Rubem Fonseca: La fuerza humana. Cuento

rubem-fonseca (1)Quería seguir de frente pero no podía. Me quedaba parado en medio de aquel montón de negros: unos balanceando el pie o la cabeza, otros moviendo los brazos; pero algunos, como yo, duros como un palo, fingiendo que no estábamos allí, fingiendo que miraban un disco en la vitrina, avergonzados. Es gracioso, que un sujeto como yo sienta vergüenza de quedarse oyendo la música en la puerta de la tienda de discos. Si suena alto es para que las personas lo escuchen; y si no les gustara que la gente se quedara allí oyendo, bastaba con desconectar y listo: todo el mundo se alejaría en seguida. Además sólo ponen música buena, de la que tienes que ponerte a oír y que hace que las mujeres buenas caminen diferente, como caballo del ejército enfrente de la banda.

El caso es que pasé por ahí todos los días. A veces estaba en la ventana de la academia de João, en el intervalo de un ejercicio, y desde ahí arriba veía a la multitud en la puerta de la tienda y no me aguantaba: me vestía corriendo, mientras João preguntaba, “¿a dónde vas, muchacho? Todavía no terminas las flexiones”, y me iba derecho para allá. João se ponía como loco con esto, pues se le había metido en la cabeza que me iba a preparar para el concurso del mejor físico del año y quería que entrenara cuatro horas diarias, y yo me detenía a la mitad y me iba a la calle a oír música. “Estás loco”, decía, “así no se puede, me estoy hartando de ti, ¿crees que soy un payaso?”

Él tenía razón, me fui pensando ese día, comparte conmigo la comida que le mandan de casa, me da vitaminas que su mujer que es enfermera consigue, aumentó mi sueldo de instructor auxiliar de alumnos sólo para que dejara de vender sangre y me pudiera dedicar a los ejercicios, ¡puta!, cuántas cosas, y yo no lo reconocía y además le mentía; podría decirle que no me diera más dinero, decirle la verdad, que Leninha me daba todo lo que yo quería, que podría hasta comer en restaurantes, si lo quisiera, bastaba con que le dijera: quiero más.

Desde lejos me di cuenta que había más gente que de costumbre en la puerta de la tienda. Personas diferentes de las que iban allí; algunas mujeres. Sonaba una samba de un balanceo infernal —tum schtictum tum: las dos bocinas grandes en la puerta a punto de estallar, llenaban la plaza de música. Entonces vi, en el asfalto, sin dar la menor importancia a los carros que pasaban cerca, a ese negro bailando. Pensé: otro loco, pues la ciudad cada vez está más llena de locos, de locos y de maricas. Pero nadie reía. El negro tenía zapatos marrón todos chuecos, un pantalón mal remendado, roto en el trasero, camisa blanca sucia de mangas largas y estaba empapado en sudor. Pero nadie reía. Él hacía piruetas, mezclaba pasos de ballet con samba gafieira, pero nadie reía. Nadie reía porque el tipo bailaba con finura y parecía que bailaba en un escenario, o en una película, un ritmo endemoniado, nunca había visto algo como aquello. Ni yo ni nadie, pues los demás también lo miraban boquiabiertos. Pensé: eso es cosa de un loco, pero un loco no baila de ese modo, para bailar de ese modo el sujeto debe tener buenas piernas y buen ritmo, pero también es necesario tener buena cabeza. Bailó tres piezas del long-play que estaban tocando, y cuando paró todos empezaron a hablar unos con otros, cosa que nunca había ocurrido a la entrada de la tienda, pues las personas se quedan ahí calladas oyendo la música. Entonces el negro tomó una jícara que estaba en el suelo cerca de un árbol y la gente fue poniendo billetes en la jícara que muy pronto se llenó. Ah, esto lo explica, pensé. Rio se estaba poniendo diferente. Antiguamente veías uno que otro ciego tocando cualquier cosa, a veces acordeón, otras violín, incluso había uno que tocaba el pandero acompañándose con un radio de pilas; pero era la primera vez que veía a un bailarín. He visto también una orquesta de tres nordestinos golpeando cocos y a un niño tocando el “Tico-tico no fubá” con botellas llenas de agua. Todo eso lo he visto. ¡Pero un bailarín! Eché doscientos pesos en la jícara. Él puso la jícara llena de dinero cerca del árbol, en el suelo, tranquilo y seguro de que nadie le metería mano, y volvió a bailar.

Era alto; en mitad del baile, sin dejar de bailar, se arremangó la camisa, un gesto hasta bonito, parecía un gesto ensayado, aunque creo que tenía calor, y aparecieron dos brazos muy musculosos que la camisa de mangas largas escondía. Este tipo es definición pura, pensé. Y no fue una corazonada, pues basta con mirar a cualquier sujeto vestido que llega a la academia por vez primera para poder decir qué tipo de pectorales tiene, o cómo es su abdomen, si su musculatura es buena para hinchar o para definir. Nunca me equivoco.

Empezó a sonar una música aburrida, de esas de cantante de voz fina y el negro dejó de bailar, volvió a la acera, sacó un pañuelo inmundo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. La multitud se dispersó, sólo se quedaron allí los que siempre están oyendo música, con o sin show. Me acerqué al negro y le dije que había bailado muy bien. Se rió. Plática va plática viene me dijo que nunca antes había hecho aquello. “Quiero decir, sólo lo había hecho una vez. Un día pasé por aquí y algo me pasó, cuando me di cuenta estaba bailando en el asfalto. Bailé sólo una melodía, pero un tipo enrolló un billete y lo arrojó a mis pies. Era un cabral. Hoy vine con la jícara. Ya sabes, estoy duro como, como…” “Poste”, dije. Me miró, de esa manera que tiene de mirar a la gente sin que se pueda saber lo que está pensando. ¿Pensaría que me estaba burlando de él? ¿Hay postes blancos también, o no?, pensé. Lo dejé pasar. Le pregunté, “¿haces gimnasia?” “¿Qué gimnasia, mi amigo?” “Tienes el físico de quien hace gimnasia.” Se rió enseñando unos dientes blanquísimos y fuertes y su cara que era hermosa se puso feroz como la de un gorila grande. Sujeto extraño. “¿Tú haces?”, preguntó. “¿Qué?” “Gimnasia”, y me miró de arriba abajo, sin decir ninguna palabra, pero tampoco estaba interesado en lo que él estuviera pensando; lo que los demás piensan de nosotros no importa, sólo interesa lo que nosotros pensamos de nosotros; por ejemplo, si pienso que soy una mierda, lo soy, pero si alguien piensa eso de mí, ¿qué importa?, no necesito de nadie, deja que el tipo lo piense, a la hora de la hora ya veremos. “Hago pesas”, dije. “¿Pesas?” “Halterofilismo.” “¡Ja, ja!”, se rió de nuevo, un gorila perfecto. Me acordé de Humberto, de quien decían que tenía la fuerza de dos gorilas y casi la misma inteligencia. ¿Cuanta fuerza tendría el negro? “¿Cómo te llamas?”, pregunté, diciendo antes mi nombre. “Vaterlu, se escribe con doble u y dos os.” “Mira, Waterloo, ¿quieres ir a la academia donde hago gimnasia?” Miró un poco el suelo, luego cogió la jícara y dijo “vamos”. No preguntó nada más, echamos a andar, mientras ponía el dinero en su bolsillo, todo enrollado, sin mirar los billetes.

Cuando llegamos a la academia, João estaba debajo de la barra con Corcundinha. “João, éste es Waterloo”, dije. João me miró de soslayo, me dijo “quiero hablar contigo”, y caminó hacia los vestidores. Fui tras él. “Así no se puede, así no se puede”, dijo João. Por su cara vi que estaba encabronado conmigo. “Parece que no entiendes”, continuó João, “todo lo que estoy haciendo es por tu bien, si hicieras lo que te digo ganas el campeonato ese con una pierna en la espalda y listo. ¿Cómo crees que llegué hasta el sitio donde estoy? Siendo el mejor físico del año. Pero tuve que esforzarme, no fue dejando las series a la mitad, no, fue machacando de la mañana a la tarde, dándole duro; hoy tengo la academia, tengo automóvil, tengo doscientos alumnos, me he hecho un nombre, estoy comprando un departamento. Y ahora que te quiero ayudar tú no ayudas. Es para que se amargue cualquiera. ¿Qué gano yo con esto? ¿Que un alumno de mi academia gane el campeonato? Tengo a Humberto, ¿o no?, a Gomalina, ¿o no? A Fausto, a Donzela… pero te escojo a ti entre todos ellos y ésta es la manera como me pagas.” “Tienes razón”, dije mientras me quitaba la ropa y me colocaba la malla. Continuó: “¡Si tuvieras la fuerza de voluntad de Corcundinha! ¡Cincuenta y tres años de edad! Cuando llegó aquí, hace seis meses, tú lo sabes, tenía una dolencia horrible que le comía los músculos de la espalda y le dejaba la espina sin apoyo, el cuerpo se caía cada vez más a los lados, llegaba a dar miedo. Me dijo que cada vez se estaba encogiendo más y estaba quedando más torcido, que los médicos no sabían ni un carajo, ni inyecciones ni masajes tenían resultado en él; hubo quien se quedó con la boca abierta mirando su pecho puntiagudo como sombrero de almirante, la joroba saliente, todo torcido hacia enfrente, hacia el costado, haciendo muecas, hasta daban ganas de vomitar sólo de estar viéndolo. Dije a Corcundinha, te voy a aliviar, pero tienes que hacer todo lo que te mande, todo, todo, no voy a hacer de ti un Steve Reeves, pero dentro de seis meses serás otro hombre. Míralo ahora. ¿Hice un milagro? Él hizo el milagro, castigándose, sufriendo, penando, sudando: ¡no hay límites para la fuerza humana!”. Dejé que João me gritara toda la historia para ver si su enojo conmigo pasaba. Dije, para ponerlo de buen humor, “Tu pectoral está bárbaro.” João abrió los brazos e hizo que los pectorales saltaran, dos masas enormes, cada pecho debía pesar diez kilos; pero ya no era el mismo de las fotografías esparcidas por la pared. Aún con los brazos abiertos, João caminó hacia el espejo grande de la pared y se quedó mirando lateralmente su cuerpo. “Éste es el supino que quiero que hagas; en tres fases: sentado, acostado con la cabeza hacia abajo en la plancha y acostado en el banco; en el banco lo hago de tres maneras, ven a ver.” Se acostó en el banco con la cara bajo la pesa apoyada en el caballete. “Así, cerrado, las manos casi juntas; después, una abertura media; y, por último, las manos bien abiertas en los extremos de la barra. ¿Viste cómo? Ya está puesto en tu ficha nueva. Ya verás tu pectoral dentro de un mes”, y diciendo esto me dio un golpe fuerte en el pecho.

“¿Quién es ese negro?”, preguntó João mirando a Waterloo, quien sentado en un banco tarareaba con calma. “Es Waterloo”, respondí, “lo traje para que hiciera unos ejercicios, pero no puede pagar.” “¿Y crees que daré clases gratis a cualquier vagabundo que se aparezca por aquí?” “Tiene madera, João, el modelado de su cuerpo debe ser cualquier cosa.” João hizo una mueca de desprecio: “¿Qué qué?, ¡ese tipo!, ¡ay!, échalo de aquí, échalo de aquí, estás loco.” “Pero todavía no lo has visto, João, su ropa no le ayuda.” “¿Ya lo viste?” “Sí”, mentí, “voy a conseguirle una malla.”

Le di la malla al negro, le dije: “Ponte esto ahí dentro.”

Aún no había visto al negro sin ropa, pero tenía fe: su aceptación sólo sería posible con una musculatura firme. Empecé a preocuparme; ¿y si fuera puro esqueleto? El esqueleto es importante, es la base de todo, pero empezar de un esqueleto es duro como el demonio, exige tiempo, comida, proteínas y João no iba a querer trabajar sobre unos huesos.

Waterloo salió del vestidor con la malla. Vino caminando normalmente; aún no conocía los trucos de los veteranos, no sabía que incluso en una posición de aparente reposo es posible tensar todos los músculos, pero eso es algo difícil de hacer, como por ejemplo definir el omóplato y los tríceps al mismo tiempo y además simultáneamente los sartorios y los recto-abdominales, y los bíceps y el trapecio, y todo armoniosamente, sin que parezca que el tipo está sufriendo un ataque epiléptico. Él no sabía hacer eso, ni podía, es cosa de maestros, sin embargo, tengo que decirlo, aquel negro tenía el desarrollo muscular natural más perfecto que había visto en mi vida. Hasta Corcundinha detuvo su ejercicio y vino a verlo. Bajo la piel fina de un negro profundo y brillante, diferente del negro opaco de ciertos negros, sus músculos se distribuían y se ligaban, de los pies a la cabeza, en un bordado perfecto.

“Cuélgate de la barra”, dijo João. “¿Aquí?”, preguntó Waterloo, ya bajo la barra. “Sí. Cuando tu cabeza llegue a la altura de la barra te detienes.” Waterloo empezó a suspender su cuerpo, pero a medio camino rió y cayó al suelo. “No quiero payasadas aquí, esto es cosa seria”, dijo João, “vamos nuevamente.” Waterloo subió y se detuvo como João le había mandado. João se quedó mirándolo. “Ahora, lentamente, pasa la barba por encima de la barra. Lentamente. Ahora baja, lentamente. Ahora vuelve a la posición inicial y detente.” João examinó el cuerpo de Waterloo. “Ahora, sin mover el tronco, levanta las dos piernas, rectas y juntas.” El negro empezó a levantar las piernas, despacio, y con facilidad, y la musculatura de su cuerpo parecía una orquesta afinada, los músculos funcionando en conjunto, una cosa bella y poderosa. João debía estar impresionado, pues empezó también a contraer los propios músculos y entonces noté que yo y Corcundinha hacíamos lo mismo, como si cantáramos a coro una música irresistible; y João dijo, con una voz amiga que no usaba para ningún alumno, “puedes bajar”, y el negro bajó y João continuó. “¿Ya has hecho gimnasia?”, y Waterloo respondió negativamente y João concluyó “claro que no has hecho, yo sé que no has hecho; miren, voy a contarles, esto ocurre una vez en cien millones; qué cien millones, ¡en un billón! ¿Qué edad tienes?” “Veinte años”, dijo Waterloo. “Puedo hacerte famoso, ¿quieres hacerte famoso?”, preguntó João. “¿Para qué?”, preguntó Waterloo, realmente interesado en saber para qué. “¿Para qué? ¿Para qué? Qué gracioso, qué pregunta más idiota”, dijo João. Para qué, me quedé pensando, es cierto, ¿para qué? ¿Para que los otros nos vean en la calle y digan ahí va el fulano famoso? “¿Para qué, João?”, pregunté. João me miró como si me hubiera cogido a su madre. “Tú también. ¡Qué cosa! ¿Qué tienen ustedes en la cabeza, eh?” João de vez en cuando perdía la paciencia. Creo que tenía unas ganas locas de ver a un alumno ganar el campeonato. “No me explicó usted para qué”, dijo Waterloo con respeto. “Entonces te lo explico. En primer lugar, para no andar andrajoso como un mendigo, y poder bañarte cuando quieras, y comer… pavo, fresas, ¿ya has comido fresas?…, y tener un lugar confortable para vivir, y tener mujer, no una negra apestosa, una rubia, muchas mujeres tras de ti, peleándose por ti, ¿entiendes? Ustedes ni siquiera saben lo que es eso, son ustedes unos culo-sucio.” Waterloo miró a João, más sorprendido que cualquier otra cosa, pero a mí me dio rabia; me dieron ganas de ponerle la mano encima allí mismo, no por causa de lo que había dicho de mí, por mí que se joda, sino porque se estaba burlando del negro; hasta llegué a imaginar cómo sería el pleito: él es más fuerte, pero yo soy más ágil, tendría que pelear de pie, a base de cuchilladas.

Miré su pescuezo grueso: tenía que ser allí en el gañote, un palo seguro en el gañote, pero para darle un garrotazo bien dado por dentro tendría que colocarme medio de lado y mi base no quedaría tan firme si él respondiera con una zancadilla; y por dentro el bloqueo sería fácil, João tenía reflejos, me acordé de él entrenando al Mauro para aquella lucha libre con Juárez en la que el Mauro fue destrozado; reflejos tenía, estaba gordo pero era un tigre; golpear a los lados no servía de nada, allí tenía dos planchas de acero; podría tirarme al suelo para intentar un final limpio, una llave con el brazo: dudoso. “Vamos a quitarnos la ropa, vámonos de aquí”, dije a Waterloo. “¿Por qué?”, preguntó João aprensivo, “¿estás enojado conmigo?” Bufé y dije: “Sí, estoy hasta los cojones de todo esto, estuve a punto de saltarte encima ahora mismo, es bueno que lo sepas.” João se puso tan nervioso que casi perdió la pose, su barriga se arrugó como si fuera una funda de almohada, pero no era miedo de la pelea, no, de eso no tenía miedo, lo que tenía era miedo de perder el campeonato. “¿Ibas a hacer eso conmigo?”, cantó, “eres como un hermano para mí, ¿ibas a pelear conmigo?” Entonces fingió una mueca muy compungida, el actor, y se sentó abatido en un banco con el aire miserable de quien acaba de recibir la noticia de que la mujer le anda poniendo los cuernos. “Acaba con eso, João, no sirve de nada. Si fueras hombre, pedías una disculpa.” Tragó en seco y dijo “está bien, discúlpame, ¡carajo!, discúlpame también tú (al negro), discúlpame; ¿está bien así?”. Había dado lo máximo, si lo provocaba explotaría, olvidaría el campeonato, apelaría a la ignorancia, pero yo no haría eso, no sólo porque mi rabia ya había pasado después de que peleé con él en el pensamiento, sino también porque João se había disculpado y cuando un hombre pide disculpas lo disculpamos. Apreté su mano, solemnemente; él apretó la mano de Waterloo. También yo apreté la mano del negro. Permanecimos serios, como tres doctores.

“Voy a hacer una serie para ti, ¿está bien?”, dijo João, y Waterloo respondió “sí señor.” Yo tomé mi ficha y dije a João: “Voy a hacer la rosca derecha con sesenta kilos y la inversa con cuarenta, ¿te parece bien?.” João sonrió satisfecho, “óptimo, óptimo.”

Terminé mi serie y me quedé viendo a João que enseñaba a Waterloo. Al principio aquello era muy aburrido, pero el negro hacía los movimientos con placer, y eso es raro: normalmente la gente tarda en encontrarle gusto al ejercicio. No había misterio para Waterloo, hacía todo exactamente como João quería. No sabía respirar bien, es verdad, la médula de la caja aún tenía que abrírsele, pero carajo, ¡estaba empezando!

Mientras Waterloo se daba un baño, João me dijo: “Tengo ganas de prepararlo también a él para el campeonato, ¿qué te parece?.” Le dije que me parecía una buena idea. João continuó: “Con ustedes dos en forma, es difícil que la academia no gane. El negro sólo necesita hinchar un poco, definición ya tiene.” Dije: “No creo que vaya a ser así de fácil, João; Waterloo es bueno, pero va a necesitar machacar mucho, sólo debe tener unos cuarenta de brazo.” “Tiene cuarenta y dos o cuarenta y tres”, dijo João. “No sé, será mejor medir.” João dijo que mediría el brazo, el antebrazo, el pecho, el muslo, la pantorrilla, el pescuezo. “¿Y tú cuánto tienes de brazo”, me preguntó con astucia; lo sabía, pero le dije, “cuarenta y seis.” “Hum… es poco, ¿verdad?, para el campeonato es poco… faltan seis meses… y tú, y tú…” “¿Qué es lo que temes?” “Estás aflojando…” La plática estaba atorada y decidí prometerle, para terminar con aquello: “Descuida, João, ya verás, en estos meses me voy para arriba.” João me dio un abrazo, “eres un tipo inteligente… ¡Puta!, ¡con la pinta que tienes, y siendo campeón! ¿te imaginas? Fotos en el periódico… Vas a acabar en el cine, en Norteamérica, en Italia, haciendo películas en color, ¿te imaginas?.” João colocó varias anillas de diez kilos en el pulley. “¿De cuánto es tu pulley?”, preguntó. “Ochenta.” “Y la muchacha que tienes, ¿qué va a pasar con ella?” Hablé seco: “¿Cómo que qué va a pasar con ella?”. Él: “Soy tu amigo, acuérdate de eso”. Yo: “Está bien, eres mi amigo, ¿y?” “Soy como un hermano para ti.” “Eres como un hermano para mí, ¿y?” João agarró la barra del pulley, se arrodilló y alzó la barra hasta el pecho mientras los ochenta kilos de anillas subían lentamente, ocho veces. Después: “¿Cuánto pesas?”, “Noventa.” “Entonces haz el pulley con noventa. Pero mira, volviendo al asunto, sé que las pesas despiertan unas ganas grandes, ganas, hambre, sueño… pero eso no quiere decir que tengamos que hacer todo esto sin medida; a veces quedamos en la punta de los cascos, pero hay que controlarse, se necesita disciplina; mira a Nelson, la comida acabó con él, hacía una serie de caballo para compensar, creó masa, eso creó, pero comía como un puerco y terminó con un cuerpo de puerco… miserable…” João hizo una cara de pena. No me gusta comer, y João lo sabe. Noté que el Corcundinha, acostado de espaldas, haciendo un crucifijo quebrado, prestaba atención a nuestra plática. “Creo que estás jodiendo demasiado”, dijo João, “no es bueno. Llegas aquí todas las mañanas marcado con chupetones, arañado en el pescuezo, en el pecho, en las espaldas, en las piernas. No se ve bien, tenemos un montón de muchachos en la academia, es un mal ejemplo. Por eso es que te voy a dar un consejo —y João me miró con cara de la amistad y los negocios por separado, con cara de contar dinero; ¿se estaba apoyando ya en el negro?—, esa muchacha no sirve, consigue una que quiera sólo una vez a la semana, o dos, y aun así moderándote.” En ese instante Waterloo salió del vestidor y João le dijo, “Vamos a salir, te voy a comprar ropa; pero es un préstamo, trabajarás en la academia y después me pagas.” A mí: “Necesitas un ayudante. Pon las manos ahí, que ya vuelvo.”

Me senté, pensando. Dentro de poco empiezan a llegar los alumnos. Leninha, Leninha. Antes de que tuviera una luz, el Corcundinha habló: “¿Quieres ver si estoy jalando bien en la barra?” Fui a ver. No me gusta mirar al Corcundinha. Tiene más de seis tics diferentes. “Estás mejorando de los tics”, dije; pero qué cretino, no mejoraba, ¿por qué dije aquello? “Sí, ¿verdad?”, dijo satisfecho, guiñando varias veces con increíble rapidez el ojo izquierdo. “¿Qué ejercicio estás haciendo?” “Por detrás y por delante, y con las manos juntas en la punta de la barra. Tres series para cada ejercicio, con diez repeticiones. Noventa movimientos en total, y no siento nada.” “Sin prisa y siempre”, le dije. “Oí tu plática, con João”, dijo el Corcundinha. Moví la cabeza. “Los negocios con la mujer son fuego”, continuó, “me peleé con Elza.” Rayos, ¿quién era Elza? Por si las dudas dije “¿sí?” Corcundinha: “No era mujer para mí. Pero sucede que ahora estoy con otra chica y la Elza se la pasa llamando a casa diciéndole insultos, haciendo escándalos. El otro día a la salida del cine fue para morirse. Eso me perjudica, soy un hombre responsable.” Corcundinha con un salto ágil agarró la barra con las dos manos y balanceó el cuerpo para enfrente y atrás, sonriendo y diciendo: “Esta muchacha que tengo ahora es un tesoro, jovencita, treinta años más nueva que yo, treinta años, pero yo aún estoy en forma, ella no necesita de otro hombre.” Con jalones rápidos Corcundinha izó el cuerpo varias veces por atrás, por enfrente, rápidamente: una danza; horrible; pero no aparté el ojo. “¿Treinta años más nueva?”, dije maravillado. Corcundinha gritó desde lo alto de la barra: “¡Treinta años! ¡Treinta años!.” Y diciendo esto, Corcundinha dio una octava en la barra, una subida de cintura y luego de balancearse como péndulo intentó girar como si fuera una hélice, su cuerpo completamente rojo del esfuerzo, con excepción de la cabeza que se puso más blanca. Agarré sus piernas; cayó pesadamente, de pie, en el piso. “Estoy en forma”, jadeó. Le dije: “Corcundinha, necesitas tener cuidado, no eres… no eres un niño.” Él: “Yo me cuido, me cuido, no me cambio por ningún muchacho, estoy mejor que cuando tenía veinte años y bastaba que una mujer me rozara para que me pusiera loco; ¡toda la noche, amiguito, toda la noche!.” Los músculos de su rostro, párpado, nariz, labio, frente empezaron a contraerse, latir, estremecerse, convulsionarse; sus tics al mismo tiempo. “¿De vez en cuando vuelven los tics?”, pregunté. Corcundinha respondió: “Sólo cuando me distraigo.” Fui hasta la ventana pensando que la gente vive distraída. Abajo, en la calle, estaba el montón de gente frente a la tienda y me dieron ganas de correr hacia allá, pero no podía dejar la academia sola.

Después llegaron los alumnos. Primero llegó uno que quería ponerse fuerte porque tenía espinillas en la cara y la voz delgada, después llegó otro que quería ponerse fuerte para golpear a los demás, pero ése no le pegaría a nadie, pues un día lo llamaron para una pelea y tuvo miedo; y llegaron los que gustan de mirarse en el espejo todo el tiempo y usan camisa de manga corta apretada en el brazo para parecer más fuertes; y llegaron los muchachos de pantalones Lee, cuyo objetivo es desfilar en la playa; y llegaron los que sólo vienen en verano, cerca del carnaval, y hacen una serie violenta para hinchar rápido y vestir sus disfraces de griego o cualquier otro que sirva para mostrar la musculatura; y llegaron los viejos cuyo objetivo es quemar la grasa de la barriga, lo que es muy difícil y, después de algún tiempo, imposible; y llegaron los luchadores profesionales: Príncipe Valiente, con su barba, Cabeza de Hierro, Capitán Estrella, y la banda de lucha libre: Mauro, Orando, Samuel; éstos no son buenos para el modelado, sólo quieren fuerza para ganarse mejor la vida en el ring: no se aglomeran enfrente de los espejos, no molestan pidiendo instrucciones; me gustan, me gusta entrenar con ellos en la víspera de una lucha, cuando la academia está vacía; y verlos salir de una montada, escapar de un arm-lock o bien golpear cuando consiguen un estrangulamiento perfecto; o bien conversar con ellos sobre las luchas que ganaron o perdieron.

João volvió, y con él Waterloo con ropa nueva. João encargó al negro que arreglara las anillas, colocara las barras y pesas en los lugares correctos, “antes necesitas aprender para enseñar.”

Ya era de noche cuando Leninha me telefoneó, preguntando a qué horas iría a casa, a su casa, y le dije que no podría ir pues iría a mi casa. Al oír esto Leninha se quedó callada: en los últimos treinta o cuarenta días yo iba todas las noches a su casa, donde ya tenía pantuflas, cepillo de dientes, pijama y una porción de ropas; me preguntó si estaba enfermo y le dije que no; y otra vez se quedó callada, y yo también, hasta parecía que queríamos ver quien caía primero; fue ella: “¿Entonces no me quieres ver hoy?.” “No es nada de eso”, dije, “hasta mañana, me llamas por teléfono, ¿está bien?”

Fui a mi cuarto, el cuarto que alquilaba a doña María, la vieja portuguesa que tenía cataratas en el ojo y quería tratarme como si fuera su hijo. Subí las escaleras en la punta de los pies, agarrado al pasamanos con suavidad y abrí la puerta sin hacer ruido. Me acosté de inmediato en la cama, luego de quitarme los zapatos. En su cuarto la vieja oía novelas: “¡No, no, Rodolfo, te lo imploro!”, oí desde mi cuarto, “¿Jura que me perdonas? ¿Perdonarte?, cómo, si te amo más que a mí mismo… ¿En qué piensas? ¡Oh!, no me preguntes… Anda, respóndeme… a veces no sé si eres mujer o esfinge….” Desperté con los golpes en la puerta de doña María que decía “Ya le dije que no está”, y Leninha: “Usted me disculpa, pero me dijo que venía a su casa y tengo que arreglar un asunto urgente.” Me quedé quieto: no quería ver a nadie… nunca más. Nunca más. “Pero él no está.” Silencio. Debían estar frente a frente. Doña María intentando ver a Leninha en la débil luz amarilla de la sala y la catarata confundiéndola, y Leninha… (es bueno quedarse dentro del cuarto todo oscuro), “…sar más tarde?” “No ha venido, hace más de un mes que no duerme en casa, aunque paga religiosamente, es un buen muchacho.”

Leninha se fue y la vieja estaba de nuevo en el cuarto: “Permíteme contradecirte, perdona mi osadía… pero hay un amor que una vez herido sólo encontrará sosiego en el olvido de la muerte… ¡Ana Lúcia! Sí, sí, un amor irreductible que se sostiene mucho más allá de todo y de cualquier sentimiento, un amor que para sí resume la delicia del cielo dentro del corazón…” Vieja miserable que vibraba con aquellas estupideces. ¿Miserable? Mi cabeza pesaba en la almohada, una piedra encima de mi pecho… ¿un niño? ¿Como era ser niño? Ni eso sé, sólo me acuerdo que orinaba con fuerza, hacia arriba: alto. Y también me acuerdo de las primeras películas que vi, de Carolina, pero entonces ya era grande, ¿doce?, ¿trece?, ya era hombre. Un hombre. Hombre…

Por la mañana cuando iba al baño doña María me vio. “¿Dormiste aquí?”, me preguntó. “Sí.” “Vino a buscarte una chica, estaba muy inquieta, dijo que era urgente.” “Sé quién es, hoy hablaré con ella”, y entré al baño. Cuando salí, doña María me preguntó, “¿No vas a afeitarte?.” Volví y me afeité. “Ahora sí, tienes cara de limpieza”, dijo doña María, que no se separaba de mí. Tomé café, huevo tibio, pan con mantequilla, plátano. Doña María cuidaba de mí. Después fui a la academia.

Cuando llegué ya estaba ahí Waterloo. “¿Cómo estás? ¿Está gustándote?”, pregunté. “Por lo pronto está bien.” “¿Dormiste aquí?” “Sí. Don João me dijo que durmiera aquí.” Y no dijimos nada más, hasta que llegó João.

João empezó por darle instrucciones a Waterloo: “Por la mañana, brazos y piernas; en la tarde, pecho, espaldas y abdomen”; y se puso a vigilar el ejercicio del negro. A mí no me hizo caso. Me quedé mirando. “De vez en cuando bebe jugo de frutas”, decía João, tomando un vaso, “así”, João se llenó la boca de líquido, hizo un buche y tragó despacio, “¿viste cómo?”, y le dio el vaso a Waterloo, quien repitió lo que él había hecho.

Toda la mañana João la pasó mimando al negro. Me quedé dirigiendo a los alumnos que llegaban. Acomodé las pesas que regaban por la sala. Waterloo sólo hizo su serie. Cuando llegó el almuerzo —seis marmitas—João me dijo: “Mira, no lo tomes a mal, voy a compartir la comida con Waterloo, él la necesita más que tú, no tiene dónde almorzar, está flaco y la comida sólo alcanza para dos.” En seguida se sentaron colocando las marmitas sobre la mesa de los masajes cubierta con periódicos y empezaron a comer. Con las marmitas venían siempre dos platos y cubiertos.

Me vestí y salí a comer, pero no tenía hambre y me comí dos pasteles en un café. Cuando volví, João y Waterloo estaban estirados en las sillas de lona. João contaba la historia de lo duro que le había dado para ser campeón.

Un alumno me preguntó cómo hacía el pulóver recto y fui a enseñarle, otro se quedó hablando conmigo del juego del Vasco y el tiempo fue pasando y llegó la hora de la serie de la tarde —cuatro horas— y Waterloo se paró cerca del leg-press y preguntó cómo funcionaba y João se acostó y le enseñó diciendo que el negro haría flexiones, que era mejor. “Pero ahora vamos al supino”, dijo, “en la tarde, pecho, espalda y abdomen, no lo olvides.”

A las seis más o menos el negro acabó su serie. Yo no había hecho nada. Hasta aquella hora João no había hablado conmigo. Entonces me dijo: “Voy a preparar a Waterloo, nunca vi un alumno igual, es el mejor que he tenido”, y me miró, rápido y disimuladamente; no quise saber a dónde quería llegar; saber, lo sabía, me sé sus trucos, pero no mostré interés. João continuó: “¿Has visto algo igual? ¿No crees que él puede ser el campeón?” Dije: “Quizá; lo tiene casi todo, sólo le falta un poco de fuerza en la masa.” El negro, que nos oía, preguntó: “¿Masa?” Dije: “Aumentar un poco el brazo, la pierna, el hombro, el pecho… lo demás está”, iba a decir óptimo pero dije, “bien”. El negro: “¿Y fuerza?” Yo: “Fuerza es fuerza, un negocio que ya está dentro de uno.” Él: “¿Cómo sabes que no tengo?” Iba a decir que era una corazonada, y corazonada es corazonada, pero me miraba de una manera que no me gustó y por eso: “Tú no tienes.” “Creo que sí tiene”, dijo João, dentro de su esquema. “Pero el muchacho no cree en mí”, dijo el negro.

¿Para qué llevar las cosas más allá?, pensé. Pero João preguntó: “¿Tiene más o menos la misma fuerza que tú?”

“Menos”, dije. “Eso está por verse”, dijo el negro. João era don João, yo era el muchachote: el negro tenía que estar de mi parte, pero no estaba. Así es la vida. “¿Cómo quieres probarlo?”, pregunté irritado. “Tengo una propuesta”, dijo João, “¿qué tal unas vencidas?” “Lo que sea”, dije. “Lo que sea”, repitió el negro.

João trazó una línea horizontal en la mesa. Colocamos los antebrazos encima de la línea de modo que mi dedo medio extendido tocara el codo de Waterloo, pues mi brazo era más corto. João dijo: “Yo y el Gomalina seremos los jueces; la mano que no es la del empuje puede quedar con la palma sobre la mesa o agarrada a ella; las muñecas no podrán curvarse en forma de gancho antes de iniciada la competencia.” Ajustamos los codos. Al centro de la mesa nuestras manos se agarraron, los dedos cubriendo solamente las falanges de los pulgares del adversario, y envolviendo el dorso de las manos, Waterloo iba más lejos pues sus dedos eran más largos y tocaban la orilla de mi mano. João examinó la posición de nuestros brazos. “Cuando diga ya, pueden empezar.” Gomalina se arrodilló a un lado de la mesa, João al otro. “Ya”, dijo João.

Se puede empezar unas vencidas de dos maneras: atacando, arremetiendo enseguida, echando toda la fuerza al brazo inmediatamente, o bien resistiendo, aguantando la embestida del otro y esperando el momento oportuno para virar. Escogí la segunda. Waterloo dio un arranque tan fuerte que casi me liquidó; ¡puta mierda!, no me esperaba aquello; mi brazo cedió hasta la mitad del camino, qué estupidez la mía, ahora quien tenía que hacer fuerza, gastarse, era yo. Empujé desde el fondo, lo máximo que me era posible sin hacer muecas, sin apretar los dientes, sin mostrar que lo estaba dando todo, sin crear moral en el adversario. Fui empujando, empujando, mirando el rostro de Waterloo. Él fue cediendo, cediendo, hasta qué volvimos al punto de partida, y nuestros brazos se inmovilizaron. Nuestras respiraciones eran profundas, sentía el viento que salía de mi nariz pegar en mi brazo. No puedo olvidar la respiración, pensé, esta jugada será ganada por el que respire mejor. Nuestros brazos no se movían un milímetro. Me acordé de una película que vi, en la que dos camaradas, dos campeones, se quedan un largo tiempo sin tomar ventaja uno del otro, y mientras tanto uno de ellos, el que iba a ganar, el jovencito, tomaba whisky y chupaba su puro. Pero allí no era el cine, no; era una lucha a muerte, vi que mi brazo y mi hombro empezaban a ponerse rojos; un sudor fino hacía que el tórax de Waterloo brillara; su cara empezó a torcerse y sentí que venía con todo y mi brazo cedió un poco, más, ¡rayos!, más aún, y al ver que podía perder me entró desesperación, ¡rabia! ¡Apreté los dientes! El negro respiraba por la boca, sin ritmo, pero llevándome, y entonces cometió el gran error, su cara de gorila se abrió en una sonrisa y peor aun, con la provocación graznó una carcajada ronca de ganador, echó fuera aquella pizca de fuerza que faltaba para ganarme. Un relámpago cruzó por mi cabeza diciendo: ¡ahora!, y el tirón que di nadie lo aguantaría, él lo intentó, pero la potencia era mucha; su rostro se puso gris, el corazón se le salía por la lengua, su brazo se ablandó, su voluntad se acabó —y de maldad, al ver que entregaba el juego, pegué con su puño en la mesa dos veces. Se quedó agarrado a mi mano, como en una larga despedida sin palabras, su brazo vencido sin fuerzas, abandonado, caído como un perro muerto en la carretera.

Liberé mi mano. João, Gomalina querían discutir lo que había ocurrido pero yo no los oía —aquello estaba terminado. João intentó mostrar su esquema, me llamó a un rincón. No fui. Ahora Leninha. Me vestí sin bañarme, me fui sin decir palabra, siguiendo lo que mi cuerpo mandaba, sin adiós: nadie me necesitaba, yo no necesitaba de nadie. Eso es, eso es.

Tenía la llave del departamento de Leninha. Me acosté en el sofá de la sala, no quise quedarme en el cuarto, la colcha rosa, los espejos, el tocador, el peinador lleno de frasquitos, la muñeca sobre la cama estaban haciéndome mal. La muñeca sobre la cama: Leninha la peinaba todos los días, le cambiaba ropa —calzoncito, enagua, sostén— y hablaba con ella, “mi hijita linda, extrañaste a tu mamita?.” Me dormí en el sofá.

Leninha me despertó con un beso en la cara. “Llegaste temprano, ¿no fuiste hoy a la academia?” “Sí”, dije sin abrir los ojos. “¿Y ayer? Te fuiste temprano a tu casa?” “Sí”, ahora con los ojos abiertos: Leninha se mordía los labios. “No juegues conmigo, querido, por favor…” “Fui, no estoy jugando.” Ella suspiraba. “Sé que fuiste a mi casa. No sé a qué hora; oí que hablabas con doña María, ella no sabía que estaba en el cuarto.” “¡Hacerme una porquería de ésas a mí!”, dijo Leninha, aliviada. “No fue ninguna porquería”, dije. “No se le hace una cosa así a… a los amigos,” “No tengo amigos, podría tener, hasta el príncipe, si quisiera.” “¿Quién?”, dijo ella dando una carcajada, sorprendida. “No soy ningún vagabundo, conozco al príncipe, al conde, para que lo sepas.” Ella rió: “¡¿Príncipe?!, ¡príncipe!, en Brasil no hay príncipe, sólo hay príncipe en Inglaterra, ¿crees que soy tonta?”, Dije: “Eres una burra, ignorante; ¿no hay príncipe en Italia? Este príncipe es italiano.” “¿Y tú ya fuiste a Italia?” Debía haberle dicho que ya había jodido con una condesa que había andado con un príncipe italiano y, carajo, cuando andas con una dama con quien anduvo también otro tipo, ¿no es una forma de conocerlo? Pero Leninha tampoco creía en la historia de la condesa, que acabó con un final triste como todas las historias verdaderas: pero eso no se lo cuento a nadie. Me quedé callado de repente y sintiendo esa cosa que me da de vez en cuando, en esas ocasiones en que los días se hacen largos, lo que empieza en la mañana cuando me despierto sintiendo una aflicción enorme y pienso que después de bañarme pasará, después de tomar el café pasará, después de hacer gimnasia pasará, después de que pase el día pasará, pero no pasa y llega la noche y estoy en las mismas, sin querer mujer o cine, y al día siguiente tampoco acaba. Ya he pasado una semana así, me dejé crecer la barba y miraba a las personas, no como se mira un automóvil, sino preguntándome, ¿quién es?, ¿quién es?, ¿quién-es-más-allá-del-nombre?, y las personas pasando frente a mí, gente como moscas en el mundo, ¿quién es?

Leninha, al verme así, apagado como si fuera una fotografía vieja, sacudió un paño delante de mí diciendo, “mira la camisa fina que te compré; póntela, póntela para verte.” Me puse la camisa y ella dijo: “Estás hermoso, ¿vamos a bailar?” “Quiero divertirme, mi bien, trabajé demasiado todo el día.” Ella trabaja de día, sólo anda con hombres casados y la mayoría de los hombres casados sólo hacen eso de día. Llega temprano a la casa de doña Cristina y a las nueve de la mañana ya tiene clientes telefoneándole. El mayor movimiento es a la hora del almuerzo y al final de la tarde; Leninha no almuerza nunca, no tiene tiempo.

Entonces fuimos a bailar. Creo que a ella le gusta mostrarme, pues insistió en que llevara la camisa nueva, escogió el pantalón, los zapatos y hasta quiso peinarme, pero eso era demasiado y no la dejé. Es simpática, no le molesta que las demás mujeres me vean. Pero sólo eso. Si alguna mujer viene a hablar conmigo se pone hecha una fiera.

El lugar era oscuro, lleno de infelices. Apenas habíamos acabado de sentarnos un sujeto pasó cerca de nuestra mesa y dijo: “¿Cómo te va, Tania?.” Leninha respondió: “Bien, gracias, ¿cómo está usted?.” Él también estaba bien gracias. Me miró, hizo un movimiento con la cabeza como si estuviera saludándome y se fue a su mesa. “¿Tania?”, pregunté. “Mi nombre de batalla”, respondió Leninha. “¿Pero tu nombre de batalla no es Betty?”, pregunté. “Sí, pero él me conoció en la casa de doña Viviane, y allá mi nombre de batalla es Tania.”

En ese momento el tipo volvió. Un viejo, medio calvo, bien vestido, enjuto para su edad. Sacó a Leninha a bailar. Le dije: “Ella no va a bailar, amigo.” Él quizá se ruborizó, en la oscuridad, dijo: “Yo pensé….” Ya no pelé al idiota, estaba ahí, de pie, pero no existía. Dije a Leninha: “Estos tipos se la viven pensando, el mundo está lleno de pensadores.” El sujeto desapareció.

“Qué cosa tan horrible hiciste”, dijo Leninha, “él es un cliente antiguo, abogado, un hombre distinguido, y tú le haces eso. Fuiste muy grosero.” “Grosero fue él, ¿no vio que estabas acompañada, por un amigo, cliente, enamorado, hermano, quien fuera? Debí haberle dado una patada en el culo. ¿Y qué historia es ésa de Tania, doña Viviane?” “Es una casa antigua que frecuenté.” “¿Casa antigua? ¿Qué casa antigua?” “Fue poco después de que me perdí, mi bien… al principio…”

Es para amargarse.

“Vámonos”, dije. “¿Ahora?” “Ahora.”:

Leninha salió molesta, pero sin valor para mostrarlo. “Vamos a tomar un taxi”, dijo. “¿Por qué?”, pregunté, “no soy rico para andar en taxi.” Esperé a que dijera “el dinero es mío”, pero no lo dijo; insistí: “Estás muy buena para andar en ómnibus, ¿verdad?”; ella siguió callada; no desistí: “Eres una mujer fina”; —”con clase”—; “de categoría”, Entonces habló, calmada, la voz clara, como si nada ocurriera: “Vámonos en ómnibus.”

Nos fuimos en ómnibus a su casa.

“¿Qué quieres oír?”, preguntó Leninha. “Nada”, respondí. Me desnudé, mientras Leninha iba al baño. Con los pies en el borde de la cama y las manos en el piso hice cincuenta lagartijas. Leninha volvió desnuda del baño. Quedamos los dos desnudos, parados dentro del cuarto, como si fuéramos estatuas.

Como principio, ese principio estaba bien: quedamos desnudos y fingíamos, sabiendo que fingíamos, que teníamos ganas. Ella hacía cosas sencillas, arreglaba la cama, se sujetaba los cabellos mostrando en todos sus ángulos el cuerpo firme y saludable —los pies y los senos, el trasero y las rodillas, el vientre y el cuello. Yo hacía unas flexiones, después un poco de tensión de Charles Atlas, como quien no quiere la cosa, pero mostrando el animal perfecto que yo también era, y sintiendo, como debía sentirlo ella, un placer enorme al saber que estaba siendo observado con deseo, hasta que ella miraba abiertamente hacia el lugar preciso y decía con una voz honda y crispada, como si estuviera sintiendo el miedo de quien va a tirarse al abismo, “mi bien”, y entonces la representación terminaba y nos íbamos uno hacia el otro como dos niños que aprenden a andar, y nos fundíamos y hacíamos locuras, y no sabíamos de qué garganta salían los gritos, e implorábamos uno al otro que se detuviera, pero no nos deteníamos, y redoblábamos nuestra furia, como si quisiéramos morir en aquel momento de fuerza, y subíamos y explotábamos, girando como ruedas rojas y amarillas de fuego que salían de nuestros ojos y de nuestros vientres y de nuestros músculos y de nuestros líquidos y de nuestros espíritus y de nuestro dolor pulverizado. Después la paz: oíamos alternativamente el latido fuerte de nuestros corazones sin sobresalto; yo apoyaba mi oreja en su seno y enseguida ella, entre los labios exhaustos, soplaba suavemente en mi pecho, aplacándolo; y sobre nosotros descendía un vacío que era como si hubiéramos perdido la memoria.

Pero aquel día nos quedamos parados como si fuéramos dos estatuas. Entonces me envolví en el primer paño que encontré, ella hizo lo mismo y se sentó en la cama y dijo “sabía que iba a ocurrir”, y fue eso, y por lo tanto ella, a quien yo consideraba una idiota, quien me hizo entender lo que había ocurrido. Vi entonces que las mujeres tienen dentro de sí algo que les permite entender lo que no se ha dicho. “Mi bien, ¿qué fue lo que hice?”, preguntó, y me entró una pena loca por ella; tanta pena que me eché a su lado, le arranqué la ropa que la envolvía, besé sus senos, me excité pensando en el pasado, y empecé a amarla, como un obrero hace su trabajo, inventé gemidos, la apreté con fuerza calculada. Su rostro empezó a quedar húmedo, primero en torno a sus ojos, luego toda la cara. Dijo: “¿Qué va a ser de mí sin ti?”, y con la voz salían también sollozos.

Agarré mi ropa, mientras ella permanecía en la cama, con un brazo sobre los ojos. “¿Qué horas son?”, preguntó. Dije: “Tres y quince.” “Tres y quince… quiero grabarme la última vez que te estoy viendo…”, dijo Leninha. De nada servía que dijera algo y por eso salí, cerrando la puerta de la calle con cuidado.

Estuve caminando por las calles vacías y cuando el día rayó estaba en la puerta de la tienda de discos loco porque abrieran. Primero llegó un sujeto que abrió la puerta de acero, luego otro que lavó la acera y otros, que arreglaron la tienda, pusieron afuera las bocinas, hasta que finalmente pusieron el primer disco y con la música ellos empezaron a salir de sus cuevas, y se apostaron allí conmigo, más quietos que en una iglesia. Exacto: como en una iglesia, y me dieron ganas de rezar, y de tener amigos, un padre vivo, y un automóvil. Y recé por dentro, imaginando cosas, si tuviera padre lo besaría en el rostro, y en la mano, tomando su bendición, y sería su amigo y ambos seríamos personas diferentes.

Elfriede Jelinek: Austria me ha deshecho. Entrevista

Elfriede JelinekCuando el secretario permanente de la Academia Sueca, Horace Engdhal, pronunció el nombre de Elfriede Jelinek como destinataria del Nobel, un sentimiento de sorpresa y de cierta frustración flotó en la sala atestada de periodistas que aguardaban el anuncio. No era expresión de desacuerdo, sino simplemente de desconocimiento, informa Ricardo Moreno desde Estocolmo. Tras el anuncio, Jelinek no responde al teléfono, se atrinchera, quisiera desaparecer, la televisión pública de Austria teme por un momento no poder conseguir una entrevista, alguna agencia pesca algunas palabras en las que ella anuncia que no irá a recoger el premio a Suecia. Es el primer Premio Nobel de Literatura (dotado con 1,1 millones de euros) en Austria y nadie se lo esperaba. Ni los editores, ni los críticos literarios, ni ella misma. Es lo primero que menciona Jelinek al abrir tranquilamente la puerta de su casa, en la zona residencial del distrito 14, al pie de las laderas de los Bosques de Viena. Invita a entrar con una amabilidad hospitalaria que contrasta con la imagen divulgada de persona huidiza y escéptica. Como sorprendida por una visita inesperada, en la segunda planta, Jelinek (Mürzzuschlag, Estiria, 1946) se apresura a apartar algunas cosas que tiene desordenadas sobre el sofá, y empieza a conversar con calma y con deseo de ser comprendida mientras el teléfono suena sin cesar.

La premio Nobel de Literatura reivindica la marginalidad en un delirante discurso.

Pregunta. Usted ha dicho que no quiere que Austria aproveche este premio para adornarse con él. ¿Cómo piensa evitarlo?

Respuesta. No lo sé. Intentaré apartarme de todo, desaparecer del ámbito público, irme lejos, porque este país me ha deshecho. Hay lugares que me gustan y quiero, pero que un Gobierno de un país con un pasado histórico como éste [el nazismo] permita la extrema derecha otra vez, como primer país en Europa, sirviendo de ejemplo a otros, lo considero imperdonable. En Austria somos siempre los últimos en otros aspectos, y precisamente en éste, los pioneros. No me puedo conciliar con Austria debido a la historia de mi familia… Pienso en mi padre judío y en mis parientes que fueron asesinados.

P. Si alguien en otro ámbito lee sus obras, ¿puede también abstraerse del entorno e interpretar lo que escribe como una crítica más amplia de la existencia, o es una cuestión específica sobre la realidad austriaca?

R. La existencia en Austria es una realidad quebrada que se basa en una mentira. Los alemanes hicieron crecer a Hitler, que era en realidad alemán, pero han aprendido de los errores del pasado. Los alemanes estuvieron obligados porque estuvieron largo tiempo bajo la ocupación de los aliados, fueron, por así decirlo, educados a la democracia, pero Austria lo recibió todo de regalo y mantuvo su estatus sin ninguna punición, y a los que escribían sobre el tema les insultaron siempre con el apodo de Nestbeschmutzer («los que ensucian el propio nido»). No quiero prestar ahora un servicio a los que me insultaron de esa manera y que se adornen con mi premio. Sería hipócrita de mi parte.

P. En el año 2000, cuando el partido del ultraderechista Jörg Haider entró en el Gobierno austriaco en alianza con el Partido Popular, conservador, usted anunció que abandonaría Austria. Sin embargo, todavía está aquí.

R. No vivo sólo aquí. Vivo entre Alemania y Austria. Hay lugares y gente en Austria a los que les tengo cariño. Pero no permito que me impongan patriotismo austriaco.

P. ¿Sus libros han sido traducidos a muchos idiomas?

R. Muy poco. Soy una escritora muy provinciana porque mi lenguaje apenas se puede traducir.Vengo de una tradición basada en el juego de palabras difícil de traducir a otros idiomas. Por eso me impresiona mucho este premio internacional (sonríe, tímida y contenta). No entiendo que me lo hayan dado. Siempre pensé que se lo darían a Thomas Bernhard, pero falleció muy pronto. O a Handke.

P. ¿A qué tradición lingüística se refiere?

R. A la tradición de la crítica del lenguaje de Kraus o Wittgenstein, al Grupo de Viena… Es una tradición austriaca, realizar un trabajo analítico con el lenguaje mismo y elaborarlo en un proceso de composición, fijándose en el sonido. Einar Schleef (director de teatro alemán que dirigió la última obra teatral de Jelinek, Sportstück (Pieza de deporte), interpretó mi obra de forma maravillosa, porque también él partía del sonido del lenguaje. Quiero seguir trabajando en esta dirección aunque implique seguir siendo provinciana. El sonido no se puede traducir. Me han dicho que mis obras traducidas al español no han quedado muy bien, pero no sé, no hablo español.

P. Su obra ha trascendido al extranjero a través de la película La pianista. ¿Qué le pareció la versión cinematográfica?

R. Fue muy interesante porque no me atraen las filmaciones que pretenden ser fieles a la versión escrita. Y en este caso lo vi como algo nuevo, una obra en sí.

P. Muchos se preguntaron si tenía aspectos autobiográficos.

R. No quiero hablar de ese tema, pero sin duda tiene aspectos autobiográficos.

P. Una cuestión importante en toda su trayectoria es el machismo, las estructuras patriarcales en la sociedad.

R. Es uno de los temas más importantes para mí, los valores patriarcales, lo fálico en la cultura, el dominio de los hombres. En la casa, el dominio de la mujer puede también ser opresor. Pero los códigos de valores están hechos por hombres. Acabo de leer que «esta vez una mujer ha ganado el premio». Pero no debería siquiera sorprender, porque más de la mitad de los escritores son mujeres, y mucho más de la mitad de los lectores. ¿Por qué es algo raro que una mujer reciba el Premio Nobel?

P. ¿Sabe cuáles fueron los criterios por los que premiaron su obra?

R. No sé. Pero será por mi lenguaje y mi percepción crítica de la realidad. Se habla de mi visión «aguda» de la realidad, de mi realidad provinciana austriaca que quizá pueda proyectarse a otras realidades.

P. Su obra teatral Sportstück tuvo mucho éxito en el Burgtheater de Viena. ¿Qué se propone al llevar una obra al escenario?

R. Intento hacer teatro político. Tengo un gran proyecto sobre la segunda guerra del Golfo. Escribí sobre la guerra Bambiland, que fue llevado a escena por el Schlingensief, y ahora he escrito una segunda parte, una trilogía con referencias a la antigüedad. Será mi primer libro como premio Nobel (ríe), se llamará Bambiland und Babel. Bambiland era el parque de diversiones administrado por el hijo de Slobodan Milosevic, Mirko Milosevic, antes del desmoronamiento de Yugoslavia. Un Disneylandia serbio, una realidad falsa para mostrar hacia afuera. Y Babel era el periódico que editaba el hijo de Sadam Husein, Udai. Creo que dedicaba amplio espacio al deporte, era el jefe del Comité Olímpico de Irak. Babel son también las muchas lenguas, las muchas voces. Serán monólogos. Una mezcla de ensayo, prosa y teatro. Escribo pocos diálogos porque en el teatro quiero agrandar las figuras, y eso funciona con grandes superficies de lenguaje. Los diálogos en teatro me parecen una banalidad.

 Tomado de El país, 8 de octubre del 2004

Aleksandr Solzhenitsyn: Disertación sobre literatura. Discurso al recibir el premio Nobel de literatura en 1970.

Aleksandr Solzhenitsyn(Entregado a la Academia Sueca, con motivo del otorgamiento del Premio Nobel en 1970, pero no pronunciada en realidad por su autor)

Igual que el sorprendido salvaje que ha levantado – ¿un extraño desperdicio arrojado por el mar? – ¿algo desenterrado de la arena? – ¿o un oscuro objeto caído del cielo? – intrincado en sus curvas, al principio brilla con timidez y luego con una refulgente explosión de luz. De la misma manera en que lo hace girar de un lado para el otro, lo invierte, tratando de descubrir qué hacer con él, tratando de descubrir alguna función mundana que esté al alcance de su mano, sin soñar siquiera con su función superior.

De la misma manera nosotros, sosteniendo el arte en nuestras manos, confiadamente nos consideramos sus amos. Audazmente lo dirigimos, lo renovamos y lo manifestamos, lo vendemos por dinero, lo usamos para agradar a los que tienen el poder, en un momento lo convertimos en esparcimiento – directamente en canciones populares y clubes nocturnos – y al momento siguiente – tomando el arma más a mano, sea corcho o garrote – en algo útil a las necesidades pasajeras de la política o de fines sociales miopes. Pero el arte no se amilana por nuestros esfuerzos, ni se aparta tampoco de su verdadera naturaleza. Por el contrario: en cada ocasión y en cada aplicación nos ofrece una parte de su secreta luz interior.

Pero ¿accederemos alguna vez a la totalidad de esa luz? ¿Quién se atrevería a decir que ha definido el arte, enumerado todas sus facetas? Quizás hubo alguna vez alguien que comprendió y que nos lo dijo, pero no quedamos satisfechos con eso por mucho tiempo; lo escuchamos, lo descuidamos, a veces lo echamos, apurándonos como siempre para intercambiar incluso lo más excelso – ¡con tal de hacerlo por algo nuevo! Y cuando se nos vuelve a decir la antigua verdad, ya ni siquiera recordaremos que alguna vez la poseímos.

Un artista se ve a si mismo como el creador de un mundo espiritual independiente; se echa sobre los hombros la tarea de crear ese mundo, de poblarlo y de aceptar las más amplias responsabilidades por él; pero sucumbe bajo su peso porque ningún genio mortal es capaz de sobrellevar una carga así. Y si lo vence el infortunio, le echa la culpa a la eterna falta de armonía en el mundo, a la complejidad del alma desgarrada de la actualidad, o a la estupidez del público.

Otro artista, reconociendo un poder superior por encima de él, trabaja contento como un modesto aprendiz bajo el cielo de Dios y, sin embargo, su responsabilidad por todo lo que ha escrito, por las almas que perciben su trabajo, es más exigente que nunca. Pero, en contrapartida, no es él quien ha creado este mundo, no es él quien lo dirige, no tiene duda en cuanto a sus fundamentos; ese artista sólo tiene que ser más agudamente consciente que los demás de la armonía del mundo, de la belleza y de la fealdad de la contribución humana al mismo, y comunicar eso con precisión a sus semejantes. Y en el infortunio, aún en los abismos de la existencia – en exilio, en prisión, en enfermedad – su sentido de estable armonía nunca lo abandona.

Pero toda la irracionalidad del arte, sus sorprendentes giros, sus descubrimientos impredecibles, su demoledora influencia sobre los seres humanos – todo ello está demasiado lleno de magia para ser agotado por la cosmovisión del artista, por su concepción artística o por el trabajo de sus indignos dedos.

Los arqueólogos no han descubierto eras de existencia humana tan antiguas que no hayan tenido arte. Hace mucho tiempo atrás, en los tempranos albores de la humanidad, lo recibimos de Manos que fuimos demasiado lentos en discernir. Y fuimos demasiado lentos en preguntar: ¿para qué propósito nos ha sido dado este regalo? ¿Qué se supone que debemos hacer con él?

Y estuvieron equivocados, y estarán siempre equivocados, los que profetizaron que el arte se desintegraría, que no viviría más allá de sus formas y que moriría. Somos nosotros los que moriremos – el arte permanecerá. ¿Comprenderemos, aún en el día de nuestra destrucción, todas sus facetas y todas sus posibilidades?

No todo asume un nombre. Algunas cosas se encuentran más allá de las palabras. El arte inflama incluso a un alma congelada y oscura haciéndole vivir una alta experiencia espiritual. A través del arte somos visitados – sutil y brevemente – por revelaciones que no pueden producirse mediante el pensamiento racional.

Como ese pequeño catalejo de los cuentos de hadas: mira a través de él y verás – no a ti mismo – sino, por un segundo, lo Inaccesible, adónde ningún hombre puede cabalgar, ningún hombre puede volar. Y sólo el alma lanza un gruñido…

Un buen día Dostojevsky lanzó la enigmática observación: “La belleza salvará al mundo”. ¿Qué clase de afirmación es ésa? Por mucho tiempo la consideré tan sólo como una serie de simples palabras. ¿Cómo sería eso posible? ¿Cuándo en la sangrienta Historia la belleza salvó a alguien de algo? Ennoblecido, enaltecido, sí – pero ¿a quién ha salvado?

Sin embargo, existe cierta peculiaridad en la esencia de la belleza, una peculiaridad en el rango del arte y es que el poder de convicción de una auténtica obra de arte es completamente irrefutable y obliga a la rendición hasta a un corazón opositor. Es posible construir un aparentemente suave y elegante discurso político, un artículo enérgico, un programa social, o un sistema filosófico sobre la base de tanto un error como una mentira. Lo que está oculto, lo que ha sido distorsionado, no se volverá inmediatamente obvio.

Luego un discurso, un artículo, un programa opuesto; una filosofía diferentemente construida llama a la oposición – todo exactamente igual de elegante y suave; y de nuevo la cosa funciona. Que es la razón por la cual se confía y también se desconfía de estas cosas.

Es en vano reiterar lo que no llega al corazón.

Pero una obra de arte lleva en si misma su propia verificación: los conceptos inventados o estirados no soportan ser retratados en imágenes; se derrumban todos, aparecen enfermizos y pálidos, no convencen a nadie. Pero las obras de arte que han desenterrado la verdad y nos la han presentado como una fuerza viviente – ésas se aferran a nosotros, nos exigen, y nadie jamás, ni siquiera en las épocas que vendrán, aparecerá para refutarlas.

Así que, quizás, la antigua trinidad de Verdad, Bondad y Belleza no es simplemente una fórmula vacía y desteñida como supusimos en los días de nuestra confiada y materialista juventud. Si las copas de estos tres árboles convergen como lo afirmaban los escolásticos, si los sistemas demasiado obvios, demasiado directos de Verdad y Bondad resultan aplastados, podados, impedidos de abrirse paso, entonces, quizás, los fantásticos, los impredecibles, los inesperados retoños de la belleza emergerán y ascenderán a exactamente el mismo lugar . Haciéndolo, ¿llegarán a hacer el trabajo de los tres?

En ese caso, la observación de Dostojevsky: “La belleza salvará al mundo”, ¿no habrá sido una frase tirada al descuido sino una profecía? Después de todo, a él le fue dado ver mucho, siendo, como fue, un hombre de una fantástica iluminación.

Y, en ese caso, ¿podrá la literatura realmente ayudar al mundo hoy día?

El escaso conocimiento que, a lo largo de los años, he conseguido obtener en esta materia es lo que intentaré exponer ante vosotros aquí y ahora.

Al subir a la plataforma desde la cual se lee la disertación relativa a un Premio Nobel – una plataforma demasiado lejana para cualquier escritor y disponible solamente una vez en la vida – no he subido uno o dos escalones improvisados sino cientos y hasta miles de ellos; peldaños inexorables, abruptos, helados, conduciendo hacia fuera de la oscuridad y el frío dónde fue mi destino sobrevivir mientras otros – quizás con un talento mayor y mas intenso que el mío – han perecido. De ellos conocí a algunos pocos en el Archipiélago GULAG (la Dirección Central de los Campos Correccionales de Trabajo), diseminados por la fraccionaria multitud de sus islotes. Bajo la presión de las ruedas de molino de la vigilancia y la desconfianza, no hablé con todos ellos; de algunos solamente oí hablar y sólo conjeturé la existencia de otros. Aquellos que cayeron en ese abismo llevando ya un nombre literario, al menos son conocidos; pero ¿cuántos nunca serán reconocidos, cuántos no serán nombrados una sola vez en público? Porque virtualmente ninguno de ellos consiguió regresar. Toda una literatura nacional quedó allá, arrojada al olvido, no sólo sin sepultura sino hasta sin ropa interior, desnuda, con un número colgado de un dedo del pie. ¡La literatura rusa no cesó de existir ni por un instante pero, desde el exterior, pareció un desierto! Allí en dónde un pacífico bosque pudo haber crecido, después de la toda la tala quedaron dos o tres árboles inadvertidos por casualidad.

Parado aquí hoy, acompañado por las sombras de los caídos, permitiendo con la frente inclinada que pasen los anteriores que fueron dignos de precederme en llegar a este lugar; estando parado aquí ¿cómo podría yo adivinar y expresar lo que ellos hubieran querido decir?

Esta obligación ha pesado largo tiempo sobre nosotros y la hemos comprendido. En las palabras de Vladimir Solovev:

Aún en cadenas, nosotros mismos debemos completar

ese círculo que los dioses nos han trazado.

Con frecuencia, en las dolorosas pesadillas del campo, en una columna de prisioneros, cuando la cadena de faroles perforaba la sombra de las heladas del atardecer, surgirían dentro de nosotros las palabras que hubiéramos deseado gritarle a todo el mundo si el mundo hubiese podido escuchar a tan sólo a uno de nosotros. En ese momento todo parecía tan claro: lo que diría nuestro exitoso embajador, y cómo el mundo respondería inmediatamente con su comentario. Nuestro horizonte abarcaba bastante claramente tanto cosas físicas como movimientos espirituales, y no veíamos ninguna asimetría en el mundo indivisible. Estas ideas no provienen de libros, ni tampoco han sido importadas en aras de la coherencia. Fueron formadas a lo largo de conversaciones con personas que ya han muerto, en celdas de prisión y a la vera de los fogones en el bosque siberiano. Fueron probadas contra esa vida; surgieron de esa existencia.

Cuando por fin la presión exterior se hizo un poco más débil, mi horizonte y el nuestro se ensancharon gradualmente y, a pesar de que era tan sólo un minúsculo trozo, vimos y conocimos a la “totalidad del mundo”. Y, para nuestra sorpresa, el mundo entero no era en absoluto tal como lo habíamos esperado y anhelado; es decir, no era un mundo viviendo “por eso”, no era un mundo que condujese hacia “allí”; un mundo en el que a la vista de un pantano embarrado se pudiese exclamar “¡qué deliciosa lagunita!” o “¡qué exquisito collar” ante una bufanda concreta; sino, en cambio, un mundo en dónde algunos lloraban lágrimas desconsoladas mientras otros bailaban al ritmo de un alegre musical.

¿Cómo pudo suceder esto? ¿Por qué esta enorme grieta? ¿Éramos insensibles? ¿Era insensible el mundo? ¿O todo se debía a barreras idiomáticas? ¿Por qué es que las personas no pueden escuchar cada sonido distintivo proferido por los demás? Las palabras dejan de sonar y se escurren como agua – sin sabor, color, ni olor. Sin rastros.

A medida en que fui entendiendo esto a lo largo de los años, en esa misma medida fue cambiando y cambiando la estructura, el contenido y el tono de mi discurso potencial. El discurso que hoy pronuncio.

Y ya tiene poco en común con su plan original, concebido durante los helados atardeceres del campo de concentración.

Desde tiempos inmemoriales el ser humano está hecho de tal modo que su experiencia personal y grupal determinan su visión del mundo, en la medida en que esta cosmovisión no le ha sido instilada por sugestión externa. La experiancia personal y grupal determinan también sus motivaciones y su escala de valores, sus acciones e intenciones. Tal como lo expresa el proverbio ruso: “No le creas a tu hermano. Créele a tus propios malditos ojos”.Y ésa es la base más sólida para la comprensión del mundo que nos rodea y de la conducta humana que en él se desarrolla. Durante las largas épocas en que el mundo yació extendido, misterioso y agreste, antes de encogerse por comunes líneas de comunicación, antes de ser transformado en una masa unitaria convulsivamente latiente – las personas, basándose sobre su experiencia, gobernaron sin sobresaltos dentro de sus limitadas áreas, dentro de sus comunidades, dentro de sus sociedades, y finalmente dentro de sus territorios nacionales. En aquellos tiempos a los seres humanos individuales les fue posible percibir y aceptar una escala general de valores, distinguir entre lo que es considerado normal y lo que no lo es, saber qué es increíble, qué es cruel y qué se encuentra más allá de los límites de la maldad, qué es honesto, qué es engaño. Y, si bien los seres humanos diseminados vivían vidas extremadamente diferentes y sus valores sociales con frecuencia discrepaban de la misma manera en que diferían sus sistemas de pesos y medidas, aun así estas divergencias sorprendían tan sólo a los ocasionales viajeros y aparecían en los relatos de viaje como maravillas que no representaban peligro alguno para una humanidad que todavía no era tal.

Pero ahora, durante las décadas pasadas, imperceptiblemente, súbitamente, la humanidad se ha vuelto una – esperanzadamente una y peligrosamente una – de modo que las infecciones y las inflamaciones de una de sus partes se contagian casi instantáneamente a las otras, a veces careciendo de cualquier clase de inmunidad necesaria. La humanidad se ha vuelto una, pero no firmemente una como solían serlo las comunidades o hasta las naciones; no está unida por años de experiencia compartida, ni tampoco por la posesión de un mismo ojo afectuosamente llamado maldito, ni aún por un idioma nativo común, sino sobrepasando todas las barreras, por medio de las publicaciones y las transmisiones internacionales. Una avalancha de sucesos cae sobre nosotros – y en un minuto la mitad del mundo escucha su estruendo. Pero la vara para medir esos sucesos y evaluarlos de acuerdo con las leyes de algún poco conocido rincón del mundo – esta vara no puede transmitirse mediante ondas magnéticas ni mediante columnas periodísticas. Porque estas normas de medida maduraron y se asimilaron durante demasiados años en condiciones demasiado específicas de países y sociedades individuales. No pueden ser intercambiadas al voleo. En varias partes del mundo las personas aplican a los sucesos sus propios valores trabajosamente conquistados y juzgan tenazmente, confiadamente, sólo de acuerdo con su propia escala de valores y jamás de acuerdo con cualquier otra.

Y, si bien no hay muchas de esas diferentes escalas de valores en el mundo, al menos hay unas cuantas. Hay una para evaluar hechos al alcance de la mano, otra para los que se hallan lejanos; las sociedades en vías de envejecer tienen una, las sociedades jóvenes otra; una es la de las personas fracasadas, otra es la de las personas exitosas. Las escalas de valores divergentes gritan en discordancia, nos confunden y nos sorprenden, y para que no nos sea doloroso, nos apartamos de todos los demás valores, como si nos apartásemos de la demencia o del delirio, y confiadamente juzgamos a la totalidad del mundo de acuerdo con nuestros propios valores íntimos. Que es la razón por la cual tomamos por mayor desastre, por más doloroso y más insoportable, no al que es realmente mayor, más doloroso y más insoportable, sino al que nos toca más de cerca. Todo lo que esté más allá, todo lo que no amenace con invadir hoy mismo nuestro umbral – con todos sus gemidos, sus llantos sofocados, sus vidas destrozadas, incluso si involucra a millones de víctimas – a todo eso, en general, lo consideramos como algo de proporciones perfectamente soportables y tolerables.

No hace tanto tiempo atrás, en una parte del mundo, bajo una persecución no inferior a la de los antiguos romanos, cientos de miles de silenciosos cristianos entregaron sus vidas por su fe en Dios. En el otro hemisferio, un demente (y sin duda alguna no está solo) atraviesa presuroso el océano para liberarnos de la religión – ¡hundiendo su acero en el sumo sacerdote! ¡Ha hecho sus cálculos para todos y cada uno de nosotros de acuerdo a su personal escala de valores!

Es que eso, que desde cierta distancia y de acuerdo con una escala de valores parece ser una libertad envidiable y floreciente, al mirarlo de cerca bajo otra escala de valores se siente como una opresión irritante que incita a construir barricadas con vehículos tumbados. Eso que en una parte del mundo puede representar el sueño de una increíble prosperidad, en la otra tiene el exasperante efecto de una explotación salvaje que demanda la huelga inmediata. Hay diferentes escalas de valores para las catástrofes naturales: una inundación que se cobra doscientas mil vidas parece menos significativa que el accidente a la vuelta de la esquina. Hay diferentes escalas de valores para los insultos personales: a veces hasta una sonrisa irónica o un gesto de desinterés resultan humillantes mientras que, en otras ocasiones, una cruel golpiza se perdona porque se la considera una broma desafortunada. Hay diferentes escalas de valores para el castigo y para la maldad: de acuerdo con algunos, un mes de arresto, el exilio o una celda en confinamiento solitario en la que a uno lo alimentan con pan blanco y leche, son cosas que sacuden la imaginación y llenan las columnas de los periódicos con indignación. Pero, de acuerdo con otros, resulta común y aceptable que haya sentencias de prisión de veinticinco años, celdas de confinamiento solitario donde las paredes están cubiertas de hielo y los prisioneros en ropa interior, que existan manicomios para los cuerdos e innumerables personas poco razonables que, por alguna razón, insistan en salir corriendo y resulten abatidas a balazos en la frontera. En medio de todo esto, la mente se siente especialmente en paz en lo concerniente a aquellas partes del mundo de las cuales no sabemos virtualmente nada, de las cuales no recibimos más noticias que las suposiciones triviales y extemporáneas de unos pocos corresponsales.

Sin embargo, no podemos reprocharle a la visión humana esta dualidad, esta obtusa incomprensión de la pena de otro hombre. El ser humano simplemente es así. Pero para la totalidad de la humanidad, comprimida en un solo trozo, una incomprensión de este tipo representa la amenaza de una destrucción inminente y violenta. Un mundo, una humanidad, no puede existir a la vista de seis, cuatro o aun hasta dos escalas de valores. Nos desgarraremos por esta disparidad de ritmos, esta disparidad de vibraciones.

Un hombre con dos corazones no es para este mundo. Por eso, tampoco seremos capaces de vivir lado a lado sobre una tierra única sin coordinación.

Pero ¿quién coordinará estas escalas de valores y cómo lo hará? ¿Quién creará para la humanidad un sistema de interpretación, válido para obras buenas y malas, para lo insoportable y lo soportable tal como hoy se diferencian? ¿Quién le aclarará a la humanidad qué es realmente pesado e intolerable y qué es lo que sólo roza la piel localmente? ¿Quién dirigirá la ira hacia lo que es más terrible y no hacia lo que está más cerca? ¿Quién tendrá éxito en transmitir un conocimiento como ése más allá de los límites de su propia experiencia humana? ¿Quién tendrá éxito en impresionar a la refractaria, terca, criatura humana con la alegría y el dolor distante de los otros, con la comprensión de dimensiones y decepciones que él mismo jamás ha experimentado? Propaganda, controles, demostraciones científicas – todo eso no sirve. Pero, afortunadamente, ¡existe un medio así en nuestro mundo! Ese medio es el arte. Ese medio es la literatura.

Arte y literatura pueden hacer el milagro: pueden superar esa perniciosa peculiaridad del hombre de aprender solamente a través de experiencias personales de tal forma que la experiencia de otras personas pasa a su lado en vano. De persona a persona, durante la corta estadía del individuo sobre la tierra, el arte transfiere el peso completo de la experiencia ajena de toda una vida, con todas sus cargas, sus colores, sus jirones de vida; reencarna una experiencia desconocida y nos permite poseerla como si fuese nuestra.

Y aun más, mucho más que eso. Tanto países como continentes enteros repiten sus errores mutuos en lapsos de tiempo que pueden llegar a ser siglos. Así, uno podría llegar a pensar: ¡todo es tan obvio! Pero no. Eso que algunas naciones ya han experimentado, considerado y rechazado, de pronto resulta descubierto por otras como la última gran novedad. Y, nuevamente, también en esto el único sustituto para una experiencia por la que jamás hemos pasado es el arte, la literatura. Porque poseen una capacidad maravillosa: más allá de las diferencias de lenguaje, costumbres y estructuras sociales, pueden convertir la experiencia vital de toda una nación en otra cosa. A una nación inexperta le pueden aportar una severa prueba nacional durante muchas décadas, ahorrándole quizás a toda una nación el tránsito por un camino superfluo, errado o hasta desastroso, suavizando así los meandros de la historia humana.

Es esta grande y noble propiedad del arte lo que hoy quiero recordaros urgentemente desde esta tribuna del premio Nobel.

Y la literatura aporta una experiencia irrefutable, condensada, incluso en otra invaluable dirección adicional: en la de una generación a la siguiente. Por eso es que se convierte en la memoria viviente de una nación. Por eso preserva y alimenta en si misma la llama de su historia pasada, de tal modo que queda asegurada contra deformaciones y calumnias. De esta forma, la literatura, conjuntamente con el lenguaje, protege el alma de una nación.

(Recientemente se ha puesto de moda hablar del nivelamiento de las naciones, de la desaparición de las diferentes razas en el crisol de la civilización contemporánea. No estoy de acuerdo con esta opinión, pero su discusión es otra cuestión pendiente. Aquí tan sólo es apropiado decir que la desaparición de naciones nos empobrecería no menos que si todos los seres humanos se volviesen iguales, con una sola personalidad y un solo rostro. Las naciones son la levadura de la humanidad, sus personalidades colectivas; la más pequeña de ellas luce sus colores especiales y es portadora en su interior de una especial faceta de la intención divina.)

Pero ¡ay de la nación cuya literatura es perturbada por la intervención del poder! Porque ésa no es sólo una violación de la “libertad de prensa”, es la clausura del corazón de la nación, es el despedazamiento de su memoria. La nación cesa de tener conciencia de si misma, resulta despojada de su unidad espiritual y, a pesar de un lenguaje supuestamente común, los compatriotas súbitamente dejan de entenderse entre si. Generaciones silenciosas se vuelven viejas sin haber jamás hablado de si mismas, ni entre si, ni a sus descendientes. Cuando escritores como Achmatova y Zamjatin – enterrados en vida y de por vida – quedan condenados a crear en silencio hasta su muerte, nunca escuchando el eco de sus palabras escritas, eso no es solamente su tragedia personal sino la tragedia de toda la nación y un peligro para toda la nación.

Más aún, en algunos casos – cuando, como resultado de un silencio tal, la Historia entera deja de ser comprendida en su totalidad – lo que emerge es un peligro para toda la humanidad.

Varias veces y en varios países han surgido acalorados, vehementes y sutiles debates acerca de si el arte y el artista deben ser libres de vivir para si mismos, o bien si deben constantemente ser concientes de su deber para con la sociedad y servirla a pesar de todo de un modo imparcial. Para mí el dilema no existe, pero me abstendré de traer a colación, una vez más, la línea argumental. Uno de los discursos más brillantes sobre esta materia fue, de hecho, el discurso que Albert Camus pronunció cuando recibió el Premio Nobel y yo adheriría con entusiasmo a sus conclusiones. Ciertamente, la literatura rusa ha manifestado durante varias décadas una inclinación a no perderse demasiado en la contemplación de si misma, a no divagar con demasiada frivolidad. No me avergüenzo de seguir esta tradición de la mejor manera que me es posible. Desde hace tiempo la literatura rusa está familiarizada con la noción de que el escritor puede hacer mucho dentro de su sociedad y que es su deber hacerlo.

No violemos el derecho del artista a expresar exclusivamente sus experiencias personales e introspecciones, omitiendo todo lo que sucede más allá, en el mundo. No le exijamos al artista, pero – reprochémosle, roguémosle, presionémoslo y persuadámoslo – porque podríamos estar autorizados a hacerlo. Después de todo, sólo parcialmente ha desarrollado su talento por si mismo; la mayor parte de ese talento le ha sido infundida al momento de nacer, como un producto terminado, y el don del talento le impone una responsabilidad a su libre albedrío. Supongamos que el artista no le debe nada a nadie. Aun así da pena ver como, retirándose a los mundos que construye para si mismo o a los espacios de sus capricho subjetivo, puede entregar el mundo real a las manos de personas que son mercenarios, cuando no inútiles, cuando no dementes.

Nuestro Siglo XX ha demostrado ser más cruel que los siglos precedentes y los horrores de sus primeros cincuenta años no se han borrado. Nuestro mundo está siendo sojuzgado por las misma viejas pasiones de la época de las cavernas: codicia, envidia, descontrol, mutua hostilidad; pasiones todas ellas que, con el paso del tiempo, se han conseguido seudónimos respetables tales como lucha de clases, conflicto racial, disputas sindicales. La primitiva negativa a aceptar un compromiso se ha convertido en un principio teórico y se la considera la virtud de la ortodoxia. Exige millones de sacrificios en interminables guerras civiles, martillea en nuestras almas que no existen los eternos, universales, conceptos de bondad y de justicia; que éstos son fluctuantes e inconstantes. De lo que se desprende la regla: haz siempre lo más provechoso para tu facción. Cualquier grupo profesional, ni bien percibe una oportunidad favorable para arrancar un pedazo , aun si no lo ha ganado, aun si le es superfluo, pues lo arranca inmediatamente y no le importa si la sociedad entera se derrumba después. Tal como se lo ve desde afuera, la amplitud de las disputas de la sociedad occidental se está aproximando al punto más allá del cual el sistema se vuelve metastable y no puede sino desmoronarse. La violencia, cada vez menos respetuosa de los límites impuestos por siglos de normatividad, se encuentra desvergonzada y victoriosamente avanzando por todo el mundo, despreocupada por el hecho de que su infertilidad ha sido demostrada y probada muchas veces en la Historia. Más aun: no es simplemente el poder descarnado el que triunfa ampliamente, sino su exultante justificación. El mundo está siendo inundado por la desvergonzada convicción de que el poder puede hacer cualquier cosa y la justicia no puede hacer nada. Los “Demonios” de Dostojevsky – aparentemente una pesadilla provincial fantasiosa del siglo pasado – se están diseminando por todo el mundo ante nuestros propios ojos, infectando países en dónde ni se los ha soñado siquiera. Con sus asaltos, secuestros, explosiones e incendios de los últimos años ¡están anunciando su determinación de sacudir y destruir a la civilización entera! Y podrían muy bien llegar a triunfar. Los jóvenes, a una edad en la que no tienen experiencia alguna aparte de la sexual, al no tener todavía años de sufrimiento personal y de comprensión personal detrás de si, se encuentran repitiendo jubilosamente nuestros depravados errores rusos del Siglo XIX creyendo que han descubierto algo nuevo. Aclaman la última miserable perversión cometida por los Guardias Rojos como un ejemplo gracioso. En una banal falta de comprensión de la milenaria esencia de la humanidad, con la pueril ilusión de los corazones inexpertos se ponen a gritar: echemos a esos codiciosos opresores, a los gobiernos crueles, y los nuevos (¡nosotros!), después de haber dejado a un lado las granadas y los fusiles, seremos justos y comprensivos. ¡Ni siquiera algo parecido sucedería! … Pero aquellos que han vivido más y que comprenden, aquellos que podrían oponerse a estos jóvenes – muchos de ellos no se atreven a hacerlo. Hasta los adulan. Cualquier cosa con tal de no parecer “retrógrado”. Otro fenómeno ruso del Siglo XIX que Dostojevsky como la actitud mediante la cual algunos se convierten en esclavos de los progresistas extravagantes.

El espíritu de Munich de ninguna manera se ha retirado hacia el pasado; no fue meramente un breve episodio. Hasta me animo a decir que el espíritu de Munich prevalece en el Siglo XX. El tímido mundo civilizado, aparte de concesiones y sonrisas, no ha encontrado nada para oponerle al asalto del súbito renacimiento de la barbarie descarnada. El espíritu de Munich es una enfermedad que ataca la voluntad las personas exitosas; es la condición habitual de quienes se han entregado al afán de prosperidad a cualquier precio, al bienestar material como objetivo supremo de la existencia terrena. Esas personas – y hay muchas de ellas en el mundo actual – eligen la pasividad y la retirada; tanto como para que la vida a la que se han habituado pueda seguir arrastrándose un poco más; tanto como para no tener que traspasar hoy el umbral de la adversidad – y mañana, ya verás, todo estará bien. (¡Pero nunca estará bien! El precio de la cobardía será siempre la maldad; cosecharemos coraje y victoria únicamente cuando nos atrevamos a hacer sacrificios.)

Y para colmo estamos amenazados por la destrucción debido al hecho de que al mundo físicamente comprimido y agotado no le está permitido amalgamarse espiritualmente; a las moléculas del conocimiento y la simpatía no se les permite saltar de una mitad a la otra. Y esto representa un peligro fuera de control: la supresión de información entre las componentes del planeta. La ciencia contemporánea sabe que la supresión de información conduce a la entropía y a la destrucción total. La supresión de información convierte en ilusorios a los tratados y a los acuerdos internacionales; dentro de una zona amordazada no cuesta nada reinterpretar un acuerdo; más simple todavía: no cuesta nada olvidarlo como si nunca hubiera existido en realidad. (Orwell entendió esto perfectamente.) Una zona amordazada es como si no estuviera poblada de terrícolas sino por marcianos; las personas no conocen nada inteligente acerca del resto de la tierra y están preparadas para ir y pisotearlo todo en la santa convicción de que irán como “libertadores”.

Hace un cuarto de siglo, en medio de grandes esperanzas de parte de la humanidad, nacieron las Naciones Unidas. Pero he aquí que, en un mundo inmoral, también esto se convirtió en inmoral. La Organización de las Naciones Unidas no es sino una Organización de los Gobiernos Unidos donde todos los gobiernos se consideran iguales; tanto aquellos que resultan libremente electos, como los que han sido impuestos por la fuerza y aquellos que han arrebatado el poder por las armas. Basándose sobre la mercenaria parcialidad de la mayoría, la ONU celosamente custodia la libertad de algunas naciones y desdeña la libertad de las otras. Como resultado de un voto obediente, se ha rehusado a encarar la investigación de demandas privadas – los gemidos, los gritos y las súplicas de personas comunes individuales – de un número insuficiente como para llamar la atención de una organización tan grande. La ONU no hizo ningún esfuerzo por enfrentar a los gobiernos y hacer de la Declaración de Derechos Humanos, su mejor documento en veinticinco años, una condición obligatoria de admisión. De este modo, traicionó a aquellas humildes personas entregándolas a la voluntad de gobiernos que no habían elegido.

Parecería ser que toda manifestación del mundo contemporáneo se encuentra exclusivamente en manos de los científicos; todos los pasos técnicos de la humanidad están determinados por ellos. Parecería ser que la dirección del mundo debería depender precisamente de la buena voluntad internacional de los científicos y no de la de los políticos. Tanto más, cuanto que el ejemplo de los pocos muestra lo mucho que se podría lograr si todos se unieran. Pero no. Los científicos no han expresado ninguna intención clara de convertirse en una fuerza importante e independientemente activa de la humanidad. Se la pasan en congresos ignorando el sufrimiento de los demás, tanto como para permanecer protegidos dentro de los márgenes de la ciencia. El mismo espíritu de Munich ha extendido sobre ellos sus paralizadoras alas.

¿Cuál es, pues, el lugar y el papel del escritor en este mundo cruel, dinámico y escindido que se encuentra al borde de sus diez destrucciones? Después de todo, los escritores no tenemos nada que ver con lanzar misiles; ni siquiera empujamos la más humilde de las carretillas. Quienes respetan solamente el poder material se burlan bastante de nosotros. ¿No sería natural que, también nosotros, diésemos un paso atrás, perdiésemos la fe en la persistencia de la bondad, en la indivisibilidad de la verdad, impartiéndole al mundo tan sólo nuestras amargas, aisladas, observaciones sobre cómo la humanidad se ha vuelto corrupta sin remedio, cómo las personas han degenerado, y cuan difícil le resulta a las escasas almas bellas y refinadas el convivir con esas personas?

Pero ni siquiera poseemos el recurso de esta huida. Cualquiera que alguna vez haya alzado la palabra ya nunca más podrá evadirla. Un escritor no es el juez independiente de sus compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el mal cometido es su país natal y por sus conciudadanos. Y si los tanques de su patria han inundado de sangre el asfalto de una capital extranjera, pues entonces manchas rojizas habrán salpicado el rostro del escritor para siempre. Y si en una noche fatal se ha ahorcado a su confiado amigo mientras dormía, pues entonces las palmas de las manos del escritor llevan las marcas de la soga utilizada. Y si sus jóvenes conciudadanos alegremente declaran la superioridad de la corrupción por sobre el trabajo honesto, si se entregan a las drogas o secuestran rehenes, pues entonces su pestilencia se mezcla con el aliento del escritor.

¿Tendremos la temeridad de afirmar que no somos responsables por las penurias del mundo actual?

Sin embargo, me alegra que la literatura universal , con su vital estado de alerta y como si fuera un solo enorme corazón, lata y haga circular las preocupaciones y las penurias de nuestro mundo aun cuando las mismas resulten presentadas y percibidas de un modo diferente en cada uno de sus rincones.

Aparte de las antiquísimas literaturas nacionales, siempre existió, aún en eras pasadas, el concepto de la literatura universal como una antología que emanaba de las cumbres de las literaturas nacionales a modo de suma total de las influencias literarias mutuas. Pero solía existir una discontinuidad temporal: lectores y escritores llegaban a conocer a escritores de otras lenguas sólo después de un lapso de tiempo, a veces sólo después de siglos, de modo tal que las influencias mutuas también se demoraban y la antología de las cumbres literarias nacionales quedaba revelada solamente a los ojos de los descendientes y no ante los contemporáneos.

Pero hoy, entre los escritores de un país y los escritores y lectores de otro, hay una reciprocidad poco menos que instantánea. Yo mismo lo he experimentado. Aquellos de mis libros que, por desgracia, no han sido publicados en mi propio país muy pronto encontraron una favorable audiencia mundial, a pesar de apresuradas y frecuentemente hasta malas traducciones. Distinguidos escritores occidentales como Heinrich Böll han efectuado su análisis crítico. Todos estos últimos años en que mi libertad y mi trabajo no se han derrumbado; en que, contrariamente a las leyes de la gravedad, han permanecido como suspendidos en el aire, como colgando de nada sobre la tensión de una muda membrana invisible de simpatía pública, fue que, con cálido agradecimiento y no sin sorpresa de mi parte, pude conocer el apoyo adicional de la hermandad internacional de los escritores. Cuando cumplí mi 50° cumpleaños me asombró recibir felicitaciones de escritores occidentales famosos. Ninguna de las presiones que sobre mi se ejercieron pasó desapercibida. Durante las peligrosas semanas de mi exclusión de la Unión de Escritores, el muro de protección construido por los más eminentes escritores del mundo me defendió de persecuciones aun peores; y escritores y artistas noruegos me prepararon con hospitalidad un techo para el caso en que fuese hecho efectivo el exilio con el que se me amenazaba. Por último, incluso la propuesta de mi nombre para el Premio Nobel no surgió del país en el cual vivo y escribo sino de Francois Mauriac y sus colegas. Posteriormente, sindicatos enteros de escritores nacionales expresaron su apoyo hacia mi persona.

De este modo he sentido y comprendido que la literatura universal ya no es una antología abstracta, ni una generalización inventada por los historiadores de la literatura. Es más bien un cuerpo común y un espíritu común, un sentimiento íntimo común que refleja la creciente unidad de la humanidad. Las fronteras de los Estados todavía arden, caldeados por alambradas electrizadas y ráfagas de ametralladoras; todavía hay varios ministerios de asuntos internos que siguen pensando que la literatura es un “asunto interno” que cae bajo su jurisdicción; todavía hay titulares de diarios que dicen: “¡No hay derecho a interferir en nuestros asuntos internos!” ¡Es que ya no quedan cuestiones internas sobre nuestro hacinado mundo! Y la única salvación de la humanidad reside en que cada uno se haga cargo de todo; en que las personas del Este se involucren vitalmente con lo que se piensa en Occidente y en que las personas de Occidente se involucren vitalmente con lo que sucede en el Este. Y la literatura, como el instrumento más sensible y de más rápida respuesta que posee la criatura humana, ha sido la primera en adoptar, asimilar y aferrarse a esta sensación de creciente unidad de la humanidad. De esta forma, me dirijo confiado a la literatura universal actual – a cientos de amigos con quienes nunca me he encontrado en persona y a quienes jamás veré.

¡Amigos! ¡Tratemos de ayudar, si es que valemos algo en absoluto! ¿Quién, desde tiempos inmemoriales ha constituido la fuerza unificadora y no divisora en vuestros países lacerados por partidos, movimientos, castas y grupos discordantes? Allí está, en su esencia, la posición de los escritores: en ser expresión de sus lenguajes nativos – en ser la principal fuerza unificadora de la nación, de la misma tierra que sus pueblos ocupan y de lo mejor de su espíritu nacional.

Creo en que la literatura universal posee el poder de ayudar a la humanidad en estas horas de angustia. Ayudar a que se vea a si misma tal como realmente es, a pesar del adoctrinamiento de personas y partidos prejuiciosos. La literatura universal posee el poder de aportar experiencia concentrada, de un país a otro, para que dejemos de estar escindidos y confundidos; para que las diferentes escalas de valores puedan ponerse de acuerdo y cada nación aprenda correcta y concisamente la verdadera historia de la otra, con tal intensidad de reconocimiento y de punzante conciencia como si ella misma hubiera experimentado lo mismo, para que pueda liberarse de cometer los mismos errores. Y quizás, bajo esas condiciones, nosotros los artistas estaremos en condiciones de cultivar en nosotros mismos un campo de visión que abarque a todo el mundo: colocándonos en el centro para observar como cualquier otro ser humano lo que está cerca, comenzaremos a integrar en la periferia aquello que está sucediendo en el resto del mundo. Y correlacionaremos y respetaremos las proporciones universales.

¿Y quién, sino los escritores, dictará sentencia – no sólo sobre los gobiernos desastrosos (en algunos Estados ésta es la forma más fácil de ganarse el pan, la ocupación más simple para cualquiera que no sea perezoso), sino también sobre los pueblos mismos por su cobarde humillación o su debilidad autocomplaciente? ¿Quién dictará sentencia sobre las livianas veleidades de la juventud, y sobre los jóvenes piratas que empuñan sus cuchillos?

Se nos dirá: ¿qué puede hacer la literatura contra el desalmado asalto de la violencia bruta? Pero no olvidemos que la violencia no vive en soledad y no es capaz de vivir sola: necesita estar entremezclada con la mentira. Entre ambas existe el más íntimo y el más profundo de los vínculos naturales. La violencia halla su único resguardo en la mentira y el único soporte de la mentira es la violencia. Cualquier persona que ha hecho de la violencia su método, inexorablemente debe elegir a la mentira como su principio. En sus inicios, la violencia actúa abiertamente y hasta con orgullo. Pero, ni bien se vuelve fuerte y firmemente establecida, siente la rarefacción del aire que la circunda y no puede seguir existiendo si no es en una neblina de mentiras revestidas de demagogia. No siempre, no necesariamente aprieta abiertamente los cuellos; es más frecuente que exija de sus súbditos solamente un juramento de lealtad a la mentira; solamente una complicidad en la falsedad.

¡Y el simple paso de un simple hombre valiente es no participar de la falsedad, no apoyar falsas acciones! Que eso ingrese al mundo, que incluso reine en el mundo – pero no con mi ayuda. No obstante, los escritores y los artistas pueden lograr más: ¡pueden vencer a la falsedad ! ¡En la lucha contra la falsedad el arte siempre ha vencido y siempre vence! ¡Abiertamente, irrefutablemente para todo el mundo! La falsedad puede ofrecer resistencia a muchas cosas en este mundo, pero no al arte.

Y, ni bien la mentira sea expulsada, quedará revelada la desnudez de la violencia en toda su fealdad – y la violencia, decrépita, caerá.

Éste es el motivo, mis amigos, por el que creo que podemos ayudar al mundo en esta candente hora. No utilizando la excusa de no poseer armas, no entregándonos a una vida frívola – sino ¡marchando a la guerra!

Los proverbios son muy populares en Rusia. Expresan de una manera constante y a veces sorprendente la abundante y sufrida experiencia nacional:

UNA PALABRA DE VERDAD PESA MÁS QUE TODO EL UNIVERSO

Y es sobre esto, sobre una fantasía imaginaria, sobre la ruptura del principio de conservación de masa y energía, que fundamento tanto mi propia actividad como mi apelación a los escritores de todo mundo.

 

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Discurso en el Banquete a los Premios Nobel

(Pronunciado por Solyenitzin en Estocolmo, el 10 de Diciembre de 1974 con motivo del banquete celebrado en honor a los Premios Nobel)

 

Vuestra Majestad, Vuestras Altezas Reales, Damas y Caballeros,

Muchos laureados Nobel se han presentado ante vosotros en esta sala, pero la Academia Nobel y la Fundación Nobel probablemente nunca han sufrido con otra persona tantas molestias como las que yo les he ocasionado. Al menos en una ocasión anterior he estado aquí, si bien no físicamente. Otra vez, el honorable Karl Ragnar Gierow ya estaba en camino de encontrarse conmigo y no pudo ser. Ahora, por fin, he llegado, perofuera de horario y para ocupar una silla extra. Cuatro años han transcurrido desde que por vez primera se me dio la oportunidad de ocupar este lugar por tres minutos, y hoy el secretario de la Academia se ha visto obligado a pronunciar su tercer discurso dirigido al mismo escritor.

Consecuentemente, debo pedir disculpas por haber ocasionado tantas molestias y agradecerles en forma especial la ceremonia de 1970 cuando vuestro rey y todos ustedes le dieron la bienvenida a una silla vacía.

Pero estarán ustedes de acuerdo conmigo en que tampoco fue tan simple para el ganador del premio; llevando su discurso de tres minutos consigo por todas partes a lo largo de cuatro años. Cuando me estaba preparando para venir aquí en 1970, en ocasión de subir a la primer tribuna libre de mi vida, no había lugar en mi pecho ni cantidad de papel suficiente para contener todo lo que tenía en la mente. Para un escritor que viene de un país sin libertad, su primera tribuna y su primer discurso es un discurso sobre todas las cosas del mundo, sobre todos los sufrimientos de su país – y resulta perdonable si olvida el objetivo de la ceremonia, hace abstracción de las personas allí reunidas y llena las copas de júbilo con su amargura. Pero desde aquél año en que me fue imposible venir aquí, he aprendido a expresar en forma abierta prácticamente todos mis pensamientos incluso en mi propio país. De modo que, al encontrarme expatriado en Occidente, mejor aún he aprovechado esta irrestricta posibilidad de decir todo lo que deseo y dónde lo deseo, que es algo no siempre apreciado en esta parte del mundo. Por lo tanto, no tengo necesidad de recargar en exceso esta corta alocución.

Sin embargo, encuentro una especial ventaja en no haber respondido al otorgamiento del Premio Nobel sino después de cuatro años. Por ejemplo, después de esos cuatro años me ha sido posible advertir el papel que este premio ya ha desempeñado en mi vida. Ha impedido que me aplastaran las severas persecuciones de las cuales fui objeto. Ha ayudado a que mi voz sea escuchada allí en donde mis predecesores no fueron oídos por décadas. Me ha ayudado a expresar cosas que de otro modo hubiesen sido imposibles.

En mi caso, la Academia Sueca ha hecho una excepción, una rara excepción, otorgándome el premio siendo yo de mediana edad y siendo mi producción literaria tan sólo un niño de unos ocho años de edad. Para la Academia existió un gran riesgo oculto al proceder de esta forma: después de todo, solamente una pequeña parte de los libros que había escrito estaban publicados.

Pero quizás, la misión más sublime de cualquier premio literario o científico reside precisamente en ayudar a despejar el camino que falta recorrer.

Y quisiera expresar mi más sentida gratitud a los miembros de la Academia Sueca por el enorme apoyo que su elección de 1970 le ha dado a mis obras como escritor. Me aventuro a agradecerles en nombre de la vasta Rusia extraoficial a la cual le está prohibido expresarse en voz alta y que resulta perseguida tanto por escribir libros como hasta por leerlos. La Academia, por esta decisión que ha tenido, ha debido escuchar muchos reproches implicando que el premio ha servido a intereses políticos. Pero estos son los gritos de groseros alborotadores que ni siquiera conocen otros intereses. Todos sabemos que la obra de un artista no puede ser confinada a la mísera dimensión de la política. Porque esa dimensión no puede contener la totalidad de nuestra vida y no debemos restringir nuestra conciencia social a sus límites.

Mo Yan: Discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2012.

Mo YanEstimados miembros de la Academia, señoras y señores:

Gracias a la televisión y a internet puede que ustedes hayan conocido mi pueblo natal, el distrito Dongbei de Gaomi, que está muy lejos de aquí. A lo mejor puede que hayan visto también a mi padre, un señor de noventa años, o a mis hermanos, mi esposa, mi hija y mi nieta, una señorita de dieciséis meses. Sin embargo, en este momento tan glorioso, solo echo de menos a una persona, y es a mi madre. A ella no podremos verla más. Cuando la noticia de que yo había conseguido el Premio Nobel se extendió por China, mucha gente me felicitó, pero ella no lo podrá hacer nunca.

Mi madre nació en el año 1922 y falleció en 1994. Sus cenizas estaban enterradas en un huerto de melocotoneros al este de mi pueblo. El año pasado, debido a la construcción de una vía ferroviaria que iba a pasar por ese lugar, no tuvimos más remedio que trasladar su tumba hacia otro lugar más alejado del pueblo. Cuando la desenterramos, me di cuenta de que la caja de cenizas se había descompuesto y que éstas se habían convertido en parte de la tierra. Sólo pudimos sacar un poco de barro como recuerdo para ponerlo en la nueva tumba. A partir de aquel momento, sentí que mi madre era parte de la tierra y cuando me pongo de pie sobre ella para contar cuentos, sé que mi madre está escuchándome.

Soy el último hijo que tuvo mi madre.

Uno de los primeros recuerdos que tengo es el de aquella vez que llevé la única botella térmica que teníamos para coger agua caliente en el comedor público. Como estaba hambriento y sin fuerza, no pude soportar el peso de la botella y la rompí. Como tenía mucho miedo, me escondí en una pila de paja sin atreverme a salir el resto del día. Al anochecer, oí a mi madre llamándome por mi apodo familiar. Salí de allí esperando que me regañara o me pegara; sin embargo, mi madre no lo hizo, y por el contrario acarició mi cabeza y dejó escapar un largo suspiro.

El recuerdo más amargo que tengo es el del día en que fui a acompañar a mi madre a recoger unas espigas de trigo caídas en el campo que pertenecía a la comunidad. Cuando vino el guardia del campo, todos los demás se escaparon corriendo a toda velocidad, pero mi madre apenas podía correr con sus dos pies vendados. Fue capturada por aquel guardia que era muy alto y fuerte y le dio a mi madre una bofetada en la cara. Ella no pudo aguantar el golpe y cayó al suelo. El guardia nos quitó las espigas recogidas y se marchó silbando sin preocuparse de nosotros. Mi madre sangraba por la boca mientras seguía sentada en el suelo y en su cara apareció una desesperación que jamás olvidaría en toda mi vida. Muchos años después, cuando el joven guardia del campo se había convertido en un anciano y las canas habían sustituido completamente su cabello negro, me encontré con él en el mercado. Quise lanzarme hacia él para pegarle como venganza, pero mi madre me lo impidió y cogiendo mi mano me dijo con calma: “Hijo, aquel señor que me pegó y este señor mayor no son el mismo”.

Un recuerdo imborrable que tengo es el de un mediodía en la fiesta de Medio Otoño. Habíamos superado muchas dificultades para poder cocer unos raviolis; a cada uno sólo le tocó un cuenco pequeño. Cuando estábamos a punto de empezar, un viejo mendigo se acercó a nuestra casa. Cogí un bol con varias tiras de boniato seco para dárselo, pero sin embargo se volvió enfadado y dijo: “Soy un señor mayor. Vosotros os coméis los raviolis y a mí en cambio me dejáis un poco de batata seca, qué corazón tan frío tenéis”. Sus palabras me irritaron y me defendí: “Tan solo podemos comer raviolis unas pocas veces al año. A cada uno nos tocan unos pocos, apenas pueden llenar la mitad de mi estómago. La batata seca es lo único que nos queda, si no la quieres, ¡vete ya!”. Madre me criticó. Luego levantó su medio bol de raviolis y se los dio todos al señor.

El recuerdo que más arrepentimiento me ha causado es el del día que acompañé a mi madre a vender coles chinas. Por accidente, cobré diez céntimos de más a un señor mayor. Sumé todo el dinero y fui a la escuela. Cuando la clase terminó y volví a casa, vi a mi madre, una mujer que casi no lloraba, llorando con mucha tristeza. Las lágrimas le habían empapado la cara. Mi madre no me regañó sino que dejó escapar suavemente unas palabras: “Hijo, qué vergüenza me has ocasionado”.

Durante mi infancia, mi madre se contagió de una enfermedad pulmonar. El hambre, la enfermedad y el cansancio arrastraron a toda la familia hacia el fondo de un abismo oscuro de desesperación. Cada día tenía más claro un terrible presentimiento, me parecía que mi madre podría suicidarse en cualquier momento. Siempre que volvía a casa del trabajo, al entrar por la puerta gritaba el nombre de mi madre en voz alta. Si me respondía, podía acabar tranquilamente ese día; en caso contrario, me ponía muy nervioso, buscaba por todas partes a mi madre, incluso iba a la habitación lateral y al molino para buscar algún rastro de ella. Hubo una vez que después de recorrer todos los lugares posibles, no pude encontrar a mi madre así que me quedé sentado en el patio y me eché a llorar con todas mis fuerzas. Justo en ese momento, vi a lo lejos a mi madre que volvía con un haz de leña. Me expresó el disgusto que le causaba mi llanto y aun así, no le pude explicar lo preocupado que estaba por ella. Madre percibió el secreto de mi corazón y dijo: “Hijo, no te preocupes, aunque se me haya despojado de cualquier alegría en la vida, si no ha llegado el momento no iré al otro mundo”.

Soy genéticamente feo desde que nací, muchas personas de mi pueblo me gastaban bromas en mi cara; unos malvados compañeros de clase incluso me pegaron por esa razón. Un día cuando volví a casa, me eché a llorar con mucha tristeza y Madre dijo: “Hijo, no eres feo. Eres un chico normalito, ¿cómo puedes decir que eres feo? Además, si sigues siendo un joven de buen corazón y sigues haciendo cosas buenas, aunque fueras feo de verdad, te convertirías en un chico guapo”. Cuando me mudé a la ciudad, unas personas que habían recibido una buena educación hacían chistes tontos sobre mi cara, a veces a mis espaldas o incluso delante de mí. En aquellos momentos, las palabras de mi madre regresaban a mi cabeza, me tranquilizaban y me daba cuenta de que era yo el que tenía que pedirles perdón.

Mi madre era analfabeta, por eso respetaba extraordinariamente a las personas con educación. La vida estaba llena de dificultades, no se podían garantizar las tres comidas regulares del día, pero siempre que le pedía que me comprara algún libro o algo de papelería, me lo compraba. Mi madre era una persona trabajadora, odiaba a los jóvenes perezosos, pero siempre que dedicaba mucho tiempo a leer libros y me olvidaba de trabajar, mi madre me lo perdonaba.

Una vez vino un cuentacuentos a nuestro mercado. Yo me escaqueé de los trabajos que me había asignado mi madre y fui allí en secreto a escuchar los cuentos. Mi madre me criticó por ello. Por la noche, cuando mi madre se disponía a confeccionar las chaquetas de invierno bajo la débil luz de la lámpara de aceite, no pude controlarme y recité los cuentos que había aprendido durante el día. Al principio, ella no tenía ganas de escuchar ni una palabra porque le parecía que ser cuentacuentos no era una profesión normal y que los cuentacuentos eran personas charlatanas y unos farsantes; además, los cuentos que contaban no versaban sobre cosas buenas. No obstante, poco a poco le fueron atrayendo los cuentos que le recitaba. Más adelante, cada vez que se celebraba la feria, mi madre no me asignaba ninguna tarea; me había dado un permiso implícito para ir a escuchar los cuentos. Para recompensar su gratitud y también para presumir de mi buena memoria, le recitaba con todo detalle todos los cuentos que había escuchado durante el día.

Al poco tiempo, no me satisfacía recitarle los cuentos de los cuentacuentos tal cual, así que me inventaba detalles durante mi relato. Con el propósito de que le gustaran a mi madre, creaba unos nuevos párrafos e incluso modificaba el final del cuento. La audiencia no se limitó solo a mi madre, sino que mi hermana, mis tías y mi abuela también formaron parte. Hubo veces en que después de escuchar el cuento, mi madre expresaba sus preocupaciones. Parecía que se estaba dirigiendo a mí pero también podría ser que estuviera hablando consigo misma: “Hijo mío, ¿que vas a hacer en el futuro?, ¿quieres ganarte la vida contando cuentos?”.

Entendí la preocupación que tenía mi madre porque en mi pueblo un chico hablador no estaba bien visto, a veces podía traer problemas, para sí mismo e incluso para la familia. En mi relato 牛 (Toro) el chico que es rechazado por su pueblo por hablar demasiado es parte de la historia de mi pubertad. Madre me recordaba frecuentemente que hablara un poco menos porque esperaba que pudiera ser un chico tranquilo, generoso y callado. Sin embargo, yo había demostrado tener una enorme competencia lingüística y una gran disposición para hablar, lo que resultaba ser tremendamente peligroso. Pero mi capacidad para recitar los cuentos le producían mucha alegría a mi madre. ¡Qué gran dilema tenía ella!

Como dice un refrán chino: Es fácil cambiar de dinastía, es difícil modificar la personalidad y aunque mis padres me habían educado con mucho cuidado, no consiguieron cambiar el hecho de que a mí me gustara hablar. Esto le había dado un sentido irónico a mi nombre Mo Yan que significa “no hables”.

No pude terminar el colegio y tuve que abandonarlo porque, cuando era niño, mi estado de salud era muy delicado; no podía hacer muchos esfuerzos sino tan solo apacentar el rebaño que teníamos en un prado abandonado. Cuando guiaba a los bóvidos hacia el prado y pasábamos por la puerta de mi escuela, veía a mis compañeros de clase jugando y estudiando y me sentía muy solo y desdichado. A partir de aquel momento tuve conciencia del dolor que se le puede ocasionar a una persona, incluso a un niño, cuando se le aparta de la comunidad en la que vive.

En el prado solté al ganado y lo dejé pacer por su cuenta. Bajo el cielo de un color azul tan intenso que parecía un océano inacabable, en ese prado verde tan vasto que no se veían sus límites en ninguna dirección, no había nadie excepto yo y no se podía oír a nadie excepto el piar de los pájaros. Me sentía muy aislado, muy solo, como si mi espíritu se hubiese escapado y sólo me quedara un cuerpo vacío. A veces me tumbaba en el prado viendo las nubes que flotaban vagamente y muchas imágenes irreales y sin sentido venían a mi cabeza. En mi pueblo se difundían unos cuentos sobre los zorros milenarios que podían convertirse en mujeres hermosas. Por eso imaginaba que a lo mejor una de esas hermosas mujeres en la que se había convertido un zorro vendría y me acompañaría mientras cuidaba al ganado, pero ella nunca apareció. Sin embargo hubo una vez que vi un zorro de un llamativo color rojo saltando del arbusto que tenía frente a mí. Me caí al suelo a causa del susto. Enseguida desapareció, pero yo me quedé allí sentado y temblando durante bastante tiempo. A veces me sentaba en cuclillas al lado de un toro para observar sus ojos de color azul celeste y mi reflejo en su ojo. A veces imitaba el piar de los pájaros e intentaba comunicarme con ellos; a veces le confiaba los secretos de mi corazón a un árbol. Sin embargo, los pájaros no me hicieron caso, ni los árboles. Muchos años después, cuando me hice escritor, incluí en mis novelas todas las fantasías que tenía durante mi pubertad. Mucha gente elogió mi capacidad de imaginación. Unos aficionados a la literatura me preguntaron el secreto para tener tanta. Entonces sólo pude contestarles con una amarga sonrisa.

Como lo que dice nuestro sabio antepasado Laozi: “En la felicidad es donde se esconde la desgracia; en la desgracia es donde habita la felicidad”. Durante mi adolescencia padecí bastantes sufrimientos, como tener que abandonar el colegio, la hambruna, la soledad y la falta de libros. Sin embargo, hice lo que hizo Congwen Shen, un gran escritor de la generación anterior: leer lo antes posible sobre la sociedad y la vida que conjuntamente forman un gran libro invisible. Lo que les comentaba al principio de ir al mercado a escuchar cuentos es la primera página del libro de mi vida.

Después de abandonar el colegio, me exilié entre los adultos y empecé un largo periodo de leer con las orejas. Hace doscientos años, en mi provincia natal, vivía un cuentacuentos que era un genio: El señor Songling Pu. Muchos de mi pueblo, incluido yo mismo, somos sus herederos. En el campo de la comunidad, en la granja de la brigada de producción, en la cama de mis abuelos, en el tembloroso carro tirado por el buey, había escuchado muchos cuentos sobre fantasmas y duendes, muchas leyendas históricas, anécdotas interesantes que estaban estrechamente vinculadas con la naturaleza local y la historia familiar, y me habían producido una clara sensación de realidad.

Nunca pude imaginar que algún día en el futuro estas cosas me servirían como material para mis obras. En aquella época sólo era un chico a quien le fascinaban los cuentos y las palabras que se usaban para contarlos. En aquella época era, definitivamente, un chico teísta. Creía que todas las cosas tenían su espíritu. Cuando me encontraba con un árbol alto y grande, tenía ganas de expresarle mis respetos. Cuando veía un pájaro, me preocupaba por cuándo se convertiría en un ser humano. Cuando veía a un desconocido, dudaba si sería un espíritu de animal metido en un cuerpo humano. Cada noche cuando volvía a casa desde la oficina de la brigada de producción, me sobrevenía un miedo enorme. Para expulsar ese miedo cantaba en voz alta mientras corría a casa. En aquella época estaba entrando en la adolescencia, mi voz estaba cambiando, y las horrorosas canciones interpretadas por mi voz ronca eran una tortura para mis vecinos del pueblo.

Durante los veintiún años que viví en mi pueblo natal, el viaje más largo que realicé fue una excursión en tren a Qingtao. En aquel viaje, casi me pierdo entre los grandes trozos de madera de una serrería. Cuando mi madre me preguntó sobre el paisaje de Qingtao, le contesté que por desgracia allí no había nada excepto grandes trozos de madera. Pero gracias a este viaje a Qingtao, tuve muy claro que debía salir de mi pueblo natal y ver el mundo de fuera.

En febrero de 1976 cumplí todos los requisitos del reclutamiento militar, me llevé los cuatro volúmenes de la Breve historia de China que mi madre me había comprado con el dinero de unas joyas suyas que vendió, salí del distrito Dongbei de Gaomi, un lugar plagado de todos mis sentimientos, tanto positivos como negativos, y empecé una importante época de mi vida. Tengo que confesar que si no hubiera sido por los grandes progresos y el desarrollo de la sociedad china durante estos treinta años, por la apertura y la reforma, no existiría un escritor como yo.

Debido al aburrimiento de la vida militar, entré en una nueva oleada literaria y en la apertura de pensamiento de los años 80 del siglo pasado. Pero entonces, no era más que un chico a quien le gustaba escuchar cuentos y recitar lo que había escuchado, así que decidí empezar a contar cuentos con el bolígrafo. Sin embargo al principio este camino fue muy difícil porque no me daba cuenta de que mi experiencia de vivir en el campo durante más de veinte años era una riqueza. Pensaba que la literatura era anotar las cosas buenas y recordar a personas notables, creía que era simplemente describir a los héroes y modelos sociales, así que aunque publiqué algunas obras, no tenían mucha calidad.

En el otoño de 1984 aprobé el examen de ingreso y me incorporé a la Facultad de Literatura de la Academia de Artes del EPL (Ejército Popular de Liberación). Gracias a las indicaciones y a la ayuda de mi apreciado profesor, el famoso escritor Huaizhong Xu, conseguí elaborar algunos relatos y novelas cortas, tales como秋水 (El agua otoñal), 枯河 (Río seco), 透明的红萝卜(El rábano rojo invisible), Sorgo rojo, etc. En El agua otoñal, apareció por primera vez el nombre de mi pueblo natal: El distrito Dongbei de Gaomi, y a partir de ese momento, me sentí un campesino vagabundo que por fin ha encontrado el campo que buscaba, un escritor perdido que ha encontrado su propia fuente de inspiración. Tengo que confesar que en el proceso de creación del distrito Dongbei de Gaomi en mis obras, William Faulkner, el escritor estadounidense, y García Márquez, el escritor colombiano, me han inspirado mucho. Entonces no había leído sus obras minuciosamente, pero su espíritu creador y su generosidad me animaron mucho. Me hicieron entender que cada escritor debía tener una especialidad. Una persona tiene que ser modesta en su día a día, sin embargo, debe ser altiva y decidida en su producción literaria. Durante dos años seguí los pasos de estos dos maestros, pero luego me di cuenta de que tenía que alejarme de ellos. Esto lo expresé en un artículo: “Estos dos maestros son como dos hornos al rojo vivo y yo como un trozo de hielo, por lo que si me acercase mucho a ellos me evaporaría”. A mi juicio, la influencia que se recibe de otro escritor se debe a la semejanza espiritual que escondemos en el fondo del corazón, como lo que se dice en China: dos espíritus similares se entienden enseguida. Por tanto, aunque no les hubiera leído muy atentamente, con solo unas páginas podía entender lo que habían hecho, podía entender cómo lo habían hecho y a continuación me quedaba claro lo que debía hacer y la forma de hacerlo.

Lo que hice fue muy sencillo: contar mis cuentos a mi manera. Mi manera es la misma de los cuentacuentos del mercado de mi pueblo, a quienes conocía muy bien; es también la manera de mis abuelos y los ancianos de mi pueblo natal. Sinceramente, cuando cuento mis cuentos, no puedo imaginar quiénes serán mis lectores. A lo mejor, es alguien como mi madre, o alguien como yo. Mis cuentos son mis experiencias del pasado, como por ejemplo lo es, en Río seco, aquel chico al que pegan de manera horrible; en (El rábano rojo invisible) lo es aquel chico que no habla nada desde el principio hasta el final de la obra. Igual que a él, mi padre una vez me pegó terriblemente debido a un error que cometí. Y yo también tuve que encargarme de un fuelle durante la construcción de un puente. Por supuesto, cuanto más singulares sean las experiencias personales, más se incluirán en las novelas, pero las novelas deben ser imaginarias y fabulosas, no pueden incluir experiencias sin más. Muchos amigos míos me han dicho que El rábano rojo invisible es mi mejor novela. Respecto a esta opinión, no la contradigo, tampoco la admito, pero, de todas formas El rábano rojo invisible es la más emblemática de mis obras y destaca por su profundo significado. Ese chico de piel oscura que tiene una capacidad incomparable para aguantar toda clase de sufrimientos y otra capacidad sobresaliente para percibir los pequeños cambios de la vida es el espíritu de esta novela. Aunque he creado muchos personajes después de este, ninguno puede compararse con él porque prácticamente es el entero reflejo de mi espíritu. O mejor dicho, entre todos los personajes creados por el mismo escritor siempre habrá uno superior a los demás; este chico callado es de ese tipo, que no habla nada pero que es capaz de dirigir al resto de personajes y observar las maravillosas actuaciones de los demás en un escenario como el distrito Dongbei de Gaomi.

Las experiencias personales son limitadas. Cuando se acabaron esos cuentos no me quedó más remedio que contar los de otras personas. Los cuentos de mis parientes y vecinos, los cuentos de los antepasados que me contaron los ancianos de mi pueblo, llegaron a mi cabeza como si fueran soldados que se reúnen al oír una orden. Se metieron dentro de mí con la esperanza de ser escritos por mi mano. Mis abuelos paternos, mis padres, mis hermanos mayores, mis tíos, mi esposa y mi hija han aparecido como personajes en mis novelas. Por supuesto, les hice unos cambios literarios para que tuvieran más significado y se convirtieran en verdaderas figuras poéticas.

En mi última novela Rana, aparece la figura de mi tía. Como consecuencia del Premio Nobel, muchos periodistas han ido a su casa para entrevistarla. Al principio, tuvo mucha paciencia para contestar las preguntas, pero después no pudo aguantar más las molestias y se escondió en casa de su hijo, que está en la capital de nuestro distrito. Mi tía fue mi verdadero modelo cuando elaboraba esa novela; sin embargo, este personaje literario difiere mucho de mi tía. El carácter del personaje es muy fuerte, como si fuera un miembro de la mafia, y mi tía en cambio es muy simpática y alegre, una perfecta esposa y una madre encantadora. Mi verdadera tía ha tenido una vida muy feliz hasta ahora, pero mi tía literaria, cuando envejeció, padecía insomnio consecuencia de una profunda herida psíquica y vestía una toga negra todos los días como si fuera un fantasma que estuviera vagando en la noche. Tengo que agradecerle a mi verdadera tía su tolerancia porque no se enfadó después de saber que la había descrito de aquella forma; también aprecio mucho su inteligencia porque ha sabido entender la compleja relación que existe entre los personajes literarios y las personas reales.

Cuando falleció mi madre, me ahogó el dolor y decidí escribir un libro sobre su vida. Me refiero a Grandes pechos amplias caderas. Como la conocía de toda la vida y estaba lleno de sentimientos hacia ella, terminé el primer borrador de esta novela de quinientas mil palabras en tan solo ochenta y tres días.

En Grandes pechos amplias caderas me he atrevido a usar los detalles que conocía sobre su vida; no obstante, respecto a su experiencia amorosa, he inventado una parte y también he acumulado las experiencias de las madres de su edad del distrito Dongbei de Gaomi. En la dedicatoria de este libro puse la siguiente frase: “Al alma de mi madre”, sin embargo, esta obra en realidad está dedicada a todas las madres de este mundo. Esta es una de mis ambiciones, como la de querer abstraerme de China y de este mundo y minimizarlos en el distrito Dongbei de Gaomi.

Los escritores tienen diferentes maneras de inspirarse, y mis libros también surgen de diferentes fuentes de inspiración. Algunos de mis libros se inspiraron en mis sueños, tal como ocurre en el ­El rábano rojo invisible, otros se inspiraron en la realidad, como por ejemplo sucede en Las baladas del ajo. Sea cuál sea el origen de la inspiración, las experiencias personales son imprescindibles y consisten en una parte muy importante, capaz de dotar a la obra de su singularidad literaria. Las obras pueden tener diferentes personajes bien perfilados con sus propias características, mostrarnos sus brillantes palabras y contar con una estructura sobresaliente. Querría hablar un poco más de Las baladas del ajo. En esta novela he diseñado un personaje muy importante: un cuentacuentos. Pero he usado el nombre verdadero de un amigo mío que en la realidad es un cuentacuentos también, así que tengo que pedirle perdón. Por supuesto, lo que hace en la novela es inventado. Me ha pasado muchas veces este fenómeno en mis obras: cuando comenzaba a escribir una novela quería usar nombres reales para transmitir una sensación de realidad, y sin embargo, cuando acababa la novela ya me resultaba imposible cambiar esos nombres. Muchas veces, las personas reales cuyos nombres se habían utilizado en mis obras buscaron a mi padre para quejarse. Mi padre no sólo les pidió perdón a ellos, sino que también les tranquilizó y les explicó diciendo: «La primera frase que aparece en Sorgo rojo sobre su padre es “Mi padre es hijo de un malvado bandido. Si yo no le hice caso, ¿por qué os tiene que molestar a vosotros?”».

Cuando escribí las novelas del tipo de Las baladas del ajo, es decir, las novelas realistas, el mayor problema que se me presentó no era que tuviera miedo de enfrentarme a las oscuridades sociales y criticarlas, sino cómo controlar la pasión ardiente y la furia para no desviarme hacia la política ni alejarme de la literatura. No quiero escribir una crónica de los acontecimientos sociales. Un novelista es parte de la sociedad, por lo que es natural que tenga sus propias opiniones e ideas; sin embargo, cuando está escribiendo debe ser justo, debe respetar a todos los personajes igual que respeta a las personas reales. Siempre y cuando se cumpla este requisito, la literatura puede nacer de la realidad e incluso superarla, puede preocuparse por la política pero estar por encima de ella.

Los largos y difíciles periodos de tiempo que he vivido me han dado una profunda comprensión de la humanidad. Sé qué es la verdadera valentía y qué es la auténtica misericordia. Entiendo que en el corazón del ser humano existe un espacio que no se puede definir por bondad ni por maldad; es un espacio grisáceo que le da a un escritor la gran posibilidad de elaborar una obra majestuosa. Siempre y cuando haya elegido correctamente y descrito vívidamente este espacio grisáceo e incierto, su obra podrá tener calidad, superar el límite de la política, y ser verdadera literatura.

El hecho de hablar sobre mis obras sin parar me incomoda mucho, pero mi vida y mis novelas son las dos caras de una misma moneda, y si no hablara de mis obras, no sabría de qué otra cosa más les podría hablar aquí. Así que, permítanme seguir.

Respecto a mis primeras novelas, dado que era un cuentacuentos moderno, decidí camuflarme en ellas. Pero, a partir del 檀香刑 (El suplicio del sándalo), decidí cambiar mi estilo. Si describimos mi estilo anterior como el de un cuentacuentos que no piensa en los lectores, a partir de este libro me imaginé que estaba en una plaza contando cuentos ante un público con palabras impresionantes. Esto es clásico en la elaboración de las novelas y también es clásico de las novelas chinas. Aprendí los estilos de las novelas modernas de Occidente, también usé diferentes estilos narrativos, pero al final, recurrí a la tradición. Por supuesto, la vuelta a la tradición no es solo eso. El suplicio del sándalo y las siguientes novelas son una combinación de las tradiciones chinas y las técnicas narrativas occidentales. Las novelas innovadoras son productos de este tipo. No sólo combiné la tradición y la técnica sino también la narración y otras artes folclóricas. Por ejemplo, El suplicio del sándalo fue un intento de combinar la novela con la ópera local, igual que sucede en mis primeras novelas, que también se han nutrido de las bellas artes, la música e incluso de la acrobacia.

Por último, permítanme presentarles otra obra mía, La vida y la muerte me están desgastando. El título de este libro está inspirado en unos versos budistas. Según me han dicho, la traducción de este título ha causado problemas, no muy grandes pero sí considerables, a los traductores de diferentes países. No soy un especialista en budismo y mi entendimiento sobre los versos budistas es superficial, pero la razón por la que elegí este título para mi novela fue por la admiración que siento hacia los pensamientos budistas. Uno de los puntos básicos de este pensamiento es la verdadera comprensión del universo. Desde el punto de vista de los budistas, muchos de los conflictos humanos son insignificantes. A los budistas el mundo actual les parece muy sombrío. Por supuesto, no quería escribir este libro como si fuese un sermón; lo que escribí hablaba sobre el destino y las emociones del ser humano, así como de los límites que tiene, la tolerancia, los esfuerzos y sacrificios que se requieren para lograr el objetivo personal y alcanzar la felicidad. El personaje de cara azulada que luchaba contra la corriente histórica era el verdadero protagonista en mi corazón. La persona real a la que corresponde este personaje fue un campesino que vivía en un pueblo vecino al nuestro. En mi pubertad, le veía pasando con frecuencia por la puerta de mi casa y empujando un carro de madera que emitía un leve y extraño sonido. Un burro cojo tiraba de aquel carro y la persona que guiaba al animal era su esposa, que tenía los pies vendados. Ese grupo de trabajo tan extraordinario en la sociedad de aquella época resultaba muy raro y muy inapropiado. A los ojos de unos niños como nosotros, eran unos seres ridículos que iban contra el progreso histórico; incluso les arrojamos piedras para expresar nuestro desacuerdo con ellos. Muchos años después, cuando empecé a escribir cuentos sobre ellos, este personaje de cara azulada, esta imagen, apareció en mi mente. Sabía que tarde o temprano escribiría un libro sobre él, que compartiría sus cuentos con todo el mundo; sin embargo, no fue hasta 2005, cuando estaba visitando un templo budista y admirando los murales que representaban la leyenda de Las seis etapas de la gran rueda del karma, que llegué a entender cuál era la manera más adecuada de contar sus cuentos.

Haber conseguido el Premio Nobel de Literatura ha supuesto muchas paradojas. Al principio pensaba que yo era el protagonista de esas contradicciones; sin embargo, poco a poco me di cuenta de que era otra persona diferente que no tenía ninguna relación conmigo. Me convertí en espectador de un drama mientras veía al resto actuando en el mismo escenario. Había visto que al protagonista, ganador de un premio, le ofrecían flores, pero además también le tiraban piedras y agua sucia. Temía que no pudiera aguantarlo. No obstante, huyó de las flores y las piedras, se limpió las manchas de agua sucia y salió tranquilamente a dar un discurso al público.

Dado que soy escritor, la mejor manera de comunicar al público es escribir. Todo lo que tengo que decir está en mis obras. Las palabras que salen de la boca se las lleva el viento, sin embargo las que están escritas quedarán para la historia. Espero que ustedes puedan leer pacientemente mis obras, aunque por supuesto no tengo ningún derecho a obligarles a leerlas. Y si ya las han leído, no puedo obligarles a cambiar la opinión que tengan de ellas porque en este mundo no existe un escritor que pueda satisfacer a todos los lectores, sobre todo, en una época como la que estamos viviendo ahora.

No quería comentar nada más, pero teniendo en cuenta el momento y el lugar siento que debo hacerlo, así que les hablaré de la única manera que sé.

Soy un cuentacuentos y sigo queriendo contarles cuentos.

En los años 60 del siglo pasado, cuando estaba en el tercer curso del colegio, la escuela organizó una visita a una exposición sobre el sufrimiento. Teníamos que llorar según las órdenes de nuestro profesor. Para mostrar al profesor lo obediente que era no quise secarme las lágrimas de la cara. Al mismo tiempo, vi a unos compañeros de clase mojarse a escondidas los dedos en la boca y pintarse dos líneas de lágrimas en la cara. Por último, entre todos los que estaban llorando, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrí que había un compañero que no tenía ni una lágrima en su cara y que ni siquiera se tapaba el rostro con las manos para simular tristeza, sino que tenía los ojos bien abiertos y un gesto de sorpresa, como si no entendiera. Más tarde, denuncié este suceso al profesor y por esta razón nuestro colegio decidió ponerle oficialmente un punto negativo y una advertencia. Muchos años después, cuando le confesé a mi profesor la pesadumbre que me causaba este acontecimiento, me consoló diciendo que más de una docena de alumnos fueron a quejarse también. Este compañero falleció hace unos diez años, pero cada vez que recuerdo esta anécdota, me siento muy apenado. Aprendí una gran lección con este asunto: aunque todo el mundo llore, debemos permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que fingen sus lágrimas entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que no lloran.

Tengo otro cuento para ustedes: Hace más de treinta años trabajaba en el ejército. Una noche, cuando estaba leyendo un libro en la oficina, entró un viejo oficial, echó un vistazo al asiento enfrente de mí y susurró para sí: “Bien, aquí no hay nadie”. Me levanté inmediatamente y me atreví a gritarle: “¿No has visto que estoy aquí?”. Aquel viejo oficial se enfureció y su cara se puso roja, yéndose avergonzado. Me sentí muy satisfecho durante mucho tiempo, me consideraba una persona valiente; sin embargo, después de muchos años, sentí un profundo arrepentimiento.

Permítanme contarles el último cuento que me contó mi abuelo hace muchos años: Hubo ocho albañiles que salieron de su pueblo natal para buscar trabajo. Para resguardarse de la tormenta que estaba a punto de caer, todos entraron en un templo en ruinas. Los truenos se sucedían, los relámpagos iluminaban el oscuro cielo, unos extraños sonidos penetraban por la puerta del templo y parecían los rugidos de un dragón. Todos estaban muertos de miedo, y sus rostros se habían vuelto pálidos. Uno de ellos comentó: “Es señal de castigo celestial. Entre nosotros debe haber alguien que ha hecho algo malvado. ¿Quién es ese maldito? Sal ahora mismo. Sal para recibir tu condena celestial y para no extender la mala suerte entre nosotros”. Obviamente, nadie quería salir fuera. Otro propuso: “Como nadie de nosotros quiere salir, arrojaremos nuestros sombreros de paja fuera y el que no vuelva significará que su dueño es la persona de la que estamos hablando. Entonces, le pediremos que se vaya”. Todos asintieron y lanzaron sus sombreros afuera. Solo un sombrero quedó en el exterior y los demás volvieron dentro. Los siete albañiles querían echar del templo a la persona cuyo sombrero había quedado fuera. El chico se negó a aceptar esa decisión. En ese momento, los siete jóvenes le cogieron y le expulsaron a la fuerza. Supongo que a estas alturas ya habrán adivinado el final del cuento: En el mismo instante en que le expulsaron el templo se hundió y los siete chicos murieron.

Soy un cuentacuentos.

Me han dado el Premio Nobel por mis cuentos.

Después de haber sido premiado han ocurrido muchas anécdotas maravillosas que serán parte de mis próximos cuentos y que me hacen creer en la existencia de la justicia y la verdad.

En el futuro seguiré contando cuentos.

¡Muchas gracias por su atención!

José Lezama Lima: Para un final presto. Cuento

josé lezama limaUna muchedumbre gnoseológica se precipitaba desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.

La primera idea de fundar El secuestro del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con detenimiento las mejores cabezas.

Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.

Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey, para que el hijo del Jefe, que tenía unas narices leoninas de leproso, utilizadas, desde luego, como un atributo más de su temeridad, fuese instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su querida un estío en las arenas de Long Beach.

La policía vigilaba copiosamente a la banda de chinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esencial que a la postre volaría en innumerables errores de detalles. De esos errores derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de toda causalidad y la suplantación de un Rey. Era el día escogido por los estoicos de Galópanes para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que habían surgido los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al ver los pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras descargas de la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera silenciosamente, prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que se mezclaban para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros sanguinolentos que se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y las risas con que éstos respondían. Al continuar las detonaciones, las carcajadas se frenetizaron.

El capitán que dirigía el pelotón tuvo una intuición desmedida. La situación siguiente a la muerte de su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerámica de Delft, y ya antes de morir serenamente arruinado, con quien había vivido desde los cinco años; al ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa plaza de capitán de gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares a quien había conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro futuro capitán de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de húsares, mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero franciscano. Éste fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y terminada, como siempre, por una apoplejía fulminante.

El comandante cuando se embriagaba abría su Bagdad de lugares comunes. Uno de los que recordaba el actual capitán de gendarmes era: que una carga de húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos. Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina al brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña seguida por la ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante estudiante de filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación, pues él quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón, le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.

La plaza pública ofrecía diagonalmente la presencia del museo y de una bodega de vinos siracusanos. El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así, mientras lentamente iban cesando las detonaciones mandaba contingentes bifurcados. Unos traían del museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoña espumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocando en cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había trazado el plan donde estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días antes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había hecho traer de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto, alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aun del festival, pero regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes que creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al observar cómo abrevando los estoicos entraban en la Moira. Los estoicos, con dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la vida y el vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.

El Rey vigilaba a los conspiradores que no eran conspiradores, pero desconocía a los estoicos de Galópanes. Creía, como al principio creyó el capitán, que la salida era la de los conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente contempló el primer choque de los gendarmes con los estoicos pero al observar posteriormente cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía conspiradores, las ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel donde él creía encontrar fidelidad.

Ante esa llamada y su noticia, la tropa salió como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión besar la Luna. Pero entre la llamada y la salida a escape habían sucedido cosas que son de recordación. En ese cuartel, en la manipulación de los nítricos, trabajaba un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La blancura comunicada, cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo de laboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte; asistía furtivamente a las reuniones de los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendía a ratos aquellos diálogos la preparación de la muerte, y sabía la noche en que los estoicos caerían sobre la plaza pública. El día anterior se introdujo valerosamente en el almacén del cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de precisión, debilitando en tal forma el fulminante que el plomo caía a pocos pies del tirador, formándose tan sólo el halo detonante de una descarga temeraria.

Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplar a los gendarmes y a los supuestos conspiradores, alzando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato disparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en las ánforas, pero la tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les impedía contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola miserable. Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en el pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una vacilación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente para que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.

El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de la ventana contemplaba la muerte refinada activísima y las detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuando llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarteles, anunciándole paz tendida y muy blanca.

El grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilaba todo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar el Jefe por la estación del capitán de gendarmes notó una ausencia terrible: más tarde al no encontrar resistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaron que todos esos guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para preparar una defensa real.

Al pasar por la plaza pensaron en el regreso de las tropas fronterizas en abierta pugna con aspirantes consanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil apoderarse del Rey, pero extremadamente peligroso abrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza, donde no se sabía cuándo sería el último muerto, y con quién en definitiva se abrazaría.

La jornada de los conspiradores falsarios era como un largo brazo que va adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las narices leoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos, con sus dedos como un instrumental probándose en la yugular regicida.

Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.