Alfred Bester: Tiernamente Fahrenheit. Cuento

Alfred_Bester_(1950s)El no sabe quién de nosotros soy estos días, pero ellos saben algo con certeza. No debes poseer nada excepto a ti mismo. Debes hacer tu propia vida, vivir tu propia vida y morir tu propia muerte… si no morirás la de cualquier otro.

Los arrozales de Paragon III se extienden por cientos de millas como un damero sobre la tundra, un mosaico azul y marrón bajo un ardiente cielo color naranja. Al anochecer, las nubes se retuercen como humo y los arrozales se agitan y murmuran.

La noche que escapamos de Paragon III una larga hilera de hombres recorría los arrozales. Eran hombres silenciosos, tensos, armados; una larga hilera de siluetas estatuarias que se perfilaban contra el cielo humeante. Todos los hombres iban armados. Todos llevaban un walkie-talkie; el receptor en la oreja, el micrófono sobre la garganta, la brillante pantalla en la muñeca como un verde reloj. La multitud de pantallas no mostraban más que una multitud de senderos individuales que cruzaban los arrozales. Los indicadores  no  emitían  más  sonido  que  el  chapoteo  de  las  pisadas.  Los  hombres hablaban muy de cuando en cuando, en hoscos murmullos, todos para todos.

—Nada aquí.

—¿Dónde es aquí?

—Los campos de Jenson.

—Estás desviando te demasiado hacia el oeste.

—Mantente en esa línea.

—¿Alguien revisó el arrozal de Grimson?

—Sí. Nada.

—No puede haber caminado tanto.

—Pudieron transportarla.

—¿Creéis que está viva?

—¿Por qué habría de estar muerta?

El lento estribillo recorría la larga hilera de batidores que avanzaba hacia el humeante crepúsculo.  La  hilera  de  batidores  se  movía  como  una  serpiente,  sin  cejar  en  su implacable avance. Un centenar de hombres a cinco metros de distancia uno de otro. Mil quinientos metros de ominosa búsqueda. Una milla de colérica determinación extendiéndose de este a oeste. Cae la noche. Los hombres encienden sus focos, la serpiente se ha convertido en un collar de móviles diamantes.

—Revisado. Nada.

—Nada aquí.

—Nada.

—¿Y los arrozales de Alien?

—Estoy investigándolos ahora.

—¿La habremos perdido?

—Quizá.

—Volveremos atrás y comprobaremos.

—Será un trabajo de toda la noche.

—Los arrozales de Alien revisados.

—¡Maldita sea! ¡Tenemos que encontrarla!

—La encontraremos.

—Aquí está. Sector siete. Conecten.

La línea se detuvo. Hubo un silencio. Todos los hombres miraron la resplandeciente y verde pantalla de su muñeca, conectando el sector siete. Todos conectados. Todas las pantallas mostraban una pequeña figura desnuda a flor de agua, en un arrozal. Junto a la figura, el mojón de bronce del propietario decía: VANDALEUR. Los extremos de la fila convergían hacia el campo de Vandaleur. El collar se convirtió en un racimo de estrellas. Un centenar de hombres agrupados alrededor de un pequeño cuerpo desnudo. Una niña muerta en un arrozal. No había agua en su boca. En el cuello tenía marcas de dedos. Su cara inocente estaba golpeada, su cuerpo destrozado. Había sangre coagulada sobre su piel, seca y dura.

—Lleva muerta de tres a cuatro horas por lo menos.

—Tiene la boca seca.

—No la ahogaron. La mataron a golpes.

En el oscuro calor del crepúsculo, los hombres maldecían quedamente. Recogieron el cuerpo. Uno mandó parar a los demás e indicó las uñas de la niña. Había luchado con su asesino. Bajo las uñas había partículas de carne y brillantes gotas de sangre escarlata aún líquida, aún sin coagular.

—Esa sangre debería haberse coagulado también. Qué extraño.

—No tan extraño. ¿Qué tipo de sangre no se coagula?

—La de los androides.

—Parece como si la hubiese matado uno de ellos.

—Vandaleur tiene un androide.

—No pudo matarla un androide.

—Tiene sangre de androide en las uñas.

—Es mejor que la policía compruebe.

—La policía demostrará que tengo razón.

—Pero los andys no pueden matar.

—Es sangre de androide, ¿no?

—Los androides no pueden matar. Están construidos de modo que no pueden hacerlo.

—Parece como si fuese un androide mal hecho.

Y el termómetro señalaba aquel día 92,9 gloriosos grados Farenheit.

Así que allí estábamos nosotros a bordo del Paragon Queen camino de Megaster V, James  Vandaleur  y  su  androide.  James  Vandaleur  contó  su  dinero  y  gimió.  En  el camarote de segunda clase estaba con él su androide. Una majestuosa criatura sintética de rasgos clásicos y grandes ojos azules. Sobre su frente, como un camafeo de carne, las letras AM, indicando que se trataba de uno de los raros androides de aptitudes múltiples, que valían cincuenta y siete mil dólares en el mercado. Allí estábamos nosotros, suspirando y contando y observando tranquilamente.

—Mil doscientos, mil cuatrocientos, mil seiscientos. Mil seiscientos dólares —gimió Vandaleur—. Eso es todo. Mil seiscientos dólares. Mi casa valía diez mil. La tierra cinco. Y estaban los muebles, los coches, mis cuadros y grabados, mi avión, mi… y de todo eso nada más que mil seiscientos dólares. ¡Dios mío!

Salté de la mesa y me volví al androide. Saqué una correa de una de las bolsas de cuero y lo golpeé. No se movió.

—Debo recordarte —dijo el androide— que valgo cincuenta y siete mil dólares. Debo advertirte que estás amenazando una propiedad valiosa.

—Condenada y estúpida máquina —gritó Vandaleur.

—No soy una máquina —contestó el androide—. El robot es una máquina. El androide es una creación química de tejidos sintéticos.

—¿Pero  qué  demonios  te  pasó?  —chilló  Vandaleur  —.  ¿Por  qué  lo  hiciste?

¡Condenado! —golpeó furiosamente al androide.

—Debo recordarle que no puede castigárseme — dije—. El síndrome dolor-placer no forma parte de la síntesis androide.

—¿Por qué la mataste, entonces? —gritó Vandaleur —. Si no experimentabas ninguna emoción, ¿por qué lo hiciste?

—Debo recordarte —dijo el androide— que los camarotes de segunda clase de estas naves no poseen aislamiento acústico.

Vandaleur soltó la correa y gimió, contemplando a aquella criatura  de  la  que  era propietario.

—¿Por qué lo hiciste, por qué la mataste? —pregunté.

—No sé —respondí.

—Primero fueron pequeñas fechorías. Pequeñas destrucciones; debí darme cuenta de que algo marchaba mal en ti. Los androides no pueden destruir. No pueden hacer daño. No pueden…

—No hay ningún síndrome dolor-placer incorporado a la síntesis androide.

—Luego llegó el incendio provocado. Luego la destrucción grave. Luego el asalto. Aquel ingeniero de Rigel… cada vez peor. Siempre teníamos que largarnos, cada vez más deprisa. Ahora un asesinato. ¡Cristo! ¿Pero qué te sucede, qué te pasa?

—No hay instrumentos de autocomprobación incorporados al cerebro androide.

—Y cada vez que teníamos que irnos era un descenso; Mírame. En un camarote de segunda clase. Yo, James Paleo-logue Vandaleur. Hubo un tiempo en que mi padre era el hombre más rico de… Ahora, todo lo que tengo en este mundo son mil seiscientos dólares. Todo lo que tengo. Y a ti. ¡Maldito seas!

Vandaleur alzó la correa para golpear otra vez al androide, pero la dejó caer y se derrumbó en la litera, gimiendo. Al final logró dominarse.

—Instrucciones —dijo.

El androide de aptitudes múltiples respondió al instante. Se levantó y esperó órdenes.

—Mi nombre es ahora Valentine. James Valentine. Me detuve en Paragon III sólo un día para hacer trasbordo a esta nave que se dirige a Megaster V. Mi ocupación: agente de un androide AM, de propiedad privada, que se alquila. Objeto de mi visita: establecerme en Megaster V. Falsifica los documentos.

El androide sacó el pasaporte y los documentos de Vandaleur de una bolsa, cogió pluma y tinta y se sentó en una mesa. Con exacta e inmaculada mano, una mano diestra que podía dibujar, escribir, pintar, grabar, tallar, fotografiar, diseñar, crear y construir, falsificó meticulosamente los nuevos documentos de Vandaleur. Su propietario lo observaba con aire miserable.

—Crea y construye —murmuré—. Y ahora destruye. ¡Oh Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo? ¡Ay, si pudiese librarme de ti! ¡Si no tuviese que vivir de ti! ¡Dios mío! Si hubiese heredado un poco de valor en vez de heredarte a ti.

Dallas Brady era la principal diseñadora de joyas de Megaster: una mujer baja, corpulenta,  amoral  y  ninfomaníaca.  Alquiló  el  androide  de  aptitudes  múltiples  de Vandaleur y me puso a trabajar en su taller. Sedujo a Vandaleur. Una noche, en la cama, preguntó de pronto:

—¿Tú te llamas Vandaleur, verdad?

—Sí —murmuré yo. Luego—: ¡No! ¡No! Valentine. James Valentine.

—¿Qué pasó en Paragon? —preguntó Dallas Brady—. Yo creía que los androides no podían matar ni destruir propiedad. Esas son las directrices e inhibiciones que se les graban cuando los sintetizan. Todas las compañías garantizan esto.

—Valentine —insistió Vandaleur.

—Oh, vamos —replicó Dallas Brady— hace una semana que lo sé. No te he denunciado, ¿verdad…?

—El apellido es Valentine.

—¿Quieres demostrarlo? ¿Quieres que llame a la poli? Dallas se incorporó y cogió el teléfono.

—Dallas, ¡por el amor de Dios!

Vandaleur dio un salto y forcejeó con ella para quitarle el teléfono. Ella lo rechazó, riéndose,  hasta  que  él  se  derrumbó  y  se  puso  a  gemir  lleno  de  vergüenza  y desesperación.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó por fin.

—Los periódicos no hacen más que hablar del asunto. Y Valentine se parece mucho a

Vandaleur. No fuiste muy hábil que digamos.

—Supongo que no. No soy muy listo.

—Tu androide ha batido el récord. Asalto, incendio provocado, destrucción, ¿qué pasó en Paragon?

—Raptó a una niña. Se la llevó a los arrozales y la asesinó.

—¿La violó?

—No lo sé.

—Van a acabar localizándote.

—Lo sé de sobra… ¡Dios mío! Llevamos dos años huyendo. Siete planetas en dos años. He tenido que abandonar cien mil dólares en propiedades en dos años.

—Sería mejor que descubrieses qué es lo que le pasa.

—¿Cómo hacerlo? ¿Quieres que vaya a una clínica de reparaciones y pida que le den una revisión? ¿Qué voy a decir? «Mi androide se ha convertido en un asesino, arréglenlo.» Llamarían a la policía de inmediato. —Comencé a temblar.— Lo desmantelarían en un día. Probablemente me juzgasen también a mí como cómplice o encubridor.

—¿Y por qué no hiciste que lo reparasen antes de que llegase a matar.

—No tuve oportunidad —explicó irritado Vandaleur—. No podía correr el riesgo de que empezasen con lobotomías y química corporal y cirugía endocrina y destruyesen sus aptitudes. ¿Qué iba a alquilar yo entonces? ¿De qué iba a vivir?

—Podías trabajar. La gente trabaja.

—¿Trabajar en qué? Ya sabes que no sirvo para nada.

¿Cómo iba a competir yo con androides especialistas y con robots…? ¿Quién puede competir con ellos a menos que tenga un enorme talento para una actividad determinada?

—Sí, eso es verdad.

—He vivido toda mi vida a costa de mi viejo. ¡Maldito sea! Tuvo que arruinarse precisamente poco antes de morir. Me dejó el androide y nada más. Y el único medio que tengo de sobrevivir es el dinero que me proporciona alquilarlo.

—Sería mejor que lo vendieras antes de que la policía te atrape. Puedes vivir con cincuenta mil. Invirtiéndolos.

—¿Al tres por ciento? ¿Mil quinientos dólares al año?

¿Cuando el androide produce el quince por ciento de su valor? Ocho mil dólares al año. Eso es lo que gana. No, Dallas. Tengo que seguir con él.

—¿Y qué vas a hacer con su inclinación a la violencia?

—No puedo hacer nada… Sólo observar y rezar. ¿Qué vas a hacer tú?

—Nada. No es asunto mío. Sólo una cosa… Tienes que darme algo por mantener la boca cerrada.

—¿Qué?

—El androide trabaja gratis para mí. Que te paguen otros; para mí será gratis.

El androide de aptitudes múltiples trabajaba. Vandaleur recogía los beneficios del alquiler. Con ellos pagaba sus gastos y ahorraba. Sus ahorros comenzaban a aumentar. Cuando la cálida primavera de Megaster V se convirtió en cálido verano, empecé a mirar propiedades  y  haciendas.  En  un  año  o  dos  podríamos  establecernos  de  modo permanente, si las exigencias de Dallas Brady no se hacían excesivas.

El primer día cálido del verano, el androide empezó a cantar en el taller de Dallas Brady. Inclinado sobre el horno eléctrico que, junto con el tiempo, hacía que el local hirviese casi de calor, cantó una vieja melodía que había sido popular medio siglo atrás.

Oh, no tiene sentido combatir el calor.

¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! Si no todo es peor, todo es peor. Fresco y sin olor Oh cariño mío…

Cantaba con una voz renqueante y extraña, y sus hábiles dedos tamborileaban a su espalda,  parodiando  una  extraña  rumba  con  independencia  del  resto  de  su  cuerpo. Aquello sorprendió a Dallas Brady.

—¿Estás contento o algo por el estilo? —preguntó.

—Debo recordarte que en la síntesis androide no va incorporado el síndrome placer- dolor —respondí—. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Fresco y sin olor, oh cariño mío…

Sus dedos dejaron de bailar y agarraron unas pesadas tenazas de hierro. El androide las introdujo en el resplandeciente interior del horno, inclinándose hacia adelante para atisbar en la ardiente profundidad de éste.

—¡Ten cuidado, condenado imbécil! —gritó Dallas Brady—.

¿Es que quieres caer ahí dentro?

—Debo recordarte que valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —dije—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa como yo. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!, Cariño mío…

Sacó un crisol de oro resplandeciente del horno eléctrico, se volvió, hizo una horrible cabriola, canturreó alocadamente y arrojó un gelatinoso fragmento de oro derretido sobre la cabeza de Dallas Brady. Ella chilló y se derrumbó, el pelo y la ropa llameando, la piel chirriando. El androide vertió sobre ella más oro sin dejar de cabriolear y de cantar.

—Todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío… —Cantaba y vertía lentamente el oro derretido sobre el estremecido cuerpo, hasta que éste quedó inmóvil. Luego abandoné el taller y me reuní con James Vandaleur en la suite de su hotel. Las ropas chamuscadas del androide y sus serpeantes dedos advirtieron a su propietario que había ocurrido algo grave.

Vandaleur se dirigió rápidamente al taller de Dallas Brady, contempló la escena, vomitó y salió huyendo. Tuve el tiempo suficiente para hacer una maleta y recoger novecientos dólares en bienes muebles. Cogió un camarote de tercera en el Megaster Queen, que salía aquella mañana para Lyra Alpha. Me llevó con él. Lloraba y contaba su dinero y yo pegaba de nuevo al androide.

Y el termómetro de taller de Dallas Brady marcaba 98,1 hermosos grados Fahrenheit.

En Lyra Alpha nos metimos en un pequeño hotel próximo a la Universidad. Allí, Vandaleur  estregó  mi  frente  hasta  que  las  letras  AM  quedaron  borradas  por  la decoloración y la hinchazón. Las letras volverían a aparecer, pero tardarían varios meses en hacerlo, y entretanto Vandaleur esperaba que se olvidase el caso del androide de aptitudes múltiples. El androide fue alquilado como obrero común en la central energética de la Universidad. Vandaleur, con el nombre de James Venice, vivía de las pequeñas ganancias del androide.

Yo no me sentía demasiado mal. La mayoría de los residentes del hotel eran estudiantes universitarios, no muy sobrados de dinero, pero deliciosamente jóvenes y animosos. Había una muchacha encantadora de ojos vivos y mente ágil. Se llamaba Wanda, y ella y su novio, Jed Stark, sentían un tremendo interés por el androide asesino del que hablaban todos los periódicos de la galaxia.

—Hemos estudiado el caso —dijeron ella y Jed en una fiesta estudiantil que casualmente se celebraba en la habitación de Vandaleur—. Creemos saber cuál es la causa. Vamos a hacer un trabajo sobre el tema.

Estaban muy excitados.

—¿La causa de qué? —quiso saber alguien.

—De la alteración del androide.

—Es un desajuste, sin duda. Se ha descontrolado la química corporal. Puede que sea una especie de cáncer sintético, ¿no?

—No —dijo Wanda, lanzando a Jed una mirada de triunfo contenido.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—De algo muy concreto.

—¿De qué?

—No quiero decirlo.

—Oh, vamos…

—No hay nada que hacer.

—¿No nos lo dirás? —pregunté con ansiedad—. Yo… nosotros estamos muy interesados en saber qué puede ser lo que altera al androide.

—Lo siento, señor Venice —dijo Wanda—. Es una idea única y hemos de protegerla. Con una tesis como ésta podremos resolver nuestra vida. No vamos a correr el riesgo de que alguien nos la robe.

—¿No podéis darnos un indicio?

—No. No podemos. Ni una palabra, Jed. Pero le diré una cosa, señor Venice. No me gustaría nada ser el propietario de ese androide.

—¿Por la policía? —pregunté.

—Me refiero a proyección, señor Venice. ¡La proyección! Ahí está el peligro. Y no diré más… Ya he dicho demasiado.

Oí pasos fuera, y una voz áspera que cantaba quedamente: «Todo es peor, todo es peor, fresco y sin olor, cariño mío…» Mi androide entró en la habitación, de vuelta de su trabajo en la planta energética de la universidad. No fue presentado. Avancé hacia él y yo inmediatamente respondí a la orden y me acerqué al barril de cerveza, haciéndome cargo del trabajo de servir a los invitados que hasta entonces había realizado Vandaleur. Sus diestros dedos cabrioleaban en una rumba privada, independiente del resto de su cuerpo. Su movimiento fue apagándose gradualmente y también el extraño canturreo.

Había bastantes androides en la universidad. Los estudiantes más ricos tenían androides junto con coches y aviones. El androide de Vandaleur no provocó ningún comentario, pero la joven Wanda era perspicaz y observadora. Se dio cuenta de mi frente inflamada y pensó en la tesis histórica que ella y Jed Stark iban a escribir. Terminada la fiesta, mientras subían a su habitación, consultó con Jed.

—Jed, ¿te fijaste en la frente de ese androide?

—Probablemente se hirió con algo, Wanda. Está trabajando en la planta energética. Allí manejan muchos objetos pesados.

—¿No te sugiere otra cosa?

—¿Como qué?

—Podría ser una herida hecha a propósito, por conveniencia.

—¿Conveniencia? ¿Para qué?

—Para ocultar lo que llevaba grabado en la frente.

—No tiene sentido, Wanda. No es necesario ver marcas en la frente para reconocer a un androide. No es necesario ver la marca de un coche para saber que es un coche.

—No quiero decir que esté intentando hacerse pasar por un humano. Lo que quiero decir es que está intentando pasar por un androide de grado inferior.

—¿Por qué?

—Suponte que tuviese grabado AM en la frente.

—¿Aptitudes múltiples? Entonces por qué demonios iba Venice a ponerlo a trabajar en los hornos de la central energética pudiendo ganar mucho más… Oh, ¡Oh! ¿Quieres decir que…?

Wanda asintió.

—¡Dios mío! —Stark frunció los labios—. ¿Qué te parece que hagamos? ¿Llamar a la policía?

—No. En realidad, no sabemos si es un AM. Y de todos modos, si resulta ser un AM y en concreto el androide asesino, lo primero es nuestra tesis. Esta es nuestra gran oportunidad, Jed. Si es ese androide, podemos realizar una serie de pruebas controladas y…

—¿Y cómo podremos estar seguros?

—Muy fácil. Película infrarroja. Eso nos mostrará lo que hay bajo la rozadura de la frente. Consigue una cámara prestada. Compra material fotográfico. Mañana por la tarde nos colaremos en la planta energética y haremos algunas tomas. Entonces sabremos la verdad.

A la tarde siguiente lograron entrar sin ser vistos en la planta energética de la universidad. Era un gran sótano, profundamente hundido bajo tierra. El local estaba oscuro, lleno de sombras, iluminado sólo por la ardiente luz que brotaba de las puertas del horno. Por encima del rumor del fuego pudieron oír una extraña voz que gritaba y cantaba y cuyos ecos repiqueteaban en la bóveda: ¡Todo es peor! ¡Todo es peor! Cariño mío…, y vieron también una cabriolante figura que bailaba una rumba lunática al compás de la música. Las piernas se retorcían. Los brazos se ondulaban. Los dedos se crispaban.

Jed Stark alzó la cámara y comenzó a utilizarla enfocando la balanceante cabeza. Y de pronto Wanda lanzó un chillido, porque yo los vi y avancé hacia ellos, blandiendo una brillante pala de acero. Aplastó la cámara. Derribó a la muchacha y luego al muchacho. Jed se enfrentó a mí en un desesperado esfuerzo, pero pronto quedó totalmente fuera de combate. Luego, el androide arrastró a ambos hasta el horno y los entregó a las llamas, lenta y malévolamente. Sin dejar de saltar y cantar. Luego regresó al hotel.

El termómetro de la central energética marcada 100,9 criminales grados Fahrenheit.

¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Compramos pasajes de proa en el Lyra Queen y Vandaleur y el androide trabajaron por la  comida.  Durante  las  guardias  nocturnas,  Vandaleur  se  sentaba  solo  en  la  parte delantera  de  la  proa  con  una  carpeta  de  cartón  sobre  las  piernas,  analizando  su contenido. Aquella carpeta era todo lo que se había llevado de Lyra Alpha. La había robado en la habitación de Wanda. Tenía un rótulo que decía: ANDROIDE. Contenía el secreto de mi enfermedad.

Y sólo contenía periódicos. Periódicos de toda la galaxia, impresos, microfilmados, grabados, copiados a mano, en offset, fotocopiados… el Star-Banner de Rigel… el Picayune  de  Paragon…  El  Times-Leader  de  Megaster…  El  Herald  de  Lalande…  El Journal de Lacaille… El Intelligencer de Indi… el Telegram-News de Eridani… ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Nada más que periódicos. Todos hablaban de un crimen del androide, de un episodio de su carrera criminal. Además contenían noticias nacionales y extranjeras, de deportes, sociales, sobre el tiempo, sobre embarques, permutaciones, relatos de interés humano, rasgos, concursos, crucigramas. En aquella masa de datos inconexos se encontraba el secreto que habían descubierto Wanda y Jed Stark. Vandaleur repasaba desesperado los periódicos. Pero no conseguía dar con el secreto, era algo que quedaba fuera de su alcance. ¡Hace falta valor!

—¡Maldito seas! —dije al androide—. Te venderé. En cuanto lleguemos a la Tierra, te venderé. Viviré con el tres por ciento de lo que me den por ti.

—Valgo cincuenta y siete mil dólares en el mercado —le dije.

—Si no puedo venderte, te entregaré a la policía —dije.

—Soy una propiedad valiosa —respondí—. Está prohibido amenazar una propiedad valiosa. No me destruirás.

—¡Maldito seas! —gritó Vandaleur—. Lo que me faltaba, arrogancia encima. Sabes que puedes confiar en mi protección, ¿verdad? ¿Es ese el secreto?

El androide de aptitudes múltiples lo miró con ojos tranquilos e inteligentes.

—A veces —dijo— es bueno ser una propiedad.

Hacía un frío terrible en el Croydon Field cuando descendió el Lyra Queen. Sobre el aeródromo se extendía una mezcla de nieve y hielo que siseaba y se quebraba con el vapor del Queen. Los pasajeros trotaron torpemente sobre el ennegrecido hormigón hacia la aduana, y luego hacia el autobús del aeropuerto que había de llevarlos a Londres. Vandaleur y el androide no tenían ni un céntimo. Tuvieron que caminar.

Hacia la media noche llegaron a Picadilly Circus. El hielo de diciembre no se había fundido y la estatua de Eros estaba cubierta de él. Giraron a la derecha, caminaron hacia Trafalgar Square y luego por el Strand, temblando de frío y de humedad. Antes de la calle Fleet, Vandaleur distinguió una figura solitaria que llegaba de la dirección de St. Paul. Se escondió con el androide en una calleja.

—Tenemos que conseguir dinero —murmuró; luego señaló al individuo que se aproximaba—. El tiene dinero. Quítaselo.

—No puedo obedecer esa orden —dijo el androide.

—Quítaselo —repitió Vandaleur—. Por la fuerza. ¿Comprendes? Estamos en una situación desesperada.

—Va en contra de las directrices —dije—. No puedo obedecer esa orden.

—Por el amor de Dios —explotó Vandaleur—. ¡Has asesinado… torturado… destruido!

¿Y ahora me vienes con directrices? Sácale el dinero. Mátalo si es necesario. Te digo que estamos desesperados.

—Va contra la directriz principal —dije—. Está prohibido amenazar la vida o la propiedad. No puedo obedecer esa orden.

Di un empujón al androide y me planté frente al desconocido. Era un individuo alto, austero, competente. Tenía un aire de desesperanzado cinismo. Llevaba un bastón. Me di cuenta de que era ciego.

—¿Sí? —dijo—. Lo oí acercarse. ¿Qué quiere?

—Caballero… —Vandaleur vaciló—. Estoy desesperado.

—Todos estamos desesperados —contestó el desconocido—. Totalmente desesperados.

—Caballero… tengo que conseguir algún dinero.

—¿Está  usted  suplicando  o  robando?  —los  ojos  ciegos  miraban  por  encima  de Vandaleur y del androide.

—Estoy dispuesto a ambas cosas.

—Vaya. Así somos todos. Es la historia de nuestra raza. — El extraño hizo un gesto por sobre el hombro.— He estado pidiendo en St. Paul, amigo mío. Lo que yo deseo no puede robarse. ¿Qué es lo que usted desea que tiene la suerte de poder robar?

—Dinero —dijo Vandaleur.

—¿Dinero para qué? Vamos, amigo mío, intercambiemos confidencias. Yo le diré por qué pido si usted me dice por qué roba. Me llamo Blenheim.

—Yo me llamo… Volé.

—Yo no pedía recuperar la vista en St. Paul, señor Volé. Pedía un número.

—¿Un número?

—Sí, un número. Números racionales, números irracionales, números imaginarios. Enteros positivos. Enteros negativos. Fracciones, positivas y negativas. ¿Qué le parece?

¿No ha oído usted hablar del inmortal tratado de Blenheim sobre los Veinte Ceros o las Diferencias en Ausencia de Cantidad? —Blenheim sonrió con amargura.— Soy el mago de la Teoría del Número, señor Volé, y se ha agotado para mí la magia de los números. Después de cincuenta años de mágicos portentos, la senilidad se aproxima y el apetito se desvanece. Estuve rezando en St. Paul para pedir inspiración. Dios mío, recé, si Tú existes, mándame un número.

Vandaleur alzó lentamente la carpeta y tocó con ella la mano de Blenheim.

—Aquí  dentro  —dijo—  hay  un  número,  un  número  oculto,  un  número  secreto.  El número de un crimen. ¿Quiere hacer el cambio, señor Blenheim? ¿Me cambia usted un número casa y cobijo?

—Ya no pide ni roba, ¿eh? —dijo Blenheim—. Pero es un trato. Así la vida entera se reduce a lo trivial. —Sus ojos ciegos se perdieron de nuevo por encima de Vandaleur y del androide.— Quizás el Todopoderoso no sea Dios sino un mercader. Venga conmigo a casa.

En el piso superior de la casa de Blenheim, compartíamos una habitación: dos camas, dos armarios, dos lavabos y un baño. Vandaleur me estregó otra vez la frente y me envió a buscar trabajo, y mientras el androide trabajaba, yo consultaba con Blenheim y le leía los periódicos de la carpeta, uno a uno. ¡Todo es peor! ¡Todo es peor!

Vandeleur le leyó todos los periódicos pero no le dijo nada más. Era un estudiante, dije yo, que preparaba una tesis sobre el androide asesino. En aquellos periódicos que había recogido, estaban los datos que podrían explicar los crímenes de los que Blenheim nada había oído. Tenía que haber allí una correlación, un número, un dato estadístico que contuviese la clave de la alteración del androide, expliqué, y Blenheim se sintió atraído por el misterio, por el caso detectívesco, por el interés humano del número.

Examinamos los periódicos. Mientras yo se los leía en voz alta, él los reseñaba, con su contenido, con su letra meticulosa de ciego. Y luego yo le leía sus notas. El clasificaba los periódicos  por  tipos,  por  tipografía,  por  hechos,  por  capricho,  por  artículos,  letras, palabras, temas, publicidad, imágenes, asuntos, políticas, prejuicios… Analizaba. Estudiaba. Meditaba. Y juntos vivíamos en aquel piso superior, siempre con un poco de frío, siempre un poco atemorizados, siempre un poco más cerca… unidos por nuestro propio miedo, nuestro odio actuaba como una cuña en un árbol vivo hendiendo el tronco, pero sólo para que la hendidura fuese cubierta por el tejido rasgado. Juntos, siempre juntos. Vandaleur y el androide. ¡Hace falta valor!

Y una tarde, Blenheim llamó a Vandaleur a su despacho y le mostró sus notas.

—Creo que lo he encontrado —dijo—, pero no soy capaz de entenderlo. Vandaleur dio un salto.

—Aquí están las correlaciones —continuó Blenheim —. En cincuenta periódicos aparecen noticias sobre el androide criminal. ¿Qué otra noticia, además de las depredaciones de éste, hay en los cincuenta periódicos?

—No lo sé, señor Blenheim.

—Se trata de una pregunta retórica. Esta es la respuesta: el clima.

—¿Cómo?

—El clima —respondió Blenheim—. Todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit.

—Pero eso es imposible —exclamó Vandaleur—. En Lyra Alpha hacía frío.

—No hay reseña de ningún crimen cometido en Lyra Alpha. No hay ningún periódico que lo diga.

—No, es cierto. Yo… —Vandaleur se sentía confuso; de pronto exclamó:— No. Tiene usted razón. La sala del horno. Allí abajo hacía calor. ¡Mucho calor! Claro. ¡Dios mío!

¡Claro!  Esa  es  la  respuesta.  El  horno  eléctrico  de  Dallas  Brady…  los  arrozales  de Paragon. ¡Hace falta valor! Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío?

Yo entraba en casa en aquel momento y, al pasar por el despacho, vi a Vandaleur y a Blenheim. Entré, esperando órdenes, con mis aptitudes múltiples consagradas al servicio.

—Ese es el androide, ¿verdad? —dijo Blenheim tras un largo instante.

—Sí —respondió Vandaleur, aún desconcertado por el descubrimiento—. Y eso explica por qué se negó a atacarlo a usted aquella noche en el Strand. No hacía bastante calor para que desobedeciese las directrices. Sólo cuando hace calor… El calor, todo es peor.

Miró al androide. Una lunática orden silenciosa pasó del hombre al androide. Yo me negué. Está prohibido amenazar la vida. Vandaleur gesticuló furioso y luego agarró a Blenheim por los hombros y arrancándolo de la silla de su escritorio, lo arrojó al suelo. Blenheim dio un grito. Vandaleur saltó sobre él como un tigre, inmovilizándolo en el suelo y tapándole la boca con una mano.

—Busca un arma —dijo al androide.

—Está prohibido amenazar la vida.

—Es una lucha por la supervivencia. ¡Tráeme un arma!

Sujetaba con todo su peso al matemático, que no cesaba de debatirse. Me dirigí inmediatamente a una vitrina donde sabía que estaba guardado un revólver. Comprobé que estaba cargado con cinco balas. Se lo entregué a Vandaleur. Lo cogí, acerqué el cañón a la cabeza de Blenheim y apreté el gatillo. Blenheim se estremeció.

Teníamos tres horas antes de que regresase la cocinera. Saqueamos la casa. Cogimos el dinero y las joyas de Blenheim. Llenamos una maleta con ropa. Cogimos las notas de Blenheim, destruimos los periódicos, y huimos, cerrando cuidadosamente la puerta detrás de nosotros. Dejamos en el estudio de Blenheim un montón de papeles arrugados bajo media pulgada de una vela encendida. Y empapamos la alfombra con keroseno. No, todo eso lo hice yo. El androide se negó. A mí me está prohibido atentar contra la vida o la propiedad.

¡Todo es peor!

Cogieron el metro en  dirección  a  Leicester  Square,  luego  hicieron  trasbordo  y  se dirigieron al Museo Británico. Allí salieron y se encaminaron a  una  casita  georgiana situada   junto   a   Rusell   Square.   En   la   ventana   un   letrero   decía:   NAN   WEBB, CONSULTORA PSICOMETRICA. Vandaleur había anotado la dirección hacía unas semanas.  Entraron  en  la  casa.  El  androide  esperó  en  el  vestíbulo  con  la  maleta. Vandaleur pasó a la oficina de Nan Webb.

Era una mujer alta de pelo gris cortado casi al rape, delicada constitución inglesa y horribles piernas inglesas. Rasgos ásperos, expresión perspicaz. Hizo un gesto a Vandaleur, terminó una carta, la selló y luego alzó la vista hacia él.

—Me llamo —dije yo— Vanderbilt. James Vanderbilt.

—Muy bien.

—Soy estudiante de la Universidad de Londres.

—Muy bien.

—He estado investigando sobre el androide asesino, y creo que he descubierto algo muy interesante. Me gustaría que me aconsejara usted al respecto. ¿Cuáles son sus honorarios?

—¿A qué college pertenece usted?

—¿Por qué?

—Hago descuento a los estudiantes.

—Al Merton College.

—Serán dos libras, por favor.

Vandaleur puso dos libras sobre la mesa y añadió luego las notas de Blenheim.

—Hay una correlación —dijo— entre los crímenes del androide y el clima. Advertirá usted que todos los crímenes se cometieron cuando la temperatura superaba los noventa grados Fahrenheit. ¿Hay una respuesta psicométrica a esto?

Nan Webb hizo un gesto de asentimiento, estudió un rato las notas, luego volvió a colocarlas sobre la mesa, y dijo:

—Sinestesia, evidentemente.

—¿Qué?

—Sinestesia —repitió—. Cuando una sensación, señor Vanderbilt, se interpreta de modo inmediato de acuerdo con una sensación de un órgano de los sentidos distinto al estimulado, el fenómeno se llama sinestesia. Por ejemplo: un estímulo sonoro produce la sensación simultánea de un color concreto. O el color produce una sensación en el órgano del gusto. O un estímulo luminoso produce una sensación sonora. Hay una confusión entre las sensaciones del gusto, el olfato, el color, la presión, la temperatura y demás, ¿comprende?

—Creo que sí.

—Su investigación ha revelado que el androide es muy probable que reaccione de forma sinestésica a estímulos de temperatura por encima de los noventa grados. Lo más probable es que se trate de una respuesta endocrina. Debe de existir una conexión de temperatura con la suprarrenal sustituía del androide. La temperatura elevada provoca una reacción de miedo, cólera, excitación y actividad física violenta… todo dentro del campo de la glándula suprarrenal.

—Ya. Comprendo. Entonces, si se mantiene al androide en climas fríos…

—No habrá ni estímulo ni reacción. No habrá más crímenes. Desde luego.

—Comprendo. ¿Qué es proyección?

—¿Qué quiere decir?

—¿Hay algún peligro de proyección para el propietario del androide?

—Muy interesante. La proyección es un impulso que se exterioriza e influye sobre otro. Es el proceso de imponer sobre otro las ideas o impulsos propios. El paranoico, por ejemplo, proyecta en otros sus conflictos y alteraciones, con el fin de hacerlos externos. Acusa, directa o implícitamente, a otros hombres de tener el mismo mal contra el que está luchando.

—¿Y qué peligro implica la proyección?

—El peligro de que la víctima crea lo que se proyecta sobre ella. Si usted vive con un psicótico que proyecta sobre usted su enfermedad, corre el peligro de caer dentro de su esquema psicótico y convertirse también, prácticamente, en un psicótico, como indudablemente le está sucediendo a usted, señor Vandaleur.?

Vandaleur se levantó de un salto.

—Es usted un idiota —continuó Nan Webb, señalando las cuartillas de las notas—. Esta no es la letra de un estudiante. Es la especial y peculiar letra del famoso Blenheim. Todos los investigadores de Inglaterra conocen su letra de ciego. Y en la Universidad de Londres no existe ningún Merton College. Fue un error fatal. El Merton College está en Oxford. Y usted, señor Vandaleur, está tan evidentemente afectado por su asociación con ese androide descompuesto… por proyección… que no sé si llamar a la Policía Metropolitana o al Hospital de Locos Peligrosos.

Saqué el revólver y disparé contra ella.

¡Peor!

—Antares II, Alpha Aurigae, Acrux IV, Pollux IX, Rigel Centaurus —dijo Vandaleur—. En todos ellos hace frío. Son fríos como el beso de una bruja. Temperaturas de cuarenta grados  Fahrenheit.  Nunca  pasan  de  los  setenta.  Vamos  a  hacer  otra  vez  buenos negocios. Cuidado con esa curva.

El androide de aptitudes múltiples giró el volante con sus diestras manos. El coche tomó la curva suavemente y aceleró luego avanzando hacia las marismas norteñas, donde los cañaverales se extendían millas y millas, secos y ocres, bajo el frío cielo inglés. El sol se hundía rápidamente. Arriba una solitaria bandada de avutardas volaba torpemente hacia el este. Por encima de ella, un solitario helicóptero regresaba a casa y al calor.

—No más calor para nosotros —dije—. No más calor. Estaremos seguros donde haga frío. Nos ocultaremos en Escocia, haremos un poco de dinero, pasaremos a Noruega, reuniremos una buena cuenta bancaria y luego embarcaremos para otro sitio. Nos estableceremos en Pollux. Allí estaremos seguros. Lo hemos conseguido. Podremos empezar a vivir bien otra vez.

Sobre ellos se oyó un blip, y luego un áspero estruendo:

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE. ¡ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE!

Vandaleur alzó la vista sorprendido. El solitario helicóptero volaba sobre ellos. De su vientre brotaban órdenes amplificadas:

—ESTÁN RODEADOS. LA CARRETERA ESTA BLOQUEADA. TIENEN QUE DETENERSE INMEDIATAMENTE Y ENTREGARSE. ¡DETÉNGANSE INMEDIATAMENTE!

Miré a Vandaleur esperando órdenes.

—Sigue conduciendo —gruñó Vandaleur. El helicóptero bajó aún más.

—ATENCIÓN ANDROIDE. ESTAS CONTROLANDO EL VEHÍCULO Y TIENES QUE DETENERTE INMEDIATAMENTE. ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

El coche disminuyó la marcha.

—¿Qué demonios haces? —grité yo.

—Una orden oficial anula todas las órdenes privadas —contestó el androide—. Debo indicarte que…

—Apártate del volante, imbécil —ordenó Vandaleur.

Golpeé al androide, lo eché a un lado y pasando por encima de él me coloqué ante el volante. El coche se desvió de la carretera y continuó patinando a través del barro helado y de las cañas secas. Vandaleur recuperó el control y continuó hacia el oeste a través de las marismas, hacia una autopista paralela situada a unas siete millas de distancia.

—Conseguiremos burlar su bloqueo —gruñó.

El coche se balanceaba y patinaba. El helicóptero descendió aún más. De su vientre brotó un foco de luz.

—ATENCIÓN JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE: ENTRÉGUENSE. ESTA ES UNA ORDEN OFICIAL QUE ANULA TODAS LAS ORDENES PRIVADAS.

—El no puede entregarse —gritó furiosamente Vandaleur—. No hay nadie a quien entregarse. El no puede y yo no quiero.

—¡Cristo! —murmuré—. Conseguiremos burlarles. Conseguiremos burlar el bloqueo. Lo conseguiremos…

—Debo decirte —dije— que mis directrices me obligan a obedecer las órdenes oficiales que anulan toda orden privada. Debo entregarme.

—¿Y quién te dice que se trata de una orden oficial? —dijo Vandaleur—. ¿Ellos?

¿Desde ese helicóptero? Tienen que mostrar sus credenciales. Tienen que demostrar que son autoridades oficiales para que te entregues. ¿Cómo sabes que no son unos farsantes que intentan engañarnos?

Manejando el volante con una mano, buscó en su bolsillo para asegurarse de que el revólver aún seguía allí. El coche dio un patinazo. Los neumáticos rechinaban sobre el hielo y las cañas. El volante estaba húmedo de sudor y el coche derrapó sobre una pequeña loma y volcó. El motor continuó rugiendo y las ruedas girando. Vandaleur salió del coche arrastrando con él al androide. En un instante estuvimos fuera del cono de luz que descendía del helicóptero. Nos lanzamos hacia la marisma, hacia la oscuridad, hacia la fuga… Vandaleur corría, jadeante, arrastrando al androide.

El helicóptero giraba sobre el volcado automóvil, buscando con su foco, sin que el altavoz dejase de clamar. En la autopista que habíamos abandonado, aparecieron luces.

Eran los grupos encargados de la persecución, que se reunían siguiendo las órdenes radiadas desde el helicóptero. Vandaleur y el androide continuaban adentrándose en la marisma, abriéndose paso hacia la carretera paralela y la seguridad. Era ya de noche. El cielo era una masa negra. No se veía ni una sola estrella. La temperatura descendía. Un viento nocturno del sureste nos atravesaba los huesos.

Atrás, muy lejos, se oyó una explosión sorda. Vandaleur se volvió, jadeando. El combustible del coche había estallado. Se alzó un geiser de llamas como una fuente cárdena. Luego se abatió en un cráter de ardientes cañas. Empujada por el viento, la llamarada distante se abrió en abanico, era un muro de unos tres metros de altura. El fuego comenzó a avanzar hacia nosotros, crepitando ferozmente. Sobre él, avanzaba también una masa de aceitoso humo. Detrás de ella, Vandaleur podía distinguir figuras de hombres… una masa de batidores que escudriñaba las marismas.

—¡Cristo! —grité, buscando desesperadamente la seguridad. El corría, arrastrándome consigo, hasta que sus pies pisaron la superficie helada de una laguna. Pateó furiosamente el hielo, y luego se hundió en las frías aguas, arrastrando con nosotros al androide.

La cortina de llamas se aproximaba. Yo oía su crepitar y sentía el calor. El veía claramente a los perseguidores. Vandaleur buscó en su bolsillo el revólver. El bolsillo estaba roto. El revólver había desaparecido. Lanzó un gruñido y se estremeció, lleno de frío y de terror. La claridad del fuego era cegadora. Por encima, flotaba el helicóptero de un lado a otro, buscando incansable, pero incapaz de traspasar el humo y las llamas y de ayudar a los perseguidores que buscaban hacia la derecha, muy lejos de nosotros.

—No nos encontrarán —susurró Vandaleur —. No te muevas. Es una orden. No nos encontrarán. Los burlaremos. Burlaremos el fuego. Conseguiremos…

A menos de treinta metros de los fugitivos, se oyeron tres claras explosiones. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Eran las últimas balas de mi revólver que explotaban al ser alcanzadas por el fuego. Los perseguidores se encaminaron inmediatamente hacia el lugar de las explosiones y comenzaron a avanzar en línea recta hacia nosotros. Vandaleur soltó una maldición histérica e intentó sumergirse aún más profundamente para  eludir  el  calor intolerable del fuego. El androide empezó a estremecerse.

El muro de llamas estaba ante ellos. Vandaleur hizo una profunda inspiración y se dispuso  a  sumergirse  hasta  que  pasasen  las  llamas.  El  androide  se  estremeció  y comenzó de pronto a gritar.

—¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor! —gritaba—. ¡Sino todo es peor!

—¡Maldito seas! —grité. Intenté sumergirlo.

—¡Maldito seas! —bramé. Golpeé su rostro.

El androide golpeó a Vandaleur, y se debatió con él hasta que consiguió salir del barro y ponerse de pie. Antes de que yo pudiese reanudar el ataque, las llamas lo apresaron hipnóticamente. Comenzó a bailar y a cabriolear en una rumba lunática ante el muro de llamas. Retorcía las piernas. Ondulaba los brazos. Los dedos se le crispaban en una rumba privada, con independencia del resto de su cuerpo. Chillaba y gritaba y corría en un desmañado vals, frente al abrazo del calor, como un cenagoso monstruo esbozado frente a la brillante y resplandeciente llamarada.

Los perseguidores gritaron. Se oyeron disparos. El androide giró sobre sí dos veces y luego continuó su horrible danza frente a las llamas. Se alzó un golpe de viento. El fuego rodeó a la cabriolante figura y la envolvió por un instante. Luego, el fuego continuó, dejando tras sí una sollozante masa de carne sintética que desprendía una sangre escarlata que nunca podría coagularse.

El termómetro habría marcado 1200 maravillosos grados Fahrenheit.

Vandaleur no murió. Yo conseguí escapar. Mientras observaban cómo el androide danzaba  y  moría,  se  olvidaron  de  mí.  Pero  ahora  no  sé  cuál  de  nosotros  es  él.

Proyección, me advertía Wanda. Proyección, le decía Nan Webb. Si vives mucho tiempo con una máquina loca, te vuelves loco también, yo también me vuelvo ¡Peor!

Pero sabemos algo con certeza. Sabemos que estaban equivocados. El nuevo robot y Vandaleur saben esto porque el nuevo robot también empezó a bailar. ¡Peor! Aquí en el frío Pollux, el robot se estremece y canta. No hace calor, pero el robot se lleva a la pequeña Talley a dar un paseo solitario. Es un robot barato. Un servomecanismo… lo único que yo podía permitirme… pero se agita y tararea y pasea solo con la niña por alguna parte, y no soy capaz de encontrarlos. ¡Cristo! Vandaleur no podrá encontrarme hasta que sea ya demasiado tarde. Fresco y sin olor, cariño mío, danzando sobre la escarcha, mientras el termómetro marca 10 afectuosos grados Fahrenheit.

Autor: estoespurocuento

No me gasto en buscarle el sentido a la vida porque creo que no lo hay, somos simples animales racionales y más que una responsabilidad es una carga moral creado por nuestros miedos y temores al mas allá, que para mi tampoco existe. De polvo somos, por un polvo hemos nacido y en polvo terminaremos. Digo que soy agnostico por pura pose para evitarme conflictos teóricos con los que me restrigan la existencia de dios en mis narices. Ateo me cabe mejor, reniego de dios, lo confieso. No cabe las medias tintas, uno es o no es.