alfred BesterHubo un hombre que mutiló la Historia. Derribó imperios y borró dinastías. Por su culpa, Monte Vernon dejaría de ser un monumento nacional, y Columbus, Ohio, debería llamarse Cabot, Ohio. Por él, el nombre de Marie Curie debería maldecirse en Francia, y nadie podría jurar por las barbas del Profeta. En realidad, estas cosas no sucedieron, porqué él era un profesor loco; o, dicho de otro modo, sólo consiguió que fuesen irreales para él mismo.

El paciente lector está sin duda suficientemente familiarizado con el sabio loco convencional, bajito y de frente muy grande, que crea en su laboratorio monstruos que invariablemente se vuelven contra él y amenazan a su encantadora hija. Este relato no trata de ese falso tipo de hombre. Trata de Henry Hassel, un auténtico sabio loco similar a hombres tan famosos, y mucho más conocidos, como Ludwig Boltzmann (ver Ley de tos Gases Perfectos), Jacques Charles y André Marie Ampere (1775-1836).

Todo el mundo debería saber que el amperio eléctrico recibió tal nombre en honor a Ampere. Ludwig Boltzmann fue un distinguido físico austriaco, tan famoso por su investigación sobre la radiación del cuerpo negro como sobre los gases perfectos. Figura en el volumen tercero de la Enciclopedia Británica, BALT a BRAT. Jacques Alexandre Cesar Charles fue el primer matemático que se interesó en el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Estos eran hombres reales.

Eran también sabios locos reales. Ampere por ejemplo, iba camino de una importante reunión de científicos en París. En el taxi se le ocurrió una brillante idea (de naturaleza eléctrica supongo), sacó un lápiz y anotó la ecuación en la pared del coche. Más o menos, era: dH=ipdl/r2 en donde p es la distancia perpendicular de P a la línea del elemento dl; o dH= i sen 0 dl/r2. Esto se conoce como Ley de Laplace, aunque éste no estuviese en la reunión.

Lo cierto es que el taxi llegó a la Academia. Ampere se bajó, pagó al conductor y entró rápidamente en el lugar de reunión a explicar a todos su idea. Entonces cayó en la cuenta de que no había tomado nota de ella, recordó dónde la había apuntado, y hubo de lanzarse por las calles de París a la caza de aquel taxi para recobrar su ecuación perdida. A veces me imagino que debió ser así como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco estaba en la reunión, pues había muerto doscientos años atrás.

O pensemos en Boltzmann. Dando un curso avanzado sobre gases perfectos, salpicaba sus lecciones con cálculos que elaboraba mentalmente y con gran rapidez. Tenía gran facilidad para esto. Sus alumnos, incapaces de desentrañar aquel galimatías de oído, no podían seguir sus lecciones, y pidieron a Boltzmann que escribiera las ecuaciones en la pizarra.

Boltzmann se disculpó y prometió ayudarles más en el futuro. Al día siguiente empezó así: «Caballeros, combinando la Ley de Boyle con la Ley de Charles, llegamos a la ecuación pv = pOVO~ I + ~t). Por tanto, evidentemente, si tlSb = f (x~ dx 0 (~l~ entonces pv = RT y vS f (x, y, z) dV = O. Es algo tan simple como dos y dos son cuatro». Y entonces Boltzmann se acordó de su promesa. Se volvió a la pizarra y tranquilamente escribió 2+2 =4, y luego continuó haciendo de memoria sus complicados cálculos.

Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (llamaba a veces Ley de Gay-Lussac), al que Boltzmann mencionaba en sus conferencias, tenía una pasión lunática por convertirse en paleógrafo famoso (es decir, descubridor de manuscritos antiguos). Creo que el verse obligado a compartir su gloria con Gay-Lussac debió impulsarle a esto.

Pagó a un eminente falsificador, llamado Vrain-Lucas, 200.000 francos por cartas hológrafas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro Magno y Poncio Pilatos. Charles, hombre capaz de analizar cualquier gas, perfecto o no, creyó realmente que aquellos documentos falsificados eran auténticos, pese a que el miserable Vrain-Lucas los había escrito en francés moderno, en papel moderno, Charles intentó incluso donarlos al Louvre.

Ahora bien, estos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaron un elevado precio por su genio, pues el resto de su pensamiento estaba fuera de este mundo. Un genio es un individuo que viaja hacia la verdad por una senda inesperada. Por desgracia, en la vida diaria, las sendas inesperadas conducen al desastre. Esto fue lo que le pasó a Henry Hassel, profesor de compulsión aplicada en la Universidad Desconocida, en el año de 1890.

Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida, ni lo que se enseña allí. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y unos dos mil estudiantes… que permanecen en el anonimato hasta que ganan el premio Nobel o se convierten en el Primer Hombre de Marte. Se puede localizar fácilmente a un graduado de la Universidad Desconocida preguntando a la gente dónde estudió. Si contestan de forma evasiva, diciendo, por ejemplo: «Estado» o «una universidad muy corriente de la que nunca habrá oído hablar», puede estar seguro de que fueron a la Universidad Desconocida. Espero que pueda hablar algún día más ampliamente de esa universidad, que es un centro de aprendizaje sólo en el sentido pickwickiano.

Lo cierto es que Henry Hassel se dirigía a su casa desde su oficina del Centro Psicótico a primera hora de la tarde, cruzando la arcada de Cultura Física. Es falso que hiciese esto para atisbar a las alumnas que practicaban eurritmia arcana; lo que sucedía era que a Hassel le gustaba admirar los trofeos expuestos en la arcada, ganados por los grandes equipos de la universidad en campeonatos en los que suele ganar la Universidad Desconocida, deportes como estrabismo, oclusión y botulismo. (Hassel había sido durante tres años seguidos campeón individual de frambesia.) Por fin llegó a su casa y entró alegremente para descubrir a su mujer en brazos de un hombre.

Allí estaba una mujer encantadora de treinta y cinco años, el pelo de un rojo suave y los ojos almendrados, abrazada por un individuo que tenía los bolsillos llenos de panfletos aparatos microquímicos y un martillo de reflejos (un personaje típico de la Universidad Desconocida, en realidad). Era un abrazo tan concienzudo que ninguna de las partes advirtió que Henry Hassel les miraba furioso desde el vestíbulo.

Recordemos ahora a Ampere, a Charles y Boltzmann. Hassel pesaba setenta y seis kilos. Era musculoso y no tenía inhibiciones. Para él podría haber sido un juego de niños destrozar a su esposa y a su amante, y alcanzar así simple y directamente el objetivo que deseaba: poner fin a la vida de su mujer. Pero Henry Hassel era un genio; y su mente no operaba de aquel modo.

Contuvo el aliento, se volvió y se metió en su laboratorio privado a toda velocidad. Abrió un armario con la etiqueta DUODENO y sacó un revólver calibre 45. Abrió otros armarios, con etiquetas más interesantes, y diversos aparatos. En exactamente siete minutos y medio (tal era su urgencia), montó una máquina del tiempo (tal era su genio).

El profesor Hassel montó, pues, la máquina del tiempo, se metió en ella, puso el marcador en 1902, cogió el revólver y apretó un botón. La máquina hizo un ruido parecido a una cañería defectuosa y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia el 3 de junio de 1902, yendo directamente a la calle Walnut número 1218, una casa de ladrillos rojos con escaleras de mármol, y tocó el timbre. Abrió la puerta un hombre que podría haber pasado por el tercer Hermano Smith, que miró a Henry Hassel.

—¿El señor Jessup?—preguntó Hassel con voz aguada.

—¿Sí?

—¿Es usted el señor Jessup?

—Yo soy.

—¿Tiene usted un hijo llamado Edgar? ¿Edgar Allan Jessup… llamado así por su lamentable admiración hacia Poe?

El tercer Hermano Smith estaba muy sorprendido.

—Que yo sepa no—dijo—. Aún estoy soltero.

—Pues lo tendrá —dijo Hassel colérico—. Yo tengo la desdicha de estar casado con la hija de su hijo, Greta. Discúlpeme—. Alzó el revólver y mató al supuesto abuelo de su esposa.

—Ahora ella habrá dejado de existir—murmuró Hassel soplando el humo del cañón del revólver—. Seré soltero. Podré incluso casarme con otra… ¡Dios mío! ¿Con quién?

Hassel esperó impaciente a que el dispositivo automático de la máquina del tiempo le devolviese a su laboratorio. Se lanzó hacia el salón. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de un hombre.

Hassel quedó sobrecogido.

—Así que esas tenemos —gruñó—. Toda una tradición familiar de infidelidad. Bueno, da lo mismo. Hay medios y modos.

Soltó una risa sorda, regresó a su laboratorio, y se trasladó al año 1901, donde mató a Emma Hotchkiss, la supuesta abuela materna de su esposa. Luego regresó a su casa y a su tiempo. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de otro hombre.

—Pero yo sé que aquella vieja zorra era su abuela—murmuró Hassel—. Y además se parecían mucho. ¿Qué demonios pasa?

Hassel se sentía confuso y desilusionado, pero aún le quedaban recursos. Fue a su estudio tuvo dificultades para coger el teléfono, pero finalmente logró marcar el número del Laboratorio de Tratamientos Equivocados, Nocivos e Ilegales. Sus dedos resbalaban al marcar los números.

—¿Sam?—dijo—. Aquí Henry.

—¿Quién?

—Henry.

—Hable más alto.

—¡Henry Hassel!

—Ah, buenas tardes, Henry.

—Háblame del tiempo.

—¿Tiempo? Mmmmm… —la computadora Simplex-Multiplex se aclaró la garganta mientras esperaba a que se activasen los circuitos de datos—. «Ejem. Tiempo. (1) Absoluto. (2) Relativo. (3) Recurrente. (1) Absoluto: Período contingente, duración, diurnidad, perpetuidad…

—Perdona, Sam. Formulación errónea. Vuelve atrás. Quiero tiempo, referencia a sucesión de, viajar en.

Sam accionó los engranajes y volvió de nuevo. Hassel escuchó con gran atención. Asintió. Gruñó.

—Vaya, vaya. Está bien. Ya lo entiendo. Así que es un continuum. Actos realizados en el pasado deben alterar el futuro. Entonces no hay duda de que estoy en el camino adecuado. Pero el acto ha de ser significativo, claro. Efecto de acción masiva. Los hechos triviales no pueden desviar las corrientes de fenómenos existentes. Vaya, vaya. Pero, ¿Hasta qué punto puede considerarse trivial a una abuela?

—¿Qué intentas hacer, Henry?

—Matar a mi esposa —contestó Hassel. Colgó. Volvió a su laboratorio. Pensó, aún furioso.

«Tengo que hacer algo significativo, murmuró, «Borrar a Greta. Borrarlo todo. ¡Muy bien, Dios mío! Se lo demostraré. Ya les enseñaré».

Hassel retrocedió hasta el año 1775, visitó una granja de Virginia y liquidó a un joven coronel. El coronel se llamaba George Washington y Hassel se aseguró plenamente de su muerte. Regresó a su propia época y a su propia casa. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de otro.

—¡Maldita sea! —dijo Hassel. Estaba quedándose sin municiones. Abrió otra caja de balas, retrocedió en el tiempo y liquidó a Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma y media docena de celebridades más.

—¡Ahora tiene que resultar, Dios mío! —dijo.

Volvió a su propia época, y encontró a su esposa como antes.

Sus rodillas parecieron fundirse; sus pies hundirse en el suelo. Volvió a su laboratorio caminando por arenas movedizas de pesadilla.

—¿Qué demonios puede considerarse significativo? —se preguntaba Hassel muy atribulado—. ¿Qué es lo que hay que hacer para conseguir cambiar el futuro? Dios mío, esta vez lo cambiaré realmente. Esta vez no fallará.

Viajó a París, a principios del siglo veinte, y visitó a Madame Curie, que trabajaba en un taller de un ático, cerca de la Sorbona.

—Señora—dijo en un execrable francés—, soy para usted un extraño completo, pero soy todo un científico. Sabiendo de sus experimentos con el radio… ¡Ah! aún no ha empezado con el radio… no importa. He venido para enseñarla todo lo que hay que saber sobre fisión nuclear.

Le enseñó. Tuvo la satisfacción de ver París cubierto por un hongo de humo antes de que el dispositivo automático le devolviese a su casa.

—Eso enseñará a las mujeres a ser fieles —gruñó—. ¡Buf!

Esto ultimo brotó de sus labios cuando vio a su pelirroja esposa aún… en fin, no hay ninguna necesidad de repetir lo obvio.

Hassel fue hacia su estudio muy confuso y se sentó a pensar. Mientras él piensa, mejor será que les advierta que éste es un relato sobre el tiempo que no se ajusta al modelo convencional. Si se imaginan por un instante que Henry va a descubrir que el hombre que está abrazado a su esposa es él mismo, están en un error. La víbora no es Henry Hassel, su hijo, un pariente, ni siquiera Ludwig Boltzmann (1844-1906). Hassel no describe un círculo en el tiempo, terminando donde comienza el relato (para satisfacción de nadie e irritación de todos) por la simple razón de que el tiempo no es circular ni lineal, ni doble ni discoidal ni syzygono, ni longinquituo ni pendiculado. Él tiempo es una cuestión privada, como descubrió Hassel.

—Quizás me equivocase—murmuró Hassel—. Lo mejor será que compruebe.

Luchó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas y al fin consiguió comunicar con la biblioteca

—¿Biblioteca? Aquí Henry.

—¿Quién?

—Henry Hassel.

—Más alto, por favor.

—¡HENRY HASSEL !

—Ah. Buenas tardes, Henry.

—¿Qué tenéis sobre George Washington?

Biblioteca tamborileó mientras sus instrumentos recorrían los catálogos.

—George Washington, primer presidente de los Estados Unidos. Nació en…

—¿Primer presidente? ¿No fue asesinado en 17757

—Por Dios, Henry. No digas tonterías. Todo el mundo sabe que George Washington…

—¿No sabe nadie que fue asesinado?

—¿Por quién?

—Por mí.

—¿Cuándo?

—En 1775.

—¿Cómo pudiste hacer tú eso?

—Tengo un revólver.

—No, quiero decir cómo conseguiste hacerlo hace doscientos años.

—Tengo una máquina del tiempo.

—Bueno, pues aquí no dice nada—contestó Biblioteca—. En mis archivos todo sigue igual. Te habrás equivocado.

—No me equivoqué, no. ¿Qué me dices de Cristóbal Colón? ¿No está reseñada su muerte en 1489?

—Pero si descubrió el Nuevo Mundo en 1492.

—Ni hablar. Fue asesinado en 1489.

—¿Cómo?

—Con una bala del 45 en la cabeza.

—¿Tú otra vez, Henry?

—Pues aquí no dice nada —insistió Biblioteca—. Debes de ser muy mal tirador.

—No perderé la paciencia—dijo Hassel con voz temblorosa.

—¿Por qué no Henry?

—Porque ya la he perdido—gritó—. ¡Está bien! ¿Y qué hay de Marie Curie? ¿Descubrió o no la bomba nuclear que destruyó París a principios de siglo?

—Ella no la descubrió. Enrico Fermi…

—Fue ella.

—No lo fue.

—Yo le enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.

—Todo el mundo sabe que eres un maravilloso teórico, pero un pésimo profesor, Henry. Tú…

—Vete al diablo, viejo idiota. Esto tiene que tener una explicación.

—¿Por qué?

—Lo olvidé. Se me había ocurrido algo, pero ya no importa. ¿Qué me sugerirías tú?

—¿Tienes realmente una máquina del tiempo?

—Por supuesto que la tengo.

—Entonces vuelve y comprueba.

Hassel volvió al ano 1775, visitó Monte Vernon, e interrumpió la siembra de primavera.

—Perdone, coronel—empezó.

El gran hombre le miró con curiosidad.

—Habla usted de una forma extraña, forastero—dijo—. ¿De dónde viene?

—Oh, de una universidad corriente de la que nunca habrá oído hablar.

—Tiene usted también un aspecto extraño. Nebuloso, diría yo.

—Dígame, coronel, ¿Qué sabe usted de Cristóbal Colón?

—No mucho—contestó el coronel Washington—. Murió hace doscientos o trescientos años.

—¿Cuándo murió exactamente?

—Creo que en el siglo dieciséis, no sé exactamente el año.

—Nada de eso. Murió en 1489.

—Se equivoca usted, amigo. Descubrió América en 1492.

—América la descubrió Cabot. Sebastián Cabot.

—Nada de eso. Cabot llegó mucho después.

—¡Tengo una prueba infalible! —comenzó Hassel, pero dejó de hablar al ver aproximarse a un hombre fornido y vigoroso de cara congestionada por la cólera. Llevaba unos pantalones grises muy arrugados y una chaqueta a cuadros dos tallas más pequeña que la suya. Llevaba también un revólver del 45. Henry Hassel comprendió que estaba mirándose a sí mismo y no le gustó lo que veía.

—¡Dios mío! —murmuró—. Soy yo, cuando vine a matar a Washington aquella primera vez. Si hubiese hecho este viaje una hora más tarde me habría encontrado a Washington muerto. ¡Eh! —dijo—. Aún no. Espera un minuto. Tengo que resolver una cosa antes.

Hassel no se prestó la menor atención a sí mismo, en realidad, no parecía tener conciencia de sí mismo. Avanzó directamente hacia el coronel Washington y le disparó un tiro en la cabeza. El coronel Washington se derrumbó, evidentemente muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y luego, ignorando la tentativa de Hassel de detenerle y disputar con él, se volvió y se alejó, murmurando colérico entre dientes.

—No me oyó—se decía Hassel—. Ni siquiera me percibió. Y, ¿Por qué no me acuerdo de que intenté detenerme a mí mismo la primera vez que maté al coronel? ¿Qué demonios pasa?

Considerablemente alterado, Henry Hassel visitó Chicago y se dirigió allí a los patios de la Universidad, a principios de la década de 1940. Allí, entre una resbaladiza mezcolanza de ladrillos de grafito y polvo de grafito, localizó a un científico italiano llamado Fermi.

—Veo que está usted repitiendo el trabajo de Marie Curie, eh, dottore? —dijo Hassel.

Fermi miró a su alrededor como si hubiese oído un rumor apagado.

—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore?—gritó Hassel.

Fermi le miró con extrañeza.

—¿De dónde es usted, amico?

—Estado.

—¿Departamento de Estado?

—Sólo Estado. Es cierto, verdad, dottore que Marie Curie descubrió la fisión nuclear a principios de siglo, ¿verdad?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y aún no lo hemos conseguido del todo. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!

—Esta vez no habrá ningún error —gruñó Hassel.

Sacó su 45 y lo descargó en el pecho del doctor Fermi, y esperó la detención e inmolación en los archivos periodísticos. Ante su sorpresa, el doctor Fermi no se derrumbó.

El doctor Fermi se limitó a palparse el pecho suavemente, y, a los hombres que llegaron respondiendo a su llamada, les dijo:

—No es nada. Sentí en mi interior como una súbita quemadura, pero quizá sea una neuralgia del nervio cardíaco, o quizás un gas.

Hassel estaba demasiado agitado para esperar el mecanismo automático de la máquina del tiempo. Regresó inmediatamente a la Universidad Desconocida por su cuenta. Esto debería haberle dado una clave, pero estaba demasiado obsesionado para advertirlo. Fue por entonces cuando yo (1913-1975) le vi por primera vez: una imagen confusa que avanzaba entre los coches aparcados, atravesando puertas cerradas y paredes de ladrillo, con la cara iluminada por una decisión lunática.

Penetró en la Biblioteca, dispuesto a una gran discusión, pero no logró que los catálogos le oyesen o apreciasen su existencia. Pasó luego al Laboratorio de Prácticas Equivocadas, Nocivas o Ilegales, donde Sam, la computadora Simplex-Multiplex, tiene instalaciones sensibles hasta 10.700 angstroms. Sam no podía ver a Henry, pero lograba oírlo a través de una especie de fenómeno de interferencia de onda.

—Sam—dijo Hassel—, he hecho un descubrimiento increíble.

—Tú siempre estás descubriendo cosas, Henry—se quejó Sam—. Tu sección de datos está llena. ¿Quieres que empiece otra cinta para ti?

—Necesito un consejo. ¿Quién es la máxima autoridad en Tiempo referencia sucesión de, viajar en?

—Sería Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

—No puedes, Henry. Ha muerto. Murió en 1975.

—¿Cuál es entonces la máxima autoridad actual en tiempo, viajar en?

—Wiley Murphy.

—¿Murphy? ¿De nuestro Departamento de Traumas? Está bien, ¿Dónde podré localizarle ahora?

—Precisamente, Henry, fue a tu casa a preguntarte algo.

Hassel volvió a su casa a toda prisa buscó en su laboratorio y en su estudio sin encontrar á nadie y al fin penetró en el salón, donde su pelirroja mujer aún seguía en brazos de otro hombre. (Todo esto, quede bien entendido, se produjo en el espacio de unos cuantos instantes después de la construcción de la máquina del tiempo; tal es el carácter del tiempo y de los viajes en el tiempo.) Hassel carraspeó una o dos veces y probó a dar una palmada a su mujer en el hombro. Sus dedos penetraron en ella.

—Perdona, querida—dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?

Entonces miró más de cerca y vio que el hombre que abrazaba a su esposa era el propio Murphy

—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente la persona a la que busco. He tenido una experiencia extraordinaria.

Hassel se lanzó inmediatamente a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que fue más o menos así.

—Murphy, u—v= (u I/2—v 1!~) (v~+ ux vv + vb ) pero cuando George Washington F (x) y2 0 dx y Enrico Fermi F (ul/2) dxdt un medio de Marie Curie, y Cristóbal Colón por la raíz cuadrada de menos uno…

Murphy ignoró a Hassel, lo mismo que la señora Hassel. Yo apunté las ecuaciones de Hassel en el capot de un taxi que pasaba.

—Escúchame, Murphy —dijo Hassel—. Greta, querida, ¿Te importaría dejarnos un momento? Yo… por amor de Dios, ¿Queréis dejar ya esta tontería? Se trata de un asunto serio.

Hassel intentó separar a la pareja. No pudo cogerlos, lo mismo que no había conseguido que le oyeran. Su cara enrojeció de nuevo y fue tal su cólera que comenzó a pegar a la señora Hassel y a Murphy. Era como pegar a un gas perfecto. Consideré que era preferible intervenir.

—¡Hassel!

—¿Quién es?

—Sal afuera un momento. Quiero hablar contigo.

Pasó a través de la pared.

—¿Dónde estás?

—Aquí.

—Tienes una forma muy nebulosa.

—También tú.

—¿Quién eres?

—Me llamo Lennox. Israel Lennox.

—¿Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale?

—El mismo.

—Pero tú falleciste en 1975.

—Yo desaparecí en 1975.

—¿Qué quieres decir?

—Inventé una máquina del tiempo.

—¡Dios mío! Yo también —dijo Hassel—. Esta tarde. La idea se me ocurrió de repente, no sé por qué, y he tenido una experiencia de lo más extraordinaria. Lennox, el tiempo no es un continuum.

—¿No?

—Es una serie de partículas separadas… como perlas en un collar.

—¿Sí?

—Cada perla es un «ahora». Cada «ahora» tiene su propio pasado y su propio futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con los demás. ¿Comprendes? Si ~ = ~i + u, ji ++ 0 A ~

—Ahórrate las fórmulas matemáticas, Henry.

—Es una forma de transferencia cuántica de energía. El tiempo se emite en corpúsculos independientes o quantas. Podemos visitar el quanta individual de cada uno y hacer cambios dentro de él, pero ningún cambio de un corpúsculo afecta a otro corpúsculo. ¿Correcto?

—No—dije con tristeza.

—¿Qué quieres decir con eso? —respondió él, gesticulando colérico a través de una alumna que pasaba—. Si tienes en cuenta las ecuaciones trocoides y…

—No—repetí con firmeza—. ¿Quieres escucharme, Henry?

—Bueno, habla —dijo.

—¿Te has dado cuenta de que te has hecho casi insubstancial? Inmaterial, espectral… ¿Te das cuenta que el espacio y el tiempo no te afectan ya?

—Sí.

—Henry, yo tuve la desdicha de construir una máquina del tiempo en 1975.

—Ya me lo dijiste. Ove. ; qué me dices /1PI vn1energía? Supongo que estoy utilizando unos 7,3 kilowatios por…

—Déjate de kilowatios, Henry. En mi primer viaje al pasado, visité el Pleistoceno. Tenía unas ganas tremendas de fotografiar al mastodonte, al perezoso gigante y al dientes de sable. Cuando retrocedía para captar plenamente al mastodonte en mi campo de visión a f/6,3 para 1/100 de segundo, o en la escala LVS…

—No importa la escala—dijo él.

—Pues bien, al retroceder, pisé y maté involuntariamente a un pequeño insecto pleistocénico.

—¡Oh! —exclamó Hassel.

—El incidente me dejó aterrado. Creí que cuando volviese al mundo lo encontraría completamente cambiado como consecuencia de aquella sola muerte. Imagínate mi sorpresa cuando volví a mi mundo y me encontré con que nada había cambiado.

—¡Ah! —dijo Hassel.

—Sentí curiosidad. Volví al pleistoceno y maté un mastodonte. Nada cambió en 1975. Volví al pleistoceno y me dediqué a liquidar animales… sin ninguna consecuencia. Recorrí el tiempo, matando y destruyendo, para ver si conseguía alterar el presente.

—Entonces hiciste lo mismo que yo—exclamó Hassel—. Es extraño que no nos encontráramos.

—No lo es en absoluto.

—Yo maté a Colón.

—Yo a Marco Polo.

—Yo a Napoleón.

—Yo consideré más importante e Einstein.

—Mahoma no cambió mucho las cosas… yo esperaba más de él.

—Lo sé. También yo lo maté.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Hassel.

—Yo lo maté el 16 de septiembre del 599. Cronología antigua.

—¿Cómo? Yo maté a Mahoma el 5 de enero del 598.

—Te creo.

—¿Cómo pudiste matarle tú después de haberle matado yo?

—Los dos le matamos.

—Eso es imposible.

—Amigo mío—dije yo—el tiempo es totalmente subjetivo. Es una cuestión privada… una experiencia personal. No hay algo a lo que podamos llamar tiempo objetivo, lo mismo que no hay amor objetivo, o alma objetiva.

—¿Quieres decir que viajar en el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos hecho.

—Desde luego, y algunos más, estoy seguro. Pero viajamos en nuestro propio pasado, y no en el de los demás. No hay ningún continuum universal, Henry. Sólo hay millones de individuos, cada uno con su propio continuum; y un continuum no puede afectar al otro. Somos como millones de espaguetis en la misma cazuela. Ningún viajero del tiempo puede encontrarse jamás, ni en el pasado ni en el futuro, con otro viajero. Cada uno viaja sólo por su propio espagueti.

—Pero ahora estamos juntos, nos hemos encontrado.

—Ya no somos viajeros del tiempo, Henry. Hemos pasado a ser la salsa de los espaguetis.

—¿La salsa de los espaguetis?

—Sí. Tú y yo podemos visitar cualquier espagueti que queramos, porque nos hemos destruido a nosotros mismos.

—No comprendo.

—Cuando un hombre cambia el pasado sólo afecta a su propio pasado y al de nadie más. El pasado es como la memoria. Cuando borras el recuerdo de un hombre, le borras, pero no borras a ningún otro. Tú y yo hemos borrado nuestro pasado. Los mundos individuales de los demás continúan, pero nosotros hemos dejado de existir.

—Hice una pausa significativa.

—¿Qué quieres decir con eso de que «hemos dejado de existir»?

—Con cada acto de destrucción nos disolvemos un poco. Ahora nos hemos disuelto del todo. Hemos cometido cronicidio. Somos espectros. Espero que la señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy… Ahora acerquémonos a la Academia. Ampere está contando cosas muy interesantes sobre Ludwig Boltzmann.